Está en la página 1de 698

La princesa de Organdí

1
Introducción
Esta es una novela de magia y de misterio dividida en tres
partes, aunque antes fueron 186 cuentos leídos noche a
noche para un público selecto compuesto por personas de
todas las edades, aunque la excusa fuera entretener a la
niñez.

La idea del argumento no es propia sino robada a mi hijo


mayor, pero eso ocurrió hace muchos años, así que espero
que el delito haya prescripto.

Algunos de sus personajes han pasado por la pila bautismal


de la editora, como “Dialéctico”; mientras que otros debieron
acudir a su consultorio para descubrir su verdadera identidad,
como “la mano verde”.

Los oyentes también han expresado sus simpatías y sus


críticas, lo que ayudó al autor a esmerarse en incluir más
acciones y menos explicaciones. Imagínense ustedes lo
aburrido que hubiera resultado de no contar con ese
asesoramiento calificado.

Finalmente, los protagonistas no siempre han hecho lo que se


esperaba de ellos. Su creatividad les ha dotado de una
independencia que no imaginamos al inicio de la historia,
tanto es así que si tendrán más aventuras en el futuro
depende más de ellos que del narrador que cuenta sus
hechos.

Esperamos que lo disfruten.

2
PARTE I. EL REINO DE ORGANDÍ

3
CAPÍTULO 1. EL PAÍS
Organdí es un país rodeado de montañas, casi por todos lados, y que
cuenta con… una sola habitante: la princesa de Organdí.

Y que no fuera un país muy poblado no quiere decir que la princesa no


tuviera muchas ocupaciones, al contrario: al ser la única en aquel reino,
ella tenía que hacerlo todo, desde barrer el palacio real hasta preparar la
comida y, lo principal, ocuparse de la confección de las telas de
algodón que tanta fama le habían dado a su reino.

–Buenos días, señor telar –saludaba la princesa a una de las máquinas


que fabricaban la tela de organdí.

El telar le contestaba con su “taca taca, taca taca, taca taca” habitual,
mientras la tela seguía saliendo y enrollándose en enormes bobinas.

–Veo que hoy está de excelente humor –agregaba la princesa.

–Taca taca, taca taca, taca taca –volvía a responder el artefacto, aunque
esta vez se lo escuchaba más alegre.

Ella solía despedirse con un:

–¡Qué tenga muy buen día, señor telar!

A lo que él respondía con un breve “taca taca” de despedida.

Claro que atender a los telares no era la única actividad de la princesa:


también se encargaba de gobernar para que todas las cosas se hicieran
de manera justa en el reino, que se cumplieran las leyes y que Organdí

4
siguiera siendo el hermoso lugar que siempre había sido desde que ella
recordaba.

Pero que fuera un lugar hermoso no quiere decir que en el reino no


ocurrieran cosas extrañas y eso también llamaba la atención de la
princesa. Una de ellas era que, en su palacio, las cosas cambiaban
frecuentemente de lugar. Donde había una mesa solía suceder que, días
después, apareciera una lámpara de pie; o donde durante semanas había
estado colgado un cuadro, de pronto, y sin aviso, apareciera una
ventana.

Pero lo más curioso de todo era que las puertas no daban siempre al
mismo lugar. La puerta que durante días había dado acceso a la
biblioteca, de repente, al abrirla, hacía que la princesa se encontrara en
el jardín. O podía ocurrir, por ejemplo, que la puerta que llevaba a la
cocina, ese día franqueara el paso al taller de confección de telas.

Pero, al final de cuentas, no era un problema tan, tan, grave: así como
nos acostumbramos a que cada puerta dé siempre al mismo lugar,
también nos podemos acostumbrar a que, a veces, dé a un lugar
distinto. Por ejemplo, cuando la princesa quería ir al salón del trono,
ponía la mano en el picaporte y se preguntaba:

–¿A dónde me llevará esta puerta hoy?

Claro que muchas veces la abría y, efectivamente, entraba a la sala del


trono, pero, otras veces, al abrirla, exclamaba:

–¡Hoy esta puerta da a la huerta! ¡Qué hermosos están los tomates!


Tendré que prestar atención a las hormigas.

5
Y así como antes pensaba en firmar algunos decretos reales, ahora se
ponía, con el mismo entusiasmo, a arrancar yuyos y malas hierbas para
que los vegetales crecieran bellos y fuertes. Porque no se trataba sólo
de los tomates. En la huerta crecían zapallitos, lechuga, frutillas,
berenjenas, espinacas y tantas otras cosas.

Claro que la princesa de Organdí no era tonta y se había preguntado


muchas veces quién sería el responsable de todos esos cambios, pero,
como ella era la única habitante del reino, no se le ocurría ninguna
respuesta.

Que el país de Organdí tuviera un solo habitante no quería decir que


fuera un reino pequeño: todo lo contrario. Para recorrer el territorio que
gobernaba la princesa había que cabalgar varios días y no en caballos
comunes, de los que se cansan enseguida, sino en caballos entrenados
para recorrer grandes distancias.

El palacio de la princesa de Organdí estaba próximo a la frontera norte


del reino, cerca de una cordillera cuyos picos se perdían entre las
nubes. Bueno, cerca, en este caso, quiere decir a dos días de viaje, pero
las montañas eran tan inmensas que, aún a esa distancia, se alcanzaban
a ver como una fina cinta en el horizonte.

Nunca nadie había atravesado esas montañas o, si alguien lo había


hecho, no se tenían noticias de tal hazaña. Pero un día ocurrió algo
especial: mientras la princesa miraba por una de las ventanas del
palacio le pareció ver algo extraño. Prestó más atención y comprobó
que, de manera intermitente, se veía algo que refulgía entre las
montañas. Quizás fuera sólo su imaginación, pensó en ese momento,

6
pero lo cierto es que, desde aquel día, comenzó a mirar cada vez con
más frecuencia en esa dirección.

Hacia el oeste y hacia el sur del reino se extendían las plantaciones de


algodón. Cuando el algodón florecía, el reino se vestía de blanco desde
una punta hasta la otra. Quizás por eso, en algunos libros antiguos,
también se lo llamaba “el reino blanco”.

Hacia el este se extendía una llanura verde, salpicada de pequeños


bosques, que terminaba en la orilla del mar. Allí pastaban los caballos y
otros animales que hacen de la hierba su principal alimento, como las
ovejas y las vacas. Cerca del palacio se criaban multitud de gallinas,
muy apreciadas por la princesa ya que los huevos estaban dentro de sus
comidas favoritas.

Muchas veces desayunaba con un huevo pasado por agua. En el


almuerzo no era raro encontrar un huevo duro cortado en forma de
barquitos y, los días de fiesta, seguro que la princesa se regalaba un
exquisito huevo frito. Eso sin tener en cuenta que las ricas tortas, tartas
y tortillas que tanto le gustaba preparar también llevaban huevos
batidos.

Pero no serían completas las noticias sobre el reino de Organdí si no


habláramos de sus increíbles fiestas. Eso sí era algo que sólo allí
ocurría.

7
CAPÍTULO 2. LAS FIESTAS DE ORGANDÍ
Las fiestas en el país de Organdí eran muchas y variadas. La más
importante era la fiesta del algodón: iniciaba cuando el algodón estaba
maduro y duraba toda una semana. La fiesta más alegre era la del
cumpleaños de la princesa: allí ella adornaba todo el palacio con luces
de colores, ponía música y bailaba hasta quedar rendida de cansancio.
Después de bailar apagaba las velitas de la torta y se servía una gran
porción para recuperar fuerzas.

Lo bueno de la fiesta de cumpleaños era que nunca se sabía bien qué


día del año caía. Así como los pasillos y las puertas cambiaban de lugar
en el palacio, también cambiaba la fecha del cumpleaños de la princesa.
Pero no se trataba, claro está, de un día cualquiera: debía haber sol, una
calandria cantando desde temprano en su ventana y la princesa
despertarse con muchas ganas de bailar. Entonces se levantaba y
anunciaba: hoy cumplo años. Si bien tenía que trabajar mucho para
hacer la torta, adornar el palacio, preparar la música y planchar su
vestido, la organización del cumpleaños era muy sencilla ya que ella
era la única invitada.

Algunos historiadores, no se sabe bien de dónde obtuvieron la


información, han deslizado la sospecha de que, en algunas ocasiones, la
princesa podría haber cumplido años dos veces en el mismo año, de
tanto que le gustaba organizar esa fiesta.

Pero las fiestas del algodón y del cumpleaños de la princesa no eran las
únicas. También se disfrutaban la fiesta de los carros, de la hilandería,
de los caballos de tiro, de los caballos de paseo, de los ruiseñores, de
las margaritas en flor, de la lluvia. Además del festejo del día del huevo

8
y, aparte, del día de la gallina, que era como decir el “día de la madre”
del huevo. Otras fiestas eran la fiesta del hilo de algodón, la del tejido,
la del mar, la de la montaña, la de las palomas con patas naranjas, la de
los patos de plumas verdes, la de los gigantes de un solo ojo, la de los
dragones…

Pero ¿es que en verdad había allí gigantes y dragones? Claro que no,
pero sus fiestas eran hermosas y, además, la princesa pensaba así: “Si
alguna vez llegara a Organdí algún gigante o algún dragón, se sentirá
como en su propia casa al descubrir que aquí existe una fiesta en su
honor y, de esa manera, se le quitará las ganas de hacer algún daño al
reino”.

En fin, la verdad verdadera es que, en el reino de Organdí, eran más los


días de fiesta que los días sin fiesta. Y esto era posible gracias a que el
país estaba inundado de magia, de una magia que permitía disponer de
muchos, muchísimos, días libres.

¿Cómo era esto así? ¿De qué clase de magia se trataba? Por empezar,
ustedes saben que para tener grandes sembradíos de algodón es
necesario plantar el algodón, que crece, como todas las plantas, de una
semilla. ¿Cómo haría la princesa, que era la única habitante del reino,
para hacer semejante trabajo que requeriría de miles de personas? Muy
sencillo, ¡ella no lo hacía!

Las semillas del algodón estaban guardadas en bolsas de tela cosidas


con hilo, por supuesto, de algodón. Cuando llegaba la época de la
siembra, cada bolsa se descosía sola y las semillas iban volando hasta el
campo, distribuyéndose de manera uniforme sobre toda la tierra. A esta
magia se la llamaba “magia sembradora”. Con las primeras lluvias esas
9
semillas comenzaban a germinar, las raíces se hundían profundamente
y la planta comenzaba a erguirse con gallardía.

De esta manera, las plantaciones de algodón siempre se renovaban en el


reino y, cuando llegaba el tiempo de la cosecha, ofrecían sus cargados
copos con generosidad. Claro que en ese momento también hubieran
hecho falta miles de personas para recolectarlos, pero, en lugar de eso,
salían de los cobertizos las herramientas destinadas a recoger esa
riqueza de fibras vegetales. A medida que cortaban el algodón éste caía
en bolsas especialmente destinadas a conservarlo. A esta magia se la
llamaba “magia cosechadora”. Estas bolsas se apilaban en carros y los
caballos de tiro se encargaban de trasladar toda esa carga hasta la
hilandería.

Una vez llegado allí el algodón se limpiaba y unos husos, que también
funcionaban mágicamente, lo transformaban en hilo. A la magia de
estos husos se la llamaba “magia hilandera”. Ese hilo se enrollaba en
inmensas bobinas que se utilizarían luego para confeccionar la famosa
tela de organdí.

Lo único que debía hacer la princesa era vigilar que todo funcionara
normalmente. Visitaba las plantaciones, atendía a que todo estuviera
listo –bolsas, carros, caballos para transportar el algodón– y recorría la
hilandería para ver que los husos y los telares estuvieran realizando su
trabajo normalmente.

Si algún huso se detenía o algún telar equivocaba el punto, la princesa


de Organdí lo alentaba con palabras como “Tú eres capaz de realizar
esa tarea, no te desanimes” o, en caso extremo, organizaba una fiesta

10
para animar al artefacto defectuoso. Esta magia era infalible, al día
siguiente la tela volvía a salir con toda su perfección.

Una vez confeccionada, la tela se envolvía sobre sí misma muchas


veces, hasta constituir un rollo gordo. Toda la tela que se confeccionaba
en el reino de Organdí era blanca, no existía allí ninguna tintorería para
darle otros colores.

La princesa nunca había contado cuántos rollos de tela se hacían cada


año, pero con seguridad eran miles y miles. Se iban guardando en
inmensos galpones para protegerlos del sol y de la lluvia, hasta que
llegaba el momento de llevarlos hasta el mar.

Esta tarea se hacía año tras año y era vital para el reino. Era imposible
imaginar al reino de Organdí sin sus telas de organdí. Esa era la razón
de su existencia, al menos hasta ese momento, y la princesa la
encargada de que allí todo funcionara correctamente.

11
CAPÍTULO 3. LOS HOMBRES DEL MAR
Como cada año, se presentaron frente a los galpones todos los carros
del reino y todos los caballos de tiro, cuatro por carro. Imagínense que,
si los carros eran cientos, ¡cuántos serían los caballos! En cada carro se
cargaban cuatro rollos de tela, porque más no cabían ni los caballos
hubieran tenido fuerzas para arrastrarlos.

Una vez vaciados los galpones y cargada toda la tela, se pusieron en


marcha hacia la orilla del mar. Era un viaje de varios días, así que los
caballos descansaban de noche y se detenían dos veces al día para
comer de los ricos y jugosos pastos que encontraban en el camino.

Cuando estaban por llegar a su destino, ya en el mar empezaban a


aparecer manchas blancas. Al principio parecían espuma de las olas,
pero su movimiento hacia la costa hacía pensar luego en gaviotas que
buscaban tierra firme. Cuando ya estaban más cerca se distinguía, por
fin, que se trataba de velas de navíos que se acercaban al país de
Organdí.

La princesa estaba presente ese día. Montada en un bello caballo de


paseo, miraba con atención todo lo que sucedía en la playa. Cuando los
barcos echaron el ancla, fornidos marineros comenzaron a bajar
paquetes y paquetes sin fin. Una vez descargados los barcos, iniciaron
el trabajo de cargar los rollos de tela, uno por uno, hasta que las
bodegas de esos navíos quedaron repletas.

Una vez terminada la carga, marineros, oficiales y capitanes se


formaron en la cubierta de cada barco e hicieron una profunda
reverencia a la princesa de Organdí. Ésta respondió de la misma

12
manera, inclinando su cabeza casi hasta tocar la cabeza del caballo
sobre el que estaba montada.

Nadie sabía desde cuándo se producía ese intercambio entre paquetes y


rollos de tela en las playas de Organdí. Ocurría todos los años desde
tiempo inmemorial. ¿Cómo se sabía cuándo era ese día? En verdad
había varias señales que así lo indicaban: la principal era que ya se
había terminado de fabricar la tela, pero también anunciaban ese día las
golondrinas que comenzaban a abandonar el reino y un aire fresco que
empezaba a soplar desde el mar.

El país no contaba con ningún puerto ni con ningún barco y a la


princesa nunca se le hubiera ocurrido aventurarse por ese mar que no se
sabía ni donde comenzaba ni donde terminaba. Sólo debía ocuparse de
que las telas estuvieran listas para el día señalado. Esas obligaciones, al
menos hasta ese día, ocupaban todo su tiempo.

No es cosa sencilla gobernar un reino, aunque ese reino tenga una sola
habitante y cuente con magia para sembrar y cosechar el algodón,
fabricar el hilo, elaborar la tela y transportarla puntualmente hasta el
lugar indicado.

Una vez que los barcos se habían perdido en el horizonte los carros se
acercaban a los paquetes que los marineros habían descargado. Cada
paquete se iba acomodando en un carro, ordenados, uno al lado de otro.
Cuando ese estaba lleno, seguían por el siguiente. ¿Eran paquetes
mágicos? Nada de eso. Los que tenían magia eran los carros, se
llamaba “magia carretera” y hacía que cuando se acercaban a una carga
ésta se subiera sola al carro. ¿O cómo creen ustedes que se cargaron los

13
rollos de tela para ser transportados hasta la playa? Claro está que no lo
podría haber hecho la princesa, ni cien princesas juntas.

La magia carretera consiste en una fuerza de atracción especial que


emana de los carros cada vez que hay, cerca de ellos, cosas que
necesitan ser transportadas. Y así, repletos de los paquetes bajados de
los barcos, emprendieron el regreso al palacio de la princesa de
Organdí.

Finalmente, los carros llegaron al palacio. Los paquetes se descargaron


en la puerta de la despensa y, desde allí, cada uno fue buscando su
lugar. Había un inmenso armario con un bello cartel que decía
AZÚCAR, y allí fueron todas las cajas que contenían paquetes de
azúcar. Otro armario, no tan grande, tenía un cartel donde estaba escrita
la palabra SAL. Si se recorría toda la despensa se encontraban muchas
otras inscripciones, como FIDEOS, HARINA, ACEITE, ARROZ,
POLENTA, CHOCOLATE, CAFÉ, y cada paquete se acomodaba en
el lugar que le correspondía.

Así que casi todos los misteriosos paquetes contenían alimentos que no
se fabricaban en el reino de Organdí, pero que hacían falta para la
buena vida en el palacio. Verduras no eran necesarias porque se
cultivaban en la huerta. Tampoco condimentos porque en el herbario
real crecía orégano, perejil, tomillo, romero, menta, albahaca,
ciboulette y muchas otras plantas aromáticas para saborizar las
comidas. El reino también contaba con un inmenso huerto que
albergaba toda clase de árboles frutales.

Pero luego de que las cajas se habían acomodado ordenadamente en la


despensa, aún quedaban unas pocas de las que la princesa se ocupaba
14
personalmente. Tenía un carrito con ruedas para transportarlas, ya que,
a decir verdad, eran bastante pesadas.

Una vez completada la carga, ella empujaba el carrito por los pasillos
del palacio hasta llegar a su destino. Pasaba por la puerta del salón
principal, que era donde la princesa bailaba, pero sin entrar en él.
También dejaba atrás, sin detenerse, los accesos a los comedores –
porque ustedes deben saber que el palacio tenía muchos comedores.
Estaba el comedor del desayuno, llamado también desayunador, que era
una sala con ventanas que daban hacia el oriente, que es por donde sale
el sol. Otro de los comedores era el de la merienda, llamado merendero,
y que consistía en una sala cuadrada con ventanas que daban hacia
occidente. El comedor de la cena, al que también le decían cenáculo,
era redondo y tenía techo de vidrio para poder mirar las estrellas. Y
después estaba el salón del almuerzo, al que le decían, a ese sí,
comedor.

La princesa no se detuvo en ninguno de esos salones y continuó


empujando el carrito. Siguió avanzando y también dejó atrás la puerta
que daba al salón del trono. Tampoco entró en el salón de los juegos.
No dobló en el pasillo que llevaba a la cocina ni en el que salía a la
huerta y demás está decir que no subió por ninguna escalera: no hubiera
podido hacerlo con esa carga tan pesada.

Pero, finalmente, se detuvo frente a una doble puerta de madera tallada.


Descansó unos instantes y se secó el sudor de la frente. Para la princesa
ese era uno de los lugares preferidos del palacio. Cuando no estaba
gobernando o vigilando todo lo referente al algodón y las telas, o
jugando o preparando comidas o fiestas, la princesa se encerraba en ese
lugar y pasaba largas horas muy entretenida.
15
Rogó que ese día la puerta diera a donde tenía que dar y no hiciera una
de las bromas a las que la tenía acostumbrada. Si ustedes estuvieran en
el palacio, al lado de la princesa, podrían ver el cartel que había sobre
esa hermosa puerta y que decía…

16
CAPÍTULO 4. LA BIBLIOTECA
Esas cajas pesadas de las que la princesa se encargaba personalmente
contenían: ¡libros! Y la sala hasta donde los había llevado era la
biblioteca del palacio. En ese lugar la princesa de Organdí pasaba
mucho tiempo porque leer era una de sus actividades preferidas.

Disfrutaba de leer toda clase de libros, pero especialmente aquellos de


aventuras. Así había leído Dailan Kifki, escrito por María Elena Walsh,
y también Jim Botón y Lucas el maquinista, escrito por Michael Ende,
y muchos muchos libros más. Ella se sentía parte de esas historias, le
permitían viajar por países y regiones desconocidas, y se emocionaba
con cada uno de sus personajes. Ya no sabía cuántos libros había leído,
pero seguro que eran más de cien, o de doscientos.

También le agradaban mucho los libros de cuentos, como Mi perro


Roberto, El libro que escribió Zack, Pastel de Mamut, El pequeño pez
blanco, Sapo de otro pozo, Buenas noches gorila y tantos otros. No
eran tan emocionantes como los de aventuras, pero contaban historias
hermosas que le gustaban mucho.

Los que trataba de evitar era leer cuentos de terror, con monstruos o
fantasmas, porque luego le daban miedo a la hora de irse a dormir. Pero
cada tanto leía alguno. Se decía a sí misma: “Es sólo un cuento, tengo
que aprender a leer cuentos de terror sin asustarme”. Pero como igual
se asustaba, luego pasaba varias semanas hasta animarse a leer algún
otro.

También leía libros donde se contaba cómo vivían las personas en otros
países. No sabía si todo lo que decían era exactamente así, pero
aprendía muchas cosas que algún día le podrían ser útiles en su reino.
17
Leía sobre estrellas y constelaciones, sobre dinosaurios y personajes
fantásticos. En fin, era una gran lectora.

Estaba justamente leyendo en la biblioteca cuando lo volvió a ver.


Muchas veces al día miraba hacia las montañas de la alta cordillera,
pero ese resplandor que aparecía de vez en cuando era algo nuevo en el
reino. Primero pensó que se trataba de algún reflejo del sol sobre las
rocas: muchas veces se veían destellos, sobre todo a la hora del
mediodía.

Como esa luz se veía un instante y luego se dejaba de ver, la princesa


pensó también que podría tratarse de relámpagos. Quizás se avecinaba
una tormenta, así que se preparó para que llegaran los truenos y luego
la lluvia. Pero, la verdad, nunca llegaron.

La princesa no le prestó más atención. Estaba leyendo La vuelta al


mundo en 80 días, escrito por Julio Verne, y le resultaba tan atrapante
que no podía apartar los ojos de sus páginas. Había llegado al capítulo
XI, justo cuando el protagonista estaba atravesando la India en tren.
Pero, como no se había terminado aún la construcción de las vías para
llegar hasta Calcuta, el tren se detuvo y Phileas Fogg, con su criado
Picaporte, debieron continuar su viaje en elefante. ¿Qué podía importar
un resplandor en las montañas frente a semejante aventura?

A la mañana siguiente volvió a ver el resplandor. Si éste estuviera cerca


de las cumbres, bien podría haber pensado que se trataba de rayos de
sol reflejándose en la nieve o en los hielos eternos, pero, en verdad,
esos resplandores se veían en la parte baja de la montaña, como si
surgieran del suelo y luego se elevaran.

18
Es cierto que no se veían regularmente y, una vez que aparecían,
rápidamente se disipaban. Tratando de recordar cosas que leía en sus
libros, por un momento pensó que podría tratarse de una estrella caída
que se encontraba agonizando, pero luego se dio cuenta de que, si ese
fuera el caso, brillaría de noche y no de día.

Pensó que debía averiguar de qué se trataba, pero ese día tenía que
visitar las plantaciones de algodón y eso era mucho más importante: del
algodón dependía la vida del reino.

Fue hasta el establo, ensilló uno de sus caballos y, montada en él,


recorrió el camino hasta las plantaciones. Allí descubrió, con horror,
que una plaga estaba comiendo las hojas y terminando con las plantas
de algodón.

La princesa suspendió todas sus actividades en el reino para dedicarse


exclusivamente a solucionar ese problema. ¿Cómo haría para
resolverlo? Ni ella misma lo sabía, pero algo tenía que hacer, y con
urgencia.

19
CAPÍTULO 5. LA INVASIÓN DE LOS GUSANOS
La princesa estuvo todo el día recorriendo los sembrados. No le costó
mucho encontrar a los causantes de aquella calamidad, que no eran
otros que miles de gusanos hambrientos dándose un festín con las hojas
de las plantas de algodón.

Eso sí era algo muy grave porque las hojas, para las plantas, son como
los pulmones para nosotros: las necesitan para respirar. Y no sólo eso,
sino que son un gran laboratorio donde se preparan todas las sustancias
que hacen que crezcan fuertes y sanas; un laboratorio que comienza a
trabajar todos los días cuando le da la luz del sol. Por eso, cuando las
plantas pierden sus hojas se debilitan y, con mucha frecuencia,
enferman y mueren.

Desmontó del caballo y observó a uno de aquellos gusanos que, justo


en ese momento, estaba comiendo una apetitosa hoja de una de las
plantas de algodón. La princesa se agachó para quedar a su altura y lo
saludó con mucho respeto:

–Buenos días, señor gusano.

El gusano no se dio por enterado y siguió mordiendo la hoja en la que


estaba parado.

A la princesa eso no le pareció muy cortés, así que sujetó la planta por
el tallo y la movió suavemente. La hoja se estremeció y el gusano debió
agarrarse con todas sus patas para no caerse.

–Buenos días –repitió la princesa. Pero el gusano pegó otro mordisco a


la hoja ignorando tanto el saludo como el temblor reciente.
20
Fue en ese momento cuando la princesa, que nunca había soltado la
planta, le dio un fuerte sacudón. El gusano ya no pudo sostenerse y
cayó de cabeza al suelo. Ahí, aunque un poco aturdido por la caída,
miró hacia arriba y vio a la princesa.

–Bueno días, señor gusano –le dijo la princesa por tercera vez.

–Bue buenos días –le respondió sorprendido, y emprendió la marcha


para subirse a una nueva planta.

Cuando estaba pasando sobre un palito, la princesa lo levantó y lo puso


a la altura de sus ojos. El gusano se aferró fuerte al palito para no
volver a caerse y allí quedaron cara a cara.

–Señor gusano, necesito hablar con usted.

–Usted dirá –respondió el gusano, mientras trataba de mantener el


equilibrio.

–Yo entiendo que usted tiene que alimentarse –agregó la princesa–,


pero usted debe entender que estas plantas de algodón están destinadas
a producir el hilo con el que se confecciona la tela de organdí, famosa
en todo el mundo y sus alrededores.

–Ese no es mi problema –respondió algo grosero el gusano–, yo voy a


comer a donde me mandan.

–¿Y quién lo ha mandado a usted a comer aquí, si es que se puede


saber?

–Pues quien va a ser, sino mi rey –contestó ya altanero.


21
La princesa estaba empezando a perder la paciencia, pero haciendo un
esfuerzo le preguntó lo más calmada posible:

–¿Cómo se llama su rey?

–Mi rey es el gran Gustav Tercero, rey de todos los gusanos que
vivimos de este lado de las montañas.

–Pues entonces, señor gusano –dijo la princesa–, usted va a tener la


amabilidad de llevarme frente a su rey, porque necesito hablar
urgentemente con él.

El gusano tenía bastante hambre todavía y no le hacia ninguna gracia


tener que dejar su festín para buscar al rey Gustav Tercero, pero evaluó
su delicada situación haciendo equilibro en ese palito a gran distancia
del suelo, así que tomó la sensata decisión de guiar a la princesa.

Doblando un poco aquí, torciendo allá, atravesando surcos y


esquivando plantas, finalmente llegaron al campamento del rey. Éste
estaba ubicado en el centro de un gran círculo donde ya se habían
comido todas las plantas de algodón y desde donde el rey mandaba a
los escuadrones de gusanos hacia distintos puntos del sembradío.

La princesa apoyó el palito en el suelo, justo al lado del rey, quien allí
se enteró, por medio de su súbdito, que alguien quería hablar con él.

El rey Gustav Tercero no tenía deseos de hablar con nadie en ese


momento pero, viendo la estatura de la princesa y que de un solo
pisotón podría terminar con su reinado, decidió seguir un camino más
diplomático.

22
Se acomodó su pequeña corona en la cabeza, estiró su cuerpo gordo y
largo y con voz algo afectada preguntó:

–¿Quién desea hablar conmigo?

–Señor rey –contestó la princesa–, soy la princesa de Organdí, país


donde justamente están los sembrados que usted y sus súbditos están
destruyendo.

–¿Destruyendo? ¿Destruyendo? –puso en duda el rey Gustav Tercero–.


Yo no hablaría de que estamos destruyendo nada, yo diría, más bien,
que estamos embelleciendo vuestro país.

La princesa quedó perpleja. ¿Cómo imaginaba ese gusano presumido


que embellecían el reino de Organdí comiéndose su principal riqueza?
Pero como sabía que lo mejor siempre era arreglar los conflictos
pacíficamente, le respondió humildemente.

–No lo entiendo rey Gustav, porque…

–Gustav Tercero –la corrigió el gusano, que odiaba que lo confundieran


con su abuelo o con su padre.

–Gustav Tercero –dijo ya en tono firme la princesa–: no entiendo cómo


destruir la principal riqueza de Organdí podrá embellecer nuestro país.

–Muy sencillo, princesa: a todos ustedes les gustan las mariposas, ¿no?
¿No admiran sus colores y alegran su vista viéndolas revolotear entre
las plantas?

–Sí, así es –debió reconocer la princesa.


23
–Pues bueno, sepa usted, desinformada princesa, que esas bellas
mariposas somos nosotros mismos luego de habernos transformado en
crisálida. Pero para eso, primero tenemos que alimentarnos bien hasta
formar nuestro propio capullo.

A la princesa le costó mucho creer lo que oía, pero ¿por qué iba a
mentirle aquel gusano? No, definitivamente debía leer más libros de
ciencias naturales y de biología.

–Aun suponiendo que sea así…

–Suponiendo, suponiendo –la interrumpió Gustav Tercero–, no se trata


de suponer. Pregunte a cualquier sabio de su reino y él le dirá que sin
gusanos no hay mariposas.

La princesa no quiso retrucarle, sobre todo porque le pareció difícil


explicar que en su reino no había sabios, que la más sabia era ella y
que, respecto a gusanos y mariposas debía reconocer que no sabía nada.
Así que pasó directamente a buscar una solución práctica al problema.

–Señor rey, convengamos que ustedes deben alimentarse y


convengamos también que no pueden hacerlo dejando a Organdí sin
plantas de algodón. Así que yo les propongo que pasen a alimentarse de
otras plantas. En cercanías del palacio hay jardines con pastos muy
apetitosos y serán bienvenidos allí.

–Ni locos –dijo el rey.

–¿Cómo? –preguntó la princesa, a la que su propuesta le había parecido


muy inteligente y generosa–. Además –agregó–, si estuvieran cerca del

24
palacio podríamos dedicar un día del año a hacer la fiesta del gusano,
como reconocimiento a vuestra colaboración con el reino.

–¡Qué fiesta ni fiesta! –respondió ya sin calma el rey de los gusanos–.


De ninguna manera nosotros nos acercaremos al palacio, sépalo usted
de una vez.

¿Por qué no querrían los gusanos ni oír hablar de ir a alimentarse cerca


del palacio?

25
CAPÍTULO 6. NEGOCIACIÓN
Las hojas de las plantas de algodón eran comidas minuto a minuto por
la invasión de gusanos. Mientras tanto, La princesa de Organdí y el rey
Gustav Tercero no podían llegar a un acuerdo para resolver el conflicto.

La princesa estaba pensando en cómo desembarazarse de los gusanos,


pero éstos eran miles y no se le ocurría ninguna manera de hacerlo.
Gustav Tercero parecía muy seguro de sus razones y para él lo
importante era garantizar la comida para sus súbditos.

–Escúcheme, señor rey –preguntó la princesa–: ¿me podría decir usted


por qué no quiere trasladarse a comer en los alrededores del palacio
dejando libre de gusanos nuestra plantación?

Gustav Tercero, a esa altura, estaba convencido de que la princesa era


una persona bastante ignorante. ¡Hacía cada pregunta! Pero como la
princesa seguía parada frente a él, y seguía presente la posibilidad de
que esa disputa terminara con un pisotón que hiciera añicos todo su
poder, el rey decidió continuar con el diálogo.

–Princesa –le preguntó– ¿podría decirme usted que hay alrededor del
palacio?

–Pues, alrededor del palacio hay pastos muy jugosos que no tengo
dudas les gustarán mucho.

–¿Y qué más? –insistió el rey de los gusanos.

26
–Hay también unos bancos donde a veces me siento a descansar, y
varias fuentes con surtidores de agua que hacen muy bellos esos
jardines.

–¿Y qué más? –volvió a preguntar Gustav Tercero.

–Y hay sol, y aire, y luz, y un aroma exquisito que dan los rosales que
están plantados en el jardín.

–¿Y qué más? –seguía repitiendo el rey, como si no supiera decir otra
cosa.

–¿Qué más? ¿Qué más? –se preguntaba a sí misma la princesa en voz


alta, sin saber ya qué responderle al rey.

–¿Qué más? Yo se lo voy a decir princesa. En su jardín, alrededor de su


palacio… –y aquí el rey hizo una pausa para dar más fuerza a sus
palabras– …alrededor de su palacio hay: ¡gallinas! ¿Y sabe que comen
las gallinas? ¡Gusanos! ¿Le parece que yo estoy tan loco como para
llevar allí a todos mis súbditos? De ninguna manera. Usted cuide a sus
gallinas y siga comiendo huevos, que yo me encargaré de lo que es
mejor para mi pueblo.

La princesa quedó muda. Comprendió, en ese momento, que el rey


Gustav Tercero tenía buenas razones para no querer trasladarse a los
alrededores del palacio. Pero… justo en ese momento se acordó de uno
de los pocos cuentos de terror que había leído, donde unos monstruos
intergalácticos volaban de un planeta a otro comiéndose a todos sus
habitantes con sus afilados picos. Si no había otra solución…

27
–Señor rey Gustav Tercero: usted no me deja alternativa. Yo no puedo
permitir que sigan comiéndose las plantas de algodón, así que lo que
voy a hacer es traer a todas las gallinas del palacio a este sembrado, y
que ellas se encarguen del problema.

El rey comenzó a temblar y, aunque era muy pequeño, a la princesa le


pareció ver cómo una gota de sudor le caía desde su corona. Claro, las
gallinas eran para ellos como los monstruos intergalácticos del cuento
y, si tanto miedo le habían dado a la princesa, era de imaginar el terror
que sintió no solo el rey sino todos los que en ese momento estaban con
él y escuchaban la conversación.

¿Llevaría la princesa las gallinas al plantío? ¿Encontrarían alguna otra


solución al problema?

El rey Gustav Tercero pensaba muy concentrado en cómo salir de


aquella difícil situación. Comprendió que la princesa no sabía mucho
de gusanos, pero sí de cuidar sus plantas de algodón y, llegado el caso,
si soltaba las gallinas su nación se vería reducida a unos pocos
sobrevivientes que deberían comenzar a construir un nuevo reino en
otro lado.

¡Eso! Pensó el rey. Se trata de hallar un nuevo lugar. Tenía que


encontrar otro sitio para alimentarse que no estuviera en las cercanías
del palacio. Y quizás la princesa, ahora su enemiga, podría
transformarse en una aliada para encontrar ese sitio. Así que dejó de
lado su mal humor y su tono altanero, y dijo ya negociador:

28
–Estimada princesa: nosotros no queremos hacer ningún daño a su
reino, pero usted entenderá que tampoco podemos trasladarnos a las
cercanías del palacio.

–Eso lo entiendo –contestó ella.

–Pues entonces, ¿no podría ayudarnos a encontrar otro sitio con comida
abundante y donde no haya gallinas?

–Claro, mi reino es muy extenso. Seguro hallaremos un lugar así. ¿Qué


necesitan para instalarse cómodamente?

–Bueno, además de comida, necesitamos sombra –indicó el rey–, los


gusanos resistimos poco al sol.

–¿Un lugar con árboles estaría bien para ustedes? –preguntó la


princesa.

–Sería excelente –confirmó Gustav Tercero.

Y así se pusieron los dos a negociar las condiciones en las que los
gusanos dejarían la plantación de algodón.

La princesa le habló de los hermosos bosques que existían en su reino y


que, con todo gusto, le cedería uno para que Gustav Tercero instalara
su reino. El rey primero desconfió, le pareció un sueño tener un bosque
propio, así que le preguntó a la princesa:

–¿Un bosque entero para nosotros?

29
–Así es –confirmó la princesa–, y en nuestros mapas del reino le
pondremos de nombre “El Bosque de los Gusanos”.

Ni su abuelo, el rey Gustav, ni su padre, el rey Gustav Segundo, habían


tenido nunca un bosque propio. Pero una nueva preocupación vino a la
mente del rey:

–¿Y en ese bosque, quien gobernaría? ¿Quién establecería las leyes?

–Por supuesto que usted, Gustav Tercero. Lo que no podrá es sancionar


ninguna ley que perjudique al reino de Organdí, quien generosamente
le asigna ese bosque.

El rey no cabía en sí de alegría, todo le parecía un sueño. Instantes


antes imaginaba su reino destruido por las gallinas y minutos después
era dueño de un bosque en las tierras de Organdí.

–Hay un bosque de robles que creo le encantará a usted y a sus


súbditos.

–¿Habrá algunas moreras en ese bosque? –preguntó el rey.

–Quizás –respondió la princesa, intrigada por ese repentino interés.

¿Qué se traería entre manos el rey de los gusanos?

30
CAPÍTULO 7. EL TRATADO DE PAZ
El rey de los gusanos, Gustav Tercero, no podía creer que iba a tener un
bosque para él solo; bueno, para él y todos sus súbditos. Y encima, con
robles, que eran sus árboles predilectos. Una vez más se demostró que,
cuando hay un conflicto, las mejores soluciones se alcanzan
negociando.

Una pelea entre la princesa y los gusanos habría terminado con las
gallinas en el sembrado y con el reino sin mariposas. En cambio, de
esta manera, todos habían obtenido algo de lo que querían y, en el caso
del rey de los gusanos aún más de lo que esperaba.

Gustav Tercero también se interesó en saber si habría en ese bosque


algunos árboles de moras. Es que, mientras estaba negociando con la
princesa de Organdí, se acordó de su primo, el príncipe Felipillo
Gusanillo, que era el heredero al trono de los gusanos de seda. Y como
sabe cualquiera que haya leído sobre gusanos de seda, éstos sólo se
alimentan de las hojas de las moreras y no pueden comer ninguna otra
cosa.

Así que Gustav Tercero pensó que era buena idea hacer una alianza con
su primo y así engrandecer sus reinos.

La princesa y el rey empezaron siendo enemigos, luego pasaron a ser


aliados y ahora ya conversaban francamente como amigos. Discutieron
muchos detalles más y encontraron la solución para cada una de las
pequeñas diferencias que se les presentaron.

31
Finalmente, decidieron hacer un documento donde quedaran por escrito
los acuerdos alcanzados. El pacto completo entre la princesa de
Organdí y el rey Gustav Tercero tenía diez puntos que decían así:

Punto 1. El rey Gustav Tercero, en adelante el Rey, renuncia


para siempre a llevar a su pueblo a alimentarse en las
plantaciones de algodón.

Punto 2. La princesa de Organdí, en adelante la Princesa,


destina uno de sus bosques a ser el domicilio permanente del
Rey y sus súbditos.

Punto 3. En ese bosque estará prohibido el ingreso de gallinas.

Punto 4. La Princesa se compromete a plantar, cada diez árboles


del bosque, un árbol de moras.

Punto 5. El traslado del pueblo de los gusanos hasta el bosque se


realizará en los carros mágicos del reino de Organdí.

Punto 6. Ese bosque recibirá el nombre de “Bosque de los


Gusanos”.

Punto 7. Una vez al año se celebrará la fiesta del gusano, en día


a designar por la Princesa.

Punto 8. En el Bosque de los Gusanos gobernará el Rey y sus


sucesores, prestando atención a que ninguna de sus leyes sea
perjudicial para el reino de Organdí que les da cobijo.

32
Punto 9. El Rey designará una mariposa mensajera para
mantener la buena comunicación con la Princesa de Organdí.

Punto 10. El presente documento se guarda en el Archivo


Histórico del reino de Organdí para poder ser consultado ante
cualquier diferencia que surja en el futuro.

El rey y la princesa quedaron muy conformes una vez que el tratado


estuvo concluido. Los carros llegaron esa misma tarde y el rey Gustav
Tercero fue el primero en subir, dando así el ejemplo a todos sus
súbditos.

Una vez solucionado el problema de los gusanos en el algodonal la


princesa pudo pensar otra vez en aquel resplandor que había
comenzado a ver en las montañas. No se acercaba ni se alejaba, pero
tampoco cesaba. Definitivamente, era un misterio, y los misterios están
hechos para resolverse. Así que la princesa decidió, finalmente, ir a ver
lo que allí ocurría.

33
CAPÍTULO 8. RESPLANDOR EN LA MONTAÑA
La princesa decidió ir a ver más de cerca aquel resplandor que,
intermitentemente, aparecía en las montañas. Preparó uno de sus
caballos de paseo y en una mochila puso dos porciones de tarta de
jamón y queso, una cantimplora con agua y dos manzanas. No tenía
mucha idea de cuánto le llevaría el viaje y no quería pasar hambre.

Salió temprano. Anduvo toda aquella mañana, pero, al llegar el


mediodía, aún estaba a una distancia considerable de la cordillera. En
ese momento se dio cuenta de que las montañas estaban más lejos de lo
que siempre había creído. Definitivamente, debía organizar otro tipo de
excursión, así que detuvo a su caballo, se bajó a comer de las
provisiones que había llevado y, luego de descansar un rato, princesa y
caballo desandaron el camino hasta llegar nuevamente al palacio.

Para el día siguiente ya se preparó de otra manera. Hizo venir un carro


y lo cargó con abundantes provisiones y cantimploras con agua.
También agregó mantas para poder pasar la noche afuera y ropa para
cambiarse en caso de ensuciarse la que llevaba puesta.

Además de los cuatro caballos del carro, llevó dos caballos de paseo.
En uno iba ella y el otro trotaba libre al lado del carro. Esto era para
poder cambiar de cabalgadura cuando la que montaba estuviera cansada
de cargar con su peso.

Caminaron todo el día, con un breve descanso a la hora del almuerzo,


y, al anochecer, ya se hallaban cerca de las primeras montañas. El
resplandor se seguía viendo cada tanto, y ahora coincidía con un ruido
sordo, como el de rocas estrellándose unas contra otras.

34
La curiosidad de la princesa seguía aumentando. Le daba un poco de
temor internarse en las montañas: era algo que nunca había hecho; pero
tampoco podían seguir pasando los días sin averiguar a qué se debía
aquel fenómeno tan extraño.

¿Sería una amenaza para el reino? ¿Se trataría de algún dragón


lanzafuegos como los que había leído en sus libros de cuentos? ¿Estaría
por nacer un nuevo volcán que podría entrar en erupción?

A la mañana siguiente, luego de desayunar un rico sánguche de huevo y


queso, la princesa se armó de valor y guio a toda su compañía,
compuesta de un carro, cuatro caballos de tiro y dos caballos de paseo,
hacia las ya cercanas montañas.

Al llegar junto a ellas comprobó algo que ya temía: el carro no tenía


camino para seguir adelante, así que lo dejó estacionado bajo la sombra
de unos árboles y siguió la marcha en uno de sus caballos de paseo.

El animal se internó por un estrecho camino que serpenteaba entre las


montañas. Al entrar en las primeras estribaciones de esa cordillera la
princesa se dio cuenta de que fácilmente perdería el rumbo, pero, en ese
momento recordó que había leído en uno de sus libros que los caballos
siempre encuentran el camino de regreso casa. Así que, confiando más
en el sentido de orientación de su cabalgadura que en el de ella misma,
siguió adelante.

Otra de las cosas que ocurrió fue que, al avanzar, ya no le era posible
seguir viendo el resplandor porque éste quedaba oculto por las primeras
montañas. Pero a cambio, la princesa descubrió que el ruido que antes

35
se sentía lejano ahora retumbaba mucho más cerca, así que guiándose
por su oído fue orientando a su caballo.

En eso estaba cuando, de pronto, al doblar por un recodo, lo que vio la


dejó sin aliento. En un claro, entre dos altas montañas, un extraño
artefacto arrojaba piedras en distintas direcciones.

Ahora estaba patente el origen de los resplandores y de los ruidos


sordos que había comenzado a escuchar al acercarse. Ese extraño
objeto tomaba piedras sueltas del suelo y las arrojaba contra la
montaña. Las piedras, al chocar con inmenso estruendo, se
pulverizaban elevando hacia el cielo una nube de polvo que, por un
instante, brillaba reflejando los rayos del sol.

Lo primero que notó la princesa fue que esa máquina estaba montada
sobre cuatro ruedas, lo que le permitía doblar hacia un lado o hacia
otro, cambiando el destino de las rocas que arrojaba. Las cuatro ruedas
sostenían una plataforma de madera y, sobre ella, una especie de
cuchara hacía el movimiento para arrojar las piedras, de la misma
manera en que se puede arrojar un carozo de aceituna haciendo palanca
con una cucharita.

Claro que, para que cupiera una roca, no se trataba de una cucharita, ni
siquiera de una cuchara, sino de un inmenso cucharón miles de veces
más grande que el cucharón más grande de la cocina del palacio. Las
rocas que levantaba del piso habrían de pesar, fácil, media tonelada por
lo menos.

Cuando aparecieron la princesa y su caballo, el lanzador de rocas se


detuvo y giró como para verlos bien, aunque, en verdad, no tenía ojos.
36
La actitud parecía entre amenazante y sorprendida: tenía su gran
cucharón lleno de rocas, pero se había quedado como paralizado, sin
saber si lanzarlas o no lanzarlas.

Eso fue una gran suerte para la princesa que, por la sorpresa, no tuvo ni
tiempo de darse cuenta del peligro que corría: el tirapiedras estaba
apuntando directamente hacia ella. Pero, en aquel mismo momento, vio
que algo rojo se movía oculto entre los peñascos más cercanos.

Ese movimiento no pasó desapercibido para el artefacto que,


inmediatamente, dio la vuelta y arrojó las piedras hacia el lugar donde,
por un instante, se había visto esa sombra roja. Nuevo estrépito de
rocas chocando y una nueva nube de polvo que hizo de espejo a los
rayos del sol, aunque cerca de ella no se veía casi nada.

Dos cargas más de piedras arrojadas en la misma dirección y nueva


detención, y vuelta a girar hacia la princesa y estarse queda. La
princesa ni en su vida ni en sus libros había visto algo así y, por tanto,
no tenía ni idea de lo que allí estaba pasando.

No se trataba de un dragón, tampoco de un volcán. Comprendió que era


algo totalmente desconocido para ella.

37
CAPÍTULO 9. EL TIRAPIEDRAS
De nuevo la sombra roja se movió con rapidez, ya esta vez acercándose
a donde estaban la princesa y su caballo. Nueva descarga de piedras en
dirección a la sombra. Nueva detención.

Pero esta vez la princesa alcanzó a ver que la sombra que se movía era
la de un hombre con una capa roja que le cubría toda la espalda. Claro
que cuando llovían las piedras en su dirección el hombre se volvía a
esconder. A esa altura estaba claro que las piedras estaban destinadas a
él y su situación era realmente difícil.

La princesa comprendió que ese hombre hacía días que estaba


ocultándose de aquella máquina infernal, al menos desde que
comenzaron a verse esos resplandores en la montaña. Lamentó mucho
no haber llegado antes, aunque quizás aún estaba a tiempo de prestarle
algún auxilio. ¿Cómo podría socorrer a aquel desconocido?

Apoyó la cara en la cabeza de su caballo, como preguntándole si a él se


le ocurría alguna idea y, créanlo o no, ese contacto le permitió saber
que quizás una solución era posible. Torció las riendas y volvió a
doblar el recodo por donde había venido. Ya a salvo de las pedradas, el
caballo solo la llevó hasta donde habían dejado el carro estacionado.
Una vez allí tomó un poco de agua y puso en marcha su plan.

La princesa volvió a montar en el mismo caballo, pero esta vez llevaba


al otro de las riendas. Así, ella adelante y el segundo caballo detrás,
volvieron a internarse en la montaña. Otra vez se guio por el ruido de
las piedras que se estrellaban y, luego de un tiempo no muy largo, llegó
al mismo recodo detrás del cual se encontraba aquella máquina
infernal.
38
Esperaba, y no se equivocó, que el artefacto no la atacara ni a ella ni a
sus caballos. Rodeó la falda de la montaña y vio que el hombre de la
capa roja ya se encontraba mucho más cerca de ella, como si en el
tiempo en que fue y volvió, él hubiera comprendido que su posible
salvación estaba en llegar a esa curva del camino.

Pero que él estuviera más cerca implicaba también una nueva


dificultad: las piedras ahora caían mucho más cerca de la princesa. Sus
dos caballos se movían nerviosos ante la inminencia del peligro.

Ahora que lo tenía más cerca, advirtió que el hombre llevaba un arco
sobre su hombro. Ella había visto, en los libros que había leído, que
esos arcos se utilizaban para disparar flechas, pero no se advertía que el
de la capa roja tuviera flecha alguna. Mirando mejor a la máquina
tirapiedras, observó que en sus ruedas y en su plataforma de madera se
veían varias flechas clavadas. Probablemente habían sido disparadas
por el arquero, pero no habían sido suficientes para destruir el artefacto.

Estaba claro que cuando el hombre se acercara más a la princesa las


piedras caerían sobre todos ellos. Era necesario distraer al lanzapiedras,
lograr que, por unos instantes, fijara su atención en un lugar distinto al
que en ese momento ocultaba al arquero, pero ¿cómo hacerlo?

La princesa comprendió que lo que estaba viendo era parte de una


batalla. Como decían los libros, cada uno intentaba destruir al otro. Uno
se había quedado sin flechas, el otro, en cambio, tenía todas las piedras
que quisiera a su disposición. Pero, pensó la princesa, la guerra se hace
con armas, así que con seguridad la máquina arrojarrocas haría todo lo
posible por destruir las armas del arquero que, justamente, era su arco.

39
La princesa le hizo señas al arquero tocándose su hombro. Él también
tocó su hombro y allí entendió que la princesa se refería a su arco. Le
mostró su carcaj vacío como diciéndole “no tengo más flechas para
disparar”.

La princesa le hizo señas de que no, que no le quería decir eso, y le


hizo gestos como si ella tuviera un arco en el hombro, gestos de
sacárselo y arrojarlo lejos. El arquero comprendió, pero no estaba
dispuesto a separarse de su única arma. Él era arquero porque tenía un
arco, ¿cómo se iba a desprender de él?

Era cierto que se le habían terminado las flechas y que, sin flechas, el
arco no le servía de nada. Pero conservando el arco, cuando volviera a
tener flechas volvería a ser un combatiente. Claro que, por otra parte,
entendió que quizás podía ser la única manera de salvar su vida.

La princesa se impacientaba, el arquero dudaba sobre qué era lo que


tenía que hacer, cuando, de pronto los caballos relincharon, como
indicando que era el momento de volver a casa. Fue como una señal: en
ese mismo instante el arquero se sacó el arco de su hombro y lo arrojó,
con todas sus fuerzas, hacia el lado contrario al que estaba la princesa.

La reacción del tirapiedras fue inmediata: dio media vuelta y comenzó


a descargar toneladas de piedras sobre el arco que rebotaba entre las
rocas. Fue el tiempo justo para que el arquero saliera de su escondite y
corriera a toda velocidad hasta donde estaba la princesa. Ella sostenía
las riendas del otro caballo, él montó de un salto y los dos salieron al
galope para doblar la montaña y ponerse a salvo.

40
Cuando se sintieron fuera de peligro detuvieron a los caballos para que
se repusieran de la carrera. En ese momento, el de la capa roja
desmontó de un salto y corrió hacia la princesa. Ella sintió algo de
temor, pero el arquero, antes de llegar, puso una rodilla en tierra y
haciendo una gran reverencia dijo:

–Quien quiera que seas, te agradezco por haberme salvado la vida –y


allí quedó, inclinado, esperando la respuesta de su salvadora.

41
CAPÍTULO 10. EL ARQUERO
La princesa, al verlo de cerca, se dio cuenta de que el hombre estaba
lastimado. Probablemente algunas esquirlas de las piedras que le
arrojaba aquel aparato habían dado en su cuerpo y producido profundas
heridas. Su capa roja disimulaba la sangre, por eso desde lejos no se
adivinaba su lamentable estado.

–Ha de tener mucha sed y mucha hambre –le dijo la princesa.

–Así es –dijo el hombre–, hace días terminé mis provisiones y quedé


atrapado en ese claro entre las montañas–. Todo eso lo dijo sin
despegar su rodilla del suelo y sin levantar su cabeza.

–Seguro tendrá una larga historia para contar, pero ahora, por favor,
levántese, suba a su caballo y salgamos de aquí.

El hombre obedeció. Ya a paso normal los caballos los sacaron de las


montañas llevándolos hasta el árbol que daba sombra al carro con las
provisiones. Ya allí desmontaron y la princesa le preguntó:

–¿Cómo se llama?

–Me llamo Ulriquero. Ulrico me puso mi mamá y, como soy arquero,


me dicen Ulriquero.

–Yo soy la princesa de Organdí, y ahora estamos en mi reino.

Ulriquero no podía creer que existiera un reino así, sin rastros de


incendios o construcciones destruidas, sin cascos de soldados
abandonados por los caminos. Por el contrario, esos árboles, el pasto

42
verde, los pájaros que pasaban volando en bandadas, hacían pensar que
allí nunca había habido guerra.

–Antes que nada, es necesario que usted se reponga –dijo la princesa


alcanzándole una de las cantimploras con agua que había llevado. El
arquero tomó los primeros sorbos con desesperación y luego, más
sereno, disfrutó de ese líquido de vida. Sus ojos brillaron de felicidad al
devolverle la cantimplora. A la princesa le pareció distinguir algunas
lágrimas dentro de ese brillo.

–Es que sabe –dijo el hombre con emoción– yo ya había perdido las
esperanzas de salir con vida de esas montañas. Los primeros días me
ilusionaba con que mis compañeros me hubieran echado de menos y
vinieran en mi auxilio. Luego ya perdí esa esperanza.

–Ahora, lo importante, es que usted coma algo –dijo la princesa,


distrayendo a Ulriquero de su pena.

La princesa y Ulriquero se pusieron a comer de las reservas que ella


había llevado en el carro. Tartas, frutas, galletitas, sánguches, todas
cosas apetitosas que a Ulriquero le parecían más exquisitas aún, por
aquello que se dice que “la mejor salsa del mundo es el hambre”. Y
vaya si tenía hambre. Las provisiones se le habían acabado hacía ya
algunos días y en ese lugar de la montaña no crecía nada que fuera
comestible.

Ya era mediodía, así que la comida le sirvió de desayuno y de


almuerzo. Una vez satisfechos, la princesa le preguntó:

–¿Qué planes tiene usted, señor Ulriquero?

43
–Lo que usted mande –respondió aquel al instante.

La princesa se sorprendió. Ella nunca había mandado a nadie y no


estaba segura de saber hacerlo y, lo que es más importante, no sabía si
le gustaba tener que mandar. Es cierto que se ocupaba de las cosas del
reino, pero una cosa era poner orden en las plantaciones de algodón o
en la hilandería y otra muy distinta era decirle a otra persona lo que
debía hacer.

Ulriquero comprendió que tenía que explicarse mejor y entonces dijo:

–Princesa de Organdí: usted me ha salvado la vida, así que ahora mi


vida le pertenece. De aquí en adelante, yo haré sólo lo que usted me
ordene.

Eso no ayudó mucho a la princesa a comprender la situación. Si mandar


a otro le parecía raro, ser la dueña de la vida del otro ya le pareció
totalmente incomprensible. Quizás, pensó, como Ulriquero era soldado
se había acostumbrado tanto a obedecer que ya no sabía lo que
verdaderamente él quería hacer.

Pero, si está acostumbrado a obedecer –pensó la princesa– entonces


haría todo aquello que se le mande. Y fue en ese momento cuando se le
ocurrió una idea que le pareció genial. Lo miró a los ojos y le dijo con
energía:

–Ulriquero, le ordeno que me diga qué es lo que usted quiere hacer.

¡Ja! Ahora no se podría negar a cumplir sus órdenes. Satisfecha, la


princesa estaba atenta a su respuesta, que no se hizo esperar:

44
–Lo que yo quiero hacer, Princesa, es obedecer sus órdenes.

La princesa comprendió que su idea no había sido tan genial como le


había parecido. Entonces, por primera vez, pensó que quizás aprender a
saber lo que uno quiere lleva tiempo y que no se logra de un día para
otro. Más cuando alguien lleva muchos años obedeciendo, como
parecía ser el caso de Ulriquero.

–Lo que yo le propongo, Ulriquero –dijo la princesa buscando un


camino intermedio–, es que me acompañe a mi palacio donde podrá
descansar y reponerse de sus heridas.

–Si es lo que usted manda, así lo haré.

La princesa sonrió desanimada. Ella le había hecho una propuesta, pero


para él resultó una orden. Sí, definitivamente iba a llevar mucho tiempo
saber qué es lo quería hacer ese soldado, porque primero debería
saberlo él mismo.

–El palacio está lejos, no llegaremos hoy. Pero si viajamos toda la


tarde, mañana antes de mediodía estaremos allí.

–Como usted ordene –respondió Ulriquero poniéndose firme y sacando


pecho.

Los caballos de montar ya habían comido y repuesto fuerzas, y los de


tiro descansaban desde la noche anterior, así que la princesa dijo:

–En marcha –y toda la comitiva se puso en movimiento hacia el


palacio.

45
CAPÍTULO 11. EL SUEÑO DE LA PRINCESA
La princesa y Ulriquero encabezaban la marcha. Detrás venía, tirado
por cuatro caballos, el carro que traía el agua, las mantas y las
provisiones.

–Con su permiso, Princesa –dijo el arquero–, voy a cabalgar detrás del


carro para protegerla de cualquier ataque enemigo por la retaguardia.

La princesa lo miró extrañada.

–Somos las únicas dos personas en el reino –le dijo–, nadie nos va a
atacar por la espalda.

–Nunca se sabe –le respondió él, y encaminó su caballo hasta situarse


detrás del carro.

La princesa no le dijo nada más. Para sí pensó en cómo podría


defenderla de algún peligro si ya no contaba con su arco ni con sus
flechas, pero entendió que era un gesto amable de parte de él
preocuparse por su seguridad, aunque aún no supiera que en su reino no
corría ningún peligro.

Cuando ya empezaba a caer la tarde y las sombras se hacían cada vez


más largas, la princesa eligió un pequeño bosque de tilos para pasar la
noche. Ulriquero, con unas ramas secas y mucha habilidad, encendió un
pequeño fuego que les daba luz y calor. A su lado comieron unos
exquisitos sánguches de queso y berenjena cortada en rodajas, hasta
quedar los dos satisfechos.

46
–Usted estará muy cansado y querrá acostarse a dormir –le dijo la
princesa.

–Sí, es cierto que estoy cansado, pero no voy a dormir.

–¿Por qué?

–Mientras usted duerme yo vigilaré toda la noche –le respondió él.

Ahí recordó la princesa que para Ulriquero todo era peligro, ataques
por sorpresa y defensas vigilantes. Ella no quiso contradecirlo esta vez
y, en su lugar, le dijo:

–Ya que no va a dormir, cuénteme cómo llegó a ese lugar entre las
montañas.

–Del otro lado de esta cordillera –comenzó a responder Ulriquero– está


mi país, donde vivimos desde hace siglos en guerra con los invasores
orcos. Una noche, las catapultas enemigas comenzaron a asediar las
torres de vigilancia…

–¿Las cata qué? –preguntó la princesa.

–Las catapultas –repitió Ulriquero.

–¿Y qué son “catapultas”?

–¿Cómo qué son? Son una temible arma de guerra que derriba torres y
murallas.

–¿Y cómo son? –preguntó la princesa.

47
–¿Cómo que como son? Si usted acaba de salvarme de una que me
tenía acorralado.

–¡Ah! –exclamó ella– ¿La máquina tirapiedras se llama catapulta?

Al arquero le causó mucha gracia que la princesa llamara “máquina


tirapiedras” a la catapulta, pero tuvo que reconocer que ese nombre
también estaba bien puesto.

–Así es. Y como los caballeros habían salido en una misión de


reconocimiento, cuando las catapultas atacaron nuestras torres solo
quedábamos los arqueros para defenderlas. Aunque las flechas no son
muy efectivas contra ellas, tuvimos que salir a combatirlas. Una
comenzó a perseguirme y yo, para salvar mi vida, me interné en las
montañas, pero la catapulta me siguió y me siguió hasta lograr
acorralarme en el lugar donde usted me encontró.

–¡Qué terrible! –comentó la princesa–. Yo sólo había leído historias así


en los libros de aventuras, pero no estaba segura de que esas cosas
sucedieran de verdad.

Ya se había hecho noche cerrada. Al lado de la hoguera que se


extinguía también languidecía la conversación entre la princesa y el
arquero, hasta que el hombre dejó de responder y quedó callado.
Apoyado con su espalda en un árbol, finalmente, el sueño lo había
vencido, aún en contra de su voluntad.

La princesa se levantó sin hacer ruido, se acercó al carro y tomó una de


las mantas. Con ella cubrió al arquero para que el frío no lo despertara
de su necesario descanso. Ella tomó otra de las mantas y se arropó

48
encima del carro. Mirando las estrellas imaginó cuántos mundos aún le
quedaban por conocer. En verdad, ni siquiera conocía a sus países
vecinos. Si no hubiera sido por los reflejos que la catapulta produjo en
las montañas, ni siquiera hubiera conocido al arquero.

Con esos pensamientos se durmió y tuvo un sueño muy especial. Soñó


que, en su reino, donde no había guerra, se construía un inmenso
hospital para curar a todos los heridos de la guerra del país vecino.

La despertó un rayo de sol que dio en su cara. Sintió ruido de baldes de


madera que chocaban entre sí. Ahí se acordó de la aventura del día
anterior, de la catapulta y del arquero. Efectivamente, Ulriquero ya
estaba levantado y había ido hasta el arroyo cercano a traer agua para
los caballos y para el desayuno. Un jarro con agua hervía sobre un
nuevo fuego y las tazas, la azucarera y las galletitas estaban sobre un
mantel que hacía las veces de mesa.

La princesa se desperezó y vio a su lado la manta con la que había


cubierto al arquero, perfectamente doblada. Se levantó e hizo lo mismo
con la suya. Fue hasta el arroyo a lavarse la cara y regresó sonriente,
oliendo ya el aroma del té recién preparado.

–Buenos días, Princesa –dijo el arquero haciendo una pequeña


reverencia.

–Buenos días, Ulriquero –respondió la princesa devolviéndole la


reverencia–. Gracias por preparar el desayuno.

–No es nada Princesa. Lamento si algún ruido la ha despertado.

49
–Ya era hora –respondió la princesa de Organdí–. Desayunemos y
reiniciemos la marcha. Quiero que estemos antes del mediodía en el
palacio.

–Usted descanse que yo levantaré todas las cosas del desayuno.

–¿Descansar? –rio la princesa–. Si recién acabo de despertarme. Si le


parece, mientras usted junta las cosas del desayuno, yo engancharé
nuevamente los caballos al carro.

–Claro, Princesa –respondió obediente Ulriquero, sin dejar de


asombrarse de que en aquel país ese trabajo lo hiciera una mujer y,
además, princesa.

Fue así que, en pocos minutos, toda la fila de caballos y carro estuvo
nuevamente en marcha. Por supuesto, el arquero sin arco iba último,
detrás del carro, para proteger a la princesa de los enemigos que sólo
existían en su imaginación. La princesa no quiso discutir con él ni
volver a explicarle que era innecesaria esa vigilancia. Confiaba en que,
con el tiempo, él comprendería cómo era la vida en el país de Organdí.

50
CAPÍTULO 12. DE REGRESO
Ya cerca del palacio, la princesa le hizo señas a Ulriquero para que se
acercara con su caballo. Él la alcanzó inmediatamente para ver qué era
lo que le mandaba. Pero, en vez de darle órdenes, la princesa le hizo
una pregunta:

–¿Qué le parece a usted si, cuando llegamos al palacio, se va a dar un


baño con agua caliente mientras yo preparo el almuerzo?

–Si usted lo ordena –respondió el arquero haciendo una reverencia


desde arriba del caballo.

La princesa ya estaba un poco harta de que para él todo fueran órdenes


y de sus continuas reverencias, pero volvió a recordar que cambiar
algunas costumbres lleva tiempo. Así que no hizo caso y agregó:

–Así haremos entonces. Yo le asignaré uno de los cuartos del palacio.


En el armario del baño encontrará todo lo necesario, toallas, jabones,
ropa limpia. Creo que un buen baño ayudará también a limpiar esas
heridas para que sanen más rápido.

Ullriquero hizo una nueva reverencia y volvió a ocupar su lugar detrás


del carro. Así, poco a poco, fueron llegando al palacio, donde las
gallinas los saludaron alborozadas y las puertas se abrieron,
mágicamente, por supuesto, como lo hacían cada vez que la princesa se
acercaba.

El arquero no podía creer en su suerte. El día anterior aún se hallaba


esquivando las rocas que le arrojaba la catapulta y ahora se encontraba

51
sumergido en una bañera con agua tibia, limpiando su dolorido cuerpo
con jabones de exquisita fragancia.

En aquel reino las cosas parecían ser bastantes distintas que en su país.
Lo primero que le llamaba la atención es que la princesa viajara sola,
sin ningún séquito ni custodia armada, expuesta a cualquier ataque
imprevisto.

Al llegar al palacio se tranquilizó algo, ya que inmediatamente le


abrieron las puertas a su majestad para que ingresara, pero, una vez
dentro, no pudo ver a ningún sirviente detrás de las puertas o circulando
por los pasillos. Y a esto se sumaba la extraña orden de que él fuera a
bañarse mientras ella preparaba el almuerzo. ¿En dónde se ha visto que
sean las princesas las que preparan el almuerzo? Para eso están los
cocineros y cocineras.

Él lo sabía bien porque su mamá era cocinera en el palacio real de su


país. Es más, él había aprendido a cocinar con ella, aunque de grande
tuvo que enrolarse en el ejército. Por su buena puntería lo destinaron a
ser arquero y desde ese momento su única preocupación fue combatir a
los orcos que invadían el reino desde tiempo inmemorial.

Cuando terminó su prolongado baño se secó con las suaves toallas que
estaban en el armario. Se miró en el espejo y vio su rostro demacrado,
con varias heridas recientes producto de las rocas que habían estallado
a su alrededor. Su cuerpo estaba flaco, como el de alguien que no había
comido bien desde hacía mucho tiempo. Se imaginó el reto que le daría
su mamá si lo viera así: seguro que lo sentaba en la mesa y le servía la
comida más apetitosa que ni siquiera cocinaba para el rey. Porque ella

52
era excelente cocinera, pero, antes que nada, era una mamá que siempre
se preocupaba de que sus hijos estuvieran bien alimentados.

Cuando buscó ropa limpia le llamó la atención que toda fuera blanca.
Él, que tantos años había vestido de rojo como lo hacían los arqueros
en su país, se sorprendió al verse vestido de otro color. Era cierto que el
color blanco lo hacía más joven, pero también resaltaba más las heridas
antiguas y recientes. Quizás si pasara un tiempo en aquel reino podrían
cicatrizar y él mismo verse mejor, y volver rejuvenecido y guapo junto
a su esposa que, con seguridad, estaría muy preocupada por no recibir
noticias suyas.

Estaba decidido: dentro de unos días pediría permiso a su salvadora


para volver a su país, aunque no estaba muy seguro de encontrar el
camino para regresar. No podía hacerlo por donde había venido porque
la catapulta lo estaría esperando y ¿podría encontrar una nueva ruta en
esa cordillera escarpada y casi intransitable?

Quizás podría orientarse de día por el sol. Mientras escapaba de la


catapulta le dio la impresión de que siempre se dirigía hacia el sur. De
ser así, para volver a su país debía caminar por la mañana con el sol a
su derecha y por la tarde con el sol a su izquierda. Y al llegar la noche
descansaría, ya que no sabía muy bien cómo orientarse con las estrellas
y podría perder el rumbo.

También necesitaba nuevas armas: un arco y flechas, que era lo que


mejor manejaba, o una espada, o por lo menos un buen cuchillo. No
sabía qué animales peligrosos podría haber en esa cordillera. Aunque
durante su escape no había visto a ninguno, quizás eso se debió al ruido

53
que hacían él y la catapulta atacándose mutuamente. ¿Quién le podría
asegurar que no se encontraría con un oso feroz o un lobo hambriento?

Todo eso pensaba Ulriquero cuando salió del baño y se encontró


nuevamente vestido con ropa limpia.

54
CAPÍTULO 13. LA GUARDIA DEL PALACIO
Ulriquero estaba bañado, perfumado y vestido de blanco desde la
cabeza hasta los pies. Lo sobresaltó el sonido imprevisto de una
campanilla y, aunque no pudo descubrir dónde se hallaba escondida,
comprendió que era la señal de que el almuerzo estaba listo.

Salió de su cuarto y miró el largo pasillo. ¿Dónde se ubicaría el


comedor? No tuvo mucho tiempo de sorprenderse porque un aroma
apetitoso le hizo bajar las escaleras y pareció agarrarlo de la nariz y
llevarlo directo a donde estaban los platos servidos y la princesa
sentada ya a la mesa.

Dudó si debía sentarse o no. En su país los soldados no comían en la


misma mesa en que lo hacían los príncipes y las princesas, pero la mesa
con dos platos y dos sillas y, sobre todo, que no había nadie más en el
salón, le hizo pensar que quizás debía tomar asiento.

–Con su permiso, Princesa, ¿debo sentarme?

–Como usted prefiera, Ulriquero, también puede comer de pie si así


gusta –le respondió ella sin poder disimular una sonrisa que era casi
una risa.

El arquero sin arco se sentó. En ese momento se dio cuenta de que la


princesa también vestía de blanco. Posiblemente en ese reino toda la
ropa fuera blanca.

Comieron en paz y luego la princesa le pidió:

55
–Ulriquero, ¿usted sería tan amable de preparar un té tan rico como el
que hizo esta mañana para el desayuno?

Ya lo conocía desde el día anterior y estaba esperando la respuesta


habitual: “Si usted lo ordena”, pero Ulriquero la sorprendió, ya que
dijo:

–Con todo gusto, Princesa –y se levantó de la mesa.

En la cocina encontró todo lo necesario para preparar el té. Cuando lo


tuvo listo le asaltó una duda: ¿debía llevar té para la princesa o para los
dos? En su país hubiera llevado sólo para ella, pero ya se daba cuenta
de que en este reino las cosas eran muy distintas: las princesas
enganchaban los caballos al carro, tapaban a los arqueros con una
manta para que no tuvieran frío y preparaban el almuerzo. Así que puso
en una bandeja la tetera y la azucarera, y dos tazas con sus respectivas
cucharitas.

Al llegar a la mesa apoyó la fuente haciendo una reverencia y sin mirar


a la princesa dijo:

–Princesa de Organdí: me tomé el atrevimiento de traer dos tazas,


aunque no sé si usted prefiere tomar el té a solas.

–Claro que no –contestó ella–. Quiero saber muchas cosas de usted y de


su país, y qué mejor momento para conversar que tomando el té
después de almorzar.

Se sentó aliviado y la princesa pensó que Ulriquero estaba haciendo


muchos avances en su segundo día en Organdí, aunque aún siguiera
haciendo reverencias a cada rato.
56
–¿Cómo se llama tu país?

–Mi país se llama Warcraft –respondió él.

–¿Y ese nombre qué quiere decir?

–No lo sé. –En verdad, nunca se había puesto a pensar en que ese
nombre tuviera algún significado.

–Nuestro reino se llama Organdí porque ese es el nombre de la tela que


aquí se fabrica –explicó la princesa.

–Yo no sabría decirle, Princesa, por qué mi país se llama así.

–No te preocupes, después de la siesta iremos a la biblioteca. Allí hay


muchos diccionarios, alguno sabrá decirnos el significado de la palabra
Warcraft.

La princesa se levantó de la mesa, juntó los platos y las tazas, puso todo
en la bandeja y lo llevó a la cocina. El arquero sin arco miraba todo eso
como si se tratara de algo increíble: en su vida había visto a una
princesa recoger las cosas de la mesa. Definitivamente, había llegado a
un lugar muy muy raro. Tenía que investigar.

Cuando se levantó de la mesa, en vez de ir a dormir la siesta, Ulriquero


decidió buscar al capitán de la guardia del palacio para ponerse a sus
órdenes. Quizás él le podría dar un nuevo arco y flechas y designarle un
lugar en la muralla para su defensa; además, claro, de indicarle dónde
estaba la muralla, ya que él no la veía por ningún lado.

57
Recorrió el palacio y encontró salas muy curiosas, como una que tenía
todo el techo de vidrio, otra con ventanas que daban al oriente y otra,
exactamente al revés, con sus ventanas hacia el occidente. Los cuartos
estaban todos en la planta alta, a la que se subía por escaleras con
escalones y pasamanos de madera.

El palacio no tenía torres, pero sí una buhardilla desde donde se veía a


gran distancia. Allí pudo apreciar que, a lo lejos, el campo tomaba un
color blanco intenso. Pensó, con razón, que podía tratarse de cultivos
de algodón: en su país también los había, aunque era muy difícil
mantenerlos a salvo de las invasiones y los incendios.

Pero lo que se dice al capitán de la guardia, no lo encontró por ningún


lado. Es más, aunque salió del palacio y recorrió sus alrededores,
tampoco halló la armería ni dónde solicitar un arco nuevo. Lo único
que vio fueron gallinas y más gallinas, con sus nidos hechos por
cualquier lado.

Como el arquero sin arco estaba acostumbrado a estar siempre


haciendo algo, aprovechó para recoger unos cuantos huevos y llevarlos
a la cocina. Mientras los acomodaba en la alacena vino a su mente un
pensamiento terrible: ¿y si el ejército de la princesa hubiera sido
atacado por algún encantador que transformó a todos sus soldados en
gallinas? ¿Y si esa bataraza que cacareaba tan fuerte fuera el capitán de
la guardia? ¿Y si el gallo que andaba de aquí para allá el antiguo
encargado de la armería?

Quizás la princesa era prisionera de ese mago y por eso tenía que hacer
todas las tareas del palacio. Y él, desarmado, sin poder defender a su
salvadora. Eso no estaba para nada bien. Para colmo, los cuchillos de la
58
cocina eran todos para cocinar, ninguno de ellos servía como arma. Lo
más parecido a un instrumento de ataque eran algunas de las sartenes
grandes que colgaban de la pared: un buen sartenazo en la cabeza
seguro que dejaría bien descalabrado a cualquier enemigo.

59
CAPÍTULO 14. EL PAÍS DE WARCRAFT
Mientras estaba admirando las ollas y sartenes y fuentes no advirtió la
entrada de la princesa a la cocina, por eso se sobresaltó cuando oyó su
voz:

–Buenas tardes, Ulriquero. ¿Ya durmió la siesta?

–En verdad no, su Majestad.

Una nueva, pensó la princesa, ahora soy “Su Majestad”.

–¿Por qué me llama así?

–¿Cómo? –preguntó él sin entender.

–¿Yo le he dicho que me llamo Majestad?

–No –se disculpó–, es que en mi país a los príncipes y las princesas se


los llama “Su Majestad”.

–¡Qué curioso! –dijo la princesa–. Ya tenemos una palabra más para


buscar en los diccionarios. Tomemos unas galletitas y vayamos a la
biblioteca, siempre me da hambre cuando leo.

Ulriquero, perplejo, siguió a la princesa por los pasillos hasta que se


encontraron ante la puerta tallada de dos hojas. La princesa la abrió y
¡oh, sorpresa! Salieron directo al lavadero, donde se enviaba toda la
ropa necesitada limpieza. El arquero sin arco vio con sorpresa que su
capa roja y el resto de su ropa de soldado ya estaba allí.

60
–Disculpe a mi palacio, Ulriquero. Hace estas gracias de cambiar las
cosas de lugar.

La princesa cerró la puerta y la volvió a abrir. Esta vez daba al jardín,


donde la gallina bataraza miraba a Ulriquero con desaprobación: sí, sin
dudas ella debía de ser el capitán de la guardia. Cerró nuevamente la
puerta y la tercera vez que la abrió se encontraron, esta vez sí, frente a
la biblioteca.

Entraron los dos y la princesa dijo sin dejar de sonreír:

–A veces este método funciona, abriendo y cerrando dos o tres veces la


puerta da al lugar que debe dar; pero a veces no.

Ulriquero quedó convencido de que un mago maléfico gobernaba aquel


reino, pero no tuvo tiempo a decir nada porque la princesa buscó un
libro gordo y lo invitó a sentarse a su lado.

La princesa y el arquero sin arco estaban sentados codo a codo en la


biblioteca, frente a un gran libro donde ella buscaba siempre aquellas
palabras que no sabía lo que querían decir o sobre las que tenía dudas
respecto de su significado.

La primera palabra que encontraron fue “Majestad”. El diccionario


decía que “se utiliza la palabra majestad para referirse a cosas graves,
sublimes y capaces de infundir admiración y respeto, que establecen
superioridad y autoridad sobre otros”.

–¿A usted le parece, Ulriquero, que yo soy grande y sublime y superior


a los demás?

61
El arquero tenía muchas ganas de responder que sí, pero se dio cuenta
que tenía que contestar que no. De alguna manera, que ella fuera una
princesa, ante sus ojos, la hacía parecer sublime y superior, pero debía
reconocer que en todo momento ella lo trató de igual a igual y hasta le
preguntó qué es lo que él quería hacer, cosa que ningún príncipe ni
princesa ni capitán le había preguntado jamás en su vida.

–¿Y? –repitió la princesa su pregunta– ¿Le parece adecuado llamarme


Majestad?

–Definitivamente no, Majestad –contestó.

Cuando la princesa ya iba a protestar él rio por primera vez desde que
se conocían, y dijo:

–Era una broma, Princesa. No la volveré a llamar Majestad.

–Se lo agradeceré mucho –dijo ella, también sonriendo,

Pero con la palabra Warcraft, el nombre del país de Ulriquero, no


tuvieron ningún éxito. Miraron el libro para aquí y para allá sin
encontrar nada ni parecido.

–¿Puede ser que el nombre de mi país no aparezca en su libro?

–Puede ser –respondió ella–, pero también puede ser que estemos
buscando en el libro equivocado.

Pasaron a otra sala de la biblioteca llamada mapoteca, donde se


conservaban los mapas más antiguos que se conocían en el reino de
Organdí. Ni una pista de donde podría estar ese país. Quizás figuraba
62
con otro nombre, porque un país llamado Warcraft no aparecía por
ningún lado.

Volvieron a la sala de los libros y la princesa buscó otro, casi tan gordo
como el primero que consultaron. En su tapa decía, con letras grandes y
doradas, “Diccionario del Idioma Alemán”. Buscaron y rebuscaron,
pero tampoco allí aparecía. Lo mismo les pasó con el diccionario de
francés, el de italiano, el de esquimal y el del reino de Jamballa.

La princesa comió unas galletitas, porque tanta búsqueda le había


abierto el apetito. También convidó galletitas al arquero sin arco, quien
ya se estaba acostumbrando de a poco al trato que le daba la princesa,
tan distinto al de todas las princesas que había conocido.

En eso estaban cuando empezaron a revisar el diccionario de la lengua


inglesa y allí ¡eureka! Aparecía escrita con todas las letras la palabra
Warcraft.

Los dos leyeron con curiosidad y vieron que el diccionario explicaba


que Warcraft era un nombre que estaba formado por dos palabras. La
primera era “war”, que en inglés quiere decir “guerra”. La segunda era
“craft”, que en ese idioma quiere decir “artesanía”. La palabra
completa, explicaba el diccionario, “Warcraft”, podía ser traducida
como “el arte de la guerra”.

–¡Ya entendí! –exclamó la princesa–. Así como a nosotros nos llaman


el reino de Organdí, porque desde hace siglos producimos la tela de
organdí, de la misma manera a su país lo llaman Warcraft, porque
desde hace siglos lo que producen es la guerra.

63
El arquero sin arco quedó perplejo. ¡Cuánta razón tenía la princesa! En
su reino nada se podía construir porque enseguida lo destruía la guerra.
Si crecía una plantación, las flechas incendiarias le prendían fuego; si
una nueva edificación, las catapultas la destruían; si querían tener
gallinas, los enemigos las robaban. En su país sólo se hacía la guerra.

Esa noche cenaron en silencio. Ambos estaban tristes por lo que habían
descubierto. Luego de la cena la princesa preguntó:

–¿Cómo comenzó la guerra en su país?

–No lo sé –contestó Ulriquero.

–¿Y los libros de historia no lo dicen?

–En Warcraft ya no hay libros, princesa; todas las bibliotecas fueron


asaltadas y sus libros destruidos.

–¿Y qué recuerdan los mayores? ¿Tu abuelo nunca te contó cómo
empezó la guerra?

–A mi abuelo le contó su abuelo que, ya en la época de su abuelo,


estaban en guerra. Nadie recuerda otra cosa que la guerra. Es que no
logramos derrotar a los orcos que nos invaden por todos lados.

–¿De dónde vienen los orcos? –quiso saber la princesa–. ¿Quizás de


algún país vecino? ¿Existe el país de los orcos?

–No sabemos de dónde vienen, parecen surgir de la tierra y destruyen


todo lo que nosotros construimos.

64
Un halo de tristeza los envolvía a ambos. La princesa no quiso apenar
más a Ulriquero, a quien los recuerdos de su país en guerra
evidentemente le entristecían. Así que se despidió hasta el día
siguiente,

65
CAPÍTULO 15. ULRICO EL COCINERO
A la mañana siguiente la princesa despertó pensando en qué haría de
desayuno, pero, al llegar a la cocina, se llevó una gran sorpresa:
Ulriquero tenía ya el desayuno listo y colocado sobre una bandeja.

–¿Dónde gusta desayunar la princesa? –preguntó sonriente.

–Por supuesto, en el desayunador –respondió ella–. ¿Es necesario


preparar algo más?

–Nada más –afirmó el arquero sin arco–. Todo lo que necesitamos está
en esta bandeja.

Ella delante y él detrás atravesaron los pasillos hasta llegar al


desayunador. La princesa no dejaba de darse vuelta a cada instante para
mirar la bandeja que desprendía un olor apetitoso. Ulriquero apoyó la
bandeja en la mesa y comenzó a repartir tazas y platos. También puso
los cubiertos: tenedor, cuchillo y cucharita. A eso le siguió la azucarera
y un vaso con jugo de naranja para cada uno. Finalmente, un plato lleno
de una especie de masa arrollada con algo marrón dentro: eso era lo que
despedía un aroma irresistible.

–¿Qué es eso? –preguntó la princesa.

–¿Nunca ha comido panqueques con dulce de leche? Pruébelos, le


encantarán –y le sirvió uno en su plato.

–¿Cómo se come?

66
–Mire, puede cortarlo en rodajas con el cuchillo y pincharlo con el
tenedor o también, y esto es lo que yo le recomiendo, agarrarlo con la
mano e ir comiéndolo a mordiscos.

La princesa hizo esto último y, al dar el primer bocado, sus ojos se


iluminaron. ¡Qué cosa tan exquisita! Nunca había comido algo tan rico
en su vida.

–¡Mhhh! ¡Esto es una delicia! ¿Cómo has aprendido a hacerlo?

–¿No le dije que mi mamá es cocinera? Ella me enseñó muchas cosas


desde que yo era niño –y agregó–: ¿qué va a tomar, princesa?

–¿Qué tenemos aquí?

–Bueno –respondió el arquero–, en la tetera hay té, en la cafetera café y


en la jarra leche.

–¿Y qué me recomiendas para acompañar estos… panqueques?, ¿así se


llaman?

–Podría ser un café con leche. El panqueque es muy dulce y se lleva


bien con el café, que es un poco más amargo.

La princesa le hizo caso y tomó el mejor desayuno del que tenía


memoria.

–No sé cómo eras como arquero –dijo la princesa– pero como cocinero
eres muy bueno.

67
–Como arquero también era bueno –dijo, no se sabía si con nostalgia o
con tristeza.

Después de un breve silencio continuó:

–Princesa, quiero pedirle una cosa. Si usted no tiene inconvenientes, me


gustaría, en los días que pase en su palacio, encargarme de hacer los
almuerzos y las cenas, y también los desayunos y las meriendas, si
usted no dispone lo contrario, claro –y finalizó con su infaltable
reverencia.

–No, claro que no tengo ningún problema en que hagas las comidas.

–Es que, sabe, no encontré al capitán de la guardia ni al armero, así que


no pude conseguir un arco nuevo y un puesto para defender el palacio.
Y no me gusta estar sin hacer nada.

Y así fueron pasando los días: la princesa ocupándose de los asuntos


del reino y Ulriquero de los asuntos de la cocina. De a poco se fue
reponiendo de sus heridas y fue adquiriendo un aspecto saludable,
como correspondía a un hombre de su edad.

Una mañana, en que la princesa estaba haciendo orden en su escritorio


de la sala del trono, ocurrió algo que nunca había sucedido en el palacio
de Organdí: alguien golpeó a la puerta. La princesa levantó la vista
confundida ante la novedad, pero enseguida comprendió que nunca
nadie había tocado a la puerta porque ella era la única habitante de su
reino.

Pensó unos instantes en lo que debía hacer y, finalmente, decidió


contestar en voz alta:
68
–¡Adelante!

La puerta se abrió y Ulriquero ingresó a la sala del trono. Se lo veía


serio y solemne, como cuando se habían conocido y escapado juntos de
la catapulta. Hizo una gran reverencia y se aclaró la garganta. La
princesa lo miró sorprendida y él le dijo:

–Princesa, yo siempre recuerdo el día en que nos conocimos…

–Yo también –dijo alegre la princesa.

–…y usted ese día me hizo una pregunta: me preguntó qué era lo que
yo quería hacer.

La princesa asintió con la cabeza.

–Y yo le dije –continuó el arquero– que lo que quería era obedecerle.

La princesa se sonrió.

–Es que hasta ese momento lo único que sabía era obedecer, nunca
había pensado en lo que yo quería hacer.

–¿Y ahora lo sabes?

–Sí, princesa. Quiero dejar de ser Ulriquero. Quiero volver a llamarme


Ulrico, como me pusieron mi mamá y mi papá. Y no quiero ser más
arquero: ahora quiero ser Ulrico el Cocinero.

La princesa aplaudió de felicidad. Se levantó de su silla, dio la vuelta a


la mesa que lo separaba de Ulrico y le dio un fuerte abrazo. Ulrico el

69
Cocinero pensó que su decisión había sido muy buena, de hecho, era la
primera vez que lo abrazaba una princesa.

70
CAPÍTULO 16. LOS ORCOS
La princesa no olvidó el relato que Ulrico el Cocinero le había hecho
sobre la guerra en su país, así que decidió investigar más al respecto.
Una tarde se instaló en la biblioteca: quería saber más sobre esos orcos
que asolaban Warcraft.

Buscó en los libros que empezaban con la letra “O” y, rápidamente,


encontró uno cuyo título decía: “Orcos. Su historia y sus dioses”.
Pasaban las horas y la princesa seguía leyendo con mucho interés.
Resultó que los orcos eran un pueblo muy antiguo y sabio, autores de
muchos descubrimientos e inventos, y que adoraban a un dios al que
llamaban Blizzard.

El libro también explicaba que su aspecto era muy diferente al de los


seres humanos y que mantenían con éstos una guerra desde el principio
de los tiempos. Eran expertos en medicina y a sus médicos los llamaban
magos por las maravillas que hacían en la curación de las
enfermedades.

A la princesa le costó creer que un pueblo tan culto no hubiera


encontrado la manera de finalizar una guerra que llevaba, por lo que
parecía, varios siglos. Ella había leído en otros libros de historia que
muchos reinos se habían enfrentado porque creían en distintos dioses y
las llamaban “guerras religiosas”. ¿Quizás eso fuera lo que ocurría en
Warcraft? Ese libro no decía nada al respecto.

A la noche Ulrico se presentó con su gorro de cocinero y comieron


unos exquisitos fideos con brócoli. En la sobremesa la princesa le
preguntó:

71
–Ulrico, ¿en tu reino adoran a algún dios?

–Sí, al dios Blizzard.

–¿Cómo? –se sorprendió la princesa– ¿No son los orcos los que adoran
a Blizzard?

–¡Noooo! –respondió escandalizado Ulrico–. Blizzard es nuestro dios


supremo desde siempre.

–¿Y a qué dios adoran los orcos? –quiso saber la princesa para salir de
su confusión.

–No tengo idea, ellos tienen sus dioses.

–¿Que son…? –insistió la princesa.

–No sé cuáles son.

–Y si yo te digo que leí en un libro que los orcos adoran al dios


Blizzard, ¿qué me dirías?

–Que ese libro está equivocado.

