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HISPANOAMÉRICA VISTA POR SÍ MISMA (DE SIMÓN BOLÍVAR
AL GIRO PROGRESISTA-AUTORITARIO)
Tulio Halperin Donghi
punto de partida de esa transición, está todavía dominada por una problemática
forjada en el marco del orden colonial que aspira a abolir.
La Hispanoamérica que lucha por emanciparse sigue siendo, en la visión de
Bolívar, el territorio compartido por esas dos repúblicas, la de españoles y la de
los naturales, herederos de los vencedores y los vencidos en la Conquista, a las
que la legislación española dotó de estatutos distintos. Esa visión continua la de
los precursores del independentismo que tampoco habían ignorado esa frontera
interna: así el expulso jesuita peruano Viscardo y Guzmán habían fundado su ale-
gato independentista en un doble memorial de agravios, el de los herederos de
los reinos indígenas, usurpados por la Corona de Castilla, y el de los herederos
de los conquistadores, víctimas de la sistemática ingratitud de esa misma corona,
beneficiaria única de las hazañas de sus mayores.
Ese aspecto del legado colonial hace de la lucha emancipadora una empresa
insalvablemente paradójica. Así lo reconoce tanto el Bolívar temporariamente de-
rrotado que en 1815 compone desde su refugio insular la Carta de Jamaica, como
el ya victorioso de 1819 en su oración inaugural del Congreso de Angostura. Tras
de admitir que la lucha emancipadora fue menos una iniciativa espontánea de los
dominios ultramarinos que una respuesta al derrumbe de la Monarquía española,
que cortó para siempre un lazo cuya supervivencia había dependido hasta enton-
ces del consenso en muchos casos entusiasta de los dominados (<<la opinión era
toda su fuerza>> (Bolívar, 1976: 56), confiesa todavía Bolívar, en frase que quizá no
advierta hasta qué punto es reveladora); pero si gracias a esa trágica peripecia <<el
velo se ha rasgado, hemos visto la luz>>, el precio de esa brusca emancipación fue
la <<orfandad>> (Bolívar, 1976: 62) en que el avance triunfal de las águilas francesas
sobre <<los frágiles gobiernos de la Península>> vino a arrojar a Hispanoamérica.
Es una situación que -en 1815 como en 1819- recuerda a Bolívar la que si-
guió a la disolución del Imperio Romano, cuando <<cada desmembración formó un
sistema político>>; pero a su juicio la de Hispanoamérica aún más grave; mientras
<< ... aquellos miembros dispersos volvían a establecer sus antiguas naciones [... ]
nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que
por otra parte no somos ni indios ni europeos, sino una especie media entre los
legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles [... ] siendo nosotros
americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que dis-
putar riesgos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los in-
vasores>> (Bolívar, 1976: 62).
Bolívar no necesita definir ese nosotros: todo el argumento revela que él alu-
de a los criollos herederos de la república de españoles. Al evitar esa definición
elude también poner en tela de juicio un aspecto de su planteamiento que no deja
de intrigar al lector de hoy: no se pregunta siquiera, en efecto, si esa revolución
aún más difícil de justificar en derecho (puesto que disputa los de los <<legítimos
propietarios del paÍS>>) que de conducir al triunfo, es la única posible.
Si lo ignora, es quizá porque su visión espontánea del legado colonial está más
alejada de la recogida en la teoría de las dos repúblicas de lo que adhesión formal
a ella haría suponer. Bolívar, en efecto, descubre una dimensión esencial de la ex-
periencia colonial de la que esa teoría no daba cuenta: su origen en una conquis-
ta que -así fuese a través del crimen- ha entrelazado de modo irreversible a per-
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Monterrey visto desde la terraza de una casa de la plaza principal, F. Swinton, según dibujo del Cpt. D. P. Whiting. Fuente: México Ilustra- z
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do ... , 1994: 155. I
HI SPA N OA MÉ R IC A V IST A POR SÍ MI SM A 617
Por el contrario, para ese Bolívar cada vez más pesimista, si Hispanoamérica
ha de esquivar ese desenlace catastrófico, será gracias a lo que la realidad hispa-
noamericana conserva de irreductiblemente heterogéneo y aún incoherente. He
aquí la conclusión implícita de la ojeada panorámica de los distintos movimien-
tos emancipadores incluida en la Carta de Jamaica . Si bien la revolución emanci-
padora, en cuanto revolución igualitaria protagonizada por una casta privilegia-
da, es irremediablemente autocontradictoria, apenas se examina su impacto en el
marco concreto de cada una de las comarcas hispanoamericanas, se descubre la
presencia de una red en cada caso variable de mediaciones y complicidades entre
las minorías que tomaron la iniciativa de la revolución y las mayorías en cuyo
nombre aquéllas actuaron, que -sin resolver esa contradicción- evita por lo me-
nos que ella conduzca a la catástrofe.
