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Música y sonoridad: psicoanálisis en

busca de Dioniso

Las relaciones entre arte y psicoanálisis han sido desde el origen intensas y

bidireccionales. Este último no ha dudado en echar mano a las artes tanto para

poner a prueba sus hipótesis como para hurgar en un acervo cultural a fin de

relanzar su propio campo de problemas. En este caso, las elegidas tanto por Freud

como por Lacan solían ser la literatura (en el sentido amplio), la escultura y la

pintura, tradicionalmente disciplinas de la representación, deudoras de la “buena

forma” apolínea. De esta manera, lo dionisíaco -caracterizado por la proximidad, lo

abstracto y el exceso- parece relegado junto con la ausencia de disfrute que

supuestamente aquejaba a Freud respecto a la música.

¿Cuáles son las metáforas que podemos producir con música desde psicoanálisis?

¿Acaso se sostiene esa idea tan difundida de que Freud no tenía oído para la

música, lo cual se transmitió como un punto ciego para su campo, alcanzando

también a Lacan? ¿Por qué ese dios caótico de la música y el éxtasis ha quedado

en silencio en la acrópolis psicoanalítica?

Desde ya adelanto: no encontré a Dionisio, ni siquiera estoy seguro que me sitúe

dentro de amplio campo del psicoanálisis, y toda la línea teórica de la sonoridad

articulada con el objeto voz y la pulsión invocante la dejé por fuera.

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A grandes rasgos podemos situar distintas líneas de investigación entre música y

psicoanálisis: a) la supuesta indiferencia de Freud por la música; b) la operatividad

de los conceptos musicales para pensar y teorizar psicoanálisis; c) los efectos de la

música sobre el oyente; d) la composición musical y sus vínculos psico-biográficos

(Leader, 2003: 76). Me interesa recortar algunos aspectos del primero y el segundo

de estos puntos.

1. Malestar en la cultura musical freudiana

Escribe Max Graf (1946) que en la Viena del 900 “uno se encontraba con la historia

musical haciéndose en cada esquina” (p. 15), gracias a compositores como

Johannes Brahms, Hans Richter, Anton Bruckner y Hugo Wolf, quienes formaban

parte de la esencia misma de la ciudad. “La ciudad parecía haber sido creada para

la música, así como otras ciudades habían sido creadas para los negocios, para el

intelecto o para la religión. La música estaba en el aire, en el susurro de las hojas en

los bosques cerca de Viena, en la fragancia de los jardines, en la sonrisa de las

niñas, en la alegría de vivir” (p. 18-19). Además, se trata de una ciudad con un

pasado musical sublime, ya que al deambularla uno se encontraba con los edificios

donde Mozart, Haydn, Beethoven y Schubert habían vivido y compuesto sus obras.

Con todo, se dice: a Freud no le gustaba la música. Hela aquí a la primera y más

sonada cita: en su texto anónimo “El Moisés de Miguel Ángel”, declara que “aquellas

manifestaciones artísticas (la Música, por ejemplo) en que esta comprensión se me

niega, no me produce placer alguno” (Freud, Sigmund, El «Moisés» de Miguel

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Ángel, Obras Completas, Tomo III, Biblioteca Nueva, 2006, p. 1876). También lo

dice Jones: “la aversión de Freud por la música era una de sus características más

conocidas” (en Leader, p. 74). Lo dice incluso el sobrino Harry: “despreciaba la

música y la veía únicamente como una intrusión” (Idem). Hasta la princesa Marie

Bonaparte sentenció que Freud era “una persona totalmente carente de oído

musical (unmusical)” (idem). Y todos recordamos que durante su adolescencia,

Freud les prohibió a su hermana y su madre que tocaran el piano en su casa, ya

que se distraía de sus estudios.

Pero hay algunos bemoles. En distintos ensayos de su obra, las referencias de

Freud a la música no son abundantes, aunque sí contundentes. En "El chiste y su

relación con lo inconsciente" escribe: "mientras que la música es esencialmente

seria, la broma es esencialmente ligera" (p. 113). Sin embargo, 15 años después su

concepción resulta menos solemne, ya que en "Más allá del principio de placer" el

alivio producido por la música ocupa una función similar al chiste: "La relajación que

se experimenta en la música es un ejemplo de una reducción de la tensión

psicológica" (p. 38). Posteriormente, en "El malestar en la cultura" Freud redobla la

apuesta al sostener que "La música es uno de los medios más poderosos para

superar la infelicidad" (p. 72). En su canto de cisne, "Moisés y la religión

monoteísta", escribe: "La música es una forma de expresión religiosa que se utiliza

para crear estados de ánimo y para comunicar emociones" (112).

