Está en la página 1de 182

BENJAMIN CONSTANT Y SU LEGADO

DE LIBERTAD Y PODER

SANTIAGO ARGÜELLO
(EDITOR)

IDEARIUM
Santiago Argüello
(Editor)

Benjamin Constant y su legado


de libertad y poder

IDEARIUM
Mendoza
2021
Argüello, Santiago
Benjamin Constant y su legado de libertad y poder; editado por
Santiago Argüello. - 1ª ed. adaptada. – Mendoza: Idearium, 2021. 180
p.
Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga


ISBN 978-950-624-088-2

1. Liberalismo 2. Filosofía Política I. Título.


CDD 320.51

Diseño editorial: Celina Echave

© Idearium (Editorial de la Universidad de Mendoza), 2021


© Santiago Argüello, 2021

Imagen de tapa: Benjamin Constant, retrato de Lina Vallier (floruit 1836-1852),


Château de Versailles.
De dominio público: https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=76705830

ISBN 978-950-624-088-2

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723


Índice

Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones


sobre la libertad y el poder ............................................................................. 5
Santiago Argüello
1819: el estreno de una nueva discusión sobre la libertad ............................. 5
Tres liberalismos políticos ................................................................................ 14
La forma neutra del poder y su impacto en el
constitucionalismo liberal argentino ......................................................... 22
Bibliografía .......................................................................................................... 33

1. Libertad de los antiguos y de los modernos en


Benjamin Constant: sus vicisitudes en el debate del siglo XX
sobre liberalismo y democracia .................................................................. 39
Giuseppe Sciara
La diferencia entre los antiguos y los modernos en
la distinción entre los dos tipos de libertad ............................................. 42
La presunta incompatibilidad entre las dos libertades: la interpretación
anti-democrática en el contexto de la Guerra Fría ................................. 51
La relación de interdependencia entre las dos libertades ............................. 59
¿Un pensador democrático-liberal? La lectura «revisionista» ...................... 64
Conclusión .......................................................................................................... 71
Bibliografía .......................................................................................................... 73

2. Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad


de los modernos? Interpretación de J.B. Alberdi (1810-1884)
sobre las instituciones de la Antigüedad clásica y
su influencia en las repúblicas de Sudamérica ....................................... 77
Yanela Cavallo
Introducción ....................................................................................................... 77
La problemática de la libertad .......................................................................... 79
Tiempos antiguos, tiempos modernos ........................................................... 81
Problemática del gobierno libre y de la libertad en Sudamérica ................. 86
La constitución “histórica y real” argentina en debate ................................. 88
Libertad exterior y libertad interior ................................................................. 90
Una reflexión final: la libertad de los antiguos,
¿un anti-modelo para la libertad de los modernos? ................................ 96
Bibliografía .......................................................................................................... 99
3. Vida como libertad. La libertad romana y la libertad europea
en José Ortega y Gasset .............................................................................. 103
Hermann Ibach
Ortega y el liberalismo .................................................................................... 104
Constant, pensador de la libertad .................................................................. 106
Libertas romana y libertad liberal europea .................................................... 108
Estado, responsabilidad y sociedad ............................................................... 114
Liberalismo orteguiano de la tercera época ................................................. 117
Bibliografía ........................................................................................................ 122

4. Benjamin Constant y Carl Schmitt. De la recepción del poder neutro


a la injustificación del poder en la teología política liberal .............. 125
Miguel Saralegui
Más allá del antiliberalismo de Schmitt ........................................................ 125
Constant y la doctrina del poder neutro ....................................................... 129
Schmitt, el Presidente del Reich y el contenido de la constitución ............ 133
El liberalismo y los actos de improcedente soberanía ............................... 138
Bibliografía ........................................................................................................ 141

5. Benjamin Constant y Michel Foucault:


sobre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos ...... 143
Osvaldo Javier López Ruiz
Pablo Martín Méndez
Constant y Foucault: ¿un diálogo posible? .................................................. 145
La libertad para Constant y para Foucault ................................................... 149
Del individuo al sujeto: la subjetividad como producto histórico ........... 152
Modos de «subjetivación» antigua y moderna ............................................. 154
Del pastorado cristiano a la gubernamentalidad ......................................... 157
El poder pastoral .............................................................................................. 158
Gobierno y gubernamentalidad ..................................................................... 162
El liberalismo de Constant, o la libertad como engranaje de gobierno ... 165
Consideraciones finales: sobre la libertad y la ética .................................... 170
Bibliografía ........................................................................................................ 174

Sobre los autores .................................................................................................. 177


Introducción:
Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones sobre la
libertad y el poder

Santiago Argüello

“The study of Constant’s reception is still in its infancy”


(Rosenblatt, 2009b: 351)

1819: el estreno de una nueva discusión sobre la libertad

En los años de la Revolución Francesa y subsiguientes, el


liberalismo francés se encontraba aparentemente derrotado: el primer
embate había sido asestado por el democratismo radical y
revolucionario de Robespierre y Saint-Just, inspirados en Rousseau y
Mably; el segundo golpe, por el despotismo napoleónico; y, ya en la
época de la Restauración, la faena continuaría de la mano de figuras
ultraconservadoras como de Bonald y de Maistre. Con todo, el tiempo
demostraría que no se trataba de una posición partidaria coyuntural que
pudiera ser tan fácilmente abatida. Se trataba de una tradición. Una
tradición mucho menos irreal que la de sus impugnadores, que no se
dejó arrastrar por ensueños grecorromanos del pasado (cfr. Leigh, 1978;
Díez del Corral, 1969), ni se dejó cautivar por utopías evolucionistas y
sectarias que miraran con candidez optimista el futuro (cfr. las varias
referencias citadas al respecto en Rosenblatt, 2009b: 370-371, n. 78). En
definitiva, una tradición comandada en los años posrevolucionarios por
Benjamin Constant (1767-1830), quien, junto con Madame de Staël y el
grupo de Coppet, serviría de nexo para enlazar a Locke (s. XVII) y
Montesquieu (s. XVIII) con Tocqueville y John Stuart Mill (florecientes
ambos hacia la mitad del s. XIX) (cfr. Sánchez Mejía, 1989: XI).
En cualquiera de esos tres períodos, esta tradición de liberalismo
político francés presenta una característica sobresaliente en torno a su

[5]
Santiago Argüello

concepción del poder y la libertad1. Tanto en Montesquieu, como luego


en Constant y posteriormente en Tocqueville, el ideal moderno de la
libertad y el poder se elabora siempre revisando cuál ha sido el ideal
antiguo de dichas realidades2. Ahora bien, ninguno como Constant
logró descollar tanto en la comparación del ethos moderno de la libertad
con el antiguo3. Su planteo al respecto fue volcado en la célebre

1 Una muestra cabal del actual revival de esta tradición está representada por los trabajos

de Geenens & Rosenblatt (2012) y Rosenblatt (2018 y 2009a). El estudio señero sobre
Constant en nuestra lengua sigue siendo el de Sánchez Mejía (1992). – Por lo demás, no
hay que olvidar, ciertamente, a tenor de lo mostrado por Holmes (1984: 90), la
diferencia de matices entre Constant, por un lado, y Montesquieu y Tocqueville, por
otro, en razón del espíritu democrático que detenta el primero.
2 En De l’esprit des lois (en adelante Leyes), libro XI, caps. 5-6, Montesquieu (1906: 226-

241) sostiene que la libertad política, la cual se halla peculiarmente presente en la


constitución de la moderna nación inglesa, es “aquella tranquilidad de ánimo que nace
de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para que exista esta libertad, es
menester que ningún ciudadano pueda temer a otro” (ibid., 227). En suma, la moderna
libertad inglesa es sinónimo de seguridad (cfr. Leyes, libro XII, cap. 2), y sus
antecedentes se encuentran tanto en la antigua Atenas (cfr. Leyes, libro V, cap. 6) como
en la antigua Germania (cfr. Leyes, libro XI, cap. 6). En el caso de los espartanos, por el
contrario, la única libertad que Montesquieu es capaz de reconocerles –salvo que se
trata del modelo antiguo de libertad por antonomasia–, es la ausencia de dominación
extranjera (cfr. Leyes, libro VIII, cap. 15; ver Holmes, 1984: 29-30). El objetivo de esta
libertad espartana era la gloria de hombres, siempre dispuestos a inmolar sus vidas
privadas por el bien de la patrie.
En el caso de Tocqueville, en su composición de L’Ancien Régime et la Révolution, él
traza una línea de tradición aristocrático-liberal que va desde el feudalismo medieval
hasta el liberalismo moderno (cfr. Díez del Corral, 1969: 68-69); más específicamente
hasta el liberalismo de los yankees de Nueva Inglaterra. Y en contraposición a esta línea,
él ubica esa otra tradición democrático-despótica, en la que aparece el autoritarismo
centralista antiguo y el absolutismo monárquico francés, esto es, el de Versalles (sea el
de Luis XIV o el de Napoleón), configurado por “los juristas formados en el estudio
del Derecho romano y con el abandono de las tradiciones medievales germánicas, tan
admiradas (…) por Montesquieu” (ibid., 68-69). La tesis de que el régimen democrático
norteamericano era liberal (y no democrático al estilo antiguo), es un supuesto que ya
estaba en De la démocratie en Amérique (cfr. ibid. 71-72).
3 Cuánto le deba Constant a autores anteriores a él para efectuar la susodicha

comparación, es materia tratada recientemente por Nippel (2016: 205, n. 4 y 108), quien
ve allí la influencia del ilustrado escocés Adam Ferguson (1723-1816), y especialmente
del economista e historiador ginebrino J.C.L. Simonde de Sismondi (1773-1842); y
antes lo había tratado Holmes (1984: cap. 1, 28-52), quien aduce que la distinción entre
libertad moderna y libertad antigua, además de existir en Montesquieu, se encontraba ya

[6]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

conferencia del Ateneo de París, en 1819, “De la libertad de los


antiguos comparada con la de los modernos” (Constant, 1989a) –
aunque también lo había sido anteriormente, y de modo más analítico,
en el libro XVI, “De la autoridad política entre los antiguos”, de sus
Principes de politique applicables à tous les gouvernements, de 1802-06
(Constant, 2010: 395-430), y en De l’esprit de conquête et de l’usurpation, dans
leur rapports avec la civilization européenne, de 1814–. Y de ello resultó la
inauguración de un nuevo tópico en la historia de las ideas, un nuevo
punto de partida para pensar la idea de libertad tras la Revolución
Francesa. Sin embargo, a pesar de la gran acogida inicial que tuviera el
pensamiento de Constant en Francia e Inglaterra4, pronto sería
olvidado, tras ser arrinconado por diversas corrientes: desde el
liberalismo doctrinario de Guizot hasta la historiografía marxista,
pasando por el socialismo saint-simoniano, el tradicionalismo
antiprotestante de Bossuet y Maurras, o el republicanismo nacionalista
de Michelet (cfr. Rosenblatt, 2009b: 352-357, 371-372).

en Hobbes (s. XVII) y, posterior a Montesquieu, en el artículo de Voltaire, “Les


Anciens et les modernes ou la toilette de Madame de Pompadour” [1765], así como en
The Federalist Papers de Publius [1788]. Con todo, donde más evidente se hace el
antecedente de la comparación de Constant entre una y otra libertad, es en el cap. 3 de
la Primera Parte de las Circonstances actuelles qui peuvent terminer la Révolution et des principes
qui doivent fonder la République en France de Mme. de Staël (obra compuesta en 1798, pero
recién publicada en el s. XX), que se presume fuera escrito con la ayuda del propio
Constant (cfr. Holmes, 1984: 43). Efectivamente, allí se encuentra la idea central del
cuerpo central de la Conferencia de 1819: “La libertad de nuestro tiempo es todo
aquello que garantiza la independencia de los ciudadanos contra el poder del gobierno.
La libertad de la Antigüedad era todo aquello que garantizaba a los ciudadanos una
mayor participación en el ejercicio del poder” (de Staël, 1993: 132). Para la idea central
de la última parte de la Conferencia, la fuente fue otro miembro del grupo de Coppet:
Sismondi (ver mis notas nn. 8-10). – Por lo demás, el único autor que Constant (1989a:
262) cita expresamente por el nombre como antecesor suyo al respecto es Condorcet.
4 En referencia a la argumentación constantiana de su célebre Discours de 1819, “Furet

ha observado que cada pensador francés posterior a la Revolución, incluido el propio


Constant, es juzgado por su interpretación de ella” (Capaldi, 2010: 17). Por su parte,
Aguilar (1998) hace ver de qué manera la huella del cotejo constantiano de las dos
libertades es susceptible de ser observada en autores franceses e ingleses del s. XIX tan
dispares como Laboulaye, Fustel de Coulanges, Renan, Herbert Spencer, Lord Acton y
John Stuart Mill. – Sobre la importancia de la relación de Laboulaye con Constant, ver
Rosenblatt (2009b: 361-363).

[7]
Santiago Argüello

En Estados Unidos hubo, ciertamente, una recepción más que


positiva de las ideas de Constant (cfr. ibid., 358-361), pero sobre todo
de sus ideas religiosas. En el caso de aquel examen comparativo suyo de
libertades viejas y nuevas, su difusión no se haría mundialmente masiva
sino recién en la segunda mitad del s. XX, con motivo de otra
conferencia famosa: la lecture inaugural de 1958 de Isaiah Berlin (1988)
en la Universidad de Oxford, “Two Concepts of Liberty”, donde
Constant es interpretado como defensor de la libertad liberal frente a la
potencial amenaza totalitaria de la democracia moderna (cfr.
Rosenblatt, 2009b: 369-370). Así, hasta Berlin y durante el siglo XX en
general, a Constant no se lo llegaría a considerar un pensador de fuste,
ni siquiera un liberal tan importante como Montesquieu o Tocqueville.
Salvo honrosas excepciones, naturalmente. Pues antes de que Berlin lo
catapultara a notoriedad internacional, en España Ortega y Gasset
(1883-1955) –quien, por lo demás, tanta influencia ejerciera en la
formación intelectual de nuestro país– ya lo había tenido en estima5. Y
antes que ello, durante el s. XIX, en Argentina había sido del aprecio de
personalidades como Alberdi y Sarmiento6.

5 En el “Prólogo para franceses” de La rebelión de las masas, Constant es señalado como

el último liberal auténtico, dotado del espíritu del s. XVIII aun viviendo en el s. XIX
(ver Ortega, 1966). Las citas textuales que hace el español del suizo son bien exiguas:
además de esta, aparece sólo en dos trabajos más, analizando su novela Adolfo. No
obstante, todavía podría precisarse mejor cuán honda haya sido la influencia «espiritual»
del liberalismo de Constant sobre el de Ortega; cuestión observada aquí en el cap. 3.
6 La introducción de las ideas constitucionales de Constant acaecidas en el Río de la

Plata en los años 1815-1830 sucedió a través de figuras como Manuel José García y
Manuel Belgrano (cfr. Rodríguez, 2013: 224-225; Myers, 2002: 167-168; Mariluz
Urquijo, 1967; Belgrano, 1961). Por su parte, Alberdi y Sarmiento coinciden en el hecho
de haber expuesto ellos mismos también una comparación de la libertad antigua con la
moderna, siguiendo muy de cerca el planteamiento de Constant; aunque no lo citen
literalmente. En el caso de Alberdi (1887a) la omisión viene justificada por el hecho de
que en su exposición él sigue expresamente a Fustel de Coulanges, La cité antique [1864],
claro deudor del pensador de Lausana en la comparación predicha. El caso de
Sarmiento –cuya omisión se justificaría por el carácter periodístico de su reflexión–
puede observarse en su “Definición de la libertad”, El Mercurio, 24 de junio de 1841 (cit.
en Meglioli Fernández, 2018: 108-118, quien no ofrece otro dato de procedencia
editorial de la referencia más que el indicado).

[8]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

Sobre el destino del pensamiento constantiano en la segunda mitad


del s. XX en torno a la libertad, en el capítulo 1 del presente volumen,
Giuseppe Sciara, especialista en la obra de Constant, nos brinda el
panorama preciso para ubicarnos actualmente en las vicisitudes del
mismo. El objetivo de Sciara es básicamente doble. Primero, mostrar el
hecho de que el lausanés es quien, a lo largo de la historia de las ideas,
mejor ha sabido definir “la fundamental diferencia de naturaleza
histórica, psicológica, moral y ambiental que separan a los modernos de
los antiguos” (p. 40) en su comprensión y vivencia de la libertad. Y
segundo, que, a pesar de algunas variantes discursivas, no existe
solución de continuidad conceptual entre los Principes de 1802-06 y el
Discours de 1819 a la hora de considerar las relaciones establecidas entre
libertad antigua y libertad moderna. Tal como puede verse a lo largo de
la segunda mitad del s. XX, la manera de relacionar una y otra libertad
se traduce concretamente en el modo de entender la articulación entre
democracia y liberalismo, comunidad e individuo, libertad política y
libertad civil, esfera pública y esfera privada, política y comercio, deber
y goce. A diferencia del tironeo y desbalance que sufriera la filosofía
constantiana de la libertad durante la Guerra Fría, a manos, por un lado,
del ultraliberalismo (Berlin a la cabeza, con su apología de la ‘libertad
negativa’ y su miedo a la degeneración totalitaria de la ‘libertad positiva’)
y, por el otro, del marxismo (Cerroni se escoge aquí para ilustrar esta
posición), según Sciara –siguiendo a Holmes y De Luca–,
‘interdependencia’, no ‘contraposición’, es el concepto que mejor
expresa la manera adecuada de establecer la relación de los factores en
cada una de aquellas dualidades nombradas. A juicio de Sciara, para
Constant la forma de integrar ambos factores, y en concreto ambas
libertades –la libertad-participación y la libertad-independencia–, es
otorgándole a la primera el status de instrumento de ‘garantía’ respecto
de la segunda, que tiene razón de fin. Por último, la argumentación de
Sciara concluye con una interrogación sobre “la compatibilidad o no
entre liberalismo y democracia” (p. 41), sosteniendo que esta cuestión
solamente puede dirimirse si se define previamente qué se entiende por
‘democracia’ en el marco de la filosofía de Constant. Y su respuesta es
que Constant no tiene en mente la democracia directa de los antiguos,
ejercicio del poder por cuenta propia, sino más bien la democracia

[9]
Santiago Argüello

representativa moderna, “sistema de control y de limitación del poder”, al


decir de Sartori (p. 61). Entendiendo eso por ‘democracia’, su afinidad
con el liberalismo resulta del todo natural. Con todo, a juicio de Sciara,
ello no obliga por fuerza a declinar en una identificación confusa entre
liberalismo y democracia, a semejanza de las lecturas de Holmes,
Barberis y Travers. En definitiva, Sciara está convencido de que el gran
mérito de Constant ha sido poner por primera vez en evidencia que
“liberalismo y democracia responden a dos exigencias profundamente
diversas” (p. 72): el uno la de limitar el poder, la otra la de subrayar la
realidad del autogobierno, es decir, de que el poder político emana de la
sociedad y, que, en consecuencia, conviene distribuirlo lo más
equitativamente posible. Para Sciara no hay duda de cuál de las dos
exigencias sea, en el caso de Constant, la más exigente o apremiante.
Luego de ese primer capítulo, centrado en ciertas interpretaciones
específicas sobre el liberal suizo, los siguientes capítulos se dedican a la
eventual influencia del planteamiento constantiano de la libertad y el
poder en algunos autores de peso propio: desde el argentino Juan
Bautista Alberdi en el s. XIX, hasta autores del s. XX como el español
José Ortega y Gasset, el alemán Carl Schmitt o el francés Michel
Foucault.
Así, el capítulo 3, escrito por Hermann Ibach, se dedica a las
resonancias de Constant en la concepción orteguiana de la libertad. Y
en el mismo se pretende indagar la originalidad de Ortega al momento
de valorar la libertad antigua, en orden a comprender mejor aquel
peculiar espíritu liberal que el filósofo madrileño heredara de los
franceses. Para ello, se recurre a los contrastes realizados por Ortega en
Del Imperio romano [1941] entre las libertades modernas, propias de la
tradición liberal, y la libertad antigua, particularmente en su expresión
romana. A semejanza de Constant, quien en su Discours de 1819 fuera
capaz de ponderar algunas características esenciales de la libertad de las
pequeñas antiguas repúblicas en tanto ausentes del modo de
experimentar la libertad en los grandes Estados modernos, Ortega
también destaca la notable índole participativa de los ciudadanos en su
polis, a fuer de médula esencial de su condición de libres. El debate
abierto por Constant respecto a la dualidad del significado de la

[10]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

libertad, en el caso de Ortega se afronta a través de esa distinción entre


‘democracia’ y ‘liberalismo’ con la que se manejarían luego los
estudiosos de Constant en la segunda mitad del s. XX: para Ortega, los
antiguos son los demócratas típicos, tanto como los modernos –sobre
todo los franco-germanos, los ingleses y estadounidenses– los liberales
típicos. La tesis de Ibach es que, hacia el final de su vida, Ortega hace
una opción preferencial por la libertad en su concepción antigua
–ciceroniana–, en lugar de la concepción liberal decimonónica; y ello
sin menoscabo de seguir sosteniendo que la libertad moderna europea
constituye, junto a la libertad romana, una especie del género común de
la vida como libertad. Ibach intenta mostrar la originalidad de la propuesta
orteguiana, en el hecho de haber vislumbrado para el siglo XX la
perentoriedad de un sistema antropológico-metafísico y sociopolítico
que alcance a combinar libertas romana –Estado, mando– con
‘liberalismo’. Ello daría por resultado una idea radical sobre la vida, una
filosofía por la que cada ciudadano podría asumir responsablemente su
propio destino personal. En otros términos, esa combinación daría por
resultado un régimen de vida como adaptación, ya que a ese hombre-masa
(que Ortega ve difuminado por todo el Occidente), en caso de querer
salvar su libertad, no le cabe otro camino que adaptarse al orden
procedente de la antigua forma de vivir la libertad. No es de extrañar,
entonces, la conexión establecida por el filósofo madrileño, al final de
su vida, entre vida como libertad y ese consenso social presente en una vida
experimentada como tradición, es decir, el descubrimiento de la necesidad
de aquel vínculo esencial que existía en Roma entre libertas y concordia.
La compleja discusión acerca de la existencia o no de libertad
individual en la Antigüedad, en cuya resolución el anacronismo nunca
deja de amenazarnos, es abordada en el último capítulo de este libro
por Osvaldo López Ruiz y Pablo Méndez, con ocasión de la
interpretación de la libertad de los antiguos realizada por Michel
Foucault (1926-1984). Hacia el final de su vida, el intelectual francés se
sumaba al entramado de esa temática cuya relevancia había sido
consagrada un siglo antes por Constant. Ciertamente, el rango de la
discusión ya era por aquel entonces considerablemente vasto, y aún

[11]
Santiago Argüello

habría de seguirlo siendo después7, salvo que Foucault supo aportarle


esa consabida cuota suya de originalidad e innovación.
Asumiendo como punto de partida que el interés que recorta
transversalmente toda la obra de Foucault reside en el intento por
elucidar la articulación entre los dominios del saber, el poder de la
normatividad y las formas de comportamiento subjetivo resultantes de
aquellos, López Ruiz y Méndez hacen notar de manera inicial la
coincidencia con Constant en que la libertad ha de pensarse siempre en
el marco de un contexto histórico determinado: la conformación de la
subjetividad y su libertad dependen de determinados ejercicios de la
verdad y el poder. Pero, inmediatamente a continuación, los autores
ponen la lupa en el desacuerdo de Foucault con aquella tesis
constantiana relativa a la ética antigua, según la cual el individuo habría
resultado prácticamente sacrificado a la colectividad y, en consecuencia,
que entre los antiguos no habría habido ninguna noción de derechos
subjetivos e individuales. La razón de este desacuerdo consiste en la
inoportunidad –a los ojos de Foucault– de “extrapolar al mundo
antiguo el sentido moderno de la privacidad de las relaciones personales
surgido con el Renacimiento y la Reforma” (p. 148). Dicho de otro
modo, según Foucault, a Constant le habría faltado un mayor esfuerzo
por entender la subjetividad antigua al margen de la moderna. De
haberlo hecho, se habría evitado el terminar encuadrando en el ámbito

7 Interpretaciones relevantes en torno a esta cuestión, realizadas por autores que

florecieron en la primera mitad del s. XX, son la de Ernest Barker (1874-1960), Greek
Political Theory, de 1918, y la de Max Pohlenz (1872-1962), Griechische Freiheit, de 1955. El
interés de las mismas consiste en haber sostenido, contra la costumbre hermenéutica al
uso, que en la pólis griega –particularmente Atenas, en sintonía con la apreciación
constantiana acerca de la excepcionalidad del ethos ateniense– no había habido supresión
de la libertad personal, y que, salvo el totalitarismo espartano, y a diferencia aun mayor
del despotismo asiático, el florecimiento de las ciudades helenas había tenido por base
el ejercicio de la libertad individual. – Más recientemente, destacan los trabajos de
Nicole Loraux (1943–2003, v.g., L’invention d’Athènes, 1981 y reed. aumentada 1993) y de
Luciano Canfora (1942– , v.g., Il mondo di Atene, 2011), cuya disparidad de enfoques
sobre la libertad ateniense hace que el debate sobre la existencia y significado de la
libertad antigua, especialmente la de los atenienses, esté más vivo que nunca. En el caso
de Canfora, él no pasa por alto las observaciones de Constant sobre el mundo antiguo,
salvo que su lectura marxista, a mi juicio, lo limita para dimensionar mejor la riqueza de
las mismas.

[12]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

de lo comunitario todo aquello que no encajaba en la forma moderna


de concebir la subjetividad. Es decir, conforme al Profesor del Collège
de France, en Grecia y Roma también hubo individualidades
conscientes de su subjetividad, mas no al modo moderno. En pocas
palabras, la lectura foucaultiana de la libertad griega se condensa en el
imperativo socrático de conocerse y dominarse a sí mismo, que da por
resultado esa formación creativa de la propia subjetividad en términos
de superación de sí mismo.
De todas maneras, cabría preguntar si acaso Foucault ha hecho
realmente ese esfuerzo que imaginamos como reproche a Constant, o si
bien, por el contario, él también ha terminado por convertir la libertad
griega en una especie de libertad moderna. Pues, por un lado, no puede
pasarse por alto el fuerte sabor pascaliano (e incluso bergsoniano) de
aquella forma suya de entender la libertad antigua como superación de
sí (l’homme passe infiniment l’homme, se lee en la célebre fórmula de los
Pensées, éd. Brunschvicg n° 434). Y, por el otro, al interpretar Foucault
dicha libertad como algo puramente personal, al margen de su
intervención pública, e incluso de pertenencia a una comunidad política
determinada, le estaría aplicando una suerte de «desterritorialización».
Algo parecido a lo que el Petit Prince de Saint-Exupéry le replicara al rey
en su visita, ante el intento de este por afincarlo en su patria como
súbdito: je puis me juger moi-même n’importe où. Je n’ai pas besoin d’habiter ici.
En suma, ni para Foucault ni para el Principito, la genuina libertad ética
individual necesitaría en modo alguno de la libertad política. Ni siquiera
entre los antiguos habría necesitado de un territorio específico
determinado para ejercerse, más allá de haber estado inexorablemente
situada en un tiempo determinado. En principio, podía –y podría
todavía– ser cosmopolita.
No obstante, tal como López Ruiz y Méndez hacen ver, Foucault no
estaría desprovisto de respuesta a esta objeción aquí formulada.
Replicaría él que el modo antiguo de subjetividad debe entenderse
como un cuidado particular de sí, un ejercicio de la libertad definido
por la posibilidad de moldear artísticamente la propia vida. Y, según él,
esto contrasta notablemente con aquella forma cristiana de
subjetivación conducente a la renuncia de sí, culminante luego en la

[13]
Santiago Argüello

manera feudal de entender la libertad como estamento social. La tesis


de Foucault es que, frente a esa antigua forma activa de vivir la vida
humana –creativa, con singularidad artística–, el Cristianismo se ha
encargado de instalar, desde los primeros siglos, una forma de vivir que
introduce en el sujeto pasividad y anonimato colectivo: esa vida
configurada desde el poder pastoral o pastorado que, a partir del s.
XVI, desemboca en la gubernamentalidad moderna. Y con esta última
forma de control –potencialmente totalitaria–, en contraposición suya
acaecería el surgimiento de la moderna subjetividad liberal –con
potencial individualista–, siempre a la defensiva y a la evasiva de aquel
control. En otras palabras, mientras más totalitario se ha vuelto el
poder, mayor habría sido el fomento del individualismo. Esta última
tesis, si bien formulada antes de Foucault, encuentra en él singular
dicción: “El individuo ha llegado a ser un envite esencial del poder.
Paradójicamente, el poder es más individualizador en la medida en que
es más burocrático y más estatal” (pp. 161-162).
Al término de mi referencia al capítulo dedicado a Constant y
Foucault, me interesa especialmente poner en perspectiva la postura
liberal a la que genuinamente, a mi juicio, pertenece Benjamin Constant.
En efecto, desde Foucault puede observarse de modo especial la
existencia de tres clases distintas de liberalismo: dos que él muestra con
claridad y un tercer tipo por él omitido –precisamente ese al que, según
mi consideración, pertenece la propuesta liberal última de Constant,
delineada en su Discours de 1819.

Tres liberalismos políticos

1) ‘Liberalismo a la defensiva’. Este es el tipo más comúnmente


identificado de liberalismo: individualista y naturalista en lo jurídico (los
individuos poseerían derechos naturales previos a su inserción en el
Estado mediante un pacto social, tal como sostienen Hobbes y
Rousseau) y egoísta en lo económico, es decir, abogando por un
gobierno de la racionalidad comercial, conforme a los deseos e intereses
de los individuos en cuanto tales. En fin, se trata de ese típico
liberalismo moderno, comercial y pacifista, creyente en el progreso

[14]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

indefectible de la civilización, y a la defensiva del totalitarismo (ya en


sus versiones hobbesiana y rousseauniana, ya en las posteriores de tipo
hegeliano-marxista o nazi-fascista). Este liberalismo, como bien
expresan López Ruiz y Méndez a partir de la crítica de Foucault al
mismo, es el que “se encuentra históricamente ligado con la defensa de
las libertades individuales y la crítica contra los abusos de autoridad,
con la igualdad jurídica y la preservación de la propiedad privada, con el
respeto a las leyes de mercado y la limitación del Estado” (pp. 165-166).
Según Foucault, como antecedentes de este ‘liberalismo’, previo a la
moderna gubernamentalidad, aparecen el pastorado cristiano y su
secuela en el feudalismo entendido como ordenamiento estamental
conservador, cuyo sentido último sería la negación de sí por parte del
sujeto en función de la totalidad social.
Ahora bien, no sería posible considerar al último Constant como
partidario de este liberalismo, pues lo que él critica justamente al final
del Discours de 1819 es la concepción de la vida libre en tanto reducida a
una simple vida privada y comercial, esto es, la concepción de una
libertad modelada por los disfrutes de los deseos e intereses
individuales, como si el hombre fuese un mero animal. Por el contrario,
allí Constant plantea que, para ser completamente feliz y perfecto, el
individuo tiene que gobernarse a sí mismo activamente por el ejercicio
de la razón, conforme al deber que lo conecta con la universalidad:
primero con la universalidad de su comunidad política, y luego con la
universalidad de la humanidad toda. Por lo demás, tal como haré ver
más abajo, esta filosofía de las últimas páginas del Discours (ver
Constant, 1989a: 283-285), en las que, por lo demás, se percibe el aleteo
del espíritu de Aristóteles en conjunción con el de Kant, no es original
de Constant, sino de Sismondi (ver mis notas nn. 8-10).

2) ‘Liberalismo de la agresividad o ferocidad de tipo germánico-feudal’


(la grande férocité blonde des Germains). Configurado a partir del conde de
Boulainvilliers y de Nietzsche, este liberalismo –expresamente del gusto
de Foucault (de él, pues, tomo la denominación en francés)– no
sostiene que los derechos del individuo sean naturales, innatos, sino
que, por el contrario, hay que ganárselos por la fuerza de la espada. La
libertad es entendida aquí de forma despótica, no política: libertad

[15]
Santiago Argüello

equivale en este sentido a dominación y guerra (conquête et domination)


(cfr. Foucault, 2003: 131; Argüello, 2019b). La libertad griega que
Foucault descubre hacia el final de su vida, parece servir de antecedente
histórico-lógico de este liberalismo de tipo germánico, pues la
autorrealización por medio del autodominio que se plantea en relación
a la libertad griega, es un autodominio activo, que debe ejercerse de
forma creativa. La continuidad para Foucault entre ambas libertades
estaría en el hecho de que él insiste en que, en el mundo antiguo, ser
libre era no-ser esclavo, esto es, no caer en una relación de dominación.
Y en su caracterización del feudalismo germánico, él avanza un paso
más, al concluir que para los guerreros francos, ser libre no es
meramente eludir la dominación o bien dominarse a sí mismo, sino dominar
positivamente a otro. En definitiva, este liberalismo es un liberalismo de la
ferocidad felina, a diferencia del anterior liberalismo de la manada
bovina o vacuna, conducida o gobernada pastoralmente, de forma
pasiva por parte del gobernado (cfr. Chesterton, 2010: 215). Por lo
demás, este es un liberalismo con el que Ortega y Gasset coquetea, toda
vez que critica, al igual que Foucault, aquel liberalismo bovino, que en
su caso califica de ‘melifluo’ o ‘edulcorado’ (en Argüello, 2019a he
examinado esa suerte de péndulo orteguiano entre este liberalismo
germánico y el tercer tipo de liberalismo que caracterizaremos
inmediatamente a continuación).

3) ‘Liberalismo asociativo y cooperativo’. Es aquel que concibe la


libertad al modo ‘burgués-medieval’ de las «guildas» y las pequeñas
repúblicas italianas de fines de la Edad Media. Aquí se inserta el
liberalismo del Constant maduro –al menos en su espíritu–,
influenciado por su compatriota suizo Sismondi8, apólogo sin igual del

8 Al final del Discours de 1819, Constant hace una breve alusión a la Histoire des républiques

italiennes du Moyen Âge, obra de Sismondi publicada en 16 vols. entre 1807 y 1818. La
importancia de esta alusión es más decisiva de lo que aparenta; y, hasta donde alcanzo a
ver, no ha sido considerada lo suficiente por los estudiosos de Constant. La enjundia
del liberalismo político de Constant, cuya batería conceptual aparece en las últimas dos
o tres páginas de ese Discours de 1819, se deben –en su totalidad– al cap. 126 (“Sobre la
libertad de los italianos en el período en que duraron sus repúblicas”) del vol. XVI de la
obra de Sismondi (1818: 353-405), publicada un año antes; sobre todo a sus últimas
páginas (ibid., 400-406). Lo que alllí hace Constant, al final de su Conferencia, es

[16]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

systéme de la liberté italienne. Este es también el liberalismo de G.K.


Chesterton. Se trata de un liberalismo que reincorpora la libertad de los
antiguos, pero no al modo de Rousseau y Mably, sino haciendo un
original trabajo de traducción, adecuado a los tiempos modernos, es
decir, conjeturando una combinación de aquella libertad con la libertad
moderna. Sismondi considera que, en cierta forma, esa combinación ya
había empezado a acontecer en las repúblicas tardo-medievales
burguesas, las cuales, por otra parte, no sólo brindaban modelos de
asociación colaborativa, sino también principios de gobierno
representativo (Ullmann, 1971: 219-307 y Hintze, 1968: 15-153 sirven
de ventana para observar la naturaleza de ese republicanismo tardo-
medieval). En suma, frente al individuo que reclama la protección de
derechos suyos innatos y busca recluirse en su disfrute individualista, o
el individuo que busca avasallar al prójimo en el marco de una
competencia voraz al margen de la solidaridad, este tercer liberalismo
propugna por un individuo que se ocupe de desarrollar activamente la
libertad, en el sentido de su autoperfeccionamiento9, y que haga valer

simplemente reformular de manera más sintética el argumento de Sismondi. El


ginebrino se ocupa allí de la libertad de los republicanos italianos de fines de la Edad
Media, en primer lugar, a partir de la coincidencia y diferencia con la de los antiguos (en
las républiques italiennes se dio un plus grand respect pour la dignité de l’homme que en celles de
l’antiquité, ibid., p. 362); y aunque, en segundo lugar, él señale algunas de sus limitaciones,
si se la compara con la moderna libertad inglesa (les prérogatives diverses que les peuples
modernes ont considérées comme devant servir de garantie à la sécurieté et à la liberté des citoyens, ne
furent jamais connues dans les républiques d’Italie, ibid., p. 380), su valoración final de ese
republicanismo medieval italiano es más que positivo, brindando, como digo, los
principales conceptos que el liberalismo republicano de Constant asumirá como suyos –
responsabilité, dignité, liberté, prospérité, bonheur, vertus, développement moral–: “La
responsabilidad de los magistrados, la dignidad de los ciudadanos, la sinergia (émulation)
de todas las clases de la nación, deben considerarse los verdaderos principios de la
libertad italiana, y las verdaderas causas de la prosperidad de los Estados republicanos.
Y aquello por lo que se distinguen de los principados absolutos que existían en la
misma época en Italia. En efecto, si se examinan los resultados necesarios de estos
principios, se verá que estos no tenían más remedio que producir en las repúblicas una
felicidad masiva y, más todavía, una virtud masiva” (ibid., 396-397).
9 El hecho de que este liberalismo asociativo no sea de carácter pasivo, tal como sucede

con el ‘liberalismo a la defensiva’, que reclama constantemente protección, sino tanto o


más proactivo que el ‘liberalismo de la ferocidad germánica’, se nota, en su caso, en que
el fin no es la dominación y conquista, sino la costosa virtud personal: “la forma

[17]
Santiago Argüello

sus derechos en el marco de instituciones comunitarias: estas, pues,


“alcanzan mejor su objetivo cuanto mayor es el número de ciudadanos
que elevan a la más alta dignidad moral” (Constant, 1989a: 285)10.
Cooperación, compromiso o deber cívico/republicano, dignidad
humana, perfección, virtud, desarrollo moral, honor patriótico (honneur
communal, honneur de ville, honneur de province)… en estos términos, y en el
marco de una combinación de la libertad de los modernos con la de los
antiguos, se define el liberalismo del Constant maduro. ¿Liberalismo

republicana y prácticamente democrática de gobierno, contribuye menos a la seguridad


del ciudadano que al progreso de su virtud y al entero desarrollo de su alma” (Sismondi,
1818: 399-400). Ciertamente, la activité constante implicada en esta forma de entender la
felicidad fruto de la liberté, es una herencia de los antiguos y medievales, que contrasta
notablemente con la tranquilidad típicamente moderna con que se piensa el disfrute de
la libertad individual.
10 Esta afirmación de Constant es una transcripción de la parte final de todo un párrafo

de Sismondi (1818: 402): “[le] gouvernement (…) peut donc être considéré como ayant
le mieux atteint son but, lorsqu’il a élevé proportionnellement un plus grand nombre de
citoyens à la plus haute dignité morale dont la nature humaine soit susceptible”. Al igual
que repetirá Constant al año siguiente, Sismondi había considerado que el meilleur
gouvernement es aquel que les procura a los ciudadanos el mayor gozo y felicidad en su
carácter moral y teorético (agréable occupation de l’esprit; una nation dont tous les citoyens ont
l’esprit constamment éveillé), en contraste con aquel gobierno que les asegura disfrutes
corporales (jouissances physiques). En suma, una felicidad que dignifica nuestra naturaleza
humana (le bonheur de l’homme qui a cultivé son esprit et son coeur (…) est plus conforme à la
dignité de notre nature). En cuanto a la relevancia de la ‘dignidad’ con que el
republicanismo italiano tardo-medieval dota a su pueblo ciudadano, ver ibid., 387-388.
Y una página antes, Constant (1989a: 283-284) había dicho: “no es únicamente a la
felicidad, sino al perfeccionamiento a donde nos llama nuestro destino, y la libertad
política es el medio más eficaz y más enérgico que nos haya dado el cielo para
perfeccionarnos”. Ello sintetiza, en idénticos conceptos, la primera parte del referido
párrafo de Sismondi, que dice así: “ce n’est pas l’amusement, partie si essentielle du
bonheur, ce n’est pas la bonheur lui-même, qui doivent être le but de notre vie, ou celui
du gouvernement; c’est bien plutôt le perfectionnement de l’homme. C’est au
gouvernement à accomplir la destination que la nature humaine a reçue de la
Providence; il peut donc être considéré como ayant le mieux atteint son but [etc.]”
(Sismondi, 1818: 402). La única diferencia consiste en que Constant divide en su
Discurso (1989a: por un lado en pp. 283-84, y por el otro en p. 285) el párrafo que en
Sismondi es uno y el mismo.

[18]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

republicano? Quizá ese nombre le cuaje bien (cfr. Jainchill, 2012)11. En


cualquier caso, se trata de un ‘liberalismo político’ en sentido pleno, a
cuya tradición e ideal hacíamos referencia al inicio de esta Introducción.

** *

La historia más reciente del interés por volver a sumergirse de


manera renovada en la elegante y siempre aguda pluma de Constant,
para salir de allí con la convicción de estar ante una de las mentes más
lúcidas y fundacionales del liberalismo político, se la debemos en buena
medida a François Furet y su audaz impugnación de la interpretación
marxista de aquel evento fundacional de la época moderna: la
Revolución Francesa (cfr. Rosenblatt, 2009b: 372; y alusión de Sciara en
el cap. 1, p. 65). Y si bien la figura central de la reinterpretación de
Furet fuera Tocqueville, para el historiador francés, Constant se revela
un predecesor fundamental para entender las cavilaciones del
normando12.
En este punto aparece la segunda nota que, a mi juicio, dota de
riqueza y complejidad a la tradición liberal referida, al momento de
considerar cómo ella ha elaborado los conceptos de su filosofía política.
Junto al establecimiento de la continuidad y combinación de la
Modernidad con la Antigüedad en la formación de sus conceptos
éticos, políticos y sociales, esos liberales también supieron deducir la
necesidad de indagar en la imbricación entre libertad e igualdad. Esto es
particularmente notorio no sólo en Tocqueville, sino también en
Sismondi y Constant, tal como bien supo revelar el libro de Stephen
Holmes (1984), frente a los críticos comunitaristas y socialistas
norteamericanos del liberalismo y, específicamente, del liberalismo de
Constant (cfr., una vez más, Rosenblatt, 2009b: 373-375). Sin duda, la
apreciación de Holmes venía a corregir la «original» imagen ofrecida

11 O, directamente, ‘Republicanismo moderno’, en sintonía con las apreciaciones de

Arendt (2006), para quien ‘liberalismo’ equivale al primer tipo de liberalismo aquí
indicado (ver también González, 2001).
12 Aunque Furet no mencione a Constant en su obra señera de 1978, Penser la Révolution

française, sí lo hace al menos en “La Révolution sans la Terreur? Le débat des historiens
du XIXe siècle”, Le Débat, 13 (June 1981), p. 41 (cit. por Rosenblatt, 2009b: 372).

[19]
Santiago Argüello

por Berlin, a saber, la de un Constant exclusivamente preocupado por


el desafío totalitario proveniente de los jacobinos. Como si, conforme a
Berlin, el principio liberal constantiano no sólo se diferenciara del
principio democrático renacido en la Revolución Francesa, sino que
incluso se opusiera a él, sin posibilidad alguna de conciliación mutua;
como si la defensa constantiana de la libertad moderna e individual
estuviera en franca contradicción con la libertad antigua y política.
Holmes supuso en este sentido un claro correctivo a la interpretación
simplista del liberalismo de Constant, a la vista, sobre todo, de la estelar
aparición de la teoría de la justicia de Rawls.
Sin embargo, junto al renovado interés actual por volver a abrevar
en la obra de Constant, en nuestros días el ataque a su pensamiento
todavía persiste. Y ocurre no sólo por el lado del marxismo, sino
también por el de la rehabilitación del ‘republicanismo’, cuyos
representantes, por lo general, suelen todavía comprar el estereotipo del
suizo hecho por Berlin. Así, en la consabida confrontación entre la
‘libertad negativa’ –libertad como no-interferencia– típica de ese
liberalismo y la ‘libertad positiva’ –libertad como autogobierno– propia del
republicanismo, y la consiguiente diferenciación en la concepción de la
política, ya meramente instrumental, ya constitutiva del ser humano,
Constant resulta confinado por los neo-republicanos a la primera
alternativa13. Ahora bien, desde una perspectiva republicana algo
distinta a la de Pettit y Skinner, autores como Patten (1996), Cruz
Prados (2003: 104) y Jainchill (2012) han podido valorar de forma
positiva la concepción constantiana de la libertad en relación al
republicanismo, aduciendo que la apelación de Constant a la necesidad
de conjugar la libertad individual con la libertad política no se hace por
motivos puramente liberales, sino que, conforme a lo señalado en sus
Fragments d’un ouvrage abandoné sur la possibilité d’une constitution républicaine
dans un grand pays [1798-1806] y su Discurso de 1819, la política termina
exhibiendo una necesidad constitutiva en la dinámica de la libertad

13 Además de Pettit (1997), Rosenblatt (2009b: 376, n. 106) menciona, como estudios

señeros del neo-republicanismo, los de Quentin Skinner, Liberty before Liberalism.


Cambridge: Cambridge University Press, 1998 y de Sudhir Hazareesingh, Intellectual
Founders of the Republic. Five Studies in Nineteenth-Century French Republican Thought. Oxford:
Oxford University Press, 2001.

[20]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

individual, a saber, conforme al sentido de perfeccionamiento moral de


esta. Más aun –y ello no deja de ser una paradoja–hasta se ha llegado a
calificar de insuficiente “la caracterización del republicanismo dada por
Pettit –a la que se adhiere expresamente Skinner–” (Cruz Prados, 2003:
89), por el hecho de que en estos autores la libertad republicana no
estaría sino puesta al servicio de la libertad en sentido liberal (cfr. ibid.,
95, 99)14.
Por último y no menos importante, para comprender cabalmente la
vigencia de la filosofía de Constant sobre la libertad, es menester
integrar sus ideas políticas, éticas, jurídicas, psicológicas, históricas, en el
horizonte de lo que él mismo concibió como la empresa más ambiciosa
de su entera carrera intelectual: su vasta investigación sobre la religión15.
La única manera correcta de entender a Constant es, como ha sugerido
George Amstrong Kelly (1992: 2), percatándose de que lo más
característico de su liberalismo, junto con el de Tocqueville, es
«regenerar espiritualmente» la base filosófica de la comprensión de la
libertad.

14 De hecho, según Pettit (1997) –en cuya tradición, en nuestro país, se ubica Rosler

(2016: 53-66)–, la definición propiamente republicana de libertad sería la de ‘no-


dominación’ (freedom as non-domination). Ahora bien, según ha sostenido Arendt (1997:
69-70), la ‘no-dominación’ es una forma antigua de libertad negativa, opuesta a la
‘dominación’, pues se trata de una ‘liberación’ perteneciente al ámbito del oíkos,
diferenciada de la ‘libertad’ política, y, en este sentido, precursora de la libertad
típicamente liberal. Por eso, a mi juicio (y esto vale como crítica no sólo a Pettit y
Rosler, sino también a Arendt, quienes en su conjunto entienden la ‘dominación’
exclusivamente en sentido despótico), la libertad del republicanismo, sea antiguo o
tardo-medieval, no se satisface con la simple elusión de la dominación, ni siquiera con la
dominación de sí mismo (auto-gobierno), ya que exige el ejercicio activo del dominio, y
la alteridad y virtud en dicho ejercicio. Y de eso se trata precisamente el ‘dominio
político’ en sentido aristotélico, que, a diferencia del desvirtuado ‘dominio despótico’,
establece una dominación justa de unos sobre otros.
15 Plasmada en su monumental De la religion considérée dans sa sources, ses formes et ses

développements de 1825-1831, ed. por T. Todorov y E. Hofmann en 1999, y de reciente


ed. crítica en las Œuvres complètes publicadas por De Gruyter en 2013-2021 (vol. XVII-
XXI). Su ed. castellana es De la religión considerada en sus fuentes, formas y desarrollo (trad. A.
Neira). Madrid: Trotta, 2008.

[21]
Santiago Argüello

La forma neutra del poder y su impacto en el constitucionalismo liberal argentino

Una vez ofrecido un panorama acerca de la estela dejada por la


doctrina constantiana sobre la ‘libertad’, quisiera hacer otro tanto en lo
que atañe al ‘poder’. Para ello, me enfocaré especialmente en la
recepción de las ideas del lausanés en nuestro medio nacional. La
temprana introducción en el Río de la Plata del pensamiento de
Constant, según hacíamos mención atrás, se debió al hecho de que,
según ha puesto de relieve Myers (2004: 167-168; cfr. Rodríguez, 2013:
221-222; Negretto, 2001a: 7),

tanto la crítica antirousseauniana de Constant como la de otros autores


franceses afines (Sieyès, Mme. de Stäel, otros miembros de la «escuela»
liberal doctrinaria) aparecería invocada para defender el nuevo principio
de organización política a través del cual se buscaba hallar una «salida» a
la revolución: el principio de representación. En un contexto en el cual
parecía más urgente poner una valla a la «carrera de la revolución», o
descubrir mecanismos que permitieran estabilizar una sociedad
percudida por las rencillas facciosas, el pensamiento «liberal
doctrinario» eclipsaría al de Rousseau.

