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IDEOLOGÍAS

Y VALORES QJE SIRVIERON DE BASE A LAS DECLARACIONES






Las estructuras del pensamiento en los tiempos de Las Declaraciones
¿LAS IDEOLOGÍAS?
Iván Cadavid Guerrero
Marzo 6 de 2021





“El poeta de nuestro tiempo es un indigente”
HÖLDERLIN























Sobre el poder de las cosas habrá que mencionar esa facultad que tienen de hacernos
recordar… y aunque sean recuerdos ajenos, no nos impiden imaginar haberlos vivido…












El pensamiento humano está ampliamente determinado por el sentimiento. La
teoría de un gran pensador puede ser tan lógica como la de su contradictor. Pero
lo que en definitiva hace que alguien opte por una y rechace otra, no es más que la
cercanía de ésta para con su propia vida y para con las cosas a las que les ha
endilgado algún valor. De ahí que pasar de un Platón a un Aristóteles o de un Hegel
a un Marx, no sea más que una cuestión vital, -pero entiéndase-, de momento vital;
y dada la condición tan variable de la vida humana y sus intereses, ¿qué de raro
tendría que un platónico termine aristotélico o que un hegeliano se convierta en
marxista? A fin de cuentas, cuando alguien se pregunta por una corriente filosófica,
la búsqueda de respuestas lo conducirá hacia contextos comunes; intereses
semejantes y fundamentalmente, a vidas que empujadas por odios y amores
compartidos, se hayan irresolublemente ligadas.



Creo que en América hay un lugar tan humano como universal. Se trata de una habitación grande
en un barrio viejo. Una habitación que en cuanto uno entra, se siente trasladado a una calle de
Paris. En esa calle se puede ver uno de los muros laterales de Notre Damme, y en la esquina más
alejada, en un extremo de un gran patio encerrado por una verja, una silla que parece de otro
tiempo. Si reparamos en esa totalidad, -y no sólo, alelados por la catedral miramos al cielo-,
tendremos frente a nosotros una perspectiva de Paris. No sólo del nuestro, sino de otro Paris,
del París de otro tiempo y de otros hombres. Eso mismo es, -en mi opinión-, lo que uno siente
cuando ingresa en esa habitación, que en su tiempo fue la sala principal de aquella casa, la casa
de Oswaldo Guayasamín. Sin embargo, por alguna razón inexplicable para mi, y dado que esa
casa ha quedado separada unas dos cuadras del Museo, todos acuden aquí y olvidan la casa.
Pero es la casa la que tiene algo universal, se trata de aquella habitación que en una pared de
su extremo sur, guarda una obra que podría considerarse uno de los grandes logros de la
humanidad: Las manos. –A mi, que he estado allí, se me ha hecho imposible volver a pensar en
la ira; en el hambre; en la ternura; en el miedo; y en el odio, sin pensar en aquella casa-. Esta
atemporalidad de ciertas cosas y su ubicuidad necesaria para estar en tantos lugares, incluso,
con formas diferentes a la vez, nos remite a aquella alegoría de Borges que compara al hombre
con una biblioteca, una biblioteca que posee un extraño hermetismo y que en sus pasillos
infinitos, cercados por una pared finita y exagonal, sólo nos permitirá pensar, que todos los
hombres, no componen sino, el conjunto de el hombre; y en consecuencia, como señala
Aranguren, todos somos exactamente el mismo (1994, p. 1). Si alguno regresa a aquella casa
universal, cuyo sentido es el mismo que esa biblioteca exagonal-, y recuerda que esa silla puede
ocupar dos lugares y dos tiempos distintos a la vez, averiguará que lo que nos separa a unos de
otros, sólo es el libro que estamos leyendo, y que por tanto, lo único que tiene verdadero poder
ante nosotros, es el amor y el odio.

El amor tiene los mismos efectos que el miedo y el odio. Esto es que, transforma nuestro ser.
Pero esta expresión debería ser tomada con cuidado, pues, lo que ella quiere decir, si le
concedemos razón a Nietzsche, es que no existe en el mundo un pedro o un luís, ya que lo qué
hay y lo único que veremos en el transcurso de la cotidianidad, es uno que ama y uno que odia
y que desesperadamente y sin saberlo, intentan escapar de todo etiquetamiento necesario para
que cualquier lógica de poder pueda subsistir.