A pesar de estas referencias sucintas que atraviesan su obra, quizás el lugar donde

con más amplitud se describen los efectos de la música sea en su obra “La

interpretación de los sueños”: "El poder mágico de la música es conocido por todos,

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su capacidad para crear estados de ánimo, para excitar, para calmar, para

trastornar, para elevar, para inspirar, para invocar visiones" (398). Ese poder mágico

respecto al psicoanálisis es parte de lo que me interroga, y el aparente silencio en la

literatura psicoanalítica al respecto me condujo a la hipótesis de que quizás fue el

desinterés de Freud lo que produjo la escasez de lenguaje y metáforas musicales en

psicoanálisis. Y si bien a lo largo de muchas décadas se ha sostenido que a Freud

no le interesaba la música, esto es algo que ha sido cuestionado en los últimos

tiempos por distintos investigadores.

De la correspondencia de Freud y Ferenczi (quien se nombraba como “muy

musical”) se desprende suficiente evidencia para que su editor escriba en la

introducción que “contrariamente a la imagen que prevalece de él, Freud era amante

de la música, en particular de la ópera”, citando, entre otros ejemplos que durante

una sesión con uno de sus analizados, su interpretación consistió en cantar una

tonada de Don Giovanni, “la ópera más grandiosa que existe” según las palabras del

propio Freud (Leader). Por ahí sea más afinado señalar que la aparente antipatía de

Freud por la música es una prueba de su sensibilidad por la misma. Es cada vez

mayor la bibliografía respecto a este punto, desmitificando así uno de los supuestos

orígenes de la distancia entre psicoanálisis y música. Entonces, ¿por qué esta

ausencia de articulaciones musicales?

2. Tres microensayos de paradoja musical

Primera paradoja de este trabajo: traducir en palabras lo que carece de ellas. La

música es decididamente significante pero no tiene ningún sentido inherente. Su

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significancia desafía la lógica y la razón, incluso a pesar de sus posibilidades de

transcripción matemática. Tomando una poderosa imagen bíblica, la música es la

zarza ardiente: “es lo que es, lo que fue y lo que será” (idea tomada de Steiner,

2012). Cuando se intenta cercarla, triangular una definición de la música, el lenguaje

desfallece, se delinean sus limitaciones y se asoma su capacidad metafórica, un

tenue intento de articular lo inarticulable. El lenguaje puede metaforizar la música y

la muerte, pero no definirlas más que mediante tautologías, lo que nos indica las

afinidades entre ambas. Música y muerte se intrincan en distintos mitos griegos que

conocemos: recordemos a Orfeo con su lira calmando a las fieras y al terrible

Cerbero, pero despedazado por las bacantes a las que rehúsa una orgía; luego está

el sileno Marsias desollado por las musas luego de perder un concurso musical

contra el terrible Apolo; finalmente, los marineros antiguos y el canto seductor de las

sirenas. En psicoanálisis se suele teorizar al límite de esos vectores imposibles que

son sexualidad y muerte. Quizás la música es un tercer elemento a considerar, y la

operación de “traducción” (asignarle sentido) sea completamente absurda. Desde

otro campo, Pascal Quignard ha explorado los confines de esos tres términos, con

la crudeza que lo caracteriza, tanto en “El sexo y el espanto” como en “El odio a la

música”. Escuchemos a Nietzsche: “La música es soberana: no necesita ni de la

imagen ni del concepto. El lenguaje, en cuanto órgano y símbolo de las apariencias,

no puede en ningún momento o lugar exteriorizar el hondo núcleo íntimo de la

música: siempre que se lanza a imitarla, lo único que hace es rozarla

superficialmente” (p 52).

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La segunda paradoja que presenta este trabajo implica preguntarse si los

psicoanálisis pueden pensar con música, subordinándolos así a la sensación y

distanciándolos de la representación y el significado. Detengámonos en esto. ¿Los

psicoanálisis piensan? Me gustaría sostener que sí, invirtiendo una idea de Francois

Nicolas (2003). Piensan a través de los aportes y desarrollos singulares (aunque

nunca aislados) de los distintos actores que aran en su campo. Piensan en acto y

piensan en obra (obra en latín se dice ópera). Pero cuidado, no se confíen porque

los psicoanálisis cogen, son promiscuos, chamullan y penetran disciplinas jovencitas

y maduras, aunque también son tomados por otros: disidentes, intelectuales, artistas

y aventureros, en una ronda schnitzleriana que enerva a cualquier purista. Por eso

los roces entre artes y psicoanálisis son anárquicos, se tensan, conjugan, se

distancian, se entrepluman, y algo como un ulucordio los encrestoria, los extrayuxta

y paramueve, los convulca en pleno orgumio, aunque también se agrietan los

esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa llegando así al límite de

las gunfias (Rayuela, cap. 63). ¿Esto implica rapport sexual entre disciplinas? De

Gödel en adelante sería una tontería hacerse esa pregunta.

