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Tomás Melendo

John Locke
ENSAYO SOBRE
EL ENTENDIMIENTO
HUMANO

C R IT IC A FILOSOFICA
E. M. E. S. A.
Colección Critica Filosófica
Director: Luis Clavel!
Editorial Magisterio Español
Quevedo, 1, 3 y 5, y Cervantes, 18. M adrid-14

Copyright © 1978 by Editorial Magisterio Español, S. A.


Depósito legal: M. 37.457-1978
I.S.B.N.: 84-265-5321-4
INTRODUCCION
A) Entorno histórico

John Locke nació en Wrington, cerca de Bristol, en


1632. Educado desde niño en el rigor de la religión pu­
ritana, ingresó pronto en Westminster School, para
cursar estudios de lenguas clásicas. Era el año 1647.
Cinco más tarde, se traslada al Christ Church College,
en Oxford, con intención de seguir la carrera eclesiás­
tica; allí obtiene en 1658 el título de maestro en artes, y
ejerce las funciones de lector de griego y retórica y
censor de filosofía moral.
Ya en esta época, la guerra civil, la ejecución de
Carlos I y otros acontecimientos políticos que turba­
ron la paz, imprimieron en Locke un temor marcado
hacia las llamadas guerras de religión, y dieron origen
a aquel espíritu de tolerancia que se reflejará más
tarde en sus escritos. Durante el mismo período, la
reacción ante la enseñanza demasiado formalista de
Oxford provocó en él una gran pasión por las ideas
claras y por las demostraciones exclusivamente racio­
nales; pasión reforzada, algo después, por la lectura
directa de Descartes.
Hacia los treinta años inicia sus estudios de medi­
cina, aunque no por razones profesionales: como los
puestos docentes del Christ Church se reservaban tan
sólo a eclesiásticos anglicanos y doctores en medicina,
Locke, deseando ahora evitar el estado clerical, decide
10 Introducción

graduarse en ciencias médicas en la Universidad de


Oxford. Allí traba amistad con algunos científicos de
renombre y, en especial, con el químico Boyle, que
dejará su impronta en la concepción y factura del
Ensayo.
Otro acontecimiento decisivo: en el verano de 1666,
mientras realiza sus estudios, conoce a Anthony Coo-
per, barón Ashley y más tarde conde Shaftesbury, a
quien acompañará a Londres como médico particular
y secretario. A partir de este momento, y hasta la muer­
te del conde, Locke participa de forma activa en la
vida política del país, íntimamente asociado a las pe­
ripecias de la fortuna de Shaftesbury. El ajetreo de la
actuación pública no sofoca, con todo, la dedicación
al estudio y al quehacer intelectual; al contrario, desde
ahora los intereses de Locke se repartirán entre las
labores científicas, las ocupaciones políticas y los asun­
tos de moral y religión, ya intensamente cultivados du­
rante sus años jóvenes.
Junto a Shaftesbury, elabora los planes de política
eclesiástica y económica del gobierno, y ocupa, entre
otros cargos de relieve, el Secretariado para los asun­
tos eclesiásticos. Tiempo después, el conde cae en des­
gracia y, derrotado definitivamente por Carlos II, se
retira a Holanda; allí le seguirá Locke, al arreciar la
persecución contra el partido liberal. En Holanda, mien­
tras defiende con sus ideas la «gloriosa revolución»,
que llevaría al poder a Guillermo de Orange, Locke
trabaja asiduamente en la confección del Ensayo. Lo
concluye, con toda probabilidad, hacia 1686.
De nuevo en Londres, entre 1689 y 1691, vieron la luz
sus tres obras mayores. Pero aun entonces sigue mos­
trándose muy prudente en reconocer la paternidad de
su producción: An Essay concerning human Under-
standing es el único de los tres escritos en que figura
Introducción 11

el nombre de Locke, mientras la Epístola de Tolerantia


y los Two Treatisses o f Government se publicaron anó­
nimos; cosa que también puede damos idea de la cau­
tela con que expone en el Ensayo las más aventuradas
de sus teorías.
Debido a un precario estado de salud, los últimos
años de Locke transcurren en Oates. Allí corrige repe­
tidamente sus escritos, vigila las sucesivas reediciones
y responde a las polémicas despertadas por la aparición
del Ensayo y de la Razonabilidad del Cristianismo. En
Oates muere, en 1704.
* * *

Se ha escrito que, a veces, convendría «leer a Kant


como a Montaigne o a Proust»; y que «en los libros de
pensamiento puro, como la Etica o la Evolución crea­
dora, se oculta, bajo un sistema aparente, una expe­
riencia humana individual llevada a su grado de genera­
lidad más a lt o » 1.
No es fácil descubrir, en Locke, esa experiencia pri­
mordial. Basta lo hasta aquí expuesto para detectar,
en su vida, un continuo entrelazarse de intereses: jun­
to a los de moral y religión, que nunca le abandonaron,
otros más específicamente filosóficos; y junto con los
de las ciencias positivas, los de teórico de Estado y
hombre de acción política. Con todo, puestos a desta­
car los elementos dominantes, nos decidiríamos por
dos: la política, en la aceptación más dilatada del tér­
mino, y la religión, también en su sentido más lato.
Quizá sea herencia de su época; años tempestuosos
en los que las cuestiones de estado se alimentan cons­
tantemente con las luchas religiosas. Al fin, el triunfo 1

1 J. Guitton, E l trabajo intelectual, Ed. Criterio, Buenos Aires,


1955, p. 115.
12 Introducción

de la iglesia anglicana, que se alza también con el do­


minio político en Inglaterra.
En este contexto, y ya desde su adolescencia, fue
cristalizando en Locke una aspiración suprema: la de
la paz y el bienestar sociales, considerados como el
máximo bien colectivo. Es la inquietud que aflora tanto
en sus escritos más jóvenes como en los de plena ma­
durez. ¿Con idénticos matices? No: conforme avanzan
los años, el fundamento último de la vida social, sufri­
rá, en la opinión de Locke, un notable desplazamiento.
Al principio descansa sobre un orden universal, que
Dios garantiza, y al que han de someterse todos los
miembros de la sociedad civil. Así, por ejemplo, Locke
saluda con satisfacción el retomo de Carlos II, en
1660, por un único motivo: porque la monarquía era
garante del restablecimiento del orden social. Para esto
— sostenía nuestro autor por aquel entonces— sólo se
requiere que el rey no sea un tirano, que también él
se someta a la ley de la naturaleza, vigente para los
mismos gobernantes. El cimiento último de la activi­
dad civil se remonta, por encima de la ley natural, has­
ta el mismo Dios; y la monarquía ejerce su función
primaria —garantizar la paz y el bienestar de los súb­
ditos— cuando asegura el cumplimiento de los precep­
tos morales, entre los que se incluyen de algún modo
tanto las obligaciones civiles como las religiosas.
Sin embargo, en los años pasados junto a Shaftes-
bury, el pensamiento lockiano sufre un brusco viraje.
Ahora, lo que cimenta la concordia entre los ciudada­
nos es la precaria base de un acuerdo común entre
todos ellos, con el fin de proteger los derechos inalie­
nables de cada individuo sobre la propia subjetividad.
La monarquía, como cualquier otro tipo de autoridad,
ya no se considera de origen divino, sino sustentada
en una especie de contrato de los que componen la
sociedad civil. Y de la misma fuente dimana el poder
Introducción 13

de las iglesias: de la conjunta aceptación, por parte de


sus miembros, de una serie de normas coactivas.
En los escritos lockianos de este período, al paso que
crece la autonomía radical de cada individuo, se insi­
núa también, cada vez más neta, una completa separa­
ción entre la sociedad civil, dirigida a preservar los
derechos de los ciudadanos en este mundo y a favore­
cer el desarrollo de la nación, y las asociaciones religio­
sas, cuya jurisdicción sólo alcanza las cuestiones rela­
tivas a la salud de las almas.
La Epístola de Tolerantia, por ejemplo, presenta
como hilo conductor la idea de que la sociedad civil,
esencialmente económica, debe tutelar la vida, la liber­
tad y los bienes particulares de los ciudadanos; mien­
tras la Iglesia sería una comunidad privada, cuyo po­
der se extiende a la esfera estrictamente espiritual,
siempre y cuando no repercuta en la vida civil. Los de­
rechos de la subjetividad de cada individuo se levantan
como barreras infranqueables; en consecuencia, el Es­
tado no puede intervenir allí donde no entre en juego
la prosperidad material, y la Iglesia no podría trascen­
der las formas espirituales de la vida religiosa, inope­
rantes para las acciones cotidianas.
Por su parte, The Reasonabteness of Christianity, pu­
blicada algo después del Ensayo, es un intento de re­
ducir al mínimo la fe cristiana, distanciando los ámbi­
tos religioso y civil, y arrinconando la vida religiosa
en los dominios de la fe, que para Locke representa
tan sólo el más alto grado de opinión. Es la razón la
que dirige la conducta. Por eso, y como la certeza de
la verdad revelada no puede parangonarse a la del nú­
cleo más noble de las adquisiciones racionales, la reli­
gión no tendrá nada que decir en el ámbito de la moral
y de los comportamientos públicos: se trata de un ele­
mento extraño a la naturaleza del hombre en cuanto
hombre, que sólo goza de ascendiente sobre los indi­
14 Introducción

viduos en la medida en que se reduce a sus elementos


racionales.
Hasta aquí una de las imágenes de Locke transmitida
por la historia: estadista, defensor pertinaz de la tole­
rancia, teórico de economía, precursor incluso del libe­
ralismo y de la moderna democracia. A nosotros nos
interesa la otra, la del Ensayo. Pero... ¿se trata en
verdad de «otra»? ¿No será posible descubrir, en las
obras de política o economía y en las más rigurosa­
mente filosóficas, un mismo nervio, una trabazón pro­
funda?
Al menos un hecho es claro: paralela a la evolución
de sus opiniones políticas, observamos en los escritos
de Locke otra no menos patente: la de su teoría del
conocimiento.
En los comienzos, cuando todo el edificio lockiano
gravita sobre las exigencias de la ley natural, ésta se
manifestaba con sólo aplicar el poder de la razón a los
datos que obtenemos en la experiencia. Así, partiendo
del orden del universo, cada uno podía elevarse hasta
un Legislador Supremo al que todos, incluido el rey,
deben prestar obediencia. Tiempo adelante, la situa­
ción cambia; y, si atendemos a las palabras de Locke,
en esta mudanza mucho tuvo que ver la lectura de
Descartes y, en especial, la aceptación de las «ideas
cartesianas». Estas, al transformarse en objeto exclu­
sivo de todo conocer, hacían imposible el contacto de
nuestra inteligencia con el orden del universo y la
fundamentación de la vida ética en unas normas ob­
jetivas.
Encerrado desde entonces en el dominio de la sub­
jetividad, Locke consagrará lo m ejor de sus esfuerzos
a descubrir ese orden que garantiza la paz entre los
pueblos, pero cimentándolo exclusivamente en la indivi­
dualidad de cada sujeto. Fueron los veinte años de re­
dacción del Ensayo.
Introducción 15

B) B reve resumen del contenido 2

En su primera edición completa, fechada en 1690, el


Ensayo aparece dividido en cuatro libros, de extensión
muy diversa: más bien cortos el primero y el tercero;
desproporcionadamente largo el segundo, que es tam­
bién el más descriptivo. En total, unas mil páginas, en
las que a veces se descubre cierta elegancia y voluntad
de estilo, pero cuyo conjunto resulta monótono y pesa­
do; falta unidad en la composición, y el ritmo impuesto
por el sucederse de detalles accesorios se torna fastidio­
so y lento; abundan las repeticiones; no es fácil encon­
trar un solo argumento de relieve que el autor no ex­
ponga más de una vez. En pocas palabras, se advierte
que la obra ha sido escrita a lo largo de cuatro lustros,
y se echa en falta un esfuerzo unificador que hiciera
más lineal su desarrollo.
En la Introducción, atisbando ya los derroteros por
los que habrían de encaminarle las futuras investiga­
ciones, Locke se declara satisfecho si, como fruto de
su trabajo, obtiene un conjunto de normas con las que
dirigir la conducta humana en esta vida y lograr la
felicidad. Locke considera aleatoria la elaboración de
una ciencia que revele las realidades materiales en su
naturaleza más íntima; se contenta con disponer de
una moral «científica», exclusivamente racional. Para
eso escribe el Ensayo. Parece que la moral existente
hasta entonces — la moral revelada— no le satisfacía:
«tenía unos fundamentos poco sólidos».

2 Seguimos la edición inglesa de A. Campbell Fraser: An Essay


Concerning Human Vnderstanding, Oxford, 1894, 2 volúmenes.
En las citas de acuerdo con la numeración adoptada desde las
primeras ediciones del Ensayo, se indican con números roma­
nos cada uno de los cuatro libros en que Locke lo dividió, y con
números árabes, el capitulo y el número que los editores atri­
buyeron a los distintos párrafos.
16 Introducción

1. El libro prim ero posee un carácter más bien in­


troductorio. Con él Locke desbroza el terreno, tratan­
do de eliminar los prejuicios de los que sitúan en unos
presuntos «principios innatos» el origen de todo cono­
cimiento. Contra ellos, Locke afirma que no existe nin­
gún principio naturalmente impreso en nuestra inte­
ligencia: ni especulativo ni práctico. Esta es la pars
destruens; el resto de la obra constituye, por así de­
cir, la parte constructiva. En ella Locke tratará de
establecer «los límites que separan la opinión del cono­
cimiento, y examinar qué reglas deben observarse para
determinar con exactitud el grado de nuestra persua­
sión con respecto a las cosas de las que no tenemos un
conocimiento cierto» (I, Introducción, n. 3).

2. Con este fin, estudia en el libro segundo «cuál


es el origen de las ideas, nociones, o como se las quiera
llamar, que el hombre observa en sí mismo, y que es
consciente dentro de sí mismo de tener en su propio
espíritu; y con qué medios la inteligencia recibe todas
estas ideas» (ibíd.).
Si no existe ningún conocimiento innato, si nuestra
mente es al principio como una hoja en blanco en la
que nada hay escrito, a Locke sólo le resta subrayar
el origen sensible de todo nuestro conocimiento. Los
sentidos nos proveen de multitud de ideas — color, sa­
bor, peso— , y la inteligencia, al reflexionar sobre sus
propias operaciones, nos surte de muchas otras, como
el pensar, percibir o querer. Locke denomina a estos
elementos ideas simples, suponiendo que cada uno de
de ellos se presenta a nuestra percepción con abso­
luta independencia de todos los demás. Por ejemplo,
cuando tenemos entre las manos una vela encendida,
la idea de blancura se manifiesta a nuestro espíritu
con total independencia de la sensación táctil que esa
misma cera provoca; ésta, a su vez, es independiente
Introducción 17

del calor originado por la llama. Y lo mismo sucede


cuando gustamos un terrón de azúcar o contemplamos
un paisaje de campaña: lo que se produce en nosotros
es un agregado de sensaciones sin ninguna cohesión
mutua.
Sólo después nuestra mente combinará estos mate­
riales simples, formando con ellos las ideas complejas.
Por ejemplo, al unir la sensación de dulzura a la de
blancura y a un determinado peso, obtengo la idea
compleja de azúcar; y al considerar como un todo el
conjunto de movimientos con los que una persona pro­
voca la muerte de otra, la noción de homicidio.
Una vez en poder de ese mundo ideal, nos bastará
observarlo atentamente para descubrir ese conjunto
de relaciones constantes entre las ideas que constitu­
yen el auténtico conocer.

3. Sin embargo, antes de abordar propiamente el
tema del conocimiento, Locke dedica todo un libro, el
tercero, a estudiar la naturaleza y usos del lenguaje y
su relación con las ideas.
Analizaremos más adelante el porqué de esta inclu­
sión. Baste ahora considerar que la lengua era el
vehículo más apto para transmitir a los hombres la
moral geométrica que Locke ambicionaba. Por eso,
como complemento a la ciencia racional de las costum­
bres, el Ensayo postula la necesidad de una reforma del
lenguaje que lo transforme en instrumento idóneo para
la comunicación de la ética: esta reforma, al refrenar
los abusos voluntarios en el uso del habla, y paliar en
lo posible las imperfecciones inherentes al lenguaje,
evitará muchos enfrentamientos y disturbios sociales.

4. El libro cuarto representa el desenlace de todo


el Ensayo. Locke lo divide en dos partes. En la primera
muestra «cuál es el conocimiento que la inteligencia
18 Introducción

alcanza por medio de las ideas; y cuál es la certeza, la


evidencia y la extensión de ese conocimiento» (ibíd.).
Y, después de un estudio bastante detallado, concluye:
es imposible conocer de modo científico la naturaleza
del mundo; por eso, conviene dedicar lo mejor de nues­
tros esfuerzos a la construcción de la moral demostrada
de modo matemático, instrumento infalible para regu­
lar nuestra conducta.
En la segunda parte, examina «la naturaleza y los
fundamentos de la fe, o de la opinión», entendidas
como «aquel asentimiento que damos a una proposición
como verdadera, aunque no tengamos un conocimiento
cierto de su verdad» (ibíd.). Para Locke, la fe consti­
tuye un saber de segundo grado, inferior al que obte­
nemos por la razón. Por eso, las facultades racionales
deben juzgar el dato revelado y hacerlo partícipe de
su propia racionalidad. La fe queda así subsumida en
el ámbito de la razón, y ésta se convierte — con expre­
sión muy querida para el autor del Ensayo— en nuestro
último juez y guía.
ENSAYO SOBRE
EL ENTENDIMIENTO HUMANO
EL INTENTO DE UNA MORAL
GEOMETRICAMENTE DEMOSTRADA

En la Epístola al Lector, narra Locke el origen del


Ensayo: una conversación amigable en la que progresi­
vamente se hizo imposible avanzar un solo paso. Des­
pués de meditar un poco, creyó haber descubierto la
causa de esta dificultad, y advirtió a sus amigos que
quizá estaban afrontando la cuestión por un camino
equivocado. Entonces pensó que, antes de enzarzarse
en investigaciones de otra índole, era preciso analizar
la naturaleza y el alcance de nuestro propio conoci­
miento.
Por tanto, según su autor, el Ensayo tiene un carácter
propedéutico, instrumental: Locke lo concibió como el
presupuesto que daría validez a cualquier conocimiento
futuro y como el requisito imprescindible para satis­
facer al espíritu humano en las investigaciones que
naturalmente se plantea1: ese instrumento nos libra­
ría de la duda universal.1

1 «...y a que llegué a la conclusión de que el primer medio


posible para satisfacer al espíritu en las numerosas investigacio­
nes a las que éste por sí mismo está muy inclinado a dedicarse
22 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Aunque quizá sea una actitud no exenta de cierta


retórica, Locke se presenta abrumado por la multitud
de opiniones que reinan entre los hombres: tantas, tan
diversas, y, sobre todo, sostenidas con tanto empeño,
que surge la sospecha de que la verdad no existe o que
los hombres no poseen los medios suficientes para
alcanzarla (cfr. I, Introd., n. 2). Para conjurar este pe­
ligro, Locke sólo encuentra un remedio: examinar la
aptitud de nuestra inteligencia, de manera que luego
ya no podamos poner todo en duda bajo el pretexto
de que existen algunas cosas que no logramos conocer
(cfr. I, Introd., n. 6). Mientras este estudio no se reali­
ce, «el problema se estará afrontando al revés; y en
vano buscaremos la satisfacción que podría proporcio­
narnos la posesión tranquila y segura de las verdades
que nos son más necesarias» (I, Introd., n. 7); podremos
planteamos indefinidamente una cuestión tras otra,
sin que eso nos sirva más que para aumentar nuestra
incerteza, hasta arrojarnos a un escepticismo absoluto
(cfr. I, Introd., n. 7).
Como Descartes, Locke comienza el Ensayo some­
tiendo todos los conocimientos a la duda universal.
Y propone, como primer paso para superar esa duda
voluntaria, un estudio de nuestras ideas y facultades
cognoscitivas (cfr. I, Introd., n. 8): no en lo que tienen
de seres reales, sino exclusivamente en cuanto conoci­
das, como objeto del pensamiento (cfr. I, Introd., n. 2).
La primera evidencia que resiste a toda duda es, pues,
una vez más, el cogito.
Sólo después de examinar nuestras ideas claras y
distintas — continúa Locke— , podremos delimitar los
confines de nuestro conocimiento y afrontar con posi­

seria el de obtener una visión de conjunto de nuestra inteligen­


cia, examinando sus capacidades y viendo a qué objetos éstas
pueden aplicarse» (I, Introducción, n. 7).
E l intento de una moral... 23

bilidades de éxito otras investigaciones. En concreto,


podremos distinguir el ámbito de la certeza refleja
—el único donde hay un conocer auténtico— del campo
donde sólo es posible alcanzar la probabilidad (cfr. I,
Introd., nn. 2 y 3); y de este modo, sin perdernos en
investigaciones inútiles, dirigiremos nuestros esfuerzos
en aquella dirección en la que las fuerzas naturales nos
permiten obtener un saber indudable (cfr. I, Introd.,
n. 4).
¿Cuál es este ámbito?: el de las matemáticas y las
ciencias morales. En la misma Introducción, adelan­
tando conclusiones posteriores, Locke delimita el alcan­
ce de nuestra certeza, y afirma que ésta se extiende lo
suficiente para asegurarnos una posesión tranquila y
segura de la propia felicidad (cfr. I, Introd., n. 5). Sa­
bemos que los asuntos de moral y religión acaparaban
la atención de Locke por aquellos años; lo demuestran
ciertos escritos que hacía circular entre un grupo de
amigos intelectuales y que permanecieron inéditos en
vida del autor2. Además, uno de éstos, James Tyrrel,
dejó escrito al margen de un ejemplar del Ensayo que
la conversación a la que Locke se refiere en la Epístola
— en la que Tyrrel participó— había versado sobre los
principios de la moral y de la religión revelada. Pre­
cisamente para dar una solución definitiva a esos pro­
blemas escribió Locke el Ensayo.

A) I n f l u e n c ia db D escartes e n l a c o n c e p c ió n
del E nsayo

En estos breves rasgos se ponen de relieve muchas


semejanzas y algunas diferencias entre el planteamiento
del Ensayo y el del Discurso del método, de Descartes.

2 Se trata de los Essays on the Law o f Nature, de dos peque­


ños tratados sobre el poder civil, y del Essay Conceming Tole-
ration.
24 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

En primer lugar, también el Discurso se presentaba


como un valor propedéutico para cualquier otro saber.
Descartes se había fijado como meta alcanzar «el per­
fecto conocimiento de todas las cosas que el hombre
puede saber tanto para conducir su vida como para la
conservación de la salud y el descubrimiento de muchas
artes útiles»; quería «distinguir lo verdadero de lo falso
para ver claro» en sus acciones «y andar con seguridad
por esta vida». Pero sobre todo, sus intereses se dirigían
hacia la construcción de una ciencia física que le ga­
rantizara el dominio absoluto de la naturaleza. Locke,
en cambio, se orientará más bien hacia la edificación
de una moral que le permita disponer de sus propias
acciones y, en la medica de lo posible, de su mismo fin.
Uno y otro sostienen que el inicio a partir del propio
conocimiento es el único medio para zafarse de la duda
universal, y que el cogito les proporcionará esa certeza
de la que derivan los demás conocimientos; por eso
Descartes se empeña en «descubrir en mí mismo» aque­
llo que está buscando, y Locke, en «hacer de la inteli­
gencia su propio objeto». Ambos, además, pretenden
servirse de sus solas facultades naturales, y rechazando
cualquier ayuda externa. Por último, los dos proponen
como criterio de verdad y certeza las ideas claras y
distintas.
Evidentemente, tantas semejanzas no pueden ser fru­
to de la casualidad. Ya en Oxford, Locke había cono­
cido algunos escritos de Descartes y de las filosofías
francesas ligadas al cartesianismo. Luego, en sus viajes
a Francia, tuvo oportunidad de estudiar a fondo el pen­
samiento cartesiano, en sus propias obras y en las de
sus discípulos y comentadores. Esa influencia no sólo
dejó honda huella en Locke, sino que supuso un cambio
de rumbo en su pensamiento: él mismo reivindicará
años más tarde la novedad del Ensayo sobre otros es­
E l intento de una moral... 25

critos anteriores, haciendo responsable de tal cambio


a la fuerte influencia de Descartes y de su método.
Desde los primeros esbozos del Ensayo hacen su apa­
rición las «ideas» cartesianas; e irrumpen con tal fuerza
que acaban por deshacer la armonía de los anteriores
escritos de Locke. En éstos, partiendo de los sentidos
se podía llegar hasta el conocimiento del mundo, del
orden establecido por Dios en el universo, y de la ley
natural que obliga a todos los hombres3. Sin embargo,
con la introducción de las ideas de Descartes, las cua­
lidades del mundo externo pasan a identificarse con
nuestras ideas; y éstas, reducidas a modificaciones de
la sensibilidad subjetiva, se desgajan de las cosas y del
orden del universo. La sustancia se convierte en el nú­
cleo de un conjunto de cualidades sensibles que obser­
vamos siempre unidas y a las que, por esta sola razón,
damos un mismo nombre. Las acciones morales se re­
ducen a un conglomerado de ideas simples indepen­
dientes, unidas sólo por su comparación a un modelo
de comportamiento subjetivo. Como resultado, el mun­
do de las cosas y el de las normas morales se desvincu­
lan: el primero se funda en la uniformidad observable
de las cualidades sensibles; y el segundo, en un con­
junto de normas o leyes, producto exclusivo de la sub­
jetividad humana.
La experiencia parecía negativa: al introducir en su
propia filosofía las ideas cartesianas, Locke ve derrum­

3 Sirvan como ejemplo estas palabras de los Essays on the


Law o f Nature, ed. by von Leyden, p. 132: «de los cuales (los
datos ofrecidos por la sensibilidad) la razón y la facultad de
argumentar, que es propia del hombre, llegando hasta el autor
de aquellas cosas mediante argumentos que derivan con nece­
sidad de la materia del movimiento y de la estructura y economía
visible de este mundo, finalmente concluye y establece en si con
certeza que existe un Dios autor de todas estas cosas; puesto lo
cual, se sigue necesariamente que existe' una ley de naturaleza
universal que obliga al género humano».
26 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

barse todo el edificio intelectual construido en años


anteriores. A pesar de todo, decide adoptar lo más fun­
damental del método de Descartes. ¿Por qué? Porque
en las ideas descubre el instrumento que permitía a la
razón humana levantar un mundo exclusivamente pro­
pio y, a la vez, capaz de ser confrontado con las infor­
maciones de los sentidos. En la medida en que ese
universo estaba fabricado exclusivamente por la razón,
era susceptible de un conocimiento exhaustivo y de
una utilización perfecta; y en la medida en que se con*
formase con la realidad, podría también servirnos para
aplicarlo a ella. Ciertamente, ese utensilio, construido
a base de ideas claras y distintas, tenía un alcance li­
mitado; pero dentro de su propio ámbito gozaba de
una eficacia absoluta.
La intuición. primera de Descartes había sido preci­
samente la de concebir una matemática universal, una
ciencia perfecta, capaz de proporcionamos un cono­
cimiento exhaustivo en todas las esferas de la realidad
y un dominio omnipotente sobre el mundo de la ma­
teria. Cuando Descartes intentó llevar a cabo esta em­
presa, tuvo que modificar mentalmente las cosas hasta
convertirlas en entidades manejables según el modelo
matemático; en esencias abstractas, claras y distintas,
independientes de cualquier otra esencia.
Descartes pensaba que estas naturalezas abstractas
constituían los elementos simples entre los que cabría
establecer unas relaciones de orden, similares a las de
los principios matemáticos. Primero descubrió esas uni­
dades: Dios, el pensamiento, la extensión. Después, tra­
tó de averiguar cuáles vienen antes y cuáles después,
y de aplicarles las reglas que dictan las matemáticas.
Pero pronto Gassendi, Hobbes y otros objetaron que
las ideas cartesianas, lejos de ser claras y distintas,
encerraban bastante confusión; además, no eran sus­
ceptibles de tratamiento matemático. Crítica muy lógica
El intento de una moral... 27

si se tiene en cuenta que el pensamiento, para Descar­


tes, era todavía espiritual; y un pensamiento espiritual
no es descomponible en unidades simples.
Por su misma formación filosófica y científica — Loc-
ke era médico, no matemático— , nuestro autor se sin­
tió tentado a encauzar la empresa por otros derroteros.
Después de observar con detalle cómo se desarrolla el
conocimiento humano, creyó haber descubierto aquellos
ingredientes con cuya combinación podría llegar a pro­
ducir todas las ideas que existen en el entendimiento:
las ideas simples de sensación y de reflexión. Además,
se sintió capaz de establecer el orden en que nuestro
espíritu forma todas las ideas complejas a partir de sus
elementos originarios. Parecían resueltas las dificultades
con que se había encontrado Descartes; y se disponía
de unas ideas descomponibles en unidades mínimas y
susceptibles de un tratamiento matemático riguroso.
Cuando Locke puso a prueba la viabilidad de su em­
presa, descubrió que era factible con sólo dos condi­
ciones: a) que las ideas simples que componen todas
nuestras ideas complejas fueran claras y distintas: y
para ello decidió reducir la realidad a lo que se ofrece
en la percepción de las ideas, de modo que éstas no se
refieran a ninguna otra cosa sino a ellas mismas4;
b ) en segundo lugar, las ideas complejas deberían con­
tener un número definido de ideas simples.

B) E l paso de una m atem ática universal a una m o r al


MATEMÁTICA

Al aplicar estos criterios a los dos campos en que


consideraba dividido todo el universo cognoscible — el*

* Cfr. a este respecto E. Gilson, La unidad de la experiencia


filosófica, Ed. Rialp, Madrid, 1960, cc. 5 a 8.
28 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

de las sustancias y el de la moral— , Locke se encontró


con que las ideas complejas de sustancia contienen por
lo menos una idea simple que no es clara y distinta:
la de un número subsistente en el que inhieren todas
las ideas de sensación y del que se pretende que éstas
deriven. Además, ésa es la idea específica de sustancia;
por su misma naturaleza las ideas de sustancia se re­
fieren a algo extrínseco a la subjetividad humana; y ese
algo se resiste a ser reducido a idea clara y distinta. Por
eso Locke quedó convencido de que ni la filosofía de
la naturaleza ni la metafísica podrían nunca ser trata­
das de modo científico5.

s El problema, para L ocke, no era nuevo. Años antes, en el


Essays on the Law of Nature, habla hecho hincapié en la imposi­
bilidad de reducir el fundamento último de la realidad a con­
ceptos manejables por la inteligencia, ya que se trata dé algo
que ésta «ni descubre ni prueba». Incluso la matemática presen­
taba este mismo defecto cuando pretendía constituirse como
ciencia de lo real: «reconozco —decía— que son maravillosas las
cosas que la razón encuentra e investiga en las ciencias mate­
máticas, pero todas las cosas que derivan de las líneas se cons­
truyen en las superficies e inhieren en un cuerpo que les sirve
de fundamento. La matemática postula que existen estos objetos
de las propias operaciones y otros axiomas y principios comunes,
pero no los descubre ni los prueba. La razón utiliza claramente
el mismo método al tratar y transmitir las otras disciplinas (...).
Si se recorren una por una las ciencias especulativas, no existe
ninguna en la que no se presuponga siempre algo, se lo acepte
como dado y se lo tome de alguna manera como préstamos de
los sentidos» (pp. 149-150). En estas líneas todo apunta al repudio,
junto con los «principios y axiomas comunes», de ese fondo del
mundo exterior que no se quiere aceptar. El ser es lo que hace
que la realidad se presente ante nuestros ojos con todas las carac­
terísticas. de «lo dado». Por eso, junto con el ser, Locke rechaza­
rá todas las ciencias especulativas y limitará su campo de estudio
a aquellos objetos que de alguna manera pueden «deducirse»
exclusivamente de la actuación humana: las ciencias prácticas
y, más concretamente, la moral en cuanto deriva de modo exclu­
sivo de la voluntad del sujeto.
E l intento de una moral... 29

No le importaba demasiado. Desde sus años jóvenes


había dirigido los propios intereses por otros rumbos:
los de las ciencias éticas o, en general, humanas. Y las
ideas de la moral — decía— no tienen por qué adecuar­
se a una realidad exterior; son ellas los arquetipos a
los que habrá de referirse cualquier comportamiento
para juzgar acerca de su rectitud. Las nociones morales
no contienen en sí nada que no sea reducible a ideas
simples de reflexión claras y distintas; además, por
ser factura de nuestro entendimiento, su orden de pro­
ducción resulta absolutamente conocido. En consecuen­
cia, la moral sí que admite un tratamiento matemático.
Al aceptar la instancia metodológica de Descartes
—haciéndola incluso más coherente—, Locke obtuvo
como resultado y proyecto una curiosa ciencia matemá­
tica, capaz de fundar sólo una parte de la realidad: la
moral. «Había así alcanzado la más paradójica conclu­
sión que un cartesiano pudiese imaginar: el razona­
miento matemático es todavía un instrumento precioso
y perfecto, pero que puede ser aplicado también al
mundo moral. Es más, se aplica más propiamente a
este mundo que al físico, que era aquel en el que Des­
cartes lo había ampliamente usado»6.
La moral geométricamente demostrada se convierte,
en manos de Locke, en la gran tarea de la humanidad
en cuanto tal; mientras las ciencias físicas y cualquier
tipo de investigaciones merecen sólo la aplicación y el
estudio de los hombres ¡particulares, considerados ais­
ladamente (cfr. IV , 12, nn. 11-13).
Locke concibe la elaboración de esa ética como el
requisito imprescindible para poner fin a los distur­
bios sociales que aquejaban a la Europa del seiscien­
tos. Sin embargo, el proyecto no carecía de dificulta-*

* C. A. Viano, John Locke. Dal razionalismo all'iluminismo,


G. Einaudi Ed., Torino, 1960, pp. 173-174.
30 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

des. La más relevante: esa moral obtiene todo su valor


precisamente por ser una construcción del sujeto; pero
a la vez, si quiere erigirse en panacea de la paz social,
debe ser aceptable por todos, intersubjetiva. En sus
escritos más jóvenes, Locke había intentado resolver
esta cuestión recurriendo a la Omnipotencia divina; es
Dios el que daría objetividad a la moral por propuesta.
Hacia el final de su vida — y en los años en que com­
pone el Ensayo— se asoma de nuevo esa solución; y al
mismo tiempo, afronta de modo directo el problema
de la comunicación de la moral, factible sólo en medio
del lenguaje.
Pero la lengua, por su carácter convencional, era
también muchas veces fuente de equívocos y de dispu­
tas; y así, junto a la construcción de la moral demos­
trada, Locke se impuso como meta una reforma del
lenguaje, que lo transformara en el vehículo apto para
transmitirla. La idea no era nueva: años antes se la
habían planteado a Descartes; y éste, aun consciente
de las dificultades de la empresa, creyó que «se podría
crear una lengua universal, ‘ muy fácil de comprender,
de pronunciar y de escribir', excluyendo incluso de los
espíritus toda posibilidad de error, con sólo que ‘al­
guien hubiese explicado bien cuáles son las ideas que
hay en la imaginación de los hombres’» 7. Ese era pre­
cisamente el propósito de Locke: descubrir las unida­
des simples que componen nuestras ideas, poniendo al
mismo tiempo de manifiesto el orden en que se forman.
«De este modo, la razón se convertía en el instrumento
que orienta al hombre en todos los campos; la razón no
queda excluida de ningún problema humano, aunque
es verdad que no en todos puede desempeñar el mis­
mo poder clarificador. A la razón cartesiana, que tiene

7 E. Gilson, Lingüística y filosofía, Ed. Gredos, Madrid, 1974,


p. 88.
El intento de una moral... 31

sobre todo la vocación del conocimiento del mundo na­


tural y de la matemática, Locke oponía una razón, cuya
misión principal consiste en orientar al hombre en
todos los problemas humanos; y antes que nada en
los asuntos políticos y religiosos, que Descartes había
excluido de su ámbito de interés.»*

* C. A. Viano, o. c., pp. 597-598.


34 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

bado que existen proposiciones innatas: pues es posi­


ble que el conocimiento de tales principios nos llegue
por otras vías (cfr. I, 2, n. 19 y I, 1, n. 3).
Así, pues, no existe ningún principio, ni especulativo
ni práctico, que reciba un asentimiento universal. ¿Prue­
bas? Defender el innatismo actual — arguye Lócke—
equivale a admitir en cada hombre unas verdades inna­
tas actualmente conocidas; pero ese innatismo es con­
trario a la experiencia: existen muchísimas personas
—los niños y los salvajes, por ejemplo— que desco­
nocen absolutamente las más elementales de esas pro­
posiciones. Se suele atribuir el carácter de innatos a
los clásicos principios de identidad y no-contradicción:
todo lo que es, es; y es imposible que una cosa sea y
no sea al mismo tiempo. «Sin embargo — observa Loc-
ke— , me tomaré la libertad de afirmar que, lejos de
recibir un consentimiento general, existe una gran parte
del género humano para el que esas proposiciones no
son ni siquiera conocidas» (I, 1, n. 4). Si esto es así, con
mucha menor razón podrá atribuirse el carácter de
innato a ningún otro principio especulativo.
Tampoco los preceptos prácticos corren mejor suer­
te, pues no existe ni siquiera una verdad ética univer­
salmente reconocida sin duda o dificultad (cfr. I, 2,
nn. 1 y 2). En este campo, lo que sí es verdaderamente
innato en todos los hombres es el deseo de ser felices
y la aversión a la infelicidad; pero «éstas son inclina­
ciones de nuestro ánimo hacia el bien, y no impresio­
nes de una cierta verdad que haya sido estampada en
nuestra inteligencia» (I, 2, n. 3). N o se puede hablar,
por tanto, de innatismo actual.
Tampoco cabe sostener un innatismo virtual de los
principios especulativos; es decir, que la inteligencia
posea sólo un conocimiento implícito de tales máximas,
que se explicita en cuanto le son propuestas por vez
primera. Esta postura no resuelve nada, porque equivale
La crítica de Locke... 35

a decir que la inteligencia conoce tales proposiciones


antes de asentir a ellas y, por tanto, antes de conocerlas
(cfr. I, 1, n. 2).
Con respecto a las leyes morales, sólo cabría hablar
de innatismo virtual en un sentido impropio: afirmando
que todo el mundo conoce esas leyes, aunque algunos
las violen. A este argumento responde Locke que él
está firmemente persuadido de que el modo de actuar
de cada persona constituye el mejor intérprete de sus
pensamientos (cfr. I, 2, n. 3); además —añade— , aun­
que el hecho de que una ley sea violada por algunos,
no se sigue que sea desconocida, en cambio, el que «su
infracción sea generalmente admitida en cualquier lu­
gar del mundo, demuestra que esa ley no es innata»
(I, 2, n. 12).
Locke reconoce que todos los hombres asienten de
inmediato a ciertas proposiciones, como «el todo es
mayor que la parte» o «nada puede ser y no ser a la
vez y bajo el mismo aspecto»; pero ese rápido asenti­
miento no prueba que se trate de proposiciones inna­
tas, puesto que no difiere visiblemente del que se da
a otro tipo de verdades. Demuestra sólo que dichas
máximas son evidentes para el que entiende su signi­
ficado; pero también lo son otras, como «dos más dos
son cuatro», o «la suma de los tres ángulos de un
triángulo es igual a dos rectos». Por otra parte, si la
evidencia es un privilegio innegable de los principios
especulativos que se pretenden innatos, «en lo que se
refiere a los principios morales será sólo con razona­
mientos, con discursos y con cierta fatiga de nuestro
espíritu como podremos asegurarnos de su verdad»
(I, 2, n. 1). No existe « ninguna regla moral de la que
no se pueda justamente preguntar su razón (...). De
donde se advierte claramente que la verdad de las nor­
mas morales depende de otras verdades anteriores, de
las que debe ser 8educida; cosa que no podría ocurrir
36 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

si estas reglas fuesen innatas, o simplemente evidentes


por sí mismas» (I, 2, n. 4).
Entre otros argumentos con los que Locke rechaza
la existencia de principios innatos, hay uno que mani­
fiesta de manera muy clara el contexto cartesiano en
que se mueve su filosofía: no se puede afirmar que
existan principios innatos, pues eso nos obligaría a
suponer también una enorme cantidad de ideas del
mismo tipo (cfr. I, 3, n. 1). Además, si se pretende que
esas ideas son el fundamento de verdades generales e
indudables, universalmente conocidas y naturalmente
aceptadas, es necesario sostener que son claras y dis­
tintas (cfr. I, 3, n. 4). Pero la experiencia nos demues­
tra que esto no ocurre. Locke lo ilustra con algunos
ejemplos, referentes en su mayor parte a los principios
prácticos de la moral: así, quien afirme que princi­
pios como «es deber de los padres cuidar de los propios
hijos», «o el hombre debe dar culto a Dios» son inna­
tos, tendría que considerar también innata, en primer
lugar, la idea de deber. Pero nadie puede poseer una
noción clara y distinta de lo que es el deber si no co­
noce con claridad que existe Dios, y que es Legislador;
si ignora que hay una ley que obliga a realizar deter­
minadas acciones y prohíbe otras, o que existe una vida
futura en la que los hombres recibirán el premio o
castigo de acuerdo con su actuación presente; y, por
último, si desconoce las mismas ideas de pena o re­
compensa. Por tanto, si la idea de deber fuese innata,
también tendrían que serlo todas aquellas que se re­
quieren para su perfecta comprensión: Dios, ley, vida
futura, pena y recompensa (cfr. I, 2, n. 12).
Sin embargo, ni siquiera la idea de Dios es universal­
mente reconocida. Muchos apenas saben que Dios exis­
te, o le niegan; otros tienen una noción tan pobre y
arbitraria, que sería absurdo calificarla de clara y dis­
tinta; otros, por fin, poseen opiniones aberrantes acerca
La crítica de Locke... 37

de la divinidad (I, 3, nn. 7-10). Pero si la idea de Dios


no es evidente, mucho menos lo serán otras que tam­
bién forman parte de los principios morales: las de
pecado y virtud, por ejemplo.
Tampoco en los principios especulativos encontramos
ninguna idea innata. No lo son, por ejemplo, las de
identidad y diversidad, que forman parte de los más
famosos axiomas del conocimiento (cfr. I, 3, n. 4). No
lo es, tampoco, la noción de sustancia, imprescindible
para conocer un enorme sector de la realidad. Por tan­
to, concluye Locke, la naturaleza no nos ha provisto de
ningún tipo de ideas o principios de las que derivar
nuestro conocimiento; cosa, por otro lado, absoluta­
mente inútil, ya que nos ha dado las facultades nece­
sarias para descubrir con nuestras fuerzas todo lo que
necesitamos para el desenvolvimiento de nuestra vida.

B) La búsoueda de un p r in c ip io absoluto
DEL CONOCIMIENTO

Locke multiplica, con profusión de ejemplos, las ra­


zones que le han llevado a poner en duda la existencia
de principios innatos. Ante tal aglomeración de argu­
mentos, que poco o nada agregan a los que acabamos
de exponer, surge, inmediata, la pregunta: ¿por qué esa
insistencia machacona, ese esfuerzo por acumular prue­
bas, y tanto espacio consagrado a refutar una opinión
con la que poca gente concuerda?
Y es que quizá Locke, con este libro primero, esta­
ba poniendo en juego algo más que la simple existencia
de los principios innatos. En efecto, la pretensión de
que el carácter innato de los principios es algo gene­
ralmente admitido por todos los hombres (cfr. I, 1,
n. 1) resulta a todas luces exagerada. Habría que limi­
tarla más bien al círculo restringido de los seguidores
38 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

de Descartes, y quizá a algunos de los escolásticos con


los que Locke adquirió sus primeras nociones de filo­
sofía en Oxford, o a los teólogos neoplatónicos que fre­
cuentó en Cambridge. El libro primero del Ensayo se
dirige a unos y otros en el contexto de las relaciones
entre Descartes y los escolásticos. Vamos a examinarlas.
Como es sabido, estas relaciones no podían califi­
carse de amigables. Cuando Locke redactó el Ensayo,
la filosofía escolástica, perdido el vigor de su época de
oro, arrastraba varios siglos de clara decadencia, y
amenazaba con descomponerse. La cultivaban todavía
grupos más o menos numerosos de filósofos y teólo­
gos, pero, en muchos casos, sólo porque no encontraban
otro pensamiento con el que nutrirse. Por eso puede
considerarse mortal el golpe que le asestó Descartes al
pretender sustituirla por la filosofía matemática apenas
descubierta. Se inauguraba así una corriente de pensa­
miento, cuyos seguidores aceptarán sin vacilación los
postulados contenidos germinalmente en el cogito: has­
ta tal punto, que'la nueva filosofía podría caracterizar­
se por la coherencia cada vez más acentuada en con­
ducir a sus últimas conclusiones los principios instau­
rados por Descartes'.
Ese rigor creciente conducirá, en ocasiones, a iniciar
el propio sistema con una critica a los autores ante­
riores; crítica que suele consistir, tantas veces, en una
vuelta más fiel al fundamento. Por eso, en las obras
de casi todos los que componen la «nueva filosofía»
podemos descubrir dos aspectos complementarios: uno
primero, pars destruens, en el que, aceptando el plan­
teamiento de fondo, se reprueba la falta de coherencia

> «Al padre del idealismo moderno —Descartes—, y con él a


toda la serie de sus herederos, yo reprocho el que, al hacer mu­
dar cada uno su propio sistema, hayan seguido una línea evolu­
tiva de una lógica interna irresistible» (J. M aritain , Le paysan de
la Garonne, Desclée de Brouwer, París, 1966, p. 150).
La crítica de Locke... 39

con respecto a los postulados fundamentales: el no


haber sabido llevarlos hasta sus últimas conclusiones.
Y otro, pars construens, que presenta el nuevo sistema,
más radical y congruente. En este contexto, no puede
hablarse sino de un repudio relativo, que implica una
aceptación —o, mejor, una superación (la Aufhebung
hegeliana)— de lo mismo que se censura: se rechaza
la filosofía anterior (la cartesiana) precisamente en
cuanto se la considera contenida, y de un modo más
perfecto, en la propia.
Distinta es la actitud con respecto a la metafísica,
en la versión de la escolástica decadente. En los co­
mienzos de los «modernos sistemas», esa filosofía apa­
rece como el gran adversario que hay que destruir. Los
ataques dirigidos contra ella son frecuentes y violen­
tos, aunque muchas veces velados por el dominio que
aún ejerce en los círculos más influyentes y en las uni­
versidades de la ¿poca. Con el pasar de los años, y al
afianzarse las nuevas tendencias, la metafísica empieza
a considerarse como una pieza de museo, y se la arrin­
cona de modo definitivo; a partir de entonces, todos los
esfuerzos se dirigirán a hacer más coherente consigo
misma a la filosofía de la inmanencia.
Situado muy en los orígenes de este movimiento, el
Ensayo presenta, claros, los dos aspectos a los que
acabamos de aludir: la crítica a Descartes, autor al que
se debe superar, y el ataque contra la escolástica. Es­
tas dos líneas se entremezclan y confunden con fre­
cuencia, haciendo difícil determinar el verdadero al­
cance de las afirmaciones de Locke.
Libro primero, pars destruens: aceptación plena de
los principios fundamentales de Descartes, y superación
crítica en base a esos mismos postulados2. Por eso.

2 «Solamente la aceptación integra de la inversión cartesiana,


que colocaba en el hombre la garantía del conocimiento del uni-
40 /. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

aunque las alusiones a la escolástica no faltan, el En~


sayo se sitúa en un contexto definidamente cartesiano:
Locke pretende seguir los pasos de Descartes, corrí*
giendo el rumbo allí donde considera perdido el camino
maestro.
Pero meterse por derroteros cartesianos suponía asu­
mir el cogito con todas sus consecuencias, cortar con
el saber anterior y buscar el inicio absoluto del conocer
en el mismo conocimiento. Locke se da perfecta cuenta
de la magnitud de su empresa, y confiesa que para
llevarla a cabo se requiere voluntad, empeño y, ade­
más, la audacia de «echar por tierra los fundamentos
de todos los propios razonamientos y de todas las pro­
pias acciones pasadas» (I, 2, n. 25). A pesar de todo,
está decidido a conducirla a término.
Descartes, al referirse a esta tarea, había dicho que
era necesario «apartar la tierra movediza y la arena,
para dar con la roca viva o la arcilla »*3. Junto con la
intención metodológica, Locke recogerá también el sí­
mil cartesiano: «ya que en el resto de la obra — dirá
al final del libro Primero— me propongo erigir una
construcción uniforme, en la que todas sus partes
estén bien unidas unas con otras, en la medida en que
me lo permitan mi experiencia y las observaciones que
he hecho, espero erigirla sobre una base tal que no
sean necesarios refuerzos o arcos de sustentación para
tenerla en pie, porque se apoyaba sobre fundamentos
ficticios o de segunda mano; que si después se demues­
tra que era un castillo en el aire, por lo menos haré
lo posible para que sea todo de una pieza, y pueda ser
demolido de una vez» (I, 3, n. 26).

verso, podía justificar el empirismo lockiano» (C. A. V iano , o . c.,


p. 507).
3 Descartes, Discurso del Método, Oeuvres complétes, Ed. Adam-
Tannery, tomo V I. p. 29.
La crítica de Locke... 41

Estas líneas manifiestan con claridad el fin que


Locke se ha propuesto; pero, además, contienen en
germen toda su crítica a la obra de Descartes. No se
trata tan sólo de establecer el verdadero fundamento
de cualquier construcción filosófica, sino de hacerlo de
tal modo que el futuro ediñcio se apoye exclusivamente
sobre él y de él extraiga toda su fuerza.
¿Qué echaba Locke en cara a Descartes? Precisamente
el haber introducido esos «refuerzos y arcos de susten­
tación» que evitaban que todo el sistema derivara ex­
clusivamente del principio primero, y rompían la armo­
nía y-la coherencia del conjunto. En su afán de hacer
más sólidos los cimientos del edificio cartesiano, lo
primero que Locke pretende es expulsar de él las ideas
innatas: «para abrirme camino hacia el descubrimiento
de estos fundamentos (los únicos, según mi parecer,
sobre los que pueden apoyarse sólidamente las nocio­
nes que podemos tener de nuestros propios conocimien­
tos) me he visto obligado a rendir cuenta de las razones
que tenía para poner en duda que existan principios
innatos» (I, 3, n. 26).
El Ensayo, en este punto como en tantos otros, no
es más que un intento de «corregir» la obra de Des­
cartes, haciéndola más coherente consigo misma. En
efecto, «el innatismo es un verdadero absurdo en una
filosofía que pretende ponerse a radice toda ella y
pone la autoconciencia como el origen de la verd ad »4.
Para Locke, el punto de partida es que al entendimien­
to sólo puede estar presente el entendimiento mismo,
y que no se conocen sino ideas (cfr. IV, c. 21). Pero
entonces las ideas innatas, introducidas en el pensa­
miento sin la intervención generadora de la percep­
ción, constituyen el último reducto en el que puede

4 C. Cardona, René Descartes: Discurso del método, Ed. Magis­


terio Español, Madrid. 1975, p. 119.
42 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

refugiarse, en el pensamiento, un cuerpo extraño al


pensamiento mismo; y su negación, el requisito impres­
cindible para cerrar la última vía de dependencia res­
pecto al mundo externo y el único medio, de asegurar
el «inicio absoluto» del conocer5.
Sólo dentro de este contexto se entiende en todo su
alcance el libro primero del Ensayo. Para Locke, negar
las ideas innatas supone también, y necesariamente,
acabar con los primeros principios auténticos: aquellos
que, por expresar la estructura fundamental de cual­
quier ente, orientan todo nuestro caminar en el cono­
cimiento del universo. ¿Por qué motivo?: porque los
confunde y ‘ equipara con los principios e ideas innatas
entendidos al modo cartesiano. En efecto, como para
Descartes no existe ninguna'posibilidad de comunica­
ción entre los sentidos y la inteligencia, los primeros
principios, si se pretenden intelectuales, serán necesa­
riamente innatos. Por eso Locke, al destruir las ideas
innatas de Descartes, piensa haber acabado también
con los primeros principios de la metafísica.
Sin duda, se trataba de una ilusión: desde Aristóte­
les, la metafísica había afirmado que no existe ninguna
verdad primera naturalmente impresa en la inteligen­
cia. La argumentación lockiana, por tanto, no quita
validez al principio de no contradicción; más bien de­
muestra que los principios del saber no pueden conce­

5 Como veremos, tampoco Locke acaba de ser consecuente con


su propio planteamiento, pues pretende que las. ideas de sensa­
ción, origen en nosotros de todo conocimiento, están a su vez
producidas por la realidad'externa. Berkéley y Hume acabarán
con la incertidumbre de Locke en este punto, resolviendo el ob­
jeto de la percepción en el puro acto de percibir; pero ya Des­
cartes había entrevisto el problema, llegando a afirmar explíci­
tamente que las ideas de sensación existían de algún modo pre­
viamente en la inteligencia (cfr. E. Gilson, Unidad..., cit., pp. 94-
95). Lo que es una prueba más de la fuerte potencia del cogito
como principio generador de toda filosofía inmanentista.
La crítica de Locke... 43

birse como lo hacían los cartesianos. Pero nuestro autor


se hallaba firmemente decidido a caminar por los sen*
deros de Descartes, buscando el inicio absoluto del co­
nocer en el seno del pensamiento: por eso, si el inna-
tismo no le convencía, aún menos podía aceptar los
primeros principios de la metafísica, a todas luces con­
trarios al cogito.

C) La crítica de las ideas innatas p o r medio de la


DUDA UNIVERSAL

Para encontrar el inicio absoluto del conocimiento,


había bastado a Descartes, en primer lugar, la férrea
voluntad de conseguirlo; después, introdücir como pre­
supuesto metódico de todo su sistema la duda radical.
La misma arma esgrime Locke para expulsar de la fi­
losofía cartesiana las ingerencias extrañas: también
desde este punto de vista, la obra de Locke se presenta
como una aceptación y profundización de la instancia
crítica de Descartes*.
En Locke el planteamiento no es tan explícito. Pero
no debe sorprendernos: al continuar el camino de Des­

* «E l cartesianismo había situado como fundamento propio una


exigencia de este género cuando estableció, como operación pre­
liminar a la construcción de todo sistema de saber, el repudio
de cualquier opinión no sistematizaba «a nivel de la razón» (f)ts-
surso del Método, II). Por eso, no es casualidad que Locke mos­
trase su aprecio hacia los escritos cartesianos desde el primer
contacto con ellos: la exigencia crítica, que constituye ciertamente
un rasgo fundamental e inconfundible del cartesianismo, debió
sin duda-sugerir a Locke et camino a.través del cual la filosofía
le iba a permitir dar forma a sus intereses culturales fundamen­
tales, del modo más perfecto (...). Esta postura crítica había con­
sentido a la filosofía cartesiana diferenciarse radicalmente de los
tipos tradicionales de filosofía y refutar cumplidamente las teo­
rías metafísicas clásicas sobre los objetos del conocimiento»
(C. A. Viano, o. c., pp. 548-549).
44 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

cartes precisamente en el punto en que éste lo había


abandonado, Locke no necesita insistir con detalle en
aquellos pasos que ya considera válidos. De todos mo­
dos, la duda metódica aparece en bastantes ocasiones
a lo largo del Ensayo; por ejemplo, al enfrentarse con
la filosofía cartesiana, Locke se pregunta por la razón
de que, una vez aceptada la duda universal, ésta no
deba extender su poder disolvente hasta las mismas
ideas y principios innatos. Bien está que los doctrina­
rios y «dogmáticos» acepten los primeros principios
sobre la fe de otros, y se resistan a ponerlos en duda,
imaginando que «tales principios no tienen ninguna
necesidad de ser a su vez demostrados» (I, 2, n. 26);
allá ellos. «Pero donde se diga que se puede y se debe *
examinar los principios y someterlos a la prueba, que­
rría yo de verdad saber de qué modo los primeros
principios, naturalmente impresos en el alma, pueden
someterse a la prueba; o, al menos, querría que se me
concediese el derecho de preguntar por qué signos y
por qué caracteres se pueden distinguir los principios
verdaderos, los principios innatos, de aquellos que no
lo son (...) Después de lo cual, estaré dispuestísimo a
aceptar con alegría estas agradables y útiles proposicio­
nes; pero, hasta ese día, no seré presuntuoso si sigo
teniendo dudas» (I, 3, n. 27).
Se puede advertir en estas líneas la orientación que
Locke imprime a toda su filosofía: al situar el inicio
del conocer dentro del mismo conocimiento y negar
«metódicamente» cualquier realidad trascendente a la
percepción, también debe buscar en el acto de percibir,
y no en las cosas, los caracteres distintivos de los pri­
meros principios. El ente como objeto primero de la
inteligencia y ámbito en el que se conoce cualquier
otra realidad, incluso la del mismo conocimiento, pier­

La cursiva es de Locke.
La critica de Locke... 45

de todo su valor desde el instante en que Locke se


niega voluntariamente — porque «quiere» dudar— a
reconocérselo. Entonces se ve forzado a perseguir un
tipo de percepción y de certeza que le impida dudar de
la verdad de ciertas proposiciones, y se convierta en
la roca firme sobre la que asentar su filosofía.
Sin esta percepción originante e inmune a la duda, la
hipótesis de unos primeros principios «no podrá ser­
nos de gran utilidad: porque, sean o no sean innatos,
si pueden ser alterados, o totalmente cancelados de
nuestro espíritu con cualquier medio humano, como
puede ser la voluntad de nuestros maestros o la opinión
de nuestros amigos, nos encontraremos igualmente en
dificultad; y toda la ostentación que se hace ante nues­
tros ojos acerca de estos primeros principios y de esta
luz innata no impedirá que vengamos a encontramos
rodeados de tinieblas tan densas, y de una incerteza tan
grande, como si esa luz no existiese» (I, 2, n. 20).
Es más, al asumir como principio metódico la duda
absoluta y negarse a admitir ninguna verdad hasta ha­
berla cribado en el tamiz de la duda, pierde su utilidad
incluso la misma condición de principio innato. Cuando
se erige la certeza refleja como comienzo absoluto del
conocimiento verdadero, palidece la distinción entre
principios innatos y adquiridos; todos tienen la misma
necesidad de ser reflejamente recuperados por una per­
cepción clara y distinta antes de que quepa conside­
rarlos auténticos7.
Al introducir la duda universal como precepto metó­
dico primero, Locke sitúa toda su filosofía a nivel de

7 Por eso Locke puede afirmar: «si existen verdades que pue­
den ser impresas en la inteligencia sin que ésta las perciba, no
veo cómo pueden diferenciarse, por lo que respecta a su origen,
de cualquier otra verdad que el espíritu sea capaz de conocer:
será necesario que todas sean innatas o todas adventicias. En
vano se intentará distinguirlas por este aspecto» (1, 1, n. 5).
46 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

conocimiento reflejo: conocimiento, no de la realidad,


sino de su propio conocer. Sólo entonces la inteligencia
adquiere la facultad de admitir o rechazar —de acuerdo
con las condiciones que ella misma establece— las rea­
lidades que encuentra dentro de sí: la percepción se
convierte en fundamento de toda la realidad — pensa­
da— , ya que en mi mente no puede existir nada que ella
no haya percibido con unas determinadas caracterís­
ticas, generándolo al percibirlo.
En este contexto de conocimiento reflejo resistente
a la duda, adquiere relieve la afirmación de que no
existe un consentimiento universal acerca de los pri­
meros principios, pues se convierte en la prueba más
palpable de que es posible dudar acerca de ellos. Tam­
bién en esta perspectiva se advierte con claridad por
qué Locke considera el innatismo virtual contradicto­
rio: «porque decir que existen verdades impresas en el
alma y que el alma no las percibe o entiende de he­
cho, es, me parece, una especie de contradicción, en
cuanto el acto de imprimir no puede indicar otra cosa
(suponiendo que, a estos efectos, signifique algo), sino
el hacer que ciertas verdades sean percibidas. (...) No
se puede de ningún modo asegurar que una cierta pro­
posición esté en el espíritu, cuando el espíritu todavía
no la ha percibido de algún modo, y no es consciente
de ella» (I, 1, n. 5). Por tanto, si existiesen verdades
innatas, el hombre debería haberlas producido desde
el primer instante de su concepción (cfr. I, 1, n. 26);
y, además, conscientemente.