Bolívar -se ha dicho ya- no buscó hacer de ese descubrimiento el punto de
partida para la elaboración de una nueva perspectiva teórica que incorporase los
datos de esa realidad más compleja; aún las modificaciones globales a su proyec-
to político, en cuyo favor hubiese podido invocar la autoridad venerable de la
teoría que desde Aristóteles proclama la superioridad de las formas mixtas de go-
bierno, prefirió presentarlas como una concesión a una realidad demasiado con-
taminada para que fuese posible aplicar a ella las conclusiones de una teoría que
como tal sigue considerando irrefutable. De ese modo, las variaciones introducidas
a una problemática que es común a Hispanoamérica por las peculiaridades de cada
comarca hispanoamericana hacen ya en Bolívar una aparición discreta; ellas pa-
sarán a primer plano en sus continuadores en la reflexión sobre Hispanoamérica.
El desplazamiento entre el marco hispanoamericano y el ofrecido por cada
uno de los nuevos Estados no es el único a través del cual las concesiones práct i-
cas que Bolívar se resigna a ofrecer a una realidad rebelde anticipan más globales
cambios de perspectiva de sus continuadores. Así, la relación entre los herederos
de los conquistadores y de los conquistados, que para Bolívar planteaba un proble-
ma en verdad insoluble, sólo muy ocasionalmente va a reaparecer como tal (por
ejemplo, en las sombrías previsiones de una inminente reconquista indígena que
surgen en las horas más desesperadas del México independiente}.
Es que ese problema ha sido resuelto en los hechos: en todas partes las repú -
blicas independientes serán las continuadoras de la república de españoles, y su
trayectoria confirmará las poco sinceras seguridades ofrecidas por Bolívar en pá-
ginas destinadas a lectores ingleses, en que subrayaba que en Hispanoamérica las
contiendas no surgían <<de la diferencia de castas; ellas han nacido de la divergen-
cia de las opiniones políticas y de la ambición particular de algunos hombres»
(Bolívar, 1976: 78), más bien que las profecías sobre una inminente y catastrófi-
ca «guerra de colores>>, que el Libertador prodigaba a sus íntimos.
En esta nueva etapa tanto la frontera interna que es herencia de la Conquis-
ta cuanto lo que esa misma conquista tiene de intrínsicamente injusto dejan de ser
vistos problemáticamente, y es en cambio el legado de la nación conquistadora el
que será reconocido como la clave de los problemas que aquejan a una Hispano-
américa que junto con su antigua metrópoli halla difícil conquistar un lugar acep-
table en un mundo que comienza a ser transformado por los avances del capita-
lismo industrial.
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Alamán comparte con Herrera no sólo la deuda con la escuela escocesa del
sentido común -en él más pesada, ya que Herrera invoca más frecuentemente la
autoridad de las Escrituras que la de las verdades reconocidas como tales por ese
sentido común- sino la reivindicación del pasado colonial como la etapa de crea-
ción de una nación española y católica, y una propuesta de reconstrucción políti-
ca en torno al único factor aglutinante que no ha sucumbido a los efectos disocia-
dores de la revolución: la fe religiosa de los mexicanos.