Volviendo al tema, acá llega Borges silbando bajito la respuesta a lo anterior: “Pater,

en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es

otra cosa que forma. La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras

trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos

algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta

inminencia de una revelación, que no se produce, es quizá, el hecho estético”

(gracias al artículo de Marcos Rodríguez por la referencia). Es decir, mediante la

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pura forma algo de esa Cosa perdida para siempre llega como en un eco

distorsionado, relanzando la posibilidad de pensar psicoanálisis.

El tercer problema con que me encuentro se halla muy vinculado al anterior, y se

refiere a la necesidad de buscar nuevas metáforas. ¿No estamos saturados de las

mismas? ¿No tenemos demasiadas artes para pensar psicoanálisis, como para

forzar una más? Quizás se trate de una tarea inútil. Pero si de inutilidad se trata, me

regocija citar a Charles Darwin cuando se sorprende con la existencia de música:

“como ni el disfrute de la música ni la capacidad para producir notas musicales son

facultades que tengan la menor utilidad para el hombre (...) deben catalogarse entre

las más misteriosas con las que está dotado” (El origen del hombre, citado en

Sacks, p.10). Entonces, así como para D. la música es especialmente misteriosa e

inútil, para su contemporáneo Nietzsche la música es el mysterium tremendum. Y

así como este último durante su juventud se permitió con audacia pensar el origen

de la tragedia desde la metáfora de dos dioses hermanos y hasta cierto punto

antagónicos, renovando así la filología de su tiempo, me inclino a imitar pobremente

su gesto al fusionar algunos planteos musicales con psicoanálisis, a fin de

mestizarlo un poco desde otras frecuencias, componiendo algo cada vez menos

clásico. Con este término me refiero a la ocurrencia de Brian Eno: “la música clásica

es la música sin África” (en Reynolds, p. 165); me propongo buscar un poco de

África para psicoanálisis. Sospecho que ahí se encuentra el resquicio donde pueda

entrar Dionisios, el dios oriental que llegó tarde al panteón olímpico.

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3. ¿Pueden los legos bailar house?

Lacan:

“...el acto de oír no es el mismo según (1) que apunte a la coherencia de la cadena

verbal, especialmente a su sobredeterminación en cada instante por el efecto a

posteriori de su secuencia, (2) así como también a la suspensión a cada instante de

su valor en el advenimiento de un sentido siempre pronto a ser aplazado - o según

(3) se acomode en la palabra a la modulación sonora a tal fin de análisis acústico:

tonal o fonético, incluso de potencia musical”. De una cuestión preliminar…

Entonces, oír es un acto que recae:

o bien sobre la coherencia y el sentido

o bien sobre la modulación sonora, donde aparece la potencia musical de la

palabra.

Gloria Leff sostiene que el ejercicio que permitió a Istvan Hollós escuchar la poesía

en las palabra extrañas y confusas de sus pacientes surge de la forma en que se

abre a la música de su tiempo (Bartok, Debussy), una música más preocupada por

las armonías antes que por las melodías.

La palabra no es música, es portadora de una potencia musical. Lo musical está

más allá del lenguaje, se transporta ocasionalmente mediante la escucha de tal o

cual inflexión, entonación o cadencia -allí está la poesía para difuminar fronteras-,

pero la música es soberana, es refractaria al lenguaje y nunca se deja capturar

completamente por él.

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Y del océano de música existente, me detengo en la música electrónica dance

(EDM en inglés) por su manera de privilegiar la pura sonoridad.

Conversando con amigos, tienen un buen punto al señalarme que podría tomar el

jazz y su secuencia impredecible que enfatiza el “entre” las notas antes que lo

melódico, y seguramente sea una línea de investigación sumamente fructífera. Pero

hoy me centraré en la electrónica.

