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Música y sonoridad: psicoanálisis en

busca de Dionisios

Las relaciones entre arte y psicoanálisis han sido desde sus orígenes intensas y

bidireccionales. Este último no ha dudado en echar mano a las artes tanto para

poner a prueba sus hipótesis como para hurgar en un acervo cultural a fin de

relanzar su propio campo de problemas. Para esas operaciones, las elegidas tanto

por Freud como por Lacan solían ser la literatura (en el sentido amplio), la escultura

y la pintura, tradicionalmente disciplinas de la representación, deudoras de la buena

forma apolínea. De esta manera, lo dionisíaco -caracterizado por la proximidad, lo

abstracto y el exceso- parece relegado junto con la ausencia de disfrute que

supuestamente aquejaba a Freud respecto a la música.

¿Cuáles son las metáforas que podemos producir con música desde psicoanálisis?

¿Acaso se sostiene esa idea tan difundida de que Freud no tenía oído para la

música, lo cual se transmitió como un punto ciego para su campo, alcanzando

también a Lacan? ¿Por qué ese dios caótico de la música y el éxtasis ha quedado

en silencio en la acrópolis psicoanalítica?

Siguiendo a Darian Leader (2003), podemos situar a grandes rasgos distintas líneas

de investigación entre música y psicoanálisis:

a) la supuesta indiferencia de Freud por la música;

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b) la operatividad de los conceptos musicales para pensar y teorizar psicoanálisis;

c) los efectos de la música sobre el oyente;

d) la composición musical y sus vínculos psico-biográficos.

Me interesa recortar algunos aspectos del primero y el segundo de estos puntos.

1. Malestar en la cultura musical freudiana

Escribe Max Graf (1971) que en la Viena del ‘900 “uno se encontraba con la historia

musical haciéndose en cada esquina” (p. 15, traducido del inglés por mí), gracias a

compositores como Johannes Brahms, Hans Richter, Anton Bruckner y Hugo Wolf,

quienes formaban parte de la esencia misma de la ciudad. “La ciudad parecía haber

sido creada para la música, así como otras ciudades habían sido creadas para los

negocios, para el intelecto o para la religión. La música estaba en el aire, en el

susurro de las hojas en los bosques cerca de Viena, en la fragancia de los jardines,

en la sonrisa de las niñas, en la alegría de vivir (...)” (p. 18-19). Además, se trata de

una ciudad con un pasado musical sublime, ya que al deambularla es inevitable

toparse con los edificios donde Mozart, Haydn, Beethoven o Schubert habían vivido

y compuesto sus obras.

Con todo, a menudo se dice: a Freud no le gustaba la música. Hela aquí la primera

y más sonada cita: en su texto (inicialmente anónimo) “El Moisés de Miguel Ángel”,

declara que “aquellas manifestaciones artísticas (la Música, por ejemplo) en que

esta comprensión se me niega, no me produce placer alguno. Una disposición

racionalista o acaso analítica se rebela en mi contra la posibilidad de emocionarme

sin saber por qué lo estoy y qué es lo que me emociona” (Freud 2008: 1876).

También lo dice Ernst Jones (1957): “Su disfrute y apreciación de las artes (ya sea

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estético o no) eran, en orden descendente, las siguientes: poesía primero, luego

escultura y arquitectura, luego pintura y difícilmente la música (con algunas

excepciones)” (p. 408, traducción mía). Lo dice incluso su sobrino Harry:

“despreciaba la música y la veía únicamente como una intrusión” (citado en Leader

2003: 74). Hasta el propio Freud se sentenció como alguien “carente de oído

musical” (unmusical en el original) en una carta enviada a la princesa Marie

Bonaparte el 6 de diciembre de 1936: “Habitualmente, cuando paseo a Yofi [su

perra, MD], me encuentro tarareando una melodía que, aunque soy carente de oído

musical (unmusical), puedo reconocer como un aria de Don Juan” (en Jones 1957:

211). ¿Hace falta aún recordar que, durante su adolescencia, Freud les prohibió a

su hermana y su madre tocar el piano en su casa, ya que se distraía de sus

estudios?