Pero si inconsolables, en ese intento por reunir en un solo cuerpo, nombre y sentimiento nos
preguntáramos: ¿Qué ama y qué odia? -que es la misma pregunta de quién es quién-, no
tendríamos más remedio que contestar que basta con mirar su cabello; sus zapatos; su ropa; su
modo de andar; y su manera de hablar, para que conozcamos con exactitud, el lugar donde ha
puesto sus amores y odios y nos hagamos una idea de hacia donde ha trazado su camino. ¿Qué
intentamos probar? Que de Tracy tenía razón y que cuando uno intenta conocer el pensamiento
de alguien más, sólo debe remitirse a una especie de tropismo, pues del lugar que habita emanan
sus emociones más simples, de las cuales emergen sus razones más complejas, ya que, a decir
de de Tracy, “pensar no es más que sentir” (1880, p. 29).

A primera vista, esto suscita varias incredulidades. Pero si nos detenemos un momento y
reparamos, por ejemplo, que en ocasiones, movidos por el amor o el odio, juzgamos diferente
dos casos iguales; o que, razonamos tan distinto cuando estamos enojados; y que incluso, y -
vale mencionarlo con cierto grado de humor-, no mercamos igual con hambre…, sólo
comprobaremos la movilidad de nuestro pensamiento, una movilidad que, -como acabamos de
advertir-, es el resultado de tener que depender en todo y enteramente, de nuestra condición
sensible.

Claro que no fue de Tracy el primero en hablar de esto, ya Platón lo había mencionado cuando,
con la alegoría de la carroza, se refirió a eso que él denominaba, el pascò-pathema y que
fundamentalmente, significa que, en todo ejercicio del pensamiento intervienen las potencias
del alma; tampoco fue el último, hoy en día, -desde Husserl-, con su lógica material, intentamos
reconstruir una forma de entender el mundo a partir de lo que estos existencialistas
fenomenólogos, como Heidegger y Sartre, estudiaron con el nombre de estética. Lo interesante
de de Tracy, es, como en aquella habitación, su perspectiva de lo humano y de lo universal; su
intento por estructurar una teoría que ordenara estos conocimientos; y sobre todo, querer que
ella fuera una sustituta de la vieja metafísica de Aristóteles. Sin embargo, -me parece que hoy
en día-, éstas posturas sensualistas han ido quedando en el olvido y autores como de Tracy, rara
vez son archivados en el mismo anaquel en donde reposan los maestros de la filosofía. Al lugar
que vayamos, se hace imperativo escuchar una mención a Kant; a Rousseau; a Locke; y a Marx,
pero nunca, o rara vez y con mucha suerte, presenciaremos una cita de de Tracy… Veo en esto,
una estructura de poder cuya única manera de contrariar, debe fundarse en el estudio de su
contrariedad. Por eso propongo este estudio, que está basado en una contradicción a nuestro
racionalismo imperante. En este estudio intento estructurar una visión del ideologismo
moderno a partir de su creador, Destutt de Tracy, apoyando toda la estructura, en los
postulados, entre otros, de Cabanis; Condillac; Locke y Descartes.

Asi las cosas, -y siguiendo el orden de las perspectivas-, que como hemos anotado, no son sino,
el espejo de nuestros amores y odios, valdría la pena intentar resolver de antemano, de dónde
viene la teoría de de Tracy y qué era lo que quería contrariar…

De Tracy hace parte de una corriente denominada sensualismo, pero que él decidió llamar
Ideología. Desde entonces, de Tracy y otros sensualistas, fueron conocidos con el nombre de
Ideólogos. ¿Quiénes eran y cómo estudiarlos?

Para responder estas dos preguntas debemos precisar, en primer lugar, que los ideólogos son
unos cuantos pensadores del siglo XVIII. Un siglo de irreverentes y libertarios que fue el
escenario de grandes manifestaciones vertidas por nobles espíritus dotados con el talento de
las letras; segundo, que para no perder de vista el valor proposicional y deductivo de toda la
arquitectura lógica de ésta disciplina denominada ideología, es necesario recurrir al estudio
generacional con el que Picavet 1 elabora una taxonomía de los ideólogos. En ese estudio, Picavet

1 Para el estudio de las diferentes generaciones de Ideólogos, ver la obra: PICAVET. Les idéologues. Essais sur l'histoire

des idées et des théories scientifiques, philosophiques, religieuses. Edit. Alcán. Paris, 1891.
los descompone en tres generaciones. Condorcet; Sieyès; Roederer; Lakanal y Volney
pertenecen a la primera. Cabanis; Destutt de Tracy y sus discípulos: Daunou; Benjamin Constant;
Lacroix; Richerand; Bichat; Lamark; Boudin; Saint-Saimon; Comte y Littré a la segunda. Y,
Portalis; Degénerando; Laromiguiere; Taine; Renan; Litte y Ribot a la última. Y tercero, que para
desentrañar el sentido, y en consecuencia, poder determinar quién es ideólogo y quien, aunque
influenció o fue influenciado por estos, no lo es, debe fijarse un universo de intereses
compartidos y argumentos en común, y que como sostiene García Carrasco, tales son, “el ideal
enciclopedista; su fervor racional; fidelidad al dato objetivo; voluntad de transformación social y
proyecto de racionalización de la gestión pública del Estado” (1982, p. 220).