La princesa quedó admirada de lo poco que sabían los humanos sobre


los orcos, a pesar de que hacía siglos que estaban en guerra con ellos.
Ni siquiera conocían el nombre de sus dioses. Quizás el no conocer al
otro era una de las causas de una guerra tan prolongada.

–¿Y en su reino a qué dios adoran, Princesa?

72
–Aquí nos gusta mucho un poema que dice… –y la princesa medio que
recitó y medio que cantó una parte del poema:

Imagina que no hay un paraíso


Ni hay infierno debajo nuestro,
Arriba nuestro, sólo cielo.
Imagina que no hay países.
No es difícil hacerlo.
Nada por lo cual matar o morir,
Y tampoco ninguna religión.
Imagina a toda la gente
Viviendo la vida en paz

Ulrico el Cocinero escuchó el poema emocionado, como si se tratara de


cosas imposibles pero bellas. Sus ojos, húmedos de lágrimas. Sus
manos, que antes disparaban flechas y ahora amasaban pan, con un leve
temblor. Por primera vez le dijo algo a la princesa sin hacer una
reverencia:

–Yo quiero vivir en un lugar así.

–Ya vives en un lugar así: estás en el reino de Organdí.

–Pero mi familia vive en Warcraft –respondió él, con pena–. Extraño a


mi esposa y a mi hija.

–¿Cómo se llaman?

–Mi esposa se llama Ana Milena y mi hija Azucena.

–¿A qué se dedica Ana Milena?


73
–Ana Milena es enfermera. Tiene mucha experiencia en curar a los
soldados heridos y a los niños cuando se lastiman.

–¿Y por qué no las buscas y las traes aquí?

Pareció que a Ulrico le iba a dar otro ataque de reverencias, pero en vez
de eso dijo:

–Tengo que pensar cómo hacerlo, Princesa. No sé si eso será posible.

Ulrico pensó durante varios días cómo regresar a su país. Finalmente


decidió que volvería por el mismo camino por el que había venido,
aunque allí estuviera la catapulta orca. Le parecía que no iba a lograr
cruzar la cordillera por una senda desconocida, tan altas y difíciles de
atravesar eran esas montañas.

Tenía la esperanza de que la catapulta estuviera esperando a Ulriquero,


el arquero. Pero él ya no era esa persona, ahora era Ulrico el Cocinero.
Quizás ya no tenía ningún motivo para atacarlo. En todo caso, debía
correr el riesgo.

Además, la catapulta estaría atenta a encontrarse con un arquero vestido


de rojo, pero la realidad era que él ahora vestía de blanco. Y su capa y
el resto de su ropa estaba limpia y planchada, pero ya no la quería
volver a usar. El color blanco quedaba mucho mejor para un cocinero.

Cuando le comunicó a la princesa su decisión a ella le pareció que era


arriesgado, pero que tenía que intentarlo. Se fijó la partida para el día
siguiente. La princesa le dijo que tomara provisiones de la cocina para
todos los días del viaje.

74
–Llévate, además, tres caballos de la caballeriza.

–¿Tres caballos? –repitió Ulrico para ver si había entendido bien.

–Sí, tres caballos –repitió la princesa–. Uno para que venga montada tu
mujer y otro para Azucena, tu hija. ¿O las piensas traer caminando?

Ulrico el Cocinero dijo “Gracias”, y se quedó con ganas de hacer una


reverencia.

75
CAPÍTULO 17. CRUZANDO LA CORDILLERA
Al día siguiente, apenas asomó el sol, ya Ulrico se encontraba en el
establo eligiendo los caballos y cargando en sus alforjas todas las
provisiones que consideró necesarias. Estaba por partir cuando apareció
la princesa con dos tazas de té.

–Te quería desear buen viaje, Ulrico. Has sido el mejor cocinero que ha
tenido este palacio.

Claro que no le dijo que, además, había sido el único, ya que nunca
antes alguien que no fuera la princesa había pisado esa cocina.

–Si se te pone difícil atravesar la parte que controla la catapulta, no te


arriesgues. Vuelve al palacio y pensaremos en algún otro plan.

Ulrico le devolvió la taza vacía y subió al caballo. Miraba con pena a


las gallinas que creía que antes habían sido soldados. Pensó para sí: “es
mucho mejor dejar de ser arquero para ser cocinero que dejar de ser
capitán de la guardia para transformarse en gallina bataraza”. Pero alejó
esos pensamientos tristes y, con una sonrisa, se despidió de la princesa:

–Hasta la vuelta, princesa de Organdí. Espero encontrar a mi familia


bien y estar de regreso en pocos días.

–Eso deseo, Ulrico –le contestó la princesa mientras agitaba la mano en


señal de despedida–. Aquí los estaré esperando.

Anduvo todo el día, sin siquiera detenerse a almorzar. Sólo comió unos
sánguches de tomate y berenjena arriba del caballo. Cada tanto

76
cambiaba de cabalgadura, para que todos los caballos tuvieran la
posibilidad de descansar de su peso.

El caso es que tanto anduvo que antes que se hiciera de noche ya se


encontraba casi al lado de las montañas. Ahí desmontó y dejó a los
caballos descansar y comer a sus anchas. Hizo un fuego para cocinar un
poco de arroz y, ya entrada la noche, se envolvió en una de las mantas
que había llevado y se echó a dormir. Necesitaba todas sus fuerzas para
el día siguiente.

Cuando amaneció, Ulrico el Cocinero ya estaba levantado. Llevó a los


caballos a beber en el arroyo y se internó con ellos en la montaña. No
quiso ir montando, prefirió caminar y llevarlos de las riendas. No
quería, si la catapulta lo atacaba, que lastimaran a ninguno de ellos.

Cuando llegó al último recodo, antes del claro donde estuvo acorralado
tantos días, ató a los caballos a un arbusto. Se adelantó solo y la
catapulta inmediatamente reparó en su presencia. Ulrico se paró frente
a ella y esperó. El corazón le latía como un tambor, pero la catapulta no
intentó recoger piedras del suelo. Eso era una buena señal.

Mientras la miraba, reparó en las flechas que tenía clavadas en su


madera. Eran sus flechas, las que había disparado él cuando aún era
Ulriquero. Algunas habían hecho fisuras profundas en la catapulta,
aunque no fueron suficientes como para destruirla. Le pareció increíble
que hubiera sido él mismo el que produjo todo ese daño.

Sin pensarlo, se acercó a la catapulta y se inclinó sobre su plataforma.


Una a una fue quitando las flechas que, cuando era arquero, le había
disparado. En algunos lugares, al quitar la flecha la madera crujió y
77
volvió a su lugar, como se cierra la piel luego de haber quitado una
dolorosa espina.

Ulrico arrancó también las que se habían clavado en sus ruedas. La


catapulta se movió adelante y atrás, como en un gesto de alivio después
de tantos días de tener sus redondos pies atravesados por las flechas.

Los mismos que habían combatido como enemigos, también podían


ayudarse mutuamente. “Herir a otro crea enemigos, ayudar crea
amigos”, pensó Ulrico el Cocinero, y se prometió nunca más hacer
daño a nadie.

Volvió sobre sus pasos a buscar los caballos. Eligió el más descansado
y montó, y todos se adentraron en la montaña. Ulrico se fijaba en los
mínimos detalles para encontrar el camino a su casa. Algunos lugares
los había atravesado tan de prisa que casi no recordaba por donde había
pasado. Pero cuando tenía dudas buscaba las huellas de las ruedas de la
catapulta y eso lo volvía a poner en el camino correcto.

A pesar de andar todo el día no pudo atravesar la cordillera. Cuando


estaba atardeciendo encontró un arroyo y decidió quedarse ahí, para
que tanto él como los caballos tuvieran agua fresca. Ya las montañas no
parecían tan altas y eso le daba esperanza de que, al día siguiente,
pudiera llegar a Warcraft.

Durmió con un ojo abierto, como se dice cuando alguien permanece


vigilante. No descartó que, si estaba cerca de su país, orcos o humanos
estuvieran merodeando por allí. Ambos eran un peligro ahora para él:
los orcos lo matarían y los humanos lo obligarían a ser de nuevo
arquero. Con la primera claridad del amanecer reinició la marcha.
78
Siguió el curso del arroyo, ya que recordaba bien que lo había
remontado cuando escapaba de la catapulta.

Antes del mediodía las montañas quedaron atrás y Ulrico encontró un


camino de tierra que llevaba hasta su pueblo. Por suerte su casa estaba
casi en las afueras, así que era probable que pudiera llegar hasta ella sin
que nadie lo notara.

Con la destreza que le habían enseñado sus años de guerrero, para pasar
desapercibido no se dirigió directamente a la entrada, sino que,
sigilosamente y dando un rodeo, se acercó por la parte de atrás.

79
CAPÍTULO 18. LA ENFERMERA
Cuando se crece en medio de una guerra, todo se piensa para la guerra.
Y Ana Milena no era la excepción. Algunas amigas de ella se habían
enrolado como soldados o arqueras en el ejército, pero ella no tenía esa
vocación.

Desde pequeña había sentido horror de hacer daño a otros, ya se tratara


de una paloma, de un ser humano o de un orco. Le parecía que la vida
era algo tan maravilloso que no entendía cómo se podría poner en
peligro.

Pero la guerra existía antes de que ella naciera, así que nada podía
hacer para evitarlo. Pero, a la hora de elegir, no tuvo dudas: ella iba a
curar, no a matar, y eligió ser enfermera. Si otros encontraban razones
para dañar la vida, ella las tenía para intentar repararla.

Estudió duro para ello y sus maestros le tenían mucha confianza.


Siempre le decían:

–Ana Milena, tú has nacido para enfermera.

Tenía todas las cualidades necesarias: no se desmayaba al ver sangre,


comprendía el dolor de las personas y tenía la paciencia para ayudarlas
a recuperarse.

Sus vecinas, al enterarse de sus habilidades, comenzaron a llevarle a


sus hijos cuando éstos se lastimaban al caerse al piso, o se habían
cortado con un vidrio o se habían arañado trepándose a los árboles. Ella
sabía consolar al accidentado y, con sus bromas, lo distraía para que no
se asustara mientras le hacía las primeras curaciones.
80
Cuando le tocó atender a los primeros soldados todos sus esfuerzos se
vieron justificados: un torniquete hecho a tiempo, una herida
desinfectada, una fractura bien entablillada constituían, a veces, la
diferencia entre la vida y la muerte.

Muchas veces llegaban a su casa una canasta con huevos, o un pan


recién horneado o, simplemente, una nota diciendo: “Gracias,
enfermera, por sus cuidados”.

Algunos padres estaban orgullosos de sus hijos porque combatían en la


guerra, otros porque aquellos sabían preparar armas mortíferas para
atacar al enemigo, pero los padres de Ana Milena eran de los más
orgullosos de todos: su hija curaba a los que la mezquindad de la guerra
había lastimado, la mayoría de las veces, gravemente.

Cuando llegó ese ramo de rosas rojas, tan difíciles de reunir en el país
de Warcraft donde todo se destruía, todos se sorprendieron en su casa.
Y más aún al leer la nota, la que decía: “Si siempre me vas a atender tú,
prestaré atención en lastimarme todos los días”.

Cuando Ana Milena llegó a su casa, la madre la recibió y, mostrándole


las flores que había colocado en un jarrón, le dijo:

–Parece que tienes un enamorado.

Ana Milena se sonrojó y pensó para sus adentros: “¿será él?”.

Días atrás había atendido a un arquero al que le tuvo que coser su labio
superior. Se lo había partido al caer dentro de una trampa preparada por
los orcos. Tuvo la inmensa suerte de poder escapar, pero su labio
requería de urgente atención.
81
Al llegar al puesto de su compañía lo enviaron inmediatamente a la
enfermería. Justo ese día estaba de guardia Ana Milena, quien luego de
lavar la herida le dio la triste noticia:

–Este corte requiere de sutura. No va a cicatrizar bien si no le doy uno


o dos puntos para unir la piel.

Todo esto decía Ana Milena mientras preparaba hilo, aguja y tijera, lo
que normalmente ponía muy nerviosos a los heridos. Pero ese arquero
no miraba su bandeja de trabajo: se quedó como congelado mirando sus
ojos.

“Qué guapo y descarado eres”, pensó ella para sus adentros, pero en el
mismo momento lo hizo recostar en la camilla, por lo que el herido
quedó obligatoriamente mirando el techo.

–Y ahora no hables –le ordenó la enfermera–, si no mi costura no saldrá


tan bella como yo quisiera. Y tampoco sonrías –agregó, al ver que esa
orden le había hecho gracia.

Él se estremeció al sentir el primer pinchazo de la aguja. Ella prestaba


atención a su trabajo y, con un par de puntadas más, ya cerró
completamente la herida. Hizo el nudo, cortó con la tijera y le dijo:

–Ya está, valiente. Lamento no tener un caramelo para premiarte por tu


buen comportamiento.

Él quiso decir algo, pero ella por señas le indicó que debía continuar en
silencio. Le colocó una gasa limpia sobre el labio y le dijo:

82
–Ahora a casa, a meterse en la cama y no te quites la gasa hasta
mañana.

Como adivinando que él seguía queriendo hablar, agregó:

–Y también calladito hasta mañana.

No había terminado de sentarse en la camilla, cuando ella ya había


salido y estaba en otra parte atendiendo a un nuevo herido.

Fueron sus amigos quienes lo ayudaron a averiguar quién era la


enfermera que lo había atendido, donde vivía y, lo más importante, los
que visitaron casa por casa a todos sus conocidos para reunir las rosas
que ahora adornaban y perfumaban la sala de Ana Milena.

83
CAPÍTULO 19. DE VUELTA EN CASA
Lo primero que escuchó cuando entró a su casa por la parte de atrás fue
la risa de Azucena, su hija: la reconocería en cualquier parte.
Inmediatamente resonó la voz de su mujer:

–Azucena, no te alejes de la casa.

–Mamá –respondió Azucena–, hay alguien vestido de blanco en la parte


de atrás.

La madre escuchó alarmada a su hija decir que un desconocido había


entrado en el patio de la casa. Sin dudarlo tomó el hacha que siempre
estaba colgada encima de la cocina y salió por la puerta trasera
empuñándola con decisión: en ausencia de su marido, ella debía
hacerse cargo de la defensa de su familia.

Ocurrió todo a la vez: vio a ese hombre joven y guapo vestido de


blanco y, en el mismo momento, escuchó la voz que tanto amaba decir:

–Hola, Ana Milena.

Dejó caer el hacha y sus piernas la llevaron en un instante, como si le


hubieran nacido alas, a abrazarse con ese hombre al que ya había dado
por muerto. ¿Pero, por qué estaba vestido de blanco? ¿Sería un
fantasma? Pero Ana Milena no creía que los fantasmas pudieran
abrazar y besar de la manera en que lo hacía su Ulriquero, ni que
tuvieran esa graciosa cicatriz en el labio que ella había curado.

Abrazada a su cintura y sintiendo el brazo de él sobre sus hombros,


entraron juntos a la casa. Azucena había desaparecido no se sabía

84
dónde. La casa tenía tantos recovecos y lugares secretos que estaría
escondida en alguno de ellos.

Ulrico se sorprendió que no fuera a saludarlo, pero también entendía


que hacía mucho tiempo que faltaba de su casa. Ana Milena sintió
relinchar a un caballo y se sobresaltó.

–No te asustes, mujer. Esos caballos vienen conmigo.

–¿Esos caballos? ¿Cuántos son? –preguntó Ana Milena sorprendida. En


Warcraft había que ser muy rico para tener un caballo. Sólo lo tenían
los caballeros, que por eso se llamaban así.

–Tengo tantas cosas que contarte –le dijo Ulrico,

–Y yo también –contestó la mujer–. Permíteme que lleve el almuerzo a


Azucena en su cuarto así podemos conversar tranquilos. Luego vendrá
a saludar.

Ulrico vio cómo su mujer preparaba una bandeja de comida como para
dos o tres Azucenas, pero no dijo nada. Ya de a poco podrían explicarse
los dos esposos qué les había pasado en todo ese tiempo.

Al regresar, ella preguntó:

–¿De dónde vienes, marido, que te ves tan bien alimentado?

–Te parecerá imposible, pero vengo del otro lado de las montañas.

85
Ella no podía creer cómo su marido había salvado la vida a pesar de
haber sido perseguido por una catapulta y, menos aún, cómo había
sorteado ida y vuelta esa cordillera que nunca nadie había cruzado.

Cuando él le contó del reino de Organdí, de la princesa y de que


estaban invitados a ir a vivir a ese país de paz, le tocó la frente
creyendo que tenía fiebre y deliraba. Pero, no, su sonrisa era la de
siempre, y su aspecto: hacía años que no se lo veía tan sano y robusto.

–Para eso están los tres caballos atados en la higuera del fondo. Uno
para mí, otro para ti y otro para Azucena. Prepara las cosas
indispensables que quieras llevar. Me gustaría que al anochecer ya
estemos en las montañas, para evitar que nos sigan o nos hagan
preguntas incómodas.

La esposa suspiró: no le parecía tan fácil el plan que quería llevar a


cabo su marido.

–Ulriquero… –le dijo.

–Por favor, no me llamés así: ya no soy Ulriquero, soy Ulrico el


Cocinero.

–Ni tu ropa de arquero has traído.

–Es que ya no soy arquero.

Ulrico y Ana Milena comieron uno al lado del otro. Muchas veces ella
apoyaba la cabeza en su hombro para estar segura de que no estaba
soñando. Después de comer ella le tomó las manos y le dijo:

86
–Me has contado cosas increíbles. Si no me las hubieras contado tú no
las hubiera creído de ninguna manera. Es más, todavía no las creo del
todo.

Él le iba a responder, pero ella soltó una de sus manos y puso un dedo
sobre sus labios.

–Ahora escúchame tú, porque lo que ha pasado aquí tampoco te será


fácil de creer. Lo que te pido, antes de contarte, es que me prometas
que no vas a hacer nada que tu hija no quiera –dijo volviendo a tomarle
la mano que le había soltado–. En este tiempo –agregó Ana Milena–
aprendí que los niños también tienen mucha sabiduría, a veces más que
nosotros.

Ulrico no entendía qué estaba pasando ni qué era lo que tenía que
prometer. ¿Y Azucena? ¿Por qué no venía aún a saludarlo?

87
CAPÍTULO 20. EL ENCARGO DE LOS CABALLEROS
Ana Milena había pensado muchas veces que ya no volvería a ver a su
marido. Mientras tuvo esperanza pensó en cómo le iba a contar todo lo
que había pasado en su ausencia, pero ahora que lo tenía al lado de ella
no sabía cómo comenzar.

–En tu ausencia –empezó diciendo– vinieron a casa los caballeros y me


hicieron un encargo. En un ataque a un pueblo orco capturaron al hijo
del mago Flogisto, uno de los más poderosos magos enemigos, pero no
lo mataron pensando que traerlo prisionero era mucho mejor. Ellos
creen que el mago intentará rescatar a su hijo y le han preparado una
trampa para capturarlo.

Ulrico escuchaba con atención, pero aún no entendía qué tenía que ver
todo eso con ellos.

–El caso es que los caballeros pensaron que buscarían al hijo de


Flogisto en la cárcel de prisioneros de guerra y por eso decidieron
esconderlo en otro sitio.

–¿Dónde lo escondieron? –preguntó Ulrico.

–Aquí, en nuestra casa –respondió Ana Milena–. Creyeron que como tú


no estabas los orcos no iban a sospechar que el niño estaba en una casa
sin custodia de ningún soldado. Piensan capturar a Flogisto cuando
ataque la cárcel y luego matarlo a él y a su hijo ya que, si no, cuando
crezca se transformará seguramente en un mago también poderoso.

Ulrico el Cocinero escuchaba todo lo que le decía su esposa como si se


tratara de un mal sueño. Tiempo atrás no se hubiera sorprendido, era la
88
eterna guerra de Warcraft, pero ahora que había visto otra vida le
parecía que eso no le estaba pasando a él y a su familia, que era sólo
una pesadilla de la que había que despertar.

–¿Y dónde está el niño orco?

–Está terminando de almorzar con Azucena.

Ulrico intentó levantarse, pero su esposa, que en ningún momento le


había soltado las manos, no se lo permitió.

A él le había cambiado el color del rostro. Un orco en su casa. Y su hija


comiendo con él. Y el plan de los caballeros. Y el mago Flogisto. Ni él,
que había visto tantas cosas nuevas, podía entender lo que estaba
pasando allí.

–¡Ulrico! ¡Ulrico! –lo zamarreó su esposa para hacerlo volver en sí–.


Ulrico, te falta escuchar lo más importante.

¿Qué era lo más importante que tenía que escuchar? Había quedado
helado al escuchar de su esposa que el plan de los caballeros los llevó a
esconder al hijo del mago Flogisto justo en su propia casa. ¿Cómo
harían para que no se escapara? Pero su esposa le acababa de decir que
Azucena y él estaban almorzando juntos.

La miró como implorando que lo ayude a comprender lo que pasaba.


Ana Milena le repitió:

–Ulrico, aún debo contarte lo más increíble e importante.

89
Hizo una pausa para estar segura de que él la escuchaba y la entendía;
cuando vio que él estaba atento a sus palabras le dijo:

–Ulrico, el niño orco y Azucena se hicieron amigos.

Si a ella le había costado creer lo que él le había contado del reino de


Organdí, él no podía entender de ninguna manera lo que estaba
ocurriendo en su casa.

–¿Azucena y el niño orco se hicieron amigos? –repitió para estar seguro


de que había entendido bien–. ¿Y cómo ocurrió eso?

–Los caballeros trajeron al hijo de Flogisto en una jaula con barrotes de


hierro y una puerta cerrada con candado. Me pidieron que lo mantenga
oculto y que le diera de comer. Claro que eso no era tan sencillo como
los caballeros imaginaban: el niño también necesitaba ir al baño y
lavarse y cambiarse de ropa. Por suerte me habían dejado la llave del
candado.

Ulrico, de a poco, iba comprendiendo que, además del riesgo que


significaba tener prisionero allí al hijo del mago, toda esa situación
había implicado un inmenso trabajo para su esposa.

–Te imaginarás –continuó ella– que todo eso no lo pude hacer a


escondidas de Azucena. Pasando los días, noté que ella pasaba cada vez
más tiempo al lado de la jaula. Comencé a prestar atención y escuché,
para mi sorpresa, que hablaban entre ellos. Él le enseñó muchas
palabras en orco y ella a él muchas de nuestro idioma.

Ana Milena sintió que las manos de Ulrico se habían vuelto a aflojar.
Le pidió si podía hacer el té para los dos:
90
–Esposo, desde que te fuiste no volví a tomar un té tan delicioso como
el que hacías tú.

Ulrico se levantó y puso el agua al fuego. Mientras preparaba las tazas


Ana Milena continuó:

–Un día Azucena me dijo: “el niño orco se llama Grommash”. Yo me


quedé mirándola y ella agregó: “me parece un nombre muy hermoso”.

Ulrico sirvió el té y volvió a sentarse.

–Gracias a Azucena ahora puedo preguntarle al niño orco qué le gusta


comer y a través de Azucena él puede decirme si tiene sed o si necesita
ir al baño. Ella es nuestra traductora oficial.

Los dos esposos se miraron.

–Sabes, tenemos una hija muy inteligente –agregó orgullosa Ana


Milena.

–Sí, más inteligente que nosotros –afirmó Ulrico–. Yo tuve que


perderme en las montañas y ser rescatado por una princesa para
entender que otra manera de vivir es posible. Azucena lo entendió sola.

Los esposos se volvieron a abrazar. Ulrico comprendió que su situación


era mucho más difícil que la que había imaginado. Si los orcos
descubrían que allí se encontraba el hijo de Flogisto arrasarían con la
casa y los matarían a todos. Y para llevar a su familia al reino de
Organdí debía traicionar a los caballeros y dejar al niño orco en
libertad.

91
Pero de algo estaba cada vez más seguro: su corazón le decía que
estaban ante un peligro inminente.

–¿Por qué Azucena no vino aún a saludarme? –preguntó.

92
CAPÍTULO 21. AZUCENA
La niña extrañaba mucho a su papá. Sabía que a veces pasaba dos o tres
días sin volver a casa, en ocasiones hasta una semana, pero nunca su
ausencia fue tan prolongada como esa vez.

Además, oía que su mamá hablaba en voz baja con las vecinas y se la
veía triste y preocupada. Igual de tristes parecía estar los abuelos, con
los que se quedaba cuando ella iba a su trabajo.

Igual de triste comenzó a sentirse ella. ¿Y si a su papá le había pasado


algo malo? ¿Si lo hubieran capturado los orcos y se encontrara
prisionero? ¿Y si le hubiera pasado algo aún peor? Ella sabía lo que era
la guerra y tenía amigos que habían perdido a su papa o a su mamá en
ella.

Cuando finalmente se lo preguntó a su mamá, ésta le respondió:

–No sabemos nada de tu papá –y se puso a llorar.

Sin saber por qué, ella le respondió:

–Papá está bien, ya va a volver.

Las dos se abrazaron y pasaron así un largo rato.

Por esos días, ella pasaba mucho tiempo en el jardín del fondo de su
casa: siempre había sido su refugio preferido. Parecía que su nombre de
flor, Azucena, le había dado poderes mágicos sobre las plantas: todo lo
que ella tocaba crecía fuerte y saludable.

93
Cuando alguna planta se ponía mustia, ella sabía qué hacer para que
volviera a tomar vigor: o la cambiaba de lugar y encontraba el sitio
exacto que le gustaba, o la regaba más, o lo la regaba menos, o le
agregaba arena alrededor, el caso es que, en pocos días, comenzaba a
repuntar.

Tanta era su habilidad que sus padres le decían “la mano verde”:
parecía que tenía poderes y los aplicaba en el jardín. Hasta sus abuelos
y sus tías le pedían consejo sobre cuándo sembrar, en qué lugar colocar
cada planta y el riego que cada una necesitaba.

Desde que faltaba su papá el jardín del fondo era su refugio. Un día que
estaba hablando con sus plantas preferidas, escuchó pisadas de caballos
en la calle de adelante. Cuando se asomó, vio que un grupo de
caballeros y un carro habían llegado hasta su casa. No traían noticias de
su papá, pero sí una jaula cubierta con una tela y con algo adentro.
Hablaron a solas con su mamá y luego, entre cuatro hombres, bajaron
la jaula para dejarla en uno de los cuartos que no se utilizaban y se
retiraron. Mamá comenzó a ir con agua y comida a esa habitación,
siempre agitada y nerviosa. Lo único bueno que tuvo ese cambio fue
que dejó de ir a trabajar y estaba todo el día en la casa.

La curiosidad por aquello tan misterioso que ocurría en ese cuarto hizo
que Azucena, en un momento en que su mamá se encontraba ocupada
en la cocina, juntara valor y entrara a la habitación. Lo que menos
pensaba era encontrarse con un orco allí encerrado.

Lo primero que sintió fue asco y miedo. Esa piel verde, esos dientes
inmensos, esa cabeza sin pelo… Es que nunca había visto a un orco de
cerca. El orco la miró con cara triste y no dijo nada. Ni había tocado el
94
plato de comida que Ana Milena le había llevado. A pesar del miedo
que le tenía, lo entendió perfectamente: ella tampoco comería si la
tuvieran encerrada en una jaula.

Pero después pensó: ¿y si su papá en ese momento también se


encontraba prisionero en una jaula? Ella había escuchado que a veces
se intercambiaban prisioneros. Si ellos tenían uno, siempre tendrían
posibilidades de cambiarlo por otro.

Pasada la primera impresión, se dio cuenta de que se trataba de un niño


como ella. ¿Y si a ella la capturaran, también la tendrían así encerrada?
No supo por qué, pero también empezó a sentir tristeza por él.

Salió sin decir nada, fue hasta el fondo de la casa y regresó con un
puñado de fresias que comenzaban a florecer por esos días. Entró a la
habitación donde el niño orco estaba prisionero y, pasándolas entre los
barrotes, las dejó en el piso de la jaula.

El pareció mirarla con un nuevo interés. Estiró su mano y agarró las


flores y, con un gesto que a ella le pareció tierno, las llevó a sus
extrañas narices para olerlas. Lo primero que hizo fue estornudar, y
luego dijo una palabra incomprensible:

–Mok´gra.

A ella le pareció que le dijo “gracias”, así que le respondió

–De nada.

Solo mucho tiempo después se enteraría de que lo que él le había dicho


era “hola”.
95
Esa mañana en que Ulrico regresó a la casa, en Azucena se hizo
presente una preocupación que ya, con anterioridad, muchas veces
había conversado con su madre: ¿cómo reaccionaría su papá ante la
presencia del niño orco?

96
CAPÍTULO 22. PADRE E HIJA
Ulrico quería, después de tanto tiempo de no verla, saludar a su hija,
pero ella se había escondido desde su arribo.

–Ana Milena, ¿te parece que Azucena querrá venir a saludarme?

–No sabes cómo te extrañó, preguntaba todas las noches por ti antes de
irse a dormir. Pero desde que se hizo amiga de Grommash, también
tiene miedo de tu llegada.

–¿Miedo por qué?

–Con esto de la guerra, ella temía que si lo encontrabas aquí…

Ana Milena se quedó callada.

–¿Esa clase de hombre era yo cuando me llamaba Ulriquero? ¿Tú


también me creías capaz de…?

–No lo sé. Así es la guerra. Era tu obligación.

–Quizás tengas razón… Pero te quiero decir que me prometí a mí


mismo no volver a hacer daño a nadie.

Fue en ese momento cuando Azucena, que estaba escuchando todo


detrás de la puerta, salió corriendo y se subió a upa de su padre.

–Hola papá –le dijo, y se abrazó fuerte a él, como para que no se
volviera a ir y a dejarlas solas.

97
Ulrico sintió que le palpitaba fuerte el corazón. En los años que le tocó
ser soldado peleaba para vencer al enemigo y para volver a ver a
Azucena. Y ahora ella estaba ahí, sentada en sus piernas, abrazándolo.
Si se pudiera elegir un momento y congelarlo para toda la eternidad, él
elegiría ese.

Su hija y el niño orco… Lo que allí sucedía estaba, sin duda, entre las
cosas más raras que le habían pasado a Ulrico en toda su vida. Sin
embargo, reponiéndose de su sorpresa, le dijo a Azucena:

–Quiero conocer a tu amigo, ¿me lo presentas?

Azucena lo tomó de la mano y lo llevó hasta el cuarto donde habían


estado almorzando ella y Grommash.

–Grommash, este es mi papá –dijo Azucena en idioma orco–. Papá,


este es Grommash –completó la presentación.

A Grommash se lo notaba un poco vergonzoso o quizás asustado.


Ulrico miró al niño orco detenidamente: dos piernas, dos brazos, dos
ojos; aunque no tuvieran las mismas orejas o la misma nariz o no
tuvieran pelo ni el mismo color de piel, quizás no eran tan distintos.

–Nosotros nos tenemos que ir –le dijo Ulrico a su hija.

Cambiaron unas palabras entre Azucena y Grommash, mitad en


humano y mitad en orco. Luego Azucena tradujo:

–Dice que extraña a su papá y su mamá, pero que no quiere volver con
los hombres que lo metieron en esta jaula.

98
Probablemente Grommash fuera de la edad de su hija, un poco más
grande de cuerpo, como eran todos los orcos respecto de los humanos.
Y Ulrico no tenía ninguna posibilidad de devolverlo con sus padres.

Ulrico y Ana Milena salieron de la habitación. Él quiso saber la opinión


de su esposa.

–Si vamos a irnos, llevémoslo con nosotros –dijo Ana Milena–. Aquí lo
matarán, con toda seguridad.

–¿Y no temes que su padre tome venganza de nosotros?

–No lo sé –respondió Ana Milena–. No debería si entiende que


nosotros salvamos la vida de su hijo.

–¿Y cuándo crezca? –pensó Ulrico en voz alta.

–Cuando crezca se verá, hoy es un niño como cualquier otro –afirmó


Ana Milena.

Como cualquier otro no, es el hijo del mago Flogisto, pensó Ulrico para
sí.

Estaba convencido de que debían huir de su casa: demasiados peligros


se cernían sobre ellos. Ana Milena confiaba en el criterio de su marido:
él sabía mucho de estas cosas de la guerra y siempre había tomado
decisiones sensatas para proteger a la familia. Así que le dijo:

–Esposo, si estás convencido de que debemos irnos, hagámoslo.

99
–Sí, pero lo tenemos que hacer inmediatamente. Recoge algo de ropa y
comida para unos días y pongámonos en marcha.

Ni Azucena ni Grommash sabían montar, así que cargaron todas las


vituallas y la ropa en las alforjas de uno de los caballos y reservaron los
otros dos para ellos. Ana Milena apagó los fuegos, pero dejó las
ventanas abiertas para que pareciera que la vida continuaba
normalmente en la casa. Se pusieron sus capas de lluvia porque el cielo
se veía amenazante. Eran las tres de la tarde cuando lograron ponerse
en marcha.

Ana Milena dio una última mirada a su hogar. Allí había nacido su hija
y allí había esperado, noche tras noche, que regresara con vida el
hombre que amaba. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas, una era de
tristeza por lo que quedaba atrás, la otra era de ilusión por lo que les
esperaba en el futuro. ¡Un país sin guerra! ¿Cómo había dicho Ulrico
que se llamaba? ¿Organdí? No se lo alcanzaba a imaginar, pero, de sólo
pensarlo, sentía cosquillas en el corazón.

Salieron por el fondo de la casa para que no los vieran los escasos
vecinos que tenían. Ayudaba que a esa hora la mayoría estaba
durmiendo la siesta. Azucena iba sentada en la cruz del caballo de su
padre y Grommash en el de Ana Milena. Con paso tranquilo, pero sin
detenerse, salieron por el camino de tierra que llevaba a las montañas.

Dos horas después habían llegado a las primeras estribaciones. Ulrico


enfiló hacia el interior de la cordillera con resolución, ya era la tercera
vez que iba a recorrer ese camino. Una hora después encontraron el
arroyo y comenzaron a remontarlo entre las piedras de su cauce. Cada
vez estaban más alto y más lejos de Warcraft.
100
En ese mismo momento, a la casa que habían dejado atrás hacía tres
horas llegaba un numeroso grupo de orcos. Sus informantes les habían
dicho que allí se encontraba prisionero el hijo de Flogisto. Al llegar,
derribaron la puerta y revisaron toda la casa. Al no encontrar a nadie le
prendieron fuego.

La naturaleza quiso ayudar a los fugitivos y, cuando la casa ya ardía en


todo su esplendor, se descargó una intensa lluvia. Ríos de agua corrían
por el suelo borrando toda huella que pudiera existir, entre ellas las de
los tres caballos en que habían huido Ana Milena, Ulrico y los dos
niños. Cuando se apagaron las últimas cenizas, los orcos,
desorientados, dieron un rodeo y volvieron sigilosos a su pueblo.

Los caballeros se pusieron en alerta cuando vieron la columna de humo


que subía hacia el cielo. A pesar de la lluvia, se dirigieron hacia el
lugar. Al encontrar la casa incendiada creyeron que Ana Milena y su
hija estaban muertas y que el hijo de Flogisto había sido rescatado por
los orcos, así que perdieron toda esperanza de poder capturar a su
padre.

101
CAPÍTULO 23. GROMMASH
Mientras tanto, los tres caballos seguían trepando afanosos por el
arroyo. Ulrico quería llegar lo más lejos posible, no descartaba que
intentaran perseguirlos los caballeros para recuperar su prisionero o los
orcos para devolver el niño a su padre.

Las capas de lluvia les fueron de mucha utilidad ya que allí también se
descargó un terrible aguacero.

Cuando ya comenzaba a atardecer Ana Milena miró hacia arriba y


exclamó:

–Ulrico, mira, allá arriba, entre las piedras.

Ulrico miró hacia donde señalaba su esposa y vio asomar una rueda de
la catapulta. Posiblemente, luego de que la curara de sus propios
flechazos, la catapulta habría emprendido el regreso para reunirse con
su propio ejército. Pero, por alguna razón, se había detenido al borde
del arroyo. Quizás, si bien había remontado la pendiente para
perseguirlo, bajar por esa cuesta era mucho más difícil para ella. Corría
un riesgo cierto de desbarrancarse y terminar hecha pedazos.

Ulrico sentó a Azucena en la grupa del caballo de Ana Milena y le dijo


que esperara allí. Él subió solo, dando un rodeo hasta llegar al lado de
la catapulta. La situación no había cambiado, ésta no tenía ninguna
intención de atacarlos.

Volvió a buscar a la familia y todos terminaron de remontar el arroyo.


Quedaba poca luz, así que la aprovecharon para internarse aún más en
la montaña en búsqueda de un lugar seguro para pasar la noche.
102
Cuando finalmente desmontaron, en un claro entre rocas gigantescas,
ya no llovía. Pusieron sus capas a secar sobre unas piedras y Ulrico
preparó un fuego para que pudieran calentarse. Los niños corrieron
felices y los caballos mordisquearon unas hojas que crecían en los
arbustos. Todos cansados del viaje, comieron algo y se acostaron a
dormir en una gruta natural que se había formado en la montaña.

Desde que lo habían secuestrado, era la primera noche que Grommash


dormiría fuera de la jaula.

Cuando Ana Milena y los niños despertaron, Ulrico ya había cortado el


pan y el queso, preparado el té y cargado las cantimploras con agua
fresca. Se sorprendió cuando Grommash le dijo, en perfecto humano,
“buenos días”.

Es que Grommash, después de lo que había vivido, era un niño orco


muy especial. Todo empezó después de oír gritos y ver llamas
alrededor de su casa. Unos humanos habían entrado en su cuarto, lo
arrancaron de brazos de su madre y se lo llevaron arriba de unos
veloces caballos.

Aunque era de noche, los caballeros apagaron sus antorchas,


probablemente para que no los pudieran seguir. La luna derramaba un
poco de claridad y los caballos avanzaban por el camino sin detenerse.
No sabía cuánto tiempo pasó hasta que llegaron a una casa y lo bajaron
del caballo. Le pusieron una correa al cuello y lo dejaron el resto de la
noche atado a un árbol. Intentó desatarse, pero los nudos estaban muy
ajustados y le fue imposible.

103
Esperaba que de un momento a otro apareciera su papá o su mamá para
liberarlo, pero eso no ocurrió. En cambio, por la mañana, vio venir un
carro con una jaula de hierro. Lo desataron del árbol y lo hicieron
entrar a la jaula. La taparon con una manta y así lo transportaron hasta
otra casa que quedaba en las afueras de ese pueblo. Los hombres
hablaron algo con la humana de la casa, entraron la jaula y se fueron.

Grommash tenía muchas ganas de llorar, pero no lo hizo: por algo era
el hijo del mago Flogisto. La mujer lo miró con pena, o al menos así le
pareció a él. Ella le habló, pero él, como era de esperar, no le entendió
nada de lo que dijo. La humana se retiró un instante y regresó con un
vaso de agua, se lo pasó entre las rejas y él lo tomó con avidez. Desde
la noche anterior que no tomaba nada. Un rato después regresó con un
plato y lo dejó en el piso de la jaula.

Cuando se fue la mujer entró una niña, lo miró y volvió a salir. Poco
después regresó con un ramillete de flores de fuerte perfume. La niña,
señalando lo que había en el plato, le hizo señas de que se lo pusiera en
la boca. Como él no hacía nada, la niña metió la mano en la jaula, tomó
un bocado y comenzó a comerlo. Grommash tenía hambre, así que la
imitó y comió su primer alimento desde el día anterior.

Mientras él comía, la niña apoyó un dedo en su propio pecho y dijo,


separando bien las sílabas, a-zu-ce-na. Él no sabía lo que quería decir,
pero tantas veces lo dijo la niña que, finalmente, comenzó a repetirlo:
a-zu-ce-na. Cuando él lo repitió ella dejó de señalarse a sí misma y lo
señaló a él. Él se quedó callado. Ella volvió a señalarse y a decir a-zu-
ce-na, y luego a señalarlo a él y a quedar callada. Al fin comprendió:
ella habría de llamarse Azucena y le estaba preguntando por su nombre.

104
Él terminó de tragar lo que tenía en la boca y, señalándose a sí mismo,
dijo: Grommash.

Con ella aprendió a decir agua, comida, ropa y muchas cosas más, y
cada palabra que ella le enseñaba en humano él se la enseñaba en orco.
Por eso Grommash pudo decir en perfecto humano: “buenos días”.

–Buenos días Grommash –le respondió Ulrico. Jamás en su vida había


pensado que hablaría con un orco. Mientras desayunaban les explicó
que todo ese día estarían cruzando las montañas. Si lograban avanzar
bastante, quizás al día siguiente podrían llegar al reino de Organdí.

Mientras tanto, en el palacio, la princesa extrañaba mucho a Ulrico el


Cocinero. Deseaba que su viaje estuviera siendo afortunado, pero sabía
que los peligros eran muchos. ¿Habría podido sortear la vigilancia de la
catapulta? ¿Llegaría sano y salvo a su casa? ¿Cómo encontraría a Ana
Milena y a Azucena? ¿Las habría convencido de venir a vivir al reino
de Organdí? Eran todas preguntas para las que la princesa no tenía
respuestas.

105
CAPÍTULO 24. ANADAIDA, LA MENSAJERA
Mientras atendía los asuntos del reino, la princesa de Organdí, en los
ratos libres, seguía leyendo sobre Warcraft y sobre los orcos. En un
libro leyó que a los orcos también se los llamaba ogros, y que siempre
habían sido temidos por los humanos por su mayor tamaño y por el
color verde de su piel.

La princesa recordó un cuento que había leído y cuyo personaje


principal era un ogro que se llamaba Shrek, al que todos temían,
aunque nunca le habían dado la oportunidad de mostrarse tal cual era.
Una princesa encantada que de día era humana y de noche ogra se
termina enamorando de Shrek, se casan y tienen dos ogritos y una
ogrita.

Pero la historia de Warcraft no era dulce como la historia de Shrek. Allí


había una guerra de verdad. Ella había visto cómo la catapulta trataba
de matar a Ulriquero y cómo él había disparado todas sus flechas
intentando destruirla. Y también había visto las heridas y las cicatrices
que tenía el arquero.

Todo eso la hizo acordar de su sueño de tener en Organdí un gran


hospital donde se pudieran curar todos los heridos de esa guerra. Claro
que no era tan sencillo: no tenía mucho sentido curar a los heridos para
que luego vuelvan una guerra donde nuevamente podrían ser heridos o
quizás muertos.

Pero, por otro lado, le hacía ilusión que, si Ulrico regresaba con su
familia, contarían con una enfermera en el reino. Ana Milena sabría
muy bien cómo ayudar a todos los que la guerra les hubiera dejado sus
horribles marcas.
106
Al fin del día, cuando la princesa estaba leyendo en la biblioteca, una
hermosa mariposa entró por la ventana. Sus alas eran anaranjadas,
adornadas con círculos azul oscuro que brillaban como ojos. Se posó
justo encima del libro que la princesa estaba leyendo y su cara le
resultó conocida.

¡Claro! Enseguida se dio cuenta: era uno de los gusanos del séquito del
rey Gustav Tercero ya transformado en mariposa.

–Hola, Princesa –le oyó decir.

–Buenas tardes –respondió ésta.

–Me envía el rey Gustav Tercero.

–Bienvenida, pero ¿cuál es tu nombre?

–Me llamo Anadaida, y traigo un mensaje para usted.

–Te escucho.

–El rey Gustav Tercero le solicita salvoconducto para que su primo


Felipillo Gusanillo atraviese el reino para instalarse en el Bosque de los
Gusanos, donde es bienvenido.

–¿Y cuándo ocurrirá eso? –preguntó la joven.

–En los próximos días, Princesa.

–Muy Bien, Anadaida. Dile al rey Gustav Tercero que su primo será
bienvenido en el reino.

107
–Gracias, Princesa –respondió la mariposa doblando sus patitas
delanteras y estirando bien sus patas traseras, haciendo de esta manera
una gran reverencia y, levantando el vuelo, salió por la misma ventana
por donde había entrado.

La princesa se quedó pensando que en su reino cada vez más seres


encontraban refugio, y se alegró de ello. Ahora, lo que estaría excelente
sería recibir noticias de Ulrico el Cocinero. Hablaría con el rey Gustav
Tercero, quizás él pudiera enviar una mariposa en busca de noticias,
aunque no estaba segura de que las mariposas pudieran cruzar la
cordillera.

Con esa ilusión se fue a dormir esa noche.

En el mismo momento en que la princesa se metía en la cama, en medio


de las montañas, aún lejos del reino de Organdí, Ulrico y Ana Milena
conversaban al lado del fuego. Los niños ya se habían dormido y los
dos esposos aprovechaban para ponerse al día con sus noticias. Ana
Milena le preguntó:

–¿Cómo es la princesa de Organdí?

–Es joven y muy amable.

–¿Y qué pasó con sus padres, el rey y la reina?

–No lo sé –le respondió Ulrico–. No quise preguntar más de lo que ella


quiso contar.

–¿Pero no te parece raro que alguien tan joven maneje todo un reino?

108
–¿Si me parece raro? Me parece que en el reino de Organdí ocurren
muchas cosas raras. En todos los días que estuve no pude encontrar al
capitán de la guardia. ¿Quieres que te digo lo que pienso?

–Claro –respondió Ana Milena.

–Creo que algún encantador transformó a todos los soldados en


gallinas. No sabes cuántas hay siempre rodeando el palacio.

–Y quizás el mismo encantador –arriesgó Ana Milena– tenga


secuestrados a los padres de la princesa.

–Pero a ella se la ve muy feliz. ¿Te parece, esposa, que estaría tan feliz
si sus padres estuvieran prisioneros?

–Sí, claro, en eso tienes razón.

–Quizás ellos hayan muerto cuando ella era niña –arriesgó Ulrico.

–¿Y quién la cuidó y le hizo de comer y le preparó su ropa mientras era


pequeña? –pensó en voz alta Ana Milena.

–Ella sabe hacer todas las cosas del palacio. Yo le pedí que me dejara
cocinar, pero el resto lo siguió haciendo ella.

Los dos esposos permanecieron abrazados mirando el fuego.

–Otra cosa que no te conté es que en el palacio las puertas no siempre


dan al mismo sitio.

–¿Cómo es eso?

109
–No lo sé. La princesa tampoco lo sabe. Ocurren muchas cosas como
por arte de magia.

–Ojalá sea una magia buena –dijo Ana Milena con esperanza.

–Y una cosa más –agregó Ulrico–, me parece que a la princesa no le


gusta que le hagan reverencias.

Definitivamente, Organdí era un país lleno de misterios. Y además de


su hija llevaban con ellos al hijo del mago Flogisto. Ojalá no estuvieran
también llevando a la guerra con ellos.

Muy lejos de allí, los orcos que habían incendiado la casa de Ulrico y
de Ana Milena daban cuenta al mago de lo que había ocurrido en su
incursión al poblado humano.

–¿Dicen que no había nadie en la casa? –preguntó Flogisto.

–Nadie –respondieron los orcos–. Pero el niño estuvo allí, encontramos


una jaula de hierro con su olor.

El mago Flogisto quedó pensativo. Lo entristecía que no hubieran


podido rescatar a su hijo, pero, por otro lado, le nació la esperanza de
que aún estuviera vivo. Quizás la familia presintió el ataque orco y se
trasladó a un lugar más seguro. Debía ir él mismo a reconocer el sitio,
ponerse en lugar de esos humanos y pensar qué hubiera hecho él para
ponerse a salvo.

La princesa de Organdí dormía en su cuarto, Ulrico y Ana Milena


conversaban al lado del fuego en medio de las montañas, el mago

110
Flogisto pensaba en la mejor manera de seguir el rastro de su hijo,
todos bajo las mismas estrellas.

Mientras tanto, Azucena y Grommash dormían calentitos en una cueva


de la montaña.

111
CAPÍTULO 25. EL MAGO FLOGISTO
Después de desayunar, Ana Milena y Ulrico emprendieron nuevamente
el camino. Azucena seguía viajando con su padre y Grommash con Ana
Milena. Ulrico iba adelante ya que era él quien conocía la ruta. Cuando
el sol estuvo ya alto entre las montañas, llegaron al lugar donde la
catapulta había acorralado a Ulrico y donde, para salvar su vida, tuvo
que desprenderse de su arco. Ni rastro quedaba del arco, sepultado bajo
las toneladas de piedra que la catapulta arrojó sobre él.

Al doblar el recodo donde vio por primera vez a la princesa, Ulrico el


Cocinero ya se sintió en casa, aunque todavía le quedara otro día de
viaje para llegar al palacio. Una hora después dejaban atrás las últimas
montañas y entraban al verde país de Organdí.

Guio a toda la comitiva hasta la sombra del árbol donde, después de


varios días de pasar hambre y sed, bebió el agua que le convidó la
princesa. Allí Ana Milena y él desmontaron de los caballos y ayudaron
a los niños a hacer lo mismo.

Ulrico se arrodilló y besó el suelo. Ana Milena, al verlo, hizo lo mismo


y, al verlos a los dos, Azucena y Grommash también lo hicieron.
Cuando se levantó, Ulrico dijo:

–Warcraft nos ha dado siempre guerra y dolor, desde hoy ésta es


nuestra patria.

Luego le pidió a Azucena que, como mejor pudiera, le explicara a


Grommash que en ese reino no importaba ser humano o ser orco, que
nadie estaba en guerra con nadie. Algo hablaron los niños entre sí que

112
los puso alegres, porque rápidamente corrieron a treparse en las ramas
más bajas del árbol que les daba sombra.

Ulrico no quería someter a la familia a una jornada cansadora, bastante


difícil había sido cruzar la cordillera, así que almorzaron y durmieron la
siesta. Los caballos también necesitaban reponerse: en las montañas
hay poca comida para ellos y el esfuerzo de subir y bajar por las laderas
los había dejado exhaustos.

Mientras tanto, esa mañana, el mago Flogisto había tomado una


decisión: prepararía la poción mágica de la invisibilidad. Con ella
podría recorrer el pueblo humano donde estuvo secuestrado su hijo, sin
riesgo de que alguien lo viera. Contaba con todos los ingredientes
necesarios para hacerla, aunque sabía que, una vez utilizados, le
llevaría mucho tiempo volver a obtenerlos. Pero encontrar a su hijo
estaba por delante de todo, no ahorraría ningún esfuerzo.

Lo que se sabe por algunos libros de magia orca es que para preparar
esa poción hacían falta lágrimas de mariposas de alas doradas, saliva de
rana de la laguna recolectada en una noche de luna llena, limadura de
diente de cocodrilo vivo, pétalo de lirio amarillo florecido luego de la
primera lluvia del verano y dos o tres ingredientes más que son
ultrasecretos y que sólo los magos muy experimentados conocen.

Una vez preparada, vertió la poción en un pequeño frasco. Debía


llevarlo consigo y tomarlo cuando ya se encontrara en cercanías del
pueblo de los humanos, ya que su efecto duraba sólo unas cuantas
horas.

113
Cargó su zurrón con comida seca pero muy alimenticia y emprendió el
viaje esa misma noche. Ese poblado humano no quedaba cerca y quería
llegar no mucho después del amanecer.

Para esas horas, Ana Milena y Ulrico habían seguido camino y estaban
buscando un bosquecillo amable donde pasar la noche. Al día siguiente
le darían la sorpresa a la princesa: calculaban llegar a la hora de la
merienda, con tiempo para preparar la cena para todos.

Sin embargo, el día siguiente tenía preparada una sorpresa para ellos.
¿Cuál sería esa sorpresa?

114
CAPÍTULO 26. EL HEREDERO AL TRONO DE LOS
GUSANOS DE SEDA
Esta vez Ana Milena fue la primera en despertar. Ella también estaba
ansiosa por llegar finalmente al palacio de Organdí y conocer a la
famosa princesa. Dio agua a los caballos y preparó el desayuno.
Cuando estuvo todo listo despertó a su esposo y a los niños.

Después de lavarse la cara todos se sentaron alrededor del mantel


puesto en un claro del bosque. Allí los esperaban el pan y la miel que
viajaban en la alforja de los caballos. Para tomar había te. Todos
desayunaron con entusiasmo, era un excelente desayuno para un día de
viaje.

Casi a la misma hora en la que ellos estaban terminando de desayunar,


lejos de allí, el mago Flogisto bebía su poción de invisibilidad y entraba
al pueblo de los humanos. Al rato de andar, encontró la casa incendiada
recientemente por su ejército. Revisó entre sus cenizas, ya apagadas por
la lluvia, hasta encontrar la jaula de hierro a la que el fuego no pudo
destruir, con su puerta sin candado y abierta. Eso renovó su esperanza
de encontrar sano y salvo a Grommash.

En su recorrida por el pueblo notó que cuatro caminos salían de él. Si


los que tenían a su hijo habían huido para salvarse, obligadamente
debían haber tomado alguno de ellos. Uno de esos caminos era el que
lo había traído a él hasta allí y no le pareció que ofreciera alguna
posibilidad de escondite para alguien que intentara ponerse a salvo. Así
que le quedaba explorar los otros tres y a eso se puso.

115
El primero de ellos lo condujo hasta un maizal. En otras condiciones,
un plantío de ese tipo, con plantas que llegan a medir más de dos
metros de altura, sería un excelente escondite para cualquiera, aún para
los orcos. Pero no era ese el caso de las plantaciones de Warcraft:
siempre asediadas por la guerra, sufrían permanentes ataques e
incendios para privar de alimento a los enemigos.

El cultivo estaba tan raleado que hubiera sido imposible ocultarse


detrás de esas plantas aisladas y raquíticas. De cualquier manera, el
mago recorrió largo rato el sembrado sin encontrar huellas ni ningún
otro rastro de personas por allí.

Regresó sobre sus pasos para recorrer otro de los caminos sin explorar.
Caminó sin prisa, pero sin detenerse, durante toda la mañana. El
segundo camino lo llevó hasta un inmenso río. Anduvo largo rato por
su orilla, pero no encontró ningún puerto ni ninguna barca, ni en esa
orilla ni en la de enfrente. Difícilmente una familia huyendo del peligro
podría haberlo atravesado.

El mago caminaba desde la noche anterior. Cuando sintió que sus


fuerzas lo comenzaban a abandonar, decidió buscar una sombra donde
descansar un rato, pensando en retornar luego al pueblo y explorar el
último camino que le faltaba. Pero luego de comer unas nueces y unas
almendras, y de tomar un poco de agua, comenzó a sentir un cosquilleo
en todo su cuerpo. Eso era signo inequívoco de que el efecto de la
poción de invisibilidad estaba por terminar. Tenía que tomar una
decisión rápida. Sin pensarlo más, se acercó a la orilla, tomó un tronco
que alguien había cortado recientemente y, abrazado a él, se arrojó al
río.

116
Mientras tanto, Ulrico y Ana Milena se habían detenido a tomar un
breve descanso a la sombra de un olmo antes de recorrer el último
tramo. Fue en ese momento cuando, a lo lejos, vieron venir una larga
fila de carros cargados con algo que no se podía distinguir a esa
distancia.

¿De qué se trataría esa extraña caravana? ¿Quizás fueran comerciantes


que llevaban provisiones al palacio? ¿O serían invasores inesperados y
la princesa estaba en riesgo?

La fila de carros pareció estar conducida por alguien que, con destreza,
manejaba el primero de ellos. Él parecía haberlos visto también porque
hacia allí encaminó a toda la caravana.

Ya más cerca, vieron que el conductor era un joven muy apuesto, quien
con gracia guiaba a los caballos hacia allí. Ya cercanos, se advertía que
los carros, que eran como diez, estaban cargados con cajas de las que
sobresalían unas hojas grandes y verdes.

Ulrico levantó la mano en señal de saludo. El joven respondió de la


misma manera y, al llegar, detuvo su carro; detrás frenaron todos los
demás.

–Buenos días, joven –dijo Ulrico.

–Buenos días, señor.

–Soy Ulrico el Cocinero, ¿y usted?

–Soy Felipillo Gusanillo, el sucesor al trono de los gusanos de seda.

117
Ulrico y Ana Milena pensaron que se trataba de un país que se llamaba
Gusanos de Seda, y que estaban frente al príncipe heredero.

–Buenas tardes, Príncipe –dijo Ulrico con respeto–. ¿En qué podemos
servirle?

–Si no estoy equivocado me hallo en el país de Organdí, ¿es verdad?

–Está usted en lo cierto.

–¿Y me podrían indicar cómo llegar hasta el Bosque de los Gusanos?

–No sabré decirle yo donde queda ese bosque–respondió Ulrico–, pero


nosotros vamos ahora mismo hacia el palacio, si gusta podemos guiarlo
y allí podrán informarle.

–¡No! –dijo con resolución Felipillo–. No debo acercarme bajo ninguna


circunstancia al palacio.

Esto puso en guardia a Ulrico. ¿Se trataría de algún enemigo del reino
que estaba preparando un ataque por sorpresa? ¡Y el capitán de la
guardia convertido en bataraza! ¡Menudo problema para la princesa
indefensa!

Viendo la confusión de su marido, Ana Milena se sumó a la


conversación:

–Estimado Príncipe, soy Ana Milena, la esposa de Ulrico el Cocinero.


¿Me podría decir por qué no puede acercarse al palacio?

118
–La verdad, estimada señora, no lo sé, pero así decía el mensaje que me
envió mi primo el rey Gustav Tercero –sacó una hoja de papel que
llevaba doblada en el bolsillo de la camisa y la leyó para todos los
presentes–: “Estimado primo Felipillo Gusanillo: tengo el beneplácito
de informarte que la princesa de Organdí ha extendido un
salvoconducto para que puedas atravesar sus tierras y unirte a nosotros
en el Bosque de los Gusanos. Bajo ninguna circunstancia debes
acercarte al palacio de la princesa, es cuestión de vida o muerte. Te
espera con júbilo, tu primo, rey Gustav Tercero”.

–Yo no conozco a su primo –dijo en ese momento Ulrico el Cocinero–


y no tengo noticias de ningún rey Gustav Tercero. Pero si tiene un
salvoconducto de la princesa de Organdí, ella sí es la autoridad
reconocida de todo este país.

Todos quedaron expectantes, ya que nadie allí conocía la razones por


las que Felipillo Gusanillo no podía acercarse al palacio de la princesa.
El caso es que, de los presentes, nadie sabía indicarle a Felipillo
Gusanillo dónde encontrar el Bosque de los Gusanos. En ese momento,
Azucena preguntó:

–¿Qué son esas hojas que lleva en esas cajas, señor Gusanillo?

–Son hojas de morera, señorita. Y si no es mucha molestia, ¿usted


cómo se llama?

–Me llamo Azucena.

–Qué bonito nombre. ¿Y su hermano?

–No es mi hermano, pero se llama Grommash.


119
–Hermoso nombre orco –dijo Felipillo.

–¿Usted conoce a los orcos? –preguntó Ulrico intrigado.

–Así es. Muchos años tuvimos trato con los orcos y ellos protegieron a
mi reino, así como ahora la princesa de Organdí protege el de mi primo
Gustav Tercero. Pero, los continuos ataques y los incendios de los
bosques de mora nos hicieron venir hacia este país de paz. En alianza
con mi primo fortaleceremos ambos reinos.

En ese momento, Grommash, dando muestras de alegría, se acercó y


mirándolo de cerca exclamó:

–¡Felipillo Gusanillo!

–¿Grommash? ¿Grommash, el hijo de Flogisto? –y saltando del carro le


fue a dar un abrazo–. Este niño –dijo dirigiéndose a los demás– es hijo
de uno de los más grandes magos de todos los tiempos. Pero ¿qué hace
aquí con ustedes?

–Es una larga historia –suspiró Ana Milena–, pero digamos que lo
trajimos con nosotros para salvarle la vida.

Todos se sentaron a la sombra del bosque para poder, con mayor


comodidad, contarse sus aventuras.

120
CAPÍTULO 27. ULRICO Y SU FAMILIA LLEGAN AL PALACIO
Ulrico el Cocinero tuvo tiempo de contarle a Felipillo Gusanillo la
increíble historia que había terminado con Grommash al cuidado de su
familia.

–Su padre y su madre han de estar desesperados –acotó Felipillo.

–Ya lo creo –dijo Ana Milena–. Igual estaríamos nosotros si


secuestraran a nuestra Azucena.

–Conozco muy bien a Flogisto y a su esposa. La última vez que los vi


Grommash no tendría más de cinco años.

–Sin embargo, lo ha reconocido –dijo Ulrico.

–Sí, siempre jugábamos cuando iba a casa de sus padres. Es un niño


muy dulce e inteligente.

–¿Y no habría como avisarles que su hijo está bien? –preguntó Ana
Milena.

–No lo sé –reflexionó Felipillo–. Yo ahora tengo que llegar al Bosque


de los Gusanos. Luego podemos pensar algo.

En ese momento, Azucena y Grommash llegaban corriendo con algo


que les caminaban por las manos:

–¡Esas cajas están llenas de gusanos! –exclamó Azucena en voz alta.

–¡Sí!, ¡gusanos de seda! –apoyó Grommash con los ojos muy abiertos.

121
Felipillo se levantó de un salto y recogió amorosamente a los gusanos
enredados en los dedos de los niños.

–¡Dénmelos aquí! –exclamó sonriendo y, rápidamente, los echó dentro


de la caja más cercana–. Ese es mi pueblo, el de los gusanos de seda, y
las cajas están llenas de hojas de morera porque ese es su alimento. Es
su comida para el viaje, pero tengo que llegar al bosque de los gusanos
antes de que se les acabe.

La situación era complicada, ya que nadie sabía cómo llegar a ese


bosque. Ulrico quería ayudar a Felipillo Gusanillo, pero no sabía como
hacerlo. Por su parte, Felipillo Gusanillo no quería de ninguna manera
acercarse al palacio. Así que, luego de pensarlo un poco, Ulrico le hizo
la siguiente propuesta:

–Yo necesito llegar al palacio para que mi familia descanse de un viaje


tan largo. Si le parece, me espera aquí. Llego al palacio, le pregunto a
la princesa donde queda el Bosque de los Gusanos, cambio de caballo y
vengo a avisarle.

–¿Harías eso por mí? –se sorprendió Felipillo.

–Con todo gusto. Cada uno tiene sus cosas que resolver y me parece
bueno ayudarnos mutuamente.

–Entonces aquí te espero, amigo.

Ulrico y Ana Milena subieron a los niños a los caballos, montaron ellos
mismos y continuaron el camino.

122
Mientras tanto, del otro lado de las montañas, el mago Flogisto,
abrazado a un tronco que lo ayudaba a flotar, se dejaba llevar por la
corriente del río. Según sus cálculos, en poco tiempo ésta lo depositaría
cerca de su pueblo, y así fue.

No había tenido tiempo de explorar el tercer camino, así que apenas


llegó a su casa puso en marcha un nuevo plan: ya no era posible
fabricar más poción de la invisibilidad porque había acabado con los
ingredientes. Buscó su ropa humana, la que usaba cuando quería pasar
desapercibido. Una capa con capucha que le ocultaba el rostro,
pantalones hasta los pies –los orcos los usaban por arriba de las
rodillas– y zapatos de cuero. No le eran muy cómodos, pero así vestido
parecía un viejito, un poco alto, sí, pero al que nadie prestaría la menor
atención.

Debía descansar un rato para emprender nuevamente viaje al poblado


humano. Quizás en el camino que le faltaba explorar encontrara algún
indicio sobre el paradero de su hijo. Mientras dormitaba soñó con
Grommash. En el sueño lo cuidaba una niña humana y los dos reían
juntos. Se despertó confuso y feliz.

Mientras tanto, en el palacio, la princesa se encontraba juntando huevos


para llevar a la cocina cuando le pareció oír, a lo lejos, pasos de
caballos. Inmediatamente las gallinas comenzaron a armar tal alboroto
que ya fue imposible escuchar nada, por eso casi se le cae la canasta
con todos los huevos cuando oyó un relincho a sus espaldas y la voz de
Ulrico el Cocinero que, desde arriba del caballo, le decía:

–Buenas tardes, Princesa.

123
La princesa apoyó la canasta en el suelo, se levantó y se acercó al
caballo mirando a la niña que venía montando con su padre.

–¡Hola, Ulrico! –exclamó sin mirarlo y, sin quitar los ojos de la niña,
agregó–: tú has de ser Azucena, ¿no?

–Sí, ¿cómo me conoce? –preguntó ella.

–Porque tu papá me habló mucho de ti.

La princesa levantó sus brazos, la niña le dio los suyos y en un instante


sus piecitos tocaron el césped del jardín del palacio.

–Tú has de ser Ana Milena.

–Sí, Princesa.

–Bienvenida a mi palacio. Es la primera vez que una enfermera visita


mi reino. Nuevamente bienvenida.

–Gracias –contestó Ana Milena.

–Yo Grommash –dijo en ese momento el niño orco, al que la princesa


aún no había saludado.

–Bienvenido Grommash –y también le dio los brazos para ayudarlo a


bajar del caballo.

–Princesa –dijo Ulrico–, disculpe que interrumpa los saludos y las


bienvenidas, pero hay un tema urgente que debemos resolver.

La princesa quedó atenta a lo que le diría.


124
–En el camino nos encontramos con Felipillo Gusanillo. Dice que tiene
un salvoconducto suyo para atravesar el reino hasta el Bosque de los
Gusanos.

–Es cierto, yo otorgué ese salvoconducto –respondió la princesa.

–Pero el problema es que no sabe dónde queda ese bosque y no quiere


saber nada de acercarse al palacio. Quedó esperando mis noticias.

–Ah, ya entiendo –dijo la princesa y se puso a reír recordando su


conversación con el rey Gustav Tercero sobre venir con sus gusanos al
palacio.

La princesa invitó a Ana Milena a bajar del caballo. Cuando estuvo en


el suelo, ellas dos se abrazaron.

–Gracias por ayudar a mi esposo, Princesa.

–Gracias a ti por haber aceptado venir a mi reino.

Ana Milena no podría ser su madre, pero si la hermana mayor que


nunca había tenido.

–Ulrico –dijo la princesa–, ¿podrías buscar dos caballos descansados


mientras acompaño a tu esposa al palacio?

–Por supuesto, Princesa.

Azucena y Grommash corrían felices entre las gallinas. Éstas se


asustaban un poco, pero luego seguían comiendo los granos de maíz
que la princesa les había arrojado.

125
–Vamos al palacio –la invitó la princesa–. Los niños pueden seguir
jugando aquí, no hay ningún peligro para ellos.

Ana Milena la acompañó. La princesa primero le mostró la cocina:

–Aquí puedes preparar la merienda. Revuelve en los armarios, vas a


encontrar todo lo que necesites.

Luego subieron juntas al piso superior, donde se encontraban los


cuartos.

–Aquí elije los cuartos que te gusten para ustedes y para los niños. Allí
encontrarás lo que haga falta para bañarse y para vestirse. Ah, una cosa
más –agregó la princesa–, no te sorprendas si alguna puerta no lleva al
lugar indicado, sigue intentando hasta lograrlo.

–Sí –se sonrió Ana Milena–, ya Ulrico me contó esta característica de


tu palacio. ¿No te resulta molesto a ti, que vives aquí?

–¿Molesto? –se sorprendió la princesa– Para nada, me resulta divertido.


Una se cansa un poco de que todo sea siempre igual, ¿no te parece?

–Puede ser –contestó Ana Milena, y bajaron las dos sonrientes por las
escaleras.

Ulrico ya esperaba en el jardín con los dos caballos ensillados.

126
CAPÍTULO 28. EL BOSQUE DE LOS GUSANOS
–Esposa –le dijo Ulrico a Ana Milena en la puerta del palacio–, iremos
a auxiliar a Felipillo Gusanillo para que pueda llegar al Bosque de los
Gusanos. Espero que estemos de regreso para la hora de la cena.

–Vayan tranquilos, tomaremos una merienda y luego les prepararé un


buen baño a los niños, que hace días que lo necesitan.

La princesa y Ulrico montaron en los caballos.

–Ulrico, guía hasta donde dejaste a Felipillo Gusanillo.

–Con gusto, Princesa –y salieron al paso de los jardines del palacio.

Ya en el camino los caballos tomaron un trote ligero, pero eso no les


impedía ir conversando, sobre todo a Ulrico, que tenía tantas novedades
para contar. El reencuentro con su esposa le pareció emocionante a la
princesa y la historia de Grommash, capturado y enjaulado por los
caballeros, le dio una pena infinita.

–Hiciste bien en traerlo a Organdí. Aquí estará seguro y ya pensaremos


como avisar a sus padres.

Allí Ulrico le contó que Felipillo Gusanillo conocía a la familia de


Grommash, ya que los orcos habían protegido muchos años al reino de
los gusanos de seda.

Eso sí es extraño, pensó la princesa, más extraño aún de que las puertas
cambien de lugar. ¿Cómo es posible que un niño secuestrado, viajando
con sus cuidadores, se encuentre de casualidad con un amigo de sus

127
padres que está atravesando un país extranjero? Ni en sus libros había
leído nunca una historia así.

Felipillo Gusanillo, mientras tanto, esperó pacientemente el regreso de


Ulrico. Merendó unas galletas de arroz que llevaba en sus alforjas y
miraba cada tanto hacia el lugar donde había visto desaparecer los tres
caballos que transportaban a Ulrico, Ana Milena y los niños.

Primero le pareció ver dos puntitos que se movían en el horizonte.


Luego ya distinguió que se trataba de dos jinetes vestidos de blanco. Su
alegría fue inmensa al reconocer en uno de ellos a Ulrico, a quien ya
consideraba su amigo, aunque se sorprendió al verlo acompañado.

Ulrico y la princesa llegaron al bosque donde esperaba Felipillo


Gusanillo y frenaron sus caballos. La princesa se sorprendió
sobremanera de la presencia de ese apuesto joven que se acercó
ofreciéndole su mano para ayudarla a desmontar –gesto por otro lado
totalmente innecesario, porque la princesa sabía montar y desmontar
muy bien sin ninguna asistencia–, pero no quiso desairarlo y aceptó su
ayuda.

–¿Dónde se encuentra Felipillo Gusanillo? –preguntó la princesa.

–Justo frente a usted –respondió sonriendo el joven.

La princesa abrió muy grande los ojos y la boca. Aquella situación


estaba muy lejos de lo que había imaginado. Para ella, Felipillo
Gusanillo era un gusano de seda, como el rey Gustav Tercero era un
gusano común, y nunca se imaginó que fuera alguien tan, tan, tan…
agradable.

128
–Es que yo creía que Felipillo Gusanillo era… –y no se animó a
completar la frase. El joven lo hizo por ella:

–…un gusano.

–Sin ofender, pero sí, esperaba encontrar un gusano –dijo la princesa


sonrojándose.

–¿Y usted es…? –preguntó Felipillo Gusanillo.

–Disculpe, que descuidada, no me he presentado. Soy la princesa de


Organdí, bienvenido a mi reino.

–Un gusto, princesa. No se apene, muchos, antes de conocerme, creen


que soy un gusano. Ya estoy acostumbrado a eso.

–Es que el rey Gustav Tercero me dijo que usted era el heredero al
trono de los gusanos de seda.

–Y le dijo la verdad.

–Y que usted era su primo.

–Y eso también es cierto –confirmó Felipillo Gusanillo.

Como viera a la princesa confusa y sin terminar de creer lo que le


decía, el heredero al trono de los gusanos de seda se sintió en la
obligación de explicarse.

–Le diré como han sido las cosas, princesa. Mi bisabuelo era chino y él
organizó la producción de seda en su país y, como usted sabrá, el hilo
para fabricar la seda la proporcionan los gusanos de seda. Pero tienen
129
una gran debilidad: sólo comen hojas de morera; así que mi bisabuelo
hizo plantar un bosque entero de moreras destinado a la alimentación
de los gusanos y, por ese motivo, ellos lo eligieron su rey.

La princesa estaba más que atenta a la historia que contaba Felipillo


Gusanillo. Eso explicaba muy bien por qué era el heredero del trono de
los gusanos de seda. Pero ¿cómo él y Gustav Tercero habían terminado
siendo primos?

Como si adivinara su pensamiento, Felipillo continuó.

–Seguro que lo que usted se preguntará es cómo Gustav Tercero y yo


podemos ser primos.

La princesa asintió con la cabeza.

–Le diré: el hermano de mi papá, o sea, mi tío Arnaldo, conoció a


Gustav Tercero en una situación muy especial. Su padre fue devorado
por una gallina de tío Arnaldo y Gustav Tercero quedó huérfano siendo
aún muy pequeño. Entonces, mi tío se propuso ayudarlo en todo lo
posible para que llegue a la edad adulta y, para eso, lo adoptó como su
hijo. Entonces verá, princesa, que, si Gustav Tercero es hijo del
hermano de mi papá, él y yo somos primos.

La princesa y Ulrico quedaron tan maravillados con la historia que casi


olvidaron el motivo por el que habían ido hasta allí. Pero Felipillo
Gusanillo claro que no, así que, educadamente, les dijo:

–Lo que yo necesitaría ahora es que me indiquen cómo llegar hasta el


Bosque de los Gusanos antes de que se le termine la comida a mi
pueblo.
130
–Claro –le dijo la princesa, que mientras se acercó a mirar de cerca a
los gusanos de seda. Luego le dio precisas instrucciones para sobre
como llegar al Bosque de los Gusanos sin perderse.

–Sigue siempre hacia el oeste: el primer bosque no, el segundo


tampoco, el tercero es el Bosque de los Gusanos.

Era imposible equivocarse. El sol ya empezaba a bajar hacia el


horizonte marcando claramente dónde quedaba el oeste.

–¿Le parece que podré llegar antes de que se haga de noche? –preguntó
a la princesa.

–Es posible, eso si partes ya y no te detienes nuevamente.

Felipillo Gusanillo se despidió y se puso en marcha con la larga fila de


carros que llevaban las cajas donde viajaban los gusanos de seda.
Ulrico y la princesa lo saludaron con las manos en alto y emprendieron
el regreso al palacio.

Felipillo llegó al Bosque de los Gusanos ya de noche. Su primo Gustav


Tercero lo recibió con muestras de alegría y un detalle muy especial:
las moreras estaban adornadas con bichitos de luz para que los gusanos
de seda las pudieran identificar y se instalaran cómodamente en ellas.

Hacía mucho tiempo que los primos no se veían, así que tenían muchas
cosas para conversar. Mientras los gusanos de seda salían de las cajas y
comenzaban a treparse a las moreras, ellos se instalaron cómodamente
a los pies de un inmenso roble. Gustav Tercero pudo explicarle,
finalmente, la razón por la que no debía acercarse al palacio: ¡las
gallinas!
131
A la misma hora la princesa y Ulrico llegaban al palacio para
encontrarse con la sorpresa de que la cena ya estaba lista. Ana Milena
había preparado una exquisita sopa de remolacha y los cinco se
sentaron a la mesa.

Todos necesitaban descansar luego de un día tan agitado. Ana Milena


había dispuesto tres cuartos: uno para ella y Ulrico, otro para Azucena
y el restante para Grommash, todos con unos increíbles colchones de
plumón de pato. El niño orco, desde su secuestro, no había vuelto a
dormir en una cama; recién durante el viaje por las montañas había
dormido fuera de la jaula. Para él también Organdí comenzaba a ser un
país maravilloso.

132
CAPÍTULO 29. LA CATAPULTA MEMORIOSA
Mientras la princesa, Ulrico y Felipillo Gusanillo conversaban en el
bosque, muy lejos de allí el mago Flogisto iniciaba, por segunda vez, el
camino que lo llevaría hasta el pueblo donde había estado secuestrado
su hijo. Oculto por su disfraz, caminaba a paso firme. Esta vez ya no
necesitaría entrar al poblado, podría rodearlo e ir directamente hasta el
camino que le faltaba explorar. Si lograra llegar de noche sería una
inmensa ventaja.

No era la primera vez que Flogisto se arriesgaba entre los humanos con
su disfraz, pero nunca lo había acompañado la angustia y la ansiedad
que le producía estar buscando a su hijo secuestrado por los caballeros.
Rogaba de todo corazón a Blizzard que lo protegiera en su aventura.

Para caminar más rápido se quitó los zapatos humanos y los colgó de su
cinturón: ya cuando estuviera en las cercanías del pueblo de los
hombres se los volvería a poner. Mientras tanto, la tarde empezaba a
caer y el paisaje se teñía de rojos, naranjas y escarlatas.

En el mismo momento en que el mago caminaba impulsado por la


esperanza que le permitía vencer el cansancio, muy lejos de allí ya la
noche cobijaba a todos los durmientes del palacio de Organdí, incluido
su hijo.

El mago Flogisto llegó al pueblo de los humanos cuando la noche


estaba por terminar. Los primeros colores del amanecer ya se dejaban
ver cuando estaba terminando de recorrer el último camino que le
faltaba explorar. Si quienes tenían a su hijo huyeron en esa dirección,
con seguridad se encontraron con las montañas de la cordillera, ya que
allí terminaba esa senda.
133
¿Sería posible que, ante el temor de ser alcanzados por los orcos, se
hubieran ocultado en las montañas? Eso parecía difícil, pero no
imposible. El mago caminó un buen rato hasta que encontró un lugar
entre dos montañas por donde parecía posible pasar. ¿Qué hacer?
¿Internarse en el abra para ver hasta dónde lo conducía? Decidió probar
suerte e intentar el escarpado camino.

A medida que se fue internando entre las montañas ya dejó de ver el


camino que lo había conducido hasta ese lugar. Miraba todo con
atención, con la esperanza de encontrar algún rastro que le indicara de
que alguien había pasado por allí. Pero por ahora, nada.

Cuando ya llevaba una hora caminando se encontró con un arroyo.


Posiblemente sería uno de los tantos arroyos de montaña que
alimentarían el caudal del gran río que había encontrado el día anterior.
Si lo seguía hacia el lado que descendía llegaría, probablemente, a
donde ya había estado. Pero ¿y si intentaba remontarlo subiendo la
montaña? Nada perdía con intentarlo.

Con esfuerzo, poco a poco ya que su disfraz de humano no era de lo


más cómodo para andar entre las piedras resbaladizas del arroyo, fue
subiendo cada vez más alto en la montaña. Quizás fuera peligroso
internarse en esa cordillera, pero buscar a su hijo le daba valor para
enfrentar cualquier desafío.

Subiendo y subiendo había perdido la noción del tiempo que había


pasado. Por la luz del sol imaginó que ya sería la tarde. Se sentó en una
piedra de la orilla y se quitó los zapatos de cuero que se había vuelto a
poner al llegar al poblado. Refrescó sus pies en las heladas aguas del
arroyo. Descansó unos minutos y decidió seguir ascendiendo, ya sin
134
zapatos: así como lo estaba haciendo él también lo podrían haber hecho
los humanos que, quería creer, llevaban a su hijo.

Su trepada por el arroyo era lenta, sobre todo porque no iba a caballo
sino a pie, pero su esfuerzo lo llevó a un descubrimiento inesperado:
donde el arroyo se transformaba en una modesta vertiente que se perdía
entre las piedras halló, nada más y nada menos, que una catapulta orca.
Eso era lo último que se hubiera imaginado encontrar en ese inhóspito
lugar; definitivamente, estaba entre las más cosas más sorprendentes
que le habían pasado en su vida. Pero no cabía dudas: estaba con sus
cuatro ruedas, la palanca que arrojaba piedras, intacta, como si hubiera
estado allí desde el principio de los tiempos.

Era una catapulta de su ejército, pero ¿qué hacía allí? ¿Quizás se había
internado en la montaña siguiendo a algún enemigo? ¿Ese enemigo
todavía estaría rondando por allí? ¿Todo esto sería una trampa para
atraparlo?

Se detuvo junto a la catapulta e hizo silencio: necesitaba escuchar los


ruidos de ese lugar. Lo más sonoro era el agua del arroyo bajando entre
las piedras, pero, cuando el oído se acostumbró a su susurro constante
comenzó a escuchar, entrecortados, los cantos de diferentes pájaros. Y,
de a poco, se fue haciendo patente el sonido del viento que silbaba
entre las cumbres cercanas. Nada de eso le hablaba de enemigos, sino
más bien de una montaña solitaria.

Convencido de que estaba solo, el mago Flogisto comenzó una


operación muy delicada, que consistía en extraer la memoria de la
catapulta. Se arrodilló delante de ella y apoyó las dos palmas de sus
manos en la plataforma. Cerró los ojos y pronunció el conjuro:
135
Catapulta Catapulta
que por el mundo has ido,
a través de mis manos,
de tu memoria a la mía,
cuéntame lo que has vivido.

Flogisto, de rodillas y con los ojos cerrados, fue viendo en su mente


cómo la catapulta había participado del ataque a las torres de vigilancia
del poblado humano. También cómo los arqueros salieron a
enfrentarlas, aun en inferioridad de condiciones. Luego, uno de los
arqueros le acertó dos peligrosos flechazos y la catapulta se puso a
perseguirlo por uno de los caminos que salían del pueblo.

El mago Flogisto reconoció que ese era el camino que llevaba a las
montañas, aquel que él había recorrido ese mismo día. Cuando el
arquero se internó en la montaña para salvar su vida, la catapulta lo
siguió persiguiendo hasta llegar al arroyo y, detrás de él, no sin peligro
de desbarrancarse, escaló la escarpada cuesta. Al llegar arriba vio cómo
el arquero se internaba rápidamente en lo más profundo de la cordillera.
La catapulta lo siguió durante un tiempo que era difícil de precisar,
hasta poder acorralarlo entre dos montañas.

Flogisto continuaba de rodillas, con las palmas de sus manos apoyadas


en la catapulta y viendo todos los recuerdos que ella tenía. El arquero
se escondía detrás de las salientes de las rocas y las piedras que
arrojaba la catapulta no lograban acabarlo. Entre descarga y descarga
de piedras él también disparaba sus flechas que herían de gravedad a la
catapulta, pero tampoco logró destruirla.

136
En un momento, en el recuerdo de la catapulta apareció una joven y su
caballo. Enseguida desapareció esa visión y siguió atacando al arquero.
En ese momento apareció una imagen difícil de interpretar: el arco del
arquero voló por los aires y cayó al suelo. La catapulta, con rapidez, lo
sepultó debajo de toneladas de piedras.

Luego de varios días aparece en sus recuerdos un humano vestido de


blanco. ¿Cómo? Se extrañó Flogisto, esa cara me es conocida. Claro, se
dijo a sí mismo, pero si es el arquero ya sin arco y sin ropa de arquero.
Primero pensó en un engaño para acercarse a la catapulta que,
claramente, estaba agonizando por las heridas recibidas, pero, de
manera incomprensible, vio cómo el hombre iba quitando, una a una,
todas las flechas que aquella tenía clavada. Lo hacía con mucha
delicadeza, hasta se podría decir, con mucho amor. Eso fue lo que evitó
que la catapulta muriera.

El mago Flogisto, agotado, separó sus manos de la catapulta y abrió los


ojos. Tenía que pensar en todo lo que había visto, porque los recuerdos
extraídos de la máquina, llegado a ese momento, no tenían ni pies ni
cabeza. Hasta el ataque a las torres y la persecución del arquero todo
parecía muy lógico, pero luego el arquero desaparece, vuelve a
aparecer ya sin su ropa de arquero y cura a la catapulta que lo estuvo
persiguiendo y tratando de matar. ¡Eso era totalmente incomprensible!

Y esa joven con un caballo que apareció en un momento, ¿de quién se


trataría?

Flogisto comprendió que el acto de magia que le permitió recuperar


parte de la memoria de la catapulta lo había dejado agotado, ya no tenía
fuerzas para seguir. Debía descansar.
137
CAPÍTULO 30. VISITA
Poco antes del almuerzo las gallinas cacarearon a más no poder. Ulrico
no había podido comprobar aún que ellas fueran los antiguos soldados
de la guardia, pero debió reconocer que cumplían las funciones de un
buen perro guardián: nadie se podía acercar al palacio sin que ellas
dieran un aviso fuerte y sonoro.

La princesa se asomó a ver. Para su sorpresa se encontró cara a cara


con Felipillo Gusanillo.

–Hola Princesa.

–Buenos días, Felipillo –le respondió ella, imprevistamente algo


agitada.

–Quise venir a agradecerle personalmente por recibirme en su reino.

–Es un gusto tenerte con nosotros y me alegro de que, a diferencia de tu


primo, no tengas problemas en venir a visitarme al palacio.

Los dos rieron y la princesa aprovechó para mostrarle los jardines con
sus plantas de rosas y surtidores de agua.

–¿Se encuentra Ulrico en el palacio?

–Sí –respondió la princesa–, vamos a visitarlo a la cocina.

–¡Buenos días, amigo! –exclamó Felipillo Gusanillo apenas ingresó.

–Hola, Príncipe. ¿Qué lo trae por aquí?

138
–Quería agradecerles, a la princesa y a ti, las molestias que se tomaron
ayer para ayudarme a llegar al Bosque de los Gusanos.

–No es nada –dijo Ulrico con modestia, aunque en verdad, después del
agotador viaje que lo había traído desde Warcraft, fue un gran esfuerzo
para él guiar a la princesa hasta el lugar donde lo había dejado con sus
carros.

–Y además quería saludar a Grommash. Quisiera ayudarlo, dado la


gran amistad que tengo con sus padres.

–¿Por qué no te quedas a almorzar con nosotros? –ofreció la princesa–.


Creo que el cocinero podrá ofrecer comida para todos.

–Por supuesto –dijo Ulrico orgulloso.

–Y después de almorzar podremos conversar sobre la mejor manera de


reunir a Grommash con su familia –dijo la princesa.

Mientras eso ocurría en el palacio, el mago Flogisto había tomado la


decisión de explorar el camino que habían recorrido la catapulta y el
arquero hasta que éste último desapareció. Había nacido en él el
presentimiento de que todo eso tenía algo que ver con su hijo, aunque
no sabía bien qué.

Lo que le preocupó fue que, así como él había llegado hasta allí, otros
lo podrían hacer, ya sean orcos o humanos. No quería que la guerra lo
siguiera persiguiendo, así que tuvo una idea: la catapulta estaba en un
lugar privilegiado, justo donde nacía el arroyo que bajaba por la
montaña. Desde ahí dominaba todo el panorama, no se podía llegar

139
hasta allí por otro lado que no fuera trepando por las rocas del arroyo,
tarea difícil y lenta como ya él mismo había experimentado.

Así que pensó que, desde ese lugar, la catapulta podría impedir el paso
de cualquiera que lo intentara. Solo era necesario conjurarla para que
así lo hiciera. Se paró al lado de ella y, apoyando su mano sobre la
palanca que arroja las piedras, dijo:

Catapulta catapulta,
No dejes que por aquí
Ni de día ni de noche
Pase orco ni humano
Desde que yo retire mi mano.

Cuando retiró su mano de la catapulta, ésta se movió un poco adelante


y atrás, cargó piedras en su inmensa cuchara y se puso en actitud
vigilante de cara al arroyo. De esta manera quedó sellado el acceso a la
cordillera y Flogisto emprendió el camino siguiendo los recuerdos que
había tomado de ella.

Mientras tanto, ese mediodía en el palacio de Organdí seis personas se


sentaban a la mesa del comedor. La princesa estaba maravillada:
acostumbrada a estar sola, no cabía en sí de alegría por tener tanta
compañía.

Luego del almuerzo, Grommash arrastró a Azucena hasta la biblioteca:


no podía esperar a que le enseñara las letras humanas para poder leer
todos esos libros. Mientras tanto, los demás se sentaron a conversar a la
sombra de un gomero que crecía en el medio del jardín.

140
–Felipillo, ¿dónde has pasado la noche? –quiso saber la princesa.

–He dormido en uno de los carros, traigo mantas de viaje.

–Si quieres, puedes quedarte a dormir en el palacio –le ofreció la


princesa.

–Gracias, princesa. Aceptaré por hoy, sobre todo para poder darme un
buen baño, que lo necesito mucho.

–Estamos de acuerdo –dijo Ana Milena haciendo gesto de taparse la


nariz con dos dedos.

Todos rieron.

–Princesa, quiero hacerle un pedido…

–Te escucho.

–¿Puedo construirme una casita en el Bosque de los Gusanos?

–Para eso tienes que pedirle permiso a tu primo, el rey Gustav Tercero.
Él es quien gobierna ahí.

–Mi primo no tiene inconveniente, pero no sabe cuáles son las normas
para construir en el reino de Organdí.

–Ah, muy bien. Te explicaré: tenemos depósitos de arena, de cal, de


cemento, de ladrillos, de allí puedes tomar todo lo que necesites. Lo
que no puedes es cortar árboles ni usar barro para hacer tu casa: eso
está prohibido en Organdí. La tierra la necesitan las plantas para crecer
y los árboles tardan muchos años en hacerse grandes, hay que
141
cuidarlos. Imagínate los años que pasaron para que crezca un bosque
como en el vives ahora con tu primo. Si alguien hubiera cortado esos
árboles para hacerse una casa, no existiría el Bosque de los Gusanos.

–Yo puedo ayudarte a construir tu casa –le dijo Ulrico.

–Qué bien, amigo –respondió Felipillo–, y yo luego te ayudo a


construir la tuya.