* * *

Es el momento de hacer algunas consideraciones so­


bre la auténtica naturaleza de los primeros principios,
que nos ayuden a descubrir las deficiencias del plan­
teamiento de Locke.
La critica de Locke... 47

Principio de un sector de la realidad es el acto o


perfección del que se derivan las demás perfecciones
de ese orden: es principio del ser y, derivadamente,
principio del conocer. Así, los primeros principios de
una ciencia no expresan primordialmente la estructura
del conocimiento, sino la de la realidad percibida. Son
los principios del objeto propio de esa ciencia, los de
la porción de realidad que estudia: la justicia para el
derecho, la salud para la medicina, la vida para la bio­
logía, la cantidad para las matemáticas. Los de la me­
tafísica se identifican con los del conocimiento espon­
táneo: son los principios del ente. Para Locke, sin em­
bargo, los primeros principios, en sentido absoluto,
son las ideas: principios en el orden del conocimiento,
y no en el ser.
Los principios absolutamente primeros, los principios
comunes o universales, se extienden a todas las esferas
del saber porque manifiestan el aspecto más íntimo de
cualquier realidad, la estructura fundamental de todas
las cosas precisamente en cuanto que son. El ente es
lo que fecunda en primer lugar la inteligencia; y los
primeros principios, el de no-contradicción ante todo,
son el fruto de esa concepción primera.
Los principios son aspectos radicales del objeto, as­
pectos centrales que se manifiestan o explicitan con
otros conocimientos más periféricos. No quiere decir
esto que cualquier otra verdad haya de «deducirse» de
los primeros principios: eso supondría reducir todo el
saber humano a una ciencia de tipo matemático. No
todo conocer es deductivo; al contrario, el conoci­
miento de la realidad en cuanto tal, del ente en cuanto
ente, se incrementa —al contacto con el mundo— por
una mayor intelección de su objeto propio, por una
mayor profundización en la estructura íntima de la
criatura y en su dependencia absoluta con respecto al
Creador. Hay que saber «m irar» para percatarse de
48 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

que toda la perfección de una cosa es en último término


participación del acto último que la constituye: el
acto de ser.
Los primeros principios del conocimiento surgen en
la inteligencia del contacto con la realidad exterior.
No son innatos, puesto que toda su verdad radica en
el objeto que manifiestan, en algo que trasciende al
que conoce. Pero sí son evidentes; y su evidencia deriva
del conocimiento experimental de los términos que los
componen. Así, conocido lo que es el todo y lo que es
la parte, se advierte naturalmente, y de modo inmedia­
to, que el todo es mayor que la parte; pero percibir
lo que es el todo y lo que es la parte, el hombre no
puede hacerlo sino a través de los sentidos. Por eso, al
decir que el conocimiento de estos principios es inme­
diato o natural, se niega la necesidad de cualquier me­
diación demostrativa, pero no la necesidad de la per­
cepción sensible.
El principio de no contradicción es naturalmente el
primero porque deriva del conocimiento experimental
del ente, que es lo primero que cae en nuestra inteli­
gencia y aquello en lo que se resuelve cualquier otro
conocimiento *. Pero no es innato; no es algo impreso
en nuestra alma con independencia del mundo exte­
rior. El hábito de los primeros principios es en parte
natural y en parte adquirido. Natural porque, por su
misma naturaleza, el hombre lo enuncia de manera in­
falible y necesaria en cuanto conoce los términos de
ese juicio; adquirido, porque las realidades que expre­
san esos términos llegan a la inteligencia a partir de
los datos sensibles*9. Familiares a todos los hombres,

> «L o primero que el entendimiento concibe como evidentísi­


mo, y aquello en lo que resuelve todas sus concepciones, es el
ente» (S. T omAs, De Veritate, q. 1, a. 1).
9 «H ay en el hombre algunos hábitos naturales que en parte
proceden de su misma naturaleza y, en parte, de un principio
La crítica de Locke... 49

los primeros principios no son, sin embargo, algo «llo ­


vido del cielo», son el fruto natural, para cualquier in­
teligencia bien dispuesta, de la intelección del ente. Por
eso nadie los podrá negar; a no ser que se empeñe
obstinadamente en hacerlo: desgajando la metafísica
del conocimiento espontáneo, para situarla artificial­
mente en el ámbito del pensamiento re fle jo 101 .
También los primeros principios del orden moral se
hallan en estrecha dependencia respecto al conocimien­
to natural del ente n. De ahí que, al desvirtuarse esta
noción primera, resulte imposible un tratamiento ade­
cuado de la ética.

D) L as id e a s como « p r im u m c o g n it u m »

Pero volvamos a Locke, empeñado todavía en ese es­


fuerzo de cimentación de su edificio filosófico. Para él,

exterior (...). Pues por la misma naturaleza de alma intelectual,


en cuanto el hombre conoce qué es el todo y qué es la parte,
advierte también que cualquier todo es mayor que su parte; y lo
mismo acaece en otros casos similares. Sin embargo, nadie es
capaz de percibir la naturaleza del todo y de la parte sino a par­
tir de las especies inteligibles extraídas de los fantasmas (de las
representaciones sensibles). Y por esto, al final de los Posteriores
Analíticos, Aristóteles sostiene que todo nuestro conocimiento de
los primeros principios procede de los sentidos» (S. T omás, Sum-
ma Theotogiae, I II, q. SI, al c).
10 Cfr. C. Cardona, Descartes..., cit., p. 56.
11 «Insistimos: lo primero que aparece al entendimiento es
el ente, y su intelección se incluirá ya en todo lo demás que se
vaya entendiendo, incluido el mismo prim er principio de no
contradicción. Eso en absoluto. Sin embargo, a partir de ese
primer conocimiento, lo primero que es aprehendido por la ra­
zón práctica, ordenada al obrar, es la noción de bien: y así, el
primer principio del conocimiento moral (bonttm est faciendum
et prosequendum, et malum vitandum) se funda en la intelección
de la primera noción moral y constituye como su declaración
imperativa» (C. Cardona, Descartes..., cit., pp. 74-75).
50 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

como para Descartes, la roca firme son las ideas. El


cogito era para Descartes aquello que «n i siquiera las
más extravagantes suposiciones de los escépticos eran
capaces de echar abajo»; por eso juzga que «podía sin
escrúpulo recibirlo como el primer principio de la filo­
sofía que buscaba» (Discurso del método, p. 32). Las
ideas, precisamente porque su existencia está fuera de
duda y todos pueden concederla sin esfuerzo (cfr. I,
Introd., n. 8), se convierten en la base sobre la que
Locke decide erigir su aparato filosófico.
Lo mismo que sucedía con el cogito cartesiano, Locke
no concibe la percepción de las ideas como el primer
principio en un sentido lógico formal, como sería el de
no-contradicción, sino en sentido real; es decir, en el
mismo sentido en que Santo Tomás afirma que el pri­
mer principio de nuestro conocimiento es-el ens: o sea,
como aquella existencia de la que puede inferirse todo
lo restante u. Y esta opción primordial marcará sin ape­
lación el rumbo de su pensamiento. La distinción radi­
cal entre la metafísica del ser y las filosofías de Des­
cartes y Locke está ya establecida desde el momento
en que «lo primero que cae en el entendimiento huma­
no es el ente», mientras Locke hace de la percepción
sensible la fuente y raíz de toda la realidad (percibida).
Esa opción originaria explica el empeño de Locke
por rechazar los primeros principios de la filosofía
clásica. Al remover voluntariamente todo aquello que
no sea fruto de mi percepción originante, los primeros
principios ya no expresan la estructura básica de la
realidad; antes bien, se conciben como el reflejo de las
características primordiales de las ideas: su perfecta
identidad consigo mismas, su claridad y distinción. El
ens, primum cognitum, originada por su participación
en el acto de ser, es sustituido por las ideas; y éstas

o Cfr. C. Cahdona, Descartes.... cit., pp. 85-86.


La critica de Locke... 51

se convierten en el primer principio en cuanto desvelan


primariamente el acto constitutivo de la nueva reali­
dad (percibida). El acto coentendido en la idea no es
ya el acto de ser, sino el de percibir; y la «capacidad de
percibir que una idea es la misma» se considera como
el primer principio originante (cfr. IV, 7, n. 4). Lo pri­
mero que las ideas nos dan a conocer no es la existen­
cia de las cosas, sino la propia; y, con ella, nuestra
esencia: todo lo que somos y llegaremos a ser está ya
dado en la percepción de las ideas (cfr. IV, c. 9).
El principio de identidad — entendido ahora en este
sentido lógico-formal: «lo mismo es lo mismo»— usur­
pa el puesto que en la lógica basada en la metafísica
corresponde al de no contradicción. La razón de este
cambio puede vislumbrarse: mientras el ente no es su
ser (esse), sino que participa de él, y manifiesta así su
finitud y falta de total identidad, las ideas suscitadas
por una percepción certera se poseen de modo pleno
en la autosuficiencia de su claridad y distinción.
Como en el caso de Descartes, lo que ha permitido
esta profunda metamorfosis en la concepción de la rea­
lidad y del conocimiento, ha sido la decidida voluntad
de llevarla a cabo; es tanto el alcance de la libertad
humana, que nos permite —cuando queremos— poner
entre paréntesis el mundo externo. Pero además, Locke
recurre a un subterfugio epistemológico: su modo pe­
culiar de concebir las ideas. A este punto vamos a dedi­
car las páginas que siguen.
En la Introducción del Ensayo, Locke se excusa por
el frecuente uso del vocablo idea: con él pretende «sig­
nificar todo aquello que es objeto de nuestra inteli­
gencia cuando pensamos (...), todo lo que se entiende
con las palabras fantasma, noción, especie, o cualquier
cosa que ocupe nuestro espíritu cuando piensa» (n. 8).
Al inicio del libro segundo agrega: «Siendo todo hom­
bre consciente de pensar, y siendo las ideas que lo
52 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

ocupan en aquel momento lo que se encuentra en su


espíritu cuando piensa, está fuera de duda que los
hombres tienen muchas ideas en su espíritu, como las
expresadas con los términos blancura, dureza, dulzura,
pensamiento, movimiento, hombre, elefante, ejército,
ebriedad y muchas otras» (II, 1, n. 1).
La atenta consideración de estos dos textos — que
se repiten más o menos literalmente en otros lugares
del Ensayo— basta para descubrir que Locke entiende
por idea, en unos casos, el objeto de nuestro entendi­
miento, lo que se conoce; en otros, sin establecer mayor
distinción, todo aquello que ocupa nuestra mente cuan­
do pensamosu. ¿Resultado?: la ambigüedad. Locke
equipara la función representativa de las ideas — su
papel de manifestación de los objetos externos— con
la realidad que les compete en cuanto actos de la inte­
ligencia. Es cierto que las ideas no son sino modifica­
ciones accidentales del entendimiento; pero también
es verdad que lo que primariamente dan a conocer es
algo muy distinto de la inteligencia: el jarrón, el caba­
llo, la rosa... o las mil realidades que componen el uni­
verso. Confundir las dos cuestiones equivaldría a afir­
mar que una persona es de azogue, porque de ese
material está formado el espejo en que contemplo su
imagen; o que, cuando admiramos «Las Meninas», de
Velázquez, lo primero que advertimos es la contextura
interna de la tela o la composición química de los pig­
mentos.
Pues eso hace Locke, al transformar las ideas en
primum cognitum, en objeto inmediato de la percep­
ción. Al contrario, Santo Tomás distingue cuidadosa­
mente entre los dos aspectos de las ideas —entre su
ser intencional o manifestativo y su ser ontológico, po-

>3 Vid. S. V anni R ovighi, Introduzione alio studio di Kant, «La


scuola editrice», Brescia, 1971, p. 22.
La critica de Locke... 53

dríamos decir— y, de acuerdo con la experiencia coti­


diana más palmaria, sostiene que lo primero que los
conceptos nos revelan es una realidad distinta de ellos u.
En el fondo, ¿cuál es el punto de tangencia de todas
esas realidades — «fantasma, noción, especies— que
Locke unifica bajo la acepción común de ideas?; ¿qué
las liga? Su función de medio cognoscitivo ,s; el ser, no
objeto de entendimiento, sino algo «por lo que» el en­
tendimiento conoce; y la necesidad que la inteligencia
experimenta, para conocerlas, de reflexionar sobre su
propio acto. Por eso, cuando Locke asegura que las
advertimos sin ningún intermediario, da una prueba
más del nivel reflejo en que sitúa toda su filosofía.
La labor de reflexión que Locke persigue no es fácil.
Se requiere voluntad y arte; es preciso empeñarse se­
riamente porque, aunque el alma se halle siempre pre­
sente a sí misma, no lo está como objeto de percep-*1 5

M «De dos modos puede considerarse la imagen de algo. En


primer término, en cuanto ella misma es una cierta realidad;
y asi, por ser algo distinto de aquello que representa, el movi­
miento por el que la inteligencia se dirige a ella es diverso de
aquel por el que se encamina hacia la realidad representada. Pero
también cabe considerarla en cuanto imagen; y así el entendi­
miento se dirige a la imagen y a la realidad que representa me­
diante una misma y única operación. Por ejemplo, cuando cono­
cemos un ente por la semejanza impresa en alguno de sus efec­
tos, nuestro entendimiento pasa inmediatamente desde el efecto
a la causa sin necesidad de detenerse en ninguna otra cosa»
(S. T omás, De Veritate, q. 8, a. 3, ad 18).
15 Es verdad que entre ellas Locke enumera algunas realidades
extramentales. Pero las incluye, precisamente, en cuanto son ob­
jeto de conocimiento. Por tanto, antes que nada son conocidas
como idea, como realidad mental. Sólo después, y a partir de la
idea, será posible conocerlas como realmente son. Hay que reco­
nocer, por lo menos, que la postura de Locke al respecto es am­
bigua; y, como veremos, esa ambigüedad tiene un sentido: avan­
zar en el proceso de reducción de los diversos elementos del
conocimiento —contenido, acto y sujeto— en la simplicidad del
acto de percibir.
54 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

ción. Para conocer su propia naturaleza debe acercarse


desde lejos, desde los objetos que naturalmente co­
noce w.
La inteligencia humana no siempre entiende actual­
mente; debe pasar, de la patencia al acto'1 17*. Y como
6
«todo es cognoscible en la medida en que está en acto,
y no en cuanto está en potencia» tt, nuestro entendi­
miento ha de actualizar sus propias capacidades antes
de convertirse en objeto de la propia percepción: ha
de conocer otra cosa, a fin de conocerse a sí m ism ow.
Más despacio, y con palabras de Santo Tomás: «el en­
tendimiento humano ni se identifica con su entender,
ni posee como objeto primero de conocimiento su
propia esencia, sino algo exterior: la naturaleza de las
cosas materiales. Por eso, lo primero que percibe es
una realidad externa; después, el acto por el que conoce
tal objeto; por fin, a través del acto, el mismo enten­
dimiento al que el entender perfecciona»20. Y, analizan­
do su acto, descubre de algún modo todos sus ingre­
dientes: la especie inteligible, el entender mismo y el
concepto; es decir, la mayor parte de las realidades que
Locke aúna bajo el término idea.
Pero hay más: como sólo la esencia de Dios es acto
puro y perfecto, sólo El se advierte primaria e inme­
diatamente a Sí mismo y, al percibirse, conoce todo
lo demás2I. De ahí que la decisión de hacer de las ideas

16 Cfr. S. T om As, ¡n I Serit., d. 3, q, 1, a. 2, ad 3.


>7 Cfr. S. T om As, Summa Theologiae, I, q. 79, a. 2, c.
n S. T om As, Summa Theologiae, I, q. 87, a. 1, c.
» Cfr. S. T omAs, ¡n ¡ Sent., d. 35, q. 1, a. 1, ad 3.
2» S. T om As , Summa Theologiae, q. 87. a. 3, c.
21 Los ángeles, aunque se conocen a sí mismos por su misma
esencia, no perciben en ella toda la realidad exterior: «... las
sustancias inmateriales son inteligibles por esencia en la medida
en que su misma esencia es acto. La esencia de Dios, que es
acto puro y perfecto, es de por sí inteligible de modo simple y
La crítica de Locke... 55

el objeto primero del conocer, con miras a rescatar a


partir de ellas al universo externo, suponga de algún
modo despojarse de la condición de criatura y reves­
tirse con los atributos del Creador. Y al contrario, re­
conocer que lo primero que capta nuestro entendimiento
es el ente, implica un acto de sumisión de toda la per­
sona: el reconocimiento de la Omnipotencia divina y
del acto supremo de libertad con el que ha creado todas
las cosas y las mantiene en el ser.

* * *

Una última pregunta: la inversión de polaridad a que


acabamos de asistir, ¿repercutirá en la ética perseguida
por Locke? Sin duda. Es más, cabría sostener que esa
prioridad del conocimiento sobre el ser constituye el
requisito imprescindible para elaborar la ética abso­
luta y exclusivamente «humana» que ambicionaba. Si
la bondad de las cosas es algo objetivo que radica en
su ser, si existe una correspondencia biunívoca entre
el ente y el bien, de suerte que las realidades que go­
zan de mayor entidad — Dios, los ángeles— son también
las mejores, al sustituir el acto de ser por la percep­
ción y el ente por la idea, ¿no se verá también trasla­
dado al ámbito de la experiencia subjetiva el funda­
mento último de la moralidad de nuestras acciones?

perfecto; por consiguiente. Dios, al conocer su esencia, no sólo


se conoce a sí mismo sino también a todas y cada una de las
realidades creadas. Pero la esencia del ángel, aunque es acto, no
es acto puro ni completo; de ahí que el conocimiento a través
de su esencia tampoco sea completo, pues aunque por ella se
entiende a sí mismo, sin embargo no conoce todo io demás; para
percibir las realidades exteriores necesita poseer alguna semejan­
za accidental de ellas» (S. T om As, Summa Theologiae. q. 87,
a. 1, c).
56 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

El ente y la bondad tienen por fuerza un mismo des­


tin o22. Por eso, al abandonar definitivamente la raíz
objetiva del bien y del mal —el ser— será la idea lo
que otorgue la tonalidad ética a nuestros actos: y así,
la sensación de placer acabará por erigirse en causa
fontal de todo bien, y la de dolor, en origen exclusivo
de todo mal. Más aún, el bien quedará reducido a pla­
cer, y el mal, a dolor (cfr. II, 20, n. 2; II, 21, n. 43; etc.).
Afirmaciones explícitas del Ensayo cuyo verdadero al­
cance estudiaremos más adelante.

o «Cualquier realidad es buena en la medida en que es, pues


el ser y el bien se corresponden mutuamente» (S. T omás, Sumnta
Theologiae, I-II, q. 18. a. 1, c.).
III
PRINCIPIOS FUNDAMENTALES
DE LA GNOSEOLOGIA DE LOCKE
(LIBRO II, 1.* PARTE)

Como indicamos en el resumen inicial, el segundo


libro del Ensayo puede dividirse en tres partes bien
diferenciadas. La primera, corta pero densa de conte­
nido, contiene los fundamentos de toda la epistemolo­
gía de Locke; la segunda trata del origen de las ideas;
y la tercera considera algunas características de las
ideas en relación a sus posibilidades de representar la
realidad exterior al pensamiento. El estudio dç estas
tres partes constituirá los capítulos que siguen.

1. EL SENSISMO DE LOCKE

A) Los PUNTOS BÁSICOS DE LA NUEVA TBORlA


DEL CONOCIMIENTO

Locke fundamenta toda su teoría del conocimiento


en una serie de leyes o principios, que presenta como
58 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

otros tantos «hechos de experiencia», comprobables


por todos. Los podemos resumir en cuatro puntos.

1. Si se considera demostrado que no existen ni


ideas ni principios innatos, hay que «suponer que al
principio el espíritu sea lo que se llama una página en
blanco, desprovista de cualquier signo, sin ninguna
idea» (II, 1, n. 2).

2. El origen común de todas las ideas es la expe­


riencia '.
Una vez establecidos estos dos puntos capitales, Locke
pasa revista a las fuentes de nuestra experiencia: la
sensación y la reflexión. Los sentidos, al relacionarse
con los objetos exteriores, hacen entrar en el alma
aquello que produce buena parte de nuestras ideas,
como las de blanco, frío, dulce... Y como esta fuente
«depende enteramente de los sentidos, y se comunica
a la inteligencia por medio de ellos, yo la llamo sensa­
ción» (II, 1, n. 3). La reflexión del alma sobre sus pro­
pias operaciones origina otras ideas, como las de per­
cibir, pensar, dudar... «Es esta una fuente de ideas que
todo hombre tiene enteramente en sí; y si bien esta
facultad no sea un sentido, ya que no tiene nada que
ver con los objetos externos, se le parece mucho, y
no le cuadraría mal el nombre de sentido in tern o1.
Pero como a la otra fuente de ideas la llamo sensación,

1 «¿De qué manera llegará a recibir las ideas? ¿De dónde y


cómo adquiere aquella cantidad prodigiosa que la imaginación
del hombre, siempre en acción y sin ningún límite, le ofrece con
una variedad casi infinita? ¿De dónde ha conseguido todos estos
materiales de la razón y el conocimiento? Respondo con una sola
palabra: de la experiencia» (II, 1, n. 2).
t Aunque se trata de una afirmación aislada dentro de esta
obra de Locke, constituye un punto de referencia muy interesante
para determinar el verdadero alcance que el autor concede a la
inteligencia.
Principios fundamentales... 59

a ésta la llamaré reflexión, ya que por medio de ella


el alma recibe solamente las ideas que adquiere refle­
xionando dentro de si misma sobre sus propias ope­
raciones» (II, 1, n. 4).
Según Locke, la inteligencia no es sino la capacidad
de combinar diversamente y a placer las ideas; por eso,
nunca puede ir más allá de lo que le permita este
material originario (cfr. II, 1. n. 5). De ahí el tercer
principio:

3. «En toda aquella gran extensión que el alma re­


corre con sus especulaciones, que parecen llevarla tan
alto, nunca llega siquiera un paso por encima de las
ideas que la sensación o la reflexión le ofrecen para
que sean objeto de su contemplación» (II, 1, n. 24).

4. La cuarta ley se ha hecho famosa en su versión


latina — nihil est in intellectu quod prius non fuerit in
sensu—, y representa quizá la más específica aportación
de Locke a la filosofía moderna; el autor la expone al
inquirir sobre el inicio de nuestras ideas: «S i se pre­
gunta cuándo el hombre empieza a tener ideas, me pa­
rece que la respuesta correcta es: desde el momento
en que tiene alguna sensación. Ya que, no apareciendo
ninguna idea en el alma que antes no se le haya intro­
ducido en los sentidos, pienso que en la inteligencia
las ideas son contemporáneas de la sensación» (II,
1, n. 23).

B) R educción del c o no cim iento al Am bito sensible

Considerados en su conjunto, estos cuatro principios


consuman la pérdida del ser que se seguía de la volun-
taria posición de las ideas como primum cognitum;
60 /. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

además, acabarán por reducir toda la realidad al ám­


bito de la percepción sensible. Vamos a verlo.
Locke concibe como acto primero y fundamental de
la inteligencia el percibir las ideas simples de sensa­
ción. La percepción es el origen de toda la vida espiri­
tual del hombre, y la linea fronteriza que separa los dos
grandes sectores del universo lockiano: el de los seres
que conocen y el de los no cognoscentes. Pero, al con­
trario de lo que ocurría a Descartes, la percepción no
es para Locke un acto específico y exclusivamente hu­
mano: a pesar de las dudas y vacilaciones con que en­
vuelve toda esta doctrina, parece claro que, según él,
los animales perciben de un modo bastante semejante
al del hombre.
No existe, en el Ensayo, un criterio que permita dis­
criminar al hombre de los brutos. Según Locke, las dos
operaciones que los distinguen serían la abstracción
y el razonamiento; pero se trata sólo de una diferencia
de grado, ya que ni el razonar ni el abstraer suponen
un salto cualitativo con respecto a la percepción sensi­
ble. Los animales, es verdad, no abstraen, y el hombre
sí; pero tampoco la abstracción humana conduce a la
aprehensión de un contenido cualitativamente superior
al que ofrecen los 'sentidos: se limita a despojar al
mundo corpóreo de algunas de sus cualidades sensi­
bles. En cuanto a la facultad de razonar, prosigue
Locke, está muchísimo más desarrollada en el hombre
que en los brutos, pero siempre se ejercita sobre los
materiales que nacen de las ideas sensibles: el hombre
no es sino un animal «más racional»... pero que tam­
poco trasciende el ámbito de los sentidos.
¿Consecuencias? Las acabamos de señalar: la depau­
peración a la que Locke somete las facultades cognos­
citivas, redunda también en su concepto del universo,
que quedará reducido a sus elementos sensibles. Sólo
la inteligencia tiene por objeto el ente en cuanto ente;
Principios fundamentales... 61

sólo si se reconoce su originalidad es posible obtener


un conocimiento auténtico de las cosas. Es cierto que
todo el saber humano se origi.na en la sensibilidad, como
quiere Locke; sin embargo, «en la realidad aprehendida
por los sentidos, el entendimiento descubre muchos
aspectos que aquéllos no pueden percib ir»3: la inteli­
gencia posee una capacidad de penetración cognoscitiva
mucho mayor que las otras potencias, tanto desde el
punto de vista extensivo como intensivo.
Es decir, que no se trata sólo de mayor universalidad
del objeto, sino también de una aptitud para captar
en éste lo que hay de más profundo: «los sentidos
aprehenden la realidad en cuanto a sus accidentes exte­
riores, como son el calor, el sabor, la cantidad, y otras
cosas por el estilo; pero el intelecto se adentra hasta
el interior de la cosa»4, llegando a descubrir «lo que
ésta es».
Mas para que la inteligencia actúe en toda su pujanza,
son necesarias dos condiciones:

1. No trastocar la estructura interna de las cosas,


manteniendo su unidad intrínseca. El conocimiento del
ente en cuanto tal —como id quod habet esse— com­
porta una referencia al acto de ser (actus essendi), co­
entendido al captar cada cosa como un todo; la radical
unidad de los entes deriva de su participación en el
ser, acto de todos los actos y perfección de todas las
perfecciones5; y también los accidentes constituyen, a
través de la sustancia, una participación del acto de

3 S. T om Xs, Summa Theologiae, I, q. 78, a. 4, ad 4.


4 S. T om Xs, C. G., IV , 11.
5 «E l ser es lo más perfecto de todo, pues con todo se relacio­
na como el acto respecto a su potencia. Nada tiene actualidad
sino en cuanto que es; el ser es la actualidad de todas las cosas,
incluso de las mismas formas» (S. T omás, Summa Theologiae, I,
q. 4, a. 1, ad 3).
62 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

ser. Por eso, a partir del conocimiento de las perfeccio­


nes accidentales, se alcanza a conocer el ente en cuanto
ta l6.

2. Pero, para eso, hay que respetar la comunica­


ción entre los sentidos y la inteligencia, de modo que
lo aprehendido por la sensibilidad llegue hasta el en­
tendimiento. Lo que hace posible en el sujeto el cono­
cimiento del ente como tal, es la común unidad de todas
las potencias cognoscitivas, en cuanto que todas fluyen
de una misma esencia, son de un único sujeto y par­
ticipan de una facultad superior, que es el entendi­
miento 7.
En resumen, para que sea posible un adecuado cono­
cimiento de la realidad se requieren tanto la unidad
participada del objeto como la unidad, participada tam­
bién, del sujeto. Pero Descartes, en su afán de claridad
y distinción, y tomando como base una interpretación
errónea del conocimiento, había ya disuelto esas uni­
dades. Desde entonces el universo quedará dividido en
dos sectores irreconciliables, incapaces de participar
en un acto superior; y el cuerpo y el alma, concebidos
como sustancias radicalmente distintas, harán imposi­

6 «Aun encontrada en lo sensorialmcnte percibido, la realidad


de lo sensible no es, como realidad, algo sensible, sino lo pri­
mero inteligible y, de este modo, la condición de posibilidad de
toda determinación intelectiva» (A. MillAn Puhij.es, La estructura
de la subjetividad, Madrid, Ed. Rialp, pp. 463-164).
7 «Es por la dependencia entre entendimiento y los sentidos
por lo que tanto los sentidos como el entendimiento reciben, de
manera complementaria y en dirección inversa, ej sello de la
objetividad. Lo que implica sostener que la experiencia presenta
la realidad, y no un puro «aparecer», sólo cuando su contenido
está organizado en torno a un valor inteligible; y que el enten­
dimiento se pronuncia sobre la realidad, y no sobre la pura
legalidad, cuando el propio contenido tiene una correspondencia
propia y adecuada en la experiencia» (C. Fabro, Percepzione e
pensiero, Morcelliana, Brescia 1962, p. 509).
Principios fundamentales... 63

ble cualquier.interacción entre la sensibilidad y la in­


teligencia.
Locke recoge el mundo cartesiano y lo continúa. Pero
tomando como punto de partida la sensibilidad legada
por Descartes, nunca podrá llegar más allá de lo que
en ella se da en acto: las cualidades sensibles, que — si
se pretenden claras y distintas— no pueden concebirse
como posesión imperfecta de una realidad superior.
Descartes había suplido la insuficiencia de esta sensi­
bilidad recurriendo a las ideas innatas; pero ya hemos
visto que Locke las rechaza: la única posibilidad es.
entonces, el empirismo*.

C) L a sensibilidad atomizada

Al establecer un corte insanable entre la sensibilidad


y la inteligencia, la misma sensibilidad queda dañada,
haciéndose más agudo el fraccionamiento de la realidad
en unidades irrecomponibles y la consiguiente radicali-
zación en el rechazo del esse. Si «la parte sensitiva se
hace más penetrante por su unión a la intangible»9, la
separación entre el entendimiento y los sentidos degra­
da de tal manera la sensibilidad que la sitúa en una
condición inferior, incluso a la de sus posibilidades na­
turales en el hombre. Desaparece así, en primer lugar,
la unidad de la percepción sensible, puesto que la co-
gitativa pierde su capacidad de organizar los datos de

* «Como filósofo, Locke es cartesiano. Conoció la obra de Des­


cartes ya en sus tiempos de Oxford, y se entusiasmó por el mé.
todo cartesiano. Pero se separa de Descartes en la cuestión de
las ideas innatas, lo que en el contexto del cartesianismo, es
decir, en ausencia de una teoría de la abstracción, lo convierte
ipso jacto en empirista» (R. V ernexux, Historia de la Filosofía
Moderna, Ed. Herder, Barcelona, 1973, p. 132).
9 S. T om As, Summa Theologiae, I, q. 85, a. 1, ad 4.
64 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

los sentidos y éstos se ven privados de su participación


en la inteligencia: es lo que sucede en el Ensayo.
Lo mismo que antes se había esforzado en considerar
que lo primero que conoce nuestro entendimiento son
las ideas, Locke se empeña ahora en afirmar que estas
ideas son claras y distintas, independientes de cualquier
otra realidad. Ese afán es ya patente desde los mismos
inicios de su gnoseología: «aunque las cualidades que
afectan nuestros sentidos — dirá en el c. 2— están tan
unidas y son tan compactas con las cosas mismas que
no existe separación entre ellas, sin embargo, es evi­
dente que las ideas que producen en la mente penetran
por los sentidos simples y sin mezcla. Pues, aunque la
vista y el tacto a menudo toman del mismo objeto, y al
mismo tiempo, ideas diferentes —un hombre ve al mis­
mo tiempo el movimiento y el color, y la mano siente
a la vez la suavidad y el calor en un trozo de cera— ,
no obstante, las ideas simples así unidas en el mismo
sujeto son tan perfectamente distintas como las que
penetran por diferentes sentidos...» (II, 2, n. 1).
Así, pues, las ideas, por su misma naturaleza, se re­
fieren a un sujeto único, advertido como uno desde
los mismos inicios de la percepción. Locke reconoce...
pero decide prescindir del hecho. Y al adoptar esta
postura disolutoria — tan voluntariamente opuesta a la
experiencia cotidiana— llevará a cabo en el dominio
de la sensibilidad una operación paralela a la que Des­
cartes había consumado en el ámbito de las esencias
inteligibles: éstas habían quedado incomunicadas, al
perder su participación en el esse; Locke, al descender
desde el plano inteligible hasta el sensible, realiza una
pulverización todavía mayor: transforma la sustancia
en un conglomerado inconexo de afecciones materiales.
La unidad del ente queda más y más lejos.
De todos modos, los resultados que alcanza Locke
y los logrados por Descartes tienen un mismo funda­
Principios fundamentales... 65

mentó: el empeño por considerar la realidad de un


modo exclusivamente lógico: y así, perdida la analogía
del ser, todo se reduce a un conglomerado unívoco y
uniforme de formalidades independientes. Mientras en
una consideración real — que toma nota de la partici­
pación de todas las perfecciones de un sujeto en su
único esse— , ninguna de éstas se puede considerar
aislada del resto, desde un punto de vista meramente
formal, esencia y accidentes son únicamente lo que son,
y nada más. La fusión entre los accidentes, en el mundo
corpóreo, resulta de la unidad más profunda entre ma­
teria y forma sustancial, ya que aquéllos no son sino
manifestaciones o modos de ser derivados de la sustan­
cia. Por eso Descartes, al disociar de modo absoluto
la materia y la forma dejó abierto el camino que lle­
varía a rechazar también la unión entre los accidentes.
Y Locke se encargaría de recorrerlo.
Locke realiza esta depauperación, primero, en el inte­
rior del conocimiento, rechazando todo aquello que en
la realidad se niega a ser conceptualizado de modo sen­
sible: el ser, en primer término, y por tratarse de la
percepción de los sentidos, también las mismas esencias.
La entera epistemología de Locke está germinalmente
establecida cuando afirma que todo nuestro conoci­
miento tiene origen en las ideas simples de sensación.
Esta postura implica, también a nivel sensible, un re­
pudio total del ens como primum cognitum y de su
unidad. Las ideas simples ya no son lo inmediatamente
dado a nuestro conocimiento, sino el resultado de una
reflexión de los sentidos internos: pues sólo por medio
de la reflexión consigue Locke disgregar lo que en un
principio se daba unido —el ente— , y poner así como
inicio del conocer humano algo que es interno al cono­
cimiento mismo (la idea de sensación) y como un re­
sultado de él (de la reflexión sensible).
66 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

¿Por qué esa pulverización? Por ser el requisito im­


prescindible para llevar a cabo una síntesis cognosci­
tiva de todo punto extrínseca a los datos de experien­
cia l0. Se obtiene así el fundamento necesario para la
construcción de una moral que —por depender única
y exclusivamente de nuestras facultades— puede ser
toda ella demostrada: una moral fundada exclusiva­
mente en el sujeto, en la combinación más o menos
coherente de elementos simplesu.
Las ideas simples de sensación, claras y distintas:
¡he aquí los sillares sobre los que Locke pretende asen­
tar toda la edificación futura y de los que hace depender
su solidez! Sin embargo, afirmar que todo nuestro
conocimiento tiene origen en las ideas simples de sen­
sación es algo gratuito y opuesto a la experiencia. Locke
mismo reconoce que la realidad sensible se ofrece a la
percepción como un todo unitario, no como una suma
o un haz de cualidades independientes u.

io «E l empirismo admite la integración; es más, hace de ella


un omnipotente deus ex machina que reúne desde fuera los
diversos fragmentos dispersos de la experiencia para formar indi­
ferentemente cualquier sintesis: integración del todo extrínseca
que suprime la unidad intrínseca del objeto» (C. F abro, Percep-
lione..., cit., p. 588).
ti En este sentido, el recurso a las ideas sensibles es la última
protesta de Locke ante los residuos de metafísica contenidos en
la filosofía de Descartes: «Locke sustituía la metafísica cartesia­
na de la sustancia por una interpretación sensista de la misma.
Apelando a una teoría de la sensibilidad formulada en términos
de ideas cartesianas, Locke pretendía desvincular la concepción
cartesiana de la razón de aquellas estructuras metafísicas a las
que se encontraba conectada; con ello aspiraba a tornar dispo­
nibles para cualquier ámbito del saber los procedimientos racio­
nales institucionalizados por Descartes...
La crítica a la teoría de la sustancia y la interpretación sensista
de las ideas cartesianas se hallaban relacionadas con el repudio
del innatismo» (C. A. V iano , op. c., p. 331).
n «La critica al atomismo psíquico ha demostrado que las per­
cepciones sensoriales no nos presentan cualidades aisladas, como
Principios fundamentales... 67

Y Santo Tomás se había preocupado de distinguir


entre la consideración abstracta (lógica) y la real, de
cada uno de los sentidos y de toda la sensibilidad. To­
mados aisladamente, los sentidos se definen sin reser­
vas por su objeto formal, identificándose con todas las
demás potencias del mismo género y especie: la vista
ve colores, el oído oye sonidos, etc. Pero, por desgracia
para Locke, ni el ojo ni el oído se encuentran jamás
aislados, sino formando parte de un sujeto, que es el
que realmente ve y oye por medio de ellos. El ojo y el
oído, aunque permanecen formalmente los mismos, se
diversifican en la realidad según los sujetos que los
poseen 1J.
En upa consideración real no se puede prescindir
del sujeto, porque su acto de ser penetra todas y cada
una de sus facultades y actuaciones, las colorea y les da
un tono peculiar: en los animales no racionales la sen­
sibilidad se encuentra cualificada por su unión a la
estimativa; en el hombre, por su dependencia del en­
tendimiento mediante la cogitativa M. Examinadas bajo
el prisma de la metafísica, la sensibilidad de los anima­
les y la del hombre deben clasificarse en distintos gé­
neros; sólo cabría equipararlas desde un punto de vista*

son el color del azúcar y su dulzura, sino un «todo» perceptiva­


mente organizado y provisto en *atributos» constantes. (...)
Los « atributos* fenomenales forman un todo perceptivo, no una
suma o un haz, y sólo el análisis los puede considerar aparte,
para extraer los contenidos propios con vistas a la investigación
científica» (C. F abro, Percepzione..., cit., p. 534).
u «La naturaleza común actúa en cada uno según sus peculia­
res condiciones. Por lo tanto, las operaciones del alma sensitiva
serán distintas a tenor de los diferentes tipos de animales y órga­
nos sensitivos» (S. T om As, In I Sent., d. 7, q. 1, a. 2, ad 3).
14 «En su culmen, la sensibilidad participa algo de la virtud
intelectiva del hombre, en el que sensibilidad y entendimiento se
hallan unidos» (S. T om As, In I I De Anima, lect. 13, n. 397).
68 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

lógico15. Por eso el intento de Locke de reconstruir la


realidad y el conocimiento humano a partir exclusiva­
mente del examen de los elementos más simples en
que pueden descomponerse, estaba abocado al fracaso:
no era metafísica, sino una lógica revestida de psi­
cología.

2. LA VERSION EM PIRISTA DEL INM ANENTISMO

A) Dependencia db Descartes

Aunque cabría asimilarla al empirismo de Occam y


al de otros filósofos de la Edad Media, la gnoseología
lockiana se encuentra asumida en un contexto radical­
mente distinto: el del pensamiento inagurado por Des­
cartes. Y esa estrecha dependencia la marcará en todos
sus pasos.
En relación al tema que ahora nos ocupa, Descartes
había establecido dos tipos de ideas: innatas y adven­
ticias. Cada uno de ellos rige en un sector de la realidad

15 «Si intentásemos clasificar el pima sensitiva de los animales


y la de los hombres según su propio género y especie, ni siquiera
coincidirían en el mismo género, a no ser desde un punto de vista
meramente lógico» (S. T omAs, D e anima, a. 11, ad 4). C. Fabro
resume asi esta diversificación «subjetiva» de la sensibilidad en
los hombres y en los animales: «como en los animales brutos
todas las facultades (sensitivas) son especificadas subjetivamente
por el orden que deben guardar en su obrar con respecto a la
facultad-principe, la propia estimativa; asi hay también que admi­
tir que las facultades sensibles del hombre reciben la influencia
del entendimiento al que naturalmente deben servir. Gracias a
esta «cohesión natural», la naturaleza sensible del hombre (y su
animalidad) se encuentra como impregnada de racionalidad y no
abandonada totalmente a su propio nivel» Percepzione..., cit.
p. 232. En estas páginas se puede encontrar una profunda visión
de conjunto sobre el papel unificador de la cogitativa en la per­
cepción humana.
Principios fundamentales... 69

— inteligencia y sentidos— , que sólo podrán comuni­


carse cuando uno absorba al otro en el seno de la in­
manencia perceptiva. En Descartes, la parte del león
corresponde al espíritu; en Locke, a la materia. Pero
en ambos casos, la oposición radical entre materia y
espíritu ha sido originada por el rechazo del ser —el
único que da unidad al sujeto humano— y su sustitu­
ción por la fuerza constitutiva del pensamiento u.
Así se explica la radical dependencia de Locke con
respecto a Descartes. La oposición Éntre sensualismo
e intelectualismo puede parecer en un primer momento
como la mejor manera de calificar la relación entre las
dos doctrinas; pero palidece al considerar una mayor
identidad entre ellas: la de la producción de la reali­
dad por parte del sujeto. Desde este punto de vista, el
sensismo materialista de Locke se encontraba ya con­
tenido en el cogito.
Locke forma parte de la filosofía de la inmanencia.
En su obra se descubren los rasgos fundamentales de
este pensamiento: el rechazo de ser como acto consti­
tutivo del ente, el intento de recuperar la realidad a
partir de los contenidos de conciencia, la aceptación
de la duda universal como presupuesto metodológico y
la de la certeza refleja como criterio hermenéutico
supremo.
Pero la certeza refleja, en cuanto implica producción
de las ideas por nuestra mente, excluye cualquier con­
tenido innato y, en un contexto donde falta la verda­
dera abstracción, desemboca en empirismo. Locke era
consciente de ello. Por eso, aunque al aceptar en todo
su rigor la certeza reflexiva se abrían ante él dos posi­
bilidades —la del idealismo creativo de la inteligencia
y la del sensualismo creativo de los sentidos— , tal
como la cuestión había quedado planteada por Des-1 6

16 Cfr. C. Cardona, o. c ., c. 5.
70 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

cartes, adopta la solución más coherente: el sensua­


lismo. Descartes sigue siendo la fuente principal de la
que se nutre la filosofía de Locke; con todo, dentro de
ella pueden descubrirse dos líneas de fuerza, integradas
con perfecta coherencia: la de radicalización inmanen-
tista del cogito, que acoge en pleno el planteamiento
cartesiano; y la opción por lo sensible, herencia tal vez
de la escolástica en la que Locke se había formado, y
que señala la flexión sensista de la inmanencia. Además,
en la filosofía cartesiana la esencia del mundo externo
sólo puede conocerse a partir de la idea inteligible de
extensión. De ahí que la opción por los sentidos suponga
una nueva radicalización de la inmanencia: de lo exclu­
sivamente sensible, en rigor, no se puede salir siquiera
al mundo externo de Descartes.
Los dos aspectos, más que contraponerse, se com­
plementan: la afirmación de que todo nuestro conocer
se origina en la experiencia sensible entraña la nega­
ción de las ideas innatas; la radicalización del cogito
implica también la negación de esas ideas y la reduc­
ción de todo nuestro conocimiento a sensibilidad.

B) La resolución en el acto de sentir

Solicitado por estas dos instancias, Locke hace de


las ideas simples de sensación el inicio de todo conocer;
y con ello sienta las bases a ese sector de la filosofía
moderna que acabará por resolver toda la realidad
— sujeto y objeto— en el acto de sentir, considerado
como Absoluto, En efecto, el afán de ideas claras y
distintas, el rechazo de cualquier conocimiento confuso
y la afirmación de que no se puede ir nunca más allá
de lo que se me ofrece inmediatamente en la experien­
cia, tiene mucho que ver con el intento de Locke de
acercar, hasta identificarlos, el acto y el contenido de
Principios fundamentales... 71

conciencial7*. Así elimina el carácter participado del


conocimiento humano, equiparándolo en lo posible al
de Dios, y acentúa el papel originante del acto de per­
cibir, que sustituye progresivamente al acto de ser.
Locke se empeña en rechazar como arranque del
proceso cognoscitivo cualquier conocimiento que no
sea claro y distinto. Santo Tomás, al contrario, afirma
que el nacimiento de toda la vida cognoscitiva del hom­
bre está en una aprehensión necesariamente confusa de
la realidad y esto, tanto en el orden intelectual como
en el sensible w. ¿Por qué motivo? Por el carácter par-

17 Para Locke, toda la esencia del alma es conocer. O, mejor


aún, buscar un conjunto de verdades que jamás podrá conside­
rar definitivas. También en este aspecto continúa la obra carte­
siana. En Descartes, «el proceso de examen e investigación goza
de un carácter problemático muy peculiar: se desenvuelve entre
la duda completa y la certeza definitiva, debiendo ejercitarse una
sola vez en la vida, antes de alcanzar la verdad absoluta.
Las coordenadas en las que Locke se sitúa son radicalmente
distintas. Las verdades accesibles al hombre no deben por fuerza
ser definitivas; no existen tampoco verdades-clave que regulen la
admisión o exclusión de las otras. La inteligencia, por tanto, no
es la facultad dé las verdades definitivas, o al menos no se la
define así. La revolución lockiana consiste en asumir, en primer
lugar, las operaciones posibles al hombre y, después, definir el
tipo de verdades que tales operaciones permiten alcanzar. Preci­
samente porque no es posible lograr un nivel máximo y definitivo
en el mundo intelectual, la investigación y el examen, que Des­
cartes situaba en el momento preparatorio de la actividad racio­
nal, se extienden a lo largo del proceso intelectual; más aún:
constituyen la esencia misma de la inteligencia humana» (C. A.
VlANO, o. c., p. 604).
u «E l inicio del conocimiento humano lo señala una confusa
aprehensión de todas las cosas» (S. T om As, De veníate, q. 18,
a. 4, c.).
i* «... nuestro entendimiento avanza pasando de la potencia al
acto; y como entre la potencia y el acto perfecto se sitúa el acto
imperfecto, todo lo que procede de esa manera alcanza primero
el acto imperfecto. El acto perfecto al que llega nuestro enten­
dimiento es la ciencia completa, por la que conocemos de modo
distinto y determinado; el imperfecto, la ciencia imperfecta, me-
72 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

ticipado del hombre y el de la realidad en que se inicia


el conocer humano, que es el ente sensible: ni los sen­
tidos ni la inteligencia, de por sí, están en acto de cono­
cer, sino que deben pasar de la potencia al acto para
adquirir el conocimiento; por tanto, es necesario un
estadio intermedio en el que se perciba confusamente
lo que más tarde se advertirá con claridad.
Para entender mejor este punto, conviene distinguir
dos aspectos en el conocimiento: la presencia del ob­
jeto al sujeto, en la que consiste precisamente el co­
nocer; un proceso de asimilación, un movimiento de
las facultades cognoscitivas por el que el objeto se hace
intencionalmente presente al sujeto50. El primero de
estos aspectos es común a Dios y a las criaturas. El
segundo, es propio y exclusivo de los entes finitos, y
señala precisamente su carácter participado: las facul­
tades cognoscitivas de las criaturas, para conocer, tie­
nen que pasar de la potencia al acto; además, en el
caso del hombre — que conoce a través de los senti­
dos— , el mismo objeto de conocimiento tiene que ha­
cerse inteligible*21.

diante la que conocemos vaga y confusamente: pues lo que así


se conoce, lo conocemos en parte en acto y en parte en potencia.
Y por esto dice el filósofo en el primer libro de la Física que en
primer lugar se nos manifiestan las cosas según una cierta con­
fusión, y que sólo más tarde distinguimos con claridad sus prin­
cipios y elementos. Pues es notorio que conocer algo que con­
tiene muchas otras cosas sin percibir sus componentes, es
advertirlo de modo confuso...
Y como también ios sentidos pasan de la potencia al acto, se
encuentra en ellos la misma secuencia cognoscitiva que en el en­
tendimiento» (S. T omás, Summa Theotogiae, I, q. 85, a. 3, c.).
* Cfr. C. Fabro, Percepzione..., d t „ p. 53.
2i Y, además, paradójicamente, el conocimiento humano se hace
más objetivo, más real, en la medida en que avanza el proceso
cognoscitivo; sólo el conocimiento intelectual hace que «emerjan
los contenidos y relaciones que se refieren a la realidad, en cuanto
realidad —al ser en cuanto ser—. Por el contrario, la experiencia
Principios -fundamentales... 73

Dios es el ipsum Esse subsistens. Su acto de conocer


no se distingue realmente de la presencia divina, en la
que percibe toda realidad creada: por tanto, no cabe
hablar en El de proceso cognoscitivo. El hombre, por
el contrario, conoce un objeto distinto de sí, y distinto
también del acto por el que lo capta. Por eso, en sus
comienzos, el conocimiento sensible y el intelectual son
confusos e indistintos; sólo más tarde, actuando la pro­
pia capacidad cognoscitiva por medio de múltiples ope­
raciones, va adquiriendo una noción más profunda y
detallada de la realidad que le rodea32. Hasta aquí San­
to Tomás. Locke, al contrario, al poner como base del
conocer humano las ideas claras y distintas, acabará
negando ese segundo aspecto de nuestro conocimiento.
En el Ensayo, el proceso cognoscitivo no conduce real­
mente a un contenido de rango superior al que se
ofrece en la aprehensión de las ideas simples, y, en
consecuencia, toda la realidad — sujeto y objeto— se
ve reducida a las distintas combinaciones de tales ideas:
el acto de conocer —en el que se resolverán el hombre
y la realidad exterior a él— usurpa así el puesto del
esse como fundamento de una realidad que ya no es
participada.

C) El alm a reducida a « p e r c ib ir »: disolución del


COMPUESTO HUMANO

Desde este primer capítulo puede advertirse lo que


venimos diciendo: «Preguntarse cuándo el hombre em-2

sensible alcanza a la realidad materialmente, en cuanto afecta al


sujeto según un contenido u otro de la vida vivida, las cualidades
sensibles; o según una sintesis organizada de muchas de ellas, los
sensibles 'p er accidens* de la cogitativa» (C. Fabro, Percepiione...,
cit., p. 424).
22 Cfr. S. T omás, Summa Theologiae, q. 85, a. 3; In I Physic.,
lect. 1.
74 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

piece a tener alguna idea — afirma Locke— significa


preguntarse cuándo empieza a percibir: ya que tener
ideas y percibir es una y la misma cosa» (II, 1, n. 9).
A la vista de estas palabras, basta recordar la ambigüe­
dad antes señalada entre el «ser intencional» y el «ser
accidental» de las ideas, para damos cuenta de la re­
solución que Locke realiza, del objeto y el sujeto, en
la única existencia del acto. No nos debe extrañar; en
el fondo, no es sino seguir sacando consecuencias de
los principios de Descartes: la pretensión de Locke de
que lo primero conocido en las ideas es el sujeto — en
cuanto ejerce el acto de percibir— constituye la tras­
posición al plano sensible del cogito cartesiano.
Descartes había afirmado que en el cogito se descu­
bre inmediatamente, junto con su existencia, toda la
esencia del alma, que no puede ser sino pensar; movi­
do por esto, había llegado a sostener que el alma piensa
siempre y de modo necesario, también en el seno ma­
terno: pues lo contrario supondría dejar de existir.
Locke, sin embargo, considerará esta afirmación como
un último triunfo de las formas escolásticas sobre la
filosofía de Descartes.
Descartes, perdido el ser y, con él, el suppositum,
que es su sujeto natural, había acabado por reducir
el alma al acto de su potencia cognoscitiva — pensar— ,
y la materia, al único accidente que ella exige: la can­
tidad23. Sin embargo, y en contra de esos mismos pre­
supuestos, sigue defendiendo una esencia del alma, que,
naturalmente, piensa siempre. Locke, tomando como
punto de partida el planteamiento cartesiano, dará
un paso adelante en la disolución del sujeto en el acto
de percibir; en su afán de defender los derechos del
sentido común contra el «dogmatismo», se ha impuesto

2J Cfr. C. Cardona, o . c„ pp. 82-83.