A continuación se expondrán los cinco elementos mencionados por García
Carrasco. La finalidad de este recorrido es trazar una línea lógica que permita
comprender la evolución de las estructuras del pensamiento en el siglo XVIII y de
aquella corriente que imprimió su espíritu en las Declaraciones, conocida bajo el
nombre de ideología; fijaremos su composición conceptual como consecuencia de
su devenir histórico, para en capítulos posteriores, mostrar que más que cualquier
racionalismo, fueron las ideologías, quienes marcaron el espíritu de los precursores
de las Declaraciones.


ENCICLOPEDISMO e IDEOLOGÍA

Referirse, en primer lugar, al ideal enciclopedista, es remitirse a un movimiento histórico que
surgió en Francia a mediados del siglo XVIII. Este ideal consistía, según Ferrater Mora, en lograr
algo que antes, -a lo largo de la historia-, había sido intentado por otros, “compendiar en un solo
trabajo, todo el conocimiento. A ese compendio se le conoce con el nombre de enciclopedia”
(1994, p. 1004).

Ferrater ve en el Corpus aristotelicum un primer intento de elaboración de la enciclopedia en
occidente; y añade que también, pueden considerarse enciclopedia, los sistemas presentados
por algunas escuelas filosóficas. “Aunque a menudo”, -dice-, “se clasifica como primera
enciclopedia, los 37 libros de las Historias naturales de Plinio el viejo, sucediéndole, Las
Etimologías de San Isidoro de Sevilla y otras cuantas sumas medievales”. Del mismo modo,
señala que varios intentos de enciclopedia tuvieron lugar después del renacimiento y siguiendo
a Francisco Romero, cuenta entre ellos, la obra de Ringelbergius, publicada en Basilea en 1541,
en cuyo título aparece por primera vez el vocablo enciclopedia; los trabajos de Alsted,
publicados en 1620; el Grand Diccionaire historique, de Luis Moreri, de 1673; el Lexicón
universale, de Hoffmann, en 1677; el Diccionaire, de Bayle, de 1697; los 17 volúmenes de
Coronelli bajo el título Bibliotéca universal en 1701; y el Gran léxico universal completo, editado
por Zadler en 17322 .

No cuentan en esta taxonomía de Ferrater Mora, algunas obras cuya extensión y universalidad,
se igualan con cualquier otra de las ya mencionadas. ¿Por qué razón, -por ejemplo-, la obra de
Averroes, o tan sólo, su libro de la destrucción o Tahafut ul Tahafut y las quinientas preguntas
de Pico de la Mirandola no son enciclopedia?

-¿Es porque su carácter inquisitivo supera por mucho el enunciativo? o simplemente, ¿Porque
siempre ha válido más la versión de alguien sobre algo que el impulso a resolverlo?-


2 Para ver más sobre otros intentos de Enciclópedia, FERRATER Mora, José. Diccionario de Filosofía. edit. Ariel S. A.

Barcelona, 1998, p. 1004.


Bien podríamos zafarnos de éstas preguntas, sobreponiendo el carácter enunciativo de la
enciclopedia o la sola diferencia de extensión de los mismos. Pero esto no nos dice nada, es
necesario pensar en algo más, en alguna razón o carácter, en una forma o condición que
determine el orden al que pertenece la enciclopedia en las taxonomías históricas y que separe
el espíritu enciclopédico del simple orden de las bibliografías.

Es evidente que siempre ha valido más lo ya hecho, que lo por hacer, y en ese orden, siempre
ha tenido más éxito, la imposición de una visión de las cosas que la pregunta de un ciego. Por
eso creo que los comienzos de algunos libros, son más, imposiciones, que algún tipo de
reflexión…

Un claro ejemplo de ello es el comienzo de la obra ¿Qué es el Estado?, de Emmanuel-Joseph
Sieyès, quien hace parte de la taxonomía de ideólogos entregada por Picavet. Sieyès, sostiene
tres preguntas con sus respectivas respuestas: -¿qué es el Tercer Estado?, -todo; -¿qué ha sido
hasta ahora?, -Nada; y -¿cuáles son sus exigencias?, -llegar a ser algo…3

Pero esta tendencia de abarrotar las cosas entre el todo y el nada; y finalmente, conformarse
con un algo cualquiera, sólo es el reflejo de la aspiración de la mayoría de los hombres; una
aspiración de la que no escapan los enciclopedistas.