Si bien en un primer momento pensé que el desinterés de Freud por la música

explicaría la escasez de lenguaje musical en psicoanálisis, hay algunos bemoles. En

las últimas décadas son muchas las investigaciones que han cuestionado este

punto (Leader, 2003).

De la correspondencia de Freud y Ferenczi (quien se consideraba “muy musical”) se

desprende suficiente evidencia para que en la introducción André Haynal escriba

que “contrariamente a la imagen que prevalece de él, Freud era amante de la

música, en particular de la ópera”, citando, entre otros ejemplos que durante una

sesión con uno de sus analizados, su interpretación consistió en cantar una tonada

de Don Juan, ópera que ya encontramos referida en la carta a la princesa Bonaparte

(en Leader 2003: 75). Quizás sea más afinado señalar que la aparente antipatía de

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Freud por la música es una prueba de su sensibilidad por la misma. Es cada vez

mayor la bibliografía respecto a este punto, desmitificando así uno de los supuestos

orígenes de la distancia entre psicoanálisis y música.

Entonces, ¿por qué esta ausencia de articulaciones entre teoría y música

precisamente en una práctica de la escucha?

2. Tres microensayos de paradoja musical

Primera paradoja de este trabajo: traducir en palabras lo que carece de ellas.

La música es decididamente significante pero no tiene ningún sentido inherente. Su

significancia desafía la lógica y la razón, incluso a pesar de sus posibilidades de

transcripción matemática. Tomando una poderosa imagen bíblica, la música es la

zarza ardiente que no se consume: “es lo que es, lo que fue y lo que será” (metáfora

inspirada en Steiner, 2012; la traducción de Éx. 3:14 del hebreo es propia). Cuando

se intenta cercarla, triangular una definición de la música, el lenguaje desfallece, se

delinean sus limitaciones y se asoma su capacidad metafórica, un tenue intento de

articular lo inarticulable. El lenguaje puede metaforizar la música y la muerte, pero

no definirlas más que mediante tautologías, lo que nos indica las afinidades entre

ambas. Música y muerte se intrincan en distintos mitos griegos: recordemos a Orfeo

con su lira calmando a las fieras y al terrible Cerbero, pero despedazado por las

bacantes a las que rehúsa una orgía; luego está el sileno Marsias desollado por las

musas luego de perder un concurso musical contra el terrible Apolo; finalmente, los

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marineros antiguos y el canto seductor de las sirenas, esas aves macabras cuya

dulce voz hechiza a los hombres prometiéndoles conocer mil cosas.

En psicoanálisis se suele teorizar al límite de esos vectores imposibles que son

sexualidad y muerte. Quizás la música sea un tercer elemento a considerar, y la

operación de “traducción” (asignarle sentido) resulte completamente absurda. No

obstante, dado que un pensador de la talla Pascal Quignard ha explorado los

confines de esos tres términos, con la crudeza que lo caracteriza, tanto en “El sexo

y el espanto” (2017) como en “El odio a la música” (2012), quizás la música no esté

tan alejada de esas regiones sisíficas, tan caras al psicoanálisis.

Para juntar coraje, escuchemos a Nietzsche (2010):

La música es soberana: no necesita ni de la imagen ni del concepto. El lenguaje,

en cuanto órgano y símbolo de las apariencias, no puede en ningún momento o

lugar exteriorizar el hondo núcleo íntimo de la música: siempre que se lanza a

imitarla, lo único que hace es rozarla superficialmente (p 52).

La segunda paradoja que presenta este trabajo implica preguntarse si los

psicoanálisis pueden pensar con música, subordinándolos así a la sensación y

distanciándolos de la representación y el significado.