Tras haber conseguido la libertad exterior –mediante la guerra de


independencia y la exaltación de los valores militares (cfr. Alberdi,
1887b)–, cuyo límite era bien preciso, a saber, la emancipación respecto
de España, la naciente República Argentina debía abocarse a la tarea,
aun más difícil, de poner en marcha su libertad interior. El ejercicio de la
praxis política y de todos aquellos emprendimientos civiles que
otorgaran paz y progreso a los ciudadanos de estas tierras, eran los
medios adecuados para su realización. En términos aristotélicos, esta
última libertad tenía fin (télos), a saber, el ejercicio de civilización en el
desierto pampeano, pero no tenía límites (péras), como sí lo había tenido
la liberación de dominación extranjera. En términos contemporáneos,
‘libertad exterior’ equivale a ‘liberación’ o ‘libertad negativa’, mientras
que ‘libertad interior’, a libertad en el sentido pleno del término, esto es,
autogobierno institucionalizado.

[22]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

En consecuencia, ante la necesidad de dotar de organización


adecuada al desarrollo de esa «nueva» libertad surgida en Sudamérica,
aparece el interés por los mecanismos constitucionales ideados
recientemente en Europa por autores como Constant16. Y tras el
experimento fallido de los años rivadavianos (década de 1820), en razón
del contraproducente carácter ilustrado y unitario de su intento
constitucional de 1826, décadas más tarde, nuestros founding fathers
–entre los que se cuenta de manera especial Juan Bautista Alberdi
(1810-1884)– idearán una Constitución (la de 1853) mucho más acorde
con las ideas de Constant (cfr. Pérez Guilhou, 2003: 21-22, 49-50, 54-
55, 60; Rodríguez, 2013: 220, 223). Se trataba, pues, de una
Constitución que intentaba conciliar institucionalidad con sociabilidad,
unitarismo con federalismo, tradición monárquico-hispánica con
liberalismo anglo-francés, provincias del Interior con Buenos Aires. En
definitiva, una ley fundamental que armonizara la autoridad y el orden
con el ethos –costumbre social– y la libertad, para que en la incipiente
nación pudiera garantizarse el progreso (cfr. Pérez Guilhou, 2003: 81-
82; Mariluz Urquijo, 1967: 429).
El capítulo 2 de Yanela Cavallo incluido aquí, se dedica
especialmente a la investigación que los argentinos del s. XIX –Alberdi
a la cabeza– realizaran para conjugar oportunamente estos tres factores:
a) ‘autogobierno’, en el sentido republicano del término, i.e., no dejarse
someter por dominación extranjera –en una palabra, ‘libertad latina’,
por haberse originado en la antigua Roma; b) ‘institucionalidad’ en
sentido liberal, a fin de salvaguardar los derechos fundamentales de los

16 Por supuesto, no sólo de él. Los liberales doctrinarios que despuntaron luego del
lausanés, junto a Tocqueville y otros autores de la Restauración afines a la monarquía
constitucional, fueron de pareja importancia para nuestros constitucionalistas –autores
o inspiradores de la carta magna de 1853: Alberdi, Sarmiento, Gutiérrez, Gorostiaga y el
resto (cfr. Stoetzer, 1985: 332-333)–: “Recordemos que los liberales, y entre ellos los
más clásicos como Constant o los doctrinarios como Guizot, Rossi, Jouffroy; los neo-
católicos (católicos que aceptaban ciertas premisas del liberalismo o de lo que llamaban
el ‘espíritu moderno’) como Chateaubriand y Lamennais, o los saintsimonianos como
Leroux, Chevalier o Lerminier se planteaban el siguiente interrogante (que la Nueva
Generación Argentina atesoró en su agenda de trabajo): ¿cómo completar la revolución
de 1789 construyendo un orden político estable y moderno sin recaer en los excesos del
igualitarismo?” (Herrero, 2002: 261-262).

[23]
Santiago Argüello

ciudadanos frente al Estado, promoviendo así la iniciativa privada –en


una palabra, ‘libertad sajona’ y auténticamente moderna, propia de los
ingleses pero enraizada en los antiguos pueblos germánicos; y c)
‘autoridad política fuerte’, de tal manera que no se llegara a sentir en
demasía la diferencia entre la antigua costumbre colonial de ser
gobernados por una potestad monárquica –centralizadora y autoritaria–
y el nuevo gobierno independiente. – Ciertamente, no era sencilla la
ingeniería requerida para poner en marcha la autóctona “máquina de la
representación” (Alberdi, 1886b: 194); y Constant asomaba en este
sentido como figura experimentada para descifrar algunas orientaciones
correspondientes.
¿En qué puntos es dable observar la huella de Constant en el
pensamiento constitucional de Alberdi? En primer lugar, tal como
referíamos en la nota n. 6, el influjo del lausanés se refleja –bien que a
través de Fustel de Coulanges– en la propia comparación alberdiana de
la libertad de los modernos con la de los antiguos17. No obstante,
además de que la índole de dicha comparación, en el caso de Alberdi, es
más filosófico-política que jurídico-constitucional, al consistir en una
defensa de la libertad individual en oposición al carácter potencialmente
avasallador del Estado, ha hecho prevalecer en los lectores argentinos
de Constant una interpretación típicamente liberal –a lo Berlin, digamos–
, que deja oculta la cara constantiana de su compromiso «republicano» o
democrático. Esta parcial recepción de Constant en el ámbito de
nuestra academia nacional, puede constatarse por Rodríguez (2013:
227), Terán (2008: 96), Ovejero, Martí & Gargarella (2004: 19, n. 11),
Pérez Guilhou (2003: 87) y Herrero (2002: 262). Ahora bien, aquí
también hay excepciones a la regla. En efecto, Rosler (2016: 52) ha
revelado recientemente la complejidad de la argumentación de Constant
sobre la libertad. Y Aguilar (1998), en seguimiento de Holmes (1984),
ha hecho notar sin ambages lo mismo que, según aludíamos arriba,
destacara también el español Cruz Prados (2003) frente a los

17 El esquema del Discurso ofrecido por el jurista tucumano en 1880 en la Facultad de

Derecho de Buenos Aires, “La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad


individual” (Alberdi, 1887a), es, en líneas generales, un calco de la Conferencia de 1819
de Constant en el Ateneo de París. Por lo que, cabría decir, se trata de una especie de
traducción argentina de dicha conferencia.

[24]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

impugnadores republicanos de Constant, a saber, el carácter


constitutivo de la política para la libertad en sentido constantiano, aun
en su dimensión más personal. Y de modo más cumplido todavía, lo
han efectuado Roldán (2004: 133-134) y Negretto (2001a), integrando
precisamente la filosofía de la libertad de Constant en el marco de su
pensamiento constitucional.
Así, pues, centrándonos específicamente en la influencia del
constitucionalismo de Constant en Alberdi, la cuestión que
mayormente ha captado la atención en el último tiempo por parte de
los estudiosos latinoamericanos (no sólo argentinos) en torno a la
recepción de las ideas constitucionales del lausanés, es la del ‘poder
neutro’18. Hace una veintena de años, Negretto (2001a: 29, n. 37)
expresaba que “los distintos experimentos que buscaron establecer un
poder neutro e imparcial con capacidad para resolver conflictos entre
las demás ramas del poder es quizás una de las áreas menos conocidas y
estudiadas del constitucionalismo latinoamericano”; y, refiriéndose a
“los pocos intentos de abordar este tema”, remitía al trabajo de Barrón
(2001) y a uno suyo propio inédito, Negretto (2001b). Más
recientemente, se destacan sobre el particular los trabajos de Betria &
Rodríguez (2018), Rodríguez (2013 y 2011) y Dotti (2008).
En su camino hacia París, desde su exilio en Elba, dando inicio al
período conocido como los Cent-Jours (Cien Días) de 1815, Napoleón, a
fin de retomar el poder, se prodiga en promesas de un gobierno
constitucional. Tenía la necesidad de presentarse como un soberano
constitucional. La tarea de modificar la constitución del Imperio
napoleónico fue llevada a cabo por Constant, por pedido expreso del
Emperador. El documento resultante de ello fue el Acte Additionnel aux
Constitutions de l’Empire –firmada el 22 de abril de 1815 y apodada la
«Benjamine», en honor a su autor (disponible en https://www.conseil-

18 En la adaptación de esta cuestión “a la forma de organización política republicana

adoptada en la Argentina del s. XIX” (Rodríguez, 2013: 239), tampoco Alberdi fue
capaz de reconocer, literalmente hablando, el origen constantiano de la misma. Se ha
calificado, pues, a esta recepción de la doctrina constantiana de “apócrifa” (ibid.), por el
hecho de no haberse efectuado el predicho reconocimiento del original. Vale; con tal de
que tal calificación sea descriptiva y no valorativa, en razón de que en el s. XIX no
existía el prurito de la citación.

[25]
Santiago Argüello

constitutionnel.fr/les-constitutions-dans-l-histoire/acte-additionnel-
aux-constitutions-de-l-empire-du-22-avril-1815)–. A los pocos días, más
precisamente el 29 de mayo, Constant publica sus Principes de politique
(1815), “la obra de teoría política más importante de las publicadas por
Constant” (Sánchez Mejía, 1989: LI) y, desde luego, un comentario a la
«Benjamine»19. Allí, en sus cap. 2°, “De la naturaleza del poder real en
una monarquía constitucional” y cap. 9°, “De la responsabilidad de los
ministros”, el lausanés ofrece su teoría más consistente del ‘poder
neutro’.
Esta teoría estriba en el principio de que «el rey reina pero no
gobierna». En palabras del propio Constant (1815: 33), que le monarque
est inviolable, et que les ministres sont responsables. Es decir, para que
verdaderamente pueda ejercerse la responsabilidad en política, tiene que
establecerse la fiction légale (ibid., 158) de que el rey o poder supremo es
intocable; y que sus ministros, en cambio, han de hacerse cargo
plenamente de los actos de gobierno (cfr. ibid., 50). Entonces, ¿qué
significa en este caso ‘reinar’? Detentar y ejercer un poder neutro. Se
trata, desde luego, de la cuestión principal de ese equilibrio de poderes
buscado por la moderna monarquía constitucional (cfr. Sánchez Mejía,
1992: 185). Este poder, colocado en la cúspide del Estado –esto es, en
la figura del rey–, sirve para neutralizar los poderes políticos activos –el
ministerial o ejecutivo, el legislativo y el judicial– cuando se estorban o
colisionan entre sí. Reubicando las fuerzas en su correcto lugar, el
poder neutro detenta un carácter conservador o preservador; y, en
último caso, reparador (cfr. ibid., 35-37). Debe mantenerse en su rol de
árbitro, sin pretender adentrarse en el ámbito de la función activa de los
restantes poderes. Pues si el rey traspasara su propio ámbito de
imparcialidad, desde el cual ejerce su papel conciliador, a los ámbitos de
parcialidad, pasaría entonces a sustituir a alguno de los otros poderes,

19 Tal como refiere la misma Sánchez Mejía (ibid.), Constant fue capaz de redactar y

publicar estos Principes con tanta celeridad (tan sólo un mes desde la promulgación de la
«Benjamine»), en razón de que el material de procedencia de esa obra era su grand traité de
politique, compuesto entre 1802 y 1806, cuya publicación total nunca vio la luz en vida
del lausanés. Se refiere Sánchez Mejía a aquel volumen editado recién en 1980 por
Hofmann, bajo el título casi idéntico al de la obra publicada en 1815: Principes de politique
applicables à tous les gouvernements. Aquí: Constant (2010).

[26]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

abandonando así su condición de monarca constitucional, para pasar a


ser un monarca absoluto (cfr. ibid., 36).
Hay dos ideas de fondo, esencialmente vinculadas entre sí, que
animan a esta teoría constantiana del poder neutro. La primera es la
necesidad constante de morigerar el poder humano, por aquello de que
“es de la esencia del poder, cuando puede abusar impunemente, abusar
siempre cada vez más” (est de l’essence du pouvoir, lorsqu’il peut abuser
impunément, d’abuser toujours davantage) (Constant, 1815: 49):

El defecto de casi todas las constituciones ha sido no haber creado un


poder neutral, y haber colocado la suma total de autoridad que debía
corresponderle en uno de los poderes activos. Cuando esta suma de
autoridad se concentró en el poder legislativo, la ley, que no debía
extenderse más que a determinadas materias, se extendió a todo
(Constant, 1815: 37-38; 1989b: 23).

La segunda idea es la del carácter sagrado, quasi sobrenatural, de ese


poder que morigera, que, en razón de su divinización, se eleva por
encima del «barro de la política»: “el monarca [constitucional] está en
un recinto aparte y sagrado; (…) no es un hombre, es un poder neutro
y abstracto, por encima de las zonas de tormenta (Constant, 1815: 159;
1989b: 100)20.
Ahora bien, dado que fue “la monarquía inglesa” la que “creo ese
poder neutro y mediador (pouvoir neutre et intermédiaire)” (Constant, 1815:
43), para captar de forma instantánea y plástica en qué consiste esa
facultad otorgada al rey en las modernas monarquías constitucionales,

20 “El rey, en un país libre, es un ser aparte, por encima de las diferencias de opinión,
sin otro interés que el de mantener el orden y la libertad, que no puede volver a la
condición común, inaccesible por tanto a las pasiones que nacen de ésta, así como a las
que necesariamente alientan en el corazón de los agentes investidos de un poder
momentáneo (...). Planea, por decirlo de alguna manera, por encima de las agitaciones
humanas, y la obra maestra de la organización política es haber creado así, en el seno
mismo de las disensiones sin las que no existe libertad alguna, una esfera inviolable de
seguridad, de majestad, de imparcialidad, que permite que esos desacuerdos se
desarrollen sin peligro, mientras no excedan ciertos límites” (Constant, 1815: 40; 1989b:
24-25).

[27]
Santiago Argüello

conviene prestar atención a la representación brindada por un incisivo


crítico inglés de la misma:

Ellos [los norteamericanos, republicanos] dotan al Presidente de los


poderes de un Rey, para que tenga la posibilidad de causar molestias en
el mundo de la política. Nosotros [los ingleses, monárquico-
constitucionales] privamos al Rey incluso de los poderes de un
Presidente, para que no nos haga acordar a un político. (...) Esa es la
objeción práctica a nuestro hábito de cambiar el súbdito, en vez de
cambiar el ministro. El Rey (…) no es un súbdito; pero, en ese sentido,
la cabeza coronada inglesa no es un Rey. El Rey es una figura popular
destinada a recordarnos el inglés que los políticos no nos recuerdan; el
inglés de caballos, barcos, jardines y buen compañerismo. Los
estadounidenses no tienen un símbolo semejante puramente social
(Chesterton: 2010: 157-158).

En Inglaterra, señala Chesterton (ibid., 158), “la genuina popularidad


de los monarcas constitucionales” se debe al hecho de que si la política
es sinónimo de corrupción moral y afán de dominio, ligado a
reformismo social so pretexto de progreso científico, el rey es aquella
figura pública que “se mantiene fuera de la política; y los hombres la
levantan lo mismo que levantaran una víctima inmaculada para aplacar
la ira de los dioses” (ibid., 159). Por el contrario, en Estados Unidos, “se
pretende que el Presidente gobierne y tome todos los riesgos que hay
en gobernar” (ibid., 160). Por esto, Chesterton considera a “la República
estadounidense” como “la última monarquía medieval”, donde “el
Presidente (…) debería ser llamado Rey” (ibid.). A juicio de Constant,
una responsabilidad omnímoda tal asumida por el monarca, lo
convertiría automáticamente en un monarca absoluto.
Constant está preocupado por que verdaderamente exista
responsabilidad en el ejercicio de la política, esto es, que la
responsabilidad no sea ocasión catastrófica para dar origen a una
revolución (caso de las monarquías absolutas), o bien se convierta en
una ilusión (caso republicano)21. Entonces, para preservar la realidad de

21“Las repúblicas están, pues, obligadas a hacer responsable al poder supremo. Pero
entonces la responsabilidad es una ilusión”. ¿Por qué? En razón de que “una

[28]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

la ‘responsabilidad’ política, según él conviene dar lugar a la neutralidad


y sacralidad del poder supremo. La preocupación de Chesterton, en
cambio, es de sentido contrario: la falta de responsabilidad por parte del
rey constitucional, resultante de la divinización de su estatus, no hace
sino provocar el desequilibrio y separación abismal entre el ámbito
social y el ámbito político, siendo este último arrojado al bajo fondo de
los negocios sucios y la astucia de la politiquería. De este modo, así
degradada, la política pierde responsabilidad popular: el pueblo ya no la
reconoce como autoridad. Y a la autoridad que reconoce –la del
impoluto rey–, la ha sacado fuera del fango, para idealizarla. En
definitiva, conforme a la visión chestertoniana, en la monarquía
constitucional, la praxis política termina por escurrirse. Si se pretende la
responsabilidad de los actos de gobierno –actos eminentemente
políticos, humanos– ante la ley, sería preciso no divinizar el poder
supremo. Es decir, el rey no debería gobernar sólo por medio de sus
ministros, sino también hacerlo directamente él. En paralelo,
Chesterton ve que la república estadounidense moderna es de
condición suficientemente política, en la medida en que practica la
responsabilidad política: si el presidente actúa mal, paga por ello22. En
esto también difiere de Constant, quien considera la responsabilidad del
presidente republicano ilusoria. Es evidente que a Chesterton no le
preocupa como a Constant el uso desmesurado del poder, esto es, el
despotismo, ya que él no ha perdido la confianza en que, sea lo que
fuere que se haga con el poder, después de todo se asumirán los riesgos

responsabilidad que no puede ejercerse más que sobre unas personas cuya caída
interrumpiría las relaciones exteriores y paralizaría el engranaje interno del Estado, no
se ejercerá jamás” (Constant, 1815: 48-49; 1989b: 30). El carácter de la responsabilidad
a la que se refiere Constant (1815: 163-171; 1989b: 103-108) es eminentemente
‘político’, relegando a un segundo plano su índole ‘penal’. Lo mismo ocurre en el caso
de Alberdi (cfr. Rodríguez, 2011: 138).
22 En Estados Unidos, “la idea es que el Presidente llegue a hacerse cargo de la

responsabilidad y el riesgo; y responsabilidad significa ser culpado, riesgo significa el


riesgo de ser culpado. La teoría es que las cosas son llevadas a cabo por el Presidente; y
si las cosas van mal, o se sostiene que van mal, la culpa es del Presidente. Esto no
invalida, sino más bien ratifica la comparación con los verdaderos monarcas, tales como
los monarcas medievales. Los príncipes constitucionales rara vez son depuestos; pero
los déspotas fueron depuestos a menudo” (Chesterton, 2010: 161).

[29]
Santiago Argüello

y consecuencias. A él, por el contrario, le preocupa la degradación de la


política. Como si le objetara a Constant: ¿de qué nos serviría la
responsabilidad de los ministros si la realidad política está cada vez
peor? ¿De qué nos sirve, a fin de cuentas, la inviolabilidad de un poder
neutro, confinadas cada vez más su pureza y divinidad al ámbito social
y privado, a no ser para que termine reinándonos la fantasía?
Este contrapunto entre Chesterton y Constant puede que arroje luz
a la manera en que Juan Bautista Alberdi ha hecho uso de la doctrina
del ‘poder neutro’, originalmente constantiana pero pasada en su caso
por el tamiz del republicanismo chileno de Portales y los Egaña, así
como del norteamericano de El Federalista y Story (cfr. Negretto, 2001a:
5, 17, 27-31, 34-35 et passim; Pérez Guilhou, 2003: 31-37 y 102-111). En
efecto, cuando Alberdi cita en tono elogioso el famoso dictum
bolivariano de que los americanos devenidos independientes ‘necesitan
reyes con el nombre de presidentes’, no hace otra cosa que concordar
con el elogio de Chesterton a la robustez de la autoridad republicana
norteamericana a causa de sus prerrogativas quasi reales, invirtiendo en
este caso la propuesta de Constant de disociar los atributos reales de los
presidenciales. Pero en el caso del jurista tucumano, esa postura se da
por razones de estrategia histórico-política. Me refiero con ello a la
inevitabilidad concebida por él de tener que transitar de la ‘república
posible’ –provista de una autoridad fuerte– a la igualitaria e ideal
‘república democrática’ del mañana, donde ya no habrá necesidad de
autoridad alguna, pudiendo la sociedad autorregularse por sí misma. A
fin de realizar ese tránsito, Alberdi concibe la necesidad y posibilidad de
maridar en una sola autoridad –la del presidente de la república–, el
aspecto personal y vigoroso del poder con el aspecto impersonal y meramente formal
del poder, presente en la institución de la figura presidencial. La realidad
de este segundo aspecto, más que simbólica –tal como sucede en la
monarquía británica–, es liberal-constitucional y de orden negativo, en
la medida en que sirve para delimitar el conato despótico que pudiera
hallarse en relación al primer aspecto del poder (ver los caps. XII y
XXV de las Bases de Alberdi, 1886a: 415 y 489-491)23.

23 Las dificultades reales de una conciliación tal en la América hispana del s. XIX han

sido bien advertidas por Negretto (2001a: 35), a modo de conclusión de su reflexión:

[30]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

En cualquier caso, al margen de esta versión republicana y argentina


de la teoría del ‘poder neutro’, que aúna en una sola función el poder
material y el formal –cosa que la propuesta de Constant expresamente
disociaba–, tanto Alberdi como otros constitucionalistas latinoameri-
canos, a saber, Bolívar, Sánchez Tagle y los Egaña, coincidirán con
Benjamin Constant en “la idea de que un equilibrio de poderes auto-
sostenible era una ficción, [y] que [entonces] era necesario contar con
un ‘guardián’ de la constitución” (Negretto, 2001a: 29-30). En pocas
palabras, la razón por la que la ‘república democrática’ deberá esperar
(¿hasta el fin de los tiempos?), es que parece haber una única manera de
ordenar y estabilizar la contienda de facciones políticas: obedecer a una
autoridad suprema, cuyas prerrogativas quasi sagradas y tradicionales
recuerdan más a una vieja monarquía que a una joven república.
Ahora bien, la crítica al carácter irreal o escurridizo de la política,
ligado a la concepción liberal, en la que, por lo visto, la figura del poder
neutro es clave, en el s. XX pudo provenir no sólo de un medievalista
inglés como Chesterton –liberal a su modo y constantiano en muchos
aspectos–, sino también de un anti-liberal alemán, y sin embargo
admirador de Constant en algún sentido. En el presente volumen, el
capítulo 4 de Miguel Saralegui se ocupa precisamente de mostrar la
deuda y, a un mismo tiempo, el reproche que se colige de Carl Schmitt
(1888-1985) para con la teoría constantiana del ‘poder neutro’. Saralegui
identifica las diferencias que existen entre el rey constantiano y el
presidente schmittiano en relación a la regulación de los conflictos
políticos y la defensa de la constitución fundamental del reino o
república. A su juicio, la necesidad de este análisis obedece al equívoco
que ofrece el mismo Schmitt por dar a entender que su pensamiento
continúa el de Constant.
Schmitt hace ver la dificultad, y hasta irrealidad, que hay en concebir
que la suprema instancia de poder sea la de un poder meramente
formal, es decir, un poder que no gobierne directamente sobre la
realidad, sino sobre el resto de los poderes, dedicándose simplemente a

“donde la tarea de crear un gobierno efectivo se encara al mismo tiempo en que se


quiere limitarlo, puede que sea imposible lograr un equilibrio aceptable entre ambos
objetivos”.

[31]
Santiago Argüello

neutralizar sus enfrentamientos. A tenor de esta crítica, las decisiones


políticas del presidente schmittiano no se encargarán exclusivamente de
ajustar el resto de los poderes, sino que se relacionarán directamente
con la realidad. Por ello, “el presidente de Schmitt solo es neutro en un
sentido suprapartidista”, pues “el orden que impone no puede ser
neutro ni mecánico, dependiente de una consideración abstracta del
poder, sino que (…) solo tiene sentido si lo inspira el contenido
material de la constitución” (p. 132). La adaptación del ‘poder neutro’
en Schmitt no está lejos de la efectuada por Alberdi. E incluso es
coherente con la crítica de Chesterton y su ausencia de temor ante la
posibilidad de despotismo; que en el caso de Schmitt se llama
‘dictadura’. Pero lo más interesante de todo es su paradójica mayor
fidelidad al espíritu constantiano de moderar el poder, que se desprende
del hecho de que “el presidente [propuesto por Schmitt] realice un
control material” (p. 137) sobre la realidad política y no uno meramente
formal. En efecto, “el presidente que protege la constitución de
acuerdo al espíritu concreto de una constitución es menos activo y
dictatorial” (ibid.), es decir, menos extralimitado y más mesurado que el
supuestamente más moderado rey constitucional. ¿Por qué? En razón
de que esa forma material de ejercer el poder guardián restringe al
Reichspräsident, en su actividad dictatorial, a las decisiones
fundamentales, impidiéndole la divagación propia del ejercicio
puramente formal de la política –lo que, de algún modo, en Argentina
llamaríamos «rosca»–. Para moderar los poderes fácticos, mejor que
«rosquear» en el Olimpo es embarrarse y gobernar en la polis.
En suma, así como la ‘libertad’, en el sentido liberal-republicano
constantiano, alcanza su plenitud en el ejercicio activo del dominio
político, el ‘poder’ propio de la misma filosofía política, también se
realiza plenamente en el desempeño. Y si en el uso tanto de la libertad
como del poder hay riesgo de declinar hacia el despotismo y la tiranía,
el más genuino espíritu de Constant ciertamente no llama a retraerse del
obrar, en un liberalismo a la defensiva, o a refugiarse en un poder
neutral pseudo-divino, sino a redoblar el esfuerzo por actuar a la
medida y justicia de un ser perfectamente libre y poderoso. El remedio
no sería bajar a una privacidad pre-política, sino subir y conectar con

[32]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

aquella libertad y aquel poder supra-políticos propios de lo


auténticamente divino.

***

Esta publicación se realiza en el marco del Proyecto de investigación


“Libertad de los antiguos y libertad de los modernos. Nuevas
perspectivas históricas, sociológicas, filosóficas y jurídicas sobre una
controversia rectora de nuestra época”, cuya dirección corrió a mi cargo
en 2018-2019, y el cual fuera subsidiado por la Dirección de
Investigaciones de la Universidad de Mendoza (DIUM). Vaya un
especial agradecimiento a dicho organismo, particularmente a su
Director, el Dr. Ricardo Cabrera, por su labor promotora de las
Ciencias Humanas, Jurídicas y Sociales. También deseo agradecer a las
autoridades de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la misma
Universidad, en la persona de su Decano Dr. Diego Carbonell, su
Secretario Académico Dr. Fernando Bermúdez, y en especial su
Directora de Posgrado Dra. María Valentina Erice, por su constante
apoyo a esta investigación, y cuyo fruto maduro ahora se presenta.

Mendoza, febrero de 2021

Bibliografía

AGUILAR, Enrique (1998). “Benjamin Constant y el debate sobre las dos


libertades”. Libertas (Instituto Universitario ESEADE), n° 28 (mayo), pp.
1-25.
ALBERDI, Juan Bautista (1886a). Bases y puntos de partida para la organización
política de la República Argentina [1852], en id., Obras Completas, t. III, pp. 385-
558. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886b). Fragmento preliminar al estudio del Derecho (acompañado de una serie
numerosa de consideraciones formando una especie de programa de los trabajos futuros de
la inteligencia argentina) [1837], en id., Obras Completas, t. I, pp. 99-256. Buenos
Aires: La Tribuna Nacional.

[33]
Santiago Argüello

___ (1887a). La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual [1880],


en id., Obras Completas, t. VIII, pp. 157-182. Buenos Aires: La Tribuna
Nacional.
___ (1887b). Peregrinación de Luz del Día o viaje y aventuras de la Verdad en el Nuevo
Mundo (Cuento) [1871], en id., Obras Completas, t. VII, pp. 176-393. Buenos
Aires: La Tribuna Nacional.
ARENDT, Hannah (2006). Sobre la revolución (trad. P. Bravo). Madrid: Alianza.
[On Revolution, 1963].
___ (1997). ¿Qué es la política? (trad. R. Sala Carbó). Barcelona: Paidós. [Was ist
Politik? Aus dem Nachlaß, 1995].
ARGÜELLO, Santiago (2019a). “Dos modelos medievales de la libertad y el
poder en Ortega y Gasset: feudalismo y organicismo social”. Revista de
Estudios Orteguianos, n° 39, pp. 163-185.
___ (2019b). “El dominium feudal según el primer medievalismo. Boulainvilliers
(s. XVIII) y su versión sobre el origen de Francia”. Revista Chilena de
Estudios Medievales, n° 15, pp. 16-28.
BETRIA, Mercedes & RODRÍGUEZ, Gabriela (2018). “Dos momentos
constitucionales en Juan Bautista Alberdi: entre Théodore Jouffroy y
Benjamín Constant”. Cuadernos Filosóficos (Segunda Época), n° 15, pp. 1-24.
BARRÓN, Luis (2001). “Republican Ideas and The Shaping of post-
Independence Liberalism in Spanish America: Bolívar, Lucas Alamán, and
the «Conservative Power»”. Mexico: CIDE, Documento de Trabajo N° 5;
disponible en http://aleph.academica.mx/jspui/handle/56789/4398
BELGRANO, Mario (1961). Benjamín Constant y el constitucionalismo argentino.
Buenos Aires: Separata del Boletín del Instituto de Historia Argentina Dr. Emilio
Ravignani, 2ª serie, X.
BERLIN, Isaiah (1988). “Dos Conceptos de Libertad” (trad. J. Bayón), en id.,
Cuatro Ensayos sobre la Libertad, pp. 187-243. Madrid: Alianza Editorial.
[“Two Concepts of Liberty”, 1958].
CAPALDI, Nicholas (2010). “Introducción” a B. Constant, Principios de política
aplicables a todos los gobiernos, ed. cit., pp. 15-20.
CHESTERTON, Gilbert K. (2010). Mi visión de Estados Unidos (ed. S. Argüello).
Buenos Aires: Losada. [What I Saw in America, 1922].

[34]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

CONSTANT24, Benjamin (2010). Principios de política aplicables a todos los gobiernos


(ed. y notas É. Hofmann; trad. V. Goldstein). Buenos Aires: Katz. [Principes
de politique applicables à tous les gouvernements, 1802-06: publicado como el 2º
vol. del libro de Hofmann, Les ‘Principes de politique’ de Benjamin Constant. La
Genèse d’une oeuvre et l’évolution de la pensé de leur auteur (1789-1806). Geneva:
Droz, 1980].
___ (1989a). “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos
(Conferencia pronunciada en el Ateneo de París. Febrero de 1819)”, en id.,
Escritos políticos (ed. M.L. Sánchez Mejía), pp. 257-285. Madrid: Centro de
Estudios Constitucionales. [“De la liberté des Anciens comparée à celle des
Modernes”, 1819].
___ (1989b). Principios de política, en id., Escritos políticos (ed. M.L. Sánchez
Mejía), pp. 3-205. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. [Principes de
politique, 1815: ver siguiente referencia].
___ (1815). Principes de politique, applicables a tous les gouvernemens représentatifs et
particulièrement a la constitution actuelle de la France. Paris: Alexis Eymery,
Libraire.
CRUZ PRADOS, Alfredo (2003). “Republicanismo y democracia liberal: dos
conceptos de participación”. Anuario Filosófico, vol. 36, pp. 83-109.
DE STAËL, Madame (1993). Sobre las circunstancias actuales que pueden poner término
a la revolución y sobre los principios que han de servir de base a la república en Francia,
en id., Escritos políticos (ed. M.L. Sánchez-Mejía y trad. A. Portuondo), pp.
73-263. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. [Circonstances actuelles
qui peuvent terminer la Révolution et des principes qui doivent fonder la République en
France, 1798].
DÍEZ DEL CORRAL, Luis (1969). “La desmitificación de la Antigüedad Clásica
por los pensadores liberales, con especial referencia a Tocqueville”.
Cuadernos de la Fundación Pastor, nº 16, pp. 9-84.
FOUCAULT, Michel (2003). Hay que defender la sociedad. Curso del Collège de France
(1975-1976) (ed. de F. Ewald et al.; trad. H. Pons). Madrid: Akal. [Il faut
défendre la société. Cours au Collège de France, 1975-1976, 1997].

24 Tanto las Œuvres complètes de Constant, como su Correspondance, se encuentran desde


1993 en proceso de publicación en la editorial alemana De Gruyter: 36 vols. bajo la
dirección de Kurt Kloocke para las primeras, y 18 vols. dirigidos por Cecil P. Courtney
para las cartas. Actualmente ya se han publicado una veintena de vols. de las Obras y
una docena de vols. de la Correspondencia.

[35]
Santiago Argüello

GEENENS, Raf & ROSENBLATT, Helena (eds.) (2012). French Liberalism from
Montesquieu to the Present Day. Cambridge – New York – etc.: Cambridge
University Press.
GONZÁLEZ, Ana Marta (2001). “Republicanismo. Orígenes historiográficos y
relevancia política de un debate”. Revista de Occidente, n° 247, pp. 121-145.
HERRERO, Alejandro (2002). “Juan Bautista Alberdi: de la ‘república
democrática’ a la ‘república posible’. Un proyecto alternativo al régimen de
Juan Manuel de Rosas”. Anuario del IEHS, n° 17, pp. 261-290.
HINTZE, Otto (1968). Historia de las formas políticas (trad. J. Díaz García).
Madrid: Revista de Occidente. [trad. de diversos trabajos de Staat und
Verfassung, 1962 y Soziologie und Geschichte, 1964].
HOLMES, Stephen (1984). Benjamin Constant and the Making of Modern Liberalism.
Binghamton, NY: Yale University Press.
JAINCHILL, Andrew (2012). “The importance of republican liberty in French
liberalism”, en R. Geenens & H. Rosenblatt (eds.), French Liberalism from
Montesquieu to the Present Day, pp. 73-89. Cambridge – New York – etc.:
Cambridge University Press.
KELLY, George Amstrong (1992). The Humane Comedy: Constant, Tocqueville and
French Liberalism. Cambridge: Cambridge University Press.
LEIGH, R.A. (1978). “Jean-Jacques Rousseau and the Myth of Antiquity”, en
R.R. Bolgar (ed.), Classical Influences in Western Thought A.D. 1650–1870, pp.
155-168. Cambridge: Cambridge University Press.
MARILUZ URQUIJO, José M. (1967). “Manuel José García: Un Eco de
Benjamin Constant en el Plata”. Journal of Inter-American Studies, Vol. 9, No.
3, pp. 429-440.
MEGLIOLI FERNÁNDEZ, Rogelio M. (2018). El pensamiento filosófico de Domingo
Faustino Sarmiento (Memoria para optar al grado de Doctor). Madrid:
Universidad Complutense de Madrid.
MONTESQUIEU, Charles Louis Secondat, Baron de (1906). El espíritu de las leyes
(ed. de S. García del Mazo), t. I. Madrid: Librería General de Victoriano
Suárez. [De l’esprit des lois, 1748].
MYERS, Jorge (2004). “Ideas moduladas: lecturas argentinas del pensamiento
político europeo”. Estudios Sociales (Universidad Nacional del Litoral), año
XIV, n° 26, pp. 161-174.

[36]
Introducción: Benjamin Constant y la estela de sus reflexiones

NEGRETTO, Gabriel (2001a). “La Genealogía del Republicanismo Liberal en


América Latina. Alberdi y la Constitución Argentina de 1853”. Meeting of the
Latin American Studies Association, Washington DC., September 6-8, pp. 1-39.
[Reimpreso en J.A. Aguilar & R. Rojas (coords.) (2002), El republicanismo en
Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política. México, D.F.:
CIDE/FCE, cap. 7 bajo el título “Repensando el republicanismo liberal en
América Latina. Alberdi y la Constitución argentina de 1853”].
___ (2001b). “Liberal and Republican Ideas in Constitutional Design: The
Problem of Emergency Powers in XIX Century Chile and Argentina”
(inédito).
NIPPEL, Wilfried (2016). Ancient and Modern Democracy, Two Concepts of Liberty?
New York: Cambridge University Press.
ORTEGA Y GASSET, José (1966). La rebelión de las masas [1930], en id., Obras
Completas, tomo IV. Madrid: Revista de Occidente, 6ª ed., pp. 111-310.
OVEJERO, Félix; MARTÍ, José Luis & GARGARELLA, Roberto (2004).
“Introducción” a id. (compiladores), Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y
libertad. Barcelona: Paidós, pp. 11-73.
PATTEN, Alan (1996), “The Republican Critique of Liberalism”, British Journal
of Political Science, vol. 26, pp. 25-44.
PÉREZ GUILHOU, Dardo (2003), El pensamiento conservador de Alberdi y la
Constitución de 1853. Tradición y modernidad. Mendoza: EDIUNC, 2ª ed.
corregida y ampliada.
PETTIT, Philip (1997). Republicanism. A Theory of Freedom and Government.
Oxford: Oxford University Press.
RODRÍGUEZ, Gabriela (2013). “Benjamin Constant à l'autre bout du monde:
continuité et innovation dans la reception de Juan Bautista Alberdi”.
Corpus, revue de philosophie, n° 65, pp. 219-240.
___ (2011). “El poder neutral en Alberdi: una lectura de Constant a Schmitt”.
Leviathan. Cadernos de Pesquisa Política, n° 3, pp. 113-145.
ROLDÁN, Darío (2004). “La inflexión inglesa del pensamiento francés (1814-
1848)”. Estudios Sociales (Universidad Nacional del Litoral), año XIV, n° 26,
pp. 119-142.
ROSENBLATT, Helena (2018). The Lost History of Liberalism. From Ancient Rome to
the Twenty-First Century. Princeton - Oxford: Princeton University Press.

[37]
Santiago Argüello

___ (ed.) (2009a). The Cambridge Companion to Constant. Cambridge: Cambridge


University Press.
___ (2009b). “Eclipses and Revivals: Constant’s Reception in France and
America, 1830–2007”, en id. (ed.), The Cambridge Companion to Constant, pp.
351-377. Cambridge: Cambridge University Press.
ROSLER, Andrés (2016). Razones públicas. Seis conceptos básicos sobre la república.
Buenos Aires: Katz.
SÁNCHEZ MEJÍA, María Luisa (1992). Benjamin Constant y la construcción del
liberalismo posrevolucionario. Madrid: Alianza.
___ (1989). “Estudio Preliminar” a B. Constant, Escritos políticos (ed. M.L.
Sánchez Mejía), pp. IX-LIV. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
SISMONDI, J.C.L. Simonde de (1818). Histoire des républiques italiennes du Moyen
Âge, t. XVI. Paris: Treuttel et Würtz; disponible en
https://books.google.es/books?id=IB4zj2BN1oYC&hl=es&source=gbs_
book_other_versions
STOETZER, Carlos O. (1985). “Raíces intelectuales de la Constitución argentina
de 1853”. Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas (Anuario de Historia de América
Latina), nº 22, pp. 295-339.
TERÁN, Oscar (2008). Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales,
1810-1980. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
ULLMANN, Walter (1971). Principios de gobierno y política en la Edad Media (trad. G.
Soriano). Madrid: Revista de Occidente. [Principles of Government and Politics
in the Middle Ages, 1961].

[38]
CAPÍTULO 1

Libertad de los antiguos y de los modernos en


Benjamin Constant:
sus vicisitudes en el debate del siglo XX sobre
liberalismo y democracia

Giuseppe Sciara

La teoría sobre la libertad de los antiguos y de los modernos es


seguramente el aspecto más notable de la reflexión de Benjamin
Constant. Si bien su formulación primera se encuentra originalmente en
Des circonstances actuelles de Madame de Staël (cfr. Holmes, 1984: 34-36),
resultará luego argumentada de manera ejemplar por Constant: primero
en 1806, en el monumental tratado Principes de politique, cuyo manuscrito
permaneciera tanto tiempo inédito (publicado recién en los años ’80 del
s. XX: ver Hofmann, 1980); después retomada de forma
preeminentemente polémica, en confrontación con el bonapartismo, en
De l’esprit de conquête et de l’usurpation dans leur rapports avec la civilisation
européenne [1813]; hasta, finalmente, ser teorizada de forma definitiva en
el célebre discurso De la liberté des Anciens comparée a celle des Modernes,
pronunciado en el Ateneo Real de París, en 1819. El hecho de haberse
enfocado en esta dicotomía, que tanta fortuna ha tenido en la historia
del pensamiento político, es naturalmente consecuencia, por un lado, de
una larga tradición política –sobre la cual no es posible detenerse
aquí–, que evoca a pensadores como Hume, Montesquieu, Delolme,
Priestly y Ferguson (cfr. Holmes, 1984: 28-52), y por el otro, de una
serie de intensos debates intelectuales sobre los modelos de Esparta y
Atenas, sucedidos en el curso del s. XVIII en Francia (cfr. Guerci,
1979). No obstante estas importantes influencias, es difícil dudar del
aporte fundamental de Constant a la teoría de las dos libertades,
sosteniendo, como algún estudioso ha intentado, que el liberal de
Lausana haya sido simplemente “un genial sistematizador” (Barberis,
1988: 301). Benjamin Constant es sin lugar a dudas el pensador que

[39]
Giuseppe Sciara

mejor ha sabido enfocar la fundamental diferencia de naturaleza


histórica, psicológica, moral y ambiental que separan a los modernos de
los antiguos, y quien ha mostrado con una “precisión hasta entonces
desconocida, la diferencia entre los dos modos diversos de entender la
libertad en el lenguaje político” (Bobbio, 1999: 43-44). Sin embargo, no
hay que olvidar que Constant no se ha limitado a distinguir netamente
las dos concepciones diversas de libertad, sino que también ha
afrontado, no sin cierta ambigüedad, la cuestión de qué relación, según
su parecer, deba instaurarse entre ellas. Precisamente por eso, su
reflexión representa “aún un punto de partida casi obligado para una
indagación integral sobre las vicisitudes del liberalismo” (Portinaro,
2001: 48) y sus relaciones con la democracia. Habiendo protagonizado
una época –aquella entre la Revolución y la Restauración– en la cual es
posible descubrir el origen de la identidad política del mundo
occidental, Constant ha sido el primero en captar el posible conflicto
entre estas dos grandes corrientes de pensamiento, o, todavía mejor,
entre estos dos grandes sistemas de valores.
Todo su pensamiento político, y en particular su tesis sobre la
libertad de los antiguos y de los modernos, puede ser comprendido
solamente a la luz de cuanto ha ocurrido en Francia a partir de 1789, y
debe ser considerado no sólo como el primer intento serio de poner en
evidencia la criticidad de la democracia ante la gran fractura
revolucionaria, sino también uno de los primeros proyectos de
teorización, en su versión liberal, de algunos postulados de la
concepción moderna de la política. En particular, Constant ha intuido
la “moderna escisión de la existencia en ámbitos especializados, y su
polarización, ya en una esfera pública, ya en una esfera privada”
(Barberis, 1988: 301), y ha teorizado en torno a una noción de libertad
fundada sobre un sistema de valores enteramente focalizado en el
individuo; noción que, en el largo camino de la especie humana en
dirección a su perfeccionamiento, encuentra su origen en el
cristianismo, su elaboración posterior en el iusnaturalismo y su
cumplimento en el liberalismo. Cual recalada final de este largo
recorrido histórico y filosófico, Constant es uno de los más
convencidos sostenedores de la centralidad del hombre concebido no
como átomo de la comunidad, sino, ontológicamente, como individuo

[40]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

concentrado en su propia esfera privada. Mas todo eso no implica en


absoluto, come veremos, una devaluación de la libertad política y la
participación.
Es típico de las teorías de los grandes autores de la modernidad dar
lugar a lecturas controversiales, o incluso proveer los instrumentos para
llevar a la práctica verdaderas y auténticas «operaciones ideológicas».
Este es el caso de Constant: el tema de la relación entre libertad de los
antiguos y libertad de los modernos, y las diversas interpretaciones que
de él han sido dadas, constituyen un capítulo importante en el debate
sobre liberalismo y democracia desarrollado en la segunda midad del s.
XX, a partir de los primeros decenios de la Guerra Fría y más
intensamente en los años ’80 y subsiguientes, al tiempo que en la
historia de las ideas se asiste a un auténtico Constant Renaissance (cfr. De
Luca, 1997). Por esta razón, en este ensayo me propondré, en primer
lugar, volver a recorrer la argumentación contenida en los Principes de
politique de 1806, donde Constant expone los diversos elementos
particulares que, a su juicio, distinguen a los antiguos de los modernos,
y que inevitablemente influyen en su modo de concebir la libertad. En
segundo lugar, mostraré de qué forma, durante los decenios de la
Guerra Fría, los estudios se limitan a tomar en consideración el
momento de la distinción entre las dos libertades, dando lugar a dos
interpretaciones opuestas, una ultraliberal y la otra marxista. En tercer
lugar, ilustraré cómo Constant, tanto en los Principes de politique cuanto
en el Discours de 1819, no se limita a distinguir dos diversos tipos de
libertad, sino que perfila la relación que, a su entender, es necesario
instituir entre libertad civil y libertad política: una relación no de
contraposición, sino de interdependencia. En cuarto lugar, mostraré de
qué modo, a partir de los años ’80, en un contexto cultural favorable al
liberalismo y sus teóricos, algunos estudiosos intentaron sostener una
presunta «democratización» del pensamiento de Constant, afirmando
que la libertad antigua se coloca para el pensador suizo sobre un plano
de igualdad, si no directamente en uno superior, respecto de la libertad
moderna. Para concluir, demostraré que interrogarse sobre la relación
que existe entre las dos libertades, significa interrogarse sobre el grado
de «democratización» de la reflexión constantiana y, en definitiva, sobre
la compatibilidad o no entre liberalismo y democracia: cuestión a la que

[41]
Giuseppe Sciara

solamente es posible responder definiendo previamente qué se entiende


por ‘democracia’.