Lo que con todo separa a Alamán de Herrera es que en éste la restauración
política es valorizada en cuanto medio para alcanzar la religiosa, que le interesa
sobre todo, mientras Alamán -en el plano personal no menos piadoso que He-
rrera- sigue una marcha cabalmente opuesta. Pero no es esto todo: si las posi-
ciones de Herrera y Alamán son ambas reaccionarias en cuanto ambas proponen
la restauración de un pasado que se postula mejor que el presente, y ese pasado
es en ambas el colonial, las visiones que uno y otro proponen de ese pasado tie-
nen en el fondo muy poco en común. La que traza Alamán a partir de la dorada
memoria de una infancia y primera adolescencia transcurridas durante el ocaso
del México borbónico, ofrece una imagen estilizada de las realidades y los obje-
tivos madurados bajo el signo de la monarquía ilustrada, contemplados desde una
perspectiva muy cercana a la de los esclarecidos servidores de ésta. Del mismo
modo que ellos, Atamán juzga la experiencia histórica mexicana con criterio to-
talmente profano.
El inventario que levanta de los aportes de la Conquista española, que inclu-
ye desde el vidrio hasta la lana de oveja, deja sin mencionar el que los contempo-
ráneos de esa conquista habían apreciado por sobre todo: el acceso que ella abrió
a la fe verdadera. Y aun para apreciar el beneficio que la inclusión en la órbita del
catolicismo ha traído a México, Alamán prefiere subraya más bien <<la magnificen-
cia de los templos [... ] que adornan nuestras ciudades (por su parte la supresión
de la idolatría será celebrada en espíritu más filantrópico que confesional evocan-
do los sacrificios humanos a los que ella puso fin)».
Así estilizado, no hay nada en el legado colonial que lo haga incompatible
con el imperativo de incorporación plena a la nueva civilización capitalista; Ala-
mán, que conoce Europa mejor que sus rivales liberales, advierte mejor que éstos
que es posible apostar a la vez a la carta del capitalismo en avance y a la de un
conservadurismo político dispuesto a movilizar en su favor el legado del Antiguo
Régimen.
Pese al horror que Alamán siente por la revolución desencadenada por Hidal-
go, no cree que el obstáculo principal para el retorno de México a la ruta de pro-
greso ordenado de la que ella lo desvió provenga de esa revolución misma, que
no ha apartado definitivamente a las masas mexicanas de la tradición de dócil
obediencia a los dictados de sus superiores naturales. Más graves son las conse-
cuencias de la prédica liberal, a través de la cual «la raza española [... ] parece dis-
puesta a destruirse a sí misma>>; aunque esa prédica es «motivo de escándalo y ho-
rror>> para las masas (lo que confirma que el daño causado por la revolución no
es irreparable), ella encuentra presa más fácil en las clases ilustradas, ahora divi-
didas entre una famélica multitud de aspirantes a una prosperidad que «buscan
por medio de las revoluciones>> y una «clase acomodada, indiferente a todo lo que
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no llega a sus intereses personales [que] sólo despierta al estruendo de una revo-
lución que la amenaza con una ruina inmediata» (Alamán, 1969: V, 576).
Como se ve, más que un retorno al pasado lo que la alternativa reaccionaria
propone es un camino alternativo hacia el presente, que si hubiera sido tomado
en 181 O hubiese ahorrado las destrucciones infligidas por la vía revolucionaria
entonces preferida. Pero ni aun la incomparable agudeza analítica de Alamán lo-
grará hacer de su progresismo nostálgico una alternativa política válida para una
Hispanoamérica que, para bien o para mal, ha tomado el carril revolucionario y
debe aprender a vivir con las consecuencias.
La marejada conservadora que va a tomar fuerza luego de que 1825 clausura
la etapa de guerra revolucionaria no va a encontrar por cierto inspiración en esa
utopía retrospectiva. Sus objeciones al reformismo liberal son más a menudo de
oportunidad que de principio (luego de la tormenta revolucionaria lo que Hispa-
noamérica necesita es una etapa de ordenada estabilidad) e invocan el contexto
más inmediato antes que las conclusiones de una reflexión referida al más vasto
marco hispanoamericano. Al frente de las experiencias conservadoras más exito-
sas -en Venezuela o Chile- encontramos a hombres prácticos que no sólo no
poseen una compleja formación ideológica, sino desconfían de la inspiración que
de ella podría llegarles. Hubo con todo quien formuló la teoría de esa práctica
que se pretendía emancipada de toda teoría: fue el venezolano Andrés Bello, sos-
tén intelectual en Chile de esa república portaliana que iba a ofrecer el modelo
político más exitoso para la etapa conservadora.