–Si la princesa lo permite –dijo humilde Ulrico el Cocinero.

–Pero claro, tienes tu familia y necesitas tu casa –dijo la princesa–.


Pero no te la hagas en el Bosque de los Gusanos, queda muy lejos.

Todos volvieron a reír. Luego, ya más serio, Ulrico le preguntó a


Felipillo Gusanillo:

–Tú que lo conoces, ¿podrías ir a buscar a Flogisto para darle noticias


de su hijo?

–No es imposible –respondió éste–. Mis gusanos ya están instalados y


se arreglan solos. Pero llevará muchos días; su pueblo queda lejos.
Aunque no es ese el principal problema.

Felipillo Gusanillo quería ayudar a que Grommash se reencontrara con


su familia, pero conociéndolos creía, con razón, que ni el padre ni la
madre estarían en su casa, si no, más bien, buscándolo por todo
Warcraft. Eso le dijo Felipillo a Ulrico, a Ana Milena y a la princesa.

A todos les pareció razonable. Quedaron en reencontrarse después de la


siesta y entonces seguirían conversando sobre el tema. Felipillo
142
Gusanillo cumplió dándose el baño que había prometido y apareció a la
hora de merendar vestido de blanco y perfumado. A la princesa le
pareció aún más guapo que el día anterior.

Mientras seguían pensando en cómo ayudar a Grommash a reunirse con


sus padres, la princesa les contó su sueño de construir un hospital en
Organdí para que se puedan curar todos los heridos de la guerra de
Warcraft, aunque también les habló de su preocupación de que, una vez
sanados, volvieran a guerrear.

Les pareció bien a todos que el hospital estuviera cerca del palacio y
que la casa de Ulrico y su esposa se construyera cerca del hospital, ya
que Ana Milena era la única enfermera con la que contaba el reino.

–Siempre que a la princesa le parezca bien –agregó Ulrico haciendo


fuerza para no hacer una reverencia.

Felipillo Gusanillo, Ulrico y Ana Milena pasaron el resto de la tarde


haciendo planes sobre sus futuras casas: dibujaban los planos y
calculaban los materiales que irían a necesitar. Ninguno de los dos tenía
mucha experiencia en construir casas, pero su falta de conocimientos la
compensaban con su entusiasmo.

Felipillo quería una casa con grandes ventanales que miraran al bosque,
así, en todo momento, podría ver cómo estaban sus súbditos. También
quería tener un jardín donde su primo lo pudiera visitar, con una
enredadera a la que pudiera subirse para quedar a su misma altura y
hablar cara a cara. No tenía ninguna duda de que esto le encantaría al
rey Gustav Tercero.

143
Ulrico, a su vez, imaginaba construirse una casa con tres dormitorios:
uno para Azucena, otro para Grommash –ya que aún nadie había dado
con una idea cierta de como volverlo a poner en manos de sus padres–
y el restante para él y Ana Milena. Lo que no estaban tan seguros era
cómo deberían construir el hospital. Ana Milena debería contarles
cómo era el hospital donde ella trabajaba.

144
CAPÍTULO 31. LA MANO VERDE
Mientras los demás hablaban de casas, la princesa y Azucena salieron a
pasear por el jardín.

–Me ha dicho tu papá –dijo la princesa– que a ti te gustan mucho las


plantas.

–Así es, he pasado mucho tiempo en el jardín del fondo de mi casa.

–Entonces acompáñame a ver la huerta, creo que te gustará –y allí


fueron las dos en animada conversación.

Azucena identificó inmediatamente las plantas de tomate, aunque


recién estaban comenzando a abrir sus florcitas blancas, pero preguntó
qué eran esas con flores lilas, casi violetas.

–Esas son berenjenas –le respondió la princesa–. ¿Te gustan?

–Más o menos, aunque mi papá hace unas milanesas de berenjena que


son bastante ricas.

–Es que tu papá es un gran cocinero.

–Ya lo creo –dijo la niña–, y si fuera por él se pasaría el día cocinando.

–Es lo que ha estado haciendo en el palacio desde que llegó –confirmó


la princesa.

Azucena se maravilló de los inmensos zapallos que maduraban en la


huerta y de la increíble cantidad de plantas de frutilla. Se imaginó que
cuando dieran frutos no darían abasto para comerlas. También estuvo
145
revisando las plantas de lechuga, de acelga y de espinaca, miró entre
sus hojas y debajo de ellas.

–¿Qué te llama la atención de esas plantas?

La niña miró a la princesa sin decidirse a responder. Ésta se dio cuenta


de la situación y la alentó:

–Dime lo que piensas con confianza, a mí me gusta aprender cosas


nuevas.

Tomando valor y venciendo su timidez, Azucena dijo entonces:

–Me parece, Princesa, que estas plantas de hoja necesitan más luz que
la que tienen. Es cierto que no soportan muchas horas de sol, pero están
en una parte de la huerta donde hay mucha sombra.

–¿Y tú te animas a cambiarlas de lugar?

–Claro que sí, Princesa, me encantaría. Allá –dijo señalando–, donde


terminan los surcos de los rabanitos y las zanahorias, ese sería un lugar
perfecto para ellas.

La princesa confirmaba, así, todo lo que Ulrico le había contado sobre


las habilidades de su hija con las plantas. De hecho, la lechuga y otras
verduras de hoja nunca terminaban de crecer como era debido en la
huerta, cuando no terminaban enfermándose y secándose antes de
tiempo.

La princesa, sin pensarlo dos veces, le preguntó:

146
–¿Te gustaría hacerte cargo de la huerta?

A Azucena se le iluminaron los ojos: toda una huerta para ella. Ya no


solo un jardín en el fondo de su casa, sino esa multitud de plantas de
todas clases para dedicarse a ellas día a día.

–Sería un sueño, Princesa –le respondió la niña.

–Bueno, entonces vamos a pedir permiso a tus padres y si ellos lo


aprueban, de ahora en adelante tu tomarás todas las decisiones en este
lugar.

La cara de felicidad de Azucena no se hizo esperar, pero antes de ir con


sus padres, la princesa le dijo:

–Acompáñame, te voy a mostrar el herbario real –y hacia allí fueron las


dos a buen paso.

A algunas de esas plantas Azucena ya las conocía, pero la mayoría eran


nuevas para ella. Así descubrió la salvia, el estragón, la mejorana, el
eneldo y muchas otras. Sin poderse contener, tomó una maceta y la
ubicó en un nuevo lugar.

La princesa la miró sin intervenir y, cuando la planta ya estuvo en su


nueva ubicación, preguntó:

–¿Cómo sabes que ese es un mejor lugar para esa planta?

–La verdad, no lo sé, Princesa. Yo la miro y es como si sus hojas me


hablaran.

147
–¿Y esa planta que cambiaste de lugar que te dijo?

–Me dijo: “aquí siento mucho calor, ¿no habrá un lugar más fresco para
mí?”.

Las dos rieron, pero la princesa no dudó ni por un instante que esa niña
podía comunicarse con las plantas. Así que, desde allí, fueron a visitar
el bosque de árboles frutales.

Azucena no podía creer lo que veía: durazneros, perales, manzanos,


naranjos y tantos más. Algunos con frutos, otros con flor, otros recién
brotando. En su casa muy de vez en cuando comían alguna de esas
frutas, y allí estaban al alcance de la mano y en abundancia.

Luego del recorrido regresaron al palacio donde habían quedado los


demás soñando con sus casas. Al encontrarse con los padres de
Azucena, la princesa, señalando a la niña, les dijo:

–Si ustedes lo autorizan, están en presencia de la nueva encargada de la


huerta, del herbario real y del bosque de árboles frutales.

–Ha tomado una excelente decisión, Princesa –dijo Ulrico.

–Te felicito, hija –agregó Ana Milena–, es el segundo día en el reino y


ya tienes tu propio cargo.

Azucena se abrazó a su mamá, escondiendo la cara en su vestido, pero,


aunque un poco avergonzada, la verdad es que se sentía inmensamente
feliz. Cuando finalmente se despegó de su madre, dijo:

–Gracias, papá, por traerme aquí.


148
CAPÍTULO 32. LA PIEDRA DE LA AMISTAD
Mientras tanto, en medio de las montañas, el mago Flogisto trataba de
ordenar sus ideas. Según sus informantes, su hijo había estado
secuestrado en la casa de un arquero y, en las memorias de la catapulta,
aparecía su combate con un arquero. ¿Se trataría del mismo arquero?
Pero, en caso de que así fuera, ¿por qué el mismo arquero, con otras
ropas, se acercó a la catapulta para quitarle las flechas y evitar su
destrucción? Eso no lo podía entender.

Lo único que podía hacer era seguir el camino que la catapulta había
recorrido. La ilusión puso fuerza en sus piernas y retomó la marcha.

¿Le alcanzarían sus energías para cruzar a pie esa inmensa cordillera?
¿Acertaría a seguir el mismo camino recorrido por el arquero y la
catapulta? De nada de eso estaba seguro, pero de lo que no se podía
dudar era de que lo intentaría.

Con paso cada vez más lento, pero sin detenerse, intentaba llegar al
lugar donde la catapulta y el arquero habían mantenido su último
combate. El camino había quedado grabado en su mente cuando la
catapulta le transmitió su memoria. Alentaba la esperanza de encontrar,
llegado allí, alguna pista sobre el paradero de su hijo.

Llegó ya anocheciendo y lo único que alcanzó a ver fueron rocas


partidas por todos lados, con seguridad las que la catapulta había
arrojado al arquero. También encontró las flechas que el arquero le
había quitado a la catapulta: allí confirmó que algo muy raro pasaba en
toda esa historia ya que, luego de recuperar sus flechas, el arquero, en
vez de llevarlas consigo, las había dejado abandonadas en el suelo.

149
Se sentó en una roca y hurgó en el fondo de su zurrón buscando algo
para comer. Una ciruela pasa y dos nueces peladas era lo único que le
quedaba. Miró a las estrellas y se sintió solo en el mundo: su hijo
perdido, a su esposa la había tenido que transformar en viento para que
no la asesinaran los que secuestraron a Grommash, y él, en medio de
esas montañas, comiendo sus últimos víveres.

“Ahora es cuando necesito un amigo”, pensó para sí, y sin dudarlo sacó
de su bolsillo la piedra de la amistad. Aunque las posibilidades eran
pocas, no era momento de rendirse.

Mientras tanto, en el palacio de Organdí habían terminado de cenar.


Una noche increíble, cálida y con un cielo pintado de puntos blancos,
los invitó a tomar el café en el jardín. Los niños dormían hacía rato y la
princesa, Ana Milena, Ulrico y Felipillo, admiraban las estrellas, cada
uno ensimismado en sus propios pensamientos.

La princesa pensaba en el hospital, Ulrico en su futura casa, Ana


Milena en la responsabilidad que significaba cuidar a un niño orco.
Felipillo Gusanillo miraba el horizonte y, de pronto, se puso de pie y
exclamó:

–¡La piedra de la amistad!

Todos miraron hacia donde miraba él, pero no vieron nada.

–¿Qué queda para allá, princesa? –preguntó señalando con su dedo.

–La cordillera.

–¡El mago Flogisto está en la cordillera! –afirmó Felipillo.


150
–¿Cómo lo sabes? –preguntó Ulrico.

–¡Por la luz de la amistad! –respondió. Luego se dio cuenta y agregó–:


Claro, es que ustedes no la pueden ver.

Todos entendieron que cuando Felipillo Gusanillo se calmara les


explicaría de qué se trataba, y así lo hizo.

–El mago Flogisto creó una piedra mágica a la que llamó “la piedra de
la amistad”. Cuando esa piedra se echa al fuego lanza un rayo de luz
vertical de color naranja, hacia el cielo, que se ve a cualquier distancia.
Pero lo increíble de esa luz es que la pueden ver sólo los amigos de
Flogisto y nadie más. Por eso yo la veo y ustedes no.

Instantes antes, en medio de las montañas, Flogisto había arrojado la


piedra de la amistad al fuego.

–Amigos míos –dijo el mago en voz alta, como si alguien lo pudiera


escuchar–, si alguno ve esta luz, es ahora cuando necesito su ayuda.

Y dejó que la luz naranja surcara el cielo. No tenía casi fuerzas, no


tenía alimentos, no tenía agua, pero tenía esperanza. En brazos de esa
esperanza se durmió su cuerpo agotado.

En el palacio de Organdí la princesa preguntó:

–Felipillo, ¿te animas a galopar de noche?

Felipillo miró el cielo, vio que había algo de luna y respondió sin
dudarlo:

151
–Sí, princesa.

–Vamos a buscar caballos al establo, quizás esta sea la única


oportunidad que tengamos de encontrar a Flogisto.

–Yo iré con ustedes –dijo Ulrico.

–Me parece –le dijo la princesa– que deberías quedarte con tu esposa y
los niños. Flogisto y tú han sido enemigos muchos años, creo que
Felipillo y yo podríamos ayudar, eso, claro, si es que lo encontramos.
¿Qué te parece?

Ulrico sintió que su corazón se le partía: una mitad quería ir con la


princesa y con Felipillo, la otra mitad quedarse en el palacio para no
dejar solos a Ana Milena y los niños: ya bastante había pasado su
esposa. Además, a poco de pensar, comprendió que la princesa tenía
razón.

–Busquen los caballos –dijo finalmente–. Yo les traeré comida y agua.


La pueden necesitar.

La princesa y Felipillo buscaron tres caballos. En uno de ellos Ulrico


puso los víveres y un par de mantas de viaje, por si refrescaba. Poco
antes de la medianoche partían los dos jinetes

–Te sigo –le dijo la princesa a Felipillo–. Yo no veo la luz.

Sin dudarlo, Felipillo Gusanillo enfiló su caballo hacia el rayo naranja


que atravesaba el cielo. La princesa lo siguió y, a poco de andar, se dio
cuenta que iban en dirección a la parte de la cordillera donde había
encontrado a Ulrico.
152
Los caballos, a un galope ligero, devoraban la noche rumbo a lo
desconocido. El mago dormía con su espalda apoyada en una dura
piedra y soñaba con su hijo. Su hijo dormía en una cama mullida y
soñaba con su padre.

¿Encontrarían, finalmente, al mago Flogisto? ¿O cuando llegaran hasta


la cordillera el mago ya se habría ido a otro lado?

153
CAPÍTULO 33. FELIPILLO GUSANILLO
La princesa y Felipillo conversaron durante toda la noche mientras éste
guiaba siguiendo el rayo que la piedra de la amistad trazaba en el cielo.

–Me imagino –dijo la princesa– que es una gran responsabilidad


atender a las necesidades de todo un pueblo de gusanos.

–Así es, Princesa –contestó aquel–. Hay que estar pendiente de su


alimentación, de que el lugar sea propicio para que puedan construir
sus capullos y de que el clima sea el adecuado para que prosperen.

–Yo no sé nada de esas cosas –dijo ella–. Nadie depende de mí en el


reino de Organdí.

–¿Cómo es eso, Princesa? De usted dependen las plantaciones, los


telares, los carros…

–Sí –lo interrumpió la princesa–, pero no se trata de un pueblo como lo


es el de los gusanos que comanda tu primo Gustav Tercero, o el de los
gusanos de seda que dependen de ti.

–No me envidie, Princesa –dijo Felipillo–, ya quisiera yo que otro se


encargara de mis gusanos.

–¿Por qué? ¿No te agrada ser el heredero al trono de los gusanos de


seda?

–No es que no me agrade. Es lo que ha hecho mi bisabuelo, mi abuelo y


mi padre, ¿por qué no lo haría yo?

–¿Y entonces? –preguntó la princesa.

154
–Es que nunca pude elegir lo que yo querría hacer, ¿me comprendes?

–En parte sí y en parte no –respondió ella–. Yo tampoco elegí ser la


princesa de Organdí, pero lo soy y lo disfruto muchísimo.

–Yo no es que no lo disfrute, pero a veces siento en mi corazón cosas


que no tienen nada que ver con los gusanos de seda.

–Eso sí lo entiendo. Es como si a mí me dejara de interesar la


confección de las telas de organdí.

–Exacto. ¿Te pasó alguna vez?

–No. No me imagino nada más hermoso en el mundo que ocuparme de


que las telas de organdí sigan siendo tan bellas y perfectas como lo han
sido siempre.

–Eres afortunada.

Los dos se quedaron pensativos mientras sus cabalgaduras seguían


avanzando en la noche. La luna no estaba llena aún, pero su resplandor
alcanzaba para iluminar el camino. La luz naranja seguía guiando a los
dos jinetes. Al cabo de un rato la princesa preguntó:

–¿Y qué otras cosas ocupan tu corazón, además de los gusanos de seda?

–Te vas a reír –respondió Felipillo–, pero muchas veces siento que mi
corazón está lleno de música.

–No, ¿por qué me voy a reír? Yo, para mi cumpleaños, siempre pongo
música y eso me llena el corazón, y me hace bailar como una
condenada –reconoció la princesa.
155
–Te entiendo, pero no lleno de música de esa manera –agregó él–. Lo
que yo siento es que mi corazón está hecho de música.

La princesa meditó unos instantes y agregó sonriendo:

–Te hubiera convenido más ser heredero al trono de los jilgueros que
de los gusanos de seda.

–Sin dudas –aceptó aquel–. Mi corazón se entendería con el corazón de


un jilguero, pero no tiene nada en común con el de un gusano de seda.

La princesa finalmente comprendió: Felipillo cumplía con su


obligación al encargarse de los gusanos de seda. Y, aunque él hubiera
elegido continuar con la tradición de su familia, había en su alma otras
cosas que no se sentían totalmente satisfechas cumpliendo con esos
compromisos.

No pudo dejar de pensar en Ulrico que, cuando pudo elegir, decidió ser
cocinero. Aunque su situación era bastante distinta, ya que la guerra de
Warcraft lo había obligado a ser arquero, aunque esa no fuera su
voluntad. En cambio, Felipillo había elegido encargarse de los gusanos
de seda, aunque ahora sintiera que eso no completaba su vida y deseara
hacer cosas nuevas.

En el horizonte se comenzaba a ver una línea de luz. La noche estaba


llegando a su fin y los dos jinetes, expectantes por saber qué les traería
ese nuevo día, seguían avanzando hacia las montañas.

156
CAPÍTULO 34. BUSCANDO AL MAGO
Estaba amaneciendo cuando la princesa de Organdí y Felipillo
Gusanillo llegaron hasta las primeras montañas. La luz naranja
comenzaba a palidecer a medida que aparecían los primeros rayos del
sol. Ya no se podía exigir más a los caballos, habían andado toda la
noche.

La princesa se sintió segura, conocía el lugar.

–Felipillo, deja que guíe yo. Dejemos los caballos en esta sombra, que
descansen y se alimenten, que buena falta les hace.

Tomaron unas provisiones de las alforjas del tercer caballo, dos


cantimploras con agua que se ataron a la cintura y se internaron
caminando en las montañas.

–Tú ya conoces este lugar, ¿no?

–Sí, a una hora de andar a pie lo encontré a Ulrico luchando con una
catapulta.

–¿Estabas paseando? –preguntó Felipillo.

–¡No!, nunca había andado por aquí. Pero hacía días que veía un
resplandor intermitente y vine a investigar de qué se trataba.

–¿Y de qué se trataba?

–Una catapulta trataba de eliminar a Ulrico y las piedras que lanzaba, al


estallar contra la montaña, elevaban un fino polvillo que brillaba al
darle el sol.
157
De estas y otras cosas fueron conversando Felipillo y la princesa
mientras se adentraban cada vez más profundo en la cordillera.

–Creo que estamos cerca –dijo la princesa–. Detrás de aquel recodo es


el lugar donde ayudé a Ulrico a escapar con vida.

Al asomarse vieron a un viejo sentado en la piedra, con su cabeza entre


las rodillas y en sus pies unos zapatos de cuero bastante destrozados.

–¡¿Flogisto?! –exclamó Felipillo en voz alta, sin estar totalmente


seguro de que aquella persona en tan mal estado fuese su amigo.

El viejo levantó lentamente la cabeza. La cara no se le veía, oculta tras


una capucha. Miró en silencio durante unos instantes, como si se
estuviera despertando. Se puso de pie con dificultad y abriendo los
brazos exclamó:

–¡Felipillo! ¡Blizzard te bendiga!

Felipillo llegó justo a su lado para sostenerlo en un abrazo. Desprendió


la cantimplora de la cintura y se la ofreció. Flogisto tomó unos sorbos
largos y pausados. Como si el agua hubiera aclarado sus ojos reparó en
la princesa, quien había quedado unos pasos atrás.

–¡La joven del caballo! –exclamó–. Dime, por favor, ¿quién eres tú?

–Soy la princesa de Organdí, y tengo una noticia para darle…

Desde el fondo de la capucha se veían brillar dos ojos como fuego, su


respiración se agitó y un temblor recorrió todo su cuerpo.

158
–… su hijo Grommash está sano y salvo en mi palacio.

Flogisto dio dos o tres pasos tambaleantes y fue a caer justo frente a la
princesa, abrazándose a sus pies:

–¡Bendita seas! ¡Bendita seas! ¡Bendita seas! –repetía conmovido–.


¡Bendito sea tu reino!

Ella lo ayudó a levantarse. Con un brazo sobre los hombros de su


amigo Felipillo y con el otro sobre los hombros de la princesa,
comenzaron a desandar el camino que los llevaba de regreso hasta los
caballos.

–Dicen que soy un mago poderoso –iba diciendo él–. Te concedo lo


que quieras, siempre que esté a mi alcance –agregaba dirigiéndose a la
princesa–. ¿Y tú, amigo, Felipillo Gusanillo? ¿Qué hada buena te trajo
tan cerca mío el día de mi aflicción?

–He seguido la señal de tu piedra de la amistad –respondió aquel.

–¿Y dónde te encontrabas tú es ese momento?

–En el palacio de la princesa.

–¿Y has visto a Grommash? –quiso saber el mago.

–Si, lo he visto, y te puedo asegurar que allí no corre ningún peligro.

Los tres siguieron caminando en silencio.

159
Finalmente, llegaron a los caballos y desayunaron, cansados y
hambrientos como quien había cruzado a pie la cordillera o como
quienes habían cabalgado toda la noche.

160
CAPÍTULO 35. DEBAJO DEL ÁRBOL
Debajo del árbol, la princesa de Organdí, Felipillo Gusanillo, heredero
del trono de los gusanos de seda, y el mago Flogisto desayunaron de las
vituallas que Ulrico había puesto en las alforjas del tercer caballo.

Las montañas se veían más inmensas aún al estar tan cerca de ellas y
parecía imposible que alguien las hubiera podido cruzar a pie. El
camino descubierto por Ulrico mientras huía de la catapulta había
quedado sellado por la misma catapulta, la que ahora vigilaba desde lo
alto del arroyo que nadie pasara por allí, tal como se lo había ordenado
el mago con su conjuro.

A marcha normal estaban a un día del palacio, aunque quizás Flogisto


necesitara un poco más de descanso. La princesa entonces dijo:

–Yo les propongo que descansen en este lugar y luego emprendan el


viaje hacia el palacio. Pueden hacer noche en el bosque donde nos
conocimos –le dijo a Felipillo Gusanillo.

–¿Y usted, princesa? –preguntó Felipillo.

–Yo me adelantaré para tener todo dispuesto cuando lleguen.

–Pero yo necesito saber… –empezó a decir el mago Flogisto.

–Usted necesita saber muchas cosas y Felipillo está en condiciones de


contárselas. Tómense su tiempo.

La princesa quitó las alforjas al caballo que había llevado los víveres:
era el más descansado y en él volvería al palacio. Tomó algunas
provisiones y antes de partir le dijo a Felipillo:
161
–Si en algún momento te desorientas, no te preocupes: suelta las
riendas del caballo. Ellos conocen bien el camino a casa.

Se despidió agitando la mano e inició el largo viaje. Quería llegar ese


mismo día, así sea noche tarde, para dar las buenas noticias a Ulrico y a
Ana Milena.

Mientras tanto, Felipillo comenzó a contarle al mago las peripecias que


había vivido su hijo. Los humanos le habían puesto una trampa para
atraparlo a él cuando intentara rescatarlo. Su objetivo siempre había
sido el poderoso mago orco, el niño era sólo un anzuelo para pescarlo.

Su hijo había quedado en custodia de la esposa de un arquero, para no


levantar sospechas. El caso es que Grommash y la hija del arquero
habían hecho amistad, como dos niños lo harían si no fuera por la
guerra. Cuando regresa el arquero y decide huir con la familia
resuelven llevar al amigo de su hija con ellos para que los caballeros no
lo maten.

–Yo lo sabía, no lo quería creer, pero lo sabía –exclamó Flogisto–. La


niña que cuidó a mi hijo es la niña del sueño. ¿Cómo se llama?

–Se llama Azucena.

Por supuesto Flogisto tenía multitud de preguntas que Felipillo no


podía responder. Éste sólo sabía lo que le había contado Ulrico, pero
muchos detalles le eran desconocidos. Un poco antes del mediodía
montaron en los caballos y comenzaron el viaje hacia el palacio, a
donde recién llegarían al día siguiente.

162
Mientras tanto la princesa llevaba buen paso en su camino. Se detuvo al
mediodía en un arroyo para que el caballo beba y descanse, ella
también comió algo y los dos continuaron viaje. Pasó ya al atardecer
por el bosque donde había conocido a Felipillo Gusanillo. La noche iba
cayendo y el cansancio la vencía.

Ulrico y Ana Milena esperaban impacientes noticias de los viajeros.


Los niños ya se habían ido a dormir, pero ellos estaban pendientes del
regreso de la princesa y de Felipillo, aunque sabían que era muy difícil
ir y volver en una noche y un día hasta las montañas.

Cuando sintieron pasos de caballo salieron del palacio y lo que vieron


los dejó helados: el caballo entrando al paso al jardín y la princesa
abrazada a su cuello, como si estuviera herida o muerta. Ana Milena y
Ulrico corrieron a socorrerla, pero al llegar sintieron un inmenso alivio:
la princesa sólo estaba dormida.

Con cuidado, para que no se despertara, la bajaron del caballo. Entre


los dos la llevaron hasta su cama y así, vestida como estaba, la
cubrieron con mantas para que no pasara frío. Ana Milena le quitó las
botas para que sus pies también descansaran.

163
CAPÍTULO 36. DESPERTANDO EN EL PALACIO .
La princesa despertó sorprendida en su cama, vestida y arropada con
abrigados edredones. Lo último que recordaba era que estaba
regresando al palacio y que la vencía el sueño mientras cabalgaba. Lo
que estaba segura era de que el encuentro con el mago Flogisto no
había sido un sueño.

Se levantó, se lavó y se cambió de ropa. Cuando bajó fue directo al


desayunador, donde la mesa estaba servida. Azucena y Grommash ya
habían desayunado y estaban jugando en los jardines. Ulrico el
Cocinero y Ana Milena la esperaban para desayunar con ella. Algo de
olor exquisito despedía vapor en su plato.

–Buen día, Princesa –le dijeron Ana Milena y Ulrico.

–Buen día, Ana Milena. Buen día, Ulrico –respondió–. ¿Qué es esto
que despide un aroma delicioso?

Ulrico sonrió, orgulloso de preparar para la princesa platos que ella


nunca había probado.

–Esto es un panqueque de manzanas, Princesa –respondió–, tiene que


esperar a que se enfríe un poco para no quemarse la lengua.

–Tengo grandes noticias para darles –dijo la princesa mientras tomaba


su licuado de papaya–, pero, antes que nada, díganme ¿cómo llegué a
mi cama anoche?

Los esposos rieron.

164
–Llegaste al palacio dormida, abrazada al cuello de tu caballo –
respondió Ana Milena–. Ulrico y yo te bajamos y te llevamos hasta tu
cuarto. Estabas tan cansada que ni te despertaste.

–Gracias –dijo la princesa.

Los esposos estaban más que atentos para escuchar lo que tenía para
contarles. Les intrigaba la llegada de la princesa dormida en su caballo
la noche anterior, saber por qué no había regresado Felipillo Gusanillo
con ella y, por supuesto, conocer el resultado de la búsqueda de
Flogisto.

–Amigos –continuó la princesa. Era la primera vez que los llamaba


así–. Amigos –volvió a decir–, el mundo es mucho más increíble que lo
que uno se imagina. Felipillo Gusanillo estaba en lo cierto, esa luz que
él veía y que nosotros no, nos llevó directo a donde estaba el Mago
Flogisto.

La expresión de Ulrico fue de sorpresa mezclada con algo de alarma.


No podía olvidar que hasta hacía poco tiempo un mago orco era un
terrible enemigo que lo hubiera podido desintegrar con su inmenso
poder. Ana Milena, por el contrario, sonrió aliviada: ahora tenía mucho
sentido haber huido con el niño y mantenerlo vivo para que se
reencontrara con sus padres.

La princesa les contó cómo el mago se emocionó al saber que su hijo


estaba vivo y le ofreció muchas muestras de agradecimiento, aunque en
verdad a los que debería agradecer era a ellos.

165
–Eso si no piensa que nosotros fuimos sus secuestradores –agregó
Ulrico.

–Él está viniendo con Felipillo Gusanillo, estaba muy cansado y


decidimos que haga un viaje tranquilo hasta el palacio. Felipillo tendrá
tiempo durante el camino para contarle la historia completa y ustedes,
aunque fueron sus custodios mientras estaba secuestrado, son también
los que le salvaron la vida trayéndolo al reino de Organdí.

–Espero que así lo entienda él –deseó Ulrico.

–Así lo entenderá, esposo. Un mago, además de poderoso, es muy


inteligente.

–Lo que tenemos que decidir es si le damos la noticia a Grommash o si


esperamos la llegada de Flogisto para que lo sorprenda –dijo la
princesa.

Ana Milena pensó unos instantes y después decidió:

–No le digamos que su padre está llegando, porque se puede demorar y


sería un gran dolor para Grommash. Pero hagámosle saber que tuvimos
noticias de él, le dará una gran alegría.

A todos les pareció bien la resolución de Ana Milena, así que ésta
llamó a Azucena y le dijo:

–Hija, dile a Grommash que tuvimos noticias de su padre y que ya le


avisamos que él se encuentra aquí.

166
Azucena se alegró y corrió a darle la buena nueva a su amigo en su
media lengua orco-humana en la que ellos se entendían. Grommash la
escuchó y emprendió una loca carrera. Antes de detenerse dio dos
vueltas carnero sobre el pasto de los jardines del palacio. Luego, los
dos niños siguieron con sus juegos.

¿Llegarían Felipillo Gusanillo y el mago Flogisto para la hora del


almuerzo? ¿O más bien para la merienda? ¿O les habría ocurrido una
nueva aventura que les impediría llegar al palacio?

167
CAPÍTULO 37. LA ESPERA
La princesa, Ulrico y Ana Milena estaban atentos y cada tanto miraban
el camino para ver si llegaba Felipillo Gusanillo acompañado del mago
Flogisto.

Como se hizo el mediodía sin noticias de ellos, decidieron sentarse a la


mesa. Comieron con los niños, pero luego nadie se fue a descansar.

–¿Hoy no tenemos que dormir la siesta, mamá? –preguntó Azucena.

–No hija, hoy pueden seguir jugando.

Azucena y Grommash salieron corriendo del comedor y se perdieron en


el huerto de árboles frutales. Seguro que encontrarían algún durazno
maduro para comer de postre.

Al rato, mientras Ana Milena lavaba los platos, la princesa los secaba y
Ulrico los guardaba en la alacena, escucharon el vocinglerío de las
gallinas anunciando la llegada de alguien al palacio. Pocos segundos
después vieron pasar por la ventana la sombra de dos caballos y
enseguida oyeron la voz alegre de Felipillo:

–¿Hay alguien aquí?

La princesa dejó el repasador y salió inmediatamente. Ambos ya se


habían bajado del caballo. Sin saber por qué, la princesa corrió y abrazó
a Felipillo. Éste, en voz baja, le dijo:

–Princesa, creo que necesito darme otro baño para merecer tu abrazo.

168
–Yo creo lo mismo –le contestó la princesa, también en voz baja y
riendo.

Se separaron y entonces la princesa dijo en voz alta:

–Bienvenido a mi palacio, Mago Flogisto.

–Gracias, Princesa –le respondió el mago.

En la puerta del palacio estaban parados Ulrico y Ana Milena. Ulrico


nunca había visto a un mago orco de cerca, sólo en alguna batalla y a
gran distancia. Lo imaginaba de un tamaño gigantesco y despidiendo
rayos con sus inmensos poderes. Por eso se sorprendió de ver a ese
viejecito, alto, sí, pero delgado y de aspecto enclenque.

El mago los vio y dio unos pasos hacia ellos. A Ulrico lo había visto ya
en las memorias de la catapulta. Se detuvo a dos metros de distancia y
les hizo una gran reverencia.

–Tú eres Ulrico, el arquero, y tú has de ser entonces Ana Milena –dijo
en perfecto idioma humano.

Ana Milena asintió con la cabeza. El mago Flogisto continuó:

–No me importa lo que han sido o lo que han hecho en el pasado, desde
ahora en adelante cuentan con mi gratitud eterna.

Ulrico y Ana Milena se inclinaron a su vez. La princesa y Felipillo


Gusanillo observaban emocionados esa escena: los acérrimos enemigos
se hacían reverencias, unidos por la amistad de dos niños.

169
–Mago Flogisto –dijo Ulrico–, quiero decirle que ya no soy Ulriquero,
el arquero, ahora soy Ulrico el Cocinero.

–Me gustan mucho más los cocineros que los arqueros –contestó
sonriendo el mago, quien al fin terminaba de entender por qué el
arquero había quitado las flechas a la catapulta y las había dejado
abandonadas en el suelo.

–Grommash está con mi hija en el huerto de los árboles frutales –le dijo
Ana Milena–. ¿Quiere que lo llame o que lo acompañe a buscarlo?

El mago miró a su alrededor, no sabiendo a quien dirigirse.

–¿Podría ser que antes me bañe y me cambie de ropa? No quisiera que


Grommash me vea en este estado.

–Claro, mago Flogisto –le respondió la princesa–, venga por aquí,


acompáñeme que le daré una habitación donde encontrará todo lo
necesario.

El mago la siguió dócilmente por los pasillos del palacio, subieron las
escaleras de madera y la princesa le mostró una habitación nueva con
ventana hacia los jardines, como tenían todas, con un espacioso baño.

–Puede llenar la bañera y sumergirse un buen rato, es muy relajante


después de un largo viaje. Aquí encontrará jabón de tocador, sales de
baño y también jabón para hacerse un baño de espuma, si así gusta. Las
toallas están en el armario. Lo único que me temo es que no tenemos
ropa de la que usted acostumbra a usar.

–Gracias princesa, estará todo muy bien. Gracias.


170
La princesa se fue pensando que su palacio era mágicamente
magnífico: con cada nuevo invitado creaba un nuevo cuarto. Volvió
abajo y encontró a Felipillo sentado en la cocina, frente a un gran plato
de lentejas que le había servido Ulrico.

–Me dijo que comió en el viaje, pero, a su edad, se puede comer dos
veces –comentó Ulrico como explicándose.

Mientras tanto, Ana Milena fue a buscar a Azucena y a Grommash al


bosque de árboles frutales. Les pidió que se quedaran jugando en los
jardines del palacio, ya que faltaba poco para la merienda y les
esperaba una sorpresa.

171
CAPÍTULO 38. EL REENCUENTRO
Todos saben cómo les gusta a los niños y a las niñas del mundo las
sorpresas, sean humanos, orcos o extraterrestres. Así que cumplieron al
pie de la letra el pedido de Ana Milena y ya no se alejaron del palacio.
Eso fue lo que permitió al mago Flogisto, desde la ventana de su cuarto,
ver a Grommash corriendo y riendo con Azucena, su nueva e increíble
amiga.

Se secó las lágrimas y eligió la ropa que le pareció más adecuada,


blanca, por supuesto. El baño, la ropa limpia y una nueva sonrisa en su
mirada lo había rejuvenecido veinte años. Ya no parecía un viejecito.

Se miró una vez más al espejo y decidió que era el momento que había
esperado todo ese tiempo: el del reencuentro con su hijo. Su corazón ya
no estaba empañado por el odio a sus secuestradores: ellos –los orcos–
también habían causado mucho dolor a los humanos. Como se
comprobaba en el reino de Organdí, el problema no era ser orco o ser
humano, el problema era la guerra entre ellos.

Cerró la puerta del cuarto y bajó lentamente las escaleras, disfrutando


cada paso que lo acercaba a su hijo. Salió a los jardines y miró a los
niños desde lejos. Ellos no notaron su presencia. Se fue acercando
lentamente.

La primera en reparar en él fue Azucena. Le tocó el hombro a


Grommash para que mirara. Éste no lo reconoció de entrada, además,
nunca lo había visto vestido de blanco.

–Grommash… –dijo el mago Flogisto en voz alta, todo lo alta que pudo
porque un nudo de emoción le apretaba la garganta.
172
–¡Papá! –exclamó aquel, y emprendió una veloz carrera. Flogisto, de
rodillas, lo recibió en sus brazos.

La princesa, Ulrico, Ana Milena y Felipillo Gusanillo miraban


emocionados, a la distancia, el interminable abrazo entre ese padre y
ese hijo.

–¿Dónde está mamá? –preguntó el niño orco.

–Mira dentro tuyo, ¿la ves? –le preguntó el mago.

–Sí, la veo –contestó Grommash.

–Allí vive mamá ahora, en tu corazón y en el mío.

Una brisa perfumada vino del lado del bosque de tilos. Fue la manera
que encontró la mamá, que ahora era viento, para sumarse también al
abrazo.

Azucena los miraba a los dos, sabía cuánto deseaba su amigo


encontrarse con sus padres y estaba feliz por él. El mago le hizo señas
de que se acercara. Cuando estuvo a su lado, Flogisto le preguntó:

–Tú eres Azucena, ¿no?

–Sí –dijo la niña.

–Mucho gusto, señorita –le dijo el mago y le dio la mano.

A Grommash le hizo mucha gracia ver cómo su papá saludaba a


Azucena como si se tratara de una persona adulta.

173
–Tengo muchos regalos para ti –agregó Flogisto–: el primero es este –y
le tocó la frente con el dedo índice de su mano derecha.

–¡Uh! Estrella –dijo Grommash, señalando la frente de Azucena.

Azucena se tocó la frente y no sintió nada, pero cuando se miró los


dedos, estos tenían un polvillo blanco y brillante.

–Polvo de estrellas –le dijo Flogisto.

Azucena fue corriendo hasta donde estaban su mamá y su papá.

–¡El papá de Grommash me regaló una estrella! –gritó alborozada.

Todos vieron una pequeña y bella estrella dibujada en la frente de la


niña. Flogisto, que ya estaba junto a ellos, explicó:

–Le regalé su estrella de la buena suerte. Mañana ya estará en su


corazón y no se verá más, pero la acompañará toda la vida.

Ulrico no podía creer que ese orco esbelto fuera el viejecito que había
visto un rato antes.

La princesa, feliz de tener tanta gente en su palacio, dijo con voz alta y
alegre:

–La merienda está servida –y todos se instalaron en el merendero.

Ella se sentó en la cabecera de la mesa por ser la anfitriona. A su


derecha estaba Felipillo Gusanillo, al lado de él Ana Milena y luego
Ulrico. Del lado izquierdo de la mesa, al lado de la princesa estaba

174
sentado el mago Flogisto, a su lado Grommash y al lado de éste
Azucena, o sea, justo enfrente de su padre.

Flogisto y Grommash hablaban animadamente en idioma orco. Ulrico


siempre había estado en contacto con los orcos sólo en las batallas y
creía que su idioma consistía en una suma de gritos destemplados.
Ahora salía de su error. Los únicos que entendían algo de orco en esa
mesa eran Felipillo Gusanillo y Azucena. El mago, por su parte,
hablaba también perfectamente en humano y, cuando era necesario,
traducía de un idioma a otro sin ninguna dificultad.

Después de la merienda Grommash hizo de guía a su padre para


conocer los alrededores del palacio. Le mostró el establo donde
dormían los caballos, la huerta, el bosque de árboles frutales, el
herbario real, los rosales, las fuentes con agua. Azucena fue con ellos
conversando en la lengua que habían inventado con Gromash, mitad
orco y mitad humana. El mago le ayudó a Azucena a entender algunas
palabras en orco y a Grommash a entender algunas palabras en
humano.

–¿Cómo fue que se hicieron amigos? –quiso saber Flogisto.

–Grommash estaba en nuestra casa, en una jaula, y se lo veía muy


triste. Yo quise animarlo jugando con él. Lo primero que aprendimos
fueron nuestros nombres.

–Sí, nombres –certificó Grommash.

175
–¿Sabes qué quiere decir Azucena? –le preguntó el mago a su hijo. Éste
dijo que no con la cabeza. Flogisto le explicó en orco lo que era una
azucena.

–Flor, blanca –dijo Grommash en humano, demostrando que había


entendido perfectamente.

–¿Y tú sabes lo que quiere decir Grommash? –le preguntó a Azucena.

–No –dijo ella, expectante por conocer el significado del nombre de su


amigo.

–Grommash quiere decir “corazón de gigante”.

–Gigante –repitió Azucena, y se paró en puntas de pie, levantó sus


manos lo más alto que pudo y las bajó describiendo un círculo hasta
que estuvieron nuevamente junto a su cuerpo.

A Grommash le dio mucha risa lo que hizo Azucena y repitió en


humano:

–Flor –señalándola a ella–. Gigante –señalándose a sí mismo.

Azucena salió corriendo, dejándolos solos. Encontró a su mamá y le


dijo:

–¿Sabes, mamá? Grommash quiere decir corazón de gigante, ¡corazón


de gigante! –repitió entusiasmada la niña.

–¡Qué hermoso! –dijo Ana Milena–. Con todo lo que le pasó,


verdaderamente se portó como un gigante.

176
CAPÍTULO 39. EL DIOS BLIZZARD
Flogisto y Grommash se dedicaron a conversar el resto de la tarde.
¡Tenían tantas cosas para contarse!

–¿Vamos a volver a casa, papá? –preguntó Grommash.

–No lo sé. ¿Tú que dices?

–A mí me gusta aquí, no me tengo que esconder, puedo trepar a los


árboles, no me meten en una jaula.

–En eso tienes mucha razón.

–¿Y has visto? –continuó Grommash–. En vez de perros tienen


gallinas, por todas partes gallinas, y siempre hay huevos para comer.

–Bueno, hijo, ya veremos qué hacer.

Ya estaba anocheciendo. El mago Flogisto y Grommash seguían


caminando por los alrededores del palacio. En eso estaban cuando
comenzó a sonar una campanilla. Por más que la buscaron por todos
lados, no pudieron encontrar de donde provenía ese sonido, igual que le
había pasado a Ulrico el primer día que estuvo en palacio. La
campanilla no dejaba de sonar, hasta que, finalmente, Flogisto arriesgó:

–Me parece, hijo, que nos están llamando a cenar.

–Yo sé dónde se cena –afirmó Grommash, y guio a su padre hasta el


cenáculo.

177
Al entrar, el mago Flogisto quedó admirado del techo de vidrio a través
del cual se podía ver desde la primera hasta la última estrella.

Ana Milena, al ver entrar al mago notó que pisaba con dificultad. Claro,
después de cruzar la cordillera caminando sus pies habrían de estar bien
dañados. Así que le dijo:

–Mago Flogisto: mañana lo espero para curarle esos pies que le están
dando mucho sufrimiento.

–Es cierto. ¿Usted sabe curar pies?

–Así es, soy enfermera.

–Y de las mejores –agregó Ulrico, orgulloso de su esposa.

Esa noche nadie la olvidaría fácilmente. Era la primera vez que volvían
a cenar juntos el mago Flogisto y su hijo desde que fuera secuestrado.
También era la primera vez que en el palacio de Organdí había ocho
comensales. Y era la primera vez que la mayoría de los presentes comía
ñoquis de papas, amasados por Ulrico el Cocinero.

Al día siguiente, la princesa llevó a Flogisto a conocer las plantaciones


de algodón, la hilandería y los depósitos de las telas. El mago quedó
muy impresionado de lo bien que estaba todo organizado. Cuando
regresaban al palacio la princesa le preguntó:

–Mago Flogisto, ¿cómo es que en tantos años no han podido terminar


con la guerra en Warcraft?

178
–Es una vieja historia –respondió el mago–. ¿Sabe, Princesa?, la guerra
crea sus propios intereses.

–No lo entiendo.

–Se lo voy a explicar. En la guerra hacen falta ejércitos, y esos ejércitos


tienen jefes, y esos jefes viven muy bien gracias a la guerra. Fíjese en
los caballeros humanos: todos les pagan para que los defiendan y ellos
son personas ricas que viven a expensas de los demás. Lo mismo pasa
con nuestros uruk-hai: nuestros jefes orcos reciben la mitad de todos los
botines de guerra.

La princesa se quedó pensativa. La guerra para algunos era un buen


negocio y por eso no se podía terminar con ella. ¡Qué triste! Pero tenía
más preguntas para hacerle al mago:

–¿Es cierto que los orcos invadieron el país de los humanos?

–Eso creen los humanos, y los orcos creemos que son los humanos los
que invadieron nuestro país.

–¿Y cuál es la verdad? –quiso saber la princesa.

–La verdad es que es el país de los dos. Nos creó el mismo dios y nos
puso en ese territorio.

–¿Entonces es cierto que ustedes y los humanos adoran al mismo dios?

–Así es. Blizzard es el creador de todos nosotros, de orcos y de


humanos. Antes que él nos creara no existía la tierra de Warcraft y,
claro está, tampoco existía la guerra.
179
La princesa quedó confundida. No le pareció que Blizzard fuera un dios
tan bueno. Quizás para él la guerra también era un buen negocio.

–¿Es cierto que los magos orcos son médicos? –preguntó la princesa.

–Así es. Cuando nos preparamos para ser magos, la medicina es uno de
nuestros principales estudios.

–¿Sabe con qué estuve soñando, Mago Flogisto? Con tener un hospital
en Organdí para curar a los heridos de la guerra de Warcraft. Me
imagino un lugar con salones espaciosos, con mucha luz, donde los
heridos vayan recuperando sus deseos de vivir sintiendo lo hermoso
que es el mundo cuando no hay guerra.

–Es un bello sueño, Princesa.

–Sí –respondió ella–, pero tiene una dificultad: ¿qué sentido tiene curar
a los heridos si luego volverán a la guerra?

El mago quedó pensativo. Luego dijo:

–Es cierto, pero no será en todos los casos igual. Por ejemplo, usted
salvó a Ulrico y él no quiso volver a la guerra.

–Tiene razón –reconoció ella.

–Yo mismo, ahora que veo a mi hijo feliz, trepando a los árboles,
jugando, sin tener que esconderse, no me da ningún deseo de volver a
la guerra.

–Usted es bienvenido en mi reino, pueden quedarse a vivir aquí.

180
–Muchas gracias, Princesa. Su corazón es joven pero generoso –y luego
de meditar unos breves instantes agregó–: quizás eso es lo más
importante que debe tener un corazón.

Ambos ya estaban caminando de regreso al palacio, cuando Flogisto le


dijo:

–Si me lo permite, Princesa, querría pensar un poco en el problema que


tiene su sueño del hospital para ver si le encuentro alguna solución.

–Gracias, Mago Flogisto, le estaré muy agradecida.

181
CAPÍTULO 40. LOS VIEJOS AMIGOS
El reencuentro del mago Flogisto con su amigo Felipillo Gusanillo no
podría haber sido más oportuno. Felipillo, siguiendo la luz que
emanaba de la piedra de la amistad arrojada al fuego, lo encontró
exhausto en la cordillera y lo guio hasta el palacio de Organdí donde se
hallaba su amado hijo.

Pero el encuentro con el mago se produjo también en un momento


donde el heredero al trono de los gusanos de seda estaba muy
necesitado de consejo. Tal como le había confesado a la princesa, su
corazón estaba lleno de música que no tenía oportunidad de salir
mientras sólo se dedicaba al cuidado y la protección de sus gusanos.

El mago se puso serio cuando Felipillo le contó su pena. Creía que su


amigo era feliz por estar en el reino de Organdí y también había notado
que tenía una relación muy especial con la princesa. Pero, claramente,
eso no era suficiente para él.

–Tú, que eres amigo de mi padre y que has sido amigo de mi abuelo,
¿qué me aconsejas? –preguntó Felipillo.

–Pues –dijo Flogisto–, si tu corazón está lleno de música debes dejarla


salir. Luego verás cómo te las arreglas con los gusanos de seda, pero lo
primero es lo primero.

–¿Tú me podrías ayudar a construir un laúd? ¿O un violín?

–Con tiempo, claro que sí. Pero también puedes comenzar con algún
instrumento más sencillo de fabricar.

–¿Cómo cuál? –quiso saber Felipillo.

182
–Como una flauta, por ejemplo. Para fabricarla solo necesitamos una
caña hueca y hacerle los agujeros correspondientes.

Claro que ninguno de los dos sabía si existían ese tipo de cañas en
Organdí y, en caso de que las hubiera, dónde encontrarlas. Pero sobre
eso podrían consultar a la princesa.

A la hora de la cena, estando ya todos sentados a la mesa, ese fue el


tema de conversación.

–Princesa –dijo el mago Flogisto–, ¿en su reino se pueden hallar cañas


huecas?

–¿Cañas huecas? –repitió la princesa como haciendo memoria–. ¿Las


necesitan para la construcción de las casas?

El mago miró a Felipillo, como preguntándole si él quería compartir


con la princesa el motivo de aquella búsqueda. El heredero al trono de
los gusanos de seda no tuvo inconvenientes en tomar la palabra:

–Si consiguiéramos ese tipo de cañas, Flogisto me ayudaría a fabricar


una flauta para que comience a experimentar con la música.

–Pero ¡qué bien! –exclamó la princesa, la que siempre se alegraba de


que las personas pudieran dedicarse a aquello que las hacía felices–. Yo
no sé si habrá en el reino ese tipo de cañas, pero, si las hubiera, sé
dónde encontrarlas.

Mago y heredero se quedaron esperando a que la princesa continuara,


cosa que efectivamente hizo luego de unos breves instantes:

183
–En los mapas antiguos del reino se señala una laguna como Laguna
del Cañaveral. Yo imagino que, si se llama así, ese debería ser el lugar
más apropiado para buscar cañas.

–Es posible –afirmó Flogisto.

–¿Tú nunca has estado allí? –preguntó Felipillo a la princesa.

–No, nunca he tenido motivos para ir. Pero podríamos hacer una
excursión todos juntos, si es que Ana Milena y Ulrico no tienen
inconvenientes.

–Ningún inconveniente, Princesa –respondió Ana Milena.

–Y será como un día de picnic para los niños –agregó Ulrico.

Los dos niños, que escuchaban esa conversación, enseguida estuvieron


de acuerdo con la idea.

–¡Picnic! ¡Picnic! ¡Picnic! –exclamaron los dos a la vez con


entusiasmo.

–Lo que sí –aclaró la princesa–, no será un día de picnic, sino varios.


No creo que nos lleve menos de dos o tres días llegar hasta esa laguna.

–No hay problemas por eso –afirmó Ulrico–. Mañana puedo preparar
comida para el viaje y Felipillo encargarse de los carros y del resto de
las cosas necesarias.

Antes de que Felipillo pudiera responder, la princesa dijo:

–Me parece justo, ya que él será el flautista, es lo menos que puede


hacer.
184
Todos rieron, y la princesa continuó:

–Yo también aprovecharé el día de mañana para revisar que todo esté
en orden en la plantación, y pasado mañana partimos.

Así quedaron de acuerdo. La princesa, esa misma noche, fue a la


biblioteca y allí revisó los mapas antiguos. Quería estar segura de qué
dirección tomar para guiar a la comitiva hacia la Laguna del Cañaveral.

185
CAPÍTULO 41. EL BOSQUE DE LOS CEDROS
Finalmente, partieron con tres carros y un caballo para cada uno. Los
niños ya habían aprendido a montar bastante bien y, de esa manera,
aliviaban el viaje de sus padres. En los carros viajaban la comida, el
agua, algunas ollas y las mantas de viaje.

La mañana estaba algo fresca, pero el cielo sin nubes presagiaba un


bonito día. Esta vez no salieron ni hacia la cordillera ni hacia el mar,
sino hacia un lugar del reino donde la princesa no había estado nunca.
Pasarían cerca del Bosque de los Gusanos, pero luego debían continuar
en dirección noreste hasta encontrarse con el Bosque de los Cedros.
Allí tenían planeado pasar la noche.

–¿Alguien alguna vez ha visto un cedro? –quiso saber la princesa.

–Si, Princesa, yo he visto muchos cedros –respondió Flogisto–. ¿Por


qué lo pregunta?

–Es que yo nunca he estado allí, pero si usted los conoce, saldremos de
dudas apenas los veamos.

Al mago orco le hizo gracia la manera en que la princesa recorría su


reino, sin muchas señales, pero con confianza de que iba a llegar a
dónde ella quería.

–¿Cómo está segura del camino que hay que seguir? –le preguntó
Flogisto a la princesa.

–No estoy segura, Mago, por eso pregunté si alguien conocía cómo se
veía un bosque de cedros. Porque bosques hay muchos, pero nosotros
buscamos ese en especial.

186
–¿Y cómo decidió venir en esta dirección?

–Porque me fijé en el mapa y la Laguna del Cañaveral y el Bosque de


los Cedros quedan en esta dirección. Por eso vinimos hacia aquí.

El mago pensó que la princesa tendría también una magia de la


orientación, porque nadie podría encontrar un lugar en el mundo de la
manera en que ella lo hacía. Sin caminos, sin señales, sin brújula, sería
un verdadero milagro que llegaran hasta el lugar deseado.

Mientras tanto Ulrico, a quién no se le habían ido aún todas sus


costumbres de soldado, seguía admirado e inquieto por la manera en
que viajaba la princesa. Era cierto que ahora los tenía a ellos como
acompañantes, pero, de todas maneras, lo desasosegaba el hecho de que
la única guardia permanente con la que contaba fuera la de las gallinas.

Cuando ya el sol iba perdiendo fuerzas y buscaba un lugar en el


horizonte para descansar, vieron a lo lejos una mancha entre verde y
azul que, ya más de cerca, identificaron como un inmenso bosque.

–Princesa –dijo el mago Flogisto–, no sé cómo lo ha hecho, pero creo


que nos ha traído directamente hasta el Bosque de los Cedros.

–¿Esos árboles majestuosos son cedros? –preguntó incrédula ella.

–Así es –confirmó el mago–, y de los más bellos y grandes que yo haya


visto en mi vida.

Ulrico, Ana Milena y los niños quedaron boquiabiertos mirando hacia


arriba. Casi no se veía dónde terminaban.

187
–¿Cuánto crees que medirán los árboles más altos de este bosque? –
preguntó Felipillo al mago orco.

Éste, volviendo a mirar, contestó:

–Creo que en este bosque hay cedros de hasta cincuenta metros de


altura. Yo nunca había visto árboles tan grandes.

Luego de admirar el bosque, se internaron en él y eligieron un lugar


reparado para comer y pasar la noche.

–¿Usted nunca ha pensado en colocar carteles en el reino? –le preguntó


Flogisto a la princesa.

–¿Para qué? –preguntó ella.

–Pues, para saber qué es cada lugar. Por ejemplo, si aquí hubiera un
cartel que dijera “Bosque de los Cedros”, al llegar el viajero no tendría
dudas de a dónde había llegado.

–¡Pero eso no tiene ninguna gracia! –exclamó la princesa–. Así


cualquiera podría ir por el reino de aquí para allá, aunque no conociera
nada, sólo guiándose por los carteles.

Todos se admiraron de su respuesta y Felipillo agregó:

–Cuando yo llegué al reino, me hubiera venido muy bien encontrar


carteles con flechas que dijeran: “Al Bosque de los Gusanos”. Si no lo
encuentro a Ulrico, todavía estaría dando vueltas por allí.

Allí todos rieron.

188
–¿Han visto como mi reino se defiende solo? –agregó la princesa
también riendo–. Si no tienes acceso a los mapas del reino, te perderás
sin falta sin llegar a ninguna parte.

Entraron al bosque y se detuvieron en el primer claro que encontraron.


Allí prepararon sin demora todas las cosas para cenar y para descansar.
Debajo de esos inmensos árboles la noche parecía llegar mucho más
rápido.

189
CAPÍTULO 42. LA LAGUNA DEL CAÑAVERAL
Cuando la princesa despertó, la luz del día ya comenzaba a filtrarse a
través de los inmensos cedros debajo de los cuales había dormido.
Cuando abrió los ojos, aún acostada en el carro que le sirvió de cama,
su vista recorrió un inmenso tronco que se elevaba hacia el cielo. Su
corteza rugosa se asemejaba a las arrugas de un viejecito y sus ramas,
que salían en todas direcciones a distinta altura, parecían contar una
historia.

¿Cuántos años tendría aquel cedro? La princesa no se lo pudo imaginar.


Si hubiera sabido hablar con él, éste le habría contado que esa
primavera, cuando volviera a sacar sus flores perfumadas, estaría
cumpliendo 837 años. Aún sin saber eso, la princesa entendió que había
dormido debajo de un ser de sabiduría, testigo de la historia del mundo,
mundo del que ella apenas conocía algunas cosas atinentes al reino de
Organdí.

Cuando se sentó, vio a Flogisto caminado entre los árboles del bosque.
En eso, el mago se acercó a uno de ellos, se abrazó a él y allí quedó
quieto, con su oreja apoyada contra su áspera corteza, como si el árbol
le estuviera comunicando algo muy importante.

De a poco todos fueron despertando. Azucena, que había salido a


explorar, avisó que, no muy lejos de allí, corría un arroyo donde era
posible lavarse la cara. Felipillo y Ulrico prepararon el desayuno y, ya
confortados con el té caliente y unas ricas galletitas, reemprendieron la
marcha.

La princesa indicó el rumbo a seguir y, buscando los lugares más


amplios para pasar con los carros entre los árboles, la comitiva
190
continuó su camino a través del bosque. Luego de caminar un buen rato
a la sombra de los cedros, éstos comenzaron a estar cada vez más
espaciados. Los rayos del sol ya no tenían que pelear con el follaje para
llegar hasta el suelo aún cubierto de hojas y, en poco tiempo, todos se
encontraron, al igual que el día anterior, bajo un cielo soleado y una
brisa fresca que recordaba que la primavera aún estaba vistiéndose para
hacerse presente.

La princesa se adelantó con su caballo hasta ponerse a la par con el


mago orco.

–¿Cómo se siente hoy, Princesa? –preguntó éste.

–Increíblemente bien, Mago. Creo que dormir bajo esos árboles ha sido
una experiencia increíble.

–Yo también lo creo así –confirmó el mago.

–Le quería preguntar algo –agregó la princesa.

Flogisto movió sus orejas en todas direcciones, como queriendo


mostrar que no se quería perder palabra de lo que le dijera la princesa.

–Hoy vi en el bosque–continuó aquella– que usted abrazó a un cedro y


puso su oreja contra su corteza.

–Así es –respondió aquel.

–La pregunta es: ¿escuchó usted algo que proviniera del interior de ese
árbol?

191
El mago orco no contestó inmediatamente. Cuando volvió a hablar no
se sabía si le estaba respondiendo a la princesa o si estaba hablando
consigo mismo; o las dos cosas a la vez:

–La corteza de un árbol es como su piel. Siempre que se pone la oreja


contra una piel se escucha algo del interior: un latido del corazón o un
susurro del aire que entra y sale del cuerpo.

–Pero –dudó la princesa– ¿es que los árboles tienen corazón?

–No lo dude, Princesa. Sólo que no es como el nuestro, que late muchas
veces en un solo minuto: el corazón de un árbol late, como mucho, una
vez cada día.

La princesa quedó boquiabierta con esa información. Nunca había leído


algo así en sus libros, pero tampoco tenía por qué dudar de lo que el
mago le decía.

–¿Y qué es lo que escuchó? –preguntó ya sin poder contener su


curiosidad.

–No lo sé –dijo apenado Flogisto, y agregó inmediatamente–: mejor


dicho, Princesa, no lo entendí.

–¿En qué idioma hablan los árboles? –quiso saber ella.

–Cada árbol tiene su propio idioma y todos ellos tienen un alfabeto en


común, el Ogham. Los druidas, que son los magos del pueblo Celta,
fueron los que mejor conocieron el Ogham. Aún hay algunos magos
humanos que entienden a los árboles, pero yo nunca tuve esa sabiduría.
Los escucho, pero no los entiendo.

192
La princesa pensó que, al regreso, sin falta se abrazaría a un cedro y
pondría su oreja contra él, a ver qué era lo que se escuchaba. Pero,
mientras tanto, se ocupó de consolar a Flogisto, a quien se lo veía
apenado por su incapacidad de comprender a los árboles.

–¿Nunca pensó en ir a tomar clase con esos druidas? –dijo intentando


animarlo.

–La verdad que no princesa. No sé dónde se encuentran o si aún existen


–respondió.

–Bueno –agregó la princesa–, eso lo averiguaremos sin falta.

En ese momento Grommash señaló hacia delante:

–Miren allá, esa mancha gris rodeada de pastos altos.

Todos prestaron atención. Cuando se fueron acercando vieron que la


mancha gris era la laguna y que lo que de lejos parecían pastos altos
eran los cañaverales que la rodeaban.

La princesa no ocultaba su emoción por conocer esa parte de su reino


dónde nunca había estado. La laguna estaba sumida en un silencio
sospechoso. Apenas Azucena y Grommash dieron los primeros pasos
en el cañaveral, el aire estalló en una desafinada sinfonía de gritos,
chillidos, cantos y graznidos imposibles de imaginar un instante antes.
A su vez, el cielo se llenó de escuadrones de patos, garzas, cigüeñas,
gallaretas, flamencos y otras aves de las que ni siquiera se conocía el
nombre. Esas bandadas, una vez que tomaron distancia, volvieron a
posarse tranquilamente en la parte más alejada de la laguna.

193
Mientras se preparaba el almuerzo, Flogisto y Felipillo eligieron
algunas cañas casi secas que parecían más que apropiadas para la
fabricación de flautas. Las pusieron con cuidado en una caja que habían
llevado a ese fin y que viajaba segura en uno de los carros.

Azucena y Grommash descubrieron una increíble variedad de ranas.


Cuando se acercaban éstas dejaban de cantar, así que no quedaba más
remedio que estarse quedos hasta que volvieran a iniciar su concierto.

Finamente, decidieron almorzar, descansar un rato y volver esa misma


tarde hasta el bosque de los cedros. De esa manera, al día siguiente
llegarían nuevamente al palacio de Organdí, donde todos tenían
cuestiones pendientes que resolver.

194
CAPÍTULO 43. LOS ARQUITECTOS DEL REINO
El mago Flogisto resultó ser un excelente arquitecto. Con su ayuda, en
poco tiempo, lograron terminar varias construcciones.

La primera casa que comenzaron a construir fue la de Ulrico el


Cocinero y Ana Milena. Cada mañana se los veía desde temprano a
ellos dos acompañados de Felipillo, el mago Flogisto, Grommash y
Azucena, trabajando en el terreno destinado a su casa. A media mañana
Ulrico se iba para el palacio a fin de preparar la comida para todos.

Para llevar los materiales hasta ese lugar contaron con la inestimable
ayuda de los carros poseedores de la magia carretera. Flogisto era el
que manejaba mejor las matemáticas, así que a él le confiaban el
cálculo de cuántos ladrillos, bolsas de arena y de cemento eran
necesarios llevar cada vez.

Para algunas partes de la construcción también se utilizaron hierros y


piedras, y para el techo fue necesario fabricar una gran cantidad de
tejas.

Todos ayudaban en la medida de sus fuerzas. Por ejemplo, cuando


Flogisto cargaba una pila de cinco ladrillos, Azucena quizás llevaba
sólo uno, pero todos eran necesarios. Grommash se esforzaba por
imitar a su padre, pero, después de muchas pruebas, se conformaba con
llevar de a dos ladrillos por vez.

Cuando estuvo lista, detrás del huerto de árboles frutales se veía una
hermosa construcción con techo de tejas. Contaba con grandes ventanas
y tres dormitorios, además de la cocina, los baños y la sala de juegos.

195
Grommash fue a vivir con ellos, hasta que el mago Flogisto pudiera
terminar su propia casa.

La mudanza desde el palacio hasta la nueva casa de Ulrico y Ana


Milena fue una fiesta. Después del desayuno cada cual agarraba lo que
podía y lo cargaba en el carro que esperaba en la puerta del palacio.
Quien una caja con toallas, quien un bolso con ropa, quien un cajón con
platos y cacerolas.

Todos iban corriendo detrás del carro hasta la casa y allí comenzaban a
descargar. La princesa corrió y se divirtió como hacía tiempo que no lo
hacía. Felipillo Gusanillo estaba siempre a su lado, para reír con ella y
festejar sus ocurrencias.

La segunda vivienda que se terminó fue, justamente, la de Felipillo


Gusanillo, en el Bosque de los Gusanos. Por sus paredes trepaban
distintas enredaderas para que los gusanos pudieran subir y mirar por
las ventanas hacia adentro de la casa. A su vez, tenía un porche donde
Felipillo se sentaba a conversar de igual a igual con su primo el rey
Gustav Tercero.

La casa del mago Flogisto fue la tercera en construirse y se ubicó más


allá de la casa de Ulrico y Ana Milena, en dirección al mar. Entre
ambas casas dejaron un espacioso lugar: allí se construiría el hospital
del reino de Organdí. Cuando la casa del mago estuvo lista, Grommash
se mudó a vivir con su papá, aunque todos los días se encontraba con
Azucena para jugar juntos.

196
Finalmente, el hospital fue lo que más trabajo dio, ya que estuvo
pensado para poder recibir a muchos heridos de la guerra de Warcraft.
Una vez terminado, resulto ser casi casi tan grande como el palacio.

Ulrico continuó siendo el cocinero del palacio y Ana Milena y Azucena


comían siempre con la princesa para hacerle compañía.

Llegó el día en que el hospital estuvo terminado y entonces surgió de


nuevo el mismo problema: ¿cómo hacer para que llegaran los heridos
de Warcraft y que, una vez curados, no regresaran a la guerra?

–Usted me había prometido pensar una solución –le recordó la princesa


al mago Flogisto mientras paseaban por los jardines construidos
alrededor del hospital.

–Así es, Princesa –le respondió el mago–. Creo saber cuál es la


solución, pero no será nada fácil llevarla a cabo.

–Cuénteme –insistió la princesa, sentándose en un banco debajo de un


sauce.

–Mire, Princesa, yo creo que dejar la guerra es algo que cada uno debe
decidir en su corazón. Mire nomás a Ulrico el Cocinero: él quiso dejar
de ser arquero. Si no lo hubiera deseado con toda su alma, una vez
repuesto en su palacio, hubiera vuelto a ocupar su puesto de arquero en
Warcraft.

–Eso es muy cierto –reconoció la princesa–, pero ¿cómo hacer para que
los corazones quieran dejar la guerra?

197
–Eso no se puede hacer, Princesa; nadie puede mandar en el corazón de
otra persona. Lo que sí podemos es ayudar a quienes, en su corazón, ya
hayan tomado esa decisión.

La princesa quedó pensativa. El mago tenía razón, pero ¿cómo saber


quién ya había decidido en su interior alejarse para siempre de la
guerra?

198
CAPÍTULO 44. TERROR EN EL BOSQUE DE LOS
GUSANOS
Esa mañana, cuando el rey Gustav Tercero estaba asignando los lugares
donde los distintos grupos de gusanos debían ir a comer, un silbido
estridente recorrió todo el bosque.

Todos quedaron en silencio para ver si ese sonido se repetía. Pasaron


pocos segundos y, nuevamente, se oyó el estrepitoso chirrido, más
escalofriante aún que el anterior.

Los gusanos miraron a su rey, como pidiendo protección o


instrucciones para saber lo que debían hacer. Lejos de acallarse, el
ensordecedor chiflido seguía retumbando por todo el bosque, ya casi
sin detenerse.

Gustav Tercero recordó relatos de su padre, cuando aún era niño, sobre
un pájaro llamado chiflón: ¿habría llegado al Bosque de los Gusanos un
representante de esa familia y sería el responsable de esos horrísonos
sonidos? Sin dudas, había que averiguarlo.

El rey ordenó a todos los gusanos que regresaran inmediatamente a sus


casas. Éstos rápidamente volvieron a esconderse debajo de las cortezas
de los árboles o en los agujeros donde habían hecho su vivienda.
Mientras tanto él, al frente de la guardia gusareal, se dirigió hacia el
lugar desde donde parecía provenir el sonido aterrador.

Arrastrándose por el suelo, tratando de ocultarse debajo de las hojas


secas que allí habían caído, avanzaba el escuadrón de gusanos con
decisión, aunque, claro, también con temor. Gustav Tercero no pudo
dejar de recordar a su padre, caído en una desigual pelea con una

199
gallina escapada del gallinero. Si ese era su destino, lo afrontaría con
valentía: para algo era el rey de los gusanos.

A medida que avanzaban se dieron cuenta de que su búsqueda los


llevaba hacia la casa de Felipillo Gusanillo, el heredero al trono de los
gusanos de seda. Se cruzaron con algunos de ese reino que, también
espantados, se arrastraban lo más rápido que podían a refugiarse en sus
escondites.

¿Estaría su primo en casa?, iba pensando Gustav Tercero. Sin dudas,


sería de gran ayuda para espantar al pájaro chiflón que estaba aterrando
al bosque. Pero no tenía muchas esperanzas de que así fuera: seguro
que, como siempre, estaba paseando con la princesa muy lejos de allí.

Al acercarse a la casa dividió su guardia en tres escuadrones: uno iría


arrastrándose contra una de las paredes hasta llegar a la puerta de
entrada de la casa, donde intentaría pasar por debajo. El otro, se
arrastraría contra la otra pared y subiría hasta la ventana, para ver si el
príncipe se encontraba dentro. El tercer escuadrón, que comandaría el
mismo Gustav Tercero, tendría a su cargo la misión más peligrosa:
trepar por la enredadera del porche donde tantas veces había
conversado con su primo, y observar lo que pasaba: de allí parecían
provenir esos indescriptibles sonidos.

El primer escuadrón dio la vuelta con mucha cautela y, al llegar frente a


la puerta, descubrió que ésta se hallaba abierta. Eso podía querer decir
muchas cosas: o que el heredero al trono de los gusanos de seda se
encontraba allí, o que había salido también a investigar de qué se
trataba esa amenaza o, y eso sería muy lamentable, que hubiera huido.
El comandante, sumando valor, entró él primero a la casa.

200
Mientras tanto, el segundo escuadrón, siguiendo las órdenes recibidas,
trepó hasta la ventana desde donde se podía ver el interior de la casa. Al
apoyar la cara contra el vidrio, los gusanos pudieron ver el fuego
encendido en el hogar y una enorme tetera calentándose sobre las
llamas. No había dudas que el príncipe de los gusanos de seda se
encontraba allí, aunque, en verdad, no se lo veía.

Mientras tanto, Gustav Tercero seguido por su guardia personal, se


arrastró hasta el fondo de la casa. Una vez allí, comenzaron a trepar por
la enredadera, pero el ruido ya era ensordecedor: lamentaron mucho
que aún no se hubieran inventado los tapones de oído para gusanos.

Además de lo terrorífico del sonido, su violencia hizo que muchos de


los gusanos que estaban subiendo con esfuerzo cayeran desde el tronco
de la enredadera nuevamente hasta el suelo. Allí se acomodaban un
poco el casco de pétalo de margarita que los distinguía como guardias
gusareales, y volvían a iniciar un nuevo ascenso.

El rey seguía subiendo, aunque acompañado por un grupo cada vez más
reducidos de guardias. Con un guardia a cada lado y otro empujándolo
desde atrás, pudo finalmente asomarse por encima de la pared lateral.

Lo que vio lo dejó más aterrado aún: ahí estaba su primo, sentado en
uno de los bancos que rodeaba la mesa, con un tubo que le salía de la
boca y que, ya no había dudas, era el que producía ese terrible sonido.

Ninguna de las preguntas que se hizo Gustav Tercero encontraban


respuesta: ¿quién le habría pegado o metido ese tubo en la boca?, ¿ellos
podrían hacer algo para ayudar a quitárselo? Pensando en esas cosas
siguió trepando y, cuando estuvo a la altura de la cara de su primo, éste
lo vio. Quitándose la flauta de la boca, lo saludó:
201
–Hola primo, que alegría verte.

En verdad, el rey no lo pudo escuchar, así de aturdido había quedado


soportando ese chillido todo el tiempo. En ese mismo momento, el
escuadrón que había entrado por la puerta apareció en el porche
arrastrándose por el piso, mientras que el que había observado por la
ventana venía dando la vuelta por la pared de la esquina de la casa.

Al verse rodeado de gusanos, y de los de la guardia gusareal, Felipillo


no pudo ocultar su asombro.

–¿Hay algún peligro en el bosque? –preguntó a su primo. Éste, que ya


había comenzado a recuperar la audición, le respondió muy enojado:

–¡Sí, hay un gran peligro que se llama Felipillo y esa caña que produce
sonidos infernales!

–¿Esto? –preguntó Felipillo mostrando lo que tenía en la mano–. Esta


caña se llama flauta y se usa para hacer música.

–¿¡Música!? ¿Y a eso llamas música? –le espetó su primo–. Si quieres


saber lo que es música escucha a los ruiseñores, o acércate al arroyo y
presta atención al sonido del agua pasando entre las piedras.

–Bueno –dijo humildemente Felipillo–, reconozco que todavía no suena


muy bien. Recién son mis primeros intentos.

¿Qué había pasado? Apenas regresaron de la Laguna del Cañaveral,


Flogisto y él se pusieron a construir una flauta. Fueron seleccionando
las herramientas adecuadas para hacer los agujeros correspondientes y
afilar bien el bisel. La tercera flauta que construyeron ya tenía un
sonido bastante razonable, pero una cosa era cuando la soplaba el
202
mago, que tenía alguna idea del instrumento, y otra muy distinta
cuando lo hacía Felipillo. Así que aquel le dijo:

–Mira, Felipillo, primero debes aprender a soplar y, una vez que de la


flauta salga un sonido dulce, comenzar a experimentar con las distintas
notas. Yo te sugiero –agregó el mago– que te lleves la flauta a tu casa
del bosque y practiques por lo menos dos horas todas las mañanas.

–¿Y por qué no hacerlo aquí, en el palacio? –quiso saber el heredero al


trono de los gusanos de seda.

–Bueno –respondió Flogisto–, yo en tu lugar no quisiera que la princesa


cambie la opinión favorable que tiene sobre ti.

Los dos rieron y Felipillo comprendió que el consejo que le daba el


mago era un buen consejo.

El heredero al trono de los gusanos de seda se disculpó con su primo y


con el resto de los gusanos de la guardia gusareal, y prometió ir a hacer
sus prácticas musicales en un lugar alejado del Bosque de los Gusanos.

Ellos no podían saber que, pocas semanas después, estarían rodeando la


casa de Felipillo atraídos, como serpientes encantadas, por las hermosas
melodías que saldrían de su flauta.

203
CAPÍTULO 45. LOS COPISTAS DE ORGANDÍ
El mago Flogisto quedó encantado con la biblioteca del palacio de
Organdí. Hacía muchísimos años que ya no había bibliotecas en
Warcraft y casi no había libros, sólo alguno que otro escondido en la
casa de alguien, así que nadie podía aprender nada y sabían sólo
aquello que estaba en la cabeza de cada uno.

Pero enseguida también comprendió que esa hermosa biblioteca iba a


servir de poco para que humanos y orcos aprendieran a comprenderse y
a respetarse. La razón era muy sencilla, todos sus libros estaban escritos
en idioma humano y sólo los humanos podrían aprovechar de ellos.
Salvo que…

Una loca idea le vino a la mente. Había descubierto la inmensa


capacidad para los idiomas que tenía su hijo Grommash. No de otra
manera había logrado aprender muchas palabras y expresiones en
humano de su amiga Azucena. Él, desde que había llegado, le había
explicado muchas cosas que aún le faltaba comprender de ese idioma y
ahora, no lo dudaba, podría leer con facilidad cualquier libro de esa
biblioteca.

Esa misma noche lo habló con su hijo durante la cena. A Grommash la


aventura de leer en humano le pareció de las cosas más bellas que le
podrían ocurrir.

–Creo que me falta familiarizarme con algunas de las letras –respondió


a su padre–, pero sí, creo que lo podría hacer bien.

–Pero no se trata sólo de leer, hijo –agregó el mago.

–¿Qué tienes en mente, papi?


204
–Lo que tengo en mente no sé si se puede hacer, pero me encantaría
intentarlo contigo.

Hacía mucho tiempo que padre e hijo no hacían cosas juntos. Cuando
no eran las tareas del mago era la guerra, cuando no, los viajes a otros
pueblos orcos, y luego el secuestro de Grommash… En fin, que se
debían un buen proyecto juntos: ahora ya no tenían excusas para no
hacerlo.

–Me gustaría –continuó Flogisto– que entre tú y yo tradujéramos una


buena cantidad de libros del humano al orco, para que los de nuestro
pueblo también puedan comenzar a tener libros para leer.

–¡Eso lo podemos hacer! –exclamó Grommash entusiasmado–. A mí se


me da bien eso de comprender en otro idioma.

–No lo dudo, hijo. Pero esas traducciones necesitan ser escritas para
que otros puedan leerlas.

–¿Dices hacer libros nuevos? ¡Qué chévere! –exclamó el niño.

–Mañana, sin falta, iremos a hablar de este tema con la princesa.

A Grommash esa noche le costó conciliar el sueño. Se imaginaba en la


biblioteca, leyendo un libro detrás de otro y aprendiendo una multitud
de cosas nuevas. Hasta soñó que, dentro de mucho mucho tiempo,
quizás podría llegar a ser casi tan sabio como su padre.

Al día siguiente, una vez desayunados, padre e hijo se dirigieron al


palacio. Preguntaron por la princesa y tuvieron la suerte de que, aquella
mañana, se encontrara en el salón del trono.

205
–¡Adelante! ¡Adelante! –insistió la princesa cuando vio a Grommash y
a Flogistos asomados a su puerta.

–Gracias, Princesa –respondió Flogisto–. ¿No la distraemos de sus


ocupaciones?

–Éstas también son mis ocupaciones –sonrió la princesa–: atender a


todos aquellos que necesiten hablar conmigo.

Cuando Flogisto le contó su proyecto de traducir varios libros del


humano al orco para que, cuando funcionara el hospital de Organdí, los
de su pueblo también tuvieran lo que leer, a la princesa le pareció un
proyecto maravilloso.

–¿No será demasiado trabajo para usted, Mago? –quiso saber.

–Es que no lo haré yo solo; Grommash, aquí presente, será mi ayudante


y, no tengo dudas, en poco tiempo será mejor que yo en esta tarea.

La princesa miró al niño unos instantes, al cabo de los cuáles dijo:

–Grommash: hace tiempo que la biblioteca está buscando un


encargado. ¿A ti te gustaría ser el responsable de la biblioteca?

Grommash miró a su padre, luego a la princesa, luego de nuevo a su


padre, quien asentía con su cabeza.

–Sí, Princesa, cuente conmigo –dijo ya serio, aunque sin poder ocultar
su alegría.

–Bueno –agregó la princesa–, ya que van a emprender semejante tarea,


Organdí tiene algunos secretos que podrán ser de ayuda en este caso.

206
Ambos la miraron esperando que continuara.

–El primero de ellos es que, en una de las secciones de la biblioteca


dónde ustedes no han estado todavía, hay una gran cantidad de libros en
blanco esperando para ser escritos.

Al mago se le iluminaron los ojos, porque en principio imaginaba hacer


esas traducciones en hojas sueltas y comprendía que luego sería muy
trabajoso volver a ordenarlas.

–Yo nunca supe para qué estaban todos esos libros ahí, pero ahora
comprendo que esperaban su oportunidad de ser útiles, como en este
caso, para recibir vuestras traducciones.

–¡Eso es magnífico! –exclamó Grommash, quien ya se imaginaba


inaugurando nuevos estantes con libros escritos en orco.

–Y la segunda ayuda que mi reino les puede dar es que escriban esas
traducciones con tinta mágica.

–¿Tinta mágica? –exclamó el mago quien, a pesar de su oficio, jamás


había oído mencionar esa tinta.

–Sí, tinta mágica –reafirmó la princesa–. Es una tinta que tiene dos
propiedades increíbles. La primera es que completa las palabras a
medida que uno las va escribiendo.

–¡Una tinta que adivina! –se sorprendió el mago.

–Y eso no es lo más importante –agregó la princesa–, su segunda


propiedad es que con esa tinta no se puede escribir ninguna palabra

207
incorrectamente, ella sola se corrige. Yo la uso para escribir los
decretos reales, así estoy segura de que no contienen ningún error.

–¿Podríamos empezar ahora mismo? –pregunto Grommash muy


excitado, ya que no podía esperar un minuto más para iniciar aquella
aventura.

–Tú eres ahora el bibliotecario: si tu padre puede, claro que sí, pueden
comenzar.

Flogisto asintió con la cabeza y los tres se dirigieron a la biblioteca. La


princesa les mostró dónde estaban los libros con las hojas en blanco y
el lugar en que se guardaba la tinta mágica. Luego los dejó solos para
que comenzaran con la tarea.

208
CAPÍTULO 46. EL HOSPITAL
El hospital de Organdí era una construcción preciosa. Tenía altas
ventanas que dejaban entrar el aire y la luz en sus cuartos. Unas daban
al sur y otras al norte, así que nunca molestaba el sol, pero siempre
tenían abundante claridad.

Los pisos de los pasillos eran de colores: azules los de la planta baja,
verdes los del primer piso y lilas los del segundo. Las habitaciones
tenían pisos blancos y del mismo color eran sus paredes.

El hospital contaba con dos alas, divididas por la entrada que se


encontraba justo en el centro. Cada una de las alas contaba con un
gimnasio para que pudieran hacer ejercicios aquellas personas heridas
que lo necesitaran para recuperarse.

La princesa, el mago y Ana Milena pensaron mucho en cómo iban a


distribuir a los heridos y las heridas una vez que llegaran. Finalmente
decidieron destinar el ala derecha a los humanos y el ala izquierda a los
orcos. En el centro del hospital, entre las dos alas, ahora que contaban
con libros escritos en orco, hicieron una biblioteca con diccionarios
orco-humano y humano-orco; una sala de lectura y otra sala de
conversación. Así los humanos podrían aprender de a poco el idioma
orco y los orcos el idioma humano, y cuando ya conocieran algunas
palabras, podrían reunirse a conversar y a conocerse.

Pero lo que no estaba resuelto era qué heridos llegarían y cómo lo


harían.

El mago Flogisto dijo a la princesa:

209
–Princesa, tengo una solución para el problema de los heridos.

–¡Albricias! –exclamó la princesa–, esa noticia me hace muy feliz,


mago Flogisto. ¿Y cuál es esa solución?

–He ideado un conjuro para que todo aquel soldado herido, ya sea orco
o humano, que en su corazón haya decidido no participar más en la
guerra, desaparezca mágicamente del lugar donde se encuentre y
aparezca en una cama del hospital de Organdí.

La princesa comprendió que, efectivamente, estaba en presencia de un


mago muy poderoso.

–¿Cuándo puede tener listo ese conjuro, mago Flogisto? –preguntó.

–Ese es el problema, princesa. He ideado el conjuro, pero no lo puedo


hacer yo solo.

–¿A quién más necesita?

–Necesito a un mago humano para hacerlo entre los dos. Yo pondré los
ingredientes necesarios para llegar al corazón de los orcos y él los
necesarios para llegar al corazón de los humanos.

La princesa perdió, instantáneamente, el entusiasmo que le había dado


la noticia de que se podría hacer un conjuro. Para que llegaran al
hospital de Organdí los heridos de Warcraft que, de todo corazón, no
quisieran participar más de la guerra, era necesaria la colaboración de
un mago humano.

210
Había sido una inmensa casualidad que ese mago orco llegara hasta
Organdí. Para ello fue necesario que la catapulta persiguiera a Ulrico a
través de la cordillera, que la princesa fuera a ver de qué se trataba
aquel resplandor en la montaña, que lograra ayudar a Ulrico a huir de la
catapulta, que aquél pudiera volver a Wartcraft a buscar a su familia,
que en su casa se encontrara secuestrado el hijo de un mago orco, que
Ulrico y Ana Milena hubieran decidido traer al niño con ellos a
Organdí, que el mago siguiera su pista a través de la cordillera, que el
rey Gustav Tercero hubiera invitado a su primo al Bosque de los
Gusanos, que Felipillo Gusanillo haya divisado la luz de la piedra de la
amistad y que, finalmente, la princesa y él hubieran encontrado al
mago.

La princesa no creía que pudiera ocurrir una historia igual en el mundo


y que terminara con un mago humano en el reino de Organdí. ¿Sería el
final de los sueños de la princesa? ¿Habrían construido en vano ese
hermoso hospital?

Todos en el reino compartieron su tristeza. Hasta el rey Gustav Tercero


se hizo presente en el palacio, bien protegido en uno de los bolsillos del
saco de su primo, para ofrecer a la princesa toda la ayuda que desde su
reino pudiera serle útil.

Felipillo Gusanillo, Ulrico el Cocinero y Ana Milena se ofrecieron a ir


hasta Warcraft en busca de un mago humano, aunque no tenían la
menor idea de cómo lo podrían convencer de venir hasta el reino de
Organdí. La princesa no quiso, de ninguna manera, que pusieran en
riesgo sus vidas emprendiendo misión tan peligrosa.

211
Faltaba poco para el intercambio anual de telas con los hombres del
mar. ¿Podrían éstos ofrecerle alguna clase de ayuda?

No lo podemos saber, porque aquí se acaba la historia de El reino de


Organdí. Tendremos que esperar el próximo cuento que se llamará El
sueño de la princesa.

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

212
PARTE II. EL SUEÑO DE LA PRINCESA

213
CAPÍTULO 1. EL CONJURO
Los que hayan leído El reino de Organdí sabrán muchas cosas sobre lo
que allí ocurre. Pero, para los que no tengan noticias, les contamos que,
en sus inicios, en ese país vivía una sola persona: justamente la
Princesa de Organdí.

El nombre del reino se debe a las excelentes telas que allí se


confeccionan. En los campos se cultiva el algodón que, una vez
cosechado, se hila y se teje para producir las afamadas telas de organdí.

Claro que muchas de esas cosas se hacen a través de procesos mágicos.


Organdí es un reino lleno de magia. Allí existe la magia sembradora,
que esparce en la tierra las semillas del algodón; la magia cosechadora,
que ayuda a recogerlo; la magia hilandera, que fabrica el hilo a través
de unos husos mágicos; la magia carretera, que permite transportar los
rollos de telas hasta el mar donde se intercambiaban por los productos
que el reino necesita. Y toda esa magia es muy necesaria, claro: no van
a pensar ustedes que una sola persona, la princesa, podía realizar todo
ese trabajo.

Pero el reino de Organdí no sólo estaba lleno de magia, sino también


lleno de fiestas: a la princesa le encantaba organizar fiestas. No
podemos aquí enumerarlas a todas, pero sólo para que tengan una idea
les diremos que se celebraba la fiesta del algodón, que era la más
importante, y la fiesta de cumpleaños de la princesa, que era la más
alegre, porque se ponía música y la princesa bailaba hasta caer rendida
de cansancio. Y también existían la fiesta de los carros, de la hilandería,
de los caballos de tiro, de los caballos de paseo, de los ruiseñores, de
las margaritas en flor, de la lluvia. También se festejaba el día del

214
huevo y, aparte, el día de la gallina, que era como decir el “día de la
madre” del huevo. Otras eran la fiesta del hilo de algodón, la del tejido,
la del mar, la de la montaña, la de las palomas de pico naranja… en fin,
todas las fiestas que ustedes puedan imaginar tenían su día en el reino
de Organdí.

El primer visitante del reino de Organdí fue un verdadero dolor de


cabeza para la princesa. Se trató, nada más y nada menos que de Gustav
Tercero, rey de los gusanos, quien con todos sus súbditos se instaló a
comer en los sembradíos de algodón, destrozando las plantas que
constituían la riqueza del país. Luego de largas negociaciones la
princesa le asignó un bosque para que se trasladara con su pueblo,
bosque que, desde ese día, pasó a llamarse, justamente, el Bosque de
los Gusanos. Así logró la princesa salvar los cultivos de algodón y
Gustav Tercero, por primera vez en su vida, tuvo un bosque propio;
nadie en su dinastía había alcanzado tal honor.