Principios fundamentales... 75

como criterio no afirmar nunca sino aquello que expe­


rimentamos en la percepción; pero como no tenemos
ninguna experiencia de que pensemos en el seno ma­
terno, ni tampoco cuando dormimos o en algunas otras
circunstancias, no podemos sostener que entonces lo
hagamos.
El argumento de Locke es lineal, y podría admitirse
sin reparos si en su base no latiera el equívoco de que
no existe sino aquello que es generado por el pensa­
miento (reflejo). Locke conoce perfectamente el plan­
teamiento cartesiano, pero lo rechaza: el pensar, res­
pecto del alma, es «una de sus operaciones, y no lo que
constituye su esencia» (II, 1, n. 10). Cosa cierta; pero
¿se sigue de ahí que de la existencia del pensamiento
no pueda deducirse la de un sujeto — el alma— del que
éste derive? Para Locke, la inferencia sería ilícita. Y,
aunque sus palabras no se muestran al respecto todo
lo explícitas que cabría desear, el sentido de sus afir­
maciones está claro, y se manifestará con más fuerza
a lo largo de toda la obra. Lo evidente, para Locke como
para Descartes, es el pensamiento que se piensa en
acto, la percepción de la propia percepción; y, en el
fondo, los dos están de acuerdo en que el pensar es lo
que constituye al alma. Pero, según Locke, no se puede
afirmar sino aquello que se ofrece en acto en la expe­
riencia, por eso, el hombre quedará reducido a la auto-
percepción: no es lícito avanzar ni un solo paso del
acto que se pone a sí m ism o24. Tanto es así que ni
siquiera aspira a negar la existencia del alma pensan­
te — menos pretenderá sostenerla— , sino sólo reivindi­

24 «E l principio por el que todo lo que pertenece al universo


humano debe poder describirse como una actividad derivada de
la reflexión, constituye el elemento fundamental y decisivo en la
transformación de la antropología cartesiana y en su reducción
a dimensiones empíricas» (C. A. V iano , o. c., pp. 508-509).
76 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

car la perfecta identidad de la percepción que se per­


cibe percibiendo25.
Según Locke, la unidad e identidad del sujeto radican
en el acto de percibir las propias sensaciones26. Al de­
clarar las ideas como punto de partida de todo el co­
nocimiento, había disuelto la unidad del sujeto, su
carácter de «todo»; y ahora pretende recuperarla a
partir del acto de conciencia, que es lo que ha puesto
en lugar del ser. Perdido éste, el cuerpo y el alma ya
no son participación de un único esse, sino dos reali­
dades diversas, cuya única trabazón podrá constituirla
la unidad fundante de una misma percepción.
Para Locke, el ser sigue al obrar; la operación funda
al sujeto. Todo esto se ha conseguido, desde un punto
de vista gnoseológico, por medio de una reflexión total
de la mente sobre sí misma, en la medida en que esto
es posible en el ámbito de la sensibilidad27. Las conse­

25 «Y a que yo no digo que no exista realmente un alma en el


hombre porque, durante el sueño, el hombre no tiene ningún
sentimiento; sino que digo que el hombre no puede pensar, sea
cuando sea, en la vigilia o en el sueño, sin ser consciente de ello»
(II, 1, n. 10).
26 «Y a que si separamos del todo de nuestras acciones y de
nuestras sensaciones, y sobre todo del placer y del dolor, el sen­
timiento interno que tenemos y el interés que las acompaña, será
muy difícil saber en qué cosa deberemos hacer consistir la iden­
tidad personal» (II, 1, n. 11). « Y es precisamente por esta misma
razón por lo que aquellos que dicen que el alma tiene en si mis­
ma pensamientos de los que el hombre no posee ningún senti­
miento, separan el alma del hombre, y dividen al hombre mismo
en dos personas distintas» (II, 1, n. 12).
27 Reflexión que, por otra parte, es solidaria del hecho de poner
las ideas claras y distintas como prim um cognitum. La primada
del acto que se vuelve sobre sí mismo es manifiesta en el texto
que sigue, rico de resonancias cartesianas: «S i sostienen que el
hombre piensa siempre, pero que no es siempre consciente de
Principios fundamentales... 77

cuencias fueron ya vislumbradas por el mismo Locke,


aunque las expone con la reserva acostumbrada: Des­
cartes — dice— pretende que el alma sea «una sustancia
que piensa siempre», aunque no sea consciente de ello;
pero «si tal definición tiene en sí alguna autoridad, no
veo que pueda servir para otra cosa sino para hacer
suponer a muchos que no tienen realmente un alma,
desde el momento en que advierten que una buena parte
de su vida transcurre sin que tengan ningún pensa­
miento» (II, 1, n. 19). El pensamiento se pone a sí
mismo sin necesidad de ninguna esencia que lo sus­
tente: se acercan tanto el acto y la existencia que ésta
acaba diluyéndose en aquél2*.
En resumen: Descartes y Locke parten de un mismo
hecho — la existencia del pensamiento y la necesidad
de deducir todo de él— y se orientan por el mismo
camino: la identificación del objeto y del sujeto en el
acto. Pero su término es distinto: Descartes disuelve
todo en el sujeto; Locke, en el acto. Y, desde este punto
de vista, la respuesta de Locke a la instancia cartesiana
es más coherente. En perfecta continuidad con el filó­
sofo inglés, sus seguidores han afirmado que el hombre
se hace a sí mismo en la medida que ejercita aquellas

ello, pueden con igual razón decir que su cuerpo tiene extensión,
pero que no tiene partes. Y a que decir que el cuerpo es extenso
sin tener partes y que algo piensa sin conocer y sin percibir que
piensa, son dos cosas igualmente ininteligibles. (...) Pues el pen­
samiento consiste en ser conscientes del hecho de que se piensa»
(II, 1. n. 19).
21 A este respecto es significativo que, inmediatamente a conti­
nuación —aunque siempre a modo de hipótesis—, Locke equipare
el feto en el vientre materno a un vegetal, precisamente porque
no piensa en acto (cfr. II, 1, n. 21).
78 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

capacidades que resultan, a su vez, del anterior ejerci­


c io 29. Locke mismo lo había insinuado: el hombre es
hombre en cuanto es racional; la razón se constituye
por el uso y el ejercicioM; y, junto con la razón, cada
uno elabora su propio mundo213 .
1
Además, como según Locke nunca se pueden superar
los contenidos de la experiencia, y como los sentidos
ofrecen sólo afecciones corporales, toda la filosofía del
Ensayo se orienta al materialismo32. Y a un materia­

29 Si la expresión se hace difícil es precisamente por el intento


de distinguir lo que para la filosofía moderna se encuentra dia­
lécticamente unido: esencia, potencias y acto.
30 «Los hombres hemos nacido para ser, si nos place, criaturas
racionales. Pero sólo el uso y el ejercicio de la razón produce
tal resultado; nunca nos tom arem os racionales con independencia
de lo que consigan nuestro esfuerzo y aplicación» (J. L ocke,
Of the Conduct o í the Vnderstanding, 6).
31 «V e r elaborarse el pensamiento humano y ver edificarse, al
mismo tiempo, las creencias que permiten al hombre tener una
vida feliz, con la conciencia de que no hay nada, ciencia, morali­
dad. arte, que no venga de sus propias operaciones: ¿hay un
espectáculo que sea más capaz de procurar a los que lo contem­
plan interés, alegría, orgullo?» (Paul H azard, La crisis de la con­
ciencia europea, p. 225).
32 «Inútil se mostrará —aunque con un desarrollo peculiar—
el intento de hacer proseguir el cogito por el camino del espíritu,
cegando la derivación materialista del sensismo. Será éste el in­
tento de Berkeley, atribuyendo a la afirmación de la realidad ma­
terial la conclusión atea del cogito, identificado ya éste con la
esencia misma del filosofar. La existencia de una materia o sus­
tancia material es lo que, para Berkeley, acaba por excluir la
existencia de Dios. Por tanto, habrá que concebir la realidad
como representación, devolviendo al principio de inmanencia toda
su radicalidad gnoseológica, mediante la oposición a toda realidad
que trascienda el ámbito de la conciencia. Y justamente de ahí
partirá el escepticismo de Hume» (C. Cardona, Metafísica de la
opción intelectual, 2? ed., Ed. Rialp, Madrid, 1973, p. 195.
Principios fundamentales... 79

lismo que, por la incoada identificación entre sujeto


y objeto, y por la hipótesis nominalista de la materia
pensante —a la que nos referiremos— , ofrecerá mu­
chos motivos de inspiración al materialismo dialéctico3

33 Junto a Descartes, Marx reconoce a Locke un papel funda­


mental en la génesis del materialismo dialéctico: «Existen dos
tendencias en el materialismo francés: una tiene su origen en
Descartes; la otra, en Locke. La segunda tiende, principalmente,
al desarrollo de la cultura francesa, y desemboca directamente
en el socialismo; la otra, el materialismo mecanicista, se pierde
en las verdaderas ciencias naturales francesas. Ambas tendencias
se entrecruzan en el curso de su desarrollo» (K. M arx , La Sagró­
la Familia, p. 143; citado por M. A. T abet, K. Marx: La Sagrada
Familia, Ed. Magisterio Español, Madrid, 1976, pp. 91-92). En esta
misma obra se expone más concretamente la función que Marx
atribuye a Locke en el nacimiento del materialismo: «Su impor­
tancia, para Marx, está en haber dado un fundamento gnoseo-
lógico al materialismo de Bacon y Hobbes, una base racional al
presupuesto de que todo conocimiento debe ser una reflexión so­
bre las sensaciones presentes en la conciencia sensitiva. Locke
logró dar una formulación gnoseológica con cierta coherencia de
una filosofía que rechazase por principio algo distinto de la ma­
teria» (M. A. T abet, o. c „ pp. 91-92).
IV
ORIGEN Y CARACTERISTICAS
DE LAS IDEAS (LIBRO II, 2.a PARTE)

Mediante una visión formal y abstracta que disgrega


la realidad en fragmentos irrecomponibles, Locke con­
sidera como evidencia primera la percepción clara y
distinta de las ideas simples; por eso, la parte cons­
tructiva de su filosofía comenzará considerando la na­
turaleza y el origen de las principales de estas imá­
genes. Nuestro autor entiende por idea simple cualquier
elemento indivisible del mundo mental: toda aquella
idea que, «tomada en si misma, carece de cualquier
composición y, por consiguiente, no produce en el es­
píritu más que una sola imagen o concepción entera­
mente uniforme, que no puede distinguirse en ideas
diferentes» (II, 2, n. 1). Las ideas simples representan
todo el material del que dispone nuestra mente; a par­
tir de ellas, componiéndolas a voluntad, el espíritu for­
ma ese universo maravilloso que cada uno lleva den­
tro de sí.
82 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

1. LAS IDEAS SIMPLES DE SENSACION


Y REFLEXION

A) El origen de las ideas s im ple s : visió n general

Locke estudia el origen y la naturaleza de las ideas


simples en dos etapas: en la primera ofrece un cuadro
general de las mismas, examinando más despacio en la
segunda algunas de ellas. Y ya desde el primer instante
salta a la vista la total atomización a la que somete al
universo percibido: en el despertar de nuestro conoci­
miento — que eso son las ideas simples— no encontra­
mos un conjunto armonioso de realidades, sino sólo
los fragmentos aislados de un rompecabezas, sin mo­
delo objetivo. Hemos aludido a las razones de ese frac­
cionamiento: perdida la participación de todas las per­
fecciones del ente en un acto supremo y único, las
ideas simples se convierten en entidades aisladas, abs­
tractas y, en cierto sentido, a se stantes, autónomas:
en «cosas» que se presentan ante nosotros con las ca­
racterísticas de lo acabado e independiente *.
¿Cómo fundamenta Locke esa independencia? Ape­
lando a la diversidad de vías por las que las ideas ac­
ceden hasta nuestra percepción. Como esos caminos
son distintos, aun en el caso de que fueran producidas
por un todo unitario, las ideas se mostrarán ante no­
sotros aisladas y desconexas; además, consideradas en
sí mismas, en cuanto ideas, cada una es lo que es con
perfecta independencia del resto (cfr. II, c. 2).
De nuevo la omisión de un dato claro: los sensibles
propios — el color para la vista, los sonidos para el1

1 Locke atribuye a la inteligencia la función unificadora de la


realidad. Por eso, la relación, que nuestra mente crea o descubre
en las ideas, se convierte en un dios omnipotente capaz de repro­
ducir la trabazón que antes se había negado a las «ideas abs­
tractas».
Origen y características de las ideas 83

oído, los olores para el olfato...— se ofrecen a los


sentidos externos ligados siempre a un sensible común
—como la extensión, la distancia o el movimiento— ,
capaz de ser captado a la vez por varios sentidos; ade­
más, la sensibilidad externa percibe en continuidad con
el sentido común y con los otros sentidos internos. Por
eso, la percepción primitiva es la de un todo unitario
y sintético, aunque confuso. Sólo en un segundo mo­
mento, por una nueva intervención del sentido común
(que discierne) y de la cogitativa (que compara), se
hace explícita la distinción entre los sensibles propios
de cada sentido externo. A su vez, esta segunda fase
no constituye sino un paso intermedio, que natural­
mente culmina en una nueva aprehensión sintética del
todo (compuesto), y que corresponde a la unidad real
de los accidentes: unidad participada, de muchos
en uno.
Todo parece indicar que Locke rechaza la realidad
unitaria, aunque compleja, de la percepción, y se de­
tiene en ese segundo momento disgregatorio y reflejo,
con el fin de aislar los contenidos abstractos que en
él se le ofrecen2. Por eso la clasificación de las ideas

2 Sólo de este modo las ideas estarán disponibles para cual­


quier elaboración racional: «Contra este presupuesto se alza la
teoría lockiana del orden, sensible de las ideas simples. Con ella
tiende a minar en su raíz la doctrina cartesiana del ordre naturel
y a introducir la arbitrariedad en la composición de las ideas. Re­
ferencia a la sensibilidad —lo hemos visto— significa precisa­
mente referencia a datos que no determinan de antemano el
modo en que habrá que disponerlos, sino que se ofrecen dispo­
nibles para un cúmulo de combinaciones distintas y contrarias.
Desde este punto de vista, el mundo físico e histórico son análo­
gos; ambos transmiten combinaciones de ideas simples no ligadas
por combinaciones necesarias. Y , una vez admitido que no se dan
relaciones necesarias, que las ideas ni son innatas ni se sitúan
por sí mismas conforme a un único ordre naturel, tanto el mundo
de las realidades sensibles como el histórico se vuelven menos
incómodos y embarazantes» (C. A. V iano , o . c ., p. 123).
84 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

que propone, aun cuando guarde ciertas semejanzas


con la distinción de los sensibles de la filosofía clásica,
presenta, con respecto a ella una diferencia radical:
mientras en la filosofía clásica la sensación nos mani­
fiesta un objeto real y realmente distinto de la sensa­
ción, las ideas sensibles de Locke no se dan a conocer
sino a sí mismas.

* * *

Según Locke, todas las ideas simples se originan en


la experiencia, externa o interna. Y se pueden distin­
guir en cuatro grupos: las que provienen de un sólo
sentido; las que nos llegan por medio de más de un
sentido; las que nacen exclusivamente de la reflexión;
y, por fin, las que penetran por todas las vías de la
sensación y la reflexión (cfr. II, 3, n. 1).

1. Entre las que proceden de un sólo sentido, in­


cluye los sensibles propios de la filosofía aristotélica:
colores, sonidos, olores, sabores, sensaciones táctiles.
Locke concede una importancia especial a la idea de
solidez. Esta idea se origina en el «tacto, y es causada
por la resistencia que encontramos en un cuerpo a
que cualquier otro entre en el mismo espacio, mientras
el primero no haya abandonado el lugar que ocupaba»
(II, 4, n. 1). Se trata, por tanto, más que de solidez, de
impenetrabilidad.2

2. Las ideas del segundo grupo tienen también su


correspondiente en la filosofía clásica: los sensibles
comunes. Según Locke, estas ideas son «las del espacio
o extensión, la de la figura, la del movimiento y la de
la inmovilidad» (II, 5, n. 1). Locke les concede un
puesto de honor entre todas las ideas simples, tal vez
por su íntima relación con la cantidad.
Origen y características de las ideas 85

3. Las ideas de reflexión pueden distribuirse en dos


clases fundamentales: «la percepción, es decir, el pen­
sar; y la voluntad, es decir, el querer» (II, 6, n. 2). Los
modos o variaciones de estas ideas son «el recuerdo, el
discernimiento, la distinción, el razonamiento, el jui­
cio, el conocimiento, la fe, etc.» (II, 6, n. 2).

4. Entre las ideas que provienen de la sensación y


la reflexión, Locke enumera «el placer o alegría y su
contrario, el dolor o malestar; el poder (o capacidad);
la existencia; la unidad» (II, 7, n. 1). A estas cinco
añadirá más adelante la de sucesión. Se trata de rea­
lidades muy dispares, que Locke incluye en un mismo
grupo porque su percepción acompaña siempre a la
percepción de otras ideas. Esto, en una filosofía en que
cada idea es independiente de todas las demás y no
nos da a conocer sino su propio contenido, presentaba
serias dificultades. Y así, para explicar la concomitan­
cia del placer y el dolor con el resto de las ideas de
nuestro espíritu, Locke tendrá que recurrir a la omni­
potencia divina, que las une o separa según su abitrio.
Según Locke, de estas pocas ideas simples obtiene el
espíritu todos sus conocimientos. Las únicas dos fuen­
tes de ¡deas son, por tanto, la sensación y la reflexión
(cfr. II, 7, n. 10), o sensación externa y sensación in­
terna, como las llamará más adelante (II, 11, n- 17).
* * *

La clasificación de las ideas simples pone ya de ma­


nifiesto una característica común a todo el Ensayo:
las continuas salidas de Locke a una realidad que había
negado al hacer de las ideas el primum cognitum, y a
que con frecuencia recurre, sin embargo, para hacer
más inteligibles algunos rasgos de esas ideas. Por ejem­
plo, alega Locke (cfr. II, 8, nn. 1 ss.) que cualquier idea
86 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

simple, considerada en cuanto idea, se presenta a nues­


tra percepción con las mismas condiciones de realidad
y positividad que las demás. La inteligencia «las con­
sidera todas como distintas y positivas, sin pensar ni
examinar las causas que las producen: este examen no
tiene nada que ver con la idea tal cual es en la inteli­
gencia, sino con la naturaleza de las cosas que existen
fuera de nosotros. Ahora bien, éstas son dos cosas bien
diferentes, y que es necesario distinguir con cuidado...»
(II, 8, n. 2). De acuerdo. Pero si se supone, con Locke,
que la idea es lo primero y único conocido por nuestra
mente, ¿cómo salir de esa idea para buscar la supuesta
causa externa que la produce?; ¿cómo apelar a un «algo»
trascendente que la introduce en nuestro espíritu y la
hace distinta del resto?; y, sobre todo, ¿cómo mantener
esa diversidad, negando al mismo tiempo que conozca­
mos la realidad exterior que la genera?
Para sostener su clasificación de las ideas Locke re­
curre a la experiencia continua del lector. Pero pres­
cinde a la vez de la experiencia cotidiana más cons­
tante: la del mundo que nos trasciende. Lo primero,
para cada uno de nosotros, es el universo que nos cir­
cunda, y no la idea. Por eso, una vez que se hace de la
idea algo absoluto e independiente, un mero «aparecer»
ante la percepción, se esfuma cualquier posible refe­
rencia a una realidad distinta de ella3.

B) L as ideas de sensación ; la solidez

Entre las ideas que proceden de un sólo sentido,


Locke concede una importancia insólita a la de solidez.
Sólo así logrará conservar un mundo material exterior

3 Esto ha sido claramente expuesto por Gilson en E l realismo


m elódico como respuesta a los intentos de hacer derivar la ac­
tualidad del universo de la realidad objetiva de la idea.
Origen y características de las ideas 87

al pensamiento, en cierto modo semejante al universo


cartesiano.
Descartes había reducido el mundo corpóreo al acci­
dente que sigue de modo necesario a la materia, la can­
tidad, entendiéndola como extensión inteligible. En su
sistema, el mundo de los cuerpos se encuentra refren­
dado por la idea innata de extensión, nacida en noso­
tros sin la intervención generadora del pensamiento y
desligada de la sensibilidad; cosa lógica, ya que la ma­
teria cartesiana no puede ejercer ninguna acción posi­
tiva sobre el espíritu.
Tampoco la materia de Locke goza de ningún influjo
real sobre el espíritu4, limitado ahora al ámbito de la
percepción sensible; además, Locke ha acabado con las
ideas innatas, arrebatando al mujido material el último
derecho que Descartes le concedía para existir; por eso,
a fin de mantener en la existencia al universo corpó­
reo, buscará, entre las ideas sensibles una que sólo
pueda aplicarse a la materia. La idea de extensión ya
no le sirve, porque su origen es el mismo que el de las
otras ideas de sensación; además, según Locke, y a
pesar de lo que pueda sorprendernos, también Dios y
los espíritus son extensos; sólo la solidez es una pro­
piedad exclusiva de la materia. Donde está Dios — dice—
también puede haber cuerpos y espíritus; pero un cuer­
po excluye a otro del lugar que ocupa. La solidez es,
por tanto, un atributo exclusivo de la materia. Más
aún, la materia es solidez, y nada máss.

4 Verbalmente, Locke admite este influjo cuando dice que las


ideas de sensación se originan en los sentidos. Pero se trata de
un origen extrínseco a la idea, incapaz de explicar la aparición
de ésta en el espíritu. Materia y mente siguen siendo dos mundos
diversos, aunque ahora su incomunicabilidad se advierta más
difícilmente por la reducción sensista del espíritu.
s Al introducir este cambio en el universo material de Des­
cartes, ese mundo se convierte en algo incomprensible. Descartes
admitía una ciencia exacta del mundo corpóreo porque éste había
88 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Locke atribuye a sí a la solidez un carácter exclusivo


de objetividad, relegando las demás propiedades sen­
sibles a la categoría de lo subjetivo: el color y los
sabores, los olores y el sonido son creaciones de nues­
tra sensibilidad. Pero, evidentemente, no se acaba de
entender el porqué de esta discriminación. Es cierto
que la solidez acompañará siempre a los entes corpó­
reos, pues se trata de un accidente que inhiere en ellos
a causa de la materia; pero no es menos evidente que,
junto a su materia prima, el cuerpo más pequeño posee
una forma sustancial de la que dimanan un buen nú­
mero de cualidades tanto o más perceptibles que la
misma solidez. ¿Por qué aceptar una parte de nuestro
conocimiento natural y rechazar el resto? Las razones
que Locke ofrece no convencen.
Alega, por ejemplo, que no es posible imaginar una
porción de materia que no sea sólida, pero que sí po­
demos imaginarla sin color, olor u otras cualidades sen­
sibles: la «materia imaginada» es, para Locke, pura
solidez. Pero con eso no demuestra que sea así en la
realidad. El modo de ser que las cosas tienen en nues­
tro espíritu no es necesariamente el que tienen fuera
de él. Pretender proyectarlas tal cual en el mundo
externo constituye una sobrevaloración de las facultades
cognoscitivas y una inversión de las relaciones entre
el ser y el conocimiento*4.

sido reducido a extensión (pensada), perfectamente manejable


por nuestro espíritu. Locke, sin embargo, reserva esa perfecta
inteligibilidad al mundo de las matemáticas, entendiéndolas como
pura afección de nuestra mente. Pero la materia es sólida, ade­
más de extensa: y esa solidez no puede expresarse en números.
4 «En lugar de decir que el mundo de la cualidad es la proyec­
ción en la conciencia del mundo mecánico, el único objetivo, ha­
bría que afirm ar que el mundo mecánico no es sino una pro­
yección en la matemática pura del verdadero mundo real, a la
vez movimiento y forma, cantidad y cualidad...» (H. Dehove, La
perception exlérieur, Lilla, 1931, p. 107).
Origen y características de las ideas 89

El mundo objetivo es anterior e independiente de lo


que podamos percibir de él. El conocimiento, por el
contrario, depende del ser real, aunque no se identi­
fica con él. En nuestro caso, la posibilidad de conside­
rar la cantidad con independencia de otros accidentes
se basa en la constitución real de los entes, en los que
la materia prima sirve de sustrato a la forma sustan­
cial. La cantidad es el primer accidente de todo ente
corpóreo, pues surge de la materia, en cuanto es ac­
tuada por cualquier forma. Los accidentes que provie­
nen de la forma son también accidentes del todo, del
sujeto, pero inhieren en él a través de la cantidad:
por eso nuestra mente puede hacer abstracción de ellos
y considerar la cantidad aisladamente.
Así lo hace Locke, pretendiendo que esa representa­
ción sensible constituya la naturaleza objetiva de los
cuerpos. Sin embargo, otorgar a la solidez la exclusiva
como rasgo discriminatorio de la materia responde
sólo a una decisión voluntaria, coherente con el sistema
lockiano, pero tan arbitraria como el resto del mismo.
Como Locke ha decidido que todo lo que podemos cap­
tar del universo se encuentra presente en acto en la
sensibilidad, y que la inteligencia es incapaz de descu­
brir nada nuevo en esos datos primitivos, el universo
entero, espíritus y cuerpos, se presentan ante él con
los atributos de lo sensible. Y, dentro de esa misma
sensibilidad, tendrá que señalar una característica que
discierna las realidades «sensible-espirituales» de las
«sensible-corpóreas». Es la solidez.
Para Locke se ha esfumado la posibilidad de conce­
bir un ser auténticamente espiritual, en el sentido pro­
pio y verdadero del término: la espiritualidad vendría
a ser, en el Ensayo, «extensión penetrable» (los ángeles
y Dios), al paso que lo corpóreo se define por su im­
penetrabilidad.
90 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

La filosofía de Descartes puede parangonarse a la


de Locke en cuanto uno y otro, abandonado el ser y la
sustancia, hacen del acto de percibir el principio sin
principio de cualquier realidad (pensada). De hecho, por
el contrario, ese principio es el ser: todas las cosas son,
aunque sean de un modo u otro, entre los que se in­
cluyen la espiritualidad y la corporeidad. El ser es lo
que funda la comunidad de todos los entes, adqui­
riendo modalidades diversas en cada uno de ellos. Pero
Descartes y Locke conceden a la percepción el puesto
que de suyo corresponde al ser: el mundo, por lo me­
nos lo que cada uno de ellos conocen, no está formado
más que de lo que se percibe: el acto de percibir, y las
ideas, se presentan como el «bastidor» de la realidad,
su fundamento y explicación última, lo que le otorga
consistencia. Será real aquello que puede ser percibido:
la distinción entre las cosas dependerá de las propie­
dades que adquieran en nuestra percepción.
Descartes, para quien el acto de percibir es todavía
espiritual, concibe una materia cuyo rasgo más propio
—la extensión, desprovista de cualquier otro adita­
mento sensible— le atañe sólo «en cuanto pensada» (o
imaginada); en tanto que Locke, atendiendo sólo a la
percepción sensible, supone a Dios y a los espíritus
como realidades dotadas de caracteres, en realidad ex­
clusivos de los cuerpos: la extensión y la movilidad.
* * *

La distinción entre cualidades primarias y secunda­


rias responde a las mismas razones que llevaron a
Locke a privilegiar la idea de solidez: la necesidad de
mantener un universo corpóreo trascendente a la per­
cepción. Lo que discrimina las ideas es su causa ex­
terna: las cualidades. Insiste Locke en la necesidad de
Origen y características de las ideas 91

discernir entre cualidades e ideas, considerando a és­


tas como percepciones de nuestro espíritu y a las cua­
lidades como modificaciones de la materia que produ­
cen en nosotros esa percepción (cfr. II, 8, n. 7 )7.
Después afirma que hay en los cuerpos dos especies
de cualidades: a las primeras, inseparables de la ma­
teria, las denomina cualidades originales o primarias**.
«Son la solidez, la extensión, la figura, el número, el
movimiento y el reposo» (ídem); a ellas corresponden
las ideas de cualidades primarias.
«En segundo lugar, existen otras cualidades en los
cuerpos que no son efectivamente sino la capacidad de
producir en nosotros diversas sensaciones por medio
de la grandeza, figura, estructura y movimiento de sus
partes insensibles; y éstas son, por ejemplo, las sensa­
ciones de colores, sonidos, sabores, etc.» (II, 8, n. 10).
Locke las llama cualidades secundarias.
Como en el caso de la solidez, nuestro autor reafirma
la necesidad de distinguir entre estos dos tipos de cua­
lidades. ¿Razón?: que es imposible imaginar ninguna
porción de materia sin cualidades primarias, mientras
que sí podemos concebirla sin las secundarias. La dis­
tinción de cualidades surge, entonces, de la diversidad
de ideas; pero, a su vez, la variedad de ideas debe atri­
buirse a su relación con la causa que la produce: las
cualidades. La circularidad del argumento es asombro­
sa; por eso, no extraña que esta distinción desapareciera

7 Locke entiende por idea «todo aquello que el espíritu percibe


en si mismo, y que es el objeto inmediato de la percepción, del
pensamiento o de la inteligencia» (II, 8, n. 8); y por cualidad de
un objeto «el poder o la capacidad que tiene de producir una
cierta idea en el espíritu» (Idem).
* Estas cualidades «son enteramente inseparables de los cuer­
pos, en cualquier estado que éstos se hallen; de tal modo que
éstos las conservan siempre, sean cuales sean las alteraciones que
el cuerpo sufra o la fuerza que se ejercite sobre él» (II, 8, n. 9).
92 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

pronto en el desarrollo de la filosofía de la inmanencia.


Lo mismo que cuando clasificaba las ideas según su
vía de acceso hasta el espíritu, Locke supone que existe
«algo» trascendente a la idea, causa de su disparidad;
pero, sin embargo, la idea no me lo da a conocer. Ade*
más, esa realidad extrínseca sería una determinada
disposición de partículas que, la mayoría de las veces,
no guardan ninguna semejanza con la sensación que
produce en nuestro espíritu9. Las cualidades secunda­
rias — dice Locke— son un conjunto de «poderes» que
residen en la materia y dependen de las cualidades
primarias. A su vez, los «poderes», como las faculta­
des, quedan reducidos a mera posibilidad de producir
un determinado efecto (la idea); ya que lo único que
me ofrece la experiencia es el acto, la percepción, y no
la capacidad que lo origina. Por eso, Locke concibe los
cuerpos como un conjunto de partes sólidas, pequeñí­
simas e imperceptibles que, al entrar en contacto con
los sentidos, generan las cualidades primarias y secun­
darias. Esa es la visión que recogerá Hume.
El mundo externo tiende así a reducirse a un con­
junto amorfo de átomos en contacto con la sensibilidad.
Pero evidentemente es extraño que Locke, que ha puesto
como un principio fundamental de su filosofía la impo­
sibilidad de trascender lo que nos ofrece en acto la
experiencia, sostenga ahora —aunque sólo sea a modo
de hipótesis— que las ideas son producidas por unas
realidades cuya naturaleza nunca podremos conocer.

» En efecto, Locke afirma que es necesario distinguir entre las


ideas y su causa, «porque la mayor parte de las ideas nacidas de
la sensación, que se encuentran en nuestro espíritu, no se aseme­
jan a algo que existe fuera de nosotros más de lo que se asemejan
a nuestras ideas los nombres que utilizamos para designarlas»
(II. 8, n. 7).
Origen y características de las ideas 93

C) A mbigüedad de la teoría de la percepción

Después de examinar las ideas simples de sensación,


Locke pasa revista a las facultades con las que el alma
actúa en torno a ellas. Entre esas facultades concede
un puesto privilegiado a la percepción o capacidad de
suscitar en nuestro espíritu las ideas. La percepción
distingue al hombre y a los animales de los seres infe­
riores; es ella la «primera operación de nuestras facul­
tades intelectuales, y la que abre el acceso a nuestro
espíritu a todos los conocimientos que éste puede ad­
quirir* (II, 9, n. 15).
Según Locke, el espíritu se comporta de un modo me­
ramente pasivo en la percepción de todas sus ideas
simples; es activo, sin embargo, cuando compone y
elabora las ideas c o m p le ja s P e r o cabría preguntarle:
si al conocer las ideas simples el espíritu es pasivo, ¿de
dónde procede la actividad de la que resultan?; ¿quién
o qué es lo que engendra esas ideas? Locke responde
en unos casos que la materia; en otros, que Dios. Al
mismo tiempo, parece afirmar que ni lo uno ni lo otro:
la percepción es un producto exclusivo del espíritu;
además, lo que se conoce es, exclusivamente, la idea.
La percepción, y no los sentidos, dan entrada en
nuestra inteligencia a cualquier conocimiento. El hom­
bre, lo mismo que el animal, no es sino un conjunto de
partículas materiales dotadas de una cierta figura; y
la sensación, un proceso puramente mecánico: el cho­
que de algunas de esas partículas con las de otras sus-1 4

14 «S i bien el espíritu es del todo pasivo respecto a sus ideas


simples, pienso sin embargo que se puede decir que no es tal con
respecto a sus ideas completas. Y a que, no siendo éstas sino
combinaciones de ideas simples puestas juntas, y unidas bajo
un solo nombre general, está claro que el espíritu del hombre
goza de una cierta libertad al form ar ideas complejas* (II, 30,
n. 3).
94 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

tancias materiales. En la sensación todavía no hay co­


nocimiento: sólo empezamos a conocer cuando la inte­
ligencia introduce en el alma la idea (cfr. II, c. 9, un. 3-
5; c. 10, n. 1). Por eso, unida a los hombres y a los ani­
males, hay que suponer una sustancia espiritual, que
es la que propiamente percibe. El percibir no es una
operación del todo, sino de esa supuesta «sustancia
pensante» que habita en los seres dotados de sensibi­
lidad
La teoría de la percepción de Locke es ambigua. Por
una parte, las ideas, objeto único del conocimiento,
proceden sólo del espíritu. Por otra, son efecto de la
materia (o de Dios), que las introduce en el alma; y
efecto exclusivo, puesto que nuestra alma se comporta
pasivamente al percibirlas u.
Esa ambigüedad refleja la coexistencia de dos aspec­
tos contradictorios en la gnoseología de Locke; el in-
manentismo, que convierte a la percepción en principio
sin principio de toda la realidad (pensada); y un larva­
do realismo, que intenta conservar lo más genuino del
mundo externo.
Además, y dentro ya de la inmanencia, señala la opo­
sición entre un sensismo materialista, de por sí aboca­
do a la resolución de toda la realidad en modificaciones1 2

11 Supuesta, porque lo único evidente para Locke es que hay


percepción, y que ésta es esencialmente distinta de la materia;
pero la omnipotencia divina puede hacerla coexistir tanto junto
a un cuerpo como junto a un espíritu (hipótesis de la materia
pensante).
12 «E l punto más débil del Ensayo es, sin duda, la teoría de
la sensación. Locke cree todavia que las ideas simples provienen
de las cosas y las representan. Pero este realismo se concilia
mal con el principio de inmanencia. Pues si el único objeto del
conocimiento es la idea, no tenemos ningún medio de saber si
la idea es conforme a la cosa. Berkeley y después Hume verán
mejor el alcance del principio y no retrocederán ante sus conse­
cuencias lógicas» (R. Verneaux, Historia de la Filosofía Moderna,
Ed. Herder,' Barcelona, 1973, p. 139).
Origen y características de las ideas 95

de la materia, y un idealismo nacido de la reflexión de


la sensibilidad sobre sí misma, que tiende a encerrar al
«espíritu» en los límites de la propia subjetividad sen­
sible. Conviene considerar este antagonismo con más
calma. £1 primer miembro, la disolución de la realidad
en meras afecciones materiales, resulta evidente desde
el instante en que Locke niega su originalidad a la inte­
ligencia: el hombre no podrá ya advertir y conocer las
esencias profundas de las cosas, sino sólo sus determi­
naciones sensibles (y materiales). En esta misma línea,
no resulta ilógico avanzar aún más lejos: si es absolu­
tamente inviable la posibilidad de penetrar en las
esencias, ¿para qué seguir sosteniendo que de hecho
existen?
La segunda cuestión, la del idealismo sensible, es más
complicada. No es fácil concebir una sensibilidad re­
fleja — que no da a conocer sino a sí misma— , pues
la constante experiencia cotidiana nos tiene más que
convencidos de lo contrario: de que los sentidos son
una vía inmediata de acceso al mundo exterior. No
resulta imposible llegar a imaginarse cómo la inteli­
gencia, cegadas las sendas de los sentidos, se empeñe
en permanecer a solas con sus ideas, y dé a luz un
nuevo mundo que poco tiene que ver con las realidades
trascendentes al sujeto. Pero es más arduo vislum­
brar siquiera el modo en que esta operación podría
realizarse en el dominio de las sentidos. Sería como si
alguien quisiera persuadirnos de que lo primero que
percibe el ojo no son los colores que le ofrece la natu­
raleza, sino la misma imagen que esos colores forman
en su retina; y de que, además, por mucho que nos
esforzáramos, nunca lograríamos superar esa barrera
subjetiva — el interno del ojo, diversamente modificado
en múltiples combinaciones— para hacer presa en la
realidad exterior. En esta hipótesis un tanto quimérica,
todo — sujeto y universo trascendente— quedaría redu­
96 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

cido a sensación, a imagen o «idea sensible». De ahi su


calificación de «empirismo inmanentista» o «idealismo
sensible».
Es ese mismo idealismo el que con el tiempo, al no
querer rechazar los falsos presupuestos que lo fundan,
acabará por resolverse en un materialismo idealista
inmanente al sujeto: en una cosmovisión que identifica
sin residuos al hombre y al mundo, asumiendo tam­
bién al espíritu como un subproducto de la m ateriaIJ.
Como en el caso de Descartes, los fundamentos últi­
mos de la teoría del conocimiento de Locke son meta-
físicos, no gnoseológicos. Al excluir la real participación
de todas las perfecciones en el ser, la analogía deja
paso a una visión «esencialista», que sólo toma nota de
las diferencias entre las criaturas. La causalidad se tor­
na incomprensible. El mundo se fracciona en dos sec­
tores irreconciliables, materia y espíritu, definidos de
modo absoluto por la posesión de esencias contra­
rias I4. Cualquier influjo entre esos dos sectores es im­

u Marx advirtió esta tensión en la filosofía lockiana. Además,


señala con placer que en ella los elementos materiales predomi­
nan sobre el idealismo, en cierto modo inconsecuente. Por eso
—recalca— la conclusión natural del sistema de Locke es el ma­
terialismo dialéctico, y no el idealismo.
u El c. 10 del libro IV es un ejemplo notorio de esta visión
esencialista. En él, la absoluta incompatibilidad entre espíritu
y materia desempeña un papel relevante para demostrar la exis­
tencia de Dios. Dice Locke: «es tan imposible que cosas absoluta­
mente carentes de conocimiento, ciegamente operantes y sin nin­
guna percepción, hayan producido un ser cognoscente, cuanto que
un triángulo se dé a sí mismo tres ángulos mayores de dos rec­
tos. Ya que es tan incompatible con la idea de la materia des­
provista de sensación el hecho de que pueda poner en sí misma la
sensación, la percepción y el conocimiento, cuanto repugna a la
idea de un triángulo que ponga en sí mismo ángulos mayores a
dos rectos» (IV , 10, n. 5). Para Locke, la distinción entre materia
y espíritu es tan radical como la de la nada y el ser: «el cono­
cimiento será todavía tan superior a lo que pueden producir el
poder del movimiento y de la materia, cuanto es superior al
Origen y características de las ideas 97

pensable. No hay ser ni sustancia: como todo ha


quedado reducido a una oposición de accidentes «dis­
criminatorios», generar uno de esos accidentes (solidez
o percepción) sería tanto como producir toda la sus­
tancia material o espiritual. Por eso, es imposible que
el movimiento de las partículas materiales produzca,
por sí mismo, la percepción, la idea l51
; como es también
6
imposible que una sustancia espiritual mueva a un
cuerpolé. El nacimiento de cualquiera de las ideas hará
necesaria una especial intervención divina, que liga una
imagen al movimiento de las partículas, igual que une
a algunas de estas imágenes una sensación de placer
o de d olo r17.
poder de la nada, o del no ser, el producir la materia» (IV , 10,
n. 10). Un detalle anecdótico puede ayudarnos a aferrar el pen­
samiento de Locke en este punto. Según el testimonio de C. New-
ton, Locke llegó a imaginar la creación como el cambio de esen­
cia producido en una realidad ya existente al adquirir una nueva
modificación accidental. Newton le propuso esta hipótesis, y
Locke la aceptó gustoso: «De algún modo sería posible hacerse
una idea de la creación de la materia —había dicho Newton—
suponiendo que Dios, con su potencia, hubiera impedido a cual­
quier cosa penetrar en una cierta porción del puro espacio, que
por naturaleza es penetrable, eterno, necesario, infinito; y ya que
el espacio puro es absolutamente uniforme, basta suponer que
Dios haya comunicado esta especie de impenetrabilidad a otra
porción similar de espacio, y esto nos daría, de algún modo, idea
de la mobilidad de la materia: otra cualidad que le es, del mismo
modo, escncialísima» (citado por Comte en una nota al n. 18 del
c. 10 del libro IV ).
u «Sin embargo, la materia, la materia y el pensamiento no-
pensantes, por más cambios que puedan producir en la figura
y en la mole, nunca podrán producir el pensamiento» (IV ,
10, n. 10).
16 «De qué modo un pensamiento cualquiera pueda producir
un movimiento en el cuerpo es cosa tan absolutamente alejada
de la naturaleza de nuestras ideas, como el modo en el que un
cuerpo cualquiera pueda producir un pensamiento cualquiera en
la mente» (IV , 3, n. 28).
17 «Y a que no es más difícil concebir que Dios pueda hacer de­
pender tales ideas de movimientos con los cuales no guardan
98 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

En todo este planteamiento pesa mucho la influencia


de Descartes: de él reconoce Locke la disociación ab­
soluta entre espíritu y materia, definidos ahora por su
oposición mutua: la materia es lo distinto del espíritu,
y el espíritu lo distinto de la materia. Abandonado el
acto de ser, se pierde también la unidad del compuesto
humano, constituido entonces por dos «sustancias»
adyacentes que no participan de un único acto. De
este modo, hasta las más intrascendentes de las accio­
nes cotidianas se tornan incomprensibles sin una espe­
cial intervención divina. Sin esa nueva acción de Dios,
el conocimiento es tan absurdo como la resurrección
de los muertos: «La coherencia y continuidad de las
partes de la materia; la producción en nosotros de las
sensaciones de colores, sonidos, etc., mediante el im­
pulso y el movimiento (...), todo esto no podemos sino
atribuirlo a la voluntad arbitraria y al libre gusto del
Sabio Arquitecto. Aquí, creo, no será necesario que yo
recuerde la resurrección de los muertos, la condición
futura de este globo de la tierra, y otras cosas seme­
jantes, que todos reconocen que dependen enteramente
de la determinación de un agente libre» (IV , 3, n. 29).

* * *

Las cosas son de otro modo: la materia no es sin más


materia, sino por su unión a la forma sustancial, y
antes que nada, ente. Por eso puede actuar sobre un
alma espiritual, que tampoco es simplemente espíritu,
sino forma sustancial de un cuerpo. La percepción, cau­
sada en parte por la realidad externa y en parte por el

ningún asemejanza, que concebir que haya unido ia idea del dolor
al movimiento de un pedazo de hierro que divide nuestra carne:
movimiento al que el dolor no se asemeja de ningún modo»
(II, 8. n. 13).
Origen y características de las ideas 99

sujeto, no es sólo del espíritu, sino de todo el com­


puesto humano.
Por otra parte, la realidad exterior y el hombre son
mantenidos constantemente por Dios en el ser; y del
ser dimana toda la actualidad (sustancial y accidental)
de los entes: también sus potencias o facultades y la
posibilidad de ponerlas en acto. Por eso, según la me­
tafísica del ser, no es necesaria una «nueva interven­
ción» divina para hacer posible el conocimiento humano.
Esa intervención tampoco será necesaria en el pos­
terior desarrollo de la filosofía de la inmanencia (atea),
de la que Locke forma parte. Por ejemplo, en el mar­
xismo, la materia se basta para producir la percepción
en un espíritu que dialécticamente se identifica con
ella. Pero se trata de algo muy distinto: en esta nueva
filosofía Dios no tiene cabida. La criatura se bastaría
a sí misma para darse la propia acción, que sería su
mismo ser.
Lo curioso es que fuera Locke — para el que el cono­
cer, sin Dios, es inconcebible— quien abriera las puer­
tas al proceso que había de conducir a estos resultados.
Y más curioso todavía que lo llevara a cabo con un
nuevo recurso a la omnipotencia divina: «nosotros
— sostiene— tenemos las ideas de materia y de pensar,
pero quizá nunca estaremos en condiciones de saber
si un ser cualquiera puramente material piense o no:
nos es imposible, mediante la contemplación de nues­
tras ideas, y sin revelación, descubrir si el Omnipo­
tente ha dado a ciertos sistemas de materia, debida­
mente dispuestos, el poder de percibir y pensar, o
bien haya unido y fijado a una materia, así dispuesta,
una sustancia inmaterial pensante; ya que no es, con
respecto a nuestras nociones, cosa mucho más remota
de nuestra comprensión concebir que Dios pueda, si
quiere, añadir a la materia una facultad de pensar, que
agregarle otra sustancia con una facuttad de pensar»
100 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

(IV , 3, n. 6). La filosofía posterior hará caso omiso de


la fundamentación «teológica» de esta hipótesis, y la
asumirá como dato seguro. La consecuencia lógica será
el materialismo ateo: si la materia puede pensar, ¿qué
necesidad existe de Dios o de un alma distinta de esa
materia?
Hay que confesar que, incluso desde un prisma más
estrictamente metafísico, al negar la realidad de las
esencias, Locke había facilitado este proceso. Es más,
en cierto modo lo puso en marcha, al introducir la
materia sensible en el mundo del espíritu cartesiano,
reduciendo el cogito a sentio: el espíritu, a modifica­
ciones (sentidas) de la materia. Descartes había desa­
rrollado lo más característico de su filosofía en la
esfera de una razón poco atenta a los datos que le
suministran los sentidos; es ése su mundo, en el que
junto a Dios — presente como idea innata— desempeñan
su propio papel una extensión y un pensamiento tam­
bién innatos. Locke cambia de tercio, trasladando toda
la escena al ámbito de la percepción sensible. Pero ni
siquiera entonces pierde su filosofía el fuerte resello
cartesiano, pues a fin de cuentas la sensibilidad que
Locke describe no es sino la versión sensible de la
«razón» dibujada por Descartes.
De ahí que, para entender lo que representan las
sensaciones en el Ensayo, sea conveniente seguir paso
a paso el camino iniciado por Descartes en relación al
conocimiento. Como acabamos de observar, para el fi­
lósofo francés el espíritu, desligado de la materia, ad­
quiere como contenido fundamental las ideas innatas
de Dios, de la autoconciencia y de extensión. Y como a
la autoconciencia corresponde el carácter fundante, la
extensión y Dios se encuentran asegurados desde la
inmanencia por la correspondiente idea innata y la fuer­
za originante del cogito.
Origen y características de las ideas 101

Las ideas de sensación, al contrario, se tornan mo­


lestas y problemáticas. Habiendo rechazado la posibi­
lidad de las formas sustanciales, Descartes concibe la
sensación como algo extrínseco al espíritu; pero al mis­
mo tiempo las considera de algún modo internas a él,
ya que si no sería imposible percibirlas. A pesar de
estas dificultades, las ideas sensibles serán el punto de
partida de toda la filosofía de Locke.
Al declarar inexistentes las ideas innatas, Locke pre­
tende dar a las sensibles ese carácter de fundamento
(gnoseológico, al menos) del mundo material. Para eso
las dotará de propiedades contradictorias. A fin de que
sirvan de fundamento absoluto, el mundo externo, las
supone incausadas, inmanentes a la percepción; por
tanto, reflejas y asumidas por la certeza del cogito.
Pero al mismo tiempo seguirán conservando su temple
de ideas sensibles, cosa más difícil de conciliar con su
condición de reflejas y subjetivas.
El de Locke es un inmanentismo funcional. Por eso,
las ideas sensibles sólo aseguran la existencia de algo
exterior cuando se las considera pasivas: porque sólo
entonces exigen «algo» que sea razón suficiente —aun­
que no causa, en el sentido propio del término— de
ellas. En este sentido, aunque en contradicción con la
función originante del cogito sensible, Locke reconoce
que las ideas de sensación son producidas en nosotros
por la materia externa, a través de los sentidos Pero
como esa materia no puede actuar sobre el espíritu,
hará de nuevo intervenir a Dios. Y así, al final de este
enorme rodeo, se encontrará con unas imágenes del
mismo tipo que las ideas innatas de Descartes (produ­
cidas ep mí sin mí), pero de contenido diverso: espi-1 8

18 Además, esta postura, por su aparente semejanza con la rea­


lidad del conocimiento, facilita muchísimo a Locke que los lec­
tores acepten su gnoseologla.
102 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

rituales o «especializadas» en Descartes; materiales en


Locke.
Pero ése era precisamente el motivo por el que Locke
había rechazado las ideas innatas. A sus seguidores les
quedan entonces dos soluciones. Por un lado, negar
cualquier origen externo a las ideas, encerrándose en
su mero «aparecer»; por esa senda caminaron Berkeley
y Hume w. Otra posibilidad más provechosa porque pa­
rece conservar el mundo de la materia, consistía en
aceptar las sugerencias de Locke acerca de la materia
pensante. Si la dificultad de Locke estriba en el dua­
lismo inherente a su concepción del espíritu y de la
materia, la mejor solución será aproximar de nuevo
la materia y el espíritu. Pero, habiendo abandonado el
acto de ser, ese acercamiento no se producirá por la
comunicación del cuerpo y el espíritu en un mismo
acto (el esse) — pues supondría volver atrás, perder el
carácter fundante del acto de percibir y abrirse de nue­
vo a la trascendencia— , sino que habrá que identificar
los dos extremos en la inmanencia de uno de ellos; y,
más adelante, disolver dialécticamente uno en otro: el
espíritu en la materia.
Esta evolución puede advertirse con claridad, una
vez que se ha llevado a cabo. Pero, volviendo atrás en
la historia, es fácil caer en la cuenta de que en Locke
todo apuntaba a la resolución dialéctica de la realidad

w «Se ha dicho que comporta tanta dificultad concebir la Mate­


ria como producida de la nada, que los más afamados de los
antiguos filósofos, incluso aquellos que defendían la existencia
de un Dios, la consideraron como increada y coeterna con El.
¡Ni que decir tiene qué gran amigo para los ateos de todos los
tiempos ha sido la sustancia material! Todos sus sistemas mons­
truosos guardan una dependencia tan visible y necesaria con res­
pecto a ella, que cuando esta piedra angular sea eliminada no
podrá dejar de venirse abajo todo el tejido» (Berkeley, A Treatise
concerning the Principies o f Human Knowledge, I. c. 92, B. W.,
A. C. Fraser, Oxford, 1901, I. p. 309).
Origen y características de tas ideas 103

en un conjunto de afecciones sensibles y materiales que


subsisten en sí mismas. Para él, lo real era todavía el
individuo; pero un individuo integrado exclusivamente
por modificaciones materiales (sentidas). Además, en
virtud del carácter fundante de la percepción, de la
reducción de la inteligencia a sensibilidad, y del carácter
reflejo de las ideas, esas modificaciones no se presenta­
ban como algo distinto del sujeto que las siente: el indi­
viduo de Locke ya era, por tanto, una realidad de algún
modo reducida a materia (sentida). Aunque, por el dua­
lismo cartesiano todavía en vigor, la concibiera al mis­
mo tiempo como algo distinto de ella.
Bastará aventurar la hipótesis de que la materia es
capaz de pensar para que el individuo se considere un
producto de ese mundo de átomos materiales que com­
prende también a los otros individuos. Es lo que harán
siglos más tarde Feuerbach y Marx, vertiendo el inma-
nentismo funcional de Locke en el inmanentismo cons­
titutivo de Spinoza-Hegel.

2. LAS IDEAS COMPLEJAS

Locke repite con frecuencia que todas las ideas hu­


manas, incluso las más abstractas y aparentemente
alejadas de la experiencia, no son sino el resultado de
las operaciones del espíritu sobre las ideas simples: al
combinar varias de ellas, obtenemos las ideas comple­
jas; al yuxtaponerlas y compararlas según algunas de
sus determinaciones, resultan las ideas de relación;
y al abstraer una idea de otras que la acompañan en
su existencia real, formamos las ideas generales (cfr.
II, 12, n. 1). La atención de Locke recae en este libro
sobre las ideas completas; mientras las generales, por
su estrecha unión a los nombres, se estudian en el
libro tercero.
104 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

A) El origen de las ideas complejas

Las ideas complejas están compuestas de otras varias


que el espíritu, cuando quiere, considera «como un
todo designado por un solo hombre» (II, 12, n. 1). Por
ejemplo, la belleza, la gratitud, un hombre, un ejército,
el universo, que en cuanto tales, son nociones completa­
mente fabricadas por el espíritu. En su formación de­
saparece, por tanto, cualquier residuo de pasividad.
Desde este punto de vista, el inmanentismo de las
«ideas complejas» de Locke es más coherente que el
de las simples. Salvado ese primer momento de inde­
cisión, en el que el material originario de «nuestro
mundo» parece producido por una realidad ajena a él,
Locke se instala de modo definitivo en un universo
generado de modo total por la fuerza-creativa de la
percepción.
En el mundo de las ideas complejas, el acto de perci­
bir se torna principio de actualidad, de existencia y de
unidad. Basta que nuestra mente agrupe bajo un mis­
mo nombre un conjunto de ideas, aun las más dispa­
res, para dotarlas de existencia independiente (mental)
y hacerlas participar en la unidad constitutiva que pro­
duce la percepción M. La belleza, un hombre y un ejér­
cito gozan para Locke del mismo grado de realidad,
existen igualmente (en nuestro entendimiento), y poseen3 0

30 Hay, sin embargo, todavía un deje de realismo, nacido de la


ambigüedad del origen de las ideas simples, de su incierta depen­
dencia con el mundo externo. Ese realismo se manifiesta en la
incompatibilidad que algunas de las ideas simples presentan para
form ar con otras una misma idea compleja. Cuando el acto de
percibir alcance su «mayoría de edad inmanentista» el absurdo
tendrá tanto derecho a existir como la realidad. Es más, como
para dejar constancia de la originalidad absoluta de la percepción,
se convertirá en motor y causa de existencia de un mundo que
se genera al contradecirse.
Origen y características de las ideas 105

la misma unidad intrínseca. El espíritu empieza ya a


ejercer un dominio absoluto sobre su propio mundo.
Pero el inmanentismo de las ideas complejas se ra­
dicaliza también en otro sentido: el de la fundamenta-
ción del mundo externo a partir del pensamiento. En
Locke, las ideas simples están todavía basadas en el
universo extramental; sin embargo, en lo que se refiere
a las ideas complejas, el orbe pensado tiene (para cada
sujeto) la última palabra como determinante y confor­
mador de las posibles realidades exteriores. Vamos a
verlo.
A primera vista parece que Locke, separándose de las
ideas simples, atenúa el contacto del entendimiento
con la realidad trascendente al que conoce. Y en buena
parte es así, pues mientras las ideas simples pueden
suponerse causadas por algún objeto externo, las com­
plejas y abstractas proceden exclusivamente de nuestro
arbitrio; es el entendimiento humano el que, aunando
a placer distintas ideas simples, forma las combina­
ciones mentales más caprichosas, con independencia
de que existan o no en la realidad.
Las ideas complejas son, por tanto, de factura hu­
mana y subjetiva. Pero supongamos — dirá Locke—
que algunas de esas representaciones coincidan con las
realidades externas. ¿Qué sucede entonces? Pues que
a cada persona le bastará con conocer de forma exhuas-
tiva su propio mundo — ése que nace de la confluencia
de las ideas simples y el poder originante de la percep­
ción— para estar seguro de que esas mismas relacio­
nes tienen vigencia en el universo externo. De esta
suerte, el universo sentido, el mundo de las ideas com­
plejas, adquiere una notable primacía sobre la realidad
extramental: ya que, con grandes probabilidades, la
contiene como una de sus posibles realizaciones. La
esfera del conocimiento se constituye, entonces, no
como reflejo y producto del mundo externo, sino como
106 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

un ámbito original e independiente, capaz de contener


dentro de sí a las realidades exteriores. La percepción
ha ganado nuevo terreno, a expensas del acto de ser21.
Pero eso sería adelantar acontecimientos. Locke pro­
cede por pasos. Y si bien camina desde ahora en esa
dirección precisa, por el momento' sólo le interesa de­
limitar los componentes de ese mundo de ideas, nacido
y desarrollado al amparo de la percepción. Por eso, el
criterio con el que clasifica las ideas complejas es el
de su posible autonomía con respecto al ser; es decir,
considera cuáles se encuentran más alejadas de ese
acto primordial y gozan de cierta independencia res­
pecto a él. El resultado son tres tipos fundamentales
de ideas complejas: modos, sustancias y relaciones.
Modos son las ideas complejas que «no contienen en
sí la suposición de subsistir por sí mismas, sino que se
las considera como dependencias o afecciones de la
sustancia: tales son las ideas expresadas por las pala­
bras triángulo, gratitud, homicidio, etc.» (II, 12, n. 4).
«Las ideas de sustancia son aquellas combinaciones de
ideas simples de las que se supone que representan
cosas particulares distintas, subsistentes en sí mismas;

21 Locke entrevé con frecuencia que la capacidad «creadora»


de las criaturas alcanza sólo las determinaciones accidentales de
las cosas, y no su mismo ser: «Esto demuestra cuál es el poder
del hombre, y cómo los modos de su operación son en gran parte
los mismos en el mundo material y en el intelectual. Ya que los
materiales de estos dos mundos son de tal naturaleza que el hom­
bre no puede crear ninguno nuevo ni destruir aquellos que ya
existen, toda su potencia se limita únicamente o a unirlos, o a
disponerlos unos junto a otros, o a separarlos totalmente. Aquí,
en mi examen de las ideas complejas, comenzaré por el primero
de estos tipos de actos, y procederé a considerar los otros dos en
el lugar debido» (II, 12, n. 1). Se trata, por tanto, de aplicar a
una materia dada, que es el último reducto concedido por Locke
a la omnipotencia divina, nuestro poder cuasi-creador, y trans­
formarla de acuerdo con nuestras necesidades hasta producir un
mundo específica y definitivamente humano.
Origen y características de tas ideas 107

y entre las que la idea presunta o confusa de sustancia,


sea lo que sea, es siempre la primera y principal* (II,
12, n. 6). Las ideas de relación son las que surgen al
«considerar y confrontar una idea con otra» (II, 12,
n. 7). Examinemos con más calma estos tres grupos
de ideas.

B) Los MODOS SIMPLES Y MIXTOS

Locke inicia el estudio de las ideas complejas distin­


guiendo dos tipos de modos. Los modos simples son
«variaciones o diversas combinaciones de la misma
idea simple, sin mezcla de ninguna otra idea» (II, 12,
n. 5), como una docena o una veintena resultan de la
adición de unidades semejantes. Los modos mixtos «se
componen de ideas simples de distintas especies, unidas
para formar una idea compleja» (ibíd.), como la de
belleza o la de hurto.

Los modos simples


No podemos recorrer, con Locke, el largo análisis de
las diferentes especies de modos simples. Nos bastará
tener en cuenta que algunos de ellos — como el espa­
cio— se originan en las ideas de sensación; otros —pen­
sar, imaginar— , en las de reflexión; y otros, al fin,
como la capacidad de mover a los cuerpos circundantes,
son fruto de una combinación de sensación y reflexión.
De todos ellos merecen destacarse los modos simples
del espacio y los del tiempo, tanto por ser muy signi­
ficativos del espíritu que anima estos capítulos22, como
por el curioso modo como Locke los aplica a Dios.

22 Muy atinadamente se han considerado una anticipación de


las teorías kantianas que hacen del espacio y del tiempo las con­
diciones a priori de una sensibilidad que «conform a» a un mundo
atcmporal e inextenso. Cfr. en este sentido sobre todo: A. Riehl,
108 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Veamos, en primer lugar, el origen de estas ideas. La


de sucesión, por ejemplo, que es la base de los res­
tantes modos simples temporales, se forja al reflexio­
nar sobre el continuo presentarse y desvanecerse de
otras ideas en nuestra mente. La distancia entre el apa­
recer de dos imágenes en nuestro espíritu se llama
duración, y sus modos simples son las horas, los días,
los años... Los modos simples del espacio se alcanzan
de forma similar; Locke enumera entre ellos las me­
didas de longitud — «el pie, la yarda, la milla, el diá­
metro de la tierra» (II, 13, n. 4)— , el lugar y la figura,
obtenidos todos al coordinar de maneras diversas la
idea simple de distancia.
Según señalábamos, el filósofo inglés concibe a los
espíritus como realidades dotadas de muchas de las
características propias de la materia; y por eso cabe
atribuirles, en rigor, los distintos modos simples del
espacio y del tiempo. Así, para Locke, Dios sería ex­
tenso y temporal, a la par que infinito. Pero ¿cómo
armonizar estos atributos, en apariencia inconciliables?
No es difícil: basta equiparar la infinitud divina — in­
finitud de ser, de perfección— a la mera inmensidad
espaciotemporal.
Es lo que hace el Ensayo: «Pues de hecho, ¿qué son
nuestras ideas de lo eterno y de lo inmenso sino repe­
tidas adiciones de ciertas ideas de partes imaginadas
de la duración y la extensión, con la inmensidad del
número, en la cual jamás podemos alcanzar el fin de
la adición? (...) Esta infinita adición, o añabilidad, si
alguno prefiere esta palabra, de los números, tan evi­
dente al espíritu, es lo que —a mi parecer— nos pro­
porciona la idea más clara y distinta de la infinitud»

Der philosophische Kritizismus und seine Bedeutung fiir die posi-


tive Wissenschaft, Leipzig, 1876, 2.a ed. 1908; Drobisch, Uber Locke
den Vorlaufer Kants, en «Zeitschrift fiir exacte Philosophie»,
Halk 1910; H. Dathe, Die Erkenntnislehre Locke's, Dresden, 1010.
Origen y características de las ideas 109

(II, 16, n. 8). Más despacio: comoquiera que nuestra


imaginación goza de un imperio absoluto sobre las
representaciones del espacio y del tiempo, cabe ima­
ginar la duración allá donde no hay nada que realmente
dure o exista (II, 14, n. 31), y «repetir cuantas veces
queramos la idea de una longitud cualquiera de tiem­
po (...) sin alcanzar jamás el término de esa longitud»
(ibíd.). Producimos asi «la idea de eternidad, como la
eterna duración futura de nuestras almas o la eterni­
dad de aquel Ser infinito que necesariamente debe
siempre haber existido» (ibid.).
De esta suerte, como resultado de la reducción sen­
sible operada por Locke, toda la maravillosa inefabili­
dad de la plenitud divina apenas si logra aventajar la
simple infinitud numérica. Locke reivindica repetidas
veces, y de modo explícito (cfr., por ejemplo, II, 17,
n. 1), esta concepción depauperada de la Realidad Su­
prema. La infinitud que podemos predicar de Dios es
precisamente la que corresponde a una idea desarro­
llándose sin fin (II, 17, n. 7), la que nace de nuestra
«capacidad de añadir siempre alguna cosa a la adición»
(II, 17, n. 10). Ni que decir tiene cómo esta noción de
una «idea desarrollándose sin fin» —y necesariamente
material, pues surge en nuestros sentidos y se aplica
con todo rigor al espacio y al tiempo— ha podido in­
fluir en el concepto marxista de una humanidad elevada
a la categoría de absoluto. Sometido a los cánones sen­
sibles, el Creador que nos presenta el Ensayo se ve
arrebatar su dimensión de trascendencia respecto a
las criaturas; se perfila, si cabe hablar así, como una
criatura increada, o más bien creadora de sí misma y
por eso carente de limitación: como una idea sensible
que se desenvuelve sin término21. ¿Conclusión explícita2 3

23 El paso al límite a partir de las realidades creadas se con­


vierte entonces en el método más apto para conocer la esencia
110 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

de Locke? No, evidentemente. Pero si bien es cierto que


nuestro autor acusa una cierta timidez a la hora de
llevar hasta las últimas consecuencias el desenlace na­
tural de sus teorías, no es menos notorio que esta visión
deteriorada de Dios y del mundo estaba contenida en
los principios de la gnoseología lockiana.
Basta considerar que, de hecho, en la filosofía abierta
a la trascendencia, lo que en las realidades materiales
da acceso a un mundo que las sobrepasa es precisa­
mente su acto de ser. Pero el ser es objeto de conoci­
miento intelectual; si — como hace Locke— se rechaza
la inteligencia, si todo nuestro conocer se reduce a
percepción sensible, no habrá modo de superar el ám­
bito de las condiciones materiales24; cuando alguien se
obstine en sostener que no hay nada en la inteligencia
que antes no haya estado tal cual en los sentidos, todo
el universo se le presentará mediado por los haremos
de su propia sensibilidad, impregnado de afecciones
sensibles25. Ni siquiera Dios podrá escaphr al ímpetu

divina. En lo que se refiere al conocimiento, pongamos por caso,


Locke hace radicar la superioridad de los ángeles sobre los hom­
bres en una mayor agudeza de los sentidos y en la posibilidad
de considerar al mismo tiempo un mayor número de ideas. Dios
se encontraría al final de ese único camino que une al hombre
(y a los animales) con los ángeles: su infinitud consiste en reunir
a la vez todas las percepciones que los hombres tienen, han
tenido o pueden tener.
24 Como dice Santo Tomás, aun cuando «el conocimiento hu­
mano tiene su inicio en los sentidos, no todo lo que el hombre
conoce es sensible o se advierte de forma inmediata por un
efecto sensible: pues el entendimiento se conoce a sí mismo por
su acto, que no es sensible, y de igual modo percibe el acto
interior de la voluntad» (S. T omás, De Malo, q. 6, a. 1, ad 18).
Para una visión de conjunto de este tema, cfr. C. F abro, Percep-
zione..., cit., pp. 351 y ss.).
8 Repetidas veces Locke alega que el conocimiento del mundo
espiritual tiene origen en las ideas de reflexión: «Cualquier acto
de la sensación, cuando sea debidamente considerado, nos provee
igualmente de una visión de ambas partes de la naturaleza, la
Origen y características de las ideas 111

de esa percepción unificadora, que pretende medir todas


las realidades con el mismo rasero.