Lo revelador de este pasaje de la literatura de Sieyès, no es el estilo, ni siquiera, su aspiración de
escribir un libro que resuma la biblioteca y sirva para calmar el ansia de una inmortalidad
bibliotecada. Este pasaje es un claro ejemplo de la arrogancia. Esa arrogancia en la que cada
determinado tiempo, cae el hombre al sentir que su época no tiene igual en la historia y que ha
llegado al máximo progreso posible. Entonces se siente en el filo, al final; al borde de la historia,
-más exactamente-, en la frontera y como consecuencia de ese sentimiento, se cree con la
responsabilidad de agudizar su entendimiento. La paradoja es que su agudeza no recae en la
profundidad de la pregunta ni en la elocuencia dialéctica propuesta por un Zenón; por un Platón;
por un Hegel; o por un Marx. Su agudeza recae en un anuncio evangélico: todo lo de antes es un
error, hay que empezar de nuevo.

En La Muralla y los libros, Borges, señala esa imposible aspiración del hombre y recuerda aquel
pasaje de la historia que narra, que él mismo emperador que mandó a construir “la casi infinita
muralla”, mandó también a quemar todos los libros4 ; y aunque, la singularidad de este pasaje,
para Borges, recaiga en la escala en la que Shih Juang Ti obró, me parece, que otro hecho debe
atraer nuestra atención, es el deseo riguroso por abolir la historia. Entre líneas, este texto de
Borges, advierte, que aquella aspiración del emperador Shih Juang Ti, es la misma que tuvo
Aníbal, y desde ese perfil, la misma de todos los conquistadores, -no sólo de pueblos, también
de intelectos y de hombres-. No valdrá la pena preguntar entonces, ¿si todo libro que empieza
con una crítica de su pasado, será un libro, cuya aspiración es la misma de los que mandan a
construir murallas y a quemar libros: la de reescribir la historia?

Si sostuviera aquí, por ejemplo, que una sola versión de las cosas existe en occidente, la versión
de Platón, y que todo lo demás es un intento por contradecirlo, ¿estaría reconociendo alguna
historia?

Bueno, la posición que asumimos respecto de este tipo de sentencias es lo que nos define frente
a la historia. El enciclopedismo es, fundamentalmente, una posición, que intentó derrocar una
edad y alzar otra.

3 Cf. SIEYÈS, Emmanuel-Joseph. ¿Qué es el Tercer Estado? Edit. Omegalfa. 2019. Barcelona, 2019, p. 5.
4 BORGES, Jorge Luís. La Muralla y los libros.

Por eso parece conveniente diferir del canon de intentos de enciclopedia que nos entrega el
profesor Ferrater Mora y dejarlos en suspenso hasta tanto no sepamos si adolecían de ese
complejo que, contrario, al complejo que denominan de la edad de oro, me gustaría llamar, del
progresismo. Cabe resaltar que, aplico esta expresión, sosteniéndome en el modus tollens, que
nos enseña que para que algo pueda ser diferenciado, debe tener un contrario; y si bien, existen
aquellos que dicen que todo tiempo pasado fue mejor, es porque claramente existen también,
aquellos que pregonan que todo lo pasado frena el progreso.

Es probable que algunos arguyan el presente, como el alelo que daría lugar al tollens, pero, dado
que, después de Husserl sabemos, que el presente es un ahora más otro ahora y que por ende,
toda nuestra vida circula entre el tiempo pasado y futuro, no queda más remedio que aceptar
que todos los hombres vivimos en uno de estos complejos. El enciclopedismo, que al tenor del
prenotado profesor Ferrater Mora, no es otra cosa que el deseo de que todos lleguen al
conocimiento de todo, implica, -en un juicio vulgar-, decir que su deseo, fue en primer término,
traer El Progreso, para con ello, conjurar de la sociedad, toda forma de la ignorancia. -¿Pero de
cuál ignorancia?- -Eh ahí el asunto-, de la ignorancia de lo porvenir, pues el hombre de la
enciclopedia, que es un hombre ilustrado, es un hombre nuevo para tiempos nuevos. La
enciclopedia, -como movimiento del espíritu-, es la nueva modernidad, que intentaba vencer,
con la universalidad del conocimiento, las universalidades de la Biblia.

