Está en la página 1de 3

© Fotografía: Perla Estrada del Rio, Cárdenas, Tabasco “La remodelada”, 2023

Nuestra heroica Cárdenas, ciudad en el olvido reflejo del desdén


(a propósito de “la remodelada”)

Por Roberto Rosique1

De qué se alimenta el recuerdo sino de cosas buenas, porque las malas se dejan en el olvido (o es
lo que decimos para no mortificarnos); tal vez por ello rememoramos lo mejor del pasado y lo
hacemos en un contexto quizá idealizado que nos hace añorarlo, o es probable que al observar el
presente y al verlo tan deteriorado inevitablemente evocamos aquellos momentos y lugares que
siempre vimos encantadores; tal vez.
Mantenemos en el recuerdo la imagen de nuestra infancia, juventud y madurez, siempre de
la mano del contexto que nos vio crecer, del espacio que recorrimos con nuestros miedos e
ilusiones, donde aprendimos a mirar muchas cosas de la vida, a sorprendernos, a sentirnos seguros,
a reconocernos por la calle en que vivíamos en ese o aquel barrio (que en ese entonces configuraba
la entidad); a ubicarnos a partir del corazón de la ciudad que era el parque circular en cuyo centro
se elevaba la estatua de un orgulloso sacerdote a quien se le debe el nombre de la localidad, el que
será suplido por una torre con un reloj que rara vez marcó la hora con precisión, un espacio para
el asueto repleto de árboles frondosos, con bancas de granito, puestos de bebidas y alimentos
caseros ubicados en los puntos cardinales; parque circundado por un anquilosado palacio