El segundo visitante del reino fue Ulrico, arquero de un país vecino,


pero no arquero de atajar penales sino arquero de disparar flechas. Ese
país vecino se llamaba Warcraft y allí vivían en permanente guerra los
humanos y los orcos. La princesa lo ayudó a escapar de una catapulta
que lo perseguía y, desde ese día, dejó de ser soldado para
transformarse en el cocinero del palacio. Una vez repuesto de sus
heridas, Ulrico volvió a Warcraft a proponerle a su esposa y a su hija
que se instalaran definitivamente en Organdí, país de paz donde quería
vivir para siempre.

La sorpresa fue que en su casa encontró, además de a su esposa Ana


Milena y a su hija Azucena, un niño orco secuestrado por los caballeros
humanos, que se llamaba Grommash. Si dejaban allí al niño su suerte
215
no sería la mejor, así que decidieron llevarlo con ellos. Finalmente, los
cuatro regresaron a Organdí atravesando una increíblemente alta
cordillera.

De regreso se encontraron con una caravana de carros que


transportaban cajas repletas de hojas de morera. Al frente iba el
heredero al trono de los gusanos de seda, un apuesto joven llamado
Felipillo Gusanillo, quien a su vez era primo del rey Gustav Tercero. Se
dirigía al Bosque de los Gusanos por invitación de su primo, gracias a
un salvoconducto otorgado por la princesa que le permitía atravesar su
territorio. Los que quieran saber cómo un gusano y un humano pueden
ser primos, deberán leer el cuento El reino de Organdí.

El último en llegar al reino de Organdí fue el mago Flogisto, padre de


Grommash, quien, siguiendo el rastro de su hijo secuestrado y con
mucha ayuda de Felipillo Gusanillo con quien se conocían desde antes,
logró finalmente reunirse con su hijo.

En el último censo de Organdí se habían registrado: una princesa, un


cocinero, una enfermera, un mago orco, una niña y un niño, un
heredero, dos millones de gusanos comunes y trescientos mil gusanos
de seda. ¡Ah!, y nos habíamos olvidado de mencionar a las cinco mil
setecientas treinta y cuatro gallinas que vivían en los alrededores del
palacio.

El sueño de la princesa, desde que supo que en el país vecino de


Warcraft se vivía en guerra permanente, fue crear un hospital para que
se recuperasen todos los heridos y las heridas en esos combates, fueran
orcos o humanos.

216
El hospital se construyó y terminó siendo un edificio hermoso. Tenía
altas ventanas que dejaban entrar el aire y la luz en sus cuartos. Los
pisos de los pasillos eran de colores: azules los de la planta baja, verdes
los del primer piso y lilas los del segundo. Las habitaciones tenían pisos
blancos y del mismo color eran sus paredes. Contaba con gimnasios,
bibliotecas y salas de lectura, todo pensado para la recuperación de los
heridos. Y, lo que era más importante, el hospital sería atendido por el
mago Flogisto, que era médico, y por Ana Milena, que era enfermera.

Claro que en ese hospital se iban a recuperar aquellos humanos y orcos


que hubieran decidido, en su corazón, no participar más de la guerra.
La idea no era sanarlos para que una vez repuestos volvieran a matarse
en enfrentamientos sin fin.

Pero lo que aún no se había resuelto es como llegarían esos heridos


hasta el hospital, teniendo en cuenta que ambos países estaban
separados por una casi infranqueable cordillera. El mago Flogisto había
inventado un conjuro para resolver esa situación, pero,
lamentablemente, no podía llevarlo a cabo.

¿Por qué el mago Flogisto no podía hacer el conjuro que había


inventado? ¿Porque no lograba encontrar pestañas de ojo de rana?
¿Porque necesitaba diez gotas de pis de tiranosaurio? ¿O porque se
había dejado el caldero para hacer pociones mágicas en su casa?

Nada de eso. El increíble conjuro que había inventado y que le


permitiría a un soldado herido, sea humano u orco, sea varón o mujer,
mágicamente desaparecer del lugar dónde estaba y aparecer en una
cama del hospital construido por la princesa en Organdí, necesitaba,
para ponerse en marcha, de la colaboración de un mago humano.
217
¿Cómo lograr que dos magos enemigos colaboraran entre sí? ¿Cómo
conseguir que un mago humano llegara hasta el país de Organdí?

Todos en el reino querían colaborar para que se cumpliera el bello


sueño de la princesa. Ana Milena, Ulrico el Cocinero y Felipillo
Gusanillo se ofrecieron para ir hasta Warcraft a buscar a ese bendito
mago humano. La tarea no era fácil ya que no sólo se trataba de
encontrarlo, sino también de convencerlo de que los acompañe de
regreso al país de Organdí. Pero la princesa ni quiso oír hablar de que
se expusieran a tantos peligros. No sólo había que cruzar las altas
montañas de la cordillera, sino que también corrían el riesgo de que los
humanos, creyendo que se trataba de una trampa de los orcos, los
apresaran o mataran en el mismo instante.

¿Cómo podría hacerse realidad el sueño de la princesa?

218
CAPÍTULO 2. SE BUSCA UN MENSAJERO
La princesa y el mago Flogisto se reunieron en el salón del trono. Ella
tenía el ceño fruncido, signo inequívoco de preocupación. A él se lo
notaba serio: tenían por delante dificultades no sencillas de resolver.

–Mago Flogisto –dijo la princesa cuando estuvieron cómodamente


sentados–: ¿usted cree que algún mago humano estaría dispuesto a
colaborar para poder hacer el conjuro?

–Sí –respondió Flogisto–, estoy casi seguro de ello. Si pudiera hacerle


llegar un mensaje al mago Aldebarán, creo que él podría ayudarme.

–¿Quién es ese Aldebarán? –quiso saber la princesa.

–Es un mago humano con el que, en ocasiones, nos hemos encontrado


fuera del campo de batalla para intercambiar algunas medicinas.

–¿Y usted cree que querrá colaborar?

–Imagino que sí. Aldebarán y yo hemos lamentado muchas veces la


guerra de Warcraft y sus consecuencias.

La princesa creyó ver una pequeña luz de esperanza a través de las


palabras de Flogisto. Su sueño no era otro que, en el hospital de
Organdí, se pudieran recuperar los heridos y las heridas de la guerra de
Warcraft para comenzar una nueva vida de paz.

–¿Sabe, Mago? –dijo la princesa luego de meditar unos instantes–, creo


que deberíamos hablar con Gustav Tercero, rey de los gusanos.

–¿Qué idea tiene, Princesa?


219
–Gustav Tercero tiene una mariposa llamada Anadaida que lleva sus
mensajes a través del reino. Quizás le podríamos preguntar…

La princesa no pudo terminar su frase porque, justo en ese momento, se


hizo presente en el salón del trono Felipillo Gusanillo.

–Hola Princesa, hola Mago –saludó atento a los dos–. ¿Interrumpo


vuestra conversación?

–Ya la has interrumpido –respondió la princesa sonriendo.

–No saben el trabajo que me dio dar con el salón del trono. La primera
vez que abrí la puerta aparecí en el lavadero…

Los tres rieron. Todos sabían que en el palacio las puertas no daban
siempre al mismo sitio, lo que producía tanto situaciones graciosas
como enojosas, sobre todo cuando alguien estaba apurado por hacer
algo.

–…la segunda vez –continuó el príncipe de los gusanos de seda– me


encontré en la cocina. Aproveché para saludar a mi amigo Ulrico que
estaba pelando unas papas. La tercera salí a los jardines, donde me
miraban las gallinas con curiosidad, sobre todo una bataraza que no
parece tener muy buen genio. Recién a la cuarta pude entrar aquí.

–Y eres bienvenido –afirmó la princesa, a la que siempre alegraba la


presencia de Felipillo–. Justamente estábamos hablando con Flogisto de
la necesidad de reunirnos con tu primo Gustav Tercero.

220
–Será un gusto recibirlos en mi casa del Bosque de los Gusanos e
invitar también a mi primo. ¿Quiere que lo organice para mañana,
Princesa?

–Sería excelente –dijeron a la vez la princesa y el mago.

¿Podrían convencer al rey Gustav Tercero de que les preste a su


mensajera para una misión especial? ¿Podría Anadaida cruzar la
cordillera, o la nieve y el viento la derribarían por tierra? Todo eso lo
sabrían al día siguiente.

Después del desayuno la princesa preparó dos caballos para ir hasta el


Bosque de los Gusanos: uno para ella y otro para el Mago Flogisto. Esa
mañana estaba nublada así que, por precaución, tomó una de sus capas
de lluvia, la de color amarillo.

El Mago, desde la puerta de su casa, la divisó desde lejos, montada en


uno de los caballos y trayendo al otro de las riendas.

–Buenos días, Princesa.

–Buenos días, Mago Flogisto. ¿Cómo está usted hoy?

–Muy bien Princesa. Deseoso de conocer al rey Gustav Tercero y a su


mensajera.

–Bien, vamos entonces –dijo la princesa, entregándole las riendas del


caballo que traía de tiro–, que tenemos un buen trecho hasta el Bosque
de los Gusanos.

221
Mago y Princesa encararon el camino como buenos amigos, aunque en
silencio. Al rato de andar, Flogisto fue el primero en decir algo.

–¿Cuántos años tiene usted, Princesa?

–Creo que tengo diez y siete, pero no estoy muy segura.

–¿Cómo es eso? –sonrió intrigado el mago.

–A decir verdad –respondió la princesa– no sé bien cuándo he nacido.

–¿Y qué le han dicho sus padres?

–Mis padres no me han dicho nunca nada. ¿Sabe usted? A veces me


parece como que no he tenido padres. No tengo ningún recuerdo de
ellos.

–Eso no es posible, Princesa –afirmó Flogisto–. Nacer sin tener padres


es una magia que hasta yo desconozco.

–No sé qué decirle, Mago. Es como que yo hubiera nacido ya de diez y


siete años.

–¿Y qué pasa con sus cumpleaños? ¿No le agregan años cada vez que
cumple?

–Bueno –respondió la princesa–, le voy a contar algo que no sé si está


bien: yo a veces cumplo años para adelante y a veces para atrás.

Al mago se lo veía entre divertido y confuso: nunca había escuchado


una historia semejante.

222
–Es que, sabe –continuó la princesa–, como yo me siento siempre de
diez y siete años, un año cumplo para adelante y llego a los diez y ocho,
pero, como no me siento de dieciocho, al año siguiente cumplo uno
para atrás y vuelvo a los diecisiete. Es más, a veces he cumplido años
dos veces en el mismo año para volver a tener diecisiete.

El Mago no pudo evitar reírse de la increíble historia que le contaba la


princesa, pero no tenía motivos para no creerle. Además, la princesa
parecía, efectivamente, una joven de diecisiete. Quizás eso pasara sólo
en el increíble país de Organdí.

Tenía que investigar ese asunto, sin quererlo quizás había dado con la
fuente de la eterna juventud.

–Dígame una cosa, Princesa: ¿usted ha notado que algo cumpla años en
Organdí?

–Como… por ejemplo, ¿qué? –preguntó la princesa.

–Por ejemplo, estos caballos en los que estamos yendo al Bosque de los
gusanos. ¿Usted nota que estén envejeciendo con el paso del tiempo?

La princesa pensó unos instantes, ¿había algo que envejeciera en el


reino de Organdí?

–La verdad, Mago Flogisto, yo nunca he notado que los caballos


estuvieran más viejos. Y, ahora que lo pregunta, las gallinas tampoco:
son siempre las mismas y gozan de excelente salud.

–¿Como que en su reino todo es eterno, no, princesa?

223
–No, eso no –contestó ella–. Por ejemplo, las plantas de algodón se
renuevan todos los años. Cosechamos el algodón, luego las plantas se
secan y al año siguiente volvemos a plantar semillas de algodón. Y las
provisiones también se acaban: todos los años recibimos nuevas cuando
entregamos las telas a los hombres del mar.

–Uhm, ¡qué interesante! –exclamó el mago.

En esas conversaciones estaban cuando divisaron el Bosque de los


gusanos. El Mago conocía la casa de Felipillo porque había ayudado a
construirla, pero era la primera vez que la princesa estaba allí, así que él
guio hasta llegar a ese lugar del bosque.

224
CAPÍTULO 3. LA REUNIÓN EN EL BOSQUE
Al oír pasos de caballos, Felipillo Gusanillo salió inmediatamente de su
casa en el Bosque de los Gusanos y fue con premura a dar su mano a la
princesa para ayudarla a bajar del suyo. Él ya sabía que la princesa
subía y bajaba perfectamente de los caballos sin ningún tipo de ayuda,
pero no quería perder la oportunidad de ser atento con ella.

Y la princesa, que nunca dejaba que nadie la ayudara, daba con gracia
su mano a Felipillo y se apoyaba en su hombro al bajar de la
cabalgadura.

El rey Gustav Tercero miraba con atención toda esa ceremonia y


comprendió, rápidamente, que su primo se estaba enamorando de la
princesa. No le pareció mal: eran dos hermosos jóvenes que merecían
conocer el amor.

El Mago Flogisto y Gustav Tercero fueron presentados y se saludaron


con una breve reverencia. Todos se sentaron alrededor de la mesa del
porche, en una agradable sombra que daba la inmensa enredadera que
trepaba por las paredes de la casa de Felipillo. En una de sus ramas se
hallaba Gustav Tercero, a la altura de la cara de todos ellos.

Felipillo puso en el centro de la mesa un plato con exquisitas galletitas


surtidas, mientras que a su primo le convidó una apetitosa hoja de roble
que había buscado especialmente para él.

–Gracias, Felipillo, por ser el huésped de esta reunión –dijo la


princesa–, y gracias rey Gustav Tercero por haber asistido a pesar del
poco tiempo con el que le avisamos.

225
El rey entornó los ojos en señal de complacencia y su corona se inclinó
un poco hacia el lado derecho.

La princesa habló de su sueño, el del hospital de Organdí, y de las


dificultades que enfrentaban para que los soldados humanos y orcos
heridos en la guerra de Warcraft pudieran llegar hasta él. Relató que el
Mago Flogisto había ideado un conjuro para que eso fuera posible, pero
que no lo podía hacer solo: necesitaba de la colaboración de un mago
humano. Y llegado a este punto explicó que ese mago podría ser
alguien llamado Aldebarán, quien vivía en el país de Warcraft.

–El caso es que –agregó la princesa– no sabemos si Aldebarán querrá


colaborar o no hasta que logremos hacerle llegar un mensaje.

Felipillo ya se había ofrecido de ir hasta Warcraft, pero la princesa no


lo había querido autorizar de ninguna manera: le parecían muy grandes
los riesgos que había que tomar en esa misión. Así que ahora era el
turno de explorar si el rey de los gusanos podía ayudar de alguna
manera.

–Rey Gustav Tercero –continuó la princesa, quien recordaba muy bien


que al rey no le gustaba que lo confundieran ni con su abuelo ni con su
padre, así que no quedaba más remedio que llamarlo por su nombre
completo, aunque fuera un poco largo–, estimado rey Gustav Tercero,
nos preguntábamos si su mariposa mensajera, la inteligente Anadaida,
podría llevar ese mensaje hasta el país de Warcraft.

El rey carraspeó, mientras terminaba de masticar un pedacito de hoja


tierna. Se aclaró la voz y dijo:

226
–Estimada Princesa: Anadaida estaría complacida de servirla llevando
ese mensaje, pero me temo que eso no será posible.

La princesa no pudo disimular la decepción que le produjeron esas


palabras del rey de los gusanos. Unas arrugas se formaron en su frente
y una sombra inundó sus ojos.

–¿No habría manera, primo, de que llevando a Anadaida hasta las


primeras montañas ella luego pudiera atravesar volando la cordillera?

–De ninguna manera, Felipillo –contestó el rey–, las mariposas están


preparadas para volar en terreno llano y en tramos muy pequeños. Entre
vuelo y vuelo necesitan tomar agua, descansar y alimentarse del polen
de alguna flor. ¿Dónde crees tú que encontrará agua cruzando esa
cordillera? ¿Y flores?, ni hablar, allí no crecen las flores. Y cuando
quiera descansar, los fuertes vientos que atraviesan las montañas
dañarán sus alas de manera irreparable.

Todos quedaron en silencio. La princesa regresó al palacio


tremendamente desanimada, en todo el viaje casi no intercambiaron
palabras con el mago orco.

227
CAPÍTULO 4. CAMBIA, TODO CAMBIA
Al día siguiente se lo vio al mago Flogisto haciendo cosas extrañas en
el jardín del palacio. A pesar de que no había resultado la idea de que
Anadaida pudiera llevar el mensaje hasta Warcraft, él no quería darse
por vencido.

El inmenso y bello hospital les recordaba a todos que todavía había


algo pendiente por resolver. Azucena y Grommash acompañaban al
mago a todas partes. Veían como buscaba vaquitas de San Antonio en
el césped del jardín y luego, acercándola a su cara, decía unas palabras
en voz tan baja que ninguno de los niños alcanzaba a comprenderlas.

En muchas ocasiones la vaquita de san Antonio sólo salía volando y se


iba a esconder nuevamente en el pasto. En una ocasión, luego de las
palabras que el mago dijo al oído de la vaquita, ésta se transformó en
un grillo y salió saltando y cantando. El mago se rio y puso cara de
satisfecho.

Al día siguiente, a primera hora, se presentó en el palacio. La princesa


ya había desayunado.

–¿Puedo hablar con usted, Princesa? –preguntó el mago.

–Por supuesto Mago Flogisto. Tengo que ir a ver cómo están


trabajando los telares, ¿me acompaña?

–Claro –dijo el mago.

–Durante el camino podremos conversar tranquilamente –agregó la


princesa.

228
Una de las características de los telares mágicos de Organdí era que no
hacían ruido, trabajaban silenciosamente; sólo respondían con un suave
taca-taca cuando alguien les dirigía la palabra. Eso permitiría que,
mientras recorrieran la hilandería, pudieran conversar normalmente, sin
tener que levantar la voz.

–¿Sabe, Princesa? –dijo el mago–, quiero intentar un nuevo camino


para comunicarme con el mago Aldebarán.

–¿Y cuál sería ese nuevo camino? –quiso saber la princesa, siempre
preocupada de que nadie tomara riesgos innecesarios.

–Quiero probar si puedo transformar a la mariposa Anadaida en un


pájaro, así podría cruzar la cordillera y llevar el mensaje.

–¿Usted podría hacer eso? –preguntó admirada la princesa, abriendo


grande los ojos.

–Puedo intentarlo –respondió modestamente Flogisto.

–Entonces, sin falta, hay que volver a hablar con el rey de los gusanos
para que dé su autorización.

Después de almorzar, la princesa ensilló uno de los caballos y se dirigió


al galope hacia el Bosque de los Gusanos. Su corazón latía con
renovada esperanza ante la nueva posibilidad que le había indicado el
mago y también latía de alegría por ir a ver nuevamente a Felipillo.

Al llegar al Bosque de los gusanos encontró la casa vacía. Seguramente


Felipillo estaría atendiendo cosas de su reino. Dio unas vueltas entre las
moreras, pero no lo encontró, por lo que finalmente regresó a la casa
229
decidida a esperarlo. Sentada en uno de los cómodos sillones de su sala
la princesa se quedó dormida.

Perdió la noción del tiempo que pasó. La despertó un suave olor a té de


jazmín y se encontró frente a una bandeja con dos tazas humeantes y
dos porciones de budín de limón. Entre las penumbras de la sala vio
pasar una sombra y, al moverse, escuchó la alegre voz de Felipillo:

–Al fin ha abierto los ojos la bella durmiente.

–Felipillo… –dijo la princesa con una voz de recién despertada.

–La verdad, princesa, no sabía si darle un beso o prepararle un té de


jazmín.

–El té está muy rico –dijo ella con una sonrisa.

Felipillo prendió la lámpara y se miraron los rostros felices.

–¿Hace mucho que duermo?

–No sabría decirte, cuando yo regresé ya estabas dormida.

–Salí de palacio después de almuerzo, necesitaba preguntarle algo a tu


primo y me pareció lo mejor venir a tu casa. Como no te hallé me senté
a descansar y, ya has visto, el sueño me venció.

–¿Quieres quedarte a cenar? Este heredero, así como lo ves, sabe hacer
algunas cosas ricas.

–No lo dudo –dijo la princesa–, pero no me quedaré hoy. No avisé nada


en palacio y no quiero preocupar a Ulrico y a Ana Milena.
230
–Mi primo ya es muy difícil de encontrar a estas horas. Si es urgente, lo
mejor será que mañana lo lleve yo hasta el palacio.

–¡Eso sería excelente! –exclamó la princesa, cada vez más despierta y


más contenta–. Gracias por el té y el budín, pero ahora tengo que
regresar.

–Pero no regresarás sola. Permíteme que te acompañe.

Y la princesa, que en cualquier otra circunstancia habría dicho que era


innecesario que la acompañen, esta vez aceptó encantada.

Felipillo ensilló uno de sus caballos y los dos se pusieron en marcha. Al


salir del bosque vieron que no estaba tan oscuro como allí parecía. Los
últimos rayos del sol poniente alcanzaban a poner unas pinceladas color
naranja contra el horizonte, mientras que los lilas y los violetas iban
inundando el resto del cielo.

¿Cómo resultaría la reunión del día siguiente con el rey Gustav


Tercero? ¿Aceptaría que el mago Flogisto intentara transformar a
Anadaida en un pájaro? ¿Estaría de acuerdo Anadaida en hacer esa
experiencia?

231
CAPÍTULO 5. EL REY GUSTAV TERCERO
Felipillo regresó a su casa del bosque esa misma noche. A la mañana
siguiente, después de desayunar, fue en busca del rey Gustav Tercero.
Lo encontró junto a su séquito, poniendo señales en los árboles para
organizar el turno de comida de las distintas familias de gusanos. Los
árboles con hojas más tiernas estaban destinados a las familias con
gusaniños y gusaniñas más pequeños, y a los árboles con pocas hojas
nadie se podía subir: había que darles tiempo a que sacaran hojas
nuevas para no quedarse sin comida antes de tiempo.

–Buen día, primo –le dijo apenas lo encontró.

–Buen día Felipillo –le contestó aquel–. ¿Qué te trae tan temprano a
esta parte del bosque?

–La princesa nos necesita. Tenemos que ir al palacio.

–“Nos necesita”, “nos necesita”. ¿Es que la princesa cree que yo no


tengo nada que hacer más que ir corriendo detrás de sus caprichos? –
respondió Gustav Tercero muy enojado.

Felipillo pensó que quizás no le había hablado a su primo como


correspondía. Lo conocía desde hacía años y sabía que el rey de los
gusanos necesitaba primero recibir elogios y alabanzas y hacerle notar
su importancia para luego recién pedirle algo.

Intentando corregir su error dijo entonces:

–Es que sabes, primo, la princesa enfrenta un problema muy difícil y es


poco probable que lo pueda resolver sin tu ayuda.

232
Eso calmó algo al rey Gustav Tercero, pero no lo suficiente como para
que no agregue:

–¿Sabes que pasa, Felipillo? Que tú estás enamorado de la princesa, y


ella te lleva de las narices y te hace hacer todo lo que quiere.

Felipillo se sonrojó. No sabía que era tan evidente que a él le gustaba la


princesa.

–Es que la princesa –atinó a decir– es alguien muy importante para


todos nosotros.

Tomó un poco de aliento y ya más tranquilo agregó:

–¿Alguna vez habías soñado con tener un bosque propio? ¿O lo soñó


alguna vez tu padre o tu abuelo? Y aquí te ves, muy rey de tu propio
bosque. ¿Y eso a quien se lo debes? A la princesa de Organdí, querido
primo. Ella muy bien podría haber lanzado a las gallinas a las
plantaciones de algodón y ya no quedaría nada de tu reino.

Al escuchar “gallinas” a Gustav Tercero le dio un temblor que casi le


hace caer la corona de su cabeza.

–Pero en vez de eso –continuó Felipillo– te cedió este bosque para que
te instales con todo tu pueblo, plantó moreras tal como tú le pediste y
me dio un salvo conducto para que atraviese su territorio y venga a
reunirme contigo.

Felipillo vio, por la expresión de su rostro, que a su primo ya se le


había pasado el enojo. Aprovechó la oportunidad para rematar su
discurso:
233
–Creo que todos estamos obligados a ayudar a la princesa cuando ella
lo necesita.

–¡Está bien! –dijo Gustav Tercero tratando de parecer aún enojado–.


Pero no iré de vuelta hasta el palacio en el bolsillo de tu saco. Me hace
mucho calor y viajo apretado.

–Está bien –rio Felipillo–, vamos hasta mi casa y prepararemos un


transporte como este rey se merece.

234
CAPÍTULO 6. LA CARROZA DEL REY
Lo primero que le ofreció Felipillo a su primo Gustav Tercero fue
viajar en su caja de música. Ésta tenía el aspecto de un pequeño cofre y,
cuando se la abría, hacía música mientras que una bailarina giraba
sobre un plato que daba vuelta tras vuelta.

El rey Gustav Tercero probó, pero se sintió inmensamente mareado.


Para no caerse del plato terminó abrazado con todas sus patas a la
bailarina. El heredero al trono de los gusanos de seda no pudo dejar
pasar la oportunidad para reírse de él:

–Parece que yo no soy el único que se está enamorando –dijo.

Los dos primos rieron, mientras Gustav Tercero se desprendía con


cuidado de la bailarina para no perder el equilibrio.

Viendo que al rey no se le daba bien eso del baile, Felipillo buscó una
caja de fósforos vacía. La caja era grande así que, de un lado, puso unas
hojas tiernas de enredadera por si a su primo le daba hambre durante el
viaje, y del otro un poco de algodón por si le daba ganas de dormir y
para amortiguar también el galope del caballo. Sólo le faltaban las
ruedas para ser una verdadera carroza real.

Con mucho cuidado, Felipillo colocó la caja de fósforos donde viajaba


su primo en las alforjas de viaje y, a paso tranquilo, inició el camino al
palacio.

Felipillo Gusanillo y el rey Gustav Tercero llegaron al palacio de la


princesa de Organdí para la hora del almuerzo. La princesa se alegró de

235
la visita y Ulrico puso dos platos más en la mesa para los recién
llegados.

Claro que el rey de los gusanos no se sentó en la silla, sino que


directamente se instaló en el plato. La comida del día era soufflé de
espinacas y el cocinero tuvo la delicadeza de servirle unas apetitosas
hojas de espinacas crudas.

Gustav Tercero no cabía en sí de felicidad, no sólo porque esas hojas de


espinaca estaban riquísimas, sino porque era la primera vez que comía
en el palacio de Organdí. Es cierto que cada tanto miraba con
desconfianza por la ventana, sobre todo cuando se escuchaba cacarear a
alguna gallina. La princesa lo tranquilizó:

–Coma tranquilo, Rey, las gallinas tienen prohibido el ingreso al


palacio.

El rey se acomodaba la corona y seguía comiendo, pero de tanto en


tanta alzaba la cabeza y aguzaba el oído para percibir si algún peligro lo
amenazaba.

Después de almuerzo la princesa, Felipillo y el rey de los gusanos se


dirigieron a casa de Flogisto. Allí el mago los esperaba con el té ya
preparado. Cuando estuvieron todos sentados alrededor de la mesa el
mago le preguntó a Gustav Tercero:

–Estimado rey, ¿usted me permitiría que intente transformar a la


mariposa Anadaida en un pájaro que pueda atravesar la cordillera? Es
casi la última esperanza que tengo para hacer llegar mi mensaje al
mago Aldebarán.

236
–¿Esas cosas puede hacer usted? –preguntó entre incrédulo y admirado
el rey de los gusanos.

–Como le dije a la princesa, puedo intentarlo.

En ese momento entraron corriendo Grommash y Azucena con varias


vaquitas de San Antonio caminando por sus manos. El mago le pidió a
su hijo que le prestara una. Acercó su cara a la vaquita y dijo muy
quedo algo que tenía toda la pinta de ser un conjuro. Inmediatamente,
ante el asombro de los presentes, la vaquita se transformó en un grillo
que daba saltos encima de la mesa.

Quedaba demostrado, así, que el mago Flogisto algo sabía de


transformaciones.

–¿Y ahora puede, mago, volver a transformar al grillo nuevamente en


vaquita de San Antonio? –quiso saber Gustav Tercero.

El mago, sin hablar, tomó al grillo y lo puso en la palma de su mano.


Cerró los dedos delicadamente, con cuidado de no aplastarlo y,
poniendo su boca en el anillo que formaban su dedo índice y su dedo
gordo, dijo unas palabras, también tan bajas que nadie alcanzó a
entenderlas. Cuando abrió su mano, todos vieron maravillados cómo
salió volando una vaquita de San Antonio.

–Me ha convencido –dijo el rey de los gusanos–, pero yo no puedo


tomar esa decisión.

Todos miraron sorprendidos a Gustav Tercero, pero éste, enseguida,


aclaró la situación:

237
–Yo no puedo tomar la decisión de que usted transforme a Anadaida en
un pájaro, esa decisión la puede tomar sólo ella. Yo quiero ayudar a la
princesa –completó–, aunque, para ser sincero, también quiero decir
que me apena mucho separarme de Anadaida. Ella no es sólo mi
mensajera, sino también mi mejor amiga.

Felipillo fue el primero en apoyar sus palabras:

–Eres un rey muy sabio, primo mío. Sabes gobernar y sabes respetar el
deseo de tus súbditos. Creo que se hace necesario hablar con Anadaida.

Todos estuvieron de acuerdo y quedaron en volver a reunirse al día


siguiente. La princesa aclaró que ella estaría ocupada por la mañana: se
estaban terminando de fabricar los últimos rollos de tela y ya se
acercaba el día del encuentro con los hombres del mar.

Finalmente, el rey Gustav Tercero quedó encargado de avisar a


Anadaida que, a la tarde siguiente, se presentara en palacio, y Felipillo
se encargaría de transportar a su primo hasta el Bosque de los Gusanos
y regresar con él al día siguiente.

238
CAPÍTULO 7. TRANSFORMACIONES
La mariposa Anadaida estaba más bella que nunca, con sus alas color
naranja adornadas con dos hermosos círculos azul oscuro que, cuando
abría las alas, semejaban unos inmensos ojos. Parada en el hombro de
Felipillo Gusanillo escuchaba con atención todo lo que se decía en
aquella ocasión.

La princesa le explicó su sueño del hospital de Organdí y también la


necesidad de llevar un mensaje hasta el país de Warcraft. Ella, como
mariposa, no lo podía hacer, pero como pájaro tenía posibilidades de
atravesar esa alta cordillera. Y el mago Flogisto podía transformarla en
pájaro.

Anadaida miró tiernamente al rey Gustav Tercero. Éste entornó sus


ojos e inclinó, como resignado, su cabeza. Felipillo comprendió que lo
que sentía su primo por Anadaida era algo más que amistad, y que
estaba siendo inmensamente generoso permitiendo que ella decidiera lo
que quería hacer.

Finalmente, Anadaida frotó sus patitas delanteras, plegó y desplegó sus


alas algunas veces, y, finalmente, habló:

–Querida princesa de Organdí: desde que llegamos a su reino comenzó


una nueva vida para nosotros. Aquí hemos dejado de ser perseguidos,
fumigados y comidos por gallinas y otros monstruos indescriptibles.

Todos escuchaban con mucha atención lo que decía la inteligente


mariposa.

239
–Así que –continuó–, usted puede contar con mi colaboración en todo
aquello que esté a mi alcance.

Al rey Gustav Tercero le dio un temblor que casi le hace caer la corona
de su cabeza. La acomodó rápidamente y miró con admiración a su
querida mariposa.

–Y usted, rey Gustav Tercero –continuó la mariposa–, seguirá siendo


mi amigo sea yo mariposa, pájaro o león. Usted me protegió a mí y a
mi familia, y nos llevó a los mejores lugares para cuidarnos y
alimentarnos, y, gracias a ello, me crecieron estas alas que algunos
dicen que son hermosas. Para mí siempre fueron el tesoro que me
permitía llevar volando sus mensajes a todos los rincones del reino.

El mago Flogisto estaba emocionado. No podía dejar de comparar lo


que pasaba en Warcraft, donde todo era guerra y sacar ventajas sobre el
otro, con lo que pasaba en Organdí, donde todos querían colaborar para
que los demás pudieran cumplir sus sueños. El contraste era muy
grande. Quizás en ese momento tomó la decisión de que esa era la vida
que quería para su hijo y que, de allí en adelante, sólo se dedicaría a
ayudar a la princesa y a su reino con todas sus fuerzas.

–Inteligente y valiente Anadaida –dijo el mago–: me honra usted con su


confianza. En esta caja tengo lo que necesito para transformarla en
pájaro.

El Mago Flogisto tenía todo dispuesto para intentar la transformación


de Anadaida en pájaro. Ya desde días atrás había pedido a Grommash y
a Azucena que, de sus excursiones por los árboles, le trajeran las
plumas de paloma que encontraran. Pensó que las palomas eran buenas
240
mensajeras desde tiempo inmemorial, así que ¿qué mejor que
transformar a la valiente mariposa en una paloma mensajera?

Todas esas plumas las había guardado en una caja, esperando el


momento adecuado para probar la efectividad de su conjuro. Cuando la
abrió, todos quedaron sorprendidos de su variedad. Las había blancas,
grises, negras, jaspeadas, con reflejos verdes y azules. La princesa,
Felipillo y el rey Gustav Tercero no pudieron ocultar su admiración
cuando el mago desplegó esas plumas sobre la mesa.

Anadaida miraba la mesa desde el hombro de Felipillo, donde había


estado todo el tiempo desde que llegaron a la casa del mago. Flogisto se
dirigió a ella:

–Generosa Anadaida, es necesario que elijas alguna de todas estas


plumas.

La mariposa miró con atención y eligió la pluma más negra de todas,


una que cuando le daba la luz despedía reflejos azulados. Quizás ese
color se parecía al de los lunares que adornaban sus alas, o quizás le
pareció que con ese plumaje se podría esconder muy bien de cualquiera
que quisiera atraparla una vez que fuera pájaro.

El mago recogió todas las demás plumas y las volvió a guardar en la


caja. La pluma negra con reflejos azules quedó sola en medio de la
mesa.

Flogisto volvió a dirigirse a la mariposa para decirle:

–Cuando yo termine de decir mi conjuro, tú debes volar y posarte sobre


la pluma. ¿Estás preparada?
241
Anadaida dijo que sí con un gesto de su cabeza. La princesa y Felipillo
contuvieron la respiración. El rey Gustav Tercero entornó sus ojos,
como no queriendo mirar lo que allí iba a ocurrir.

El mago cerró los ojos y puso sus dos manos a unos centímetros de la
pluma que estaba sobre la mesa. Cómo haciendo un esfuerzo con su
memoria comenzó a decir:

–Forma de mariposa,
dorada como ninguna,
te transformarás en pájaro
al posarte sobre esta pluma.

El mago abrió sus manos y las llevó hasta la altura de sus hombros.
Anadaida flexionó todas sus patas y, dando un salto, se arrojó desde el
hombro de Felipillo he inició un gracioso vuelo. Dio una vuelta
alrededor de la mesa, pasando primero por delante de la princesa, quien
hizo una inclinación de cabeza en señal de agradecimiento. Luego
revoloteó alrededor de la cabeza del rey Gustav Tercero, cubriéndolo
con brillante polvo de alas de mariposa. El rey abrió grandes los ojos y
ya no los apartó del vuelo de su mensajera. Finalmente, sus alas se
agitaron justo delante de la nariz del Mago Flogisto, quien alcanzó a
sentir el casi imperceptible movimiento del aire generado por ellas.

Finalmente, se volvió a elevar hacia el centro de la mesa y, con una


gracia indescriptible, fue bajando suavemente hasta apoyar todas sus
patas sobre la pluma negra.

Un resplandor, que duró un segundo, envolvió a la mariposa y a la


pluma. Luego una luz blanca, con forma de medialuna, pareció surgir
242
de la pluma renegrida. En el mismo instante, las seis patas de la
mariposa desaparecieron y se transformaron en dos patas de pájaro. De
la luz blanca que había sobre sus patas comenzó a surgir una luz negra
que se fue alargando hasta alcanzar la forma de un pájaro. Dos
brillantes piedritas de azabache se transformaron en sus ojos, delante de
los cuales apareció un pico también de color negro.

Anadaida miró a todos los presentes con sus nuevos ojos. Éstos la
observaban en su nuevo ser, blanca de abajo y negra de arriba. Nadie
dudaba de que el hechizo del mago había sido fabuloso, pero también
estaba claro que eso en lo que se había transformado Anadaida no era
una paloma.

El mago abrió los ojos y exclamó:

–¡Por Blizzard! ¡Esa pluma no debería haber estado en mi caja!

Todos quedaron en silencio, incluida la mariposa recién transformada


en pájaro. Cuando intentaba hablar, sólo lograba piar y gorjear. Y
tampoco hacía el sonido que hacen las palomas porque, claramente, no
era una paloma.

¿Qué había pasado con la transformación? Pasada la sorpresa inicial, el


Mago Flogisto se dio una gran palmada en la frente.

–¡Ya comprendo! –exclamó–. Los niños juntaron plumas, pero no todas


eran de paloma. Y justamente la pluma que Anadaida eligió era, por
todas las apariencias, una pluma de… ¡golondrina!

–¿Qué haremos ahora? –preguntó Felipillo alarmado.

243
–No haremos nada, Felipillo –respondió el Mago–. Para cruzar la
cordillera es casi tan buena, o mejor, una golondrina que una paloma.
Imagina que estas aves recorren miles de kilómetros todos los años para
migrar de un lugar a otro.

–¿Cree usted entonces que podrá realizar la hazaña? –preguntó la


princesa.

–Estoy seguro de ello, aunque claro, en un vuelo tan largo siempre hay
riesgos –acotó Flogisto.

–Y más en un país en guerra permanente –agregó Felipillo.

El rey de los gusanos miraba todo aquello con mucha atención.


Finalmente preguntó:

–¿Por qué Anadaida no puede hablar?

–Bueno –explicó Flogisto–, podrá hablar, pero cuando se acostumbre a


utilizar sus nuevas cuerdas vocales. Por ahora sólo podrá hacer los
sonidos que naturalmente hace una golondrina. Lo importante es que
puede entender, así que entre hoy y mañana le daré los detalles de la
misión y, pasado mañana, partirá en su viaje.

Anadaida aleteó en señal de que estaba dispuesta. Felipillo abrió una de


las ventanas para que pudiera salir al aire libre. Cuando desplegó sus
alas todos quedaron impresionados: desde la punta de un ala hasta la
punta de la otra medía no menos de treinta centímetros. Desplegó una
cola en forma de U que le servía para direccionar su vuelo y, con una
fuerza increíble, salió por la ventana y se elevó en el cielo.

244
Todos se asomaron a verla. Movía sus alas con energía y se remontaba
cada vez más alto, mucho más alto que los árboles más altos. Cuando
ya se veía como un puntito en el cielo, dejó de aletear y, con sus alas
desplegadas, volvió planeando hasta posarse en el techo de la casa de
Flogisto.

Pio con energía, como queriendo decir las palabras que aún no le
salían. De un salto bajó del techo y se volvió a posar en el hombro de
Felipillo. Desde allí miró con sus ojos negro azabache al rey Gustav
Tercero y le dedicó un gorjeo que inundó toda la casa de música.

245
CAPÍTULO 8. PREPARANDO EL VIAJE
El mago Flogisto dedicó lo que quedaba de ese día y todo el día
siguiente a instruir a Anadaida sobre su viaje.

Lo primero que hizo fue indicarle cómo encontrar el pueblo donde


vivía Aldebarán. Para ello, el primer paso era cruzar la cordillera. El
mago sabía muy bien de qué se trataba, ya que él mismo la había
cruzado a pie en busca de su hijo Grommash, aunque es cierto que, sin
el auxilio de Felipillo Gusanillo y la princesa, quienes lo encontraron
exhausto, hambriento y sediento, difícilmente hubiera terminado bien
esa aventura.

La primera indicación fue que volara en línea recta hacia el norte, de


esa manera se encontraría con las montañas. Antes de empezar el cruce
le recomendó descansar y alimentarse bien, ya que no encontraría
mucha agua ni mucha comida una vez que se adentrara en la cordillera.
Le aconsejó también que buscara siempre volar por los valles, entre las
montañas, y que no se remontara hasta los picos nevados y con hielos
eternos: el mago no estaba muy seguro de cuánto frío podía soportar
una golondrina.

Una vez resuelto ese primer paso y ya dejando atrás la cordillera, tenía
que buscar un ancho río y seguirlo alejándose de las montañas. El
primer pueblo que encontraría era un pueblo humano: debía seguir de
largo. Luego aparecerían dos pueblos orcos que también dejaría atrás.
Recién en el siguiente pueblo de humanos vivía Aldebarán.

Su casa estaba en las afueras, pero no era fácil verla desde el aire
porque se hallaba debajo de árboles muy frondosos. Lo mejor que

246
podía hacer era volar alrededor del pueblo y observar todos los caminos
que salían de él.

Si lo hacía con atención, vería que uno de esos caminos tenía piedras
blancas a sus dos costados. Era el único con esas características: no lo
iba a confundir con ningún otro. Ese era el camino que Anadaida debía
seguir.

En un momento, el camino iba a desaparecer bajo la copa de los árboles


de un pequeño bosque y luego volvería a hacerse visible, con las
mismas piedras blancas a sus costados, pero ya no era necesario
seguirlo. En ese bosque se encontraba la casa del mago humano.

Lo que Anadaida debía hacer, llegada a ese punto, era descender y


observar entre las ramas de los árboles hasta encontrarla. No se iba a
confundir: en el jardín había un cartel que decía: Pociones Mágicas, y,
sobre la puerta, otro que indicaba: Aldebarán y Asociados.

El tema que quedaba por resolver era cómo llevaría el mensaje. Aunque
Flogisto le explicó en detalle lo que tenía que decirle a Aldebarán,
nadie podía saber cuánto tiempo le llevaría a Anadaida aprender a
manejar sus nuevas cuerdas vocales.

Tampoco se podía escribir una carta y atarla a una de sus patas, porque
su peso le impediría a la ahora golondrina poder cumplir con tan
exigente travesía. El mago Flogisto estaba en un verdadero problema:
debería usar toda su inteligencia para resolverlo. Ninguno de sus
conjuros lo podía ayudar ahora, y eso que sabía cientos de ellos.

247
También pensó en la posibilidad de intentar con escritura miniatura, en
la que era experto. Calculaba que en una pluma de Anadaida podían
caber casi cien palabras, lo que era más que suficiente para lo que tenía
que transmitir. Pero se dio cuenta de que, durante el viaje, su plumaje
estaría sometido al viento y al sol, y tampoco podía descartar que se
mojara con la lluvia. Era muy grande el riesgo tanto de que se borrara
el mensaje o que, sencillamente, quedara ilegible.

¿Cómo haría el mago Flogisto para hacerle llegar su mensaje a


Aldebarán? Después de mucho pensar se dirigió al bosque cercano y,
con mucha paciencia, recortó una tirita muy finita de corteza de
eucaliptus. Al volver a su casa la sumergió en agua tibia y esperó a que
se ablandara hasta hacerse flexible. Una vez logrado eso la sacó y, con
un pequeño punzón, grabó una palabra en su interior.

Finalmente, llamó a Anadaida y rodeó su patita izquierda con la


corteza, hasta que quedó cerrada como un pequeño anillo. El pequeño
adminículo no representaba ninguna molestia para Anadaida, ni para
caminar ni para volar: su peso era insignificante, probablemente menor
a un gramo.

Lo que ese anillo significaba nadie lo sabía, como tampoco se sabía


que, antes de colocárselo, había escrito una palabra en él, ¡sólo una
palabra! El mago se reservó ese secreto y esperaba que Aldebarán, con
su reconocida inteligencia, lograra descifrar el mensaje.

248
CAPÍTULO 9. LA MARIPOSA GOLONDRINA
Al tercer día desde su transformación Anadaida emprendió, finalmente,
el viaje. Partió desde la casa de Flogisto y, después de elevarse en el
cielo, dio una vuelta alrededor del palacio de la princesa. Luego encaró
recto hacia la cordillera.

Estaba claro que su velocidad era mucho mayor que la de un caballo,


pero la mariposa estaba experimentando con su nuevo cuerpo y todavía
necesitaba aprender a combinar el aleteo con el planeo, para ahorrar
energías. Así que al rato de salir tuvo que parar a reponer fuerzas, tanto
se había agotado de aletear sin descanso como cuando era mariposa.

Repuesta de su cansancio, lo primero que hizo fue buscar de comer.


Allí cerca vio unas hermosas flores amarillas, pero, cuando metió el
pico para comer su polen, se encontró con que éste tenía un gusto
asqueroso. ¿Cómo podía ser? Ella nunca había encontrado un polen con
tan desagradable sabor. Tuvo que elevarse en el cielo y buscar un curso
de agua para ir a lavarse la boca, bueno, el pico, y quitarse el sabor
horrible que le había quedado.

Es cierto que ella nunca había volado tan lejos, quizás nunca se había
encontrado con esas flores amarillas y por eso desconocía lo
desagradables que eran. Pero mientras volaba buscando agua vio unos
hermosos tulipanes rojos: de esas flores sí había comido muchas veces,
su polen era exquisito. Entusiasmada voló hasta los tulipanes y metió
su pico en el primero de ellos:

–¡Puaj! –alcanzó a decir, mientras escupía a diestra y siniestra para


quitarse ese polen inmundo de la boca. Otra vez tuvo que volar hasta el
agua para volver a limpiarse el pico y la lengua.
249
Esto es un grave problema, pensó Anadaida. Si en todo el camino el
polen de las flores va a ser tan hediondo como el que probé hasta ahora,
moriré de hambre antes de llegar a mi destino. Levantó vuelo una vez
más mientras pensaba en qué debía hacer: ya estaba lejos del palacio,
pero aún más lejos de las montañas. ¿Quizás lo mejor sería regresar?
¿Pero qué ganaría con ello? Su misión era llevar un mensaje y para eso
debía seguir volando hacia su destino.

Mientras daba vueltas por el aire, ensimismada en esos pensamientos,


de casualidad un mosquito se metió en su boca. Su primera reacción fue
intentar escupirlo, pero, inmediatamente, descubrió que el mosquito
tenía un sabor muy bueno. Sin poder creer lo que hacía, lo masticó y lo
tragó con inmenso gusto.

Y no sólo hizo eso: observó la nube de mosquitos que volaba cerca de


allí y, sin poder contenerse, con la boca abierta a más no poder, se
lanzó sobre ellos y tragó todos los que pudo, como si probara el manjar
más exquisito que hubiera en el mundo.

Una vez llena su panza de mosquitos se sintió nuevamente fuerte y


decidida para continuar su viaje. El cansancio desapareció como por
encanto y nuevas energías llegaron a sus alas. Jamás había imaginado
que los mosquitos podrían ser, además de deliciosos, tan nutritivos.

¡Qué rico sería ahora un poco de dulce polen como postre!, pensó
Anadaida, y se lanzó en picada sobre unas matas de flores azules con
corolas amarillas. Apenas probó el polen le dieron tantas arcadas que
casi vomita los riquísimos mosquitos que había comido instantes antes.

250
En ese momento sintió la voz, eran unos sonidos muy agudos pero que
ella podía entender perfectamente. Se dio vuelta para ver de dónde
venían esos rumores y se encontró como delante de un espejo: frente
suyo estaba posada, en la rama de enfrente, una golondrina igual que
ella, sólo que con la cola un poco más larga.

Primero se sorprendió, y más todavía le llamó la atención entender todo


lo que esa golondrina decía. Claro, pensó para sí, ella ahora era una
golondrina: era bastante natural que entendiera el lenguaje de otra
golondrina.

–Hola, amiga –le dijo la golondrina con un tono de voz muy alegre.

¿Amiga?, pensó Anadaida. Pero ¡qué atrevida!, llamarme amiga si


apenas acabamos de conocernos. Pero como era una mariposa, perdón,
una golondrina muy educada, le respondió:

–Buenos días.

–¿Cómo te llamas? –preguntó inmediatamente la golondrina


confianzuda.

–Me llamo Anadaida –respondió nuestra golondrina.

–Mucho gusto, Anadaida –agregó la recién aparecida golondrina–, me


llamo Marcelino.

–¿Marcelino? –exclamó extrañada Anadaida, a la que le pareció que no


era un nombre muy propio para una golondrina.

–Sí, soy Marcelino el golondrino –aclaró el recién llegado.


251
Ah, es un golondrino, dijo para sus adentros Anadaida. Ahora el
nombre sí le queda mucho mejor.

–¿Vives por aquí cerca? –le preguntó Marcelino quien, al parecer, no


era para nada un golondrino tímido.

–No –le respondió Anadaida–, sólo estoy de viaje.

–¿Y dónde está tu bandada? –quiso saber el recién llegado.

–En verdad, viajo sola.

–¡¿Sola?! –se extrañó sobremanera el golondrino–, pero las golondrinas


no viajamos solas.

Claro que Anadaida no iba a ponerse a explicarle a un desconocido que


estaba en una misión especial, que debía llevar un importante mensaje
al país de Warcraft y que, en verdad, ni siquiera era una golondrina sino
una mariposa. En vez de todo eso le dijo:

–Pues sí, yo viajo sola.

–¿Sabes que eres una golondrina muy rara? –le dijo mirándola con sus
ojitos negros Marcelino.

–¿Rara porque viajo sola?

–No sólo por eso: eres la primera golondrina que veo comer polen de
las flores.

Anadaida se sonrojó, aunque por suerte, gracias a las plumas negras


que tenía en el lomo y las blancas que tenía en la panza, no se notó.
252
–¿A ti no te gusta el polen? –quiso saber nuestra golondrina.

–¡Puaj! –dijo Marcelino–, es asqueroso. A mí me gustan los mosquitos.

Finalmente, Anadaida comprendió: ahora era una golondrina y comía


lo que comen las golondrinas, no lo que comía cuando era mariposa. Y
las golondrinas, al parecer, no comían polen sino insectos. ¡Ahora
entendía por qué le habían resultado tan sabrosos los mosquitos!

–¿Y hacia dónde te diriges? –quiso saber el golondrino.

¿Qué le respondería Anadaida? ¿Que salió a dar una vuelta? ¿Que a él


no le importaba donde ella iba? ¿O le diría la verdad?

253
CAPÍTULO 10. MARCELINO
En el reino de Organdí cada uno se ocupaba de sus asuntos, pero el
pensamiento de todos volaba junto con la golondrina Anadaida. Era el
primer día de su viaje. Había partido a la mañana temprano y ya todos
estaban ansiosos por saber de sus aventuras.

Consultado el Mago Flogisto dijo que, en su opinión, tardaría por lo


menos tres o cuatro días en llegar a lo de Aldebarán y otro tanto en
volver, sin contar con el tiempo que le llevara entregar el mensaje.
Flogisto no quiso contar a nadie qué significaba el anillo que había
puesto en su pata.

Mientras tanto, Anadaida estaba aprendiendo a volar como golondrina,


a comer como golondrina y a comportarse como golondrina. Por suerte
era una mariposa muy inteligente y comprendía todo rápidamente.

Aunque Marcelino le resultó de entrada un poco confianzudo, se sintió


bien de tener un nuevo amigo y debía reconocer que su larga cola de
golondrino era muy hermosa. Pero ya había perdido mucho tiempo, así
que debía retomar su camino.

–Marcelino, debo continuar mi viaje –le dijo Anadaida.

–¿Y hacia donde te diriges?

–Debo llevar un mensaje al otro lado de una alta cordillera.

–Yo nunca atravesé una cordillera –dijo con un suspiro Marcelino.

–Yo tampoco –le confesó Anadaida.

254
Los dos se quedaron en silencio, mientras picoteaban unas pequeñas
arañitas que caminaban por el tronco donde estaba parados.

–¿Sabes qué? –dijo de pronto el golondrino–, yo iré contigo.

Andaida quedó confundida. Siempre había pensado que su misión era


una tarea solitaria y, de alguna manera, era así. Pero eso no impedía
que pudiera tener un compañero de viaje, de hecho, presentaba muchas
ventajas.

En primer lugar, se trataba de alguien que siempre había sido


golondrina y que, por lo tanto, le podría enseñar multitud de cosas que
ella desconocía, como, por ejemplo, que las golondrinas no comen
polen.

En segundo lugar, siempre era bueno viajar en compañía. Era más


entretenido y ella no se sentiría tan sola cuando se pusiera a pensar en
su pueblo de gusanos y en las demás mariposas y en el amable rey
Gustav Tercero.

Y, por último, también se imaginaba que, de a dos, podrían enfrentar


mejor los peligros que a cualquiera le pueden acontecer durante un
viaje. Así que, por todo eso, le contestó:

–Sería muy amable de tu parte acompañarme, pero, ya sabes, soy una


golondrina solitaria y no tengo bandada.

–¡La bandada! –exclamó de pronto Marcelino golpeándose la frente


con el ala, como quién se ha olvidado de algo muy importante–.
¡Sígueme! –le dijo a Anadaida, y remontó vuelo.

255
Anadaida no tuvo tiempo de sorprenderse, así que saltó al vacío y,
moviendo sus alas, comenzó a seguir al golondrino. Luego de unos
minutos de vuelo se acercaron a unos árboles. Ya de lejos se sentía el
piar y el gorjear de cientos de golondrinas. Aunque ella entendía su
idioma, igual quedó un poco anonadada de escuchar todas esas voces
que hablaban a la vez.

Finalmente, el golondrino se posó en la rama de un árbol donde fue


recibido con muestras de alegría. Anadaida, ya más acostumbrada a sus
nuevas alas, planeó y fue a pararse justo al lado de él. Muchas
golondrinas los miraban.

–Esta es mi familia –le dijo Marcelino a Anadaida–. Y esta es Anadaida


–agregó, presentando a su nueva amiga.

–Bienvenida, Anadaida –le respondieron varias voces al unísono.

El golondrino se dirigió a las dos golondrinas más cercanas y les dijo:

–Papá, mamá, me voy a acompañar a Anadaida que viaja sola.

Anadaida estaba parada en el árbol que ocupaba la familia de


Marcelino. Todos la recibieron muy amablemente y, enterados de que
Marcelino quería acompañarla en su viaje, le preguntaron:

–¿No quieres quedarte a vivir aquí, con nuestra bandada? Hay lugar de
sobra y siempre es agradable tener una nueva amiga.

–Les agradezco mucho su ofrecimiento –respondió Anadaida–, pero


debo llevar un mensaje y no puedo detenerme –y les mostró su patita
izquierda con el anillo que le había puesto Flogisto.
256
–Entiendo –dijo la mamá de Marcelino–. Entonces, hijo, ¿a qué
esperas?, acompaña a tu nueva amiga en su viaje.

–Y por no tener bandada no se preocupen –agregó el papá–, ya


formarán su propia bandada.

Marcelino, abriendo las alas, abrazó a su papá y su mamá, a sus


hermanos y hermanas, a los primos, las primas, los tíos, las tías y los
abuelos. Anadaida saludó con una gentil inclinación de su cabeza y los
dos levantaron el vuelo.

–¿Hacia dónde vamos? – quiso saber Marcelino.

–Hacia el norte, siempre hacia el norte –respondió Anadaida–, hasta


encontrar las montañas.

257
CAPÍTULO 11. LAS TELAS DE COLORES
Mientras tanto, en Organdí, el mago Flogisto quiso saber por qué todas
las telas que allí se confeccionaban eran blancas. La princesa se
sorprendió por la pregunta y, sin dudar, le respondió:

–Porque el algodón es blanco.

El mago también se sorprendió por la respuesta, así que con cautela


preguntó:

–¿Usted sabe que en otros países hay telas de muchos colores?

–Sí, lo sé –contestó la princesa–, lo he leído en los libros de mi


biblioteca. Además, cuando conocí a Ulriquero vestía una capa roja, y
usted mismo llegó a mi palacio con unos pantalones naranjas.

–¿Y cómo se imagina que hacen para tener todas esas telas de colores?
–le pregunto Flogisto.

–Imagino que tendrán algodón de muchos colores, pero en mi reino


todo el algodón es blanco.

El mago no pudo evitar sonreír ante semejante contestación.

–Le diré una cosa, Princesa: en todo el mundo el algodón es blanco.

–¡¿Síííí?! –exclamó asombrada la princesa.

–Así es, Princesa.

–¿Y cómo hacen para tener telas de distintos colores?

258
–Muy sencillo, las tiñen.

–¿Las qué? –preguntó la princesa, abriendo muy grande los ojos.

Flogisto comprendió que la princesa no tenía ni idea de lo que era el


teñido, así que comenzó a explicarle.

–Hay muchas sustancias en la naturaleza que se usan para dar color a


las telas.

–¿Cómo cuáles? –quiso saber la princesa.

–Muchas –respondió Flogisto–. Por ejemplo, si usted quiere teñir una


tela de rosa, puede usar el jugo de la remolacha, si la quiere lila o
violeta, el jugo del arándano, si la quiere marrón usa té negro.

–De todo eso tenemos en el reino –dijo entusiasmada la princesa,


imaginando lo que hasta hace instantes le parecía imposible: tener telas
de muchos colores.

–También hay minerales que se usan para el teñido –continuó el


mago–. Con la malaquita se logran verdes intensos, con el manganeso
se tiñen las telas de negro y con el plomo de rojo.

La princesa de Organdí se encontró ante un mundo nuevo de colores.


Ella nunca había imaginado que las telas que se fabricaban en su reino
pudieran ser de otro color que no fuera blanco. Pero con los
conocimientos del mago se le abría un nuevo horizonte lleno de lilas,
rosas, verdes, rojos y azules.

259
–¿Podríamos hacer una prueba de lo que usted dice sobre el teñido de
las telas? –le preguntó la princesa.

–Por supuesto, princesa –le respondió Flogisto.

–¿Qué necesita para hacerlo? ¿Le hago traer un rollo de tela del
depósito?

–Si le parece, princesa, vamos a hacer una prueba con un pequeño trozo
de tela. Para teñir un rollo entero deberíamos contar con piletas
especiales y nuevas instalaciones. Si a usted le gusta como quedan las
telas teñidas, lo podemos planear para el próximo año.

–Excelente –exclamó la princesa–. Ahora mismo iré a la hilandería y le


pediré a alguno de los telares que me confeccione un pequeño trozo de
tela. ¿Cómo de qué tamaño, Mago?

–Como del tamaño de un vestido suyo estará bien, princesa.

–Perfecto –contestó la princesa, y salió rumbo a la hilandería.

Claro que no fue tan sencillo convencer a un telar que, desde siempre,
hacía inmensas telas para enrollar, que hiciera un paño pequeño como
el que el Mago le había pedido. Aunque le explicó varias veces y con
detalle, el telar seguía dale que te dale sacando la larguísima tela que
estaba acostumbrado a fabricar.

A la princesa le pareció que no era que el telar no la entendía, sino sólo


que no quería dejar de hacer lo que siempre había hecho y ya conocía
de memoria. Por otro lado, le pareció comprensible lo que le pasaba: a
nadie le gusta mucho dejar de hacer lo que le sale tan bien para intentar
260
cosas nuevas. Así que, pensó: tengo que incentivar al telar a que intente
hacer lo que nunca ha hecho, y no se le ocurrió mejor idea que, con la
música del “arroz con leche”, inventarle una canción:

Telar de mi alma,
Telar de mi amor,
Aquí viene tu princesa
A pedirte un gran favor.
Tú puedes hacer,
Tú puedes lograr,
Que la próxima tela
No sea para enrollar.
La tela que te pido
Para prueba de teñido
Es una tela al fin
Del tamaño de un vestido.

Sea porque al telar le gustó la canción, sea porque entendió que lo que
la princesa le pedía era algo importante, el caso es que, cuando
completó el rollo que estaba haciendo, produjo una cantidad de ajustes
en su maquinaria, cambió de lugar los peines con los que tejía el hilo de
algodón, y, con un ritmo distinto, comenzó a sacar la tela del tamaño de
un vestido.

La princesa no cabía en sí de alegría cuando tuvo el primer paño de esa


medida en sus manos. Mientras lo admiraba, no advirtió que el telar
confeccionaba otro del mismo tamaño, y otro más. Cuando volvió a
prestar atención, ya iba por la quinta tela con esa medida.

–Ya está bien, telar –le dijo la princesa.


261
Pero nada, el telar seguía sacando la misma tela a gran velocidad. La
princesa calculó que ya había confeccionado por lo menos cien piezas
como la primera, así que no tuvo más remedio que agregar una nueva
estrofa a su canción:

Telar de mis sueños,


Querido telar,
Termina de una vez
O te voy a reventar.

El telar, como por arte de magia, se detuvo, acomodó sus peines y


comenzó nuevamente a fabricar tela para enrollar.

262
CAPÍTULO 12. VOLANDO SOBRE LA CORDILLERA
Mientras tanto, Anadaida y Marcelino, luego de volar con energía
durante mucho rato, comenzaron a divisar las primeras montañas de la
cordillera. Todavía se las veía muy lejos, pero se adivinaba que eran
inmensas. Aún para dos golondrinas iba a ser todo un desafío internarse
en ellas.

Anadaida le contó a Marcelino las recomendaciones que le había dado


Flogisto para cruzar la cordillera.

Ya estaba atardeciendo cuando las dos golondrinas llegaron al lado


mismo de las primeras rocas. Buscaron un árbol donde pasar la noche y
encontraron uno muy frondoso, quizás el mismo que había dado cobijo
a la princesa y a Ulrico cuando ella lo rescató de la catapulta.

Siguiendo los consejos de Flogisto se dispusieron a descansar para


emprender el cruce de la cordillera al día siguiente. Juntos, uno al lado
del otro, durmieron en la misma rama, hasta que las primeras luces del
alba los despertaron.

Desayunaron con unos insectos muy sabrosos que abundaban en aquel


árbol y, repuestas sus energías, comenzaron a remontar vuelo. Al
principio la travesía fue muy amable: cálidos valles que se abrían entre
montaña y montaña les permitían su paso con un vuelo descansado.
Pero, de a poco, comenzaron a tomar más y más altura, y a medida que
se adentraban en la cordillera el aire era cada vez más frío.

Finalmente, decidieron hacer el primer descanso. Se posaron sobre una


piedra toda pintada de sol y, con su calor, sintieron cómo sus alas
tomaban nuevas fuerzas. Lo que no se veía por ninguna parte era agua
263
y ya comenzaban a tener sed. La tentación de remontarse cada vez más
alto hasta donde estaba la nieve era muy grande: quizás allí
encontrarían algo de agua de deshielo. Pero recordaban las advertencias
de Flogisto y decidieron dejarlo como último recurso.

Después de descansar volvieron a partir y, en esa nueva etapa,


superaron ya la mitad de la cordillera. Lo notaron porque, después de
horas donde cada vez las montañas se hacían más altas, éstas
comenzaban a tener menor altura, como anticipando que, de un
momento a otro, saldrían finalmente al país de Warcraft.

Durante todo el viaje encontraron algunos insectos para alimentarse,


pero la sed era ya insoportable. Luego de su segundo descanso
decidieron que, si en el próximo rato no encontraban agua, subirían
hasta la nieve a pesar del riesgo de quedar congeladas.

Mientras tanto, en Organdí, la princesa cargó en un carro todas las telas


del tamaño de un vestido que el telar había confeccionado. Regresó al
palacio muy contrariada porque éste no se había detenido a tiempo,
pero el mago Flogisto la recibió con muestras de alegrías y la felicitó:

–¡Bravo, princesa! Usted es mucho más inteligente que yo.

La princesa lo miró sorprendida, así que el mago agregó:

–Yo le pedí una tela, pero usted se dio cuenta de que, para hacer
pruebas de teñido, necesitaríamos muchas más, y las hizo confeccionar
con increíble rapidez.

264
La princesa sonrió confusa. Lo que ella creía que había sido un defecto
del telar, resultaba que era algo bueno para poder probar distintos
colores y concentraciones de tintura.

–¿Con qué color comenzaremos a probar, princesa?

La princesa meditó unos instantes y respondió:

–¿Qué le parece si teñimos una tela de rosa? Usted me dijo que eso se
lograba muy bien con el jugo de la remolacha.

–Así es princesa, le voy a pedir a Ulrico el Cocinero que ralle unas


cuantas remolachas y luego las ponga a escurrir para que nos den su
jugo.

–Perfecto. ¿Hoy mismo podremos hacer la prueba? –preguntó sin poder


contenerse la princesa.

–No, princesa –respondió Flogisto–. El primer paso del teñido es lavar


la tela. Para teñirla, la tela debe estar recién lavada.

–Perfecto. Envíe una de las telas a nuestro lavadero. Mañana, con


seguridad, ya estará lavada y planchada.

–El planchado no hace falta, princesa. Lo mejor es lavarla y secarla al


aire, así la tela estará lista para tomar todo el color de nuestra tintura.

Mientras eso ocurría en el palacio, Anadaida y Marcelino iniciaban la


tercera etapa de su vuelo intentando cruzar la cordillera. Desesperados
por la sed, necesitaban encontrar agua lo más pronto posible.

265
El cielo estaba completamente azul. Seguramente era más del mediodía
ya que en las laderas de las montañas donde antes había sol ahora
comenzaban a estar en sombras, y donde había sombras, comenzaba a
dar el sol. Por momentos Anadaida se adelantaba en su vuelo y por
momentos lo hacía Marcelino: ahora toda su preocupación era
encontrar un lugar para beber.

En un momento, la mariposa golondrina le dijo a su compañero:

–No me quiero ilusionar, pero allá adelante veo algo que brilla.

–Yo también lo veo. Vayamos a investigar –respondió Marcelino.

Ambas golondrinas comenzaron a descender hacia el lugar. A la


distancia vieron un artefacto extraño, color marrón, como si estuviera
hecho de madera, pero también tenía algunas piezas metálicas. ¿Serían
esas piezas las que provocaban el brillo que los había hecho ilusionar?

Ya estaban en pleno descenso y no se detuvieron. Luego de un planeo


en círculos, fueron a posarse directamente sobre ese aparato, que no era
otra cosa que la catapulta que había perseguido a Ulriquero y que,
luego, el mago Flogisto dejó custodiando el acceso a la cordillera.

Anadaida y Marcelino no podían creer lo que veían: entre las ruedas de


la catapulta corrían unos hilos de agua fresca surgidos de un manantial
que se hallaba un poco más arriba, en la misma roca. Locos de alegría,
saltaron al suelo y comenzaron a llenar sus picos, levantaban su
cabecita, tragaban y volvían a llenarlos. Nunca habían probado un agua
tan rica, o al menos eso les pareció a ellos en ese momento.

266
Dando saltitos, siguieron esos hilillos de agua hasta encontrar que
daban nacimiento a un arroyo que bajaba por la montaña. En ese
momento, Anadaida sintió que unas gotitas de agua la salpicaban. Al
darse la vuelta vio que Marcelino le arrojaba agua con la punta de una
de sus alas. Entre las piedras, haciendo saltar gotitas hacia todos lados,
las golondrinas no sólo saciaron su sed, sino que se dieron el baño más
hermoso del que tenían recuerdo. Bueno, para Anadaida era su primer
baño como golondrina, y el primero en general, ya que las mariposas
no tienen esa costumbre.

Refrescados y felices, se posaron sobre una roca donde daba el sol y


extendieron todas sus plumas para secarse.

Una vez repuestos comenzaron el descenso de las montañas volando


sobre el arroyo. A veces éste se ocultaba entre las piedras y luego
volvía a aparecer. Las dos golondrinas, desde el aire, no lo perdían de
vista. Anadaida imaginó, con razón, que el arroyo desembocaría en
algún río, y como ella debía encontrar justamente un río que se
internara en Warcraft, le pareció un buen camino seguir el curso de
agua.

A medida que las montañas se hacían más bajas comenzaron a aparecer


algunos árboles, al principio aislados, pero luego cada vez con más
frecuencia. Cuando ya la cordillera estaba quedando atrás, un nuevo
paisaje se presentó ante sus ojos. El arroyo que habían seguido con su
vuelo aumentaba cada vez más su caudal y, cuando quisieron darse
cuenta, divisaron a los lejos el inmenso río que atravesaba aquel país.

Ya caían las primeras sombras de la tarde, así que las dos golondrinas
comenzaron a buscar un árbol dónde pasar la noche. Mientras lo
267
elegían merendaron y cenaron a la vez con unos ricos insectos que
revoloteaban por el aire.

Satisfechos y extenuados por el cruce de la cordillera, se apoyaron uno


contra el otro en la rama del árbol elegido y así durmieron dándose
calor mutuamente. Anadaida, cada tanto, se sobresaltaba como si
estuviera soñando.

¿Con que soñaría la mariposa golondrina?

268
CAPÍTULO 13. PRUEBA DE TEÑIDO
La princesa se levantó temprano aquel día. Apenas amanecía cuando ya
estaba saliendo de su cama para dirigirse a la biblioteca. Su
pensamiento volaba hacia Anadaida, preguntándose cómo le estaría
yendo en su arriesgada misión. ¿Habría terminado de cruzar la
cordillera? ¿Estaría segura en Warcraft? ¿Se sentiría triste de estar sola
y tan lejos de casa?

Consultó en sus libros sobre telas decolores y cómo se fabricaban.


Flogisto tenía razón, en todas partes el algodón era blanco. Luego de
desayunar fue sin demora al lavadero del palacio.

Allí el mago estaba por realizar una prueba de teñido, la primera que se
iba a llevar a cabo en ese reino. Tomó la tela que se había lavado el día
anterior y la pesó en una balanza, luego la puso en un balde y la cubrió
con agua. Todo eso ocurría bajo la atenta mirada de la princesa: ésta
tenía mucha curiosidad y además quería aprender cómo se hacía.

Luego, el mago Flogisto tomó el jugo de la remolacha que había


preparado Ulrico. Midió en un vaso una cantidad y la agregó al balde.
Cada cosa que hacía el mago la anotaba en un papel: la princesa no lo
entendía porque estaba escrito en orco.

–¿Qué dice allí, Mago? –preguntó.

–Allí dice el peso de la tela que vamos a teñir, el agua que le pusimos al
balde y la cantidad de jugo de remolacha que le agregamos.

–¿Es importante saber todo eso?

269
–Así es, princesa. El teñido de una tela es un proceso químico y es
necesario saber la medida exacta de todo lo que usamos.

Ella miraba con mucha atención el balde donde estaba la tela en un


agua que, desde que Flogisto le agregara el jugo de la remolacha, había
adquirido un tinte rojizo.

–¿Ya está? –quiso saber la princesa–. ¿Ya está teñida la tela?

–No, princesa, para teñir telas hay que tener paciencia. Esta tela
quedará en el balde hasta mañana. Por ahora, no hay nada más que
hacer.

La princesa quedó un poco decepcionada. Acostumbrada a los conjuros


mágicos de Flogisto, imaginó que teñir la tela también sería una cosa
instantánea. Pero, por otro lado, pensó que era bueno que no fuera así,
ya que, de esa manera, cuando no estuviera el mago, cualquiera podría
teñir la tela una vez que hubiera aprendido como hacerlo.

Al día siguiente la princesa se despertó con mucha curiosidad por saber


cómo había resultado el teñido de la tela. Luego de desayunar se reunió
con el mago y fueron directamente al lugar donde estaban haciendo el
experimento.

El mago se presentó con unos guantes de goma que le llegaban casi


hasta los codos y un delantal de hule para proteger su ropa de
salpicaduras. A la princesa le dio muchas ganas de reír al verlo vestido
así.

–No se ría, princesa –le dijo Flogisto–, que aquí traigo guantes y
delantal para usted también.
270
Los dos se veían muy graciosos disfrazados de esa manera, pero la
princesa aprendió que, cuando se usan tinturas, éstas pueden salpicar y
terminar manchando la ropa que no se quería teñir.

–¿Qué vamos a hacer ahora, Mago?

–Ahora vamos a preparar el balde para el último paso del teñido.

La princesa observó cómo Flogisto medía una cantidad de agua y la


ponía en el nuevo balde, y luego medía una cantidad de vinagre para
agregarle.

–Ese vinagre es el de la cocina, ¿no? –quiso saber la princesa.

–Así es –respondió Flogisto–, le pedí una botella de vinagre blanco a


Ulrico.

Una vez preparada la mezcla, el mago sacó la tela del balde con tintura
y. entre él y la princesa. la estrujaron muy bien. Una vez escurrida, el
mago la colocó en el nuevo balde y la sumergió hasta que quedó tapada
con la mezcla de agua y vinagre.

–¿Para qué hacemos esto? –quiso saber la princesa.

–Ayer pusimos la tela en agua con tintura para que tome color, hoy la
sumergimos en agua y vinagre para que ese color quede fijado en la tela
y no se salga la próxima vez que la lavemos.

Para la princesa de Organdí el mago Flogisto era una fuente de


sabiduría inagotable, sabía aún más que los libros de su biblioteca, lo
que ya era mucho saber.
271
–Hoy a la tarde –continuó el mago– sacaremos la tela del balde y la
pondremos a secar, y mañana vamos a saber que tal quedó nuestro
teñido.

272
CAPÍTULO 14. UN MAL SUEÑO
Mientras en Organdí la princesa y el mago orco estaban creando las
primeras telas de colores en ese reino, Anadaida abría sus ojos. Había
estado soñando que regresaba al país de Organdí sin haber podido
encontrar la casa de Aldebarán y que, en el mismo momento en que
informaba a la princesa, ésta se ponía a llorar.

Por suerte, se dio cuenta, había sido sólo un mal sueño. Recién ahora
comenzaría la búsqueda del pueblo del mago humano. Cuando se
movió en la rama también se despertó el golondrino, que estaba
apoyado en ella. Los dos se miraron y se saludaron con un hermoso
gorjeo.

Anadaida no había hecho muchos progresos en el uso de sus nuevas


cuerdas vocales de golondrina: necesitaba más tiempo y entrenamiento
para volver hablar. Pero tampoco quería asustar a Marcelino con
sonidos extraños que él no entendería. Quizás hasta pensara que tenía
un problema con su voz y se preocupara por ella.

Finalmente remontaron el vuelo siguiendo el curso del caudaloso río. El


paisaje era muy distinto al de Organdí: a poco de volar comenzaron a
ver sembrados destruidos, bosques incendiados, armas abandonadas y
otras señales de la guerra eterna que asolaba Warcraft.

Al rato divisaron un pueblo humano, que no era otro que donde habían
vivido anteriormente Ulrico, Ana Milena y su hija Azucena, y donde,
también, había estado secuestrado el hijo de Flogisto, cuya vida
aquellos salvaron llevándolo con ellos al país de Organdí. Claro que
ellas no podían saberlo.

273
Las dos golondrinas continuaron volando sin detenerse: su ruta era el
río y de él no se apartaban. Avanzando hacia su objetivo el pueblo
humano fue quedando atrás y tuvieron que volar casi todo el día hasta
que divisaron el primer pueblo orco. Era muy fácil distinguirlo por la
manera de distribuir sus casas, como si estuvieran agrupadas en
racimos. Ellas tampoco lo sabían, pero ese era el pueblo donde había
vivido toda su vida el mago Flogisto.

Por un momento pensaron en acercarse, pero desconocían qué peligros


les podrían esperar allí, así que prefirieron pasar de largo. Dejaron atrás
la aldea de los orcos y volaron todavía un buen trecho hasta elegir un
árbol donde pasar la noche, bajo la luz de las vigilantes estrellas.

A la mañana siguiente, Marcelino y Anadaida se disponían a continuar


vuelo. A poco de despertar, y cuando aún estaban picoteando el
desayuno que le ofrecía la corteza de su rama, vieron venir unos orcos
con hachas que se dirigían hacia el árbol donde ellos estaban.

Una vez llegados allí, por todos sus preparativos, se entendía que su
plan era derribar el árbol. Anadaida se sorprendió mucho ya que en
Organdí estaba prohibido cortar árboles, sólo se podían recoger sus
ramas secas para alimentar las estufas en el invierno.

Los orcos discutieron un buen rato si la madera de ese árbol serviría o


no para hacer una catapulta. Finalmente parecieron decidir que sí, ya
que empezaron a preparar sus hachas y serruchos y se pusieron guantes
de trabajo en las manos.

Aunque las golondrinas no estaban muy seguras de lo que era una


catapulta, se imaginaron que se trataría de algún artefacto de guerra, ya
274
que todo lo que ocurría en aquel país parecía tener que ver con la
guerra.

Marcelino y Anadaida fueron ascendiendo por las ramas del árbol hasta
quedar fuera del alcance de los orcos. Cuando ya no tuvieron dudas de
sus intenciones, levantaron vuelo silenciosamente y se alejaron del
lugar. Ya lejos, alcanzaron a oír el ruido de los primeros hachazos.

275
CAPÍTULO 15. GOLONDRINAS EN CAMINO
Siempre siguiendo el río tenían que atravesar un nuevo pueblo orco
para, finalmente, llegar al pueblo de humanos en cuyas afueras vivía
Aldebarán. Volaron toda esa mañana sin novedades y, recién por la
tarde, divisaron esas inconfundibles casas en racimo como sólo hacen
los orcos.

Les extrañó muchísimo oír un gran piar de golondrinas provenientes


justamente de ese poblado. Sólo podría tratarse de una bandada que allí
estuviera instalada. Nuestras dos golondrinas se fueron acercando, muy
atentas y dispuestas a huir a la primera señal de peligro, pero, en
cambio, lo que descubrieron las tranquilizó sobremanera: en los techos
de casi todas las casas había grandes nidos repletos de golondrinas.

Se acercaron a uno de esos techos y saludaron amablemente:

–Hola compañeras –pio Marcelino.

–Buenas tardes –agregó Anadaida.

–Hola… Hola… Hola… –resonaron desde distintos nidos los saludos


de bienvenida.

–¿Cómo la estáis pasando aquí? –preguntó Marcelino.

–Muy bien –respondió uno que parecía ser un miembro antiguo de la


bandada–. Aquí venimos todos los años a hacer nuestros nidos y tener
nuestras crías.

–¿Y los dueños de las casas los tratan bien? –quiso saber Anadaida.

276
–¡Excelente! –exclamó otra golondrina–. Ellos creen que les traemos
buena suerte y tienen prohibido hacer daño a ninguno de nuestros
nidos. De esa manera, salvo aquellos que derribó el viendo o destruyó
la lluvia, los encontramos año tras años en perfecto estado.

–Y nosotras –agregó una tercera–, les compensamos ese buen trato


comiendo muchos insectos que son dañinos para ellos y muy sabrosos
para nosotras.

Anadaida y Marcelino les contaron su aventura de la mañana, cuando


huyeron en silencio de los orcos que se aprestaban a derribar el árbol
donde habían pasado la noche.

–Con seguridad –dijo el golondrino que había hablado primero–, si en


ese árbol hubiera habido un nido de golondrinas no lo hubieran
derribado.

Nuestros viajeros se alegraron al saber que no corrían riesgos en ese


lugar. Quizás en los pueblos que habían dejado atrás también las
golondrinas eran respetadas y protegidas, pero no alcanzaron a
averiguarlo porque pasaron a gran distancia de ellos.

Mientras tanto, tuvieron que dar cuenta a sus nuevas amigas de sus
aventuras. Así, contaron que estaban viajando solas y que debían
entregar un mensaje muy importante.

–¿Pero los mensajes no los llevan las palomas mensajeras? –preguntó


extrañada una golondrina a la que su mamá le había contado muchos
cuentos de palomas mensajeras.

277
Hasta Marcelino, que no lo había pensado antes, miró extrañado a
Anadaida.

Ella comprendió que la verdad era muy difícil de creer y, además,


tampoco quería confundir a su amigo contando que ella era una
mariposa transformada en golondrina. ¿Quizás debería habérselo dicho
de entrada, cuando se conocieron? ¿Él le hubiera creído? Y si le creía,
¿igual habría decidido acompañarla en su viaje?

Así que Anadaida sólo respondió:

–Es una larga historia. Esta vez me tocó a mí llevar este mensaje.

Como todas las golondrinas hablaban a la vez, rápidamente se


olvidaron de lo del mensaje y pasaron a charlar de otros temas. Por
supuesto, los invitaron a pasar la noche con ellos. Anadaida veía que
Marcelino tenía muchas ganas de aceptar la invitación.

Finalmente, compartieron con la bandada hasta bien entrada la tarde.


Aquél lo disfrutó mucho, extrañaba la vida de bandada que había
llevado desde su nacimiento hasta que decidió acompañar a su nueva
amiga. Para Anadaida fue una nueva experiencia y siguió aprendiendo
cosas sobre la vida de las golondrinas.

Pero, finalmente, no se quedaron allí. Antes de que anocheciera


levantaron las dos el vuelo y salieron del pueblo. Pasaron la noche en
un árbol cercano al río para poder partir a primera hora en busca de su
destino. Y así hicieron: recién estaba saliendo el sol cuando ya,
desayunadas y dispuestas, volvieron a sobrevolar el rio que, como una

278
cinta brillante, las guiaría hasta el próximo pueblo humano. Allí vivía
Aldebarán.

279
CAPÍTULO 16. EL COLOR DE LA TELA
Un poco después de que las golondrinas hubieran reemprendido la
marcha en el país de Warcraft, la princesa se despertó en su palacio de
Organdí escuchando una bella melodía.

Al principio pensó que esa música estaba en su sueño, pero ya bien


despierta se dio cuenta de que provenía desde afuera y resonaba en todo
el palacio. Con curiosidad se asomó a los jardines y no lo pudo creer:
justo debajo de su ventana se hallaba Felipillo, sentado en un banco y
tocando una flauta de caña, probablemente la que habían construido
con Flogisto. Esperó a que terminara su ejecución y luego le arrojó un
beso con sus dos manos. Él le respondió con una galante inclinación de
su cuerpo y la princesa tuvo que reconocer que era la primera vez que
no le disgustaba una reverencia.

Desayunaron juntos. Ella lo felicitó por su música y él se interesó por la


tela que estaba tiñendo con el Mago Flogisto. Salieron juntos a la parte
de los jardines donde se tendía la ropa a secar y allí estaba, meciéndose
suavemente con la brisa de la mañana, una tela color fucsia como nunca
se había visto en Organdí.

Se acercó, la tocó, la olfateó. Todavía le quedaba algo de olor a


vinagre, quizás con un poco más de ventilación se le iría, así que la
dejó colgada en la soga tal como estaba. Pocos minutos después llegó el
mago Flogisto.

–Buen día, princesa –le dijo aún desde lejos–. ¿Y qué le parece cómo
quedó la tela teñida?

280
–Buen día, Mago. Me parece hermosa. Si no hubiera visto todas las
cosas que hizo para teñirla, estaría convencida de que había hecho
magia para lograrlo.

–Bueno –rio Flogisto–, teñir es un poco hacer magia, sólo que es una
magia no tan difícil de aprender si se pone atención.

–Lo único –agregó la princesa– es que no quedó tan rosa como yo


esperaba.

–En eso tiene toda la razón, princesa. La tela nos quedó color fucsia.
Pero la próxima que tiñamos verá que nos quedará más rosa.

–¿Cómo haremos eso, Mago?

–Muy sencillo. ¿Recuerda que en cada paso medimos todo lo que


utilizamos para el teñido?

–Sí, lo recuerdo.

–Pues, ajustaremos las proporciones –aseguró el mago–. Esta vez le


pondremos menos tintura de remolacha y así iremos probando hasta
que nos quede un rosa como el que nosotros queremos.

–Pues, entonces, hagámoslo hoy mismo –dijo entusiasmada la


princesa–. Ya que telas tenemos y también tintura de remolacha, ¿para
qué esperar?

Flogisto se alegró de ver el entusiasmo de la Princesa.

281
–Lo haremos hoy sin falta, princesa. Vaya a buscar otra tela mientras
preparo un balde con la nueva proporción de agua y tintura.

Mientras tanto, muy lejos de allí, Anadaida y Marcelino se acercaban a


su objetivo. La mariposa, transformada en golondrina, ya se sentía un
poco agotada de tanto viaje y necesitaba descansar. Cuando divisaron el
pueblo de los humanos su alegría fue inmensa. Lo sobrevolaron a gran
altura y fue fácil para ellos descubrir el camino con piedras blancas a
sus costados. Desde el aire parecía un vistoso collar de perlas de dos
vueltas.

Comenzaron a seguirlo con atención. Ya caía la tarde cuando


encontraron el bosque donde, según las indicaciones de Flogisto, debía
encontrarse la casa del mago Aldebarán.

Las golondrinas comenzaron a perder altura y a planear sobre los


árboles largo rato. El sol ya se estaba poniendo en el horizonte y eso las
decidió a buscar un lugar para pasar la noche. A la mañana siguiente,
ya con luz, sería más fácil encontrar la casa del mago.

Un frondoso tilo les sirvió de refugio. Como ya era habitual, durmieron


uno al lado del otro, dándose calor con sus cuerpos y haciéndose
caricias con sus plumas. Esa era una experiencia que ella nunca había
tenido como mariposa y pensó, con razón, que lo iba a extrañar mucho
cuando volviera a ser la mensajera del rey Gustav Tercero.

282
CAPÍTULO 17. EN LA CASA DEL MAGO HUMANO
Marcelino fue el primero en despertar y descubrió que, justo debajo de
donde habían dormido, pasaba el camino bordado de piedras blancas
que seguían desde el día anterior. Pensó que no sería tan difícil
encontrar la casa de Aldebarán y así se lo dijo a Anadaida cuando esta,
somnolienta aún, abrió sus ojos.

Atraparon algunos mosquitos y pequeñas arañitas voladoras, las que se


transformaron en su exquisito desayuno. Luego comenzaron a volar por
debajo de los árboles, sobre el camino que atravesaba el bosque. No les
llevó mucho tiempo encontrar la casa del mago. En verdad, era la única
casa que había en todo aquel lugar. Cuando Anadaida vio el cartel que
decía “Pociones Mágicas” ya no tuvo ninguna duda: había llegado a su
destino.

Cuando se acercó a la casa, Marcelino no fue con ella. Por el contrario,


el golondrino empezó a hacer extraños vuelos desde el suelo hasta los
árboles más cercanos y desde allí hasta el tejado, como llevando algo
en su pico. Ella volvió a concentrarse en su misión: se paró sobre un
tronco de madera que había en el jardín y comenzó a piar
enérgicamente, esperando que Aldebarán la escuchara y abriera la
puerta. Cuando estaba comenzando a pensar que su voz no era lo
suficientemente fuerte para llamar la atención del mago, la puerta se
abrió.

En el marco de la puerta apareció un señor con anteojos que miraba con


curiosidad hacia todos lados. Anadaida, no sabía por qué, imaginó que
se encontraría con un viejecito con una larga barba blanca. Quizás ese

283
que allí se veía fuera el ayudante del mago y Aldebarán se encontraba
adentro preparando sus encargos mágicos.

El caso es que el hombre miró a derecha y a izquierda, arriba y abajo, y


cuando ya parecía que iba a entrar nuevamente en la casa, vio a
Anadaida parada sobre uno de los troncos que usaba como asiento
cuando salía a tomar el té bajo los árboles.

–Buen día, golondrina –dijo educadamente el hombre.

Anadaida hubiera querido responder, pero, en verdad, todavía no había


aprendido a usar sus cuerdas vocales de forma tal que le permitiera
hablar con un humano. El hombre dio la vuelta para volver a entrar y
entonces ella, con gran velocidad, se le adelantó e ingresó volando a la
casa: sí o sí debía hablar con el mago.

Para su sorpresa, recorrió todas las habitaciones y no encontró a nadie


más. Tuvo que aceptar que el mago Aldebarán no era un viejecito con
larga barba blanca sino el señor con anteojos que había abierto la
puerta. Éste la miraba con curiosidad ir y venir por toda la casa y,
finalmente, se sentó delante lo que parecía ser su escritorio de trabajo.

Anadaida planeó hasta pararse frente a él y, levantando su patita


izquierda, le mostró el anillo que le había puesto el mago Flogisto.
Aldebarán comprendió inmediatamente:

–Me traes un mensaje –dijo–. ¡Qué golondrina más inteligente!

Aldebarán retiró el anillo de su pata con mucho cuidado. En él, Flogisto


había escrito una palabra, ¡una única palabra! Una vez que tuvo el
anillo en sus manos, sacó de un cajón una lupa y se puso a examinarlo.
284
¿Cuál sería la palabra que estaba escrita en el anillo? ¿Auxilio?
¿Ayuda? ¿Organdí? ¿Hospital? ¿Guerra?

285
CAPÍTULO 18. ENTREGANDO EL MENSAJE
Nada de eso. El mago Aldebarán, con su lupa, pudo leer la palabra que
había escrito Flogisto en el anillo. La palabra escrita era: ALFABETO.

–¡Alfabeto! –exclamó Aldebarán en voz alta–, ¿alfabeto? –repitió, y se


quedó pensando.

Le enviaban un mensaje con la palabra alfabeto. ¿Qué podría querer


decir? Posiblemente, que hacía falta un alfabeto para descifrar el
mensaje. Sin perder más tiempo, escribió con letras grandes un alfabeto
en una hoja de papel y se quedó mirándolo. No faltaba ninguna, estaban
desde la a hasta la zeta.