Por esto, la Enciclopedia, más que una totalidad del conocimiento humano, es un libro casi
mitológico, -es decir-, un relato de origen que se comprende a partir de observar la rivalidad
entre la Biblia, como conjunto de libros y la modernidad, como nuevo mundo. Tanto la Biblia,
como La Enciclopedia, entendida como ciclo educativo, representan universalidad del espíritu
o, -lo que es igual-, tienen la aspiración a la totalidad del conocimiento. Sólo que reflejan épocas
diferentes pues conjugan intereses distantes. Mientras la Biblia encaja en una forma del espíritu,
cuya finalidad consiste en constituir una ciudad divina, reflejo, -como hubiera deseado Agustín-
, de la Ciudad Eterna; la otra, desea, una ciudad humanizada, -esto es-, construida, como en una
amnesia de lo divino, una ciudad, del hombre y para el hombre, que alejada de toda utopía,
fuera realizable a partir del conjunto de los conocimientos terrenales.

La Enciclopedia como movimiento del espíritu, empieza con autores como Pierre Bayle. Bayle
vive un tiempo nuevo: se ha vencido la guerra de religión iniciada por Lutero y finalizada en
Westfalia en 1648. Los conceptos religiosos se han venido abajo como resultado de las
catástrofes de la guerra. Los hombres de todos los rincones de Europa se encuentran con miedo
y precisan de un nuevo lenguaje para entender el cosmos y para albergar la promesa de que
bajo ningún pretexto , volverán a una guerra semejante. Allí aparece la enciclopedia como un
libro que intenta una taxonomía conceptual del nuevo mundo; un ideario nuevo y profano; y
sobre todo, un ideario para dejar sentado ese nuevo modo que cambiaría de época para siempre
y aseguraría no volver atrás.

Pero cambiar un modo de pensar, tan drásticamente, como el cambio surtido entre el medioevo
y la modernidad, no es tarea fácil, de allí que, intentar compendiar todo el conocimiento
humano en un solo libro, fuera fundamental para ese emprestito, un empréstito semejante, al
de construir murallas y quemar libros. Así pues, surgió ese intentó de escribir L’ Encyclopédie o
La Enciclopedia, que inicialmente, derivó de un primitivo proyecto de traducir la Cyclopaedia de
Chambers al francés, razón por la cual, se hace ineludible reconocer la influencia de ciertos
Dictionnaires anglois como el que se acaba de citar, denominado Cyclopaedia: Or, an Universal
Dictionary of Arts and Sciences, de Ephraim Chambers, publicado en 2 volúmenes en 1727. Pero
el de Chambers no fue el único antecedente que se podría llamar inmediato. Obras como
Lexicum technicum: Or, An Universal English Dicctionary of the Arts and Sciences, de John Harris,
de 1704 y A New General Dictionary, de Thomas Dyche, de 1740, también influenciaron a L’
Encyclopédie.

El trabajo de traducción se inició en 1745. Contó al principio con diversos colaboradores. Pero
por diferencias entre ellos, en 1747, d’ Alambert asumió la dirección. En asocio con Diderot, la
Enciclopedia se separó del proyecto inicial de traducción y, si bien aprovechó los datos
contenidos en las enciclopedias y diccionarios antes mencionados, dio un giro que la llevó a ser
lo que actualmente conocemos de ella. La Enciclopedia se terminó de escribir en 1766. Se
publicó bajo el título Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers,
par une societé de genes de lettres. Mis en ordre & publié par M. Diderot…, quant á la partie ma-
the-matique, par M. d’ Alambert. En ella escribieron numerosos autores, entre los que cuentan,
además de Diderot y d’ Alambert, Voltaire; Rousseau; Holbach; Quesnay; Turgot; Daubenton;
Marmontel y Morellet.

Pero, como anota el profesor Ferrater Mora, lo característico de La Enciclopedia, no es la
sistematicidad, pues, -‘si así fuera’, -dice-, “los Elementos de Euclides serían una enciclopedia”
(1998, p. 1005). La característica fundamental de ésta, -como quedó anotado-, es su aspiración
a la totalidad del conocimiento y, -atendiendo a su etimología-, su organización del
conocimiento en ciclos educativos. Estas características, -además de las prenotadas-, unen a los
enciclopedistas con los ideólogos, lo que nos lleva a pensar, que el carácter de ideologos y
enciclopedistas, era también, el carácter de la reforma.