Detengámonos en esto. ¿Los psicoanálisis piensan? Me gustaría sostener que sí,

invirtiendo una idea de François Nicolas (2003). Piensan a través de los aportes y

desarrollos singulares (aunque nunca aislados) de los distintos actores que aran en

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su campo. Piensan en acto y piensan en obra (obra en latín se dice ópera). Pero

cuidado, no se confíen mucho porque los psicoanálisis cogen, son promiscuos,

chamullan y penetran disciplinas jovencitas y maduras, aunque también son

tomados por otrxs: disidentes, intelectuales, artistas y aventureros, en una ronda

schnitzleriana que enerva a cualquier purista.

Por eso los roces entre artes y psicoanálisis son anárquicos, se tensan, conjugan,

se distancian, se entrepluman, y algo como un ulucordio los encrestoria, los

extrayuxta y paramueve, los convulca en pleno orgumio, aunque también se

agrietan los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa llegando así

al límite de las gunfias (parafraseo de la Rayuela de Cortázar, 2011 cap. 68). ¿Este

dislate implica rapport sexual entre disciplinas? Se me ocurre que de Gödel en

adelante sería una tontería hacerse esa pregunta.

Volviendo al tema, acá llega Borges (1952) silbando bajito una respuesta a la

pregunta que anima esta sección:

Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música,

que no es otra cosa que forma. La música, los estados de felicidad, la mitología,

las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren

decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir

algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es quizá, el hecho

estético. (P. 7. Agradezco a Marcos Rodríguez, 2017, la referencia)

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Siguiendo el tono borgeano, mediante la pura forma algo de esa Cosa perdida para

siempre llega como en un eco distorsionado, relanzando la posibilidad de pensar

psicoanálisis.

El tercer problema con que me encuentro se halla muy vinculado al anterior, y se

refiere a la necesidad de buscar nuevas metáforas. ¿No estamos saturados de las

mismas? ¿El psicoanálisis no ha saqueado demasiadas artes, como para asaltar

una más? Quizás se trate de una tarea descollante de inutilidad. Pero si de inutilidad

se trata, me regocija citar a Charles Darwin cuando se sorprende con la existencia

de música: “como ni el disfrute de la música ni la capacidad para producir notas

musicales son facultades que tengan la menor utilidad para el hombre (...) deben

catalogarse entre las más misteriosas con las que está dotado” (citado en Sacks,

2015: 10). Entonces, así como para Darwin la música es especialmente misteriosa e

inútil, para su contemporáneo Nietzsche la música es el mysterium tremendum. Y

así como este último durante su juventud se permitió con audacia pensar el origen

de la tragedia desde la metáfora de dos dioses hermanos y hasta cierto punto

antagónicos, renovando así la filología de su tiempo, me inclino a imitar pobremente

su gesto al fusionar algunos planteos musicales con psicoanálisis, a fin de

mestizarlo un poco desde otras frecuencias, componiendo algo cada vez menos

clásico. Con este término quiero retomar la ocurrencia de Brian Eno: “la música

clásica es la música sin África” (citado en Reynolds, 2013: 165); me propongo

buscar un poco de África para psicoanálisis. Sospecho que ahí se encuentra el

resquicio donde pueda entrar Dionisios, ese dios oriental que llegó tarde al panteón

olímpico.

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3. ¿Pueden los legos bailar house?

Lacan, quien no le dedicó demasiado a la música (“Alguna vez -no sé si tendré

tiempo algún día- habría que hablar de la música, al margen” sostuvo el 8/5/1973),

dijo que

(...) el acto de oír no es el mismo según que apunte a la coherencia de la cadena

verbal, especialmente a su sobredeterminación en cada instante por el efecto a

posteriori de su secuencia, así como también a la suspensión a cada instante de

su valor en el advenimiento de un sentido siempre pronto a ser aplazado - o

según se acomode en la palabra a la modulación sonora a tal fin de análisis

acústico: tonal o fonético, incluso de potencia musical (p. 510)

Entonces, oír es un acto que recae:

-o bien sobre la coherencia y el sentido;

-o bien sobre la modulación sonora, donde aparece la potencia musical de la

palabra.