La diferencia entre los antiguos y los modernos en la distinción entre


los dos tipos de libertad

En el primer capítulo del libro XVI (“De la autoridad política entre


los antiguos”) de los Principes de politique de 1806, Constant (2010: 397)
se propone comprender la arraigada tendencia a emular a los antiguos,
pero subraya que muy a menudo se subestiman “muchas diferencias
que, al distinguirnos esencialmente de los antiguos, tornan casi todas
sus instituciones de una aplicación imposible en nuestros días”. No se
trata simplemente de una cuestión cultural, sino de un verdadero y
específico problema político: este equívoco, de hecho, ha contribuido
más de lo que se piensa a los males de la Revolución Francesa. Basta
pensar en los jacobinos y aquella idealización del modelo de la antigua
ciudad-Estado que tanto ha contribuido a instaurar la política del
Terror. Por eso, se precisa hacer foco en la diferencia entre sociedad
antigua y sociedad moderna o, mejor, entre la libertad entendida a la
manera de la antigua ciudad-comunidad (città-comunità; cfr. Sartori, 1957:
155) y la libertad de la sociedad moderna. Se trata de cinco «diferencias»
que Constant expone de manera clara, dedicando un capítulo a cada
una de ellas.
La primera concierne al tamaño de las repúblicas antiguas, elemento
que influía de manera decisiva en la configuración de la libertad típica
de la cual gozaban los ciudadanos al interior de los confines de la
ciudad-comunidad. De esta consideración, casi siempre se ha deducido
que la república no es un sistema adecuado a los Estados de grandes
dimensiones, cuando estos debieran, según Constant, concentrarse en
profundizar el tipo y grado de libertad de los individuos. De hecho, la
estrechez del territorio sin duda hacía que todo ciudadano tuviese una
“una gran importancia personal en términos políticos” (Constant 2010:
398). El ejercicio de los derechos políticos, la participación en los
juicios y en las reuniones en la plaza pública, constituían un auténtico
deleite y eran una ocupación constante para todos. De este modo, el rol

[42]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

de cada ciudadano en el ejercicio de la soberanía “no era como en


nuestros días una suposición abstracta”, puesto que “su voluntad tenía
una influencia real y no era susceptible de una falsificación mentirosa y
de una representación abusiva. En la actualidad, la masa de ciudadanos
es convocada a ejercer la soberanía sólo de manera ilusoria” (ibid.).
Modernamente, el pueblo, ya sea esclavo o libre, en todo caso nunca
gobierna. Por este motivo, “la felicidad de la mayoría no reposa ya en el
goce del poder, sino en la libertad individual” (ibid.).
Esta primera diferencia inherente al “problema del espacio político”
(Barberis 1988: 307) provoca un doble efecto en la caracterización de la
sociedad moderna: de una parte, impone la adopción del sistema
representativo, que era ignoto para los antiguos; de otra, produce un
desplazamiento de los intereses de los individuos, desde la esfera
pública a la privada. Constant tiene una concepción genuinamente
realista de la democracia moderna, al considerar que en la sociedad de
grandes dimensiones, el principio de la soberanía popular “es en buena
medida ilusorio, ya que el ejercicio efectivo del poder corresponde
siempre a las minorías” (De Luca 2003: 229). En la expresión del liberal
suizo apenas parece vislumbrarse una pizca de añoranza por aquella
sociedad antigua en la que el ciudadano realmente contaba, al contrario
de la sociedad moderna, en la que simplemente parece comprometerse
“de tanto en tanto (…) en el acto impersonal de trazar un signo en la
papeleta electoral” (Finley, 1997: 22). De todos modos, Constant no
identifica un valor negativo en el sistema representativo moderno: si
bien es verdad que la representación no permite al ciudadano común
gozar directamente de la participación política y contar con una
visibilidad pública, todavía le permite permanecer disperso y
despersonalizado en la masa, encontrando en el anonimato una
importante garantía contra el poder.
La segunda diferencia está ligada al diverso posicionamiento de la
sociedad antigua y de la sociedad moderna en el largo recorrido de la
civilización, y atañe a la naturaleza belicosa de los pueblos antiguos en
relación al difuso pacifismo de los modernos. Como confirmación de la
importancia que para Constant reviste el debate del s. XVIII, es posible
en este punto notar el influjo de la concepción de d’Holbach, quien en

[43]
Giuseppe Sciara

los años ’70 del s. XVIII había criticado duramente el modelo


espartano por su imperante militarismo (cfr. Guerci, 1979: 194). Para
Constant, las poblaciones antiguas, “casi sin relaciones recíprocas”,
residían en territorios limitados, y simplemente por necesidad, o por lo
menos en defensa propia, “compraban su seguridad, su independencia,
su existencia al precio de la guerra”. En los tiempos modernos, en
cambio, “todo es considerado en términos de paz” (Constant, 2010:
399). En la época antigua, cada pueblo constituía una familia aislada,
enemiga desde el nacimiento de cualquier otra; en la era moderna, en
cambio, existe una masa de hombres, homogénea por naturaleza, a la
cual la guerra le supone un peso, y por eso tiende uniformemente a la
paz. Aunque la persistencia de la tradición belicosa en diversos
gobernantes provoca que esta tendencia al pacifismo sufra una
ralentización. Sin embargo, si en algunos casos la guerra es todavía la
pasión de algunos gobernantes, no es, a buen seguro, una pasión de los
gobernados. Los que detentan el poder deben encontrar justificación
para poder emprenderla, sin invocar motivaciones típicamente antiguas,
como el deseo de gloria o la aspiración de una nueva conquista. En
suma, “la guerra no existe ya como objetivo, sino como medio” (ibid.,
400), puesto que las ambiciones de la especie humana son bien otras: la
tranquilidad y el bienestar logrados por medio del trabajo. Es evidente
en esta argumentación la alusión al anacronismo de Napoleón
Bonaparte, quien, sobre la falsilla de los Estados antiguos, pretendía la
conquista militar y la gloria bélica que interesan solamente a los
detentadores del poder y no a los súbditos. Pero no se trata de meras
consideraciones conjeturales: a partir de esta caracterización socio-
económica de la sociedad antigua y moderna deriva también una
importante consecuencia de naturaleza teórico-política en la definición
de los conceptos de libertad y autoridad social. La guerra, de hecho,
“exige una fuerza pública más extendida” y más “activa”. A fin de que
tenga éxito, la guerra necesita de una acción en común, mientras que en
tiempos de paz “cada uno no necesita más que de su trabajo, su
industria, sus recursos individuales” (ibid., 401). Si los pueblos
belicosos, en consecuencia, están más dispuestos a soportar la presión
de la autoridad social, los pueblos pacíficos exigen del Estado
simplemente seguridad, reclamando al mismo tiempo independencia.

[44]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

El tercer elemento, también ligado a la diferente actitud de la


antigua ciudad-comunidad y del Estado moderno en comparación
mutua, concierne a la existencia del comercio. Ninguna de las
repúblicas antiguas solía habitualmente dedicarse al comercio;
prerrogativa, en cambio, de la sociedad moderna. Se descubre aquí la
profunda influencia sobre Constant tanto de la escuela escocesa (se
reconocen en particular argumentos tomados de David Hume y Adam
Smith), cuanto de Sieyès y, en segunda instancia, de los fisiócratas. Si
los antiguos se sitúan en la edad de la guerra, los modernos se sitúan en
la del comercio. Desde el punto de vista histórico, la guerra precede al
comercio. Ambos, de hecho, no son otra cosa que “dos medios
diferentes de llegar al mismo objetivo, que debe ser eternamente el
objetivo del hombre, el de garantizar la posesión de lo que le parece
deseable” (Constant, 2010: 402). El comercio es el deseo de obtener de
modo pacífico aquello que no se espera conquistar más con la
violencia. La experiencia de la guerra, que expone al hombre a la
resistencia y la derrota, es la que ha permitido entender que es
preferible recurrir al comercio. Estas consideraciones encajan
plenamente en la visión constantiana de la historia, bien delineada en
diversos textos sucesivos al año 18061: el mundo antiguo no es más
visto de modo contemporáneo al mundo moderno, tal como creían
gran parte de los escritores iluministas. Por el contrario, es una etapa
precedente en el largo camino progresivo de la especie humana. La
intuición del carácter negativo de la guerra y el recurso al comercio para
la adquisición de bienes, son la demostración más palmaria de la
capacidad humana de perfeccionarse a lo largo de los siglos (cfr.
Fontana, 1985; Kelly, 1992: 59-60).
Además de eso, el comercio ha cambiado también el modo de
concebir la autoridad social, el poder. El espíritu comercial de los
pueblos modernos presenta la extensión de la autoridad social al mismo
tiempo más fastidiosa y más fácil de eludir: más vejatoria ya que, a
causa de la variedad de la actividad económica, la autoridad está
obligada a multiplicar sus intervenciones; y más fácil de eludir ya que el
comercio torna a la propiedad extremadamente cambiante, y por ende

1 Sobre la concepción de la historia de Constant, cfr. Paoletti (2017).

[45]
Giuseppe Sciara

inaferrable. Por otra parte, el comercio ha dado vida al crédito, el cual,


en varios aspectos, hace que la autoridad deba someterse a los
individuos. Se trata del rol, siempre muy importante, del débito público
en las economías de los Estados: si, de hecho, estos últimos quieren
recibir crédito de sus propios ciudadanos, deben convencer a la opinión
pública de la bondad de sus acciones. Según Constant, se ha producido
una inversión en las relaciones entre el gobierno y los individuos:
mientras que en los Estados antiguos el primero mandaba sobre los
segundos, en los Estados modernos son los segundos los que
prevalecen sobre el primero. Por eso, el autor de los Principes “capta la
inversión típicamente moderna en las relaciones de fuerza entre la
esfera socio-económica y aquella político-institucional, e identifica en la
misma un factor de libertad, cuando Marx habrá de ver un factor de
dominio” (De Luca, 2003: 232).
En suma, el desarrollo del comercio ha incidido en el modo de
concebir la idea de patria. En los antiguos, ciertamente, los ciudadanos
veían indisolublemente ligados a la suerte de la patria no sólo los
afectos, sino también los intereses y hasta la misma vida. Si la patria era
derrotada, también los bienes de los ciudadanos eran destruidos, puesto
que no era posible desplazar las riquezas a otro lugar. En los modernos,
gracias al comercio, los ciudadanos pueden transferir la propia fortuna
por medio de transacciones impenetrables a la autoridad. Además, en el
mundo antiguo, la guerra aislaba a los pueblos, lo que hacía que
difirieran enormemente en cuanto a usos y costumbres. La expatriación
era prácticamente imposible. El comercio, por el contrario, ha acercado
las naciones, tornando semejantes sus usos y costumbres, en razón de
que “los jefes son enemigos, pero los pueblos son compatriotas”
(Constant, 2010: 404), es decir, los individuos son menos dependientes
de su Estado. El mismo concepto de patria ha cambiado notablemente.
En las poleis “los ciudadanos vivían, por así decir, en simbiosis con su
ciudad, unida a ella en un destino común de vida y muerte” (Sartori,
1957: 157). Si para los antiguos –subraya Constant (2010: 590) en una
nota de sus Adiciones al manuscrito de los Principios de política aplicables a
todos los gobiernos– “la patria contenía entonces todo cuanto un hombre
tenía de querido”, de ahí que su destrucción significaba para un
ciudadano perderlo todo, por su parte, para los modernos, la patria

[46]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

evoca una serie de derechos, tales como la libertad, la seguridad, la


garantía, la propiedad de los bienes, la posibilidad de la tranquilidad, de
la actividad, y toda una serie de disfrutes. La patria moderna encierra
estos conceptos más que la idea topográfica de un país particular, por
lo que se puede afirmar que “la época de ese [antiguo] patriotismo ha
pasado” (ibid.): si en los antiguos se justificaba una gran extensión del
poder social, en los modernos se hace necesaria una limitación suya en
favor de la libertad individual.
La cuarta diferencia, que retoma un argumento de Hume (aunque
no sólo de él), reside en una institución que Constant considera peculiar
de la sociedad antigua, no solamente desde el punto de vista político,
sino también desde el punto de vista económico y moral: la esclavitud.
En este caso, el autor de los Principes abandona el tono descriptivo y
«neutro» de las argumentaciones precedentes, para caracterizar de
modo extremadamente negativo a los pueblos antiguos. La existencia
de esclavos, esto es, de hombres que no gozan de ninguno de los
derechos humanos, “cambia absolutamente el carácter de los pueblos
entre los cuales existe esa clase” (ibid., 405), convirtiéndolos en pueblos
inhumanos. Basta pensar cómo en el mundo antiguo se verifican
numerosos ejemplos de crueldad en el trato con los esclavos. La
ausencia de esclavitud en los modernos ha dado lugar, pues, a
costumbres más humanas. Asimismo, como demuestra Constant en el
libro X de estos Principes de politique de 1806, afrontando el tema de la
concesión de derechos políticos, la esclavitud permitía a los ciudadanos
de las poleis griegas el hecho de no trabajar y así poder dedicarse a los
asuntos públicos, al contrario de cuanto sucede en la sociedad
moderna. La institución de la esclavitud en las repúblicas antiguas era
una de las precondiciones de aquella “hipertrofia de la vida política”, a
la cual “corresponde inevitablemente la atrofia de la vida económica”
(Sartori, 1957: 159); relación que se presenta invertida en la sociedad
moderna, en la cual la absorbente politicidad antigua cede su lugar,
también gracias a la abolición de la esclavitud y a la necesidad de
trabajar, a los intereses mayormente económicos de la esfera privada.
La última diferencia entre los antiguos y los modernos atañe a la
dimensión moral de la especie humana. Si los primeros ciertamente

[47]
Giuseppe Sciara

“estaban en toda la juventud de la vida moral. Los modernos se hallan


en la madurez, acaso en la vejez” (Constant, 2010: 406). Basta pensar
en la poesía: la de los antiguos es simple y directa, fruto de su
entusiasmo natural y verdadero. Los poetas modernos, en cambio, se
revisten de una cierta reserva mental que nace de la experiencia y de
una pérdida de entusiasmo. En sus composiciones la reflexión ha
sustituido al entusiasmo. Las mismas consideraciones valen para la
filosofía: entusiasta la antigua, aunque también abstracta, y árida la
moderna, aunque intentando ser entusiasta: “hay poesía en la filosofía
de los antiguos y filosofía en la poesía de los modernos” (ibid., 406). En
definitiva, los antiguos estaban menos erosionados por la civilización, a
la vez que los modernos, “fatigados por la experiencia, tienen una
sensibilidad más triste y por eso mismo más delicada, una facultad de
emocionarse más habitual” (ibid., 407).
Este giro antropológico se debe al progreso de la civilización, que ha
endulzado el carácter del individuo, convirtiendo las relaciones privadas
en un importante elemento de la vida humana, y en la práctica ha
atenuado la faceta de instintividad e inmediatez del hombre,
acentuando su sensibilidad, reflexividad y predisposición a concentrarse
en el aspecto privado de su existencia. De ello se colige que el hombre
moderno no puede creer ya ciegamente en instituciones que se
componen “de tradiciones, de preceptos, de usos, de prácticas
misteriosas, tanto como de leyes positivas” (ibid.). Constant subraya una
y otra vez que la civilización humana ha hecho su ingreso “en la edad
de la duda y del desencanto” (Barberis, 1988: 308), en la edad de la
razón. Esto hace imposible refundar un pueblo moderno a través de
instituciones que solamente tienen fuerza cuando se vuelven una
costumbre, y no al momento de su fundación. Por lo tanto, es
impensable instituir nuevos valores a través de instituciones, es decir,
no se puede ‘remodelar’ un pueblo a través de imposiciones desde lo
alto: ello únicamente puede ocurrir gradualmente en el tiempo, a través
del lento trabajo de la historia. Por consiguiente, en la reflexión
constantiana se asiste a un replanteo del rol de la política en la sociedad
moderna: ella debe limitarse a garantizar la libre expresión del carácter
individual, determinado por una fuerte inquietud y sensibilidad, y
siendo presa de la duda. Esta condición moderna no podrá “superarse

[48]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

por vía política o filosófica, teniendo que ser aceptada así como es,
fruto inevitable (y no siempre negativo) de aquella civilización tan rica
en resultados positivos bajo muchos otros aspectos” (De Luca, 2003:
234).
Después de haber hecho foco en las numerosas diferencias que
hacen insalvable la distancia entre los antiguos y los modernos,
Constant está en condiciones de extraer el resultado de sus
consideraciones y definir sintéticamente las dos libertades:

de todas estas diferencias resulta que la libertad no puede ser entre los
modernos lo que era entre los antiguos. La libertad de los tiempos
antiguos era todo lo que garantizaba a los ciudadanos la mayor parte en
el ejercicio del poder político. La libertad de los tiempos modernos es
todo lo que garantiza la independencia de los ciudadanos contra el
poder (Constant, 2010: 408).

Según lo demostrado, la caracterización de las dos libertades


depende del carácter y del temperamento de los antiguos, por una
parte, y de los modernos, por otra: en los primeros, necesitados sobre
todo de acción, se consagraba una gran extensión a la autoridad social,
en la cual ellos participaban directamente. Los segundos, en cambio,
necesitan simplemente de tranquilidad y goces, siendo ello posible con
un número restringido de leyes. De ahí que “no hay que exigir de los
pueblos modernos el amor y la devoción que tenían los antiguos por la
libertad política; es la libertad civil la que sobre todo anhelan los
hombres de nuestra época” (ibid., 409). Por esto, el hombre moderno
no puede tolerar más una determinada tipología de leyes tales como
aquellas concernientes a ciertas costumbres, al celibato, a la ociosidad,
en razón de que “esas leyes suponen tal sometimiento del individuo al
cuerpo político que nosotros no podríamos soportarlo” (ibid.).
La libertad política ofrece en el mundo moderno menos
pretensiones en comparación con el pasado, pero a la vez es capaz de
seguir causando perjuicios cada vez menos tolerables: “no hay que
conservar de ella más que lo absolutamente necesario”. No se puede
pretender, como han hecho los jacobinos, “consolar a los hombres con
la libertad política de la pérdida de la libertad civil” (ibid., 411-412),

[49]
Giuseppe Sciara

puesto que eso significaría avanzar en el sentido opuesto al del género


humano.
De la consideraciones expuestas hasta aquí, la reflexión constantiana
podría parecer “un análisis sumario sobre la existencia, o más bien, a
través de los antiguos, de esta o aquella libertad de los modernos”
(Zanfarino, 1961: 113). En realidad, lo que le importa subrayar a
Constant es que a los antiguos les era “extraña no esta o aquella
libertad, sino nuestra libertad” (De Mattei, 1948: 165) según se ha ido
delineando en sentido individualista a lo largo de los últimos siglos. En
su búsqueda de las diferencias que separan a antiguos y modernos,
Constant intenta hacer ver, no que el mundo griego no había gozado de
esa particular libertad definible como ‘civil’, sino que no “había
conocido aquel concepto de libertad del individuo que puede resumirse
en la fórmula del ‘respeto al individuo-persona’”, la cual es una
adquisición sucesiva, “de origen cristiano y de elaboración iusnaturalista
y liberal” (Sartori, 1957: 166). Los valores y sus adquisiciones, que
separan históricamente a los modernos de los antiguos, determinan un
diverso modo de concebir la idea de libertad. La distinción entre
libertad antigua y moderna no se hace, pues, para indicar que los
antiguos conocieron la libertad política y no la libertad civil, sino que la
idea de libertad política, civil, jurídica, individual de los antiguos no es la
de los modernos. Por otra parte, las argumentaciones de naturaleza
geográfica y ambiental, pero sobre todo de naturaleza moral,
psicológica y actitudinal, demuestran que Constant no dirige un
reproche a los antiguos por no haber conocido la libertad civil, sino el
hecho de estar convencido de que necesariamente ellos no habrían podido
conocer aquel tipo de libertad. El mismo recurso a factores de
naturaleza psicológica para justificar las dos libertades no hace más que
mostrar “una naturaleza suya convencional e históricamente
determinada” (Paoletti, 2001: XXXI). El hecho de concebir un cierto
tipo de libertad emana del diferente sacrificio al cual se disponen los
modernos en comparación con los antiguos: aquellos, habiéndose
perfeccionado en el curso de los siglos hacia una mayor individualidad,
no están más dispuestos a inmolar una considerable parte de su propia
esfera privada en favor de la autoridad social. En suma, el autor de los
Principes atribuye a las libertades antigua y moderna “el sentido de una

[50]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

necesidad histórica, motivada por una serie de causas” (ibid., XXIX).


Además, también parece excluirse cualquier juicio de valor por parte de
Constant a la hora de ilustrar las diferencias entre antiguos y modernos.
Como se ha visto, la caracterización de las dos libertades busca casi
siempre permanecer en un plano realista y objetivo (salvo por el juicio
extremadamente negativo sobre la esclavitud antigua). Que el disfrute
de la independencia privada sea la forma de libertad característica de los
tiempos modernos “no significa que ella sea naturalmente buena o
deseable, o que represente la solución óptima y definitiva al problema
de la relación poder/pueblo” (ibid.).

La presunta incompatibilidad entre las dos libertades:


la interpretación anti-democrática en el contexto de la Guerra Fría

El amplio espacio dedicado por Constant a la descripción de la


diferencia entre antiguos y modernos y de las respectivas concepciones
de libertad, a menudo ha inducido a los intérpretes a concentrar la
atención sobre este aspecto de su teoría, esto es, a individualizar como
eje central de su pensamiento la neta distinción entre las dos libertades.
Con todo, según mostraré más adelante, Constant no se limita a definir
los dos conceptos de libertad, sino que, tanto en los Principes de politique
cuanto en el Discours de 1819, se explaya acerca del modo en que deba
ser entendida la relación entre ellos; relación que dista mucho de la
simple contraposición. No obstante, durante varias décadas del s. XX, y
en particular al término de la Segunda Guerra Mundial, en un mundo
polarizado en dos bloques opuestos a causa de la Guerra Fría, la
reflexión política de Constant resultó minimizada, a la derecha por una
interpretación ultraliberal y privatista, que hizo del pensador suizo el
teórico de una libertad puramente negativa, y a la izquierda por una
lectura marxista que redujo su pensamiento a simple disfraz super-
estructural de los intereses burgueses.
La lección inaugural ofrecida por Isaiah Berlin en 1958 en la
Universidad de Oxford, y publicada inmediatamente con el título Two
Concepts of Liberty, constituye el ejemplo más emblemático de la
interpretación ultraliberal de la teoría constantiana de las dos libertades.

[51]
Giuseppe Sciara

Según se ha hecho notar, en ese célebre texto, Berlin persigue un


objetivo filosófico, no historiográfico: distinguir dos significados de
libertad, uno ‘positivo’ y otro ‘negativo’. Las dos definiciones nacen de
dos preguntas absolutamente divergentes. De la primera surge el
sentido ‘negativo’ del término: “«cuál es el ámbito en que al sujeto –una
persona o un grupo de personas– se le deja o se le debe dejar hacer o
ser lo que es capaz de hacer o ser, sin que en ello interfieran otras
personas»” (Berlin, 1988: 191). Por tanto, la libertad negativa se
configura como libertad de cualquier impedimento e interferencia que
pudiera obstaculizar el despliegue autónomo de la voluntad individual
y, en consecuencia y más que nada, respecto de la intrusión de la
autoridad política en la esfera privada. Este tipo de libertad prevé que
“debía existir un cierto ámbito mínimo de libertad personal que no
podía ser violado bajo ningún concepto” (ibid., 193) y, por tanto, que
“hay que trazar una frontera entre el ámbito de la vida privada y el de la
autoridad pública” (ibid., 194). De la segunda pregunta, en cambio,
emana el sentido ‘positivo’ de libertad: “«qué o quién es la causa de
control o interferencia que puede determinar que alguien haga o sea
una cosa u otra»” (ibid., 191). Desde este punto de vista, el significado
de libertad es aquel que consiste en “ser su propio dueño” (to be his own
master), un tipo de libertad que refiere a un sujeto racionalmente agente,
cuyo comportamiento es “decidir, no que decidan por mí” (ibid., 201).
Esta segunda acepción del término ‘libertad’ también alude,
evidentemente, a la facultad de participar en las decisiones que se llevan
a cabo al interior de la esfera pública. Resulta evidente de qué modo las
dos definiciones de libertad le permiten a Berlin distinguir netamente
entre liberalismo y democracia. El primero, inherente a la extensión de
la autoridad social, se funda en la libertad negativa qua no-interferencia
del poder en la esfera privada del individuo; la segunda, entronizando el
plano de la titularidad de la soberanía, se basa en el concepto positivo
de libertad como participación en las decisiones públicas.
Berlin define a Constant como “el más elocuente de todos los
defensores de la libertad y la intimidad” (ibid., 196), el pensador que
mejor que ningún otro estuvo en condiciones de ver “el conflicto que
hay entre estos dos tipos de libertad”, intuyendo que “el problema
fundamental que tienen los que quieren libertad individual «negativa»

[52]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

no es el de quién ejerce la autoridad, sino el de cuánta autoridad debe


ponerse en unas manos” (ibid., 234). Berlin pone de relieve, sin lugar a
dudas, una de las exigencias de fondo de la entera reflexión
constantiana, es decir, la crítica a la teoría democrática de Rousseau y a
la política de los jacobinos: el error de estos fue pensar que, cambiando
la titularidad del poder, ello daría por resultado un ejercicio del poder
menos opresivo. Constant es, efectivamente, el primero en haber
captado que el problema no está en la titularidad de la soberanía, como
en su extensión: desde una óptica liberal, la verdadera necesidad reside en
la limitación del poder. Si bien el deseo de disponer de un espacio libre
de acción y el deseo de ser gobernado por sí mismo, son dos exigencias
igualmente profundas del espíritu humano, con todo, el objeto de los
dos deseos es muy diferente.
Según Berlin, Constant comprende bien “dos actitudes propiamente
divergentes e irreconciliables respecto a la finalidad de la vida”: la
postura de quienes “quieren disminuir la autoridad como tal” y la de
quienes “quieren ponerla en sus propias manos” (ibid., 237). De este
modo, dos conceptos históricamente concebidos (por Constant) como
peculiares del mundo moderno y del mundo antiguo, en Berlin se
configuran filosóficamente como el producto de dos modos de entender el
mundo, ínsitos ambos al hombre moderno, pero completamente
antitéticos. Berlin, de hecho, concibe cada una de las dos libertades
como “un valor último que, tanto histórica como moralmente, tiene
igual derecho a ser clasificado entre los intereses más profundos de la
humanidad” (ibid., 237-238). Ambas concepciones de libertad tienen
para el filósofo de Riga dignidad ontológica, pero deben permanecer en
dos planos netamente distintos: ambas, de hecho, se presentan con
pretensiones de absolutidad y, en este sentido, es imposible conciliarlas.
De ello se deduce que entre liberalismo y democracia hay autonomía
lógica, esto es, que el uno puede darse sin la otra: “no hay una necesaria
conexión entre la libertad individual y el gobierno democrático” (ibid.,
200).
Sin embargo, Berlin no se limita a hablar de independencia entre los
dos conceptos, sino que le confiere a la libertad ‘negativa’ una
supremacía axiológica que permea toda su lecture y se perfila con toda

[53]
Giuseppe Sciara

evidencia en las últimas páginas. Esto no significa que la libertad


política sea en sí misma descalificada ni deslegitimada en cuanto tal: ella
tiene un fundamento y un objeto diferente en comparación con la
libertad ‘negativa’, incluso aunque derive de un deseo que podría
profundizar la exigencia de no-interferencia, es decir, el deseo de
realizarse a sí mismo. No obstante, la concepción de la libertad en
sentido ‘positivo’ puede influir desfavorablemente en la concepción
‘negativa’.
La crítica a la libertad política viene así a delinearse a través de tres
niveles: el primero, aquel que George Crowder (2007) define como
teoría de la inversión, por el riesgo –inherente a la concepción ‘positiva’–
de tergiversar la libertad por el hecho de dar primacía a todas las
implicaciones morales derivadas del obrar. Este peligro no existe o,
cuanto menos, es menos inminente en caso de concebirse la libertad de
manera ‘negativa’, al constituir esta una mera no-interferencia con la
voluntad del sujeto, y, por tanto, independiente de juicios de valor y
consideraciones morales sobre las elecciones del sujeto. En el segundo
nivel se sitúa la tesis de la confusión, conforme a la cual se tiende a vaciar
de significado la liberdad, confundiéndola con otros valores, salvo que
“la libertad es libertad [liberty is liberty], y no igualdad, honradez, justicia,
cultura, felicidad humana o conciencia tranquila” (Berlin, 1988: 195).
Este modo de concebir la libertad puede llevar a pensar que la libertad
verdadera puede ser sacrificada en favor de otros valores. El último
nivel se encuentra conectado al monismo moral, es decir, a aquella “fe en
un solo criterio único” (ibid., 241-242), a aquella “creencia de que en
principio pueda encontrarse una única fórmula con la que puedan
realizarse de manera armónica todos los diversos propósitos de los
hombres” (ibid., 240). Este modo de concebir el mundo requiere el
sacrificio de los individuos a los fines de realizar una sociedad política
perfecta y, en este sentido, según Berlin, se configura como el estadio
que precede a la degeneración autoritaria. Si efectivamente los hombres
“tuvieran la seguridad de que en un estado perfecto (…) no entrasen
nunca en conflicto ninguno de los fines que persiguen, desaparecerían
la necesidad y la agonía de decidir, y con ello la importancia
fundamental que tiene la libertad de decisión” (ibid., 239). Pero el
conflicto es imposible de eliminar y “la necesidad de elegir entre

[54]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

diferentes pretensiones absolutas es, pues, una característica de la vida


humana, que no puede eludir[se]” (ibid., 240). Con estas
consideraciones, Berlin se pone finalmente en condiciones de sancionar
la preeminencia de la libertad ‘negativa’ sobre la ‘positiva’, en virtud del
hecho de que la segunda esconde una posible degeneración en sentido
autoritario:

El pluralismo, con el grado de libertad «negativa» que lleva consigo, me


parece un ideal más verdadero y más humano que los fines de aquellos
que buscan en las grandes estructuras autoritarias y disciplinadas el ideal
del autodominio «positivo» de las clases sociales, de los pueblos o de
toda la humanidad. Es más verdadero porque, por lo menos, reconoce
el hecho de que los fines humanos son múltiples, no todos ellos
conmensurables, y están en perpetua rivalidad unos con otros (ibid.,
242).

En suma, Berlin, a partir de numerosos pasajes del Discours, en el


cual se afirma que “nuestra libertad debe consistir en el disfrute
apacible de la independencia privada” (Constant, 1989: 268), asimila la
libertad moderna de Constant al concepto de libertad ‘negativa’. El
mérito de su lectura, por otra parte reconocido incluso por aquellos
críticos que se oponen a su interpretación, reside en haber advertido y
subrayado un aspecto fundamental del liberalismo de Constant: “la
polarización de la noción de libertad en dos diversas nociones –la de
liberté politique y la de liberté civile–, de las cuales la segunda juega un rol
axiológicamente superior” (Barberis, 1988: 304). De este modo, Berlin
individúa en el pensamiento constantiano la formulación típica e ideal
de la oposición, a su parecer irremediable, entre liberalismo y
democracia. Ciertamente, Berlin persigue un objetivo no sólo teórico,
sino también ideológico, al afirmar una distinción no sólo lógica, sino
también histórica, entre liberalismo y democracia: “las ideas «positiva» y
«negativa» de libertad se desarrollaron históricamente en direcciones
divergentes, no siempre por pasos lógicamente aceptables, hasta que al
final entraron en conflicto directo la una con la otra” (Berlin, 1988:
202). Entre libertad ‘negativa’ y ‘positiva’, entre liberalismo y
democracia, pues, no sólo no se puede postular algún tipo de conexión
lógica necesaria, sino que incluso “el curso histórico va en el sentido de

[55]
Giuseppe Sciara

una creciente divergencia entre ambos, que culmina en abierto


conflicto” (Portinaro, 2001: 53).
Esta convicción deriva del hecho de que Berlin admite solamente
una de las múltiples formas en la que se configura la democracia, a
saber, la forma sustancial. Su intento de subrayar la divergencia entre la
instancia liberal y la degeneración totalitaria de la idea de libertad
positiva, alude claramente al régimen soviético. Por esta razón, pone el
acento sobre todo en la crítica de Constant al jacobinismo y Rousseau,
en la que libertad antigua y moderna realmente se configuran como
filosóficamente distintas. Esto es comprensible únicamente a la luz del
contexto histórico en el que la lección Two Concepts of Liberty ve la luz: al
término de la Segunda Guerra Mundial, “la disputa sobre la libertad de
los antiguos y de los modernos termina por confundirse con la
controversia sobre democracia liberal y dictadura totalitaria, sobre
democracia formal de los burgueses y democracia sustancial de los
socialistas” (Portinaro, 2001: 52). Asimilando el régimen soviético al
régimen jacobino, la doctrina de las dos libertades de Constant se
convierte para Berlin en el paradigma interpretativo mediante el cual
explicar el totalitarismo del s. XX.
En la vereda opuesta a la de Berlin, pero igualmente responsable
por reducir la teoría constantiana de las dos libertades a una mera
contraposición entre las dos nociones de libertad, se ubica la
interpretación marxista. A título de ejemplo, me limito aquí a llamar la
atención sobre uno de los mayores intelectuales italianos de inspiración
marxista, Umberto Cerroni, quien en su Introducción a la versión italiana
de los Principes de politique de 1815 (Cerroni, 1970), rechaza
categóricamente cualquier apertura de Constant hacia instancias
democráticas, sosteniendo que su liberalismo tenía esencialmente un
carácter privatista y economicista, al punto de configurarse
exclusivamente como apología y exaltación de los intereses del bourgeois.
El estudioso italiano lee el entero pensamiento de Constant a la luz del
principio de la propiedad privada, poniendo particularmente en tela de
juicio dos elementos de su pensamiento político: su interpretación del
Terror y su posición sobre la concesión de derechos políticos
exclusivamente a los propietarios. En primer lugar, Cerroni afirma que

[56]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

Constant se había opuesto al Terror exclusivamente para defender un


prejuicio, un interés particular, a saber, el de la propiedad privada.
Ahora bien, sobre la interpretación del Terror, la posición de Constant
es susceptible de ser asumida en un único aspecto: no puede ya
admitirse un poder ilimitado. El significado de 1789 constituye para él
el nacimiento de un nuevo orden político, basado en derechos
individuales, la igualdad formal y el dominio de la ley, mientras que el
Terror equivale a ausencia de reglas y límites, es decir, a arbitrio (cfr. De
Luca, 2009). Respecto de la cuestión de la propiedad privada, Cerroni
ignora que para Constant la Revolución ha abierto un proceso positivo
de fraccionamiento de la propiedad, la cual, por lo demás, tiende de
suyo a subdividirse de manera natural. Lo que Constant puede,
entonces, reprocharle eventualmente al jacobinismo no es en sí la
subdivisión de la propiedad, en cuanto la considera un proceso natural
hacia una progresiva igualdad, sino la imposición de tal fraccionamiento
desde lo alto.
En segundo lugar, criticando la teoría de los derechos políticos de
Constant, Cerroni afirma que “la racionalidad de su política es
solamente ilusoria, siendo su verdadera naturaleza el clasismo
propietario” (Cerroni, 1970: 21). Constant, al excluir de los derechos
políticos a los no-propietarios, concebiría la propiedad privada no
como un principio, sino como un privilegio; además, constituyendo una
suerte de “sacerdocio de los intereses” burgueses, sería víctima del
prejuicio según el cual “las ‘clases trabajadoras’ no deben violar la
propiedad privada” (ibid., 21). Se descubre en esta lectura no solamente
una visión distorsionada de la efectiva concepción de la propiedad
privada por parte de Constant, sino también la aplicación de un
paradigma interpretativo que, reconduciendo la estructura cultural a la
estructura socio-económica, interpreta las tesis constantiana como
“puro reflejo super-estructural de intereses económicos de clase”
(Barberis, 1988: 10)2. Al leer el pensamiento constantiano sobre la base

2 El de la ‘super-estructura’ es uno de los cincos prejuicios que Barberis considera que

han gravado por más de siglo y medio la interpretación de la obra de Constant. Los
otros cuatro son: el prejuicio de la gran obra, el del politicastro, el de la época de
transición y el de la antidemocraticidad (cfr. Barberis, 1988: 8-13).

[57]
Giuseppe Sciara

de la aproximación marxista, Cerroni no toma en consideración el


contexto histórico-político en el que Constant sostiene su teoría
censitaria; no tiene en cuenta, pues, que en una coyuntura en la que el
sufragio universal era susceptible de ser asociado a los plebiscitos
napoleónicos y a las reivindicaciones ultramonárquicas, no constituía
una especial manifestación de clasismo burgués proponer el sufragio
restringido a los solos propietarios. Constant no considera que los
propietarios sean ‘más capaces’ que los no-propietarios, sino que
simplemente gozan de las condiciones ideales para el ejercicio de los
derechos políticos, gracias al tiempo del que disponen (tiempo
necesario para adquirir información) y a la no-dependencia respecto de
otros individuos: dos factores resultantes de no tener que preocuparse
por trabajar cotidianamente. El principio de independencia es el
requisito para obtener los derechos políticos: la propiedad no es el título
para su ejercicio, sino la condición.
Volviendo a la cuestión que aquí interesa, esto es, la interpretación
de la teoría de las dos libertades, Cerroni juzga que la libertad de los
modernos codificada por Constant no es otra que la libertad de los
propietarios, o sea una auténtica y exacta “falsificación de la libertad”
(Cerroni, 1970: 24). Ahora bien, esta postura solamente es sostenible
sobre la base de tres condiciones: si se parte del presupuesto (y del
prejuicio) de que la libertad política sea una libertas maior o, mejor, que
sea la única libertad verdadera a la que el hombre desee y deba aspirar;
si se describe la libertad-independencia como “implicación histórica de
una sociedad disociada”, de una sociedad en la que las relaciones
económico-sociales que poseen la verdadera independencia sean
únicamente las burguesas; y, por último, si se presume que las clases
trabajadoras de tal independencia reciben solamente “la sanción de su
servidumbre social” (ibid., 24-25), y que solamente aspirando a la
participación directa pueden obtener una verdadera autodeterminación.
En suma, solamente leyendo las tesis constantianas sobre la base de un
paradigma fundado en las relaciones económicas creadas por la nueva
sociedad capitalista, se puede llegar a definir, como hace Cerroni, la
libertad moderna como “un nuevo hostigamiento a la libertad (una
nuova illibertà)” (ibid., 25); concibiendo así, en último término, la teoría
constantiana “como un mero eco super-estructural de los intereses

[58]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

económicos burgueses” (De Luca, 2003: 212).


En definitiva, ambas interpretaciones, la ultraliberal de Berlin y la
marxista de Cerroni, ponen la atención exclusivamente en el aspecto
anti-jacobino y anti-rousseauniano de la distinción entre las dos
libertades, “identificando finalmente la libertad de los modernos con la
sola esfera de los goces privados y excluyendo así de ella cualquier
dimensión política” (De Luca, 1997: 167). Ahora bien, ello significa
desconocer las auténticas convicciones teóricas de Constant; significa
no tomar en cuenta ante todo las argumentaciones de naturaleza
psicológica y moral que el autor de los Principes utiliza para caracterizar
a los antiguos y a los modernos, en base a las cuales las dos libertades se
configuran como históricamente determinadas. Además, significa ignorar
aquella parte de la argumentación de Constant en la que, como veremos
luego, por una parte, él denuncia los peligros que se derivan del hecho
de interpretar la libertad moderna exclusivamente en sentido privatista,
y, por otra, instaura una relación de interdependencia entre las dos
libertades.

La relación de interdependencia entre las dos libertades

La relación existente entre los dos conceptos de libertad, aparece


parcialmente expuesta por Constant en el libro (cap. 3) XVII de sus
Principes de politique de 1806:

Los que quieren sacrificar la libertad política para gozar más


tranquilamente de la libertad civil no son menos absurdos que los que
quieren sacrificar la libertad civil con la esperanza de garantizar y
extender más la libertad política. Estos últimos sacrifican el objetivo a
los medios. Los primeros renuncian a los medios, so pretexto de llegar
al objetivo (Constant, 2010: 437).

Así como Constant denuncia los riesgos que derivan de la


anacrónica tendencia a imponer de manera exclusiva la libertad antigua,
de naturaleza colectiva y política, del mismo modo advierte el peligro
derivado de interpretar la libertad moderna exclusivamente en sentido

[59]
Giuseppe Sciara

privatista: una y otra forma de entender la libertad contienen, pues, “un


potencial de tiranía” (Holmes, 1984: 44). En esta tesitura, el autor de los
Principes parece anticipar “la observación tocquevilliana de aquella
patología de la modernidad política que es el individualismo” (Barberis,
1989: 257), de la cual resulta que el desinterés de los ciudadanos en
relación a la política no es otra cosa que una eventual arma de opresión
en manos de los que detentan el poder. Las tesis constantianas, de
hecho, parecen individuar “un inédito ‘despotismo de los modernos’,
que viene a configurarse como el reverso del ‘despotismo de los
antiguos’” (De Luca, 2003: 236). En suma, Constant es el primero en
intuir que “tanto la super-privatización como la super-politización son
peligros simétricos” (Holmes, 1984: 44). Ahora bien, si en uno y otro
caso está latente el peligro del despotismo, a Constant no le quedará
otro camino que afirmar la exigencia, no ya de contraponer la libertad
antigua a la moderna, sino de integrar ambas, otorgando a la primera el
status de ‘garantía’ de la segunda. La libertad civil, en efecto, no puede
subsistir demasiado tiempo si no va acompañada de libertad política,
necesaria para controlar y limitar el poder. A su vez, la libertad política
es tal únicamente si va acompañada de libertad civil, sin la cual “el
individuo se ve privado de aquella independencia que le permite
formarse convicciones libres” (De Luca, 2003: 236). Libertad antigua y
libertad moderna, entendidas respectivamente como libertad-
participación y libertad-independencia, deben así integrarse
mutuamente en una concepción que “podría denominarse ‘garantismo’,
por oposición al ‘democratismo’” (Jaume, 1997: 83).
Sin embargo, la relación instaurada entre las dos libertades sólo se
puede comprender de manera plena si se advierte qué es lo que
realmente entiende Constant por ‘libertad política’: de hecho, si bien la
identifica con la libertad-participación de los antiguos, en la época
moderna le atribuye un valor bastante diverso, definiéndola como “la
facultad de ser feliz sin que ningún poder humano pueda
arbitrariamente perturbar esa felicidad” (Constant, 2010: 437). Resulta
por ello evidente la distancia respecto de la connotación ‘antigua’
presente en autores como Rousseau y Mably. El modo en el que
Constant concibe la libertad política presupone una definición de
democracia entendida no como “ejercicio por cuenta propia, y en este

[60]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

sentido directo, del poder”, sino como “sistema de control y de limitación


del poder” (Sartori, 1957: 156). Él entiende la democracia a la manera
moderna, es decir, como democracia representativa; de hecho, si la
entendiese a la manera antigua, sería imposible establecer una
integración entre libertad política (como participación directa) y libertad
civil (como independencia), puesto que “el verdadero autogobierno, el
que practicaban los griegos, comporta una total devoción del ciudadano
al servicio público” (ibid., 159). Concebir la libertad política como
‘control sobre el poder’ y, en consecuencia, la democracia en tanto
sistema representativo, tiene una ventaja sustancial a los ojos de
Constant: “deja libertad para las labores no-políticas de la vida
asociada”, esto es, para aquellos aspectos de la existencia reconducibles
a la esfera privada, esto es, “aquella enorme cantidad de tiempo y de
energía que la fórmula de la ‘participación directa’ en el ejercicio del
poder aboca, por el contrario, a la sola gestión de la res publica” (ibid.,
160).
Haciendo foco en la relación instituida por Constant entre los dos
conceptos de libertad, la necesidad de integrar la libertad-participación
y la libertad-independencia no presupone en absoluto otorgar un rol de
paridad axiológica a ambas. Si se analizan atentamente los textos, no se
puede además negar que las argumentaciones que atañen a los peligros
ínsitos a la libertad política sean más numerosas que aquellas
concernientes a los riesgos de la libertad civil. Es más, no hay que
olvidar que es mayor la cantidad de veces que Constant subraya la
instrumentalidad de la libertad-participación respecto de la libertad-
independencia: la primera es la garantía, la segunda el fin. En este
sentido, la libertad civil tiene ciertamente una superioridad axiológica
respecto de la libertad política. Sin embargo, respecto a la valoración
superior de la libertad moderna, puede que surjan ciertas dudas al
examinar algunos pasajes de la Conferencia De la libertad de los antiguos
comparada con la de los modernos, en la que, contrariamente a los Principios
de política aplicables a todos los gobiernos, Constant parece, a prima vista,
exaltar la libertad antigua y el compromiso político.
Para empezar, no se puede omitir uno de los pasajes iniciales del
discurso, en el cual, al definir la libertad de los modernos, Constant

[61]
Giuseppe Sciara

incluye, además de la libertad religiosa, la de acción, la de opinión, la de


asociación, también “el derecho de cada uno a influir en la
administración del gobierno, bien por medio del nombramiento de
todos o de determinados funcionarios, bien a través de
representaciones, de peticiones, de demandas que la autoridad está más
o menos obligada a tomar en consideración” (Constant, 1989: 259-260).
Asimismo, después de haber reproducido (si bien con menor lujo de
detalles) sustancialmente las mismas argumentaciones expuestas en los
Principes de politique acerca de las diferencias entre antiguos y modernos,
en la última página Constant explica mejor de qué modo han de
relacionarse las dos libertades. Antes que nada vuelve a afirmar en este
lugar su deseo de no argumentar contra la libertad antigua: “no es a la
libertad política a la que quiero renunciar, es la libertad civil la que
reclamo, junto con las otras formas de libertad política” (ibid., 279).
Luego confirma el rol de garantía que hay que atribuirle, poniendo en
guardia a los modernos acerca del peligro de desatender “demasiado, y
siempre erróneamente, las garantías que nos proporciona” (ibid., 280).
En fin, también en las páginas de la conferencia de 1819, Constant
expone los riesgos que derivan del ejercicio exclusivo de una de las dos
libertades:

El peligro de la libertad antigua consistía en que los hombres, atentos


únicamente a asegurarse la participación en el poder social,
despreciaran los derechos y los placeres individuales. El peligro de la
libertad moderna consiste en que, absorbidos por el disfrute de nuestra
independencia privada y por la búsqueda de nuestros intereses
particulares, renunciemos con demasiada facilidad a nuestro derecho de
participación en el poder político (ibid., 282-283).

Así, tanto en el Discours como en los Principes de politique, resuena la


temática de los riesgos conectados a la tendencia moderna al
privatismo. Algunos críticos, como Benedetto Croce, subrayan que ya
en el hecho de denunciar el peligro ínsito a la libertad moderna, por
causa del “descuido e indiferencia” que el hombre moderno alberga
respecto de la libertad política, Constant intenta afirmar que “la libertad
en el sentido antiguo era un momento necesario de aquella libertad más
amplia que es la nuestra” (Croce, 1931: 296). Esta consideración es

[62]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

tanto más válida si se piensa que la doctrina de las dos libertades debe
ser leída a la luz de la concepción de la historia constantiana: la libertad
moderna se configura como un progresivo enriquecimiento de valores
que acaece gracias al perfeccionamiento de la especie humana. Si a ello
se agrega la fuerte inspiración religiosa que caracteriza toda la reflexión
de Constant3, al final salta a la vista de qué modo la libertad moderna
teorizada por él no sea en absoluto “hedonista sino ética” (ibid., 294).
De todas formas, Constant dice algo todavía más sorprendente en
favor de la libertad política, y es sobre todo basándose en este pasaje
del Discours que algunos críticos han intentado atribuir a la doctrina de
las dos libertades una inspiración democrática. El liberal suizo, en
efecto, define la libertad política como “el medio más eficaz y más
enérgico que nos haya dado el cielo para perfeccionarnos”, en cuanto
“engrandece el espíritu (...), ennoblece sus pensamientos y establece
entre todos una especie de igualdad intelectual que constituye la gloria y
el poder de un pueblo” (Constant, 1989: 284). Estas afirmaciones se
ubican en la última página del Discours y ciertamente puede parecer “una
paradoja innecesaria el hecho de que Constant, después de haberse
dedicado a delinear con mucho cuidado la diferencia entre antiguos y
modernos, cierre su conferencia reivindicando la necesidad de la
especie de libertad que más se asemeja a la de los antiguos” (Paoletti,
2001: XLI). Si se considera lo expresado al inicio de la Conferencia, a
saber, que nuestra libertad moderna consiste en el “disfrute apacible de
la independencia privada” (Constant, 1989: 268), y se lo relaciona con
esta exaltación final de la libertad política, se corre el riesgo de caer en
la tentación de creer “que existan lisa y llanamente ‘dos Constant’ en el
espacio de diez páginas, uno liberal y otro democrático” (Paoletti, 2001:
IX-X). Pero la cuestión no se puede dirimir de esa forma simplista. Aun
admitiendo una cierta ambigüedad argumentativa, es necesario, en
primer lugar, ratificar la diversidad conceptual de la libertad política
inherente a los antiguos y la inherente a los modernos, entendiendo la
primera como ejercicio directo del poder y la segunda como sistema de
control y limitación del poder; en segundo lugar, es necesario intentar

3 Sobre el impacto de la religión en la reflexión política constantiana, cfr. Rosenblatt

(2008).

[63]
Giuseppe Sciara

esclarecer qué entiende Constant cuando habla de la libertad política


como de un potente ‘medio de perfeccionamiento’. La libertad política,
así como la propiedad privada y la libertad de prensa, también
consideradas instrumentos de perfeccionamiento (cfr. Constant, 2010:
123-150 y 189-232), resulta ensalzada al rango de principio fundamental
del progreso de la especie humana. Ahora bien, según puede notarse, el
perfeccionamiento para Constant se realiza a través de las ideas y, en
consecuencia, al interior de la esfera social que coincide con la
individualidad. El perfeccionamiento no adviene gracias a la política o
el Estado, no es un proceso que las instituciones puedan orientar y
guiar, sino que adviene solamente gracias a la propensión individual al
sacrificio (cfr. Behler, 1988; Hofmann, 2009).
Por lo tanto, la referencia a la libertad política como medio de
perfeccionamiento, probablemente pueda ser considerada simplemente
un “expediente retórico, empleado para quebrantar la apatía política de
un auditorio impregado de mentalidad utilitarista y egoísta” (De Luca,
2003: 169). A la luz de ello, sin duda puede afirmarse que la verdadera
posición de Constant sigue siendo la que sostuviera en los Principes de
politique, según la cual la libertad civil es la más auténtica libertad,
mientras que la libertad política, sin duda importante, es el medio más
apropriado para garantizar aquella. Para concluir, la relación entre las
dos libertades no se configura “en los términos de una incompatibilidad
recíproca, ni en los de una simple composibilidad, sino en los de una
interdependencia mutua” (ibid.: 236).