Puede parecer apresurada esta ultima afirmación, pero como se mostrará más adelante, los
ideológos, no sólo quisieron dar un nuevo orden a la formación del intelecto partiendo del
estudio del intelecto mismo, sino tambien, estructurar un ciclo educativo que agrupara el
estudio de las sensaciones con la lógica y con la gramática. A esa totalidad académica se la
conoce con el nombre de Ideología y estuvo en contacto constante con los llamados
enciclopedistas.

Para conseguir el tan anhelado “progreso de la modernidad”, estos enciclopedistas, dieron a la
Enciclopedia un carácter definitivo, el carácter de la ilustración. No sólo porque la ilustración los
hubiera influenciado, sino, y dicho en el sentido correcto, porque la ilustración había arrobado
el espíritu mismo de la modernidad y en consecuencia, pensar modernamente equivalía a
pensar como ilustrado. Así las cosas, hablar del enciclopedismo exige ir más allá, sobrepasar el
intento de agrupar las artes liberales y mecánicas en un solo compendio; y al huir a ese trabajoso
intento, que por muy prolijo que haya sido, no dejó de ser reduccionista, asumir la tarea de
comprender la ilustración. Pero la ilustración no es algo que se pueda comprender con facilidad,
mucho menos definir. Tampoco es posible rastrear un origen que signifique una univocidad en
su comprensión. Bien ha dicho Onfray sobre este particular: “no encontramos una respuesta
clara y precisa qué permita la exhibición de un nombre propio, un libro, un artículo o una fecha
de publicación que le sirva de origen” (Los Ultras, 2010, p. 18). En su defecto, y como intentó
Kant con un escrito denominado ¿qué es la ilustración?, publicado en 1784, podemos intentar
una descripción pormenorizada de su asunto. Para empezar, quizá lo más apropiado sea decir
que es un movimiento del espíritu. Un movimiento que empezó, como señaló d’Alambert, en
Inglaterra y tuvo, en aquel lugar, dos pilares, el deismo y el liberalismo. Seguidamente continuó
en Francia, donde fue mucho más radical. Fuertemente marcado por el ateísmo y el
materialismo, declaró contra el cristianismo una guerra frontal, fue un ‘todo vale’: todo por la
razón, todo por la libertad y todo por el progreso. Ernst Cassirer sostiene que la consigna de la
ilustración fue: ‘difundid la luz de la razón, que la virtud y la dicha juntarán por sí mismas sus
manos’. Algo semejante sostiene Hirschberger, cuando dice que la ilustración está sostenida por
una creencia tan socrática como kantiana: “virtud es saber y saber es virtud” (1975, p. 162), pues
en un modo muy particular, -y como se anotó- muy socrático, la verdadera virtud consiste en
responsabilizarse, en hacerse dueño, en atreverse, como diría Kant siguiendo a Horacio, a pensar
por sí mismo.

Se podría añadir a lo anterior y continuando con la idea de Hirschberger, que “el ideal de la
ilustración es conforme al sueño de la Estoa, un hombre ideal y universal, en el que la naturaleza
y la razón constituyen las supremas normas de valor en todo el ámbito humano” (p. 145). En ese
sueño ‘estoico’, -guardando las proporciones del caso-, se fueron estableciendo las relaciones
entre ilustración y enciclopedia, que además requirieron de un sistemático criticismo, que en el
sentir del pensador de Könisberg, es la base de la ilustración. Pero no debe entenderse el
criticismo en un sentido laxo, es decir, como una crítica a las teorías imperantes y a los rezagos
metodológicos del medioevo. Debe entenderse en un sentido kantiano, que fue el que
primigeniamente le dio Pierre Bayle, notable precursor de la ilustración francesa. Bayle publicó
en 1697 un Dictionnaire Historique et Critique, con ideas escépticas que tuvieron una influencia
en personalidades como Denis Diderot y otros enciclopedistas franceses, además de influenciar
también, a David Hume y a George Berkeley. Bayle sacaba a la luz las contradicciones entre los
principios teológicos y las proposiciones evidentes dictadas por la razón, sentando las bases de
un criticismo que sólo puede entenderse como la fase superior del escepticismo gnoseológico,
implicando a su vez, ese trance a la madurez filosófica que en palabras de Kant, va de la
cognitatio ex datis a la cognitatio ex principiis. Dicho trance exige al pensamiento un método
difícil de seguir, pues el criticista, entendido como el maduro de pensamiento, pasó en su
infancia intelectual por una fase consistente en la aprehensión de un incuestionable conjunto
de datos denominada dogmatismo o cognitatio ex datis. Posteriormente, como resultado de su
grandeza de espíritu, el criticista llegó, inevitablemente, a las aporías, que no son sino, las grietas
o vacíos sin respuesta en las que, sin excepción, cae toda teoría. Algunos piensan en ellas como
contradicciones. Lo cierto, es que etimológicamente quieren decir, “sin salida”. Ahora bien, si
alguien ha dado semejante paso de madurez filosófica y ha encontrado las aporías a lo que creía
o denominaba ‘su conocimiento’, no por ello es ya un criticista, le falta el paso más difícil que es
el que separa al filósofo del ‘profesor de filosofía’. Ese paso consiste en llegar a la cognitatio ex
principiis, que debe entenderse sin más, cómo crear respuestas. Así pues, el criticista es aquel
que ha creado respuestas a esas aporías, -pero compréndase bien-, —no digo—, ha encontrado
respuestas, —digo—, ha creado. Ya que es allí donde nace el criticista, que al no encontrar una
solución en las teorías estudiadas a las aporías encontradas, se ve en la ineludible tarea de
pensar, esto es, de crear nuevas teorías, -en una palabra-, hacer, —quiero decir— hacer filosofía.