La palabra no es música, es portadora de una potencia musical. Lo musical está

más allá del lenguaje, se transporta ocasionalmente mediante la escucha de tal o

cual inflexión, entonación o cadencia -allí está la poesía para difuminar fronteras-,

pero la música es soberana, es refractaria al lenguaje y nunca se deja capturar

completamente por él.

Gloria Leff (2022) sostiene que el ejercicio que permitió a Istvan Hollós escuchar la

poesía en las palabra extrañas y confusas de sus pacientes locos surge de la forma

en que se dejó atravesar por la música de su tiempo (Bartok, Debussy), una música

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más preocupada por las armonías antes que por las melodías. Podría decirse que

se trata de una música más abierta a la textura que al sentido. Sigamos esa pista en

este tiempo.

Del océano de música existente (quizás no sea casual que quien acuñó la bella

expresión “sentimiento oceánico” haya sido el crítico musical Romain Rolland), me

detengo en la música electrónica dance (EDM en inglés) por su manera de

privilegiar la pura sonoridad.

Conversando con amigos, tienen un buen punto al señalarme que podría tomar el

jazz, con su improvisación/asociación libre y su secuencia impredecible que enfatiza

el “entre” las notas antes que lo melódico, y seguramente sea una línea de

investigación sumamente fructífera. Se la dejo a ellos. Me interesa la música

electrónica.

Me incomoda llamarle “género” debido a su sinfín de subdivisiones, prefiero llamarle

corriente musical. Los materiales con los que trabaja (a grandes rasgos: timbre,

textura, ritmo y espacio) son aquellos elementos que la crítica musical

tradicionalmente ignoró, privilegiando en general el sentido y el significado,

producidos mediante interpretaciones de las letras o de la personalidad de los

artistas y sus biografías. No son pocos quienes entienden mejor el dance

recurriendo a metáforas de las artes visuales: así encontramos las expresiones de

paisaje sonoro, decoración aural o banda de sonido de una película imaginaria. Pero

estas metáforas no son precisas en la medida que tienden hacia lo estático.

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La electrónica no se trata de “comunicación” sino más bien de programación de

sensaciones. No es figurativa ni referencial: ese despojamiento es quizás su

principal logro. Multiplica los aspectos profundamente evocativos/provocativos de la

intersección entre ritmo y cuerpo. Se trata de una llamada somática, mera golosina

auditiva, que produce un meloso y vacío subidón, a distancia del pensamiento y la

conciencia. Superficie erógena cromada y resbalosa. Latido de piel tersa y

envolvente. No elimina el “alma” de la música, la dispersa en un campo sonoro de

infinitas aristas, subvirtiendo mediante el sampleo y los efectos de sonido las

coordenadas que tradicionalmente permitían categorizar la música. Incluso en el

house, donde hay secuencias melódicas bien definidas, la melodía es una artimaña

para el despliegue de timbres, texturas, materias sonoras, ruidos insidiosos,

oníricos, alucinógenos o interestelares, pero completamente ajenos a una épica,

carentes de una narrativa y refractarios -en principio- a un sentido. Si psicoanálisis

piensa con música, se ve conducido vertiginosamente hacia una estética de la

sensación.

De lo anterior se desprende una potente consecuencia lógica: la música en general

pero el dance en particular evoca un horizonte designificante en el que quizás pueda

apoyarse cierto psicoanálisis, para ciertos momentos y situaciones. Esta función

designificadora opera en dos direcciones: tanto para aminorar un exceso de sentido

en relación a los términos que psicoanálisis ha tomado prestados de otras

disciplinas, como para amortiguar algunos significados demasiado fijos que

encontramos en consulta. Allí reside la clave de ir hacia la música, recobrando algo

de la potencia subversiva que supo tener el psicoanálisis.

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Es por ello que si bien tanto Apolo como Dionisio son dioses vinculados a la música,

significan corrientes bien distinguibles. Apolo, dios aficionado a los modelos y

representaciones, se encarna en la melodía, en el relato, en la distancia, en las

acciones mediadas y serenas. “Conócete a ti mismo” y “Nada en demasía” eran las

inscripciones en su templo de Delfos, algo que se ha convertido en prescripción

para cierto psicoanálisis. Aquí Apolo metaforiza lo que Foucault dio en llamar la

“función psi”, con su aparato normalizador, sus concepciones racionales de la

realidad, sus mesuras gaussianas, sus ficciones familiares y científicas, sus sujetos

y objetos discretos y bien definidos.