Los modos mixtos


Muestra Locke una cierta debilidad por este género
de modos. Y el sentido de esa preferencia está claro:
entre ellos se encuadran las acciones humanas libres,
que constituyen el objeto de la «ética demostrada» tras
la que anda el Ensayo
Tal como Locke los define, los modos mixtos están
formados por varias ideas simples de distinta especie,
acopladas a voluntad por nuestra mente, con indepen­
dencia de que aquello exista o no en la realidad. Todas
las figuras geométricas — el triángulo o el cuadrado,
por ejemplo— pertenecen a este tipo de ideas; y per­
tenecen también las acciones, transformaciones o esta­
dos de las cosas o de las personas: la lucha libre, la
conducción de un coche o la embriaguez, pongamos por
caso, que resultan de hermanar diversas propiedades
o movimientos simples. Por eso la inteligencia, desan­
dando el camino que recorrió para forjarlos, puede des­
componer cualquiera de estos modos en los elementos
simples que los componen.
Tomemos como modelo la idea compleja de homici­
dio, que Locke estudia en todos sus pormenores. ¿Cómo*

corpórea y la espiritual» (II, 23, n. 15). Afirma también, de modo


explícito, que estas ideas no son sino un producto de la sensi­
bilidad que se vuelve sobre sí misma; su contenido, por tanto,
no difiere gran cosa del de las afecciones materiales que conoce.
* «En efecto, siendo la acción el gran asunto de la humanidad,
y refiriéndose a ella toda la materia de la que tratan las leyes,
no debe maravillar el que se haya puesto atención a los varios
modos del pensamiento y del movimiento, que se hayan obser­
vado sus ideas, que se las haya depositado en la memoria y que
se Ies haya asignado nombres: sin lo cual hubiera sido muy
difícil hacer las leyes o reprimir el vicio y el desorden» (II. 22.
n. 10).
112 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

se origina esta noción? Al combinar un sinnúmero de


ideas simples, constituidas en su mayor parte por mo­
vimientos y por pensamientos; es decir, ai considerar
como un todo la serie de acciones con que se desea y se
maquina el atentado y todas sus circunstancias, y el
conjunto de movimientos con los que el crimen se lleva
a cabo. Todas ideas simples, producto de una sensación
o de la reflexión27.
Pero, podría objetarse, ¿no existe además un sujeto,
una persona, que es el autor del homicidio y debe por
ello incluirse como fundamento de nuestra idea com­
pleja? No, responde Locke. Las acciones, como los de­
más modos mixtos, son realidades independientes de
las sustancias en las que inhieren, y reducibles, por
tanto, a ideas claras y distintas. Por eso, precisamente,
podrán ser objeto de una ciencia geométrica.
Le basta a Locke desvincular «teóricamente» la acción
de la sustancia para obtener un amplio arco de reali­
dades sometidas de modo absoluto a la percepción
— fraguados a placer por la inteligencia— , y suscepti­
bles de una comprensión y de un análisis exhuastivo.
Reducidos a agregados de ideas simples, claras y distin­
tas, los modos mixtos de la moral podrán ser examina­
dos en la fría imparcialidad con que el estudioso de
matemáticas examina los elementos que componen las
figuras geométricas y sus relaciones mutuas.

H «Es decir: antes que nada, de la reflexión sobre las opera­


ciones de nuestro espiritu obtenemos las ideas de querer, consi­
derar, proponerse con anticipación, con malicia, o incluso sólo
desear, el mal de otra persona; y también las de vida, o de per­
cepción o de la facultad de moverse. En segundo lugar, de la
sensación obtenemos la colección de aquellas ideas simples que
se encuentran en un hombre, y de alguna acción mediante la cual
ponemos fin a la percepción y al movimiento de aquel hombre;
y todas estas ideas simples están comprendidas en la palabra
homicidio» (II, 27, n. 14).
Origen y características de las ideas 113

Pero éste, que es un procedimiento válido y adecuado


cuando se trata de matemáticas, no puede aplicarse a
la moral. El matemático estudia los aspectos cuantita­
tivos de los cuerpos, dejando de lado otras muchas
facetas que también constituyen las realidades mate­
riales; y no yerra, porque no niega que esos elementos
se den de hecho en la naturaleza, sino que simplemente
los deja fuera de su consideración. Pero al filósofo
moral, que pretende conocer el fin último de los hom­
bres y la manera más apta de alcanzarlo, no le está
permitido prescindir del núcleo más radical del objeto
de su disciplina: la persona humana y su ordenación
a Dios como fin supremo de todas sus actuaciones.
Abandona positivamente, por exigencias metódicas, la
necesaria y real vinculación entre el individuo humano
y su comportamiento, ¿cuál será la regla para determi­
nar si ese proceder lo endereza efectivamente hacia la
meta de su vida?; ¿cuál el criterio para dilucidar la
adecuación de un hecho a su fin último?; ¿cuál, en
suma, la pauta que rija la actuación de las personas?
Interrogantes éstos que laten en todo el Ensayo y que
examinaremos más adelante.

C) La sustancia reducida a la idea de sustrato

El segundo gran grupo de ideas estudiadas por Locke


son las sustancias. Si el análisis de los modos mixtos
nos ha llevado a vislumbrar los derroteros por los que
Locke encaminará su ética matemática, el estudio de
las sustancias nos va a proveer de los elementos im­
prescindibles para componer el universo germinalmente
contenido en el Ensayo. Un universo que anticipa de
forma notable el universo material de Marx.
La piedra miliar sobre la que se apoya es «la idea
general de sustancia»; es decir — con palabras de
114 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Locke— , «la del presunto, pero desconocido, soporte


de aquellas cualidades que descubrimos como existen­
tes y que po imaginamos que puedan subsistir sine re
substante, sin algo que las sostenga; a ese soporte lo
llamamos substantia, que, según el valor efectivo de la
palabra, en simple latin quiere decir estar debajo o
sostener» (II, 23, n. 2).
Vale la pena detenerse sobre esta afirmación. Adver­
tiremos así, en primer término, cómo Locke falsea la
realidad de la sustancia, y cómo esta desnaturalización
es una consecuencia inevitable de los principios bási­
cos de su gnoseología. Al sustituir el ser por el acto de
percibir, la sustancia no puede ya concebirse como
aquello que subsiste por sí mismo, sino como el su­
puesto sustrato incognoscible que explica la cohesión
mutua de un conjúnto de cualidades existentes en mi
pensamiento.
Sin embargo, antes que como sustrato de los acciden­
tes, la sustancia es conocida y se define como lo que
subsiste, como aquello a lo que compete en sí mismo
el acto de ser: como lo que existe fuera de nuestro pen­
samiento y con independencia de él. Ese algo capaz de
recibir en sí el ser no son ni las cualidades ni la can­
tidad, sino sólo la esencia. Pero la esencia no es objeto
de sensación, sino sólo de conocimiento intelectual, a
partir de los sentidos. Por eso, para Locke, que ha
reducido todo a mera apariencia de cualidades sensi­
bles, la realidad de la sustancia se vuelve doblemente
inaferrable. No puede concebirse como lo que subsiste
por sí mismo; y ni siquiera, puesto que no hay comu­
nicación entre los sentidos y la inteligencia, como la
posible idea abstracta de la que derivan los accidentes.
La sustancia, el todo, es incomprensible sin una refe­
rencia al acto de ser; a su vez, los accidentes sólo faci­
litan el acceso a la realidad sustancial cuando se acep­
Origen y características de las ideas 115

tan como lo que son: como algo del ente (entia entis),
como modos secundarios de ser.
Pero Locke, al reducir los accidentes a ideas, pierde
cualquier referencia a esa unidad superior de la que
forman parte: la sustancia. Se trata, es cierto, no de
un uno simple, sino compuesto, participado; un todo
que nace de la fusión (en el ámbito de la misma esen­
cia, y supuesta la composición de ésta con el acto de
ser) de dos principios complementarios: materia y
forma, relacionados entre sí como la potencia y el acto.
Por esa misma dualidad, la esencia de los entes mate­
riales pierde mucho de la perfección que le correspon­
de. Cada uno de los individuos no es, sino que tiene de
modo participado la esencia de su especie, y la mani­
fiesta a través de los accidentes sólo de manera limi­
tada. Pero esa limitación no excluye la unidad del ser
del que dimanan. Se trata, sí, de una unidad imperfec­
ta y disminuida, participada; pero unidad, al fin y al
cabo: y susceptible, por tanto, de ser aferrada por
la inteligencia de unos accidentes que se ofrecen, en
primer lugar, como modificaciones de un sujeto que es
con independencia de mi percepcióna.
Locke, limitando todo el contenido de conciencia a
aquello que se presenta en acto en la percepción sen­
sible, fuerza voluntariamente la naturaleza del conoci­
miento, hasta convencerse de que lo ofrecido en él no
es algo distinto del sujeto cognoscente. Todas las pos-

& «Mientras el conocimiento sensitivo se ocupa de las cualida­


des sensibles exteriores, el conocimiento intelectual penetra hasta
la esencia que esos accidentes manifiestan. Los accidentes mani­
fiestan más bien que encubren, la esencia, y por eso los sentidos
nos permiten el intus legere, el apresar la inseidad, la intimidad
ontológica de las cosas sensibles. El objeto del intelecto es lo que
es la cosa, lo que la constituye, aquello en que consiste: la esen­
cia, entendida precisamente como aquello que es, y entendida,
por tanto, en función del ser que es su acto» (C. Cardona, Meta­
física de la..., 2.* ed., Ed. Rialp, Madrid, 1973, p. 44).
116 7. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

tenores conclusiones ep tom o a la sustancia estaban


ya contenidas en esa primera manipulación, que la de­
jaba convertida en un agregado de cualidades despro­
vistas de cualquier afinidad.
Pero sigamos adelante. Locke se ha visto forzado a
admitir la sustancia, como explicación de lo que los
sentidos son incapaces de percibir. Y a partir de esa
noción general, añadiendo las ideas simples que la ex­
periencia presenta unidas, obtiene los distintos géneros
y especies de sustancias. Estos géneros son fundamen­
talmente dos — las sustancias corporales y las espiri­
tuales— , cada uno con unas características propias que
lo distinguen del otro: solidez y capacidad de ser mo­
vida, para la materia; percepción y capacidad de mo­
ver, para el espíritu29.
Ya vimos que las cualidades sensibles de los cuerpos,
que el Ensayo califica como «secundarias», tienen por
único fundamento la solidez y las demás cualidades pri­
marias: extensión, volumen...; vimos también que, para
Locke, el mundo extemo está constituido por átomos
sólidos impenetrables, de diferentes tamaños y figuras;
y que, al contacto con los sentidos, esas partículas pro­
ducen en el sujeto la impresión de colores, olores y
sonidos, por los que distingue a unas sustancias de
otras. Además, los entes con aptitud para conocer po­
seen también la facultad de mover la materia de su
propio cuerpo y, a través de él, a los cuerpos adyacen­
tes. Se perfila de esta suerte el universo que hace rato

s Las características « peculiares del cuerpo, como contra­


distinto del espíritu, son la cohesión de las partes sólidas, y con­
siguientemente separables, y la capacidad de comunicar el m ovi­
miento mediante el impulso» (II, 23, n. 17). «Las ideas que tene­
mos, que pertenecen al espíritu y son peculiares de él, son el
pensamiento y la voluntad, o sea, la capacidad de poner en movi­
miento el cuerpo mediante el pensamiento, y, com o consecuencia
de esto, la libertad (...). Las ideas de existencia, duración y mo­
vilidad son comunes a ambos» (II, 23, n. 18).
Origen y características de las ideas 117

venimos atisbando: un mundo compuesto todo él por


dos accidentes contradistintos — solidez y pensamien­
to— y un poder o facultad inherente a cada uno de
ellos: la capacidad de mover la materia, que es el con­
tenido fundamental de la libertad de los espíritus, y la
de ser movida o comunicar el movimiento, propia de
los cuerpos. A cada uno de esos accidentes fundamen­
tales se le supone un sustrato: la sustancia material o
cuerpo, y el espíritu *, que representan los géneros su­
premos de la sustancia.
Al compararlo con el mundo extenso de Descartes, al
que Dios otorga un impulso primitivo para dejarlo
luego a su arbitrio, el universo de Locke presenta una
variedad fundamental: ahora esa fuerza motora ha sido
concedida al espíritu humano. Por medio de ella el
hombre se pone en relación con la materia y la confor­
m a331. Como anunciábamos, este universo ha dado un
0
paso adelante para acercarse al mundo marxista de la
materia se-moviente, capaz de darse a sí misma su
realidad esencial en constante cambio. Se verá aún más
claro este «progreso» al tener en cuenta que, según
Locke, no es posible ir ni un centímetro más allá de
lo que permite la percepción de las ideas simples. No
se puede, por tanto, alcanzar el sustrato de la solidez
ni el de la percepción (cfr. II, 23, n. 30); no es posible
determinar su naturaleza; y, por el mismo motivo, «no
es más difícil concebir cómo puede existir el pensa­

30 En uno y otro caso, dice Locke, *com o no somos capaces de


concebir de qué modo pueden subsistir solas, ni una ni otras,
suponemos que existe un sujeto común por el que se sostienen»
(II, 23, n. 4).
31 «Pienso que nuestra idea de cuerpo sea la de una sustancia
sólida extensa, capaz de comunicar el movim iento mediante el
impulso; y nuestra idea del alma, com o espíritu inmaterial, es
la de una sustancia que piensa, y tiene la capacidad de suscitar el
movimiento en el cuerpo mediante la voluntad, o el pensamiento»
(II, 23. n. 22).
118 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

miento sin materia, que concebir una materia que pue­


da pensar» (II, 23, n. 32).
De este modo, una materia que no es sino un conjunto
de partes sólidas podría producir un pensamiento ca­
paz, a su vez, de generar el movimiento de esos frag­
mentos de materia. Y esas partículas, al contacto con
la percepción, generarían el conjunto de cualidades se­
cundarias que distingue a unas sustancias materiales
de otras.
En Locke, esto no era más que una de las hipótesis
posibles para explicar la estructura del mundo pre­
sente; o, por lo menos, él lo presenta como hipótesis.
En cualquier caso, no se trataba de algo incoherente
con su sistema. Por eso Marx, que acusa a Locke de
idealista, afirma que los residuos de idealismo conte­
nidos en su filosofía le llevaron a concebir la reflexión
como algo distinto e independiente de la materia; y no
tendrá que apartarse mucho de la doctrina del Ensayo
para considerar esa materia amorfa como la única rea­
lidad existente, generadora también del pensamiento.
Con su hipótesis de la materia pensante, Locke le había
ofrecido esa posibilidad y, junto con todas las piezas
que compondrían el nuevo mundo, el modo adecuado
de ensamblarlas.
¿Cómo? Según Locke, en el acto de percepción sen­
sible conozco que «existe un cierto ser corpóreo fuera
de mí, o sea el objeto de esa sensación; y sé con certeza
mayor todavía que hay un cierto ser espiritual dentro
de mí que ve u oye. Debo convencerme de que ésta no
puede ser la acción de una materia insensible pura y
simple...» (II, 23, n. 15). La materia pura y simple no
puede producir la sensación... Pero parece que Locke
es capaz de concebir otra materia a la que Dios ha
unido el pensamiento; y ésa sí que puede engendrar
las sensaciones y darse a sí misma el movimiento. ¿Para
qué, entonces — dirá Marx— , suponer otro principio
Origen y características de las ideas 119

distinto de ella? Según Locke, no hay sustancias o, por


lo menos, no las podremos nunca conocer. Pero hay
solidez, movimiento y pensamiento; además, la solidez
puede generar el pensamiento, y éste es capaz de dar
forma a las partículas materiales. ¿A qué complicarse
la vida, buscando otros principios distintos de ellos?
Lo que frenaba la resolución materialista del mundo
de Locke era el hecho de que la hipótesis de la materia
pensante sólo estaba respaldada por la omnipotencia
divina, pues sólo Dios era capaz de introducir el pen­
samiento en la materia. Pero, según Marx, se trataba de
un juicio teísta que los siglos sucesivos ya se habían
encargado de eliminar.

D) L as ideas de relación y su valo r para la m o ral

Las ideas de relación se obtienen cuando el espíritu


acerca dos ideas y las compara, pasando con su vista
de una a otra. «Como cualquier idea, simple o comple­
ja, puede dar ocasión al espíritu para unir así dos co­
sas y, más o menos, dar una ojeada a ambas contem­
poráneamente, aun cuando las considere distintas, cual­
quiera de nuestras ideas puede ser fundamento de una
relación» (II, 26, n. 2). Además, las ideas de relación
pueden ser, p or lo menos, más perfectas y distintas
en nuestro espíritu que tas de sustancia (II, 25, n. 8).
Doctrina de capital importancia, ya que gran parte
de la moral geométrica contenida en el Ensayo descan­
sará sobre las ideas de relación. Por este motivo, Locke
las estudia con detenimiento.
Haremos nosotros otro tanto. Pero antes, siguiendo
la secuencia del Ensayo, interesa considerar una de las
cuestiones que quizá resultan más sorprendentes para
el lector poco versado en la filosofía de la inmanencia.
Y es que nuestro autor distingue, dentro del hombre,
120 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

tres realidades absolutamente autónomas: la persona


humana, la sustancia pensante y el hombre-animal.
Sólo la primera — la persona— es sujeto de moralidad,
y merece por eso nuestra atención. ¿Qué significa, para
Locke, la «persona humana»? Algo muy distinto, desde
luego, de lo que se entiende habitual mente; no se trata
del compuesto de alma y cuerpo, actualizado por un
único acto de ser y autor efectivo de múltiples opera­
ciones, sino sólo del conjunto de acciones humanas,
consideradas cop independencia del que las realiza. No
olvidemos que Locke, al abandonar voluntariamente el
acto de ser, disoció las acciones — reducidas a un tipo
de «modos»— de las sustancias, y abrió entre ellas un
abismo incolmable.
Pero si esas acciones no se asientan en un mismo
sujeto, si son independientes de cualquier sustancia12,
¿qué es lo que le confiere su trabazón? En otras pala­
bras: ¿cuál es la raiz de la unidad de cada persona?
Responde Locke que la conciencia psicológica, el hecho
de reconocer como propios esos hechos: la percepción,
que en el Ensayo ocupa el puesto del acto de ser. Y va
aún más lejos, sosteniendo explícitamente que la auto-
conciencia, y no la identidad sustancial, constituye el3 2

32 «Todas las otras cosas, aparte de las sustancias, no siendo


más que modos o relaciones que tienen su último término en las
sustancias, también su identidad o diversidad será determinada
del mismo modo: sólo que, por lo que se refiere a las cosas que
existen en sucesión, como los actos de los seres finitos (por ejem­
plo, el movimiento y el pensamiento, que consisten ambos en una
serie o sucesión continua), no puede haber duda acerca de su
diversidad: ya que, muriendo cada uno de ellos en el momento
en el que comienza, no pueden existir en tiempos diversos, o en
lugares distintos, en contra de lo que sucede con los seres per­
manentes, que si pueden existir en tiempos distintos o en diversos
lugares. Y por eso, ningún movimiento o pensamiento, si se lo
considera como existiendo en tiempos distintos, puede ser el
mismo, ya que cada una de sus partes tiene un inicio distinto
de su propia existencia» (II, 27, n. 3).
Origen y características de las ideas 121

núcleo más íntimo y la razón de la unidad de cualquier


persona humana33, el fundamento de toda su vida mo­
r a l34. De ahí que, para él, el hombre sólo sea respon­
sable de las acciones que actualmente reconoce como
suyas, y sólo por ellas merezca sanción35: lo que con­
duciría a la paradoja de que alguien no podría ser
castigado si «ya olvidó» el delito cometido, ni recom­
pensado por la buena acción que no recuerda.
Insisto en que la doctrina puede resultar un tanto
asombrosa, pues no es fácil imaginar una conciencia,
una percepción, independiente de cualquier sujeto. Pero
así es la conciencia lockiana y su concepción de la
persona. Podemos, pues, seguir adelante, con la condi­
ción de no olvidar lo que constituye para Locke el
«sujeto» de la moral: un curioso ensamblaje de actos
sin más apoyo que la ligazón ofrecida por una concien­
cia desligada de toda sustancia36.

33 « Y por eso el yo no está determinado por la identidad o di­


versidad de sustancia, de la que nunca se puede estar seguro,
sino sólo de la identidad de la conciencia» (II. 27. n. 26).
34 «En esta identidad personal tiene fundamento todo el derecho
y la justicia del premio y del castigo: ya que la felicidad y la in­
felicidad son las cosas de las que cada uno se preocupa por si
mismo, y no importa lo que pueda suceder a cualquier sustancia
que no esté unida a aquella o a la que no afecte» (II, 27, n. 20).
b «P or eso cualquier acción pasada que el sujeto no pueda re­
conciliar o apropiar a aquel yo presente por medio de la concien­
cia. es tal que de ella no se preocupará más que si jamás la hu­
biese realizado; y recibir placer o pena, es decir, recompensa o
castigo, por causa de tal acción es exactamente lo mismo que ser
hecho feliz o infeliz desde el primer instante de la propia exis­
tencia» (II, 27, n. 28). ¡Hasta tal punto la percepción sustituye al
acto de ser!
34 «La personalidad se extiende más allá de la existencia pre­
sente, a la pasada, sólo mediante la conciencia; por la conciencia
se imputa a si misma las propias acciones pasadas exactamente
sobre la misma base y por la misma razón que se refieren al
presente. Todo esto tiene como fundamento la preocupación de
la felicidad, que es el elemento concomitante e inevitable de la
122 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

¿Cómo dilucidar, entonces, cuándo esa «persona»


obra bien y cuándo mal? Aventura Locke una respuesta
que, como veremos, no es la definitiva: las acciones,
dice, deben juzgarse según su adecuación o disconfor­
midad con la norma emanada por el legislador. De su
comparación con esa regla surgen las ideas de relación
moral (II, 28, n. 4). En cualquier acto moralmente im­
putable se incluyen, pues, dos elementos: la idea posi­
tiva de esa operación — para Locke, un modo mixto—
y su relación con la ley establecida37. Además, el hecho
no es bueno o malo en sí mismo, sino sólo por su com­
paración con la norma, y con independencia de que
ésta sea recta o equivocada: la bondad o malicia es
sólo relación x.*1
8

conciencia: ya que lo que es consciente de placer o dolor desea


que aquel yo que es consciente sea feliz* (II, 27, n. 28).
n «Para tener un concepto justo de las acciones morales, de­
bemos considerarlas bajo estas dos relaciones: primero, por lo
que son en si mismas, cada una compuesta de aquella determina­
da colección de ideas simples (asi, la borrachera o la mentira
comportan tal o cual colección de ideas simples que yo Hamo
modos mixtos; y en este sentido son ideas positivas absolutas no
menos que las del caballo que bebe o del papagayo que habla);
segundo, nuestras acciones se consideran buenas, o malas, o indi­
ferentes; y en base a esto son relativas, siendo su conformidad,
o disconformidad, con respecto a una cierta norma, lo que las
hace ser regulares o irregulares, buenas o malas; y asi, en la
medida en que se confrontan con una norma y se denominan
en base a ella, en esa misma medida se podrá decir que caen
bajo el concepto de relación* (II, 28, n. 15).
18 Locke lo expone con unas palabras que pueden considerarse
como la partida de nacimiento del subjetivismo moral y la «liber­
tad* de conciencia: «Si bien al medir (una acción) con base a
una norma errada, soy por ello conducido a un juicio erróneo
acerca de su rectitud moral, porque la habré comparado a una
que no es la norma verdadera, sin embargo no me equivocaré en
lo que se refiere a la relación que existe entre aquella acción
y la norma con la que yo mido, que es una relación de concor­
dancia o discordancia* (II. 28, n. 20).
Origen y características de las ideas 123

Avanza todavía Locke, afirmando que, puesto que las


actuaciones representadas por cualquier idea compleja
no son en sí buenas o malas, tampoco podrán serlo
por sí mismas las acciones incluidas en las normas
morales (cfr. II, 28, n. 6). ¿De dónde, entonces, su valor
normativo, su obligatoriedad?: de la voluptad del legis­
lador. Nos hallamos así ante un extrinsecismo moral,
ante una ética en la que la rectitud de cualquier con­
ducta depende sólo de una decisión — irracional— 39 del
que legisla.
No obstante, ya anunciamos que no era ésta la última
palabra de Locke. Resta por dar un nuevo paso en la
búsqueda del fundamento de su ética: porque si las
acciones son virtuosas o viciosas por su conformidad
con el arbitrio del legislador, éste obtiene toda su fa­
cultad de dar leyes en la medida en que puede producir
en nosotros un bien o un mal sensibles. Se trata de
una precisión importante, que marcará el rumbo defi­
nitivo a la moral lockiana: las leyes sólo tienen valor
normativo cuando el que promulga es capaz de recom­
pensarse, procurándome un placer, o de castigarme
por medio de un dolor.
¿Cuál es, entonces, el origen radical de esta ética
geométrica? Una sensación subjetiva — la de placer o
dolor— , que es también el punto de arranque de la
capacidad de dictar leyes y el fundamento último y
absoluto de la personalidad40.*

* Irracional, porque el legislador, cuando emana sus leyes, no


tiene por qué prestar atención a la naturaleza de las cosas. En
caso contrario, recaeríamos en la metafísica... «La configuración
de las normas no obedece a un orden necesario de los compor­
tamientos o de las acciones humanas, ni es una variable depen­
diente de cierto orden metafisico sustancial: las normas encuen­
tran su fuente en la voluntad de un agente que puede forjarlas
a placer» (C. A. V iano , o . c ., pp. 558-559).
40 «E l yo es aquella cosa pensante y consciente —sea cual sea
la sustancia de que está hecha (espiritual o material, simple o
124 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Consecuencia lógica en un sistema en que la percep­


ción ha ido usurpando progresivamente las prerroga­
tivas del acto de ser como principio constitutivo de la
realidad. El ente y el bien deben correr la misma suerte,
ya que efectivamente se identifican: si el ente se ve
reducido a esencias pensadas y encuentra como su
principio último al acto de percibir, el bien deberá a
su vez considerarse como algo relacionado con el su­
jeto que lo experimenta y lo produce al percibirlo.
De este modo Locke, al erigir el placer y el dolor en
criterio primero de bondad o malicia, lleva a cabo una
inversión de polaridad en los dominios de la ética: el
bien y el mal, en su sentido más pleno, no hacen ya
referencia a Dios, sino al hombre. De hecho —en una
doctrina acorde con el cristianismo— el bien moral, la
orientación de toda actividad libre hacia el Fin Ultimo,
es el bien en sentido riguroso; y el mal moral, el peca­
do, el único y verdadero mal. El sufrimiento, la priva­
ción, las contradicciones, con frecuencia revierten en
bien del que los experimenta, en cuanto contribuyen a
acercarlos a Dios. Dios, que es el Absoluto, es también
el criterio definitivo de la bondad o malicia de cual­
quier suceso: lo que une al hombre con Dios, es bueno;
lo que lo aparta de El, malo. Locke, al contrario, trans­
forma el bien y el mal morales en algo relativo al
sujeto, constituyendo a éste en absoluto: ya que será
bueno — también desde el punto de vista moral— lo
que origine un gozo sensible, un placer; y malo, lo que
acarree un dolor: «E l bien y el mal, como se ha demos­
trado, no son sino placer o pena, o bien aquello que
nos ocasiona o produce placer o pena a nosotros mis­
mos. Por tanto, el bien y el mal morales son simple-*2 7

compuesta, no importa)— , que es sensible o consciente de placer


y dolor, capaz de felicidad e infelicidad; y por eso, hasta allá
donde alcanza aquella conciencia se preocupa de sí misma» (II,
27, n. 19).
Origen y características de las ideas 125

mente la conformidad o discordancia de nuestras ac­


ciones voluntarias respecto a cualquier ley, como
consecuencia de la cual nos procuramos un bien o un
mal — léase placer o dolor—, a causa de la voluntad y
del poder del legislador» (II, 28, n. 5).
No hay que olvidar, a este respecto, que Locke andaba
en busca de las raíces de una moral definitivamente
humana. Como toda ciencia, para ser «humana», exclu­
sivamente humana, la moral ha de tener un inicio ab­
soluto en el hombre. Por otro lado, el fundamento de
la relación moral tiene razón de primer principio y fin
último: todo lo demás debe concebirse como medio
para ese fin. Por eso, habiendo hecho del hombre la
razón última de la moralidad de sus propias acciones,
no importa ya que Locke haga referencia a Dios, al
magistrado civil o a normas éticas de cualquier índole:
todo ello — por lo menos desde un punto de vista teó­
rico y según el rigor de los principios— tendrá que
concebirse como puesto al servicio del individuo, de
cada individuo. El placer, la felicidad individual es el
principio absoluto, que concede incluso a Dios su entera
valía como legislador supremo: Dios sólo será acatado
en la medida en que puede, en la otra vida, provocar
en el sujeto un placer superior al que experimenta
ahora en este mundo.
En definitiva, ni la norma divina ni la humana hacen
buenas mis acciones; es mi propia felicidad la que hace
recta a la norma divina y, por medio de ella — conce­
diendo a Dios un modesto papel de intermediario— ,
a toda mi conducta. Dios no es ya el dueño absoluto
de las criaturas, ni puede disponer de ellas conforme
a su amorosísima providencia. Convertido en esclavo
del placer individual, sólo tiene ascendiente sobre las
personas en la medida en que esté dispuesto a recom­
pensarlas con un servicio mayor que la obligación que
impone. De esta forma, al erigirse en su propio fin, el
126 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

hombre podrá prescindir de Dios siempre que consi­


dere que lo que Este le ofrece no es parangonable con
lo que él puede darse a sí mismo con el uso indiscri­
minado de sus propias facultades. Volveremos sobre
este tema.

3. LAS IDEAS CONSTITUIDAS EN ABSOLUTO:


INVERSIO N DE LAS RELACIONES ENTRE
LA REALIDAD Y EL CONOCIMIENTO
(libro II, parte 3.*)

Los últimos capítulos de este libro segundo analizan


algunas propiedades de las ideas «en cuanto posibles
signos de las cosas»: su verdad o falsedad, su adecua­
ción, su realidad. Responden, pues, a un deseo de Locke
bien preciso: el de asomarse, desde el edificio ideal
apenas cimentado, hasta la realidad externa.
No se trata de un esfuerzo único: tras haberse volun­
tariamente desprendido de los objetos exteriores, para
quedarse sólo con las representaciones sensibles, Locke
experimenta una y otra vez la exigencia de volver a
entrar en contacto con el mundo extramental antes
abandonado. Y es lógico; de poco le serviría una cien­
cia, incluso la más perfecta, si no acabara haciendo
presa en las realidades exteriores al pensamiento. Con
este objeto, lo hemos visto distinguir entre las cuali­
dades primarias y secundarias de los cuerpos, a fin de
conceder a la materia un estatuto propio, que la dis­
crimine del universo sentido; o afanarse por dejar
claro el carácter pasivo de las ideas simples, que de
esta suerte exigen «algo» exterior que dé razón de
ellas. Intentos ambos de conservar la autonomía tanto
de la inmanencia perceptiva como del mundo extra­
mental, tendiendo al tiempo una vía que les sirva de
enlace. Con todo, el esfuerzo definitivo a este respecto
Origen y características de las ideas 127

lo realizará Locke en el libro IV, dando entrada a los


nombres como a un elemento extrínseco que, al que*
brar desde fuera la perfecta identidad de las ideas,
conseguirá abrirles una senda hacia el exterior y
ponerlas en contacto con los pensamientos de los demás
hombres.
Pero entendámonos: el universo que Locke persigue
poco tiene que ver con el nuestro. Si no, ¿a qué tanto
esfuerzo de «recuperación»? Para cualquier persona
corriente, la realidad objetiva está ahí, al alcance del
entendimiento; basta dirigirse a ella.
Y es que Locke pretende fundar un mundo «nuevo»,
un orbe cuya originalidad radica, precisamente, en su
exclusiva derivación de las ideas: algo generado por
entero a partir de la percepción. El intento es seme­
jante al del cogito cartesiano. Como Descartes, Locke
nunca renegará del acto por el que abandonó el ser
extramental, de esa decisión que transformaba las ideas
en primum cognitum, en una realidad absoluta e inde­
pendiente. Las ideas seguirán siendo siempre para él
lo incondicionado: algo que, de por sí, no hace refe­
rencia sino al acto que las percibe y con el que en cierto
modo se identifican41. Por eso el mundo que aspira a
recrear no es el nuestro, sino el postulado o exigido
por las ideas.
Asistimos, en el Ensayo, a una total succión de las
realidades exteriores al pensamiento en el seno de la
percepción individual. La percepción despoja al mundo
de su propia autonomía y lo obliga a subsistir en cons­
tante servidumbre respecto al entendimiento que lo
percibe. Por la misma razón, la esfera de lo subjetivo

41 Sólo radicalmente, porque su postura es todavía ambigua.


El de Locke es un inmanentismo funcional, que sólo fundamenta
de modo explícito el propio mundo cognoscitivo; es, además, un
inmanentismo de signo sensible, todavía en aparente dependencia
respecto a las realidades materiales exteriores.
128 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

se torna independiente, no fundada, frente al mundo


extramental. Se invierten las relaciones entre la verdad
y el ente. El ente, de suyo fundamento, causa y medida
de nuestra inteligencia42, se constituye ahora por rela­
ción a la subjetividad; mientras las facultades percep­
tivas de cada individuo se alzan como algo autónomo
e incondicionado y condición de existencia del mundo
exterior.
Y así, en el Ensayo, la percepción individual desem­
peña para el propio universo una función análoga a la
de Dios respecto a sus criaturas: la de causa y medida.
La verdad, en su sentido más propio, surge en el punto
de tangencia entre la realidad y el entendimiento; éste
puede actuar frente a las cosas de dos modos: o como
su medida, y es lo propio del entendimiento divino,
origen efectivo de la realidad; o como algo medido por
el objeto, que es lo que sucede en aquellas inteligencias
cuyo conocimiento es participado43. No cabe una posi­

42 «La verdad se fundamenta en el ente» (S. T omás, De Vertíate,


q. 10, a. 1, ad 3). «E l mismo ser de las cosas causa la verdad en
el entendimiento, en cuanto es conocido» (7n / Sent., d. 19, q. 5,
a. 1, sol.).
42 «L a misma razón de verdad comporta una adecuación entre
la realidad y el entendimiento. Pero la inteligencia se relaciona
de dos formas con las cosas: a’ veces es medida de la realidad,
como sucede al entendimiento que es causa de las cosas; a veces,
al contrario, es medido por ella, como ocurre al entendimiento
que conoce un objeto exterior a ¿1. En el intelecto divino reside
la verdad, no porque él se adecúe a las criaturas, sino al con­
trario, porque éstas se acomodan a la inteligencia divina; en
nuestro entendimiento, sin embargo, la verdad se hace presente
cuando percibe las cosas tal como éstas son. Y por esto la ver­
dad increada y el entendimiento divino es verdad no medida, ni
hecha, sino verdad que mide y origina una doble verdad: la que
está en las cosas mismas —en cuanto que las hace tal como Dios
las piensa—, y la que está en nuestro entendimiento, que no es
verdad causante sino sólo causada» (S. T omás, In Ev. loann.,
c. 18, lect. 6, n. 11).
Origen y características de las ideas 129

bilidad intermedia. Por eso Locke, habiendo hecho de


las ideas un elemento autónomo, se verá ahora cons­
treñido a convertirlas en causa del mundo externo,
transformando la percepción en principio fontal del
nuevo orbe.
Esta revolución en el ámbito cognoscitivo cristaliza
en una serie de conceptos técnicos — falsedad, claridad
y oscuridad, distinción y confusión de las ideas— , que
tendrían su lugar más adecuado en el libro IV. Pero
Locke los estudia ahora y clasifica con respecto a ellos
los distintos géneros de nociones simples y compuestas.
Haremos nosotros otro tanto, por una parte, para no
distorsionar la secuencia expositiva del Ensayo, y, por
otra, para dejar entrever la radical transformación a
la que Locke somete las relaciones entre el conocimiento
y el ser.
Este cambio de perspectiva se manifiesta incluso en
el orden en que considera Locke las propiedades de las
ideas. Lo que cualquier persona corriente exigiría en
primer lugar a su conocimiento es que fuese fidedigno,
adecuado a la realidad: que reflejara fielmente lo que
le circunda. Locke no. Para él, la verdad y la falsedad
son cuestiones secundarias, en cierta manera ajenas
a la naturaleza del conocer; por eso las considera en
último término, después de pasar revista a otros dos
caracteres prioritarios — la claridad y la distinción—
que determinan la categoría de las ideas en cuanto
ideas. Cuestión de matices, podrá objetarse; pero sin­
tomática.1

1. Claridad y distinción. La claridad con que se per­


ciben las ideas representa, para Locke, su nota funda­
mental y constitutiva, lo que les otorga carta de ciuda­
danía en el universo mental. Las ideas son claras, apun-
132 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

mundo» al ámbito de los comportamientos humanos;


en ese entero marco de realidades, el arquetipo resulta
también intrínseco al pensamiento, y queda, por tanto,
en nuestras manos dilucidar si la imagen que acaba­
mos de modelar responde o no a la «realidad» a la que
debe conformarse.
¡Inútil señalar la extraña índole de una filosofía en
la que se consideran reales, precisamente, aquellas ideas
que no conducen a un contenido exterior al pensa­
miento!
Y es que todo el peso del ser se ha visto trasladado,
en el Ensayo, a los dominios de la percepción origi­
nante. Por eso Locke, para juzgar sobre la realidad de
una noción compleja, atenderá en última instancia, no
a su correspondencia con el mundo externo, sino a la
posibilidad de concertar las ideas simples que la inte­
gran (cfr. II, 32, n. 36). Si tales ideas pueden concillarse,
el resultado es una noción real; en caso contrario, no.
Encajonada e.n los estrechos límites de la inteligibilidad
humana, el sentido último de la realidad se determina
en el Ensayo en base a la mutua compatibilidad de las
ideas simples para coexistir en el pensamiento. El ente
meramente posible adquiere las prerrogativas de fun­
damento respecto al ente sin más; y éste, en oposición
a las evidencias más comunes46, se convierte en algo
secundario y derivado: en lo que manifiesta y declara
al verum, a las ideas.

3. Verdad y falsedad. Advertimos esa misma meta­


morfosis en el análisis lockiano sobre la verdad y fal­
sedad de las percepciones. Nuestros conceptos —dirá
Locke— , de por sí perfectos y sin tacha, se tornan ver­
daderos o falsos según su conformidad o discrepancia*

* «L a verdad manifiesta y declara el ser» (S. T omás, De Vert­


íate, q. 1, a. 1, c). «E l ser de las cosas origina la verdad en el
entendimiento» (S. T omás. Summa Theologiae, I, q. 16. a. 1, ad 3).
Origen y características de tas ideas 133

con aquello a lo que la inteligencia secretamente los


refiere.
En apariencia nos encontramos ante una postura
acorde con el conocer espontáneo: las ideas manifiestan
una realidad trascendente, y serán tanto más veraces
cuanto más se adecúen al objeto que representan. Pero
existe una divergencia: para Locke las ideas son sólo
signos de sí mismas; su relación con la realidad es una
propiedad sobreañadida, extraña a su naturaleza en
cuanto ideas47. Por eso — continúa hablando Locke—
son más bien las cosas las que deben decirse verdade­
ras por una oculta referencia a nuestras imágenes,
«consideradas como criterio de aquella verdad» (cfr.
II, 32, n. 2). Se consagra así la autonomía perceptiva.
Las representaciones mentales, transformadas en abso­
luto, hacen del universo un mundo relativo a la per­
cepción44. Las ideas, en sí mismas, son auténticas; y,
sobre todo en el ámbito de las actuaciones morales
— modos y relaciones— , cualquiera de ellas podrá con­
siderarse verdadera con tal de que se ofrezca clara y
distinta ante nuestra percepción.
¿Cómo se ha logrado tal efecto? Trocando el mundo
en realidad subordinada, que adquiere su propia con-*

47 «Y a que, no siendo nuestras ideas sino desnudas apariencias


o percepciones en nuestro espíritu, no se puede decir simplemente
y de manera apropiada que sean verdaderas o falsas en sí mis­
mas» (II, 32, n. 1).
* L o mismo que afirma Locke de modo explícito al hablar de
las relaciones, Santo Tomás lo había previsto varios siglos an­
tes: «no puede decirse que toda apariencia es verdadera, a no ser
que todo el universo se considere relativo (al que conoce). Pues
si hay algo en la realidad que goza de un ser absoluto, no relativo
a los sentidos o a la opinión, será imposible identificar el ser
y el aparecer; pues algo se considera relativo a los sentidos o a
la opinión, porque aparece a alguien. Y , en consecuencia, es ne­
cesario que no todo lo aparente sea verdadero. Quien diga que
todo lo que aparece es verdadero, en el fondo está reduciendo los
entes a mera relación» (S. T omAs, In IV Metaph., lect. 15, n. 271).
134 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

sistencia en la medida en que es percibida; identifi­


cando, al interno de la percepción, el ser de las cosas
y su aparecer ante el sujeto; y concediendo la primacía
al aparecer, que funda el ser real49.
Baste, para corroborarlo, un último detalle: el pri­
mer criterio para aquilatar la verdad de nuestras no­
ciones — dirá Locke— son las ideas encerradas en la
mente de los demás, no la esencia de las cosas. Afir­
mación que de nuevo manifiesta el carácter fundante
otorgado a la percepción individual, por encima incluso
del mismo acto de ser; y deja vislumbrar cómo todo el
Ensayo se orienta hacia la fundamentación de una ética
nacida en la subjetividad de cada individuo, pero que
aspira al mismo tiempo a una condición intersingular.
Es precisamente ese cariz intersubjetivo lo que Locke
pretende fundamentar en el libro tercero, con su aná­
lisis del lenguaje.

49 También el sujeto que siente se genera a sí mismo en la


medida en que se percibe: «... algunos opinaban que, del mismo
modo que los animales viven y son porque sienten o pueden
sentir en acto, también las cosas gozan del ser porque son senti­
das o pueden serlo. Es decir, que actúan como si la sensación
fuese la perfección de la cosa sentida y no del que siente, ase­
chando así y destruyendo la verdad de las cosas. Pues como la
verdad de cualquier objeto radica en su ser, si éste residiera
sólo en las sensaciones, ninguna verdad habría en las cosas, sino
sólo en el que siente; cosa que, evidentemente, no es cierta, pues
acaba con la verdad del universo» (S. T o m á s , In de Generat. et
Corrupt., lib. 1, lect. 8).
V
EL PROYECTO DE U N LENGUAJE
UNIVERSAL PARA LA CONSTRUCCION
DE LA MORAL DEMOSTRADA
(LIBRO I I I )

1. LOS NOMBRES, INSTRUMENTO


DE COMUNICACION DE LA CIENCIA

A) ¿P or qué una teoría del lenguaje?

Hacia el final del libro segundo, explica Locke que


la estrecha relación de las ideas con los nombres le ha
decidido a retocar el proyecto primitivo del Ensayo, y
que, antes de seguir adelante, piensa examinar la fun­
ción del lenguaje en el conocimiento científico.
¿Por qué este cambio de planes? ¿Por qué un estudio
de los nombres, en apariencia extraño al proyecto ini­
cial, se antojó a Locke imprescindible al llegar a este
punto del Ensayo? Andaba Locke tras una moral cien­
tífica con la que poner fin a las indecisiones personales
en la búsqueda de la felicidad y a los enfrentamientos
violentos entre los pueblos; una ética matemática que
asegurase definitivamente la bienaventuranza de los
136 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

individuos y la paz social. Para ello, había creído nece­


sario hacer de la idea sensible el objeto primero e in­
mediato del conocer: no aquello por lo que advertimos
el mundo trascendente, sino la misma realidad conocida.
Pensaba obtener así un cuerpo de nociones de algún
modo emancipadas de las realidades externas; una es­
pecie de rompecabezas que cada individuo, por cono­
cerlo de forma exhaustiva, podría conformar a placer,
con relativa independencia del mundo circundante. Era
ésa la garantía de una moral perfecta y rigurosa, capaz
de desenvolverse con la exacta minuciosidad de las
matemáticas.
Pero a la vez, y por la misma razón, se trataba de un
saber forzosamente inestable y subjetivo. Las ideas
complejas del Ensayo — los modos y relaciones que
integran la moral de Locke— son forjados libremente
por la inteligencia, hermanando a voluntad un conjunto
de ideas simples sin un necesario refrendo externo;
dependen sólo de nosotros. Por eso, basta que nuestra
mente les añada una nueva idea simple para que resulte
algo diverso, y basta que deje de representársela para
que toda la realidad de esa idea — sin correlato exte­
rior, insisto— se esfume y desaparezca.
La moral lockiana se compone, pues, de realidades
efímeras, sometidas por fuerza al aquí y al ahora, su­
jetas a la sensibilidad y tan pasajeras como ella. Por
eso, variable y subjetiva, y a menos que se encuentre
un modo de comunicar las distintas subjetividades, la
moral demostrada aparece desprovista de validez uni­
versal, se revela como algo inútil.
De ahí el recurso extremo a los hombres. En el sis­
tema de Locke, el lenguaje es el instrumento que trans­
forma en permanente y universal a una ciencia muda­
ble y subjetiva. ¿Cómo? a) De una parte, los nombres
mantendrán ligado para siempre el conjunto de cuali­
dades simples que por un momento unió la percepción,
E l proyecto de un lenguaje universal... 137

dotando asi a las ideas de una existencia duradera y


universal, independientemente del acto que las consti­
tuye. No olvidemos que las ideas complejas — las de
hombre, león, santidad o justicia— las crea nuestra
mente al trabar un conjunto de ideas simples, b) Des­
pués, por una libre decisión, susceptible de ser elevada
a la categoría de contrato social, a ese conglomerado
de ideas simples habrá que hacer corresponder un sólo
término, uniforme y permanente; y de esta suerte, las
ideas,'antes inconstantes, se convierten en una realidad
fírme e inalterable, aglutinadas por su referencia a un
mismo nombre.
Pero no es éste el único servicio que el habla presta a
la humanidad. Quebrando desde el exterior el natural
hermetismo de las ideas, el lenguaje rompe también
el círculo de la subjetividad individual y la pone en
relación con otras subjetividades. Aun cuapdo las per­
sonas — afirma Locke— sólo conocen sus propias ideas,
por medio de la palabra pueden conseguir que éstas
resulten de algún modo asequibles a los demás: el
idioma es medio de comunicación.
En resumen, el lenguaje viene a resolver los dos pro­
blemas fundamentales que Locke veía plantearse con­
forme adelantaba en la redacción del Ensayo: el del
subjetivismo de la moral geométrica, y el de su carácter'
forzosamente individual. De ahí las dos funciones fun­
damentales que Locke le atribuye: fijar y estabilizar
las ideas, y servir como vehículo para comunicarlas1.
De este modo haría posible una ciencia moral, redu-1

1 «En la primera parte de este discurso hemos mencionado con


frecuencia un doble uso de las palabras, cuando se nos ha pre­
sentado la ocasión.
El primer uso es el que consiste en registrar nuestros pensa­
mientos.
El segundo es el que consiste en comunicar a otros nuestros
propios pensamientos» (I I I , 9, n. 1).
138 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

cida casi exclusivamente a un juego entre ideas ijiter-


subjetivas 2.

B) L as palabras como signos a r tific iale s de las ideas

En los primeros capítulos de este libro III, Locke


desarrolla una teoría general acerca del lenguaje que
bascula en tom o a una sola afirmación: las palabras
designan directa y primariamente las ideas del que las
articula.
Y así, hará radicar la existencia de las lenguas en
el hermetismo propio de la subjetividad humana. El
hombre —alega— posee una enorme variedad de pensa­
mientos que podrían aprovechar a los otros; sin em­
bargo, esas ideas se encuentran dentro de su pecho,
invisibles y escondidas, incapaces de mostrarse por sí
mismas al exterior. Por eso fue necesario inventar
«algún signo sensible extemo mediante el que aquellas
ideas invisibles con las que cada uno construye sus

2 Si todo resulta como Locke prevé, cualquier persona podrá


confeccionar dentro de sí su propia ética, y confrontarla y corre­
girla con las que han elaborado los otros, eludiendo casi com­
pletamente la enojosa presencia del mundo externo. En efecto,
en el sistema lockiano el lenguaje no apunta propiamente al
universo, sino que, en rigor, aspira sólo a dar a conocer las ideas
de los restantes individuos. Nunca se insistirá lo bastante en este
punto, que ayuda a desvelar el significado de la obra de Locke en
el panorama de la filosofía de la inmanencia. Dentro de ella, y si
cabe hablar asi, Locke representa el momento moral e individua­
lista. Para él, el auténtico substrato de la realidad, lo que cons­
tituye en último término el universo, son las individualidades
concretas, absolutas e independientes, cerradas sobre sí mismas
y generadoras de un mundo particular y subjetivo, susceptible de
calificación moral. N o quiere Locke desprenderse de esa casi
omnímoda supremacía del individuo. Por eso Dios y el universo
—lo veremos— se limitarán a tender un puente entre las distintas
subjetividades, otorgándoles carácter objetivo, mientras el len­
guaje se revelará como el instrumento adecuado para llevar a
término tal empresa.
E l proyecto de un lenguaje universal... 139

pensamientos pudiesen llegar a hacerse conocidas a los


otros» (III, 2, n. 1).
El peligro de estas páginas es la «normalidad». No
parece que Locke ande muy descaminado; pues, en
efecto, una de las funciones del habla consiste en po­
nernos en comunicación con nuestros semejantes. Pero
esto, que sería natural en una doctrina en la que los
conceptos no son sino el reñejo fiel de realidades por
todos conocidas — el universo externo— , resulta para­
dójico en un sistema donde las ideas, nacidas en el seno
de la subjetividad personal y vueltas sobre sí mismas,
constituyen el objeto propio e inmediato de todo cono­
cer y el significado primario y fundamental de las
palabras: y así es la doctrina de Locke.
Para una persona corriente, pan, elefante o justicia
son términos directamente referidos a un alimento, un
animal o una virtud, a los que su interlocutor tiene
también fácil acceso; precisamente por eso es posible
que ambos, aludiendo a esas realidades, se entiendan.
Pero el Ensayo sostiene que el único término de refe­
rencia para cada hombre son las propias ideas, cerradas
en sí mismas, y en buena parte heterogéneas con res­
pecto al mundo exterior; y entonces, ¿cómo notificar­
las a quien nos escucha?
El problema, así planteado, es serio. Más aún, desde
un punto de vista metafísico, no tiene respuesta. Por
eso, con el fin de explicar la posibilidad de comunica­
ción que nos brindan los nombres, recurre Locke a un
artificio psicológico. A pesar de que las palabras sólo
significan las ideas, y de que éstas no se manifiestan
sino a sí mismas, los hombres —dice— les atribuyen
una secreta referencia a otras dos cosas: «en primer
lugar, suponen que sus palabras sean el signo de ideas
que se encuentran también en la mente de aquellos con
quien se relacionan* (III, 2, n. 4); y, además, «con fre­
cuencia piensan que las palabras ocupan el puesto co~
140 /. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

rrespondiente a la misma realidad de las cosas» (III,


2, n. 5). Es decir, eludiendo la naturaleza propia del
lenguaje, logran — o imaginan— que éste desempeñe
un papel para el que naturalmente no se encuentra
capacitado: el de referirse a algo extraño al propio
sujeto.
Locke hace suya esta explicación, a pesar de que
violenta en lo más íntimo el núcleo de su propia gno-
seología y pone en peligro el objetivo final del Ensayo.
¿Por qué? Porque al intentar referir las palabras a algo
distinto de las ideas subjetivas, se opone al punto de
partida y fundamento de toda su obra: lo que daba va­
lidez a las ideas, haciéndolas el material idóneo para la
ciencia exacta y rigurosa que Locke persigue, era precisa­
mente la índole subjetiva de la percepción y su perfecta
independencia con respecto a cualquier realidad exter­
na3. Si las palabras significan las ideas subjetivas —y
sólo eso— continúa en pie el proyecto de una ética cien­
tífica estricta, aunque necesariamente individual: esas
ideas se conservan distintas y claras, autónomas y, por
tanto, perfectamente cognoscibles. Pero en cuanto desig­
nen algo más que las concepciones de la mente, cuando
pretendan remitir a una realidad externa —por defini­
ción inaferrable— , la «moral matemática» se volatiliza.
Por eso el artificio psicológico aceptado por Locke, si
bien resuelve en apariencia la necesidad más apremian­

3 Es curioso observar, sobre todo a lo largo de la filosofía de


la inmanencia, cómo el recurso indiscriminado a la psicología es
el sistema más común para escapar de las redes que a muchos
autores les tienden sus propios principios. De esta manera evitan
algunas de las consecuencias a las que esos principios les con­
ducirían. En este caso Locke, en base al «carácter social» del
hombre, se zafa del individualismo absoluto y subjetivo al que
estaba abocada naturalmente su teoría de la percepción; y pone
de manifiesto, una vez más, la componente afectiva de muchas
de aquellas conclusiones que, en la filosofía moderna, pretenden
derivarse de un racionalismo aséptico.
El proyecto de un lenguaje universal... 141

te que se le plantea en este momento — dotar de obje­


tividad a la nueva ciencia de las costumbres— le
acarreará alguna que otra incongruencia y contrasen­
tido. En efecto, Locke introduce el lenguaje a fin de
poner en relación al conjunto de realidades que cons­
tituyen, para cada uno, un mundo cerrado e indepen­
diente: el mundo de las ideas personales. Pero, al mis­
mo tiempo, no se resigna a abandonar el carácter
privilegiado que representa para el sujeto la percepción
de las propias ideas — percepción «refleja» la hemos
llamado—, pues eso supondría dejar aparte el funda­
mento indubitable de una ciencia que, como vimos, exige
que las ideas no se representen sino a sí mismas.
Locke desea mantener las dos instancias, en realidad
contradictorias: subjetividad absoluta y comunicación.
De ahí la condición ambigua de su teoría del lenguaje.
Ambigua porque, por un lado, nuestro autor sosten­
drá siempre que las palabras, «en su significado propio
e inmediato, no representan sino las ideas que están
en la mente de quien las usa» (III, 12, n. 2); mientras,
por otro, sólo le prestan un servicio en cuanto se con­
vierten en universales e intersubjetivas. Es decir, en
la medida en que se refieran o signifiquen a un tiempo
el conjunto de ideas concebidas por los distintos com­
ponentes de un mismo grupo: de otra forma, no po­
drían cimentar una ética aplicable a todos ellos.
Para cualquiera de nosotros, la cuestión no presenta
dificultades insuperables. Un vocablo puede referirse
a la vez a los conceptos de diversos individuos, porque
tales conceptos reflejan la misma y única realidad ex­
tema: la naturaleza del caballo, pongamos por caso,
presente en todos los equinos y captada de modo inma­
terial por la inteligencia. Las ideas son generales, uni­
versales, porque manifiestan una naturaleza universal,
realizada con matices distintos en los individuos.
142 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Para Locke, sin embargo, no es así. La universalidad


no pertenece en modo alguno a las cosas; éstas «son
todas particulares en su existencia, sin exceptuar si­
quiera aquellas palabras o ideas que son en su signifi­
cado generales» (III, 3, n. 11). En el Ensayo, cada
palabra representa a una idea concreta y singular, la
que en esç preciso instante acaba de concebir el que
habla; y esa idea no se refiere sino a sí misma. Contan­
do con estos datos, Locke se pregunta: si todas las
cosas que encontramos, incluso las ideas, son particu­
lares, ¿cómo podrán las palabras significar naturalezas
generales? Y, habiendo negado sus derechos a la meta­
física, pedirá, una vez más, respuesta a la psicología:
no existe en la realidad nada que permita una predica­
ción universal; somos nosotros los que, con una elabora­
ción psicológica un tanto arbitraria — pero útil— , in­
troducimos la universalidad en un mundo de singu­
lares: «cuando abandonamos los particulares, los
generales que nos restan no son sino criaturas de
nuestra fabricación, y su naturaleza general no es otra
cosa que la capacidad que el entendimiento les con­
fiere de significar o representar muchas cosas particu­
lares. Ya que el significado que tienen no es sino una
relación que la mente del hombre le agrega» (III,
3, n. 11).
O sea que, según Locke, la universalidad pertenece
exclusivamente al significado que el hombre «añade»
a la idea, y no a la idea misma, de por sí singular, y
sin nada en su naturaleza que permita predicarla uni­
versalmente. Las ideas son, para Locke, un signo, un
símbolo. Su condición es semejante a la de una ban­
dera o a los colores de una asociación deportiva: algo
a lo que, además de su propia realidad, el uso social
añade un significado, una aptitud para representar otras
cosas. Sin embargo, la naturaleza del concepto es muy
distinta. La bandera sólo da noticia de otras realidades
E l proyecto de un lenguaje universal... 143

en cuanto ella es conocida en sí misma, y con la condi­


ción de que quien la observa sepa, además, cuál es su
significado, qué simboliza; en caso contrario, la pre­
sencia del estandarte no le sugiere nada. Y así una
persona que jamás haya visto una determinada insig­
nia, cuando la advierte por vez primera, sólo descubre
una particular combinación de colores y figuras, no el
país o la sociedad que designa. Con el concepto no
sucede lo mismo: por un lado, no es advertido con
anterioridad al objeto que revela; antes bien, es el
conocimiento de ese objeto exterior el que nos lleva
a percatarnos de la existencia del concepto. Y por otro,
el concepto, sin necesidad de recurrir a simbolismo o
alegoría alguna, se basta para hacernos penetrar en la
realidad externa; es ése, precisamente, su modo de ser;
y así, nadie puede concebir un concepto sin conocer
contemporáneamente la realidad que éste desvela.
Por eso, la doctrina de la «significación» a la que
Locke alude es ciertamente oscura, casi contradictoria.
Encierra una pugna — entre metafísica y psicología,
entre la naturaleza de la idea y la función que el hom­
bre le asigna—, que revela a su vez otra lucha más
personal: la desencadenada en el interior de Locke
entre la fidelidad a los principios que inspiran todo el
Ensayo y su tendencia natural a sostener algunas afir­
maciones que el sentido común y las exigencias de la
moral demostrada le imponen. En el caso que nos
ocupa, su personal inclinación y, sobre todo, el éxito
de la ética le empujan a defender la condición univer­
sal de las ideas; en tanto que el fundamento de su
gnoseología, el haber eliminado la distinción entre el
carácter representativo de las ideas y su realidad como
accidente, le impide explicar de modo satisfactorio
cómo coexisten en ellas lo universal y lo singular. Al
convertir los conceptos en lo primero conocido — algo
que naturalmente corresponde a la realidad exterior.
144 /. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

a las cosas— Locke los ha «cosificado»; violentando


su natural condición de ideas, los ha hecho semejantes
a las realidades externas al pensamiento, ninguna de
las cuales es universal.
De hecho, también la idea es singular en cuanto mo­
dificación accidental de la inteligencia del que conoce:
según su ser ontológico. Desde este punto de vista, como
accidental, incluso la misma idea de caballo formada
por una persona en momentos distintos son realidades
singulares y diversas entre sí. Y si nuestro entendi­
miento, reflexionando sobre su propio acto, las conoce,
las advertirá —desde este punto de vista— como hete­
rogéneas. En cuanto realidad accidental producida por
el intelecto, las ideas se encuentran también sometidas
a las condiciones espacio-temporales; y así la idea que
yo forjo hoy es numéricamente distinta a la que con­
cebí ayer. Pero si atendemos a lo que dan a conocer,
a la naturaleza del caballo, por seguir con el ejemplo,
esos conceptos son siempre el mismo: pues se refieren
a una misma naturaleza universal, presente en muchos
caballos.
Por eso, cuando se distinguen adecuadamente estos
dos aspectos de las representaciones cognoscitivas, el
lenguaje no ofrece problemas insolubles: el término
caballo alude a un modo de ser común, realizado en
Rocinante, Babieca o cualquier otro ejemplar de la
raza equina. Y, al ser esa misma naturaleza lo que los
demás también conocen, mi comunicación con ellos es
hacedera. Pero para Locke, que ha identificado el ser
intencional y el ontológico de la idea — lo que mani­
fiesta y lo que ella misma es— , ésta ha pasado a ser
lo primero conocido al mismo tiempo que, también en
cuanto conocida, es necesariamente particular.
Históricamente, el origen de esta teoría se remonta
a la Edad Media, hasta el nacimiento del conceptus
obiectivus o esse obiectivum de la idea. Pero es en
E l proyecto de un lenguaje universal... 145

Descartes donde toma forma el proceso que acabará


absorbiendo todo — cognoscente y conocido— en la
realidad objetiva del concepto. Para Descartes, el modo
de ser de las realidades en el pensamiento — el llamado
esse diminutum o ideatum— «es menos perfecto que
la existencia real fuera del entendimiento; pero es algo;
los nombres que las designan, designan, pues, las ideas
que representan a las cosas»4. Sólo en un segundo
momento, y forzando su naturaleza, se puede conseguir
que esos vocablos signifiquen a las cosas mismas.
Así lo plantea Descartes. ¿Qué hará Locke? Recoger
los rasgos centrales de esta teoría y presentarlos como
una evidencia psicológica.
Sin embargo, el concepto no tiene ninguna realidad
objetiva propia, en el sentido cartesiano de la expresión.
Otológicamente, como sabemos, es un acto del enten­
dimiento, un accidente. Y su única realidad intencional
(como concepto o signo) consiste en manifestarnos un
más allá de él: su contenido no es otro que el del ob­
jeto o cosa que manifiesta. Por eso el conocer no es
una presencia cualificada (en ideas) del sujeto a sí
mismo, a partir de la que se acaba por barruntar la
realidad exterior. No; el conocer es ya, de por sí, pre­
sencia del objeto al sujeto y, al mismo tiempo, actuali­
zación de la potencialidad cognoscitiva del alma, que
crece al adentrarse en las realidades exteriores a ella,
en el ámbito del ser. Aprehendemos cosas, objetos tras­
cendentes a nosotros, que pasan así a formar parte de
nuestro mundo interior: ésta sí que es una evidencia
psicológica innegable.
Y por el mismo motivo —y hablando con rigor—, el
concepto no es un «signo», en la acepción lockiana del
término. Propiamente, el concepto ni «significa» ni

4 E. Gilson, Lingüística y filosofía, trad. por Ed. Gredos, Ma­


drid, 1974, p. 153.
146 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

«designa» los objetos exteriores: los manifiesta. No


«representa» sino que «presenta» la realidad trascen­
dente al que conoce; y la presenta, además, como en­
tes, no como ideas. En consecuencia, las palabras, que
sí son signos, significan primariamente la realidad ex­
terior, que es adonde naturalmente conduce el concep­
t o 5: imponemos los nombres para designar las cosas,
no las concepciones de la mente.
Es cierto que para hablar de un objeto precisamos
conocerlo6: la idea, el concepto, el pensamiento en ge­
neral —y más en concreto el acto de conocer, del que
el concepto resulta— ejercen una función de interme­
diario entre el lenguaje y el mundo objetivo. En eso
Locke parece tener razón... Pero, como es costumbre,
invierten las relaciones entre la realidad y el pensa­
miento. Son los objetos los que causan la idea y, en
cierto sentido, el nombre; y no, como sostiene Locke,
el nombre el que origina la idea (compleja) y a través
de ella modela o sistematiza la realidad. Porque exis­
ten caballos y rosas, nosotros los percibimos y forja­
mos un vocablo a fin de nombrarlos; pero no inven­
tamos ese nombre para dar vida y unidad a una serie
de quimeras inexistentes o inconexas.
En resumen: el concepto es mediador entre el len­
guaje y las cosas. Pero desempeña ese papel de acuerdo
5 El conocimiento termina en la cosa conocida, y sólo por me­
dio de una reflexión puede volver sobre la idea: por eso, el sig­
nificado propio y principal de los nombres son las mismas cosas,
y no las ideas que las manifiestan.
«H ay que afirmar, según Aristóteles, que las palabras son sig­
nos de los conceptos, y los conceptos son semejanzas de las
cosas. De ahf que los vocablos se refieran a las realidades que
significan a través de los conceptos. Pues en la misma medida
en que algo puede ser conocido por nosotros con la ayuda del
entendimiento, en esa misma medida puede ser nombrado» (S. T o­
más, Summa Theologiae, I, q. 13, a. 1, c).
6 «Imponemos los nombres de acuerdo con el conocimiento que
alcanzamos de las cosas» (S. T omás, De Vertíate, q. 4, a. 1, c).
El proyecto de un lenguaje universal... 147

con su propia naturaleza; es decir, en cuanto manifiesta


o declara la realidad externa, y no a sí mismo. Por eso
«la palabra que se profiere exteriormente significa
aquello que es entendido»7 — el caballo o la rosa— , y
no nuestro conocimiento de ellos. Las voces humanas
designan en primer lugar, aunque de manera mediata
— con una mediación que pasa inadvertida— , la reali­
dad exterior al pensamiento*.