Julián Marías Aguilera, cuenta que para el año de 1933, Ortega y Gasset ya había dejado la
clase que dictó por muchos años: Metafísica, para ostentar una cátedra: La metafísica de la
razón vital de Ortega y Gasset. Pero lo particular de ese año, no es aquel cambio que se
había surtido tiempo atrás, sino, la cantidad de gentes venidas de todas partes del mundo
a La Universidad Complutense de Madrid a escuchar la Cátedra del profesor Ortega y
Gasset. Los ingleses; alemanes; escoceses e italianos habían aprendído castellano con una
única intención: asistir a las clases del profesor Ortega y Gasset. Cuenta el mismo Marías
Aguilera, que el profesor Ortega, el primer día de clases entró en el aula, y después de un
profundo silencio dijo, -‘pues bien, es cierto que han venido ustedes a estudiar Metafísica,
pero eso es, una falsedad’. Luego de esto, expuso las razones de por qué estudiar Metafísica
es una falsedad. -son dos, -dijo-. Por una parte, se refirió a la falsedad de comprender la
metafísica a la manera en que se comprende una disciplina. -la metafísica es estar
desorientado, -dijo-, -y -aquí el único desorientado soy yo. Pero por otra, expuso por qué es
una falsedad estudiar, y aclaró la diferencia entre las mociones impuestas, de las que hace
parte el estudio y las mociones libres. Luego para terminar dijo: -pero ustedes me dirán,
¿qué hay de aquellos que si no encontraran la respuesta en un libro la seguirían buscando
hasta encontrarla?; ¿aquellos que no se dan por vencidos?; ¿aquellos que si no la
encontraran, la inventarían?. Ustedes me dirian, ¿qué hay de aquellos, profesor Ortega?. A
lo que yo contestaría, -pues bien, esos no son estudiantes, son investigadores. Y es que Julián
Marías dice que de todos los grandes profesores que había en esa Universidad para ese año
del 33, el único filósofo era Ortega. -Con él, -dice-, -la filosofía se hacía en él aula, se creaba,
como sucedía con Platón, con Descartes, con Kant5 .


Pierre Bayle, creyendo haber encontrado algunas aporías, se atrevió a confrontar las relaciones
entre fe y razón. Escribió largamente para explicar la irreconciliabilidad entre éstas. Leibnitz en
cambió, pensó en sentido contrario, y como consecuencia, contra Bayle escribió su Teodicea,
cuya introducción lleva por título: discours de la conformité de la foi avec la raison. Pero fue
Bayle quien tuvo más éxito frente a los ideólogos y por eso, la línea de pensamiento que va a
dirigir los intereses intelectuales de aquellos, está ligada con éste ilustrado al que también
siguieron los enciclopedistas. Una vez sentada esta primera estructura coyuntural para todo lo
porvenir, como en feria de circo, donde abundan fenómenos y payasos, saltaron a la luz dando
gritos y defendiéndose con uñas y dientes, todos aquellos vendedores de humo intelectual, los
mesmeristas imantados más cercanos al Melquiades imaginario de Cien años de soledad que a
un Descartes o a un Locke; los fisiognomistas; los frenólogos; los gnósticos; teósofos y ocultistas.
Todos tenían algo en común, el tropismo sectario y la repugnancia por la capacidad filosófica y
la metodología moderna recién inventada por Descartes. Todos compartían su enemistad con
los filósofos y su amistad con el catolicismo Romano integrista. De ahí que no se haga raro que
la pugna entre fe y razón, al tomar partidarios, se haya agudizado.