1
H. Cárdenas, Tabasco, 1953, médico oftalmólogo, artista visual, profesor y escritor de arte, radica en Tijuana, B.
C.
municipal, su iglesia modesta y portales vetustos que entremezclaban negocios y casas familiares.
Ahí se fraguaba un recuerdo indeleble de amor a la ciudad y a todo aquel que considerábamos
conocido y respetado.
Crecimos en ese espacio de calles limpias, de arquitectura modesta, con casas de amplios
ventanales y puertas abiertas, de fachadas encaladas con colores brillantes, techadas a dos aguas
con tejas rojizas, hogares modestos a mas no poder, repletos de sus propias personalidades,
singulares también porque eran habitadas por los Priego, los Gallego, los Elías, los Valenzuela, los
del Rio, los Rosique, los López, los Naranjo, los Falconi, Los Estrada, los Abdó, los Blardony, los
Fuentes, los Amat, los Sánchez, los Aguilera, los Acosta, los Pérez, los Gamas, los Vera, los
Mujica, los Haddad, los Méndez, los Ficachi, los Montejo, los Colorado, los Madrigal y un extenso
listado más de familias, tan importantes como las que menciono; todas entregadas a lo suyo, a vivir
sus vidas colmadas de esperanza.
Una ciudad que hoy la sigo imaginando impar, en donde convivimos con iguales y
extraños, aquellos que llegaron para quedarse también a construir codo a codo nuestra historia y
se volvieron igualmente amigos entrañables; una ciudad que entre lluvias, inundaciones y
canículas sacábamos lo mejor de la vida y disfrutábamos de esa localidad habitable, afable,
sencilla, ordenada y limpia.
Escribo esto entre nostalgias y reproches porque no deja de doler o incomodar la indolencia
por el deterioro de aquella ciudad que en el recuerdo la sigo imaginando modesta, sin exuberancias
urbanas ni rocambolescas edificaciones, pero sí resguardada en el sentido común del respeto al
lugar, el derecho al libre tránsito, al espacio urbano no contaminado y al silencio necesario para
no perturbar la paz de los hogares, y que hoy parece secuestrada por la invasión, el irrespeto, la
imposición y el valemadrismo; donde se impone el caos y la suciedad; la invasión al espacio
nutrido de un comercio desordenado que ofrece bagatelas, moda insulsa, comida chatarra, y
anuncios de panaceas religiosas, médicas y farmacológicas, de ofertas de banalidades y un ruido
insoportable de merolicos, música trivial y pegajosa.
Las imágenes que publicó ayer (10/04/23) en las redes sociales Perla Estrada del Río,
pintora cardenense y amiga entrañable, que aquí replico como ejemplo de la desidia y el abandono
de la ciudad, me provocaron -desde la lejanía-, nuevamente tristeza y rabia; por lo que, no declarar
lo que ello significó sería sumarse al desdén y aceptar el equívoco, añadirme a la complicidad y al
desinterés; a la triste realidad que vive una sociedad embebida en sus preocupaciones las que
sobrelleva negándose a ver la situación o supliéndola con la disculpa de no haberse dado cuenta,
o peor aún con la indiferencia de todo lo que significa esta actitud displicente.
Una triste realidad que ha sido fomentada por las autoridades incompetentes que han estado
al mando de la organización y el bienestar social por décadas, una actitud que demuestra el interés
anodino por solo llenarse los bolsillos de dinero y sustraer todo lo posible del erario público sin
mejorar en absoluto el bienestar urbano, sin preocuparse por preservar el sentido común de
fomentar una vida digna de respeto a la convivencia.
Una experiencia de pobre responsabilidad social que se ha venido replicando desde los
viejos tiempos de gobiernos monopartidistas y que en los cambios de partidos se vuelve a replicar
con el mismo descaro del incumplimiento a su responsabilidad social, una cantaleta a la que
tristemente nos acostumbramos donde el viejo adagio se cumple a pie juntillas: “el ofrecer no
empobrece, el dar es el que aniquila”. La desvergüenza y el cinismo son la única verdad que los
distingue, y que hoy parece paradójico cuando tenemos un gobierno central que busca cambiar los
paradigmas, que pone ejemplos de cómo erradicar la corrupción, de cumplir lo prometido o ser
dignos representantes de la comunidad que los eligió, y siga habiendo cuatreros en las alcaldías
haciendo de las suyas sin el mínimo temor al ajuste de cuentas.
Esta es una realidad que supera al surrealismo, la que desde el cinismo impone y olvida, y
cierto es que deberían ser juzgados por su indolencia y corrupción, el silencio de una comunidad
que hace oídos sordos y calla ante estos atropellos es tan culpable que su anuencia no le da ningún
derecho a exigir un cambio, al reclamo de justicia, al reproche de su mal accionar.
Es inevitable no reconocer el enorme daño ocasionado el haber vivido bajo el engaño, la
zozobra; el acostumbrarnos al error, la corrupción y al saqueo formando parte de él o aceptándolo
como algo natural; es incomprensible la mansedumbre con la que consentimos todo esto, la
normalización de una mentira repetida hasta el cansancio convertida en verdad irrefutable, y
aunque hoy se reconozca, sigue estando presente y continúa siendo la verdad que da sentido a
nuestra cotidianidad. Aprendimos tan bien a ignorar y normalizar todo que olvidamos y no
sabemos cómo contraponernos a esta docilidad enajenante y triste.
Nuestra casa es el reflejo de lo que somos, la ciudad es exactamente lo mismo, solo que es
la mímesis de nuestro compromiso social; un gobierno ocioso de sus responsabilidades pero presto
a la transa del que no puede esperarse nada bueno debe ser cuestionado y exigido, y su
incumplimiento debe ser sancionado con severidad; si esto no sucede, la queja no procede y aquí
el otro refrán de “tanto peca el que mata la vaca como el que sostiene la pata” se convierte en una
consigna irrefutable que define nuestro verdadero compromiso social.
Merecer lo que somos es consustancial a callar por indiferencia, comodidad, cobardía o
complicidad, Cárdenas, la tres veces heroica ciudad tabasqueña no merece medirse bajo esa
consigna, sino bajo el reclamo justo, que finalmente debe ser la ruta que, junto al compromiso
compartido, deberíamos recorrer con dignidad.
Siendo así podríamos enumerarla en el largo listado de entidades nacionales reconocidas
como “pueblo mágico”, no por distinguirse de tener atractivos urbanos únicos o porque así
convenga al turismo utilitario, sino porque preserva en sus calles y urbanidad la magia, la esencia
de un pasado sobrado de orgullo donde debe imperar la concordia y el respeto, bases de la civilidad,
dignidad y humildad de lo que somos o deberíamos ser.

También podría gustarte