Miraba a la golondrina y al papel alternativamente. El acertijo era


realmente difícil, pero debía descifrarlo si quería recibir el mensaje.
Como estaba solo, no tenía a nadie que lo ayudara a resolver el
misterio. Bueno, reparó en que, lo que se dice solo, no estaba solo,
estaba con una golondrina. Sonriendo, se dirigió a ella y le dijo:

–¿Tú sabes lo que significa este mensaje?

Anadaida saltaba sobre sus dos patitas y trataba de contestar, pero sólo
le salía “pi, pi, piii”. Pero en ese momento, viendo el alfabeto que el
mago acababa de escribir, se paró sobre el papel y, con su pico, picoteó
la letra ese y la letra i.

–¿Sí? –exclamó el mago sorprendidísimo–. ¿Tú sabes cuál es el


mensaje?

Anadaida, nuevamente, picó la letra ese y la letra i.

286
Aldebarán no lo podía creer, pero la golondrina le estaba diciendo que
sí conocía el mensaje, o, al menos, así lo interpretaba él viendo los
picotazos que daba. Decidió confirmar si esa era la resolución del
acertijo y volvió a preguntar:

–¿Quién me envía este mensaje?

Anadaida, no tan rápido como con el “sí” porque ahora se trataba de


más letras, picó primero la efe, luego la ele, luego la o, luego la ge,
luego la i, luego la ese, luego la te y, por último, nuevamente la o.

–¡¿Flogisto?! –exclamó el mago humano que había seguido muy atento


los picotazos que daba Anadaida, y pensó que habían de ser noticias
muy importantes si Flogisto se había tomado tanto trabajo para
comunicarse con él.

–¿Y tú me puedes dar su mensaje?

Esta vez Anadaida contestó que sí con su cabeza y el mago la entendió


perfectamente. Tomó papel y lápiz para ir anotando y ella comenzó,
palabra por palabra, a decirle lo que Flogisto le había encomendado.

El mensaje, tal como la golondrina lo picoteó, decía lo siguiente:

“Estoy en el reino Organdí. Necesito tu ayuda para curar orcos y


humanos heridos en la guerra de Warcraft”.

El mensaje era breve y parecía sencillo, pero no para escribirlo con el


pico saltando arriba de una hoja de papel con un alfabeto. A Anadaida
le llevó toda la mañana y quedó agotadísima.

287
El mago Aldebarán anotó el mensaje y lo releyó atentamente. Luego
preguntó a la golondrina:

–¿Flogisto necesita que yo lo vea en el reino de Organdí?

Anadaida dijo que sí con la cabeza.

–Es el reino que está detrás de la cordillera, ¿no?

Nuestra golondrina volvió a responder afirmativamente.

En ese momento una pequeña sombra negra comenzó a moverse frente


a la ventana. Era nada más y nada menos que Marcelino, que estaba
preocupado por su amiga.

288
CAPÍTULO 19. EL NIDO
El golondrino había evaluado muchos lugares donde hacer el nido. Se
le ofrecían las fuertes ramas del tilo donde pasaron la noche. También
había huecos en algunos árboles que hubieran sido muy adecuados. Y
la casa de Aldebarán tenía un techo de tejas con aleros que, aunque no
estaban pensados para hacer nidos, claro está, sino para resguardar la
casa de las lluvias y las tormentas, se prestaba a las mil maravillas para
ese cometido.

Luego de revolotear mucho rato, Marcelino se decidió por uno de los


tirantes de madera que sobresalían de la casa. Era una madera gruesa y
sólida y ofrecía un lugar protegido del agua y del viento.

La tarea no fue fácil: fue y vino infinidad de veces transportando


pequeñas ramas con su pico, hojas secas y bolitas de barro para que
todos esos materiales quedaran bien ligados entre sí. Cuando lo terminó
estaba realmente agotado y fue a posarse en el alféizar de una de las
ventanas de la casa.

Cuando el mago vio al golondrino abrió la ventana y dijo a Anadaida:

–Veo que no has viajado sola: ve con él, mientras pienso la respuesta
que daré a Flogisto.

Anadaida voló con sus últimas fuerzas para reunirse con su amigo. Éste
le dijo, en idioma golondrina, que ya había terminado de hacer el nido.

–¿Nido? –preguntó la mariposa sorprendida.

–Allí podrás descansar –dijo por toda respuesta Marcelino.

289
Descansar, eso es lo que necesitaba. Así que, sin preguntar nada más, lo
siguió en un breve vuelo.

Nuestra golondrina no tuvo mucho tiempo para admirar la increíble


construcción que había hecho su compañero. Apenas se sentó en el
nido se quedó dormida. Otro tanto hizo Marcelino y así, con la cabecita
de uno junto a la cabecita de la otra, el sueño los envolvió hasta bien
cerca del atardecer.

Anadaida abrió los ojos con una sensación que no le era totalmente
desconocida. ¿Sería posible que como golondrina le pasara lo mismo
que como mariposa? En unos minutos pudo comprobar que
efectivamente era así: puso su primer huevo, claro que ya no de
mariposa, sino de golondrina. Cuando despertó Marcelino ya había en
el nido cinco hermosos huevos color blanco.

La diferencia con sus huevos de mariposa, además del tamaño, era que
aquellos los depositaba en las hojas de las plantas y luego no tenía nada
más que hacer, mientras que ahora los huevos estaban en un nido y
sentía que debía quedarse con ellos y darles calor con su cuerpo.
¿Cómo haría para alimentarse mientras tanto?

Marcelino la miró, miró a los huevos y salió volando del nido. Un rato
después regresó con la boca llena de insectos y, de pico a pico, los pasó
a su boca. Cuando Anadaida tenía la necesidad de tomar agua,
Marcelino se quedaba al cuidado de los huevos mientras ella iba y
venía. Así pasaron su primera tarde de futuros padres.

Mientras tanto, Aldebarán pensó mucho en la respuesta que enviaría a


Flogisto. ¿Estaba dispuesto a concurrir en su ayuda? ¿Sería realmente
290
posible encontrar una manera de aliviar los sufrimientos de los
hombres, mujeres, orcas y orcos heridos en la guerra de Warcraft?

Y una vez que decidiera la respuesta, ya sea por sí o por no, todavía
quedaba el problema de cómo enviarla. La idea del anillo con una
palabra le pareció una genialidad, el asunto era seleccionar la palabra
correcta. Pasó toda la noche pensando en ello y, cuando finalmente
tomó una decisión, la palabra apareció como por arte de magia: no tenía
dudas, era esa: aunque tuviera sólo tres letras, Flogisto entendería
perfectamente su respuesta.

Se tomó el trabajo de fabricar otro anillo, igual de liviano que el que


había hecho el mago orco y, con mucho cuidado, escribió la palabra
seleccionada. A la mañana siguiente salió al bosque en busca de
Anadaida. Luego de dar varias vueltas, la sintió piar en el alero de su
propia casa. Cuando la descubrió se puso muy alegre, ya que las
golondrinas siempre presagian felicidad en los lugares donde hacen sus
nidos.

Al encontrarla empollando sus huevos, el mago humano, que conocía


mucho de golondrinas, supo que tardarían dos semanas en nacer lo
pichones y luego los deberían alimentar por lo menos tres semanas más
hasta que estuvieran en condiciones de volar por sí mismos. En
definitiva, era más de un mes lo que la golondrina debería permanecer
en el alero de su casa.

Pero, por otra parte, no tenía ningún otro correo para enviar su
contestación, así que, aunque se demorara, lo mejor sería confiar a la
golondrina la respuesta. Con mucho cuidado se subió a una escalera

291
para llegar hasta el nido, Anadaida le ofreció su patita y él, con mucha
delicadeza, se lo colocó.

Mientras tanto, en el reino de Organdí, la princesa y el mago Flogisto


seguían experimentando con distintas tinturas y creando telas de los
más diversos colores.

Ya se había organizado todo un taller de teñido de telas. Consiguieron


malaquita para empezar a experimentar con los verdes, arándanos para
los azules y violetas, cerezas para los rojos, café para los marrones,
azafrán para los naranjas y los amarillos, y también combinaciones de
distintas tinturas para lograr colores especiales.

–Sabe, princesa –le dijo un día el mago–, deberíamos hacer un


muestrario con los colores que más nos gustan y mostrárselos a los
hombres del mar. Ellos nos sabrán decir cuáles serán más apreciados y
podemos comprometernos a tener algunos rollos con telas de esos
colores para el próximo año.

A la princesa le pareció una excelente idea.

Pero, como eran tantas las telas que habían teñido, luego de hacer el
muestrario aún les quedó suficiente cantidad como para confeccionar
ropa para ellos. Así, fue hermoso ver a Azucena estrenando un vestido
azul y a Grommash una remera amarilla. Flogisto empezó a usar unos
pantalones hasta las rodillas, como acostumbran a usar los orcos, de
color naranja, los que contrastaban con el verde de su piel. Ana Milena
apareció luciendo una túnica lila mientras que la princesa estrenó un
vestido verde limón. Hasta Felipillo pidió que le confeccionaran una
camisa rosa. El único que no se contagió de la fiebre de los colores fue
292
Ulrico: dijo que creía que el blanco era el mejor color para la ropa de
un cocinero.

Y aunque todo marchaba normalmente en el reino, nadie dejaba de


pensar en Anadaida. El rey Gustav Tercero pedía noticias a su primo
Felipillo. Felipillo las pedía a la princesa y ésta al mago Flogisto.
También expresaban su preocupación Ulrico el cocinero y su esposa
Ana Milena, quien iba a ser la enfermera en el hospital si éste algún día
comenzaba a funcionar. Hasta los niños, Grommash y Azucena, se
sentían responsables por haber juntado la pluma de golondrina que
eligió Anadaida para su transformación en ave.

¿Qué les respondía el mago a todos ellos? Que había que esperar, y así
fueron pasando los días.

Mientras tanto, el hospital seguía allí, inmenso y hermoso, pero vacío.


Y el mismo vacío se apoderaba del corazón de la princesa cuando
pensaba que quizás su sueño, el de poder curar y dar refugio a los
heridos de la guerra de Warcraft, no se podría concretar.

293
CAPÍTULO 20. DIALÉCTICO
Al día siguiente de haberle confiado el mensaje a la golondrina, el
mago Aldebarán partió de viaje. Con un equipaje muy ligero,
compuesto de una mochila en la que puso algo de ropa y algunos
alimentos, se alejó por el camino bordeado de piedras blancas en
dirección al pueblo humano, pero no se detuvo en él.

Siguió caminado y llegó hasta el río, donde buscó a uno de los


barqueros que, con su bote, trasladaba pasajeros de una orilla a la otra.
Ya en la otra ribera, el mago humano encontró un caballo a la sombra
de un árbol y, como los magos conocen el idioma de muchos animales,
se puso a conversar con él.

–Señor caballo –le dijo–, ¿usted sería tan amable de llevarme hasta la
orilla del mar?

–Es un viaje muy largo –le respondió aquel.

–Así es –reconoció el mago–, pero tengo que iniciar un viaje por un


tema muy importante.

–¿Qué puede ser tan importante –quiso saber el caballo– para que yo
deje esta hermosa pradera donde tengo pasto abundante, agua cristalina
y sombra frondosa?

–¿Usted ha oído hablar de la guerra de Warcraft? –le preguntó el mago.

–¿Qué si he oído hablar? –respondió enojado el caballo–. ¿Dónde cree


usted que me he hecho esta herida? –dijo caracoleando y mostrando a
Aldebarán una inmensa cicatriz en su cuarto trasero–. No me hable de

294
la guerra, tengo muchos amigos que han sido heridos o han muerto en
ella.

–Pues yo –dijo Aldebarán– voy a una misión que podría aliviar los
dolores de la guerra.

–Esa es una buena misión –reconoció el caballo–, pero aliviará sólo los
dolores de los humanos.

–No, nada de eso –respondió el viajero–, aliviará los dolores de los


humanos y de los orcos también.

–Ah, ¿sí? –dijo algo sorprendido el caballo, pero enseguida agregó–:


¿Y a mí que me importa que alivie los dolores de los humanos y de los
orcos si no va a aliviar los dolores de los caballos?

Aldebarán comprendió que se había encontrado con un caballo muy


especial y, lo más importante, que tenía razón en lo que decía. Pensó
unos instantes y dijo:

–Señor caballo, creo que hemos empezado mal nuestra relación y le


pido disculpas. Antes que nada, me quiero presentar: soy el mago
Aldebarán, del pueblo que está al otro lado de este río.

El caballo lo miró con atención. Que era mago ya lo sabía, puesto que
hablaba con él y entendía su idioma. Pero al mencionar su nombre
recordó que había escuchado a otros caballos hablar bien sobre su
persona. Le habían dicho que era un hombre compasivo y que muchas
veces había curado a caballos heridos y les había dado alimento y
refugio en su casa del bosque.

295
–Mucho gusto, señor mago. Mi nombre es Dialéctico.

–Un gusto de conocerlo, Dialéctico –dijo Aldebarán–. Usted me ha


hecho ver que el dolor de la guerra va mucho más allá de lo que le pasa
a humanos y a orcos.

–Y a caballos –agregó una voz profunda y desconocida.

Aldebarán y Dialéctico miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie.

–Soy yo –volvió a decir la voz–, el roble bajo cuya sombra ustedes


están conversando. Por culpa de la guerra nos talan para hacer
catapultas, nos cortan las ramas para hacer arcos y flechas, nos
incendian para dejar sin refugio al enemigo.

–Tiene usted razón, señor roble –afirmó el mago–. Sin terminar con la
guerra es imposible terminar con el dolor –y dirigiéndose a Dialéctico
le preguntó–: ¿Querrá usted finalmente ayudarme con mi misión?

El silencio fue la respuesta. El caballo no estaba en buenas relaciones ni


con orcos ni con humanos, ya que en la guerra entre ellos había sido
esclavizado y herido, al igual que muchos otros de los de su especie. El
mago humano comprendió que ya estaba todo dicho y que los dolores
del alma y del cuerpo que había sufrido Dialéctico le impedían tener
una actitud más generosa. Así que, despidiéndose del caballo y del
roble parlanchín con una breve inclinación de cabeza, comenzó a
caminar en dirección a su destino.

Imaginaba que, a pie, la travesía le iba a llevar no menos de cuatro o


cinco días. Calculó cómo ahorrar las provisiones para que le alcanzaran

296
para todo el viaje. El agua la tomaría de los arroyos que por aquella
llanura corrían a cada paso.

No habría caminado mucho más de una hora cuando sintió a sus


espaldas el sonido de los cascos de un caballo: tocotóc tocotóc tocotóc
tocotóc… Se dio la vuelta para observar a quien pertenecía ese galope y
vio, con gran sorpresa, que se trataba de Dialéctico, quien se acercaba
rápidamente a dónde él estaba. Al llegar frenó y resopló y, con voz
agitada, dijo:

–¡Vamos!, ¡suba!

Aldebarán no cabía en sí de la alegría. De un salto montó sobre


Dialéctico, le acarició el cuello y le dijo al oído:

–Gracias, amigo.

Ahora el mar estaba mucho más cerca. Con seguridad, en dos jornadas
bien caminadas ya estarían allí. Cuando pararon a descansar, el mago
humano compartió con el caballo su reserva de azúcar. Dialéctico
estaba loco de contento, todos saben que a los caballos les encanta el
azúcar.

Pero llegar al mar era sólo parte de su viaje. Allí quería embarcarse con
destino a las islas de Abadí Bahar. Lograrlo no era nada sencillo ya que
casi no había barcos en la costa de Warcraft: la guerra los había
hundido a casi todos. Por eso tampoco llegaban allí navíos de otros
lugares: el riesgo era muy grande y el país estaba tan pobre que no
había nada para intercambiar.

297
Pero por las islas Abadí Bahar sí pasaban navíos en todas las
direcciones. Era un centro comercial y marítimo de gran importancia, y
Aldebarán esperaba encontrar allí algún barco que se dirigiera hasta el
reino de Organdí. Sabía que hacia allí iban todos los que querían
conseguir telas de alta calidad, ya que ninguna se podía comparar con
las que en ese país se confeccionaban.

Las leyendas de los viajeros decían que ese reino estaba gobernado por
una princesa y que la fabricación de telas estaba dominada por la
magia, y agregaban que todas sus telas eran blancas. Pero, por ahora,
eran leyendas: el mago no conocía a nadie que realmente hubiera
vivido en Organdí. Es más, hasta la llegada de la golondrina mensajera
ni siquiera estaba seguro de que ese reino realmente existiera y no fuera
sólo un relato de fantasía.

Caballo y Mago hicieron noche en un caserío. Allí encontraron una


posada donde reponer fuerzas, con la intención de continuar su viaje al
día siguiente. Aldebarán cenó un guiso que, para lo que era la comida
en Warcraft, estaba bastante sabroso, mientras que Dialéctico degustó
dos fardos de alfalfa que, aunque un poco chamuscados probablemente
por alguno de los habituales incendios, se dejaban comer. La noche la
pasaron los dos en una especie de establo, acostados sobre la paja que
hacía las veces de colchón, sábana y frazada.

A la mañana siguiente despertaron, desayunaron de lo poco que


encontraron en esa posada y continuaron viaje. Ya después de
mediodía, a las narices del mago y de su cabalgadura, comenzó a llegar
un aroma de brisa salobre. Con renovados bríos Dialéctico apuró el
paso y, al llegar a la cima de una duna, contemplaron el mar en toda su
extensión.
298
Era un día muy calmo, así que las olas eran más bien ondas suaves que
acariciaban la arena de la playa. El caballo galopó hasta la orilla y
metió sus cuatro patas en el agua. Cerró los ojos y recordó esa misma
escena acompañado de sus padres, cuando aún era un potrillo y éstos lo
llevaron a conocer el mar.

Aldebarán divisó un barco hacia el lado de levante. Hacia allí condujo a


Dialéctico que, con paso orgulloso, lo llevó a través de la arena mojada.

¿Se trataría de un barco orco o de un barco humano? ¿Serían


comerciantes o piratas? ¿Estaría en sus planes trasladarse hasta las islas
Abadí Bahar o llevaban otro rumbo?

La brisa que soplaba era tan suave que acariciaba el rostro del jinete y
las crines del caballo. A poco que se fueron acercando al barco que
vieron desde lejos quedó claro que se trataba de un navío construido
por humanos y que su bandera no era de piratas: era una hermosa
bandera a rayas verticales rojas y azules. Ya de más cerca, vieron a la
tripulación realizando tareas de limpieza en la cubierta.

El mago Aldebarán, conociendo la desconfianza que su cabalgadura


tenía hacia los humanos, le dijo a Dialéctico:

–Compañero, me has prestado un gran servicio trayéndome hasta el


mar, pero quizás es momento de que me dejes aquí y vuelvas a tu vida
de libertad.

Dialectico continuó con su trote firme e instantes después respondió:

–¿Sabes? Cuando hay guerra no hay libertad. Apenas me capturen los


humanos me llevarán nuevamente a la guerra. Vamos juntos hasta el
299
barco y allí vemos: si hay algún peligro te será más fácil escapar
conmigo.

El mago, emocionado, le acarició el cuello y el caballo agregó:

–Nadie podrá decir que he abandonado a alguien que compartió su


azúcar conmigo.

300
CAPÍTULO 21. EL BARCO
Aldebarán y Dialéctico eran los únicos que estaban en esa playa, así
que los del barco también los habían visto y estaban atentos a su
llegada. Al tratarse de un hombre solo montado a caballo no les
infundía temor, aunque en Warcraft nunca se sabía qué podía suceder:
quizás se tratara del explorador de un ejército que se hallaba en las
cercanías.

Llegados allí, el mago saludó en voz alta:

–Buenas tardes, navegantes.

–Buenas tardes, viajero –le contestaron desde arriba del barco.

–¿Podría hablar con el capitán? –preguntó Aldebarán.

–Con él está hablando –le respondió el mismo que lo había saludado


antes.

–Mucho gusto, capitán. Me llamo Aldebarán y necesito llegar a las islas


de Abadí Bahar, y me preguntaba cuál sería vuestro destino.

–Ya quisiéramos nosotros también poder llegar a esas islas –respondió


el capitán.

Al mago le dio una inmensa alegría saber que el barco se dirigía en su


misma dirección, pero entendió que había algún problema que, por el
momento, le impedía hacer ese viaje.

–¿Pueden llevar a un pasajero con ustedes? –preguntó Aldebarán.

301
–A uno o a dos –dijo el capitán, probablemente refiriéndose al caballo–,
pero eso es si pudiéramos zarpar y hacer la travesía

–¿Están haciendo alguna reparación en el barco? –quiso saber el mago.

–No, el barco está en perfectas condiciones, pero tenemos dos


problemas. El primero, que no hay nada de viento y en estas
condiciones no podemos navegar.

El viento ya va a volver, pensó para sí Aldebarán, pero no quiso


interrumpir al capitán, quien seguía hablando:

–Pero el segundo problema es que vimos unos barcos de guerra en las


cercanías y tememos que, apenas nos hagamos a la mar, se arrojen
sobre nosotros para robarnos y luego nos echen a pique –que, en idioma
marinero, quiere decir que le hundan el barco.

–Sobre lo del viento nada puedo hacer –dijo el mago humano–, pero
sobre lo segundo quizás pueda ayudarlos.

El capitán y todos sus marineros se pusieron a reír a la vez. ¿Cómo los


podrían ayudar un jinete y su caballo para enfrentar el ataque de barcos
de guerra?

–¿Cómo es eso de que usted nos podría ayudar a evitar el peligro que
significan los barcos de guerra? –quiso saber el capitán.

–Si usted baja con algunos de sus tripulantes se lo podré mostrar –


respondió el mago.

302
Aldebarán bajó de su cabalgadura y dejó libre a Dialéctico para que
fuera a buscar su comida. Mientras tanto, él seguía conversando con los
tripulantes del barco.

Al capitán le pareció que no era ningún peligro descender con dos o


tres de sus marineros. Al cabo, el que hablaba con él era un hombre
solo y no podría hacerle ningún daño. Cuando bajaron, Aldebarán le
estrechó la mano al capitán y les pidió que todos se colocaran a su lado.

Todos miraban hacia el barco, así que no advirtieron que el mago había
levantado sus manos en un gesto como de envolver toda la nave. Lo
que sí escucharon fue lo que dijo:

Navis navigium
Nauta nautigium
Inviso invisíbilis
Totem perigium

El capitán y los marineros quedaron espantados: ¡el barco había


desaparecido!

–¿Qué? ¿Cómo? ¡¿Qué ha pasado aquí?! –exclamó desencajado el


capitán.

–Tranquilícese, capitán –le dijo el mago–. Su barco sigue estando allí,


sólo que lo he cubierto con un manto de invisibilidad.

El capitán lo miró con ojos incrédulos.

–Hable con sus hombres, con los que quedaron a bordo –le sugirió
Aldebarán.
303
El capitán miró a los marineros que estaban junto a él y que tenían la
misma cara de terror. Luego, acercándose unos pasos más hacia el mar,
gritó:

–¡Segundo oficial!

–¡Presente! –le contestó la voz firme de su segundo oficial desde el


mar, aunque no lo podía ver.

–¿Cómo está la situación en el barco?

–Todo en orden capitán. Las velas arriadas, la cubierta limpia, el


cocinero preparando la cena.

–¿Usted me puede ver? –pregunto con angustia el capitán.

–Por supuesto, capitán –respondió la misma voz desde el mar–, si está


parado a no más de veinte metros de la orilla, con el primer oficial y
dos marineros a su lado, y conversando con el viajero.

El capitán comprendió que el viajero era alguien muy poderoso. Él


había escuchado hablar de los magos, pero, en verdad, jamás había
creído que existieran realmente. Pero ¿de qué otra manera podría haber
hecho desaparecer su barco? Se dio cuenta, entonces, de que las
palabras que acababa de oír eran, nada más ni nada menos, que un
conjuro mágico.

Se dio vuelta hacia el viajero y le dijo con mucha humildad:

–Por favor, poderoso señor, somos gente de paz, no nos haga daño.

304
–Pero, capitán –respondió Aldebarán–, aquí nadie quiere hacerle
ningún daño. Por el contrario, necesito de usted y quiero ayudarlo –y
volviendo a extender sus manos pronunció–: Mágicus carmen, Finis
finis –y, como por arte de magia, el barco volvió a aparecer.

Dialéctico miraba desde lejos toda esa escena. Nunca comprendería


cómo los hombres se dejaban sugestionar a tal punto como para dejar
de ver un barco enorme que nunca había dejado de estar allí.

–Lo único que debo advertirle, capitán, es que el manto de invisibilidad


no dura mucho tiempo. Su nave deberá navegar rápido para estar fuera
del alcance de los barcos de guerra cuando deje de tener efecto.

El capitán invitó al mago a cenar con ellos en el barco. Aldebarán


aceptó encantado, suponiendo bien que se serviría una exquisita cena
de pescado. Una vez satisfechos y ya de sobremesa, los del barco
quisieron saber el motivo que llevaba al viajero a las islas de Abadí
Bahar.

–En verdad –les dijo el mago humano–, para mí las islas son sólo un
lugar de paso. Lo que espero encontrar allí es algún barco que, dando la
vuelta por el Colmillo del Elefante, me lleve hasta el reino de Organdí.

–Viaje difícil –acotó el primer oficial.

–Pero no imposible –agregó el capitán–. ¿Ya ha estado allí? –quiso


saber.

–No, nunca he salido de Warcraft. Aquí me ha mantenido ocupado la


guerra que mantenemos con los orcos, pero ya es hora de un cambio.

305
–Cualquier cambio es bueno si es para alejarse de la guerra –dijo uno
de los marineros que en otro tiempo había servido en un barco de
guerra.

El capitán, señalando al marinero que había hablado, le explicó al


mago:

–A este grumete lo encontramos flotando en el mar luego de que su


barco fuera hundido por una nave enemiga.

–Tuve suerte de que el capitán ordenara rescatarme y aquí estoy,


sirviendo en este barco, por agradecimiento y porque me gusta la vida
en el mar.

Aldebarán preguntó a su vez al capitán:

–¿Usted ha llegado hasta Organdí en alguno de sus viajes, capitán?

–No, nunca he hecho esa ruta.

–Tengo entendido que hacia allí se dirigen los barcos que buscan telas
de calidad –agregó el mago.

–Así es. Si está de suerte, quizás encontremos en las islas a Marrapodi,


capitán que todos los años hace ese viaje.

–¡Eso sería excelente! –exclamó Aldebarán.

–Nunca se sabe. Los hombres de mar vamos y venimos, y a veces ni


nosotros mismos sabemos dónde vamos a estar. Imagine que yo

306
pensaba llegar a las islas Abadí Bahar la semana pasada, y, vea usted,
los inconvenientes que encontramos aún me tienen aquí.

En ese momento comenzó a levantarse una suave brisa que se fue


haciendo cada vez más fuerte.

–¡Eh! El viajero nos ha traído suerte –exclamó el primer oficial–, creo


que mañana tendremos viento para partir.

–Sin contar con que nos ayudará a sortear los barcos de guerra que
merodean en este mar –agregó el capitán, y dirigiéndose nuevamente a
Aldebarán le preguntó–: ¿viajará solo o llevará con usted a su caballo?

Sin pensar en la sorpresa que causaría, el mago humano respondió:

–No sé, deberé preguntarle a él qué es lo que quiere hacer.

Todos en el barco estallaron en carcajadas, les resultó inmensamente


gracioso pensar en preguntarle a un caballo en qué es lo que quería
hacer. El capitán no rio tanto como sus hombres. Al contrario, pensó
para sí: “Si puede hacer desaparecer un barco, ¿por qué no podría
hablar con un caballo?”.

307
CAPÍTULO 22. A BORDO
Ya era entrada la noche y las estrellas, en un cielo despejado,
presagiaban para el día siguiente buenas condiciones para hacerse a la
mar. Invitaron al mago a pasar la noche en el barco y le asignaron uno
de los camarotes que estaba libre.

Aldebarán lo agradeció y, antes de dormirse, pensó que lo primero que


tenía que hacer al día siguiente era bajar a la playa para preguntarle a
Dialéctico sobre sus planes. Claro que eso sería posible si a la mañana
siguiente aún estaba por allí: no se podía descartar que, con su carácter
tan independiente, hubiera decidido seguir viaje hacia alguna otra parte.

Sin dudas el caballo sería una excelente compañía y una gran ayuda
para lo que le quedaba del viaje: no más pensar que, si lograba llegar a
Organdí, debería recorrer el reino hasta encontrar al mago Flogisto,
¡qué mejor que contar con una cabalgadura para hacerlo! Pero ya había
aprendido que Dialéctico era un caballo con mucha personalidad, así
que comprendió que no podía decidir por él.

El mago humano se despertó muy temprano. Había dormido de


maravillas en la litera que le habían asignado la noche anterior. Al salir
del camarote se encontró con el cocinero.

–¿Qué va a tomar, señor? ¿Té o café?

–Con un té estaré muy satisfecho –contestó Aldebarán.

Siguió al cocinero hasta el comedor del barco y allí pudo disfrutar de


un sabroso té acompañado de pan tostado.

308
–Disculpe que no tengamos leche ni dulce ni manteca ni fruta. Hace
mucho que navegamos y hemos acabado nuestras reservas, y en estas
costas no se puede adquirir nada de eso.

–Lo sé muy bien –dijo Aldebarán–. Hasta a los que vivimos aquí nos
cuenta conseguir esas cosas.

Luego de agradecer por el desayuno, el mago bajó a la playa por la


planchada de madera que unía al barco con la tierra firme. Luego de
recorrer los alrededores con su mirada, descubrió el pelo rojizo de
Dialéctico entre dos arbustos. Tenía la cabeza inclinada hacia el suelo,
por lo que supuso que él también estaba desayunando.

Cuando ya estuvo cerca, el caballo sintió sus pasos y levantó la cabeza.

–Buenos días, Dialéctico –saludó el mago.

–Buenos días, Mago. ¿Cómo está usted hoy?

–Muy bien. Gracias por preguntar.

–Veo que se hizo amigo de la gente del barco –agregó Dialéctico.

–Así es, me invitaron a cenar y a dormir en uno de sus camarotes.

El caballo no dijo más nada, así que Aldebarán aprovechó para


preguntarle:

–Si sigue este viento es probable que hoy zarpemos.

Dialéctico lo miró con sus ojos redondos y brillantes.

309
–Te quería preguntar –continuó el mago– si aquí nos despedimos o si
quieres embarcarte conmigo.

Dialéctico permaneció en silencio. Luego de unos instantes, sin decir


palabra, salió al trote entre las dunas. Aldebarán pensó que esa era la
respuesta y que el caballo se alejaba para seguir su vida en Warcraft,
pero luego observó cómo dibujaba un amplio círculo hasta regresar
nuevamente a su lado.

–Vamos, sube –le dijo el caballo.

El mago montó y Dialéctico lo llevó con paso elegante hasta la misma


orilla del mar y, una vez allí, subió con su jinete por la planchada. El
capitán se asomó al oír el ruido de los cascos del caballo sobre la
madera y, a modo de buenos días, les dijo:

–Bienvenidos a bordo.

Mientras tanto, en el país de Organdí la inquietud crecía. Ya habían


pasado los días en que imaginaron que Anadaida estaría de regreso y no
tenían ninguna noticia de ella. El rey Gustav Tercero comenzaba a
sentirse arrepentido por haber dado autorización para el viaje de su
mensajera.

–¿Cree usted que a Anadaida le pudo pasar algo malo en su viaje? –le
preguntó la princesa al mago Flogisto.

–Eso no lo podemos saber, princesa. Es un viaje muy largo, pudo


encontrarse con problemas, claro.

–O sea –continuó la princesa–, que sólo nos queda esperar.


310
–Así es –afirmó el mago–, esperar y confiar en que haya encontrado la
manera de entregar su mensaje.

Todos estaba apenados en el reino imaginando a Anadaida sola, en un


país extraño, enfrentando vaya a saber qué peligros. Nadie podía
sospechar que, en ese mismo momento, la mariposa golondrina,
acompañada por Marcelino, estaba en su nido dando calor a los
hermosos huevos que había puesto.

311
CAPÍTULO 23. EL MANTO DE INVISIBILIDAD
Finalmente, el viento fue favorable y el capitán decidió emprender el
viaje hacia las islas Abadí Bahar: con todo dispuesto, dio la orden de
zarpar y se lanzaron al mar. Les esperaban varios días de viaje, pero lo
principal era poder sortear la amenaza de los barcos de guerra que
merodeaban en la zona.

El vigía estaba atento, escudriñando hacia los cuatro puntos cardinales


con su catalejo: cualquier amenaza o presencia extraña en el horizonte
debía informar inmediatamente. Mientras tanto, el mago Aldebarán
estaba en la cubierta, pronto a realizar el hechizo de invisibilidad
apenas el capitán se lo ordenara.

Durante la mañana no hubo ninguna novedad y se dispusieron a


almorzar por turnos, pero después del mediodía el vigía gritó desde su
atalaya:

–¡Barco a la vista! Hacia el suroeste, capitán.

El capitán tomó su catalejo y miró en esa dirección, pero no terminó de


ajustar la mira cuando llegó un nuevo aviso del vigía:

–¡Otro barco a la vista! Hacia el noreste, capitán.

El capitán corrió de estribor a babor para poder apreciar la nueva


amenaza. No quedaban dudas: eran dos barcos de guerra y, mientras
uno lo perseguía por la derecha, el otro intentaba cortarle el paso desde
la izquierda. Efectivamente, se trataba de dos barcos de guerra orcos
que ya días pasados habían tratado de interceptarlos, pero que se

312
alejaron cuando el capitán se acercó a la costa. Ahora se encontraban en
mar abierto: no había forma de escapar de ellos.

–Mago –gritó el capitán–, este es el momento.

Mientras los barcos de guerra se acercaban a gran velocidad, Aldebarán


se paró en medio de la cubierta, alzó sus manos y dijo con voz fuerte:

Navis navigium
Nauta nautigium
Inviso invisíbilis
Totem perigium

Después de pronunciar la fórmula mágica nada cambió en el barco: se


habían hecho invisibles para los demás, pero ellos observaban sin
problemas todo lo que pasaba a su alrededor; por ejemplo, cómo se
acercaban las naves de guerra. Los marineros desplegaron las velas
adicionales que ordenó el capitán y rápidamente alcanzaron la máxima
velocidad. Debían huir antes de que terminara el efecto del conjuro.

Las naves de guerra, que ya se encontraban bastante cerca, aminoraron


la marcha, como confundidas. ¿Dónde estaba el barco que querían
capturar? No podía haberse desvanecido de un momento a otro en el
aire, pensaron los orcos que las tripulaban. Se fueron acercando poco a
poco al lugar donde deberían haberse encontrado con el barco que
perseguían.

El capitán de una de las naves de guerra dijo a su primer oficial:

–Creo que esto es una trampa, nos están engañando con una ilusión.

313
Mientras tanto, el capitán del otro barco orco no sabía qué pensar. El
caso es que días pasados ese barco se les había escapado refugiándose
en la costa y ahora, que estaban a punto de capturarlo, desaparecía sin
más ni más.

En el barco donde iban nuestros amigos, ahora invisibilizado por el


conjuro de Aldebarán, todos ocupaban sus puestos y se mantenían en
silencio para que no los pudieran descubrir por el sonido de sus voces.
De pronto, vieron con gran sorpresa y alivio que los atacantes daban la
vuelta bruscamente y empezaban a alejarse a gran velocidad, como si
algo les hubiera asustado mucho.

El capitán miró hacia todos lados, pero no se veía nada amenazante,


como podrían haber sido un tifón o un monstruo marino o una ola
gigantesca.

Cuando estuvieron a salvo, todos los tripulantes gritaron de alegría y


tuvieron que reconocer que Aldebarán era un gran mago. Sin embargo,
el capitán no terminaba de entender por qué las naves de guerra habían
huido, como si hubieran visto realmente algo espantoso.

¿Qué es lo que había pasado? El conjuro del mago había tenido un


defecto y éste había sido, sin proponérselo, la causa del terror que se
apoderó de los capitanes y los tripulantes de las dos naves orcas. La
fórmula mágica hacía invisible al barco y a sus tripulantes humanos,
pero Aldebarán se había olvidado de incluir a Dialéctico en la
invocación, así que, cuando los atacantes se acercaron al lugar donde
debería estar el barco, se encontraron con un caballo flotando en el aire.
Al grito de ¡retirada!, dieron la vuelta y desplegaron todas las velas con

314
tal de alejarse de aquel espectro que los miraba fijamente con sus
grandes ojos redondos.

Pero eso nunca lo supieron ni el mago ni el capitán ni la tripulación que


se dirigía a las islas de Abadí Bahar. Sólo en los relatos orcos se contó,
durante años, la leyenda del caballo que flotaba en el aire en medio del
mar, dando por seguro que era de mala suerte encontrarse con él.

En el país de Warcraft, mientras tanto, todo era confusión y guerra,


como lo había sido siempre. Tres días después de la partida de
Aldebarán llegaron unos caballeros hasta su casa del bosque. Como allí
no encontraron al mago, se separaron y buscaron por los alrededores: él
siempre salía a recoger las hierbas que necesitaba para preparar sus
pociones.

Pasado un rato, los caballeros se volvieron a reunir frente a la casa para


darse noticia de que no lo habían hallado. Mientras tanto, uno de ellos,
muy atento, descubrió que en el alero del techo había un nido de
golondrinas. Con curiosidad, arrimó unos troncos de árboles para poder
subir y observarlo de cerca.

Justo en ese momento se encontraba Marcelino al cuidado de los


huevos. Al ver acercarse a los hombres no supo qué hacer: sólo
esperaba que no tuvieran intenciones de hacerle daño. El caballero se
asomó al nido y dijo a sus compañeros:

–Están empollando. Esto es señal de buena suerte para nosotros.

Anadaida regresaba al nido cuando observó toda esa escena. Lo


primero que se le ocurrió fue llamar la atención para distraer a los

315
caballeros, así que se paró en un árbol cercano y comenzó a piar con
todas sus fuerzas. Los caballeros, rápidamente, desviaron su atención
hacia la mariposa golondrina y dejaron en paz a Marcelino. Al rato se
fueron, decepcionados por no encontrar a Aldebarán.

Muy lejos de allí, en el reino de Organdí, lo telares trabajaban sin


descanso para terminar las telas de ese año. Faltaba pocas semanas para
el encuentro con los hombres del mar y la princesa quería tener todo
listo con antelación.

Mientras tanto, las opiniones estaban divididas sobre la suerte corrida


por Anadaida. El mago Flogisto insistía en que había que esperar, que
en un viaje tan largo podía haber muchos contratiempos y que
Anadaida era lo suficientemente inteligente para resolverlos
favorablemente.

El más desanimado era el rey Gustav Tercero. Decía que Anadaida


jamás se había retrasado en la entrega de un mensaje o en traer una
respuesta y que, si aún no había regresado, era porque algo muy grave
le habría de haber ocurrido.

La princesa atendía a la confección de los últimos rollos de tela y


callaba. Estaba preocupada por la golondrina mensajera y estaba triste
porque imaginaba que su plan no se podría cumplir. Finalmente, Ulrico
sería la única víctima de la guerra de Warcraft a la que había podido
ayudar, mientras que su sueño de tener un gran hospital donde los que
anhelaban la paz en sus corazones pudieran recuperarse, parecía cada
vez más lejano.

316
Felipillo Gusanillo era el único que mantenía su buen ánimo: trataba de
consolar a su primo y de alentar a la princesa, pero eso no alcanzaba
para devolver la sonrisa a los habitantes del reino. Hasta su música, que
antes alegraba casi todas las noches en el palacio, ahora se estaba
empezando a poner triste.

Preocupado, se reunió con el mago Flogisto al que le propuso que lo


transformara en pájaro para poder ir a ver qué había pasado con
Anadaida. El mago le explicó que no era lo mismo transformar a una
pequeña mariposa en una pequeña golondrina, que hacerlo con un ser
humano que ni siquiera tenía alas. Eso sin tener en cuenta que, aun así,
no sabría por dónde empezar a buscarla.

Definitivamente, sólo cabía esperar.

317
CAPÍTULO 24. LAS ISLAS DE ABADÍ BAHAR
Una semana después de haber iniciado el viaje en barco, el vigía gritó
desde su atalaya:

–¡Tierra a la vista!

El mago miró al capitán con curiosidad. Éste enseguida lo sacó de su


duda:

–Son las islas de Abadí Bahar, dentro de tres o cuatro horas estaremos
allí.

Aldebarán compartió la buena noticia con Dialéctico. El caballo estaba


un poco cansado ya de tanto viaje: no estaba acostumbrado a navegar y
de a ratos se mareaba con tanto movimiento.

Mientras tanto, en el pueblo humano, los caballeros siguieron


averiguando sobre el paradero de su mago. Lo único que pudieron
saber era que el barquero lo había cruzado a la otra orilla, pero allí se
perdía su rastro. Ellos también cruzaron y cabalgaron hasta la posada
donde se habían alojado con Dialéctico. Allí sólo les supieron decir que
había pasado un hombre con su caballo rumbo al mar.

La interpretación que hicieron los caballeros fue que el mago debería


conocer algún peligro que se los amenazaba desde el mar y habría ido a
poner sus trampas mágicas para defender la playa. Se llegaron hasta allí
y tampoco lo encontraron, pero con sus catalejos pudieron observar dos
barcos orcos que navegaban mar adentro.

318
Ya no tuvieron dudas: los orcos estaban preparando una invasión.
Había que avisar al resto y trasladar armas y víveres hasta la playa para
evitar su desembarco. Una nueva batalla se avecinaba.

En el momento en que los caballeros llegaron a la playa, el barco donde


iban nuestros amigos estaba entrando al puerto principal de las islas. El
mago nunca había visto tantos barcos juntos, con velas de todos los
colores y con los nombres más extraños que nunca se hubiera podido
imaginar.

El capitán conocía la historia de muchos de ellos y se los iba


presentando:

–Aquel, el María Luisa II –decía señalando hacia babor– es famoso por


haber navegado por todos los mares conocidos del mundo varias veces.

El mago humano miraba hacia allí, maravillado de la hazaña que le


contaba el capitán.

–Y aquel, el Pinto Truquele –agregaba señalando hacia el otro lado–, es


conocido por haber llevado a bordo al rey de Gorgón del Norte cuando
éste viajó para casarse con la princesa Fetiche.

Y así seguía enumerando a los barcos por su nombre y contando sus


aventuras.

–¡Mire! ¡Mire allí! –volvió a exclamar el capitán–. Il Nono Intrépido,


conocido por navegar con cualquier clima: lluvias, tormentas o vientos
huracanados. Tiene fama de siempre llegar puntualmente a su destino.

319
El mago no hacía a tiempo para mirar hacia donde le señalaba, que ya
un nuevo barco con su nombre y su historia se hacía presente.

–Ahora mi barco también tendrá su historia para contar –agregó el


capitán–. Cuando vean al Azulgrana –que así se llamaba su barco–
dirán: ese barco se escapó de dos buques de guerra cubierto por un
manto de invisibilidad.

Ya se estaban acercando al lugar donde iban a atracar, cuando


Aldebarán le preguntó:

–Capitán, ¿no ha visto el barco del capitán Marrapodi?

El capitán recorrió nuevamente todos los barcos con su mirada.

–La verdad, no lo veo –dijo finalmente.

–¿Cómo se llama ese barco? –quiso saber el mago.

–Se llama Il Gabbiano.

Aldebarán buscó ese nombre entre todos los barcos allí amarrados, pero
tampoco lo vio. El capitán agregó:

–También puede estar en la parte norte del puerto, que no se ve desde


aquí. Cuando estemos en tierra vamos a preguntar por él.

Ya caía la tarde sobre las islas de Abadí Bahar. Cuando desembarcaran


lo primero sería buscar posada para él y para Dialéctico. Ya al día
siguiente verían cómo seguir viaje hacia Organdí.

320
¿Encontrarían el barco del capitán Marrapodi en el puerto? ¿Habría
algún otro barco que tuviera planeado viajar hasta Organdí? ¿O
quedarían en las islas sin poder acercarse a su destino?

Finalmente, el Azulgrana amarró en uno de los muelles del puerto de


las islas de Abadí Bahar. Aldebarán agradeció al capitán que lo hubiera
llevado hasta las islas, pero éste le dijo que el agradecido era él: sin su
ayuda no estarían allí sino en el fondo del mar.

–Si quiere puedo recomendarle la pensión donde siempre me quedo –


agregó el capitán.

–¿Tendrán lugar allí para Dialéctico? –quiso saber el mago.

–Sí, tienen establos y alimento para los caballos.

–Bueno, vamos entonces –confirmó Aldebarán.

321
CAPÍTULO 25. EL PUERTO
A la mañana siguiente, en el puerto, Aldebarán se despertó con la firme
idea de buscar algún barco que se dirijiera hacia el reino de Organdí.
En el desayuno se cruzó con el capitán del Azulgrana, quien le dio la
esperanzadora noticia de que Il Gabbiano, con su capitán Marrapodi,
estaría amarrado en la parte norte del puerto.

El mago decidió salir a pie, ya que las calles estaban atestadas de gente
y sería difícil circular montado en Dialéctico. Preguntó cómo ir hasta la
parte norte del puerto y siguió las indicaciones. A esa parte, le
explicaron, van los barcos que necesitan alguna reparación ya que allí
hay talleres de todo tipo. Luego de caminar un buen rato, admirando los
colores de las banderas de las naves, llegó finalmente a su destino.

Allí había toda clase de barcos: grandes y pequeños; con un mástil, con
dos y con tres; con velas blancas y con velas de colores, y todo el
tiempo se veía el ir y venir de la gente que allí trabaja. El mago se
detuvo junto a un grupo de personas que están conversando y les
preguntó:

–Disculpen. Buenos días.

–Buenos días –le respondieron los conversantes–. ¿Podemos ayudarlo


en algo?

–Estoy buscando al Il Gabbiano, ¿lo han visto por esta parte del puerto?

–Siga un poco más adelante –le indicó uno del grupo–. Verá un barco
de tres mástiles con velas blancas: ese es Il Gabbiano.

322
–Gracias, amigos –les respondió Aldebarán, y, redoblando el paso, se
dirigió en la dirección que le habían señalado. Le parecía que si se
demoraba el barco podría partir y con él su oportunidad de llegar hasta
Organdí.

Se alegró sobremanera cuando, entre dos barcos medianos, vio a Il


Gabbiano. Era un barco efectivamente grande, como él imaginaba que
sería necesario para hacer semejante travesía. No habría de ser fácil
navegar hasta El Colmillo del Elefante, rodearlo y seguir la ruta hasta
las playas de Organdí.

Aldebarán se acercó y, levantando la voz para que lo escucharan,


preguntó a uno de los marineros que estaba en la cubierta:

–Buenos días, ¿se encuentra el capitán?

–No en este momento –le respondió–, recién regresará por la tarde.

Otro marinero que escuchó a nuestro viajero se acercó a la borda y


agregó:

–Se encuentra en la pensión de Los Albatros, allí almorzará con su


amigo, el capitán del Azulgrana.

–Gracias, jóvenes –les dijo el mago–. Allí lo buscaré entonces.

Con pies ligeros, el mago humano emprendió el retorno. Sería recién


media mañana y llegaría sin inconvenientes para el mediodía. Claro que
todavía le quedaban muchos interrogantes por develar.

323
¿Se dirigiría efectivamente Il Gabbiano hacia Organdí en ese momento
del año? De hacerlo, ¿el capitán Marrapodi aceptaría llevarlo? Y en
caso afirmativo, ¿también podría viajar Dialéctico con él?

A medida que pasaba la mañana el sol iba calentando las casas y las
calles de las islas de Abadí Bahar. Según decían los entendidos, en
alguna lengua antigua Abadí Bahar quería decir “eterna primavera”, es
como si se llamaran “las islas de la eterna primavera”, y, por el tiempo
que hacía aquel día, parecía ser muy cierto.

El mago Aldebarán regresó desde la parte norte del puerto hasta la


posada de Los Albatros, que no era otra que donde había pasado la
noche. Ya era casi mediodía y al entrar vio al capitán del Azulgrana
tomando un gran vaso de refresco junto a una mujer. No lo quiso
interrumpir y se acercó al mostrador a esperar a que llegara el capitán
de Il Gabbiano.

Se trataba de una mujer joven, quizás alrededor de los treinta años.


Veía su rostro de costado, en parte cubierto por el pelo que, en
pequeños rizos, le caía sin llegarle a los hombros. Lo tenía intrigado
qué ojos harían juego con ese pelo castaño.

En eso estaba cuando lo vio el capitán y le hizo señas de que se


acercara. El mago se aproximó sin tardanza y saludó atentamente a los
dos:

–Buenos días capitán. Buenos días, señora.

324
–Siéntese amigo –dijo el capitán, y dirigiéndose a la mujer agregó–:
éste es el hombre del que te hablé, él salvó al Azulgrana de ser
capturado por naves de guerra.

La mujer lo miró con admiración.

–Ya quisiera yo tener alguien como usted a bordo de mi barco –dijo


ella.

–Y lo tendrás, si es que vas a partir con rumbo a Organdí –afirmó el


capitán.

Aldebarán pudo confirmar lo que ya sospechaba: dos ojos marrones,


que probablemente tuvieran destellos verdes al darles el sol, hacían que
el rostro de aquella mujer no tuviera nada que envidiarle a un cuadro de
los pintores más famosos.

Sin embargo, seguía atento a todo lo que allí se decía. El capitán de Il


Gabbiano no se hacía presente, pero parecía que esa mujer tenía un
barco que quizás hiciera la ruta que lo llevara hasta Organdí. El capitán
del Azulgrana percibió su confusión y dijo:

–Pero que distraído soy, no los he presentado.

Dirigiéndose a su amiga agregó:

–Carolina: éste es el gran mago Aldebarán.

Y dirigiéndose al mago completó:

–Esta es mi amiga Carolina Marrapodi, capitán de Il Gabbiano.

325
Aldebarán se quedó de una pieza, jamás se le había ocurrido pensar que
el famoso capitán Marrapodi fuera una mujer.

326
CAPÍTULO 26. LA CAPITÁN MARRAPODI
En la posada Los Albatros comparten una mesa el capitán del
Azulgrana, el mago humano y Carolina Marrapodi. Sus platos despiden
un olor delicioso: el pescado es la comida típica de esas pequeñas islas.

–Es la primera vez que conozco un mago –dijo ella–.

–Y yo la primera que conozco a una capitán de barco –respondió


Aldebarán.

Los dos sonrieron y la capitán retomó la palabra:

–¿Le puedo hacer una pregunta que siempre me ha inquietado?

–Por supuesto, estoy a su disposición.

–Espero que no se moleste conmigo –agregó Carolina Marrapodi.

–Pregunte usted –la alentó Aldebarán.

Ella hizo una pausa y finalmente dijo:

–¿Por qué a los hombres que tienen poderes se los llama magos y a las
mujeres con los mismos poderes se las llama brujas?

Aldebarán abrió la boca como para responder, pero se quedó mudo.


Nunca se había hecho esa pregunta y sabía, por experiencia propia, que
las brujas sabían tanto y a veces más que los magos. Pero, por alguna
razón desconocida para él, mientras los magos gozaban de prestigio a
las brujas se las consideraban malvadas y peligrosas. Y él sabía muy
bien que también existían magos malvados y peligrosos.
327
Carolina Marrapodi seguía esperando la respuesta. El capitán del
Azulgrana también estaba pendiente de lo que aquél iba a contestar.

–La verdad –comenzó diciendo el mago–, nunca lo había pensado, pero


tiene usted razón, porque a las brujas se las podría llamar magas, o a los
magos, brujos. Pero no se hace así. Pareciera que por ser mujeres son
menos confiables que los varones.

–Piénselo, mago, sobre todo si se decide a embarcar en una nave cuyo


capitán es una mujer –agregó la Marrapodi, sonriendo.

El mago, por un momento se olvidó de que estaba en las islas de Abadí


Bahar, sentado en una mesa de la pensión Los Albatros y que
necesitaba embarcarse rumbo a Organdí: la sonrisa de Carolina fue
como un poderoso hechizo que lo transportó a algún lugar desconocido.

Cuando reaccionó, lo primero que pensó fue: “¿será una bruja?”.


Quizás por eso estaba tan interesada en saber lo que él opinaba de las
brujas. Pero, enseguida se dio cuenta de que las dos cosas que
necesitaba saber aún no las había preguntado. ¿Se dirigiría Il Gabianno
efectivamente hacia Organdí? ¿Estaría dispuesta su capitán a llevarlo
junto con su caballo Dialéctico?

El capitán del Azulgrana se anticipó al mago y preguntó lo que a este


tanto le interesaba.

–Carolina, ¿Te diriges en esta época del año hacia las playas de
Organdí?

–Apenas termine de contratar los barcos que necesito, lo haré –


respondió la capitán del Il Gabbiano.
328
–¿Llevas mucha carga hacia aquel reino? –quiso saber el capitán.

–Lo de siempre –contestó la Marrapodi–, quizás un poco más de


víveres en esta oportunidad. Han llegado noticias de que la princesa de
aquel país ha recibido a algunos invitados.

Aldebarán estaba atento a todo lo que se decía. Imaginó que uno de


esos invitados sería su amigo, el mago Flogisto, aunque lejos estaba de
imaginar toda la aventura que lo había llevado hasta allí. Pero Carolina
Marrapodi siguió diciendo:

–No es tanto lo que hay que llevar, sino lo que hay que traer. Las telas
de Organdí son solicitadas en todo el mundo conocido y año a año, no
sé cómo lo hacen, en ese reino se producen miles de rollos de tela que
ocupan las bodegas de varios barcos.

–¿Y antes que la suya –preguntó el mago– podrá haber alguna otra
nave que parta hacia Organdí?

–No creo –contestó la capitán de Il Gabbiano–, desde hace años somos


los únicos en hacer esa ruta. Pero, veo que tiene apuro en llegar hasta
allá.

–Así es, un amigo necesita de mi ayuda y no me quiero demorar.

–Hubiera creído –agregó Carolina Marrapodi– que los magos viajaban


por el aire, en alguna nube encantada o algo así.

Todos rieron. Aldebarán les explicó que, si bien los magos en ocasiones
trasladan algunas cosas por el aire y, en condiciones excepcionales a

329
ellos mismos, sólo lo podían hacer durante unos breves instantes y en
distancias muy cortas.

–En una ocasión –siguió contado el mago– le estaba enseñando a un


aprendiz el arte de la transformación. Tomamos un pequeño gorrión de
su nido y realicé los conjuros necesarios para transformarlo en un
águila…

–¿Eso es posible? –exclamó el capitán del Azulgrana.

–En ciertas condiciones sí –contestó Aldebarán–. Pero el caso es que


mi aprendiz se emocionó tanto que, al ver el águila, se le subió encima
para que lo llevara a volar. El águila, claro, levantó vuelo con el
aprendiz en su lomo, pero, cuando ya estaba a unos metros de altura, se
volvió a transformar en gorrión. ¡Se imaginan el porrazo que se dio!

–¿Y que fue del aprendiz? ¿Salvó su vida? –quiso saber la Marrapodi.

–Por suerte sí –contestó Aldebarán–. Milagrosamente no se rompió


ningún hueso, sólo se dio fuertes golpes en todo el cuerpo, pero,
después de las semanas que debió pasar en cama para recuperarse, ya
no quiso seguir aprendiendo para ser mago, dijo que era una profesión
muy peligrosa.

Todos volvieron a reír.

–¿Y para qué sirve transformar algo si su nuevo aspecto dura sólo unos
minutos? –volvió a preguntar la capitán de Il Gabbiano.

–Bueno, no todas las transformaciones son iguales. Algunas son más


duraderas y otras permanentes, depende del conjuro que se utilice y de
330
lo que pase luego en la vida del ser transformado. Pero aun las que son
más efímeras cumplen su papel. Por ejemplo, en medio de una batalla,
si por unos instantes se puede hacer que una bandada de gorriones se
transforme en águilas, eso puede infundir terror en el enemigo y
provocar su retirada.

–Te dije que es un mago de Warcraft –le recordó el capitán a su


amiga–, allí todo está al servicio de la guerra.

Volviendo al tema de su viaje, Aldebarán preguntó:

–¿Y en cuanto tiempo estima usted, capitán, que partirá hacia Organdí?

331
CAPÍTULO 27. NACIMIENTO
En el pueblo de Aldebarán siguen los preparativos para enfrentar la
invasión de los orcos. Ballestas y catapultas se van instalando cerca de
la costa, y los arqueros y soldados son convocados a defender la playa
amenazada. Una gran batalla se avecina.

Los caballeros siguen preocupados al no encontrar a su mago.


Necesitan que tienda un manto de invisibilidad sobre sus armas para
poder sorprender a los orcos desprevenidos cuando desembarquen.
Nuevamente, envían a dos de ellos en su búsqueda.

Cuando llegan a la casa del bosque y tocan a su puerta, nadie responde.


Tampoco lo ven por los alrededores ni hay ninguna señal de su
presencia: sólo se escucha un tremendo piar de golondrinas.

¿Podrían Marcelino y Anadaida hacer tanto barullo? De ninguna


manera. Lo que pasaba era que, el día anterior, habían ocurrido grandes
novedades. Primero, Anadaida sintió unos golpecitos que parecían
provenir de adentro de los huevos. Luego, de a poco, vio cómo la
cáscara comenzaba a presentar pequeñas rajaduras. Alborozada, llamó a
Marcelino. Los dos vieron con emoción cómo aparecían los piquitos de
sus hijos terminando de abrir el cascarón y saludando con hambre a sus
padres.

Así que lo que los caballeros escucharon fue el tremendo griterío de los
cinco pichones reclamando su comida. Marcelino y Anadaida iban y
venían capturando insectos para llevarle a los recién nacidos. Estos
abrían grande la boca y aquellos depositaban el alimento en sus
piquitos abiertos. Nunca habían imaginado que el trabajo de padres

332
fuera tan cansador. Anadaida jamás había tenido que hacer ese trabajo
cuando era mariposa y Marcelino era padre por primera vez.

Los caballeros se retiraron desanimados al no poder encontrar al mago.


No podían saber, de ninguna manera, que éste se hallaba en una posada
de las islas Abadí Bahar, tratando de conseguir transporte para llegar
hasta el reino de Organdí.

En ese mismo momento, Aldebarán le preguntaba al capitán del Il


Gabbiano si podría transportarlo a él y a su caballo hasta aquel reino.

–Por supuesto –contestó Carolina Marrapodi–, será un honor que usted


viaje con nosotros.

–Gracias, capitán –respondió el mago–. ¿Hay algo que pueda hacer


para acelerar la partida?

–No lo sé –dijo Carolina–. ¿Usted sabe de cargar barcos?

–No –rio Aldebarán–, pero sí sé un buen conjuro para que las cosas
parezcan menos pesadas.

–Eso sería de gran ayuda. Véame mañana, a las tres de la tarde, en el


muelle 54 de esta parte del puerto: allí estará atracado Il Gabbiano.

–Allí estaré –confirmó el mago.

El capitán del Azulgrana escuchaba aquella conversación con interés.

–¿Con cuántos barcos te dirigirás hacia el reino de Organdí? –le


preguntó a su amiga Carolina.

333
–Con cuatro barcos más, pero por ahora tengo contratado tres. Me falta
uno, si no, no podremos con todos los rollos de tela que hay que cargar
allí.

–¿Y un barco como el Azulgrana te podría ser de utilidad?

–Pues claro –afirmó ella–. Eso si te animas a navegar por el Colmillo


del Elefante.

–Solo no lo haría, pero si tú guías puedo seguir a tu barco y evitar así


los peligros de ese paso. Nunca estuve en el reino de Organdí.

–¡Trato hecho! –dijo la capitán, y se estrecharon la mano.

–Y entonces al mago puede seguir viajando en mi barco –agregó el


capitán del Azulgrana.

–No, no, no –le respondió Carolina, haciendo ese gesto con el dedo
índice de su mano derecha–. Ya que yo soy la guía de esta expedición,
el mago viajará conmigo. Tengo muchas cosas aún para conversar con
él.

Al día siguiente, Aldebarán se presentó puntual en el muelle 54, donde


efectivamente estaba atracado Il Gabbiano. Una vez más quedó
admirado ante la solidez del barco, con sus tres mástiles y sus velas
blancas, ahora arriadas.

Sobre el muelle se veía una cantidad increíble de cajones, cajas y


paquetes apilados, como si fueran una enorme muralla. Todos ellos
llevaban escrito, en la parte exterior, con letras mayúsculas, la palabra
ORGANDÍ.
334
A sus espaldas sonó la voz enérgica de la capitán Marrapodi:

–Buenas tardes, Mago.

–Buenas tardes, capitán –respondió éste dándose la vuelta.

–¿Y? ¿Qué le parece? ¿Podrá alivianar toda esta carga para que no
tardemos dos o tres días en subirla a los barcos?

–¡Uhm! –exclamó pensando Aldebarán–. No me imaginé que serían


tantas las cosas a cargar, pero puedo intentarlo.

–Pero esto tiene una complicación adicional –agregó la capitán.

–¿Cuál? –quiso saber el mago.

–Pues, que una vez cargadas, las cosas deben volver a pesar lo mismo
que antes. Sabe, los barcos no pueden navegar sin carga, necesitan lo
que llamamos lastre, un determinado peso para flotar como es debido
sobre el mar.

–Eso no será problema –sonrió Aldebarán.

–Ah, ¿no?

–No, Capitán. La magia hace que las cosas parezcan que pesan menos,
pero, en verdad, siguen pesando lo mismo. Así que los cargadores la
sentirán liviana, pero, una vez en el barco, su peso será igual al que
tenían antes de la magia.

–¡Maravilloso! –exclamó Carolina Marrapodi, y aplaudió en señal de


contento.
335
–No me aplauda todavía –dijo Aldebarán sonriendo–, aún tenemos que
ver si funciona la magia. ¿Están listos los cargadores?

En ese momento se levantaron del suelo los marineros que estaban


descansando sentados en círculo. Eran muchos, ya que se reunieron allí
las tripulaciones de los cinco barcos que realizarían el viaje. También
se encontraban presentes los cinco capitanes, quienes darían las
indicaciones de a qué barco subir cada carga y cómo acomodarla en la
bodega.

Cada una de las cinco naves contaba con un ancho planchón de madera
que la unía con el muelle, por allí subirían los marineros con los
paquetes y bajarían a buscar más. El mago Aldebarán se paró frente a la
inmensa pila de cajas, cajitas y cajones, apoyó sus manos en la cerrada
muralla que formaban, cerró los ojos y, en voz baja, dijo:

Caixas e gavetas
que nesta doca estão
daqui para a vinícola
metade vai pesar

Pasaron unos segundos. El mago retiró sus manos del cargamento y le


hizo señas a los capitanes para que iniciaran la carga. Estos, al unísono,
gritaron:

–¡A cargar!

Los contramaestres y sobrecargos transmitieron las órdenes, y todas las


personas se pusieron en movimiento. Dos marineros se acercaron a un
inmenso cajón para levantarlo uno de cada extremo, pero, al sentir que

336
pesaba tan poco, uno de ellos se lo puso al hombro y emprendió solo el
camino hacia su barco. Lo mismo pasaba con los que buscaban una
caja: al sentirla tan liviana apilaban una o dos más encima de ella y las
llevaban todas juntas.

Los capitanes no podían creer lo que veían. En tres viajes hasta las
bodegas de los barcos la pila ya había disminuido considerablemente. A
ese ritmo, antes de la noche tendrían toda la mercadería a bordo.

La capitán Marrapodi se acercó hasta el mago y, tomando sus dos


manos con las suyas, le dijo:

–Yo le compro estas dos manos.

–Se las vendería –dijo Aldebarán riendo–, pero la verdadera magia no


está en las manos, sino en la cabeza.

–Entonces –agregó Carolina Marrapodi mirándolo fijamente a los


ojos–, lo compro todo.

337
CAPÍTULO 28. REVERENCIAS
A última hora de la tarde, en el puerto de las islas de
Abadí Bahar, los barcos con destino a Organdí estaban
cargados. La Marrapodi avisó a los demás capitanes que
zarparían a la salida del sol del día siguiente.

La mayoría de ellos, y la propia capitán de Il Gabbiano,


durmieron esa noche en sus barcos: no querían que se
produjera ningún retraso. Sin embargo, el capitán del
Azulgrana y Aldebarán volvieron a la posada de Los
Albatros, el primero porque quería aprovechar una
última cena en tierra y el segundo porque debía buscar a
su caballo. Dialéctico dormiría una noche más en el
establo y a primera hora se dirigirían juntos al puerto
para abordar al Il Gabbiano.

Durante la cena, el mago le dijo al capitán del Azulgrana:

–Capitán, a pesar de que nos conocemos desde hace


unas semanas, aún no le he preguntado por su nombre.
Todos lo llaman capitán, y yo también.

–No importa mi nombre –respondió el capitán–, todos me


conocen por mi apodo. Los amigos me dicen Pipi.

–¿Pipi? ¿Así, tan breve?

–Así es, cuando quiera saber de mí pregunte por Pipi, el


capitán del Azulgrana.

338
Terminaron de cenar y se fueron a descansar. Al día
siguiente había que levantarse bien temprano.

Mientras tanto, en Organdí, no se hablaba de otra cosa


que de las telas que se estaban finalizando de
confeccionar, pero no se pensaba en otra cosa que en
Anadaida y su misión que, a todas luces, parecía que
había sido un fracaso. ¿Qué sería de la mariposa
golondrina? ¿Habría podido entregar el mensaje? ¿Se
habría extraviado en el regreso? ¿Estaría cautiva o algo
aún peor? ¿La volverían a ver algún día? Ninguna de
esas preguntas tenía respuesta y ponía tristes a todos
los corazones del reino blanco.

Ya se estaba acabando el hilo de algodón, por lo que los


próximos rollos serían los últimos. El muestrario de telas
de colores estaba terminado y era, en verdad, bellísimo.
A cada color se le había dado un nombre para, así,
distinguir los distintos matices de rosa, de marrón, de
verde: la princesa y el mago habían trabajado mucho
para lograr todas esas tonalidades.

Así, tenían el rosa sedoso, el rosa profundo, el rosa


atardecer; también el verde primavera, el verde
esmeralda, el verde trigo verde y el verde verde limón.
No era distinto con los azules: azul cielo de otoño, azul
marino, azul celeste; ni con los marrones ni con los rojos.
En total, el muestrario contaba con telas de treinta y dos
colores, cada cual con su nombre respectivo.

339
En un cuaderno anotaron la fórmula de cada color. Allí
estaba escrito con qué habían hecho la tintura, en qué
proporción la habían mezclado con agua, a cuántos kilos
de tela la habían aplicado: todo lo necesario para poder
reproducir el mismo color cuando se lo encargaran. Toda
esa valiosa información se guardó en el lugar más
seguro del palacio: la biblioteca.

Azucena y Grommash se subieron día tras día a los


árboles esperando el regreso de Anadaida, pero sin
ningún resultado. Ya estaban perdiendo sus esperanzas,
no sólo por el tiempo transcurrido, sino especialmente
porque casi no venían más golondrinas: de a poco, las
últimas bandadas que volaban por el reino se estaban
comenzando a ir buscando el calor del norte.

Felipillo Gusanillo se presentaba puntualmente cada día


para tomar la merienda con la princesa. Eso era,
prácticamente, lo único que la animaba. Aunque no sin
trabajo, él la hacía sonreír y trataba de alentarla con
nuevos sueños, pensando en que, quizás así, olvidaría el
de ayudar a los heridos y las heridas de Warcraft, sueño
que a esta altura parecía tan difícil de concretar.

Pero el inmenso hospital que veía la princesa cada


mañana cuando salía de su palacio no ayudaba a que lo
olvidara. Pero no era sólo eso, es que la princesa, hasta
el momento en que ayudó a Ulrico a salvar su vida,
siempre había vivido sola. El único contacto que tenía

340
con el resto del mundo eran sus libros y las reverencias
que se hacían con los capitanes y tripulantes de los
barcos que traían las mercaderías a Organdí y llevaban
las telas.

Poder ayudar a otras personas la hizo sentir de una


manera especial, como nunca había imaginado que se
podría sentir. ¡Y la de cosas que se podían aprender con
otros! Con Ulrico probó muchísimas comidas que
desconocía, Ana Milena la sorprendió con sus
habilidades para curar todo tipo de lastimaduras, el
mago Flogisto le enseñó a teñir telas, Azucena tenía
ideas fantásticas sobre cómo cuidar mejor la huerta y los
árboles frutales, mientras que Grommash, a medida que
su padre le fue enseñando el idioma humano, se
transformó en un pequeño y excelente bibliotecario.

La misma noche en que cenaron juntos el capitán del


Azulgrana y el mago Aldebarán en la posada Los
Albatros, también en el palacio de Organdí se reunieron
todos a cenar. Después que la princesa elogiara un
nuevo postre que había hecho Ulrico, a éste se le escapó
una reverencia. Todos rieron: ya conocían la tendencia a
hacer reverencias que tenía el cocinero y también que a
la princesa no le gustaban para nada.

–Princesa –quiso saber el mago Flogisto–: usted nos


protege a todos en su reino, ¿por qué no le agrada que
le hagan reverencias en señal de respeto?

341
–Le diré, mago, sería muy aburrido. Porque, está bien, yo
soy la princesa de Organdí, pero Ulrico es el príncipe de
la cocina, y Ana Milena la princesa de la enfermería, y
usted el príncipe de la magia, y Felipillo el príncipe de los
gusanos de seda. Y ahora Azucena la princesa de la
huerta y los árboles frutales, y Grommash, el príncipe de
la biblioteca. Así que, si todos somos príncipes y a los
príncipes se les deben hacer reverencias, nadie tendría
tempo para hacer nada en Organdí, porque pasaríamos
el día haciéndonos reverencias.

Todos rieron mucho de la explicación de la princesa.


Hasta ella misma volvió a reír como hacía tiempo que no
lo hacía.

342
CAPÍTULO 29. LA CENA
Aún no había asomado el sol en las islas de Abadí Bahar cuando el
mago Aldebarán ya estaba en los establos, preparando a Dialéctico para
su nuevo viaje. Montado en él atravesó los portones de la posada Los
Albatros y, por las calles vacías, llegó con los primeros rayos de luz al
muelle donde estaba atracado Il Gabbiano.

En el barco ya era todo actividad. Fue subir él y su caballo la señal para


retirar el planchón que lo unía a tierra firme. Las órdenes del capitán, su
primer oficial y los oficiales del puente de mando recorrían toda la
cubierta disponiendo las velas y recogiendo las jarcias que lo habían
mantenido amarrado al muelle. El timonel, ya en su puesto, realizaba
hábiles maniobras para sacar al Il Gabbiano a mar abierto.

Detrás de él se fueron encolumnando el resto de los barcos que harían


la travesía hasta Organdí. Siguiendo a Il Gabbiano marchaba el
Eggshell, también conocido como Cáscara de huevo, debido a la forma
redonda de su quilla. Lo seguía el Buasnuar, fácil de identificar desde
lejos por el color negro de la madera de su casco. A continuación, se
encolumnaba el Vultur, que lucía una hermosa águila tallada como
mascarón de proa, y, finalmente, cerraba la marcha el Azulgrana, con
sus velas a rayas verticales rojas y azules. Empezaba la navegación
hasta El Colmillo del Elefante, la que llevaría no menos de diez días,
eso contando con vientos favorables.

Esta vez, en Il Gabbiano se habían cargado varios fardos de pasto, ya


que contaban con un pasajero especial: el caballo. Dialéctico se
encontraba cómodamente instalado en un cubículo con techo de lona,

343
donde estaba protegido del sol y de la lluvia. Su amigo Aldebarán lo
visitaba varias veces al día, y veía que tuviera comida y agua suficiente.

Al mediodía, el mago almorzó con los oficiales. Para la noche había


recibido una invitación de la capitán para cenar con ella.

Durante la siesta, Aldebarán recordó su casa del bosque de la que había


partido con tanta prisa ya hacía casi tres semanas. Repasó mentalmente
el mensaje que le enviara Flogisto a través de la golondrina y que decía:
“Estoy en el reino Organdí. Necesito tu ayuda para curar orcos y
humanos heridos en la guerra de Warcraft”. Recordaba que Flogisto era
un gran médico, así que no tenía dudas de que su plan estaría muy bien
pensado. Lo que no sabía aún era para qué lo necesitaba a él, aunque,
bien pensado, era lógico que para curar a orcos y a humanos debieran
aunar esfuerzo los dos magos.

Esos pensamientos lo llevaron a recordar el nido que las golondrinas


habían hecho en el alero del techo de su casa. Sacó las cuentas y
calculó que los pichones ya deberían haber nacido. Ahora, por tres
semanas más deberían alimentarlos sus padres hasta que aprendieran a
volar y a conseguir su propia comida. ¿Decidiría luego la golondrina
llevar su mensaje de respuesta a Flogisto? Eso no lo sabía Aldebarán.
Como tampoco sabía que en su pueblo se estaban preparando para
rechazar una invasión que los orcos estaban planeando por mar. Una
nueva batalla estaba próxima.

Finalmente, pasó la tarde y se presentó puntual en el comedor de la


capitán para la hora de la cena. Carolina Marrapodi estaba espléndida:
había cambiado sus ropas marineras por un vestido rojo que le llegaba
hasta los pies. Cuando el mago la vio no pudo evitar la sorpresa.
344
–Está usted hermosa, capitán, esta noche.

–Gracias, mago –respondió la Marrapodi–, pero cuando no uso mi ropa


de capitán me puede llamar Carolina.

–Ah, por cierto, Carolina. Gracias por invitarme a cenar.

–Es lo menos que podía hacer luego de la ayuda que nos prestó para
cargar todos los barcos –respondió ella.

Aldebarán aceptó el reconocimiento con una inclinación de cabeza.

–Pero ¿qué hacemos aquí parados? Vamos a sentarnos a la mesa –


invitó la anfitriona, y dirigiéndose al camarero preguntó–: ¿Qué
tenemos hoy para agasajar a nuestro invitado?

–Capitán –respondió el camarero–, como entrada serviremos


camarones empanados y de plato principal el cocinero preparó pescado
al vapor con verduras.

–¡Excelente! –exclamó ella, y haciendo un guiño a Aldebarán agregó–:


Después del capitán, el cocinero es la persona más importante en este
barco.

Los dos rieron, mientras el camarero llenaba sus vasos de limonada.

345
CAPÍTULO 30. HACIA EL COLMILLO DEL ELEFANTE
Los días de navegación transcurrieron con buen tiempo. Salvo una
tarde en que llovió y el viento se arremolinaba en distintas direcciones.
El resto de la travesía hacia el Colmillo del Elefante transcurrió sin
novedades.

Los barcos se comunicaban entre sí a través de señales luminosas que


realizaban con linternas especiales. Un parpadeo significaba la letra
“a”, dos la “e” y así hasta cinco parpadeos que correspondía a la letra
“u”. Las consonantes se hacían con distintos movimientos hacia arriba,
hacia abajo, hacia los costados, en diagonal, de manera recta o curva.
En cada barco había un especialista en enviar mensajes y en descifrar
los mensajes que le enviaban desde otra nave.

Téngase en cuenta que este ingenioso sistema de comunicación se


utilizó muchos cientos de años antes de que se inventara el código
morse, que funciona con rayas y puntos. Así que los que enviaban
señales en aquella época debían estar mucho más preparados que los
que luego inventaron el telégrafo. La comunicación entre los barcos, en
la época de esta historia, se parecía mucho al lenguaje de sordos, sólo
que con luces.

El encargado de las señales luminosas en Il Gabbiano avisó a los demás


barcos que se estaban acercando al Colmillo del Elefante. La capitán
reemplazó al timonel en su puesto y puso sus manos firmes sobre el
timón. Todos sabían que era la parte más peligrosa del viaje. Muchos
de los pasos que parecían seguros escondían rocas a poca profundidad,
las que harían encallar sin falta a cualquier barco que intentara pasar

346
por allí. Otros pasos, que parecían muy estrechos, eran profundos y
permitían una navegación segura.

¿Cómo había aprendido Carolina Marrapodi a navegar por esas aguas?


Por un lado, había leído con mucho detenimiento todos los relatos que
hablaban de naufragios en el Colmillo del Elefante. Pero no se
conformó con eso: la primera vez que hizo esa ruta hacía echar el ancla
antes de entrar en zonas poco seguras, después descendía en un bote a
remos y recorría cada uno de los pasos examinado su profundidad. Para
eso, llevaba una pértiga de cinco metros de largo y, mientras los
marineros remaban, ella la iba hundiendo en el agua para comprobar
que no existieran obstáculos para el paso de su barco.

Si en su exploración no encontraba ningún peligro, al regresar a la nave


hacía levantar el ancla y ponía proa hacia el paso recién examinado. En
caso de que la profundidad no fuera la suficiente, navegaba hasta
encontrar otro camino y volvía a explorar. Todo eso estaba grabado en
la memoria de la capitán.

Hay quienes creen que, además, ella confeccionó un mapa secreto con
toda esa información, pero, si existe ese mapa, es en verdad muy
secreto, ya que nadie lo ha visto nunca.

Fue así como sus manos, que lucían unos guantes color azul que hacían
juego con su uniforme, giraron el timón hasta poner a Il Gabbiano
paralelo a la costa. Allí navegó teniendo a la izquierda el continente
hasta pasar la primera isla de las muchas que había en ese lugar. Una
vez que esa isla quedó atrás, dobló hacia la derecha y siguió en línea
recta hacia delante.

347
El resto de las naves la seguían de cerca y no se animaban a apartarse
de la estela de su barco. Delante de ellos se comenzaba a ver la zona de
los hielos eternos. La capitán dejó atrás dos islas a su derecha y, cuando
lo único que quedaba por delante era el mar congelado, giró todo el
timón para doblar a la izquierda.

Todos admiraron el paisaje majestuoso. A la derecha los hielos eternos,


formando una muralla blanca que se extendía más allá de donde
alcanzaba la vista, a la izquierda una isla rocosa con una costa dentada
que asemejaba la boca de un cocodrilo. Por el estrecho de mar que
quedaba en medio avanzaban los cinco barcos en silencio. El Azulgrana
cerraba la marcha y su capitán miraba fascinado el increíble paisaje.

Todos imaginaban que siguiendo ese curso volverían a salir a mar


abierto, pero no fue así. Apenas dejaron atrás la isla del Cocodrilo, la
Marrapodi giró el timón e hizo virar su barco nuevamente a la
izquierda. Con rumbo firme Il Gabbiano pasó entre dos islas. Al
dejarlas atrás vieron, enfrente de ellos, dos islas más; nuevamente la
capitán enfiló hacia allí para pasar entre ellas.

Todos estaban impresionados por las inmensas rocas que caían, como
desordenadas, hacia el mar. Tan cerca pasaban que daba la sensación de
que podrían tocarlas con sólo estirar los brazos.

Los capitanes, los timoneles y todas las tripulaciones contenían el


aliento mientras seguían las complicadas maniobras que realizaba Il
Gabbiano. Sorteando islas, se alejaron del continente y luego de los
peligrosos hielos eternos. La fila de barcos avanzaba confiando en la
sabiduría de Carolina Marrapodi.

348
El mago Aldebarán observaba a la capitán empuñar con mano firme el
timón y, en silencio, admiraba a esa mujer. Hasta Dialéctico
comprendía lo delicado de la situación y miraba con sus grandes ojos
las escarpadas costas que iban dejando atrás.

Il Gabbiano comenzó a navegar entre esas últimas dos islas,


acercándose cada vez más a la de la izquierda. Las peligrosas rocas de
esa isla eran impresionantes: si alguno de los barcos se estrellara contra
ellas con seguridad terminaría en el fondo del mar. Por eso nadie se
atrevía a desviarse ni un centímetro de la ruta marcada.

Todos escucharon los gritos de alegría en los que estalló la tripulación


de Il Gabbiano y, rápidamente, comprendieron el motivo. La fila de
barcos, siempre rodeando esa isla hacia la izquierda, acababan de salir
nuevamente a mar abierto y veían, al fin, la temida punta del Colmillo
del Elefante que comenzaba a quedar atrás.

El mago, en ese mismo momento y sin que nadie lo advirtiera, capturó


una mosca. Sin separar sus manos, donde aquella quedó prisionera, las
acercó a su boca y dijo unas palabras en voz baja. Al volver a abrirlas,
salió volando una mariposa color naranja con lunares amarillos que fue
a posarse en el guante azul de la mano izquierda de la capitán de Il
Gabbiano. Carolina Marrapodi observó el hermoso contraste que hacían
esos colores y, sabiendo que de ninguna manera una mariposa de ese
tipo podría encontrarse en esas latitudes, comenzó a buscar con sus ojos
al mago Aldebarán. Cuando sus miradas se encontraron, una sonrisa
iluminó el puente de mando.

349
CAPÍTULO 31. LA ORQUESTA DE ORGANDÍ
Desde que Felipillo comenzara a dominar la ejecución de la flauta, en
Organdí era habitual escuchar música en los lugares menos esperados.

En el Bosque de los Gusanos, cuyos habitantes tanto se habían


aterrorizado cuando aquél comenzó con sus primeras prácticas del
instrumento, ahora estaban todos atentos a si el heredero al trono de los
gusanos de seda estaba en su casa, ya que eso significaba que, con
seguridad, habría concierto.

En general a la hora de la siesta, que era cuando los gusanos ya se


encontraban bien comidos, se sentaba en el porche de su casa y llenaba
el bosque con sus melodías. Todos se iban acercando, en primer lugar
su primo Gustav Tercero, quien se instalaba en el sitio privilegiado de
la enredadera, lugar que no cambiaría por el mejor palco del teatro más
lujoso del mundo.

Felipillo no sólo se estaba transformando en un eximio ejecutor de ese


instrumento, sino que, a la vez, era un creativo compositor de música.
Al principio solo improvisaba, pero desde que Flogisto le enseñó a
escribir en el idioma de la música, Grommash tuvo que habilitar una
nueva sección de la biblioteca, a la que llamó musicoteca. Así como en
la mapoteca se guardaban los mapas, en la musicoteca se guardaban las
partituras que escribía Felipillo.

Pero no hacía música sólo en su casa del bosque o debajo de la ventana


del cuarto de la princesa. También sus melodías se escuchaban en el
algodonal, o donde los husos fabricaban el hilo, y también en la sala
donde trabajaban los telares. Hasta las gallinas disfrutaban de su música

350
cuando, los días en que dormía en el palacio, se levantaba temprano y,
compitiendo con el gallo, saludaba al amanecer con su flauta.

Pero una vez desatada la música de su corazón, ya no era posible


tenerla confinada sólo en su flauta: necesitaba derramarse más y más,
hasta llenar todo el espacio de su vida. Así fue que, una vez que supo
escribir la música, lejos de conformarse con eso, quiso aprender a hacer
nuevos instrumentos.

Le recordó al mago Flogisto su promesa de enseñarle a fabricar un


laúd. Primero construyeron la caja utilizando madera a la que, poco a
poco, fueron dando la forma adecuada. Más difícil fue confeccionar las
clavijas: para eso debieron tornear unas piezas de marfil utilizando
ciertos adornos de ese material que les obsequió la princesa y que antes
formaban parte de algunas de sus lámparas. Pero, lo más difícil de todo
fue fabricar las cuerdas: luego de cientos de pruebas, finalmente
lograron, con hilos de bronce y de plata, completar las seis cuerdas que
lleva ese instrumento.

En resumidas cuentas, que en el reino de Organdí no sólo había un


músico, sino que, desde ahora, también se podía contar con un luthier,
que así se llaman los que fabrican instrumentos musicales.

Después del laúd ya nada detuvo a Felipillo y no paró hasta tener


terminado el primer violín del reino. Aquí se encontró con una
complicación adicional, ya que para este instrumento era necesario
fabricar un arco para frotar contra las cuerdas. El ingenioso heredero al
trono de los gusanos de seda, ayudado por Flogisto y un caballo de los
establos de la princesa, también resolvió ese problema: construyó el

351
primer arco de violín con pelos de cola de caballo, pelos que éste se
dejó cortar generosamente para colaborar con la causa musical.

Grommash y Azucena también se entusiasmaron con toda esa movida


artística. Felipillo les enseñó, primero, a leer la música que él escribía y
luego los alentó a que practicaran con los distintos instrumentos,
incluida su flauta.

Fue así que un día, después de la cena, se anunció el primer concierto


sinfónico del que se tuviera memoria en el reino de Organdí. Felipillo
con flauta, Grommash con el laúd y Azucena en el violín, deleitaron a
todos los presentes ejecutando una hermosa pieza musical, claro está,
compuesta por aquél. Ulrico, Ana Milena y Flogisto escucharon la
pieza con lágrimas en los ojos al ver a sus pequeños ejecutar con
maestría aquellos instrumentos. La princesa, emocionada, una vez que
los músicos finalizaron su interpretación, no podía dejar de aplaudir:
ese era el tipo de cosas bellas de las que, imaginaba, podrían disfrutar
todos aquellos que vivieran en paz.

Pero el caso es que toda esa música hacía que el heredero al trono de
los gusanos de seda dedicara cada vez menos tiempo a sus
obligaciones. Por eso, en una sencilla ceremonia llevada a cabo en el
Bosque de los Gusanos con la princesa como testigo, Felipillo abdicó la
corona a favor de su hermana, Carmencilla Gusanilla, a la que se le
avisaría de tal acontecimiento apenas hubiera oportunidad.

Mientras tanto, el renunciante candidato a rey se reservó para sí el título


de Protector del reino de los gusanos de seda y designó como regente,
hasta que la nueva princesa se hiciera cargo, a su primo Gustav
Tercero.

352
Muy lejos de allí, el grupo de barcos encabezados por Il Gabbiano
continuaba su navegación hacia Organdí y, aunque en el reino nadie lo
supiera aún, con ellos se acercaba también el mago humano.

353
CAPÍTULO 32. EL GOLFO DE ÖBÖLS
Al final de ese día vieron, desde lejos, la luces de Öböls. Ese era un
lugar de abastecimiento en esa ruta bastante alejada de los grandes
puertos. Al reparo de un profundo golfo, era parada obligada de todos
los barcos que navegaban en su cercanía. Allí se podía conseguir agua
dulce para completar los casi vacíos toneles y también algunas cosas
esenciales, desde sal o azúcar, hasta tela para reparar alguna vela
dañada.

A la mañana siguiente, con seguridad, estarían amarrando en sus


muelles. La parte más difícil del viaje había quedado atrás. Superado el
Colmillo del Elefante y bien reabastecidos en el puerto de Öböls, en
pocos días estarían avistando las costas de Organdí. Si bien ese reino no
contaba con puerto tenía, en cambio, unas amables playas donde los
botes de los barcos podían acercarse sin peligro y encallar en la suave
arena.

Mientras tanto, en la casa del bosque donde había vivido el mago


Aldebarán, los hijos de Anadaida y Marcelino comenzaban a ensayar
sus primeros vuelos. Desde el alero del techo intentaban llegar hasta los
árboles cercanos, aunque no siempre lo conseguían: en ocasiones, su
intento terminaba con un aterrizaje de emergencia en medio del jardín.
Claro que allí tampoco era aconsejable permanecer mucho tiempo, ya
que gatos o zorros podrían sentirse atraídos por la bulla que hacían los
pichones y querer incorporarlos a su cena. Así que, repuestos del susto
del porrazo, levantaban vuelo nuevamente para llegar, por lo menos,
hasta su nido.

354
Anadaida miraba a los pichones y Marcelino la miraba a Anadaida. Ella
tenía la obligación de llevar el mensaje de respuesta al mago Flogisto y
cuando sus hijos ya volaran bien deberían tomar una decisión: ¿partiría
sola o la acompañaría toda la familia? En todas las semanas que
pasaron empollando los huevos, la golondrina tuvo tiempo de contarle a
su golondrino que antes había sido una mariposa mensajera. Al
principio le costó creerle, pero cuando la escuchó ensayar con sus
cuerdas vocales para poder hablar en humano, terminó de convencerse
de que su compañera era alguien realmente excepcional.

Lejos de allí, en el reino de Organdí, los rollos de tela estaban casi


listos. Muchos telares ya estaban descansando, mientras que los pocos
que quedaban en actividad estaban dando cuenta de las últimas bobinas
de hilo disponibles.

La princesa controló que todos los carros de transporte tuvieran sus


ruedas engrasadas y su magia en buenas condiciones. Prestó especial
atención a la alimentación de los caballos de tiro que, en pocos días,
deberían realizar un gran esfuerzo para llevar todo ese cargamento
hasta la costa.

El mago Flogisto estaba admirado de la capacidad de trabajo de esa


joven que llevaba adelante todas las tareas del reino con dedicación e
inteligencia.

¿Cuántos días faltarían para emprender el camino hacia el mar? ¿Se


presentarían puntualmente los barcos que todos los años abastecían al
reino y llevaban sus telas al resto del mundo conocido?