Me incomoda llamarle “género” debido a su sinfín de subdivisiones, prefiero llamarle

corriente musical. Los materiales con los que esta corriente trabaja (a grandes

rasgos: timbre, textura, ritmo y espacio) son aquellos elementos que la crítica

musical tradicionalmente ignoró, privilegiando en general el sentido y el significado,

producidos mediante interpretaciones de las letras o de la personalidad de los

artistas y sus biografías. No son pocos quienes entienden mejor el dance

recurriendo a metáforas de las artes visuales: así encontramos las expresiones de

paisaje sonoro, decoración aural, banda de sonido de una película imaginaria,

audio-escultura. Pero podemos señalar que estas metáforas no son precisas en la

medida que tienden hacia lo estático.

La electrónica tiene menos que ver con la “comunicación”, entendida por ejemplo en

el sentido que mencionaba Freud como expresión de emociones, sino más bien

hacia la programación de sensaciones (Susan Sontag). La electrónica no es

figurativa ni referencial: ese es su logro y su despojamiento. Multiplica los aspectos

profundamente evocativos/provocativos del ritmo y el cuerpo. Se trata de una

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llamada somática, mera golosina para el oído, produce un dulce y vacío subidón,

que no apunta al alimento del pensamiento. Superficie erógena sin profundidad. Piel

sin corazón. No elimina el “alma” de la música, la dispersa en un campo sonoro

infinito. Incluso en un género como el house, donde hay secuencias melódicas bien

definidas, la melodía es una artimaña para el despliegue de timbres, texturas,

materias sonoras, ruidos insidiosos, oníricos, alucinógenos o interestelares, pero

completamente ajenos a una épica, carentes de una narrativa y refractarios a un

sentido. Si psicoanálisis piensa con música, se ve conducido hacia una estética de

la sensación (¿una sinestética?).

De lo anterior se desprende una potente consecuencia lógica: la música en general

pero el dance en particular tiene un horizonte designificante en el que quizás pueda

apoyarse cierto psicoanálisis, para ciertos momentos y en ciertas situaciones. Esta

función designificadora opera en dos direcciones: tanto para aminorar una

hipertrofia de sentido en relación a los términos que psicoanálisis ha tomado

prestados de otras disciplinas como para amortiguar algunos significados

demasiado fijos que encontramos en consulta (Rodulfo p 108). Allí reside la clave de

ir hacia la música para buscar nuevas metáforas, recobrando la potencia subversiva

y efervescente que supo tener el psicoanálisis.

Es por ello que si bien tanto Apolo como Dionisio son dioses vinculados a la música,

metaforizan corrientes bien distinguibles. Apolo, dios aficionado a los modelos y

representaciones, se encarna en la melodía, en el relato, en la distancia, en las

acciones mediadas y serenas. “Conócete a ti mismo” y “Nada en demasía” eran las

inscripciones en su templo de Delfos, algo que se ha convertido en prescripción

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para cierto psicoanálisis. En este campo, Apolo metaforiza lo que Foucault dio en

llamar la “función psi”, con su aparato normalizador, sus concepciones racionales,

sus mesuras gaussianas, sus ficciones científicas, sus objetos cuanti, discretos y

bien definidos. Se asemeja a lo que Freud, en el “Malestar en la cultura”, denuncia

cuando escribe que “la cultura ha intentado reprimir los impulsos instintivos y

dionisíacos del hombre, en favor de una civilización más ordenada y racional” (p.

67).

En oposición a lo anterior, Dionisios se caracteriza por la proximidad del cuerpo, la

música extática y ditirámbica, la embriaguez, el arte abstracto y la exaltación.

Calasso sostiene que Dionisios no es un dios para tejer, sino que desata, disuelve

(p. 48). Enloquece.

La música dionisíaca, caracterizada por el modo frigio, que permitía escuchar una

distancia musical especial, -bautizada “triton diabolicum” por la Iglesia - pudo ser

recuperada por un pueblo sometido a la esclavitud que halló el sostén de una

extraña esperanza en el canto del blues a principios del S XX nos da una primera

indicación sobre el poder de una música de estructura dionisíaca (Alain Didier-

Weill).

Para la práctica analítica, se trata de Dionisios quien mejor encarna esa indicación

de Freud al médico en el tratamiento psicoanalítico (1912), cuando sostiene que hay

que olvidar lo que uno sabe. Lacan luego precisó que se trata de ignorar tanto el

saber referencial como técnico, viéndose obligado el analista a reinventar el

psicoanálisis en cada caso. Allouch esclareció que ese saber a ignorar es tanto

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referencial como en relación al analizante. En todo caso, Dioniso, el dios

impredecible que rechaza los modelos, el único dios que ni en la guerra necesita

mostrarse viril (Calasso: 49), ese soberano de naturaleza húmeda, es una metáfora

potente que conviene volver a escuchar.

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