C) I m posibilidad de un lenguaje s in pensamiento

De todas maneras, y si esto es así — si la objetividad


del lenguaje es tan evidente—, ¿por qué nuestro autor
se empeña en negarla?
Sería arriesgado aventurar una respuesta sobre los
motivos que le movieron a hacerlo. Pero sí cabe afir­
mar que probablemente sean los mismos que le impul­
saron a rechazar el carácter trascendente del conoci­
miento. La lingüística se encuentra siempre pilotada a
distancia por una teoría del conocimiento, y, más remo­
tamente aún, por una metafísica. De ahí que los aciertos
y las fallas de éstas se reflejen necesariamente como
logros o yerros en la concepción del lenguaje.
En el caso de Locke, metafísica y gnoseología beben
de una misma fuente: la sustitución del ser por la idea,
reducida al ámbito sensible. Y de esa misma fuente
mana también su teoría de la lengua: es el forcejeo
violento con la naturaleza del conocer, clave de su me­
tafísica, lo que le ha conducido a un subjetivismo ar­
bitrario en el que las palabras tienen como significado
principal — y único, si se quiere ser coherentes— las
ideas de quien las profiere.

t S. T omás, De Vertíate, q. 4, a. 1 c.
' Cfr. S. T omás, In I Peri Hermeneias, lect. 2, n. 15.
148 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

En su raíz, el subjetivismo individualista de Locke


es consecuencia de su inmanentismo perceptivo: cada
idea, aprisionada en su propia percepción, se constitu­
ye como mera apariencia de su propio aparecer, sin
ningún correlato externo. Además, ese subjetivismo se
agrava por el carácter sensible de su filosofía: la des­
figuración del auténtico conocer — su reclusión en los
dominios de la sensibilidad— elimina irremisiblemente
de la escena a la abstracción; y, negada ésta, desaparece
el carácter universal de las ideas y la posibilidad de
aplicar un mismo término a varias realidades.
Llegados a este punto, sin embargo, no sería honrado
silenciar que el Ensayo incluye una teoría de la abstrac­
ción. Teoría a la que Locke concede especial relieve,
puesto que su fruto, las ideas generales o universales,
serán los elementos básicos de cualquier ciencia.
Se trata, con todo, de una doctrina insuficiente. En
primer término, porque las ideas generales adquieren
toda su universalidad desde fuera: somos nosotros los
que, caprichosamente, hacemos que signifiquen una
pluralidad de individuos. Y esto, en Locke, es lógico:
como todas las demás, las representaciones universales
son el objeto propio y primario del conocer, sólo se
manifiestan a sí mismas... y sólo podrían representar
a otros seres — sean ideas u objetos externos— * en
cuanto, por un artificio psicológico, las convirtamos
en un «símbolo». Bajo este prisma, Locke se muestra en
perfecta coherencia con los principios de su gnoseología.
Pero quiere más aún. Pretende que, en cierto modo,
la misma naturaleza de las ideas universales justifique
su índole universal. ¿Qué hace entonces? Las desdi­
buja; difumina sus contornos, de modo que en esa
* En definitiva, el que una idea represente a otras supone tam­
bién abstraer la esencia común; y plantea los mismos problemas
que descubrir la semejanza entre la idea y el conjunto de reali­
dades exteriores singulares.
E l proyecto de un lenguaje universal... 149

nueva imagen puedan reconocerse otras muchas seme­


jantes a ella.
En efecto, para Locke abstraer es dejar juera de la
idea singular el conjunto de ideas simples que la cons­
tituyan como individuo (cfr. III, 3, n. 8): las de tiempo
y lugar, en primer término, y otras parecidas. Pero lo
que así logra es una representación, una imagen, del
mismo tipo que las que le sirvieron de inicio, aunque
más pobre; si las ideas que dieron origen eran com­
plejas, compleja será también la correspondiente abs­
tracta, aunque con algunos elementos menos y, por
tanto, desleída, confusa.
Por eso, siendo singular y sensible el punto de par­
tida, y reduciéndose toda la abstracción a un cierto
despojar la idea de algunas de sus modificaciones con­
cretas, ¿no será también sensible y singular el punto
de arribo? Lo que Locke obtiene por medio de la
abstracción no es sino una imagen confusa o parcial,
que se pretende aplicable a todas las imágenesro.
De ahí que él mismo reconozca11 que, así planteada,
su doctrina de la abstracción es inconsistente: porque
no es posible captar la semejanza, la naturaleza común
a un conjunto de realidades, negando al mismo tiempo
la originalidad de la inteligencia como facultad espiri­
tual. La afinidad radical entre los singulares no se sitúa
a nivel de imagen, sipo de esencia inteligible: toda
imagen, aun la más confusa, es singular y posee irnos
rasgos determinados y propios, que no comparte con
ninguna otra. Un triángulo, incluso el más impreciso
que seamos capaces de representarnos, es necesaria­
mente equilátero, isósceles o escaleno. Si lo suponemos1 *
0

10 Como afirma Locke repetidamente, las naturalezas o nociones


generales no son sino «ideas abstractas o parciales de ideas más
complejas» (I I I , 3, n. 9), a las que hemos atribuido un nombre.
it Cfr. próxima cita.
150 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

isósceles —y considerándonos, con Locke, incapaces de


trascender el plano de la imagen sensible— debemos
excluir del género triángulo a todas las figuras geomé­
tricas con ninguno o con los tres lados iguales; y algo
semejante ocurrirá si se trata de un triángulo equilá­
tero o escaleno. ¡Extraña naturaleza universal, que deja
fuera de sí a dos tercios de sus componentes u.
Y es que no hay auténtica abstracción, ni verdadero
conocimiento universal, mientras nos detengamos en el
ámbito sensible, mientras continuemos jugando con
ideas más o menos complejas, pero descomponibles
siempre en una suma de elementos sensibles y singu­
lares. Al contrario, la abstracción comporta un salto
cualitativo de la imagen al concepto, de los sentidos a
la inteligencia; no constituye primordialmente un dejar
de lado, sino captar el fondo más íntimo de la cosa
—la esencia, entendida precisamente como lo que espe-

u Como lógica consecuencia de una filosofía en la que todo lo


real se constituye por la percepción sensible, la universalización
(de las ideas singulares) supone una degradación onlológica de
la realidad: depauperación que se manifestará más tarde como
deficiencia del lenguaje. Locke lo expresa con claridad más ade­
lante. Al mismo tiempo señala la raíz de esa deficiencia: el carác­
ter fundante de la percepción y el haber encerrado la abstracción
humana dentro del ámbito sensible:
«En efecto, si quisiéramos reflexionar atentamente sobre la
cuestión, descubriremos que las ideas generales son ficciones y
expedientes de la mente, que llevan consigo dificultades, y que
no se nos presentan tan fácilmente como tenderíamos a imagi­
narnos. Por ejemplo, ¿no es necesario un gran esfuerzo y habili­
dad para formarse la idea general de un triángulo (que sin em­
bargo no es realmente una de las más abstractas, comprensivas
y difíciles), si se piensa que no debe ser ni oblicuo, ni rectángulo,
ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno, sino todas estas cosas a
la vez y ninguna de ellas? En realidad, se trata de algo imper­
fecto, que no puede existir; una idea en la que se han unido
algunas partes de ideas distintas e inconsistentes entre sí» (IV ,
7. n. 9).
El proyecto de un lenguaje universal... 151

cifica el acto de ser— ,J, sin pronunciarse sobre otras


perfecciones que de ella derivan*l4. Abstraer supone ad­
vertir, por encima de la multiplicidad de caracteres
sensibles, y como fundamento de ellos, una unidad su­
perior inteligible. Unidad que a su vez comprende, si
bien de un modo implícito, todas las manifestaciones
accidentales.
La abstracción conduce al alma hasta el núcleo onto-
lógico del objeto. Su término es la esencia, el «modo de
ser» de los entes; y como la esencia, en el mundo ma­
terial, es común a todas las criaturas que la participan,
un sólo concepto puede referirse a una multitud de
seres; y lo mismo el nombre, a través del concepto.
En definitiva, es la inteligencia la que garantiza la
objetividad del conocimiento. Negarla como facultad
espiritual, equivale a suprimir tanto la presencia de la
realidad exterior al entendimiento, como la «salida»
de la idea, fuera de sí misma, hacia los singulares. Sin
intelecto, el lenguaje, concebido como aquello que ven­
dría a ro\nper la perfecta identidad de la idea subje­
tiva, dotándola de un simulacro de objetividad, es sólo
un malogrado intento. Lo que posibilita una explicación
acabada de los fenómenos lingüísticos es la inteligen­
cia; y no al contrario: conocimiento e inteligencia son
anteriores a la idea y a los nombres, que son producto,
y no causa, del conocer.

» «La primera operación del entendimiento (ia simple aprehen­


sión) mira a la naturaleza de las cosas en cuanto que por ella
la realidad entendida adquiere su propio grado en la jerarquía
de los entes» (S. T om As, In Boethii de Trinitate, q. V, a. 3).
14 «En la operación por la que la inteligencia percibe la natu­
raleza de las cosas, distingue unas de otras entendiendo lo que
cada una es, pero sin emitir un juicio acerca de lo demás: ni
afirma que esté unido ni separado de ella (...) y a ésta es a la
que, con verdad, denominamos abstracción» (S. T om As, In Boethii
De Trinitate, q. V, a. 3).
152 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

2. NECESIDAD DE UN NUEVO LENGUAJE PARA


MODERAR RACIONALMENTE LA CONDUCTA
HUMANA

A) P osibilidad de una m o r al geométrica

Junto al problema de la comunicación, Locke estudia


también en el libro I I I las condiciones de posibilidad
intrínseca de una ciencia de corte matemático, cons­
truida en base a ideas generales u. A primera vista, la
cuestión se presenta poco relacionada con el lenguaje,
sobre todo en una doctrina en la que cualquier cono­
cimiento, también el estrictamente científico, versa sólo
sobre ideas. Sin embargo, dentro de la lógica del Ensayo
no sucede lo mismo: lenguaje y ciencia se hallan tan
estrechamente emparentados que no sólo la transmi­
sión, sino incluso la construcción de la ciencia, sería
imposible sin el lenguaje.
Y esto por dos razones. Antes que nada, porque, si
bien es verdad que para Locke el auténtico objeto de
conocimiento es la idea singular, no es menos cierto
que un conocimiento de especies particulares no haría
avanzar la ciencia co.n la rapidez deseada; además, la
ciencia es sólo de universales; y, según hemos visto,
para elaborar este tipo de ideas, Locke necesita echar
mano de un término genérico que las una y otorgue
estabilidad. Por eso, sin lenguaje, el conocimiento cien­
tífico sería inviable.
Pero existe otro motivo, si cabe, de más peso. Como
Descartes, el modelo científico que Locke propone son
las matemáticas. Las otras ciencias sólo tienen valor 1 5

15 Vuelve Locke sobre el mismo tema en el libro IV , concedién­


dole allí mayor extensión. Aunque el enfoque en ambos casos es
un tanto diverso, y a fin de evitar repeticiones, hemos decidido
considerarlo una sóla vez —al examinar el libro IV —, y centrar­
nos ahora en los aspectos más relacionados con el lenguaje.
El proyecto de un lenguaje universal... 153

en la medida en que se le asemejen, es decir, en la


medida en que las ideas complejas que las integran
consten de un número determinado de ideas simples,
claras y distintas. Cosa que basta y sobra para descar­
tar la posibilidad de una filosofía de la naturaleza, que
gire en tom o a las ideas de sustancias: todas éstas in­
cluyen la idea de ese sustrato — la idea genérica de
sustancia, por definición desconocida e incognoscible—
capaz de arruinar cualquier conato de un conocimiento
claro y distinto.
No ocurre lo mismo con las matemáticas y la moral:
como todas las ideas que las componen han sido forja­
das a placer por nuestro entendimiento, es fácil redu­
cirlas a un número determinado de ideas simples, co­
nocidas y relacionadas de un modo constante. Con
éstas, y con algunas otras consideraciones que no son
del caso, concluye Locke a favor de una ciencia moral
de tipo aritmético, integrada exclusivamente por ideas
simples, modos y relaciones, al paso que descarta —por
inviable— cualquier conocimiento en el que interven­
gan las sustancias.

B) La refo rm a del lenguajb, exigencia de la nubva


MORAL

Henos aquí, pues, dispuestos a acometer la construc­


ción de una moral geométrica. Pero, para llevarla a
cabo, Locke considera ineludible una reorganización
del lenguaje. ¿Por qué motivo? Simplemente porque
las palabras no poseen naturalmente ningún significa­
do w; por eso no sirven, sin más, para dar a conocer*

i* «Y a que las palabras, naturalmente, no tienen ningún signi­


ficado, la idea que cada una de ellas representa debe ser aferrada
y retenida, por quien quiera intercambiar pensamientos o tener
con otros discursos inteligibles, en cualquier lengua dada» (I I I ,
9, n. 5).
154 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

los propios pensamientos, sino sólo para facilitar una


conversación en torno a ellos, una vez que nuestro
interlocutor haya entendido a qué precisa idea referi­
mos cada una de nuestras palabras. Además, y esto es
más grave, incluso para una misma persona las pala­
bras comportan cierta imprecisión en cuanto signos
representativos de las ideas abstractas: pues un mismo
término podría referirse en distintas ocasiones a ideas
no del todo idénticas. Por este motivo, y si la lengua
ha de intervenir forzosamente en la confección de nues­
tra moral, es necesario convertirla en ün instrumento
certero, idóneo para la función que se le asigna.
Es verdad — admite Locke— que en cualquier pais
existen un conjunto de reglas y de usos que determinan
las ideas que suelen conectarse a cada nombre, sirvien-,
do de referencia común a los diversos conocimientos
subjetivos. Pero por lo general esas leyes son muy am­
plias; además, como «ninguno tiene la autoridad para
establecer el significado especial de las palabras, y de
delimitar a qué idea deba ir unida cada una de ellas,
el empleo común no es suficiente para adaptarlas al
discurso filosófico» (III, 9, n. 8): éste requiere muchí­
sima mayor precisión y exactitud (cfr. III, 9, n. 3).
Según Locke, el lenguaje es «el gran vínculo que
mantiene unidas la sociedad y la conducta común»
(III, 11, n. 1). Pero es defectuoso; basta dar una ojeada
a nuestro alrededor para advertir el sinnúmero de de­
sórdenes sociales provocados por la imperfección y los
abusos del lenguaje, sobre todo en cuestiones de moral
y religión. Es, por tanto, imprescindible una revisión
de la lengua, que haga más andadera la vía del conoci­
miento y de la concordia n.1 7

17 «S i las imperfecciones del lenguaje, como instrumento del


conocimiento, fuesen examinadas más a fondo, muchas de aque-
El proyecto de un lenguáje universal... 155

Sabemos que, conforme avanzaba en la elaboración


del Ensayo, Locke se fue sintiendo investido con esa
misión. No pretendía, con todo, extender su reforma
a todos los ámbitos del conocimiento, y ni siquiera del
saber científico. Sería inútil, por ejemplo, en el orden
de las sustancias“ . E incluso en los dominios de la
moral y la religión naturales creía conveniente circuns­
cribirla a aquella élite que aspirase a obtener un co­
nocimiento cierto y verdadero de la naturaleza de las
cosasl9.
Para ese corto número de privilegiados, ¿qué reme­
dios específicos propone Locke, a fin de obviar los
defectos de la lengua? En lo tocante a la moral, se re­
sumen en cuatro normas: 1) ante todo, «no utilizar
ninguna palabra que no tenga un significado, ningún
nombre sin hacerle representar una idea» (I II, 11, n. 8).
2) Después, las ideas a las que se liga el nombre, «si
son simples, deberán ser claras y distintas; si comple­
jas, deben ser determinadas» (III, 11, n. 9). 3) En tercer

lias controversias que levantan tantos rumores en el mundo


caerían por si mismas, y la via del conocimiento, y quizás tam­
bién la de la paz, se nos presentaría mucho más abierta que lo
que lo está ahora» (III, 9, n. 21).
w Locke restringe la utilización de estos nombres a las nece­
sidades de la vida corriente: entre «mercaderes o enamorados,
cocineros o sastres»; «pero en las investigaciones y discusiones
filosóficas, donde se deben establecer verdades generales y sacar
consecuencia de posiciones preestablecidas, el sentido preciso de
los nombres de las sustancias se revelará, no sólo no bien esta­
blecido, sino también difícilísimo de establecer» (I I I , 9, n. 15). Por
eso, en lo relativo a las sustancias debemos limitamos a trans­
m itir y comunicar, no las esencias reales, sino la idea que noso­
tros formamos de ellas: y esto, en verdad, no es de un enorme
interés para la ciencia.
» «Aquellos que quieran buscar seriamente la verdad, o soste­
nerla, deberían considerarse obligados a estudiar el modo en el
que puedan expresarse sin .oscuridad, ambigüedad o equívoco:
cosas a las que las palabras humanas están naturalmente ex­
puestas si no se está en guardia» (II I , 11, n. 3).
156 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

lugar, hay que «aplicar los vocablos, en el modo más


riguroso posible, a aquellas ideas a las que los ha unido
el uso común» (III, 11, n. 11). 4) Por fin, « declarar el
significado de los términos para precisar el sentido en
que se toman» (III, 11, n. 12).
Nos encontramos, de nuevo, ante las matemáticas.
Basta un poco de atención para advertir que, con su
ambiciosa reestructuración de las lenguas, Locke aspira
a instaurar un sistema de signos unívocos, capaz de ser
maniobrado con la minuciosidad de los modelos mate­
máticos. En aritmética, a cada guarismo corresponde
siempre un idéntico número de unidades, y a cada por­
ción de unidades, una sólo cifra: de ahí su exactitud
envidiable. Para lograr esa misma precisión en otras
esferas del saber, se impone también un requisito ine­
ludible: que la relación entre lo significado y el signo
sea única, constante y totalmente rígida. N o importa
que sea arbitraria; basta que permanezca inmutable,
absolutamente inmutable; porque con esos signos uní­
vocos, rigurosos, podrá elaborarse una ciencia apta para
ser más tarde aplicada a la realidad.
Lo que buscaba Locke era un instrumento científico,
un modelo de laboratorio cuya simple inspección le
reportara un conocimiento cabal de los acontecimien­
tos del mundo externo: una réplica perfecta de las
actuaciones morales. Y, en efecto, si la relación signo-
significado es casi mecánica, estricta, Locke puede estar
seguro de que todo lo que se verifique en los signos
— en su ciencia— se reproduce de manera unívoca en
lo significado — en el universo— . Bastará entonces que
centre su atención en los significantes para penetrar
de forma exhaustiva el mundo exterior. Escudriñando
las ideas simples, sabrá ya todo lo que necesita acerca
del universo; y escrutando las complejas, indisoluble­
mente unidas a un nombre, adquirirá un dominio ab­
E l proyecto de un lenguaje universal... 157

soluto sobre cualquier realidad, en la medida en que


se encuentre representada por ellas.
Se asemeja un tanto a un general que, examinando
una maqueta en la que encuentra representados a cada
uno de sus hombres y unidades de combate, se creyera
en condiciones de predecir los resultados de la futura
batalla. A ese estratega podría objetarse que la realidad
es más compleja; que ya puede él planear en todos sus
pormenores cada una de las acciones de guerra, distri­
buir las fuerzas del modo más oportuno, hacer avanzar
o retroceder las tropas...: multitud de circunstancias
aleatorias podrán imprimir a los acontecimientos un
rumbo distinto del esperado; cabria recordarle, en
suma, que hay diferencia entre sus modelos y la rea­
lidad.
Pues eso, precisamente, es lo que trata Locke de elu­
dir: la indeterminación. Por eso ha eliminado de su
perspectiva la filosofía de la naturaleza, en la que in­
tervienen las ideas «imprecisas» de sustancia. De ahí
su reforma del lenguaje, tendente a transformarlo en
un utensilio severo, casi mecánico.
Lo que Locke y todos los racionalistas a partir de
Descartes pretenden es un sistema mental en el que
a un nombre determinado corresponda una sóla idea
— fija e inmutable— , y a esa idea, un sólo nombre. Ese
es el sentido de su matematicismo y el de su reforma
del lenguaje: convertir toda la realidad en upa serie
de entidades numerables, constituida cada una por una
suma de unidades simples. Sólo así será factible su mo­
ral aritmética.
Podemos ahora retomar hasta los comienzos del En­
sayo, y observar con esta nueva luz el camino recorrido
por Locke. Se aclararán algunas cuestiones, antes oscu­
ras.. Por ejemplo, la opción sensible, el afán por reducir
todo nuestro conocimiento a los datos que ofrece la
sensibilidad. Puesto que el pensamiento es inmaterial,
158 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

la disección exigida por la moral geométrica resultará


irrealizable si el conocer conserva su auténtica natu­
raleza: el pensamiento espiritual no es troceable en
unidades unívocas; él mismo es una unidad, aunque
de orden superior a la de los sentidos. Por eso, obsti­
nado en llevar el análisis matemático hasta sus últimas
consecuencias, Locke niega su originalidad al pensa­
miento: todo lo reduce a ideas de sensación y reflexión.
De este modo, transforma el conocer en algo quasi-
extenso, numerable: aprovecha el análisis que la sen­
sibilidad lleva a cabo por medio de los sentidos exter­
nos, elimina la posterior síntesis sensible, y declara ine­
xistente la unidad inteligible del concepto. Para Locke,
las ideas, incluso las más complejas, están siempre
constituidas por una multiplicidad de átomos — las
ideas simples— , dispuestos en un orden conocido.

C) E l lenguaje, instru m ento de d o m in io sobre las


ACTUACIONES HUMANAS

La teoría del lenguaje, al unir indisolublemente un


término a una idea determinada, estable y fija, com­
puesta sólo por unidades simples, permite a Locke eli­
minar todo lo que hay en el pensamiento de inmaterial,
de no mecánico o no matemático. Pero va aún más
lejos: con su reforma de la lengua, aspira a modelar
la conducta de los hombres, haciendo más asequible
la felicidad individual.
Por eso propugna una moral que pueda adaptacse sin
estridencias a este modelo geométrico. Una moral en
la que las acciones se reducen a un agregado de movi­
mientos simples —numerables— , sin trabazón con su
sujeto; una moral en la que incluso la tonalidad ética
de las acciones se añade — como una unidad más—
desde fuera, desde la voluntad del legislador; una moral
El proyecto de un lenguaje universal... 159

cuyo criterio supremo serán también dos «unidades»


autónomas: las sensaciones de placer y de dolor.
Sin embargo, la realidad, sobre todo la realidad moral
—que mira directamente a Dios— , es más compleja y
más rica. Nos excede. Y no basta una presunta en­
mienda del lenguaje para ponerla sin reservas a nues­
tra disposición. La reforma lockiana de la lengua tiende
a suprimir la menor discrepancia que pudiera inter­
ponerse entre la realidad conocida y los signos, entre
las acciones y las ideas complejas de esas acciones. El
que la lleve a cabo quedará a solas con unos simbolos
sensibles perfectamente manejables y, en ese sentido,
adquirirá un dominio completo sobre su propia feli­
cidad20. Pero a un precio muy alto: para lograrlo,
Locke se ve constreñido a desfigurar la vida ética del
hombre, deteriorando también la misma naturaleza del
lenguaje y del conocimiento. Es este segundo punto el
que vamos a examinar a continuación.
Como es notorio, en cualquier manifestación de len­
guaje se encuentran implicados tres planos fundamen­
tales: 1) las cosas externas, que es el connotado prin­
cipal; 2) el conocimiento inteligible, las ideas o juicios;
y 3) las palabras, signos orales o escritos de las ideas
y las cosas. Para que la relación entre estos tres ele­
mentos obtenga la inflexible homogeneidad que Locke
pretende, es necesario, en primer término, que en la
cosa no haya nada trascendente al contenido de la idea;
después, que la relación entre la idea y la palabra sea
bilateral y unívoca.
O, lo que es lo mismo, se requiere: 1) eliminar cual­
quier residuo de inadecuación entre la idea y lo que3 0

30 En el fondo, se trata de un intento muy similar al de mu­


chos matemáticos y lógicos simbólicos, que se sienten inducidos
a construir un sistema con la ayuda de unos simbolos que no se
significan sino a si mismos y la posibilidad de ciertas opera­
ciones sobre ellos (Cfr. E. Gilson, Lingüística.... c. 7, p. 144).
160 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

ésta nos da a conocer; y 2) suprimir la índole objetiva


del pensamiento, su carácter representativo, que es lo
que introduce en las palabras ese deje de vaguedad que
las torna confusas y poco aptas para la moral geomé­
trica. En efecto, al admitir el conocimiento como vía
de acceso a una realidad trascendente, se hace inelu­
dible aceptar también un algo en el mundo externo que
nos sobrepuja: un fondo de las cosas — en definitiva,
su mismo ser— que nuestras ideas no terminan de ex­
presar de forma cabal y adecuada. Nuestro pensa­
miento no agota la realidad y, en consecuencia, el
lenguaje pierde su mecánica rigidez: pues aun cuando
las palabras proferidas por dos personas designen de
hecho a un mismo objeto, lo hacen en conformidad con
el conocimiento que cada una logra de él, que nunca
es exhaustivo. La expresan, por tanto, no de una mane­
ra inflexible, sino con cierto margen de imprecisión.
Pero entonces la moral geométrica es imposible. ¿Qué
hace Locke? Ya lo hemos señalado: suprimir la tras­
cendencia del universo, haciendo de la idea el objeto
propio e inmediato —y, en rigor, infranqueable— del
conocer. Aparentemente, sin emabargo, el resultado de
esta operación debería ser el opuesto: si declaro la
realidad incognoscible, ¿no estoy concediendo que me
supera, que excede mi pensamiento? Sí y no. Y, en de­
finitiva, no: porque si todo lo que yo puedo abarcar
del mundo externo lo encuentro ya dado en mi idea, si
nunca podrá dilatar ese conocimiento primero, para mí
la realidad se reduce necesariamente al mundo de mis
imágenes. Poco importa ya lo que suceda en el exterior,
pues yo tendré que conformarme siempre con lo que
relatan mis propias representaciones: para mí, insisto,
no hay otro mundo. Todo lo que puedo conocer, ya lo
conozco. Por eso Locke empequeñece las actuaciones
morales, hasta dejarlas reducidas a lo que de ellas nos
E l proyecto de un lenguaje universal... 161

dan a conocer las ideas complejas de los modos y


relaciones.
Más real —y más valiente— es la postura del que
acepta los límites de su inteligencia, acogiendo al mis­
mo tiempo la trascendencia del mundo externo y nues­
tra incapacidad para penetrar en él de forma exhaus­
tiva. Más real, porque así son realmente las cosas; y
más valiente, porque esta actitud entraña admitir la
limitación del propio conocer y, al cabo, nuestra misma
finitud.
E implica, a su vez, el sometimiento a Dios. La reali­
dad, también la realidad creada, excede nuestro enten­
dimiento, incapaz de agotar la presencia divina que se
manifiesta de modo inefable en la más ínfima de las
criaturas; hasta el más humilde de los seres plantea al
hombre un interrogante imposible de desvelar en sus
manifestaciones más remotas. Y, sin embargo, nuestro
entendimiento no alcanza su perfección en este mundo
hasta que, dejándose invadir por la realidad de las
criaturas, descubre en ellas el vestigio de su Hacedor.
Con su presunta reforma del lenguaje, y con la teoría
del conocimiento que la sustenta, Locke ha cerrado su
inteligencia a la fecundidad de los objetos exteriores.
De ahí que postule una disparidad casi completa entre
las ideas subjetivas; y de ahí, sobre todo, su esfuerzo
por reducir la desigualdad de esas ideas a un modelo
rígidamente uno. Sin embargo, cuando se acepta la
trascendencia de nuestro saber todo se vuelve más au­
téntico y más fácil: las ideas de los hombres, sin nece­
sidad ya de acuerdos ni de reformas, son semejantes;
en todos, el concepto con el que conocen una misma
realidad, es ya radicalmente uno: es decir, uno en la
medida en que es verdadero, en la medida en que se
adecúa e identifica (intencionalmente) con la realidad
de la cosa.
162 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Inútil decir que nuestra inteligencia no consigue esa


igualdad plenamente y de una vez; precisamente porque
se eleva desde el conocimiento de las realidades acci­
dentales (sensibles) hasta la aprehensión unitaria de su
esencia inteligible, tiene necesidad de un conjunto de
asedios en tom o a las cosas, antes de penetrar cognos­
citivamente en su núcleo más íntimo. Desde el primer
momento, la cosa se nos presenta como «algo que es»;
y esa aprehensión primera contiene de modo implícito
los conocimientos posteriores. Pero no siempre pode­
mos aprehender la realidad en su última determinación
inteligible en el plano de la esencia: la diferencia es­
pecífica última, la que hace que el león sea león y no
caballo, se oculta en la mayoría de los entes, teniendo
que ser sustituida por diferencias accidentales carac­
terísticas.
Además, una vez aferrado lo que una cosa es, nuestro
conocimiento de ella no permanece inalterable; aumenta
y se perfecciona con posteriores descubrimientos. El
concepto, la idea, pasa así a formar parte del flujo
continuo de la vida del que conoce, y crece y se desa­
rrolla con ella. El mismo conocimiento de la esencia,
por ejemplo, arroja nueva luz sobre sus manifestaciones
externas; y éstas conducen a una aprehensión más pro­
funda de la sustancia de la que dimanan. Además el
conocimiento de cualquier ser se enriquece a cada paso
con el que adquirimos de los otros componentes de la
creación y, sobre todo, con el que obtenemos de la
Verdad Increada.
En definitiva, los conceptos son y no son uno. Siendo
radicalmente los mismos, presentan algunas diferen­
cias de matiz, nacidas de la imposibilidad humana de
agotar el ser de las cosas: el concepto es una seme­
janza de la realidad, pero la riqueza del ente es tan
grande que una sola semejanza humana no puede ago­
El proyecto de un lenguaje universal... 163

tarla21. El conocimiento de las cosas, «tal como en sí


mismas son», no es matemático.
El hombre conoce la creación, y la conoce de una
manera adecuada. Pero nunca «acaba de conocerla»;
nuestra inteligencia es finita, mientras que en cualquier
criatura late un fondo que participa de la infinitud de
su Creador: su ser. Por eso, la actitud de sumisión a
la realidad externa, el silencio obsequioso que hace que
el mundo hable y se manifieste en cada alma, es en el
fondo obsequio y sumisión a la Verdad divina; y al
contrario, aislarse idolátricamente en el reducto de la
propia inteligencia, supone cerrar la entrada a aquellas
realidades que ponen de manifiesto, sí, su parcial inca­
pacidad, pero al mismo tiempo la perfeccionan; y cons­
tituye, en el fondo, un rechazo de la Infinita Sabiduría,
que modela nuestra inteligencia por medio de sus
criaturas para conducirla a su cabal cumplimiento.
Para un entendimiento rectamente ordenado, las pe­
queñas divergencias entre los conceptos no tienen gran
relevancia. En cualquier caso, la medida de su ciencia
es la naturaleza: la verdad fundamental que se encuen­
tra en las cosas y, por medio de ellas, la misma Verdad
Subsistente22. Sin embargo, para el racionalista empe-

21 De aquí surge también la multiplicidad de nombres, ya que


cualquiera de ellos es inadecuado, por su carácter sensible, para
expresar exhaustivamente la realidad externa: «hay quienes dije­
ron que los nombres no significan 'naturalmente' en cuanto que
su significación no procede de la misma naturaleza, como sos­
tiene Aristóteles; pero en cuanto su significación se acomoda a la
naturaleza de las cosas, como dijo Platón, sí que se puede hablar
de significación natural. Y no es obstáculo el que una misma
cosa sea representada por muchos nombres: pues pueden encon­
trarse varias semejanzas de un solo objeto y distintas propiedades
por las que imponerle nombres diversos» (S. T omAs, In I Peri
Hermeneias, lect. 4, n. 47).
22 «Las realidades naturales actúan de intermediario entre la
ciencia divina y la humana. Pues nosotros extraemos la ciencia
a partir de las realidades creadas, que Dios causa por su ciencia.
164 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

fiado en un malabarismo estéril con las propias capa­


cidades cognoscitivas, o ansioso por convertir al propio
entendimiento en canon supremo del universo, la falta
de univocidad en la idea se transforma en problema
insuperable e insuficiente. Tanto, que le llevará a negar
la posibilidad de cualquier conocimiento trascendente
al sujeto y, al cabo, de la misma realidad externa en la
medida en que no se incluya en su pensamiento.

De donde, igual que las cosas que conocemos son anteriores a


nuestro conocimiento y lo miden, asi la ciencia divina es anterior
a las realidades creadas, y medida de ellas: como la casa sirve
de intermediario entre la ciencia del artífice que la construyó y el
conocimiento que de ella adquiere quien la observe una vez termi­
nada» (S. T omAs, S. Th., I, q. 14, a. 8, ad 3).
VI
LA MORAL DEMOSTRADA, AMBITO
DEL VERDADERO CONOCIMIENTO

1. LAS FRONTERAS ENTRE EL CONOCIMIENTO


Y LA O PINIO N (V IS IO N DE CONJUNTO
DEL LIBRO IV )

Locke había establecido la finalidad del Ensayo des­


de sus primeras páginas. Pretendía con él «descubrir
hasta dónde consigue llegar la visión de nuestro enten­
dimiento; hasta dónde se puede servir de sus facultades
para conocer las cosas con certeza, y qué casos no
puede juzgar sino en base a simples conjeturas» (I,
Introd., n. 4). Su intención era enseñar a los hombres
a ser más cautos y a no mezclarse en asuntos que ex­
ceden su comprensión; a contentarse con ignorar aque­
llo que supera sus facultades, y a no dejarse dominar
por un vano afán de conocerlo todo: ya que ese deseo
les llevaría a enzarzarse en «discusiones en torno a
argumentos del todo desproporcionados a nuestra inte­
ligencia y de los que no podemos tener en nuestro
espíritu ninguna percepción clara o distinta; o incluso
(cosa ocurrida con demasiada frecuencia) de los que
no podemos tener ninguna noción» (ibid.).
166 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

El libro IV se presenta como la conclusión lógica de


los esfuerzos anteriores: tras muchas y arduas investi­
gaciones, Locke se siente capacitado para determinar el
alcance y la naturaleza de nuestro conocer. Después,
lanzará un apelo a la humanidad con el fin de dirigirla
por los caminos en los que puede obtener un mayor
provecho y gozar de una felicidad más duradera: los
de la moral demostrada.
En el libro III, al considerar las características de
los elementos que constituyen la ciencia, Locke se ha­
bía pronunciado a favor de un conocimiento perfecto
de la moral y en contra de una ciencia de las sustan­
cias. Ahora examinará la naturaleza y el alcance de
nuestro conocer, reafirmando sus anteriores conclusio­
nes. Pero el libro IV ofrece, además, una visión de con­
junto del problema. Locke pretende determinar la ca­
pacidad y los límites de un saber verdaderamente
científico; o, con expresión más técnica, la extensión
de la ciencia humana. Y como todo nuestro conoci­
miento versa según él sobre ideas, su alcance será tanto
como la posibilidad de establecer relaciones ciertas
entre ideas claras y distintas nacidas en la sensación
o en la reflexión.
Podemos relacionar las ideas de dos modos: bien
directamente, y tenemos entonces un conocimiento in­
tuitivo; bien a través de una cadena de nociones inter­
medias, que descubran la relación entre dos ideas im­
posibles de confrontar directamente: es el conocimiento
racional. La razón determina, por tanto, el alcance de
nuestro conocimiento en torno a las ideas. Pero eso no
basta: de nada nos serviría poseer una información
perfecta y extensísima sobre nuestras representaciones,
si no estuviésemos seguros de que ese conocimiento
es inmutable, de que puede aplicarse a la realidad
objetiva y de que es verdadero. Por eso, antes de se­
La moral demostrada... 167

guir adelante, Locke se propone averiguar las condicio­


nes de verdad, realidad y universalidad del conocer
humano.
La verdad de una proposición depende exclusiva­
mente de la certeza con que se percibe la relación entre
sus ideas. Y como la certidumbre es un estado sub­
jetivo, la verdad del conocimiento no plantea a Locke
grandes problemas. Más difícil le resulta garantizar
su realidad; es decir, que lo que expresan las ideas está
de acuerdo con lo que sucede en el mundo exterior. Tal
como Locke la presenta, nuestra percepción es siempre
percepción de ideas; por eso, con su simple y exclusiva
contemplación tendrá que asegurarse de que lo que le
dicen esas ideas concuerda con una realidad desconoci­
da: el universo externo. En caso contrario, ¿cómo pre­
tende que sirva de modelo a los comportamientos hu­
manos?
En el fondo, es éste — el de la objetividad— el pro­
blema más grave que plantea una filosofía en la que el
conocimiento es concebido como relación del sujeto
consigo mismo — conocemos sólo ideas— , y a la vez
se pretende aplicable a la realidad exterior. La solución
de Locke, recurriendo al expediente de las imágenes
universales, acabará de esclarecer el rumbo decidida­
mente inmanentista de su filosofía: Una filosofía que
se pretende capaz de subsumir la realidad creada en el
seno del sujeto cognoscente, concibiéndola como un
subproducto del pensamiento individual.
¿Exageraciones? No; afirmación explícita de Locke
que argüirá en este libro IV : si yo construyo en mi
mente un mundo de ideas universales y necesarias, y
logro comprender sus relaciones de modo exhaustivo,
podré estar seguro de que cualquier otro universo refe­
rible al que yo me he formado se encontrará también
sometido a esas mismas leyes inmutables. El conoci­
miento de m i mundo es aplicable a la naturaleza «en
168 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

la medida» en que ésta se conforma a m i subjetividad.


La validez de las ciencias reside así en una propiedad
que compete de modo exclusivo a las ideas en cuanto
tales, en lo que tienen de «esencia pensada»: de este
modo se manifiesta, una vez más, la reducción del ente
a su mera posibilidad inteligible l.
Cualquier disciplina es viable si obtenemos de su ob­
jeto ideas arquetípicas cognoscibles de un modo exhaus­
tivo. En el caso de las sustancias, las imágenes abstrac­
tas que nos forjamos no pueden ser penetradas en su
raíz más íntima, pues —prescindiendo del ser y sin
sujeto— las manifestaciones accidentales de cualquier
ente se tornan incomprensibles. No ocurre lo mismo,
según Locke, con las ideas de los modos y relaciones
y con las ideas simples: como no se pretenden subsis­
tentes, nada hay en ellas que carezca de la claridad y
distinción debidas. Además, al tratar de las matemá­
ticas, y en las nociones morales, uno no aspira a soste­
ner nada del mundo exterior sino en aquella medida en
que se conforma a las ideas abstractas. La proposición
«la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos
rectos» puede aplicarse a cualquier triángulo siempre
y en la medida en que sea un auténtico triángulo; es
decir, siempre que se adecúe a la imagen mental del
triángulo «perfecto» que yo he fraguado en mi mente.
¿Cabe afirmar lo mismo de las acciones morales? Sí:
un homicidio, pongamos por caso, recibe su calificación
moral al confrontarla con m i idea abstracta de homi­
cidio, que estoy seguro que es —siempre, porque se
trata de una idea abstracta— una cosa condenable. Las
ciencias que versan sobre los modos y relaciones son*

> En el caso de Locke, más que de inteligibilidad habría que


hablar de su correspondiente en el ámbito de la sensación: la
distinción y claridad de las ideas sensibles. Sin embargo, segui­
remos utilizando el concepto de inteligible, porque es más fa­
miliar.
La moral demostrada... 169

siempre reales; y sus conclusiones pueden aplicarse al


mundo exterior en la medida en que éste se incluye
en las ideas, entrando a formar parte de su realidad
inteligible.
De este modo Locke afianza el carácter científico de
una moral con rigor geométrico. La clave de toda la
ciencia la constituyen desde ahora las ideas abstractas:
la índole universal de éstas asegura, junto con la inmu­
tabilidad del conocimiento que trata sobre ellas, su
realidad o adecuación con el mundo exterior; y la cer­
teza con que se conocen, garantiza su verdad2.
Por eso, cuando Locke intente establecer la extensión
del conocimiento, examinará precisamente estos temas:
la certeza de la intuición; la naturaleza del razona­
miento; la universalidad, intersubjetividad y realidad
de las ideas; la verdad de las ciencias.
Y, junto con ellos, otras dos cuestiones que nos
ayudarán a completar el cuadro de conjunto del
libro IV.

1. En primer término comprueba Locke que la ética


construida en base a la consideración de nuestras ideas
abstractas, garantiza sobradamente la felicidad perso­
nal: ya que, además de establecer relaciones inmuta­
bles entre esas ideas, podemos conocer con certeza que
Iexisten los dos seres que le sirven de fundamento:
nosotros mismos y Dios. La existencia propia se hace

2 «Para las ideas abstractas no hay ninguna dificultad. Son


verdaderas si son intuitivas o demostradas, puesto que no están
destinadas a representar otra cosa que ellas mismas, o lo que
es lo mismo, no representan las cosas sino en la medida en que
éstas son conformes con aquéllas. En eso se fundan las mate­
máticas y la moral, puesto que no es necesaria la existencia de
un objeto para que sean verdaderas. Es verdad que la justicia
es una virtud aunque nadie la practique» (R. Verneaux, Historia
de la filosofía moderna, Curso de Filosofía tomista, n. 10; Ed.
Herder, Barcelona, 1973, p, 137).
170 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

patente en todas y cada una de nuestras percepciones,


y en ellas se desvela, además, todo lo que somos: el
sujeto —sin sujeto— 3 de esa percepción. Por otro lado,
a partir exclusivamente de nosotros mismos, podemos
descubrir la existencia de un Ser Supremo — Dios— ,
razón suficiente de nuestras percepciones, cosa que
basta para dar validez a una moral en la que el hombre
interviene exclusivamente como sujeto de placer y de
dolqr, y Dios, como garantía absoluta del deleite su­
premo con que seremos recompensados en la otra vida.
La existencia de los demás seres sólo puede cono­
cerse4 por demostración, a partir de las ideas genera­
das en los sentidos. Por eso, todo el conocimiento de
las sustancias materiales se encuentra limitado al aquí
y al ahora de la percepción sensible, carece de valor
universal, y no puede considerarse como ciencia. De­
bemos utilizar el universo sensible en la medida en que
se nos ofrece a los sentidos; es decir, para satisfacer
las necesidades del momento, obteniendo todo el goce
que pueda proporcionarnos (cfr. IV, 12, n. 10). Sin duda
ninguna; remata Locke, ése es el fin al que Dios lo ha
destinado.

2. Conclusión: la moral demostrada constituye el


sector cognoscitivo específicamente humano; sólo nos
resta ahora determinar los límites en que mantiene su
carácter de ciencia. Locke ha repetido insistentemente
que allí donde no hay certeza no cabe hablar de cono­
cimiento; y que no hay certeza donde no existen ideas

3 Como ya vimos, para Locke la sustancia tiende a resolverse


en el acto de percibir, ya que es imposible trascender lo que la
experiencia nos muestra en acto; y la persona se disuelve en la
conciencia de sus propias percepciones.
4 El término «conocer», dice Locke, se emplea en esta ocasión
en un sentido muy impropio: en realidad no puede hablarse de
verdadero conocimiento.
La moral demostrada... 171

claras y distintas o donde no podamos averiguar la


relación que existe entre ellas. Por consiguiente, todo
lo que trasciende a la certeza perceptiva — la fe, por
ejemplo— debe ser confinado al ámbito de lo opinable:
en el sentido propio del término, no puede conocerse.
Se excluyen, pues, de la ciencia del comportamiento
todas las realidades sobrenaturales, de las que nadie
logrará obtener un conocimiento claro y distinto, ni
siquiera después de la revelación.
Probablemente Locke consideraba aventurado presen­
tar esta conclusión en toda su crudezas; recurrió en­
tonces a un rodeo, muy en consonancia con su concep­
ción del lenguaje: desde el momento — dice— en que
Dios quiso revelarse por medio de palabras, se sujetó
voluntariamente a las deficiencias de este instrumento
humano; y, además, las muchas generaciones que nos
han transmitido sus enseñanzas actuaron como mul­
tiplicador de esa imperfección primera. Consecuencia:
también la palabra divina debe someterse al jucio ab­
soluto de la razón.
La moral que garantiza la felicidad perpetua no es,
pues, la que Dios ha querido amorosamente comunicar­
nos para conducirnos, con su gracia, hasta el Cielo; sino
aquella que podemos obtener con la mera contempla­
ción de nuestras ideas. En esto parece desembocar todo
el Ensayo; y se trata de una conclusión que, evidente­
mente, no podía dejar de levantar sospechas, incluso

5 Podría, sin duda, afirmarse al respecto lo que Hazard dice


de Locke al comentar sus producciones en el ámbito del Derecho:
«Locke criticaba, comentaba, intermediario entre los juristas
puros y el público; intermediario, también, entre los tiempos
antiguos y los tiempos nuevos: conservando de las creencias an­
tiguas justo lo bastante para no asustar totalmente a las concien­
cias; y abundante en novedades: no más derecho divino, no más
derecho de conquista» (P. Hazard, La crisis de la conciencia
europea, p. 256).
172 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

entre los que propugnaban el libre examen de las


Escrituras.

2. GRADOS DE CERTEZA Y REALIDAD DE LOS


DISTINTOS TIPOS DE CIENCIA

El libro IV del Ensayo podría dividirse en dos par­


tes. En la primera, constituida por los 13 capítulos
iniciales, Locke analiza las características más impor­
tantes del verdadero conocimiento, y define la moral
demostrada como la tarea propia y exclusiva de la
humanidad en cuanto tal. En la segunda — capítulos 14
a 20— estudia el ámbito y el valor de la opinión, y de­
termina el papel de la fe en el conjunto de la moral
racional.
El resto de esta sección (V I) lo dedicaremos a exa­
minar la naturaleza y los rasgos fundamentales del au­
téntico conocer, mientras que lo que se refiere a la
opinión será objeto del apartado V II.

A) La certeza , fundamento del auténtico conocer

Tras haber afirmado en el libro I I que las ideas


constituyen el objeto primario de cualquier percepción
humana, enuncia Locke al comienzo del IV que todo
nuestro conocer versa sobre las ideas*. ¡Lógicamente!
Así, la filosofía lockiana se abre y se cierra con la misma
petición de principio que la acompaña en todos sus
pasos y le confiere su peculiar sabor inmanentista; sólo

* «E l conocimiento, por tanto, no me parece que sea otra cosa


sino la percepción de la unión y concordancia, o de la discor­
dancia y contraste, entre nuestras ideas, sean las que sean»
(IV. 1. n. 2).
La moral demostrada... 173

que en el libro I I se presentaba como punto de partida,


y ahora, como conclusión.
Supongamos, pues, con el autor del Ensayo, que todo
conocimiento gira en tomo a las ideas. ¿Cómo podremos
determinar sus límites? Los señala, en primer lugar, el
número de nuestras percepciones claras y distintas, ya
que allí donde las ideas carezcan de tal determinación,
se esfuma la posibilidad de un conocimiento certero;
y, en segundo término, la capacidad de establecer entre
dos ideas una relación conocida con certeza: pues aun­
que poseyéramos ideas muy adecuadas, si nos mos­
tráramos incapaces de advertir sus conexiones mutuas,
tampoco lograríamos un conocimiento útil.
Hasta aquí los principios generales. De todas formas
—apostilla Locke— no cabe una delimitación global de
los confines del conocimiento; es preciso atender, en
cada caso, al género de ideas que componen una disci­
plina, y al tipo de relaciones que pretendemos definir
entre ellas. Y así, la filosofía natural, que versa sobre
las ideas complejas de sustancia y pretende descubrir
la necesaria coexistencia de un conjunto de modifica­
ciones accidentales, goza de una amplitud muy distinta
que la ciencia de las costumbres, compuesta en su ma­
yor parte de modos simples y mixtos, entre los que se
aspira a establecer relaciones de mera concordancia.
Analicemos, antes que nada, los distintos géneros de
relaciones que encadenan a las ideas. Son, según Locke,
cuatro (cfr. IV , 3, nn. 3-7):

1. En prim er lugar, la identidad de una idea consigo


misma, y su diversidad respecto a cualquier otra: re­
quisito imprescindible para que una imagen cualquiera
sea admitida en el universo mental.

2. En segundo término, nuestro espíritu es capaz


de advertir la conveniencia o disconveniencia entre dos
174 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

ideas distintas; este tipo de relaciones constituye el


fundamento de la moral y el de las matemáticas, cien­
cias de enorme amplitud. Como ya sabemos, gozan de
la más completa estimación de Locke.

3. «La tercera especie de concordancia o discordan­


cia que encontramos entre las ideas, y sobre la que se
ejercita la percepción del espíritu, es la coexistencia
o no-coexistencia en el mismo sujeto; y ésta pertenece
en particular a las sustancias» (IV, 1, n. 6). Según Locke,
resulta muy difícil establecer relaciones necesarias y
universales de este género, y de ahí el reducido alcance
de la filosofía natural.