355
Mientras el mago orco se hacía esas preguntas, la flota encabezada por
Il Gabbiano seguía adelante con su travesía. La entrada al golfo de
Öböls los recibió con un mar tranquilo. Con hábiles maniobras, los
cinco barcos atracaron en distintos muelles y sus tripulaciones pusieron
manos a la obra para reponer todo lo necesario a fin de continuar viaje.

El mago Aldebarán aprovechó para bajar a tierra con Dialéctico. El


caballo necesitaba estirar las piernas y descansar un rato del
permanente movimiento de la nave. También averiguó sobre algún
lugar especial para invitar a cenar a Carolina Marrapodi: quería
retribuirle la gentileza que había tenido de invitarlo a cenar con ella en
el barco.

Cuando las naves estuvieron reabastecidas, lo que ocurrió cerca de la


media tarde, se dio licencia a todo el personal para que bajara a tierra.
Las tripulaciones, muy alegres, se dispersaron por Öböls en busca de
distracción y ricas comidas. No es que la comida en los barcos no fuera
buena, pero hay que reconocer que no tenía la variedad de los platos
que se preparan en tierra firme.

El mago regresó hasta Il Gabbiano para invitar a cenar a la capitán. Ella


aceptó gustosa y le pidió que la esperara unos minutos que quería
cambiarse de ropa.

–¿Vamos a ir a caballo? –preguntó.

–Así es, es un lugar un tanto alejado del puerto.

Rato después, Carolina apareció luciendo un pantalón azul de montar,


una blusa blanca y botas de cuero hasta debajo de las rodillas. Bajó por

356
el planchón de madera hasta el muelle, donde la esperaba Aldebarán
montado en Dialéctico. El mago le ofreció su brazo, ella aceptó y, de
esa manera, la ayudó a subir al caballo. Él en la montura y ella sentada
en la grupa, partieron hacia un sitio llamado La Grotte. Subieron por un
sendero de la montaña hasta llegar al lugar: se trataba de una cueva
natural que habían acondicionado como restaurante. Las mesas estaban
cubiertas con manteles rojos y, sobre cada una de ellas, un farol con
una vela dentro daba luz a los comensales.

Cuando llegaron, Aldebarán desmontó de un salto y ayudó a Carolina a


hacer lo mismo. Ella apoyó sus manos en los hombros del mago, quien
la sujetó de la cintura hasta depositarla suavemente en el suelo. La
capitán entró primero y él, siguiendo el brillo oscuro de sus botas, la
siguió hasta la mesa elegida.

Esa misma noche, cenaban en el palacio de Organdí Felipillo y la


princesa. No se había vuelto a hablar de Anadaida, pero en el reino ya
todos habían perdido las esperanzas de que regresara. Azucena y
Grommash eran los único que, en sus ratos libres, se subían a los
árboles para escudriñar el horizonte, pero no sólo no veían aproximarse
ninguna golondrina, sino que, por el contrario, observaban cómo las
últimas que quedaban en el reino emprendían su viaje hacia el norte.

Mientras tanto, en la casa del bosque, Marcelino y Anadaida estaban


viendo como progresaba el vuelo de sus pichones. Golondrino y
golondrina tenían que tomar serias decisiones.

–¿Me acompañarás hasta Organdí a entregar el mensaje? –quiso saber


Anadaida.

357
–Sí, lo haré; no voy a dejar sola a mi mariposa.

Los dos rieron.

–Aunque –agregó Marcelino–, vamos a parecer las golondrinas más


locas del mundo.

–¿Por qué? –quiso saber Anadaida.

–Pues, mientras todas las golondrinas en esta época del año vuelan al
norte buscando el calor, nosotros estaremos viajando hacia el sur donde
ya comienza a hacer frío.

–Allí tenemos buenos amigos que nos abrigarán –afirmó la mariposa


golondrina.

–No lo dudo, es lo menos que pueden hacer con una mensajera tan
esforzada como tú.

–¿Tú crees que los pichones estén listos para cruzar la cordillera? –
preguntó Anadaida.

–Yo creo que sí –respondió Marcelino–. Ya tienen un vuelo seguro y,


lo más importante, consiguen su propia comida.

–Pues entonces, amigo mío, ¿qué te parece si mañana emprendemos el


regreso?

Muy lejos de allí, a la mañana bien temprano, los barcos que se dirigen
al reino de Organdí reemprenden la marcha. Dejan atrás el puerto de
Öbölss y navegan por el golfo hasta volver a salir a mar abierto. El

358
mago Aldebarán estaba impaciente por llegar y encontrarse con
Flogisto, así que, aprovechando su paso por el puente de mando,
preguntó al primer oficial:

–¿Cuánto tiempo de navegación estima usted hasta llegar al reino de


Organdí?

–Eso depende en parte de los vientos –responde aquel–, pero, entre


cinco y siete días sería el tiempo normal.

–Gracias –dice el mago, y va a comunicar la noticia con su amigo, el


caballo Dialéctico.

Las cenas con la capitán se hicieron habituales en aquella parte de la


travesía. El mago se acostumbró a llamarla por su título cuando estaba
de uniforme y a decirle Carolina cuando cambiaba de ropa y quedaban
solos. Ella le confirmó la información que le diera el primer oficial: en
seis días era probable que estuvieran frente a las playas de Organdí.

Aldebarán quiso saber todo acerca de aquel reino, pero poco fue lo que
le pudo informar la Marrapodi. Ella sólo conocía la calidad de las telas
que allí se confeccionaban y cómo eran apreciadas en todo el mundo,
pero nunca había apoyado un pie en ese territorio.

Le contó que el reino estaba gobernado por una princesa que parecía
muy joven, a la que ella veía de lejos año tras año cuando hacían el
intercambio de mercadería por rollos de tela. Cuando cargaba el último
rollo, todas las tripulaciones con sus capitanes a la cabeza se formaban
en cubierta y hacían una profunda reverencia a la princesa. Ésta les

359
respondía a su vez con otra reverencia, aunque sin bajarse de su
caballo. Y eso es todo lo que podía contarle del reino.

Lo que se decía era que, para fabricar todas esas telas años tras año, en
ese reino debería haber mucha magia, pero eso Carolina sólo lo sabía
de oídas: como nunca había desembarcado allí no lo podía afirmar.
Aunque tampoco le parecía increíble, ya que la única persona a la que
veían era a la princesa; ningún ayudante, nadie para cargar la
mercadería en los carros, nadie para descargar los rollos de tela: eso era
definitivamente algo muy misterioso.

360
CAPÍTULO 33. EN VUELO
Esa mañana, cuando los barcos estaban saliendo del golfo de Öböls,
muy lejos de allí, Anadaida, Marcelino y los cinco pichones
abandonaban el nido del alero de la casa del bosque. Cuando vieron a
sus padres remontarse tan alto en el cielo, las jóvenes golondrinas
supusieron, con razón, que no se trataba de otro vuelo de prueba. Ahora
sí había llegado el momento de estrenar sus alas de verdad.

Marcelino, más experimentado en esto de las migraciones, calculó que,


si volaban directamente hacia el sureste, en algún momento se
encontrarían con la cordillera. Allí deberían elegir un paso entre las
montañas y, de no encontrarlo, seguir volando hacia el este para volver
a Organdí por el mismo camino por el que habían llegado a Warcraft.

A la tarde de ese día llegaron hasta la cordillera. Una muralla de piedra


se levantaba frente a ellos y, muy cerca, se veían los picos cubiertos de
nieve. No se animaron a intentar el cruce por allí, probablemente
deberían volar muy alto y no querían exponer a los pichones a un frío
tan intenso. Buscaron lugar para pasar la noche en un pequeño grupo de
árboles y, apenas las primeras luces del día iluminaron sus copas,
emprendieron nuevamente el vuelo.

Un poco más adelante se abría un valle por el cual les pareció posible
internarse. Así lo hicieron y, luego de volar un buen rato entre las
montañas, divisaron la catapulta que el mago Flogisto había dejado
encantada en la naciente del arroyo. Sabían que esa era la única agua
que iban a encontrar en las próximas horas, así que bajaron todos y
bebieron a más no poder.

361
El resto del día lo pasaron volando entre montañas, siempre hacia el
sur, para llegar hasta el reino de Organdí. A media tarde la cordillera
comenzó a quedar atrás y Marcelino con Anadaida miran el paisaje con
la esperanza de encontrar los árboles donde habían descansado a la ida,
antes de iniciar el cruce de la cordillera.

Al caer la tarde los divisaron: eso quería decir que ya estaban en el


reino de Organdí. Seguidos por los pichones, comenzaron a volar en
línea recta hacia el pequeño bosque. Llegarían en pocos minutos, pero
aún no sospechaban lo que allí les esperaba.

Volando como una pequeña bandada, en las últimas horas de la tarde se


acercaron al árbol elegido para pasar la noche, pero, ya antes de llegar,
se escuchaba el inconfundible piar de cientos de golondrinas y, cuando
finalmente se posaron en el árbol, ese piar se hizo ensordecedor.

–¡Marcelino! ¡Marcelino! ¡Marcelino! –se escuchaba desde distintas


partes del árbol.

¿Qué había ocurrido? Justamente en ese lugar, en su migración anual al


norte, se había detenido a descansar la bandada de la familia de
Marcelino.

Mucha alegría les dio a sus padres, a sus primos, a sus tíos, a sus
amigos y a sus amigas, volver a encontrarlo. Claro que también
saludaron a Anadaida apenas la reconocieron: todos recordaban a
aquella golondrina con la que Marcelino se fue a cruzar la cordillera.

Y qué decir del recibimiento que dieron a los pichones. Para algunos
éstos eran sus nietos, para otros sus sobrinos nietos, para otros primos,

362
para otros primos segundos, para otros los hijos e hijas de sus amigos.
En fin, que los pichones, después de haber pasado esas primeras
semanas de vida solos con sus padres, también acababan de descubrir
que tenían una inmensa familia.

Las golondrinas de ese árbol se durmieron tarde esa noche: todas


querían contar y todas querían saber de sus aventuras.

Los papás de Marcelino se preocuparon un poco de que su hijo, con su


familia, estuvieran volando hacia el sur, pero, por otra parte, entendían
la importancia que tenía entregar el mensaje que llevaba Anadaida. En
un momento le ofrecieron que los pichones siguieran con la bandada
hacia el norte, pero comprendieron inmediatamente que ni Marcelino ni
Anadaida iban a separarse de sus hijos.

A la mañana siguiente se despidieron de piquito, de alita y de pío pío.


Cuando Anadaida, Marcelino y los pichones levantaron el vuelo, el
papá de Marcelino les gritó orgulloso:

–¿Has visto, hijo? ¿Has visto Anadaida? Ya tienen su propia bandada.

Mientras la bandada mayor se preparaba para seguir hacia el norte en


busca de calor, nuestras golondrinas volaron hacia el sur para entregar
el mensaje al mago Flogisto.

En el palacio de Organdí, mientras tanto, se realizaban los últimos


preparativos para el día siguiente. Las telas estaban listas y los carros
también: a primera hora de la mañana engancharían los caballos y
empezaría el viaje hasta el mar.

363
Era la primera vez que la princesa no realizaría ese viaje sola. El mago
Flogisto, quien quería conocer las playas de Organdí y ver cómo era ese
intercambio de telas y mercadería que se realizaba todos los años, se
ofreció a acompañarla.

También sería parte de la comitiva Felipillo Gusanillo, ya inseparable


de la princesa. Casi todas las noches cenaban juntos y, muchas veces,
se quedaba a dormir en el palacio. De ninguna manera quería perderse
aquel viaje ni la compañía de la princesa.

364
CAPÍTULO 34. LOS VIGÍAS EN EL ÁRBOL
Grommash y Azucena jugaban en los jardines. Decidieron ir una vez
más a trepar a los árboles antes de que los llamasen a bañarse. Cómo
todas las tardes, jugaban a explorar el horizonte: se ponían la mano en
la frente, haciendo visera, y miraban hacia el lugar por donde habían
visto irse a la mariposa golondrina muchas semanas atrás.

En eso estaban, cuando vieron unos puntitos negros en el horizonte.

–Mira –dijo Azucena–, otro grupo de golondrinas que se va hacia el


norte.

–Sí –confirmó Grommash–, pero vuelan un poco raro.

–Es cierto, cómo que les cuesta alejarse, se ven siempre igual –dijo la
niña.

–Es que… –dudó el niño– pareciera como si en vez de irse estuvieran


viniendo.

Los dos se miraron con la misma pregunta en los ojos: ¿Anadaida?


¿Será Anadaida que regresa? Ellos eran los únicos que aún no habían
perdido las esperanzas. ¿Qué otra golondrina podría estar volviendo
hacia el sur que no fuera ella?

–¡Mamá! ¡Papá! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Papá! ¡Papá! –


comenzaron a gritar los niños como desaforados desde arriba del árbol.

Ya el sol se estaba escondiendo y los niños seguían llamando a voz en


cuello a sus padres, pero estos, atareados en sus quehaceres, no los
podían oír. Hasta que Ana Milena salió de su casa para dirigirse al
365
palacio y, entonces sí, escuchó sus gritos y se acercó al árbol donde
estaban los dos trepados:

–¿Qué pasa, niños? –les preguntó.

–¡Viene Anadaida! ¡Regresa Anadaida! –contestaron entusiasmados los


dos a la vez.

En ese momento se asomó Ulrico de la cocina y también quiso saber:

–¿Qué es todo ese griterío?

–Dicen los niños que regresa Anadaida –le contestó su esposa.

–¿Anadaida? –exclamó éste asombrado.

La princesa, que escuchó todo ese movimiento, se asomó también:

–¿Qué es lo que está sucediendo, Ulrico?

–Dice mi esposa que dicen los niños que regresa Anadaida.

La princesa intentó no ilusionarse, pero no pudo evitar sentir como si


un globo de alegría se inflara dentro de su pecho. Salió corriendo, así
en pantuflas como estaba, y no paró hasta estar debajo del árbol donde
estaban trepados los niños.

–¿Qué ven? ¿Qué ven? ¿Están seguros de que es Anadaida?

–Están lejos, pero vuelan hacia aquí –respondió Azucena.

–¿Vuelan? ¿Son más de una? –preguntó algo desilusionada la princesa.

–Sí, son varias –respondió Grommash–, forman una pequeña bandada.

366
La princesa terminó de perder la poca esperanza que le quedaba. Si era
una bandada no podía tratarse de Anadaida, ella viajaba sola. Sólo sería
un grupo de golondrinas que habían perdido el rumbo y se dirigían
hacia el sur en vez de hacia el norte.

–¡Ya llegan! ¡Ya llegan! –exclamaron al unísono los niños.

Efectivamente, hasta Felipillo, que también había salido a los jardines,


vio como el grupo de golondrinas perdía altura y daba una y otra vuelta
alrededor del palacio, tal como había hecho Anadaida para despedirse
el día que partió.

–¡Es Anadaida! –dijo seguro Grommash, cuya vista no fallaba nunca.

–Parece Anadaida –agregó Felipillo.

–¡Ojalá sea Anadaida! –rogó la princesa.

En ese momento, Azucena, sin soltarse de la rama donde estaba


agarrada, gritó con todas sus fuerzas:

–¡¡Anadaaaida!!

Una de las golondrinas del grupo se descolgó del cielo y fue derecho a
posarse al lado de la mano de la niña.

Felipillo llegó a abrazar a la princesa justo en el momento que ésta se


tapaba la boca con sus dos manos, como no pudiendo encontrar las
palabras para lo que sentía, mientras las lágrimas resbalaban generosas
por sus mejillas.

367
–Llamen a Flogisto –alcanzó a decir con un hilo de voz, pero en ese
momento todo el grupo de golondrinas volvió a levantar vuelo y se
dirigió hacia la casa del mago.

Éste salió al oír el fuerte piar y fue abrir la puerta y encontrarse cara a
cara con Anadaida, la que le dijo en perfecto humano:

–Buenas tardes, mago Flogisto.

Éste, que hablaba tanto humano como orco, apenas repuesto de la


sorpresa le respondió:

–Bienvenida a casa, valiente golondrina.

En ese momento llegaban corriendo los niños, Ulrico el cocinero y Ana


Milena, y, aventajando a todos ellos, Felipillo y la princesa. Ésta se
había quitado las pantuflas y corría descalza sobre el césped del jardín,
sin poder ocultar su inmensa alegría. Ahora sabría si el mago humano
había aceptado colaborar y si se haría realidad su sueño del hospital
para que se recuperaran los heridos de la guerra de Warcraft.

No hizo falta entrar en la casa de Flogisto, todos se sentaron en el


jardín. Marcelino se encontraba posado en una de las salientes del techo
y desde allí miraba toda esa reunión. Anadaida se subió al hombro del
mago y todos los ojos estaban posados en ella.

–Bienvenida, Anadaida –dijo la princesa apenas recuperó el aliento.

–Gracias princesa –le respondió la golondrina–. Perdón por la tardanza.

368
La emoción los embargaba y costaba encontrar las palabras adecuadas.
Anadaida, entonces, continuó:

–He tardado más de lo previsto porque han pasado muchas cosas en


estas semanas.

Todos guardaban silencio y la escuchaban con atención. Querían


hacerle miles de preguntas, pero acababa de llegar y era mejor dejar
que ella se explicara. Con tono serio, continuó diciendo la golondrina:

–El mensaje ha sido entregado y aquí, en mi pata izquierda, traigo la


respuesta –y mostró a todos su patita con el anillo que le había puesto
el mago Aldebarán–. Todo esto lo hice con mi compañero Marcelino –
al decir esto lo miró– y regresamos a traer la respuesta acompañados de
nuestros hijos e hijas.

Los pichones no se enteraban de toda esta conversación, estaban muy


entretenidos yendo y viniendo del techo a las ramas, de las ramas al
suelo, y del suelo nuevamente hasta el techo. Todo era nuevo para ellos
y lo estaban disfrutando: después de volar tres días seguidos se
merecían un poco de diversión.

Felipillo escuchaba todo y pensaba para sí: “Cualquiera le explica esto


a mi primo Gustav Tercero”. Pero eso se vería luego, ahora, lo
importante, era que Anadaida traía una respuesta.

La golondrina ofreció su patita al mago y éste, con mucha delicadeza,


retiró el anillo con el mensaje y entró con la golondrina en su hombro a
la casa. Allí examinó el anillo con una lupa. La respuesta era también
una sola palabra: el anillo decía “MAR”.

369
El mago pensó un buen espacio de tiempo en esa palabra. ¿Qué tenía
que ver el mar con el pedido de ayuda que él le había hecho?
Confundido, pidió ayuda a Anadaida:

–¿Tú sabes cuál es el significado de esta respuesta?

–No, no lo sé –afirmó la mariposa–. Al día siguiente de recibir su


mensaje me puso el anillo en la pata y partió con una mochila sobre la
espalda.

–¿Y lo has vuelto a ver?

–No, no ha regresado en todas las semanas que estuvimos allí. Unos


hombres montados en caballos también lo estuvieron buscando, pero no
lo hallaron.

El mago Flogisto pensó que era buena señal que su amigo Aldebarán
hubiera partido. Quizás estaría intentando reunirse con él de alguna
manera.

Cuando regresó al jardín todos esperaban con ansiedad que dijera si el


mago humano había aceptado o no colaborar, pero eso no lo sabía el
mago orco.

–Princesa –dijo en voz alta para que lo escucharan todos–, la respuesta


de Aldebarán no aclara si se sumará a nuestro proyecto.

–¿Qué dice su mensaje? –quiso saber la princesa.

–Una sola palabra: “mar”; eso es todo lo que dice.

370
–¿Mar? –preguntó a su vez Felipillo–. ¿Qué significa “mar”?

–Es, en verdad, una respuesta enigmática –aceptó Flogisto.

–Pero sugerente –agregó la princesa–. Llega justo un día antes de que


nos dirijamos hacia el mar.

–¿Cree usted que el mago humano podría llegar por mar? –preguntó
Felipillo al mago orco.

Después de pensar unos instantes, Flogisto respondió:

–La verdad, no se me ocurre cómo. Hace muchos años que ningún


barco se atreve a acercarse a las costas de Warcraft. Sólo lo hacen
aquellos a los que no les queda más remedio por sufrir alguna avería o
porque deben escapar de algún gran peligro.

–Pero allí dice “mar” –insistió la princesa–. Si fuera una búsqueda del
tesoro, eso significaría que la próxima pista la encontraríamos en el
mar. Y hacia allí vamos de todas formas –agregó con una sonrisa.

El regreso de Anadaida le había devuelto la alegría a la princesa y nadie


le quitaría la ilusión de que en el mar le esperaban buenas noticias.

Las golondrinas saludaron y fueron en busca de un árbol para pasar la


noche. Grommash ya se quedó en casa con su padre: faltaba poco para
la hora de la cena. El resto regresó al palacio a terminar los
preparativos para el viaje.

371
CAPÍTULO 35. TRANSPORTANDO TELAS
A la mañana siguiente, Flogisto se levantó muy temprano y despertó a
su hijo. Luego pasó por la casa de Ulrico y Ana Milena para dejar a
Grommash a su cuidado: Azucena estaba feliz de que su amigo se
quedara en su casa por varios días.

La princesa, también despierta desde la madrugada, se fue a vigilar que


todo lo referido a los carros estuviera en orden. La magia carretera
funcionaba perfectamente y en pocos minutos todos los rollos de tela
estarían cargados.

Mientras tanto, Ulrico estaba terminando de reunir las provisiones:


comida, agua, mantas, todo lo necesario para tener un viaje confortable.
Había que tener en cuenta que la ida hasta el mar insumía tres días y
otros tantos la vuelta.

Felipillo ayudó a Ulrico a poner todas esas vituallas en su lugar y luego


fue a colaborar con la princesa. Ésta estaba enganchando los caballos a
los carros y él también se puso a la tarea: entre los dos, en poco tiempo
tuvieron todo el transporte listo. Completaban la comitiva seis caballos
de paseo.

Ya con todo listo, los tres viajeros, la princesa, Flogisto y Felipillo,


entraron al palacio a desayunar. Luego montaron y se pusieron frente a
la fila de los carros. Cuando la princesa levantó la mano en señal de que
el viaje comenzaba, desde la puerta del palacio los saludaron Ana
Milena, Ulrico y los dos niños.

Cuando empezaban a alejarse, los sorprendió la algarabía de una


pequeña bandada de golondrinas revoloteando sobre sus cabezas.
372
Anadaida y su familia quisieron ir a saludarlos y desearles buena suerte
en su viaje.

¿Qué encontrarían al llegar al mar? ¿Descubrirían que el mensaje de


Aldebarán tendía alguna relación con ese viaje? Para saberlo debían
esperar: tenían tres días de marcha por delante hasta llegar a la playa.

El viaje transcurría sin novedades. Se detenían tres veces en el día para


que los caballos descansaran y se alimentaran, y ellos también
aprovechaban esas paradas para comer algo. Al caer la tarde se detenía
toda la caravana, hacían un fuego y conversaban de las cosas que
esperaban para el día siguiente.

Fue al final de ese primer día cuando, estando los tres sentados
alrededor de la hoguera, Felipillo dijo:

–Con tu permiso, Princesa, voy a recitar unas coplas que vinieron a mi


mente con motivo de este viaje.

La princesa lo miró sorprendida. Ya sabía hacía tiempo que la música


salía de su corazón a través de su flauta, pero esto era algo nuevo: ahora
Felipillo también era trovador. Dijo que sí con una breve inclinación de
cabeza, y aquél comenzó.

Si tu vienes a Organdí
Cuando las hojas alfombran
El suelo con amarillos,
Verás los carros cruzar
Todo el país hacia el mar
Entre el canto de los grillos.

373
Si esos carros van cargados
Con rollos de tela blanca
Atravesando el camino,
No lo dudes ni un instante
Aquella carga galante
Va en busca de su destino.

Si también quieres saber


Cómo el áspero algodón
Se transformó en telas bellas,
Este canto dice al fin
Que del reino en su confín
Manda la magia de estrellas.

Cuando dijo el último verso, la princesa aplaudió emocionada. El mago


orco también festejó la inventiva poética del Protector del reino de los
gusanos de seda.

Casi sin darse cuenta pasaron los dos primeros días de viaje.
Descansarían esa noche en un bosque de eucaliptus y, a la mañana
siguiente, estarían llegando a las playas de Organdí. Las expectativas
de todos crecían a medida que se acercaba ese momento.

Al día siguiente, la primera en despertarse fue la princesa y se puso a


preparar el desayuno para todos. Al sentir movimiento, también abrió
los ojos Felipillo y, después de lavarse la cara, fue a enganchar los
caballos de tiro. Éstos ya estaban descansados y bien alimentados, así
que, en poco tiempo, reemprenderían la marcha.

374
La sorpresa la tuvieron cuando fueron a despertar a Flogisto: debajo de
sus mantas no había nadie, el mago había desaparecido. La princesa y
Felipillo desayunaron esperando que se hiciera presente de un momento
a otro, pero eso no ocurrió. Preocupados, decidieron esperar un rato
más, sabiendo que, de cualquier forma, en algún momento tendrían que
continuar viaje para encontrarse con los barcos.

Ya estaban por partir cuando un extraño viento se levantó en el bosque.


Las hojas se arremolinaron y se levantaron del suelo casi dos metros.
Cuando volvieron a caer, dentro de ese remolino apareció el mago
Flogisto. Sacudió la cabeza como quien despierta de un sueño y, al
notar la presencia de Felipillo y la princesa, dijo con su voz calmada de
siempre:

–Disculpe, princesa, por la demora.

–Estábamos muy preocupados por ti –dijo Felipillo.

–Disculpe, príncipe. No siempre las cosas salen como queremos –


agregó Flogisto.

–Bueno, lo importante es que se encuentra bien. Ahora emprendamos la


marcha que se nos hace tarde –concluyó la princesa.

Durante el camino, el mago les contó que, en un sueño, vio cómo se


avecinaba una nueva batalla en Warcraft. El sueño lo llevó hasta una
playa, pero no era la playa de Organdí sino una playa cercana a donde
vivía el mago Aldebarán. Los orcos se proponían invadir desde el mar
mientras que los humanos levantaban sus defensas en tierra firme. Ese

375
sueño lo devolvió, como ellos habían visto, envuelto en un remolino de
hojas hasta el bosque donde se había quedado dormido.

La princesa y Felipillo quedaron admirados del sueño del mago donde,


otra vez, volvía a aparecer el mar. El mar al que se dirigían, el mar de la
respuesta de Aldebarán, el mar de Warcraft soñado por Flogisto donde
se avecinaba una nueva batalla: eran muchos mares para sólo tres días.

376
CAPÍTULO 36. LA ÚLTIMA CENA
En Il Gabbiano estaba casi lista la cena. Navegaban aún en mar abierto,
pero cada vez más cerca de las costas del reino de Organdí. Aldebarán
se presentó puntual en el comedor de la capitán: ella lo esperaba ya sin
su uniforme, por lo que el mago no dudó en decirle:

–Buenas noches, Carolina.

–Buenas noches, mago. ¿Cómo has pasado el día?

–Lo he pasado muy bien, esperando a que llegue la noche para


encontrarme contigo –le respondió Aldebarán.

Una sonrisa y una corriente de simpatía circuló entre ellos, Carolina


Marrapodi también había esperado el momento del encuentro con el
mago: se había acostumbrado a su amistad y disfrutaba de ella.

Una de las cosas que le gustaba de él era que sabía escucharla. Nunca le
hacía sentir que fuera más sabio, aunque, sobre muchas cosas, tuviera
inmensos conocimientos. Pero, a pesar de ello, se mostraba
sinceramente interesado en sus opiniones.

–¿Qué te gusta de hablar con una capitán de barco? –le preguntó en uno
de sus primeros encuentros.

–Yo –le respondió el mago–, la poca o mucha sabiduría que tengo, la


he adquirido estudiando y experimentando en mi casa del bosque. Tú,
lo mucho o poco que sabes, lo has aprendido viajando por el mundo.
Conversar contigo es como mirar el mundo, que nunca vi, a través de
tus ojos.

377
Lo que no le decía, aún, era que sus ojos le parecían inmensamente
bellos, y ella tampoco le confesaba que, cuando pensaba en él, sentía
cosquillas en el corazón.

Pero esa cena era especial: era la cena de despedida y ambos lo sabían,
aunque ninguno de los dos hablara de ello para no ponerse tristes.

–¿Cuáles son tus planes en Organdí? –quiso saber Carolina.

–Pues, en verdad, no lo sé muy bien. Primero, deberé encontrar al mago


Flogisto: espero que alguien me sepa decir dónde hallarlo.

–Deberás preguntarle a la princesa, ella es la única que acude al


encuentro anual con nosotros.

–Y luego de encontrarlo veré para qué me necesita. Imagino que tiene


algún plan para ayudar a las víctimas de la guerra de Warcraft.

–¿Sabes? –dijo Carolina cambiando de tema–, el reino de Organdí tiene


una particularidad que hace muy especial la tarea de carga y descarga.

–¿Cuál? –quiso saber Aldebarán.

–¡No tiene puerto!

–¿No tiene puerto? ¿Y cómo se realizan esas tareas?

–Eso es lo especial. La playa tiene una pendiente muy suave, así que,
anclamos lo más cerca posible de la costa, ponemos la mercadería en
los botes, los bajamos al mar y se los lleva a remo hasta la playa. Allí
los marineros saltan al agua, que apenas les llega a las rodillas, y

378
transportan los paquetes hasta tierra firme cuidando de que no se
mojen.

El mago quedó sorprendido con esa información. Jamás se había


imaginado como cargar y descargar un barco en un lugar sin puerto.

–Lo que estoy pensando desde ayer es cómo haremos para bajar a tu
caballo Dialéctico. Claro que no lo podemos poner en un bote, es muy
grande y le costaría mucho mantener el equilibrio.

Ambos se fueron a descansar pensando cada cuál en sus


preocupaciones, pero los unía a los dos la tristeza ante la próxima
despedida.

379
CAPÍTULO 37. LA PLAYA DE ORGANDÍ
Después de un buen rato de camino, la princesa dijo a sus dos
acompañantes, señalando hacia delante:

–¿Ven aquella loma? Cuando lleguemos hasta allí podremos ver el mar.

Los caballos subieron con algo de esfuerzo. Debajo del pasto ya se


sentía la arena blanda que anticipaba la playa. Al llegar arriba
detuvieron sus cabalgaduras y se quedaron en silencio admirando la
inmensidad del océano. El día estaba despejado: en el horizonte se
confundían el azul del mar con el azul del cielo.

La princesa guio a los carros hasta el lugar exacto de la playa donde se


haría el intercambio. Con la magia carretera, en pocos minutos todos
los rollos de tela estuvieron alineados sobre la arena, esperando a que
llegaran aquellos que debían cargarlos.

–Princesa –dijo algo preocupado Felipillo–, no se ve ningún barco.


¿Está usted segura de que éste es el día del encuentro?

–Sí se ven, amigo mío –respondió la princesa–, sólo que tú no los ves

El mago Flogisto, que escuchaba aquella conversación, volvió a mirar


el horizonte y sólo vio a lo lejos la espuma blanca que levantaban las
olas del mar.

–El mago sí los ve, ¿no es cierto?

–La verdad que no, princesa.

–¿Qué son aquellos puntos blancos que estuvo mirando?


380
–Pues, me parece que son espuma de las olas del mar –respondió
Flogisto.

–¿Y por qué allí hay espuma y en el resto del mar no? –volvió a
preguntar la princesa.

–¡¿Son los barcos?! –exclamaron al unísono el mago y Felipillo.

–Así es –afirmó la princesa–. Ahora parecen espuma, dentro de un rato


parecerán gaviotas, y ya más cerca de la playa verán que son las velas
blancas de los navíos.

Los tres quedaron admirando el paisaje y esperando a que las naves se


acercaran. Como la princesa nunca había bajado de su caballo durante
esos intercambios, no estaba muy segura de con quién hablarían sobre
el muestrario de telas de colores. El mago Flogisto quedó encargado de
resolverlo.

¿Deberían hablar con alguno de los marineros? ¿O mejor con alguno de


los capitanes?

Mientras tanto, Il Gabbiano navegaba al frente de la flota que se dirigía


hacia Organdí. Las playas ya estaban a la vista y se acercaba el
momento del intercambio, que consistía en dejar las cajas y cajones con
mercaderías y cargar los rollos de tela blanca.

También era el momento donde Carolina Marrapodi y Aldebarán se


tendrían que decir “adiós”. Finalmente, la capitán había decidido bajar
a Dialéctico sostenido por un arnés fabricado con telas de vela y sogas.
El mago, entre tanto, bajaría en uno de los botes y se reuniría con su
caballo en la playa.
381
Los barcos se detuvieron donde había profundidad suficiente para no
correr peligro de encallar, echaron el ancla y comenzaron con las tareas
de descarga. La capitán se sorprendió sobremanera de que esta vez la
princesa no estuviera sola en la playa. Le hizo ese comentario al mago
y le pasó su catalejo para que pudiera verlo con sus propios ojos.

–¡Albricias! –exclamó el mago–. Uno de los que acompaña a la


princesa es el mago Flogisto. Mi búsqueda ha terminado casi antes de
empezar.

No tuvo dudas de que la respuesta había llegado y su inteligente amigo


había sabido interpretarla; de otra manera no se podía explicar que lo
estuviera esperando en esa playa.

Mientras tanto, desde la costa, miraban y admiraban a los cinco barcos


anclados en el mar. Llamaba la atención de la princesa que las velas de
uno de ellos fueran rojas y azules a rayas verticales, le pareció la
combinación de colores más bella que nunca había visto. La sorpresa se
debía a que el Azulgrana jamás había llegado hasta sus costas.

Todos veían como ya empezaban a bajar los botes repletos de cajas y


paquetes y cómo los marineros se disponían a remar hasta la costa. Lo
que nunca había sucedido, y la princesa no podía superar su perplejidad
al verlo, es como del barco principal bajaban un caballo hacia el mar.
El caballo, una vez liberado, nadó al lado de un bote con mercancías.
Al llegar a la arena, alguien de los del bote saltó al agua y, tomándose
con sus manos de las crines del animal, de un ágil salto se montó en él.

El mago Flogisto se hizo visera con la mano y exclamó:

382
–¡Que me piquen mil hormigas coloradas si ese no es mi amigo
Aldebarán!

–¿En serio? –preguntó la princesa emocionada, pero no tuvo respuesta


porque ya Flogisto se dirigía en su caballo rumbo a la orilla.

Al encontrarse los dos magos se dieron un prolongado apretón de


manos sin bajarse de sus monturas. Un momento después los
alcanzaron, también en sus cabalgaduras, la princesa y Felipillo.

–Aldebarán –dijo el mago orco–, quiero presentarte a la princesa de


Organdí, protectora de todos nosotros.

–Bienvenido a mi reino, mago Aldebarán –dijo la princesa–. Lo


esperábamos con ansias desde que le enviamos el pedido de ayuda con
nuestra golondrina mensajera.

–Veo que la golondrina ha regresado ya.

–Sí, llegó ayer por la tarde –le informó Flogisto– y nos entregó tu
mensaje.

–Pero ¿qué hacemos todos aquí, bajo los rayos del sol? –dijo Felipillo
Gusanillo–. Vayamos hasta aquella arboleda y desmontemos para poder
saludarnos como es debido. Ah, por cierto –agregó–, soy Felipillo
Gusanillo, músico, luthier, trovador y Protector del reino de los gusanos
de seda.

–Mucho gusto, Príncipe –contestó Aldebarán, impresionado por la


cantidad de títulos de aquel joven.

383
Todos hicieron caso a Felipillo y desmontaron a la sombra de los
árboles. Allí se estrecharon las manos y se pusieron a conversar, menos
la princesa que montó nuevamente y regresó a la playa para supervisar
todo lo que allí se hacía.

–Antes de hablar del motivo por el que te hice venir –le dijo Flogisto a
Aldebarán– necesito consejo tuyo sobre un tema de telas de colores.

El mago humano lo miró extrañado, pero Flogisto, mientras le hacía ver


el muestrario de telas que había preparado con la princesa, le explicó:

–Todas las telas que se fabrican en Organdí son blancas, porque


desconocían la técnica del teñido. Pero ahora les he enseñado como
hacerlo y hemos logrado todos estos colores que estás viendo.

Aldebarán, efectivamente, estaba admirando las bellas tonalidades que


habían logrado el mago orco y la princesa trabajando juntos.

–Tú, que has viajado en los barcos hasta aquí, ¿me podrías decir con
quién es conveniente hablar de este asunto para interesarlo en estas
nuevas telas?

Aldebarán no lo dudó ni un instante:

–Debes hablar con Carolina Marrapodi, la capitán de Il Gabbiano. Ella


es la que maneja todo este comercio.

384
CAPÍTULO 38. INVITACIÓN
Los dos magos se acercaron a la orilla para enviar un mensaje a la
capitán de Il Gabbiano. Como el mensaje era muy sencillo, ni hacía
falta escribirlo.

–Dile a la capitán –dijo el mago humano a uno de los marineros que


regresaba hacia Il Gabbiano con el bote cargado de rollos de tela– que
aquí quieren hablar con ella para ofrecerle telas de colores.

–Entendido –respondió el marinero, y empezó a remar con entusiasmo


junto con sus compañeros.

Al rato, cuando el mismo marinero regresó transportando cajas de


mercaderías, trajo la respuesta de la Marrapodi:

–Dice la capitán que la persona que necesita hablar con ella sobre las
telas vuelva conmigo hasta Il Gabbiano, y que también la princesa está
invitada a abordar la nave.

A Flogisto no hizo falta comunicarle la respuesta ya que estaba al lado


de Aldebarán cuando el marinero habló, pero había que hacerle llegar
la noticia a la princesa. Con señas le pidieron que se acerque a la orilla
del mar, lo que ella hizo inmediatamente acompañada de su amigo
Felipillo.

–Princesa –dijo Flogisto–, voy a ir a hablar con la capitán para ofrecerle


las telas de colores, pero ella la invita a usted también a subir a bordo.
¿Desea acompañarme?

385
La princesa no respondió inmediatamente. En verdad, nunca había
subido a un bote y, menos aún, a un barco. ¡Esa era su oportunidad! No
la debía dejar pasar, aunque, en verdad, le daba un poco de temor
imaginarse flotando sobre las olas del mar.

–Felipillo –dijo a su amigo–, ¿podrías ocuparte de vigilar la carga y


descarga y solucionar cualquier problema que se presente?

–¡Con gusto, Princesa! –exclamó Felipillo, quien se sintió muy honrado


por la confianza que ella depositaba en él.

–Yo debo atender una invitación de la capitán del barco. Gracias por
hacerte cargo.

El marinero que trajo la respuesta ya había terminado de descargar las


cajas y esperaba la decisión de los invitados. Flogisto y la princesa se
dirigieron al bote. Para eso, claro, debieron meter los pies en el agua y
los marineros que remaban los ayudaron a subir. Con esa extraña carga,
tan distinta a los rollos de tela que llevaban habitualmente, remaron con
energía hasta la nave.

Se estacionaron al lado de Il Gabbiano que, visto desde el bote, parecía


aún mucho más inmenso. Flogisto y la princesa subieron por la escalera
de cuerdas que colgaba justo frente a ellos y, llegados hasta la borda,
otros marineros los ayudaron a pasar a la cubierta.

Carolina Marrapodi ya había tenido tiempo de ver que su invitación


había sido aceptada y creyó que lo más conveniente era ir a esperar
personalmente a la princesa. Así lo hizo y, apenas los visitantes
pusieron un pie en el barco, los recibió con un cordial saludo:

386
–Bienvenida a mi barco, Princesa –dijo la capitán.

–Gracias, Capitán –respondió la princesa–. Vengo acompañada del


mago Flogisto, quien es nuestro asesor en teñido de telas.

–Bienvenido también usted mago. Ya sé quién es porque Aldebarán me


ha hablado de usted. Pero ya habrá tiempo de dedicarnos a las telas –
agregó–. Es mediodía y sería un honor que aceptaran almorzar
conmigo.

La princesa y Flogisto no se hicieron rogar y siguieron dócilmente a la


Marrapodi hasta lo que era su comedor personal. Para eso tuvieron que
subir y bajar varias escaleras, pasar por lugares estrechos y sostenerse
de las barandillas para no perder el equilibrio mientras el barco se
movía.

Finalmente, se sentaron a la mesa. El plato del día era ensalada de


camarones con berberechos, acompañada de hojas de rúcula y tomates
Cherry. A la princesa y a Flogisto les resultó exquisita la comida
marinera.

Ya en la sobremesa, la capitán miró el muestrario de telas de colores.

–Es un gran avance para su reino, princesa, esta oferta de telas de


colores.

–No lo hubiéramos podido hacer sin la ayuda del mago Flogisto: él nos
está enseñando las distintas técnicas de teñido.

–Gracias, princesa –aceptó el mago–, pero todo el trabajo lo hace usted


y sus increíbles telares.
387
–¿Sabe qué, mago? –dijo la Marrapodi–, usted debería reunirse con
nuestro encargado comercial. Él sabe mucho del mercado de telas y le
podrá decir cuales colores son más originales y cuáles tendrán más
aceptación.

Dicho esto, llamó a su primer oficial y le pidió que acompañara al


mago Flogisto a reunirse con el encargado comercial. El mago volvió a
tomar el muestrario de telas de colores y acompañó al oficial a otro
lugar del barco.

388
CAPÍTULO 39. LA PRINCESA Y LA CAPITÁN
Después que Flogisto se retiró para hablar con el encargado comercial
sobre las telas de colores, la princesa hizo ademán de levantarse de la
mesa, pero la capitán le rogó que se quedara con ella.

–Hace años que muero de deseos de conocerla, Princesa –dijo Carolina


Marrapodi.

Parecía la introducción a una larga charla.

–Siempre me pregunté –le dijo Carolina a la princesa– cómo una chica,


tan joven, hacía para manejar todo un reino.

–No creas que es tan difícil –le contestó ella–. Hay muchas cosas que
funcionan solas y ni yo sé cómo lo hacen.

–Por lo menos veo que ahora cuentas con algunos ayudantes.

–Se podría decir que sí, jajaja. De casualidad, pero fue llegando gente
al reino –dijo alegre la princesa.

–He visto que has traído a bordo a un mago orco, pero con mi catalejo
vi también que dejaste en la playa a un apuesto joven.

La princesa se sonrojó, pero contestó a la capitán:

–Se trata de Felipillo Gusanillo, el Protector del reino de los gusanos de


seda y, de un tiempo a esta parte, también músico y trovador.

–¿Ese reino es un nuevo país? –quiso saber la Marrapodi.

389
–No –sonrió la princesa–, es que él se encarga de cuidar a los gusanos
de seda, como su padre y su abuelo, a los que los gusanos han
nombrado su rey.

La princesa se detuvo unos instantes para reordenar sus ideas, al cabo


de lo cual dijo:

–Bueno, él ya no será su rey, porque abdicó a su corona a favor de su


hermana. La verdad, Carolina, nunca terminé de entender del todo esa
historia.

Las dos rieron. Justo en ese momento trajeron un té de hierbas


aromáticas.

–Esta es la mejor bebida para después de comer –dijo Carolina


aspirando el vapor de la taza humeante.

–Coincido –agregó la princesa–, a mí también me gusta mucho el té


después de comer.

Las dos siguieron preguntándose cosas que querían saber la una de la


otra.

–Capitán… –dijo la princesa.

–Llámame Carolina, por favor.

–Carolina, ¿cómo fue que conoció al mago Aldebarán?

–Me lo presentó mi amigo Pipi, el capitán del Azulgrana, cuando nos


encontramos en las islas de Abadí Bahar.

390
–¿Y qué sabe de él? –quiso saber la princesa.

–Pues, sé que está haciendo este viaje para atender a un pedido de


ayuda del mago Flogisto, y que es un mago muy poderoso.

Carolina Marrapodi le contó lo que había visto en el puerto de las islas


cuando alivianó la carga de tal manera que, lo que hubiera llevado dos
o tres días de trabajo de cargadores y marineros, en una tarde estuvo
todo acomodado en la bodega de los barcos. Y también le relató lo que
le había contado el capitán del Azulgrana, que, viniendo de Warcraft
hacia Abadí Bahar, cubrió su barco con un manto de invisibilidad para
que pudieran escapar de dos buques de guerra que los perseguían.

–Y nos hicimos buenos amigos –terminó su relato Carolina.

–Seguro que lo vas a extrañar, ¿no?

–Mucho –aseguró la capitán, y bajó sus ojos como mirando su taza de


té.

La princesa se apenó por haber entristecido a Carolina con sus


preguntas. Pensó que si ella debiera separarse de Felipillo también se
sentiría triste. Pero, de pronto, se le ocurrió una idea muy loca:

–Carolina –le dijo–, eres bienvenida en mi reino. Siempre hay lugar


para alguien más en Organdí.

Primero pareció que la Marrapodi no la había oído. Luego, de a poco,


fue levantando la vista y, aunque se encontraba frente a la princesa,
parecía que pensaba en cosas que ocurrían muy lejos de allí. La
princesa vio que la mirada de Carolina brillaba de una manera especial,
391
como si todas las olas del mar estuvieran luchando en el interior de sus
ojos.

Quedaron las dos calladas. Luego de un rato la capitán dijo a su


camarero:

–Por favor, llama a mi primer oficial.

¿Le querría preguntar cuánto faltaba para terminar de cargar los rollos
de tela? ¿Querría saber cuál era el pronóstico de vientos para la tarde y
la noche? ¿Le diría que por favor acompañe a la princesa y al mago
orco nuevamente hasta la playa? Nada de eso: la capitán esperó a que
llegara su primer oficial y, cuando se hizo presente, le dijo:

–Erasmus –que ese era su nombre–: tengo un encargo para hacerte y


quiero saber si estás dispuesto a aceptarlo.

–Diga usted, capitán –contestó Erasmus.

Estaba claro que no se trataba de una orden corriente, de las que la


capitán decía “haga esto o aquello”, y el primer oficial lo hacía
inmediatamente. En verdad, ni siquiera parecía tratarse de una orden,
ya que él podría decidir si quería hacerlo o no. Con mucha curiosidad
esperaba que continuara hablando su capitán.

–El asunto es este, apreciado Erasmus: quisiera que usted se haga cargo
durante un año de Il Gabbiano, que haga su recorrido habitual para
entregar todas las telas de Organdí en los puertos donde nos esperan y
que, dentro de un año, pase a recogerme por esta misma playa.

392
Todo esto ocurría en presencia de la princesa, quien atendía en silencio
a todo lo que allí pasaba.

Erasmus continuaba parado frente a la capitán. Se notaba la emoción en


sus ojos y parecía que estaba pensando su respuesta. Finalmente, habló:

–Capitán, usted me honra con su ofrecimiento. –Hizo una pausa y las


dos mujeres quedaron pendientes de lo que diría a continuación–.
Acepto la responsabilidad y haré mi mejor esfuerzo para estar a la
altura de la tarea.

Cuando dijo esto último se puso firme y parecía más alto aún de lo que
ya era. La capitán se puso de pie y le estrechó la mano con entusiasmo,
sacudiéndola arriba y abajo varias veces, mientras lo miraba fijamente a
los ojos.

–Gracias, Erasmus, gracias. Bajo mi mando ha sido siempre un


excelente oficial y no dudo que ahora será un excelente capitán.

La princesa miraba a Carolina, como no pudiendo creer lo que allí


pasaba. La capitán advirtió esa mirada y dijo:

–¿Sigue en pie la invitación, no, princesa?

–Por supuesto –respondió la princesa poniéndose de pie y yendo a


abrazar a Carolina–, ahora ya tendré dos hermanas mayores.

–¿Quién es la otra?

393
–La otra es Ana Milena, enfermera de profesión y esposa de Ulrico el
Cocinero. Ya los conocerá, como a su hija Azucena, y estará encantada
con ellos.

–Erasmus –se dirigió a él la capitán–, ¿cuánto falta para que termine la


carga de las telas?

–En estos momentos están trayendo a bordo los últimos rollos.

–Muy bien –agregó la Marrapodi–. En media hora haga formar a toda


la tripulación del barco en cubierta y espéreme en el puente de mando:
quiero hacer un anuncio.

–A la orden, capitán –respondió con energía el todavía primer oficial.

394
CAPÍTULO 40. EL DESEMBARCO DE CAROLINA
Apenas se retiró Erasmus, Carolina tomó dos bolsos y comenzó una
frenética actividad.

–¿Me ayudas, Princesa?

–Claro –y entre las dos comenzaron a empacar la ropa y los efectos


personales de la capitán.

Al cabo de media hora, Carolina Marrapodi se hizo presente en el


puente de mando. La tripulación había terminado la carga y estaba
atenta a la comunicación que quería hacer la capitán. Lo que esperaban
era que, como todos los años, los felicitara por el trabajo realizado, pero
esta vez la capitán los sorprendería.

La princesa estaba mirando lo que ocurría junto al mago Flogisto, quien


ya había terminado de concretar excelentes negocios con el encargado
comercial de las telas.

La capitán miró a todos y dijo en voz alta y clara:

–Hombres y mujeres de Il Gabbiano: una vez más han terminado


exitosamente esta larga travesía. –Hasta ahí, era lo que todos
escuchaban año tras año, pero aún faltaba lo mejor.

–Ahora quiero hacerles un anuncio: durante los siguientes doce meses


Il Gabbiano contará con un nuevo capitán.

Esta noticia no la esperaba nadie. Il Gabbiano y Carolina Marrapodi


eran como una sola cosa, parecía imposible imaginar al uno sin el otro.
Es más, nadie sabía que ese barco hubiera tenido jamás otro capitán.
395
–Capitán Erasmus –dijo en voz alta–: hágase cargo de Il Gabbiano y lo
espero en esta misma playa dentro de un año.

Mientras los oficiales y marineros dedicaban un aplauso al nuevo


capitán, Carolina Marrapodi dijo sencillamente a la princesa:

–Vamos, Princesa, ya es hora.

Carolina Marrapodi con sus dos bolsos, la princesa y el mago Flogisto,


descendieron en un bote con dos marineros al remo. Al llegar a la orilla
los marineros saltaron al agua y, poniéndose cada uno un bolso sobre su
cabeza, los llevaron hasta un lugar seco en la playa. Flogisto, muy alto
–el agua no le llegaba ni a las rodillas– ayudó a las chicas a bajar del
bote. Éstas saltaron al agua con sus calzados en las manos y, pisando la
fina arena, caminaron hasta la costa.

Aldebarán sintió una inmensa alegría al ver llegar a Carolina. Imaginó


que vendría a despedirse de él, pero la presencia de los dos bolsos lo
tenía confundido. La princesa pidió su caballo y montó en él. Con paso
elegante fue hasta el centro de la playa y miró hacia el mar. Allí se
veían los cinco barcos con sus velas desplegadas y a las tripulaciones,
encabezadas por sus capitanes, formadas en las cubiertas. Todos
hicieron una reverencia a la princesa y ésta les correspondió con el
mismo gesto desde arriba de su caballo.

Lo que se sintió luego fue el ruido de las cadenas que sujetaban las
anclas. Éstas fueron izadas y todas las naves comenzaron las maniobras
para dirigirse a mar abierto. Aldebarán veía a las naves alejarse y a
Carolina en tierra y no podía creerlo. Se acercó a ella y escuchó:

396
–Por un año.

–¿Qué? –preguntó el mago humano.

–Que me quedo en Organdí por un año –afirmó Carolina.

El mago, algo repuesto de su sorpresa, contestó:

–Será el año más feliz de mi vida.

Se miraron un instante, se tomaron de la mano y, llevando un bolso


cada uno, se acercaron al resto de la comitiva.

Así que resultaba que al mar habían ido tres y al palacio regresaban
cinco. Ya con toda la mercadería cargada en los carros, empezaron el
camino.

Los dos magos caminaban con sus cabalgaduras un tanto apartados del
resto. Aprovechaban el camino para ir poniéndose al día con sus
noticias. Flogisto le habló del hospital de Organdí y de cómo la
princesa lo había mandado construir para poder ayudar a los heridos de
Warcraft. Le habló también, claro está, de la historia de Ulrico y su
familia y de cómo milagrosamente encontró a su hijo con vida en el
reino de Organdí.

Aldebarán, a su vez, le contó sobre su salida de Warcraft, la manera en


que se libraron de dos barcos de guerra con un manto de invisibilidad y
la suerte que tuvo de encontrar a Carolina Marrapodi en las islas de
Abadí Bahar.

397
–¿Para qué necesitas mi ayuda? –quiso saber finalmente el mago
humano.

–Mira –respondió Flogisto–, he ideado un conjuro para que los


soldados, orcos o humanos, varones o mujeres, que sean heridos en la
guerra eterna que hay en nuestro país, aparezcan de inmediato en una
cama del hospital de Organdí.

–Ese es un conjuro maravilloso –comentó Aldebarán.

–Quizás, pero tiene un problema.

–¿Cuál? –quiso saber el mago humano.

El mago orco siguió informando a su amigo de las dificultades que


enfrentaba a la hora de completar su hechizo:

–¿Sabes? –le dijo–, la princesa ha pensado, con razón, que de poco vale
curar a los heridos y heridas para que luego vuelvan a la guerra. Así
que el conjuro sólo debe funcionar con aquellos que, en su corazón, ya
hayan decidido dejar de participar en la guerra.

–Como la historia que me has contado del arquero que decidió ser
cocinero. ¿Ulrico, se llama? –preguntó a su vez Aldebarán.

–Exacto, como el caso de Ulrico, que es un hombre de paz y al que sólo


las circunstancias desgraciadas de Warcraft lo llevaron a la guerra –
confirmó Flogisto.

–¿Y qué le falta a tu conjuro para funcionar? –preguntó el mago


humano.
398
–Al conjuro hay que agregarle los componentes que descubran lo que
hay en el fondo del corazón de cada uno. Yo tengo lista la fórmula para
el corazón de los orcos, necesito que tú inventes la fórmula para
explorar el corazón de los humanos.

Aldebarán comprendió la dificultad que enfrentaba el mago orco y


empleó el resto del viaje en pensar cómo crear el componente que
Flogisto le pedía.

Mientras que todo el grupo, con Felipillo, Carolina y la princesa


incluidos, se dirigían de regreso al palacio, otras cosas pasaban en el
reino de Organdí.

399
CAPÍTULO 41. DE NUEVO FRENTE AL REY
La mariposa golondrina, después de instalar a su familia en un inmenso
aguaribay, se dispuso a cumplir con sus obligaciones.

–Marcelino –le dijo Anadaida–, tengo que ir a presentarme ante mi rey


y quiero que vengas conmigo.

–¿Y los pichones? –preguntó éste.

–También, me gustaría que vengan con nosotros.

–Habrá que explicarles que el rey es un gusano y que su madre fue una
mariposa –reflexionó Marcelino.

–Sí, deben saber quién fue su madre. Creo que este es el momento para
hacerlo –afirmó, convencida, Anadaida.

Contrariamente a lo que los padres creían, a los pichones no les llevó ni


un segundo entender que su madre, antes de ser golondrina, había sido
una mariposa.

–Súper –dijo uno de ellos.

–No creo que haya muchas golondrinas que tengan por mamá a una ex
mariposa –agregó su hermana.

–¿Y qué clase de mariposa eras, mamá? –quiso saber otra de las
hermanas.

–De la case de las mariposas mensajeras.

400
–¿Y tenías alas de colores? –pregunto otro de los pichones.

–Así es –contestó Anadaida.

–¿De qué colores? ¿De qué colores? –quisieron saber todos.

–Mis alas eran color naranja y tenían, cada una, un círculo azul oscuro
que simulaban ser dos ojos.

–¡Qué cool! –dijo entusiasmada su otra hija.

Pasaron el resto del día ensayando cómo debían comportarse ante el rey
Gustav Tercero. A él sí le gustaban mucho las reverencias, así que
todos estuvieron ensayando reverencias de golondrina. Los pichones,
esa noche, se durmieron muy excitados con la aventura que los
esperaba el día siguiente, tanto es así que hasta soñaron con el Bosque
de los Gusanos, aunque aún nunca habían estado allí.

Por la mañana, todos desayunados con unos ricos insectos, partió la


familia de golondrinas. Comparado con el viaje que habían hecho desde
Warcraft, este parecía un paseo. Igual, tuvieron que volar un buen par
de horas hasta que avistaron los primeros árboles del bosque.

–¿Tú naciste allí, mamá? –quiso saber una de sus hijas.

–No, hija. Yo nací en una plantación de algodón. Es una larga historia


que un día te contaré.

–¡Ahora! ¡Queremos que nos cuentes ahora! –exclamaron todos los


pichones a la vez.

401
–Ahora no hay tiempo. Sólo les diré que los gusanos tienen este bosque
luego de una negociación entre nuestro rey y la princesa de Organdí, a
la que ya conocieron.

Y, efectivamente, no había tiempo para contar más porque ya estaban


llegando al Bosque de los Gusanos. Los habitantes del bosque se
sorprendieron de ver golondrinas a esa altura del año y los gusanos, en
especial, no eran muy amigos de los pájaros.

A Anadaida, que tanto tiempo había sido la mensajera del rey, no le


costó mucho encontrarlo: conocía todas sus rutinas. Gustav Tercero, al
ver venir sobre sí a esta bandada de golondrinas, temió lo peor. No eran
gallinas, claro, pero también tenían picos muy agudos.

Toda la bandada se posó a menos de un metro del rey. Marcelino y los


pichones lo identificaron enseguida por la pequeña corona que llevaba
en la cabeza, la que se le ladeaba un poco cada vez que se ponía muy
nervioso, como en esta oportunidad.

–No tema, mi rey –dijo Anadaida–, soy su vieja mensajera, a la que


usted autorizó a transformarse en golondrina para llevar un mensaje
más allá de las montañas.

Gustav Tercero no podía creer lo que veía y lo que oía. Tantas noches
había llorado en soledad pensando que nunca más volvería a ver a su
querida Anadaida, y ahora, ella estaba ahí, aún transformada en
golondrina.

Miles de preguntas atravesaban la mente del rey: ¿Por qué estaba


acompañada de esas otras golondrinas? ¿Estaría disponible el mago

402
para volver a transformarla en mariposa? ¿Volvería a ser su mariposa
mensajera?

403
CAPÍTULO 42. LOS DOS PRIMOS
Finalmente, todos los que fueron hasta el mar llegaron de regreso al
palacio con sus nuevos invitados. Grande fue la sorpresa de Ana
Milena y de Ulrico cuando vieron al mago Aldebarán y a Carolina
Marrapodi. Carolina se quedaría por ahora viviendo en el palacio,
mientras que Aldebarán se alojaría en casa de Flogisto hasta que
lograran completar el conjuro.

Como todos los años, comenzó el ajetreo para acomodar toda la


mercadería en las alacenas y la princesa se ufanó con su carrito para
llevar los nuevos libros que había recibido hasta la biblioteca, claro que
esta vez con ayuda de Ana Milena, de Carolina y de Grommash, el
nuevo encargado de la biblioteca.

Felipillo Gusanillo, apenas llegó, pidió permiso a la princesa para


volver al Bosque de los Gusanos. Hacía muchos días que faltaba de allí,
aunque, lo que más le urgía, era llevar las noticias de la llegada de
Anadaida a su primo.

–Espero verte pronto –le dijo la princesa y le dio un abrazo de


despedida.

Durante el camino Felipillo iba pensando en la mejor manera de dar la


noticia a su primo. Sabía, por muchas señales que había visto, que su
primo estaba enamorado de Anadaida hasta el caracú. ¿Cómo decirle
que había regresado con marido e hijos golondrinos? Eso le rompería el
corazón.

El caballo lo llevó a paso firme hasta su casa del bosque. Apenas vio a
uno de los gusanos comiendo césped de su jardín le pidió:
404
–¿Serías tan amable de avisarle al rey Gustav Tercero que su primo ha
regresado y necesita hablar con él?

–Con gusto, príncipe. No se encuentra lejos de aquí.

Felipillo aprovechó para abrir las ventanas de su casa luego de los días
de ausencia. Se esforzó muchas veces en imaginar cómo darle a su
primo las nuevas noticias de la mejor manera posible, pero no se le
ocurrió cómo. Quizás, pensó, no hay una forma buena de dar noticias
malas.

Finalmente se sentó a esperarlo en el porche, cerca de la enredadera a


donde su primo le gustaba subirse para poder hablar con él cara a cara.
Efectivamente, como le había anticipado el gusano, el rey no tardó
mucho en llegar.

–¡Bienvenido a mi casa! –dijo alegremente Felipillo, como para


compensar las malas noticias que debía darle.

–Hola, primo –le contestó desganado el rey Gustav Tercero.

Uf, pensó Felipillo, encima de que tengo que darle estas noticias, está
mal de ánimo. Pero el deber era el deber: ¿quién sino él, que era de su
familia, le tenía que decir la verdad, por más dolorosa que ésta fuera?
Así que, juntando ánimo, fue derecho al grano.

–Primo, tengo una noticia para darte –dijo serio y con firmeza Felipillo.

–Sí, ya sé –contestó Gustav Tercero con voz triste–, regresó Anadaida.

405
Un silencio se hizo entre ellos: luego de unos instantes, Felipillo le
preguntó:

–¿Y cómo te sientes?

–Pues, creo que voy a ser el rey más memorable en toda la historia de
los gusanos.

–¿Cómo es eso? Explícate –le rogó Felipillo.

–Pues, muy sencillo. ¿Has conocido a algún rey de los gusanos que
tenga un bosque propio? ¿O has conocido a algún rey de los gusanos
que tenga una bandada de golondrinas como mensajeras?

Felipillo comprendió que Anadaida se había adelantado a darle la


noticia.

–¿Cómo es eso de que tienes una bandada de golondrinas de


mensajeras?

–Pues, como lo oyes. Se presentó Anadaida con su familia, me hicieron


una profunda reverencia entreabriendo sus alas y agachando sus
cabezas, y se declararon mis súbditos. Ella me dijo: “Sea mariposa, sea
golondrina, sea lo que sea, siempre seré tu mensajera”.

–Hermoso –comentó Felipillo.

–Además, primo, te diré la verdad. Yo no la merecía a Anadaida, nunca


di el paso de transformarme en mariposa para cortejarla, nunca quise
dejar de ser rey.

406
–¿Estás triste? –le preguntó Felipillo a su cuerdo primo.

–¡Estar triste!, ¡estar triste! Claro que estoy triste. Pero también estoy
contento: alguien a la que amo mucho está feliz y, como dice la
canción, “sigo siendo el Rey”.

–¿Quieres quedarte a cenar conmigo?

–Si, gracias –respondió Gustav Tercero–, me hará bien tu compañía –y


los dos primos entraron a la casa.

407
CAPÍTULO 43. LOS DOS MAGOS
Los dos magos probaban día y noche nuevas fórmulas para su conjuro.
De a poco iban logrando lo que querían, que no era otra cosa que
trasladar mágicamente a los heridos de la guerra de Warcraft hasta el
hospital de Organdí. Claro que sólo a aquellos que ya hubieran
decidido en su corazón no participar más de la guerra.

Sin querer, ocurrió algo que les permitió comprobar su fórmula mágica.
Resulta que estaba Ulrico el Cocinero preparando una ensalada para la
cena y la princesa junto a él para aprender la receta. En un descuido,
mientras rebanaba un tomate, Ulrico se hizo un pequeño corte en el
dedo índice de su mano izquierda. Nada de gravedad, claro, pero lo
grave fue que, en el mismo instante en que se cortó, Ulrico desapareció.

La princesa quedó asombradísima de lo que había ocurrido.

–¡Ulrico! ¡Ulrico! –llamaba la princesa en la cocina y luego lo gritaba


por todo el palacio.

–¿Qué pasa, princesa? –quiso saber Carolina que acababa de salir de la


biblioteca.

–Que Ulrico desapareció. Estaba en la cocina preparando una ensalada


y en un instante, no estaba más.

–Esto me parece cosa de magos, princesa. ¿Quién, si no, podría hacer


desaparecer a alguien?

408
Las dos salieron corriendo para dirigirse a la casa de Flogisto. Cuando
estaban pasando por delante del hospital, les llamó la atención que en
una habitación del segundo piso hubiera una luz encendida.

–Eso es muy raro –dijo la princesa señalando la ventana iluminada. El


hospital se encuentra totalmente vacío en este momento.

–¡Vamos a ver! –exclamó Carolina, y las dos entraron al hospital y


subieron corriendo por las escaleras.

Al llegar al segundo piso doblaron hacia la derecha: a mitad del pasillo


se veía salir luz por debajo de una puerta. Apuraron aún más el paso y,
al llegar, abrieron sin llamar antes siquiera. Lo que vieron las dejó
patitiesas: acostado en una cama estaba Ulrico el Cocinero, mirando su
dedo lastimado y sin entender tampoco lo que pasaba.

Unos instantes después entró a la habitación Ana Milena. Azucena le


había avisado que la princesa y Carolina entraron al hospital corriendo
como locas, lo que la hizo pensar en que algún herido necesitaba ayuda.
Al ver a su marido en la cama le preguntó:

–¿Qué te pasa, amor? ¿Estás herido?

–Yo no sé lo que me pasa –respondió Ulrico– y no estoy herido, sólo


me lastimé este dedo mientras estaba cortando un tomate.

–¿Y por eso has venido al hospital? –preguntó incrédula Ana Milena–,
me hubieras llamado y yo te hubiera puesto una protección para que
sigas cocinando.

409
–Es que no vine al hospital, mujer –afirmó Ulrico–. Fue lastimarme con
el cuchillo y aparecí aquí.

–Creo que tienes razón –le dijo la princesa a Carolina–, esto parece
cosa de magos.

En ese momento aparecieron Flogisto y Aldebarán en la puerta de la


habitación. ¿Qué había ocurrido? Cuando la princesa y Carolina
entraron corriendo al hospital, Azucena fue a avisar a su madre y
Grommash a su padre. Los magos, suponiendo lo que podía estar
pasando, se hicieron presentes sin demora en el lugar.

Ulrico volvió a relatar a los magos lo que había ocurrido; cómo,


mientras estaba preparando una ensalada, al lastimarse un dedo
apareció inmediatamente en la cama de ese cuarto.

Los dos magos se miraron y sonrieron.

–Pedimos disculpas a todos por lo que ha sucedido –dijo Flogisto.

–Sí –agregó Aldebarán–, estábamos haciendo algunos ajustes en el


conjuro y, sin querer, se produjo este accidente.

Todos los miraban con atención, esperando a que se explicasen.

–El tema es así –dijo finalmente Flogisto–: el mago Aldebarán acaba de


completar su fórmula para llegar hasta lo más profundo del corazón de
los humanos y saber si, sinceramente, quieren alejarse de la guerra. El
caso es que ese conjuro está flotando ya en los alrededores del palacio
y, al lastimarse Ulrico y por tratarse de alguien que decidió en su

410
corazón no hacer más daño a nadie, inmediatamente desapareció de la
cocina y apareció en esta cama del hospital.

Todos miraban a los magos con preocupación. ¿Si alguien que no


quería la guerra se martillaba un dedo aparecería en el hospital? ¿O si
se tropezaba y se torcía un tobillo, también? Flogisto adivinó la
preocupación y agregó:

–Quédense tranquilos, una vez que esté terminado el conjuro sólo


tendrá efecto para los heridos en la guerra.

En Organdí estaba amaneciendo. Los dos magos habían trabajado hasta


muy tarde la noche anterior y, esa mañana, se dirigieron al palacio para
hablar con la princesa. Ésta los recibió en el salón del trono y les dijo:

–Señores magos, estoy a su disposición.

–Tenemos una notica para darle –dijo Flogisto hablando por los dos.

–Los escucho.

–Finalmente, princesa, hemos concluido con el conjuro para que pueda


comenzar a funcionar el hospital que usted hizo construir.

–¡No lo puedo creer! –exclamó la princesa emocionada, y levantándose


de su asiento fue a abrazar a cada uno de los magos.

–Ahora, lo que hace falta, princesa –agregó Aldebarán–, es esparcirlo


sobre Warcraft para que comience a hacer efecto.

–¿Y cómo harán eso? –quiso saber la princesa.

411
–Una forma segura de hacerlo –dijo el mago orco– es esperar al año
que viene e impregnarlo en las alas de las golondrinas que migran al
norte.

Cuando escuchó hablar del año que viene la princesa se sintió


contrariada. ¿Aún debía esperar otro año para concretar su sueño?

–¿Y si pedimos a Andaida y su familia que migren al norte en este


mismo momento, no alcanzarían a desparramar el conjuro? –preguntó
la princesa–. Además –agregó–, es lo que deberían haber hecho ya; sólo
vinieron al sur a traernos el mensaje.

–Anadaida y su familia son muy pocas golondrinas para diseminar el


conjuro –respondió Flogisto.

La princesa quedó muy seria. Miraba a los dos magos como esperando
una solución a ese problema. Aldebarán, entonces, le explicó con más
detalle:

–El conjuro se va reproduciendo a sí mismo, porque pensamos también


en eso para que su efecto sea permanente, pero hace falta una cantidad
mínima flotando en el aire de Warcraft para que tenga efecto.

Los tres guardaron silencio.

De pronto, comenzaron a sentir una inmensa algarabía en los


alrededores del palacio. No podían ser las gallinas, ese ruido no era de
cacareo de gallinas. La princesa se acercó a una de las ventanas y la
abrió y, para su sorpresa, vio cientos de golondrina revoloteando en el
cielo.

412
–¡Vamos a ver qué sucede! –exclamó alegre la princesa–. Quizás pueda
ser una solución a nuestro problema.

Los dos magos salieron del salón del trono corriendo detrás de ella.

Mientras tanto, en el aguaribay donde nuestras golondrinas habían


hecho su nido, se producía una inesperada reunión. Marcelino y
Anadaida no salían de su sorpresa: los papás de Marcelino estaban
frente a ellos y por los alrededores volaba y piaba toda la bandada.

–Hijo –le dijo el papá–, hemos decidido con la bandada volver a


buscarlos. Ésta es la época de ir al norte y ustedes son nuestra familia,
también tienen que venir con nosotros.

–¿A dónde iremos? –preguntó Anadaida.

–A donde vamos todos los años cuando en el sur comienza a hacer frío:
a las islas de Abadí Bahar –respondió la mamá.

Los pichones miraban a sus abuelos entusiasmados. Sería su primera


migración, ¡y con toda la bandada!

–¿Creen que los pichones estén listos para cruzar el mar? –preguntó
Marcelino.

–Si, hijo, si pudieron cruzar la cordillera están listos para cualquier


viaje.

En ese momento, la princesa llegaba corriendo desde el palacio seguida


por los dos magos. Cuando recuperó el aliento dijo:

413
–Anadaida, ¡esto es un milagro! ¿De dónde salieron todas estas
golondrinas?

–Son nuestra familia –respondió Anadaida–, nuestra bandada.

Marcelino, que ya había aprendido a entender a Anadaida cuando


hablaba en humano, traducía todo al idioma golondrina para que
entendieran sus padres.

–¿Y qué hacen aquí? –quiso saber la princesa.

–Nos vinieron a buscar para que migremos con ellos al norte. Dicen
que, como somos familia, debemos volar todos juntos.

La princesa no podía creer en su suerte. Dándose vuelta, preguntó a los


magos:

–¿Esta podría ser una solución a nuestro problema?

–Esta podría ser una solución, princesa –contestaron sonrientes.

414
CAPÍTULO 44. EL CONJURO DE LA PAZ
Esa mañana estaba llena de acontecimientos. La alegría de la princesa
al enterarse de que el conjuro estaba terminado se transformó en
tristeza cuando le dijeron que había que esperar a la migración de
golondrinas del año próximo, y luego nuevamente en esperanza
cuando, inesperadamente, llegaron cientos de golondrinas al reino.

Al saber que se trataba de la bandada del compañero de Anadaida, la


princesa no tuvo dudas de que la ayudarían, así que dijo a la mariposa
golondrina:

–Tú sabes que los viajes que has hecho ida y vuelta a Warcraft han sido
para lograr la colaboración de un mago humano a fin de completar el
conjuro ideado por Flogisto.

–Sí, princesa.

–Y ahora, gracias a ti, el conjuro está listo.

–Me alegro mucho, princesa.

–Lo único que falta es esparcirlo por Warcraft. ¿Crees que tu bandada
nos podría ayudar? –completó la princesa.

–Eso lo debe decidir la bandada, nosotros sólo somos una pequeña


parte de ella –dijo Anadaida–, pero si me explican de qué se trata,
puedo consultarles.

El mago Flogisto tomó la palabra y le preguntó:

–¿Sabes a dónde se dirige la bandada?


415
–Sí, han dicho que van a las islas de Abadí Bahar –informó la
golondrina.

–¡Excelente! –exclamó Aldebarán–. Deberán atravesar todo el cielo del


país de Warcraft para llegar hasta las islas.

–Dile a la bandada lo siguiente –le pidió Flogisto a Anadaida–: si


quieren colaborar propagando el conjuro sobre Warcraft sólo deberán
posarse unos instantes en los jardines del palacio. Con Aldebarán
esparciremos sobre ustedes el conjuro y, cuando pasen volando sobre
aquel país, éste se desparramará.

Anadaida le explicó a Marcelino lo que solicitaban los magos y la


princesa. Éste lo comunicó con sus padres y ellos entendieron que una
decisión de esa importancia sólo se podía tomar en una asamblea
general de la bandada. De pio a pio se fue difundiendo la noticia y, en
pocos minutos, todas las golondrinas estaban reunidas arriba o
alrededor del aguaribay que cobijaba a Marcelino y su familia.

–¡Habla! –le dijo el papá de Marcelino a Anadaida.

–¿Yo? –preguntó ella.

–Sí, tú, eres la que conoces toda esta historia.

Anadaida se aclaró la voz. Todas las golondrinas hicieron silencio para


escucharla y ella comenzó diciendo así:

–Yo he nacido en este reino, donde ustedes vienen todos los años, y la
princesa es la protectora de todos nosotros.

Flogisto era el único de los presentes que entendía el idioma de las


golondrinas, así que en voz baja iba traduciendo a la princesa y a
Aldebarán lo que la mariposa golondrina iba diciendo.
416
–Ella ha tenido un sueño –continuó Anadaida– y fue construir este
hospital que ustedes ven aquí –lo señaló con su ala derecha y todas las
golondrinas dieron vuelta el cuello en esa dirección para ver el
magnífico edificio; claro que lo miraron con ojos de golondrina e
inmediatamente se imaginaron los nidos que podrían hacer el año
próximo en esas hermosas ventanas.

–Es un hospital –siguió diciendo– destinado a sanar a los heridos de la


guerra de Warcraft que en su corazón ya no quieran hacer daño a nadie.

Sobre Warcraft la bandada volaba todos los años y sabían bien de lo


que se trataba la guerra. Anadaida continuó:

–La princesa nos pide nuestra ayuda: que llevemos en nuestras plumas
el conjuro que hará posible su sueño y lo diseminemos cuando volemos
sobre aquel país.

Cuando terminó su discurso, Marcelino miraba con orgullo a su


compañera. Una de las golondrinas más viejas agitó las alas, en señal
de que iba a hablar:

–Nos piden ayuda y hay que tomar una decisión. Las que quieran
colaborar con la princesa de Organdí que levanten el ala derecha–. Una
multitud de alas quedó apuntando hacia el cielo. –Ahora, las que crean
que no es asunto nuestro, que levanten el ala izquierda–. Todas las alas
permanecieron plegadas. –Bueno, entonces, queda aprobado por
unanimidad.

Fue el fin de la asamblea y todas las golondrinas comenzaron a hablar a


la vez: su piar era ensordecedor. Flogisto y Aldebarán se acercaron con
una bolsa en la mano cada uno, metían la mano adentro y luego

417
esparcían algo sobre todas las golondrinas. Parecía que fuera un polvo,
aunque, en realidad, era invisible.

Ulrico el Cocinero, Ana Milena, Azucena y Grommash miraban esa


ceremonia y les palpitaba fuerte el corazón. Si el conjuro funcionaba,
dentro de poco otros humanos y otros orcos podrían comenzar una
nueva vida feliz, como ya lo habían hecho ellos.

Marcelino y Anadaida aceptaron migrar junto a sus parientes, quienes


habían vuelto al sur para buscarlos. Los pichones estaban de fiesta,
jugando con sus primos y escuchando interminables historias sobre la
bandada. Para nuestra mariposa golondrina era una experiencia
increíble la de volar junto a otros cientos de golondrinas.

Al pasar sobre Warcraft sus alas esparcieron el conjuro preparado por


los dos magos y, sin detenerse, continuaron el viaje hacia su destino.
Ya hacía días que las golondrinas se encontraban en las islas de Abadí
Bahar, disfrutando de su eterna primavera, cuando en el país que habían
dejado atrás se avecinaba una nueva batalla.

Las embarcaciones orcas se acercaban a la costa y allí las esperaban las


tropas humanas para defender su territorio; territorio que antes había
pertenecido a los orcos, y antes a los humanos, y antes a los orcos, sin
que nadie pudiera decir con certeza quién había sido su primer
ocupante.

Cuando una embarcación orca se acercó a la playa fue recibida con una
nube de flechas. Una de ellas se clavó en el hombro de un soldado orco
quien, antes de poder llevar su mano a la dolorosa herida, desapareció.
Su jefe, un fornido uruk-hay, miró en el fondo del bote sin encontrar al
418
herido, tampoco se lo veía flotando alrededor, lo que hubiera ocurrido
de haberse caído al agua.

Uno de los orcos que logró desembarcar hirió con su hacha a un


soldado humano y, en ese mismo momento, el soldado desapareció.
Los caballeros, desde sus cabalgaduras, observaban sin entender lo que
pasaba.

La batalla no podía progresar. Casi todos los soldados, orcos o


humanos, desaparecían en el momento en que resultaban heridos; eran
muy pocos los que intentaban seguir adelante. Los caballeros pensaron
que se trataba de un embrujo de los magos orcos, y los uruk-hay que se
trataba de un conjuro de magos los humanos.

Tanto fue así que, en poco tiempo, la disminución de soldados por


ambos bandos llevó a los jefes humanos y orcos a parlamentar.
Levantaron banderas blancas y se reunieron para tratar de entender lo
que sucedía. Como no le encontraron explicación y juraron
mutuamente que esas desapariciones no era resultado de hechizos
preparados por sus magos, decidieron postergar la batalla para otro día.
Los orcos volvieron a sus barcos y los humanos a sus defensas de la
playa.

La confusión se adueñó de Warcraft: ellos, que eran especialistas en


hacer la guerra, no sabían ya cómo llevar adelante una batalla. Los
superiores de los orcos y de los humanos, cuando escucharon ese relato,
no les creyeron. Convocó cada uno a sus magos para que analizaran la
situación y los aconsejaran cómo volver a hacer una guerra exitosa.

419
Estaba claro que los heridos desaparecían, pero ¿quién era responsable
de semejante situación? Podía tratarse de un conjuro, sí, pero, nunca
antes un conjuro había causado el mismo efecto en orcos y en humanos.
Había conjuros orcos que transformaban a los humanos en ovejas y
conjuros humanos que transformaban a los orcos en chanchos, pero, un
conjuro que produjera el mismo efecto en todos… Eso nunca se había
visto.

Salvo que… Pero no, eso era imposible. Nadie podía imaginar que un
mago orco y otro humano hubieran aunado esfuerzos para privar a sus
ejércitos de combatientes.

¿Finalmente se había cumplido el sueño de la princesa? ¿Habría


funcionado el conjuro ideado por Flogisto y completado con la ayuda
de Aldebarán? ¿Los desaparecidos de la batalla habrían aparecido
efectivamente en el hospital de Organdí?

La verdad, eso no lo podemos saber porque, justamente, acá se termina


la historia de El sueño de la princesa. Tendremos que esperar la tercera
parte que se llamará Organdí lucha por su libertad.

Y colorín colorado, este cuento, ahora sí, se ha terminado.

420
PARTE III. ORGANDÍ LUCHA POR SU
LIBERTAD

421
CAPÍTULO 1. EL CONJURO FUNCIONA
Los que hayan leído o escuchado los cuentos El reino de Organdí y El
sueño de la princesa sabrán ya que ese reino es famoso en todo el
mundo por las telas de algodón que allí se confeccionan.

Al principio, la única habitante de ese reino era la princesa de Organdí,


pero de a poco y por increíbles aventuras, fueron apareciendo otros
personajes. Actualmente viven allí Ulrico el Cocinero y Ana Milena la
Enfermera, junto a Azucena, la hija de ambos. También han hecho de
Organdí su hogar un mago orco llamado Flogisto y su hijo Grommash;
un mago humano llamado Aldebarán y Carolina Marrapodi, capitán de
barco, llegados recientemente. También, no muy cerca del palacio, en
el Bosque de los gusanos, ha hecho su casa Felipillo Gusanillo,
Protector del reino de los gusanos de seda y músico oficial de la corte.

Eso sin mencionar a otros personajes como Gustav Tercero, el rey de


los gusanos, o a la mariposa golondrina Anadaida y su compañero
Marcelino, o a la gallina bataraza que, con su altivo carácter, comanda
a las gallinas que abundan en los alrededores del palacio; y así, otros y
otras de los que, con seguridad, nos estamos olvidando y también son
protagonistas de esta increíble historia.

El reino de Organdí está separado por una cordillera de un país llamado


Warcraft, lugar donde se libra una guerra eterna entre humanos y orcos
quienes, aunque adoran al mismo dios, el dios Blizzard, no dejan de
pelear entre ellos desde que tienen memoria. Tanta pena le dio a la
princesa esa situación que hizo construir un hospital al lado de su
palacio para que pudieran recuperarse los heridos y las heridas que deja
ese interminable enfrentamiento.

422
Para que las víctimas de esa guerra pudieran llegar hasta el hospital,
dos magos, uno orco y otro humano, habían inventado un conjuro que
una bandada de golondrinas esparció sobre aquel país. Pero nadie sabía
con certeza si tal conjuro funcionaría.

Esa mañana sería histórica en el reino de Organdí, aunque nadie lo


supiera aún. La princesa se encontraba desayunando en compañía de
Felipillo Gusanillo, con quien ya era inseparable. Un rato después se
hizo presente Carolina Marrapodi y ya se sentía en la cocina el ir y
venir de Ulrico.

En ese preciso momento Azucena entró corriendo al palacio. Fue


directo al desayunador y, agitada aún por la carrera y sin saludar, dijo:

–¡Princesa! ¡Princesa! Dice mi mamá que llegaron heridos al hospital.


¡Que llegaron heridos! –Se detuvo un instante para tomar aire y agregó:
–Ella ya se encuentra allí.

La princesa se levantó de un salto dejando a medio morder una tostada


con miel. Felipillo la siguió y hasta Carolina salió corriendo detrás de
ellos. Al escuchar la voz de su hija, Ulrico se asomó al desayunador:
todos se habían ido y sólo la encontró a ella. Al enterarse de la noticia,
él también emprendió una disparatada carrera para alcanzar al resto.

Al salir del palacio, la princesa le pidió a Felipillo que vaya hasta la


casa de Flogisto y le dé la noticia. El heredero al trono de los gusanos
de seda aprovechó que en la puerta había dos caballos ensillados,
preparados para que él y la princesa fueran a visitar las plantaciones de
algodón esa misma mañana. Montó en uno de ellos y, llevando al otro
de las riendas, salió al galope hacia la casa de Flogisto.
423
–¡Mago! ¡Mago! –comenzó a llamar a grandes voces aún antes de
bajarse del caballo.

Como respuesta se asomaron los dos magos, ya que Aldebarán aún


vivía en su casa.

–¡Mago Flogisto! –dijo entregándole las riendas del caballo que llevaba
de tiro–. La princesa lo necesita en el hospital, ¡comenzaron a llegar
heridos de la guerra de Warcraft!

Los dos magos se miraron. Flogisto montó de un salto y partió sin


perder tiempo.

–Mago Aldebarán –agregó Felipillo–, le cedo mi caballo. Usted será


allí más útil que yo. Puedo volver caminando.

Fue bajar uno y subir el otro, y el caballo partió con el mago humano
también hacia el hospital.

Mientras tanto, Ana Milena realizaba las primeras curaciones a un orco


con una flecha clavada en su hombro. Le aplicaba compresas frías para
bajar la inflamación a la espera que llegara Flogisto y se la quitara, si es
que tal cosa se podía hacer sin riesgo para su vida.

El orco miraba con ojos desorbitados todo lo que lo rodeaba: no podía


creer que una enfermera humana estuviera aliviando su dolor, seguro se
trataba de una trampa. Pensó varias veces en salir corriendo, pero
estaba tan agotado por la batalla y la sangre perdida que no pudo
levantarse de la cama.

424
Mientras tanto, en el ala de los heridos humanos, en una cama con
sábanas celestes se hallaba un soldado con una herida probablemente
causada por un hacha. Ulrico se hallaba junto a él.

–No desfallezcas, amigo. Ya llega el auxilio –le decía para darle


ánimos.

En ese momento la cara del herido se transformó. El terror se reflejaba


en sus ojos y, tomando a Ulrico del brazo como solicitando auxilio,
señalaba la puerta del cuarto y repetía:

–¡Peligro! ¡Peligro!

Ulrico se dio la vuelta y se encontró con Flogisto entrando a revisar al


herido. Éste trató de levantarse para huir, pero Ulrico sostuvo su mano
mientras le decía:

–No temas, el mago orco es médico y podrá curarte.

Todas esas emociones fueron demasiadas para el soldado que,


poniendo los ojos en blanco, se desmayó.

Finalmente, se comprobaba que el conjuro ideado por Flogisto y


completado por el mago Aldebarán efectivamente funcionaba. Supieron
por los soldados humanos y orcos que se estaba librando una batalla en
las playas de Warcraft, pero no sabían explicar cómo habían llegado
hasta allí ni dónde se encontraban.

Se trataba, obviamente, de personas que odiaban la guerra e iban a ella


sólo obligados por sus jefes, por temor a que los encarcelaran por
negarse a ir al combate o tomaran represalias contra sus familias. La
425
joven princesa, con su sabiduría, había pedido a los magos que el
conjuro funcionara sólo en aquellos que ya hubieran decidido en su
corazón no participar más de la guerra. La razón era muy sencilla: el
hospital de Organdí no estaba destinado a curar a las personas para que
luego éstas volvieran a herirse y matarse en nuevas batallas. Por el
contrario, para los que llegaran hasta allí, éste debía ser el comienzo de
una nueva vida de paz.

La princesa visitó uno por uno a todos los heridos llegados al hospital,
tanto a los orcos como a los humanos, tanto a los varones como a las
mujeres, y a cada uno le dio la bienvenida a su reino y le deseó una
pronta recuperación. Su corazón estaba apenado por ver el sufrimiento
de esas personas, pero, a su vez, se sentía pleno al poder hacer algo por
ellos. De no existir el hospital de Organdí esos heridos, seguramente,
hubieran quedado agonizando en el campo de batalla; en cambio, allí,
todos se esmeraban en aliviar sus dolores y lograr su pronto
restablecimiento.

Los heridos humanos recibían con emoción la bienvenida de la


princesa. Que la propia gobernante de aquel reino fuera a saludarlos les
hacía sentir confiados en que algo bueno les esperaba allí en el futuro.

A los soldados orcos, que los saludara una princesa humana era algo
que ellos nunca hubieran podido sospechar y, sin embargo, eso les
estaba sucediendo por primera vez en su vida. Ya habían sido
aleccionados por Flogisto de que en ese reino todos era iguales, orcos y
humanos, y que no estaban en guerra entre ellos. De a poco, se fueron
acostumbrando a que tanto Ana Milena como el mago Aldebarán
cuidaran de ellos y los ayudaran a recuperarse, cosa tan difícil de
imaginar el día anterior.
426
Ese primer día llegaron al hospital de Organdí, en total, 34 heridos de la
guerra de Warcraft. Y no fueron más porque los jefes orcos y humanos
que dirigían esa batalla, al ver que los heridos desaparecían, decidieron
acordar una tregua hasta que se aclarara la situación. En los días
siguientes, lamentablemente, llegarían otros nuevos.

Ulrico el Cocinero se trasladó a la cocina del hospital: allí lo


necesitaban más que en el palacio en ese momento. La princesa
siempre se había encargado de su propia comida antes de su llegada y,
entonces, lo podría hacer ahora nuevamente, al menos hasta que todo se
volviera a normalizar.

Ana Milena, que a cada uno de los que llegaba al hospital le preguntaba
sobre su oficio, le dio la buena noticia a su esposo de que uno de los
heridos orcos era también cocinero así que, cuando estuviera repuesto,
con seguridad se podría encargar de la cocina del hospital.

Entre Flogisto y Aldebarán pasaron el día atendiendo los casos más


complicados. Al llegar la noche, a los pies de cada cama se hallaba
colgado un papel donde se indicaba lo que se había hecho con ese
paciente y las medicinas o cuidados que debía recibir al día siguiente.

Carolina Marrapodi no encontraba cómo ayudar en esa situación de


emergencia.