¿Un pensador democrático-liberal? La lectura «revisionista»

Según se ha expuesto anteriormente, las interpretaciones ultraliberal


y marxista de la teoría de la libertad de los antiguos y de los modernos,
mutuamente antagónicas, van a parar en último análisis a una
conclusión idéntica: que el liberalismo constantiano es privatista y anti-
democrático. Sin embargo, este juicio presupone en ambos casos que la
única forma auténtica de democracia sea la forma sustancial, de matriz
socialista. En uno y otro caso, estas lecturas han sido criticadas y
rebatidas solamente a partir de los años ’80, gracias al eco proveniente

[64]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

de Francia y su renovación de los estudios sobre la Revolución


Francesa puesta en marcha por François Furet (1978). En efecto, el
historiador francés invita a abandonar la interpretación ‘social’ y
marxista de la Revolución y a restituir la política al centro del análisis:
de este modo, abre el camino no solamente a una nueva metodología
interpretativa de la Revolución, sino también a una nueva lectura del
pensamiento liberal de la época termidoriana y de la Restauración. En
otras palabras, se abren camino nuevos estudios que refutan la idea de
que el liberalismo constantiano deba ser considerado una mera defensa
de los intereses burgueses o expresión de un angosto privatismo exento
de cualquier conexión con la democracia.
En 1984, Stephen Holmes fue el primero en inaugurar un nuevo
filón interpretativo, el cual, en razón de su simplicidad y claridad, puede
ser definido como “revisionista” o “democrático-liberal” (cfr. De Luca,
1997: 165). La publicación de su libro Benjamin Constant and the Making of
Modern Liberalism llegó a marcar la historiografía constantiana de manera
indeleble. Holmes niega cualquier hostilidad del liberal suizo en relación
a la libertad como participación, e intenta demostrar que su liberalismo
“era más compatible con la democracia, más abierto a reformas
democráticas e igualitarias, de lo que hasta el momento en cualquier
caso se había asumido” (Holmes, 1984: 25). No obstante, en el curso de
su análisis, el estudioso norteamericano no se limita a demoler el “mito
del Constant antidemocrático” (ibid., 25), sino que va más allá, para
afirmar que la reflexión constantiana es “fundamentalmente
democrática en inspiración y propósito” (ibid., 103). Entre los diversos
argumentos destinados a apuntalar esta tesis, reviste un rol muy
importante el replanteamiento de la crítica de Constant a Rousseau, al
subrayar Holmes más los puntos de contacto entre los dos autores que
sus considerables divergencias en ideales y teorías. Respecto a la teoría
de las dos libertades, así como Berlin, para poder sostener la
incompatibilidad filosófica e histórica entre liberalismo y democracia,
había individuado el núcleo central de la argumentación de Constant en
la distinción entre libertad de los antiguos y libertad de los modernos,
de forma opuesta, y a fin de demostrar la posibilidad de conciliar las
dos libertades, Holmes enfatiza la parte del Discours del 1819 en el que
Constant argumenta la “esencial relación entre ellas”. Según Holmes,

[65]
Giuseppe Sciara

entre libertad civil y libertad política no subsiste una incompatibilidad


recíproca, sino que, al contario, ellas son “no sólo compatibles, sino
que incluso se potencian mutuamente” (ibid., 31-32).
Holmes distingue netamente entre la primera formulación elaborada
por Constant y Madame de Staël en 1798, en la que el autor de los
Principes “se encontraba todavía turbado por la experiencia de la
Revolución” y la teorización de 1819, en la que “el temor original de
Constant ante un patriotismo convulsivo y compulsivo había, en parte,
cedido a su esperanza de que una mejorada participación podía
potenciar las causas liberales” (ibid., 43). De ello se sigue, según
Holmes, que, en el curso de una veintena de años, la doctrina de la
libertad de los antiguos y de los modernos ha sufrido una importante
evolución teórica: si en la primera formulación de 1798 se hace más que
nada presente la exigencia de subrayar la importancia de la libertad
moderna, puesto que el recuerdo de la degeneración de la libertad
antigua, causa y pretexto del Terror, es todavía muy reciente, en la
elaboración definitiva de 1819 esta preocupación se atenúa y la libertad
política y la libertad civil se colocan prácticamente en el mismo plano.
Por cierto, Holmes no omite sacar a la luz la polémica contra el
arcaísmo jacobino, elemento bien presente también en el Discours: “el
ideal de la libertad antigua era un pretexto para la opresión” (ibid., 33),
un “anacronismo”, “una justificación retórica y un parcial
encubrimiento de fanatismo político y terror” (ibid., 32). Pero Holmes
subraya con vigor, sobre todo y junto a la polémica anti-jacobina, la
presencia de una crítica contextual a la libertad moderna. De hecho,
Constant advierte los riesgos que se siguen del ejercicio exclusivo de
una de las dos libertades, intuyendo que “ambas cosas, la pérdida y el
revival del espíritu cívico, contienen un potencial para la tiranía” (ibid.,
44). La lectura de Holmes tiene, ciertamente, muchos méritos al
subrayar aspectos totalmente desatendidos por la crítica tradicional, a
menudo concentrada exclusivamente en la oposición al jacobinismo y,
en consecuencia, en la identificación de la libertad moderna con el
privatismo burgués. Con todo, el estudioso estadounidense asigna el
mismo peso y pone en el mismo plano las dos críticas a la posible
degeneración de las dos libertades. Ahora bien, según lo dicho, del

[66]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

análisis de los textos resulta evidente que, mientras la polémica contra


la libertad-participación permea de buen grado el Discours y asume un
tono incluso muy duro, la crítica a los riesgos de un excesivo
privatismo, derivados de la libertad-independencia, es mucho menos
elaborada y resulta tratada de manera menos radical. Además,
insistiendo en la necesidad de combinar las dos libertades, Holmes pasa
por alto el hecho de que gran parte de la conferencia de 1819 tiene el
objetivo de resaltar las diferencias fundamentales que enfrentan a
antiguos y modernos, y, por tanto, de afirmar no solamente la neta
distinción entre libertad-independencia y libertad-participación, sino
también la primacía axiológica de la primera sobre la segunda, en virtud
del hecho de que esta última es simplemente la garantía de la libertad
moderna que, a su vez, es un fin último. De este modo, Holmes intenta
demostrar que el autor que desde siempre ha pasado por ser el defensor
más intransigente del privatismo, “en realidad habría concebido la
libertad como un nexo inextricable entre independencia privada y
participación política” (De Luca, 1997: 166).
No obstante Holmes intente afirmar que en el pensamiento
constantiano las instancias liberales y las instancias democráticas tenían
el mismo peso, sorprendentemente no sobrevalora el pasaje del Discours
en el que Constant define la libertad-participación como un fin en sí, a
fuer de potente medio de perfeccionamiento humano. Al contrario, el
estudioso estadounidense lo considera un mero expediente retórico
para vencer la apatía política de su auditorio. Constant, en efecto, “no
concibió la actividad política primariamente como vehículo para la
auto-expresión, individual o nacional” (ibid., 171-172), confiriendo a la
política un valor instrumental y subordinado a las exigencias
individuales. Si esta última interpretación es correcta, y sí que a mi
juicio lo es, de ella se deduce que la verdadera posición de Constant no
es la que Holmes busca demostrar a lo largo de su libro. Constant, con
toda seguridad, no desestima la instancia de la participación en el poder,
pero la concibe como un medio de control y de limitación del poder, y
le asigna un rol de subordinación y una función instrumental respecto
de la libertad civil. En suma, no se puede incluir a Constant, como
intenta Holmes, entre los pensadores democráticos; todo lo más “se
podrá sostener que el pensamiento de Constant no contiene rasgos

[67]
Giuseppe Sciara

marcadamente anti-democráticos” (De Luca, 1997: 169).


Algunos años después, las tesis sostenidas por Holmes fueron
retomadas y articuladas por Mauro Barberis en su Benjamin Constant.
Rivoluzione, costituzione, progresso. Ahora bien, si para demostrar la
democraticidad del pensamiento constantiano, Holmes se basaba sobre
todo en la idea de que la distinción entre libertad-independencia y
libertad-participación debía ser interpretada en términos de
interdependencia entre los dos elementos, Barberis funda su lectura
sobre el concepto constantiano de perfectibilidad, con la intención de
demostrar que, en el cuadro de un liberalismo radicado en una
concepción progresiva de la historia, cuyo fin es el perfeccionamiento
en dirección a la igualdad, esta última estaría “axiológicamente
subordinada a la misma liberté” (De Luca, 1997: 297).
Según Barberis, de las obras de la época imperial y de la
Restauración, emerge la naturaleza ‘progresista’ e ‘igualitaria’ del
pensamiento constantiano. El estudioso italiano intenta, pues,
demostrar una tesis ambiciosa, a saber, que “es la trama de liberalismo y
progresismo la que da cuenta del perfil del liberalismo constantiano, en
modo alguno ‘negativo’ y ‘privatista’” (Barberis, 1988: 240). Esta
convicción se funda en la idea de que en la reflexión constantiana,
“liberalismo –doctrina de los límites del poder– y progresismo
–doctrina de la igualdad y el progreso– no sólo conviven, sino que se
encuentran inextricablemente conectados” (ibid., 12). No puedo ahora
alargarme sobre la compleja argumentación que Barberis proporciona
para intentar hacer ver tal conexión; aquí me interesa, en cambio,
reconstruir brevemente su lectura de la doctrina sobre la libertad de los
antiguos y la de los modernos.
La formulación contenida en los Principes de politique de 1806 es
interpretada por Barberis a través de dos pasajes principales. En primer
lugar, la crítica a la libertad política se reduce a una mera expresión del
“repudio liberal a los métodos revolucionarios” (ibid., 312), a la vez que,
contextualmente considerado, los pasajes en los que Constant
desarrolla la crítica a un excesivo privatismo, resultan cruciales para
toda la argumentación. Asimismo, la utilización del paradigma ‘libertad
de los antiguos’ por parte de Constant, no sería otra cosa que una

[68]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

“buena variante literaria para entretener a un auditorio liberal-


conservador” (ibid., 313), un modo de enmascarar el verdadero objetivo
del liberal suizo: criticar el régimen de Bonaparte. Barberis, por tanto,
excluye firmemente que en la teoría de Constant exista una polémica
anti-jacobina, desde el momento en que el verdadero blanco es el
régimen napoleónico, concebido como modelo ideal de despotismo
moderno y culpable por haber realizado un vaciamiento de la esfera
pública en favor de la esfera privada. Negando la crítica al jacobinismo
y enfatizando aquella referente al bonapartismo, Barberis intenta
demostrar que la verdadera preocupación constantiana no está ligada
tanto a los riesgos derivados de la libertad política, cuanto a los peligros
vinculados a un excesivo privatismo.
En segundo lugar, Barberis enfatiza aquellos pocos pasajes en los
que Constant sostiene la necesidad de la libertad política, sosteniendo
que, aunque de vez en cuando el acento caiga en la libertad moderna,
eso no da cuenta de una auténtica convicción de Constant, sino “del
intento por mostrar cómo la pérdida de las libertades públicas resuena
en la esfera privada”. En la práctica, dirigiéndose a un auditorio
interesado solamente en la libertad civil, el liberal suizo no puede hacer
abiertamente alarde de las virtudes de la libertad política, sino que debe,
“en todo caso, mostrar que, sin libertad política, no existe tampoco
libertad civil” (ibid., 308). El énfasis puesto en las virtudes de la libertad
moderna y el hecho de otorgarle a la libertad política el rol de garante,
conforme a Barberis, deben ser considerados expedientes retóricos a
los fines de perseguir este otro objetivo: la aserción de la importancia
de la libertad política, que se ubica por encima de la libertad moderna.
Según el estudioso italiano, pese a plantear su entera reflexión en
defensa del individuo, en realidad Constant perseguiría el objetivo
opuesto, es decir, la reducción de la libertad individual como valor
último, en favor de la igualdad, contribuyendo de este modo “a hacer
progresar ese grandioso proceso que conduce a la abolición de la
individualidad” (Barberis, 1988: 305). A resultas de todo ello, es casi
superfluo subrayar que la tesis de Barberis, la cual hace de Constant el
teórico de una igualdad sustancial, no encuentra en modo alguno
refrendo en el análisis atento de los textos.

[69]
Giuseppe Sciara

Con el correr del tiempo, las lecturas de Holmes y de Barberis se


revelan como el fruto de aquella particular coyuntura histórica, política
y cultural que a fines de los años ’80 prefiguraba ya el fin del marxismo
y, en consecuencia, la necesidad de ‘tornar presentable’ el liberalismo a
los ojos de los intelectuales progresistas. No ha faltado quien en el
nuevo siglo haya vuelto a proponer posiciones similares. Me limito aquí
a llamar la atención brevemente sobre el volumen de Emeric Travers,
Benjamin Constant: les principes et l’histoire, en el cual, sobre la base de un
análisis omnicomprensivo del recorrido teórico constantiano de los
años que van del Directorio a la Restauración, el eje de la entera
reflexión del liberal suizo se ubicaría en su filosofía de la historia, la
cual, como ha sido notado, ve en el advenimiento de la igualdad un
inexorable proceso al que es inútil oponerse. Según Travers, tanto las
obras del período del Directorio, cuanto aquellas de la Restauración,
están inspiradas esencialmente en la exigencia por demostrar la
ineluctabilidad del valor de la igualdad. Respecto de la doctrina de las
dos libertades, el autor subraya la fascinación que los antiguos4 ejercen
sobre Constant y pone el acento en aquel único pasaje de los escritos
constantianos, en las últimas páginas del Discours de 1819, en el que se
hace alusión a la libertad-participación como poderoso medio de
perfeccionamiento humano, llegando a sostener que “«el triunfo de la
individualidad» no es reductible a la sola garantía de los derechos del
individuo” (Travers, 2005: 636). Según Travers, la libertad política para
Constant “no puede reducirse al solo control de los gobernantes” (ibid.,
633), es decir, no tiene solamente un valor de garantía de la libertad
individual, sino que constituye la otra cara de la libertad moderna. El
pensador suizo, aun refutando “la primacía y competencia omnímoda
de la política”, se convierte, pues, “al mismo tiempo en el adversario de
un Estado hipertrofiado y en el defensor de las virtudes específicas de
la participación política” (ibid., 640).

4 Travers sostiene incluso que Constant “elogia la participación política antigua”, no


para demostrar la profunda diversidad entre libertad antigua y moderna, sino “para
mostrarnos la riqueza que una preocupación tal es capaz de aportarnos” (Travers, 2005:
636).

[70]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

Una vez más es útil precisar que, así como no es posible sostener
que en la reflexión constantiana haya un desinterés total por la política,
del mismo modo es difícil considerar a Constant como un defensor de
las prerrogativas de la libertad participativa, intentando equiparar, como
hace Travers, las instancias políticas a las instancias individuales, para
llegar a afirmar que Constant se plantea el problema de “cómo incitar a
los individuos a participar de manera más activa en la vida de su
nación” (ibid., 638).

Conclusión

Según ha podido observarse, la crítica tradicional ha ofrecido


durante mucho tiempo una lectura de la doctrina de las dos libertades
basada esencialmente en la polémica anti-jacobina y en el momento de
la distinción entre las dos libertades. Desde esta óptica, es justo
subrayar una vez más los méritos de las interpretaciones democrático-
liberales, en particular la de Holmes, capaz de mostrar la relación de
mutua interdependencia entre las dos libertades. Pero la invitación de
Constant a combinar las dos libertades no significa que él ponga en el
mismo plano la instancia liberal de la independencia respecto del poder
y la instancia democrática de la participación. Constant, ciertamente, no
se opone a la libertad-participación y, de este modo, no subestima su
importancia, pero, además de concebirla de manera indirecta, le
confiere un rol subordinado e instrumental respecto de la libertad
individual.
Es evidente de qué manera las diversas interpretaciones sobre la
teoría de la libertad de los antiguos y de los modernos y las diversas
posiciones acerca del grado de «democraticidad» en la reflexión de
Constant, no constituyen meras diatribas entre académicos, sino que
más bien invisten el fundamental y hoy en día secular debate sobre la
posibilidad o no de conciliar liberalismo y democracia. Pero, para
determinar el grado de «democraticidad» de la reflexión constantiana, es
necesario ofrecer una definición preliminar de qué se entiende por
democracia. De hecho, toda interpretación del pensamiento de
Constant presupone la adopción de una cierta definición de ese

[71]
Giuseppe Sciara

concepto político: solamente admitiendo que él se refiere a la


democracia sustancial, a la democracia liberal o a un conjunto de
principios definibles como «autogobierno», se puede llegar a formular
un juicio de valor sobre la teoría política constantiana. La interpretación
ultraliberal de Berlin y aquella otra de matriz marxista de Cerroni
postulan una concepción de democracia exclusivamente social, a saber,
basada en el ideal de igualdad sustancial, juzgando que esta es la única
democracia posible. Por su parte, aquellos que, como Holmes y
Barberis, han rebatido esta interpretación, a su vez han sobrestimado la
instancia democrática y vaciado de significado la afirmación teórica más
propiamente liberal. Ahora bien, sostener que la filosofía de Constant
es un liberalismo plenamente democrático significa asumir que el
concepto de democracia sea indistinguible, en el plano de los
principios, del concepto de liberalismo. Pero para afirmar eso, es
necesario presuponer que el único sistema que amerita la definición de
democracia sea la ‘democracia liberal’ (cfr. De Luca, 1997: 170). Esta
acepción de ‘democracia’ remite a un conjunto bien preciso de
instancias, tales como la importancia de la libertad civil, el sistema
representativo y la superioridad axiológica de los derechos individuales
sobre la libertad política, ligadas e integradas en una única instancia
democrática, la del sufragio universal (cfr. Bobbio, 2006: 59-60). Sin
embargo, no debe olvidarse que este es tan sólo uno de los modos de
entender la democracia, y quizá no el más relevante, al menos a fines
del s. XX. Esto es algo a tomar en consideración siempre, para no
perder “toda la especificidad conceptual e histórica del pensamiento
democrático” y del pensamiento liberal; para no perder de vista “las
razones de un siglo de contrastes políticos” entre liberalismo y
democracia, y “la compleja identidad ético-política de estas dos grandes
corrientes de pensamiento” (De Luca, 2003: 13). En efecto, no debe
olvidarse lo que Constant, por primera vez, ha puesto claramente en
evidencia, a saber, que liberalismo y democracia responden a dos
exigencias profundamente diversas, el uno la de limitar el poder, la otra
la de distribuirlo de forma equitativa.
En definitiva, la posición más adecuada es sostener, ante todo, que
la inspiración de fondo del pensamiento de Constant coloca la libertad
individual como ideal ético-político, y, por tanto, filosóficamente

[72]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

ordenado por encima de la libertad como participación política. Desde


esta óptica, como mucho se puede llegar a sostener que el pensamiento
de Constant no contiene rasgos marcadamente anti-democráticos, o
que, en última instancia, Constant puede ser considerado un “liberal-
demócrata” (Kelly, 1992: 84). Pero con ello sólo se asumiría una
definición de democracia entendida genéricamente como autogobierno,
esto es, aquella que se refiere a una concepción ascendente del poder, a
un poder político que emana de la sociedad. Ahora bien, esta acepción
de democracia excluye, ya el significado jurídico de democracia como
sufragio universal, ya el significado ético de igualdad sustancial.

(Traducción de Santiago Argüello)

Bibliografia

BARBERIS, Mauro (1989). “Il liberalismo rivoluzionario e la scoperta della


democrazia. Motivi tocquevilliani prima di Tocqueville”, en id., Sette studi
sul liberalismo rivoluzionario. Torino: Giappichelli.
___ (1988). Benjamin Constant. Rivoluzione, costituzione, progresso. Bologna: Il
Mulino.
BEHLER, Ernst (1988). “La doctrine de Coppet d’une perfectibilité infinie et la
Révolution française”, en E. Hofmann y A.-L. Delacrétaz (eds.), Le groupe
de Coppet et la Révolution française. Lausanne: Institut Benjamin Constant –
Paris: Jean Touzot, pp. 255-274.
BERLIN, Isaiah (1988). “Dos Conceptos de Libertad” (trad. J. Bayón), en id.,
Cuatro Ensayos sobre la Libertad, pp. 187-243. Madrid: Alianza Editorial.
[“Two Concepts of Liberty”, 1958].
BOBBIO, Norberto (2006). Liberalismo e democrazia. Milano: Simonelli.
___ (1999). Teoria generale della politica (a cura di M. Bovero). Torino: Einaudi.
CERRONI, Umberto (1970). “Introduzione” a B. Constant, Principi di politica,
pp. 7-44. Roma: Editori Riuniti.
CONSTANT, Benjamin (2010). Principios de política aplicables a todos los gobiernos (ed.
y notas É. Hofmann; trad. V. Goldstein). Buenos Aires: Katz. [Principes de
politique applicables à tous les gouvernements, 1802-06: publicado como el 2º vol.

[73]
Giuseppe Sciara

del libro de Hofmann, Les ‘Principes de politique’ de Benjamin Constant. La


Genèse d’une oeuvre et l’évolution de la pensé de leur auteur (1789-1806). Geneva:
Droz, 1980].
___ (1989). “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos
(Conferencia pronunciada en el Ateneo de París. Febrero de 1819)”, en id.,
Escritos políticos (ed. M.L. Sánchez Mejía), pp. 257-285. Madrid: Centro de
Estudios Constitucionales. [“De la liberté des Anciens comparée à celle des
Modernes”, 1819].
CROCE, Benedetto (1931). “Constant e Jellinek: intorno alla differenza tra la
libertà degli antichi e quella dei moderni”, en id., Etica e politica, pp. 294-
301. Bari: Laterza.
CROWDER, George (2007). Isaiah Berlin (trad. di R. Laudani). Bologna: Il
Mulino, Bologna.
DE LUCA, Stefano (2009). “Benjamin Constant and the Terror”, en H.
Rosenblatt (ed.), The Cambridge Companion to Constant, 92-114. Cambridge:
Cambridge University Press.
___ (2003). Alle origini del liberalismo contemporaneo. Il pensiero di Benjamin Constant
tra il Termidoro e l’Impero. Lungro di Cosenza: Marco Editore.
___ (1997). “La riscoperta di Benjamin Constant (1980-1993): tra liberalismo e
democrazia”, La Cultura, vol. XXXV, nn. 1-2, pp. 145-174 y 295-324.
DE MATTEI, Rodolfo (1948). “La libertà presso i Greci e presso i moderni”,
Giornale critico della filosofia italiana, vol. XXVII, pp. 155-166.
FINLEY, Moses I. (1997). La democrazia degli antichi e dei moderni. Roma-Bari:
Laterza.
FONTANA, Biancamaria (1985), “The shaping of modern liberty: commerce
and civilisation in the writings of Benjamin Constant”, Annales Benjamin
Constant, vol. 5, pp. 3-15.
FURET, François (1978). Penser la révolution française. Paris: Gallimard.
GUERCI, Luciano (1979). Libertà degli antichi e libertà dei moderni. Sparta, Atene e i
‘philosophes’ nella Francia del Settecento. Napoli: Guida.
HOFMANN, Etienne (2009). “The Theory of the Perfectibility of the Human
Race”, en H. Rosenblatt (ed.), The Cambridge Companion to Constant, 248-271.
Cambridge: Cambridge University Press.
___ (1980). Les «Principes de politique» de Benjamin Constant. Genève: Droz.

[74]
Libertad de los antiguos y de los modernos en Benjamin Constant

HOLMES, Stephen (1984). Benjamin Constant and the Making of Modern Liberalism.
New Haven & London: Yale University Press.
JAUME, Lucien (1997). L’individu effacé, ou le paradoxe du libéralisme français. Paris:
Fayard.
KELLY, George Armstrong (1992), The Humane Comedy: Constant, Tocqueville and
French Liberalism. Cambridge: Cambridge University Press.
PAOLETTI, Giovanni (2017). Pensare la Rivoluzione: Benjamin Constant e il Gruppo
di Coppet. Pisa: Edizioni ETS.
___ (2001). “Introduzione” a B. Constant, La libertà degli antichi paragonata a
quella dei moderni, pp. V-XLIX. Torino: Einaudi.
PORTINARO, Pier Paolo (2001). “Profilo del liberalismo”, en B. Constant, La
libertà degli antichi paragonata a quella dei moderni, pp. 39-158. Torino: Einaudi.
ROSENBLATT, Helena (2008). Liberal Values. Benjamin Constant and the Politics of
Religion. Cambridge: Cambridge University Press.
SARTORI, Giovanni (1957). Democrazia e definizioni. Bologna: Il Mulino.
TRAVERS, Emeric (2005). Benjamin Constant: les principes et l’histoire. Paris:
Champion.
ZANFARINO, Antonio (1961). La libertà dei moderni nel costituzionalismo di Benjamin
Constant. Milano: Giuffré.

[75]
[76]
CAPÍTULO 2

Libertad de los antiguos,


¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?
Interpretación de Juan Bautista Alberdi (1810-1884) sobre las
instituciones de la Antigüedad clásica y su influencia en
las repúblicas de Sudamérica

Yanela Cavallo

Introducción

A partir del proceso de ruptura con el antiguo orden colonial, el


contexto intelectual en la Argentina del siglo XIX estuvo signado por el
recambio de metrópolis cultural: ante la retirada de España de sus
dominios coloniales americanos, Francia toma la posición
preponderante en la emergencia de nuevas líneas de pensamiento. Es
así como Alberdi y su generación –la llamada Generación del ’37–
reconocieron “la necesidad de pensar, estudiar, analizar, la particular
realidad social argentina” a partir de ese cambio (Terán, 2010: 61).
Tanto en Europa como en América, en las primeras décadas del
siglo XIX, el liberalismo que emerge es concebido en tanto
“desprendimiento de una tradición republicana que buscó adaptar el
ideal clásico del auto-gobierno ciudadano a la necesidad de llenar el
vacío de poder que dejó el colapso del orden monárquico tradicional”
(Negretto, 2001: 212). Así, el principio de soberanía popular e intento
de impedir la arbitrariedad de los gobernantes por medio de una
constitución que defina los límites legales de la acción del Estado y
determine derechos fundamentales de los ciudadanos, fueron parte de
lo que la lógica republicana moderna demandaba. El problema, sin
embargo, es que “ninguno de estos objetivos podía realizarse
plenamente sin antes crear un poder estatal efectivo que sirviera de
sustituto al poder del que gozó el monarca bajo el viejo orden” (ibid.,
212-213). Para el caso del republicanismo latinoamericano, en términos
generales, la división de sus diferencias se trazó “en torno al grado de

[77]
Yanela Cavallo

continuidad o ruptura que debía existir entre las nuevas repúblicas y


ciertos elementos constitutivos de la sociedad tradicional” (ibid., 217).
Así, en relación a dicho campo problemático, Benjamin Constant
aparece como figura sobresaliente de consulta en la circulación de
nuevos saberes.
En su célebre conferencia de 1819, “De la libertad de los antiguos
comparada con la de los modernos”, pronunciada en el Ateneo de
París, Constant había desarrollado las diferencias entre la vida de los
pueblos antiguos y la de modernos. Al respecto, él procura establecer
algunos principios que revisten cierto carácter de ‘tesis sociológicas’.
Así, sostiene:

En primer lugar, a medida que aumenta la extensión de un país,


disminuye la importancia política que le corresponde a cada individuo.
(…) [A diferencia de los republicanos de Esparta o Roma, la influencia
personal de un simple ciudadano inglés o norteamericano] es un
elemento imperceptible de la voluntad social que imprime su dirección
al gobierno.
En segundo lugar, la abolición de la esclavitud, ha privado a la
población libre del ocio que disfrutaba cuando los esclavos se
encargaban de la mayor parte del trabajo. Si no hubiera sido por la
población esclava de Atenas, los veinte mil ciudadanos atenienses no
hubieran podido deliberar en la plaza pública.
En tercer lugar, el comercio, al contrario que la guerra, no implica
períodos de inactividad en la vida del hombre. El ejercicio continuo de
los derechos políticos, la discusión diaria de los asuntos de Estado (...)
[propia de] la vida de los pueblos libres de la Antigüedad (...) no
ofrecería más que incomodidades y fatigas a las naciones modernas,
donde cada individuo ocupado de sus negocios, de sus empresas, de
los placeres que obtiene o que espera obtener, no quiere ser distraído
de todo esto más que momentáneamente y lo menos posible
(Constant, 1989: 265-266).

Considerando dichos resultados, Constant por último advierte sobre


un peligro latente y de distinto orden entre las dos clases de libertad. En
el caso de los antiguos, el peligro consistía en que los hombres, atentos
a asegurarse únicamente la participación activa y continua en el poder

[78]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

colectivo, despreciaran los derechos y placeres individuales. Mientras


que en los modernos, el peligro consiste en que, absorbidos por el
disfrute de la independencia privada y la búsqueda de intereses
particulares, se renuncie con demasiada facilidad al derecho de
participación en el poder político. Por ello finaliza diciendo que, lejos
de renunciar a ninguna de las dos clases de libertad, el desafío
permanente no sería otro que “aprender a combinar la una con la otra”
(ibid., 285).

La problemática de la libertad

En lo que respecta a Alberdi, él dedicó también parte de su


trayectoria intelectual a la realización de un trabajo de interpretación de
ese tipo de ideas surgidas en la Europa posrevolucionaria, en una serie
de escritos que tuvieron como objeto la «problemática de la libertad».
En tanto pensador constitucionalista del siglo XIX, “estuvo
necesariamente confrontado a la cuestión de los modelos extranjeros”,
al disponer tanto de los modelos contemporáneos, como el
norteamericano, o los europeos de finales del siglo XVIII y principios
del siglo XIX, como de los modelos antiguos, de Grecia y Roma (cfr.
Blanquer, 2012: 32). Por consiguiente, ante el propósito de abordar la
forma en que plantea el asunto de la libertad, se tomará como
referencia central el Discurso pronunciado en 1880, “La omnipotencia
del Estado es la negación de la libertad individual”. Allí, Alberdi (1887e:
162, 167) sostiene como premisa que “la República, como el Virreinato
colonial, siguió entendiendo el poder de la Patria sobre sus miembros,
como lo entendieron las antiguas sociedades de Grecia y de Roma”; y
en una sociedad establecida sobre los principios de “la fuerza, la
omnipotencia y absoluto imperio de la Patria” sobre sus miembros,
concibió que “la libertad individual no [podría] existir”.
En base a este Discurso, el presente argumento se elaborará
tomando como orientación dos ejes: 1) indagar el trasfondo teórico que
lo insta a pronunciarse sobre la libertad tal como lo hace; y 2) examinar
cuál era el conflicto observado por Alberdi en la realidad social
argentina que justifica dicho planteo.

[79]
Yanela Cavallo

Para comenzar, respecto al marco de referencia teórico, en el


Discurso de 1880 es posible identificar una serie de nociones ligadas a
dos perspectivas de análisis: una de «orientación francesa», que retoma
el estudio sobre las instituciones sociales de la antigüedad y modernidad
y tiene como exponentes no sólo a Benjamin Constant, sino también a
Fustel de Coulanges y Alexis de Tocqueville, y otra de «orientación
inglesa», que incorpora los aportes de Adam Smith y Herbert Spencer,
para comprender el papel de las libertades individuales en el progreso
material de las naciones. Basado en ambas orientaciones, Alberdi
(1887e: 162) plantea que las leyes ulteriores a la Revolución de Mayo no
habían “reconstruido de hecho” hasta ese momento la legislación
colonial recibida y, en consecuencia, el gobierno había continuado con
la “contextura” adquirida producto de aquella legislación. Así, para
demostrar y comprender el porqué de tal ‘reproducción’, profundiza el
estudio sobre la “constitución social y política” no sólo de la Argentina
en particular sino también de la “América antes española”.
El título mismo de su Discurso, donde califica “la omnipotencia del
Estado” como negadora de “la libertad individual”, engloba una crítica
respecto de determinada forma de ejercer el poder y una conducta de
gobierno, que estaría vinculada a la constitución del país. Por
‘constitución’, aquí Alberdi (ibid., 157-158, 162-163) entiende, no la ley
escrita, sino “la complexión o construcción real de la máquina del
Estado”. La misma, al ser un hecho de la historia del país tenía como
antecedente un “origen mediato” y un “origen inmediato y moderno de
carácter español”. El primero, se refiere a la remota fuente greco-
romana, y el segundo, a la estructura dada por España a sus Estados
coloniales. Tales precedentes históricos tuvieron como resultado una
configuración de la Patria en términos “territoriales”, la cual “absorbió
siempre al individuo”. En pocas palabras, lo que hizo Alberdi fue
centrar su análisis sobre la influencia de la Antigüedad respecto de la
“noción greco-romana de patriotismo y de la Patria” en la formación de
los Estados modernos.

[80]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

Tiempos antiguos, tiempos modernos

En la interpretación de la Antigüedad en materia de instituciones


sociales, Alberdi (1887e: 167-168) opta por pensadores de “un país
latino” como Francia, al ser “más comprensible para la América del
mismo origen”. A partir de Alexis de Tocqueville, con su estudio La
democracia en América (1835, vol. 1 y 1840, vol. 2), de Fustel de Coulanges
y su análisis vertido en La ciudad antigua (1864) y de Benjamin Constant,
Alberdi arriba a una determinada percepción de los modelos antiguos
en comparación con los modernos. En concreto, en su Discurso cita
parte del capítulo XVIII del libro de Fustel, y afirma que “los antiguos
no conocían, pues, ni la libertad de la vida privada, ni la libertad de
educación, ni la libertad religiosa. La persona humana era contada por
muy poca cosa delante de esa autoridad santa y casi divina que se
llamaba la Patria o el Estado” (Alberdi, 1887e: 167). En consecuencia,
“no había nada en el hombre que fuese independiente”. Aquella
particular configuración se convirtió entonces en objeto de análisis por
parte de Alberdi, a fin de “no imitar con exaltación” aquellos “modelos
muertos”, donde se debía “ceder ante el interés de la patria” y el
hombre no disfrutaba de la libertad, al “no existir derecho alguno en
oposición a la ciudad y sus dioses” (ibid.).
La ‘Patria’, tal como la entendían los griegos y los romanos, era
“esencial y radicalmente opuesta” a lo que por tal se entiende en
“tiempos y sociedades modernos” (ibid., 157). La raíz de tal diferencia
radicaba, según el jurista tucumano, en el tipo de relación existente
entre la ‘libertad del individuo’ y la ‘libertad de la patria’. Una relación
en la cual la libertad humana puede ser no solamente incompatible con
la libertad de la Patria, sino incluso “desconocida y devorada por la
otra”. Son dos libertades diferentes, que a menudo “están reñidas y en
divorcio”, ya que la libertad de la Patria “es la independencia respecto
de todo país extranjero”, mientras que “la libertad del hombre, es la
independencia del individuo respecto del gobierno de su país propio”
(ibid., 175). Esta libertad forma parte de un nuevo registro proveniente
de la “gran revolución” que significó el cristianismo, el cual generó
cambios “en las nociones del hombre, de Dios, de la familia, de la
sociedad toda entera”, transformando así las bases del sistema social

[81]
Yanela Cavallo

greco-romano. Así, para Alberdi, el carácter distintivo de las


“sociedades libres y modernas”, se concibe en relación con el espíritu y
la influencia del cristianismo (ibid.).
Por consiguiente, respecto de los países cuya sociedad siguió
rigiéndose al modo patriótico antiguo, Alberdi considera que “la
soberanía del pueblo tomó el lugar de la soberanía de los monarcas,
aunque teóricamente”. En efecto, el patriotismo entre los antiguos
constituía un “sentimiento enérgico”, donde “Estado, Patria, Ciudad”
representaban todo un conjunto de divinidades locales, a las que se le
rendía culto a diario:

La Patria fue todo y el único poder de derecho, pero conservando la


índole originaria de su poder absoluto y omnímodo sobre la persona de
cada uno de sus miembros; la omnipotencia de la Patria misma siguió
siendo la negación de la libertad del individuo en la república, como lo
había sido en la monarquía: y la sociedad cristiana y moderna, en que el
hombre y sus derechos son teóricamente lo principal, siguió en realidad
gobernándose por las reglas de las sociedades antiguas y paganas, en
que la Patria era la negación más absoluta de la libertad. Divorciado con
la libertad, el patriotismo se unió con la gloria, entendida como los
griegos y los romanos la entendieron (ibid. 158).

De modo que, si bien Alberdi reconoce, por un lado, que las


revoluciones ulteriores cambiaron aquella forma de gobierno, por el
otro, no dejó de observar que “la naturaleza del Estado” quedó casi la
misma:

El gobierno se llamó sucesivamente monarquía, aristocracia, democracia;


pero ninguna de esas revoluciones dio a los hombres la verdadera
libertad, que es la libertad individual. Tener derechos políticos, votar,
nombrar o elegir magistrados, poder ser uno de ellos, es todo lo que se
llamaba libertad; pero el hombre no continuaba menos avasallado al
Estado, que antes lo estuvo (ibid., 167-168).

Para Alberdi, ‘libertad individual’ significa “ausencia de todo poder


omnipotente y omnímodo en el Estado y en el gobierno del Estado”
(ibid., 175). Por tal motivo, criticó la conservación de aquella índole

[82]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

originaria de poder absoluto y omnímodo en la “majestad de los


gobernantes” y “autoridad de la Patria” por sobre el “interés de los
Estados” (ibid., 164). Producto de esta observación, buscó indagar
entonces en sociedades distintas de aquella condición, a saber, en las
sociedades de tipo y origen sajón, caracterizadas por un tipo de libertad
“radicalmente diferente” de la libertad greco-latina. En esas sociedades,
“la libertad de la patria tuvo por límite la libertad sagrada del individuo.
Los derechos del hombre equilibraron allí en su valor a los derechos de la
Patria, y si el Estado fue libre del extranjero, los individuos no lo fueron
menos respecto del Estado” (ibid., 159). Todo esto fue producto de que
el gobierno “no tuvo por modelo al de las sociedades griega y romana”
(ibid., 160). De ahí que “la palabra libertad latina, en el idioma de la
libertad moderna”, expresara un “contrasentido”. Pues “la libertad
moderna es anti-romana, anti-latina por esencia” (Alberdi, 1887c: 362-
363).
Al comparar los tipos de libertad, Alberdi (1887e: 165) infiere que el
‘patriotismo’ tenía en las sociedades latinas “el lugar que tiene el
liberalismo en las sociedades actuales de tipo y de origen sajón”. Y
enfatiza el proceso histórico de reemplazo de un “patrio-sistema” a un
“patriotismo nacional”, que condujo a la concepción de una autoridad
nacional y donde el ‘individualismo’ comenzó a marcar el progreso de la
sociedad. Aquí Alberdi toma como referencia el protagonismo dado a
las libertades individuales. En su defensa de la “iniciativa privada”, sigue
al Herbert Spencer de los Ensayos: morales, políticos y estéticos (Essays:
Moral, Political and Aesthetic, 1864) y al Adam Smith de La riqueza de las
naciones, quien plantea que “el poder de los individuos” en la grandeza
de su país es producto de su “egoísmo” (ibid., 160). Por esto, la riqueza
de los Estados se encontraría en relación directa con la labor de sus
individuos, ya que “el individuo no dejará de trabajar en hacer su propia
dicha individual, es decir, la de su familia, la de su hogar, la de su
opulencia propia y privada”. Esto mismo, según Alberdi (1887c: 377-
379), explicaría “la opulencia que distingue a los pueblos del Norte”,
para quienes “la libertad es una carga, no un placer”:

El que renuncia a ejercer su libertad, no renuncia a un placer; renuncia a


su propiedad privada, a su honor, a su hogar, a todo lo más caro que el

[83]
Yanela Cavallo

hombre posee en la tierra, pues la libertad, la intervención del


ciudadano en la gestión de la política o del poder colectivo del país, no
tiene más objeto en último resultado, que asegurar y garantir aquellos
beneficios (Alberdi, 1887c: 379).

La importancia de la libertad individual deriva “de su acción en el


progreso de las naciones”. Una libertad “múltiple o multiforme”, que se
descompone y ejerce bajo diversas formas:

— Libertad de querer, optar y elegir.


— Libertad de pensar, de hablar, escribir: opinar y publicar.
— Libertad de obrar y proceder.
— Libertad de trabajar, de adquirir y disponer de lo suyo.
— Libertad de estar o de irse, de salir y entrar en su país, de
locomoción y de circulación.
— Libertad de conciencia y de culto.
— Libertad de emigrar y de no moverse de su país.
— Libertad de testar, de contratar, de enajenar, de producir y adquirir.
(Alberdi, 1887e: 181-182).

En concreto, la libertad para Alberdi es un “hecho práctico,


prosaico”. Una manera de comprender y usar la libertad ligada al “self-
government [gobierno de sí mismo o autogobierno] de los ingleses y de
sus descendientes los americanos del Norte”. El “sentido práctico” de
la civilización política, es decir de la libertad, según el jurista tucumano,
es la ‘seguridad’. Así, “ser libre, es estar seguro de no ser atacado en su
persona, en su vida, en sus bienes, por tener opiniones desagradables al
Gobierno” (Alberdi, 1887b: 166). Una libertad que contempla su
ejercicio de dos modos: “una para formar el fondo común de libertades
unidas, que se llama autoridad o gobierno; otra que cada hombre se reserva
para garantía de la que delega, y se llama libertad individual” (Alberdi,
1887c: 363). Al respecto, se lee:

El ejercicio de la libertad o poder, que el país se reserva para garantirse


del poder que delega, es todo labor y ocupación continua, de carácter
enojoso. Ser libre, es vivir ocupado día y noche de los intereses
comunes y generales, en que están vinculados los privados. Es
laborioso tanto el gobierno de sí mismo en lo privado como el de los

[84]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

intereses de carácter general y público. Para conservar entero este


poder, que el país se reserva en garantía del que delega, debe ejercerlo
incesante y continuamente. Lo mismo es dejar de ejercerlo por un día,
que empezar a perderlo hasta no ejercerlo absolutamente (ibid., 377).

Las libertades entonces “viven en las costumbres y no en la mera


copia de leyes”. Costumbres que se forman a partir de la “educación
pública” y la “educación prosaica del trabajo”. De ahí que Alberdi
considere como “obstáculo” para la libertad la “ignorancia del gobierno
de sí mismo en el pueblo que obedece, y la ignorancia del trabajo
industrial en el pueblo que gobierna”. Aprender y adquirir la educación
política del gobierno de sí mismo, se convierte así en un elemento clave,
dado que “quien quiere ser libre, no debe esperar jamás que el
depositario de su gobierno sea el que le enseñe a no necesitar de él”.
Educar al pueblo en la libertad es equivalente a devolverle su poder;
caso contrario,

la ignorancia del pueblo, en el gobierno de sí mismo es una mina de


poder para los gobernantes sin probidad, que son los negreros de sus
compatriotas, al favor de esa ignorancia. Cuando el gobierno es débil,
inconsistente, nominal, la libertad es impotente, ineficaz, pura
fantasmagoría. (...). Los países realmente libres ven en su gobierno la
personificación de su libertad, y lo aman como a su libertad, porque, en
realidad, es su libertad misma, vista bajo su verdadero aspecto (ibid.,
342).

En resumen, la libertad moderna para Alberdi (1887c: 341) “es mil


veces mejor entendida y practicada que lo fue la libertad antigua de los
griegos y romanos”. Razón por la cual, “el egoísmo está llamado a
preceder al patriotismo en la jerarquía de los obreros y servidores del
progreso nacional” (Alberdi, 1887e: 172, 176; 1887c: 361). Se trata de
un egoísmo individual, “cristianamente entendido”. Este
posicionamiento teórico y político lo llevó a abordar la situación de
América del Sur como ligada a un dilema de hierro: “o latina
exclusivamente y entonces esclava; o libre y entonces sajona, por la
educación y el temperamento cuando menos” (1887c: 361).

[85]
Yanela Cavallo

Problemática del gobierno libre y de la libertad en Sudamérica

Luego de haber desarrollado en forma breve las referencias teóricas


que Alberdi toma en el abordaje de la «problemática de la libertad»,
indagaré entonces sobre el segundo eje planteado en la introducción.
En tal sentido, cabe retomar un argumento que pertenece al Fragmento
preliminar al Estudio del Derecho, de 1837, donde Alberdi (1886b: 179)
sostiene que el aspecto moral de la sociedad humana en el siglo XIX
revelaba por fórmula gubernamental y política la “democracia
republicana”, y “el pueblo, la igualdad y la libertad” serían concebidos
como “formulados por el género humano entero, y no ya en las
proporciones estrechas de las antiguas repúblicas de Grecia y Roma”.
Sin embargo, en las Repúblicas de origen hispano él observa un
problema político y social que, según su percepción, dificultaba el
desarrollo de aquella fórmula política. Así, en el capítulo XII de Bases y
puntos de partida para la Organización política de la República Argentina, de
1852, desarrolla lo que supo considerar como la “falsa posición de las
Repúblicas hispano-americanas”. Dicha “falsa posición” tenía que ver
con haber sido dada la ‘república’ por “ley de gobierno”, pero la misma
no ser una “verdad práctica” (Alberdi, 1886d: 413, 414). Ante dicha
situación, él plantea como salida “la república posible antes de la
república verdadera”, e introduce como aspecto clave el ejercicio del
gobierno representativo.
Poder hacer efectiva la “participación del pueblo en la formación y
dirección del gobierno del país” (ibid., 514) era, a su juicio, una distante
realidad: “después de tan larga esclavitud es difícil saber ser libre”
(Alberdi, 1886c: 355-356). Sumado a esto, señala que a las Repúblicas
de América, en contraste con la forma monárquica de gobierno, les
falta “esa lógica, que hace ser eterno y secular al gobierno y que le
permite dar a sus creaciones vida secular y perdurable” (Alberdi, 1886h:
210). Ello no daría cuenta de una situación de “inferioridad”, sino más
bien la descripción de una particularidad:

Confundiendo el Gobierno con la Nación, cada vez que un Gobierno


se disuelve se da la nación como disuelta. Nuevo gobierno es
equivalente a nación nueva. (...). El Gobierno de ayer y el Gobierno de

[86]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

hoy se tratan entre sí de potencia a potencia. (...). A veces el cambio


tarda en completarse, y los dos Gobiernos viejo y nuevo viven a la vez.
(...) He ahí lo que pierde a la República: no son los reyes; son los malos
republicanos, autores de esas farsas indignas que entregan a la
vergüenza pública de las naciones la más generosa y bella de las formas
de gobierno (ibid., 211).

Alberdi (1886b: 196) plantea así el asunto del ‘gobierno’ en términos


de un gran “nudo social” a resolver. Al ser el gobierno el “representante
de la sociedad” y la “más alta expresión de un pueblo”, en su virtud
representativa está “su perfección”. Alcanzar “la identidad del gobierno
y del pueblo” no es otra cosa que el objeto mismo de la política. En ese
sentido, señala que poder consolidar un régimen representativo
significaría “el progreso de la libertad pública, porque ser libre, como lo
han dicho Constant y Guizot, es tener parte en el gobierno” (ibid., 194).
¿Qué pasaba sin embargo en la región? Según Alberdi (1886d: 489), el
momento revolucionario había arrebatado la soberanía de los reyes para
darla a los pueblos, pero en los hechos, no se pudo conseguir después
que dichos pueblos “la deleguen en gobiernos patrios tan respetados
como los gobiernos regios, viéndose colocada entre la anarquía y la
omnipotencia de la espada por muchos años”. Por esta razón, los
gobiernos republicanos debían tener por misión el reemplazo de un
Estado que “los fundó, organizó y condujo por siglos como colonias
pertenecientes a un Gobierno absoluto y omnímodo” (ibid.). En efecto,
si bien una República puede darse el nombre de “libre y representativa”
por su “Constitución escrita”, su “constitución histórica y real” la haría “ser
siempre una colonia o patrimonio del Gobierno republicano, sucesor
de su Gobierno realista y pasado”, al existir “viva y palpitante de
hecho” la máquina que hace omnipotente el poder del Estado (Alberdi,
1887e: 164).

[87]
Yanela Cavallo

La constitución “histórica y real” argentina en debate

“La libertad de su país ha ocupado la ausencia del autor”, aclaraba


Alberdi (1887b: 141) en Palabras de un ausente, con el propósito de
explicar los motivos de su trabajo fuera del país. Sin dudas, la
Independencia argentina implicó para él la ocasión de comenzar un
trabajo de reflexión, no libre de tensiones. Así como, por un lado,
alegaba sobre la posibilidad de la “incomparable ventura de podernos
gobernar como nos diere gana” (Alberdi, 1886a: 97), por otro,
reconocía también el desafío que representaría la tarea acerca de cómo
ejercer las piezas de la “máquina de la representación”: la elección, la
división del poder, y la publicidad (Alberdi, 1886b: 194). Esta doble
consideración se torna un conflicto a resolver por el autor. En efecto,
“en tanto descendiente de la generación revolucionaria”, Alberdi no
sólo buscó sostener los ideales de mayo, sino también un
“reconocimiento del legado histórico recibido” (Zimmermann, 2012:
244).
Así, luego de varios años de disputas sobre la organización del país y
diversos ensayos constitucionales, en la segunda mitad y hacia finales
del siglo XIX, el tucumano reafirmó el problema del “establecimiento
de un gobierno libre y de la libertad en Sudamérica”, o lo que supo
llamar también el problema de constituir “un gobierno interior del país
por el país” (Alberdi, 1887c: 342-344). Al respecto, constituir la libertad
no era algo inmediato. En cualquier caso, libertad y gobierno
precisaban resolverse en “hechos prácticos”.
Para 1860, la Argentina era una “federación de dos países”. Buenos
Aires de un lado, y las Provincias de otro. Por esta razón, Alberdi
(1886i: 327) sentenciaba: “todo el que no tome por punto de partida
esta división de la República en dos países, no comprenderá ninguna
cuestión que se relacione con la política interna o externa de los
argentinos. No son dos partidos [unitarios y federales] simplemente los
que la dividen; son dos países”. En concreto, el objeto de disputa no
era otro que el “poder real”, esto es, el tesoro nacional de la Nación.
Así,

[88]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

la Constitución actual crea, en efecto, dos gobiernos nacionales para la


República Argentina. Por la razón de que los dos son nacionales es que
son rivales, antagonistas y sobre todo, incompatibles. El uno (Gobierno
Nacional de nombre), es el gobierno que debió su creación a la
Constitución de 1853; el otro, (Gobierno Nacional de hecho) fue la
obra de la Constitución reformada en 1860, la cual puso en manos del
Gobierno provincial de Buenos Aires, todos los medios y recursos del
poder nacional (Alberdi, 1887f: 225).