En oposición a lo anterior, Dionisios se caracteriza por la proximidad del cuerpo, la

música extática y ditirámbica, la embriaguez, lo abstracto y la exaltación. Calasso

(2019) sostiene que este no es un dios para tejer, sino que desata, disuelve. Curioso

lugar para encontrarse con otra de las derivas de la etimología de “análisis”.

Para la práctica analítica, se trata de Dionisios quien mejor encarna esa paradójica

indicación freudiana de 1912, cuando sostiene que en este trabajo hay que olvidar lo

que uno sabe. Lacan luego precisó que se trata de ignorar el saber referencial y

técnico, viéndose obligado el analista a reinventar el psicoanálisis en cada caso.

Allouch esclareció que ese saber a ignorar es tanto referencial como en relación al

analizante. En todo caso, Dionisios, el dios impredecible que rechaza los modelos,

el único dios que “ni en la guerra necesita mostrarse viril” (Calasso: 2019: 49), ese

soberano de naturaleza húmeda, es una metáfora estridente que no puede dejar de

sonar en este campo.

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Bibliografía

● Borges, Jorge Luis (1952). Otras inquisiciones. Editorial digital Titivilus.

● Calasso Roberto (2019). Las bodas de Cadmo y Harmonía. Anagrama:

Barcelona. trad. de Joaquín Jordá.

● Cortázar, Julio (2011). Rayuela. Buenos Aires: Alfaguara.

● Freud, Sigmund (2008). El «Moisés» de Miguel Ángel. En Obras Completas,

Tomo II, Buenos Aires: Biblioteca Nueva. Traducción de Luis López-

Ballesteros y de Torres.

● Graf, Max (1971). Composer and critic. Two hundred years of musical

criticism. New York: Norton.

● Jones, Ernst (1957) The Life And Work Of Sigmund Freud. Volume III: 1919-

1939. New York: Basic Books.

● Lacan, Jacques (2014). Escritos II. Buenos Aires: Siglo XXI. Traducción de

Tomás Segovia.

● Leader, Darian (2003). Freud, la música y la reelaboración. En: “Me cayó el

veinte” N° 7. México D.F.: Epeele. Traducción de Luana López Llera

Yamanaka.

● Leff, Gloria (2021). Lo oculto, verdad indómita. Freud István Hollós… Y otros.

Ciudad de México: Epeele.

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● Nicolás, François (2003). ¿Cómo puede la música pensar con el

psicoanálisis? En: “Me cayó el veinte” N° 7. México D.F.: Epeele. Traducción

de Silvia Pasternac.

● Nietzsche, Friedrich (2010). El nacimiento de la tragedia. Gredos: Madrid.

Traducción de Germán Cano Cuenca.

● Quignard, Pascal (2012). El odio a la música. Buenos Aires: Cuenco del

Plata. traducción de Margarita Martínez.

● Quignard, Pascal (2017). El sexo y el espanto. Buenos Aires: Minúscula.

Traducción de Ana Becciú

● Reynolds, Simon (2013). Después del rock. Psicodelia, postpunk, electrónica

y otras revoluciones inconclusas. Caja Negra: Buenos Aires. Traducción de

Gabriel Livov y Patricio Orellana.

● Rodríguez, Marcos (2017). Aristas en el campo musical. En: Diel, Maximiliano

y Giménez, Guillermo (comps). Malestares en la ciudad. Cinco noches de

analistas en la polis. Montevideo: De la Fuga y Witz Editor.

● Sacks, Oliver (2015). Musicofilia. Barcelona: Anagrama. Traducción de

Damián Alou.

● Steiner, George (2012). Fragmentos (un poco carbonizados). Madrid: Siruela.

Traducción de Laura Emilia Pacheco Roma.

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