Para ubicar los problemas de la Hispanoamérica postrevolucionaria, Bello uti-
liza un doble marco de referencia: el del pasado hispánico que plasmó al subcon-
tinente y el de la nueva civilización liberal a la que es su destino incorporarse. Su
visión de ambos está igualmente desprovista de ilusiones. La herencia de la admi-
nistración colonial constituye desde luego una pesada rémora: «El despotismo de
los emperadores de Roma fue el tipo del gobierno español en América. La misma
benignidad ineficaz de la autoridad suprema, la mima arbitrariedad pretorial, la
misma divinización de los derechos del trono, la misma indiferencia a la indus-
tria, la misma ignorancia de los grandes principios que vivifican y fecundan las
asociaciones humanas•• (Bello, 1951: 165).
No más halagüeño es el retrato del nuevo orden, y lo que él sugiere acerca
de qué pueden esperar quienes se incorporan a él desde una posición periférica
e inevitablemente subordinada; mientras« ... en el seño de cada familia social [... ]
la libertad y la justicia, compañeras inesperables, extienden más y más su impe-
rio[ ... ] en las grandes masas de hombres que llamamos naciones el estado salva-
je de fuerza brutal no ha cesado [... ] los salteadores se han convertido en merca-
deres, pero mercaderes que tienen sobre el mostrador la balanza de Brenno: vae
victis. No se coloniza, matando a los pobladores indígenas, para qué matarlos, si
basta empujarlos de bosque en bosque, de pradería en pradería [... ] en las rela-
ciones de raza a raza y de pueblo a pueblo dura, bajo exterioridades hipócritas,
con toda su injusticia y rapacidad primitivas, el estado salvaje» (Bello, 1951:
163-164).
Fundado en ese imparcial pesimismo, Bello ofrece una visión inesperadamen-
te apacible de los problemas que afronta la Hispanoamérica postrevolucionaria.
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Aires, se presenta más abierto a las innovaciones ideológicas; y quizá nadie encar-
ne mejor que Sarmiento el inquieto, ambiguo temple de esa nueva hora. Ya en
1845, en su Civilización y Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, la exigencia
de ir más allá de la problemática política para abarcar en toda su pululante rique-
za la más compleja y ambigua de la vida en sociedad fijaba a la exploración de la
situación de Hispanoamérica en el mundo un rumbo que su autor no iba ya a
abandonar, aunque no dejaría de ajustarlo desde entonces a los vertiginosos cam-
bios de circunstancias promovidos por los cada vez más rápidos avances de la ci-
vilización atlántica.
Sarmiento advertía muy bien que Hispanoamérica sólo podría retener el con-
trol de su propio destino si se decidía a imprimir ese mismo ritmo febril a la reno-
vación propuesta por el nuevo liberalismo; en ausencia de ella, un subcontinente
cuyas inmensas riquezas potenciales permaneciesen inexploradas hubiera ofreci-
do una tentación invencible para la vocación conquistadora de una Europa vigo-
rizada por el ascenso del capitalismo industrial, cuya capacidad de derribar las
murallas de la China celebraba por entonces el Manifiesto comunista. Si se rehu-
sase a esa transformación, si se obstinase en retener bajo las formas republicanas
las realidades sociales forjadas por la colonia, Hispanoamérica se arriesgaría a pe-
recer. A la truculenta descripción del despotismo colonial que proponía Lastarria,
Sarmiento había opuesto el testimonio de quienes lo recordaban con afecto nos-
tálgico. Pero si en 1851, en sus Recuerdos de Provincia, el cuadro de su nativa San
Juan, «feliz bajo la blanda tutela del rey>>, comparte ese temple nostálgico, él no
impide a Sarmiento concluir que el precio de esa soñolienta felicidad sin historia
había sido un estancamiento precursor de la muerte.