Al estar en una sola provincia la totalidad de la renta de toda una


nación, se generaba “el vasallaje servil de un país a otro, la iniquidad, la
provocación, la guerra” (Alberdi, 1886j: 406). Era como si Buenos Aires
no quisiera ser de los argentinos, y eso, enfatizaba el tucumano, “no es
unidad sino unicidio, es decir la muerte de la unidad y de la unión”. Así,
Alberdi (1886k: 474) critica “el patriotismo local de Buenos Aires”, por
haber estado “más preocupado en confiscar a la Nación su capital y su
renta por medio de su descentralización política, que de los peligros que
corría toda la nación por su falta de unidad”. Buenos Aires presentaba
el carácter de “Provincia-Metrópoli”, un rasgo heredado del Virreinato y
“resto monárquico”, que hacía al “Gobernador-virrey”. A partir de esto
mismo, Alberdi (1887f: 188) pretendía demostrar que, a pesar de ya no
tener legalidad las instituciones del régimen colonial que durante años
fueron dominantes, las mismas sin embargo, continuaron siendo un
“gobierno invisible y latente”, mucho más vivo y animado que el de las
leyes escritas. Es decir, aunque estaban “condenadas a morir”,
continuaban viviendo “clandestinamente”. Tal era entonces, para
Alberdi (1887e: 164-165), la “constitución social y política”, “histórica y real”
vigente, conservada por “infinitos restos” de aquel régimen, en las
ideas, carácter, creencias, y hábitos. Por esta razón, el despotismo o
tiranía residían, por tanto, en la máquina o construcción mecánica del
Estado. En concreto, el déspota y el tirano eran el efecto y el resultado,
no la causa de la omnipotencia de los medios y fuerzas económicas del
país. Tal configuración hacía que la libertad individual se encontrara
“sumergida y ahogada”.

[89]
Yanela Cavallo

Libertad exterior y libertad interior

No haber entendido que la ‘libertad exterior’ y la ‘libertad interior’ se


crean y constituyen por distintos medios, fue para Alberdi (1887c: 342-
343) elemento explicativo del estado de situación. Según su examen, la
libertad exterior de una nación “es la obra del mundo entero, es un hecho
internacional, en que tiene parte el mundo de que la nación es miembro
integrante”. En cambio, la libertad interior “es la obra exclusiva de cada
nación”. Por ello, no debía buscarse una por el camino que conduce a
la otra. La libertad interior, principal libertad política de un país, se
define y es “el gobierno del país, por gobernantes elegidos por el país, que
gobiernan con la intervención continua del país mismo, en la gestión de su Mandato”
(ibid., 343).
En consecuencia, el cómo se adquiere y constituye la libertad
interior, fue para Alberdi la cuestión más olvidada por los publicistas de
Sudamérica; y, sin embargo, “era toda la cuestión” desde el día en que
quedó asegurada su independencia. Según su lectura, la revolución de
1810 no había derrocado al Gobierno español para que las Provincias
viviesen en lo futuro sin gobierno alguno, ni mucho menos tener dos
modos de organización política para la Nación. Ciertamente, a partir de
ello Alberdi (1887a: 47) revela el siguiente conflicto:

En el modo de ser de la República Argentina más que un país


monárquico, cada Presidente es un sistema de gobierno (...). Así, la
elección de un Presidente en ese país, se resuelve, en sustancia, en la
elección de un sistema, y cada sistema representa una suerte y destinos
diferentes en la paz interior de la República, en sus relaciones con los
Estados circunvecinos, en su influencia en los intereses del comercio
extranjero.

De ahí que el asunto prioritario era constituir la República


Argentina, esto es, “crear un gobierno general permanente, dividido en
los tres poderes elementales”. Para ello, un punto clave debía tenerse en
cuenta. Según Alberdi (1886d: 458-459), si bien la forma de gobierno
‘republicana’ ya no se prestaba a discusión, por el contrario, la mayor o
menor centralización del gobierno general, la federación o unidad,

[90]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

continuaba dominando “toda la cuestión constitucional” de la


Argentina. Así, en la búsqueda de respuestas, Alberdi (1886l: 315-318)
toma como clave interpretativa lo que Alexis de Tocqueville
denominara «el punto de partida». Es decir, “la condición y modo de
ser de la vida anterior”, en cuya dirección se ha encaminado un país. Al
respecto, sostiene: “el régimen político anterior, obra por la costumbre,
por los recuerdos y por las instituciones seculares asimiladas a los usos
y hábitos del pueblo, como una fuerza locomotiva o determinante de su
nueva existencia” (ibid., 315-316).
En efecto, Alberdi (1886g: 484) considera que la unión de Buenos
Aires a la Nación y la constitución de un Gobierno nacional, no eran
dos cosas diferentes. Por entonces, organizar la Nación Argentina era
unir a Buenos Aires con la República. Así, en el examen de los
antecedentes históricos que habrían generado el marco de “desunión”
en el país, entendió que dicha situación había comenzado el día que
faltó el Gobierno general español bajo el cual “vivieron unidas todas las
provincias por años en un solo cuerpo político”. Es decir, para Alberdi
(1886d: 415), la unión bajo un solo gobierno era tan antigua en las
provincias como la existencia de estas; y por el contrario, su separación
o división era una innovación. Por tal motivo, consideró oportuno que
“el nuevo régimen contenga algo del antiguo”. La forma republicana,
sucediendo inmediatamente a la monarquía, tendría como salida
institucional “un gobierno posible”. En su observación, si bien el poder
es inseparable de la sociedad, pretender mejorar los gobiernos
derrocándolos, era un error. Por esa razón, consideró que la república
proclamada, precisaría de dos instancias: una de largo plazo, que busque
“mejorar el gobierno por la mejora de los gobernados”, esto es, “mejorar la
sociedad para obtener la mejora del poder, por ser su expresión y resultado
directo”; y otra más inmediata, que refiere a un gobierno conveniente y
adecuado para el período de preparación y transición.
Respecto de la instancia inmediata, Alberdi retoma los dos sistemas
ensayados hasta ese momento. El representado por Buenos Aires, que
“colocó la omnipotencia del poder en las manos de un solo hombre
[Juan Manuel de Rosas], erigiéndole en hombre-ley, en hombre-
código”; y el representado por Chile, que “empleó una constitución [la

[91]
Yanela Cavallo

de 1813] en vez de la voluntad discrecional de un hombre; y por esa


constitución dio al poder ejecutivo los medios de hacerla respetar”
(ibid., 489). Este último caso es el que Alberdi toma finalmente como
referente de solución posible. La república, “tan fecunda en formas,
reconoce muchos grados”, y el pueblo chileno le servía de ejemplo, al
haber encontrado en la energía del poder del presidente las garantías
públicas que la monarquía ofrece al orden y a la paz, “sin faltar a la
naturaleza del gobierno republicano”. Una constitución “monárquica
en el fondo y republicana en la forma”1, “ley que anuda a la tradición de
la vida pasada la cadena de la vida moderna” (ibid., 415)2. Por esta razón
postula que “entre la falta absoluta de gobierno y el gobierno dictatorial
hay un gobierno regular posible; y es el de un presidente constitucional
que pueda asumir la facultades de un rey en el instante que la anarquía
le desobedece como presidente republicano (ibid., 489). Por mucho
tiempo, según su parecer, el gobierno estaría “representado y
simbolizado casi totalmente por el poder ejecutivo”. Un punto de
arranque necesario, llamado a “fundar la autoridad, base de todo orden
político, que rara vez deja de tener un origen de hecho” (Alberdi, 1886f:
157-158).
La Argentina no sólo necesitaba constituir un gobierno regular que
fuese respetado, sino también generar las condiciones para su progreso
social y material. Esto último presentaba características que hacían
diferente tanto su abordaje como los medios para su realización. En
efecto, según Alberdi (1887e: 175-176), los “Estados nuevos”, más que
la omnipotencia de la patria y del gobierno, precisaban de la libertad del
particular, “obrero favorito” del progreso público y de su civilización,

1 En este asunto, Alberdi destaca no sólo la experiencia chilena, sino también la figura

de Simón Bolívar, quien acuñara la célebre máxima de que “los nuevos Estados de la
América antes española necesitan reyes con el nombre de presidentes” (Alberdi, 1886d:
415).
2 En relación con esto, el poder ejecutivo argentino contaba con ese tipo de

antecedentes, previo al establecimiento del gobierno independiente. Su ‘vigor’ era un


rasgo proveniente de la ordenanza de intendentes para el Virreinato de Buenos Aires.
Dicha ordenanza establecía, en su artículo 2, que “ha de continuar el virrey de Buenos
Aires con todo el lleno de la superior autoridad y omnímodas facultades que le
conceden mi real título e instrucción, y las leyes de las Indias” (Alberdi, 1886d: 488).

[92]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

cuya gradual elaboración tiene por “máquina favorita, a la libertad civil


o social distribuida por igual entre sus individuos”. Por esta razón, ante
la necesidad de “rodear la ley de la afección del pueblo” y “hacer
agradable” el ejercicio del gobierno, consideró que se debía “gobernar
poco, intervenir lo menos, no hacer sentir la autoridad”, como medio
de hacerla estimable. En concreto, al concebir que una nación no es
obra exclusiva de los gobiernos, en materia de administración era
preciso “dejar que sus facultades se desenvuelvan por su propia
vitalidad”. Según Alberdi (1886d: 540-541), “no estorbar, dejar hacer”,
se convierte en regla “cuando no hay certeza de obrar con acierto”. En
suma, el progreso sería más bien una “obra espontánea de las cosas”,
antes que una “creación oficial”.
En particular, la constitución moderna debía comenzar a saldar la
contradictoria situación de tener al mismo tiempo “un derecho
constitucional republicano y un derecho administrativo colonial y
monárquico”. Con esto, Alberdi (ibid., 452-453) se refiere a la
subsistencia de un “antiguo culto al interés fiscal”, proveniente del
antiguo derecho colonial, el cual tenía como principal objeto garantizar
la propiedad del fisco por sobre la propiedad individual. Con ello
advierte que la legislación de las colonias fue conforme a su destino:
“eran máquinas para crear rentas fiscales”. No obstante, infiere que,
antes de la proclamación de la República, la soberanía del pueblo existía
en Sudamérica “como hecho y como principio en el sistema municipal”
dado por España:

De un antiguo Cabildo español había salido a luz, el 25 de Mayo de


1810, el Gobierno republicano de los argentinos; pero a los pocos años
este gobierno devoró al autor de su existencia. El parricidio fue
castigado con la pena del talión; pues la libertad republicana pereció a
manos del despotismo político, restaurado sin el contrapeso que antes
le oponía la libertad municipal. Entonces, la República Argentina,
inundada de gobernadores omnipotentes, presentó el cuadro de los
pueblos europeos del siglo XI, en que los grandes señores feudales eran
los árbitros pesados de las ciudades (Alberdi, 1886e: 46-47).

[93]
Yanela Cavallo

Según esto, el desplazamiento del sistema municipal3 significó


“haberle quitado al pueblo, en nombre de la soberanía del pueblo, el
antiguo poder de administrar sus negocios civiles y económicos”. Así,
es posible concluir que Alberdi (1886d: 463; 1886f: 157) elaboró su
argumento en base a dos aspectos: por un lado, el Virreinato del Río de
la Plata había avanzado de la “unidad a la diversidad”; es decir, que
inicialmente había sido un “Estado único”, dividido interiormente en
provincias sólo para fines económicos y administrativos, pero de
ningún modo políticos. Por otro lado, las costumbres provenientes de
las antiguas instituciones de libertad municipal habían sido el “germen
de libertad y de independencia locales”, un contrapeso necesario ante
posibles intentos de centralización, y a la hora de verse socavado el
interés individual.
Alberdi (1887f: 215-216, 285, 294) describe un status quo
caracterizado por “la omnipotencia del Estado, aunque sin Estado,
reinando en toda la sociedad”. La “falta de Estado” no era otra cosa
que la falta de “asociación, constituida en un cuerpo regular de
Nación”, falta de hombres, instituciones e intereses de Estado. Así,
“donde la libertad individual de carácter civil o social falta por la razón de
que el Estado omnipotente es su negación y la tiene absorbida; la
condición de la libertad individual de carácter político, no podía ser
diferente”. Por consiguiente, “un ciudadano que se gobierne a sí
mismo” no era posible “donde el poder del Estado lo gobierna todo”.
Y ello porque el medio de conseguir que el Gobierno no llegue a ser
omnipotente sobre los individuos de que el Estado se compone, es
haciendo que el Estado mismo deje de ser ilimitado en su poder
respecto del individuo. Por todo ello, Alberdi avizora un pronóstico no
muy alentador, dado que aquellas “faltas” eran esperables en 1810, al
haber estado excluidas las colonias de origen hispano de “toda

3 Este desplazamiento está desarrollado en Elementos del Derecho Público Provincial

Argentino, de 1853. Allí, Alberdi (1886e: 49), menciona que, “por una ley de Buenos
Aires, de 24 de Mayo de 1821, fueron suprimidos los Cabildos, entregada la justicia
ordinaria, que ellos ejercían, a jueces letrados de primera instancia y a jueces de paz;
toda la política a un jefe y catorce comisarios, con atribuciones designadas por el
gobernador, y elegibles por él todos los subrogantes del Cabildo antes elegido por el
pueblo. Esa ley de Rivadavia ha sido el brazo derecho de Rosas”.

[94]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

injerencia en la gestión” del Estado. Es decir, al no haber estado


presente “la costumbre de gobernarse a sí mismos” durante la
dependencia con España. Sin embargo, para 1860, es decir, “medio
siglo después de tener en nuestras manos la gestión de todos nuestros
destinos”, tal situación era “inconcebible”.
Ante lo recién expuesto, cabe preguntarse si el planteo alberdiano
no resulta acaso paradójico, al argumentar, por un lado, a favor de un
poder ejecutivo fuerte, “casi monárquico”, y por el otro, establecer la
sugerencia de “no hacer sentir la autoridad” y “dejar hacer”.
Indudablemente, tal asunto se presta a diversos niveles de análisis, pero,
recordando la introducción de este capítulo, es posible advertir que se
trata de una ‘encrucijada’ de la época. En efecto, para realizar los
oportunos objetivos sociales y económicos, era preciso contar antes
con un poder estatal efectivo. ¿De qué manera realizarlo? Un indicio de
esta respuesta es posible hallarlo en lo que Alberdi (1886d: 489, 353)
denomina la «elasticidad del poder». La primera garantía de un orden
cualquiera es siempre el ‘gobierno’4. En otras palabras, sin garantías
públicas no habría garantías individuales. Por tanto, sin un poder
ejecutivo fuerte, “capaz de hacer efectivos el orden constitucional, y la
paz; la libertad, las instituciones, la riqueza, el progreso, serían
imposibles”. En resumen, si bien Alberdi (1887e: 165; 1886c: 346)
pondera la libertad individual como “la libertad patriótica por
excelencia”, también considera fundamental no olvidar el hecho de que
“todo es independiente y dependiente a la vez”, esto es, que “todo es
libre, [en el individuo, en la nación y humanidad], pero libre para
determinado fin”. Con lo cual, libertad y gobierno, se suponen
mutuamente.

4 Respecto de lo económico, Alberdi (1886d: 489-490) llega a postular que “en ciertos

casos podrían darse facultades omnímodas para vencer el atraso y la pobreza”.

[95]
Yanela Cavallo

Una reflexión final: la libertad de los antiguos,


¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

En una labor de investigación, la utilización de un determinado


‘modelo’ da cuenta de que, para el autor que lo usa, el mismo es válido
por su capacidad explicativa. En base a ello, es posible aducir que
Alberdi (1887e: 165) fue categórico al considerar el ‘modelo de la
libertad antigua’ como de índole, principios y propósitos “radical y
esencialmente opuestos” al ‘modelo de la libertad moderna’; y a su vez,
que consideró el primero como un “modelo muerto”. Sin embargo, ¿es
posible afirmar que dicho modelo fue del todo descartado? De manera
algo abstracta, es factible notar que sólo lo fue en algunos aspectos,
dado que Alberdi también supo encontrar en él ciertos elementos y
bases para la sociedad moderna. En concreto, en Alberdi (1887f: 272)
se revela de suma importancia el estudio del antiguo régimen, por
considerar que allí se encuentra “la llave” del régimen moderno.
Si bien los dos modelos de libertad referidos son inconciliables en su
idea pura o abstracta, por otra parte, resultan conciliables conforme a la
necesidad de realización de la organización territorial, a saber, conforme
a los modelos políticos unitario y federal (cfr. Blanquer, 2012). Según la
interpretación de Alberdi, la autoridad en el país debía reorganizarse
sobre bases modernas, al provenir de una autoridad históricamente
autoritaria. Pero para ello, Alberdi postula la necesidad de consolidar
una autoridad regular, eficaz y fuerte. Y justamente, en las antiguas
instituciones él encuentra elementos para pensar la unión moderna. Por
consiguiente, entiende que el régimen moderno debía apoyarse en el
régimen antiguo (no siendo ambos absolutamente incompatibles), con
el fin de procurarse el nuevo sistema, el poder y sanción de la
costumbre (Alberdi, 1886e: 54). En definitiva, el contrapeso necesario
para mantener en pie la libertad, no sería otro que el orden.
En su propósito de lograr la unidad o consolidación del país,
Alberdi imaginó una unidad argentina nacional y patria, que no
estuviese ligada a la unidad de tipo francesa, a saber, una unidad
indivisible, sino más bien a una unidad divisible. Lejos de ser una novedad
o imitación extranjera, este era el sistema que había gobernado por

[96]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

siglos a las Provincias argentinas y, por ello, “el hecho más real y
práctico” de su vida pública. Es decir, se trataba de un gobierno general
argentino que había coexistido con gobiernos provinciales, en los que
estuvo dividido interiormente para facilitar su acción central, y sin
perjuicio de la administración de cada pueblo. Alberdi (1886h: 179)
sostiene que, si bien la Revolución había cambiado el principio de
gobierno, ella no debía oponerse a que el principio moderno se sirva de
los medios de acción5 que habían hecho eficaz al gobierno realista. Así, el
primero de los medios a tener en cuenta sería la centralización política,
que no excluiría de ningún modo la descentralización administrativa.
En efecto, él considera que en la solución del vínculo que unía a los
gobiernos de provincia con el gobierno nacional, habían sucumbido
todas las tentativas de organización argentina; y, por lo mismo, la
solución durable sería la que mejor se acomodara a los antecedentes del
país pertenecientes a su antiguo y moderno régimen.
Ahora bien, lejos de restablecer el sistema de gobierno previo a la
“revolución democrática en América” (Alberdi, 1886r: 488-489), el
asunto tenía que ver con que el poder ejecutivo de la democracia
tuviera la “estabilidad” que el realista supo establecer en su momento.
Por ese motivo, considera relevante poner alguna atención sobre el
modo en cómo se había organizado aquel para llevar a efecto su
mandato. Por tanto, más que procurar la participación popular en la
toma de decisiones, Alberdi opta primero por examinar lo que
denomina “el sistema originario y tradicional de gobierno”6, esto es, el

5 Una idea concisa respecto de los “medios de acción”, quedó expuesta de formar clara
en el Fragmentos Preliminar. Allí Alberdi (1886b: 194) plantea que si “las piezas de la
máquina de la representación”, a saber, la elección, la división del poder, y la publicidad,
funcionan en un contexto donde, en vez de ideas dominantes, “solo hay
preocupaciones y errores”, dicha máquina es “funesta”. En consecuencia, ante tal
situación, consideró que “la unidad del poder es conveniente, la sobriedad de la prensa
necesaria, la restricción de la elección indispensable”. Es decir, Alberdi valora y
recupera, después de todo, en determinadas circunstancias, la “influencia benéfica del
absolutismo real de la Europa” en el “progreso de la civilización moderna”.
6 Alberdi (1886b: 131) toma en cuenta sólo dos sistemas de gobierno en la

configuración del país: “Nosotros hemos tenido dos existencias en el mundo, una
colonial, otra republicana”. Con ello, por lo demás, excluye a los pueblos indígenas y los
medios de su organización política.

[97]
Yanela Cavallo

sistema centralista-colonial, para poner su fuerza al servicio del juego y


mecanismo de la nueva existencia argentina. Es decir, una vez
establecidas las condiciones institucional-estructurales, estarían dadas
también las condiciones para finalmente desarrollar en su totalidad el
poder “democrático”, “representativo” y “constitucional”.
Para terminar, me gustaría señalar que, establecer una relación
directa entre libertad moderna y pueblos de origen anglosajón, parece
simplista. Establecer una generalización unívoca tal respecto de una
supuesta sincronía existente entre determinados aspectos de una cultura
y su sistema social, que producirían una predisposición a la libertad o al
despotismo, parece poco riguroso; al menos en lo que hace a la
imputación de ciertos fenómenos culturales como más o menos útiles a
una forma de gobierno (cfr. Gallino, 2011: 594). En ese sentido,
Alberdi (1887c: 360-361) considera que las diferencias entre lo latino y
lo sajón serían producto de una diferente dirección de desarrollo, lo cual
habría modificado a la “raza humana al punto de hacer parecer como
raza aparte, lo que es una cultura diferente” (Alberdi, 1887c: 360-361;
1887d: 18). En base a ello, sostiene que la “libertad política moderna”
en el siglo XIX era una “costumbre sajona”. Tal identificación, sin
embargo, no limita del todo su observación, dado que supo considerar
también que “al lado de la mayor libertad, [puede existir también] el
mayor despotismo” (Alberdi, 1887d: 18). En síntesis, tanto la libertad
como el despotismo, pueden ser no sólo antiguos, sino también
modernos (Alberdi, 1886d: 463).
En suma, Alberdi considera que la libertad moderna estaba
representada por los pueblos sajones, y que el asunto debía
comprenderse en tanto una cuestión de ‘civilización’. Por eso, él toma
de “la sociedad anglo-sajona” y de “la sociedad anglo-americana”
(Alberdi, 1887e: 159-160) las premisas sociales y culturales que por
entonces representaban el ideal de libertad pretendido. Esto, en un
contexto donde la referencia modelo eran las democracias liberales
europeas y la democracia estadounidense. Por ello, si bien es cierto que
en la interpretación alberdiana está presente una valoración diferencial
de elementos culturales, al juzgar la libertad moderna como “mejor
entendida y practicada que lo [que] fue la libertad antigua de los griegos

[98]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

y romanos” (Alberdi, 1887c: 341), el sentido de esa interpretación se


orienta a una distinción no sólo valorativa, sino también descriptiva o
analítica. Por ello, da a entender que los usos y costumbres de la
sociedad inglesa o francesa no debían aceptarse aquí sin más, ya que
cada una de esas sociedades se había formado en base a principios
democráticos diferentes de “nuestra sociedad” (Alberdi, 1886c: 394).
En efecto, él no deja de preguntarse sobre las “condiciones” y los
“obstáculos” de la libertad en Sudamérica y las propiedades específicas
o particulares que debía tener la forma de gobierno en nuestro país,
dado que “en materia de gobierno libre” (Alberdi, 1887d: 18) no todo
estaba dicho.
Por otra parte, los argumentos con que Alberdi justifica su
interpretación de la omnipotencia del Estado, son factibles de caer en
un “anacronismo”, por el hecho de comparar las polis griegas o las
ciudades romanas con el Estado moderno (cfr. Villavicencio y
Rodríguez, 2011). Sin embargo, en tanto actor político y publicista, su
interpretación adquiere también un sentido sociológico digno de
consideración. En efecto, tanto en el Discurso analizado como en su
planteamiento general de la problemática de la libertad, él da cuenta de
la forma en que ciertas estructuras sociales, tales como el ‘Estado’ o la
‘Patria’, antes que desaparecer se pueden reconstituir, revivir o
reorganizar. Y da cuenta de ello en el marco del capitalismo
decimonónico, así como también en base a otros antecedentes
históricos que, según su visión, serían socialmente relevantes.

Bibliografía

ALBERDI, Juan Bautista (1886a). Contestación al voto de América [1835], en id.,


Obras Completas, t. I, pp. 81-97. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886b). Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho [1837], en id., Obras
Completas, t. I, pp. 99-256. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886c). Colección de Artículos literarios y de costumbres. Publicados en “La Moda”,
“El Nacional”, “El Iniciador”, y otros diarios de Montevideo [1837, 1838, 1839],
en id., Obras Completas, t. I, pp. 269-400. Buenos Aires: La Tribuna
Nacional.

[99]
Yanela Cavallo

___ (1886d). Bases y puntos de partida para la organización política de la República


Argentina [1852], en id., Obras Completas, t. III, pp. 371-580. Buenos Aires:
La Tribuna Nacional.
___ (1886e). Elementos del Derecho Público Provincial Argentino [1853], en id., Obras
Completas, t. V, pp. 6-145. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886f). Estudios sobre la Constitución Argentina de 1853 [1853], en id., Obras
Completas, t. V, pp. 148-248. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886g). Condiciones de la unión y consolidación de la República Argentina [1862],
en id., Obras Completas, t. V, pp. 479-519. Buenos Aires: La Tribuna
Nacional.
___ (1886h). De la anarquía y sus dos causas principales. Del Gobierno y sus dos
elementos necesarios en la República Argentina, con motivo de su reorganización por
Buenos Aires [1862], en id., Obras Completas, t. VI, pp. 151-217. Buenos
Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886i). Las disensiones de las Repúblicas del Plata y las maquinaciones del Brasil,
[1865], en Obras Completas, t. VI, pp. 309-356. Buenos Aires: La Tribuna
Nacional.
___ (1886j). Crisis permanente de las repúblicas del Plata [1866], en id., Obras
Completas, t. VI, pp. 384-430. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886k). Intereses, peligros y garantías de los Estados del Pacífico en las regiones
orientales de la América del Sud [1866], en id., Obras Completas, t. VI, pp. 448-
515. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1886l). De la integración nacional de la República Argentina, bajo todos sus sistemas
de gobierno. Apropósito de sus tratados domésticos con Buenos Aires, [1854], en id.,
Obras Completas, t. V, pp. 301-391. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1887a). Dos políticas en candidatura [1868], en id., Obras Completas, t. VII, pp.
47-79. Buenos Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1887b). Palabras de un ausente en que explica a sus amigos del Plata los motivos de
su alejamiento [1874], en id., Obras Completas, t. VII, pp. 136-175. Buenos
Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1887c). Peregrinación de Luz del Día o Viajes y aventuras de la Verdad en el
Nuevo Mundo [1874], en id., Obras Completas, t. VII, pp. 176-393. Buenos
Aires: La Tribuna Nacional.
___ (1887d). La vida y los trabajos industriales de William Wheelwright en la América
del Sud [1876], en id., Obras Completas, t. VIII, pp. 5-154. Buenos Aires: La
Tribuna Nacional.
___ (1887e). La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual [1880],
en id., Obras Completas, t. VIII, pp.155-182. Buenos Aires: La Tribuna
Nacional.

[100]
Libertad de los antiguos, ¿un anti-modelo para la libertad de los modernos?

___ (1887f). La República Argentina consolidada en 1880. Con Buenos Aires por
capital [1881], en id., Obras Completas, t. VIII, pp.183-367. Buenos Aires: La
Tribuna Nacional.
BLANQUER, Jean-Michel (2012). “Del mestizaje jurídico en Alberdi”, en D.
Quattrocchi-Woisson (dir.), Juan Bautista Alberdi y la independencia argentina.
La fuerza del pensamiento y de la escritura, pp. 31-38. Buenos Aires: Universidad
Nacional de Quilmes.
CONSTANT, Benjamin (1989). “De la libertad de los antiguos comparada con la
de los modernos (Conferencia pronunciada en el Ateneo de París. Febrero
de 1819)”, en id., Escritos políticos (trad. y notas de M.L. Sánchez Mejía), pp.
257-285. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. [“De la liberté des
Anciens comparée à celle des Modernes”, 1819].
GALLINO, Luciano (2011). “Moral (moralidad)”, en Diccionario de sociología (trad.
S. Mastrangelo y L. Alegría), pp. 590-595. México, DF: Siglo Veintiuno.
[Dizionario di sociologia, 1978].
NEGRETTO, Gabriel (2001). “La Genealogía del Republicanismo Liberal en
América Latina. Alberdi y la Constitución Argentina de 1853”. Meeting of the
Latin American Studies Association, Washington DC.
RODRÍGUEZ RIAL, Gabriela y Wieczorek, Tomás (2016). “El momento
constitucional de Juan Bautista Alberdi: un contrapunto con Mariano
Fragueiro”. PolHis, n. 17, pp. 23-48.
TERÁN, Oscar (2010). Historia de las ideas en la Argentina: Diez lecciones iniciales
1810-1980. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
VILLAVICENCIO, Susana & RODRÍGUEZ, Gabriela (2011). “La Nación cívica en
el discurso de la Generación de 1837. Los usos de ‘civismo’, ‘civilidad’ y
‘civilización’ en Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento”.
Revista de Filosofía, vol. 67, pp. 87-106.
ZIMMERMANN, Eduardo (2012). “Liberalismo y conservadurismo en el
pensamiento de Alberdi”, en D. Quattrocchi-Woisson (dir.), Juan Bautista
Alberdi y la independencia argentina. La fuerza del pensamiento y de la escritura, pp.
241-260. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.

[101]
[102]
CAPÍTULO 3

Vida como libertad.


La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y
Gasset

Hermann Ibach

La vinculación de Ortega y Gasset con la tradición liberal de


Benjamin Constant y los doctrinarios, ocurre no tanto por las citas en
sus escritos sino por el curso de sus pensamientos, incluso para
apartarse de dicha tradición y criticar el liberalismo edulcorado o
melifluo. Desde luego, en el s. XX, pensadores liberales como Constant
u Ortega, han sido interpretados simplistamente, confinados a un puro
liberalismo de la libertad negativa1.
Por ello, así como algunos han reivindicado en Constant su
valoración de la libertad antigua para la libertad moderna, evaluando así
mejor su liberalismo, es preciso hacer otro tanto con Ortega y Gasset.
Algunos ya han comenzado a hacerlo respecto de la relación de Ortega
con la libertad medieval2.
Por lo que respecta a mi trabajo, voy a enfocarme en estos dos
aspectos: a) la valoración orteguiana de la libertad antigua y, junto con
ello, 2) la originalidad de dicha valoración respecto, específicamente, de la
valoración que hiciera Constant de la libertad moderna europea.
Antes de pasar al desarrollo de estos puntos, es necesario efectuar
un somero repaso acerca de la atribución de ‘liberalismo’ a Ortega, en
especial el que se la atribuye en su última etapa vital.

1 Al respecto, sirva como botón de muestra la conferencia de Berlin (1988), donde se


llama la atención en torno a la potencialidad de la ‘libertad de’ (libertad negativa) y de la
‘libertad para’ (libertad positiva).
2 Ver Argüello (2019), donde se pone de relieve que el filósofo madrileño no sólo ha

sabido valorar “el sentido liberal del feudalismo”, esto es, el liberalismo incipiente en el
germanismo medieval, a partir de algunos autores franceses como Boulainvilliers,
Montlosier, Guizot, sino que también ha sabido valorar la dimensión corporativa de la
libertad medieval, de raíces romanas y aun también germánicas.

[103]
Hermann Ibach

Ortega y el liberalismo

Diversos autores han estudiado el carácter liberal de Ortega. Así,


poniendo su atención en diferentes facetas y épocas del liberalismo
orteguiano, tenemos un valioso conjunto de trabajos. En el caso de
Aguilar (1998), realizando una revisión bastante exhaustiva de los
diversos autores que se han ocupado del debate sobre las dos libertades,
analiza las valoraciones de estos y las contrasta con la posición del que
puede ser considerado el iniciador de la distinción, Benjamin Constant.
Entre esos autores, aparece Ortega y Gasset. Al respecto, Aguilar
vincula a Ortega con Hayek, quien en The Constitution of Liberty –obra
publicada en 1959– retoma ideas de las Notas del vago estío de Ortega y
Gasset (1963) en torno a la distinción entre democracia y liberalismo.
Por su parte, Villacañas Berlanga (2011) plantea el carácter
problemático de la actitud final de Ortega hacia el liberalismo. Para
nuestro interés, es significativo el nexo que este estudioso establece
entre Ortega y los doctrinarios en lo referente a las circunstancias que
les tocó vivir a todos ellos, a saber, la época posterior a la Revolución
Francesa y el presente de guerras europeas en la primera mitad del siglo
XX, junto al ascenso de las masas en ambas ocasiones. Villacañas
Berlanga (2011: 7) ve gran similitud entre el desorden e inestabilidad
que afectó al pensamiento de aquellos franceses y al del español. Los
doctrinarios habían sabido contener la guerra civil, configurar un
Directorio, mantener un sentido para las libertades subjetivas, fundar
una libertad de los modernos frente a la libertad de los antiguos, y abrir
paso a un régimen de autoridad. También él hace notar que, si bien es
posible establecer lazos entre Ortega y aquellos franceses del siglo XIX,
no obstante Constant y los doctrinarios aparecen en contadas
oportunidades evocados a lo largo de la prolífica obra del madrileño.
Sobre el particular, Villacañas trae a colación una alusión por parte de
Ortega a Royer-Collard, quien supo

construir una doctrina política en que esta mezcla de principios –el


derecho histórico de los reyes y el derecho ideal, racional, a priori del
pueblo– vienen a cohabitación. Ello significaba que, mediante esa
síntesis de principios opuestos, tales doctrinarios habían forjado una

[104]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

filosofía política concreta: dominaron intelectualmente los hechos”


(ibid., 8).

Con todo, Villacañas no deja de lanzar una crítica severa a Ortega,


considerando la última época de su pensamiento como un fracaso, una
bancarrota intelectual. Un achaque tal proviene de la consideración de
que Ortega no habría sabido valorar a Tocqueville y su análisis de la
democracia americana, como el último grito de la época –llamado a
convertirse en la vanguardia–, dejando de esa manera atrás las
soluciones aportadas por los doctrinarios. En mi opinión, dicho juicio
es injusto, adoleciendo de la comprensión necesaria de la búsqueda y
preocupación propias de Ortega. Es decir, el autor de esta crítica parece
desconocer que, si bien la democracia americana podía ser lo que se
impusiera en el momento, no por ello todos estaban obligados a pensar
en esa dirección.
Por otro lado, autores como Díaz Álvarez (2013) han insistido con
acierto en remarcar la íntima relación entre la filosofía o metafísica
orteguiana de la vida humana y sus ideas políticas y sociales. En efecto,
sin comprender la razón vital, cuyo núcleo es la libertad en la
circunstancia, no podríamos comprender las preocupaciones que
motivan el pensamiento del madrileño, “su teoría de la vida como
realidad radical y al atributo fundamental de la misma, la libertad” (Díaz
Álvarez, 2013: 254).
Es significativa también la mención a las fuentes no tan clásicas del
liberalismo de Ortega, especialmente en lo que hace a sus raíces
antiguas y medievales. La reflexión orteguiana sobre la libertad es
original ya que no solo se desvía y vuelve autónoma respecto de la
tradición, sino que permite nuevas perspectivas que no son del todo
tenidas en cuenta por la literatura consagrada (cfr. Sánchez Cámara,
20053: 192; Díaz Álvarez, 2013; Aguilar, 1997; y en especial el reciente
estudio de Argüello, 2019). En esta misma línea, nos interesa analizar
aquí la postura de Del Imperio romano [1941], ya que es el punto de

3 “Ortega pone de relieve, siguiendo la tradición liberal de autores como Montesquieu,


Tocqueville o Guizot, entre otros que las subrayan, las raíces medievales del
liberalismo” (Sánchez Cámara, 2005: 191).

[105]
Hermann Ibach

inflexión más alejado de la tradición liberal clásica, aunque sin romper


del todo con ella.

Constant, pensador de la libertad

En 1819, Benjamin Constant ofrecía su discurso acerca de la libertad


de los antiguos y la libertad de los modernos, abriendo una tradición de
pensamiento y estudio comparativo con el fin de explicar las diferencias
de la moderna libertad respecto de la antigua, y celebrar el liberalismo
que se comenzaba a imponer en Europa a principios del siglo XIX. Las
últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX fueron una
época convulsionada en Francia. Los sucesos que desencadenara la
Revolución Francesa no dejaron resquicio a la indiferencia, por lo que
tomar posición implicó alineamientos políticos que tuvieron muchas
veces trágicos desenlaces. No escapo a la indiferencia el caso de
Constant, a quien le tocó ser observador del ascenso y terror jacobino.
Esta etapa jacobina introdujo en el escenario de la Revolución Francesa
el democratismo radical de inspiración rousseauniana, dejando el
antecedente de la tiranía de unos pocos en nombre de todos. Luego de
un breve lapso de moderación burguesa, irrumpió la cabalgata imperial
de Napoleón, quien pusiera sobre el tapete los peligros de la
encarnación del poder en manos de uno solo con el apoyo de muchos.
En ese contexto, y luego de Waterloo, Constant piensa en la necesidad
de un poder limitado para proteger las libertades individuales, las cuales
permitieran dar cauce a la, cada vez más vigente, premisa económica, y
lograr así estabilidad política.
Por todo esto, en 1819 y ya con el gobierno restaurado de Luis
XVIII, Constant plantea su estudio comparativo de la libertad. En él
resalta el interés por lograr que la libertad política sea la garantía de la
libertad individual. En este sentido, él rescata de los antiguos la idea de
participación, a los fines de dar lugar a una vigilancia del poder y que así
no se ponga en riesgo el disfrute.
En principio, en Constant se pueden observar los postulados
centrales del liberalismo: la centralidad, custodia y despliegue de la

[106]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

individualidad, el rechazo al compromiso político (cfr. Ghiretti, 2015:


47) y la sospecha del poder, el cual es un flagelo que atenta contra las
libertades individuales –no importa quién lo detente. Sin embargo, su
presentación de la libertad de los antiguos tiene un objetivo claro que le
dicta la experiencia: en la Antigüedad, la libertad era entendida como
posibilidad de participar activamente en la deliberación política.
También el autor pondera la pequeña extensión de las antiguas
repúblicas, lo que permitía la visibilidad del ciudadano y hacía factible
su libertad política. Estas características tenían una contraparte que,
según Constant, no coincide con la libertad moderna, y estaba dada en
que la disposición de los hombres a intervenir en la vida pública tenía
un sentido orgánico, traduciéndose en la entrega del individuo al todo.
La guerra era la mejor expresión de esa entrega total; era, pues, el
escaparate de las virtudes cívicas.
Para Constant la diferencia entre antiguos y modernos radica en la
valoración de aspectos diferentes de la vida: mientras los primeros
terminaban cayendo en la guerra como expresión de la vida en su polis,
los modernos están inclinados principalmente al comercio como forma
de vida y resolución de conflictos. El siglo XIX es la época del
comercio, de la paz, de lograr lo que se desea por medio del comercio y
no por la fuerza. Es decir, del goce de las libertades individuales, en
especial la libertad de comercio en el marco de un Estado que solo se
ocupe de cuidar la propiedad, la vida y la seguridad de las personas4. Sin
embargo, Constant reconoce que estas libertades modernas corren serio
riesgo si los individuos solo se dedican a sus negocios y dejan en manos
de otros la cosa pública. La combinación de libertades y garantías se
traduce, según Constant, en la soberanía popular5; es decir, la

4 Esta visión resulta bastante ideal, ciertamente, o mejor dicho ideológica, dado que la

realidad que ya se vivía en ese momento era bien otra. La guerra siguió teniendo en el
siglo XIX una existencia bien notoria: Napoleón, y después el resto de los imperios, se
dedicaron de buena gana a sojuzgar a otros pueblos, esclavizándolos para lograr lo que
deseaban. Y el comercio fue ante todo introducido por la guerra; guerra de colonización
e imperialismo.
5 Es Constant un antepasado de Guizot y los doctrinarios que participaron en el

gobierno de la Monarquía de Julio, con Luis Felipe de Orleans a la cabeza. Esta

[107]
Hermann Ibach

participación de todos en los asunto del gobierno garantiza la libertad,


al impedir que un individuo se apropie de la autoridad que pertenece a
la asociación en conjunto.
Según se ha aludido, Ortega menciona en contadas ocasiones a
Constant en sus textos. De hecho, solo aparece una sola vez en
referencia a sus ideas políticas: en el “Prólogo para franceses” de La
rebelión de las masas, de 1937. Sin embargo, cuando analizamos las ideas
del filósofo español, podemos advertir con cierta notoriedad el
conocimiento de Ortega del debate abierto por Constant respecto a la
libertad. Ortega afronta ese debate a través de la distinción entre
liberalismo y democracia6. Pero aquí nos interesa especialmente su
ensayo Del Imperio romano, de 1941, donde con nitidez meridiana Ortega
realiza un análisis comparativo de la libertad de los modernos con la de
los antiguos. En este caso, la distinción entre las dos libertades es
presentada como el contraste entre la libertas romana y la libertad
europea propia del liberalismo.

Libertas romana y libertad liberal europea

En dicho ensayo, Ortega comienza por establecer una serie de


conceptos que son fundamentales tanto para comprender a los
romanos, como para advertir ecos de la Antigüedad en el presente
contemporáneo. Concordia y libertas son dos conceptos que, según
Ortega, constituyen la grandeza de la Roma en ascenso, es decir, la
Roma republicana. Para explicar estas categorías, él se vale –como
método– de la aproximación a las creencias de un pueblo para poder
entender su modo de vida e instituciones. El concepto de libertas
romana es explicado por Ortega a partir de la obra de Cicerón, el

corriente liberal adoptó posiciones anti-contractualistas, criticó la ficción histórica y la


incoherencia lógica, y reconoció la fuerza como el origen de todo poder.
6 Este análisis se ve con claridad en las Notas del vago estío. La cuestión es planteada por

Ortega en torno al predominio de lo privado sobre lo público, o viceversa. El germano


fue más liberal que demócrata. El mediterráneo más demócrata que liberal. La
revolución inglesa es un claro ejemplo de liberalismo, en cambio la francesa de
democratismo (cfr. Ortega y Gasset, 1963: 424-426).

[108]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

último gran republicano antiguo. Dirá Ortega que, para los romanos,
libertas significa dos cosas. Por un lado, vida pública sin reyes. Este es un
aspecto negativo, ya que se refiere a la ausencia de un poder
concentrado, considerado externo y arbitrario. Por otro lado, libertas
presenta un aspecto positivo, más interesante: vida pública según las
instituciones republicanas y tradicionales de Roma.
A partir de esta primera aproximación a la libertas romana, y
continuando con su explicación, Ortega comienza a deslizar una serie
de objeciones al liberalismo europeo. Él traza distinciones que van
perfilando la libertad antigua, inscribiéndose así en el debate de
antiguos y modernos. Ortega (1964: 71) sentencia con trazo firme: “la
libertas de Cicerón no es la libertad o libertades del liberalismo”. Esto
implica una serie de cuestiones a determinar:

1) El concepto de libertad o libertades no es propiedad del liberalismo


europeo. Existen antecedentes de otras formas de vivir la libertad: la
libertas antigua y la libertad medieval.

2) En el liberalismo europeo, la idea de libertad es fragmentaria, a


diferencia de la libertad romana, la cual es entendida como una unidad,
y de manera singular.

3) Ese liberalismo, en cierto modo fue irresponsable en su concepción


del poder, y hasta ingenuo, al concebir la sociedad como algo
ineluctablemente bueno, que se autorregula, a diferencia de la libertad
romana, que se enmarcaba en un sistema político donde imperaba el
poder público como contención de los desequilibrios de la naturaleza
social. En efecto, según observará Ortega, para funcionar bien, la
sociedad necesita mando, autoridad o poder público, Estado. En este
sentido, las libertades modernas no contribuyen de suyo al orden.

A continuación analizaremos cada una de estas cuestiones. A


diferencia de Constant, en principio Ortega pone en pie de igualdad la
libertad antigua y la moderna. Sin embargo, a medida que avanza su
argumentación, comienza a establecer una preeminencia de la primera
por encima de la segunda. Si bien para Ortega la forma de entender la

[109]
Hermann Ibach

libertad en ambas épocas es válida, considera injusta la pretensión del


liberalismo europeo de acaparar la propiedad intelectual de la libertad,
haciendo tabla rasa con el pasado. La libertad como forma de vida no
ha nacido en el siglo XIX. Hunde sus raíces en la Antigüedad y pasa
por el Medioevo, donde es entendida y vivida de forma diferente a la
libertad moderna: “este liberalismo avuncular [protagonista en tiempos
modernos] canjeaba la magna idea de la vida como libertad por unas
cuantas libertades en plural, muy determinadas, que exorbitaba más allá
de toda dimensión histórica, convirtiéndolas en entidades teológicas”
(Ortega y Gasset, 1964: 72).
Roma se encuentra en las raíces de Europa. Ortega ve en la historia
europea una marcada búsqueda hacia una forma de vida en la que el
hombre pudiera desplegar su potencialidad7. En este sentido, la
concepción liberal de libertad le resulta angosta, reducida. Incluso dirá
que el liberalismo no descubrió la libertad:

La libertas romana es esencial que sea entendida en singular y como un


todo, al paso que el liberalismo fragmenta la libertad en una pluralidad
de libertades determinadas, esto es, que solo considera políticamente
libre al hombre cuando este puede comportarse a su albedrío en ciertas
dimensiones de la vida muy precisas y prefijada de una vez para
siempre (Ortega y Gasset, 1964: 75).

En cuanto a esta fragmentación, Ortega plantea que la libertad sobre


la que el liberalismo ha fundado su doctrina –representando el
antecedente de las otras que se sumarían después–, es la libertad de
contrato o libertad de comercio. Se trata de una libertad que surge fruto
de un contexto histórico y económico definido: el ascenso del
capitalismo como modo de producción y el acceso cada vez más
estrecho a los mercados8. El problema radica en que, a diferencia de

7 Al respecto, él trae a colación, como fundamento de su posición, a Guizot y su

Historia de la civilización en Europa, a fin de demostrar con la historia cómo Europa desde
sus orígenes siente la libertad como meta.
8 En un texto crítico del espíritu moderno capitalista dirá que “la ética industrial, es

decir, el conjunto de sentimientos, normas, estimaciones y principios que rigen, inspiran


y nutren la actividad industrial, es moral y vitalmente inferior a la ética del guerrero.

[110]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

Constant, quien concibe la libertad moderna conformada por una serie


de libertades, de las cuales la de comerciar sin frenos para la obtención
del goce material es la primordial, Ortega dirá que no se puede atar la
vida a ciertas libertades porque “no existe ninguna libertad concreta que
las circunstancias no puedan un día hacer materialmente imposible,
pero la anulación de una libertad por causas materiales no nos mueve a
sentirnos coartados en nuestra libre condición” (Ortega y Gasset, 1964:
76).
Llegados a este punto, vemos que Ortega ha ido preparando el
terreno para poner en principal valor la libertad romana. Vemos en su
explicación un intento por trascender el individualismo y la
fragmentación propias del liberalismo decimonónico y posicionar la
libertas antigua como una forma de vida no solo personal sino de la vida
de un pueblo, en este caso el romano. Su objetivo es desentenderse de
la concepción liberal, para entender cómo era sentida y vivida la libertad
entre los antiguos. En ese sentido, dirá Ortega que Roma no fue
“liberal” al modo europeo, pues el romano se sentía libre con sus
costumbres, leyes, instituciones, aun sin contar con ninguna de las
libertades proclamadas por el liberalismo europeo (cfr. Ortega y Gasset,
1964: 78).
Esta diferencia nos lleva a otro punto de desencuentro entre
Constant y Ortega. Para el primero, el hecho de disolverse la
individualidad en el todo, es visto en clave negativa, en cambio Ortega
vislumbra de manera válida que los romanos entiendan que el hombre
no es hombre sino como miembro de un cuerpo legalmente
organizado, no pudiendo actuar sino a través de órganos públicos, y

Gobierna a la industria el principio de la utilidad en tanto que los ejércitos nacen del
entusiasmo. En la colectividad industrial se asocian los hombres mediante contratos,
esto es, compromisos parciales, externos, mecánicos, al paso que en la colectividad
guerrera quedan los hombres integralmente solidarizados por el honor y la fidelidad,
dos normas sublimes. Dirige al espíritu industrial un cauteloso afán de evitar el riesgo,
mientras el guerrero brota de un genial apetito de peligro” (Ortega y Gasset, 1966a: 57).
Es clara aquí su defensa de la guerra. En el mismo texto él resalta una cita de Weber,
donde ‘ley’ se conecta con ‘Antigüedad’: “«La fuente originaria del concepto actual de la
ley fue la disciplina militar romana y el carácter peculiar de su comunidad guerrera»”
(ibid.).