–Princesa, yo quiero hacer algo –le dijo–. Si usted pudiera indicarme


qué…

427
–Esto es nuevo para todos nosotros –le respondió la princesa–. ¿Por
qué no le ofreces tu ayuda a los magos o a Ana Milena? Ellos son los
que tienen más trabajo.

Así hizo inmediatamente la Marrapodi. Ahora no servían de mucho sus


conocimientos como capitán de barco, pero con seguridad en algo
podría colaborar.

–Por supuesto, Carolina –le respondió Ana Milena apenas ésta le


preguntó en qué podía darle una mano–. Muchas sábanas se han
manchado con la sangre de los heridos. Ya le hemos puesto sábanas
limpias, pero es necesario llevar éstas al lavadero del palacio.

–Enseguida me ocupo –respondió sin dudarlo la capitán de Il Gabbiano,


y salió corriendo en busca de un vehículo para poder acarrearlas.

Con la ayuda de Felipillo consiguió un carro con dos caballos y, aunque


no tenía mucha experiencia en manejar ese tipo de transporte, con
paciencia e ingenio logró llevarlo hasta el hospital. Mientras estaba
pensando en la mejor manera de subir las sábanas sucias al carro vio
algo increíble: las sábanas subían y se acomodaban solas en el
transporte.

Carolina nunca había visto funcionar de cerca la magia carretera. Para


ella siempre había sido un misterio cómo se bajaban los rollos de tela
de los carros y cómo se subía la mercadería en ocasión del intercambio
anual que realizaban con la princesa en las playas de Organdí. Ahora ya
lo sabía: la magia estaba detrás de todo aquello.

428
CAPÍTULO 2. EL ALGODONAL
La visita que la princesa y Felipillo tenían planeada hacer al algodonal,
por supuesto, se canceló. Pero ya al día siguiente, con todo mejor
organizado, partieron temprano en dos elegantes caballos hacia ese
destino.

Desde el palacio se veía a lo lejos la plantación y luego de media hora


de camino a buen paso ya se encontraron ante los primeros surcos. El
aspecto de las plantas era inmejorable: el verde brillante de sus hojas
daba noticias de que gozaban de excelente salud. Faltaba poco para que
los pimpollos comenzaran a abrirse y a mostrar sus flores blancas,
amarillas y a veces rojizas.

Dentro de la plantación había unos estrechos senderos, suficientes para


que pudieran recorrerla sin bajar de sus caballos.

–Muéstrame dónde fue tu primer encuentro con el rey Gustav Tercero –


le rogó Felipillo a la princesa.

No era fácil orientarse en medio de las plantas de algodón, tan iguales


eran todas entre sí. Pero la princesa fue guiando con bastante seguridad
hasta encontrar el lugar que recordaba como el del encuentro.

–Por aquí fue, o no muy lejos.

–¿Cómo fue que lo descubriste?

–Bueno, en verdad lo que descubrí fueron muchísimas plantas comidas


casi hasta su última hoja. Entonces me puse a conversar con uno de los

429
gusanos quien, de muy mal humor, me dijo que él iba a comer donde lo
mandaba su rey.

–¡Qué altanero! –comentó Felipillo.

–Así es –confirmó la princesa–, pero cuando levanté del suelo el palito


donde estaba agarrado y se vio a tal altura, se le bajaron un poco los
humos.

–Me imagino –rio el Protector del reino de los gusanos de seda.

–Así que le pedí me llevara ante su rey, lo que hizo no de muy buena
gana, pero así conocí a tu primo.

Porque, para los que no lo saben, el rey Gustav Tercero y Felipillo


Gusanillo eran primos. Y no se sorprendan de cómo pueden ser primos
un gusano y una persona: eso ya fue explicado en detalle en los cuentos
anteriores.

En esas conversaciones se entretenían mientras seguían su recorrida. Al


rato de estar dentro del algodonal Felipillo preguntó a la princesa:

–¿Hay flores de algodón violetas?

–Yo nunca vi ninguna –respondió la princesa.

–A mí me pareció ver algo violeta, allá a lo lejos –afirmó el príncipe.

Siguieron andando, pero por más que se estiraron arriba de sus


caballos, no pudieron ver nada.

430
–Yo vi algo violeta que se movía, como agitado por el viento –insistió
Felipillo.

–Vamos un poco más allá –sugirió la princesa.

Siguieron recorriendo los senderos internos de la plantación, pero no


encontraron ninguna flor violeta ni nada que se le pareciera. Ya habían
perdido la noción del tiempo que llevaban allí y comenzaban a sentir
hambre. Por suerte Ulrico les había preparado una alforja con
sánguches de queso y huevo duro, uno de los preferidos de la princesa.
Cuando estaban por detenerse la princesa exclamó:

–¡Allá! ¡Allá! ¿Lo viste?

–No vi nada –respondió Felipillo, mirando hacia donde señalaba la


princesa.

–Algo naranja se movió rápidamente entre las plantas –dijo alarmada la


princesa–. Espero que no se trate de una nueva plaga.

–Busquemos un lugar para dejar los caballos –propuso Felipillo–.


Quizás a pie podamos descubrir de qué se tratan esas apariciones de
colores.

La princesa estuvo de acuerdo. Se acercaron hasta un árbol solitario,


perdido en medio de las plantas de algodón, y allí se detuvieron.
Ambos miraron alrededor antes de desmontar y luego se miraron entre
sí.

–¿A ti de pareció lo mismo? –le preguntó la princesa.

431
–¿Cómo que justo antes de que lleguemos había alguien aquí? –
preguntó a su vez Felipillo.

–Exacto –confirmó ella.

Ambos volvieron a mirar hacia todos lados. Rodearon el árbol, aún


montados, pero nada, ni rastros de ninguna presencia que no fuera la de
ellos dos y sus cabalgaduras, y el árbol que los tentaba con su sombra
encantadora.

–¿Crees en los fantasmas? –preguntó Felipillo.

–Sólo en los de los cuentos –respondió ella sonriendo–. ¡Vamos!, este


es un hermoso lugar para comer algo –y diciendo y haciendo desmontó
de su caballo, atándolo a una de las ramas bajas del árbol.

Felipillo la imitó, pero no estaba del todo tranquilo. Seguía atento a lo


que ocurría a su alrededor, aunque el susurro de la brisa y el sol
brillando entre las hojas parecían ser toda su compañía en ese alejado
lugar.

La princesa y Felipillo, sentados en un tronco debajo del árbol que


crecía en medio del algodonal, comían los apetitosos sánguches que les
había preparado Ulrico para el viaje. En las alforjas también había
manzanas, nueces y pasas de uva, y no faltaban las galletitas para la
merienda.

Tomaron unos tragos de agua de las cantimploras y, cuando se


disponían a continuar su recorrido, volvieron a tener la misma
sensación: la de no estar solos en esa parte de la plantación. Felipillo le

432
hizo una seña con la mano a la princesa y los dos se sentaron en el
suelo, la espalda apoyada contra el tronco del árbol.

La princesa entendió perfectamente el plan de Felipillo y, al igual que


éste, se hizo la dormida. Los dos parecían estar disfrutando de una
apacible siesta, pero, en verdad, espiaban a través de sus ojos casi
cerrados por si se producía algún movimiento en las cercanías.

433
CAPÍTULO 3. APARICIONES
En el tronco donde habían estado sentados antes quedó la alforja con
los alimentos. No se habían preocupado de cerrarla, así que despedía
agradables aromas de frutas y otras golosinas. Sin haberlo planeado,
esos aromas fueron los que, finalmente, les permitieron develar el
misterio de los colores que habían visto en el algodonal.

A los pocos minutos de hacerse los dormidos unos tenues sonidos


comenzaron a acercarse al árbol donde ellos estaban. Por momentos
parecía tratarse de pasos, aunque eso sí, muy quedos, como de alguien
que no quiere ser descubierto.

Por el rabillo del ojo, la princesa vio pasar a su lado una sombra color
naranja seguida de otra de color amarillo. Por el lado donde se hacía el
dormido Felipillo pasaron otras dos sombras, una de color violeta y la
otra púrpura. Las cuatro sombras se detuvieron junto a las alforjas que
despedían un olor delicioso.

La princesa y Felipillo se miraron con los ojos semicerrados. Los dos


entendieron que ese era el momento y se levantaron a la vez:

–Buenas tardes, quienquiera que seáis. Bienvenidos al reino de Organdí


–exclamó la princesa.

Las cuatro sombras hicieron un movimiento como para huir, pero al


escuchar palabras de bienvenida se quedaron quietas en su lugar.

–No tenemos ninguna intención de hacerles daño –agregó Felipillo al


ver la indecisión de las sombras envueltas en túnicas de colores.

434
Finalmente, la sombra amarilla se quitó la capucha que le cubría la cara
y, entonces, pudieron ver que escondía un rostro trigueño de mujer.

–Nosotros tampoco queremos hacerles daño –dijo la mujer de túnica


amarilla–. Sólo venimos en busca de ayuda.

–Así es –agregó la sombra violeta y, al descubrirse, apareció el rostro


de otra mujer, éste del color del ébano. –Somos mujeres de paz.

La princesa no podía creer lo que estaba viendo. Iba a hablar cuando la


sombra naranja descubrió a su vez su rostro. Una mujer de piel amarilla
dijo a modo de disculpa:

–Hace días que caminamos por esta plantación y no hemos comido


nada. La verdad, nos acercamos atraídas por el olor de vuestras
provisiones.

–Ah, seguro pensaban robarnos –dijo Felipillo en tono de broma.

–Quizás –afirmó la que venía cubierta por una túnica verde mostrando
su cara. La princesa y Felipillo pudieron ver una tez banca y cabellos
rubios cayéndole a ambos lados de la cara–. Los hemos visto venir
montados en sus caballos –continuó la de verde–, felices y conversando
amigablemente y eso nos llenó el corazón de paz. Pensamos que no se
molestarían si tomábamos algo de vuestras alforjas.

–Señoras –dijo la princesa–, pueden tomar de nuestras alforjas aquello


que deseen, pero mientras lo hacen, les pido por favor nos cuenten que
clase de ayuda es la que están buscando.

435
Quien tomó una manzana, quien una banana, otra se sentó en el suelo a
comer unas pasas de uva mientras que su compañera saboreaba una de
las deliciosas galletas que cocinaba Ulrico. Felipillo y la princesa les
acercaron sus cantimploras con agua, ya que el hambre y la sed suelen
venir juntas. En unos minutos, las cuatro mujeres parecieron menos
asustadas y más dispuestas a responder la pregunta de la princesa.

–¿Estamos, entonces, en el reino de Organdí? –preguntó la de cabello


rubio–. Han visto, compañeras, no hemos errado el camino.

–¿Desde dónde vienen? –quiso saber la princesa.

–Desde un lugar llamado Mundo –respondió la de tez negra.

–¿No vivimos todos en el mundo? –preguntó extrañada la princesa.

–Vivimos todos en el planeta tierra –respondió la de piel trigueña–,


pero nuestra región se llama Mundo.

–¿Y dónde queda esa región? –quiso saber Felipillo.

–Esa región queda detrás de la Gran Muralla –afirmó la mujer de rostro


amarillo–, y hemos hecho este viaje para encontrar a la princesa de
Organdí.

–Nosotros podemos guiarlas hasta su palacio –dijo la princesa sin


descubrir aún quién era ella.

–Eso sería maravilloso –dijeron las cuatro con grandes muestras de


alegría.

436
La princesa preguntó a las mujeres que encontró en el algodonal si
sabían montar a caballo y las cuatro respondieron que sí. Entonces,
dirigiéndose a su compañero, le pregunto:

–Querido Felipillo, ¿serías tan amable de cabalgar hasta el palacio,


informar a la princesa de la llegada de estas cuatro embajadoras del
Mundo y pedirle cuatro caballos para que estas señoras puedan hacer
ese camino?

Felipillo entendió perfectamente lo que la princesa se proponía, así que


prestó especial cuidado en no llamarla princesa delante de las
visitantes. En vez de eso, respondió:

–Claro que sí, señora, con gusto haré lo que me pide.

–Y yo le estaré muy agradecida –agregó la princesa.

–¿Cree usted –preguntó a su vez Felipillo– que la princesa autorizará el


préstamo de cuatro caballos para el transporte de estas señoras?

–Claro que sí –dijo la princesa conteniendo la risa–. No se puede


esperar menos de la manera en que ella trata a todos los extranjeros, sea
cual fuere el motivo que los haya traído hasta su reino.

–Eso es tan ciento como que yo me llamo Felipillo Gusanillo.

Dicho esto, montó en su caballo y partió al galope.

La princesa, una vez a solas con las cuatro mujeres, quiso saber más
sobre los motivos que las trajeron hasta el reino de Organdí.

437
–Será bueno saber quiénes son ustedes para informar a la princesa con
anticipación.

La mujer de túnica violeta dijo:

–Yo vengo del reino de Etiopía. Nuestro reino queda en la región del
Mundo llamada África.

–Y yo –agregó la vestida naranja– he nacido y crecido en el reino de


China. Queda en la parte del Mundo que desde antiguo se llama Asia.

La princesa miró a las dos que faltaban decir de donde venían. La de


túnica amarilla fue la primera en hablar y dijo:

–Yo vengo de la parte del Mundo que llaman América y pertenezco a la


Nación Diaguita.

–Y yo –dijo finalmente la que vestía de púrpura– provengo del imperio


griego, que queda en lo que en el Mundo se llama Europa.

La princesa conocía muchos de esos nombres por haberlos leído en los


libros de su biblioteca, pero nunca estuvo completamente segura de si
eran lugares reales o sólo de fantasía. Ahora sabía que realmente
existían y tenía el inmenso privilegio de estar con esas mujeres llegadas
desde tan lejos.

–Veo que viajaron mucho para llegar hasta Organdí.

–Así es. ¿Usted cree que la princesa nos recibirá pronto? –preguntó la
etíope.

438
–Yo creo que sí, más si necesitan su ayuda.

–La necesitamos y mucho –agregó la mujer griega–, y a nuestros reinos


han llegado noticias de que ella maneja la magia.

–Eso no lo sé –dijo la princesa.

¿Qué sabía en verdad ella de magia? Es cierto que en Organdí muchas


cosas sucedían mágicamente, pero ella no tenía ni idea de por qué. De
magia sabía Flogisto, que había transformado a una mariposa en
golondrina, o Aldebarán, que podía ocultar un barco debajo de un
manto de visibilidad. ¿Pero ella? No, definitivamente no, ella no sabía
nada de magia.

–¿Es cierto que Organdí es un país de paz? –quiso saber la mujer


diaguita.

–Sí, así es –confirmó la princesa–. Con decirle que hasta han construido
un hospital para curar a los heridos de la guerra de Warcraft.

–Hemos oído hablar de ese país. ¿Es cierto que hace siglos se
encuentran en guerra? –preguntó la mujer china.

–Lamentablemente es cierto –corroboró la princesa.

–Igual que en nuestros países. Si no son guerras internas son guerras


con reinos vecinos, pero siempre hay destrucción y dolor.

–¿En vuestros reinos hay orcos? –preguntó a su vez la princesa.

–¿Orcos? ¿Qué son orcos?

439
–Bueno, en algunas partes también se los llama ogros.

–Los únicos ogros que conocemos son los de los cuentos –respondió
por todas una de ellas.

–O sea –dijo la princesa para saber si había entendido bien–, ¿en


vuestros reinos pelean humanos contra humanos?

–¿Y de qué otra manera podría ser? –preguntó extrañada la mujer


negra.

La princesa quedó en silencio. Ya sabía que la guerra de Warcraft no


era por creencias religiosas, ya que todos adoraban al mismo dios.
Ahora se enteraba que la guerra en el Mundo no enfrentaba a humanos
con no humanos, sino a los seres humanos entre sí. Necesitaba tiempo
para pensar en todo ello.

En su fuero íntimo se alegró de no haberse presentado como la


princesa. Eso le daría tiempo para pensar mejor en qué diría a esas
mujeres cuando las recibiera oficialmente.

440
CAPÍTULO 4. LAS MUJERES DEL MUNDO
Felipillo entró al galope a los jardines del palacio. Las gallinas se
apartaron cacareando para dejar paso al caballo que llegó hasta la
misma entrada principal. Justo en ese momento salía Carolina.

–Hola príncipe. ¿Y la princesa? –preguntó.

–Hola Carolina. Este es un reino donde las aventuras son interminables.


Acaba de suceder algo increíble.

–¿Más increíble que la llegada de heridos al hospital?

–No sé si más o menos, pero en las plantaciones de algodón


encontramos cuatro mujeres que vienen viajando desde el Mundo.

–El Mundo… –dijo en un suspiro Carolina– eso sí que queda lejos.

–¿Conoces el Mundo?

–Algo –respondió la capitán de barco–, he hecho algunos viajes por


allí.

–¡Genial!, a la princesa le encantará saber eso –afirmó Felipillo–.


¿Puedo contar contigo para que organices las cosas en palacio?

–Claro –respondió Carolina–. Ya llevé de regreso al hospital las


sábanas que traje al lavadero. ¡Con qué velocidad que trabajan esas
máquinas! En menos de una hora estuvieron todas limpias y secas.

–Si, la magia tiene sus ventajas –agregó el Protector del trono de los
gusanos de seda.
441
–¿Qué necesitas que prepare?

–Lo principal –dijo Felipillo– es que avises a todos que la princesa no


es la princesa.

–¿Cómo? –preguntó riendo Carolina–. ¿Cómo es eso de que la princesa


no es más la princesa?

Felipillo también rio.

–Entremos y te explico bien qué es lo que está pasando.

Así, más tranquilo, le contó a Carolina que la princesa no se había dado


a conocer como tal ante las mujeres del Mundo. Quería saber primero a
que venían. Por lo que dijeron, necesitaban algún tipo de ayuda que
esperaban encontrar aquí en Organdí.

–Comprendo –dijo la capitán.

–Así que avisa a Ulrico y a Ana Milena y a todos que cuando estén las
cuatro señoras no la llamen princesa.

–Entendido –dijo ella.

–Si tú estás en el palacio cuando lleguemos quizás puedas llevarlas a


sus habitaciones.

–Con gusto.

–¿Podría Ulrico, luego de atender la cocina del hospital, preparar algo


de cenar para todas ellas?

442
–No te preocupes por la cena, no soy tan buena como Ulrico, pero
también me defiendo en la cocina –agregó Carolina.

–Perfecto, entonces. Iré hasta el establo a sacar caballos frescos y


volveré a la plantación a buscarlas. Calcula que como en un par de
horas estaremos de regreso.

–Ve tranquilo –insistió Carolina–, yo me ocupo de todo.

Ya empezaba a atardecer cuando Felipillo llegó con cuatro caballos


hasta donde lo esperaban la princesa y las cuatro mujeres con las que se
habían encontrado en el algodonal. Los seis emprendieron camino al
palacio.

Llegaron casi de noche. Carolina hizo las veces de anfitriona y llevó a


las cuatro mujeres a las habitaciones que ya estaban preparadas. Allí
volvieron a preguntarle por la princesa, pero ella les informó que quizás
la verían recién al día siguiente.

Luego de bañarse y ponerse ropa limpia, las cuatro mujeres sintieron en


sus cuartos la campanilla que llamaba a la cena. Carolina las condujo
hasta el cenador donde esperaba la mesa servida. Las recién llegadas,
una vez sentadas, tuvieron tiempo de admirar el cielo estrellado que se
veía a través del techo de vidrio.

Después de cenar, preguntaron por el joven y la joven que tan


amablemente las habían conducido hasta el palacio.

–De no ser por ellos, Dios sabe cuántos días más habríamos estado
dando vueltas por el reino hasta encontrarlo –afirmó la mujer de piel
amarilla.
443
Carolina les informó que los verían al día siguiente y podrían
agradecerle como es debido y que, mientras tanto, les recomendaba ir a
descansar luego de tan largo viaje. Las cuatro mujeres aceptaron el
consejo: habían sido muchas semanas de viajar y de dormir en
descampado y una cama mullida era justo lo que necesitaban

Una vez que se retiraron las visitantes, una reunión especial se iniciaba
en la biblioteca del palacio. Allí la princesa había ido a informarse de
los nuevos países y lugares que se habían mencionado durante ese día.
La acompañaban los dos magos y Carolina Marrapodi, su experiencia
de navegante podría ser, probablemente, de ayuda. La llegada de esas
cuatro mujeres era un acontecimiento inesperado y debían organizarse
para el día siguiente.

Lo primero que debían resolver, creían los magos, era si esas visitantes
representaban un riesgo para la princesa o no.

–¿Qué riesgo puede amenazarme? –preguntó incrédula la princesa–. En


este reino no hacemos mal a nadie y vivimos en paz.

–Eso nunca puede saberse, princesa –dijo Aldebarán–. No siempre los


demás interpretan las cosas de la misma manera en que lo hace uno.

–Así es, princesa –agregó Flogisto–. Por ejemplo, usted, con buenas
intenciones, construyó el hospital y nosotros creamos el conjuro para
que los heridos de la guerra de Warcraft puedan llegar hasta él. ¿Qué
pensarán de ellos los caballeros y los Uruk-hay que ven desaparecer a
sus soldados una vez que son heridos?

444
–¿Usted dice –preguntó la princesa– que lo que es considerado bueno
por uno puede ser considerado malo por otros?

–Así es –confirmó Flogisto–. Así que lo primero que debemos pensar


es si estas mujeres no vienen de Warcraft a investigar dónde están los
heridos desaparecidos en la última batalla.

En ese momento, Carolina, que había estado mirando unos mapas del
reino de Organdí, dijo a su vez:

–Por el lugar donde aparecieron, es poco probable que provengan de


Warcraft. Y si así fuera, deberían haber emprendido su viaje muchas
semanas antes de la última batalla librada en las playas de aquel país.
Aún nadie podía saber de las desapariciones que iban a ocurrir allí, así
que habría que descartar esa idea.

–¿Tú sabes dónde queda ese país llamado Mundo? –quiso saber la
princesa.

–Sí, princesa –respondió la Marrapodi–. Más que un país es una región


con varios continentes separados por mares o por cordilleras, como lo
están ustedes de Warcraft. Yo he navegado por esos mares y le puedo
decir que la diversidad de las personas que viven allí es muy grande.

–Ya lo hemos podido ver –agregó la princesa–, desde una mujer negra
como el carbón hasta otra blanca como la leche.

–Y se extrañan de nosotros, que somos verdes –dijo el mago orco, no se


sabía si en broma o en serio.

445
–Yo creo –dijo Aldebarán– que por sí o por no lo mejor sería que otra
persona tome su lugar princesa.

–A mí ya me conocen –aclaró Carolina–, así que la única que podría


tomar su lugar es Ana Milena.

–Pero ella tiene mucho trabajo en el hospital –agregó la princesa–.


Además, si hay algún riesgo no quiero que lo tome otra persona por mí.
Mejor estaremos todos allí y aclararemos de una vez qué es lo que las
trajo hasta Organdí.

Viendo tan decidida a la princesa, todos quedaron en acompañarla al


día siguiente. Avisarían también a Ulrico y a Felipillo para que se
hicieran presentes y, de esa manera, serían cinco o seis las personas que
estarían en el encuentro.

Ella se quedó un rato más en la biblioteca. Allí encontró mapas del


Mundo, vio cómo América y África estaba separadas por un inmenso
mar mientras que Europa y Asia lo estaba por una extensa cordillera.
Cuando finalmente se estaba por ir a dormir sintió cacarear
nerviosamente a las gallinas. Eso era algo muy extraño: en plena noche
éstas dormían, así que decidió salir a investigar.

Al llegar a la puerta del palacio se encontró con Felipillo, también


despierto y sorprendido por los cacareos a horas tan inapropiadas.
Salieron al jardín y, sentada al lado de una de las fuentes, encontraron a
la mujer diaguita contemplando la luna.

–Buenas noches –le dijo la princesa–. ¿No puedes dormir?

446
–Estaba dormida, pero la luz de la luna llena que entró por mi ventana
me despertó. ¿No les parece una luna hermosa?

–Así es –coincidió la princesa.

–Y pensar que es la misma luna que sale para todos, piensen como
piensen y tengan el color de piel que tengan –agregó la mujer.

Las gallinas se iban calmando, salvo la bataraza que seguía mirando


muy enojada a la desconocida que había interrumpido su sueño.

–Veo que has asustado a las gallinas –dijo Felipillo.

–Y ellas a mí –completó la visitante–. Hubiera esperado que me ladrara


un perro o que me detuviera un guardia, pero nunca me imaginé
rodeada de gallinas haciendo semejante estrépito a esta hora de la
noche.

–Has visto –dijo la princesa–, con ellas no hacen falta ni perro ni


guardias.

–¿Se habrá despertado la princesa con todo este ruido?

–No lo creo –respondió rápido Felipillo–. Su habitación está muy


retirada, en otra parte del palacio.

–Te dejamos entonces contemplando la luna –se despidió la princesa.

–Gracias. Le estoy pidiendo que nos dé suerte y mañana nos reciba la


princesa. ¿Es tan amable como dicen?

–Y aún más –afirmó Felipillo–. Ya verás cuando la conozcas.


447
CAPÍTULO 5. ESPERANDO A LA PRINCESA
Carolina Marrapodi se despertó esa mañana feliz: de nuevo, como la
noche anterior en la reunión de la biblioteca, vería a su querido
Aldebarán. Pero por ahora tenía tareas que hacer: la princesa le había
encomendado que siguiera siendo la anfitriona de las mujeres venidas
desde la región llamada Mundo.

Las acompañó durante el desayuno y no dejaba de admirar el contraste


entre ellas. La de pelo rubio se sentó al lado de la mujer de piel
trigueña, que tenía un pelo renegrido. Del otro lado de la mesa la mujer
oriental, de piel amarilla y ojos rasgados, estaba sentada al lado de la
mujer de piel negra como el carbón.

Carolina les comunicó que, a las 10 de la mañana, la princesa las


recibiría en el salón del trono. Ella las acompañaría. Fue la oportunidad
para esas cuatro mujeres de peguntar más sobre la princesa.

–¿Qué edad tiene la princesa? –quiso saber la mujer proveniente del


reino de China.

–Es una mujer joven –respondió Carolina.

–Pero aun así tiene fama de ser muy sabia –comentó la del reino de
Etiopía.

–Tiene la sabiduría propia de su edad –dijo Carolina–, pero la hace más


sabia tener un buen corazón.

–¿Cómo surgió este reino de paz en un planeta dominado por la guerra?


–pregunto a su vez la mujer griega.

448
–Eso no lo sé –dijo Carolina–. Sólo me da por pensar que aquí no
existen esos dioses crueles que crean a los hombres y a las mujeres para
que luego guerreen entre sí.

–¡Qué interesante! –agregó la mujer de la Nación Diaguita–. Nosotros


adoramos a la Pachamama, que quiere decir Madre Tierra, y ella no nos
manda a pelear, pero igual nuestros pueblos guerrean entre sí.

–De todas esas cosas podrán conversar con la princesa y sus consejeros
–agregó Carolina.

Todas quisieron saber si la princesa de Organdí contaba con muchos


consejeros, así que la Marrapodi tuvo que inventar distintos cargos para
los que estarían en la reunión.

–En su consejo –contestó– hay un mago orco llamado Flogisto y un


mago humano llamado Aldebarán. También lo integra un consejero en
temas de alimentación, llamado Ulrico, y una consejera en temas de
salud, llamada Ana Milena; no sé si ella estará presente esta mañana
porque tiene mucho trabajo en el hospital. Yo soy la consejera para
temas marítimos y, finalmente, Felipillo Gusanillo es el consejero para
asuntos exteriores.

–¿Es el mismo Felipillo que encontramos ayer en las plantaciones de


algodón?

–Efectivamente.

–¿Y la joven que estaba con él? –quisieron saber.

449
–Ella no es consejera –respondió Carolina, algo acalorada por tener que
decir tantas mentiras.

–Pero –agregó otra de las llegadas desde el Mundo– él parecía seguir


sus órdenes.

Bajando la voz, Carolina les dijo secreteando:

–Me parece que él está enamorado de ella –las cinco rieron– y haría
cualquier cosa que le mande.

Cuando se levantaron de la mesa, Carolina las llevó a dar un paseo por


el jardín esperando a que se haga la hora del encuentro con la princesa.
Admiraron las fuentes con agua y las flores que crecían a su alrededor
y, por supuesto, se sorprendieron de la libertad con la que andaban las
gallinas por todos lados.

Todas parecían conocer a la venida desde la Nación Diaguita ya que


andaban muy confianzudas entre sus pies. Hasta la bataraza, que tan
mal la había tratado la noche anterior, le dedicó un cacareo y un agitar
de alas de bienvenida.

–Es que anoche estuve en el jardín y ya me conocen –se sintió obligada


a explicar la que había llegado desde América.

Finalmente, Carolina las condujo hasta el salón del trono. Llegó, abrió
la puerta y… ¡se encontraron en la huerta!

–Perdonen ustedes, señoras –les dijo la Marrapodi–, este palacio es así,


no siempre las puertas dan a donde una espera que den.

450
Volvió a intentar y esta vez aparecieron en la cocina. Si la primera vez
las visitantes se atemorizaron ante el imprevisto, ésta segunda ya
comenzaron a sonreírse. ¿Cuántas veces habría que probar hasta dar
con el salón del trono? Pero no hizo falta más: a la siguiente vez,
efectivamente, entraron a ese salón.

451
CAPÍTULO 6. EL SALÓN DEL TRONO
Cuando entraron al salón del trono, las mujeres vieron a la joven que
habían conocido el día anterior. Conversaba animadamente con ella un
orco, todo verde, que medía, por lo menos, dos metros o más. Todas era
la primera vez que veían a un orco; en verdad, ni creían que existiesen
hasta ese momento. Al lado del orco había un hombre de mediana edad.
A la izquierda estaba Felipillo, al que ya conocían también,
conversando con otro hombre que llevaba un gorro blanco en la cabeza.
Todos ellos serían los consejeros de la princesa, pero ¿y la princesa?

Todos se acercaron a saludar a las personas recién llegadas y


aprovecharon la ocasión para presentarse.

–Yo soy Flogisto –dijo a cada una el mago orco cuando les estrechó sus
manos.

–Bienvenidas a este reino de paz –dijo el hombre con un gorro blanco


en la cabeza–, yo soy Ulrico el Cocinero.

Felipillo no necesitó presentación, ya que lo conocían y habían estado


hablando de él el día anterior. Cuando fue a saludarlas la mujer llegada
desde Grecia le dijo:

–Así que tú eres el consejero en asuntos exteriores.

Felipillo se sorprendió, pero en ese momento vio que Carolina, parada


detrás de ella, le guiñaba un ojo y movía la cabeza arriba y abajo, como
diciendo que sí. Felipillo entendió y respondió sonriendo:

–Sí, el mismo, el mismo: consejero de asuntos exteriores.

452
En ese momento se acercó otra mujer a la que no conocían que se
presentó diciendo:

–Soy Ana Milena, enfermera de profesión. Espero que ustedes


encuentren aquí la misma paz que encontramos mi familia y yo.

–Buenos días, señoras –dijo a continuación el mago humano–. Me


llamo Aldebarán y llegué a este reino por invitación del Mago Flogisto.

Allí todas confirmaron que el orco era mago y que, posiblemente,


Aldebarán también lo fuera.

–A mí ya me conocen –les dijo la joven que habían conocido el día


anterior–, así que las invito a sentarse en estas sillas dispuestas para
ustedes.

Delante se veía el trono vacío con tres sillas a su derecha y otras tantas
a su izquierda y, frente a él, esas cuatro sillas dispuestas en semicírculo.
Las señoras se sentaron mientras que el resto de los presentes hacía lo
mismo.

El orco se sentó en la silla que estaba a la derecha del trono, a su lado


lo hizo la enfermera y al lado de la enfermera Felipillo Gusanillo. En la
silla que estaba a la izquierda del trono se sentó Carolina Marrapodi, a
su lado Ulrico el Cocinero y, al lado de él, Aldebarán.

La única que permaneció de pie fue la joven que habían conocido en las
plantaciones de algodón. Ésta se paró en el medio del salón, hizo una
reverencia a las visitantes y dijo:

453
–Yo soy la princesa de Organdí. Sean bienvenidas oficialmente a mi
reino.

Las cuatro se quedaron de una pieza, que quiere decir duras como rulo
de estatua. Eso no se lo esperaban. Esa joven tendría 17 o, a lo más, 18
años, mientras que ellas imaginaban encontrar, si no a una anciana, por
lo menos a una mujer madura que diera cuenta de la fama de sabia que
tenía.

A continuación, la princesa se sentó en el trono y, dirigiéndose a las


cuatro mujeres llegadas el día anterior, agregó:

–Aquí, con mis amigos, las escucharemos con atención y haremos lo


que esté a nuestro alcance para ayudarlas. Cuéntennos el motivo de su
viaje.

Las cuatro sillas que habían sido colocadas especialmente para ellas y
las sillas que rodeaban el trono quedaron todas como formando un
círculo, o casi. Se hizo un breve silencio hasta que comenzó a hablar la
mujer del reino de Etiopía.

–Princesa, gracias por su bienvenida oficial, ya que ayer también nos


dijo que éramos bienvenidas en el reino de Organdí, pero, en aquel
momento, no sabíamos quién era usted. Ahora que lo sabemos no
podemos dejar de estar sorprendidas por su juventud.

Hizo una pausa como pensando por donde seguir. Estaba claro que ella
hablaba en nombre de todas. Finalmente, continuó:

–Todas nosotras tenemos poderes especiales, por eso pudimos


comunicarnos a la distancia y acordar en hacer este viaje juntas. Lo que
454
nos trae hasta aquí es la noticia de que este es un reino de paz y,
después de examinar cómo son las cosas en todos los reinos, hemos
descubierto que Organdí es el único que no tiene un dios conocido que
lo haya creado.

La princesa escuchaba con mucha atención. Ulrico recordó el poema


canción que ella le recitó cuando él le preguntó por los dioses de
Organdí:

Imagina que no hay un paraíso


Ni hay infierno debajo nuestro,
Arriba nuestro, sólo cielo.
Imagina que no hay países.
No es difícil hacerlo.
Nada por lo cual matar o morir,
Y tampoco ninguna religión.
Imagina a toda la gente
Viviendo la vida en paz

–¿Cómo se llama vuestro dios? –quiso saber la princesa.

–Nuestro dios se llamaba Ensemble cuando nos creó. Luego, no


sabemos por qué, cambió su nombre por Forgotten.

–¿Y por qué sería tan importante descubrir quién es el dios que creó
Organdí? –agregó aquella.

–Pensamos que, si es un dios de paz, deberíamos dejar de invocar a


Forgotten y comenzar a elevar nuestras oraciones al dios de Organdí.

455
Ulrico, Ana Milena y Flogisto pensaron lo mismo que las mujeres del
Mundo: ellos también deberían dejar de adorar a Blizzard, aunque eso
les resultara difícil ya que desde niños así se lo habían enseñado.

Pasaron el resto de la mañana hablando de cómo era la vida en la


región llamada Mundo. Finalmente, almorzaron todos juntos y
decidieron dedicar la tarde a las distintas ocupaciones que cada uno
tenía en el reino.

Las cuatro mujeres quedaron en manos de Grommash y Azucena,


quienes las llevaron a conocer la huerta, el bosque de árboles frutales,
el hospital y las casas donde ellos vivían. Al día siguiente se volverían
a reunir con la princesa.

Después del desayuno se volvieron a encontrar en el salón del trono.


Todos querían hacerles muchas preguntas a las visitantes, pero la
principal curiosidad era cómo habían llegado hasta el reino de Organdí.

Por sus dichos se enteraron de que las cuatro mujeres eran sabias en sus
reinos. Algunos las llamaban magas, otros, princesas de la sabiduría, y
las cuatro coincidían en que era necesario hacer un mundo mejor, sin
guerras ni esclavitud ni pobreza.

Así fue que, un día, la mujer del reino de china se embarcó decidida a
hacer algo para lograrlo. El junco que la transportaba, ya que así se
llamaban los barcos chinos de aquella época, atravesó todo el mar de
China e hizo la primera parada de reabastecimiento en las islas
Adamán.

456
–Desde las islas Adamán –continuó su relato la protagonista–
intentamos atravesar el océano Índico para llegar directamente a
Ceilán, pero una tremenda tormenta nos lo impidió. Nuestro junco no
tuvo más remedio que refugiarse en el golfo de Bengala y, sin alejarse
mucho de la costa, rodear toda la India hasta llegar al mar Arábigo. En
las islas Maldivas hicimos nuestra segunda parada de reabastecimiento.

»Ya bien provistos de agua y alimentos, enfilamos la proa redonda


hacia el golfo de Adén, lo atravesamos y, antes de lo imaginado, nos
encontramos en la entrada misma del estrecho de Bab al-Mandib. A la
derecha se veían las costas de Arabia, en Asia, y a la izquierda las
costas de África. A mí me dio la sensación de encontrarme en medio de
dos mundos.

»Finalmente, y ya navegando en el mar Rojo, buscamos las costas de


Etiopía. Fue el momento en que solté a las dos palomas que me había
enviado Aída, la princesa etíope aquí presente. Las palomas, así
liberadas, abrieron sus alas, remontaron en el cielo y, sin dudarlo,
fueron a avisar a su dueña que yo había llegado.

En el salón del trono todos seguían embelesados el relato de la mujer


china, de la que aún no sabían el nombre. Sólo se había mencionado el
de la princesa etíope: Aída. En ese momento, ésta última tomó la
palabra y continuó diciendo:

–Cuando vi a las dos palomas de regreso en mi ventana mis ojos no lo


podían creer, y mi corazón tampoco. Tardé el tiempo que me llevó
tomar mi netela y ponérmela en la cabeza para salir rumbo al puerto.
Entre todos los barcos se distinguía el enorme junco que había llegado
desde China.
457
»Al acercarme al muelle, donde la embarcación estaba amarrada, la vi
inmediatamente. Ella me hacía señas con la mano desde la borda del
barco. No sé cómo hizo Tzihuí Gontzú para reconocerme entre tanta
gente que allí había.

–Fue muy sencillo –aclaró la princesa de la sabiduría–, aunque nunca


nos habíamos visto tenía grabada el alma de Aída en mi mente y,
apenas la vi, sus ojos me dijeron que era ella.

Así, las dos mujeres continuaron relatando la continuación del viaje:


cómo rodearon todo el continente africano y llegaron hasta el estrecho
de Gibraltar. Por allí ingresaron al mar Mediterráneo y navegaron hasta
la mítica ciudad de Atenas: allí les esperaba Diótima, sabia mujer
griega, quien, con sólo un atadillo de ropa, no dudó en embarcar y
seguir viaje junto a sus antiguas y nuevas amigas.

Volver hasta el océano Atlántico llevó algún tiempo, pero mucho


menos del que fue necesario para cruzarlo. Pero así lo exigía el viaje
que habían acordado: una mujer de cada región del mundo debería
participar en la búsqueda del reino de Organdí y aún había que llegar
hasta América. Allí las esperaba Kusinkillay, una de las princesas de la
Nación Diaguita.

En este punto intervino Carolina Marrapodi, la capitán de Il Gabbiano,


y quiso saber:

–¿Por dónde salieron de la región Mundo? ¿Por el mar de los


Remolinos o por el de los Témpanos Eternos?

458
–Lo hicimos por el de los Remolinos –respondió Tzihuí Gontzú–. El
junco nos llevó hasta sus cercanías, pero los navegantes nos dijeron que
no se podían acercar más por el peligro que significaban para un barco
de esas dimensiones, así que nos instalaron en un bote con dos remos y
allí quedamos solas las cuatro. La corriente nos fue llevando poco a
poco y, cuando nos quisimos dar cuenta, ya estábamos frente a las
costas del desierto de Pacarí.

–Llegar hasta las cercanías de la costa fue relativamente fácil, pero


encontrar un lugar donde desembarcar sin que el bote se destruya
contra las piedras no fue tan sencillo –comentó Kusinkillay.

–Pero finalmente lo logramos –agregó Aída–. Bajamos del bote, las


cuatro solas, cargamos nuestras mochilas donde traíamos los víveres y
empezamos a caminar tierra adentro.

–O mejor dicho arena adentro –dijo, contagiando su risa a todos, la


mujer diaguita.

–¿Cómo se orientaron en el desierto? –quiso saber Flogisto.

–Seguimos las líneas de arena que se alejaban del mar. Eran como si
hubiera unas cañerías subterráneas o unas serpientes gigantescas
cubiertas por el desierto. Eso nos fue acercando a las montañas.
Sabíamos que teníamos que atravesar esas montañas para llegar hasta
Organdí –explicó Tzihuí Gontzú.

–Allí fue donde vimos esa extraña puerta, con una estrella en cada uno
de sus cuatro ángulos. Hacia ella parecían conducir todas las cañerías

459
que venían desde la playa –dijo Aída–, y con esa inscripción
desconocida sobre ella.

La travesía que realizaron las mujeres venidas desde el Mundo hizo


pensar, a todos los presentes, que los motivos que las habían traído
hasta Organdí habrían de ser de primerísima importancia.

460
CAPÍTULO 7. LA PUERTA MISTERIOSA
Diótima llegó última frente a la puerta misteriosa y leyó esos extraños
símbolos en voz alta:

–Alfa kai Omega.

–¿Tú entiendes esos caracteres? –preguntaron extrañadas sus


compañeras.

–Por supuesto –respondió Diótima–, esas palabras están escritas en


griego, que es mi idioma natal.

–¡Claro! –exclamó Tzihuí Gontzú–. Lo que es extraño para algunos


puede ser perfectamente comprensible para otros. Lo mismo hubiera
ocurrido si la inscripción estuviera escrita en chino: yo la entendería y
vosotras no.

–Es cierto. Pero ¿qué quiere decir Alfa kay omega? –pregunto
Kusinkillay.

Diótima explicó:

–Alfa es la primera letra del alfabeto griego, como lo es la A en otros


idiomas, y omega es la última, como en algunos alfabetos lo es la zeta.

Todas quedaron mirándola, como esperando que completara su


explicación. Diótima así lo entendió y continuó:

–Alfa kay omega se traduce como Alfa y Omega, y quiere decir algo
así como “el principio y el fin”. Querría decir que detrás de esa puerta

461
está el principio y el final de todas las cosas: el mundo entero, de
alguna manera misteriosa, se encontraría encerrado allí.

La princesa, los magos y la Marrapodi quedaron muy impresionados


por esa explicación: una puerta de acceso a toda la sabiduría del
mundo. ¿Podría ser eso posible?

–¿Intentaron abrirla? –quiso saber Flogisto.

–No, no lo intentamos –respondió Diótima.

–Nuestro objetivo era llegar hasta Organdí, no quisimos distraernos en


otras aventuras –confirmó Aída.

Se hizo un momento de silencio, al cabo del cual la princesa dijo:

–Con todas las personas aquí reunidas se podría hacer, por primera vez,
un mapa completo del reino de Organdí y de sus vecinos.

–Por lo menos de aquellos vecinos conocidos –agregó Carolina


Marrapodi.

–Cierto –confirmó Flogisto.

Inmediatamente todos abandonaron el salón del trono y se dirigieron a


la biblioteca. Allí había mesas de trabajo, papel para dibujar y lápices
para escribir. Carolina, la más experta en mapas, comenzó la tarea de
dibujar a Organdí y sus alrededores.

Cada cuál aportaba los conocimientos que tenía. Aldebarán y Flogisto


dieron las indicaciones necesarias para dibujar el país de Warcraft. Las

462
cuatro viajeras describieron el desierto de Pacarí. Carolina ubicó en el
mapa a las islas de Abadí Bahar, al Colmillo del Elefante y al golfo de
Öböls. De a poco, fue apareciendo sobre el tablero de dibujo de la
biblioteca del palacio un mapa como nunca había existido de los
alrededores de Organdí.

Las cordilleras resultaron ser muchas más que las que se creía. La
región de los hielos eternos explicaba muy bien la aparición de los
vientos helados que soplaban durante el invierno. Los mares y
territorios no explorados también quedaron indicados en ese mapa con
su correspondiente nombre en latín: Mare Incógnito y Terra Incógnita,
que querían decir, respectivamente, Mar Desconocido y Tierra
Desconocida.

La princesa quedó muy contenta con la confección de ese mapa y pidió


a Grommash que, como responsable de la biblioteca, por favor hicieran
copias para que cada uno de ellos contara con un ejemplar. Se hicieron
entonces copias para Ulrico, Ana Milena, Aída, Diótima, Tzihuí
Gontzú, Kusinkillay y para Felipillo Gusanillo y, ustedes no lo van a
creer, para cada uno de los que lean este cuento.

Aquí está el suyo:

[Agregar mapa]

463
CAPÍTULO 8. LA CASA EN LA PLAYA
Al día siguiente, Carolina y Aldebarán visitaron a la princesa en el
salón del trono.

–Esperamos no molestarla, princesa –dijo Aldebarán.

–Nunca es molestia recibir a mis amigos –respondió ésta–, más cuando


estoy necesitada de consejo.

–¿Tú, necesitada de consejo? –dijo incrédula Carolina. –Si gracias a ti


vivimos todos en paz en este, tu magnífico reino.

–¿Tú crees que yo hago algo para que esto sea así? Es cierto que me
levanto todas las mañanas y cumplo con mis obligaciones: cuido las
plantaciones de algodón, vigilo la confección de las telas, veo que se
cumplan las leyes del reino.

–¿Le parece poco, princesa? –preguntó Aldebarán.

–No sé si es poco o es mucho –continuó diciendo la princesa–, pero


¿quién estableció las leyes que yo hago cumplir? ¿Por qué tenemos en
Organdí plantaciones de algodón? Y la magia que inunda todos los
rincones de mi reino ¿a qué se debe? Como verán, amigos, nada de eso
es mérito mío.

–Pero haber construido un hospital para que se recuperen los heridos de


la guerra de Warcraft sí es mérito suyo.

–Sí, quizás sí –dijo meditando la princesa–. Es lo menos que podía


hacer luego de enterarme por Ulrico de la miseria en que la guerra los
tenía sumidos a orcos y humanos en aquel reino. Pero ahora resulta que
464
en la región Mundo también hay guerra, pero esta vez entre los
humanos. ¿Cuál será el destino de Organdí? ¿Ser el hospital de todo el
planeta?

–Yo no entiendo mucho, princesa –dijo Carolina–, pero es como si un


dios hubiera creado Organdí para enmendar lo errores de los demás
dioses que crearon sus pueblos para la guerra.

–Esa es la pregunta de las visitantes, ¿no? Quién fue el dios que creó
Organdí –pensó en voz alta la princesa.

–Así es –confirmó Aldebarán.

–Bueno, pero ustedes no vinieron a verme para hablar de estas cosas.


Cuéntenme qué los trajo hasta aquí.

Aldebarán y Carolina se miraron y aquel finalmente dijo:

–Princesa, queremos pedirle autorización para construir nuestra propia


casa en Organdí.

–¡Sí! –exclamó con alegría la princesa. –¡Autorización concedida!

La princesa disfrutaba mucho de la compañía de todos los que habían


llegado hasta Organdí, así que, cuando alguien quería construir su
propio hogar, contaba con su beneplácito. Bien sabía que Carolina
permanecería en el reino sólo por un año, hasta que llegara nuevamente
Il Gabbiano, su barco, hasta las costas de Organdí, pero para eso faltaba
todavía mucho tiempo. ¡Que construyeran su casa y luego ya se vería!

–Pero tenemos un pedido adicional –agregó Carolina.


465
–¿Cuál es? –quiso saber la princesa.

–Queremos construir nuestra casa, si lo autorizas, en cercanías de la


playa. La verdad, princesa, yo no puedo vivir lejos del mar, tanto me he
acostumbrado a él en mis años de navegante que me hace falta el
sonido eterno de las olas hasta para conciliar el sueño.

La princesa se puso seria y meditó unos instantes, al cabo de los cuales


respondió:

–No negaré que voy a extrañar no verlos todos los días, pero entiendo
tus razones. Además, sólo son tres días de viaje, podremos visitarnos
muchas veces en el año.

–Eso es así, sin dudas –confirmó Aldebarán–, pero hay algo más que
queremos decirle –y miró a Carolina.

–Si, princesa: queremos hacerle un regalo al reino de Organdí que tan


bien nos ha recibido –completó ésta.

–¿De qué se trata? –preguntó expectante la princesa que, como a todos,


le encantaba recibir regalos.

–Queremos, si lo autorizas, construir un puerto en las playas de


Organdí. De esta manera, otros barcos podrán llegar hasta aquí y, en el
futuro, Organdí podría tener sus propias naves.

La princesa se quedó de una pieza: jamás se le había ocurrido


semejante idea, pero ahora que se lo decían, claro que sería magnífico
contar con un puerto en su reino.

466
–¿No será demasiado trabajo para ustedes dos construir un puerto?

–No seremos sólo nosotros dos. Flogisto, que es un excelente


constructor, comprometió su ayuda, Y, además, princesa, los soldados
orcos y humanos que se están recuperando en el hospital ofrecieron su
total colaboración.

–¿Los soldados? –exclamó sorprendida la princesa–. ¿Ellos también


quieren que Organdí tenga un puerto?

–Y no sólo eso, princesa –agregó Carolina–, serían los primeros


interesados en que su reino contara, por lo menos, con una nave propia.

La princesa comprendió que muchas cosas habían cambiado


definitivamente. Antes, cuando ella era la única que vivía en Organdí,
sabía todo lo que allí ocurría, pero ahora, ya no era posible adivinar lo
que cada uno de los habitantes del reino iba a querer hacer.

A la princesa no se le ocurría por qué querrían los heridos recuperados


en el hospital colaborar en la construcción de un puerto y una nave. Sin
embargo, la razón era bastante sencilla y se la explicó Carolina:

–Princesa –le dijo–, ellos sueñan con regresar a Warcraft a buscar a sus
familias, al igual que lo hizo Ulrico el Cocinero, pero, al ser muchos y
estar la cordillera defendida por la catapulta que encantó Flogisto,
piensan que la mejor manera de hacerlo sería por mar.

–¿Y eso no es muy riesgoso? –quiso saber la princesa.

467
–Siempre es riesgoso acercarse a un país que vive en guerra –reconoció
Aldebarán–, pero pensando en las distintas opciones que tienen para
reunirse con los suyos, no parece la peor.

–¿Y tú crees que realmente tenemos capacidad de construir un navío?

–Por supuesto, Princesa –afirmó Carolina–. Entre mis conocimientos y


la magia de mi Aldebarán, podremos hacer un barco seguro para
navegar por el mar. Sólo hay un inconveniente…

La princesa se quedó mirándola, esperando que termine su frase.

–El inconveniente es que me dicen que en su reino no se pueden talar


árboles y, para hacer un barco, se necesita madera.

La princesa sonrió y dijo:

–No se pueden talar árboles para construir casas, para eso tenemos
arena y cemento y piedras en cantidad. Pero contamos con un bosque
que se llama el Bosque de los Navíos, ahora entiendo para qué está.

–¿Y queda lejos de aquí?

–Bastante, pero podemos organizar un viaje para conocerlo juntos. Yo


nunca he estado allí. Invitaremos también a Felipillo y nos vamos los
cuatro.

–Me parece una excelente idea –dijo alegre Carolina.

–Sin duda –afirmó Aldebarán.

468
Sin que la princesa lo hubiera pensado, una nueva perspectiva se abría
ante el reino: ¡puerto!, ¡barco! Sin duda, cada amigo nuevo que llegaba
a Organdí traía consigo nuevas ideas, nuevos planes, nuevos deseos.

Quedaron en poner una fecha próxima para visitar el Bosque de los


Navíos. Cuando se despidieron, cada cual se fue a atender sus asuntos.

469
CAPÍTULO 9. LOS MISTERIOS DE ORGANDÍ
Mientras tanto, esa tarde, los dos magos y las cuatro mujeres llegadas
recientemente desde el Mundo, mantenían una importante reunión en la
casa de Flogisto. Ahora sí constituían como una especie de consejo de
sabios del reino de Organdí.

El asunto estaba claro: el único reino que no tenía un dios creador


conocido era, a su vez, el único que vivía en paz y donde nunca se
había producido una guerra. En cambio, tanto Blizzard como Ensemble
o Forgotten, parecían disfrutar de que sus creaciones se mataran entre
sí, como si ganaran mucho con ello.

Pero claro que no era lo único que llamaba la atención a los sabios y
sabias allí reunidos. Flogisto les habló, en voz baja, de su
descubrimiento de que en Organdí nadie cumplía años. La princesa
siempre tuvo 17 y tampoco los animales envejecían. Las mismas
gallinas, los mismos caballos, las mismas golondrinas, las mismas
mariposas año tras año.

Eso parecía tener mucha relación con que fuera un reino donde no
hubiera guerras: parecía que todo se regía por la regla de que, allí, nadie
podía morir.

–¿Aquí nacen niños? –preguntó Diótima, sorprendiendo a todos los


presentes.

–Ahora que lo preguntas –respondió Flogisto– los únicos niños que


viven en el reino nacieron en Warcraft. Son mi hijo Grommash y
Azucena, la hija de Ulrico el Cocinero y Ana Milena–. ¿Por qué lo
preguntas? –quiso saber el mago orco.
470
–Recordé que en mi país existe una isla donde nadie puede nacer ni
morir, la isla de Delos. Pero para que se cumpla ese precepto, no se
puede pasar más de un día en ella. Se va allí sólo a rendir culto a los
dioses o a cerrar algún trato político o comercial.

–¿Y desde donde van las personas a esa isla y a donde se retiran
después?

–A Delos van personas de todas partes de Grecia y la mayoría, después


de atender sus asuntos, se retiran a la isla de Mikonos, que queda a
poco rato de navegación de aquella.

–¿Tú insinúas –preguntó Kusinkillay– que toda la historia de Organdí


transcurre en un solo día, y por eso nadie nace ni muere?

–Eso parece imposible –intervino Aldebarán–. Muchos acontecimientos


llevan varios días, como el cruce de la cordillera que hizo Ulrico, o los
días que voló Anadaida para traerme el mensaje hasta mi casa o,
simplemente, las semanas que navegué en Il Gabbiano para llegar hasta
las costas de Organdí. Y, para no hablar sólo de cosas que suceden
fuera de Organdí, el viaje desde la playa hasta el palacio insumió tres
días completos.

–Lo único que parece ceñirse al paso del tiempo –dijo pensativo
Flogisto– parecen ser las plantas. El algodón crece, florece, da sus
copos y luego se seca. Cada año hay que sembrarlo nuevamente. Los
árboles cambian las hojas y la huerta y los frutales dan su cosecha en el
momento del año que corresponde.

471
Una idea se iba abriendo paso en la mente de todos aquellos sabios y
sabias, y esa idea los llevaba al mismo lugar: la puerta que encontraron
las cuatro mujeres al terminar de atravesar el desierto de Pacarí. El
principio y el fin, rezaba la inscripción que se hallaba sobre ella. Si
detrás de esa puerta se encontraban todas las claves del mundo, allí
habría que ir entonces para descubrirlas.

472
CAPÍTULO 10. EL BOSQUE DE LOS NAVÍOS
–¿Cuántos bosques hay en Organdí, princesa? –quiso saber Carolina.

–Si te digo la verdad, no lo sé. Pero tengo un mapa donde están todos
anotados.

–Ah, eso está muy bien –aprobó la capitán de barco.

–Lo que no estoy segura es que sean siempre los mismos bosques.

–¿Cómo es eso? –quiso saber Carolina.

–Pues, ¿has visto que el palacio va agregando cuartos a medida que


llegan visitantes?

–Sí.

–Pues a mí me parece –agregó la princesa– que con los bosques pasa lo


mismo. Van apareciendo a medida que se necesitan.

–¡Este es un reino genial! –exclamó entusiasmada Carolina.

Las dos rieron.

Acordaron que al día siguiente partirían hacia el Bosque de los Navíos


acompañadas por Felipillo y Aldebarán. Llegar hasta allí llevaba dos
días de viaje y otros tantos para regresar. El bosque quedaba
aproximadamente a la misma distancia que la playa, pero, al ir sin
carros, el viaje se hacía mucho más rápido.

473
La princesa, para estar tranquila, encargó a Ulrico que se hiciera cargo
de todo lo que pasara en el palacio y al mago Flogisto la atención de las
visitantes que habían llegado desde la región del Mundo.

Mientras tanto, los heridos de la guerra de Warcraft se iban


recuperando, casi todos satisfactoriamente. El orco cocinero de
profesión pudo, finalmente, hacerse cargo de la cocina del hospital, lo
que le permitió a Ulrico volver a la cocina del palacio y atender a sus
nuevas huéspedes.

Prestó especial atención a preparar las viandas para las cuatro personas
que irían hasta el Bosque de los Navíos. Como siempre, llenó las
alforjas de exquisitos sánguches, frutas secas y de las otras, galletitas y
otras exquisiteces que preparaba en su cocina y eran adecuadas para
llevar de viaje. También dejó listas las cantimploras llenas de agua,
puso un tarro de té para que pudieran hacerse el desayuno y huevos
frescos para que pudieran hervir y acompañar sus almuerzos y cenas.

La princesa, con sus compañeros de viaje, el día anterior revisaron una


y otra vez el mapa de los bosques de Organdí. Descubrieron otra cosa
inquietante: algunos de los bosques no tenían nombre. No sabían si se
debía a que sus nombres no figuraban en el mapa o si la causa es que
nunca se le habían puesto.

“Esto no puede ser”, pensó la princesa para sí. Debo pedir ayuda para
ponerle nombre a todos los bosques de Organdí. Pero, como la realidad
era que en el reino estaban todos muy ocupados, lo dejó para más
adelante.

474
Finalmente llegó el día de la partida. Fue el momento del reencuentro
entre Aldebarán y su caballo Dialéctico: desde su llegada a Organdí era
el primer viaje que realizarían juntos.

–Me parece que la vida sedentaria te ha puesto un poco gordo –le dijo
Aldebarán cuando lo fue a buscar al establo.

–¡Gordo tu abuela! –respondió Dialéctico groseramente–. Es que con el


mucho andar y el poco comer estaba excesivamente flaco.

El mago no quiso contrariarlo. Ya sabía del carácter fuerte que tenía


Dialéctico y tenían varios días de viaje por delante, así que le
respondió:

–Yo también me alegro de verte.

Dialéctico relinchó como diciendo que aceptaba las disculpas. Fueron


hasta donde los esperaban los otros viajeros. Se despidieron de Ulrico
el Cocinero en la puerta del palacio y emprendieron el camino.

El tiempo fue bueno durante los dos días de la travesía, aunque esta
vez, al no llevar carro con ellos, tuvieron que dormir en el suelo. Pero,
la verdad, las mantas de viaje eran tan buenas que no se sentía el frío de
la noche ni la humedad de la tierra.

Al llegar al Bosque de los Navíos quedaron todos sin palabras


admirando esos árboles que medían más de treinta metros de altura y
cuyos troncos, para ser abrazados, necesitaban que dos o tres personas
se tomaran de las manos.

475
La princesa observó que, entre esos árboles gigantes, crecían otros más
pequeños que se esforzaban para recibir algún rayito de sol de los
pocos que lograban atravesar esas enormes copas. Enseguida
comprendió que había que talar algunos de los grandes para que esos
pequeños crecieran y completaran nuevamente el bosque, pero que
había que hacerlo con inteligencia para que los más débiles también
quedaran protegidos de las tormentas y de los vientos fuertes.

Todos estuvieron de acuerdo con esta idea de la princesa y ésta encargó


a Aldebarán que hiciera un plan y marcara cuáles árboles podían ser
talados y cuáles no para mantener la buena salud de toda la floresta.
Éste aceptó gustoso el encargo y comenzaron a recorrer con Carolina el
inmenso bosque.

–Princesa –dijo Carolina–, si nos autorizas quisiéramos quedarnos unos


días por aquí para caminar y elegir el lugar para nuestra casa.
Imaginamos que será en algún lugar entre este bosque y la playa.

–Claro que sí, pero calculen bien los víveres, no sea cosa que se queden
sin comida.

–Esté tranquila, princesa –dijo Aldebarán–. Seguro encontraremos


algunos frutos y algunas hierbas comestibles para agregar a las
provisiones y, llegados a la playa, con un poco de suerte, algo
podremos pescar.

Así se despidieron. Carolina y Aldebarán se quedaron reconociendo el


lugar mientras que Felipillo y la princesa iniciaron el regreso al palacio.

476
CAPÍTULO 11. EL CONSEJO DE SABIOS
Aldebarán y Carolina terminaron su casa justo antes de que
comenzaran a soplar los primeros vientos helados del invierno. Cuando
llegó la primavera fue necesario construir más viviendas, ya que los
heridos de la guerra de Warcraft ya sanados comenzaron a realizar
distintas actividades en el reino.

Algunos, al mando de Azucena, se dedicaron a ampliar la huerta y


extender el bosque de árboles frutales. Con más habitantes eran
necesarias más provisiones. Aunque, la mayor parte de los recuperados
se trasladó a la playa para ayudar en la construcción del puerto y del
primer navío con que iba a contar Organdí.

Cuando llegó la primavera ya el puerto estaba avanzado y terminada la


estructura del barco. Carolina aportaba sus conocimientos, Aldebarán
su magia para alivianar los materiales que había que transportar desde
el Bosque de los Navíos y el resto su entusiasmo para hacer avanzar los
trabajos.

Mientras tanto, el nuevo consejo de sabios que, sin pensarlo, se había


formado en Organdí, estudió con detenimiento los pasos a seguir para
descubrir los secretos de ese reino tan especial. Después de muchos
debates decidieron reunirse con la princesa y para eso avisaron a
Aldebarán que se haga presente en el palacio.

Las comunicaciones entre los magos habían progresado mucho ya que,


con la vuelta de la primavera también había regresado Anadaida, así
que contaban con un correo que, en pocas horas, llevaba y traía
mensajes entre el palacio y la playa.

477
Finalmente, llegó el día. Los dos magos y las cuatro mujeres llegadas
desde el Mundo se hicieron presentes en el salón del trono donde los
esperaba la princesa. El que tomó la palabra fue Flogisto en nombre de
todos:

–Querida princesa –le dijo–, hemos estudiado y debatido mucho sobre


todos los misterios que rodean a su reino.

–Qué bien –respondió la princesa–, ¿y han descubierto qué dios nos ha


creado?

Los magos y las mujeres del Mundo se miraron algo confundidos, pero
Flogisto retomó la palabra:

–En verdad, princesa, lo que se dice descubrir, no hemos descubierto


nada.

Ahí fue la princesa la que se vio algo asombrada, pero no tuvo tiempo a
hacer nuevas preguntas ya que el mago orco continuó:

–Pero hemos llegado a una conclusión: si queremos saber más sobre los
orígenes de su reino, debemos organizar una expedición hasta el
desierto de Pacarí.

Se hizo un silencio y Kusinkillay aprovechó para tomar la palabra:

–Creemos, princesa, que es necesario explorar la puerta que allí


encontramos, con la inscripción griega que tradujo Diótima.

–Así es –aseveró Aída–. Si detrás de ella se encuentran, efectivamente,


el principio y el fin de todas las cosas, es posible que allí también
478
hallemos información sobre el reino de Organdí, quién lo ha creado y
de dónde provienen las leyes que lo rigen.

–Y si así no fuera –agregó Tzihuí Gontzú–, por lo menos habremos


hecho el intento. No quisiera volver a China sintiendo que este viaje ha
sido inútil.

–Le queremos pedir autorización, caballos y provisiones para intentarlo


–dijo por todos nuevamente Flogisto.

–Quizás podamos descubrir algo que permita terminar con las guerras y
que no sólo Organdí, sino todo el planeta fuera un lugar de paz y
colaboración entre los que vivimos aquí –afirmó Aldebarán.

A la princesa no se la veía muy convencida del plan, pero quedó en


pensarlo. Les agradeció mucho el trabajo que se habían tomado y les
prometió que, en unos días, les daría una respuesta.

Los magos y las mujeres sabias se retiraron con un sentimiento extraño.


En parte, probablemente, porque su sabiduría no alcanzaba para
explicar lo que allí ocurría. Por otro lado, porque no encontraron la
respuesta afirmativa que imaginaban iba a darles la princesa. Claro que
entendían que, lo que a ellos le había llevado tiempo pensar y concluir,
era razonable que también le llevara su tiempo a la princesa.

A la hora de la cena, ésta le preguntó a Aldebarán que cuándo


regresaría a su casa de la playa.

–Descansaré esta noche en el palacio mientras Dialéctico se recupera en


los establos. Mañana temprano iniciaré el regreso.

479
–Iré contigo –dijo segura la princesa–. El aire del mar me ayudará a
ordenar las ideas y, además, quiero ver los avances en la construcción
del puerto.

–Será un gusto viajar en su compañía –dijo alegre el mago humano–.


Además, Carolina se alegrará mucho de verla.

Efectivamente, Carolina se alegró sobremanera de la llegada de la


princesa a su casa. Había resultado, como había anticipado la princesa,
como una hermana para ella. Ya estaba cayendo la tarde y entre las dos
se pusieron a preparar algo para comer.

Mientras cenaban, Aldebarán le contó a Carolina la propuesta que los


magos y las mujeres sabias habían hecho a la princesa: ir hasta el
desierto de Pacarí y explorar qué había detrás de la puerta con la
inscripción Alfa y Omega que, como explicó Diótima, significaba “el
principio y el fin”.

–¿Quién va a ir en esa expedición? –preguntó Carolina con la sospecha


de que podría significar el alejamiento de Aldebarán.

–No está decidido aún si se hará la expedición –aclaró Aldebarán–,


falta el permiso de la princesa.

Carolina la miró y ella agregó:

–Quiero pensarlo bien y de eso vamos a hablar mañana nosotras dos.


Necesito tu consejo –le dijo la princesa a Carolina.

–A tu disposición –le respondió ésta.

480
La noche fue reparadora para la princesa luego de dos días de viaje a
caballo. Por la mañana la despertaron los ruidos que hacía Aldebarán
en la cocina preparando el desayuno. Cuando llegó a la mesa un
exquisito té de hierbas la esperaba servido en un tazón pintado con
hojas violetas.

–Buenos días.

–Buenos días, Princesa –dijeron a la vez Aldebarán y Carolina.

–Nunca había tomado este té –afirmó la princesa.

–Yo tampoco –agregó Carolina–. Está hecho con una hierba que
encontró Aldebarán en el Bosque de los Navíos.

–Yo conocía esa hierba, crece también en el bosque donde tengo, o


tenía, mi casa en Warcraft –aclaró éste.

–¿Y cómo se llama? –quiso saber la princesa.

–En algunos lugares la llaman cedrón, en otros hierba luisa y en otros


verbena de la India. Es muy buena para el estómago y para el sistema
nervioso –agregó Aldebarán.

Después del desayuno, mientras Aldebarán fue a colaborar en las tareas


de construcción del puerto, Carolina y la princesa fueron a ver los
avances en el armado del barco.

–¿Qué te parece la idea de ir a explorar la puerta encontrada en el


desierto de Pacarí? –preguntó la princesa a Carolina.

481
–La idea es interesante, no habría que dejar de intentarlo –respondió
esta.

–Eso lo entiendo –continuó la princesa–, muchas veces no se puede


estar seguros de lo que se va a descubrir, pero no se lo sabe hasta que
no se lo explora.

–¿Y quienes irían en esa expedición? –preguntó Carolina lo que a ella


más le interesaba en ese momento.

–Bueno, tú sabes que en el reino se ha formado como una especie de


consejo de sabios. Así que creo que tu Aldebarán, Flogisto y las cuatro
mujeres que llegaron desde el Mundo tienen que ir.

Se hizo un silencio entre ellas. Luego la princesa continuó:

–Además, como se trata de cosas que tienen que ver con Organdí, creo
que yo también debo ir.

Esto último sí que sorprendió a la capitán de barco.

–Sería la primera vez que sales de tu reino, ¿no? –preguntó.

–Así es, pero creo que esta vez será necesario hacerlo.

–Sí, te entiendo –le dijo Carolina.

–Pero quiero pedirte una cosa –agregó la princesa.

–Dime.

482
–Me gustaría que me acompañes en la expedición. Con tu experiencia
de viajera me harías sentir mucho más segura.

A Carolina se le llenó el corazón de alegría que rebalsó en una sonrisa


que no pudo disimular. Minutos antes se sentía apenada por la
posibilidad cierta de que Aldebarán debiera alejarse de ella y ahora…

–¡Sí princesa! ¡Sí! –dijo abrazándola–. Cuenta conmigo.

La princesa se sintió aliviada de saber que en esa increíble aventura la


iba a acompañar su amiga Carolina. Ahora sí estaba mucho más
dispuesta a autorizar la expedición. Claro que había que organizar
muchas cosas antes de partir. Por ejemplo, dentro de poco ya
comenzaría la cosecha del algodón y la confección de telas. Este año,
por primera vez, en Organdí se harían telas de colores, tal como habían
quedado con los hombres del mar que llegaban todos los años. El mago
Flogisto era el que manejaba las tintorerías donde se teñían las telas y
no sería buena idea que se ausentara por la expedición.

483
CAPÍTULO 12. EL PLAN DE CAROLINA
El barco ya estaba avanzado en su construcción. Sobre la arena, en
cercanías de donde se estaba construyendo el puerto, se lo veía alto y
sólido, y varias personas, orcos y humanos, iban y venían con
entusiasmo adelantando las tareas faltantes.

–¡Será un gran barco! –exclamó Carolina para que la oyera la princesa.

–¿Cómo harás para llevarlo hasta el agua una vez que esté terminado? –
quiso saber ésta.

–Si miras bien verás que está apoyado en rodillos de madera. Una vez
que esté en condiciones de flotar, pensamos atar unos caballos delante
de él y con todos los que estamos aquí empujando por detrás,
confiamos en que llegue hasta el mar sin contratiempos.

–Eso será un gran esfuerzo –comentó la princesa observando la


distancia que lo separaba de la orilla.

–En parte sí –reconoció Carolina–, pero ten en cuenta que ahora la


marea está baja. Cuando sube el mar está a menos de la mitad de la
distancia que ahora observas.

Algo había leído la princesa sobre las mareas y por eso no tuvo
inconvenientes en creer lo que Carolina le decía.

Luego de revisar los trabajos en el barco, las dos se dirigieron hacia la


sombra que daba un grupo de árboles no muy lejos de allí. Fue el
momento que aprovechó la princesa para volver sobre el tema de la
expedición al desierto de Pacarí.

484
–¿Te parece que podremos atravesar la cordillera que nos separa del
desierto? –preguntó la princesa a la capitán de barco.

–Poder se puede –respondió ésta–. De hecho, las cuatro mujeres


provenientes del Mundo lo han logrado.

–Es cierto, pero llegaron extenuadas y casi muertas de hambre. No sé lo


que hubiera sido de ellas si Felipillo y yo no las encontramos ese día en
el algodonal.

–Eso también es cierto –reflexionó Carolina–, pero no es la única


manera de llegar al desierto de Pacarí.

–¿Y de qué otra manera podríamos lograrlo?

–Por el mar, princesa.

–¿Estás segura de que eso es posible? –preguntó la princesa.

–De acuerdo con los mapas que confeccionamos debería ser posible –
respondió la capitán–, y yo me animo a intentarlo.

–Pero veo que tanto los orcos como los humanos llegados desde
Warcraft trabajan con la ilusión de utilizar el barco para ir a buscar sus
familias. ¿No crees que sería defraudarlos si utilizamos la nave con
otros fines, por más importantes que éstos sean?

–Eso no será necesario princesa. ¿Quieres oír mi plan?

–Con mucho gusto –afirmó ella.

485
–Yo pienso así: ya está por empezar la cosecha del algodón y la
confección de las telas de este año. Eso quiere decir que, dentro de
poco, llegarán nuevamente hasta Organdí los hombres del mar.

–¡Y se encontrarán con la sorpresa de tener un puerto donde amarrar! –


exclamó entusiasmada la princesa.

–Si –dijo Carolina–, pero lo más importante es que regresará Il


Gabbiano, con mi dedicado primer oficial al frente, al que designé
capitán por un año, ¿lo recuerdas?

–Claro que sí. ¿Cómo se llamaba? Ah, ya me acordé, Erasmus.

–Así es –confirmó la capitán.

–Pues yo pienso hacer varios cambios en la flota que comercia las telas
de Organdí. Voy a designar como buque insignia al Azulgrana, que
capitanea mi amigo Pipi. A Erasmus le voy a encomendar el barco que
estamos construyendo y le daré como misión llevar a los humanos y los
orcos recuperados en el hospital que quieran buscar a sus familias en
Warcraft. Y yo retomaré el mando de Il Gabbiano y en él nos
dirigiremos hasta las costas del desierto de Pacarí. ¿Qué te parece?

La princesa se quedó sin palabras. Jamás se le hubiera ocurrido un plan


tan complicado, pero, a la vez, tan perfecto.

–Lo que sí –agregó Carolina– habrá que traer los suministros desde el
palacio hasta aquí para reabastecer a Il Gabbiano. El resto de los barcos
se reabastecerán en el golfo de Öbölss, pero nosotros iremos justamente
en la dirección contraria y, que sepamos, no hay ningún puerto
intermedio.
486
–Eso no es problema –afirmó la princesa–: tenemos suficientes carros
para traer todos los abastos que sean necesarios.

–Bueno, piénsalo –le dijo la Marrapodi.

–Eso haré. Me tomaré unos días y una vez que tenga una decisión la
comunicaré a todos.

487
CAPÍTULO 13. LA EXPEDICIÓN
Para la princesa no fue fácil tomar una decisión. Lo primero que tenía
que definir era si autorizaría o no la travesía hasta el desierto de Pacarí
para investigar qué es lo que había detrás de la puerta con esas extrañas
letras griegas. Lo segundo era quiénes irían en esa expedición y, lo
tercero, cuál sería la ruta que convendría seguir y cuáles los recursos
que invertiría el reino en ello.

Conversó varias veces del tema con Felipillo, quien se ofreció a apoyar
a la princesa, cualquiera sea la decisión que finalmente tomara.
También consultó con Ana Milena, quien sabía bien lo que era
trasladarse con toda la familia a través de una cordillera. Y tampoco
dejó de escuchar a los niños: ellos ya tenían sus responsabilidades en el
reino y sus opiniones eran muy valoradas por la princesa.

Una mañana partió sola hacia la plantación de algodón. No se detuvo


hasta llegar al árbol solitario donde se encontraron con las cuatro
mujeres provenientes del Mundo y allí se sentó a reflexionar. La verdad
que en su reino las aventuras parecían no tener fin y, ahora, la
responsabilidad de gobernar era mayor ya que la población había
aumentado y aumentaría aún más en el futuro si los recuperados en el
hospital tenían éxito en traer a sus familias consigo.

Pero también era cierto que había que descubrir los orígenes de
Organdí: quizá así descubrieran algo que permitiera terminar con la
guerra o, al menos, asegurar que el reino siguiera siendo un refugio
para todos los que sufrían a causa de ella. Organdí, reino libre de
guerras para siempre; ese era ahora el principal sueño de la princesa.

488
Regresó del algodonal cerca del mediodía, almorzó y se encerró en el
salón del trono. Allí se puso a escribir. A cada rato arrugaba la hoja que
tenía delante de ella y la tiraba al cesto, y comenzaba a escribir en una
hoja nueva. Ulrico le llevó la merienda al salón, cosa extrañísima ya
que la princesa amaba ir al merendero. Cuando se acercaba la noche le
preguntó si quería cenar allí mismo.

–Gracias Ulrico. ¿Podría cenar en la cocina?

–Claro princesa. Las mujeres del Mundo pueden cenar en el cenador y


usted en la cocina.

–Te lo agradeceré, necesito estar sola.

–Pero yo también estaré allí, princesa. Es necesario para cuidar y servir


la comida.

–Tú eres mi amigo, Ulrico. Contigo puedo pensar en voz alta o


quedarme callada, que no te ofenderás.

–Claro que no princesa –respondió Ulrico con orgullo de ser


considerado así por la princesa–. Cuando guste acérquese por la cocina
y yo le serviré la cena.

Luego de cenar, la princesa salió a los jardines. La noche estaba


agradable y las mujeres venidas del Mundo aprovechaban para
secretear reunidas alrededor de una fuente rodeada de margaritas
blancas. Las saludó desde lejos y regresó al salón del trono. Ellas la
vieron alejarse y sospecharon, con razón, que estaba pensando en la
expedición al desierto de Pacarí.

489
Al día siguiente, después de desayunar, entregó a su encargado de la
biblioteca, el niño Grommash, un texto para que sea informado en todo
el reino que decía así:

La princesa de Organdí, en uso de las facultades que le otorga


su cargo, decide:

Artículo 1. Autorizar una expedición al desierto de Pacarí con el


objetivo de investigar lo que se halla detrás de la puerta allí
encontrada con caracteres griegos cuyo significado es “el
principio y el fin”, lo que hace pensar que allí se podría
encontrar toda la sabiduría del mundo.

Artículo 2. Designar como jefe de la expedición a la capitán de


barco Carolina Marrapodi, quien dará todas las indicaciones
necesarias para cumplir con el objetivo.

Artículo 3. Integrarán la expedición la ya mencionada Carolina


Marrapodi, el Mago Flogisto representante del pueblo orco, el
Mago Aldebarán representante de los habitantes humanos de
Warcraft, la sabia Diótima representante del Imperio Griego, la
princesa Aída representante del reino de Etiopía, la princesa
Kusinkillay representante de la Nación Diaguita, la princesa de
la sabiduría Tzihuí Gontzú representante del Imperio Chino y
yo, la Princesa de Organdí.

Artículo 4. El reino de Organdí se hará cargo de proporcionar


los alimentos, equipajes y medios de transporte que la
expedición requiera.

490
Artículo 5. En mi ausencia las responsabilidades del reino
quedarán así establecidas:

a. Ulrico el Cocinero quedará a cargo de todo lo


relacionado con el palacio, su cuidado y
funcionamiento.
b. Ana Milena lo hará respecto al hospital, la recepción
y atención de los pacientes y el seguimiento de los
tratamientos de recuperación necesarios.
c. Felipillo Gusanillo quedará encargado de las
plantaciones de algodón, la siembra para la nueva
temporada y el control de plagas.
d. Azucena sigue a cargo de la huerta y los árboles
frutales.
e. Grommash sigue al frente de la biblioteca.

Artículo 6. La expedición partirá, de ser posible, una semana


después que finalice el intercambio de telas y mercadería con
los hombres del mar.

Artículo 7. Infórmese a los interesados y guárdese copia en el


archivo histórico del reino de Organdí.

Todos quedaron muy impresionados por la decisión de la princesa. Lo


primero, que autorizara la expedición, era algo esperable, pero que ella
misma se incluyera entre los expedicionarios nadie lo había imaginado.
Como también sorprendió que designara jefe de la travesía a Carolina
Marrapodi, aunque, pensándolo bien y teniendo en cuenta la
experiencia de la navegante, a todos les pareció una decisión muy
acertada.

491
Cuando Carolina y Aldebarán se enteraron de que viajarían juntos al
desierto de Pacarí, de la alegría se pusieron a bailar en la sala de su
casa.

492
CAPÍTULO 14. LA NAVE DE ORGANDÍ
La primavera se había hecho verano. Los carros con las telas de
Organdí una vez más iniciaban el camino hacia el mar. La novedad,
este año, eran los vistosos rollos de telas de colores que daban a la
caravana un aspecto alegre y elegante a la vez.

En la playa los esperaban, además de Carolina y Aldebarán, un


hermoso puerto cuyo muelle se internaba casi seiscientos metros dentro
del mar. El mismo era lo suficientemente ancho para que los carros
pudieran llegar con su carga hasta el lugar donde los barcos se hallaban
amarrados y dar la vuelta para regresar.

Pero lo más impresionante era que a ese muelle se hallaba atado un


hermoso barco de tres mástiles, el primero construido en Organdí. El
día en que fue botado al mar se realizó una increíble fiesta donde
estuvieron presentes todos los habitantes del reino. Delante del barco se
ataron ocho caballos de tiro, de los más fuertes que había en los
establos reales. Detrás del barco se afirmaron para empujar todos los
que encontraron un lugar. Entre ellos se veían a los heridos recuperados
en el hospital, a Aldebarán y a Flogisto, y al lado de éste a su hijo
Grommash. Hasta se lo veía a Ulrico con su gorro blanco afirmado con
sus dos manos en la madera del barco y a su lado a Ana Milena y a
Azucena, también listas para empujar.

Felipillo dirigía los caballos. Todos miraban a Carolina Marrapodi


quien, con su brazo en alto, esperaba que todo estuviera listo. En un
momento, con su fuerte voz de capitán de barco ordenó:

–¡Preparaaaados! ¡Liiiiiiiistos! ¡¡Ya!! –y en ese momento bajó su brazo


en señal de que la botadura había comenzado.
493
Felipillo exclamó “¡Arre!”, dirigiéndose a los caballos, mientras que
detrás del barco se oían voces que decían “¡Empujad!”.

Al principio parecía que el esfuerzo sería vano, pero, de a poco, el


barco empezó a rodar sobre los rodillos de madera que,
inteligentemente, habían sido colocados debajo de él cuando comenzó
su construcción.

Lentamente el barco fue acercándose a la playa. Los caballos ya habían


metido sus patas en el mar y el agua salada les llegaba casi hasta la
panza. En ese momento Felipillo comenzó a desatarlos para que
pudieran volver nadando hasta la orilla.

–¡¡Ahora!! –se escuchó el grito de Carolina, y todos los que empujaban


entendieron que debían hacer el último esfuerzo.

El agua ya les llegaba hasta la cintura cuando, de pronto, el barco se


deslizó y los dejó a todos sin punto de apoyo. Algunos se cayeron de
panza en el mar, otros tropezaron y dando una vuelta de campana
cayeron de espaldas. Todos reían y se ayudaban a ponerse de pie. Los
heridos y las heridas recuperados en el Hospital de Organdí miraban al
barco flotando con los ojos llenos de lágrimas: era la esperanza para
volver a reunirse con los suyos.

La princesa abrazaba a Felipillo, todo mojado, y lo felicitaba por la


maestría con que había dirigido a los caballos. Carolina los miraba con
una sonrisa de oreja a oreja. Para ella fue el segundo abrazo de la
princesa: había cumplido con su palabra de regalarles un puerto y un
barco al reino de Organdí.

494
Mientras tanto, a bordo de la nave, tres orcos duchos en temas de
navegación controlaron el barco una vez que estuvo a flote y, con
hábiles maniobras, lo acercaron al muelle. Allí, otros ayudantes
amarraron la nave con las sogas que aquellos les arrojaron.

Flogisto observaba con orgullo a esos tres navegantes orcos y pensaba


para sí: “No, sino dennos una oportunidad, y verán como los orcos no
sólo sabemos hacer la guerra”.

–Ahora debes acompañarme, Princesa –le dijo Carolina tomándola del


brazo.

Felipillo, ya con ropa seca, comenzó a tocar una hermosa y solemne


melodía que realzaba el momento que se estaba viviendo en Organdí:
echar al mar, por primera vez, un barco propio.

La capitán condujo a la princesa hacia el muelle y caminaron hasta


llegar donde el barco había atracado.

–Existe una tradición marinera, que es bautizar al barco después de su


botadura –dijo la capitán.

–¿Y cómo es ese bautizo? –quiso saber ésta.

–Muy sencillo, Princesa, pero lo debes realizar tú.

Mientras tanto, los marineros a bordo del barco ataban una cinta a la
borda mientras que, en el otro extremo de la cinta, en el muelle, se
ataba una botella de vino.

495
–Tu debes tomar esta botella –le explicó Carolina– y arrojarla con
fuerza para que se estrelle en el casco del barco y se rompa, y tienes
que decir su nombre, por supuesto, como en cualquier bautismo.

–¿Y cuál es el nombre de este barco? –quiso saber la princesa.

Carolina hizo una seña a los marineros y estos retiraron una tela que
ocultaba, hasta ese momento, el nombre el barco dibujado en la proa.
Todos pudieron leer, escrito en letras grandes y bellas, la palabra
“Princesa”. La princesa estaba entre sorprendida y emocionada. Con
sus ojos muy abiertos y los labios separados, como si estuviera a punto
de lanzar una exclamación, no estaba segura si todo eso estaba
ocurriendo en la realidad o era sólo un sueño del cual, de un momento a
otro, fuera a despertar. Carolina, que nunca se había apartado de su
lado, puso la botella en sus manos.

–Ahora, repite conmigo –le dijo.

Carolina le hablaba en voz baja y la princesa repetía en voz alta:

–Yo te bautizo…, primer barco de Organdí…, con el nombre de


Princesa.

Dicho esto, arrojó la botella con toda su fuerza, tal como le había
indicado Carolina, y ésta fue derecho a estrellarse en el casco del barco.
Cuando la botella estalló y el vino se derramó en el mar, todos
prorrumpieron en aplausos.

–Antes se hacía –explicó Carolina– como tributo a los dioses del mar,
para que protegieran al nuevo barco. Pero también es como un brindis
con el barco, deseándole felicitad en su futura navegación.
496
De todo eso se acordaba la princesa mientras se enganchaban los
últimos caballos en los carros cargados con los rollos de tela, a fin de
iniciar el camino de ese año hacia el mar.

497
CAPÍTULO 15. EL CAPITÁN ERASMUS
Todos estaba atentos en la playa, en cualquier momento debían
aparecer las primeras velas de los barcos que año a año llegaban hasta
las playas de Organdí. Habrían sorteado el Colmillo del Elefante hacía
más de una semana y, bien reabastecidos en Öbölss, estarían navegando
las últimas millas hasta las playas de Organdí.

¡La sorpresa que se llevarían al encontrarse con un puerto y con un


muelle tan cómodo donde atracar! El esfuerzo de carga y descarga se
reduciría al mínimo. Ya no haría falta bajar los botes y remar hasta la
playa idea y vuelta con la mercadería y las telas.

La punta del muelle estaba señalizada con banderas rojas para que
nadie chocara contra él y en cada puesto de atraque había una bandera
verde con un número. Teniendo en cuenta lo que se internaba el muelle
en el mar y que se podía atracar de los dos lados, el puerto tenía
capacidad para atender seis barcos a la vez.

Al fin las primeras señales se hicieron presentes en el horizonte. Eran


aquellas pequeñas manchas blancas que primero parecían espuma,
luego gaviotas y, finalmente, cuando estuvieran ya cerca, se
distinguirían como lo que eran: poderosas velas de navíos.

Carolina estaba atenta, con Aldebarán a su lado, mirando acercarse a Il


Gabbiano, con toda su majestuosidad. Ella nunca había visto a su barco
llegando desde el mar: siempre estaba a bordo cuando se acercaban a
algún puerto.

En la punta del muelle había un marinero que hacía las señales a los
barcos para que éstos supieran dónde debían atracar. El único puesto
498
ocupado era, justamente, el número seis, donde se hallaba amarrado el
Princesa. El señalero, con habilidad, fue distribuyendo a los barcos a
uno y otro lado del muelle. Las tripulaciones que se hallaban en
cubierta miraban con curiosidad las nuevas instalaciones que los
esperaban en las playas de Organdí.

Erasmus, a cargo de capitanear Il Gabbiano durante ese año, sospechó


inmediatamente que Carolina Marrapodi debía de estar detrás de todas
esas mejoras. La carga y descarga que normalmente llevaba el día
entero, dejando a todos agotados, esta vez se podría hacer en unas
pocas horas de la manera más aliviada.

Lo que se debía alterar, con esa novedad, era la ceremonia de


bienvenida a su otra vez capitán. Pensando en ese momento había
hecho preparar un bote adornado con telas color rojo y verde, y dos
marineros vestidos de gala estarían al remo. Pero ahora se hacía
evidente que la capitán subiría al barco por la planchada extendida
hasta el muelle, así que cambiando de planes ordenó:

–Todos los hombres que no estén comprometidos con las maniobras de


atraque, a formar a babor –ya que ese lado era el que iba a quedar
pegado al muelle.

Rápidamente los instruyó, través de sus oficiales, de lo que iban a decir


cuando la capitán comenzara a caminar por la planchada. Y así fue que,
cuando Il Gabianno estuvo amarrado al muelle y Carolina puso su pie
en la tabla para subir a la nave escuchó, como si de una explosión se
tratara:

–¡Bienvenida a bordo, capitán!


499
Carolina se detuvo y, mirando a todos, contestó:

–¡Gracias, tripulación!

Erasmus fue el primero en darle la mano al llegar a bordo:

–Bienvenida capitán, aquí le devuelvo su nave intacta.

–Más te vale –respondió Carolina sonriendo–. Gracias de todo corazón.

Saludó uno por uno a todos los miembros de la tripulación a los que, a
qué negarlo, había extrañado durante ese año. Les preguntó por sus
familias y felicitó a los que habían sido papás durante su ausencia. A su
cocinero le dio un gran abrazo y lo comprometió a bajar a tierra: quería
presentarle a alguien con el que podría intercambiar recetas de comida.