A la evocación del San Juan colonial, Sarmiento antepone el de la «grande y
poderosa nación de los huarpes>>, destruida por la Conquista, y cuya huella sólo
sobrevivía en algunos toponímicos; y se apresura a deducir de ella una terrible lec-
ción: «Ay de los pueblos que no avanzan! Si sólo se quedaran atrás!>>: al cerrarse al
cambio, el San Juan español reclamaba para sí el mismo destino del indígena (Sar-
miento, 1979: 17). A la vez, Sarmiento advertía claramente que esa renovación no
podía tener por meta transformar a Hispanoamérica en réplica ultramarina de
una Europa que (como había descubierto en sus viajes de 1845-1848) estaba pa-
gando un precio muy alto -en acrecidas tensiones sociales y políticas- por los
avances que estaban haciendo de ella el foco de la nueva civilización industrial. Si
Bello había podido contemplar con serenidad el futuro no sólo poque confiaba
en que Hispanoamérica dispondría del tiempo necesario para completar la meta-
morfosis que haría de ella una réplica de Europa, sino porque esa meta posible se
le aparecía también como incondicionalmente deseable, Sarmiento había renun-
ciado a la segunda de esas premisas junto con la primera.
Las secretas fisuras que había descubierto en Europa lo incitaron a ver en el
desenlace de la revolución de 1848 -la restauración del viejo orden en el centro
del continente y más aun la instauración de un autoritarismo de nueve cuño en
Francia- la confirmación de que el viejo mundo no podía ofrecer el modelo que
buscaba Hispanoamérica; ya para entonces había creído descubrir en Estados
Unidos cómo era posible encarnar en los hechos las aspiraciones esenciales de la
renovada agenda liberal. Más que un modelo político, lo que Sarmiento vino a
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2. Aun luego de que debió rendirse a la evidencia, se negó a revisar sustancialmente su juicio;
aunque en su artículo necrológico sobre León Gamberra, publicado el 11 de febrero de 1883 («León
Gambetta>>, en La Reforma política en Colombia. Colección de artículos publicados en La Luz de Bo-
gotá y El Porvenir de Cartagena por Rafael Núñez, Bogotá, 1885: 367) condena «la guerra legal he-
cha a las congregaciones religiosas, pues con ello vició la sustancia cardinal de la doctrina de que era
apóstol>>, concluye que <<esa oscura mancha no empaña sino parcialmente el brillo del conjuntO>> (pp.
373-374).
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por la ciencia positiva se acompañaba de una real familiaridad con sus métodos.
Los resultados son más reveladores que admirables; así Conflicto y armonías de
las razas en América, de 1882, interesa más como reflejo de la desesperación que
un Sarmiento cercano ya a la muerte asiste al triunfo del autoritarismo progresis-
ta que ha traicionado las esperanzas liberales, que por sus fantasiosas reconstruc-
ciones de los choques y acomodamientos étnicos en Hispanoamérica. Más habi-
tual es que otras construcciones científicamente no menos endebles reflejen una
inspiración decididamente menos noble: así los avances de un racismo cada vez
más extravagante no dan voz a menudo sino al mal humor despertado en secto-
res tradicionalmente dominantes por el descubrimiento de que deben compartir
con toda clase de advenedizos las ventajas derivadas del cambio socioeconómico.
Como se ve, si el influjo del cientificismo naturalista no provoca el abandono de
la reflexión hispanoamericana sobre Hispanoamérica, contribuye a introducirla
en el que parece ya un callejón sin salida. No ha de ser así, sin embargo; sería uno
de los voceros periodísticos de la elite porfiriana, El Partido Liberal, el que publi-
que el30 de enero de 1891 «Nuestra América» (Martí, 1946: II, 105). En ese tex-
to breve y deslumbrador José Martí reclamará un nuevo rumbo para esa incesan-
te exploración, que debe encontrar ahora su punto de partida en la reconciliación
de Hispanoamérica consigo misma.