[111]
Hermann Ibach

que en dicha sociedad el individuo no existe a la manera libre moderna,


que llega hasta el derecho a la vulgaridad.
Resulta interesante notar, de acuerdo con el análisis de Ortega, que
esas instituciones no fueron siempre las mismas, en razón de que
nacieron, crecieron y se amoldaron al desarrollo de Roma. Por ello, la
libertad antigua no ha surgido fruto de un acostumbramiento o un
molde rígido, sino de un devenir natural, al hilo de las circunstancias.
De hecho, resalta Ortega que Cicerón, su interlocutor principal para
entender la libertas romana, cuando escribe su De re publica (Sobre el
Estado), estaba preparando una reforma cuyo objetivo era la
supervivencia del régimen republicano.
Hay aquí otra diferencia cabal entre la libertad romana y la libertad
europea. La concepción del universo y la vida humana del romano se
expresa en valoraciones que van más allá de lo meramente racional o el
cálculo, al modo del ethos moderno defendido por Constant. Ortega
entiende que hay un fuerte elemento tradicional íntimamente
emparentado con la religión y las virtudes cívicas que hicieron grande a
Roma; tal cosa era la concordia. La ciudad romana no es pura creación
humana, sino participación en la vida de los dioses. Por esto, el romano
entiende que el poder público no tiene límites, ya que su fundamento es
de orden divino: el mando o autoridad es la garantía de la vida en
comunidad. Sólo a través de las instituciones se despliegan las funciones
vitales del cuerpo social. No existe la libertad de culto o de expresión a
la manera moderna individualista.
Según Ortega, el liberalismo europeo, por concentrarse demasiado,
de manera exorbitante, en unas libertades que pongan freno o límites al
poder, tuvo una concepción ilusa de lo que es la sociedad y el ser
humano:

Este fue el vicio original del liberalismo: creer que la sociedad es, por sí
y sin más, una cosa bonita que marcha lindamente como un relojín
suizo (Ortega y Gasset, 1964: 72).
El liberalismo (…) creía que no había que hacer nada, sino, al contrario,
laisser faire, laisser passer. Pensaba que, frente a la sociedad, lo único de
que hay que ocuparse es de no ocuparse: a esto llamaba política liberal y
en esto consistía su ismo (ibid., 73).

[112]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

En este sentido, Ortega expresa su rechazo –con aires de


desilusión– hacia esas exorbitadas libertades del liberalismo,
considerando un error su doctrina de la sociedad como un organismo
que se regula automáticamente. Pues eso había traído las consecuencias
que él venía denunciando desde La rebelión de las masas. A su juicio, la
irresponsabilidad del liberalismo9 atañía a su concepción del poder. Ese
liberalismo elaboró una teoría política basado en la sospecha, en la
caracterización negativa del poder, en su no-intervención, y en la
absolutización de la realidad individual: “la mermelada intelectual que
fue el dulce liberalismo no llegó nunca a ver claro lo que significa el
fiero hecho de qué es el Estado, necesidad congénita a toda ‘sociedad’”
(Ortega y Gasset, 1964: 74).
Por el contrario, los antiguos tenían en gran estima al poder público,
único contexto en el que se sentían libres. Eran, desde la visión de un
Constant, totalitarios:

La libertad europea ha cargado siempre la mano en poner límites al


poder público e impedir que invada totalmente la esfera individual de la
persona. La libertad romana, en cambio, se preocupa más de asegurar
que no mande una persona individual, sino la ley hecha en común por
los ciudadanos. Esto último es lo que representaban para Cicerón las
instituciones republicanas tradicionales de Roma, y a vivir dentro de
ellas llamaba libertas (Ortega y Gasset, 1964: 85).

A pesar de lo señalado, Ortega aduce que la libertad romana y la


europea son dos especies de un género común, a saber, la vida como
libertad. Él ve que existe un vínculo que conecta ese liberalismo con el
pasado, hasta hundir sus raíces en la Antigüedad. Por ello, Ortega
(1964: 76) da un paso más allá de donde dejara el debate Constant: “la
cuestión de la vida como libertad es más honda y más grave que la
cuestión de estas o las otras libertades”. Ortega (1964: 85) entiende que
“vida como libertad (…) es toda aquella que los hombres viven dentro

9“Es preciso evitar el pecado mayor de los que dirigieron el siglo XIX: la defectuosa
conciencia de su responsabilidad, que les hizo no mantenerse alertas y en vigilancia”
(Ortega y Gasset, 1966c: 195).

[113]
Hermann Ibach

de sus instituciones preferidas, sean estas las que sean”10, y cuando el


Estado se adecua a las preferencias vitales de una sociedad, se puede
hablar del ‘Estado como piel’ (Ortega y Gasset, 1964: 89), ya que
“supone la continuidad perfecta y circulatoria del existir colectivo desde
el fondo de sus creencias hasta la piel, que es el Estado, y desde este
otra vez en reflejo hacia las entrañas de su fe” (Ortega y Gasset, 1964:
107).
Para Ortega, la libertas romana debe ser entendida y aceptada como
una forma de vivir la libertad a la manera antigua; libertad tan válida
como la libertad liberal europea. Ambas son ‘vida como libertad’11,
porque los respectivos miembros de ambas comunidades se han
sentido libres en ellas, al haber sido capaces de urdir un marco
institucional y social acorde con sus preferencias o creencias vitales más
profundas.

Estado, responsabilidad y sociedad

La combinación de los tres elementos señalados en el título de este


acápite, marca una divergencia importante entre la libertad romana y el
liberalismo europeo del siglo XIX, según el planteo de Ortega en
contraste con el de Constant. Ya no se trata de comparar las
concepciones de la libertad de antiguos y modernos, sino de
entenderlas como facetas de un mismo fenómeno. Los conceptos clave

10 “Libertas significa instituciones en movimiento, no anquilosadas, unidas por la

tradición en medio de las circunstancias, e inspiradas por ellas. Sentirse libre dentro de
las instituciones preferidas es una realidad humana diferente de la habituación. No
poder preferir elegir y tener que adaptarse al molde férreo del Estado es vida como
adaptación” (Ortega y Gasset, 1964: 89).
11 En definitiva, lo que el pensador madrileño está reconociendo de forma explícita en

esta última etapa de su pensamiento, es que en Europa ha habido una «libertad de los
antiguos», una libertad positiva vinculada con la participación democrática y con la
obediencia a la ley común, “que debe ser reconocida propiamente como libertad. Ése es
el hecho decisivo: la elevación a la dignidad de la libertad, con todo lo que esto significa
en Ortega, de algo que antes era visto como ajeno a su lógica e, incluso, como
manifiestamente contrario a ella porque tal libertad se comprendía mayormente desde
una mirada exclusivamente liberal” (Sánchez Cámara, 2005: 280).

[114]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

hacia el final del ensayo que venimos analizando, giran en torno a estas
dos categorías: ‘vida como libertad’ y ‘vida como adaptación’.
El problema del Estado es crucial para entender la manera de
concebir la libertad por parte de Ortega. A su juicio, este problema es el
que más les ha costado asumir a los liberales europeos, esto es, aceptar
su realidad y necesidad:

La antilibertad que representa el Estado se asemeja a la impuesta por


los músculos a nuestro cuerpo, es decir es natural, pertenece a la
condición básica del hombre y es inalienable. El error de los filósofos
del siglo XVIII y del liberalismo como su heredero, es creer que la
coacción estatal no es natural, creer que las sociedades se forman
voluntariamente por un pacto (…). La idea de que la coacción estatal
no es tan ‘natural’ e inherente al destino humano como la resistencia de
los cuerpos fue el tremendo error padecido, sobre todo, por los
‘filósofos’ del siglo XVIII, al creer que las sociedades son cosas que los
hombres forman voluntariamente y no cosas dentro de las cuales
irremediablemente se encuentran sin posibilidad de auténtica evasión
(Ortega y Gasset, 1964: 88).

Para Ortega, lo que indica cuán libre se siente un pueblo, está dado
en la forma de reaccionar frente a la presión que ejerce el Estado.
Si hacemos una interpretación histórica de lo que está intentando
plantear Ortega, podemos decir que, por un lado, la Roma republicana
fue una etapa ascendente, en donde la vida de concordia se sentía como
libertas, esto es como una vida abierta, plena y en expansión; una vida
estructurada bajo una creencia viva, que inspiraba orden y armonía
sociales. Esta época llega a resonar en el siglo XIX, en la que el ascenso
de la burguesía, la configuración del mundo y la vida a su gusto
determinaron la creencia del progreso ilimitado, asentado en la razón, el
cálculo y la técnica. Por su parte, el Imperio Romano –como forma de
vida– implicó la volatilización de dicha concordia y libertad. Las
profundas transformaciones sociales y económicas que implicó la
configuración del Imperio produjeron un proceso que simultáneamente
derivó en el agotamiento y la pérdida de vigencia de aquella creencia
que había animado la sociedad romana en la Republica. La
descomposición de la autoridad y la limitación para encontrar

[115]
Hermann Ibach

soluciones, se hicieron realidad. Ortega sostiene que el siglo XX es


acorde con aquella época del Imperio. Luego de la Primera Guerra
Mundial, y en medio de la Guerra Civil Española, Ortega vislumbra el
fin de la sociedad forjada en el siglo XIX. Se abre paso, así, la época del
hombre-masa, la época de los totalitarismos. En la década de 1930 se
asiste a una impugnación del liberalismo y su crisis interna, tanto en su
faz económica como política. En definitiva, se produce la impugnación
del liberalismo como modo de vida, de la vida como libertad.
Por ello, podemos decir que el régimen que Ortega está
vislumbrando como necesario para el siglo XX, y quizá ineludible (a
semejanza de lo que fue el régimen imperial para los romanos), es un
sistema que combine libertas romana –Estado, mando– y liberalismo;
pero liberalismo no al modo en que se lo entendió en la versión
decimonónica. Es decir, a juicio de Ortega, antes que una cuestión de
más o menos en política, el nuevo liberalismo debería ser tomado de
forma esencial, esto es, como una idea radical sobre la vida: creer que
cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e
intransferible destino.
Sin embargo, la necesidad de este sistema, que se realiza a la manera
de una prótesis ortopédica vital para seguir viviendo, ocurre porque
“hay épocas en que, por causas múltiples, desaparece aun para esos
mismos pueblos la posibilidad de preferir unas instituciones a otras,
antes bien, sobrevienen ineluctablemente, sin margen para la opción,
impuestas por una necesidad mecánica e inexorable” (Ortega y Gasset,
1964: 89). En el análisis de Ortega se vislumbra cierta desazón y
rendición a un sistema de vida donde el liberalismo resulta mezclado
con fuertes dosis de mando; es decir, a un régimen de ‘vida como
adaptación’, en el que no queda otro camino que adaptarse12.

12 En esta posición se vislumbra cierta profecía de lo que ocurriría unos pocos años

después con el surgimiento del Estado de bienestar, acaecido en los ’50 y ’60 del siglo
pasado (recuérdese que Del imperio romano fue publicado por primera vez en 1941); un
Estado en el cual la presencia del poder público es casi omnipresente en la vida de las
personas, no obstante dicha presencia esté inspirada por la búsqueda de la satisfacción
de derechos individuales, en el marco de garantías liberales.

[116]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

Por esto, “el imperio romano es el ejemplo más pavoroso y


gigantesco –espacial y temporalmente– de un irremediable remedio”
(Ortega y Gasset, 1964: 92), en una hora de extraño peligro exterior y
de interno frenesí. Y parecidas son las circunstancias vividas por
Ortega, en una época de guerras mundiales y luchas fratricidas. En
suma, el ascenso del hombre-masa revela la necesidad de instituciones
nuevas que logren encausar la vida a costa de la libertad.

Liberalismo orteguiano de la tercera época

Las discusiones en torno al liberalismo de Ortega coinciden en


reconocer diversos períodos de pensamiento liberal durante su vida. En
general, se reconocen tres momentos (ver Cerezo Galán, 2005; Sánchez
Cámara, 2005). El primero, el de su juventud, se encuentra ligado a una
cierta idea de sociedad que da por resultado un liberalismo de carácter
socialista. Un segundo momento, descripto como el de un liberalismo
más cercano a la doctrina liberal ortodoxa, hace hincapié en el
individuo; y el último período, que se corresponde con la madurez de
Ortega, y que podría identificarse en obras tales como La rebelión de las
masas y, con mayor claridad, Historia como sistema y Del imperio Romano
(cfr. Díaz Álvarez, 2013), ha sido definido en alguna ocasión como
‘liberalismo invertebrado’, por presentar flexibilidad y heterodoxia, al
cuestionar puntos medulares de la doctrina liberal consolidada en el
siglo XIX. Según Díaz Álvarez (2013), en este último liberalismo
Ortega amplía su concepto de libertad, al asumir en su reflexión
elementos de la libertas romana (consonantes luego con ciertos
elementos del ‘mando’ medieval), y al realizar una crítica a la libertad
liberal moderna, por razón de su reduccionismo.
En este último período, se observan su rechazo del individualismo y
su inclinación a conceptualizar la sociedad como algo dado, según la
conjunción de dos elementos, a saber, minorías y masas –elementos que
dotan a la sociedad de una dimensión dual, jerárquica y orgánica,
opuesta a la utopía contractualista (cfr. Pallottini, 1995). En este
sentido, su cuestionamiento de la concepción liberal de la sociedad se
dirige contra la teoría de que la sociedad es una construcción voluntaria

[117]
Hermann Ibach

(aquello que se condensa en el contrato social). En cambio, él entiende


“por sociedad la convivencia de hombres bajo un determinado sistema
de usos (…) la comunidad de vida bajo un sistema de usos puede tener
los grados más diversos de sociedad” (Ortega y Gasset, 1966b: 34).
En esta última época de su vida a Ortega le interesan el orden y la
estabilidad social, preocupación íntimamente vinculada, según hicimos
notar recién, al contexto que le tocó vivir. Por eso, él resalta la
importancia del mando para ordenar el caos y la vertiente indómita del
ser humano. En esta etapa, la reflexión de Ortega porta una concepción
antropológica negativa pero no determinista.
Ortega propone superar el liberalismo del siglo XIX conservando lo
esencial del liberalismo (cfr. Ortega y Gasset 1966c: 206) Esa
superación debe comenzar por comprender que la atención no debe
estar puesta sólo en la pregunta sobre el límite al poder y quién lo
ejerce, sino en que es necesario un nuevo régimen, que, atendiendo a
los límites del poder, no descuide la construcción positiva de ese poder.
Ortega es liberal ante todo porque la libertad es el elemento esencial
de su metafísica, esto es, de su concepción de la vida como libertad. Este
es el eje que entrelaza el yo y las circunstancias de su razón vital con la
dinámica de la razón histórica. Sin embargo, también es cierto que, para
cuando escribe Del Imperio Romano, se siente bastante identificado con
Cicerón, quien, como él también, lanzaba quejidos de libertas! Libertas!,
es decir, una actitud de queja, desdén y reproche en torno a la libertad.
Esa época parece haber pasado ya en su exposición sobre la
Interpretación de la historia universal, cuando el duelo parece concluido; y, si
bien dolido, tiene claro que es momento de dar vuelta la página, para
integrar y superar el liberalismo manteniendo su esencia.
Motivado por su tiempo, Ortega reflexiona sobre cómo dotar a
Europa de un nuevo orden, un nuevo sistema de vida. A partir de ello,
busca el porvenir en el pasado. Y al comparar épocas, busca el perfil de
cada una, la esencia que les da vida. Ante un presente en el que la
sociedad deriva irremediablemente en masa amorfa, sin orden ni
sentido, rebelde y sin concordia, donde no hay un gobierno que le dé
una impronta e imprima su perfil, el filósofo español decreta la
ineptitud del liberalismo y anuncia la perentoriedad de un nuevo

[118]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

orden13. Frente al viejo liberalismo decimonónico, Ortega propone


establecer la categoría de ‘vida’ como realidad radical y la ‘libertad’
como su atributo fundamental. Y ello para crear el marco de una
comunidad política que, mediante instituciones acordes a las
preferencias vitales y conducidas por una minoría esclarecida, facilite o
permita que cada ser humano realice su vocación, su personal e
intransferible destino (cfr. Ortega y Gasset 1966c: 254). Aunque sabe
que esa forma de vida no será la última. La circunstancia es siempre
moldeable o modificable. En efecto, la vida es, ante todo, libertad,
decidir en cada instante lo que vamos a hacer, lo que vamos a ser, en
vistas de un proyecto personal que nos constituye y por el que somos;
en suma, la vocación de cada quien. Vida humana es siempre libre
creación personal en una circunstancia forzosa e impuesta, pero no
inmodificable.
La raíz del liberalismo maduro de Ortega se encuentra en su
concepción de la vida como libertad (cfr. Sánchez Cámara, 2005: 189).
En otras palabras, el liberalismo no es para Ortega sólo un programa o
proyecto político. Trasciende épocas, no puede estar atado a esta o las
otras libertades, sino únicamente a una visión del hombre y de la
sociedad que se asiente en la afirmación de la condición personal del
hombre. Por ello, la libertad metafísica es el fundamento de la libertad
social y política (Sánchez Cámara, 2005: 203).
Ortega nos brinda una posibilidad de explicación de la cuestión de la
libertad humana y el poder, no tanto en el sentido de sus –muchas
veces– ideas sin concluir, sino en el hecho de que su meditación acerca
de la libertad humana es aquella que facilita o permite que cada ser
humano realice su vocación, su personal e intransferible destino. Es
decir, se trata de descubrir cómo construir la identidad individual y
colectiva, lo que supone a la vez descubrir el modo de crear la
plataforma que configure una mejor comunidad política. Allí deben
buscarse sus mejores explicaciones de la vida como libertad (cfr. Díaz
Álvarez, 2013: 253-254).

13 “Lo que ahora parece predominar y preocupar obsesivamente en el enfoque


orteguiano no es tanto los límites del poder como el orden y la estabilidad social” (Díaz
Álvarez, 2013: 283).

[119]
Hermann Ibach

Para entender la cuestión de la libertad en Ortega, con su visión


sobre la dicotomía entre antiguos y modernos, es necesario comprender
la conciliación que intenta resolver a través de una síntesis. Existen
diferencias entre una y otra libertad; sin embargo Ortega se empeña en
demostrar un origen común de ambas, no histórico, sino desde el
fondo de la creencia. Creencia y consenso de vivir en plenitud las
potencialidades. En este sentido, es preciso avanzar en su obra, ya que
sus ideas sobre Roma y su circunstancia no están clausuradas en esa
obra de 1941, que por cierto quedó inconclusa. Así, en un curso que
desarrollara en el flamante Instituto de Humanidades de Madrid,
Ortega brinda doce lecciones, reunidas luego en Una interpretación de la
historia universal. Allí él retoma la reflexión en torno a Roma y su
historia; y no solo forja nuevas categorías de análisis sumamente
significativas para su razón histórica, sino que nos permite entender
otros aspectos que en Del imperio romano habían quedado solo
planteados (ver Ortega, 1965).
En esta otra obra surge la cuestión de la modernidad. Ortega
sostiene que cuando un pueblo entra en su edad moderna, cuando su
vida se enriquece por las posibilidades a las cuales puede acceder, se
abre entonces a diversos caminos y formas de vida hasta ese momento
desconocidos. De esa manera, ese pueblo se sale de la vida como tradición,
donde los cimientos sociales eran firmes, asentados en creencias
sagradas e inmemoriales y contando con un consenso profundo en la
sociedad. Tal consenso, en efecto, le otorgaba como fruto cierta
legitimidad. En cambio, lo moderno posee una legitimidad limitada y
endeble, ya que su fundamento no viene de lo sagrado, sino de la razón.
Por lo demás, no parece que Constant haya alcanzado esa claridad en
este punto. Si bien hay en él una consideración de la importancia de la
moral y el aporte de la religión, no parece existir en su obra semejante
ponderación de un orden tradicional. El fundamento de la sociedad de
los modernos –tan bien considerado por Constant– parece estar
exclusivamente guiado por la razón, a saber, por una racionalidad
funcional que busca el bienestar material. El comercio y el goce en la
paz es la condición de la libertad moderna. Esta concepción puede
entenderse en el marco de la época, señalada por el ascenso del
capitalismo, la expansión de posibilidades comerciales y el bienestar

[120]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

económico para ciertos sectores de la sociedad europea. Guizot, en


cambio, va a vivir un período que llega a restringir la capacidad humana
de decisión, y donde las consecuencias del nuevo orden impuesto tras la
Revolución empiezan a mostrarse con mayor vehemencia y crudeza. El
principio de la razón se torna inestable, se muestra limitado para
conducir y contener las contradicciones de una sociedad en
transformación constante, que el propio capitalismo impulsa por su
dinámica interna; contradicciones que se tradujeron en problemas
económicos, sociales y políticos, llegando a hacer tambalear en 1848 los
cimientos del régimen post-napoleónico. Sin embargo, la Modernidad
misma parece ser el fondo común de dicho proceso.
Ortega vislumbra de algún modo que la creencia en la razón se
encuentra en la genética de la historia occidental. Aquella modernidad,
junto a su congénita inestabilidad, aún está vigente. Desde obras como
La rebelión de las masas viene denunciando estos frutos modernos. Y si se
remonta a Roma, es para mostrar en su historia estos procesos y cómo
fueron afrontados.
La libertas romana fue la forma de vida basada en la elección racional
de sus instituciones. En su análisis de la historia de Roma, la forma
monárquica poseía un fundamento tradicional por su creencia en la
conexión del poder con lo sagrado; su sustitución por la República
implicó una legitimidad racional que se tradujo en nuevas instituciones.
Luego de las guerras púnicas, en el siglo II a.C., la legitimidad que
habían construido los romanos racionalmente comenzó a
resquebrajarse por la discordia y devinieron tiempos de guerra civil. El
nuevo consenso forjado comenzó a perder vigencia. El remedio a ese
mal fue el Imperio, ejemplo de vida angosta donde ya no había margen
de elección. Para Ortega, tanto el Imperio Romano como su propia
época, esto es, la primera mitad del siglo XX, conforman un período de
ilegitimidad. En esta fase, cualquiera puede gobernar. No hay
fundamentos claros ni consenso. La razón está eclipsada y se abre un
nuevo período de la humanidad. Si bien no se anima a denominarla, es
significativo que ya en 1949 esté pensando en lo que intelectuales
posteriores van a patentar con nombre y apellido como ‘modernidad

[121]
Hermann Ibach

líquida’ (Bauman, 1999) o ‘postmodernidad’ (Lyotard, 1986). En suma,


una época sin fe y en la cual la razón tampoco alcanza.
Su grito en el desierto, acallado en su país y sin la repercusión
merecida en el extranjero, mostrará tiempo después su vigencia, incluso
hasta hoy, cuando la vida como adaptación y la ilegitimidad son moneda
corriente. Por ello, la propuesta orteguiana recobra en la actualidad
todo su valor: una síntesis de libertades modernas y libertas antigua que
busca forjar una nueva vida como libertad.

Bibliografía

AGUILAR, Enrique (1998). “Benjamin Constant y el debate sobre las dos


libertades”. Libertas (Instituto Universitario ESEADE), n° 28 (mayo), pp.
1-25.
___ (1997) “El liberalismo político: apuntes para una discusión sobre sus
antecedentes. (Entre el Medioevo y el siglo XVI)”. Libertas (Instituto
Universitario ESEADE), n° 26 (mayo), pp. 1-20.
___ (1992). “Ortega y la tradición liberal”. Libertas (Instituto Universitario
ESEADE), n° 17 (octubre), pp. 1-24.
ARGÜELLO, Santiago (2019). “Dos modelos medievales de la libertad y el
poder en Ortega y Gasset: feudalismo y organicismo social”. Revista de
Estudios Orteguianos, vol. 39, pp. 163-185.
BAUMAN, Zygmunt (2000). Modernidad líquida. Madrid: FCE. [Liquid Modernity,
2000].
BERLIN, Isaiah (1988). “Dos Conceptos de Libertad” (trad. J. Bayón), en id.,
Cuatro Ensayos sobre la Libertad, pp. 187-243. Madrid: Alianza Editorial.
[“Two Concepts of Liberty”, 1958].
CAÑAS DE PABLOS, Alberto (2016). “El liberalismo como antecedente de
Ortega”, en Congreso Internacional «Ortega y la tradición liberal», Madrid, 30 de
noviembre al 2 de diciembre de 2016; disponible en
https://www.academia.edu/30404436/El_liberalismo_como_antecedente
_de_Ortega_Congreso_Internacional_Ortega_y_la_tradici%C3%B3n_liber
al_Madrid_2016_

[122]
La libertad romana y la libertad europea en José Ortega y Gasset

CEREZO GALÁN, Pedro (2005). “Ortega y la regeneración del liberalismo: tres


navegaciones y un naufragio”, en F.H. Llano-Alonso & A. Castro Sáenz
(coords.), Meditaciones sobre Ortega y Gasset, pp. 625-646. Madrid: Tébar.
CONSTANT, Benjamín (1989). “De la libertad de los antiguos comparada con la
de los modernos (Conferencia pronunciada en el Ateneo de París. Febrero
de 1819)”, en id., Escritos políticos (trad. y notas de M.L. Sánchez Mejía), pp.
257-285. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
DÍAZ ÁLVAREZ, Juan Manuel (2013). “Cuestión de libertad. Ética y filosofía
política”, en J. Zamora Bonilla (ed.), Guía Comares de Ortega y Gasset, pp.
251-286. Granada: Comares.
GHIRETTI, Héctor (2017). “Superficie, piel, muro, casa. Metáforas políticas de
carácter corporal y espacial: matriz ideológica y límites analógicos”, en L.R.
Miranda (comp.), Metáfora y episteme: hacia una hermenéutica de las instituciones,
pp. 33-69. Neuquén: Círculo Hermenéutico.
JIMÉNEZ PERONA, Ángeles (2006). “Ortega: un caso de liberalismo
invertebrado”. Claves de razón práctica, n° 164, pp. 74-77.
LYOTARD, Jean-François (1986). La condición postmoderna (trad. M. Antolín
Rato). Madrid: Cátedra. [La Condition postmoderne. Rapport sur le savoir, 1979].
ORTEGA Y GASSET, José (1966a). España invertebrada [1921], en id., Obras
completas, Tomo III, pp. 37-123. Madrid: Revista de Occidente. 6ª ed.
___ (1966b). Meditación de Europa [1949], en id., Obras completas, Tomo IX, pp.
245-313. Madrid: Revista de Occidente, 2ª ed.
___ (1966c). La rebelión de las masas [1930], en id., Obras completas Tomo IV, pp.
113-312. Madrid: Revista de Occidente. 6ª ed.
___ (1965). Una interpretación de la historia universal [1949], en id., Obras completas,
Tomo IX, pp. 11-242. Madrid: Revista de Occidente. 2ª ed.
___ (1964). Del Imperio Romano [1941], en id., Obras completas, Tomo VI, pp. 51-
111. Madrid: Revista de Occidente, 6ª ed.
___ (1963). “Notas del vago estío” [1925-1926], en id., Obras completas, Tomo
II, 413-449. Madrid: Revista de Occidente. 6ª ed.
PALLOTTINI, Michel (1995). “Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset”.
Revista de Filosofía (3ª época), vol. 8, n° 13, pp. 129-164.
SÁNCHEZ CÁMARA, Ignacio (2005). “Ortega y la tradición liberal”. Cuadernos de
pensamiento político FAES, nº 7, pp. 187-204.

[123]
Hermann Ibach

VILLACAÑAS BERLANGA, José Luis (2011). “Hacia la definición de un nuevo


liberalismo. El pensamiento tardío de Ortega y Gasset”. Arbor, vol. 187, n°
750, pp. 741-754.

[124]
CAPÍTULO 4

Benjamin Constant y Carl Schmitt.


De la recepción del poder neutro a
la injustificación del poder en la teología política liberal

Miguel Saralegui

Más allá del antiliberalismo de Schmitt

En este artículo sobre la relación entre Carl Schmitt y Benjamin


Constant quiero continuar las reflexiones iniciadas por Jorge Dotti
(2008). El trabajo de Dotti se construye sobre dos ideas fundamentales.
La primera, más historiográfica, consiste en reducir la distancia entre
Schmitt y el liberalismo. A través de Constant, como figura
paradigmática, al menos para el pensador alemán, de esta ideología y
movimiento espiritual, se podrían establecer puntos de contacto entre
Schmitt y el liberalismo, los cuales han sido minusvalorados por la
bibliografía: “Constant fue el verdadero paladín del parlamentarismo
liberal, el hombre que educó a los ciudadanos franceses para el
parlamentarismo” (Schmitt, 1983: 213-224)1. Esta cercanía serviría
como antídoto para las interpretaciones de Schmitt –muchas veces
auspiciadas por él mismo– como completo antiliberal. Este vínculo
“representa un llamado de atención para cualquier interpretación
simplista y unívoca del pensamiento del jurista alemán, particularmente
en lo relativo a su posicionamiento ante el liberalismo clásico” (Dotti,
2008: 315-316). Al descubrir esta proximidad con el liberalismo, Dotti
nos recuerda algo que en el mundo hispánico hemos olvidado desde
que la lectura de Laclau y Mouffe de Schmitt se ha hecho

1 Por su parte, el índice onomástico de Teoría de la constitución informa que Constant es

citado en seis ocasiones, donde se lo vuelve a considerar como una figura emblemática
del liberalismo: “La fundamentación y formulación del sistema bicameral, clásica para el
liberalismo burgués del siglo XIX, se encuentra en Benjamin Constant” (Schmitt, 2006:
285).

[125]
Miguel Saralegui

predominante. El liberalismo no es solo un objeto de polémica y de


contraste para la cosmovisión política de Schmitt. La advertencia
pronunciada por Dotti debe ser escuchada y atendida por todo lector
de Schmitt: si no tenemos en cuenta al liberalismo, la obra de Schmitt
es incomprensible2.
A la mirada de Dotti la inspira un segundo propósito, relevante
tanto para la historia de la teoría constitucional como para la
interpretación del pensamiento de Schmitt. El pensador alemán
entendería tanto el artículo 48 de la constitución de Weimar, como su
particular reflexión sobre el presidente del Reich, de manera coherente
con la visión del monarca como «poder neutro» defendida por Constant
en sus Principios de política. Uno de los núcleos fundamentales del
constitucionalismo schmittiano sería una prolongación de la
consideración del rey de la Restauración como pouvoir neutre. Schmitt
actualizaría para la constitución de Weimar las reflexiones contenidas en
Principios de política. Este vínculo representa para Dotti una «paradoja», a
la que, para que la descripción sea completa, habría que añadir el
adjetivo de ‘armónica’: “una categoría que surgió en el contexto del
esquema dualista de la monarquía constitucional del siglo XIX adquiere,
de este modo, una sustancialidad democrática y una funcionalidad
política tales, que la vuelvan idónea para custodiar la constitución
republicana” (Dotti, 2008: 323).
En este artículo, me gustaría retomar este contacto, percibido y
subrayado correctamente por Dotti: el liberalismo es algo más que una
ocasión para la polémica y hay rastros de instituciones e ideas liberales
en el constitucionalismo schmittiano. Mi perspectiva, sin embargo, se
separa sustancialmente de la lectura de Dotti. En su deseo de rehacer
los lazos entre el constitucionalismo schmittiano y el liberal, proyecto
necesario para entender el espíritu de la obra de Schmitt, Dotti ha
minusvalorado las diferencias entre el presidente schmittiano y el
monarca constantiano como defensores de la constitución. La categoría
decimonónica queda completamente transformada cuando se
democratiza. El modo como el presidente schmittiano regula los

2 Para un examen del antiliberalismo de Schmitt, cfr. S. Holmes (1993).

[126]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

conflictos es sustancialmente diferente al modo como lo hace el rey


constantiano. En su busca por detectar rasgos comunes, la propuesta de
Dotti descuida la diferencia; confusión de la que el mismo Schmitt es
responsable, al asumir que su pensamiento continúa el de Constant en
El defensor de la constitución (ver Schmitt, 1983: 213-224). Si tanto el rey de
Principios de política como el presidente de Teoría de la Constitución son
instancias políticas suprapartidistas, necesarias para resolver conflictos
políticos, la manera como ambas instituciones consiguen detenerlo es
muy diferente.
Constant considera posible alcanzar un orden formal; en el
constitucionalismo de Schmitt, en cambio, esta noción parece mucho
más difícil de admitir. El presidente ha de conseguir un orden material.
El orden que el rey consigue es puramente formal: toda verdadera
constitución necesita a un rey moderador, que se encargue de ajustar las
piezas de la máquina. Constant describe a un rey que potencialmente
podría ser el de cualquier monarquía y, de alguna manera, el de
cualquier forma política, mientras que Schmitt describe a un presidente
que gobierna y protege un orden político concreto: el descrito en la
constitución de Weimar. Por su carácter absolutamente neutro, no
existe problema en que el monarca constantiano no goce de un directo
respaldo popular, lo que lo diferencia del plebiscitado presidente
schmittiano. En Schmitt, el presidente da un orden material, concorde
al espíritu de la constitución. El Reichspräsident no solo ejerce como un
tercer superior formal, como un árbitro entre los diferentes poderes que
constituyen a la sociedad. La visión de Schmitt es más sociológica que
jurídica: al presidente se le encargar controlar intereses sociales más que
regular poderes enfrentados. Como el resultado de las decisiones del
tercer superior es siempre político, Schmitt preferirá que lo realice una
institución claramente política (como el presidente) en vez de una
institución mixta entre derecho y política (para Schmitt, el tribunal
constitucional).
Después de dejar claro este punto, en la última sección de este
capítulo, quiero reflexionar sobre un aspecto ulterior y que tiene que
ver con una crítica consciente a la tradición liberal. Desde un punto de
vista material, la perspectiva de Dotti es perfectamente acertada:

[127]
Miguel Saralegui

instituciones centrales del liberalismo clásico son aceptadas,


reinterpretadas y actualizadas por Schmitt. Sin embargo, esta
coincidencia no implica que, por varios puntos fundamentales de su
pensamiento político, la descripción de Schmitt como antiliberal haya
dejado de ser válida. En Teoría de la Constitución, Schmitt anuncia su
desacuerdo fundamental con la tradición liberal a través de una de sus
críticas más personales: «actos apócrifos de soberanía».
Este concepto es fundamental y es el que mejor describe la
ambivalente relación de Schmitt con el liberalismo. Schmitt considera
que el liberalismo no es débil. Fácticamente, el liberalismo no es
incapaz de soberanía. Sistemas políticos liberales reconocen casos de
excepción y actúan con una llamativa energía política. El error del
liberalismo no sería la falta de energía política o el universalismo
político, sino la incapacidad de justificar estas decisiones políticas
existenciales y concretas, esta violencia, en el marco espiritual del
liberalismo. El liberalismo no es débil, sino injustificadamente potente.
Protege al aparato estatal efectivamente, pero sin consideración, sin ser
capaz de establecer una coherencia entre sus principios (respeto
absoluto a los derechos individuales) y sus actuaciones en defensa del
Estado. El fallo del liberalismo es lógico: es incapaz de justificar la
violencia (como suspensión y transgresión de los derechos individuales)
que practica.
Dado que considero que este es el principio más interesante del
antiliberalismo de Schmitt, para comprender su relación con el
liberalismo de manera profunda, será necesario observar si en las obras
de pensadores liberales los actos de soberanía siempre tienen este
carácter apócrifo. Dado que el objeto de este artículo se circunscribe a
la comparación entre el pensamiento constitucional de Constant y el de
Schmitt, me limitaré a analizar la posible presencia de «actos apócrifos
de soberanía» en Principios de política. El objetivo de este examen consiste
en ver si el liberalismo es capaz de pensar actos de soberanía de manera
no apócrifa. Si Constant los justifica o, al menos, es capaz de percibir el
carácter problemático de los actos de soberanía, entonces la crítica de
Schmitt es injustificada. Sin embargo, si Schmitt está en lo cierto (al
menos en lo que se refiere a Constant), entonces su crítica debe ser

[128]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

aceptada. La aceptación de este punto antiliberal no significa que se


deban descartar automáticamente todas las instituciones y formas
políticas del liberalismo. De hecho, muchas de ellas podrán subsistir.
Sin embargo, obligarían a una reformulación sistemática. Si subsisten,
su modo de justificación no será el de la filosofía liberal, sino el de unos
principios que permitan y acepten los actos de soberanía, incluso si
luego estos se dirigen a afianzar instituciones liberales (derechos
individuales, etc.). Este tipo de racionalidad podría llevar el nombre de
«liberalismo político». Paradójicamente, la obra de un antiliberal como
Schmitt abre la posibilidad de entender políticamente el liberalismo, es
decir, un liberalismo que pueda justificar sus actos de soberanía.

Constant y la doctrina del poder neutro

Es necesario rememorar la doctrina del poder neutro defendida por


Constant. El pensador liberal la describe en el capítulo segundo de Los
principios de política. Constant propone una nueva manera de entender la
doctrina tradicional de la división de poderes. En vez de tres, divide en
cinco los poderes. Además del ejecutivo, legislativo y judicial, habría
que añadir el poder representativo de la opinión y el poder regio. A
diferencia de los otros cuatro poderes, el poder regio es un poder que
no gobierna directamente sobre la realidad, sino que gobierna sobre los
poderes. Esta interrelación del poder neutro con otros poderes, en vez
de con la realidad social, refuerza su dimensión formal. El poder neutro
del monarca se distingue por controlar y armonizar los otros poderes.
El poder real es “una fuerza que pone a los otros poderes en su lugar”
cuando estos no cooperan entre sí, cuando alguno de ellos se
sobrelimita (Constant, 1997: 324). Al describir el funcionamiento del
sistema político inglés, Constant admirará la función del monarca por
“restablecer la armonía entre los demás poderes” (ibid., 325).
Para dar concreción a la armonización de poderes, Constant recurre
a ciertos ejemplos históricos, especialmente a la constitución inglesa.
En Inglaterra, se habría evitado el mayor peligro político: “haber puesto
toda la autoridad (…) en uno de los poderes activos” (ibid., 326). De
este modo, para Constant, cualquier poder sin límite es de jure una

[129]
Miguel Saralegui

tiranía. Hay una tiranía, quizá más frecuente, del ejecutivo, pero
también puede haberla del legislativo o del judicial. Curiosamente,
Constant presta especial atención a casos históricos en los que se ha
establecido una tiranía del legislativo, como el largo parlamento inglés,
las asambleas populares de las repúblicas italianas o la Convención
francesa. La tiranía del legislativo ocurre cuando la ley, “que no debería
extenderse por todos los objetos (…), se ha extendido a todo” (ibid.,
326).
¿Por qué el rey inglés es un rey neutro? En Inglaterra, el poder
legislativo depende de las cámaras, el judicial de los jueces y el ejecutivo
de un primer ministro. El rey actúa solo cuando uno de estos poderes
actúa de modo inapropiado y el ejercicio incorrecto siempre se
identifica con la sobreactuación. Si el primer ministro se extralimita, el
rey no puede ocupar su lugar, pero sí puede destituirlo; si la cámara de
los lores trabaja de modo funesto, el rey nombra a nuevos lores; si la
cámara baja actúa de modo amenazante, el rey veta sus decisiones; si los
jueces castigan sin misericordia, el rey concederá indultos de gracia. El
poder regio es un colchón que atempera no los problemas de la
realidad, sino los excesos que causan los otros poderes del Estado
cuando se ejercen con un celo excesivo.
Este poder neutro se caracteriza por su carácter secundario. No es
activo, sino reactivo. Nunca actúa por sí mismo, sino solo cuando los
otros poderes se extralimitan. Es un poder de segunda instancia, una
especie de recurso judicial a las decisiones políticas excesivas. Este
«poder intermedio» solo empieza a actuar tras una primera acción
errónea de otro poder, como se ha visto en la descripción de la
constitución inglesa. Este carácter secundario, esta obligación de que el
poder neutro controle a los poderes y se desinterese por la realidad es el
motivo por el que la monarquía constitucional se diferencia de la
monarquía absoluta. El monarca constitucional no interviene
directamente sobre la realidad. Por este motivo, Constant describirá al
monarca como un ser carente de personalidad política, ajeno a los
deseos y a los intereses. Como ser humano, no tiene ningún interés
sobre la realidad, sino solo sobre la esfera del poder. La cima del
sistema político la encarna un actor no político:

[130]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

El rey, en un país libre, es un ser aparte, superior a la diversidad de


opiniones, no tiene ningún interés más que el mantenimiento del orden
y de la libertad, sin poder introducirse [rentrer] en la condición común,
incapaz en consecuencia de todas las pasiones que genera esta
condición (…) Esta augusta prerrogativa de la realeza expande [répandre]
en el espíritu del monarca una calma (…) que no puede ser compartida
por ningún individuo de una posición inferior (Constant, 1997: 327).

El poder neutro es un controlador de los poderes, no de la realidad.


Una metáfora puede ayudar a entender el funcionamiento del rey
constitucional constantiano. El poder neutro es un mecánico que ajusta
las piezas de la máquina del poder cuando estas se estropean, cuando
no completan las funciones que les dan sentido como parte de un
conjunto. Se trata de un mecánico, a quien no le gustan mucho los
coches, preocupado solo de que cualquier vehículo que llegue al taller
funcione de la mejor manera posible. El poder neutro es el de un
mecánico, no el de un ingeniero: en el mejor de los casos, puede hacer
funcionar el poder tal como el ingeniero lo diseñó. El poder neutro
arregla una máquina cuyo principal defecto es la tendencia de una de las
partes a dominar toda la máquina hasta hacerla explotar. Pero el poder
neutro no tiene una idea directiva. El poder neutro no tiene en cuenta
ni fines ni objetivos para arreglar la máquina. El único ideal del poder
neutro es que ninguna de las piezas de la máquina actúe en exceso.
Siempre que las partes no se sobrelimiten, el poder neutro permanecerá
inactivo y apagado. El poder neutro tiene una capacidad
completamente negativa (interviene cuando cualquiera de los otros
cuatro poderes se excede) y carece absolutamente de un contenido. El
rey constitucional no se fija del «qué», sino del «cuánto». Interviene no
cuando alguno de los otros poderes hace o propone algo en sí mismo
incorrecto, sino cuando se extralimita, cuando cualquiera de ellos realiza
más actividades, toma más decisiones de las previstas. Si el monarca de
Constant, se preocupara del «qué» más que del «cuánto», entonces el
monarca constitucional automáticamente se habría convertido en un
monarca absoluto.
Mucho antes de que Dotti escribiera su artículo, Kelsen había
percibido este nexo entre Constant y Schmitt. Había criticado la

[131]
Miguel Saralegui

propuesta de Schmitt sobre el Reichspräsident por admitir de modo


acrítico las ideas de Constant sobre la monarquía constitucional, una
institución no solo anticuada y pasada de moda, sino políticamente
ingenua. En su polémica sobre quién debe ser el defensor de la
constitución, Kelsen acusa a Schmitt de haber exhumado un “requisito
verdaderamente cubierto de polvo”, al haber reintroducido la teoría del
pouvoir neutre de Benjamin Constant (Kelsen, 2009: 296). La objeción de
Kelsen parece pertinente, sobre todo si se recuerda el carácter angélico
y apolítico que posee el rey en la descripción del poder neutro que
realiza Constant. La pregunta que Kelsen hace a Schmitt, y en
consecuencia a Constant, no tiene que ver con su carácter ideal, sino
con su posibilidad real. Un poder neutro es deseable, pero ¿existe algo
así? ¿Realmente puede haber alguien en la cima del poder sin intereses
políticos concretos? Sin duda, Kelsen considera que el poder neutro del
monarca constitucional sería algo muy positivo para garantizar el orden
político y el ajuste entre los diversos poderes. El problema es fáctico:
simplemente no existe alguien así. Este político sin pasiones, sin
intereses, sin humanidad, plenamente racional, dedicado íntegramente a
ordenar la máquina del poder, no es real.
Tanto Kelsen como Dotti consideran que el poder neutral del
monarca es asimilable a la función que el Reichstpräsident cumple en el
pensamiento constitucional de Schmitt. Si esta lectura es correcta, la
crítica de Kelsen al Reichspräsident como defensor de la constitución
debe ser admitida. Más aún, al haber introducido esta figura apolínea,
sin intereses, sin pasiones, completamente ajena a la decisión material,
Schmitt parecería haber perdido su sentido polémico y agudo, su
mirada realista. Precisamente, quiero desmentir esta impresión. El
presidente de Schmitt solo es neutro en un sentido suprapartidista, pero
su decisión se relaciona directamente con la realidad, no se encarga
exclusivamente de ajustar los poderes. El orden que impone no puede
ser neutro ni mecánico, dependiente de una consideración abstracta del
poder, sino que el orden que el presidente impone solo tiene sentido si
lo inspira el contenido material de la constitución.

[132]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

Schmitt, el Presidente del Reich y el contenido de la constitución

Para comprobar el carácter político del presidente schmittiano en


contraste con el monarca de Constant, es mejor dirigir la atención a
Teoría de la constitución que a El defensor de la Constitución, donde Schmitt
repite la formulación de Constant. En Teoría de la constitución, Schmitt
dedica al presidente del Reich unos pocos párrafos. Para Schmitt, el
artículo 48 de la constitución de Weimar hace del presidente un
dictador: “En el artículo 48 (…) se autoriza al Presidente del Reich para
adoptar todas las medidas que juzgue adecuadas para el
restablecimiento de la seguridad y el orden público. Este postulado
contiene le regulación de una dictadura típica” (Schmitt, 2006: 126). En
su debate con Kelsen, defiende que este presidente deba realizar la
función de protector de la constitución. La misma caracterización del
Reichspräsident como dictador lo aleja del monarca neutro por el que
aboga el pensamiento constitucional de Constant. Para este, existiría la
posibilidad de prever y medir, es decir de juridificar, la intervención del
monarca cuando los poderes se extralimitan. Para Schmitt, esta
previsión es imposible: no puede preverse exactamente en qué situación
el presidente deberá proteger la constitución, lo que le lleva a actuar
como un dictador.
Que Schmitt se aleja del poder propio del constitucionalismo de
Constant se comprueba en El defensor de la constitución. En esta obra,
aboga por un presidente que protege la constitución al margen de las
previsiones legales. Schmitt dice que, dado que el presidente es el único
garante de la unidad de Alemania en una situación de una gran
contradicción social –el Estado alemán sería «pluralista y policrático»–,
el presidente podrá buscar esta unidad por instrumentos no contenidos
en la constitución (Schmitt, 1983: 225). Por este motivo, Schmitt
aprueba el modo como los presidentes Ebert y Hindenburg
defendieron la constitución. Estos usaron procedimientos no recogidos
por la Constitución ni por las leyes. Schmitt aplaude que el Presidente
del Tribunal Supremo requiriera el consejo del Reichspräsident Simons,
aunque este tipo de colaboración no estaba previsto por la
Constitución. Aplaude, por último, que el presidente ejerza su
«influencia» para proteger la constitución “mediante cartas particulares”

[133]
Miguel Saralegui

(Schmitt, 1983: 224). Parece que este presidente, que entiende el


espíritu de la constitución y se salta la letra, es mucho menos neutro y
delimitado que el rey constitucional de Constant.
Para entender adecuadamente el modo como este presidente
schmittiano, a la vez dictador e intérprete último de la constitución,
ejerce el poder, es necesario comprender el modo como Schmitt
considera que se consigue la unidad política. El Reichspräsident del
artículo 48, la reinterpretación que Schmitt le da en Teoría de la
Constitución y El defensor de la constitución, solo es comprensible si se
entiende el concepto de ‘tercer superior’.
El término ‘tercer superior’ es una manera neutra pero reveladora
con que Schmitt denomina al poderoso. Aunque pertenece a la pluma
del propio Schmitt, no ha alcanzado éxito para caracterizar su doctrina
del poder. Esta fórmula terminológica se puede leer en Posiciones y
conceptos:

Todo Estado fuerte, cuando verdaderamente es un tercer superior y no


solamente algo idéntico a los económicamente fuertes, muestra su
verdadera fuerza no contra los débiles, sino contra los fuertes desde un
punto de vista social y económico. Los enemigos de César eran los
aristócratas, no el pueblo. El Estado de los príncipes absolutos tuvo
que imponerse contra los Stände, no contra los campesinos (Schmitt,
2014: 129).

El término ‘tercer superior’ nos informa de dos aspectos muy


importantes. Por un lado, el ejercicio del poder, su efectividad, posee en
Schmitt un aspecto netamente técnico, que se puede considerar formal
y hasta matemático. El poder es un tercero frente a dos intereses
cualesquiera. Este aspecto del tercer superior se vincula perfectamente a
la idea del vacío de lo político. Cualquier esfera de la vida social,
cualquier instancia de la vida humana puede realizar la función de tercer
superior en algún momento dado. No hay esferas reservadas al ejercicio
del tercer superior:

[134]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

La unidad política es la unidad suprema no porque manda de manera


omnímoda ni porque nivela todas las otras unidades, sino porque
decide y porque en su interior puede impedir que todos los otros
agrupamientos contrapuestos entren en un grado de disociación tal que
lleve a la enemistad extrema (es decir, a la guerra civil) (Schmitt, 2011-
2012: 301-302).