4. Por fin —y aun cuando a primera vista resulte


paradójico— sostiene Locke que nos es dado percibir
la concordancia de una idea cualquiera con una exis­
tencia real y actual1 fuera de nuestra mente. Pero
—aclara de inmediato— esta percepción nada agrega
al conocimiento obtenido en base a las ideas, cuando
éste es universal y necesario; constituye más bien una
concreción de las infinitas posibilidades que el examen
de las nociones abstractas ofrece al entendimiento.
No extraña por eso que, de momento, el autor del
Ensayo lo excluya de su campo visual. Por ahora sólo
aspira a definir la validez universal del conocimiento
humano; y para eso le bastan las ideas. Como desde
el punto de vista del «conocimiento» la invención de las
existencias no añade nada a una ciencia elaborada a
fuerza de ideas abstractas, aunque pueda dotarla de

1 Para Locke una existencia es aquello —un «algo», sin más


determinación— que existe fuera de nuestro espíritu. Por eso,
el conocimiento de la existencia de cualquier cosa apenas se re­
fiere a «lo que» esa cosa es, y viceversa. Esta distinción tendrá
mucho interés cuando Locke demuestre la existencia de Dios y la
de los seres materiales exteriores a nosotros.
La moral demostrada... 175

interés vital para el sujeto, Locke se muestra decidido


a elaborar la ética demostrada sobre el fundamento
de las ideas universales de Dios y del hombre, prescin­
diendo por completo de su existencia. Que si después
«descubre» que existen... no podrán dejar de sujetarse
a las normas que establece la moral científica.
Manos, pues a la obra. Pero antes, una pregunta:
¿cómo discernir el conocimiento científico — el verda­
dero conocimiento— del que no lo es? Para Locke, la
respuesta está clara: lo que constituye al conocimiento
en cuanto tal es la certeza de la percepción. Allí donde
nuestro espíritu perciba, por encima de cualquier duda,
la concordancia o discordancia de dos nociones cuales­
quiera, podrá hablarse de conocimiento (Cfr. IV, 1,
nn. 8 y 9): como cuando advertimos la discrepancia
entre las ideas de hombre y perro, o la mutua aparte-
nencia entre «dos rectos» y «la suma de los ángulos
de un triángulo». Cuando esa convicción no sea abso­
luta, nos encontraremos ante la opinión o la fe, pero
nunca ante el conocimiento (cfr. IV, 2, n. 14).
Así, pues, la certeza (sensible) es el único criterio
para discriminar el auténtico conocimiento del ficticio;
y como tal certidumbre pertenece en grado sumo en el
conocimiento intuitivo, éste representa, sin duda, al
cénit del conocer humano*. Pero, en contra de lo que

* «Si reflexionamos sobre los modos de nuestro pensamiento,


encontraremos que a veces el espíritu percibe la concordancia o
discordancia entre dos ideas, p or si mismas e inmediatamente,
sin la intervención de ninguna otra: y pienso que a éste podre­
mos llamarlo conocimiento intuitivo (IV , 2, n. 1). Y añade: «De
esa intuición depende toda la certeza y evidencia de todo nuestro
conocim iento» (Idem). Esta expresión debe entenderse de modo
absoluto y aplicarse tanto al conocimiento de las esencias como
al de las existencias. Uno y otro dependen de la percepción cierta,
evidente e inmediata —intuitiva— de las propias ideas o de la
propia existencia. Por eso, por lo menos para el sujeto, la natu­
raleza de las realidades exteriores a su mente dependerán de
176 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

sería de desear, nuestra mente no advierte de inmediato


la relación de todas sus ideas. A veces, al contrario,
«se ve obligada a descubrir aquella concordancia o
discordancia mediante la intervención de otras ideas
(una o más, segúp el caso); y a esto lo llamamos razo­
nar» (IV , 2, n. 2). Se obtiene así el conocimiento demos­
trativo, conocimiento auténtico, aunque menos perfecto
que la intuición, de lo que extrae toda su certeza*9.
Intuición y demostración. Fuera de ellos podremos
encontrar la « opinión o la fe, pero nunca el conoci­
miento, al menos en lo que se refiere a todas las ver­
dades generales» (IV , 2, n. 14). ¿Qué sucede, entonces,
con la experiencia sensible? En ocasiones, Locke la
admite en la categoría del conocer, aunque con repa­
ros, y sólo en lo relativo a las existencias10; otras, por
el contrario, la excluyen de ese orden. Cosa explicable:
pues, según su gnoseología, la experiencia sensible en
cierto sentido es conocimiento, y en otro no.
No lo es en cuanto, por sí misma, no produce certeza:
de la percepción de las ideas sensibles no puede infe­
rirse con seguridad —en el caso de Locke se trataría,
efectivamente, de una «demostración»— la existencia
de las realidades exteriores, y mucho menos su esen­
cia. Pero puede considerarse conocimiento en cuanto

lo que establezcan sus ideas acerca de ellas, del mismo modo


que la existencia del mundo material y la de Dios dependerán
de modo absoluto de la percepción de la propia existencia.
9 «La certeza depende tan enteramente de la intuición que,
en ese grado sucesivo del conocimiento que llamo demostrativo,
esta intuición es necesaria en todas las conexiones de las ideas
intermedias, y sin ella no podemos alcanzar ni conocimiento ni
certeza» (IV, 2, n. 1).
>o «Existe, es verdad, otra percepción de la mente que se ejer­
ce en torno a la particular existencia de los seres finitos fuera
de nosotros, y que, elevándose por encima de la simple probabi­
lidad pero sin alcanzar, sin embargo, en modo perfecto ni uno ni
otro de los predichos grados de certeza, puede incluirse bajo el
nombre de conocimiento» (IV , 2, n. 14).
La moral demostrada... 177

una intervención suplementaria de la voluntad le otor­


ga la certeza negada por la percepción sensible, hacien­
do así evidente lo que de por sí sólo es probable.
¿Incoherencia? No, como veremos. Baste por ahora
señalar que, según Locke, la validez de la percepción
humana tiene como última raíz el estado de certeza
del sujeto. Por tanto, al menos en algunos casos, basta
que el imperio de la voluntad determine la mente en
aquella precisa dirección, para que lo percibido se
transforme en auténtico conocimiento.
Y, tratándose de la percepción sensible, Locke con­
sidera ventajoso inclinar la balanza en el sentido de la
certeza: ¡está en juego la felicidad humana! En efecto,
nuestro autor se muestra convencido, por una parte, de
que la realidad externa es apta para generar en noso­
tros placer y dolor; por otra, de que tales sensaciones
constituyen el fondo de toda la vida humana, y lo que
determina el grado de nuestra «felicidad o infelicidad,
fuera de las cuales no tenemos ningún interés ni en
conocer ni en existir» (IV, 2, n. 14). «P o r eso —con­
cluye— pienso que podemos añadir a las dos preceden­
tes especies de conocimiento también ésta, la de la exis­
tencia de particulares objetos externos» (ibíd.).
Y agrega: si otros quieren jugar a escépticos en esta
materia, allá ellos; por mí pueden hacerlo, hasta que el
frío o el calor, el hambre o la sed consigan convencerlos
de lo contrario. Yo, por mi parte, debo reconocer que
poseo una certeza suficiente de que existen cosas fuera
de mi espíritu; «ya que, aplicándolas de distintos mo­
dos, puedo producir en mí mismo placer o pena, cosa
que es de gran importancia en mi estado presente. Por
lo menos esto es cierto: que la confianza en que nues­
tras facultades no nos engañan en este tema, es la
mayor razón de seguridad que podemos obtener en lo
que se refiere a la existencia de los seres materiales»
(IV , 11, n. 3).
178 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

He aquí, pues, a la felicidad, al afán por procurarse


placer y evitar el dolor, erigida en último fin y motor
primero de la vida intelectual y m o ra l"; y al mundo
y a Dios, puestos al servicio de la satisfacción suprema
que el hombre aspira a conseguir, y aceptados, recrea­
dos, en cuanto capaces de producirla. Se desea felici­
dad, goce. Se busca el modo de alcanzarlo, y se instaura
como deber supremo el descubrimiento y elaboración
de una moral exclusivamente humana. Al mismo tiem­
po, se acepta como real aquello que puede producir ese
deleite, y precisamente porque y en la medida en que
es capaz de provocarlo.
Es en este punto donde interviene la elevación de
la certeza a criterio supremo del conocimiento, equiva­
lente a la posición del placer como principio originante
del bien y del mal. En ambos casos, asistimos a una
inmanentización de las realidades externas, puestas sin
reservas al servicio del sujeto. ¿Motivos? Se pretende
una felicidad «humana», sin Dios: una afirmación del
hombre en sus propias capacidades. Es preciso, por
tanto, prescindir del mundo externo — testigo impla­
cable de su divino Hacedor— hasta que no haya sido
«reproducido» desde el sujeto: de ahí la prioridad de
la certeza como elemento determinante del conocer.
Pero no basta; es también necesario que la bondad o
malicia de ese mundo apenas nacido provengan exclu­
sivamente de su relación al sujeto: y de ahí la prima­
cía del placer y del dolor como criterio ético supremo.
Poco tiene que ver este panorama con la realidad. Si
el bien engendra alegría —compatible, por otra parte,
con el dolor— es precisamente porque es bueno, porque

" El 26 de septiembre de 1676 registra Locke en su Diario una


nota sobre la felicidad, inédita en vida de su autor, en la que
ésta se presenta como único fin de las acciones humanas. El 1
de octubre de 1678, también en el Diario, identifica definitiva­
mente felicidad y placer. Cfr. C. A. Viano, o. c ., p. 205.
La moral demostrada... 179

participa del Bien por esencia, único capaz de saciar


cumplidamente la sed de felicidad del hombre. Al con­
trario, y contra toda evidencia, Locke pretende que las
criaturas sean buenas porque me procuran fruición, y
Dios el Bien Absoluto porque es el más apto para ge­
nerármela.
Del mismo modo, si las creaturas fecundan nuestro
espíritu y crean en él un estado de certeza, es precisa­
mente porque son: y, al ser, pueden ser percibidas.
Para Locke, al contrario, son conocidas en cuanto pro­
ducen certeza, y en cuanto son conocidas, son. La inma-
nentización de los dos sectores — intelectual y volitivo—
no sólo es paralela, sino convergente; y convergen
poniendo al placer como razón primordial de todo el
conocimiento. De este modo, el bienestar sensible se
transforma — como el fin, in causando— en principio
supremo del universo subjetivo y, en lo que respecta
a cada sujeto, de la realidad exterior.
La certeza posee con frecuencia una componente de
tipo volitivo. Por eso, desde el momento en que Locke
la erige como generadora del auténtico conocer, somete
todo el universo a la servidumbre de la propia voluntad.
Esta, en la medida en que se connaturalice con un
tipo de seres —buenos, porque le causan placer—
generará certeza en la inteligencia, dando entrada en
el orbe cognoscitivo a ese género de objetos, mientras
lo niega a otros.
En resumen: si el sujeto se desvincula del mundo
para convertirse en principio sin principio, si como
último criterio del bien y del mal se constituye a sí
mismo, el primer obstáculo para su felicidad «huma­
na» será aquel Ser que más se resiste a ser concebido
como un producto de la percepción: porque es Increado
y Absoluto, y porque es la Causa de que el mundo
aparezca también como algo dado, portador de una
realidad que detenta independientemente de la percep­
180 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

ción creadora. Elevado el placer sensible a fundamento


último de moralidad, Dios será la Primera Víctima de
la ética exclusivamente humana; y arrastrará en su
caída al universo, en lo que éste tiene de no producido
por el hombre y de no encaminado a producirse de­
leite.

B) E xtensión del c o n o cim iento racio nal

Ha establecido Locke que el conocimiento versa sobre


ideas y consiste en percibir con certeza las relaciones
existentes entre ellas; sabe también cuáles y cuántos
son esos tipos de relaciones: identidad, concordancia,
coexistencia y existencia real y actual fuera de nuestra
mente; ha determinado, por fin, los medios por los que
adquirimos la certeza: intuición, demostración y, en
menor grado — en cuanto incluye un influjo comple­
mentario de la voluntad— , la experiencia sensible. Con
estos datos intenta de nuevo sondear el alcance del
conocimiento humano.
Sabemos ya que no es posible «adquirir conocimiento
más allá del punto en el que tenemos ideas» (IV , 3,
n. 1), y que, además, esas ideas han de ser claras y
distintas, si lo que se pretende es un saber legítimo.
Pero no basta. Como el conocimiento no consiste sólo
en la elaboración de ideas, sino en la búsqueda y hallaz­
go de sus relaciones mutuas, la extensión de nuestra
ciencia dependerá fundamentalmente de la posibilidad
de percibir con certeza esas afinidades (cfr. IV, 3, n. 2).
Y como quiera que ni la intuición, ni el razonamiento,
ni la experiencia sensible nos permiten descubrir cer­
teramente las que median entre muchos de nuestros
conceptos (cfr. IV, 3, nn. 3-5), es evidente que «la am­
plitud de nuestro conocer no es sólo menor que la
La moral demostrada... 181

realidad de las cosas, sino también que la extensión


de nuestras ideas» (IV , 3, n. 6 ) l21
.
3
En concreto —y según Locke— la ciencia de la natu­
raleza es inviable u, al paso que una moral demostrada,
provista de rigor geométrico y deducida exclusivamente
de las ideas subjetivas, no sólo se demuestra factible,
sino que debe considerarse la aspiración común de
toda la humanidad (cfr. IV, 3, nn. 18-207).
Pero ¿se trata verdaderamente de ciencia? A primera
vista parece que no: pues si bien es verdad que Locke

12 Afirmación lógica después de lo que llevamos visto, y que


se encarna en estas páginas en dos conclusiones cuya cercanía
no es fortuita: por un lado, propone Locke de nuevo a nuestra
consideración la hipótesis de la materia pensante; por otro, fun­
damenta toda la moral humana «en la voluntad y arbitrio de
nuestro autor, (...) que podrá y querrá restituirnos en otro mun­
do a un semejante estado de sensibilidad, y hacernos capaces,
en él, de recibir la retribución destinada a los hombres, según
sus obras en esta vida» (IV , 3, n. 6). Como era de esperar, está
ausente la consideración de un orden de naturalezas establecido
por Dios de un modo racional. Si las cosas no tienen esencia,
todo se basará en el arbitrio de la voluntad divina; por su virtud
infinita. Dios puede hacer pensar a cualquier trozo inerte de
materia, y premiar cualquier acción humana con tal de que El
la haya establecido como buena. No deja de ser paradójico que
un apelo a la omnipotencia de la voluntad divina acabe por dar
fundamento tanto al materialismo ateo como a un relativismo
moral —también materialista— que prescinde de Dios. Es éste un
Índice más del papel que desempeña, en la filosofía de la inma­
nencia, un Dios construido en cada caso para satisfacer las nece­
sidades del propio sistema. A este respecto es también relevante
la función que Descartes asigna a Dios como fundamento de su
«ciencia de la materia», y que ofrece muchas semejanzas con la
que le atribuye Locke dentro de su moral.
13 Afirma Locke que ese conocimiento «casi se reduce a nada»;
pues «las ideas simples que componen nuestras ideas complejas
de sustancia, en su mayor parte, son tales que no llevan consigo,
por su propia naturaleza, ninguna conexión o incoherencia visi­
ble y necesaria con ninguna otra idea simple, de cuya existencia
querríamos ser informados» (IV , 3, n. 10).
182 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

considera posible el descubrimiento de la existencia


de los dos seres a los que la ética remite — Dios y cada
uno de nosotros— M, no es menos cierto que por ahora
ese hallazgo no le interesa. Para nuestro autor, el cami­
no adecuado en la elaboración del saber es el que va
de nuestro conocimiento a las cosas: de las esencias (las
ideas abstractas) a la existencia conforme a esas ideas.
Pero con unas imágenes mentales que no se manifies­
tan sino a sí mismas, ¿cómo confeccionar una ciencia
aplicable a la realidad? Porque si no puede aplicárse­
le, en vano la designaremos con el apelativo de cien­
tífica.
Parece Locke en un callejón sin salida; y, sin em­
bargo, es ahora cuando ofrece una solución concluyen-
te al problema del saber: hay casos, dice, en que el solo
examen de las ideas garantiza la índole científica del
conocimiento que originan; esto es, siempre que se
puedan obtener ideas abstractas adecuadas a las ideas
singulares de las que se extraen (cfr. IV, 3, n. 31).
Y explica: una vez que hayamos establecido con cer­
teza un conocimiento verdadero en torno a ideas gene­
rales, ese conocimiento goza de valor científico: es
universal, pues siempre que se confronten dos ideas
correspondientes a nuestras nociones abstractas, se
percibirá la misma relación antes descubierta; es inter­
subjetivo, pues cualquier mente humana que conciba
ideas similares a las nuestras, advertirá las mismas
conexiones que nosotros; y es real: si alguna existencia
puede incluirse en nuestras categorías abstractas, se1 4

14 Tenemos un conocimiento intuitivo de nuestra propia exis­


tencia, y un conocimiento demostrativo de la existencia de un
Dios; de la existencia de cualquier otra cosa no poseemos sino
una experiencia sensorial, que no se extiende más allá de los
objetos presentes a nuestros sentidos» (IV , 3, n. 21).
La moral demostrada... 183

comportará necesariamente como exige nuestro cono­


cimiento u.
Un ejemplo aclarará esta solución un tanto sorpren­
dente: establecida con certeza una moral rigurosa y
verdadera en base a ideas universales, podemos estar
ciertos de que siempre que consideremos de nuevo esos
conceptos, encontraremos idénticas proporciones entre
ellos (universalidad); de que cualquier hombre que los
examine tendrá que rendirse ante su evidencia, obte­
niendo el mismo conocimiento que nosotros (intersub­
jetividad); y de que todas las actuaciones humanas
recibirán, en la medida en que se conformen a esas
ideas, la calificación ética que nuestra ciencia postula
(realidad). Por eso, la confección de la moral demos­
trada será útil a cualquiera que desee ser feliz.

C) R ealidad de la ciencia que versa sobrb nuestras


ideas : posibilidad de una ética racional

Al comentar el libro I I advertimos que la pieza clave


de toda la gnoseología lockiana la constituye el concep­
to de realidad. Locke es consciente de que toda su
construcción no pasará de ser un castillo en el aire, si
no desemboca en un conocimiento aplicable a la rea­
lidad de las cosas. Por eso, antes de terminar, espera
«poner en claro que esta vía de la certeza, que se
obtiene mediante el conocimiento de nuestras ideas,
llega un poco más allá de la desnuda imaginación; se
verá entonces que toda la certeza de tas verdades ge-1 5

15 Habría que hacer bastantes reservas a esta afirmación. De


una parte, ya hemos visto cómo ninguna de las ideas humanas
agota toda la riqueza de los entes: ninguna de nuestras ideas
abstractas es perfecta e inmutable, ni absolutamente idéntica
a la de otro individuo. Además, el mismo entendimiento de los
hombres es falible: limitado y, por tanto, susceptible de error.
184 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

nerales que nosotros poseemos no consiste en otra


cosa sino en esto» (IV , 4, n. 2).
Según vimos, Locke entiende por realidad del conocer
una especie de «adecuación suficiente» entre las ideas
y lo que éstas significan, sea lo que sea,6. Pero como
sólo las ideas pueden ser objeto de conocimiento, esa
adecuación habremos de descubrirla, exclusivamente
—no podemos obrar de otro modo— , con la sola ins­
pección de las ideas (cfr. IV , 4, n. 3). ¿Consecuencia?:
sólo podremos estar ciertos de que nuestro saber es
real cuando los dos términos de la relación «realidad-
ideas» permanezcan de algún modo en el interior de
nuestra subjetividad; es decir, cuando la auténtica rea­
lidad de las cosas está también constituida por nuestras
representaciones, cuando el mundo exterior pueda con­
siderarse como una más de las muchas posibilidades
que contienen nuestras ideas arquetípicas. ¡Esa es la
sorprendente solución de Locke!
Se trata de descubrir —con la sola consideración de
unas ideas que no se representan sino a sí mismas— si
entre ellas y el presunto mundo objetivo media una
adecuación suficiente para garantizar la utilidad del
conocer. Es decir, si ese mundo externo se amolda a
nuestro conocimiento en grado suficiente para poder
utilizarlo.
Respuesta: 1) En el caso de las ideas simples singu­
lares, esa adecuación viene avalada por la pasividad de
nuestras percepciones y la omnipotencia de la virtud
que las provoca: ya que, como nosotros no podemos
generar esas ideas, debemos atribuírselas a Dios. La
realidad de la percepción queda entonces en sus manos,
y son su infinita sabiduría y su voluntad omnipotente
las que nos aseguran que tales imágenes llevan «en. sí1 6
16 «Nuestro conocimiento es real sólo en cuanto existe una
conformidad entre nuestras ideas y la realidad de las cosas»
(IV , 4, n. 3).
La mortd demostrada... 185

toda la medida de la conformidad a la que han sido


destinadas y que nuestro estado exige» (IV , 4, n. 4 )n.
La intervención divina certifica un conocimiento de las
cosas suficiente para «proveer a nuestras necesidades y
aplicarlas a nuestros usos» (ibid.); podemos estar se­
guros de que las ideas simples poseen «toda la real
conformidad que pueden o deben tener» (ibíd.f.
Como puede observarse, la consideración del univer­
so como manifestación de la gloria divina y vía de ac­
ceso al conocimiento del Creador se ha esfumado; y,
con ella, el carácter contemplativo de las ciencias de
la naturaleza. Todo se reduce a la mera relación entre
un «algo» exterior desconocido y las sensaciones que,
por intervención divina, motiva en nosotros; las ideas
de sensación, ligadas por un designio celeste a las de
dolor o placer, se transforman entonces en el fin (sub­
jetivo) del universo externo; y ese mundo será real
(en el sentido lockiano del término) en la medida en
que, por medio de la sensación, se infiltre en la esfera
de la subjetividad humana. De ahí que con el paso de
los siglos, y conforme se explicite el ateísmo inherente
a esta postura, toda nuestra actividad respecto a los
seres materiales haya querido reducirse al modo más
conveniente de transformarlos con vistas a nuestra rea­
lización meramente humana.

2. Cuando se trata de ideas complejas, a excepción


de las sustancias, nuestro conocimiento es real; «ya
que en todos nuestros pensamientos, razonamientos y
discursos de esta especie, no pretendemos referirnos a
las cosas si no en cuanto que ellas son conformes a1 7

17 Así se descubre el porqué de la insistencia de Locke en pre­


tender pasivo al entendimiento cuando recibe las ideas simples.
Sólo esa pasividad —a todas luces opuesta al carácter fundante
que atribuye a la percepción— garantiza la intervención divina,
aval a su vez de la «objetividad» del conocimiento.
186 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

nuestras ideas. Y por eso, en ellas, no podemos dejar


de alcanzar una realidad cierta e indudable» (IV , 4,
n. 5). Locke ilustra su postura con un ejemplo tomado
de las matemáticas. «¿Es verdadero — dice— de la idea
de triángulo, que sus tres ángulos son iguales a dos
rectos? Pues entonces será también verdadero para un
triángulo, allí donde exista realmente» (IV , 4, n. 6): el
matemático puede estar seguro de «que lo que conoce
en relación a esas figuras cuando no tienen otra exis­
tencia que la ideal en su mente, será también verdadero
cuando tengan una existencia real en la materia; ya
que lo que él considera se limita a aquellas formas,
que son idénticas donde o como existan» (ibíd.).
Lo mismo cabría afirmar de la moral (cfr. IV , 4,
n. 7)... pero a condición de prescindir, en las cuestio­
nes que se refieren a la ética, de toda la realidad de
la sustancia. Se prescinde de Dios como Ser Supremo,
para concebirlo simplemente como Legislador y Juez;
se prescinde del hombre como criatura y como ente,
para convertirlo en un sujeto capaz de experimentar
placer o dolor; y se prescinde de la inherencia de las
acciones en la persona, para considerarlas como un
conjunto de ideas simples autónomas, aptas tan sólo
para ser referidas a un modelo de comportamiento que
determine su moralidad.
Locke lo reconoce. Es más, nos anima incluso a pasar
por alto la existencia de esos objetos. Dios, el hombre,
las acciones humanas no son necesarios,8; bastan sus
ideas o arquetipos para hablar de un conocimiento
real (cfr. IV, 4, n. 8).
* * *1
8

18 «Del mismo modo, la verdad y certeza de los discursos mo­


rales abstrae de la vida de los hombres, y de la existencia, en
el mundo, de aquellas virtudes de las que tratan» (IV , 4, n. 8).
La moral demostrada... 187

Si atendemos todavía a un último punto, nos halla­


remos en mejores condiciones de aquilatar la verdadera
índole de la teoría del conocimiento contenida en el
Ensayo. Se trata del concepto de verdad real. Según
Locke, conocemos la veracidad de un enunciado al per­
cibir con certeza la relación que media entre las ideas
que lo componen. No existe un criterio externo a la
percepción: tal como Locke la fundamenta, toda la
verdad de nuestros conocimientos presenta como raíz
última la naturaleza de las ideas y, por consiguiente,
nunca será capaz de dar razón de algo extrínseco a
ellas *».
El problema es tan conocido que no merecería la
pena volver a plantearlo. Se trata de nuevo de la posi­
bilidad de empinarse, por encima de las ideas, hasta
advertir la realidad externa. A fin de resolverlo, acuña
Locke una nueva noción: llamamos verdad real —afir­
ma— a la percepción cierta del nexo entre dos ideas
reales, es decir, entre dos ideas cuya sola contempla­
ción garantice la existencia de algo semejante — o in­
cluso idéntico— a ellas. Leemos en el Ensayo: son «ver­
dades solamente verbales aquellas en las que los
términos están unidos según la concordancia o discor­
dancia de las ideas que representan, sin considerar si
nuestras ideas sean tales que tengan, o puedan tener,
una existencia en la naturaleza. Pero sucederá que esas
proposiciones contengan verdades reales cuando estos
signos estén unidos conforme al modo en que nuestras
ideas concuerdan entre sí, y cuando nuestras ideas sean
tales que nosotros sepamos que tienen una existencia
en la naturaleza: cosa que no podemos saber cuando1 9

19 «Y a que, según esta explicación mia, ésta (la verdad) no es


otra cosa sino la conformidad entre las palabras y las quimeras
del cerebro humano» (TV, 5, n. 7).

i
188 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

se trata de las sustancias sino porque sabemos que han


existido algunas semejantes» (IV , 5, n. 8).
Para que se dé una verdad real se requiere percibir
la concordancia de derecho o necesaria entre dos ideas
universales, o la concordancia de hecho — sin descu­
brir su necesidad— entre ideas particulares. Esto último
es lo único que podemos hacer cuando se trata de las
sustancias, y se limita exclusivamente al momento en
que las percibimos: vemos entonces que dos o más
ideas simples se presentan unidas en mi percepción,
pero* sin llegar a comprender la posibilidad intrínseca
de ese hecho, y menos aún su necesidad. Se trata, por.
tanto, de verdades particulares, irrelevantes para la
ciencia. Tanto es así que ni siquiera podemos estar
seguros — con certeza cognoscitiva— de que aquellas
ideas se encontrarán ligadas en otras ocasiones: todo
lo que supere la percepción actual de mis ideas concre­
tas de sustancia es objeto de opinión, y no de cono­
cimiento.
Incapaces de agotar la actualidad intrínseca de esas
nociones, tampoco podremos definir si son o no com­
patibles, y mucho menos si se exigen mutuamente o
cuál de ellas implica la presencia de las otras. La pre­
sunción de que existan fuera de nuestro espíritu, el
hecho de que alguna vez se hayan presentado a mi
percepción, nada dice al respecto. Sólo la realidad ex­
terna podrá venir — en cada caso— en ayuda de la
mente, para anunciarle que aquello de hecho existe,
sin que por eso logremos saber cómo o por qué puede
existir. El ser queda entonces reducido a la categoría
de una ayuda subsidiaria, de rango inferior a la inteli­
gencia humana: el peso de la realidad — tal como nos
la* presenta el Ensayo— gravita todo sobre la inteligi­
bilidad de las ideas.
De ahí que sólo cuando logremos conocer una por­
ción de ideas de forma absoluta, desentrañando su
La moral demostrada... 189

coherencia intrínseca, la ciencia que versa sobre ellas


será real y, por ende, «aplicable a cualquier realidad»,
dondequiera que ésta se halle. ¿Por qué? Porque la sim­
ple inspección de esas nociones abstractas nos descubre
que no son contradictorias y, por tanto, que pueden
existir; y como nos hemos percatado de la necesidad
de la proporción que se establece entre ellas, podemos
estar ciertos de que siempre que exista algo semejante
a esas ideas mantendrá idénticas relaciones universales
e inmutables. Pues bien, esto es lo que ocurre con los
modos y con las relaciones: nuestra ciencia de las cos­
tumbres, nuestra ética, es real a la par que verdadera.

D) C onclusión : la universalidad y la certeza ,


REQUISITOS DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

Como acabamos de observar, para que exista cono­


cimiento científico es preciso, según Locke, percibir
con certeza la relación entre dos ideas cualesquiera
claras y distintas. Además, si queremos que ese conoci­
miento sea científico — necesario y aplicable a la rea­
lidad— las ideas habrán de ser universales. El saber
científico consiste, por tanto, en la percepción cierta
(y, por eso, verdadera) del parentesco que reina entre
una porción de ideas universales.
Por consiguiente, establecer los límites de la ciencia
equivale a averiguar qué tipo de ideas universales son
capaces de producir certeza en el entendimiento. Y para
esto se requieren dos condiciones: 1) la primera, que
tales ideas sean claras, distintas y, si se trata de no­
ciones complejas, determinadas: es decir, integradas
por un número constante y conocido de ideas simples *; 2 0

20 «Para 'estar ciertos de la verdad de alguna proposición ge­


neral' es necesario, en primer término, saber ‘ los precisos con-
190 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

2) en segundo término, es menester analizar si entre


esas ideas puede advertirse una relación necesaria de
concordancia, coexistencia o existencia.
Examinemos más despacio cada uno de estos puntos.

1. Los confines de las especies. El primer requisito


del saber científico responde a la necesidad de que los
elementos de que consta la ciencia sean claros y distin­
tos; y se concreta en determinar de una vez por todas
los confines de tales elementos, los contornos de las
ideas abstractas. En la mecánica que rige el Ensayo,
esto sólo será factible cuando nos limitemos a consi­
derar ideas perfectamente conocidas por la mente que
las elabora. Pero... de nuevo el mismo problema: ¿cómo
estar seguros de que el conocimiento adquirido en
torno a esas ideas goza de valor de realidad?; es decir,
¿cómo saber si puede aplicarse a seres que existen
fuera de nuestra mente? Y de nuevo la misma res­
puesta: sólo será hacedero en los casos en que la
esencia nominal — la idea abstracta que hemos forjado
y a la que hemos atribuido un nombre— coincida con
la esencia real, con ese presunto núcleo del que dima­
nan las propiedades de las cosas; o sea, que sólo es
posible para aquellos entes cuya esencia real también
esté constituida por nosotros (al percibirla): las ideas
simples y los m odosJl.

fines y la extensión de la especie que sus términos representan':


es decir, el conjunto exacto de ideas simples que las forman. En
otras palabras, ‘conocer la esencia de cada especie, que es lo que
la constituye o determina'» (IV , 6, n. 4).
2) En el caso de las ideas simples y los modos es fácil deter­
minar su especie, su idea abstracta, «ya que, siendo en ellas idén­
tica la esencia real y la nominal, o bien —ya que viene a ser
lo mismo—, siendo la idea abstracta, que el término general re­
presenta, la única esencia o confin que de esa especie exista o
pueda suponerse, no puede haber ninguna duda acerca de hasta
dónde se extiende la especie, o de qué cosas se deben comprender
La moral demostrada... 191

Al contrario, en el caso de las sustancias, la esencia


nominal y la esencia real son distintas por eso, cual­
quier conocimiento científico acerca de ellas será im­
pensable en la medida en que pretendamos hacer inter­
venir a la esencia real, necesariamente desconocida.
Podemos, eso sí, reunir algunas cualidades simples y
tomarlas como criterio para clasificar las ideas con­
cretas que vayamos percibiendo o las supuestas sustan­
cias que las producen; tenemos entonces la esencia
nominal, con unos límites perfectamente determinados,
puesto que soy yo el que los establezco23. Pero no po­
demos aspirar a que esas ideas — fruto exclusivo de la
abstracción— sean la esencia real de algo que existe
con independencia de nosotros. Considerada bajo este
prisma, la ciencia de las sustancias es inviable.
Además, tales representaciones mentales no pueden
manifestar ninguna afinidad necesaria con otra idea
simple o compleja. En primer lugar, ni siquiera conoz­
co si las ideas simples que las integran son indepen­
dientes, o si, al contrario, alguna de ellas es la causa*2
3

bajo cada uno de los términos; y éstas son, como es evidente,


todas aquellas que tienen una conformidad exacta con la idea
que el término representa, y con ninguna otra» (IV , 6, n. 4).
22 «E n las sustancias, en las que se supone que una esencia
real, distinta de la nominal, constituya, determine y limite la
especie, la extensión de la palabra general es incertísima; ya que,
no conociendo esa esencia real, no podemos saber qué cosas
pertenecen y cuáles no pertenecen a esa especie determinada;
y, por tanto, si algo se puede o no afirmar con certeza acerca
de esa realidad particular» (IV , 6, n. 4).
23 «Pero cuando nos atenemos a la esencia nominal, como al
confín de cada especie, y no se extiende la aplicación de ningún
término general más allá de aquellas cosas particulares en las
que se encuentra la idea compleja que el término representa, en
esos casos no se corre el peligro de cometer un error acerca del
confín de ninguna especie, ni, a este respecto, puede existir nin­
guna duda acerca de si una proposición es verdadera o no»
(IV . 6. n. 4).
192 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

de las demás que forman mi idea abstracta, o de otras


que no he incluido en ella y sin las que nunca podrá
encontrarse. Por ejemplo, si examinamos la serie de
cualidades simples que constituyen la idea de oro, no
descubriremos ninguna necesidad de que una cualquie­
ra de esas cualidades tenga que estar unida a las otras;
del análisis de la idea de color dorado no se sigue un
peculiar peso específico, como tampoco el peso o el
color exigen un grado concreto de maleabilidad.
Por otra parte — continúa Locke—, nunca alcanzaré
a conocer, en el sentido propio del término, la intrín­
seca compatibilidad o incompatibilidad entre los ingre­
dientes de mi idea compleja. Sólo sé, con una «expe­
riencia» que no obtiene el rango de conocimiento, que
una o más veces se presentaron unidos ante mi espí­
ritu y, por tanto, que probablemente hay algo exterior
que las provoca; y sé también que, con las mismas
condiciones con que aparecieron en esas ocasiones, no
son contradictorias. Pero con tan pocos elementos de
juicio no es posible confeccionar una ciencia.

2. Posibilidad de relacionar nuestras ideas. Queda


todavía responder al segundo punto: si cabe descubrir
relaciones necesarias entre las ideas así constituidas;
o lo que viene a ser lo mismo, si esas ideas universales
producen en nosotros un conocimiento cierto y útil a
la vez. Según Locke, para esto es preciso que las ideas
incluyan en su misma naturaleza una relación percep­
tible a aquella otra con la que queremos confrontarla,
como la suma de los ángulos de un triángulo comporta
una relación de igualdad a la idea de dos rectos. Pero
esto — sostiene Locke— nunca podrá darse en el caso
de las sustancias. El conocimiento científico de éstas
es inviable.
Se trata, en verdad, de una respuesta muy lógica;
basta detenerse un momento a considerar el conjunto
La moral demostrada... 193

de la filosofía lockiana para descubrir su coherencia


interna. En efecto, el primer acto de la gnoseología con­
tenida en el Ensayo consistió en reducir el conoci­
miento de las realidades sustanciales a un conglome­
rado de cualidades sensibles independientes, incapaces
de trasladamos a un más allá de lo que cada una de
ellas ofrece en acto. Y eso suponía rechazar, junto con
el ser, cualquier perfección que trascienda el ámbito
meramente sensible: la materia y la forma sustanciales,
jo r ejemplo, a las que Locke — como Descartes— tenía
verdadero horror.
Pero del mismo modo que el influjo mutuo entre la
materia y la forma sustanciales no acaba de entenderse
hasta que se las concibe en su dependencia del ser
—acto único del que ambas participan— , tampoco pue­
de advertirse la relación entre las propiedades que di­
manan de la materia y las que surgen de la forma si se
prescinde de la realidad sustancial que manifiestan y
sin la que nada serían. Es cierto, como afirma Locke,
que el color dorado no comporta un peculiar peso espe­
cífico, y que el grado de ductibilidad propio del oro
no implica su solubilidad en mercurio; pero también
es verdad que la esencia del oro — que no es la mera
suma de sus accidentes— incluye todas esas propie­
dades y muchas otras. Cierto que el oro no es más
o menos pesado por su color, y que no reúne las res­
tantes cualidades físicas o químicas en virtud de su
peso específico: que no es denso por ser dorado, ni ma­
leable por su gran densidad... Sino que, por ser oro,
por poseer una determinada esencia, goza también de
un color preciso, de una densidad más o menos varia­
ble, y de todo un sinfín de propiedades, derivadas
precisamente de esa esencia. De ahí que, al descubrirla
—y dentro de los límites establecidos por la finitud de
nuestro entendimiento— , conozcamos también los ac­
cidentes que fluyen de ella.
194 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

No se trata, como querría Locke, de una «deducción


racional a partir de las ideas», sino de un quehacer
laborioso, que requiere el esfuerzo conjunto de la inte­
ligencia y de los sentidos. Como ya dijimos, adentrarse
en el conocimiento de las cosas supone penetrar desde
las cualidades sensibles hasta la esencia que las causa,
y observar de nuevo, a la luz de esa misma esencia, los
accidentes. Sólo tras haber recorrido repetidas veces
ese vaivén de ascenso y descenso, llegamos a establecer
la radical dependencia entre un tipo de manifestaciones
accidentales y la sustancia que los produce; y adver­
timos, por ejemplo, la necesidad de que todo ser inte­
ligente sea también libre, de que las realidades dotadas
de conocimiento disfruten de algún tipo de automoción,
o de que la tortuga — por su misma constitución—
desarrolle una velocidad inferior a la de la liebre. Es
entonces cuando alcanzamos un conocimiento «cientí­
fico» de la naturaleza.
Podemos también dirigir nuestra atención hacia los
constitutivos últimos de las cosas, con una visión más
metafísica. Descubrimos entonces que la sustancia de
las realidades corpóreas no es simple, sino compuesta
de forma y materia; que es la materia la causa de que
el cuerpo tenga cantidad y, por tanto, extensión, volu­
men, etc.; y que la forma origina a su vez una porción
de accidentes — cualidades y operaciones— , como las
facultades sensitivas en los animales, y muchos otros.
Es patente, además, que cantidad y cualidades no cons­
tituyen dos mundos autónomos; así como la forma
sustancial origina un único todo con la materia en la
que se asienta, las cualidades accidentales inhieren en
la sustancia a través de la cantidad y se encuentran
afectadas por ésta: no hay cantidad «incualificada»
— sin color o energía, por ejemplo— ni cualidades no
alteradas por la cantidad en la que se apoyan. Adver­
timos, en definitiva, que entre los distintos componen­
La moral demostrada... 195

tes de los cuerpos —materia y forma, cantidad, cuali­


dades y resto de los accidentes— reina una mutua in­
teracción; y que cualquiera de ellos es incomprensible
con independencia del resto.
Por último —o más bien, como telón de fondo de
todos nuestros «hallazgos»— , somos conscientes de que
la cantidad y las cualidades no son factura de nuestras
potencias cognoscitivas, sino afecciones de la sustancia,
independientes de nuestra sensibilidad.
Para Locke, no. El suyo es otro mundo. Para él, toda
la realidad «objetiva» de los cuerpos se limita a un
conjunto de pequeños átomos imperceptibles, forma­
dos sólo por solidez, que denomina cualidades prima­
rias no perceptibles. Todo lo demás ni es objetivo ni
pertenece propiamente a la cosa: es sólo fruto de la
confluencia de esas partículas materiales y de nuestra
sensibilidad. En efecto, al chocar con un sujeto dotado
de percepción, esos átomos invisibles — de por sí in­
cualificados— se presentan al que los percibe como un
cuerpo de un tamaño preciso, con una solidez y una
extensión ya advertibles, a las que Locke llama cuali­
dades primarias perceptibles; y originan también en
nosotros la sensación de un color, olor y sabor pecu­
liares (cualidades secundarias).
En suma: la «sustancia completa», con su cantidad
y sus cualidades, resulta de la interacción de esas par­
tes materiales ínfimas — lo único objetivo— y nuestra
sensibilidad24. Como sucede de hecho a la materia pri­

24 «Estamos, por tanto, totalmente equivocados cuando pensa­


mos que las cosas contengan en si mismas las cualidades que
a nosotros nos aparecen en ellas (...) Esto es cierto, que las
cosas, por más que aparezcan como absolutas y enteras en si
mismas, no son sino dependencias de otras partes de la natura­
leza, en relación a aquello'que nosotros observamos principal­
mente en ellas: sus cualidades, acciones y potencias observables
dependen de algo que está fuera de ellas...» (IV , 6, n. 11).
196 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

ma, los átomos materiales del Ensayo no representan


algo completo y acabado, relevante para las caracterís­
ticas peculiares de cada ente, sino que necesitan ser
conformados y configurados, cualificados, por la sensi­
bilidad. Dicho de otro modo, y salvando las distancias,
la «materia prima» de Locke — los fragmentos sólidos
objetivos— requiere la «form a sustancial» de nuestros
sentidos para constituir un ente completo: sólo por la
tangencia de estos dos elementos surge un todo, una
sustancia, con irnos accidentes concretos y precisos25.
No debe extrañar entonces que, para conocer la nece­
saria coexistencia entre dos cualidades sensibles cuales­
quiera —para que la ciencia de la naturaleza sea via­
ble— , Locke considere imprescindible averiguar el modo
en que esas partículas infinitesimales actúan sobre

25 El ser, que resulta para los entes corpóreos de la unión indi­


soluble entre, su materia y su forma, lo transforma Locke en algo
relativo al sujeto que conoce.
Lo mismo que en toda criatura hay una relación que manifiesta
su intrínseca dependencia del Creador, existe en el universo
lockiano una continua referencia de todas las realidades mate­
riales a la sensibilidad creadora: cada uno de sus componentes
recibe el ser al contacto con la percepción que lo conforma. Pero
la Omnipotencia divina constituye a la criatura como algo dis­
tinto de Sí, subsistente en su propio ser; junto con la forma.
Dios crea la materia, manteniendo a la vez su trascendencia res­
pecto de los entes. Al contrario, el mundo de Locke —fruto, al
fin y al cabo, de una potencia finita— no es independiente: el
hombre lo genera en cuanto lo mantiene unido a sí en la inma­
nencia de su propia percepción. Y el hombre no se «realiza» sino
en cuanto entra a formar parte del dinamismo de la materia que
recrea: «con el sensismo de Locke cae la última barrera que
frenaba la instancia atea del principio de inmanencia: el conocer
se reduce a percepción de 'ideas', resolviéndose así en una mo­
dificación del mismo çujeto. Pero, como el conocimiento bien
podría ser un atributo de la materia, el sujeto pertenece entera­
mente al mundo en el que se desarrolla su experiencia, en el
área de tiempo que se extiende entre el nacimiento y la muerte»
C. Fabro, Introduzione all’ateismo moderno, 2.‘ ed., Editrice
Studium, Roma, 1969, p. 311.
La moral demostrada... 197

nuestras sensaciones. Y no debe asombrar tampoco su


desilusión: como entre el mundo de la materia y el de]
conocimiento, Locke —y antes Descartes— había esta­
blecido un corte insanable, ahora le resultará de todo
punto imposible concebir cómo la materia sea capaz
de relacionarse con la sensibilidad: por eso tendrá que
atribuir la producción de las cualidades sensibles por
parte de la materia «a la voluntad y arbitrio de nuestro
au tor»26; y por eso considerará imposible un saber
científico acerca de las sustancias.

* * *

Volvamos atrás un instante para considerar de nuevo


—en sus elementos claves— esta cuestión de la posibi­
lidad de un saber científico. Acabamos de ver que, para
Locke, uno es el requisito de base, ineludible, en la
confección de la ciencia: que sus ingredientes, las ideas,
sean a la vez claros, distintos y universales; pues sólo
de esta forma adquiere uno la convicción de que las
realidades externas — los seres singulares del mundo
circundante— se encuentran también contenidos en la
propia idea universal como una de sus presuntas con­
creciones, y de que las leyes vigentes para el mundo
subjetivo son también válidas para el universo externo.
Por eso, si reparamos en el hecho de que, para nues­
tro autor, una idea se torna clara y distinta en cuanto
es percibida con precisión por la sensibilidad, no resul­
tará difícil advertir cómo su respuesta definitiva al
problema del conocer científico bascula en torno o la
posibilidad de convertir en universales a las ideas de

26 «P or lo cual, cuando admitimos que éste (el cuerpo) pueda


producir placer o dolor, o la idea de un color o de un sonido,
estamos obligados a abandonar nuestra razón, ir más allá de
nuestras ideas y atribuir la cosa enteramente a la voluntad y
arbitrio de nuestro autor» (IV , 3, n. 6).
198 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

sensación, evitando al mismo tiempo que pierdan su


claridad y distinción sensibles. Lo que Locke pretende
son unas ideas «sensibles... y universales»; sensibles,
porque de otra suerte no podrían — dentro de su sis­
tema— gozar de claridad y distinción, y originar un
conocimiento certero; y universales, ya que sólo a partir
de las ideas abstractas nos será dado recuperar «cien­
tíficamente» — con carácter de necesidad— el universo.
La cuestión, en sí misma, no es fácil; y para Locke
se agrava porque, empeñado en un esfuerzo continuo
de negación de lo inteligible, no sabrá prescindir de su
sensismo ni siquiera cuando el recurso a la universali­
dad de las ideas resulte inexcusable. Por eso, como
vimos, la abstracción lockiana no alcanza a aprehender
ese núcleo inteligible que constituye el fondo último de
las realidades creadas, sino que desemboca en una
especie de imagen sensorial disminuida, en un esquema
representativo que, por su supuesto carácter abstracto,
sólo es capaz de subsistir en la imaginación del que
lo genera.
Pongámonos en la situación de Locke, obligado a
extraer, a partir de las ideas, un conocimiento cabal
del universo externo. Para que las imágenes con las
que cuenta garanticen la realidad del mundo circun­
dante, debe concebirlas como abstractas, como univer­
sales; y, al mismo tiempo, para ser «algo» en un mundo
cognoscitivo cuyo criterio de admisión es la distinción
y claridad sensibles, cada una de esas ideas debe per­
manecer sensible y singular. Cualquier imagen que su­
perara el ámbito de la sensibilidad, dejaría de ser clara
y distinta, abdicando de su derecho a existir.
Surge de este modo en el Ensayo una tensión entre
la universalidad exigida para que algo sea científico
(verdadero y real), y el carácter prioritario que Locke
atribuye a lo material y sensible. Para el filósofo inglés
sólo es real lo sensible, las modificaciones (sentidas)
La moral demostrada... 199

de la materia, pues sólo ellas pueden producir certeza


en la sensibilidad. Pero esas representaciones son pa­
sajeras. Y por eso, sólo llegarán a ser realmente reales
—y aptas para cimentar el universo externo— cuando
adquieran carácter universal, entrando a formar parte
de una ciencia. Aunque resulte un tanto paradójico, en
el cosmos ideal del Ensayo, las imágenes singulares,
por su claridad y distinción sensible, son origen y raíz
de las ideas abstractas; y éstas, una vez adquiridas, se
convierten en fundamento de cualquier otra realidad
— idea o cosa— semejante a ellas: con la sola y simple
supervisión de nuestras nociones abstractas podremos
dilucidar el comportamiento de todas las ideas singu­
lares comprendidas en ellas y predecir incluso la con­
ducta del universo.
La semilla depositada por Locke en los comienzos
del Ensayo empieza ahora a dar sus frutos. Esa volun­
tad primitiva de constituir la percepción sensible en
fuente inagotable del mundo circundante, trajo como
consecuencia que el conocimiento sensorial, desvincu­
lado de la realidad del ente — de las cosas— , se erigiera
en lo primero conocido, ámbito y origen de cualquier
otro conocimiento. Y ahora, cuando intenta recuperar,
a través de la ciencia, al mundo externo, Locke se ve
obligado a fabricar unas ideas universales... que no
renieguen de su índole sensible.
Intenta Locke salvar el obstáculo, acudiendo a una
especie de sensibilidad refleja. Pero en vano: la uni­
versalidad es un atributo exclusivo del entendimiento.
No le compete a la sensación, ni siquiera a la sensación
«refleja». Más aún, la «reflexión» sensible es siempre
atención de una potencia sobre otra distinta de ella, no
es propiamente reflexión. Consigue, sí, desligar la ima­
gen de su dependencia respecto al mundo externo (teó­
ricamente), pero no la despoja de su índole sensible;
y cualquier representación sensible, incluso refleja, no
200 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

manifiesta más que su propio contenido particular:


no sirve de fundamento sino para sí misma. Por eso
Locke, en la medida en que pretende aplicarla al mun­
do externo, obligándola a contener algo más de lo
que es en sí, se fuerza a concebirla como espiritual
y abstracta.
Y la contribución, entonces, se reafirma. Porque si
esa imagen perdiera su carácter concreto —y con él su
claridad y distinción sensibles— , para el autor del
Ensayo dejaría de ser. De ahí que la idea abstracta
lockiana se pretenda al mismo tiempo universal y sen­
sible: que alcance algo más de lo que es en sí misma,
pero sin dejar de serlo, sin superarlo. La imagen abs­
tracta no es sino todas las posibles imágenes concretas;
pero ella misma no abandona su temple de imagen, de
modificación materialn.
Por eso Locke repudia el conocimiento científico de
las sustancias y, en general, de toda la naturaleza: por­
que ninguna imagen es apta para agotar el contenido
inteligente de las sustancias. En efecto, cuando la cla­
ridad y distinción sensibles se erigen en criterio de
auténtica realidad, el unlversalizarse de las ideas de
sustancia, por su carácter abstracto e inteligible, im­
plica una degradación ontológica. Locke lo reconoce.
Afirma, sin embargo, que no sucede lo mismo en el
ámbito de las realidades materiales inmanentes a la
subjetividad humana: las ideas de sensación y las que
se forman sólo con ellas2 28. En esa menguada esfera
7

27 Locke lo consigue atribuyendo un significado genérico a tina


idea particular. Se opone asi a su previa identificación entre el
ser accidental y el ser intencional de las realidades del conoci­
miento; y además, escamotea una intervención de la inteligencia
—la auténtica, la espiritual— que hace posible que una misma
idea se predique de muchas realidades singulares.
28 En otros casos sostiene que la idea universal es siempre in­
viable. Lo demuestra la imposibilidad de construir un modelo
La moral demostrada... 201

— sería la tesis de Locke— con sólo contemplar nues­


tras «ideas abstractas de sensación» (?), es fácil conocer
de modo exhaustivo el cúmulo de sensaciones afines a
ellas; y a eso se reduce nuestro mundo: a modificacio­
nes sensibles de la materia. El nuestro es un universo
que, sin desertar de su condición meramente sensible,
asume en cierto modo las prerrogativas de lo abstracto
y universal.
Todo esto supone, para el conocimiento espontáneo
de cualquier hombre, una neta contradicción. Pero no
para el filósofo inmanentista. Por eso el materialismo
marxista —versión constitutiva de esta inmanencia gno-
seológica— se presentará como la respuesta más cum­
plida a los requerimientos del cogito: la resolución
última de la inmanencia es necesariamente materialis­
ta. Después de Hegel, que constituye el momento ideal
del sistema, entró en escena Feuerbach, para el que ni
el Género ni los particulares trascienden las condicio­
nes de la materia. Esta evolución se contenía potencial­
mente en el cogito cartesiano; pero sólo adquirió un
fundamento cognoscitivo explícito en el «yo siento» de
Locke.

3. POSIBILIDADES Y CARACTERISTICAS DE LA
MORAL RACIONAL COMO CONOCIMIENTO
AUTENTICAMENTE HUMANO

A) V erdades relevantes e irrelevantes

No ahorra Locke esfuerzos para determinar los ca­


racteres de su moral geométrica. Después de definir
como único conocimiento real y verdadero el que esta-

abstracto de triángulo que no sea ni equilátero ni isósceles, ni


escaleno, y a la vez los represente a todos.
202 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

blece con certeza proposiciones generales acerca de las


ideas simples y los modos, examina las formas en que
podemos acrecentar ese saber. Este análisis acabará
de poner en claro las razones que le han llevado a
disociar el universo mental en dos sectores: el de las
cosas que pueden conocerse, y el de las entidades in­
cognoscibles. Lo que ha originado radicalmente la im­
penetrabilidad de todo un conjunto de entes es el
rechazo del ser y su sustitución por el acto de percibir.
Deducida exclusivamente del sujeto, la realidad se des­
vincula de su acto primero constitutivo: no tiene que
extrañar, por tanto, que el conocimiento de los prime­
ros principios, que nos la presenta en su dependencia
primordial del acto de ser, no posea, para la ciencia de
Locke, ninguna relevancia.
En el Ensayo se denominan irrelevantes o triviales
a las posiciones inútiles para el conocimiento científi­
co. Son, fundamentalmente, de dos tipos: las «pura­
mente idénticas», en las que se afirma «que el mismo
término es el mismo término y la misma idea es la
misma idea» (IV, 8, n. 3); y aquéllas en las que « una
parte de la idea compleja se predica del nombre del
todo; o sea, aquéllas en las que una parte de la defi­
nición se afirma de la palabra definida» (IV , 8, n. 4).
Entre los enunciados idénticos, concede Locke un
puesto de honor a las máximas o axiomas de los esco­
lásticos. En las escuelas — dice— se pretende que todo
nuestro conocimiento «derive» de esas reglas generales;
gozan, por tanto, de un trato de favor. ¿Lo merecen?
Evidentemente, no: lo que determina la categoría de
una proposición y su grado de utilidad para el conoci­
miento,' es la evidencia de la concordancia o discordan­
cia de sus ideas. Pero ¿de dónde procede esa evidencia?:
de la percepción por la que advertimos que una idea
es idéntica consigo misma; y respecto a tal evidencia,
La moral demostrada... 203

los axiomas escolásticos no poseen ninguna primacía


(cfr. IV, 7, n. 4).
Como es notorio, no se ha percatado Locke de la ge-
nuina naturaleza de los primeros principios metafísi-
cos. Pero ¿por qué motivo?, ¿cuál es la raíz teórica
de donde dimanan sus dificultades? La hemos ya anun­
ciado: el abandono de la consideración del ente como
lo constituido por el ser, y su afán por definirlo exclu­
sivamente en base a la contemplación de las esencias
(conocidas), de las ideas; en base, por tanto, a su
posibilidad sensible-abstracta.
Dejando a un lado el grado ontológico de las realida­
des que considera, olvidando que la esencia se define
como participación de la perfección de ser, Locke
dirige su mirada, desde el acto de percibir, hacia la
posibilidad formal que las cosas presentan para ser
exhaustivamente conocidas. Opaca su inteligencia para
cualquier realidad que no se manifieste como clara y dis­
tinta, ¿podrá extrañar que se empeñe en quitar impor­
tancia a ese acto supremo, el ser, que alienta en lo
íntimo de las cosas como fuente de continuos interro­
gantes?
En el Ensayo, todo es «cuestión de ideas». Por eso,
se consideran relevantes los enunciados que afirman
«alguna cosa de otra, que es consecuencia necesaria de
la idea compleja precisa de la primera, pero que no
está contenida en ella: como la que dice que el ángulo
externo de todos los triángulos es mayor que la suma
de los dos ángulos internos opuestos» (IV , 8, n. 8 )w.

8 Agrega Locke un poco más adelante: «A llí donde no sea


conocida y considerada la idea distinta que una palabra repre­
senta, y no se afirme, de ella, algo que no está contenido en
la idea, en ambos casos nuestros pensamientos permanecen ente­
ramente prisioneros de los sonidos, y no pueden alcanzar nin­
guna real verdad o falsificación» (IV , 8, n. 13).
204 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Lo que acrecienta el conocimiento no es la contem­


plación de las cosas, sino la posibilidad de establecer
relaciones necesarias entre ideas, por medio de otras
ideas intermedias (cfr. IV , 8, n. 3). Las ideas, a este
respecto, son de dos tipos: concretas o abstractas. En­
tre las concretas hay unas que no pierden su valor al
hacerse universales: las ideas simples de sensación y
reflexión y los modos. Otras — las de sustancia— que­
dan absolutamente falseadas al generalizarse. Con éstas
últimas no es posible elaborar una ciencia; sólo cabe
un conocimiento «experimental», sujeto al aquí y al
ahora *.
Por eso nunca podremos obtener un conocimiento
científico de las sustancias corpóreas. Los sentidos, que
constituyen el único medio de abrirnos camino hacia
ellas, sólo nos dan a conocer existencias concretas,
mientras que el auténtico conocimiento versa sobre las
esencias universales3 3I. De ahí que, al elaborar las cien­
0
cias de la naturaleza, haya que dejar a un lado las
ideas abstractas, totalmente inútiles para ese fin, y re­
currir, por el contrario, «a la experiencia; y, hasta el
punto donde ésta alcanza, se puede tener un conoci­
miento cierto, pero no más allá» (IV , 12, n. 9). Por lo
tanto, Locke aconseja que abandonemos el intento de
conocer las entidades materiales, y que nos limitemos

30 «Todas las afirmaciones o negaciones particulares que no


serian ciertas al convertirse en generales, se refieren sólo a la
existencia y declaran solamente la unión o separación accidental
de las ideas existentes en las cosas; ideas que, según su natura­
leza abstracta, no tienen entre sí ninguna unión o repugnancia
conocidas» (IV , 9, n. 1).
31 «¿ a experiencia, aguí, debe enseñamos aquello que no puede
la razón; y sólo con el experimento podré conocer con certeza
qué otras cualidades coexisten con mi ide.a compleja» (IV , 12,
n. 9). Pero, según ya hemos visto, se trata de una certeza de
rango inferior y limitada exclusivamente al instante en que
percibimos.
La moral demostrada... 205

a utilizarlas en la medida en que nos reporten algún


beneficio s .
Al contrario, con las nociones abstractas de las ideas
simples y los modos podemos formar proposiciones
universalmente válidas que, aunque de por sí no se
refieran a ninguna existencia fuera de mi mente, serán
verdaderas para cualquier realidad que se conforme
con ellas. Es lo que ocurre con la moral científica
(cfr. IV, 11, n. 14). Las dos «ideas» básicas de esta dis­
ciplina son las nociones abstractas de Dios y de hom­
bre; por eso, una vez constituida una ética de este tipo,
si alcanzamos a demostrar la existencia de su objeto,
estaremos seguros de poder aplicarla a todas las cria­
turas racionales, siempre y en todo lugar (cfr. IV,
11, n. 13).
Según Locke, todos podemos conocer intuitivamente
nuestra propia existencia y lograr un conocimiento de­
mostrativo de la de Dios. La conclusión se impone: la
moral demostrada es viable; cada uno puede construir­
la sin abandonar su propia subjetividad. En cuanto a
los demás hombres, si existen, estamos «bastante» cier­
tos de que su moral coincidirá, a grandes rasgos, con
la nuestra, puesto que también estará integrada por
ideas abstractas cuya relación permanece idéntica para
cualquier entendimiento humano3 33. Además, podemos
2

32 «Podemos hacer experimentos y observaciones históricas de


las que podremos obtener ventajas para el bienestar y la salud,
y de esa manera acrecentar el patrimonio de las comodidades de
esta vida; pero me temo que más allá de esto nuestros talentos
no lleguen, ni, si no me equivoco, puedan avanzar nuestras
facultades* (IV , 12, n. 10).
33 Refiriéndose a estas ideas, dice Locke: «AHI donde podamos
suponer que exista una criatura como el hombre, dotada de tales
facultades y, en consecuencia, provista de ideas similares a las
nuestras, debemos concluir que, cuando aplique sus pensamien­
tos a la consideración de sus ideas, conocerá la verdad de ciertas
proposiciones que surgirán de la concordancia o discordancia per-
206 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

contar con Dios, quien, por su capacidad de incidir


sobre nuestras ideas, afianza la objetividad de la moral.