Después, Bayle sostuvo algo para aquella época imperdonable: “se puede ser una buena
persona, aún siendo ateo” (Los Ultras, 2010, p. 35), pues le pareció que la religión no es el
fundamento de la moral. Este argumento que, como se sabe, le sirvió para ganar enemigos,
sirvió también para prender en Francia la luz de la razón, y convertirse así, en modelo de la gran
Enciclopedia, que como se dijo, es una obra culminante de la ilustración francesa que editaron
d’Alambert y Diderot. Pero aunque d’Alambert no compartió el ateísmo de Bayle, si lo hizo
Diderot. Fuertemente influenciado por el materialismo de Hume, Diderot, le dio en Francia, un
impulso al psicologismo inglés. Con estas posturas, rápidamente concordaron, Julien de la
Mettrie, con su obra L’homme machine; Paul Henry Holbach, con su Systeme de la nature;
Claude-Adrien Helvetius, con su indignante De l’esprit; Étienne Bonnot de Condillac, con su obra
sentista, Traite des sensations. Y en gran manera, el psicólogo materialista Gerorges Cabanis,
quien sostuvo que la única ciencia es la del hombre, y las tres únicas ramas de ésta son la
fisiología; la psicología y la ética. A Cabanis se lo cataloga como el precursor de la psico-fisica y
del monismo moderno que emana de lo anterior. Su influencia consiguió que toda la escuela
sensista de Francia le siga, incluyendo a su más destacado representante, Antoine-Louis-Claude,
conde Destutt de Tracy.

Tan pronto como éstas doctrinas empiezan a ser conocidas por todos, la sociedad francesa se
llena de manuscritos clandestinos tachados de peligrosos. Cerca de un centenar de ellos
exponían las ideas de Baruch de Spinoza; las consideraciones en contra de la inmaterialidad del
alma; la naturaleza de la diferencia entre el hombre y la bestia; la eternidad del mundo y por
supuesto, una variedad de asuntos atinentes al tema cristiano. En breve, El Santo Oficio incluyó
en el índice a Condillac; Voltaire; Diderot; d’Alambert y a la Enciclopedia, dejando así, de un
modo claro para los historiografos, cuales fueron en realidad las preocupaciones intelectuales
de aquellos hombres del siglo XVIII a los que la historia recordará como los enciclopedistas.


5 Parte de esta historia está escrita y corrobora la opinión de Marías en un texto del mismo Ortega, denominado Unas

leccciones de Metafísica. Cf. ORTEGA y Gasset, José. Qué es Filosofía y Unas lecciones de Metafísica. Edit. Porrúa.
México, 2004, p. 155. La otra parte se encuentra en una obra de Marías denominada, El existencialismo en España.
Cf.
Según Francois Moureau, “toda esta corriente desatada por el cartesianismo y calificada como
una vasta ‘rebelión social’, convirtió en caducos los diccionarios medievales y los hechos recibidos
como verdaderos”, pues como dice Juan María Alponte, “sólo eran parte de la ‘docta
antigüedad’” (2012, p. 75).

Esto quiere decir, que si bien, en El llamado Siglo del Renacimiento (XVI) se inició la guerra de la
religión, la cual duró 120 años y es catalogada por algunos, como Amelia Valcárcel, como una de
las peores guerras de la humanidad; y en El Gran Siglo (XVII) se gestaron, a partir de la Paz de
Westfalia, las nuevas categorías políticas de la modernidad, tales como, igualdad; dignidad;
derechos; libertad; solidaridad; tolerancia; individuo; pacto; contrato; soberanía popular;
democracia; ciudadanía y República, entre otros6 , fue sólo hasta el Siglo de las luces (XVIII) que
todas estas ideas permearon a toda la sociedad y lo hicieron a partir de esta nueva concepción
del mundo pregonada por la unión entre el sentir y el pensar. Una unión que como acabamos
de anotar, tuvo esa dinámica de una ilustración enciclopédica e ideologizada y cuya intención
fundamental, -como también se anotó-, fue la creación de un nuevo mundo, un mundo laico,
que encontró en la razón, la esperanza que abandonó cuando arrojó la Biblia.

































BIBLIOGRAFÍA

6 VALCÁRCEL, Amelia. Pro-scriptum. México, 2017.

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