El tercer superior tiene un aspecto formal y cuantitativo: regula y


jerarquiza intereses contrapuestos. Sin embargo, el tercer superior
también posee un aspecto cualitativo. En el momento en que ocupa el
puesto del tercer superior, esta instancia decisiva realiza una
transformación, sobre todo de ella misma. El contenido que jerarquiza
a los grupos sociales con intereses contrapuestos se transforma en el
momento en que realiza su labor directiva. Schmitt utilizará un
concepto hegeliano, el salto de cantidad a cualidad, para comprender
esta transformación: “La tantas veces citada fórmula del salto de la
cantidad a la cualidad posee un sentido indefectiblemente político y
expresa el conocimiento de que desde cualquier «ámbito de la realidad»
se llega al punto de lo político, y con ello a una intensidad
cualitativamente nueva de la forma humana de agruparse” (Schmitt,
1998: 90; cfr. Hegel, 1982: 471-4723). ¿Qué nos revela esta
transformación? Que quien ordena no es solo una institución neutral,
una pieza del poder, sino también un contenido.
¿Por qué es importante este salto de cantidad en cualidad para
comprender la figura del Presidente del Reich y del tipo de orden que
consigue? Porque nos informa de la imposibilidad de que la acción del
poder político sea neutro. Existe una superioridad formal de la decisión,
pero en el momento que decide, quien decide –tanto el actor como el
contenido que inspira al actor–, queda automáticamente transformado.
En el caso de la protección de la constitución, este efecto
transformador provendrá del contenido constitucional. A diferencia del
monarca de Constant que sirve para todo gobierno y toda constitución,
la labor de orden del presidente schmittiano solo tiene sentido dentro
del espíritu de una constitución dada y concreta. En la medida en que la

3 Es necesario recordar que el uso del concepto hegeliano no es extraordinario.

[135]
Miguel Saralegui

decisión fundamental de la constitución de Weimar es dual –república


frente a monarquía y democracia burguesa frente a democracia
marxista–, el orden que dará el presidente del Reich no es puramente
neutro. Protegerá la constitución de modo dictatorial y político en el
momento en que intereses sociales contrapuestos, canalizados a través
de los partidos, ataquen cualquiera de estos dos principios
constitucionales.
A la lectura de Dotti, que identifica el poder neutral del rey con este
poder relativizador del presidente schmittiano, no le falta justificación
textual. En el capítulo de Teoría de la Constitución que contiene los
párrafos dedicados al Reichsprësident, hay una tensión entre una
descripción puramente neutra del orden político y una descripción
valorativa. Esta descripción neutra aparece cuando se considera que el
Presidente debe salvaguardar el orden público, lo cual aparece en su
identificación del presidente como dictador: “se autoriza al Presidente
del Reich para adoptar todas las medidas que juzgue adecuadas para el
restablecimiento de la seguridad y el orden público. Este postulado
contiene le regulación de una dictadura típica” (Schmitt, 2006: 126).
Esta cita hace referencia a un orden neutro, incluso si la dictadura
parece reforzada. El presidente aparece como un regulador de
emergencia de un orden público universal, el cual, de modo dictatorial,
se preocupa de restaurar.
Sin embargo, parecería que la labor dictatorial de este presidente
sería limitada por un contenido material: el de la decisión
constitucional. Ciertamente, sigue siendo un dictador, en la medida que
depende de su discreción la capacidad de discernir cuándo el orden
constitucional está en peligro; sin embargo, su función queda limitada a
un aspecto de la realidad. El presidente solo puede comportarse
dictatorialmente cuando se atacan las decisiones fundamentales de la
constitución. Por este motivo, es tan importante la distinción entre
«constitución» y «prescripción legal-constitucional»:

La dictadura comisaria del Presidente del Reich sirve, según el artículo


48, a la finalidad de preservar y defender el orden público, es decir, la
Constitución existente. Protección de la Constitución y protección de
cualquier prescripción legal-constitucional son cosas tan distintas como

[136]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

intangibilidad de la Constitución e intangibilidad de cualquier


prescripción legal-constitucional” (Schmitt, 2006: 126).

El presidente funciona como un dictador, pero no en un sentido


neutro, sino en uno material. Puede hacerlo solo para proteger la
constitución, no cualquier principio legal contenido en la constitución.
La consecuencia de que el presidente realice un control material es
paradójica. El presidente que protege la constitución de acuerdo al
espíritu concreto de una constitución es menos activo y dictatorial que
el presidente que protege cualquier extralimitación, cualquier
imperfección en el mecanismo de la máquina. Aunque el dictador
neutro de Constant pudiera parecer más controlado y menos
políticamente activo, esta previsión no es necesariamente correcta. Es
precisamente el contenido material, la restricción de su actividad
dictatorial a las decisiones fundamentales, lo que limita –ilimitable para
algunos autores como Agamben– al Reichspräsident como dictador
constitucional4.
Jorge Dotti ha descrito la labor del Reichspräsident como «acción
neutralizadora con propósito neutralizante». El Reichspräsident tiene un
contenido propio. Neutraliza de modo jerárquico, se enfrenta a la
realidad, a intereses sociales, a partidos que, como comunistas y nazis,
pueden poner en riesgo la constitución. Neutraliza y coordina los
diferentes poderes del Estado: hasta aquí es constantiano y jurídico.
Pero relativiza y se impone sobre intereses sociales y, cuando realiza esa
función, el presidente se comporta como un soberano que interpreta
autoritariamente la constitución. Si este presidente no es un monarca
absoluto, en el que ejecutivo y sentido constitucional se identifican en la
persona del rey, se debe a un único factor. A diferencia del monarca
absoluto, el Reichspräsident solo puede intervenir autoritariamente en los
contenidos hiperprotegidos de la constitución, en las decisiones
existenciales que un pueblo incluye en una constitución. En el

4 «Pero el fin de la república de Weimar muestra por el contrario con claridad que una

democracia protegida no es una democracia y que el paradigma de la dictadura


constitucional funciona sobre todo como fase de transición que conduce fatalmente a la
instauración de un régimen totalitario» (Agamben, 2010: 46).

[137]
Miguel Saralegui

momento en que este Reichspräsident intervenga para dirimir cuestiones


alejadas de este núcleo constitucional, no se trataría ya de un dictador
constitucional, sino directamente de un monarca absoluto, aun cuando
su comportamiento soberano esté previsto dentro de la constitución5.

El liberalismo y los actos de improcedente soberanía

En Constant y en Schmitt, existe un tercer superior que delimita y


protege el contenido constitucional. Este tercer superior es
suprapartidista, asegura la unidad política. Sin embargo, las diferencias
son importantes, lo cual aleja a Schmitt tanto de Constant como del
liberalismo. Si el Reichspräsident y el rey constitucional aseguran la unidad
política, el modo de protegerla es muy diferente. El monarca de
Constant no salvaguarda una constitución definida, sino toda
constitución posible. Vale tanto para la Roma antigua, como para la
Inglaterra moderna y la Francia futura, que prevé en sus escritos. Para
Schmitt, el Reichspräsident protege la constitución de la Alemania de
Weimar como unidad política concreta, caracterizada por su
republicanismo y derechos individuales. En el momento en que el
monarca de Schmitt se preocupara principalmente de algo abstracto y
no delimitable como el orden público –y parece que personalmente
Schmitt no tenía ningún escrúpulo en que los presidentes de Weimar
realizaran esta función–, ya no tendríamos a un presidente
constitucional, sino a un monarca absoluto. La limitación de la
intervención constitucional proviene del contenido existencial de la
constitución. Si luego el presidente protege otros contenidos, ya no lo
hará como presidente constitucional, sino como monarca absoluto
encubierto o «apócrifo», por usar un término del propio Schmitt.
Aun se pueden contar otras diferencias. Si el rey de Constant habrá
de proteger la constitución de manera jurídica –dentro de límites

5 El problema del Reichspräsident no sería el de su soberanía como garante de la

constitución, como parece sugerir Schmitt (1983: 213): “entonces ya no se trata del
defensor de la Constitución, sino del soberano del Estado». El problema lógico sería
que el garante de la constitución se comporte como un soberano absoluto, no que se
comporte de modo soberano, lo cual parece inevitable en su rol de tercer superior”.

[138]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

ontológicamente previsibles y por tanto susceptibles de ser incluidos en


una ley general–, el presidente de Schmitt defiende el espíritu de la
constitución incluso en situaciones y de maneras no directamente
previstas por una ley. Por este motivo, Schmitt llama sin ningún matiz
peyorativo ‘dictador’ al presidente y le autoriza a proteger la
constitución a través de cartas privadas. Por último, el respaldo
plebiscitario y popular marca al Reichspräsident, el cual no es necesario
para el monarca de Constant, dado que su legitimidad es técnica,
proviene de su capacidad de articular los diferentes poderes. De este
modo, la coincidencia entre el tercer superior de Constant y Schmitt es
real, pero más formal que material. En ambos pensadores, existe una
cima del poder, necesaria para corregir las inclinaciones centrífugas del
sistema político. Sin embargo, el modo como se realiza esta corrección
es diferente.
Es necesario cerrar con la doctrina de los actos apócrifos de
soberanía. A pesar de su importancia teórica, la presentación que
Schmitt hace de este concepto se concentra en unas pocas líneas de
Teoría de la constitución:

La dificultad estriba aquí en que el Estado burgués de Derecho parte de


la idea de que el ejercicio de todo el poder estatal puede ser
comprendido y delimitado sin residuo en leyes escritas, con lo que ya
no cabe ninguna conducta política de ningún sujeto –sea el Monarca
absoluto, sea el pueblo políticamente consciente–; ya no cabe la
soberanía, sino que han de ponerse en pie ficciones de distintas
especies; así ya no habrá soberanía o, lo que es igual, la Constitución
(…) será soberana. Pero, en realidad, son precisamente las decisiones
políticas esenciales las que escapan de los contornos normativos.
Entonces la ficción de la normatividad absoluta no presenta otro
resultado que el de dejar en la sombra una cuestión tan fundamental
como la de la soberanía. Y para los inevitables actos de soberanía se
desarrolla un método de actos apócrifos de soberanía” (Schmitt, 2006:
123).

Aunque no le da este nombre, Constant incluye de modo consciente


este problema en Principios de política. En el capítulo primero, dedicado al
problema de la soberanía del pueblo, Constant ha esbozado una teoría

[139]
Miguel Saralegui

de los límites del poder constituyente. Sea monárquico, aristocrático o


popular, la soberanía deberá ejercerse de modo limitado. ¿Cuáles son
los límites? El respeto a los derechos individuales, auténtico núcleo
existencial del liberalismo, cuya protección está encomendada a la
política. En el momento en que estos sean conculcados, Constant
autoriza a los ciudadanos a convertirse en rebeldes y resistir a esta
soberanía salvaje. Hasta este momento, Constant es un liberal
revolucionario. No hay soberanía apócrifa, simplemente no hay
soberanía de jure cuando se han traspasado ciertos límites. Cuando esta
se extralimite, Constant autoriza la disolución de la política.
Sin embargo, al final de ese capítulo primero, Constant introduce
una consideración prudencial según la cual los ciudadanos no deberán
hacer saltar la alarma de la rebelión ante la mínima incomodidad de los
derechos individuales:

Le debemos a la paz pública muchos sacrificios; nosotros nos


volveríamos culpables a los ojos de la moral si, por una adhesión
demasiado inflexible a nuestros derechos, nos resistiéramos a todas las
leyes que nos parecieran implicar algún perjuicio [atteinte]. (…) En tanto
una ley, aunque mala, no nos haga depravados, en tanto que la
autoridad no nos exija sacrificios que nos hagan viles y feroces,
podremos suscribirla (Constant, 1997: 318).

Constant admite que es obligatoria la obediencia de leyes mediocres.


Autoriza, sin embargo, la desobediencia de leyes viles. En la medida en
que las leyes que nos depraven sean aquellas que atacan los derechos
individuales, parece que Constant no se ha convertido en un
reivindicador de los actos apócrifos de soberanía por parte del Estado
liberal, sino en un defensor del liberalismo como ideología
revolucionaria, como autorización permanente a la rebelión, como
instigador de que el orden político injusto salte por los aires. Por
supuesto, para Schmitt, carece de todo sentido la rebelión. No hay
contenidos sagrados que la política deba respetar. Como Hobbes, el
soberano merece todo respeto en el foro externo. Frente a Constant,
Schmitt aquí es un abogado del orden, de la imposibilidad de una
existencia política que depende de la aprobación de los súbditos.

[140]
Benjamin Constant y Carl Schmitt

Este liberalismo de Constant puede ser más coherente y


revolucionario, pero sigue conformando una ideología alejada del
constitucionalismo de Schmitt, de su sentido político y realista. El
liberalismo sigue sin ser político. No comprende la política como
realidad estable; la legitimidad es siempre débil. Aunque la teoría de
Constant sea inmune al acto injusto de soberanía censurado por
Schmitt, normativamente no es problemática. La política desaparece en
el momento en que no le es conveniente al agente que la crea, es decir:
a los individuos. Se trata de una postura quizá caprichosa de la
existencia política, pero es coherente.
El problema de este liberalismo revolucionario vendría de la
facticidad. ¿Realmente los individuos se comportan de modo
constantiano? ¿No es demasiado normativa su postura? Un análisis de
la historia de la política de los últimos dos siglos y medio, ya
formateados por una ideología similar a la incluida en Principios de
política, nos muestran individuos que no son rebeldes, que mantienen la
obediencia, a veces ante legislaciones «viles y depravadas». Este
liberalismo hiperlegitimador de la rebelión se ha alejado de la realidad,
se ha pasado al campo de las ideologías que definen proyectos
puramente utópicos, que tienen poco que ver con la realidad. Aunque
no valide actos apócrifos de soberanía, sigue sin poder explicar el
funcionamiento de la soberanía. Descartado el de los actos apócrifos de
soberanía, ese sería el reproche que Schmitt podría haber escrito contra
un Constant tan temeroso de la soberanía que se olvida de explicar su
funcionamiento.

Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio (2010). Estado de excepción. Homo Sacer, II, 1 (trad. F. & I.
Costa). Buenos Aires: Adriana Hidalgo. [Stato di Eccezione. Homo sacer, 2,1,
2003].
CONSTANT, Benjamin (1997). Principes de politique, en id., Écrits politiques. Paris:
Gallimard [ed. original 1815].
DOTTI, Jorge (2008). “La cuestión del poder neutral en Schmitt”. Kriterion, nº
118, pp. 309-326.

[141]
Miguel Saralegui

HEGEL, Georg W.F. (1982). La ciencia de la lógica (trad. A. & R. Mondolfo).


Buenos Aires: Solar/Hachette. [Wissenschaft der Logik, 3 vols., 1812-1816].
HOLMES, Stephen (1993). The Anatomy of Antiliberalism. Harvard: Harvard
University Press.
KELSEN, Hans (2009). “¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?”, en
C. Schmitt y H. Kelsen, La polémica Schmitt/Kelsen sobre la justicia constitucional
(trad. R.J. Brie). Madrid: Tecnos. [Wer soll Hüter der Verfassung sein?, 1931].
SCHMITT, Carl (1983). La defensa de la Constitución (trad. M. Sánchez Sarto).
Madrid: Tecnos. [Der Hüter der Verfassung, 1931].
___ (2006). Teoría de la Constitución (trad. F. Ayala). Madrid: Alianza.
[Verfassunglehre, 1928].
___ (2014). “Wesen und Werden des faschistischen Staaten”, en id., Positionen
und Begriffe im Kampf mit Weimar-Genf-Versailles 1923-1939, pp. 124-130.
Berlin: Duncker u. Humblot.
___ (2011-2012). “Ética del Estado y Estado pluralista” (trad. J.E. Dotti), Deus
mortalis, vol. X, pp. 291-307. [“Staatsethik und pluralistischer Staat”, 1930].
___ (1998). El concepto de lo político. Madrid: Alianza. [Der Begriff des Politischen,
1932].

[142]
CAPÍTULO 5

Benjamin Constant y Michel Foucault:


sobre la libertad de los antiguos y
la libertad de los modernos

Osvaldo Javier López Ruiz


Pablo Martín Méndez

“La humanidad no ha envejecido por más de


veinte siglos sin cambios de carácter”
(B. Constant, 1802-06; 2003: 359).

“Pero la experiencia me ha enseñado que la


historia de las diversas formas de racionalidad
resulta a veces más efectiva para quebrantar
nuestras certidumbres y nuestro dogmatismo que
la crítica abstracta”
(M. Foucault, Stanford, oct. 1979; 1991b: 137).

“Rousseau, un enamorado de la libertad, fue


utilizado durante la revolución francesa para
construir un modelo social de opresión. A Marx
le hubiera horrorizado el estalinismo y el
leninismo. Mi papel –y ésta es una palabra
demasiado enfática– consiste en enseñar a la
gente que son mucho más libres de lo que se
sienten, que la gente acepta como verdad, como
evidencia, algunos temas que han sido
construidos durante cierto momento de la
historia y que esa pretendida evidencia puede ser
criticada y destruida. Cambiar algo en el espíritu
de la gente, ése es el papel del intelectual”
(M. Foucault, Vermont, oct. 1982; 1991a: 143).

[143]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

Se acaban de cumplir dos siglos desde que Benjamin Constant


pronunciara su famosa conferencia “De la libertad de los antiguos
comparada con la libertad de los modernos” en el Ateneo de París
(Constant: 1989a). Ya en su mismo título, la conferencia plantea un
interrogante sumamente estimulante, que no sólo atañe a Constant y
sus escritos, sino además a gran parte del pensamiento liberal de
comienzos del siglo XIX. Ese interrogante podría ser planteado del
siguiente modo: ¿es posible pensar y, sobre todo, ejercer nuestras
libertades al margen del contexto histórico en el cual nos encontramos
situados? Se trata sin duda de una cuestión de enorme trascendencia; en
primer lugar, porque invoca unos de los dilemas más persistentes –y
por tanto de difícil resolución– de la historia de las ideas; pero además,
por la actualidad que tiene todavía para nosotros, los hombres y
mujeres que transitamos las primeras y complejas décadas este siglo
XXI.
El presente capítulo invita a seguir pensado los interrogantes
generados por la conferencia de Constant. Para ello, propone releerlos a
la luz de los trabajos de Michel Foucault (1926-1984), buscando no
tanto una interpretación aggiornata al pensamiento de estos tiempos
como el establecimiento de canales de diálogo entre dos figuras que
supieron condensar, cada cual a su manera, los desafíos intelectuales de
su época. Nuestra propuesta se dividirá en tres grandes ejes. En primer
lugar, exploramos los posibles canales de diálogo entre Constant y
Foucault, remarcando tanto sus puntos de contacto como sus
diferentes perspectivas en relación al problema de la libertad. En
segundo lugar, presentamos los análisis foucaultianos sobre las prácticas
de libertad en el mundo antiguo y el mundo moderno, para detenernos
posteriormente en las formas de subjetivación abiertas por el
cristianismo como lugar donde se enmarcan, todavía hoy, nuestras
formar de entender y practicar la libertad. En tercer lugar, observamos
la inserción de algunas de las ideas de Constant en el liberalismo de
fines del siglo XVIII, advirtiendo que este no es simplemente una
doctrina jurídico-política, sino además un modo de articular las
prácticas gubernamentales con las libertades individuales. Finalmente, el
capítulo concluye con una reflexión –y sobre todo una serie de
interrogantes– acerca de nuestras libertades actuales.

[144]
Benjamin Constant y Michel Foucault

Cabe aclarar que el eje trasversal de todo este capítulo es


precisamente aquel que, según entendemos, permite establecer un
diálogo entre Constant y Foucault. Nos referimos a la necesidad de
pensar nuestras libertades atendiendo a los desafíos del presente al cual
pertenecemos, sin extrapolaciones históricas, pero también sin olvidar
que esas libertades siempre tienen un límite que puede franquearse. La
libertad, en tal sentido, no es un universal abstracto o un elemento
invariable de la historia. Antes bien, la libertad es una práctica
históricamente puesta en disputa, una práctica que no sólo pone un
límite al poder, sino que además resulta necesaria para el propio
ejercicio del poder.

Constant y Foucault: ¿un diálogo posible?

Antes de avanzar en el desarrollo de este capítulo, convendría


responder una pregunta: ¿por qué convocar a un «diálogo» entre
Benjamin Constant y un filósofo e historiador francés del siglo XX
como Michel Foucault? La respuesta no parece obvia. En primer lugar,
porque Foucault nunca llegó a «dialogar» directamente con Constant,
pero tampoco, hasta donde hemos podido constatar, lo hizo con su
obra. Si bien Foucault recurre constantemente a la historia como
insumo fundamental, lo cierto es que su obra se centra primero en los
siglos XVII y XVIII, luego en el mundo helenístico y romano de los
primeros siglos de nuestra era, para abordar, finalmente, la ética del
mundo antiguo, especialmente de la Grecia Clásica1. Así pues, no se
puede soslayar aquí el hecho de que Foucault nunca se dedicara a
abordar sistemáticamente el siglo XIX2, justamente el siglo que tuvo en

1 Hay sin embargo un momento de la obra de Foucault que excede esos cortes

temporales. Nos referimos al curso Nacimiento de la biopolítica, dictado en el Collège de


France a principios de 1979 (ver Foucault, 2008). Se trata de un curso bastante singular
no sólo en relación a la obra de Foucault, sino también para el análisis de nuestro
presente, puesto que allí se desarrolla un extenso estudio sobre la irrupción del
neoliberalismo en Alemania y los Estado Unidos. Ese curso, como bien sabemos, es el
único lugar donde Foucault aborda un tema que le resulta contemporáneo.
2 En Nacimiento de la biopolítica, el propio Foucault (2008: 96) afirma, a propósito del

salto temporal del siglo XVIII al siglo XX: “Voy a dar por lo tanto un salto de dos

[145]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

Constant una voz de importancia fundamental para los debates en


torno a la mejor forma de organización política que se dieron después
de la Revolución Francesa.
A pesar de sus elecciones temáticas y sus métodos de trabajo
diferentes, Foucault no habría sido para nada indiferente a la pregunta
de si existe libertad al margen de la historia. Recordemos, en primer
lugar, que su cátedra en el Collège de France llevaba el pomposo título de
‘Historia de los sistemas de pensamiento’. Sin embargo –y como el
mismo Foucault se encargó de aclarar en varias ocasiones– no se
trataba de una historia de las ideas políticas o filosóficas, ni tampoco de
una historia de las mentalidades o de las representaciones –fuera esta un
análisis de las ideologías o el análisis de los valores representativos de
un sistema de representaciones (ver Foucault, 2009: 18-22). El interés
primordial de Foucault consistía en estudiar las relaciones entre verdad,
poder y subjetividad. ¿Cómo se expresan estas relaciones en las
prácticas concretas de los individuos y de qué manera acaban
constituyendo ‘experiencias’ importantes en nuestra cultura? Tal es el
problema que recorta transversalmente toda su obra. Dicho en los
términos del propio Foucault, es también el estudio de la correlación,
dentro de una cultura determinada, entre un dominio de saber, un tipo
de normatividad y formas de subjetividad. Se trata de descifrar cómo se
constituyeron en Occidente determinadas experiencias que ligan un
campo de conocimiento (con conceptos, teorías, disciplinas diversas),
un conjunto de reglas (que distinguen lo permitido y lo prohibido, lo
natural y lo monstruoso, lo normal y lo patológico, lo decente y lo
indecente) y un modo de relación del individuo consigo mismo y con
los otros. Según Foucault (2013: 188-189), ello no remite a otra cosa
que al problema del pensamiento:

Por ‘pensamiento’ entiendo lo que instaura, bajo diversas formas


posibles, el juego de lo verdadero y lo falso y que, por consiguiente,
constituye al ser humano como sujeto de conocimiento; lo que funda la
aceptación o el rechazo de la regla y constituye al ser humano como

siglos, pues no tengo la pretensión de mostrarles, por supuesto, una historia global,
general y continua del liberalismo del siglo XVIII al siglo XX”.

[146]
Benjamin Constant y Michel Foucault

sujeto social y jurídico, y lo que instaura la relación con uno mismo y


con los otros y constituye al ser humano como sujeto ético (…). No
hay experiencia que no sea una manera de pensar y que no pueda
analizarse desde una historia del pensamiento 3.

Como vemos, para Foucault la historia es tanto un material –vale


decir, un objeto de descripción– como también la base de un método,
al que definirá en incontables ocasiones como método arqueológico y
genealógico. La base de este método reside en la puesta en suspenso de
todos los ‘universales’, incluyendo por supuesto las categorías de las
cuales suele servirse el análisis histórico –desde el Estado y la sociedad
hasta la figura misma del individuo. Desde una perspectiva
metodológica semejante, es evidente que la libertad no puede ser
considerada como un universal, como una esencia, como una sustancia
o como un a priori de nuestros análisis. Antes bien, la libertad se
produce y define en un contexto histórico determinado4. Es por eso
que, al menos a grandes rasgos, tanto para Foucault como para
Constant la libertad no puede ser pensada al margen de tal o cual
coyuntura histórica.
No olvidemos que Constant (1989a: 270) cuestiona a los jacobinos
el haber basado sus teorías en las obras de Rousseau y del abate Mably,
considerándolos como pensadores que “no habían reparado en los
cambios que suponen dos mil años en las inclinaciones del género
humano”. Lo que Constant critica, básicamente, es la extrapolación de
una idea de libertad del mundo antiguo a los tiempo modernos y el
trasplante –palabra del propio Constant (1989a: 277)– de ciertas
instituciones de gobierno pertenecientes al primero –entre estas, la
censura y el ostracismo. Como hace notar Godoy Arcaya (1995: 5),

3 Sobre su proyecto general de una ‘historia del pensamiento’, cfr. Foucault (2009: 18-
22, 57-58). Sobre el largo proceso de redefinición de su problema de investigación, cfr.
López Ruiz (2014: 195-201).
4 De hecho, raras son las ocasiones en que Foucault habla sobre ‘la’ libertad a secas.

Conforme a su terminología, convendría hablar más bien de “prácticas de libertad”, que


“serán necesarias para que este pueblo, esta sociedad, estos individuos, puedan definir
formas válidas y aceptables de existencia o formas válidas y aceptables en lo que se
refiere a la sociedad política” (Foucault 1999b: 394-395).

[147]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

Constant analiza la retórica revolucionaria y descubre en ella la huella


constante de la libertad de los antiguos. Esa huella estaría sobre todo
presente en el discurso de los jacobinos, que aspiraba a recrear las
virtudes públicas de la antigüedad para dar contenido moral a la
construcción de la república moderna que emergía de la Revolución
Francesa. Según Constant, la extemporaneidad de las propuestas
jacobinas –inspiradas mayormente en Rousseau– reside en no
considerar la aparición, a finales del siglo XVIII, de grandes
comunidades, la desaparición de la esclavitud –al menos en Europa–, la
diversificación de la división del trabajo y la falta de tiempo y de
disposición para los asuntos públicos por parte de las grandes mayorías.
Se trata, en pocas palabras, de fenómenos ligados al surgimiento de una
sociedad mercantil moderna.
Puede que Foucault hubiese estado de acuerdo con la afirmación de
que “la humanidad no ha envejecido por más de veinte siglos sin
cambios de carácter” (Constant, 2003: 359). Sin embargo, otra cosa es
decir, como de hecho decía Constant, que “el individuo fue
enteramente sacrificado a la colectividad” y que “los antiguos, (…) no
tenían ninguna noción de derechos individuales” (2003: 351). En este
punto, Foucault pondría la mirada sobre el individuo invocado por
Constant, preguntándose no sólo si es posible extrapolar al mundo
antiguo el sentido moderno de la privacidad de las relaciones personales
surgido con el Renacimiento y la Reforma, sino la propia noción de
‘individuo’ en tanto universal constante e inmutable. Como trataremos
de mostrar a continuación, para Foucault el individuo también es un
producto de la historia. Por otra parte, a diferencia de lo que pensaba
Constant y muchos de sus contemporáneos, Foucault entiende que la
libertad individual fue muy importante para los griegos, siendo el
cuidado de la libertad un problema constante y fundamental en el
marco de la cultura antigua.
Cabe señalar que, desde la perspectiva de Foucault, la tarea de la
filosofía consiste en hacer una ontología del presente –o también, una
“ontología histórico-crítica de nosotros mismos” (Foucault, 1999a: 347-
351). Así pues, si es siempre el presente el que justifica sus recorridos
por la historia, Foucault no sólo se preguntaría por las diferencias entre

[148]
Benjamin Constant y Michel Foucault

la libertad de los antiguos y de los modernos del siglo XIX, como lo


hace Constant respecto de su presente, sino que esta comparación entre
el ethos moderno y el ethos antiguo de la libertad tendrá sentido en
función de una reflexión sobre la libertad en nuestra actualidad, vale
decir, la libertad ejercida entre fines del siglo XX y principios del siglo
XXI.

La libertad para Constant y para Foucault

Para Constant (1989a: 278), la libertad individual es “la verdadera


libertad moderna”. “La seguridad y la libertad individual están por
delante del interés público” (Constant, 2003: 364) y de la autoridad del
cuerpo social que primaba en el caso de los antiguos. Conforme a esta
concepción, lo que los antiguos consideraban libertad era, en realidad,
el ejercicio de una forma colectiva pero directa de la soberanía. Ahora
bien, el disfrute de ese derecho y el reconocimiento que implicaba la
participación directa en el ejercicio del poder político, llevaba consigo
un peligro: el de la completa sumisión del individuo a la autoridad del
conjunto. Puesto en estos términos, el precio que los antiguos pagaban
por su libertad política era que “la autoridad del cuerpo social se
interponía y entorpecía la voluntad de los individuos”, dado que, en el
mundo antiguo, “todas las actividades privadas estaban sometidas a una
severa vigilancia; nada se dejaba a la independencia individual, ni en
relación con las opiniones, ni con la industria, ni, sobre todo, con la
religión” (Constant, 1989a: 260). Por contraste, el objetivo de la libertad
de los modernos “es la seguridad de los disfrutes privados y llaman
libertad a las garantías concedidas por las instituciones a esos disfrutes”
(ibid., 269). En sus Principios de política, Constant (1989b: 186) había
señalado que “lo que impide que haya arbitrariedad es la observancia de
las formas”, dejando claro con ello la incompatibilidad entre un
gobierno considerado bajo la razón de su institución y el ejercicio
arbitrario del poder. Para Constant (2003: 369), “el gobierno está en su
lugar correcto sólo cuando es un freno”, y es la propia libertad política
la que “sirve de barrera al gobierno” (ibid., 391), que debe respetarla
como parte de la libertad individual.

[149]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

No se trata de apoyar todo el sistema de equilibrios y contrapesos


gubernamentales en la libertad individual. Lejos de una visión tan
ingenua –quizá más vinculada con el liberalismo económico de aquella
época–, Constant advierte que “el peligro de la libertad moderna
consiste en que absorbidos por el disfrute de nuestra independencia
privada y por la búsqueda de nuestros intereses particulares,
renunciemos con demasiada facilidad a nuestra participación en el
poder político” (1989a: 282-283). El desafío consiste, entonces, en
aprender a combinar la libertad individual y la libertad política, sin
renunciar a ninguna de las dos. Sin embargo, la diferencia central que
enfatiza Constant entre ambas libertades es que el hombre antiguo se
creía más libre “cuanto más tiempo y energía consagraba a sus derechos
políticos”, mientras que el hombre moderno aprecia la libertad en
función de cuánto tiempo libre para los asuntos privados le deje el
ejercicio de sus derechos políticos (1989a: 281).
Habíamos adelantado que Foucault no define ni teoriza la ‘libertad’
como un universal abstracto. Ahora podríamos añadir, siguiendo la
caracterización de su colega y amigo personal, el historiador Paul
Veyne, que Foucault era un pensador escéptico y que, como tal, sólo
creía en la verdad de los hechos, de los innumerables hechos históricos,
pero jamás en la verdad de las ideas generales, ya que no admitía
ninguna trascendencia fundadora (Veyne, 2011: 9). Por su parte,
Foucault (2008: 359-360) decía seguir las reflexiones críticas de Veyne
sobre los universales históricos, adhiriendo a la necesidad de desconfiar
de ellos y poner a prueba un método nominalista en historia que los
ponga en suspenso. En otras palabras, para Foucault la ‘libertad’ no es
un universal susceptible de aplicarse a todos los sistemas concretos. La
libertad que interesa a Foucault siempre surge de una práctica específica
y está situada y definida histórica y geográficamente. Así pues, sobre la
libertad para los griegos, Foucault (1999b: 397-399) afirmará lo
siguiente:

Para los griegos, la libertad individual era algo muy importante –al
contrario de lo que dice ese tópico, más o menos derivado de Hegel,
según el cual la libertad del individuo carece de importancia frente a la
hermosa totalidad de la ciudad–: no ser esclavo (de otra ciudad, de los

[150]
Benjamin Constant y Michel Foucault

que nos rodean, de los que nos gobiernan, de las propias pasiones) era
un tema absolutamente fundamental. El cuidado de la libertad ha sido
un problema esencial y permanente durante los ocho magnos siglos de
la cultura antigua (…). Los griegos, en efecto, problematizaban la
libertad, y la libertad de los individuos, como un problema ético. Pero
ético en el sentido en que podrían entenderlo los griegos: el ethos era la
manera de ser y la manera de comportarse. Era un modo de ser del
sujeto y una manera de proceder que resultaba visible a los otros 5.

Es interesante notar cómo –de acuerdo a la lectura de Foucault


sobre los griegos–, ‘ser esclavo’ ponía en el mismo plano de
significación la dependencia y el sometimiento a un poder extranjero, a
los gobernantes, a la opinión de los otros, así como también el
sometimiento y la dependencia de los propios apetitos y pasiones. En
este sentido, ser esclavo es caer en una relación de dominación, ya sea
frente a un otro externo como también ante aquellos deseos y apetencia
personales que se vuelven inmanejables, incontrolables. Foucault funda
su lectura de la Grecia antigua en el imperativo socrático que dice a
cada ciudadano de la polis «ocúpate de ti mismo»; imperativo que debe
ser interpretado en el sentido de “fúndate en libertad, mediante el
dominio de ti” (Foucault, 1999b: 415). Para el filósofo francés, “el
cuidado de sí ha sido, en el mundo grecorromano, el modo en que la
libertad individual –o la libertad cívica, hasta cierto punto– se ha
reflexionado como ética” (ibid., 396). A este respecto, Foucault
agregará:

considero que, entre los griegos y los romanos –sobre todo entre los
griegos–, para conducirse bien, para practicar como es debido la
libertad, era preciso ocuparse de sí, cuidar de sí, tanto para conocerse
–y tal es el aspecto con el que se está más familiarizado del gnôthi
seautón– como para formarse, para superarse a sí mismo, para dominar
los apetitos que corren el riesgo de arrastrarnos (ibid., 397).

La libertad de los antiguos es concebida entonces como la condición


ontológica de la ética. Por eso, de lo que se trataba era de practicar la

5 Como señalara Veyne (1995: 269), “Foucault ha acabado sintiendo por la antigüedad
greco-romana una atracción tan viva como su maestro Nietzsche”.

[151]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

libertad éticamente; es la ética como forma reflexiva adoptada por el


ejercicio de la libertad. En esta particular relación de mutua
dependencia y determinación entre ética y libertad se inscribió el
imperativo «cuídate a ti mismo».

Considero que –concluye Foucault–, en la medida en que la libertad


significa, para los griegos, la no-esclavitud –lo que en todo caso
constituye una definición de libertad bastante diferente de la nuestra– el
problema ya es completamente político. Y es político en la medida en
que la no-esclavitud es, a los ojos de los otros, una condición: un
esclavo no tiene ética. La libertad es, por tanto, en sí misma política. Y
además conlleva también un modelo político, en la medida en que ser
libre significa no ser esclavo de sí mismo y de sus apetitos, lo que
significa que se establece consigo mismo una cierta relación de
dominio, de señorío, que se llamaba arché (ibid.).

Si bien queda clara cuál es la definición de libertad para los antiguos,


así como también –y en este punto Foucault es enfático– que esa
definición resulta bastante diferente de la nuestra, queda todavía por
explicar cuál es la definición de libertad aplicable a los modernos del
siglo XIX. Y, por otra parte, ¿puede ser la misma la definición de
libertad que proponía Constant hace dos siglos que la de quienes
habitamos el mundo en el siglo XXI? Como ya adelantamos, Foucault
no aborda directamente el significado de la libertad para los modernos,
pero sí estudia el surgimiento del liberalismo en el siglo XVIII.
Dejaremos para la última sección este asunto central para nuestra
discusión. Pero antes, no podemos soslayar lo que para Foucault es una
diferencia fundamental entre los individuos antiguos, los modernos y
los actuales: esto es, la forma en que cada tipo de individuo ha sido
subjetivado a lo largo de la historia y de qué manera el poder se ejerce
en relación a las formas históricas de subjetivación.

Del individuo al sujeto: la subjetividad como producto histórico

Si afirmamos que el sujeto está en el centro de todas las


investigaciones de Foucault, provocaríamos seguramente la perplejidad

[152]
Benjamin Constant y Michel Foucault

de algunos de sus lectores. Sin embargo, es Foucault quien, haciendo en


los años 1980 una lectura retrospectiva, coloca al sujeto en el centro de
sus investigaciones. Es verdad que después del la publicación de sus
dos libros más conocidos –Vigilar y castigar en 1975 y el primer volumen
de La historia de la sexualidad en 1976–, Foucault se volvió una especie de
celebridad mundial y pasó a ser presentado como «el filósofo del
poder»6. Sin embargo, Foucault (2001: 241-242) realizaría la siguiente
declaración algunos años más tarde:

Me gustaría decir, ante todo, cuál ha sido la meta de mi trabajo durante


los últimos veinte años. No he estado analizando el fenómeno del
poder, ni elaborando los fundamentos de este tipo de análisis. Mi
objetivo, en cambio, ha sido crear una historia de los diferentes modos
a través de los cuales, en nuestra cultura, los seres humanos se han
convertido en sujetos. Mi trabajo ha tratado tres modos de objetivación
que transforman a los seres humanos en sujetos (…). Así que no es el
poder, sino el sujeto, el tema general de mi investigación.

Ahora bien, es importante aclarar cuál es el sujeto que reaparece en el


centro de las investigaciones de Foucault. Ciertamente, no es un ‘Sujeto’
universal y a-histórico, sino un sujeto históricamente producido.
Aunque quizá sea más ajustado decir que el interés de Foucault reside
en el desarrollo de un proceso de subjetivación que moldea y construye
un determinado tipo de subjetividad –o sea, una determinada forma de
ser sujeto–, que se modifica con el devenir de la historia, adquiriendo
características diferentes en cada contexto espacio y socio-cultural. A
ello debemos añadir que la conformación de una determinada
subjetividad no sólo está en relación con el poder, sino además con la
verdad; por supuesto, no una Verdad trascendental ni universal, sino
con una verdad devuelta a la historia. Así, tenemos el tríptico verdad-
poder-sujeto como una constante en la obra de Foucault. Ciertamente,
el sujeto es el tema general de esa obra, pero siempre en relación con los
otros dos temas. Dicho de otro modo, no hay sujeto ajeno a las

6 Con motivo de la visita de Foucault a los Estados Unidos la revista Times titulaba, en
su número del 16/11/1981: “France’s philosopher of power: Elusive and exasperating,
Michel Foucault has a growing cult”.

[153]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

relaciones de poder como tampoco hay relación entre el sujeto y poder


que no ponga en juego una verdad.
Ahora bien, el término ‘subjetividad’ adquiere en Foucault un
sentido más restringido y delimitado, aludiendo a las discontinuidades o
rupturas que se producen en determinados momentos históricos. Si
bien las investigaciones de Foucault recorren épocas distintas y
generalmente distantes entre sí, hay algunas que vale la pena destacar.
En primer lugar, los momentos de conformación del cristianismo. Se
trata de una situación decisiva para la historia de Occidente, puesto que
el individuo es convertido en ‘sujeto’, vale decir, en alguien sujetado a
una verdad sobre sí mismo y a la obligación permanente de decir la
verdad sobre sí mismo. Ahora bien, como veremos, no será en los
primeros siglos del cristianismo, sino varios siglos después de haberse
instituido y diseminado, que va a nacer, propiamente, el ‘sujeto’. Esto
ocurrirá en los monasterios a partir del desarrollo de ciertas técnicas de
espiritualidad –que recuperan y transforman algunas técnicas ya existentes
en la antigüedad. Lo que va a nacer a partir de allí es la subjetividad
propiamente dicha: la subjetividad cristiana y, con ella, la subjetividad
occidental caracterizada por una particular forma de relación con la
verdad, que debe ser buscada por cada sujeto dentro de sí mismo y a la
cual cada sujeto debe sujetarse.

Modos de «subjetivación» antigua y moderna

En función de lo que acabamos de mencionar, no es del todo


correcto hablar de subjetividad cuando nos referimos al mundo
antiguo. La subjetividad, stricto sensu, es un acontecimiento producido
más o menos a partir del siglo IV d.C. con las técnicas de confesión y
examen de conciencia practicadas en los monasterios. De ahí que
Foucault se pregunte por el modo de subjetivación previo a la
‘invención del sujeto’ –o, más precisamente, previo a las formas de
subjetivación que conocemos. La búsqueda de respuesta a esta pregunta
fue lo que motivo su ‘trip greco-latino’, tal como él mismo llamó al
desplazamiento de su objeto de estudio primero hacia el mundo

[154]
Benjamin Constant y Michel Foucault

helenístico y romano y luego hacia la Grecia antigua en los cursos


dictados en el Collège de France entre 1981 y 1984.
En términos estrictos, los griegos no habían conocido la
subjetividad, ni tenían una noción que le correspondiese en forma
exacta7. La noción más próxima habría sido la de bios; noción que, no
obstante, tenemos dificultad para aprehender en todos sus sentidos
debido, justamente, a la procedencia cristiana de nuestras formas de
subjetividad. Para los griegos, el bios es la vida calificable, la vida con sus
accidentes, sus necesidades, la vida tal como la puede hacer uno mismo
en función de sus decisiones. El bios remite así al curso de la existencia,
pero indisociablemente ligado a la posibilidad de guiarlo, de
transformarlo, de dirigirlo en tal o cual sentido, siendo correlativo a la
posibilidad de modificar la vida conforme a los principios del arte de
vivir. Dicho en términos de Foucault, lo que caracteriza al bios no es ni
el estatus, ni la actividad, ni las cosas que hacemos o que manipulamos:
es la forma de relación que se decide tener entre el sí mismo y las cosas;
la manera en la que uno inserta su propia libertad, sus propios fines, su
proyecto propio dentro de las cosas mismas; o la forma en la que se las
pone en perspectiva y se las utiliza. El bios, concluirá nuestro autor, es la
subjetividad griega8.
Por eso, es sobre el bios que se apoyan las artes de conducirse del
mundo antiguo: todas las artes y las tekhnai que los griegos –y los latinos
después de ellos– han desarrollado y que están relacionadas con una
transformación de sí pensada y racional. Al estudiar la experiencia de la
sexualidad en el mundo antiguo, Foucault (2016: 44-45) observa que en
todas las sociedades humanas, además de las técnicas de producción, de

7 Sin embargo, en un sentido más laxo, vamos a encontrar hablar a algunos

comentadores de “modo de subjetivación antiguo” para referirse al mundo griego y


greco-romano, entendiendo por ello una construcción de sí, un cuidado de sí, pensado
como ejercicio de una libertad y en forma contrapuesta al modo de subjetivación
cristiano que conduce a una renuncia de sí. Véase al respecto López Ruiz (2018: 309, n.
8).
8 Sobre el significado de bios para los griegos, nos remitimos a Foucault (2014: 36-37 y

253-255 especialmente).

[155]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

significación y de dominación, hay un tipo de “técnicas” o


“tecnologías” de sí9:

técnicas que permiten a los individuos efectuar por sí sólo o con ayuda
de otras personas una serie de operaciones sobre sus propios cuerpos,
sus propias almas, sus propios pensamientos, su propia conducta, y
hacerlo de manera tal de transformarse, modificarse y alcanzar cierto
estado de perfección, de felicidad, de pureza, de poder sobrenatural,
etc.10.

En este marco, la novedad que veremos surgir alrededor del siglo IV


con el monacato, será el acoplamiento entre la verbalización detallada
de la falta y la exploración de uno mismo. Son dos procedimientos que
habían aparecido con el cristianismo. El primero de ellos se da en la
práctica de la confesión, mientras que el otro será la exploración de sí
mismo –y la búsqueda y develación de un conocimiento oculto sobre
sí– a través del examen de conciencia11. Esto va a marcar el comienzo
del largo proceso en el que se elabora la subjetividad del hombre
occidental.
La subjetividad es entendida entonces como un modo de relación de
uno consigo mismo. Se trata de un acoplamiento de un “decir la verdad
sobre uno mismo” que tiene la función de borrar el mal y de un “pasar
uno mismo” de lo desconocido a lo conocido. En este proceso, al

9 Según las traducciones, también pueden encontrarse referidas como “tecnologías del

yo”.
10 Foucault (2014b: 37) también las definirá más adelante diciendo que “se trata, en

todas estas prácticas, de procedimientos pensados, elaborados, sistematizados que se


enseñan a los individuos de manera que ellos puedan, por la gestión de su propia vida,
el control y la transformación de sí mismos, alcanzar un cierto modo de ser”.
11 Foucault advirtió, en más de una oportunidad, sobre la tentación de trazar una

filiación directa entre los grandes preceptos de la filosofía antigua y la práctica cristiana.
En el caso del examen de conciencia, por ejemplo, demuestra por qué son muy
diferentes en su sentido y objetivos para la dirección greco-romana y para el
cristianismo respectivamente. Así, concluye señalando que “la subjetivación del hombre
occidental es cristiana, no es grecorromana” (Foucault, 2014a: 269). Sobre las
diferencias entre las prácticas de examen y dirección de conciencia de la Antigüedad
griega y romana con respecto al cristianismo, véase, entre otros, Foucault (1991b: 114-
118; 2014a: 255-286 y 2014c: 115).

[156]
Benjamin Constant y Michel Foucault

mismo tiempo que se verbalizan las faltas para borrarlas, el sujeto se da


a sí mismo el estatus de un objeto a conocer, se da el estatus de un
objeto de conocimiento. Foucault muestra cómo el juego entre la
eliminación del pecado y la emergencia de sí mismo es un proceso de
conocimiento de sí o por sí mismo. Este fenómeno, sin duda muy
importante, aparece con el cristianismo en forma relativamente tardía
(cfr. Foucault, 2014a: 253-256). Los dos elementos que lo definen serán
la producción de verdad –esto es: una verdad desconocida sobre sí mismo a
la cual se llega a través de un trabajo personal y constante–, y la renuncia
a sí –sustituyendo la voluntad propia por la voluntad de otro a través de
la obediencia. Según Foucault, el advenimiento del cristianismo trajo
una obligación de decir la verdad sobre sí mismo que no cesó jamás:
estamos obligados a hablar de nosotros mismos para decir la verdad de
nosotros mismos. El núcleo de esa obligación reside precisamente en el
discurso: “Discursivarse a uno mismo, tal es en efecto una de las
grandes líneas de fuerza de la organización de las relaciones entre
subjetividad y verdad en el Occidente cristiano” (ibid., 356). De ahí la
posibilidad de concebir, junto a Foucault (ibid., 358), un gobierno de los
hombres ejercido a través de la manifestación de la verdad:

El cristiano tiene la verdad en el fondo mismo de sí y está uncido a ese


secreto profundo, indefinidamente inclinado sobre él e infinitamente
forzado a mostrar al otro el tesoro que su trabajo, su pensamiento, su
atención, su conciencia, su discurso no dejan de sacar de él. Y con ello
muestra que la discursivización de su propia verdad no es simplemente
una obligación esencial. Es una de las formas primordiales de nuestra
obediencia.

Del pastorado cristiano a la gubernamentalidad

Foucault (2006: 192) señala que el cristianismo desarrolló todo “un


arte de conducir, dirigir, encauzar, guiar, llevar de la mano, manipular a
los hombres, un arte de seguirlos y moverlos paso a paso, un arte cuya
función es tomarlos a cargo colectiva e individualmente a lo largo de
toda su vida y en cada momento de su existencia”. Ese arte tan
particular de conducir a los hombres fue, como veremos, producido

[157]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

por el pastorado cristiano. No se trató de una simple continuidad con la


figura del pastor tal como había sido conocida en el mundo hebreo y
oriental. El pastorado cristiano fue concebido, desarrollado e
institucionalizado a partir del siglo III, dando origen a una inmensa red
institucional coextensiva con toda la Iglesia y la cristiandad que tuvo en
Occidente una influencia central y decisiva por lo menos hasta el siglo
XVIII. Lo que el pastorado cristiano desarrolló en esos quince siglos –y
que para Foucault no tiene precedentes en la historia de otras
civilizaciones– fue un arte de gobernar a los hombres que no pasaba por el
sometimiento de estos a una ley o a un soberano y el que, más allá de
ciertas interferencias y entrelazamientos, no se confundió durante todo
ese período y en lo esencial con el poder político.