B) La construcción de la m oral racio nal

La moral demostrada; he ahí el gran deber de la


humanidad. Pero, ¿cómo sacarla adelante?
No se trata, dice Locke, de deducirla de principios
generales ya conocidos. Sería absurdo; para él, está
archidemostrado que jamás podremos alcanzar esos
axiomas antes que las ideas particulares y las verdades
que formamos con ellas. Cabría, sí, que otra persona,
que ya los abstrajo, nos los comunique. Pero poseer
cualquer tipo de verdades «sobre la fe de otros» es
peligrosísimo; pues nunca obtendremos la certeza de
la que deriva todo nuestro conocimiento mientras no
lo hayamos sometido a la duda radical hasta descubrir
su coherencia interna.
Además, como la ciega presunción de estos preceptos
es muchísimo más dañina en las cuestiones de moral y
religión, en las que está en juego la propia felicidad
(cfr. IV, 12, n. 4), si no queremos ser engañados en
cuestiones de tanto peso, debemos esmerarnos en dis­
tinguir los verdaderos principios de los que no lo son
(cfr. IV, 12, n. 5); y el único medio cierto de conse­
guirlo es aseguramos siempre, ante cualquier propo-

cibida entre ellas (...) Porque, después que tales proposiciones


hayan sido formuladas en tom o a las ideas abstractas de modo
tal que sean verdaderas, cada vez que podamos imaginar que
alguien las forme de nuevo, en cualquier tiempo, pasado o por
venir, serán siempre actualmente verdaderas. Ya que, suponien­
do que los nombres representen de manera perpetua las mismas
ideas, y teniendo las mismas ideas de modo inmutable las mis­
mas relaciones unas con otras, las proposiciones que se refieran
a ideas abstractas, y que sean verdaderas una vez, deben necesa­
riamente ser verdades eternas» (IV , 11, n. 14).
La moral demostrada... 207

sición y provenga de quien provenga, de la evidencia


intrínseca de sus ideas.
Entonces, ¿con qué recursos contamos para confec­
cionar la moral geométrica? Locke propone dos: «E l
primero consiste en procurarse y establecer en nuestro
espíritu ideas determinadas de aquellas cosas para las
que tenemos nombres generales o específicos; o, por
lo menos, de todas aquellas que queramos considerar
y en tomo a las cuales queramos acrecentar nuestro
conocimiento» (...) El otro consiste en «encontrar ideas
intermedias capaces de demostramos la concordancia
o discordancia que existe entre otras ideas no suscep­
tibles de ser inmediatamente confrontadas» (IV, 12,
n. 14).
Es necesario obrar como los «matemáticos, que a
partir de unos principios elementalísimos y fáciles, por
pequeños grados, y con una cadena continuada de ra­
zonamientos, llegan a descubrir y demostrar verdades
que, a primera vista, parecen superiores a la capacidad
humana» (IV , 12, n. 7). «La moral es tan susceptible
de demostración como las matemáticas (...) Y no dudo
de que, si se asumiese un método correcto, una gran
parte de la moral podría ser formulada con tal claridad
que, a un hombre reflexivo, no dejaría mayor motivo
de duda que la que pueda caberle sobre la verdad de
las proposiciones matemáticas que le hayan sido de­
mostradas» (IV , 12, n. 8).
De esta manera, Locke establece los confines de la
nueva ética. Se admite aquello que puede ser perfecta­
mente demostrado, lo que podamos deducir racional­
mente a partir de la contemplación de las ideas (cfr. IV,
12, n. 6); se rechaza lo que exige un asentimiento en
base a la palabra ajena. Y así, la moral sobrenatural no
es aceptable, ya que incluso la revelación divina se
transmite por medio de palabras y está sometida a la
debilidad del lenguaje; toda su función consiste en
208 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

suscitar unas nociones de cuya certeza también juzga la


razón individual.
Locke no rechaza el influjo de la fe. Mejor, no rechaza
sólo ese influjo; se opone a todo aquello que no sea
«reelaborado» —presupuesta la acción disolutoria de
la duda— a partir exclusivamente de la percepción
individual; también el ser, en lo que tiene de dado, de
no generado por la percepción. Pero la fe, más. Si
siempre que trascendemos la consideración de nuestras
«ideas perfectas» estamos «comprometiendo nuestra
mente a la consideración de otros» — y Locke se resiste
por ello a abrirse a la realidad en cuanto tal— , esa
resistencia se exaspera en el caso de la fe, en la medida
en que se multiplica el sometimiento de la inteligencia
(y de toda la persona) a una realidad inevitable34.

C) L a m o ral dbmostrada , « gran tarea


DE LA HUMANIDAD»

Locke aventura de nuevo, y ahora de modo definitivo,


la gran conclusión del Ensayo: para obtener la autén­
tica felicidad humana, hemos de entregarnos sin des­
mayo al estudio y construcción de la moral geométrica.
Nuestras facultades — arguye— no son capaces de pe­
netrar en la «fábrica interna y en las esencias reales
de los cuerpos»; pero sí que pueden descubrir todo lo

m «La pedagogía de la fe responde al modo propio de nuestra


naturaleza para llegar al conocimiento. El criticismo no es sólo
una actitud contraria a la fe sobrenatural, sino también al cono­
cimiento natural: es una actitud antipedagógica, que tiene más
de voluntarista que de racionalista, porque obedece fundamental­
mente a una decisión. El criticismo no se opone propiamente a
la fe, sino a la verdad recibida, sea cualquiera el modo de
recibirla y, en consecuencia, se opone a la fe, que es una verdad
doblemente recibida.» C. Cardona, Metafísica..., cit. p. 16.
La moral demostrada... 209

que necesitamos para fundamentar un saber del com­


portamiento: la esencia divina y nuestra propia esencia.
O más bien: en nosotros, la capacidad de experimen­
tar placer y pena; y en Dios, la garantía del placer
supremo que la actuación- nos acerca. Porque en efecto,
en esa ciencia de las costumbres no es necesario hacer
intervenir ni a Dios ni al hombre en su auténtica rea­
lidad — como sustancias— , sino simplemente como los
extremos de una relación moral fundada en el placer:
Dios, como capaz de producirlo; y nosotros, de experi­
mentarlo (cfr. IV, 12, n. 11): «P o r lo que sostengo
—dice— que se puede concluir que la moral es la cien­
cia apropiada y la gran tarea de la humanidad en ge­
neral (la cual demuestra un gran interés en la búsqueda
de su summum bonum, y además es apta para esa
búsqueda); mientras que muchas artes, que miran a
distintas partes de la naturaleza, representan la suerte
y responden al talento privado de hombres particulares
para el uso común de la vida humana, y para los fines
de su particular subsistencia en este mundo» (IV , 12,
n. 11). Una moral racional, deducida exclusivamente
según el ritmo de las ideas, es la garantía absoluta de
la felicidad perfecta.
Pero Locke no la incluye en el Ensayo; se limita a
proponer un procedimiento. Un método que, por ne­
garse a la trascendencia, constituía un buen instru­
mento para construir una moral definitivamente huma­
na, antropocéntrica. Sabemos que intentó elaborarla,
al menos por dos veces, a lo largo de su vida; y que, al
cabo, desistió de su e m p e ñ o Q u i z á se había perca­
tado de la ineptitud de su método, pues efectivamente,
un sistema como el suyo — necesariamente abocado al3 5

35 Se trata de dos manuscritos inéditos: Morality y Ethica B.


Aunque no conservan ninguna fecha, seguramente fueron escritos
después del Ensayo, entre 1692 y 1695.
210 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

psicologismo— no era el más adecuado para construir


una moral que, si quiere seguir siendo moral, no puede
abandonar la metafísica *. ¿O tal vez le retuvo un temor
lógico, nacido al vislumbrar las conclusiones en las que
había de desembocar su doctrina si se empeñaba en
llevar a puerto la empresa comenzada?
En efecto, si recogemos los elementos dispersos
aquí y allá a lo largo del Ensayo, podremos observar
que la ética esbozada en él difiere bastante de la moral
cristiana. Consecuencia lógica, por otra parte, ya que
el mismo proyecto de instaurar una moral geométrica
y subjetiva exige poner en duda cualquier referencia
extrínseca del sujeto y conservar sólo elementos que
cada uno descubre dentro de sí. En la filosofía moral
lockiana, todo puede ser demostrado en cuanto perma­
nece dentro del sujeto y éste se constituye en su fun­
damento últim o*37.
El primer requisito para alcanzar ese conocimiento
«exacto», esa ciencia cabal que va a permitir a Locke
el dominio de todas sus acciones, era negar el carácter

m «El carácter moral del obrar humano no es una ornamen­


tación accesoria de nuestras elecciones, sino algo metafísico:
está en el orden del ser; de lo contrario, no tendría seriedad al­
guna. No es que la moralidad tenga un fundamento metafísico,
sino que ella misma es metafísica» (L. Clavell, E l n o m b re m e -
tafisleo de Dios, aún sin publicar).
37 «Concédase a Lockc su principio de la sensación inicial, y
sin tardanza reconstruye una moral. Nosotros sentimos placer,
dolor; y de ahí nos viene la idea de lo útil y de lo perjudicial;
de ahí la idea de lo permitido y de lo prohibido; de ahí una
moral que sólo se funda en realidades psicológicas, y que, por
esta misma razón, posee un carácter de certeza que no tendría
si dependiera de alguna obligación exterior. Pues como la certeza
no es otra cosa que la percepción de la conveniencia o de la
disconveniencia por medio de ideas intermedias y como nuestras
ideas morales son, con el mismo título que las verdades matemá­
ticas, abstracciones elaboradas por nuestro espíritu, entre unas
y otras no hay diferencia específica y son igualmente seguras»
(P. Hazard, La crisis de la conciencia europea, p. 224).
La moral demostrada... 211

objetivo a nuestra relación con el mundo externo: la


inmanencia perceptiva. Y se impone también, como una
necesidad imperiosa, la inmanencia del objeto de la
voluntad34*3: de ahí la elevación del dolor y del placer
9
a principios éticos supremos, y la consiguiente degra­
dación de todo lo que no es subjetivo a la categoría de
intermediario para conseguir el propio fin; Dios y el
mundo se ponen sin reservas al servicio del placer
individual.

D) Dios y el mundo al servicio de la m oral


GEOMÉTRICA

Dios, el mundo, el alma. Si queremos establecer las


verdaderas dimensiones de la deontología de Locke,
habrá que confrontarla con estas tres coordenadas, que
«dan la medida esencial del vivir y del obrar huma­
n o s » C o n o c e m o s lo que piensa Locke sobre Dios y
el mundo, y el alcance que concede a sus relaciones con
el hombre. Sabemos también su opinión acerca de todo
un aspecto de la personalidad humana: el del conoci­
miento. Nos queda por examinar el otro gran sector
—el de la vida afectiva— , en parte más relevante, ya
que constituye el fondo íntimo de la individualidad
humana y la raíz de su plena realización en cuanto
persona.
Locke trata ampliamente sobre la libertad en el li­
bro II, en el capítulo dedicado a los poderes. La define

34 Por eso, a partir de la segunda edición del Ensayo, la vo­


luntad se refiere, exclusivamente, a la acción del que obra, y no
a algo exterior a ella. Según afirma Locke, sólo al sustituir el
término «cosa» por el de «acción» se encontró en condiciones
de ofrecer un concepto de libertad en consonancia con el resto
de su sistema.
39 C. Cardona, Metafísica..., cit. p. 78.
212 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

como el «poder de pensar o no pensar, de moverse o


no moverse, según la preferencia o directiva del espí­
ritu»; eji la misma medida en que se extiende ese poder,
dice, «en esa misma medida el hombre es lib re» (II,
21, n. 8). El imperio de la voluntad no se limita sólo
a las acciones sobre el cuerpo; se extiende también a
la consideración de las ideas, aunque no a su natura­
leza; es más, en este señorío sobre las representaciones,
sobre el hecho de prestarles o no atención, radica Locke
el momento originante de la libertad.
La libertad se afirma como fuerza originante, como
la capacidad de dar o no dar existencia a la acción que
la voluntad propone; como libertad de ejercicio, de
hacer o no hacer. Por otra parte, la voluntad es la
facultad o poder de ordenar, de p referir*. Su acto
propio es la volición o querer (cfr. II, 21, n. 28).
La voluntad tiene por objeto, en cada caso, una sola
acción. El hombre es libre cuando está en sus manos
hacerla-o-no-hacerla (cfr. II, 21, n. 27). A veces la acción
sigue a la preferencia, está de acuerdo con ella, pero no
existe la posibilidad de omitirla; como sucede, por
ejemplo, cuando una persona quiere permanecer en
una habitación que está cerrada con llave, y de la que
no puede salir. Entonces esa operación es voluntaria,
sigue el imperio de la voluntad, pero no libre: ya que
no existe la posibilidad de «no-hacer» la acción que
se ejecuta; el hombre no puede salir, y, por tanto, no
es libre de salir-o-no-salir.
Locke concibe la voluntad y la libertad como facul­
tades distintas. La libertad deja de ser una caracterís­
tica de la voluntad humana y levanta acta de indepen­

do «E l poder que tiene el espíritu de ordenar así (preferir) la


consideración de cualquier idea, o de dejarla o de preferir el mo­
vimiento de una parte cualquiera del cuerpo a su reposo, y al
contrario, en cada caso particular, es lo que llamamos voluntad»
(II, 21, n. 5).
La moral demostrada... 213

dencia (cfr. II, 21, n. 16). Supone esto un cambio notable


con respecto a la antropología tradicional; pero no es
el único: para Locke, el querer, acto propio de la vo­
luntad, se reduce a querer hacer, a imperio sobre las
potencias operativas; y palabras como elección o pre­
ferencia se reservan para expresar de modo exclusivo
el dominio de la voluntad sobre esas facultades. La vo­
luntad, resuelta en actos sucesivos de mandato, no
tiende a un objeto externo en cuya consecución descan­
se: no hay bien, ni bienes, con independencia de «los
actos» voluntarios. La libertad, a su vez, es «posibilidad
de acto», no de amor.
Libertad, voluntad; dos potencias distintas, pero com­
plementarias. La libertad es «energía primordial de ac­
ción», materia prima carente de rumbo, determinada
en uno u otro sentido por la voluntad: es plena dispo­
nibilidad del sujeto o libertad de indiferencia, en el
sentido moderno de la expresión. La voluntad, por su
parte, dirige ese impulso ciego, aplicándolo a una acción
concreta u ordenando su omisión. A su vez, lo que
define la dirección de la voluntad es el último juicio de
la razón, que dicta lo que es bueno y lo que no lo es 4I.
Libertad, voluntad y razón son los núcleos capitales
de los que dimana el acto humano. Sus dos extremos
son la libertad, que presta la fuerza, y la razón, que
determina la trayectoria. Entre ellos sitúa Locke, junto
con la voluntad, otros tres elementos: el malestar, el
deseo y el bien. Locke los considera como realidades

41 Por eso, radicalmente, la libertad es una fuerza puesta al


servicio de la razón, para prestarle su empuje. Pero también ella
detenta un cierto influjo sobre la voluntad y, a través de ella,
sobre el entendimiento; como el acto voluntario, el querer, es
una acción, su energía proviene de la libertad, y el hombre puede
impedir que se ejecute. Sin embargo, en lo que compete a la
dirección en sí misma, la libertad tiene poco que decir:, lo que
determina a la voluntad no es más que el espíritu; y, más en
concreto, el último juicio de la razón.
214 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

interiores a un mismo y único espíritu: la persona


humana42*.
La voluntad es determinada por el «malestar pre­
sente sentido» (cfr. n. 31), causado siempre por la
presencia de un mal, o por la ausencia de un bien en
cuanto dicha ausencia se manifiesta como mala: es
decir, en la medida en que provoca un malestar. El
malestar, por su parte, siempre viene acompañado del
deseo de un bien42; y ese bien, que de alguna manera
constituye el motivo último del acto voluntario, no es
otra cosa sino placer o goce: algo también interior al
sujeto.
Locke consagra así de modo definitivo la inmanencia
tendencial del hombre: el bien, objeto de la voluntad,
origen del dinamismo por el que la persona busca aque­
llo que le trasciende, resulta sustituido por el placer, o

42 «En tercer lugar, ya que la voluntad no es sino el poder del


espíritu de dirigir las facultades operativas del hombre en el sen­
tido del movimiento o del reposo, en la misma medida en que
éstas dependen de tal dirección, a la pregunta sobre qué cosa
determina la voluntad, la respuesta verdadera y apropiada es
el espíritu. Si esta respuesta no satisface, entonces está claro
que el significado de la pregunta sobre qué cosa determina a la
voluntad, es éste: ¿qué cosa mueve al espíritu, en cada caso
particular, a determinar su poder genérico de ordenar este o
aquel particular movimiento o reposo? Y a esto respondo: el mo­
tivo por el que se continúa en un determinado estado o acción
no es otro que la satisfacción que se encuentra en él en el pre­
sente; el motivo para cambiarlo es un cierto malestar o intran­
quilidad (uneasiness)... Es este el gran motivo que obra sobre
el espíritu para ponerlo en acción, y, por brevedad, diremos que
determina a la voluntad: como explicaré más ampliamente» (II,
21, n. 29). (La cursiva, en este caso, es mía.)
Ese «gran motivo» permitió a Kant lanzar sobre toda la filo­
sofía anterior la acusación de eudemonismo; y en verdad, parece
que la delectación, la eliminación del malestar presente, sustituye
en la filosofía de Locke a la posesión del bien, como esencia
misma de la felicidad.
42 «Estoy seguro de que, donde hay malestar, hay también de­
seo» (II. 21, n. 46).
La moral demostrada... 215

resonancia que la posesión de ese bien produce en el


que lo goza: la quietatio voluntatis. Y, como conse­
cuencia, el objeto de la voluntad queda constituido por
su mismo acto44: la voluntad no tiende ya a algo exte­
rior a ella, sino a su propia «acción». El círculo opera­
tivo que constituye el entendimiento y la voluntad no
concluye ahora en algo extrínseco al sujeto, sino que
se cierra en el interior del mismo; y esto es exclusivo
de Dios45.
* * *

Para conseguir este efecto, Locke tiene que rebajar


la virtualidad de las potencias apetitivas del hombre
hasta reducirlas al nivel sensible. «L a aprehensión sen­
sitiva no capta la razón común de bien, sino sólo un
determinado bien particular en cuanto es deleitable.
Por eso, según el apetito sensitivo que hay en los ani­
males, las operaciones se buscan a causa del deleite
que producen. Pero el entendimiento aprehende la razón
universal de bien, a cuya consecución sigue el deleite.

44 «E l deleite consiste en cierto aquietamiento de la voluntad,


causado por la bondad del objeto en el que reposa. Por lo tanto,
si la voluntad se aquieta en una operación, su sosiego procede de
la bondad de dicha operación. Pero la voluntad no busca el bien
por el sosiego que éste comporta, pues entonces el mismo acto
de la voluntad seria su fin; y esto, como hemos demostrado, es
falso» (S. T omás, S. Th., I-II, q. 4, a. 2, c).
45 «Tanto en nosotros como en Dios hay una concatenación en­
tre los actos del entendimiento y de la voluntad; pues la voluntad
retorna a aquello que fue principio del conocer. En nosotros,
esta concatenación concluye en algo exterior, pues el bien exter­
no mueve nuestro entendimiento, motor a su vez de la voluntad,
que tiende, mediante el apetito y el amor, al bien exterior. En
Dios, sin embargo, este circulo se cierra en si mismo: Dios, al
conocerse, engendra una semejanza de si que es el principio
cognoscitivo de todo lo que conoce —pues todas las cosas las
entiende al percibirse a si mismo—; y a partir de este concepto
se ama a si mismo y a todas las criaturas» (S. T omás, De Po-
tentia, q. IX ).
216 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

De ahí que persiga con prioridad el bien a la delec­


tación» *•
Desde el mismo instante en que Locke abandonó la
originalidad del entendimiento y, con ella, la univer­
salidad del ente, se condenó a perder la auténtica natu­
raleza del bien, y a asimilar el dinamismo psíquico de
la persona humana al de cualquier animal desprovisto
de inteligencia; abocado a la percepción sensible, que
provoca en él un placer o un dolor, el hombre responde
a ese impulso como podría hacerlo una máquina do­
tada de dinamismo interno: ciegamente.
Sin embargo, dice Locke, no es así. No es así, porque
en la delimitación del bien interviene de modo positivo
la razón; porque es el último dictamen de la inteli­
gencia lo que determina a la voluntad a marcar su
ruta a las potencias operativas. El hombre se mueve
a sí mismo por el juicio racional; y siempre que se
mueva exclusivamente por él, se puede decir libre. He
ahí la gran diferencia, la diferencia radical, entre el
hombre y las bestias; he ahí lo que consuma y da
el refrendo definitivo a esa religión «humana» que el
siglo de Locke anda buscando. Sin la razón, la libertad
es «un impulso ciego»; con ella, y por ella, se toma
libertad auténtica, liberada: «Sin libertad, la inteli­
gencia no tendría ningún fin; y sin inteligencia, la liber­
tad (suponiendo que la cosa fuese posible) no significa­
ría nada (...) Bastante poca es la diferencia entre venir
empujado de un impulso ciego desde el exterior o des­
de el interior» (II, 21, n. 69).
Locke concibe la libertad como «espontaneidad ra­
zonada» o, incluso, como «necesidad razonada»; una
vez que la razón emite su último juicio, aquel que cons­
tituye una acción en buena, lo que sigue es un encade­
namiento de actuaciones que se suceden de manera

* S. T om As, Summa Theologiae, I-II, q. 4, a. 2, ad 2.


La moral demostrada... 217

automática (cfr. n. 53). Y el que se actúen de ese modo


necesario no sólo no es un defecto de nuestra natu­
raleza, sino su perfección natural: es precisamente lo
que nos hace libres (cfr. II, 21, n. 49). « Y por eso cada
uno, por su constitución como ser inteligente, está
necesariamente obligado a venir determinado por su
razón o juicio a querer lo que es mejor para él: de
otro modo, estaría sojeto a la determinación de otro,
lo que sería falta de libertad» (II, 21, n. 49).
Si en realidad todo hombre es libre cuando depende
sólo de un Dios providente, en Locke lo es cuando se
subordina de modo exclusivo a su propia Razón. ¿Hay
que hablar, entonces, de racionalismo? Sí... y no. Sí,
porque lo que constituye la perfección suma de nuestra
naturaleza, lo que consagra su libertad, es la mediación
racional en la determinación de la voluntad por el
bien. Y no, porque lo que permite el pleno desenvol­
vimiento de la razón en su ejercicio constitutivo del
bien propio, es la libertad de suspender la ejecución
de cualquier acto hasta haber considerado con dete­
nimiento su conveniencia o disconveniencia. Lo que
expresa esa congruencia es su conexión con la felicidad
total del individuo: se vuelve de nuevo a la libertad-
placer.
Según Locke, lo único que arrastra de manera abso­
luta al hombre, el motor de todo su dinamismo psíqui­
co, es la felicidad: el ansia absoluta y necesaria de feli­
cidad. Todo lo demás, cualquier bien presente, mueve
en cuanto se considera como parte de ese bien sumo47.
El hombre es libre, por eso, en la medida en que la

47 «N o todo bien, incluso visto o profesado como tal, mueve


necesariamente el deseo de cualquier hombre concreto; lo que
mueve, al contrario, es aquella parte o medida de él que viene
considerada y tomada como parte necesaria de su felicidad»
(II. 21 n. 44).
218 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

determinación de la propia felicidad absoluta —sum­


mum bonum— depende sólo de la razón; y en la medida
en que los otros bienes, los bienes parciales, sean tam­
bién descubiertos y constituidos por un juicio racional
ecuánime.
La felicidad es para cada individuo un cierto infini­
to; y respecto a él obtienen su grado de libertad las
acciones particulares. La libertad emerge sobre los
bienes participados, no está unívocamente abocada a
ellos, porque tiene por objeto el Infinito, el Bien por
esencia4*: por eso el hombre puede obrar con señorío
en relación a los bienes de este mundo. La infinitud
de Locke, sin embargo, es una infinitud degradada, su­
cesiva: como sucesivo es el ser sensible. Es la suma
acumulada de finitos (cfr. II, 21, n. 43). La felicidad
de Locke es algo futuro, y de algún modo desplegado
en el tiempo: y por eso, precisamente, el hombre puede
elegir su propia felicidad.
Según Locke, la voluntad no es libre de querer o no
querer una acción cuando ésta se le presenta como
algo inmediato, y está en sus manos el llevarlo a tér­
mino; necesariamente debe preferir la acción o su omi­
sión; y esa acción u omisión se seguirá sólo del acto
de voluntad que impera a las potencias: es necesaria **.*4
9

«* Cfr. S. T om As, Summa Theologiae, I-II, q. 10, jt. 2, c.


49 «Siendo el querer, o volición, una acción, y consistiendo la
libertad en el poder de obrar o no obrar, el hombre, respecto al
querer, o sea, al acto de la volición, cuando una acción cual­
quiera que esté en su poder llevar a cabo le haya sido propuesta
a sus pensamientos com o cosa que debe hacerse (subrayo yo),
no puede ser libre. La razón de esto es bien clara. Ya que, siendo
inevitable que la acción que depende de su voluntad exista o no
exista, y siguiendo la existencia o no existencia en modo perfecto
a la determinación o preferencia de su voluntad, no puede evitar
querer la existencia o no existencia de aquella acción; es absolu­
tamente necesario que quiera una cosa u otra; es decir, que pre­
fiera una cosa a otra, ya que una de las dos debe seguir necesa­
riamente, y aquella que sigue, sigue por la elección o determina-
La moral demostrada... 219

No sucede lo mismo cuando se trata de algo futuro;


por eso, el hombre es libre de considerar o no aque­
llas ideas que le van a llevar a definir lo que constituye
para él su sumo bien. Existe un cierto control sobre la
propia felicidad: cada uno puede descubrirla o no
descubrirla, aplicando sus potencias a la consideración
de lo que es su bien supremo, o no aplicándolas. Cada
uno puede llegar hasta ella, a partir de las ideas de
placer y dolor, y de aquellos objetos o acciones que
las causen en él, guiado necesariamente por la rigidez
de la demostración racional. Pero puede también no
descubrirla: es libre.
Por otra parte, el bien sumo no es el mismo para
todos los hombres, ya que su fundamento último es el
placer individual, y los «paladares» — la capacidad de
sentir placer— no son idénticos. Cada uno debe, por
tanto, establecer para sf su propio y sumo bien; y tendrá
que deducirlo de las ideas simples de placer y dolor,
único criterio cierto para juzgar de la bondad o ma­
licia de algo50.

ción de su espíritu; o sea, por el hecho de que él la quiere: ya


que, si no la quisiera, no serla. De modo que, en relación ,al acto
de querer, un hombre (en tal caso) no es libre: ya que la libertad
consiste en el poder de obrar o no obrar; poder que, por lo que
respecta a la volición, un hombre, en el caso que hemos dado,
no tiene» (II, 21, n. 23).
so Cfr. II, 21, n. 43. A este respecto, afirma Viano: «En este
sentido, el doing o f good y el doing o f harm ya no se determinan
sobre la base de un comportamiento estable, único para todos y
en todas las situaciones; sino como respuestas positivas o ne­
gativas ante determinados requerimientos. Bien o mal en general
es aquello que satisface a una exigencia determinada, generando
placer o eliminando una inquietud. De este modo, la posibilidad
de hablar del fin último de las acciones humanas se viene abajo,
junto con todo el orden jerárquico de los medios y de los bie­
nes menores; al paso que se toman posibles los conflictos entre
bienes, ya que lo que colma algunas exigencias de un individuo
puede no satisfacer otras exigencias de ese mismo sujeto» (o. c.,
p. 138).
220 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

—Para Locke, el principal ejercicio que un hombre


puede hacer de su libertad consiste en poner a la razón
en condiciones de constituir, libremente (es decir, ra­
cionalmente), su Bien Sumo (cfr. II, 21, n. 69): «aquél
que dará el tono ético a los demás bienes particulares.
Y con respecto a esta acción fundamental, que se
refiere a algo futuro, el hombre es libre. ¿Lo es tam­
bién respecto a los bienes parciales? A primera vista,
parece que no: dado nuestro modo de ser, sensible y
sucesivo, el objeto de la voluntad es siempre un solo
acto. Por otra parte, la felicidad consiste, antes que
nada, en librarnos del malestar presente; en consecuen­
cia, el hombre se encuentra determinado a la disolu­
ción del malestar actual y a la consecución del placer
inmediato: no es libre. ¿De qué le sirve poder constituir
su bien sumo, si se encuentra sometido a irnos bienes
parciales, que pueden impedirle llegar hasta él?
Pero no hay que preocuparse: la volición es también
un acto; y el hombre, gracias a la libertad, tiene en sus
manos «el poder de suspenderla o de actuarla»; es un
dato de experiencia51. He ahí el verdadero fundamento

si «La mayoría de las veces el espíritu tiene el poder de tener


en suspenso la ejecución de, un acto, la satisfacción de uno cual­
quiera de sus deseos: asi puede tenerlos en suspenso todos, uno
después del otro; es libre de considerar los objetos, de exami­
narlos en todos sus aspectos, y ponerlos en relación cón otros.
La libertad del hombre está en-esto; y de no usarla justamente
viene toda esa masa de equivocaciones, errores y defectos en los
que caemos en la conducta de nuestra vida y en nuestros esfuer­
zos hacia la felicidad: o sea del hecho que precipitamos la de­
terminación de nuestra voluntad, y nos empeñamos demasiado
pronto antes de haber examinado la cuestión debidamente. Para
impedir esto, tenemos el poder de suspender el proseguimiento
de esta o aquella cosa deseada, como cada uno puede experi­
mentar en si mismo cada dia. Esta me parece la fuente de toda
libertad; en esto parece consistir aquello que (impropiamente a
mi parecer) se denomina libre albedrío...» (II, 21, n. 48). En este
caso la cursiva es mía.
La moral demostrada... 221

de la libertad lockiana: la capacidad de «tener en sus­


penso» la ejecución de un acto concreto hasta haber
examinado con las precauciones necesarias si es o no
un bien, poniéndolo en relación con la propia felicidad
(cfr. n. 53).
Pero si la acción capaz de producir en el sujeto un
placer es recta exclusivamente por esa capacidad de
producirlo (cfr. II, 21, n. 43), cualquier acción que nos
libere del malestar presente será justa, y la mejor que
podíamos realizar en aquel instante. En este sentido,
estamos necesariamente determinados a realizar un
conjunto de actos buenos: no hay posibilidad de mal.
Para romper ese determinismo, Locke introduce otra
coordenada: la dimensión sucesiva de nuestra felici­
dad, compuesta por la suma de placeres finitos y mo­
mentáneos. En todo bien, dice, hay que considerar dos
aspectos: «En primer lugar, lo que es propiamente
bueno o malo no es otra cosa que simple placer o
dolor (...). En segundo lugar (...) son consideradas
buenas o malas también aquellas cosas que llevan de­
trás de si placer o d olor» (n. 60). Y este nuevo aspecto
del bien le permite trascender la necesidad apremiante
del placer sensible®. Por otro lado, le permite dotar
de objetividad a una deontología subjetiva. En efecto,
si redujéramos el bien y el mal a su resonancia pre­
sente en el sujeto, cada uno será muy libre de poner
por obra aquellas acciones que en cada instante le
provoquen mayor goce; es más, en base a ese ansia de
felicidad absoluta, que constituye como el imperativo
moral del que deriva la tonalidad ética de sus acciones,
estará obligado (moralmente, con razón de deber) a
producirlas; ya que con eso realiza y constituye el bien.5
2

52 «Si cualquiera de nuestras acciones estuviese cerrada en si


misma, y no arrastrase detrás suyo otras consecuencias, induda­
blemente no nos equivocaríamos jamás en nuestra elección del
bien: siempre e infaliblemente preferiríamos lo m ejor» (n. 60).
222 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

Considerada bajo este aspecto, la moral de Locke


declina en subjetivismo. Se libera de él por la indi­
cada referencia al futuro: si existe un Dios capaz de
producirnos placer o dolor en otra vida, y un placer
o dolor muy superiores al que nuestras acciones pre­
sentes nos acarrean, el mismo imperativo de felicidad
que hay dentro de nosotros nos obliga a considerar las
consecuencias de cada uno de nuestros actos, en rela­
ción no sólo al bien actual, sino también al posible
bien futuro, y como ese bien depende de una Voluntad
Omnipotente, debemos someternos a la ley única e in­
mutable, nacida del arbitrio divinoM.
Recurso in extremis a un Dios arbitrario y nomina­
lista; cuerpo extraño en una doctrina en la que, radi­
calmente, el bien tiene su único fundamento en el
sujeto. ¿Cómo es posible que una acción buena en sí
misma, simpliciter y «propiamente* buena, pueda traer
como consecuencia algo, el dolor, simpliciter y «pro­
piamente» malo? En el fondo, lo que late en la doctrina
de Locke es una tensión no resuelta entre el auténtico
Principio de la Bondad — Dios, Ipsum Esse, Ipsum
Bonum— y ese otro origen subjetivo, el ansia de felici­
dad que pugna por constituirse en principio único,
sin principio. Dualidad no resuelta en cuanto a las
conclusiones aceptadas por el autor, porque substan­
cialmente el conflicto está decidido; y la misma posi­
ción del problema designa como vencedor absoluto a
la subjetividad individual constitutiva. De eso se en­
cargará la historia.
* * **

s «Las recompensas y castigos de otra vida, que el Omnipo­


tente ha establecido 'como sanción de su ley, tienen un peso
suficiente para determinar la elección, de frente a cualquier pla­
cer o dolor que pueda producir esta vida presente, cuando se
considere aunque sólo sea la posibilidad de un estado eterno,
cosa de la que ninguno puede dudar...» (II, 21. n. 72).
La moral demostrada... 223

Resumamos: la libertad en Locke se articula en dos


fases fundamentales; y en las dos, la posibilidad del
acto libre la costituye nuestra aptitud para suspender
la determinación de la voluntad hasta que los términos
en que el problema se plantea aparezcan con la cla­
ridad necesaria. £1 primero y radical de estos momen­
tos es la elección del propio bien supremo, de aquello
que genera la felicidad más cumplida. El segundo de­
pende en gran parte de éste, y consiste en examinar
la bondad o malicia de cualquier acción, refiriéndola
a la felicidad total.
En uno y otro caso, el alcance de la libertad humana
está en negarse a determinar a la voluntad hasta que
no se haya comparado el bien presente con la felicidad
futura; en negarse, por tanto, a someterse a un juicio
falso; en decir que no hasta que la razón no haya dado
su dictamen definitivo. La causa de la elección mala
es siempre un defecto de razonamiento, provocado por
la precipitación al juzgar de la verdad de aquello que
se propone54; y este error (racional) es imputable.
Por eso, considerada en su conjunto, la filosofía mo­
ral de Locke puede clasificarse como racionalismo-, es
la razón la que da el fin a una libertad atemática. El
juicio racional perfecto y acabado asegura necesaria­
mente la consecución del propio fin; la libertad, im­
pidiendo la determinación precipitada de la voluntad,
asegura el uso sin prejuicios, libre de trabas (cfr. II,
21, n. 54), de una razón que a su vez encauza esa ener­
gía primordial del hombre a la consecución de la feli­
cidad a que tiende. El núcleo de toda la vida moral
humana consiste en poner a la razón en condiciones de
juzgar correctamente; y nuestra única obligación con­

54 «E l juicio errado que nos lleva fuera del camino y frecuen­


temente induce a la voluntad a detenerse en el partido peor, con­
siste en representarse erróneamente el mérito respectivo de las
cosas» (11, 21, n. 64).
224 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

siste en juzgar con calma; después, la necesidad inhe­


rente a la naturaleza de las ideas nos obligará a obrar
del modo más apto para conseguir la felicidad perfecta
(cfr. II, 21, n. 53).
De ahí la importancia excepcional que Locke con­
cede a la ética demostrada como instrumento de domi­
nio sobre el propio fin; basta que la razón actúe en
toda su pujanza para lograr la seguridad plena de con­
seguir nuestro destino: «la moral, establecida sobre
sus verdaderos fundamentos, no puede no determinar
la elección en todo aquel que quiere tomarse la moles­
tia de examinar las propias acciones; y el que no quiera
ser una creatura racional en la medida necesaria para
reflexionar seriamente sobre la infinita felicidad o infe­
licidad, inevitablemente tendrá que echarse la culpa a
sí mismo, por no haber hecho el uso que habría debido
de la propia inteligencia» (II, 21, n. 27).

* * *

Locke concibe la libertad como poder, como fuerza


originaria; como energía primordial no finalizada. La
libertad de Locke es «poder», pujanza; y nada más: su
único objetivo es una felicidad subjetiva y atemática;
Y aquí surge la primera y radical divergencia con res­
pecto al auténtico concepto de libertad. En Locke es
la felicidad, el ansia de felicidad, el origen del dina­
mismo de toda la vida psíquica volitiva; como era la
percepción, la capacidad de percibir, el de todo el co­
nocimiento. Pero en un primer momento, ese dinamis­
mo carece de dirección; es, sin más, fuerza.
Al contrario, de suyo la libertad es energía porque
está finalizada; puede moverse porque tiene dirección.
El ser del hombre, libre porque se le ha concedido el
privilegio de su propia realización en cuanto ser, debe
moverse por sí mismo hasta actualizar por completo
La moral demostrada... 225

su propia virtud; pero sólo la actualiza si camina en


el sentido debido. El hombre libre es principio abso­
luto en su propio orden; pero tiende, por su misma
naturaleza, a Dios. Y como es libre, puede rechazar el
Fin al que su misma perfectio essendi está dirigidaH.
La libertad primigenia del hombre radica en la capa­
cidad de adhesión voluntaria al Fin último, pudiendo
al mismo tiempo no adherirse. La libertad humana
fundamental, la que libera las otras libertades, debe
entenderse no como elección del propio fin, sino como
adhesión al Fin propuesto: como asunción voluntaria
de la tensión que le dirige hacia su objeto, y como
intensificación voluntaria de esa tensión5
56. El hombre
puede romper su ordenación al fin último por el pe­
cado; pero ese acto por el que se escoge a sí mismo,
rechazando a Dios, no sería ni su libertad, ni parte de
su libertad, aunque sí una manifestación — triste ma­
nifestación— de ella57.
Dejando al lado otras precisiones de detalle, es en
este terreno donde debe buscarse la incompatibilidad
de fondo entre la moral que Locke propone y la ética
natural y cristiana. En la moral, que es la ciencia que
conduce al hombre a su Sumo Bien, es necesario con­
siderar dos extremos: Dios, Bondad por Esencia, Ipsum

55 «La libertad se endereza por sí misma a una sola cosa, es


decir, al bien; pero de tal modo, que puede apartarse de él o
permanecer en el bien. Ya que si tendiera inevitablemente al
bien, no sería lícito hablar de voluntad (lib re)» (S. T omás, In l
Sertt., d. 39, q. II, a. 2, ad 3).
66 «L a originalidad de la libertad humana está en ser un
principio nuevo en el mundo, que puede modificar, dentro de
ciertos límites, el mismo curso de la naturaleza; pero que sobre
todo lo constituye la verdadera posibilidad de trascendencia del
hombre en dirección del Absoluto y como apertura hacia la fe
y la gracia que lo deben salvar» (C. Fabro, ¿'anima (Introdu-
zione al problema dell’uomo), Editrice Studium, Roma, 1955,
p. 137).
57 Cfr. S. T omás, De Veritate, q. 22, a. 6, c.
226 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Esse; y el hombre, creatura espiritual e inmortal, des­


tinada por su misma naturaleza a conocer y amar a
Dios sobre todas las cosas, con un amor absoluto e
incondicionado.
Dios es el Bien. £1 mundo, y el hombre, son bienes
por participación. En cuanto son, son buenos; pero no
absolutamente. Y el hombre, por su rango superior,
está destinado a alcanzar su bien supremo moviéndose
a sí mismo. El ámbito en el que despliega su libertad
es el mundo, las cosas que le rodean; son ellas las que
constituyen esos requerimientos divinos que le ofrecen
la posibilidad de actuar la tensión que lo devuelva a
su Fuente5*.
El hombre es sujeto de moralidad porque puede co­
nocer y amar a Dios como Bien Sumo y al resto de los
bienes como dependientes de él. El mundo es la escena
donde desarrolla su vida ética; y para que su repre­
sentación tenga un final feliz, debe amarse a sí mismo
y al resto de las criaturas como criaturas: es decir,
por Dios, Principio Absoluto de su bondad.
En la filosofía moral de Locke los términos se in­
vierten. Dios ya no es bueno sin más, sino por su
relación a mí: porque puede producirse un placer; y si
se le concede aún la categoría de Bien Supremo es sólo
por su poder de generar un gozo sumo, aunque finito,
sensible. El mundo no es bueno por haber sido creado
por Dios, porque participa de su bondad, sino porque
me permite alcanzar la bienaventuranza. Los dos, por
tanto — Dios y el mundo—, deben ser queridos por su
relación a mí (propter me), y sólo por ella. De este*

5* «De algún modo, cualquier criatura se encuentra en Dios


antes que en si misma, pues de El procede, y comienza a distan­
ciarse de Dios por la creación. Y por eso, porque antes de ser
estaba unida a Dios, la criatura racional debe volver a El, como
también los ríos retoman a su origen» (S. T omAs, Contra impugn.
Dei cultum et relig., 1).
La moral demostrada... 227

modo la felicidad, el ansia de felicidad, se convierte en


principio y fin de la existencia de cada hombre, en
motor primero de sus actuaciones596 , en razón y fin de
0
su libertad La búsqueda de la dicha se erige en lo
principalmente amado y principio de cualquier otro
querer616; sustituye a Dios como causa volendia.
2
El hombre debe amarse a sí mismo, amar al mundo
y amar a Dios; lo que la moral natural y la ley cristiana
imperan es que el amor al mundo y el amor propio se
subordinen al de Dios. Junto a esta manera de amor
propio, en Dios y por Dios, caben otras dos: el amor a
sí, en razón del propio bien, pero sin hacer de este
bien el fin absoluto y principio fontal de cualquier otro
amor; y el amor del propio bien, que se constituye en

59 «Si se preguntase todavía qué es lo que mueve al deseo,


respondería: su felicidad y sólo ella» (II, 21, n. 42).
60 «E l fin mismo de la libertad es que podamos alcanzar el bien
que escogemos» (II, 21, n. 49).
61 «E l objeto principalmente querido es para el que quiere la
causa de su querer. Y así cuando decimos: quiero andar para
curarme, estamos señalando la causa de nuestro querer. Y si
preguntáramos de nuevo: ¿por qué quieres curarte?, establece­
ríamos una cadena de causas, hasta llegar al fin último, que
es lo principalmente querido y causa por sí mismo de nuestro
querer» (S. T om As, C. G., I, 74, n. 635).
62 Puede descubrirse en todo este planteamiento un influjo
claro del protestantismo. Para Lutero, la realidad de Dios —Uno
y Trino— es, en si misma, irrelevante; y lo mismo la Persona de
Cristo. Lo que importa es su acción respecto al hombre, la obra
redentora: «... si Cristo es llamado Cristo no es porque tenga
dos naturalezas: ¡a mí qué más me dal Si lleva ese nombre gran­
dioso es a causa de la función y de la obra que ha asumido. He
aquí lo que da el nombre. Que por naturaleza sea Dios y Hom­
bre, eso le importa a él; pero por cuanto por su función se
vuelve hacia mí, derrama sobre m í su amor, es mi Redentor y mi
salvador: he aquí que es para mí entonces mi consolación y mi
bien» (Dr. Martin Luthers Werke, Weimar, 1912-1921, X V I, p. 217).
Sobre el inmanentismo religioso de Lutero y sobre su influencia
en la filosofía y teología posteriores, cfr. R. García de Haro,
Historia teológica del Modernismo, EUNSA, Pamplona, 1972.
228 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

fin y causa originaría de los demás amoresu. Este


último modo de querer es contrarío a la caridad, tiene
razón de pecado; es más, constituye substancialmente
la raíz de cualquier otro pecado6 64. Y ése es el amor
3
que encontramos en la base de la ética demostrada.
Naturalmente, no se trata de juzgar el estado espiritual
de Locke, y mucho menos sus intenciones, sino sim­
plemente de arrojar un poco de luz sobre los principios
de su ciencia.
El amor propio desordenado es imputable en cuanto
que el hombre, que es una criatura, se arroga los de­
rechos del Creador. Pero ¿es esto posible?; si el hombre
es un ser participado, que tiende por naturaleza a su
propio fin, al Ser, ¿es posible que se constituya a sí
mismo en fin propio y en fin de toda otra criatura?
¿Cabe tal grado de deficere?
Cabe. Y cabe, precisamente, porque el hombre es
libre, porque está llamado a un Fin más alto que el de
la creación material. Por su mayor participación en el
ser, el hombre puede no lograr el Fin que naturalmente
alcanzan las criaturas no espirituales; es ésa la contra­
partida del amoroso designio por el que quiso Dios
que nos dirigiéramos a El libremente, para hacemos
más intimamente partícipes de su vida. La libertad

63 «E l amor que alguien guarda a sí mismo puede relacionarse


de tres modos con la caridad. El primer modo, opuesto a la
verdadera caridad, se da cuando alguien pone su fin en el amor
del propio bien. El segundo modo se incluye en la caridad, y
aparece cuando uno se ama a si mismo por Dios y en Dios. El
tercer modo, aunque distinto de la auténtica caridad, no la niega,
pues alguien puede amarse a sí mismo por las perfecciones que
posee, sin constituir el propio bien en fin último; y del mismo
modo puede amar a las personas que le rodean, por algún motivo
diverso del puro amor de Dios, como son la consanguinidad o
algún otro motivo humano referible a la caridad» (S. T omás,
Summa Theologiae, II-II, q. 19, a. 6, c).
64 Cfr. In I I Sent., d. 42. a 1, sol.'
La moral demostrada... 229

radical, en efecto, consiste en el poder causarse de


modo absoluto en el propio orden, dirigiéndose volun­
tariamente hacia el Fin que señala la propia natura­
leza; sin embargo, para que el hombre pueda dirigirse
por sí mismo, es necesario que también pueda no-diri-
girse, volviéndose hacia las realidades distintas de
Dios tó.
Y ese fin distinto de Dios, ese «otro-dios*, no puede
ser, para cada persona, sino ella misma. Porque el ob­
jeto propio de su voluntad es el Bien infinito, el hom­
bre está totado de una ilimitada capacidad de amor;
y esa capacidad ilimitada hace de sí mismo un cierto
todo, un cierto infinito o absoluto, que le permite
quererse con un querer incondicionado y condicionante
de cualquier otro amor. Es a eso a lo que llamábamos
inversión de la polaridad en las relaciones éticas.
Inversión que en Locke es paralela y en cierto modo
consectaria de la que realiza en el ámbito del conoci­
miento; a base de no mirarse sino a sí mismo y al ente
en cuanto contenido dentro de sí, el hombre se des­
lumbra ante su propio todo, ante su ilimitada capaci­
dad de amar y conocer. La voluntad, como el entendi­
miento, por su naturaleza espiritual, puede volverse

45 «En las criaturas más nobles se halla, además de la natura­


leza, otro principio más alto, que es la voluntad; pues cuanto
más cerca está uno de Dios, tanto más libre es de la coacción
de las causas naturales, como afirma Boecio (V. de Consol, pro­
sa 2). Por eso las criaturas libres pueden conservar el recto orden
exigido por su naturaleza, tendiendo a su propio fin, o abando­
narlo, apartándose de ¿I; pues si inevitablemente, por providen­
cia divina, se enderezasen a su fin quedarían privadas de la mis­
ma condición de su naturaleza libre, como dice Dionisio. Por eso,
Dios las ha forjado de tal modo que puedan pecar, dejando en su
poder la posibilidad de apartarse o no del propio fin; cosa que
no ocurre a los entes inferiores» (S. T omás, ¡n / Sent., d. 39,
q. II, a. 2 sol.).
230 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

sobre su propio acto, querer querer “ , y querer su pro­


pio querer en cuanto éste es bueno; y puede conver­
tir el querer con el que quiere en la causa fontal de
cualquier otro amor. He ahí la raíz de la posibilidad
del deficere humano67.
Lo curioso es que Locke niegue a la voluntad ese
poder de reversión. La voluntad, dice, no es libre de
querer o no; el mismo modo de plantearse la cuestión
es un absurdo (cfr. II, 21, n. 23). Curioso, no porque
no esté de acuerdo con la letra del resto de su filosofía:
Locke disocia libertad y voluntad y hace de esta última
una potencia quasi-sensible y dirigida de modo exclu­
yeme a la acción; querer es sólo querer-hacer, ordenar;
y. entonces la reflexión es un absurdo. Sino curioso*

«La voluntad es dueña de sus propios actos; está en su


mano querer y no querer. Pero esto no sucedería si no poseyese
la potestad de moverse a si misma para querer: luego la voluntad
se mueve a si misma» (S. T om As, Summa Theologiaç, I-II, q. 9,
a. 3, se.).
*7 «La espiritualidad de la voluntad le hace posible, a la vez,
querer algo y querer el bien en si, y quererse a si como bien.
Y aquí aparece una dualidad «natural» que está necesariamente
implicada en la libertad psicológica originaria: la radical ambi­
güedad de la decisión fundamental, la radical polaridad de la
opción primigenia: el bien-en-si, como razón de todo querer;
o el bien-para-mi, igualmente condicionante de todo otro querer.
Eso es posible porque todo bien-en-sí es también un bien-para-mi.
Nos encontramos así ante dos principios u orientaciones funda­
mentales posibles: querer todo (yo mismo incluido) en cuanto
es bueno en si, o querer todo en cuanto es bueno para mi (ha­
ciendo del para-mi la condición de toda bondad). Esta opción es
posible porque, si ningún bien en si es posible sin el Bien en si
(del que los demás bienes son participaciones: bienes causados
y, por tanto, limitados), sin mí ningún bien es posible para mí:
yo soy, para mí mismo, un absoluto (relativo). Y la relatividad
de este absoluto desaparece de mi horizonte espiritual cuando,
en virtud de la flexibilidad esencial de mi querer, hago del que­
rer con que quiero el objeto central de mi interés» (C. Cardona,
Metafísica.... cit., pp. 142-143).
La moral demostrada... 231

porque al mismo tiempo que niega a las potencias, con­


sideradas individualmente, la facultad de reflexión, hace
que todo el hombre revierta sobre sí mismo: en su
conocimiento y en su voluntad. Y eso es, de hecho, re­
versión de las potencias.
La paradoja es notable. Toda la construcción del En­
sayo se apoya precisamente en esa posibilidad humana
de volverse por completo sobre sí mismo, de des-ligarse
del mundo y de su Creador; y, sin embargo, teórica­
mente, esa posibilidad se niega. Me parece que, a este
respecto, son muy oportunas las palabras con las que
C. Cardona inicia el análisis del acto supremo de liber­
tad latente en el fondo del cogito: «E l pensamiento
moderno, en efecto, constituye todo él la más arries­
gada incursión en el ámbito de las posibilidades de la
libertad, que jamás haya hecho la mente humana: y no
tanto tratándola como tema — lo que ciertamente ha
hecho en gran medida— , cuanto ejercitándola en sus
más ocultos resortes»*8.
Esa utilización de los resortes más íntimos de la
libertad dirige todo el Ensayo. Locke pretendía cons­
truir una moral humana, para el hombre y desde el
hombre. Y lo que resulta es una moral basada de modo
excluyente en él; y, por tanto, sin Dios. Pero Dios, puede
objetarse, tiene un papel en la filosofía y en la moral
lockiana; si, pero no se trata de Dios. Como el hombre
se somete a El sólo en la medida en que puede recom­
pensarle, y sólo con esa condición, lo relativiza; y lo
que resulta de esa maniobra no puede ser llamado
Dios: «En relación con Dios, el cómo es el qué. Quien
no se pone en relación según el modo del abandono
absoluto, no se pone en relación con Dios. Respecto
a Dios, uno no puede ponerse en relación hasta cierto

88 C. Cardona, Metafísica..., d t., p. 127.


232 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

punto, porque Dios es precisamente la negación de todo


lo que es hasta cierto p u n to »40.
El Dios de Locke se agota en ser-para-el-hombre, para
su ética racional; está puesto a su servicio y suplirá
todas las deficiencias del sistema hasta que lo humano
alcance la mayoría de edad en la inmanencia constitu­
tiva. Para ese «dios» Locke sí que tiene un puesto: para
un dios que da un criterio «complementario» del bien
y del mal, una ley que dimana exclusivamente de su
arbitrio y suple la indecisión de un hombre que todavía
no se atreve a eliminarlo de la escena. Más tarde, lo
humano se convertirá en dueño absoluto del bien y
del mal, identificándolo con su mismo ser: habremos
llegado a Kant.
En Locke, Dios es sólo «mediante» de moralidad. El
fundamento último del bien es el hombre; el impera­
tivo moral supremo, el deseo de felicidad que encuentra
dentro de sí; y el fin, la felicidad misma: ese nuevo
dios-humano que se manifiesta al principio y a lo largo
de cada existencia como impulso hacia la posesión del
goce definitivo, como ansia. A ese baremo moral incon­
dicionado, Dios da el criterio mediato de moralidad de
dos formas: 1) uniendo «irracionalmente»*70 la idea de
placer o dolor a una u otra de las sensaciones simples;
y 2) emanando una norma objetiva, la ley, que se trans­
mite a los hombres por medio del lenguaje. De las dos
maneras consigue dar dirección a una libertad radical,
sin reservas, pero atemática y por sí misma inoperante.
En este contexto, la norma moral objetiva está des­
tinada a desaparecer, como destinado a desaparecer se
encuentra el mismo Legislador; sólo subsistirán, como

40 S. K ierkegaard, Diario, X2 A 664: Papirer (1850), publicado


por P. A. Heiberg, V. Kuhr y E. Torsting, Gydendal Forlag Co-
penhagen, 1909-1948. Trad. italiana, C. Fabro, en 3 vols., Brescia,
1948-1951.
70 Cfr. IV, 3, n. 6, ya citado.
La moral demostrada... 233

criterio ético, las sensaciones de bienestar y desagrado,


asumidas en el seno de la individualidad subjetiva.
Porque en un universo como el de Locke, en el que se
han esfumado las naturalezas universales, nadie puede
garantizar la existencia de otras sensibilidades seme­
jantes a aquella con la que cada uno determina la
moralidad de sus actos; nadie puede asegurar que las
ideas abstractas formadas por la razón, a fuerza de
ideas simples, coinciden con las ideas que forje otra
sensibilidad razonante; y, a no ser que mi propia sen­
sibilidad se convierta en Absoluto, nadie podrá asegu­
rarme que las mismas ideas abstractas que en mí se
presentan con unas relaciones determinadas, tengan
que presentarse de la misma forma ante la sensibili­
dad de otros seres inteligentes.
Nadie, sino Dios. Un Dios tan condescendiente con
los fines de la moral lockiana, que está dispuesto a
acopiar del modo más apropiado las sensaciones de
dolor y placer al resto de las sensaciones, y a salir
fiador de la inmutabilidad de las relaciones éticas. Un
Dios que es y no es, puesto que sólo es para mí; y un
bien y un mal que son y no son, puesto que son también
sólo para mí. Es lógico: «Sin Dios o con un Dios rela-
tivizado, no hay discriminación decisiva entre la verdad
y la falsedad ni entre el bien y el m a l»71.
De ahí que esa moral universal tan cacareada corra
un peligro inminente de convertirse en subjetivo, o de
asumir en el seno de una Subjetividad Genérica (la
«Sensibilidad Humana») a las personas individuales;
y éstas, entonces, se verán obligadas a sacrificarse en
aras de la subjetividad Abstracta. En Locke todo apunta
hacia el individualismo; pero la segunda de las hipó­
tesis tampoco parece imposible.

C. Cardona, Ralees del escepticismo moderno, en Palabra,


nn. 132-133, agosto-septiembre 1976, p. 9.
VII
EL AMBITO DE LO OPINABLE
Y LA TOLERANCIA

1. LA OPINION: ASENTIM IENTO S IN CERTEZA,


REGULADO POR LA RAZON

Locke terminó la primera parte del libro IV creyendo


ofrecer a la humanidad un método infalible para regu­
lar sus acciones en vistas a la felicidad perfecta: upa
ética demostrada. Una moral, decíamos, en la que la
fe no tiene cabida; arreligiosa.
La fe es, en el Ensayo, un tipo más de opinión. En
su ámbito vige una facultad distinta del conocimiento,
que Locke denomina juicio. Mediante esta nueva po­
tencia, «la mente supone que sus ideas concuerden o
discuerden, o bien, que viene a ser lo mismo, que una
proposición sea verdadera o falsa, sin percibir una
evidencia demostrativa en las pruebas» (IV, 14, n. 3).
El juicio es lo heterogéneo del conocimiento: en el
conocimiento se percibe con certeza la concordancia
o discordancia de las ideas; en el juicio, esa concordan­
cia está presupuesta (cfr. IV, 14, n. 4).
236 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

El juicio no entra en la categoría de lo intuitivo;


tampoco cabe, propiamente, en la de lo demostrado; se
trata de una especie de razonamiento en el que inter­
viene alguna prueba cuya trabazón con el resto «no es
constante o inmutable, o, por lo menos, no es percibi­
da como tal; pero es o aparece así en la mayoría de
los casos, y es suficiente para inducir al espíritu a
juzgar que la proposición es verdadera o falsa, más
bien que su contraria» (IV , 15, n. 1).
Opinión se llama al argumento en el que el paso
entre dos de las ideas que lo componen no es evidente,
no se percibe de modo intuitivo. En estos casos, «lo
que me hace creer es algo extraño a la cosa que creo;
algo que no está evidentemente unido por ambas partes
a aquellas ideas que se examinan, y que no demuestra
de manera manifiesta su concordancia o discordancia»
(IV, 15, n. 3).
¿Por qué, entonces, asentimos a una proposición
como verdadera, si realmente no la conocemos? Según
Locke, dos son los motivos que pueden determinar
nuestro asentimiento: «Primero, la conformidad de una
cosa cualquiera con nuestro conocimiento, observación
y experiencia anteriores (...). Segundo, el testimonio de
otros, que nos lo aseguran con su observación y expe­
riencia» (IV, 15, n. 4). El testimonio ajeno no consti­
tuye por sí mismo razón suficiente para otorgar nuestra
adhesión a ninguna verdad; ya que entonces sometería­
mos nuestra conducta al arbitrio de otros1, dejando
de obrar racionalmente; de esta manera, dice Locke,
nos atraeríamos el rigor de la ira divina, ya que Dios
nos ha provisto de la razón para que sea el último juez
y árbitro en todas nuestras actuaciones.*

< El hombre, «p or cuanto puede con frecuencia errar, no pue­


de reconocer otro guía que su razón, ni someterse ciegamente a
la voluntad y al dictado de otro» (IV , 16, n. 4).
E l ámbito de lo opinable y la tolerancia 237

Una actuación racional es sólo la que sopesa los pros


y los contras de aquello que se le propone, poniéndolo
en relación, antes que nada, con su experiencia y cono­
cimientos anteriores; y sólo en un segundo momento
debe atender «al número y credibilidad de los testimo­
nios» (cfr. IV, 15, nn. 4-6). Hay verdades que perma­
necen dentro del ámbito de lo cognoscible. Locke las
llama cuestiones de hecho. En estos casos, cuando lo
que se propone está de acuerdo con la experiencia
constante del que escucha, y los que lo certifican son
personas dignas de crédito, puede aceptarse con una
adhesión cercana a la seguridad; pero si los testimo­
nios contrastan entre sí, o se oponen a mi sentir coti­
diano, el grado de asentimiento será mucho más débil,
llegando en algunos casos hasta el escepticismo.
Además, en estas ocasiones el consentimiento depende
exclusivamente de los testigos. Habrá que tener en
cuenta «que cualquier testimonio, cuanto más alejado
de la verdad original, menos fuerza y autoridad po­
see (...). Por eso, en las verdades que nos llegan por
tradición, cada grado de distanciamiento de la fuente
disminuye la fuerza de la prueba; y cuanto mayor es
el número de las manos por las que sucesivamente ha
pasado la tradición, tanto menor es la fuerza y la evi­
dencia que recibe» (IV , 16, n. 10). A Locke le parece
necesario aclarar esta cuestión, pues ha visto que entre
«cierto tipo de personas se practica exactamente lo
contrario; pues afirman que las opiniones adquieren
mayor fuerza en cuanto se hacen más viejas» (ibíd.);
después, da los datos imprescindibles para que el lector
deduzca qué valor debe atribuirse (racionalmente) a la
Tradición Católica como fuente de Revelación.
Además, existen otros asuntos que, «por encontrarse
más allá de la esfera de lo que nuestros sentidos pue­
den descubrir, no son susceptibles de testimonio hu­
mano» (IV , 16, n. 5). Y son, fundamentalmente: «1) la
238 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

existencia, naturaleza y operaciones de los seres inma­


teriales fuera de nosotros, como los espíritus, los án­
geles, los diablos, etc. O la existencia de seres mate­
riales que, por su propia pequeñez o por su lejanía
respecto a nosotros, no pueden ser aprehendidos por
nuestros sentidos (...); 2) ...e l modo de la operación
de la mayor parte de las obras de la naturaleza: de las
cuales, aunque vemos los objetos sensibles, descono­
cemos sus causas, y no podemos ver de qué modo y
manera son producidas» (IV , 16, n. 12).
Si prestamos atención a estas últimas líneas, quizá
puedan aclararse un conjunto de cuestiones que Locke
en los libros precedentes había mantenido en un dis­
creto quizá. En primer término, todo lo que se refiere
a los seres espirituales, incluida la esencia de nuestra
alma, que Locke considera incognoscible: pues aunque
admite que cada uno puede sondear su propia esencia,
restringe ese conocimiento al ámbito de la «persona»;
y ésta, constituida exclusivamente por la percepción
refleja, poco tiene que ver con la naturaleza del hombre
y de su alma. Por otro lado, lo relativo a la constitu­
ción interna de la materia, hipótesis tan querida a
Locke y de la que, según reconoce, no puede ofrecer
ninguna prueba. Junto con éstas, su concepción de la
causalidad como capacidad de modificar una idea sen­
sible o de que ésta sea modificada: ya que las ideas
son los únicos «objetos sensibles» de los que podemos
tener experiencia.

