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Lo que puede la Filología

Edwin Gamboa

Fuente: Discurso leído en la presentación del segundo número


de la revista de estudiantes de Filología Clásica
de la Universidad Nacional de Colombia, octubre de 2017.

Circundados por la cotidianidad de nuestra ciudad blanca,


nuestra ciudad universitaria, a veces perdemos perspectiva y pasamos
por alto hechos francamente sorprendentes. Consideremos, por ejem-
plo, la circunstancia feliz que nos trajo a este auditorio: algunos vinie-
ron porque estudian la carrera y el lanzamiento de la revista les atañe;
otros, porque los invitaron y el afecto es así, rápido para comprome-
terse con los amigos; algún otro habrá terminado acá por casualidad o
por el feliz hallazgo de algo en la publicidad del evento que lo motivó a
venir. Pues bien, me parece que el hecho de que estemos compartien-
do una tarde de viernes alrededor del lanzamiento del segundo núme-
ro de la revista de estudiantes de Filología Clásica es sorprendente por
una razón elemental: estamos reunidos alrededor de la curiosidad y el
cariño.

Me explico: nos acercamos a los libros como quien busca un ami-


go. Husmeamos entre palabras para apreciar la belleza con que otros
dijeron lo que todos sabemos y sentimos. Leemos a los clásicos por su
generoso sentido de la belleza, porque le tatuaron a la piel del lenguaje
formas nuevas para cantar, contar y argumentar lo alto y lo bajo de
la condición humana; volvemos a ellos por su siempre fecunda actua-
lidad. Pero la búsqueda de belleza es incompleta si no sentimos, así
mismo, que podemos interpelar a quien leemos, que podemos discutir
esas ideas, proponer objeciones, cultivar sospechas. Los libros, dice
Borges recordando a Emerson, son artefactos maravillosos que solo
operan su alquimia cuando los ojos se posan sobre ellos para conjetu-
rar sentidos, interpretaciones. Interpelar, discutir, esos dos procesos
asombrosos a los que nos invita la lectura nos conducen, en últimas, a
la experiencia con el otro, a la revelación saludable de que no estamos
solos porque compartimos una experiencia común y hacemos parte de
una misma memoria.

Se comprende entonces por qué afirmo que nos acercamos a los


libros como quien busca un amigo: con ellos satisfacemos la curiosidad
y le abrimos ventanas al diálogo, a todo lo que va más allá del modesto
reino de nosotros mismos.

Acá, circundados por la cotidianidad de nuestra ciudad blanca, a


veces perdemos perspectiva y nos olvidamos del país que aguarda a
la salida de la carrera treinta y de la avenida veintiséis. Desde afuera,
desde las grietas de la ciudad real, bien podrían preguntarnos ¿para
qué Filología en tiempos de crisis? ¿Para qué griego y latín si vivo en
Soacha? O incluso, con Arjona, ¿qué es lo que hace un filólogo seducien-
do a la vida? Todas ellas preguntas justas cuya respuesta no es obvia,
aunque a nuestras mentes vengan rápido argumentos ilustrados, ple-
nos de abstracciones, para responderlas.

Pues bien me gustaría compartirles mi respuesta no como un puño


sobre la mesa sino como un sencillo punto de partida para que uste-
des elaboren las suyas creo que la Filología nos da herramientas para
acercarnos mejor a la experiencia con los otros a través de la lectura
y también puede dotar de herramientas a las personas para que desa-
rrollen su propio sentido de belleza en nuestro país la lengua ha sido
usada por los ejércitos de todas partes para lastimar y segregar antes
que servirnos para darnos consciencia sobre nuestras posibilidades la
lectura –la lengua, para decirlo ampliamente de una vez– ha sido una
barrera de exclusión de ricos a pobres de letrados a ñeros de cachacos
“bien hablados” a provincianos de “acento maluquísimo” estimo que
nosotros los filólogos podemos contribuir a desandar ese camino para
restituir el poder de la palabras y ponerlo al servicio de la gente del
ciudadano distraído que anda por la Séptima si no creemos nosotros
en lo que pueden las palabras en el peso y la magia que sostienen el
andamiaje del mundo simbólico ¿entonces quiénes?
Esa es la primera contribución, conectar con la experiencia ajena:
iniciarnos en el descubrimiento del mundo de los otros, sembrar em-
patía. Pero también despertar el anhelo de belleza, porque un filólogo
tiene una sensibilidad frente al lenguaje que debería servir para que
otra gente se enamore del lenguaje. El descubrimiento de una etimolo-
gía, el hallazgo de una rareza en un diccionario o el simple deleite de la
musicalidad de una lengua son alegrías comunes nuestras. Si comparti-
mos ese asombro, si logramos que la gente desnaturalice lo que da por
sentado y se abra preguntas frente a la lengua y la comunicación, abri-
remos también la posibilidad inminente de que la belleza los encuentre
en el recodo de cualquier página, de cualquier palabra.

Finalmente, creo que la Filología nos deja otra herramienta, más


modesta, más definitiva: nos permite construir amigos.

He ejercido la docencia durante diez años gracias al título de filó-


logo que injustamente tengo y lo más valioso de esa experiencia ha
sido la patria ancha de amigos que me ha deparado (compañeros de
trabajo, jefes, señores vigilantes y señoras de la cafetería) con todo
los que más aprecio son aquellos con quienes antaño compartimos la
relación profesor—estudiante digo “antaño” porque la amistad gene-
rosa prescinde de títulos y se cultiva entre iguales pues bien creo que
una experiencia parecida habrán de tener quienes integran el comité
editorial de la revista sin una complicidad semejante sin un horizonte
común un proyecto tan bonito como este no saldría adelante muchas
gracias al profesor William —que fue también mi maestro— y al comi-
té editorial de la revista por el cariño y la responsabilidad que tienen
con la carrera y el departamento ustedes hacen parte de los justos de
Jorge Luis Borges:

Los justos
Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

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