El poder pastoral

A lo largo de toda la Edad Media, va a desarrollarse en Occidente


una forma particular de poder que no es de carácter político-jurídico, ni
tampoco económico o ético. Foucault (1999c: 124) señala que ese
poder ha tenido sin embargo enormes efectos estructuradores para
nuestras sociedades:

Se trata de un poder de origen religioso, que es el que pretende


conducir y dirigir a los hombres a lo largo de sus vidas y en cada
circunstancia de esas vidas, un poder que consiste en querer ocuparse
detalladamente de la existencia de los hombres y de su desarrollo desde
su nacimiento hasta su muerte y todo ello para obligarlos, en cierta
manera, a comportarse de determinada forma, a conseguir su salvación.
Esto es lo que podríamos llamar el poder pastoral.

En un sentido estrictamente etimológico, es el poder que el pastor


ejerce sobre su rebaño, un poder que no se ejerce sobre un territorio
sino sobre una multiplicidad en movimiento, un poder benevolente, un
poder de cuidados, preocupado por el estado y la salvación no sólo del
conjunto del rebaño sino también de cada uno de sus miembros. Se
trata de un poder a la vez totalizante e individualizante. Omnes et

[158]
Benjamin Constant y Michel Foucault

singulatim: tales son los términos utilizados por Foucault para indicar la
relevancia que ha tenido este tipo de poder en la historia de Occidente.

Estamos ante un fenómeno muy importante –sigue diciendo–, el


siguiente: la idea de un poder pastoral, completa o, en todo caso,
considerablemente ajena al pensamiento griego y romano, se introdujo
en el mundo occidental por conducto de la Iglesia cristiana. La Iglesia
coaguló todos esos temas del poder pastoral en mecanismos precisos e
instituciones definidas, y fue ella la que realmente organizó un poder
pastoral a la vez específico y autónomo, implantó sus dispositivos
dentro del Imperio Romano y organizó, en el corazón de éste un tipo
de poder que, a mi entender, ninguna otra civilización había conocido.
(…) entre todas las civilizaciones, la del Occidente cristiano fue sin
lugar a dudas, a la vez, la más creativa, la más conquistadora, la más
arrogante y, en verdad, una de las más sangrientas. Fue en todo caso
una de las que desplegaron mayores violencias. Pero al mismo tiempo
–y ésta es la paradoja en la que me gustaría insistir–, el hombre
occidental aprendió durante milenios lo que ningún griego, a no dudar,
jamás habría estado dispuesto a admitir: aprendió a considerarse una
oveja entre las ovejas. Durante milenios, aprendió a pedir su salvación a
un pastor que se sacrificaba por él. La forma de poder más extraña y
característica de Occidente, y también la que estaba llamada a tener el
destino más grande y más duradero, no nació, me parece, ni en las
estepas ni en las ciudades. No nació junto al hombre de naturaleza ni
en el seno de los primeros imperios. Esa forma de poder tan
característica de Occidente, tan única en toda la historia de las
civilizaciones, nació o al menos tomó su modelo en las majadas, en la
política considerada un asunto de rebaños (Foucault, 2006: 159).

Para Foucault, el pastorado cristiano supone una forma de


conocimiento particular entre el pastor y cada una de sus ovejas. El
pastor debe saber lo que cada uno de sus dirigidos hace, pero también
lo que cada uno de ellos piensa: sus acciones y sus intenciones pasan a
ser objeto de conocimiento. Al penetrar en los secretos del alma da
cada uno, el pastor debe guiar a todos –es decir, a su rebaño– hacia la
salvación. Es en este sentido que el pastorado produce una innovación
absoluta: el pastor ejercerá su poder a través de una verdad, la verdad
oculta en el alma de cada uno de sus fieles. De ahí que se trate

[159]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

necesariamente de un poder individualizador. Esta individualización no


se define por el estatus de un individuo, por su nacimiento o por el
fulgor de sus acciones. Antes bien, lo que el pastorado produce es una
individualización analítica –vale decir, una individualización a partir de los
méritos y los deméritos de cada uno. Es también, en segundo lugar, una
individualización por sujeción donde el individuo no será individualizado
por ocupar un lugar jerárquico o por haber conseguido un cierto
dominio o señorío sobre sí mismo, sino por ser parte de una red de
servidumbres que implica la servidumbre general de todo el mundo con
respecto a todo el mundo –o, dicho de otra manera, una renuncia de
cada uno con respecto a sí mismo12. Es, finalmente, una individualización
por subjetivación que podrá alcanzarse no por la relación con una verdad
reconocida, sino por la producción de una verdad interior, secreta y
oculta: “un sujeto subjetivado por la extracción de verdad que se le
impone” (2006: 219). Así resume Foucault (ibid.) el tipo de
individualización propia del poder pastoral:

Identificación analítica, sujeción, subjetivación: esto caracteriza los


procedimientos de individualización que serán efectivamente puestos
en práctica por el pastorado cristiano y sus instituciones. La historia del
pastorado implica por lo tanto toda la historia de los procedimientos de
individualización humana en Occidente. Digamos además que es la
historia del sujeto. (…) [Y] uno de los momentos decisivos de la
historia del poder en las sociedades occidentales.

Es un momento decisivo, porque en las ciudades griegas y en el


Imperio romano el poder no necesitaba conocer a cada uno de los
individuos. Lo mismo vale para el régimen feudal desarrollado en la
Edad Media, cuyo funcionamiento no requería de una economía
individualizante de poder. Durante gran parte de la historia de

12 En el poder pastoral –afirma Foucault (2006: 213)– “tenemos un modo de

individualización que no sólo no pasa por la afirmación del yo, sino que, por el
contrario, implica su destrucción”. Si para el griego se renunciaba a las pasiones para
garantizar el dominio de sí, para el cristiano, renunciar a las pasiones es renunciar a la
voluntad singular que le es propia y subordinase –sujetarse–, a través de la obediencia, a
la voluntad de otro: su director de conciencia, el pastor que ha de conducirlo a lo largo
de toda su vida.

[160]
Benjamin Constant y Michel Foucault

Occidente, el poder se ejerció o bien sobre la ciudad, o bien sobre


determinados territorios al interior de los cuales existían grupos y
estatutos, pero no propiamente individuos. Sin embargo, a partir del
siglo XVIII, tanto las sociedades capitalistas industriales como así
también las formas modernas de Estado que las acompañaron y
sustentaron, necesitaron “procedimientos de individualización que
habían sido puestos en práctica por la pastoría religiosa” (Foucault,
1999c: 126). Lo que se produjo entonces fue la implantación,
multiplicación y difusión de técnicas pastorales en el ámbito laico del
aparato del Estado. En realidad, ya desde mucho antes del desarrollo de
la sociedad industrial y burguesa “el poder religioso del cristianismo
trabajó el cuerpo social hasta constituir individuos ligados a sí mismos
bajo la forma de la subjetividad, a la cual se le pide que tome conciencia
de sí misma en términos de verdad y bajo la forma de la confesión
(aveu)” (Foucault, 1999c: 125-126).
Ahora bien, ¿cómo es posible que una innovación tan importante en
lo que refiere al ejercicio del poder haya pasado en parte desapercibida
no sólo para los observadores de la época, sino además para nuestra
actualidad misma? La respuesta brindada por Foucault (1999c: 127-128;
énfasis nuestro) nos devuelve al problema central de este capítulo, que
es sobre las formas históricas de concebir –y poner en práctica– la
libertad:

De esto se sabe y se habla poco, sin duda debido a que las grandes
formas estatales que se desarrollan a partir del siglo XVIII se
justificaron mucho más en términos de libertad asegurada que de
mecanismos de poder implantados y quizás porque esos pequeños
mecanismos de poder tenían algo de humilde y de inconfesable que
hacían que no fueran dignos de análisis y de discurso. (…) [El] orden
prefiere ignorar la mecánica que organiza su realización cuando es tan
sórdida que destruye toda vocación de justicia. (…) A menudo se dice
que el Estado y la sociedad moderna ignoran al individuo. Cuando se
mira desde más cerca, sorprende lo contrario, la atención que el Estado
dedica a los individuos; sorprenden las técnicas puestas en marcha y
desarrolladas para que el individuo no escape de ninguna manera al
poder, ni a la vigilancia, ni al control, ni al saber, ni al adiestramiento, ni
a la corrección. (…) El individuo ha llegado a ser un envite esencial del poder.

[161]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

Paradójicamente, el poder es más individualizador en la medida en que


es más burocrático y más estatal. La pastoría espiritual, al haber perdido
en su forma estrictamente religiosa lo esencial de sus poderes, ha
encontrado en el Estado un nuevo soporte y un principio de
transformación.

Como veremos en las siguientes líneas, en el marco de las técnicas


implementadas por el pastorado cristiano e integradas posteriormente
en el Estado moderno, la libertad individual no es un elemento opuesto
al poder; por el contrario, es el envite de un poder fundamentalmente
individualizador.

Gobierno y gubernamentalidad

Según Foucault, el siglo XVI fue el momento en que se habría dado


el paso de la pastoral de las almas al gobierno político de los hombres.
Más concretamente, es cuando comienza a desarrollarse la conducción de
los hombres al margen de la autoridad eclesiástica; o también, y si se
quiere, cuando entramos en el umbral del Estado moderno. La noción
de ‘conducta de las almas’ había sido un elemento fundamental
introducido por el pastorado cristiano en la sociedad occidental. Esta
noción designa el conjunto de técnicas y procedimientos característicos
del pastorado. Así, la idea de conducción refiere a la actividad de
conducir, pero también a la manera de conducirse, a la manera de
dejarse conducir, a la manera como uno es conducido y, en definitiva, al
modo de comportarse bajo el efecto de una conducta que sería acto de
conducción (Foucault, 2006: 222-223). Entre finales del siglo XVI y
principios del siglo XVII podemos situar el nacimiento de la forma
Estado en los términos y con las características de lo que conoceremos
como el Estado moderno, es decir, un Estado conformado por técnicas
de poder calculadas y meditadas, orientadas a los individuos y con
capacidad de conducirlos en una dirección continua y permanente.
Fiel al método de poner en suspenso los universales, Foucault no
desarrolla una teoría del Estado que analice su naturaleza, su estructura
y sus funciones como elementos invariables. Para Foucault (2008: 95-

[162]
Benjamin Constant y Michel Foucault

96), “el Estado no tiene entrañas”, “el Estado no tiene esencia. El


Estado no es un universal”. Por otra parte, en su opinión, tanto desde
la izquierda como desde la derecha ha habido una sobrevaloración del
problema del Estado. Curiosamente esto se ha dado a partir de una
fobia al Estado13, de un antiestatismo que hizo del Estado un mito y le
dio una realidad que es justamente la que es necesario poner en
cuestión. En otras palabras, Foucault propone desmitificar el Estado y
pensarlo no como un ente abstracto, sino como una realidad histórica
compuesta por prácticas, por maneras de hacer y pensar.

Y en ese aspecto traté de mostrarles –señala Foucault– que el Estado,


lejos de ser una suerte de dato histórico natural que se desarrolla por su
propio dinamismo como un «monstruo frío» cuya simiente habría sido
lanzada en un momento dado en la historia y que poco a poco la roería
–el Estado no es eso, no es un monstruo frío–, es el correlato de una
determinada manera de gobernar. Y el problema consiste en saber cómo se
desarrolla esa manera de gobernar, cuál es su historia, cómo conquista,
cómo se encoge, cómo se extiende a tal o cual dominio, cómo inventa,
forma, desarrolla nuevas prácticas; ése es el problema, y no hacer del
Estado, sobre el escenario de un guiñol [teatro de títeres], una especie
de gendarme que venga a aporrear a los diferentes personajes de la
historia (Foucault, 2008: 21; énfasis nuestro).

“¿Y si el Estado no fuera más que una manera de gobernar?”. Con


esta pregunta Foucault (2006: 291; cfr. también 324, 409) cerraba su
clase del 8 de marzo de 1978 en el Collège de France, pretendiendo dar un
giro radical en la forma de analizar el Estado. El Estado moderno pasa
a ser analizado como “una peripecia del gobierno”, un incidente dentro
de la historia correspondiente al desarrollo de un determinado arte de
conducir a los hombres: la historia de un arte de gobernar que tuvo en
Occidente, con la pastoral cristiana, un modelo de conducción de los
hombres desarrollado y afianzado durante quince siglos.
Al revisar el campo semántico de la noción de ‘gobierno’ entre los
siglos XIII y XV, Foucault (2006: 148-149) advierte que la palabra

13 Sobre las distintas fuentes que nutrieron esa fobia al Estado a ambos lados del

espectro político, cfr. Foucault (2008: 94-95 y 2006: 136-137).

[163]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

‘gobernar’ –antes de adoptar su significación propiamente política a


partir del siglo XVI– abarcaba un dominio semántico muy amplio,
yendo desde el avanzar o hacer avanzar por un camino o una ruta, hasta
el sustentar, alimentar o, incluso, subsistir. La palabra también tiene
significaciones de orden moral referidas, entre otras cosas, a la conducta
espiritual, la conducta impuesta por parte de un médico a un enfermo,
la buena o mala conducta de alguien, la conducta relacionada con la
conversación o, inclusive, con el comercio sexual.
A pesar de su amplitud, para Foucault (2008: 218) la palabra
“gobernar” hace referencia a la práctica de “conducir conductas”. La
noción de “gobierno” es entendida así en “el sentido amplio de técnicas
y procedimientos destinados a dirigir la conducta de los hombres”
(Foucault, 2014a: 319). De ahí también que, en referencia al orden
político, Foucault conciba el ‘gobierno’ como una actividad antes que
como una institución. A partir de esta grilla de análisis, es posible
advertir entonces la emergencia de una nueva forma de ejercicio del
poder que se afianza durante el siglo XVIII y que está vinculada con la
gestión gubernamental de un conjunto de procesos “naturales”
inherentes a una población. Foucault (2006: 133) habla más
concretamente sobre “el paso de un régimen dominado por las técnicas
del gobierno [que] se da en el siglo XVIII en torno de la población y,
por consiguiente, del nacimiento de la economía política”. Dicho en
otros términos, “gobernar” es gestionar a la población “sobre la base de
su deseo y de la producción espontánea del interés colectivo” (ibid., 96-
97). Debemos notar que, a diferencia del poder soberano como aquel
capaz de decir no al deseo de cualquier individuo –siguiendo las
postulaciones de algunos teóricos del derecho natural como Hobbes o
Rousseau–, esta nueva idea de ejercicio del poder está fundada en la
voluntad de los individuos que son gobernados, conducidos14.

14 Cabe aclarar que, desde la perspectiva de Foucault, el gobierno designa una forma

particular de ejercicio del poder que no excluye necesariamente la ‘soberanía’ y la


‘disciplina’, sino que se yuxtapone o complementa con las mismas. De hecho, a partir
del siglo XVIII, estos tres tipos de ejercicio del poder: “gobierno”, “soberanía” y
“disciplina”, coexistirán formando un triángulo en torno del objeto “población-
hombre” (Foucault, 2006). Ahora bien, dentro de ese triángulo, es siempre el
“gobierno” la forma de ejercicio del poder que toma preeminencia sobre las demás.

[164]
Benjamin Constant y Michel Foucault

Fue en base a estos desarrollos que Foucault acuñó el neologismo


‘gubernamentalidad’. No hay que entender dicho neologismo como
resultante de la contracción de ‘gobierno’ y ‘mentalidad’. Antes bien,
gubernamentalidad deriva de ‘gubernamental’ –como ‘musicalidad’ de
‘musical’ o ‘espacialidad’ de ‘espacial’– y designa el campo estratégico de
las relaciones de poder o los caracteres específicos de la actividad de
gobierno15. Puesto que la gubernamentalidad no define cualquier
relación de poder, sino el arte y las técnicas de gobierno que sirven de
base a la formación del Estado moderno, Foucault (2006: 138) hablará
sobre “ese fenómeno fundamental en la historia de Occidente que fue
la gubernamentalización del Estado” y que tuvo como base de apoyo al
pastorado cristiano. Se trata de una perspectiva que apunta a
desmitificar al Estado, señalando que lo “importante para nuestra
modernidad, es decir, para nuestra actualidad no es, entonces, la
estatización de la sociedad sino más bien lo que yo llamaría
‘gubernamentalización’ del Estado” (ibid.). De esta forma, la tarea que
Foucault nos propone es analizar el surgimiento del Estado dentro de
una historia más general, “la historia de la gubernamentalidad, o si se
quiere, el campo de las prácticas de poder” (ibid., 291). El Estado es
pensado, por ende, como un tipo de gubernamentalidad y no como un
a priori de las prácticas de gobierno, vale decir, no como una realidad
capaz de bastarse a sí misma y analizable por lo tanto desde sí misma,
sino dentro de una historia más larga como “una peripecia de la
gubernamentalidad” (ibid.).

El liberalismo de Constant, o la libertad como engranaje de gobierno

Es desde la “grilla de la gubernamentalidad” que Foucault analiza el


liberalismo de fines del siglo XVIII. Al pensar en el liberalismo, se nos
vienen a la mente unas cuantas definiciones entrelazadas: corriente
filosófica, postura ideológica y política, además de doctrina económica.
El liberalismo se encuentra históricamente ligado con la defensa de las

15 Al respecto, cfr. Michel Senellart, “Situación de los cursos”, en Foucault (2006: 447,
n. 126 especialmente). Para la primera definición de “gubernamentalidad”, cfr. Foucault
(2006: 136).

[165]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

libertades individuales y la crítica contra los abusos de autoridad, con la


igualdad jurídica y la preservación de la propiedad privada, con el
respeto a las leyes de mercado y la limitación del Estado. Sin duda
alguna, la figura de Constant encarna gran parte de esas cuestiones. Con
Foucault las cosas son bastante distintas, puesto que concibe el
liberalismo como algo más que la defensa a ultranza de las libertades
individuales. Para Foucault (2006), el liberalismo debe entenderse desde
el problema de la dirección de conductas; esto es, como una posible
respuesta a la cuestión de cómo ser gobernado, de acuerdo a qué fines y
por quién.
La economía política juega en este punto un papel fundamental. Lo
que irá emergiendo a partir de ella es una racionalidad gubernamental ya
no política, sino más bien ‘económica’: la racionalidad de los economistas.
Según Foucault, es también la idea de gobernar conforme a los deseos e
intereses de los individuos. No hay que pensar esta racionalidad como
la simple abolición de los Estados absolutistas desarrollados en Europa
continental entre los siglos XVI y XVII. A través de los criterios
brindados por la economía política, el liberalismo se plantea más bien
como un refinamiento interno del poder estatal: “un principio para su
mantenimiento, para su desarrollo más exhaustivo, para su
perfeccionamiento” (Foucault, 2008: 44). Se trata de un principio de
desarrollo que no apunta hacia la grandeza y el esplendor del Estado,
sino al ejercicio de un gobierno capaz de ajustarse a las leyes de la
realidad; un gobierno que, por así decirlo, debe saber qué cosas tocar de
esa realidad, y cuáles dejar que se autorregulen. Al menos en principio,
el discurso de Constant no escapa a un criterio semejante: “Los
progresos de la civilización, los cambios operados por los siglos,
imponen a la autoridad más respeto por las costumbres, por los afectos,
por la independencia de los individuos. Debe tocar estas cuestiones con
mano aún más prudente y ligera” (Constant, 1989a: 279).
Ahora bien, ¿cuáles son las especificidades de este ‘arte liberal’ de
gobernar? Foucault señala que, entre los siglos XVII y XVIII, existieron
fundamentalmente dos maneras de limitar los poderes del Estado: la
primera procedía desde su exterior y se expresaba en términos de una
‘razón jurídica’, mientras que la otra emergía al interior de las propias

[166]
Benjamin Constant y Michel Foucault

prácticas gubernamentales, desplegándose como una ‘razón


económica’. La razón jurídica oponía al Estado una serie de derechos
imprescriptibles: eran los derechos naturales u originarios del hombre,
aquellos cuya transgresión convertía a cualquier poder en usurpador e
ilegítimo16. La razón económica buscaba, en cambio, un límite interno
que, como tal, no fuera provisto por el saber jurídico, sino más
precisamente por la economía. Se trata, en pocas palabras, de evaluar
las prácticas gubernamentales según sus efectos o sus repercusiones; o
también –y como señala Foucault (2008: 26)– de establecer un límite de
hecho y no de derecho: “decir que hay una limitación de hecho significa
que si el gobierno llega alguna vez a atropellarla (…) no será sin
embargo ilegítimo. (…) el gobierno que desconozca esa limitación será
simplemente un gobierno torpe, inadaptado, un gobierno que no hace
lo que le conviene”. El gobierno no tiene que limitarse por respeto a la
ley; antes bien, tiene que limitarse para alcanzar sus fines de la mejor
manera posible. Tal es precisamente el problema de la razón
económica, que consiste en saber “cómo no gobernar demasiado”17.
Si observásemos la libertad desde la grilla de la gubernamentalidad
liberal, difícilmente podríamos entenderla como una simple ‘ausencia de
coacción’. La libertad invocada por Constant y otros pensadores de
fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX es el correlato, la
contraparte necesaria, de un modo específico de gobernar las
conductas: “un medio más suave y más seguro para hacer que el interés
del otro sea consentir en lo que conviene al interés propio” (Constant,
1989a: 263). Como señala Foucault, el liberalismo sólo puede funcionar

16 Cabe mencionar que aquí se inscribe toda una vertiente del contractualismo.

Pensemos por ejemplo en Locke (2002: 141-142): “quien llegue a ejercer algún poder a
través de otros medios que los prescriptos por las leyes de la comunidad, no tiene
derecho a ser obedecido, a pesar de que el sistema político del Estado se mantenga. (…)
Un usurpador así, o cualquiera que descienda de él, no tiene autoridad hasta que el
pueblo esté en libertad de dar su consentimiento”.
17 Estas palabras se atribuyen a René-Louis de Voyer de Paulmy, marqués de Argenson

(1694-1757), y serán retomadas en ciertas oportunidades por Foucault para señalar la


divisa de la racionalidad económica naciente. Nos remitimos al siguiente documento:
“No gobernar demasiado, es una máxima sabia del marqués de Argenson, que deberían
tener siempre presentes los gobiernos libres que desean la felicidad común” (De la
Sagra, 1840: 260).

[167]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

cuando hay libertad “en el sentido moderno que esta palabra adopta en
el siglo XVIII: ya no las franquicias y los privilegios asociados a una
persona, sino la posibilidad de movimiento, desplazamiento, proceso de
circulación de la gente y de las cosas” (Foucault, 2006: 71)18. Puesta en
estos términos, la libertad fue algo más que una reivindicación
ideológica. Si los pensadores liberales de fines del siglo XVIII
postularon la libertad como principio supremo, fue porque esta estuvo
en el interior de una gran mutación gubernamental; vale decir, porque
quedó gradualmente integrada en un nuevo modo de razonar, calcular y
ejercer el poder. Durante el siglo XVIII y hasta bien entrado el siglo
XIX, la libertad irá convirtiéndose en un elemento indispensable de
gobierno: “sólo se puede gobernar bien a condición de respetar la
libertad o una serie de libertades. (…) La integración de las libertades y
los límites propios a ellas dentro del campo de la práctica
gubernamental es un imperativo” (Foucault, 2006: 404). No hay por un
lado el gobierno y por el otro la libertad; en todo caso, la libertad queda
integrada en la lógica del gobierno, forma parte de su propio
funcionamiento.
El liberalismo nunca tratará con ‘la’ libertad en abstracto; al
contrario, sólo da lugar a una libertad específica, bien situada, una
libertad posible entre otras tantas: aquella que funciona y se canaliza a
través de las relaciones de mercado. “El comercio –decía Constant
(1989a: 266)– inspira a los hombres un vivo amor por la independencia
individual. El comercio atiende a sus necesidades, satisface sus deseos,
sin intervención de la autoridad. Esa intervención es siempre una
molestia y un estorbo”. Hasta tal punto el liberalismo estimula la
libertad de comercio, que a veces su misma racionalidad genera efectos
contrarios a los esperados. Fue lo que sucedió con las libertades de

18 A propósito de la libertad moderna entendida como “libertad de circulación”,

Constant afirma que se trata, tanto en Inglaterra y en los Estados Unidos como así
también en Francia, “del derecho de cada uno a expresar su opinión, a escoger su
trabajo y ejercerlo, a disponer su propiedad, y abusar incluso de ella; a ir y venir sin
pedir permiso y sin rendir cuentas (...). Es el derecho de cada uno a reunirse con otras
personas, sea para hablar de sus intereses, sea para profesar el culto qué él y sus
asociados prefieran, sea implemente para llenar sus días y sus horas de la manera más
conforme a sus inclinaciones, a sus caprichos” (Constant 1989: 259).

[168]
Benjamin Constant y Michel Foucault

producción y de comercio, que desde mediados del siglo XIX entraron


en abierta contradicción con las libertades de consumo y de trabajo;
libertades cuya protección por parte de los gobiernos fue percibida a su
vez como una amenaza para las mismas libertades de producción y de
comercio. Tal es la encrucijada del liberalismo, donde los dispositivos
de producción y promoción de las libertades ponen en peligro otras
libertades igualmente producidas y promocionadas. Encrucijada y
también paradoja, puesto que se va a requerir, en términos del propio
Foucault, de “una enorme cantidad de intervenciones
gubernamentales” que garanticen la producción de la libertad necesaria
para poder gobernar19. Ello es así porque, en el marco del liberalismo, la
libertad no es un dato previo, sino algo que se debe suscitar y producir
en forma permanente. Si, tal como advierte Foucault, “la libertad es
algo que se fabrica a cada instante”, entonces su producción tiene un
costo. El principio de cálculo de ese costo de producción de la libertad
es precisamente lo que llamamos seguridad:

el liberalismo, el arte liberal de gobernar, se verá forzado a determinar


con exactitud en qué medida y hasta qué punto el interés individual, los
diferentes intereses, individuales en cuanto divergen unos de otros y
eventualmente se oponen, no constituyen un peligro para el interés de
todos. Problema de seguridad: proteger el interés colectivo contra los
intereses individuales. A la inversa, lo mismo: habrá que proteger los
intereses individuales contra todo lo que pueda aparecer, en relación
con ellos, como una intrusión del interés colectivo (Foucault, 2008: 85-
86).

La paradoja del liberalismo está constituida por esta doble exigencia


de libertad y seguridad. Para garantizar ambas, son requeridos
procedimientos de control que tornan necesaria la intervención

19 De hecho, en el curso Nacimiento de la biopolítica dictado en 1979, Foucault (2008)

concibe el “neoliberalismo” como un intento de respuesta a las encrucijadas y paradojas


del liberalismo. Los puntos históricos de referencia son el Ordoliberalismo alemán de la
década de 1930, los programas de la Economía Social de Mercado de las décadas de
1940-1950, además de la Escuela de Chicago y las Teoría del Capital Humano
emergidas durante los años ’70. Sobre este punto, véase también López Ruiz (2007),
Laval y Dardot (2013) y Méndez (2017b).

[169]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

estatal. De ahí que los mecanismos utilizados para fabricar y asegurar la


libertad terminen siendo un obstáculo para la libertad misma. “Ése es
(…) el equívoco de todos los dispositivos (…) ‘liberógenos’, todos esos
dispositivos destinados a producir libertad y que, llegado el caso, corren
el riesgo de producir exactamente lo contrario” (Foucault, 2008: 91)20.
Puede que Constant haya vislumbrado muy tempranamente aquel
equívoco del liberalismo y sus dispositivos liberógenos. Al menos así
parece en la conferencia que hemos estado analizando a lo largo de este
capítulo. Como señalábamos más arriba, Constant planteaba el desafío
de aprender a combinar la libertad individual con la libertad política, sin
necesidad de que una termine subsumiendo a la otra. Se trata, sin duda,
de unos de los grandes desafíos de la Modernidad, no sólo allí donde
los derechos individuales deben sacrificarse ante la voluntad colectiva,
sino también –y quizá hoy más que nunca– donde el disfrute de la
independencia privada y la preocupación por los intereses particulares
conducen a desatender los asuntos de interés público: “Los depositarios
de la autoridad nos animan a ello continuamente. ¡Están
completamente dispuestos a ahorrarnos cualquier preocupación,
excepto la de obedecer y pagar!” (Constant, 1989a: 283).

Consideraciones finales: sobre la libertad y la ética

El diálogo Constant-Foucault nos plantea más de un desafío. En


primer lugar, el desafío de pensar nuestras libertades in situ, sin
extrapolaciones históricas, pero también, pensarlas como parte
necesaria del gobierno. La Modernidad ha abierto un horizonte donde
el ‘buen gobierno’ –es decir, el gobierno ejercido en vistas al bien
común (con todas las connotaciones que este término adquiere
históricamente)– tiene que articularse de alguna manera con la libertad,
llegando incluso a producir determinadas formas de ‘ser libre’. A fines

20 Para más precisiones sobre este punto, nos remitimos a Méndez (2015 y 2017b). Se

encontrará un diagnóstico exhaustivo sobre la crisis del liberalismo como forma de


producción de libertad en el famoso libro de The Great Transformation, escrito por Karl
Polanyi tras la crisis de la década de 1930.

[170]
Benjamin Constant y Michel Foucault

de los años ’70, Foucault definió la crisis del liberalismo como la crisis
de una forma histórica de producir libertad. Nosotros somos en parte
un producto de esa crisis, y en nosotros queda la tarea de reinventar las
libertades existentes.
El desafío no es menor, sobre todo cuando, tanto en América
Latina como en otras regiones del mundo, parecemos estar frente a una
de las recurrentes ‘caídas en su contrario’ de las experiencias históricas
del liberalismo. ¿Por qué en nombre de los mismos principios que
bregan por la libertad vemos que esta es cercenada? Más todavía, ¿por
qué hasta las ideas más razonables y progresistas que ha promovido la
Modernidad han terminado tantas veces degenerando en su contrario?
Para responder esta pregunta, deberíamos remitirnos a la ecuación en la
cual la libertad ha quedado inserta desde la Ilustración en adelante. Nos
referimos a la ecuación ‘Estado–sujeto de derecho–libertad’. Partiendo
de la concepción jurídica del sujeto, esta fórmula sólo permite analizar
el poder y la libertad desde la relación entre la institución política y un
sujeto individual. En efecto, es a este sujeto al que se le conceden o
rechazan sus derechos, el que los recibe o los pierde de manos de la
institución. Esta es la fórmula clásica que ha guiado la reflexión sobre la
libertad durante gran parte de la Modernidad y a la que remite no sólo
el pensamiento de Constant, sino también el pensamiento liberal desde
fines del siglo XVIII.
Foucault nos invita a pensar desde otro lugar. A ello responde
precisamente la noción de ‘gubernamentalidad’ como grilla para analizar
el ejercicio del poder en articulación con la libertad de los sujetos. A
través de esa grilla, el gobierno –como dijimos: una actividad y un tipo de
relación, no una institución– es pensado como una forma de ejercicio
del poder fundada en la voluntad de los individuos que son gobernados.
Por lo tanto, el gobierno debe llevar en cuenta la libertad de los sujetos
que conduce, es más, la necesita para poder gobernar. Así pues, para
que la ecuación pueda completarse es necesario un elemento adicional:
la ética entendida como la relación que cada uno establece con los otros
y consigo mismo. Al menos así, como Foucault se encargó de mostrar,
era en el mundo antiguo, donde la libertad era concebida como la
condición ontológica de la ética y el ethos como la manera de ser y la

[171]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

manera de proceder en relación con los otros y con uno mismo. De


esta forma, para abordar el problema de la libertad, la ecuación que
propondría Foucault como contrapunto analítico de la ecuación clásica
sería la de ‘gubernamentalidad–libertad–ética’.
En el marco de esta ecuación, no debe escapar al análisis el tipo de
relación que cada uno establece consigo mismo y con los otros en el
ejercicio de la propia libertad. Es justamente aquí donde entra a tallar
indefectiblemente el tema de la subjetividad. Si la subjetividad es, en
definitiva, la forma de organización de la conciencia de sí: ¿de qué
manera somos subjetivados hoy? ¿De qué forma es organizada la
conciencia de sí a la que se sujetan y son sujetados los individuos en la
actualidad? ¿Cómo el poder se ejerce sobre esos sujetos? Y, finalmente,
¿cuáles son los márgenes de libertad que esta forma de ser sujetos
permite? Quizá una de las mayores dificultades de nuestro presente es
que no logramos calibrar del todo lo que significa estar sujetos a una
forma de poder, el gobierno, que opera directamente sobre la
organización de la conciencia de sí de todos y cada uno de nosotros.
Hay que hacer frente a este desafío de pensar desde otro lugar, no sólo
para que la discusión sobre la libertad no termine reduciéndose a una
discusión teórica, sino además, y sobre todo, porque aquí se juegan
nuestras libertades presentes, lo que podemos ser, hacer y pensar
precisamente en este momento. ¿De qué libertad es posible hablar
entonces? Pues bien, de la libertad entendida fundamentalmente como
problema ético: un problema ético concreto, y no simplemente un
problema de derecho definido in abstracto.
Cuando hablamos de la libertad como un problema concreto nos
referimos entonces, junto con Foucault, a una problemática
históricamente situada. Lo cual nos remite a nuestro interrogante de
partida: ¿es posible pensar y ejercer nuestras libertades al margen del
contexto histórico en el que nos encontramos? Tanto para Constant
como para Foucault, la respuesta es claramente negativa. Si bien los
motivos de cada autor son diferentes, lo cierto es que ambos
coincidirían en que no hay una libertad que trascienda la coyuntura
histórica del mundo antiguo y del mundo moderno de fines del siglo
XVIII y principios del siglo XIX. Lo mismo vale para nosotros, los

[172]
Benjamin Constant y Michel Foucault

hombres y mujeres que habitamos el siglo XXI. Los contextos


históricos donde la libertad se pone en práctica son muy diferentes, así
como también lo es el tipo de subjetividad que predomina en cada uno
de ellos. Sin lugar a duda, en nuestro siglo, la libertad no enfrenta los
mismos peligros y amenazas que enfrentaba hace dos siglos o hace dos
mil años. Esto debería ser evidente para cualquier observador de la
actualidad. En efecto, ¿cómo se plantea hoy el problema de la libertad
frente a la dilución de las esferas públicas y privadas que acompaña a la
difusión de las tecnologías de la información, el uso de las redes
sociales, la mercantilización de nuestros datos personales y el uso del
Big Data? Frente a esta reconfiguración del espacio social: ¿quién puede
ser el garante no sólo de nuestra independencia individual sino también
de nuestra privacidad y auto-posesión inalienable? O, en otras palabras:
¿quién puede proteger nuestras libertades frente al avance de los
intereses comerciales y el poder de las grandes corporaciones?
Entonces, ¿qué papel le cabe al Estado en todo esto? ¿No sería
necesario repensar la función del Estado en lugar de asumirlo a priori
como el peor enemigo de las libertades individuales?
Hace poco más de dos siglos, Benjamin Constant señalaba con gran
lucidez la necesidad de aprender a combinar la libertad individual y la
libertad política. Hace poco menos de medio siglo, Michel Foucault
mostraba, por su parte, cómo en el mundo antiguo ser esclavo —y, por lo
tanto, no ser libre— implicaba caer en una relación de dominación. Esta
relación de dominación podía estar dada tanto por el sometimiento a
quienes nos gobiernan o a quienes nos rodean, así como también por la
pérdida del dominio de sí frente a los propios deseos, apetitos y
pasiones. De ahí que el análisis de Foucault rescate la dimensión ética
del cuidado de sí como un intento de determinar qué se puede y qué no
se puede hacer en relación a las prácticas de libertad. A nosotros, los
habitantes de este siglo XXI, nos queda así la tarea de liberarnos de
nosotros mismos, de reinventarnos desde nuestras propias prácticas.
De lo que se trata entonces es de franquear nuestros esquemas
mentales y nuestras visiones limitadas de la libertad para poder pensar
otros modos de ser libres.

[173]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

Bibliografía

CONSTANT, Benjamin (2003). Principles of Politics Applicable to All Governments


(ed. by E. Hofmann; trans. by D. O’Keeffe). Indianapolis: Liberty Fund.
[Principes de politique applicables à tous les gouvernements, 1802-06].
___ (1989a). “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos
(Conferencia pronunciada en el Ateneo de París. Febrero de 1819)”, en id.,
Escritos políticos (ed. M.L. Sánchez Mejía), pp. 257-285. Madrid: Centro de
Estudios Constitucionales. [“De la liberté des Anciens comparée à celle des
Modernes”, 1819].
___ (1989b). Principios de política, en id., Escritos políticos (ed. M.L. Sánchez
Mejía), pp. 3-205. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. [Principes de
politique, applicables a tous les gouvernements représentatifs et particulièrement a la
constitution actuelle de la France, 1815].
DE LA SAGRA, Ramón (1840). Lecciones de economía social. Madrid: Imprenta de
Ferrer y compañía.
FOUCAULT, Michel (2016). El origen de la hermenéutica de sí: Conferencia de
Dartmouth, 1980. Buenos Aires: Siglo XXI. [“About the Beginning of the
Hermeneutics of the Self: Two Lectures at Dartmouth”, 1993].
___ (2014a). Del gobierno de los vivos. Curso en el Collège de France (1979-1980).
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. [Du gouvernement des vivants
(1979-1980), 2012].
___ (2014b). Subjetivité et vérité. Cours au Collège de France (1980-1981). Paris:
Gallimard.
___ (2014c). Obrar mal, decir la verdad. Función de la confesión en la justicia. Curso de
Lovaina, 1981. Buenos Aires: Siglo XXI. [Mal faire, dire vrai. Fonction de l'aveu
en justice - Cours de Louvain 1981, 2012].
___ (2013). “Historia de la sexualidad: un prefacio”, en id., La inquietud por la
verdad: Escritos sobre la sexualidad y el sujeto, pp. 187-194. Buenos Aires: Siglo
XXI. [“Préfacé to the History of Sexuality”, 1984].
___ (2009). El gobierno de sí y de los otros. Curso en el Collège de France (1982-1983).
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. [Le Gouvernement de soi et des
autres I (1982-1983), 2008].
___ (2008). Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979).
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. [Naissance de la biopolitique
(1978-1979), 2004].
___ (2006). Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1977-1978).
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. [Sécurité, territoire, population
(1977-1978), 2004].

[174]
Benjamin Constant y Michel Foucault

___ (2001). “Post-Scriptum de Michel Foucault: El sujeto y el poder”, en H.


Dreyfus & P. Rabinow (eds.), Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la
hermenéutica, pp. 241-259. Buenos Aires: Nueva Visión. [“Why Study Power:
The Question of the Subject” y “How is Power Exercised”, 1982].
___ (1999a). “¿Qué es la ilustración?”, en id., Estética, ética y hermenéutica. Obras
esenciales, Volumen III, pp. 335-352. Barcelona: Paidós. [“What is
Enligthenment?”, 1984].
___ (1999b). “La ética del cuidado de sí como práctica de libertad”, en id.,
Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, Volumen III, pp. 393-415.
Barcelona: Paidós. [“L’éthique du souci de soi comme pratique de la
liberté”, 1984].
___ (1999c). “La filosofía analítica de la política”, en id., Estética, ética y
hermenéutica. Obras esenciales, Volumen III, pp. 111-128. Barcelona: Paidós.
[“Gendai no Kenryoku wo tou”, 1978].
___ (1991a). “Verdad, individuo y poder (una entrevista con Michel Foucault”
[entrevistado por R. Martín en la Universidad de Vermont, 25/10/1982],
en id., Tecnologías del yo y otros textos afines, pp. 141-150. Barcelona: Paidós /
I.C.E.-U.A.B. [“Truth, Power, Self: An Interview with Michel Foucault”,
1988].
___ (1991b). “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la ‘razón política’”, en id.,
Tecnologías del yo y otros textos afines, pp. 95-140. Barcelona: Paidós / I.C.E.-
U.A.B. [“Omnes et Singulatim. Toward a Criticism of «Political Reason»”,
1981].
GODOY ARCAYA, Oscar (1995). “Selección de textos políticos de Benjamin
Constant”, Estudios Públicos, n. 59, pp. 1-13.
LOCKE, John (2002). Segundo ensayo sobre el gobierno civil. Buenos Aires: Losada.
[Two Treatises of Government (…) The Latter Is an Essay Concerning The True
Original, Extent, and End of Civil Government, 1689].
LÓPEZ RUIZ, Osvaldo (2018). “Weber, Foucault e as ciências sociais hoje: é
possível pensar os processos de socialização e subjetivação no século XXI
com estes autores?”, en F. Jardim, A. Texeira, O. López-Ruiz y M. Oliva-
Augusto (orgs.). Max Weber e Michel Foucault: paralelas e intersecções. San Paulo:
EDUC, FAPESP, FFLCH.
___ (2014). “Max Weber y Michel Foucault: dichos tardíos, intereses
convergentes. Una lectura a partir de la sociología histórico-reflexiva de
Arpád Szakolczai”. El banquete de los dioses, vol. 2, n. 2, pp. 178-210.
___ (2007). Ethos empresarial: el “capital humano” como valor social. Estudios
Sociológicos, vol. 25, n. 74, pp. 399-425.

[175]
Osvaldo Javier López Ruiz y Pablo Martín Méndez

MÉNDEZ, Pablo (2017a). “Neoliberalismo y liberalismo. La libertad como


problema de gobierno”. POSTData. Revista de Reflexión y Análisis Político, vol.
23, n. 2, pp. 551-582.
___ (2017b). “Pensar al neoliberalismo como racionalidad de gobierno. El
valor del archivo”. El Arco y la Lira. Tensiones y Debates, n. 5, pp. 87-102.
___ (2015). “«Nosotros: el público ilustrado». Para una breve genealogía de los
modos contemporáneos de crítica”. Perspectivas Metodológicas, vol. 2, n. 19,
pp. 67-76.
POLANYI, Karl (2001). The Great Transformation. The Political and Economic Origins
of Our Time, Boston, Beacon Press. [Ed. original 1944].
VEYNE, Paul (2011). Foucault: seu pensamento, sua pessoa. Rio de Janeiro:
Civilização Brasileira. [Foucault, sa pensée, sa personne, 2008].
___ (1995). “Le dernier Foucault et sa moral”, en Smart, B. (ed.) Michel
Foucault. Critical Assessments, vol. 7, pp. 269-275. Londres: Routledge.

[176]
Sobre los autores

Santiago Argüello es Doctor en Filosofía por la Universidad de


Navarra y Licenciado en Estudios Medievales por el Pontifical Institute
of Mediaeval Studies (Toronto). Ha sido becario de la Mellon
Foundation. Actualmente es Investigador Adjunto del CONICET, con
lugar de trabajo en el Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y
Ambientales (INCIHUSA) del CCT-CONICET Mendoza, y Profesor
en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de
Mendoza, donde también dirige el Grupo de investigación “Libertad de
los antiguos y libertad de los modernos. Nuevas perspectivas históricas,
sociológicas, filosóficas y jurídicas sobre una controversia rectora de
nuestra época”. Su actual línea de investigación versa sobre el
liberalismo del s. XIX y XX a contraluz de las teorías medievales del
dominium y el corpus fictum. Sus trabajos publicados se encuentran
disponibles en academia.edu.

Giuseppe Sciara es investigador y docente de Historia de doctrinas


políticas en el Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la
Universidad de Bologna. En 2012 se doctoró en ‘Estudios políticos’ en
la Universidad de Torino, y, en 2017, en ‘Ciencias políticas’ en la
Universidad de Génova y en la Universidad de Paris VIII Vincennes à
Saint-Denis. Forma parte del Consejo de Redacción de diversas revistas
italianas: Storia del pensiero politico, Il Pensiero politico, De Europa, Suite
française. Sus intereses de investigación se centran en el liberalismo
francés post-revolucionario (Benjamin Constant y Madame de Staël), en
los usos políticos de Maquiavelo en la Francia del siglo XIX, en el
pensamiento político italiano de la segunda mitad del siglo XX (en
particular Norberto Bobbio), y en las cuestiones del populismo y el
soberanismo. Entre sus publicaciones se cuentan: La solitudine della
libertà. Benjamin Constant e i dibattiti politico-costituzionali della prima
Restaurazione e dei Cento Giorni (Rubbettino, Soveria Mannelli, 2013) y
Un’oscura presenza. Machiavelli nella cultura politica francese dal Termidoro alla
Seconda Repubblica (Edizioni di Storia e Letteratura, Roma, 2018).

[177]
Yanela Cavallo es Licenciada en Sociología por la Universidad
Nacional de Cuyo y Doctoranda del Doctorado Personalizado en
Ciencias Sociales con mención en Sociología, de la Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales de la misma Universidad. Actualmente es Becaria
doctoral del CONICET, con lugar de trabajo en el Instituto de Ciencias
Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA) del CCT-CONICET
Mendoza, y Docente en la Carrera de Licenciatura en Psicología de la
Facultad de Humanidades y Ciencias Económicas de la Universidad
Católica Argentina, sede Mendoza. Su último trabajo publicado versa
sobre las influencias de Constant y Tocqueville en el liberalismo federal
de Alberdi: “Liberalismo y Federalismo. De Constant a Alberdi”, Revista
de Historia Americana y Argentina, 55, 2 (2020), 127-156 (en coautoría con
S. Argüello).

Hermann Ibach es Licenciado y Profesor en Historia por la


Universidad Nacional de Cuyo (Medalla de Oro) y Doctorando del
Doctorado Personalizado en Historia de la Facultad de Filosofía y
Letras de la misma Universidad. Actualmente es profesor en la Carreras
de Comunicación Social y Periodismo de la Facultad de Ciencias
Humanas de la Universidad Nacional de San Luis. En el ámbito de la
investigación participa de proyectos en la Universidad de Mendoza y la
Universidad Nacional de San Luis. Su última publicación versa sobre
“La libertad medieval en Ortega y Gasset: entre feudalismo y
corporativismo”, en L.R. Miranda y V. Suñol (eds.) (2019), Retórica,
filosofía y educación: de la Antigüedad al Medioevo. Instituciones, cuerpos, discursos.
Buenos Aires: Miño y Dávila (en coautoría con S. Argüello).

Miguel Saralegui Benito (Bilbao, 1982) es Licenciado en Filosofía por


la Universidad de Navarra con premio extraordinario (2005), Doctor en
Filosofía por la Universidad de Barcelona (2011) y en Historia por la
Universidad del País Vasco (2015). Ha sido investigador en el Institut
für Cusanus Forschung (Trier) y Profesor asociado en la Universidad de
la Sabana (Colombia), la Universidad Diego Portales y la Universidad
Adolfo Ibáñez (Chile). Actualmente es Ikerbasque Fellow en la

[178]
Universidad del País Vasco y Profesor del Doctorado en Historia de la
Universidad San Sebastián. Ha escrito dos libros: Maquiavelo y la
contradicción (Eunsa, 2012) y Carl Schmitt pensador español (Trotta, 2016), y
es autor de numerosos artículos sobre la historia del pensamiento
político. En 2021 aparecerá en Tecnos Matar a la madre patria, libro
sobre el antiespañolismo en la cultura política latinoamericana del siglo
XIX, y en 2021 la Editorial de la Universidad de Cantabria publicará
The Politics of Time. Introduction to Carl Schmitt’s Political Thought.

Osvaldo Javier López Ruiz es investigador del INCIHUSA CCT-


CONICET Mendoza, docente del Doctorado en Ciencias Sociales de
UNCuyo y Visiting Fellow en el Graduate Institute, Ginebra, Suiza. Su
interés de investigación son los valores promovidos en la sociedad
contemporánea, enmarcado en tres líneas de investigación: 1) Max
Weber y los modos de conducción de vida, 2) Michel Foucault y los
procesos de subjetivación y 3) el neoliberalismo como razón
organizadora de nuestro cosmos social. Sobre ello ha publicado: Os
executivos das tansnacionais e o espírito do capitalismo: capital humano e
empreendedorismo como valores sociais (2007); Max Weber e Michel Foucault:
paralelas e intersecções (en coautoría, 2018), y diversos artículos y capítulos
de libros, el último de ellos con Fabiana Jardim y Ana Lúcia Teixeiria,
“The trickster logic in Latin America: leadership in Argentina and
Brazil”, en: Horvath, A.; Szakolczai, A; Marangudakis, M. Modern
Leaders: Between Charisma and Trickery (Routledge, 2020).

Pablo Martín Méndez es Doctor en Filosofía por la Universidad


Nacional de Lanús (UNLa). Postdoctorado en Ciencias Sociales por la
Universidad de Buenos Aires. Licenciado y Profesor en Ciencia Política
por la misma Universidad. Investigador Asistente del Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET),
Argentina. Profesor Regular en la UNLa y la Universidad Metropolitana
para la Educación y el Trabajo (UMET). Ha publicado diversos
artículos sobre teoría y filosofía política y social. Ha desarrollado
investigaciones sobre las programaciones socioculturales desde un

[179]
enfoque arqueo-genealógico, interrogando las prácticas discursivas que
moldean las relaciones entre el Estado, el mercado y la subjetividad.
Director del proyecto de investigación: “Historia y proyecciones del
Ordoliberalismo y la Economía Social de Mercado. Aportes desde la
filosofía para el debate argentino y latinoamericano” (UNLa).

[180]
IDEARIUM

También podría gustarte