* * *

En todo el planteamiento de Locke resulta extraño


el divorcio absoluto entre la opinión y el conocimien­
to; asombra también que equipare fe y opinión, sobre
todo si se tiene en cuenta que ese mismo concepto de
fe pretende hacerlo extensivo al ámbito sobrenatural.
E l ámbito de lo opinable y la tolerancia 239

Pone así de manifiesto un primer equívoco, nacido de


la fusión entre los posibles estados de la mente cuando
conoce —sus grados de asentimiento— , y el hecho mis­
mo de conocer.
Se puede conocer algo, saber que es un modo deter­
minado de dos formas: por su misma evidencia y por
la autoridad de otra persona que lo atestigua. En el
primer caso sé que la cuestión es como la veo, y sé
también por qué es así; en el segundo, sé cómo es, aun­
que no llegue a percibir por qué es de esa manera.
Esa es la diferencia entre el conocimiento de visión,
o por e-videncia, y el conocimiento por autoridad. Pero
en ambos casos conozco lo que es o cómo es la cosa.
Por otro lado, la adhesión de la mente a la verdad
que se le presenta puede ser más fuerte o más débil;
y así se habla de certeza, opinión, sospecha, duda. En lo
que se refiere a este asenso, la fe — en su sentido más
propio— coincide con el conocimiento por evidencia
o manifestación del objeto, ya que en los dos casos
estamos absolutamente ciertos de la verdad conocida.
Desde este punto de vista, la fe es absolutamente dis­
tinta de la opinión, la sospecha o la duda, aunque se
equipare a ellas en lo que concierne a la no-evidencia
de lo conocido (para el que cree) 2.
El asentimiento de la mente a una verdad puede ser
absoluto, aunque esa verdad no se manifieste comple­
tamente al que la conoce. Es lo propio de la fe, divina
o humana. Por ejemplo, cuando un especialista expone
alguna de las conclusiones de la materia de su compe­
tencia, aunque otras personas no descubran la evidencia
interna de esa proposición, pueden estar ciertos de que

2 «E l acto de creer implica una firme adhesión del que cree, y


bajo este aspecto se identifica con el conocer y el entender. Pero
el conocimiento de fe no "comunica una evidencia intrínseca de
lo conocido, y asi considerado coincide con el dudar, el opinar
o el sospechar» (S. T omás, Summa Theologiae, II-II, q. 2, a. 1, c).
240 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

lo que dice es verdadero; y saber, por tanto, cómo es


esa realidad. El asentimiento de la mente, en estos
casos, puede incluso ser tan grande como el que se da
a algunas verdades conocidas por su intrínseca mani­
festación al entendimiento.
Esa certeza es aún mayor cuando se trata de la fe
divina, ya que el conocimiento con que Dios se conoce
y conoce todas las cosas es infinitamente superior al
que los hombres pueden lograr acerca de las realidades
más evidentes. Por eso no tiene sentido oponer la fe
al conocimiento.
Con todo, cuando Locke excluye la fe del ámbito de
lo conocido actúa de modo coherente con su filosofía.
En primer término, porque al erigir la claridad y dis­
tinción sensibles como criterio último de cognoscibili­
dad, se ha empeñado en no admitir otras convicciones
que las producidas por un objeto que se manifieste de
modo exhaustivo a la sensibilidad humana; para Locke
no cabe otra certeza que la que nace de la manifesta­
ción sensible de las ideas, consideradas exclusivamente
como ideas (sensibles). Por eso, todo lo que exceda a la
evidencia racional o intuitiva en torno a ideas claras y
distintas (materiales), será confinado al ámbito de lo
incognoscible.
En segundo término, porque Locke deriva la auten­
ticidad de nuestro conocimiento del estado subjetivo
de certeza, invirtiendo las relaciones entre la manifes­
tación de la verdad objetiva y los estados de adhesión
del sujeto. Para conseguirlo, violenta la naturaleza mis­
ma de la certidumbre, haciéndola radicar más en la
adecuación de lo conocido a las facultades cognosciti­
vas, que en la misma evidencia de lo que se percibe. La
certeza puede considerarse desde dos puntos de vista.
En primer lugar, por parte de su causa; y así se dice
que es más cierto aquello que tiene una causa más
cierta. De otro modo, por parte del sujeto: y así se
El ámbito de lo opinable y la tolerancia 241

dice que es más cierto, para el hombre, lo que éste


conoce de un modo más pleno. En el primer caso, se
puede hablar de certeza sin más (sim pliciter); en el
segundo, de certeza relativa (secundum quid) 3.
Locke, al erigir en criterio absoluto de existencia
(pensada) la claridad y distinción de las ideas sensi­
bles, elimina el primer tipo de certeza, manteniendo
sólo el segundo, y haciéndolo de algún modo indepen­
diente de la realidad que se manifiesta. Esto supone
una intervención positiva de la voluntad, que corrige
la inclinación espontánea del entendimiento —abierto,
por sí mismo, a la evidencia manifestativa del ente— 4,
y lo dirige hacia una realidad que considera más ade­
cuada al sujeto. Por eso, Locke juzgará todo en función
de su conformidad con nuestras facultades (sensibles);
y el ente, que trasciende incluso las potencias propia­
mente intelectuales, le producirá menor certeza (secun­
dum quid) que el conocimiento de las ideas sensibles;
ya que sólo éstas pueden ser comprendidas exhaus­
tivamente por un conocimiento que se ha reducido a
sensibilidad, desgajándose al mismo tiempo de las rea­
lidades exteriores.
Pero ese constituir como criterio único y exclusivo
del conocer a la certeza que nace de la limitación del
sujeto — certeza «humana sensible», secundum quid—,.
implica a su vez una actitud fundamental de afirmación
del hombre en lo que tiene de propio y no recibido,

3 «Podemos considerar la certeza de dos modas. Si atendemos


a su causa, diremos que es más cierto lo que tiene una causa
más cierta...; pero si ponemos atención al sujeto que la posee,
afirmaremos que es más cierto lo que nuestro entendimiento
puede abarcar más plenamente. (...) Aunque conviene señalar que
para emitir un juicio absoluto sobre algo debe atenderse a su
causa, mientras que al juzgar atendiendo a las disposiciones del
sujeto, pronunciamos un juicio relativo...» (S. T omás, Summa
Theologiae, II-II, q. 4, a. 8, c).
4 Cfr. S. T omás , Summa Theologiae, I-II, q. 62, a. 3. c.
242 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

en su misma limitación; y conlleva un rechazo de


todo lo que no es a partir del sujeto: encontrado en
él y generado j>or él. Y así se negará, en primer térmi­
no, lo real como real, y el ser (esse), que es su acto
constitutivo. Después, le fe; como consecuencia inevi­
table de haber renegado del conocimiento del ente y
de las realidades inteligibles, la fe de Locke queda
circunscrita a la horizontalidad sin relieve de una razón
que discurre en tom o a modificaciones sensibles. La
fe, como el conocimiento natural, declina en sensibili­
dad razonada; ya que es precisamente la analogía del
ente la que abre la espiral que permite elevarse desde
el conocimiento sensible hasta las realidades sobrena­
turales más altas5.
Locke constituye a la sensibilidad razonable en cri­
terio único de certeza; a la certeza sensible, en único
aval del conocimiento; y al conocimiento, en ponente
exclusivo, al menos para el sujeto, de la realidad exte­
rior (en cuapto conocida). Y así, el ente será rechazado

5 «Cuando tenemos noticia de algo, de lo primero de lo que


tenemos noticia es de que es, y cuando lo entendemos, en la
medida en que lo entendemos, lo que entendemos es precisa­
mente lo que es. En este sentido, el objeto de nuestro entendi­
miento, el ente, comprende el objeto de la fe, lo contiene, es más
general: ya que, para ser creído, debe ser. Y es aquí donde, de al­
guna manera, la razón natural y la fe sobrenatural coinciden,
y forman como un mismo plano en virtud de la analogía: tina
cognitio de rebus, un conocimiento de cosas, de entes, del ser del
ente. Lo mismo que el acto de conocimiento natural, «el acto
(de fe) del creyente no termina en el enunciado, sino en la cosa:
pues no formamos enunciados sino para tener por ellos un cono­
cimiento de cosas, lo mismo en la ciencia que en la fe » (S. Th.,
II-II, q. 1, a. 2, ad 2). Y o no creo en mi creencia de Dios, sino en
Dios por mi creencia. La fe me da, de modo sobrenatural, un
conocimiento de realidades, que se integra con otros conocimien­
tos naturalmente alcanzados, mediante la noción misma de rea­
lidad, mediante el acto de ser. Perdida o desvirtuada esta noción,
se desvanecen o deforman juntos el objeto del saber natural y el
objeto de la fe » (C. Cardona, Metafísica..., cit. p. 14).
E l ámbito de lo opinable y la tolerancia 243

por el mismo motivo por el que se repudia lo sobre­


natural: porque excede la comprensión del que conoce.

2. EL CRISTIANISMO «RAZONABLE» DE LOCKE

A) La fe reducida a sus elementos racionales

En los últimos capítulos del Ensayo, Locke estudia


la fe sobrenatural. Esta, dice, no es sino el asentimiento
que prestamos a una proposición desconocida en base
a la autoridad de Dios; y puede referirse tanto a cues­
tiones de hecho como a las que escapan al testimonio
racional (cfr. IV, 16, n. 14).
Por un momento parece que Locke, en base a la
categoría de la Autoridad que la avala, dispensa a la
Revelación del sometimiento a los cánones racionales.
Pero es sólo una ilusión. Inmediatamente la reduce de
nuevo a ellos, afirmando que, para adherimos a cual­
quier verdad que se nos presente como <¿le Dios, « debe­
mos estar seguros de que es una revelación divina, y
que la comprendemos correctamente; en caso contra­
rio, nos expondremos a todos los errores de los falsos
principios (...) Nuestro asentimiento, racionalmente, no
podrá ser mayor que las pruebas de las que resulte
que se trata de una revelación, y que ése es el sentido
de las expresiones con las que se me entrega» (IV , 16,
n. 14). Ni que decir tiene que las pruebas de las que
resulta el carácter divino de lo revelado proceden sólo
de las ideas simples de sensación o reflexión; y que una
intervención divina en nuestras almas no puede ni plan­
tearse en un sistema en el que cada subjetividad ejerce
una tiranía absoluta y exclusiva sobre «su propio
mundo».
Por eso, y como para dejar constancia de la servi­
dumbre a la que acaba de someter al Dios de la Reve­
244 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

lación, Locke termina el capítulo afirmando que la fe


no puede ser otra cosa sino «un asentimiento fundado
en la ‘ razón' más alta» (IV , 16, n. 14).
Dominio de la razón. Puesto que «el sentido y la in­
tuición no llegan demasiado lejos», la «mayor parte
de nuestro conocimiento depende de las deducciones
y de las ideas intermedias: y en aquellas ocasiones en
que nos vemos obligados a sustituir el conocimiento
por el asentimiento, y a tomar como verdaderas algunas
proposiciones sin estar seguros de que lo sean, tenemos
también necesidad de descubrir, examinar y confrontar
los fundamentos de su probabilidad. En los dos casos,
la facultad que descubre los medios, y los aplica rec­
tamente para descubrir la certeza, en uno, y la proba­
bilidad, en el otro, es lo que llamamos razón» (IV ,
17, n. 2).
La razón es la facultad específicamente humana:
«aquella según la que se supone que el hombre se dis­
tingue de las bestias» (IV , 17, n. 1). Por tanto, cual­
quier decisión y actuación de los hombres, si quiere
ser conforme a la naturaleza con que Dios los ha pro­
visto, deberá someterse al juicio racional4. Razón y fe6

6 Tanto es asi, que Locke casi niega la denominación de humano


al que crea sin que para ello medie un juicio racional estricto:
«E l que cree sin tener ninguna razón para creer, puede estar
enamorado de sus propias fantasías, pero ni busca la verdad
como debe ni obedecerá a su Creador en el modo debido, ya que
es la intención de su mismo Hacedor que emplee las facultades
de discernimiento que le ha dado para mantenerse fuera de los
engaños y ios errores. El que no se comporte de esta manera,
haciendo el m ejor uso posible de sus facultades, aunque alguna
vez caiga en la verdad, estará en lo cierto sólo por acaso; y no
sé yo si este afortunado accidente podrá servir de excusa a la
irregularidad de su comportamiento. Al contrario, el que utiliza
la luz y las facultades que Dios le ha dado, y trata sinceramente
de descubrir la verdad mediante aquellos auxilios y aquellas capa­
cidades que posee, podrá tener esta satisfacción en el cumpli­
miento de su deber como creatina racional: que, incluso cuando
E l ámbito de lo opinable y la tolerancia 245

no son dos cosas opuestas; pero no porque Dios sea el


autor de ambas, y no pueda contradecirse; sino porque
el asentimiento que otorgamos a la Palabra divina por
la fe, debe también estar mediado por la razón: allí
donde una proposición divina contenga algo opuesto
a verdades ciertas y evidentes para la razón (sensible),
podemos estar seguros de que aquello no proviene de
Dios, y negarle nuestro asentimiento.
Conviene leer con atención los últimos capítulos del
Ensayo si se quiere advertir la diferencia abismal entre
su concepción de la fe y la de la doctrina católica. Para
la religión católica, fe y razón tienen como fundamento
último de su verdad a la misma Verdad increada. Para
Locke, al contrario, la razón humana carece de funda­
mento; es ella el baremo radical y la medida suprema
de cualquier tipo de verdades, incluyendo las de origen
divino.
Por eso, los tres estamentos en que distribuye las
proposiciones, confrontándolas con los cánones racio­
nales, tienen visos de absoluto. Según este único crite­
rio, las proposiciones pueden ser: 1) Conformes a la
razón, que son aquellas «cuya verdad puede descu­
brirse examinando y siguiendo las ideas que recibimos
de la sensación y de la reflexión, y que descubrimos
verdaderas o probables mediante la deducción natural;
2) Superiores a la razón son las proposiciones cuya ver­
dad o probabilidad no pueden derivarse de aquellos
principios por medio de la razón; 3) Contrarias a la
razón son las proposiciones incompatibles o inconci­
liables con nuestras ideas claras y distintas» (IV , 17,
n. 23). Las primeras podemos conocerlas; de las se­
gundas se puede opinar; y las terceras son absurdas7.

no alcance a obtener la verdad, no le faltará, sin duda, la re­


compensa» (IV, 17, n. 24).
7 Entre las verdades del tercer tipo incluye Locke el dogma
de la Transubstanciación. En una nota del Diario del 26 de
246 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Con estos criterios, Locke examina los confines de la


fe y la razón; lo considera imprescindible para poner
fin a ese conjunto de desórdenes y disputas en el que
las cuestiones de religión han arrojado a los pueblos
(cfr. IV, 18, n. 1). La fe no es sino «el asentimiento
que se otorga a una proposición no obtenida mediante
deducciones racionales, sino en base al crédito del que
la propone como proveniente de Dios» (IV , 18, n. 2).
Por tanto, debemos llamar Revelación a la acción por
la que otra persona me propone una proposición que
se pretende divina para que yo asienta a ella (cfr. IV,
18, n. 21)*.
Como acabamos de ver, Locke sustituye el crédito
debido a Dios por el que se otorga a una persona que
se dice su emisario. No es necesario atribuir esta sus­
titución a ignorancia o mala fe; basta considerar el
cerrado subjetivismo del sistema lockiano, que exige
que la intervención divina no difiera en gran medida
de la de cualquier otro individuo. Tampoco Dios puede
adentrarse en el mundo que constituye para cada uno

agosto de 1676, se pregunta, a propósito de la Eucaristía, «si


debemos utilizar nuestra razón, que nos conduce a un sentido
figurado llano, fácil y tan comprensible como llamar el cordero
pascual al cuerpo de Cristo, o bien aceptar por la fe las pala­
bras en su sentido literal, incompatible con todos los principios
de nuestro conocimiento y toda la evidencia de nuestros senti­
dos. Y que, además, una vez que lo admitamos no nos deja nin­
gún fundamento sobre el que erigir el conocimiento, la certeza
o la fe», En ese mismo apunte descarta la asunción del dogma,
en cuanto presupone una teoría metafísica general que considera
a la sustancia como algo distinto de las propiedades que la
manifiestan; y considera el dogma de la transubstanciación, no
como «materia de fe, sino de filosofía» (Publicado por W. von
Leyden, At the Clarendon Press, Oxford, 1954, en John Locke,
Essays on the Law of Nature, p. 277).
8 A veces Locke admite una Revelación directa de Dios a una
persona; pero en estos casos estaremos todavía más expuestos
a los peligros del fanatismo, ya que nos será casi imposible de­
terminar si proviene de Dios o no.
El ámbito de lo opinable y la tolerancia 247

sus propias ideas; lo mismo que las demás personas,


Dios deberá someterse al juicio de m i razón si quiere
ser, para mi, motivo de credibilidad. Por la misma
coherencia de su filosofía. Dios había quedado excluido
de las subjetividades humanas en cuanto Locke esta­
bleció como primum cognitum las ideas sensibles. Aun­
que conviene notar que ese acto primero no responde
a ninguna motivación de tipo intelectual, sino a una
determinación voluntaria.
En ese acto voluntario debe buscarse el núcleo más
radical de toda la actitud de Locke, no sólo con res­
pecto a la fe, sino también al mismo conocimiento de
las realidades naturales. En los capítulos precedentes
vimos cómo Locke rechaza el ser de las cosas, para
quedarse exclusivamente con las esencias (sensibles)
pensadas; y lo rechaza porque, para él, carece de la
evidencia total y absoluta que descubre en las ideas.
Pero de suyo las ideas no son más evidentes que
las cosas exteriores. La inteligencia humana, para co­
nocer las ideas, tiene antes que ponerse en acto de
conocer; y esto sólo lo consigue cuando es fecundada
por la realidad externa. Entonces, ¿cómo es posible que
Locke considere las ideas de sensación como más ciertas
que el mundo que le rodea?
La respuesta última a este interrogante hay que
buscarla en un acto de la voluntad, que impera el asen­
timiento a las realidades pensadas como certeza pri­
mera para el sujeto. Este acto es posible. Lo permite la
distinción, a que antes hemos aludido, entre la inteli­
gibilidad misma del objeto, su desvelamiento a la inte­
ligencia, y la certeza del sujeto cognoscente. En la mayor
parte de los casos, la evidencia misma del conocimiento
es la causa de la certeza; pero no siempre sucede así.
Además, cuando el que conoce y lo conocido son rea­
lidades creadas, es necesario un complemento subje­
tivo de la voluntad que colme la falta de plenitud de
248 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

la manifestación del objeto al sujeto, y provoque la


adhesión del que percibe a la verdad de lo percibido.
Este suplemento será mayor cuanto mayor sea la
inevidencia de aquello que se presenta a nuestra vista
o la desproporción entre su propia luz y la capacidad
receptiva del que conoce. Pero, en cualquier caso, la
voluntad tiene una intervención positiva en la determi­
nación de la inteligencia91. Ni siquiera las primeras evi­
0
dencias intelectuales, las que manifiestan la presencia
del ente al entendimiento, se imponen al hombre con
necesidad absoluta. El ente que se conoce (sensible)
y el entendimiento que lo capta son realidades parti­
cipadas; por eso cabe una cerrazón voluntaria a las
evidencias primeras, como también cabe sustituirlas
por otras que el sujeto considere más connaturales,0.
«Esto ocurre, como ya he dicho, cuando no se tiene
en cuenta la deficiencia natural del entendimiento hu­
mano y se pretende un saber omnicomprensivo, donde
nada escapa a la mirada intelectual y la claridad sea
completa y la certeza absoluta. Es entonces cuando se
invierte el orden natural de los criterios, se subordina
la manifestación a la certeza, sin advertir que en la
certeza, en la adhesión prestada, intervienen factores
de índole subjetiva, propios del sujeto. Una actitud de
ese género se opone radicalmente a lo simplemente
dado, excluye toda facticidad inicial, trata afanosamente

9 A su modo, Locke acepta este influjo cuando afirma que la


existencia del mundo material no es en absoluto evidente (para
él); pero que está seguro de ella, porque es fuente de placer y
dolor. (Cfr. IV, 11, n. 3, ya citado.)
10 «Es evidente, en efecto, que la inteligibilidad de la que ha­
blamos no será perfecta más que cara a cara con un ser per­
fecto, o perfectamente ser: es decir. Dios. Las realidades crea­
das, compuestas de ser y de no ser, guardarán necesariamente ante
la inteligencia una cierta opacidad» (H. Gardell, Iniciation a la
philosophie de S. Thomas d' Aquin, IV, Métaphisique, Ed. du
Cerf, 3.* ed., París, 1966, p. 83).
E l ámbito de lo opinable y la tolerancia 249

de constituirse en origen no sólo del conocimiento, sino


también de lo conocido (al menos en cuanto tal) y, en
la línea del formalismo esencialista de la escolástica
más decadente, se inserta en el formalismo subjetivista
moderno, en la filosofía del concepto puro» ll.
La raíz de la «racionalización» a la que Locke somete
a la fe parece ser, por tanto, la misma que le llevó a
situar las ideas sensibles como primum cognitttm; es
ese « querer proceder de modo racional», ese negarse
a «reconocer otro guía que la razón», lo que le lleva
no sólo a rechazar «la voluntad y el dictado de otro»,
sino la misma realidad del ente en lo que éste tiene
de dado; ya que, en cuanto no deducidos exclusiva-
. mente por mi razón, el mundo externo y la Revelación
exigen el mismo tipo de «acatamiento» de la mente,
aunque su grado sea diverso.
El dilema que a Locke se le plantea no es, por tanto,
el de fideísmo o racionalismo; sino, antes que él, el de
afirmación absoluta del sujeto como criterio y origen
último de toda realidad (conocida), o el de su someti­
miento ante esa realidad — el ente—, que deslumbra a
cualquier inteligencia creada.

B) L a mediación r acio nal de la fe

Con su prudencia característica, Locke no presenta


la «racionalización» del acto de fe de modo directo,
sino dando un rodeo; es decir, como la necesidad que
cada uno experimenta de estar convencido de que aque­
llo proviene de Dios y de que lo entiende en el sentido
correcto; y para determinarlo, el único criterio es la•*

•* C. Cardona, Metafísica..., cit., pp. 166-167. Este libro analiza


profundamente el influjo de la voluntad en la posición del acto
filosófico primero, aquel del que se deriva toda la metafísica, y
en el posterior desarrollo de ésta.
250 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

razón. Locke no negará nunca, por eso, que una reve­


lación sea cierta; sería poner en tela de juicio la vera­
cidad divina; simplemente, se negará a admitir que
aquello que se opone a los dictados de su entendimiento
pueda considerarse revelado.
Por tanto, incluso en el caso de que Dios transmi­
tiera directamente a una persona sus designios (cfr. IV,
18, n. 5), si éstos se oponen a su razón no debe admi­
tirlos como algo digno de crédito: nada que sea contra­
rio a los dictados de la razón, claros y evidentes por
sí mismos, e incompatibles con ellos, tiene derecho a
ser propuesto o acogido como materia de fe (IV , 18,
n. 10). Y el ejemplo que Locke aporta —expuesto de
modo oscuro, pero no por eso menos evidente— , tiende
a descalificar sin paliativos la presencia real de Jesu­
cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristían.
Locke asigna a la fe dos funciones: servir a la razón,
subsanando de algún modo sus límites cuando ésta no
puede adquirir un conocimiento verdaderamente huma­
no; y confirmar los decretos de esa ética racional a las
que el hombre llega con el uso de sus facultades natu­
rales. Para Locke, esta segunda función es la que tiene
verdadero relieve, ya que permite otorgar un marcha­
mo divino a la moral que las criaturas elaboran con
independencia del Creador: es ése el papel del Cris­
tianismo *lo
13.

>2 Según dice Locke —y no deja de ser significativo que Comte


lo omitiera en las versiones francesas—, «las ideas de un cuerpo
dado en un lugar dado concuerdan de manera tan clara y la
mente obtiene una percepción tan evidente de su concordancia,
que no podremos nunca asentir a una proposición que afirme
que el mismo cuerpo se encuentra contemporáneamente en dos
lugares distantes entre si, por más que pretenda tener la auto­
ridad de una revelación divina» (IV , 18, n. 5).
13 En la Reasonableness o f Christianity, la misión de Jesu­
cristo queda reducida a garantizar desde el exterior la «moral de­
mostrada»: «E l intento de la Reasonableness no es sólo el de
El ámbito de lo opinable y la tolerancia 251

Locke propugna una fe que impera sobre las actua­


ciones humanas en la medida en que ella, a su vez, se
hace racional. Por eso puede afirmar: «un sometimien­
to de este tipo, de nuestra razón a la fe, no cancela
los puntos de referencia del conocimiento; tal cosa no
hace tambalearse los fundamentos de la razón, sino que
conserva aquel uso de nuestras facultades para el que
éstas no fueron dadas» (IV , 18, n. 10).
Ante semejante exaltación de las facultades raciona­
les, queda automáticamente excluido cualquier influjo
sobrenatural en el acto mismo por el que se cree; influjo
sin el que el conocimiento de las verdades reveladas
se torna incomprensible. Al contrario, con la ayuda de
la gracia, el «fiel asiente más y más firmemente a las
verdades reveladas que a los mismos principios de la
razón». Es cierto que «los principios de la fe están por
encima de la razón» y que la inteligencia humana, aban­
donada a sus fuerzas naturales, no puede conocerlos;
pero ese «conocimiento defectivo no proviene de una
falta de certeza de las cosas conocidas, sino de defecto
del que conoce». Por eso es necesaria una nueva inter­
vención divina: y de ese modo «la razón, llevada como
de la mano de la fe, crece hasta conocer con mayor
plenitud las cosas que son objeto de la Revelación, y
entonces de alguna manera las entiende» M.4 1

ofrecer una particular interpretación del Evangelio; pretende


también mostrar cómo el Evangelio constituye una restauración
de los valores racionales del hombre» (C. A. V ia n o , c . c ., p. 379).
«La innovación de Locke reside en el carácter privilegiado que
atribuye al cristianismo; éste, a diferencia de las otras religiones,
representa una de las vías para realizar el reino de la razón»
(ibid., p. 379).
14 «Más fiel y firmemente asentimos a las cuestiones de fe que
incluso a los primeros principios de la razón. Por eso, al decir
que la fe está por debajo de la ciencia no se está hablando de
la fe infusa (sobrenatural), sino de la fe adquirida, que no es
más que una opinión fortalecida por algunas razones. Si el há-
252 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

Para Locke esta elevación no es posible: cuando la


razón se erige en dios absoluto de una humanidad de­
finitivamente humana — por razonable— , no puede ad­
mitirse ningún influjo que provenga de una Divinidad
más alta. Es más, Dios debe someterse al influjo bené­
fico de la razón humanizante si quiere tener alguna
ascendencia sobre los hombres: la fe debe hacerse
«racional»
El intento de «incluir la fe en las fronteras de la filo­
sofía» supone un claro abuso de las facultades racio­
nales l6. Sin embargo, Locke piensa que el peligro que

bito de los artículos de fe se denomina fe, y no entendimiento


(ni ciencia), es porque tales artículos se encuentran por encima
de la razón, y por eso la razón humana no puede desentrañarlos
de forma exhaustiva. De modo que el conocimiento defectuoso
que sobre ellos se obtiene radica sólo en la limitada capacidad
del cognoscente. Sin embargo, la razón, conducida por la fe, se
eleva de tal modo sobre sus propias capacidades, que en cierto
sentido cabe afirmar que comprende las cuestiones de fe » (S. To-
mAs, ¡n Sent., Prol., q. 1, a. 3, sol. 3).
'5 «Para Locke, la razón debía reivindicar los propios derechos
frente a la fe, convirtiéndose —como, por otra parte, ya había
sostenido el cartesianismo— en el instrumento purificador de la
religión. Pero no consistía su función en construir una metafí­
sica capaz de acoger todo lo que ofreciera una determinada tra­
dición religiosa, una vez eliminados o transferidos a un plano
superior los prodigios y los aspectos supersticiosos. La filosofía
de Malebranche aceptaba la exigencia de suprimir los elementos
supersticiosos de la religión, reduciéndolos a fenómenos huma­
nos, mas se resistía a ejercitar su crítica sobre los auténticos
dogmas; Locke prefiere una investigación que estableciera la
historia y el origen, no sólo de los mitos y leyendas, sino incluso
de los artículos de fe, para poder así controlar su autenticidad»
(C. A. ViANO, o. c., p. 340).
16 «De dos modos pueden errar los que utilizan la filosofía al
estudiar las Sagradas Escrituras. (...) El segundo modo con­
siste en encerrar las cuestiones de fe dentro de los límites de la
filosofía, no queriendo creer sino aquello que se conoce por
demostración filosófica. Cuando, en realidad, debe obrarse al con­
trario, e introducir la filosofía en el ámbito de la fe, como dice
S. Pablo (I I Cor. X, 5): Reduciendo cualquier conocimiento a la
El ámbito de lo opinable y la tolerancia 253

acaba de conjurar merece el agradecimiento unánime


de todos los hombres, ya que gracias a él se han visto
libres de deponer (con la razón) su misma dignidad
de personas, convirtiéndose en criaturas más miserables
que las bestias; que es lo que sucedería cuando se
asiente a una verdad de fe sin que medie para ello un
juicio suficiente de la razón *l7.
De hecho, la fe encumbra a la razón por encima de
sus propias posibilidades, después de sanarla de la
oscuridad infranatural a la que la sometió el pecado;
supone, por tanto, una incursión en el ámbito de lo
sobrenatural. Pero Locke se esfuerza en difuminar los
límites entre el conocimiento natural y el sobrenatural;
tanto por parte del objeto conocido (revelación obje­
tiva), como por parte del sujeto que conoce (elevación
de las potencias).
En teoría parece admitir, al menos, la posibilidad
de una ampliación del ámbito del conocimiento natu­
ral: «la razón —dice— es una revelación natural»; y la
« revelación una razón natural ampliada por un nuevo
fondo de descubrimientos comunicados inmediatamente
por Dios, cuya verdad garantiza la razón por medio de
los testimonios y pruebas que nos ofrece de que aque­
llos descubrimientos provienen de Dios» (IV , 19, n. 4).

obediencia de Cristo» (In B oeihii de Trinitate, Proemium, q. II,


a. 3, c).
17 «Y a que los hombres, una vez que se han embebido de la
opinión de que no deben, en lo referente a la religión, consultar
a su razón, por más que se trate de cosas contradictorias res­
pecto al sentido común y a los mismos principios de todo su
conocimiento, han dado rienda suelta a su fantasía y a su na­
tural inclinación supersticiosa... Y por eso la religión, que de­
berla distinguirnos de las bestias más que cualquier otra cosa,
y que deberla tener como su rasgo más peculiar el de elevarnos,
como creaturas racionales, por encima de los brutos, es justa­
mente la cosa en la que los hombres se muestran más irracionales
y más insensatos que las mismas bestias» (IV , 18, n. 11).
254 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

Sin embargo, si atendemos al contenido que estas pa­


labras adquieren en el conjunto de su sistema, es
evidente que esa amplificación no se da. Los mismos
términos en que Locke lo plantea — razón natural am­
pliada— son significativos de la servidumbre «racio­
nal» de la fe. Pero hay más; Locke afirma implícita­
mente que esa presunta revelación nunca supera el
ámbito del conocimiento natural: el que se adquiere
a partir de las ideas simples. Para él es un principio
inexcusable que sin ideas claras y distintas no hay ver­
dadero conocimiento (cfr. IV, 18, n. 1); y además, «nin­
gún hombre inspirado por Dios puede, mediante una
revelación, comunicar a otro nuevas ideas simples de
cualquier tipo que sean, que éste no hubiera ya reci­
bido de la sensación o de la reflexión» (IV , 18, n. 3).
Desde el punto de vista del objeto, una fe que se
pretenda conocimiento, queda definitivamente arrinco­
nada en el ámbito de lo «racional»; el hombre que, lle­
vado por la gracia divina, intente superarlo, ya no
conoce. ¿Y de parte del sujeto? Sabemos que la fe no
consiste sólo en «un nuevo fondo de descubrimientos
comunicados por Dios», como Locke quiere. Implica
también una elevación de las potencias intelectuales,
que pasan a participar más plenamente de la Luz
Increada. Según la doctrina católica, Dios infunde en
el alma el lumen fidei, que eleva al entendimiento,
permitiéndole conocer los principios propuestos por la
Revelación objetiva Además, como estas verdades no
son evidentes (para nosotros), también es necesaria
una intensificación de la corriente amorosa que une al
hombre con Dios, para que la voluntad bien dispuesta
impere el asentimiento de la inteligencia a las verda­
des divinas n.
u Cfr. S. TouXs, In sent., Prol., q. 1, a. 3, sol. 2.
w «La voluntad, y no la razón, empuja al entendimiento del
creyente al acto de fe. Por eso, en este caso, el asentimiento es
E l ámbito de lo opinable y la tolerancia 255

Pero para Locke es impensable (en el hombre) una


fuerza superior a la potencia natural de la razón hu­
mana®; como también le parece imposible una inter­
vención positiva de la voluntad en los dominios del
conocimiento (cfr. IV, 3, n. 2). Por tanto, rechaza im­
plícitamente la doble elevación del entendimiento y la
voluntad al plano sobrenatural de la gracia; cualquier
adhesión del hombre a la Verdad divina sin que medie
un juicio decisivo de la razón sólo puede ser consi­
derada como fanatismo21.

C) La religión « razonada », fundamento de la paz


SOCIAL

Al delimitar los confines entre la certeza y la opinión,


el conocimiento y la fe, Locke no sólo piensa que ha
logrado mantenemos en nuestra condición de hombres,
sino también que ha puesto las bases para suprimir
de modo definitivo las luchas y enfrentamientos entre
los pueblos; ya que todos estos disturbios tienen su
origen más común en el fanatismo n, o asentimiento que

un acto del entendimiento determinado por la voluntad (S. To-


mAs, S u m m a T h e o lo g ia e , II-II, q. 2, a. 1, ad 3).
20 «Todo lo que se conoce, incluso lo más sublime o espiritual,
se conoce sólo con la fa c u lta d n a tu ra l de comprender de la ra­
zón sea cual sea el auxilio de que se valga» (la cursiva es mfa).
Nota del J o u r n a l de 21 de febrero de 1628, en A n E a r l y D r a ft
o f L o c k e 's E s s a y , a cargo de Aaron y Gibb, Oxford, At the Cía-
rendon Press, 1936, pp. 124-125.
21 Refiriéndose a los que creen sin demostrar sus creencias,
afirma: «y esa luz por la que se sienten tan deslumbrados, no
es sino un ig n is fa tu u s que les hará girar continuamente dentro
de este círculo: e s u n a re v e la c ió n , p o rq u e e llo s lo c r e e n fir m e ­
m e n te ; y e llo s lo c r e e n p o rq u e e s u n a re v e la c ió n » (IV , 19, n. 10).
22 La expresión original es e n th u sia s m , pero en el uso de Locke
corresponde más bien a la palabra con la que he traducido, y no
a la dé «entusiasmo». También Comte traduce así en muchas
ocasiones.
256 J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano

se presta a un enunciado sin que medie un juicio


proporcional de la razón (cfr. IV, 19, n. 3).
Según Locke, la religión no es objeto de conocimien­
to, sino de fe: es opinable. Pero en todas las cuestiones
que no alcancen la evidencia intuitiva o racional, el
juicio de los hombres se encuentra sujeto a error
(cfr. IV, s. 24); por tanto, aun después de haber sope­
sado convenientemente todos los pros y los contras,
en las decisiones sobre estas materias debemos abrir
la posibilidad a una revisión constante. En caso con­
trario, la adhesión que les prestamos no puede res­
ponder a un amor desinteresado a la verdad, sino a
«algún fin indirecto» y menos noble; en las cuestiones
de este tipo, nunca debemos tomar una decisión como
definitiva.
Es obligación de cada uno librarse de la tiranía del
fanatismo sobre las propias creencias; y, con mayor
motivo, debe evitar imponerlas a los otros. Puesto que
no podemos obtener plena certeza de aquello que sos­
tenemos (cfr. IV, 16, n. 3 )a, «creo — dice Locke— que
sería cosa muy conveniente a todos los hombres man­
tenerse en paz, y conservar las obligaciones comunes
de la humanidad y de la amistad, incluso en la diver­
sidad de opiniones; porque no podemos esperar razo­
nablemente que nadie, con prontitud y obsequio, aban-2 1

21 «L o que hemos conocido una vez, estamos seguros de que


es de aquel modo; y podemos estar seguros de que no existen
pruebas ocultas no descubiertas todavía, que puedan dar la
vuelta a nuestro conocimiento y convertirlo en dudoso. Pero
en donde se trate de probabilidad, no en todos los casos podre­
mos estar ciertos de tener bajo los ojos todos aquellos particu­
lares que, de algún modo, se refieren al problema; y de que no
haya, detrás, algún elemento de prueba no visto todavía, que
pueda dirigir la probabilidad en otro sentido y ahogar todo
lo que, en el momento presente, parece tener un peso prepon­
derante» (IV , 16, n. 3).
E l ámbito de lo opinable y la tolerancia 257

done la propia opinión y abrace la nuestra, resignándose


ciegamente a una autoridad que el intelecto humano
no reconoce» (IV , 16, n. 4). Las llamadas «guerras de
religión» estaban para Locke tan poco justificadas
como todas las «opiniones» que Dios quisiera imponer­
me sin contar con aquella razón que él me había dado,
y a la que, por tanto, había querido someterse de
modo absoluto.
Para conservar la paz entre los pueblos, es necesario
abolir cualquier religión «no razonada»: «E s el fana­
tismo el que, dejando a un lado la razón, pretende esta­
blecer, sin ella, a la revelación» (IV , 19, n. 3). Pero
como la fe obtiene toda su fuerza de los argumentos
racionales, «el que elimina la razón para hacer sitio
a la revelación, apaga la luz de ambas y se comporta
de modo muy semejante al que convenciera a un hom­
bre de que se arrancase los ojos para recibir mejor,
por medio de un telescopio, la luz remota de una
estrella invisible» (IV , 19, n. 4). «La luz, la verdadera
luz del espíritu no es, ni puede ser, otra cosa que la
evidencia de la verdad de una proposición cualquiera;
y si no se trata de una proposición evidente por sí
misma, toda la luz que tiene, o puede tener, le viene
de la claridad y validez de las pruebas en base a las
que es acogida. Hablar de cualquier otra luz en el en­
tendimiento significa abandonarse a las tinieblas o al
poder del Príncipe de las Tinieblas, y, por consenti­
miento propio, arrojarse en los brazos de una ilusión
para creer a una mentira» (IV , 19, n. 13).
Según Locke, la moral que propugna el Ensayo no
sólo evitará que los hombres se degraden al nivel de
las bestias, destrozando por completo la sociedad en
que viven; es también el remedio que liberará a la
Humanidad del Príncipe de la Mentira y del rigor de
la justicia divina. Al conjurár los peligros de una fe
258 J. Loche: Ensayo sobre el entendimiento humano

□o sometida a los dictámenes racionales, Locke asume


el papel de nuevo mesías de una Humanidad definiti­
vamente «humana», cuyo gran lema podría ser: La
razón debe ser nuestro último juez y guia en todo
(IV, 19, n. 14).
CONCLUSION

Antes de poner término a estas páginas, me gustaría


hacer algunas consideraciones sobre lo que considero
el núcleo central y originante de todo el Ensayo: el
intento de construir una ética exclusivamente racional.
El proyecto no era nuevo; flotaba en el ambiente en
el que Locke había crecido. Como testigo basta Spino-
za; y lo atestigua también toda esa generación de in­
telectuales que, aceptando la labor demoledora de Bayle,
se habían quedado sin norte en su caminar a la
felicidad. Se busca entonces una moral nueva, porque
se pretende caduca aquella que Dios había establecido
en la médula misma de la naturaleza; ésa que, después
de la caída y como previendo nuestras dificultades para
desentrañarla, había explicitado en la Revelación del
Antiguo y Nuevo Testamento.
Tras la primera negación del hombre. Dios no cejó
en sus intentos de reconducirlo hacia sí. Es más, si
cabe, los redobla; llega hasta hacerse Hombre por no­
sotros. Sin embargo, parece que el siglo xvn había des­
cubierto que la amorosa intervención divina en el curso
de la historia era ineficaz. Y se propone corregir la
plana: como el Absoluto se ha demostrado deficiente,
decide convertir en absolutas las relativas fuerzas (ra­
cionales y morales) de la criatura.
260 Conclusión

Racionales y morales. Porque no se puede indepen­


dizar la exaltación del hombre a origen excluyente del
propio mundo cognoscitivo, y el haber hecho de su
ansia costitutiva de felicidad el principio sin principio
de todo bien. Considerada desde este ángulo, la obra
de Locke es un ejemplar notable. Locke pretendía
— según confiesa— descubrir los fundamentos de una
ética definitivamente humana; se pone en marcha, ela­
bora una teoría del conocimiento, y al cabo «descubre»
que esa moral científica es posible; es más, que es la
única ciencia cabal y verdadera1.
Y todo eso con una sola condición: que sea subje­
tiva. Y así, después de un enorme esfuerzo especulati­
vo, el universo de Locke se reduce a lo que es posible
utilizar de él; y el bien de esas realidades, como tam­
bién el de su Creador, a su posibilidad de colmar la sed
de goce del sujeto. Bien para mí, por tanto, y por mí;
ya que toda su bondad radica en su poder de rea­
lizarse.
En la obra de Locke, inteligencia y voluntad se aúnan
en la búsqueda de un mismo objetivo, que es de todo
el hombre: la felicidad. Entre esos dos momentos existe
un aprioridad de naturaleza, que corresponde, sin duda,
al momento voluntario. El fin tiene prioridad en cuanto
principio de acción, como causa motriz; lo primero que
se propone el sujeto es el fin, aunque sea lo último que
alcanza1 2. Por eso, la misma posición del «problema»
de una ética exclusivamente racional y humana, la ale­
gría de descubrirla posible, y el afán de llevarla a tér­
mino rechazando la moral vigente, incluía en germen

1 Ciertamente, Locke admite también en el rango de las cien­


cias a las matemáticas; pero éstas, desde el punto de vista del
contenido, no tienen ninguna relevancia para una fundamenta-
ción seria del fin y de la vida del hombre.
2 Cfr. S. T omAs, De Malo, q. 2, a. 4, c.
Conclusión 261

como larvada, la evolución posterior y el resultado


final.
Quizá es por esto por lo que la doctrina del cono­
cimiento de Locke se encuentra viciada desde su raíz.
Son los mismos primeros principios los que Locke pre­
senta como inevidentes; y se siente en la obligación de
sustituirlos por otros, las ideas, que consagran la inde­
pendencia tendencial del sujeto. Pero el rechazo del
ente como principio supremo del conocer, sólo puede
estar motivado o por una inclinación de la voluntad
que aleja al sujeto de la consideración de tal principio,
o por la ocupación del espíritu en tomo a otras cosas
que más ama, y que le obligan a perder de vista la
realidad primera1.
El error en los primeros principios especulativos,
supone una desviación en la elección del fin últim o*4.
La voluntad tiende ya al acto final del entendimiento, y
se lo propone como bueno; la inteligencia, movida por
la voluntad en su impulso primero, lo advierte como
verdadero; y esa verdad, en cuanto lo verdadero es
también un cierto bien, mueve a la voluntad a quererlo.
La voluntad busca de modo necesario la felicidad. Pero
puede buscarla desordenadamente, queriendo encon­
trarla por sí misma; prescindiendo de Dios o, si es
necesario, utilizándolo como instrumento. Y entonces,
tampoco la inteligencia alcanza su fin propio: el error,
cuando afecta al resultado final de la vida humana

1 Cfr. S. T om As, Summa Theologiae, II-II, q. 15, a. 1, ad 3.


4 «Todo acto de la voluntad es precedido por alguno del inte­
lecto, pero un determinado acto de la voluntad puede ser anterior
a un determinado acto del entendimiento, porque la voluntad
se encamina hacia el último acto del entendimiento, que es la
felicidad. Y por eso, para la felicidad se requiere la recta incli­
nación de la voluntad, como la recta orientación de la flecha es
un requisito para que alcance el blanco» (S. T omás, Summa Theo­
logiae, I-II, q. 4, a. 4, ad 2).
262 Conclusión

—y el error en los primeros principios evidentemente,


lo efecta— tiene resonancias morales.
La voluntad, en su afán exacerbado de independencia,
puede forzar una construcción racional que la ponga
en condiciones de hacerse feliz por sí misma; esa cons­
trucción, como recompensa, confiere a la libertad una
potencia ilimitada, la hace dueña de su propio fin, y le
asegura la posibilidad de alcanzarlo (en teoría).
Así son la libertad y el conocimiento del Ensayo:
absolutos e independientes. Prescindamos de la per­
sona de Locke. Para él, la intervención positiva de la
voluntad en el acto de conocimiento es teóricamente
imposible: la libertad, como causa total y emergente,
la libertad que excede incluso al mismo entendimiento,
la libertad auténtica, se encuentra ausente de su siste­
ma. La voluntad-libertad de Locke está «teóricamente»
mutilada; sólo ejerce un dominio restrictivo con res­
pecto a la inteligencia: lo único que puede es «obsta­
culizar el movimiento tanto del conocimiento como del
asentimiento, impidiendo nuestra investigación y no
empleando nuestras facultades en la búsqueda de una
verdad cualquiera. Si no fuese así, la ignorancia, el
error o la infidelidad no podrían ser en ningún caso
culpa» (IV , 20, n. 16).
Y ése es, ciertamente, un aspecto del poder de nues­
tra voluntad; pero no es todo. Sabemos que la voluntad
no sólo es dueña de sus propios actos, sino que tiene
también un dominio efectivo sobre todas las otras po­
tencias que constituyen el entramado de la vida psíqui­
ca: entendemos porque queremos, y si queremos; y
utilizamos las demás facultades porque queremoss.
Locke parece ignorarlo; por eso afirma que nunca po-5

5 «Entiendo porque quiero, al igual que uso cualquier otra


potencia y hábito también porque quiero» (S. T om As, De Malo,
q. V I, a. 1).
Conclusión 263

dremos hacer que aparezca evidente'lo que no lo es,


o que se muestre incognoscible lo que es una verdad
primera; y ni siquiera hacer que resulte más probable
lo que es menos (cfr. IV, 20, n. 16; st. IV, 13, n. 2).
Sin embargo, Locke había aprendido a utilizar los
recursos de la libertad humana antes que a conside­
rarlos en su auténtica naturaleza; es capaz de convertir
a las ideas en primum cognittim, en evidencia primera
y fundante, antes de haberse parado a considerar la
posibilidad intrínseca de este hecho. Y lo que está
claro es que es posible; bastaría, para convencemos,
la certeza con que él presenta sus afirmaciones. Locke
estaba firmemente persuadido de que no era el ente
lo primero que se presentaba a su inteligencia. Por
eso no puede extrañar que dirigiera sus esfuerzos a la
consecución de la felicidad racional por medio de una
ciencia basada en sus propias capacidades: de ahí el
rechazo positivo de la realidad externa, del ente; de ahí
el repudio, la racionalización de la fe sobrenatural como
medio imprescindible para afirmar una ciencia exclu­
sivamente humana; y de ahí la reducción de la filo­
sofía de la naturaleza a un conjunto de técnicas, a un
instrumento apto para modelar el mundo sensible hasta
ponerlo al servicio del fin individual (o colectivo).
Pero si llegó a estar convencido de ello, firme e irre-
moviblemente convencido, quizá fue porque antes
quiso dudar de la metafísica natural, inscrita en el
fondo más íntimo del ente; quizá fue porque antes
renegó de la moral que Dios le ofrecía —a través de
ese mismo mundo y por medio de la Revelación— para
reconducirlo hasta El y hacerlo gozar de la Bondad
Infinita. Locke quiso poner en duda la realidad exte­
rior, para deducirla después del contenido de su propia
conciencia. Pero al aislarse en la suficiencia de su
propio conocer, se encontró solo, irremediablemente
264 Conclusión

solo: sin Dios y, por tanto, sin m oral4*. Al desligarla


de cualquier dependencia exterior, la sensibilidad loc-
kiana quedó convertida en ab-soluta; y en el universo
hay despacio para un Unico Absoluto7.

★ * *

El intento de Locke, que no era nuevo, todavía no


ha quedado anticuado; en buena parte lo estamos vi­
viendo. Después de multiplicarse a lo largo de casi tres
siglos, tomando formas diversas y sumando su propia
virtualidad a la de otros movimientos similares, deja
ver su influencia en muchos aspectos de la cultura de
hoy. Basta dar una ojeada: tecnología como anhelo
supremo, prepotencia de la ciencia aplicada, olvido de
la metafísica, búsqueda indiscriminada del placer sen­
sible, irreligiosidad, acción frenética, racionalismo crí­
tico o agnóstico, subjetivismo...
Naturalmenté, no todo ahí es de Locke. De él here­
damos quizá, como lo más genuino, la quintaesencia

* Sabemos que en varias ocasiones se propuso elaborar la mo­


ral demostrada, pero sin resultado:
«Es comprensible que, llegado a este punto, Locke abandonara
su proyecto y se dedicase a la ilustración del Evangelio: para
un cristiano, era éste el texto en el que Dios había hablado con
claridad.
Pero ya era tarde; las ideas centrales de la doctrina lockiana
sobre la moral demostrada obraban al margen de los vanos es­
fuerzos de Locke para sistematizarlas: actuaban en sus obras
políticas, en la interpretación de la sociedad que éstas contenían,
e incluso en la interpretación del cristianismo» (C. A. V iano ,
o. c., pp. 178-9).
7 «La pluralidad de conciencias es imposible si yo poseo una
conciencia absoluta de mi mismo. Más allá del absoluto de mi
pensamiento es imposible encontrar un absoluto divino; si el
contacto de mi pensamiento consigo mismo es perfecto, me en­
cierra sobre mi propio yo, impidiéndome trascenderme» (M. Mer -
leau-Ponty, La phénoménologie de la perception, París, 1945,
P. 428).
Conclusión 265

de su proyecto: el afán de dominio sobre el propio


fin, prescindiendo de la ordenación de Otro: la ilusión
de una moral autónoma. Pero tampoco en esto Locke
hizo sino actuar una de las posibles tentaciones que
acompañan a la naturaleza humana. El hombre se
encuentra constantemente solicitado por la tentación
de constituir su propia luz natural en criterio supremo
de bondad y malicia, en principio rector de sí mismo
y de las criaturas materiales. El precio de tal dominio
es el pecado, la exclusión positiva de Dios; pero, por
desgracia, a veces se encuentra dispuesto a pagarlo.
Existe, sin embargo, otro camino. El de la moral au­
téntica, capaz de conducir al hombre hasta la felicidad
que sólo se halla en Dios.
INDICE
Págs.

INTRODUCCION ................................................. 7
a) Entorno h istó rico ............................ 9
b) Breve resumen del contenido ........ 15

I. EL INTENTO DE UNA MORAL GEOME­


TRICAMENTE DEMOSTRADA .................. 21
a) Influencia de Descartes en la con­
cepción del Ensayo ........................ 23
b) El paso de una matemática univer­
sal a una moral matemática............ 27

II. LA CRITICA DE LOCKE A LA EXISTEN­


CIA DE CONOCIMIENTOS INNATOS (li­
bro I) .......................................................... 33
a) El rechazo de las ideas y principios
innatos............................................. 33
b) La búsqueda de un principio absolu­
to del conocimiento ....................... 37
c) La crítica a las ideas innatas por
medio de la duda universal............ 43
d) Las ideas como primum cognitum. 49
268 Indice

Pdgs.

III. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA


GNOSEOLOGIA DE LOCKE (libro II, 1.»
parte) .......................................................... 57

1. El sensismo de L o c k e ........................... 57
a) Los puntos básicos de la nueva teo­
ría del conocim iento....................... 57
b) Reducción del conocimiento al ám­
bito sensible.................................... 59
c) La sensibilidad atomizada ............. 63

2. La versión empirista del inmanentismo. 68


a) Dependencia de Descartes ............. 68
b) La resolución en el acto de sentir ... 70
c) El alma reducida a «percibir»: diso­
lución del compuesto hum ano....... 73

IV. ORIGEN Y CARACTERISTICAS DE LAS


IDEAS (libro II, 2.» parte) ....................... 81

1. Las ideas simples de sensación y refle­


xión ........................................................ 82
a) El origen de las ideas simples: visión
gen era l............................................. 82
b) Las ideas de sensación: la solidez ... 86
c) Ambigüedad de la teoría de la per­
cepción ............................................ 93

2. Las ideas complejas ............................. 103


a) El origen de las ideas complejas ... 104
b) Los modos simples y mixtos ........ 107
Indice 269

Págs.

c) La sustancia reducida a la idea de


sustrato............................................ 113
d) Las ideas de relación y su valor para
la moral .......................................... 119
3. Las ideas constituidas en absoluto: in­
versión de las relaciones entre la reali­
dad y el conocimiento (libro II, 3* parte). 126

V. EL PROYECTO DE UN LENGUAJE UNI­


VERSAL PARA LA CONSTRUCCION DE
LA MORAL DEMOSTRADA (libro I I I ) ....... 135
1. Los nombres, instrumento de comuni­
cación de la cien cia............................... 135
a) ¿Por qué una teoría del lenguaje? ... 135
b) Las palabras como signos artificiales
de las ideas ..................................... 138
c) Imposibilidad de un lenguaje sin pen­
samiento ................. 147
2. Necesidad de un nuevo lenguaje para
moderar racionalmente la conducta hu­
mana ...................................................... 152
a) Posibilidad de una moral geométrica. 152
b) La reforma del lenguaje, exigencia
de la nueva m o r a l........................... 153
c) El lenguaje, instrumento de dominio
sobre las actuaciones humanas ....... 158

VI. LA MORAL DEMOSTRADA. AMBITO DEL


VERDADERO CONOCIMIENTO (libro IV.
1.» parte) ..................................................... 165
1. Las fronteras entre el conocimiento y la
opinión (visión de conjunto del libro IV ) 165
270 Indice

Págs.

2. Grados de certeza y realidad de los dis­


tintos tipos de cien cia........................... 172
a) La certeza, fundamento del auténti­
co con ocer........................................ 172
b) Extensión del conocimiento racional. 180
c) Realidad de la ciencia que versa so­
bre nuestras ideas: posibilidad de
una ética racional ........................... 183
d) La universalidad y la certeza, requi­
sitos del conocimiento científico ... 189
3. Posibilidad y características de la moral
racional como conocimiento auténtica­
mente humano....................................... 201
a) Verdades relevantes e irrelevantes ... 201
b) La construcción de la moral racional 206
c) La moral demostrada, «gran tarea de
la H um anidad»................................ 208
d) Dios y el mundo al servicio de la
moral geom étrica............................ 211

V II. EL AMBITO DE LO OPINABLE Y LA TO­


LERANCIA (libro IV, 2.» parte) ................. 235
1. La opinión: asentimiento sin certeza, re­
gulado por la ra zó n ............................... 235
2. El cristianismo «razonable» deLocke ... 243
a) La fe reducida a sus elementos ra­
cionales ............................................ 243
b) La mediación racional de la f e ........ 249
c) La religión «razonada», fundamento
de la paz s o c ia l................................ 255

CONCLUSION ..................................................... 259


COLECCION CRITICA FILOSOFICA

OBRAS PUBLICADAS
1. r em e d e s c a r te s : d is c u r s o del m e t o d o — C. Cardona.
2. karl Ma r x : e s c r it o s j u v e n il e s — J. A. Riestra y A. del Noce.
3. JEAN-PAUL SARTRE: CRITICA DE LA RAZON DIALECTICA Y CUESTION DE
m e t o d o — J. J. Sanguineti.

4. GYORGY LUCKACS: HISTORIA Y CONCIENCIA DE CLASE Y ESTETICA —


L. Clavell y J. L. R. Sánchez de Alva.
5. K. MARX-F. ENGELS: LA SAGRADA FAMILIA Y LA IDEOLOGIA ALEMANA —
M. A. Tabet y A. Maier.
6. K. MARX-F. ENGELS: MISERIA DE LA FILOSOFIA Y MANIFIESTO DEL
p a r t id o c o m u n is t a — T. Alvira y A. Rodríguez.
7. karl m arx: e l c a p it a l — R. García de Haro.
8. F. ENGELS: DIALECTICA DE LA NATURALEZA Y DEL SOCIALISMO UTOPICO
al s o c i a l is m o c ie n t íf ic o — A L . González y J. M. Ibáñez
Langlois.
9. JEAN-PAUL SARTRE: EL SER Y LA NADA — L. ElderS.
10. a. c o m t e : c u r s o — J. J. Sanguineti.
de f i l o s o f í a p o s it iv a

11. DAVID F. STRAUSS: LA VIDA DE JESUS — Ai. A. Tabet.


12. LUDWIG FEUERBACH: LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO — G. FabrO.
13. B. FROMM: MAS ALLA DE LAS CADENAS DE LA ILUSION Y LA REVOLU­
CION DE LA e s p e r a n z a — A. Isoardi y A. Polaino.'
14. i. kant: la f u n d a m e n t a c io n de la m e t a f ís ic a de las co stum ­
bres — A. R. Luño.
15. p. b ayle : p e n s a m ie n t o s — T. Alvira.
d iv e r s o s s o b r e e l c o m e t a

16. b. s p i n o z a : tratad o C. Morales.


t e o l o g ic o -p o l i t i c o —
17. A. g r a m s c i : c u a d e r n o s DE LA CARCEL — F. Gapucci.
18. m . f o u c a u l t : l a s p a l a b r a s y l a s c o s a s — J. Rassam.

19. m . l o t e r o : s o b r e l a l ib e r t a d e s c la v a — L. F. Mateo Seco.

20. i . k a n t : c r i t i c a de l a r a z ó n p u r a — R. Vemeaux.
21. condorcet: esbozo de UN CUADRO HISTORICO de l o s p r o g r e s o s
d el e s p í r i t u hum ano — J. A. Riestra.

OBRAS EN PREPARACION
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