Una vez amarrados todos los barcos comenzaron las tareas de carga y
descarga. Los carros con los rollos de tela llegaban hasta al lado de la
misma planchada y los cargadores y marineros subían las telas y
bajaban las mercaderías a gran velocidad. Éstas últimas, para su
asombro, prácticamente eran arrancadas de sus manos para acomodarse
solas en el carro que había quedado vacío, tan poderosa era la magia
carretera.

Carolina y Erasmus tenían mucho de qué conversar. Éste ya había


entregado el mando de Il Gabbiano y se disponía a ocupar su viejo
puesto de primer oficial, pero eso era porque desconocía qué nuevas
propuestas iba a tener por delante. Fue la capitán la que le preguntó:

–¿Cómo fue tu experiencia como capitán?

500
–Es mucha responsabilidad ser capitán –respondió Erasmus–, pero una
linda responsabilidad. Aunque, a decir verdad, nunca me sentí capitán
de Il Gabbiano. Il Gabbiano tiene un único capitán y es usted.

–Quizás tienes razón, cada barco tiene su capitán, y cada capitán tiene
su barco.

Se hizo un breve silencio y la Marrapodi le preguntó:

–¿Te gustaría tener tu barco y ser su capitán?

–Eso sería un sueño, pero estoy satisfecho siendo su primer oficial.

–Busca tres hombres experimentados y acompáñame –le dijo


Carolina–, vamos a dar un paseo.

Descendieron de Il Gabbiano. Caminaron por el muelle hasta llegar a


donde estaba amarrado el Princesa y, al subir, fueron saludados por los
tres marineros orcos que estaban a su cuidado. Recorrieron el puente,
los camarotes, la bodega; examinaron los postes y el velamen: sin
dudas se trataba de una nave robusta. ¿Cómo sería navegando? Aún no
había salido a mar abierto.

Carolina hizo una seña para que suelten amarras. Luego ordenó
desplegar las velas de mesana, que son las que están en el palo más
cercano a la popa en los barcos de tres mástiles. Cuando el Princesa se
separó del muelle y comenzó a alejarse de la costa hizo desplegar la
vela mayor y confió el timón a Erasmus:

–Pilotea tú. Quiero que me des tu opinión sincera sobre este barco.

501
Erasmus tomó el timón con sus manos firmes. Dio unas órdenes
complementarias a los marineros y enfiló mar adentro. Hizo virar el
navío hacia babor y luego hacia estribor, desplegó las velas del
trinquete para que tome máxima velocidad y luego hizo echar el ancla
para ver cómo reaccionaba al frenar de golpe: el Princesa se detuvo
suavemente, casi sin ninguna vibración ni en su casco ni en su
arboladura.

Levaron anclas y dieron un inmenso círculo en alta mar antes de volver


hacia el puerto de Organdí. Carolina Marrapodi esperaba la opinión de
su confiable primer oficial. Éste, una vez que el Princesa estuvo
detenido y amarrado, dijo:

–Es una excelente nave capitán, muy maniobrable.

–Es un barco en busca de su capitán. ¿Te gustaría que fuera tu barco?

A Erasmus se le cortó la respiración. Ese sueño no le parecía posible,


pero se lo estaba proponiendo su capitán, en la que confiaba
ciegamente.

–¿De quién es esta nave? –quiso saber Erasmus.

–Es la primera y por ahora única nave del reino de Organdí, pero el que
quiera ser su capitán tiene que aceptar una misión que puede resultar
peligrosa.

Carolina le contó a su primer oficial la historia del hospital de Organdí


y cómo, mágicamente, los heridos y heridas de la guerra de Warcraft
que ya hubieran decidido en su corazón dejar de participar en la misma,
aparecían en ese hospital para ser curados.
502
La princesa de aquel reino había dado autorización para construir ese
puerto y esa nave, pero con la condición de que la nave se utilizara para
que los recuperados de la guerra que así lo desearan pudieran volver a
Warcraft a buscar a sus familias.

–Y esa es la misión de esta nave –concluyó Carolina.

–Y este es su capitán –dijo Erasmus con firmeza, inflando el pecho.

–Pues, esa es una gran noticia, capitán. Vamos a comunicársela a la


princesa a la que, por cierto, tú conoces desde el viaje anterior.

Descendieron del Princesa y fueron directamente en busca de la


princesa, quien en ese momento se encontraba sentada en un carro
saboreando uno de los exquisitos sánguches que le preparaba Ulrico. Al
verlos venir saltó del carro y estrechó la mano de Erasmus.

–Princesa –dijo Carolina–, Erasmus aceptó ser el capitán del Princesa.

–Gracias, capitán Erasmus –dijo ésta–. Es un gusto que usted sea el


capitán del primer barco del reino de Organdí, muchas gracias por
asumir esa responsabilidad.

Erasmus, por primera vez, se sintió de verdad capitán de un barco, de


su barco. Mucho más serio que lo habitual, respondió:

–Gracias a usted, princesa, y a la capitán Marrapodi por confiar en mí.


Me esforzaré para no defraudarlas.

Haciendo una pausa preguntó:

503
–¿Hay alguna fecha establecida para que el Princesa inicie su viaje?

–Lo más pronto posible –respondió la princesa.

–El tiempo que nos lleve organizar la nueva tripulación –agregó


Carolina–. Muchos de ellos serán los recuperados en el hospital: hay
algunos hombres de mar, como los orcos que ya has conocido, y otros
podrán aprender y ayudar en las tareas generales. Nos pondremos a ello
de inmediato –finalizó Carolina.

Por primera vez desde que los barcos llegaban a las playas de Organdí a
buscar las famosas telas que se confeccionaban en ese país, no
partieron ese mismo día. Las tripulaciones bajaron a tierra y recorrieron
los alrededores del puerto con curiosidad.

Mientras tanto, la capitán Marrapodi buscó a su viejo amigo Pipi para


invitarlo a cenar a su casa de la playa.

504
CAPÍTULO 16. EL CAPITÁN DEL AZULGRANA
El capitán del Azulgrana aceptó encantado la invitación a cenar que le
hicieron Carolina y Aldebarán. Para él fue un gusto volver a
encontrarse con el mago que había salvado su barco de las naves de
guerra cubriéndolo con un manto de invisibilidad.

–Tienen una hermosa casa –les dijo apenas llegó.

–La hemos construido nosotros mismos –respondió Aldebarán con


orgullo.

–Veo que han hecho muchas cosas en un año: una casa, un puerto, un
barco.

–Así es –dijo Carolina–. Vivir en paz es una bendición y aumenta


increíblemente las energías de las personas.

–Y me imagino que también habrá sido una manera de pasar el tiempo


en tu primer año en tierra en mucho tiempo –agregó Pipi.

–Tienes toda la razón –confirmó Aldebarán con una sonrisa–. Parecía


una leona enjaulada sin tener su mar y su barco y su tripulación. Uno
pensaría que es al revés, que un barco es como una jaula y que en tierra
se vive realmente en libertad.

–No para nosotros –afirmó el capitán–. Los que somos hijos del mar
sólo nos sentimos libres arriba de nuestros barcos. Ellos nos llevan al
norte y al sur, al este y al oeste, con solo una vuelta de timón. No
necesitamos caballos ni carros ni ninguna otra cosa para recorrer todo
el mundo: sólo nuestro barco.

505
–Así lo entendí desde que conocí a Carolina –dijo Aldebarán.

–¡A comer! –llamo Carolina, quien ya estaba sirviendo la cena.

La charla giró alrededor de temas marineros y también de lo que pasaba


en el reino de Organdí. Pipi tenía multitud de preguntas para hacerles
sobre la vida en aquel país rodeado de misteriosa magia. Y así llegó la
hora del café. Aldebarán se levantó a prepararlo y dejó a los dos amigos
conversando a solas.

Cuando regresó y los vio sentados a la mesa recordó cuando, algo más
de un año atrás, los había visto en el comedor de la posada Los
Albatros, en las islas de Abadí Bahar. En ese momento no sospechó
que esa mujer pudiera ser la capitán de un barco que lo traería hasta
Organdí y, menos aún, que ella se transformaría en su compañera
inseparable. Pero así eran las cosas: él, que tantos conjuros y pociones
había inventado, no necesitó inventar el del amor: éste llegó solo en el
momento menos pensado.

Saboreando el café recién preparado, Carolina le dijo a su amigo:

–Pipi, muchas cosas han cambiado en mi vida en este año.

–Así lo veo –reconoció éste.

–Y ahora –continuó Carolina–, la princesa me ha designado al frente de


una expedición que debe dirigirse al desierto de Pacarí.

–Yo nunca he navegado por ahí –dijo Pipi.

506
–Yo tampoco –reconoció Carolina– pero me oriento hacia dónde
queda. Es en dirección al Mar de los Remolinos, uno de los accesos a la
región del Mundo.

–Pero tu sí navegaste por los mares de Mundo, ¿no? -quiso confirmar el


capitán del Azulgrana.

–Sí, pero fui y volví atravesando el Mar de los Témpanos Eternos –


respondió la capitana de Il Gabbiano.

–El caso es que –continuó ésta– encabezaré esa expedición con mi


barco.

–O sea, que no regresas con nosotros a las islas de Abadí Bahar.

–No, no regreso, y tampoco regresará Erasmus. De eso te quería hablar.

Pipi quedó en silencio esperando que ella continuase.

–Quiero pedirte que tomes el mando de la flota y no sólo eso: que


también te hagas cargo del negocio de las telas de Organdí. Todos
necesitan de ellas y este reino necesita de las mercaderías que traemos
año tras año.

El capitán del Azulgrana se sirvió más café mientras pensaba en lo que


Carolina Marrapodi le acababa de decir. Ella no sabía bien cómo
interpretar ese silencio.

–¿No temerás navegar sólo por el Colmillo del Elefante? –le preguntó.

507
–No, claro que no –le respondió él–. Ya lo he atravesado una vez
contigo y dos veces más con Erasmus. No me voy a equivocar al cruzar
entre esas islas endemoniadas.

–Entonces, ¿qué me respondes? –quiso saber ella.

–Te respondo que lo pensaré –contestó el capitán del Azulgrana–. No


lo de llevar la flota de regreso a Abadí Bahar, en eso cuenta conmigo.
Pero debo pensar si hacerme cargo del negocio de las telas.

–¿Temes que te quite libertad de ir y venir a tus anchas por los mares?

–No, no es eso. Temo que no conozco lo suficiente de telas para


manejar correctamente ese negocio.

–Pues eso tiene una solución muy sencilla –afirmó la Marrapodi–: te


cederé a mi especialista en telas. Él sabe mucho más que yo al respecto
y es el que, en verdad, ha manejado el negocio todos estos años. Y,
además –agregó riendo–, ¿para qué quiero un especialista en telas para
la expedición al Desierto de Pacarí?

Rieron los dos en el mismo momento en que Aldebarán regresaba con


más café.

508
CAPÍTULO 17. PREPARATIVOS
Finalmente, los barcos que llevaban las telas de Organdí partieron esa
mañana. Al frente de la flota iba el Azulgrana con Pipi, su capitán, a la
cabeza. Carolina Marrapodi y Erasmus los saludaron desde el muelle y,
una vez que los vieron alejarse, volvieron a dedicarse a sus múltiples
tareas. Ambos tenían que alistar sus barcos para partir en pocos días.

Lo primero que hizo Erasmus fue completar la dotación del Princesa.


Para eso conoció uno por uno a los que iban a viajar hacia Warcraft y
de esa manera pudo estimar qué tareas le podría encomendar durante la
navegación. El resto de los puestos los cubriría con algunas personas
experimentadas que le cedería la capitán de Il Gabbiano de su propia
tripulación.

No todos los heridos y heridas recuperadas en el hospital tenían los


mismos planes. Algunos de ellos no tenían familia y, por lo tanto,
tampoco interés en volver a Warcraft. Esos se dedicaban con
entusiasmo a sus nuevas tareas y sus planes para el futuro no incluían
alejarse del reino de Organdí.

Alguien planeaba viajar a Warcraft y quedarse allá.

–Yo no volveré, Princesa –le confió Esteban–. Mi abuelo está muy


anciano y no resistiría un viaje por mar de tantos días.

Otros, por el contrario, contaban con traer a toda su familia, como


Igrim, una mujer orca que viajaba con la ilusión de encontrar y traer
con ella a sus tres hermanas menores.

509
El caso es que Erasmus fue completando su tripulación y haciendo la
lista de las provisiones necesarias para llegar hasta el puerto de Öböls,
donde podría reabastecerse. Cuatro días después de lo partida de los
barcos que realizaban el comercio con Organdí, el Princesa se hizo a la
mar con su carga de personas y esperanzas, rumbo a las peligrosas
costas de Warcraft.

Mientras tanto, Carolina Marrapodi también preparó a Il Gabbiano para


su próxima e inédita travesía. Ya habían descartado llevar caballos para
todos los expedicionarios, no sólo por las dificultades para hacerles
lugar en el barco –lo que de una u otra manera se podría resolver– sino
por la cantidad de comida necesaria para alimentarlos durante el viaje.

Además, como bien señalaron las mujeres que provenientes del Mundo,
la comida para los caballos era extremadamente escasa en el desierto de
Pacarí. Así que se decidió llevar sólo uno para que colabore cargando
las provisiones para todos ellos una vez que estuvieran en tierra.

Le propusieron a Aldebarán que ese caballo fuera Dialéctico. Eso tenía


mucho sentido, ya que el caballo estaba acostumbrado a navegar: había
viajado en el Azulgrana desde las costas de Warcraft hasta las islas de
Abadí Bahar, y luego desde allí hasta las playas de Organdí a bordo de
Il Gabbiano.

–¿Qué dices? ¿Llevamos a Dialéctico con nosotros? –le preguntó


Carolina, quien estaba al frente de la expedición.

–Debo preguntarle –le respondió el mago humano ante la sorpresa de


todos los presentes.

510
Nadie se imaginaba que Aldebarán podía hablar con el caballo y,
menos aún, que era éste el que decidía si quería ir o no a ese viaje.
Pero, con toda la magia que inundaba el reino, una vez repuestos de la
sorpresa a todos le pareció lo más natural del mundo.

La princesa, por esos días, estaba feliz, triste y preocupada, todo eso a
la vez. ¿Cómo podía ser eso? Muy sencillo. Estaba feliz porque en el
reino todo estaba funcionando de maravillas. Las telas blancas y de
colores ya estaban viajando por el mar, las mercaderías que trajeron los
barcos eran abundantes y los recuperados en el hospital ya en viaje a
buscar a sus familias.

También estaba triste por tener que separarse de Felipillo, tanto se


habían acostumbrado a estar el uno con el otro. Pero no encontró otra
solución para organizar las tareas del reino que pedirle a él que se
quede y se ocupe de lo más importante que había que hacer esos meses
en Organdí, que era plantar el algodón, vigilar que crezca sano y sin
plagas y preparar todo para su cosecha y la confección de las telas para
el año próximo.

Y la princesa, aunque no se lo dijo a nadie, también pensaba que si ella,


por alguna causa desconocida, no regresaba de la expedición, sería
bueno que el reino quedara en manos de una persona de buen corazón,
como era Felipillo Gusanillo.

Y, finalmente, la princesa estaba preocupada porque era la primera vez


que iba a salir de su reino. Allí conocía todo y todo dependía de sus
decisiones, pero, cuando se hallara fuera de Organdí, ¿qué clase de
persona sería ella? ¿Sería valiente, como lo era cuando gobernaba su
país? ¿Los demás seguirían reconociendo su autoridad como princesa?
511
¿Se adaptaría a vivir fuera de su palacio donde todo era mágico y
estaba a su servicio?

En todas estas cosas pensaba mientras terminaban los preparativos para


el viaje. En eso estaba cuando la sorprendió la visita de Grommash.

–¿Se puede, princesa? –preguntó entreabriendo la puerta del salón del


trono.

–Claro, Grommash, entra. ¿En qué puedo ayudarte?

–Yo he pensado en ayudarla a usted, princesa –dijo el niño dejándola


sorprendida.

–Dime cómo.

–He preparado un cuaderno con hojas en blanco para que usted pueda
anotar todos los acontecimientos de la aventura que van a iniciar.
Dibujar mapas. En fin, para que nada se pierda de esa expedición.

–Has tenido una idea magnífica –respondió la princesa–. Te lo


agradezco mucho.

–Lo haría yo mismo, pero mi padre no me deja ir con la expedición –


agregó Grommash.

–Entiendo –dijo la princesa pensativa–. Eres un niño fuerte y valiente, y


podrías venir con nosotros. Pero es que yo le he dicho a tu padre que te
necesito aquí, al frente de la biblioteca.

Grommash tenía una expresión entre triste y orgullosa.

512
–Sabes –continuó la princesa–, a Felipillo no se le da muy bien esto de
los libros, así que, si tú te quedas a cargo, yo puedo viajar tranquila.

Grommash sonrió por primera vez en toda la conversación.

–Vaya tranquila, princesa, yo me hago cargo –dijo ya con seriedad.

513
CAPÍTULO 18. EL CABALLO DEL MAGO
La decisión estaba tomada: llevarían un caballo a la expedición para
que les ayudara a cargar los víveres durante el cruce del desierto de
Pacarí.

Aldebarán no sabía si Dialéctico iba a querer embarcarse nuevamente,


pero aprovecharía el viaje hasta el palacio para preguntárselo. Sin
embargo, fue el mismo caballo quien sacó la conversación:

–Veo que hay muchos preparativos de viaje –comentó, como al pasar,


mientras llevaba al mago a paso ligero.

–Sin duda eres un caballo muy observador –respondió Aldebarán,


quien ya había aprendido que Dialéctico no era totalmente inmune a los
elogios. Pero aquel le respondió inmediatamente:

–Llevan cuatro días cargando comida en el barco, no ha de ser para un


cumpleaños.

–Tienes toda la razón –reconoció Aldebarán–. Se prepara un viaje al


desierto de Pacarí.

–Pero –preguntó asombrado Dialéctico–, ¿a quién se le ocurre hacer un


viaje a un desierto?

–Pues –respondió Aldebarán–, se le ocurre a gente que quiere


investigar cosas importantes que podrían estar ocultas en ese lugar.

–¿Qué tan importantes? –quiso saber el caballo.

–Tan importantes que podrían terminar con todas las guerras.


514
–¡Las guerras! ¡Las guerras! –repitió Dialéctico–. Los hombres no
hacen más que empezar guerras y luego quieren saber cómo terminar
con las guerras. ¿No sería más fácil no comenzarlas y listo?

Aldebarán sabía tanto del agudo ingenio de Dialéctico como de la


dificultad para hacerlo cambiar de opinión cuando una idea se le metía
en su caballuna cabezota. Así que prefirió dar un rodeo:

–Quizás los hombres que comienzan las guerras sean unos y los que
quieren terminar con ellas sean otros –insinuó tímidamente, pero la
respuesta del caballo no se hizo esperar:

–Es como que me digas que son unos los caballos que llevan al jinete
hasta su destino y otros los que lo arrojan al piso de un corcoveo.
Somos todos caballos: a veces nos da gusto llevarlos a su destino y
otras veces arrojarlos al piso.

–¿O sea –quiso confirmar Aldebarán–, tú crees que los mismos


hombres a veces quieren hacer la guerra y otras veces quieren vivir en
paz?

–No tengo dudas al respecto –contestó Dialéctico–. Mira nomás a ese


Ulrico: se pasó la mitad de su vida ensartando enemigos con sus flechas
y ahora es Ulrico el Cocinero, un poco más y hay que hacerle una
estatua.

–Pero ¿qué es mejor? –preguntó el mago– ¿Qué ande por ahí matando a
otros o que prepare exquisitas comidas para alimentar a otros?

–A mí no me hace ninguna rica comida, así que me da exactamente lo


mismo –respondió de manera grosera el caballo.
515
–No es cierto que pienses eso –afirmó Aldebarán–. Cuando te conocí
detestabas la guerra porque te habían herido a ti y a otros congéneres
tuyos.

–Sí, es cierto –reconoció el caballo–, la guerra es algo malo. Pero que


los que inventaron la guerra crean que pueden terminar con ella me
hace mucha gracia.

El mago humano no conocía esta faceta pesimista de su caballo, así que


quedó un tanto sorprendido. Quizás no era el mejor momento para
hablar sobre el viaje, pero había que tomar una decisión, así que fue
directamente al grano:

–Dialéctico –preguntó Aldebarán–: ¿querrás venir a la expedición con


nosotros?

El caballo caminó un rato en silencio, al cabo del cual preguntó:

–¿Y para qué me quieren en esa expedición?

–Sería de gran ayuda contar con alguien fuerte como tú para que nos
ayude a llevar las provisiones.

–Así que necesitan de mi ayuda –dijo el caballo en un tono difícil de


descifrar–. Van a perderse en un desierto buscando no sé qué y
necesitan de mi ayuda –y volvió a quedarse en silencio.

–Sí, nos vendría muy bien tu ayuda, ¿qué opinas?

516
–Opino que no es buena idea irme a morir de calor o quizás hasta de
hambre a un desierto sólo porque tengo cuatro patas y soy mucho más
fuerte que ustedes.

Aldebarán quedó muy decepcionado de la respuesta de Dialéctico.


Sinceramente le tenía aprecio y creyó que, después de todas las
aventuras vividas juntos, el caballo lo acompañaría en esta nueva
travesía.

–Está bien –dijo el mago al cabo de un rato–, buscaremos otro caballo.

–¿Es que yo dije que no iba a ir? –respondió Dialéctico visiblemente


enojado.

–Bueno, en verdad no, no lo has dicho –reconoció Aldebarán–, pero


luego de escuchar que para ti no tiene ningún sentido ir a un desierto y
menos para tratar de terminar con las guerras que nosotros mismos
comenzamos, y que ibas a morir de calor y de hambre y todo eso, yo
entendí que no vendrías.

–¡Hombres! ¡Hombres! –exclamó Dialéctico–. Se dicen inteligentes y


no entienden que hay cosas que no se hacen ni porque se necesiten ni
porque sean útiles.

Aldebarán quedó absolutamente estupefacto ante estas últimas


palabras.

–Hay cosas que se hacen –continuó el caballo– sólo porque hay que
hacerlas. No importa que no tengan sentido, como ir a ese desierto de
porquería.

517
–¿Y por qué vendrías tú a una expedición que te parece tan
descabellada?

–¿Sabes por qué iré? Porque debo ir. ¿Y sabes por qué debo ir? Porque
soy tu caballo. Espero que no lo olvides.

Aldebarán sintió cómo su pecho se llenaba de un agradable calor. Lo


único que atinó fue abrazar el cuello de Dialéctico y darle un beso entre
sus orejas. Su caballo le había dado una lección que, efectivamente,
nunca olvidaría.

518
CAPÍTULO 19. RUMBO AL DESIERTO DE PACARÍ
–Ya está todo listo, princesa –dijo Carolina Marrapodi y agregó–:
cuando usted lo indique podemos zarpar rumbo al desierto de Pacarí.

Las cuatro mujeres del Mundo al igual que el mago Flogisto estaban
desde el día anterior en la playa. La princesa no había regresado al
palacio y se hallaba allí desde que los buques partieran con las telas de
Organdí. Felipillo Gusanillo se había quedado con ella para despedirla.

Finalmente, al día siguiente y con gran emoción, Il Gabbiano desplegó


sus velas. Desde el muelle agitaban sus manos Felipillo, Ulrico el
Cocinero, Ana Milena, Azucena y Grommash, éste último despidiendo
a su padre. Carolina Marrapodi daba las últimas órdenes para hacerse a
mar abierto mientras que el timonel describía un amplio círculo hacia la
izquierda para tomar el rumbo hacia su destino.

Los del barco correspondían al saludo de los de tierra. Aida, la princesa


etíope, Kusinkillay, de la Nación Diaguita, al igual que Diótima y
Tzihuí Gontzú, emocionadas, agitaban sus manos con los brazos en
alto. Lo mismo hacía el mago Flogisto mientras que la princesa no
podía evitar que se le escaparan unas lágrimas mientras enviaba besos a
Felipillo. Cada vez el muelle se veía más pequeño. Mientras, los que
quedaron en tierra vieron como Il Gabbiano se transformaba en un
puntito en el horizonte hasta que, finalmente, desapareció.

La capitán ordenó poner proa hacia el Mar de los Remolinos. Poco


antes de llegar allí, tenía planeado torcer el rumbo hacia la izquierda
hasta encontrar el desierto de Pacarí. Sabía que no podría acercarse por
el peligro que significaban las rocas, así que tenía previsto anclar a una
distancia segura y llegar hasta la costa en los botes a remo.
519
La travesía fue larga. Tal como lo predijera Carolina Marrapodi, ahora
jefe de la expedición, llevó más de diez días de navegación acercarse a
su destino. En este punto, la capitán quiso saber qué es lo que habían
hecho las mujeres del Mundo con el bote que las trasladó hasta esas
costas. Diótima respondió por todas:

–Lo hemos arrastrado por la playa, capitán, para ponerlo a salvo de las
mareas.

–¿Y tú crees que lo veremos desde aquí?

–Si, estaba sobre la arena. Debería verse.

La Marrapodi dio la orden a su vigía de que escudriñara la costa en


busca del bote. Si lograban desembarcar en un lugar cercano al que lo
hicieron las cuatro mujeres podrían seguir el mismo camino que ellas
habían hecho. Pero, a pesar de ir y venir por las costas de Pacarí y del
poderoso catalejo que el vigía utilizaba, no encontraron ni rastro del
bote.

–No puede ser –afirmó Tzihuí Gontzú–, allí lo dejamos.

–¿Qué luna hacía cuando desembarcaron? –quiso saber Carolina.

–Lo recuerdo bien –dijo Kusinkillay–, la luna estaba en cuarto


menguante.

–Eso lo explica todo –afirmó la capitán.

Como todos quedaron mirándola, añadió:

520
–No todas las mareas son iguales –explicó–. Ustedes dejaron el bote
fuera del alcance de la marea de ese día, pero en cuarto menguante y en
cuarto creciente se produce lo que se llama la “marea muerta”. En
cambio, en luna nueva y en la luna llena se produce la marea viva, que
es cuando el mar sube mucho más. Es muy probable que, con el cambio
de luna la marea haya llegado a su altura máxima arrastrando el bote
nuevamente al mar.

–¿Es cierto que existen las “super mareas”? –quiso saber Flogisto, a
quien los temas del mar lo apasionaban.

–Así es –confirmó la capitán–. Cada tanto se produce una alineación


del sol y la luna que hace que el agua del mar suba unos centímetros
más que lo normal.

–¿El sol? ¿La luna? –preguntó incrédula la princesa.

–Así es, princesa. La atracción de esos astros es lo que hace que se


levante el agua. Y si en la luna hubiera mares, la atracción de la tierra
también produciría unas mareas fabulosas.

La princesa había leído algo sobre la atracción de los astros, pero nunca
lo había entendido del todo bien. Ahora veía que eso tenía mucha
importancia.

–¿Y por qué se atraen los astros? –quiso saber la princesa.

–Eso es un misterio –contestó Carolina–. Es como si una fuerza


poderosa los hubiera separado y ellos quisieran volver a abrazarse. En
la tierra, que es más dura, eso no se nota, pero en el agua sí: es como si
quisiera estirar los dedos y volver a reunirse con sus hermanos.
521
Todos quedaron maravillados de la sabiduría y de las explicaciones que
dio la capitán.

Finalmente, de tanto recorrer y observar la costa, el vigía recomendó un


lugar para desembarcar. Se veía como una especie de ría. Quizás
mucho tiempo antes, cuando Pacarí no era aún un desierto, un río
corriera por allí y desembocara en el mar. Ahora sólo se veía como un
brazo del mar que se internaba en la tierra. Si bien no parecía muy
profundo, ese lugar tenía la ventaja de no estar sembrado de piedras
como el resto de la costa.

Carolina Marrapodi mandó echar el ancla y comenzaron los


preparativos para bajar los botes. Por suerte no habían desarmado el
arnés que fabricaron para bajar a Dialéctico en las playas de Organdí,
así que lo pudieron volver a usar para el desembarco del caballo.

Il Gabbiano quedaría al cuidado de su nuevo primer oficial. Las


órdenes expresas de Carolina era que los esperara veinte días en ese
mismo lugar. Si en ese plazo la expedición no regresaba debía levar
anclas y volver al puerto de Organdí, informando allí de lo sucedido.

Para tomar esa decisión la capitán tuvo en cuenta distintas cosas. Por un
lado, las mujeres del Mundo informaron que al tercer día de caminar
desde la costa encontraron la puerta misteriosa en las estribaciones de
la cordillera, así que, calculando tres días de ida y tres días de vuelta,
quedaban catorce días completos –dos semanas– para la exploración.
Pero otra de las razones era el cálculo de los víveres: si en veinte días
no regresaban, a la tripulación de Il Gabbiano le quedarían los víveres
justos para regresar hasta Organdí.

522
CAPÍTULO 20. EL DESEMBARCO
El desembarco fue todo un éxito. Las órdenes de la capitán fueron
precisas y la tripulación las ejecutó con maestría. En menos de dos
horas estuvieron todos los expedicionarios en la costa, incluidos
Dialéctico y los víveres.

Volvieron algo hacia el oeste para encontrar las líneas de arena de las
que hablaron las mujeres del Mundo. Siguiendo ese camino,
imaginaban, tendrían mayores posibilidades de encontrar la puerta
misteriosa. Tal como ellas habían dicho, parecía que debajo de la arena
pasaran unas cañerías o serpientes gigantescas tapadas luego por el
desierto.

Siguiendo esas líneas caminaron día tras día y, al cabo del tercero,
divisaron a lo lejos las primeras estribaciones de la cordillera. Ya
encontrar la puerta fue un poco más difícil. Como se estaba poniendo el
sol decidieron que harían noche protegidos del viento en una amplia
cueva que se abría en la falda de las montañas.

Con los últimos resplandores del sol que se filtraban desde el exterior
organizaron un fuego que les diera luz y calor en aquella gruta. Cuando
las llamas alcanzaron a iluminar aquel lugar, la sorpresa de los
expedicionarios no tuvo límites: en el fondo de la cueva se encontraba
el bote en el que habían venido, meses atrás, las mujeres de la región
del Mundo.

Todos se miraron. La primera en hablar fue Carolina:

–Princesa, no estamos solos en este desierto –dijo.

523
–Así es –agregó Flogisto–, y con seguridad se necesitó de un grupo
muy numeroso de personas para traer este bote desde la playa hasta
aquí.

–¿Qué aconsejas tú? –le preguntó la princesa a Carolina.

–Ya estamos en este lugar con el fuego prendido. Pasaremos la noche


aquí, pero nos turnaremos para hacer guardia en la entrada de la cueva:
podríamos tener visitas inoportunas.

–Eso no hará falta –dijo Aldebarán–, yo puedo hacer un conjuro que


haga la entrada de la cueva invisible así que, por más que la busquen
los que supuestamente viven en este desierto, no la podrán encontrar.

Carolina, una vez más, quedó admirada de los poderes de su


compañero. A todos les pareció excelente la idea y se dispusieron a
descansar. Aldebarán se acercó a la entrada de la cueva y, levantando
sus dos manos, como cuando invisibilizó al Azulgrana, dijo su conjuro
en voz alta:

Lapis lapidis
Spelunca totus
Nullus hominen
Vídere potus.

Dicho esto, bajó sus dos manos y nadie notó ningún cambio. Afuera ya
comenzaba a oscurecer. Tzihuí Gontzú no pudo resistir su curiosidad y,
sin pensarlo, salió de la cueva. Al darse vuelta, la cueva había
desaparecido. Asombrada y algo asustada contemplaba una pared
uniforme de piedra donde antes había estado la entrada. Desde dentro

524
de la cueva veían su cara de desconcierto, como si no supiera cómo
hacer para regresar con los demás.

–Tzihuí Gontzú –exclamó en voz alta Kusinkillay–, regresa de nuevo


con nosotros.

–¿Dónde? ¿Dónde están? –exclamó angustiada la princesa china de la


sabiduría.

–¡Aquí! Frente a ti –exclamaron sus compañeras del Mundo.

–Es que sólo veo una pared de piedra –contestó Tzihuí Gontzú.

–Camina hacia delante –le dijo Aldebarán–, no temas estrellarte contra


las piedras.

Alentadas por la voz del mago, Tzihuí Gontzú así lo hizo. Con temor al
principio y luego ya más confiada dio un paso, y otro, y otro, y
descubrió sorprendida que podía atravesar caminando el muro de
piedras que estaba frente a sus ojos y que sólo desde afuera de la cueva
se veía.

Algo alejado de allí, Dialéctico observaba sin poder creer la capacidad


de sugestión que tenían los seres humanos. Ya había experimentado
cómo, personas adultas e inteligentes, no podían ver el barco que su
dueño había cubierto con una capa de invisibilidad, aunque el barco
siguiera estando allí, con su proa, su popa, sus velas y su inmensa mole
a la vista de todos. Y ahora otra vez el mismo espectáculo: esa china
que se las daba de sabia veía una pared de piedras donde solo había un
inmenso agujero que permitía la entrada a esa cueva.

525
–En fin –pensó Dialéctico–, y éstos creen que pueden acabar con las
guerras.

Mientras todo eso ocurría en una cueva perdida de las primeras


montañas que rodeaban al desierto de Pacarí, muy lejos de allí, en un
barco construido en Organdí, humanos y orcos hacían planes para
llevar a buen término su aventura.

Efectivamente, el Princesa acababa de pasar el Colmillo del Elefante y


se encontraba en cercanías de las costas de Warcraft. Erasmus, su
capitán, había aconsejado que, para no llamar la atención, hicieran
tierra en sólo dos puntos de esa costa. Quedaba decidir en cuáles.

Primero pensaron que en uno de esos puntos desembarcaran los


humanos y en el otro los orcos, pero se les ocurrió una idea mucho
mejor: desembarcarían grupos compuesto por humanos y por orcos. Si
se encontraran con tropas humanas, simularían que eran soldados
humanos llevando prisioneros a esos orcos, y, al revés, si se
encontraran con orcos: los humanos simularían ser sus prisioneros.
Llevarían del barco algunas sogas para atarse las manos y parecer
efectivamente que eran conducidos a una prisión.

Finalmente, un grupo desembarcaría al norte de Warcraft. Luego el


Princesa volvería a internarse en alta mar para dirigirse hacia el sur.
Finalmente, volvería a acercarse a la costa para que desembarque el
otro grupo.

El plan era que el Princesa, con una tripulación reducida, navegara


luego hasta las islas de Abadí Bahar. Allí se reabastecería y revisarían
si el barco necesitaba algún tipo de reparación. Finalmente, volvería a
526
buscar a los humanos y orcos desembarcados, esperaban que sanos y
salvos.

Tenían tres semanas en total para buscar a sus familias y volver con
ellas al punto de desembarco. Allí debían esperar las señales de luces
que haría el Princesa desde el mar y responderlas desde la costa.

El barco prendería la luz, de manera intermitente, tres veces seguidas,


mientras que desde la playa se prenderían tres luces, una después de la
otra, y debían brillar, por unos segundos, todas a la vez. Sólo así
enviarían los botes a buscarlos.

Todo eso repasaban con el capitán los humanos y orcos que, en dos
lugares distintos, bajarían a tierra.

527
CAPÍTULO 21. LOS SECRETOS DE LA PUERTA
MISTERIOSA
La noche en la cueva transcurrió sin contratiempos. Por la mañana
desayunaron y continuaron la búsqueda de la puerta misteriosa. No
vieron huellas ni nada que les hiciera pensar que no estaban solos en
ese desierto, pero, por otro lado, el bote no había ido caminando desde
la playa hasta la cueva: lo tuvieron que trasladar quienes quiera que
sean.

Mirando hacia todos lados, con precaución, siguieron recorriendo los


alrededores y, esta vez sí, tuvieron mucha suerte: antes del mediodía ya
habían dado con la inscripción que en letras griegas decía Alfa y
Omega y, debajo de ella, la puerta que prometía el acceso a todo el
saber del universo.

Ahora el tema era abrir la puerta: no se le veía picaporte ni manija


alguna; sólo, en cada uno de sus cuatro ángulos, tenía algo así como
una estrella. Lo primero que pensaron fue que esas estrellas eran
botones que debían ser presionados: quizás un mecanismo oculto haría
que se abriera de esa manera.

¿En qué orden habría que presionarlos, se preguntaron? Primero lo


hicieron de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha. Luego
en diagonal y luego en zigzag. Luego repitieron ese orden, pero al
revés. Pero no, no obtuvieron ningún resultado: la puerta seguía tan
cerrada como al principio.

Quizás la puerta se abriera hacia adentro y sólo era cuestión de


empujar. Lo intentaron todos juntos, pero no lograron moverla ni un

528
milímetro. Y si se abriera hacia fuera no había de donde afirmarse para
hacer fuerza. Todos agitados y desanimados decidieron descansar por
unos instantes.

Ese fue el momento que aprovechó Dialéctico para acercarse a


Aldebarán y, como haciéndole una caricia con el hocico, le dijo al oído:

–No son estrellas.

Aldebarán se alejó un poco del grupo para hablar con su caballo. A los
dos les daba algo de pudor hablar en público.

–¿Cómo que no son estrellas? –quiso saber el mago.

–¿Y por qué iban a ser estrellas? –respondió con otra pregunta
Dialéctico–. Seguro ustedes creen que esta puerta la trajeron desde el
espacio seres extraterrestres y en señal de su origen la sellaron con
cuatro estrellas –completó con algo de sorna el caballo.

–Pero tienen forma de estrellas –insistió ya débilmente Aldebarán.

–Claro –retrucó Dialéctico–, si encuentran una piedra con forma de


zapato intentarán entonces ponérsela en el pie. ¡Hay tantas cosas con
forma de estrella que no son estrellas! –suspiró finalmente el caballo.

–Está bien, sabihondo –dijo ya algo molesto el mago–. Y si no son


estrellas, ¿qué son?

–Ah, eso no lo sé. Ustedes son los humanos, los inteligentes. ¿Qué
quieren que les diga un pobre caballo?

529
Aldebarán hervía de rabia, pero sospechaba que Dialéctico sí tenía una
idea de cómo abrir la puerta, y eso era lo más importante, así que calmó
su enojo y esperó pacientemente que dijera algo más. Si algo había
aprendido, era que su caballo nunca se quedaba con las ganas de decir
lo que pensaba, y así sucedió:

–Si les quitamos esas estrías las estrellas dejarían de ser estrellas y
pasarían a ser botones, ¿no?

–Así es –reconoció Aldebarán.

–Y si fueran botones, el caso sería cómo desabrocharlos del ojal para


poder abrir la puerta, ¿no te parece?

–Sí, efectivamente –aseveró el mago, intrigado por la marcha del


pensamiento de Dialéctico.

–Y pongamos que fueron los extraterrestres los que pusieron esos


botones –dijo conciliador el caballo para no matar la ilusión que
alentaba a todo el grupo– y les hicieron esas estrías para que
únicamente se pudieran desabrochar con una herramienta especial que
sólo ellos tenían.

–¡Un destornillador! –exclamó eufórico Aldebarán–. Claro, esas que


parecen estrellas son tornillos y lo que se necesita es construir un
destornillador para poder quitarlos y abrir la puerta.

–¡Al fin! –exclamó Dialéctico. Aldebarán le dio una palmada en las


paletas y un terrón de azúcar, con lo que el caballo se dio por bien
pagado por su esfuerzo. “Y pensar que me querían traer por mi fuerza
bruta”, siguió pensando ya para sus adentros.
530
Aldebarán regresó eufórico a reunirse con todo el grupo.

–Mi caballo ha resuelto el enigma de cómo abrir esta puerta.

Todos lo miraron en silencio. Sabían que la relación del mago humano


con su bestia era muy especial y no era momento de ponerse a
investigar si la idea era del caballo o no: lo importante era que
funcionara y permitiera abrir la maldita puerta.

–Esos no son botones ni son estrellas –afirmó Aldebarán–: son


tornillos.

–¿Torni qué? –preguntó la princesa.

–Es un invento que nosotros no usamos, pero yo he encontrado su


descripción en algunos libros –completó el mago.

También Flogisto y Diótima confirmaron haber leído sobre esa nueva


tecnología, aunque eso aún no aclaraba cómo harían para abrir la
puerta.

–¿Y qué tenemos que hacer con esos tomillos para poder abrir la
puerta? –preguntó confundida la princesa.

–Tornillo, princesa –corrigió Aldebarán–, no tomillo que, por cierto, es


un condimento muy rico para las comidas. Para quitar esos tornillos –
completó el mago– será necesario fabricar un destornillador.

Durante toda la tarde intentaron preparar una herramienta adecuada


para desenroscar los tornillos con forma de estrella que sujetaban la
puerta misteriosa. No contaban con un horno para fundir metales y eso
531
era todo un contratiempo para fabricar lo que Aldebarán dijo que se
llamaba destornillador.

Probaron hacerlo en madera y dieron a una ramita de un árbol la forma


apropiada para que se enganche en las estrías de las estrellas, pero al
hacer fuerza la madera se rompió y ni movió la cabeza del tornillo.
Tampoco contaban con herramientas para tallar una piedra con esa
forma.

Se fue haciendo la noche sin que pudieran encontrar una solución al


problema, pero Carolina, con sabiduría, ordenó que igual todos debían
descansar.

–Mañana será otro día –dijo recordando lo que decía su abuela.

532
CAPÍTULO 22. ÁBRETE SÉSAMO
Ya no volvieron a la cueva. Acamparon enfrente mismo de la puerta.
Allí cenaron, organizaron un fuego para calentarse y cada miembro de
la expedición hizo uso de sus mantas para organizar el descanso. Sólo
la princesa y Flogisto quedaron conversando hasta bien tarde.

–¿Tú crees que podremos abrir la puerta? –le preguntó la princesa.

–No lo sé, princesa –respondió el mago–, pero vale la pena intentarlo.


Para eso hemos venido hasta este desierto y lo hemos cruzado a pie,
desde el mar hasta las montañas.

–Me siento rara fuera de mi reino. Allá conocía todo lo que sucedía y
cómo resolver los problemas, pero aquí todo es nuevo para mí.

–Cuando enfrentamos cosas nuevas –dijo Flogisto– es cuando más


aprendemos.

La princesa permanecía en silencio y no parecía muy convencida de lo


que le decía el mago orco. En general se la veía insegura, como
desanimada. Definitivamente, parecía cierto que extrañaba mucho su
vida conocida en Organdí.

–A usted le gusta leer, Princesa, ¿no?

–Así es –respondió la princesa.

–Y cuando comienza un libro, ¿sabe lo que va a decir o cómo va a


finalizar la historia? –preguntó Flogisto.

–Claro que no –dijo sonriendo la princesa.


533
–Pero, sin embargo, usted lo disfruta, aunque el final sea desconocido.

La princesa asintió con la cabeza.

–El mundo es como un libro Princesa, no se puede saber cómo va a


terminar si no se lo lee. Lo que estamos haciendo en esta expedición es
leer el mundo.

–Aunque ya no sentados en una biblioteca –completó la princesa.

–Exactamente.

–Somos como los personajes de un libro, ¿no?

–Sí –confirmó Flogisto–, como personajes de un libro que leen en otro


libro: el libro de su propia historia. Estas montañas, las olas del mar, las
estrellas que fijan la puerta son como letras que nosotros leemos para
que otros puedan saber de nuestras aventuras. La puerta es un enigma:
cuando nosotros podamos leer la puerta, ésta se abrirá.

La princesa admiró una vez más la sabiduría de su amigo Flogisto,


siempre le enseñaba una nueva manera de ver la vida. Se dieron las
buenas noches y cada cual se envolvió en su manta.

Cuando la mañana comenzaba a clarear todos dormían plácidamente


envueltos en sus mantas de viaje. Todos menos uno, que se había
levantado aún de noche. En eso estaban los descansantes cuando, de
pronto, un fuerte ruido, como de una explosión, los despertó
bruscamente. Quien intentó sentarse, quien intentó pararse, el caso es
que todos se sintieron alarmados queriendo saber cuál era el origen de
ese estrépito.
534
Cuál no sería su sorpresa al ver al mago Flogisto envuelto en una nube
de tierra mientras que, en el suelo, a su lado, yacía la puerta que el día
anterior no habían logrado abrir de ninguna manera. De más está decir
que nadie se preocupó por desayunar o por lavarse la cara: todos
corrieron hasta la entrada, ahora sí, definitivamente abierta.

La mayoría atribuyeron el milagro a la magia del mago orco: ya había


dado suficientes pruebas de su poder en otras ocasiones, como cuando
transformó a la mariposa Anadaida en golondrina. Pero esta vez las
cosas habían ocurrido de una manera un poco distinta.

–¿Qué ha ocurrido, Mago? –preguntó la princesa.

–Ha ocurrido que no lograba dormir pensando en la puerta que no


podíamos abrir.

Todos quedaron mirándolo y él entendió que debía proseguir.

–Primero pensé que el problema era que no teníamos un horno para


fundir metales y que ningún otro material servía para fabricar lo que
Aldebarán nos enseñó se llama destornillador.

»Entonces pensé, “si no podemos fundir el metal, tenemos que


encontrar algo de metal que ya esté fundido”. ¿Dónde podríamos
encontrar algo de metal fundido en este desierto y en estas montañas?
Eso parecía totalmente imposible. Hasta que caí en la cuenta de que,
nosotros mismos, llevamos elementos de metal fundido en nuestro
equipaje, así que no pude seguir acostado y me levanté
inmediatamente.

La princesa y todos los demás seguían pendientes de su relato.


535
–Así que –prosiguió el mago– busqué en mi zurrón los elementos de
metal que llevaba, que no eran otra cosa que un cuchillo, una cuchara y
un tenedor. La cuchara y el tenedor se ajustaban poco a las estrías
estrelladas de los tornillos, pero con el cuchillo, y con un poco de
esfuerzo, logré ir aflojando uno por uno. Cuando aflojé el último, la
puerta se vino al suelo y ese fue el ruido que los despertó.

La princesa, de a poco, se empezó a sentir poderosa nuevamente. No


estaba en su reino, era cierto, pero estaba rodeada de sus amigos que
ponían toda su inteligencia y esfuerzo para llevar a cabo la misión que
se habían propuesto.

Carolina, reasumiendo el mando de la expedición, dijo:

–Gracias Mago, es usted realmente increíble. Y ahora, vamos a


desayunar que no podemos empezar la exploración con la panza vacía.

Todos aportaron agua de sus cantimploras para hacer un rico té que


tomaron con unas galletas de las que preparaba Ulrico el Cocinero.
Tuvieron la suerte de descubrir, el día anterior, una vertiente para
reponer el agua que habían utilizado y hasta Dialéctico encontró
alrededor unos jugosos pastos donde reponer las energías gastadas en el
cruce del desierto. “Más les valdría aquí un camello que un caballo”
pensó para sí, pero no dijo nada y siguió desayunando con entusiasmo.
Vaya a saber cuándo encontraría su próxima comida.

Una vez desayunados todos tomaron quien sus mochilas y quien sus
zurrones y se acercaron a la puerta misteriosa, ya abierta gracias al
ingenio del mago orco.

536
–De ahora en adelante haremos así –dijo Carolina–: siempre
caminaremos en fila y, al llegar a cada nuevo lugar, uno avanzará a
explorar y regresará a informar de lo que ha encontrado. Si no hay
ningún peligro, avanzaremos todos por ese camino.

Todos asintieron con la cabeza en señal de que la habían comprendido.

–La primera en entrar a explorar seré yo –agregó la capitán de Il


Gabbiano–, y luego nos iremos turnando –y así dicho se internó por la
puerta recién abierta.

Todos esperaban su regreso con emoción, temiendo, claro, que se


pudiera encontrar con algún peligro, pero confiando en que regresaría
pronto sana y salva. Se hizo esperar un buen rato, al cabo del cual su
figura apareció en la puerta y, con calma, informó a toda la columna:

–Detrás de la puerta inicia un túnel que parece tener las paredes y el


techo hecho de hilos de cobre. La parte que he recorrido no presenta
ningún peligro, así que ingresaremos todos hasta donde yo llegué: allí
organizaremos una nueva exploración.

Todos se dispusieron a iniciar la marcha.

–Ah, y una cosa más –agregó Carolina–, el túnel es un poco estrecho.


Creo que lo mejor es que Dialéctico nos espere aquí, donde además
cuenta con agua y comida. Vaya a saber lo que nos encontraremos más
adentro.

Cuando Aldebarán le comunicó la decisión de la jefe de la expedición a


su caballo, éste se mostró conforme.

537
–Aquí te esperaré –respondió el equino, pensando ya en volver a la
vertiente donde tenía todo lo que necesitaba.

Finalmente, la columna de expedicionarios se puso en movimiento. La


encabezaba Carolina y la seguían, en fila, el mago Flogisto, la princesa
de Organdí, Kusinkillay, Diótima, Aída, Tzihuí Gontzú y cerraba la
marcha Aldebarán.

538
CAPÍTULO 23. EN LAS COSTAS DE WARCRAFT
Muy lejos del desierto de Pacarí, en esa noche oscura, un barco se
acercaba sigilosamente a las costas de Warcraft. Sólo las estrellas
acompañaban la marcha atenta del Princesa, la luna no se había hecho
presente esa noche. Con todas las luces apagadas, la nave parecía un
fantasma que se deslizaba sobre el agua sin tocarla.

El capitán Erasmus aguzaba el oído y la vista: cuando le pareció


escuchar el ruido de la rompiente y las olas le parecieron más
espumosas hizo echar anclas. Dos botes bajaron inmediatamente hasta
el agua y en ellos se acomodaron los remeros y los que allí iban a
desembarcar. Con energía remaron hasta la costa y tuvieron la suerte de
encontrar un lugar amable para tocar tierra.

Los del bote les pasaron unas provisiones para que se alimentaran hasta
encontrarse con sus familias. Los orcos y humanos las cargaron sobre
sus hombros para que no se mojaran y con ellas salieron hasta la playa.
Sin despedidas, sin hablar para no ser descubiertos, los botes regresaron
rápidamente hasta el barco. Allí fueron nuevamente izados, levaron
anclas y se internaron en el mar.

El Princesa se alejó como una madre que acabara de dejar a sus hijos
librados a su suerte, esperando volver a encontrarlos a su regreso. Los
desembarcados rápidamente se organizaron, reconocieron el lugar y
decidieron emprender la marcha sin esperar el amanecer. El pueblo
humano estaba a poco camino y esperaban llegar a él aun siendo de
noche. Esto permitiría a los humanos ir en busca de sus familias con
menos riesgo. Los orcos los esperarían en las afueras, escondidos en
una floresta.

539
La sorpresa de esas familias humanas al reencontrarse con los seres
queridos a los que ya habían dado por muertos no tuvo límites. Hijos,
hijas, esposos y esposas se despertaron creyendo que aún estaban
soñando. Los abrazos y las lágrimas los trajeron de nuevo al mundo de
los despiertos. Cuando escucharon decir a los recién llegados que
debían reunir lo indispensable y partir hacia un reino de paz, no lo
dudaron ni un instante. ¿Qué les había dado Warcraft a ellos? Guerra,
dolor, muerte. Cualquier riesgo y cualquier sacrificio valían la pena
para comenzar una nueva vida.

Lo que más les costó entender a todos fue que se encontrarían con
orcos y que estos, en vez de enemigos, eran ahora compañeros de ruta.
Sólo la esperanza de una vida mejor les permitió vencer el miedo que
ese encuentro les producía.

Los orcos vieron venir a esas familias abrazadas y cargando mantas,


víveres y ropa, y no podían dejar de emocionarse pensando que poco
después ellos podrían hacer lo mismo. Al llegar al bosque todos juntos
emprendieron el camino para alejarse del poblado. Recién estaba
amaneciendo.

Cuando ya el día brillaba con todo su esplendor, el grupo se hallaba


lejos del pueblo y seguía su rumbo alejado de los caminos. Éstos eran
poco seguros en Warcraft.

Las familias humanas habían llevado consigo lo que creyeron más


imprescindible. Nadie sabía, y nadie tampoco preguntó, si el viaje hasta
ese lugar de paz duraría un día, un mes o un año. Así que se los veía
cargando bolsos con ropa, cestos con comida y algunos utensilios que
podían ser necesarios durante el viaje.
540
Una mujer orca se acercó a una madre humana que cargaba dos niños y
le dijo, en perfecto humano aprendido en Organdí:

–¿Me permites que te ayude?

La madre la miró sin responder palabra. Un temor instintivo la invadió.


Ella había crecido creyendo, por lo que decían los demás, que los orcos
se comían a los niños crudos.

–¡Extraño tanto a mi hijo! –agregó la mujer orca–, déjame cargar al


tuyo durante el camino.

Quizás de madre a madre se entendieron y, cuando la mujer,


extremadamente alta y extremadamente verde tomó amorosamente al
bebé humano en sus brazos, éste la premió con una sonrisa.

541
CAPÍTULO 24. EXPLORANDO
La larga fila de expedicionarios, encabezada por Carolina Marrapodi,
empezó a recorrer el túnel que se abría detrás de la puerta misteriosa.
Era cierto que era un poco estrecho. Flogisto, el mago orco, debía
caminar algo inclinado porque sus más de dos metros de estatura no le
permitía levantar del todo la cabeza.

Los hilos de cobre de los que parecía estar hechas las paredes y el techo
producían una tenue fosforescencia. No era lo que propiamente se
puede llamar una luz, pero alcanzaba para que el túnel no estuviera
totalmente a oscuras.

–¿Todos bien? –preguntó Carolina con su fuerte voz de capitán.

–Todos bien –respondieron desde distintos lugares de la fila.

–Sin novedades –se escuchó la voz de Aldebarán, quien era el que


cerraba la marcha.

Luego de un buen rato de caminar, la capitán de Il Gabbiano dio la voz


de alto y todos se detuvieron.

–Hasta aquí llegué yo en la exploración anterior –dijo–, debemos


realizar una nueva exploración. Le toca a usted, mago Flogisto –le dijo
al que iba segundo en la fila.

–A la orden –dijo el mago, y siguió adelante por el túnel mientras el


resto de los expedicionarios esperaba su regreso.

Al rato de caminar, Flogisto se encontró con que el túnel terminaba en


una puerta. “Otra puerta”, pensó para sí Flogisto, y ésta tampoco tenía
542
picaporte, pero ni siquiera tornillos ni nada que permitiera saber cómo
abrirla.

El mago levantó la cabeza y vio sobre la puerta una nueva inscripción


con números y letras que decía “dos punto cinco faradios”. “¿Faradios?
¿Faradios?” se peguntó a si mismo el orco, “en mi vida escuché ni leí la
palabra faradios. Ha de estar escrita en un idioma desconocido”.

Mientras tanto, el resto de la expedición ya se empezaba a preocupar


por la tardanza de Flogisto. De pronto, el túnel se iluminó con una viva
luz y comenzó a escucharse un ruido sordo que venía del lado de la
entrada. Todos quedaron expectantes unos segundos, hasta que se
escuchó la voz alarmada de Aldebarán que gritó:

–¡¡Agua!!

Nadie tuvo tiempo de hacer nada. En un segundo, todos eran


arrastrados túnel adelante por una fuerte correntada que llegaba casi
hasta el techo del túnel. Cada cual sacaba, como podía, la cabeza fuera
del agua para seguir respirando.

–¡No se separen! –se escuchó la voz de Carolina entre el ruido con que
el agua desatada llenaba el túnel.

La corriente era tan fuerte que ni se podía intentar nadar contra ella,
sólo quedaba dejarse llevar. La capitán pensaba: “¿Dónde estará
Flogisto? ¿Habrá accionado alguna palanca que liberó el agua que
ahora nos arrastra?”

Pero el mago estaba muy adelante en el túnel, rascándose la cabeza y


pensando qué hacer con esa nueva puerta que se interponía en su
543
camino. En eso, también allí se prendieron las luces y vio venir desde la
última curva del túnel el torrente de agua que arrastraba al resto de la
expedición. Alcanzó a divisar la camisa roja que usaba Carolina y la
manga celeste del vestido de la princesa. Inmediatamente, dijo en orco
un conjuro mágico:

–Arka dritusha –que quería decir “¡agua, detente!”, pero o el agua no


entendía el idioma orco o el conjuro no era lo suficientemente fuerte
para detenerla. El caso es que Flogisto se apoyó de espaldas contra la
puerta que cerraba el camino esperando lo peor.

Cuando la primer gota del torrente tocó la puerta, ésta se abrió


mágicamente hacia arriba, como una puerta corrediza. El mago, y
detrás de él todos los expedicionarios, fueron arrojados dentro de un
recinto redondo que parecía ser un inmenso tanque.

Rodaron por el suelo y se ayudaron unos a otros a ponerse de pie.

–¡Salvados! –exclamó Kusinkillay.

–Yo no estaría tan segura –le respondió Aída.

Y, efectivamente, la puerta permanecía abierta y el agua continuaba


entrando. Si bien el tanque era espacioso, de a poco el nivel del agua
comenzaba a subir. Al rato ya no hacían pie y debieron nadar o hacer la
plancha para mantenerse en la superficie.

Lo peor de todo era que ese lugar cilíndrico tenía techo. Aún se lo veía
lejano, pero el agua no paraba de subir y de a poco se fueron acercando
a él. Los expedicionarios se miraban con su cabeza fuera del agua, no
pudiendo creer que ese fuera el triste final de la expedición.
544
La princesa tomó de la mano a Carolina, que era como su hermana
mayor.

–¡Valor, Princesa! –le dijo ésta.

La princesa, sacando del fondo de su garganta una voz que no sabía que
tenía, gritó con todas sus fuerzas:

–¡Viva el reino de Organdí!

–¡Viva! –rugieron los expedicionarios y las expedicionarias.

–¡Viva la princesa de Organdí! –se oyó retumbar en el tanque la voz de


bajo de Aldebarán.

–¡Viva! –volvieron a responder todos.

545
CAPÍTULO 25. CON EL AGUA AL CUELLO
La princesa, los magos, la capitán y las mujeres venidas del Mundo se
encontraban, ahora sí, con el agua al cuello, entre la vida y la muerte.
Ya sus cabezas tocaban el techo del tanque donde habían quedado
encerrados y el agua continuaba subiendo. Las miradas decían más que
las palabras que ya no atinaban a salir de sus bocas cerradas para que
no entre el agua. Ese parecía ser el fin o, al menos, es lo que pensaron
todos.

En ese momento se escuchó un ruido metálico, igual al que había hecho


la puerta del tanque al abrirse, pero justo del lado contrario. Por un
momento todo permaneció igual, pero, pasados unos segundos, notaron
que, increíblemente, el agua comenzaba a bajar.

–¡Vamos todavía! –gritó Carolina para dar ánimo a sus


expedicionarios–. A tomarse de las manos que aquí no se acaba todo.

Fue una indicación muy atinada porque, a medida que el agua


descendía, en el interior del tanque comenzó a formarse un remolino
que los arrastraba ahora en círculos. Parecía una ronda enloquecida que
nadie podía detener. El agua perdía nivel y aumentaba en velocidad.
¿En qué terminaría aquello?

La respuesta no se hizo esperar. Ya mareados de tanto girar, salieron


del tanque por una abertura igual a por donde habían ingresado, pero
ubicada justo en el lado opuesto. El agua los despidió hacia otro túnel,
igual al que habían recorrido desde el desierto de Pacarí luego de abrir
la puerta misteriosa y, desparramados en el piso, observaron con alivio
que el torrente de agua seguía su curso dejándolos a ellos extenuados y
mojados, pero en un lugar seco.

546
Se tomaron su tiempo para reponerse y para abrazarse, pero Carolina
quería encontrar una salida de aquel túnel: no podían saber cuándo
volvería a llenarse de agua y no siempre iban a tener la misma suerte
que tuvieron ahora. Tampoco podían regresar, ya que la puerta del
tanque por donde habían sido despedidos ya se encontraba de nuevo
herméticamente cerrada.

Con el grupo reunido la princesa dijo:

–Esta aventura tiene muchos más peligros que los que habíamos
imaginado. ¿Quién hubiera adivinado que desde un desierto pudiera
entrar semejante cantidad de agua?

–Quizás el agua no provino desde el desierto, Princesa –acotó


Aldebarán.

–¿Y de dónde, entonces? –preguntó inquieta Kusinkillay.

–Pienso que quizás –continuó el mago humano– las líneas que


seguimos desde la playa se traten de poderosas cañerías tapadas por la
arena. Con una frecuencia que desconocemos quizás son esas cañerías
las que inundan los túneles de agua.

–Sea como sea, de ahora en adelante seremos más precavidos –agregó


Carolina–. Las próximas exploraciones las haremos entre dos, así, si se
encuentran frente a algún peligro, una de ellas puede regresar a
alertarnos.

A todos les pareció bien la decisión de la jefe de la expedición.

547
–Ahora –continuó la capitán de Il Gabbiano– es el turno de explorar de
la Princesa y de Kusinkillay.

A la princesa le agradó mucho que la trataran igual que a todos y que


también a ella le tocara asumir el riesgo de explorar. Sin dudar, las dos
fueron túnel adelante.

–¿No tiene miedo, Princesa? –preguntó la representante de la Nación


Diaguita mientras iban caminando, manteniéndose alertas.

–La verdad, sí –respondió la princesa.

–Yo también –confesó Kullinkillay–, pero estamos juntas en esto.

Y así, dándose valor la una a la otra, fueron avanzando por el túnel que,
una vez retirada el gua, volvió aquedar en penumbras, apenas
iluminado por la fosforescencia de los hilos de cobre que recubrían sus
paredes y su techo.

Después de recorrer una buena distancia se encontraron con algo


nuevo: a un costado del túnel había una escalera vertical que llevaba
hacia arriba, a través de una abertura que se abría en el techo.

La princesa fue la primera en subir. Por suerte su vestido ya se estaba


secando y no le impidió, con movimientos ágiles, atravesar ese
conducto vertical que la llevaba hacia lo desconocido. Luego de trepar
por esos escalones observó que el ducto se acercaba a su final, asomó la
cabeza con curiosidad y lo que vio le pareció algo increíble: una
inmensa planicie se presentaba delante de sus ojos, con la
particularidad de estar atravesada por incontables caminos de plata, o,
al menos, así le pareció a ella.
548
Hizo lugar para que también se pudiera asomar Kusinkillay, la que no
quedó menos admirada que la princesa.

–¡Encontramos una salida del túnel! –dijo la princesa.

–Si, pero no sabemos dónde llegaríamos de seguir por el túnel ni donde


nos llevan estos incontables caminos –acotó su compañera de
exploración–. Ni que son esos edificios que hay en algunas partes de
esta llanura –agregó la mujer venida desde la región del mundo llamada
América–. Mira, los hay de todas las formas: cilíndricos, cuadrados,
rectangulares.

–Y de todos los tamaños –agregó la princesa–. Algunos tan pequeños


que sólo una hormiga podría vivir allí –y luego de pensar unos instantes
completó–… o quizás no sean de ninguna manera edificios.

Estaban las dos perplejas mirando ese territorio desconocido cuando la


princesa dijo:

–Mira, Kusinkillay, si te parece vuelve de prisa a avisarle a los demás


de nuestro hallazgo y yo me quedo aquí, de centinela, para ver si se
produce algún movimiento.

–Me parece –respondió Kusinkillay. Bajó la escalera y sus pasos se


sintieron retumbar por el túnel cuando emprendió la carrera.

549
CAPÍTULO 26. LA PLANICIE DE LOS CAMINOS DE PLATA
Todos esperaban el regreso de las dos exploradoras cuando vieron venir
corriendo por el túnel a Kusinkillay. Al no ver a la princesa se
alarmaron, pero la mujer de la Nación Diaguita enseguida les informó
de cómo aquélla quedaba vigilando por si se producían novedades en la
llanura recién descubierta.

Carolina se alegró de que hubiera finalmente una escapatoria del túnel.


No sabía si más adelante deberían seguir por el túnel un trecho más,
pero, por lo menos, en caso de una nueva inundación tendrían dónde
ponerse a salvo.

Todos cargaron sus mochilas y sus zurrones que estaban aún a medio
secar y emprendieron la marcha. Hasta la fatigada Kusinkillay tomó el
paso al lado de Carolina y le fue explicando con más detalle lo que allí
habían encontrado. Flogisto, que iba tercero en la fila, también
escuchaba y no lo podía relacionar con nada que anteriormente hubiera
conocido.

Al cabo de un buen rato de caminata divisaron, finalmente, la escalera


pegada contra la pared. Al llegar, Carolina miró hacia arriba por el
agujero que atravesaba el techo y preguntó:

–¿Se encuentra bien, Princesa? –pero nadie le respondió.

Algo de inquietud recorrió el grupo, pero la capitán no dio tiempo a que


nadie se preocupara.

–Aldebarán y Aída –dijo–, es su tiempo de explorar. Por favor suban e


infórmennos cómo se encuentra todo por allá arriba.
550
Sin hacerse rogar, primero Aldebarán y luego la mujer con piel de
ébano subieron ágilmente por la escalera. Desaparecieron por un
momento y luego Aida volvió a bajar unos escalones para decirle a
Carolina en voz baja:

–La princesa se ha quedado dormida.

Todos sonrieron ante la noticia. Las emociones y los esfuerzos


realizados habían sido agotadores para la joven. Aída agregó:

–Se puede subir, no hay peligros aquí arriba.

Uno a uno, los expedicionarios fueron trepando por los escalones de


hierro que llevaban hasta el piso superior. Nadie pudo evitar la sorpresa
al ver esa extensión plana surcada por extrañas carreteras color
plateado.

La princesa había apoyado su espalda sobre una pared baja y allí el


sueño la había vencido. No había mantas secas para taparla, pero una
agradable temperatura se sentía en aquel lugar. Cuando Carolina,
también agotada, se apoyó en otra de las paredes, sintió una agradable
sensación en toda su espalda: las paredes estaban tibias. Todos
buscaron algún lugar para descansar. Algunos, como Flogisto y
Diótima, directamente se recostaron en el suelo que también estaba
tibio.

Al rato apareció Aldebarán, que estaba de explorador, informando que


no lejos de allí había encontrado una especie de ventilador horizontal
que arrojaba aire caliente. Si llevaran las mantas y las provisiones hasta
ese lugar, con seguridad en poco tiempo estarían secas.

551
El único defecto de esa planicie es que no se veía el cielo. Toda esa
llanura parecía estar cubierta por un techo de chapa. Ya no estaban
seguros si era de día o de noche, pero calculando el tiempo que habían
caminado y los inconvenientes sorteados, era probable que ya fuera la
tarde.

Carolina informó que allí comerían y descansarían hasta nuevo aviso.


Fue en ese momento, con el ruido que hicieron al sacar alimentos y
cubiertos de sus mochilas, que despertó la princesa.

Primero se frotó los ojos incrédula al verlos a todos allí. Luego se paró
y dijo en tono de disculpa:

–Me parece que me dormí.

Todos rieron.

–Buena centinela ha resultado, Princesa –dijo en tono severo Carolina,


aunque se la veía sonreír–. Si estuviéramos en mi barco ya la hubiera
mandado a encerrar en el calabozo.

–Y creo que lo tendría merecido –agregó la princesa–. Ustedes


confiaban en que yo les avisaría si aparecía algún peligro y yo,
durmiendo a pata suelta.

Todos volvieron a reír, pero también entendían que de lo que se


hablaba, aunque se lo hiciera en broma, era algo serio. Ellos tenían que
cuidarse unos a otros, y quedarse dormidos no era una buena manera de
hacerlo.

552
–Después de comer, todos van a descansar –dijo Carolina-. Y el castigo
por haberse dormido, Princesa, es que usted hará la primer guardia
conmigo.

La princesa dijo que sí con la cabeza y se puso a preparar su comida


como todos. En ese momento regresaban Aída y Aldebarán de su
primera exploración.

–¿Qué hubo? –preguntó Carolina.

–Hemos visto cosas muy interesantes, capitán –respondió Aída.

–¿Cómo cuáles? –quiso saber la jefe de la expedición.

–Como agujeros que permiten descender a otros túneles y toboganes


que parecen llevar a otras planicies como en la que estamos ahora –
contestó Aldebarán.

–¿Y podrán hacer un mapa con esas indicaciones?

–Ya lo hemos hecho –afirmó Aída–. Yo llevaba papel y lápiz y fuimos


marcando todas las bifurcaciones del camino y señalando dónde
estaban los hoyos y dónde los toboganes.

–Y también –agregó el mago humano– la distancia en pasos que hay


que recorrer para llegar de un lugar a otro.

–¡Maravilloso! –dijo realmente entusiasmada la capitán de Il


Gabbiano–. Cuando salgamos de aquí, los contrato como pilotos en mi
barco, pero ahora vayan a comer.

553
Y ella se puso a hacer lo mismo.

554
CAPÍTULO 27. ESTUDIANDO EL MAPA
Muy lejos de los túneles a los que entraron los expedicionarios después
de atravesar el desierto de Pacarí y de la planicie donde ahora se hallan
descansando, un barco y su tripulación están esperando en el mar de
Warcraft que se haga la noche para acercarse a la costa.

Se trata del segundo y último contingente que desembarcará en aquellas


tierras de guerra permanente. Uno de los viajeros va con planes de
quedarse allí a cuidar de su abuelo ya muy anciano y el resto lo hace
para buscar a sus familias y comenzar una nueva vida en Organdí.

Repiten la consigna: cuando llegue el momento de recogerlos el


Princesa hará tres señas de luces desde el mar y ellos deben
responderlas desde la costa. Sólo así enviarán los botes a buscarlos.
Finalmente, bajo la tenue luz de las estrellas desembarcan y marchan
tierra adentro, dirigiéndose al pueblo orco más cercano.

Repitieron la estrategia del grupo anterior. Esta vez fueron los humanos
los que esperaron escondidos en un bosque mientras los orcos
ingresaron al pueblo. Cuando regresaron con sus familias todos
emprendieron la marcha hacia el poblado humano más cercano.
Caminaron de noche todos juntos y, cuando estaba por llegar el alba,
buscaron un lugar alejado del camino para esconderse.

Allí aprovecharon para desayunar con las provisiones que traían del
barco más algo de la inmensa cantidad de comida que las familias orcas
había llevado desde sus casas. El resto lo racionaron para que alcanzara
hasta ser rescatados por el Princesa, lo que iba a ocurrir, con suerte, en
no menos de quince días.

555
En cuatro noches más de camino llegarían hasta el pueblo de los
humanos. Cuando éstos regresaran con sus familias sin duda las
reservas de comida se verían grandemente incrementadas.

Luego del segundo desembarco exitoso el Princesa puso proa hacia las
islas de Abadí Bahar.

Mientras tanto, Carolina y la princesa, que estaban de guardia mientras


los demás descansaban, se hallaban muy entretenidas revisando los
increíbles mapas de aquella llanura confeccionados por Aída y
Aldebarán.

–Las opciones que tenemos por delante son muchas, Princesa –dijo la
capitán.

–¿Y tú sabes cuál debemos seguir? –preguntó a su vez la princesa.

–Claro que no –respondió Carolina entre risas–. No soy maga para


adivinarlo.

–Pero magos tenemos dos a falta de uno –dijo a su vez riendo la


princesa–. Les preguntaremos a ellos cuando despierten.

–Ahora tenemos que despertar a uno para que nos reemplace y


podamos ir a dormir.

Efectivamente, era el turno de hacer guardia de Flogisto y de Diótima.


Cuando los fueron a buscar estaban durmiendo juntos, ella apoyada su
cabeza en el hombro de él. Con delicadeza, Carolina tocó el hombro de
la mujer griega. Esta abrió sus ojos somnolienta y vio a la capitán y a la
princesa inclinadas sobre ella.
556
–Es tu turno de guardia –le dijo en voz baja Carolina Marrapodi–.
Despierta también a Flogisto y vénganme a ver.

Dicho esto, la princesa y Carolina se alejaron para darles tiempo a


despertarse y a presentarse para su guardia. Algunos minutos después
los dos estaban de pie frente a la jefe de la expedición, dispuestos a
recibir sus indicaciones.

–La escuchamos, capitán –dijo el mago orco.

La princesa los miró a los dos como si los viera por primera vez. No
pudo evitar pensar en su Felipillo, tan lejos ahora y posiblemente tan
atareado para cumplir con todas las responsabilidades del reino que
había dejado a su cargo.

Carolina Marrapodi dio instrucciones precisas:

–No se alejen de nosotros. Su tarea consiste en estar de guardia y no en


salir a explorar. Cualquier cosa que les llame la atención me despiertan.

–Entendido –respondieron los dos.

–Y una cosa más –continuó la capitán de Il Gabbiano–, les dejo estos


mapas confeccionados por Aída y Aldebarán para que los estudien –
dicho lo cual le entregó los papeles que tenía en la mano.

–¿En qué quiere que nos fijemos específicamente? –preguntó Diótima.

–Como verán, en ellos están anotados los distintos caminos que


podemos seguir, que son muchos. Tú eres una mujer sabia, Diótima –
continuó Carolina–, y tú eres un mago experimentado –agregó
557
dirigiéndose a Flogisto–. Quiero que vean si debemos preferir algún
camino en vez de otro, ¿se entiende?

–Perfectamente capitán –respondió el mago–. Usted quiere saber si hay


razones para elegir uno de los tantos caminos que tenemos por delante
o si da lo mismo seguir por cualquiera.

–Exacto –respondió satisfecha Carolina.

–Duerman tranquilas –dijo Diótima–, nosotros quedamos de guardia y


aprovecharemos el tiempo para revisar estos mapas.

La princesa y Carolina se despidieron y, entre risas y bromas, fueron a


elegir su lugar para dormir mientras escuchaban roncar a sus
compañeros.

558
CAPÍTULO 28. LA ENERGÍA DE LOS TÚNELES
Todos durmieron hasta la mañana, o lo que ellos suponían que era la
mañana por el tiempo transcurrido, ya que una vez entrados al túnel por
la puerta encontrada en el desierto de Pacarí nunca más vieron el cielo.

Prepararon desayuno y organizaron una nueva exploración. Esta vez,


como los caminos eran muchos, saldrían dos parejas de exploradores.
Una estaría constituida por Tzihuí Gontzú y Aldebarán, quien ya había
recorrido la planicie. Carolina les encargó que exploraran alguno de los
agujeros que permitían bajar a nuevos túneles y revisaran cómo eran
estos, sin alejarse mucho de la entrada por donde habían bajado para
poder volver a la superficie.

El segundo grupo de exploradores lo constituían Kusinkillay


acompañada por Aída, quien también ya había explorado la planicie. A
este par Carolina le encomendó que revisaran a dónde conducía uno de
los tres toboganes que estaban indicados en el mapa. Para ello llevaron
una soga consigo, por el riesgo de que una vez deslizados hacia abajo
luego no pudieran volver a subir.

Cuando los cuatro partieron, el resto de la expedición se puso a ordenar


las mochilas y zurrones, a guardar en ellos la ropa ya seca y las mantas
de viaje y a disponer de los víveres de manera que alcanzaran para el
resto de los días que llevara la exploración.

Una vez todo listo para continuar camino y mientras esperaban que
retornaran las dos parejas de exploradores, Carolina y la princesa
quisieron saber a qué conclusión habían llegado Diótima y Flogisto
estudiando los mapas mientras hacían su guardia nocturna.

559
–Miren –comenzó Flogisto–, lo que nos parece es que ya sabemos que
hay dos niveles en este territorio que estamos descubriendo. En un
nivel están los túneles y en otro nivel la planicie donde nos
encontramos.

»Por los túneles ya sabemos que corre el agua…

En este punto Diótima lo interrumpió:

–…y posiblemente, el agua cumpla una función importante en este


territorio especial que estamos explorando.

–¿Especial en qué sentido? –quiso saber Carolina.

–Especial –continuó la sabia griega–, en el sentido de alimentar y dar


vida a todo lo que aquí existe. En la superficie lo que da vida es el sol,
pero aquí el sol no llega. Sin embargo, toda esta estructura misteriosa
no se puede mantener sin energía…

Y allí continuó Flogisto:

–…y una hipótesis es que esa energía la puede dar el agua, por eso la
velocidad y la violencia con la que transita por los túneles.
Posiblemente active unos mecanismos desconocidos que transformen
ese torrente en el flujo vital que mantiene con vida esta maquinaria.

–O sea –preguntó a su vez la princesa– que usted cree que estamos


dentro de una maquinaria.

560
–Así parece, Princesa –respondió el mago orco–. No hemos visto nada
vivo desde que entramos aquí, sólo túneles, tanques, puertas, caminos
de plata, agujeros y toboganes.

–¿Y por donde les parece que debemos seguir?

–Esperemos a que lleguen de regreso los exploradores y nos cuenten


qué es lo descubrieron –dijo Flogisto–, pero lo que nos parece –agregó
hablando aparentemente por él y por Diótima– es que sería una buena
opción explorar los toboganes. Es algo que aún no hemos recorrido.

Diótima asintió con la cabeza. A la princesa le pareció razonable y


Carolina entonces dijo:

–Está bien. Si cuando regresan los exploradores no traen noticias que


nos hagan cambiar de opinión, seguiremos el camino por alguno de los
toboganes. ¿Tienen idea de por cuál de ellos?

–Debería ser mago para saber eso –dijo Flogisto riendo, y todos lo
acompañaron en la risa, pero Diótima los interrumpió.

–Yo sí tengo una idea de por donde continuar.

Todos la escucharon con atención.

–Hay tres toboganes en total –continuó la mujer griega-, uno


notoriamente más ancho que los demás. Ese ha de ser el principal. Si
hay que elegir uno, yo empezaría por ese.

Carolina se quedó pensando en lo que acaba de decir Diótima y, sobre


todo, reflexionando si efectivamente habría que elegir sólo uno. Pues
561
eran tantos los caminos que, si exploraban uno por uno, tardarían
semanas en hacerlo y no tenían alimentos para tantos días, además de
que Il Gabbiano debería retornar a Organdí sin ellos.

En eso estaban cuando escucharon los pasos del primer par de


exploradores que estaban de regreso. Se trataba de Tzihuí Gontzú y
Aldebarán. Se secaron el sudor de la caminata y se sentaron en unas
salientes que tenía el piso para descansar. Tomaron un trago de agua de
sus cantimploras y se pusieron a contar:

–Los túneles son interminables –dijo Tzihuí Gontzú– y a diferencia del


que veníamos, estos tienen bifurcaciones en distintas direcciones.
Hicimos un esquema en el papel que llevamos de las distintas
alternativas. Por suerte eso nos ayudó a no perdernos en el regreso.

–Y la otra diferencia –agregó Aldebarán– es que hay túneles de


distintos tamaños. No hemos encontrado más grandes que por el que
vinimos, pero sí muchos más pequeños.

–¿Cómo de pequeños? –quisieron saber todos.

–Tan pequeños –contestó el mago humano– que apenas se puede entrar


en ellos caminando en cuatro patas y en algunos ni eso: sólo logramos
mirar metiendo la cabeza.

–Qué interesante –dijeron Flogisto y Aída, y se miraron con Carolina y


la princesa.

Sí, la hipótesis de que los túneles distribuían la energía parecía cada vez
más posible, aunque no tuvieran la menor idea de cómo funcionaban.

562
CAPÍTULO 29. LOS TOBOGANES
Kusinkillay y Aída no se hicieron esperar. Todos querían saber cómo
les había ido en la aventura de los toboganes. Ellas relataron lo que ya
los demás se imaginaban: que era mucho más fácil bajar que volver a
subir. Por suerte habían llevado soga para ayudarse.

Una vez abajo, comprobaron que había una plataforma parecida a


donde estaban ahora, pero mucho más chica y ocupada en casi su
totalidad por un edificio rectangular. Ese edificio parecía sostenerse
como sobre unas patas de metal, muchas patas, muy cercanas entre sí.
Caminaron todo alrededor del edificio, pero no vieron ninguna puerta.

Lo interesante es que, en el borde de esa plataforma, había escaleras


que iban para arriba y para abajo, comunicando con otros lugares. No
quisieron demorarse más y regresaron para informar de lo que habían
encontrado. Señalaron en el mapa por cuál de los toboganes habían
bajado: era, efectivamente, uno de los toboganes pequeños.

Cuando terminaron su relato se hizo la hora de ponerse en marcha.


Cada cuál agarró sus cosas y atravesaron la planicie desde el lugar en el
que estaban hasta el lado opuesto. Llegados allí Carolina les habló:

–Parece –les dijo– que el peligro mayor que hay en este lugar es el agua
que va por los túneles, pero, como ahora estamos encima de ellos,
estamos seguros. Así que aquí vamos a hacer nuestro campamento.
Dejaremos todas nuestras cosas y haremos expediciones cortas. Al
regresar nos contaremos lo que hayamos descubierto.

563
Todos acomodaron sus pertenencias formando un círculo. Era,
efectivamente, mucho más aliviado explorar sin tener que cargar con el
equipaje de cada uno. Carolina prosiguió:

–Vamos a explorar primero los toboganes. Kusinkillay y Aída: vuelvan


a la plataforma donde estuvieron y revisen a dónde van las escaleras
que suben y bajan. Tzihuí Gontzú y Diótima: bajen por el otro tobogán
pequeño. Los dos magos, la princesa y yo bajaremos por el tobogán
grande y veremos qué encontramos.

Todos se dispusieron a partir para cumplir con la misión encomendada


cuando se escuchó la voz de Aída:

–Y no se olviden de llevar soga y amarrarla bien antes de bajar por el


tobogán, si no, después se les hará muy difícil regresar hasta aquí.

Las primeras en regresar fueron, justamente, Aída y Kusinkillay. Ellas


ya habían bajado por uno de los toboganes y ya sabían cómo
organizarse para explorarlo nuevamente. Al llegar al lugar donde todos
deberían reunirse se sentaron a esperar que arribara el resto.

Un rato después regresó Carolina Marrapodi. Se la veía excitada y feliz,


y dijo que habían hecho un descubrimiento extraordinario, tan
extraordinario que el mago humano y el mago orco, más la princesa,
habían quedado allí explorándolo.

Nada dijo del descubrimiento, pero les pidió a la mujer etíope y a la


diaguita que le contaran los resultados de su exploración. La mujer
africana y la americana le informaron entonces lo que habían
encontrado en su recorrido. Por su relato, la capitán supo que, una vez

564
que se hallaron de nuevo en la plataforma ocupada por aquel edifico de
las mil patas, decidieron explorar primero las escaleras que iban hacia
abajo. A los pocos escalones se encontraron nuevamente en la red de
túneles del nivel inferior. Como les pareció oír un ruido sordo que se
acercaba, volvieron a subir rápidamente, con el tiempo justo para ver
pasar el torrente de agua por debajo de ellas. Si no lo hubieran logrado,
vaya a saber dónde habrían ido a parar.

En tanto, lo más interesante fue lo que hallaron al subir las escaleras


que partían de la misma plataforma. Se encontraron con lo que parecía
ser una inmensa ventana, pero completamente oscura. En la base de esa
ventana había un pasillo muy estrecho. Lo recorrieron hasta el final,
pero no tenía salida, así que volvieron al punto de inicio. El material de
la ventana parecía ser algún tipo de vidrio, aunque no se podía ver
hacia el otro lado.

Cómo no encontraron nada que les permitiera descifrar ese misterio,


volvieron a bajar las escaleras hasta la plataforma y de allí se dirigieron
hasta el tobogán de entrada. Subieron ayudadas por la soga que habían
dejado amarrada y regresaron a encontrarse con los demás.

Carolina les agradeció el informe tan detallado. En ese momento Aída


le preguntó:

–¿Y de qué se trata ese descubrimiento tan maravilloso que han


realizado, capitán?

–Ya les voy a contar, es algo increíble. Ya iremos todos allí. Pero ahora
me preocupa la demora de Tzihuí Gontzú y de Diótima.

565
–Si, es cierto –afirmó Kusinkillay–, ya deberían estar aquí.

–Salvo que hayan encontrado algún inconveniente que les impida


regresar –agregó Aída.

–No nos quedaremos aquí esperando –dijo entonces Carolina–,


vayamos a ver si necesitan ayuda.

Y así lo hicieron. Cada una con un rollo de soga en su hombro,


caminaron decididas hacia el tercer tobogán.

La soga que habían llevado las expedicionarias estaba amarrada a la


entrada del tobogán. Sujetándose a ella, con mucho cuidado,
descendieron las rescatistas. Abajo encontraron un puente colgante que
llevaba, por lo que se podía ver, a una especie de tablero desde donde
salían muchas cuerdas que seguían hacia abajo. De las exploradoras, ni
noticias.

–Crucemos el puente y busquémoslas en aquel tablero –dijo


Kusinkillay.

–Un momento –observó Carolina–, con seguridad ellas intentaron lo


mismo y ahora están desaparecidas.

–¿Qué haremos entonces? –preguntó Aída.

–Primero una de nosotras se atará una soga a la cintura –explicó la jefe


de la expedición–, luego la ataremos a uno de los pilares que sostiene el
puente colgante y recién después intentaremos cruzarlo.

566
–Yo lo haré –dijo Kusinkillay, y sin dar tiempo a las demás se ató la
soga a la cintura mientras que Aída y Carolina la aseguraban en el otro
extremo.

Comenzó a cruzar el puente con paso vacilante. Este se movía bastante


con el peso de Kusinkillay, pero lo peor aún estaba por pasar: antes de
llegar a la mitad, el piso del puente se abrió y la mujer diaguita cayó al
vacío. Gracias a la previsión de Carolina su caída fue muy corta ya que,
inmediatamente, quedó colgando de la soga atada a su cintura.

–¿Te encuentras bien? –preguntó preocupada Aída.

–Sí, estoy bien –respondió de manera tranquilizadora la americana.

–Ya te subimos, ten paciencia –dijo Carolina mirando el lugar donde


había caído.

Entre Aída y Carolina la fueron izando con cuidado para que no se


golpeara contra las paredes de ese aparente precipicio. Con esfuerzo
lograron subirla nuevamente hasta la entrada del puente colgante. Allí
Kusinkillay se aferró fuerte con sus manos y terminó de salir de la sima
donde había caído.

Las tres se acostaron panza abajo en el borde y llamaron con todas sus
fuerzas:

–¡¡Diótima!! ¡¡Tzihuí Gontzú!! ¡¿Están ahí?!

El silencio fue la única respuesta. Las tres mujeres se miraron con


lágrimas en los ojos. ¿Ese habría sido el fin de sus compañeras? No lo

567
podían creer. ¿Cuánto tendría de profundidad aquella fosa? ¿Una caída
podría haber sido ser fatal para ellas?

No se iban a quedar con las ganas de averiguarlo. Carolina se puso a


atar las otras dos sogas a la que ya estaba amarrada a la entrada del
puente colgante y, antes de que nadie pudiera decir nada, agarrándose
firmemente saltó al vacío.

Con su experiencia de capitán sabía lo que era viajar colgada de una


soga entre los mástiles de su barco. Apoyando los pies contra la pared
de aquella abertura, fue soltando soga y bajando cada vez más
profundo. No fue muy largo el viaje, a poco de descender ya encontró
el piso. Se paró sobre sus dos pies y comenzó a revisar el lugar.

–¿Qué se ve ahí? –preguntó casi gritando Kusinkillay.

–Ver no se ve casi nada, pero tengo buenas noticias –respondió


Carolina desde el fondo.

El alma volvió al cuerpo de las dos compañeras de rescate que


esperaban arriba.

–El pozo no es muy profundo y aquí no hay nadie. Si cayeron se


pudieron levantar y seguir viaje.

Un suspiro de alivio cruzó por el puente colgante ida y vuelta sin


caerse.

–Una de ustedes baje –dijo Carolina desde el fondo– y las buscaremos.

–Tú ya tuviste bastante de caídas –le dijo Aída a Kusinkillay–. Esta vez
voy yo –, y diciendo y haciendo comenzó a descender tomada de la
soga.

568
Cuando la mujer de piel negra llegó al fondo, con la oscuridad reinante,
era casi invisible. Carolina la distinguió por el blanco de sus ojos.

–¿Me ve, Capitán? –dijo Aída, sonriendo por la situación.

–Veo tus ojos y tus dientes –respondió Carolina y rieron las dos–.
Haremos así –agregó a continuación–, por lo que vimos desde arriba, el
tablero al que no pudimos llegar por el puente tiene forma cuadrada. Yo
iré por aquí y tú por allá y deberíamos encontrarnos del otro lado. Si
hallamos algún obstáculo regresamos aquí y nos reunimos al lado de la
soga.

–Buena suerte –dijo Kusinkillay, quien desde arriba había escuchado


todo.

Las compañeras se separaron y cada cual inició su camino. Luego de


unos minutos llegaron al extremo del cuadrado. Doblaron y fueron
hasta la otra punta. Esta parte del camino se les hizo un poco más
larga., pero al volver a doblar, en poco tiempo se encontraron. Nadie en
todo el recorrido. ¿Dónde se habrían metido las dos exploradoras
perdidas? ¿Quizás no habían caído por el puente colgante?

Pensando esas cosas estaban cuando Aída dijo:

–Mire, Capitán, aquí hay una escalera.

Efectivamente, del lado opuesto al tablero del medio había una escalera
de hierro empotrada en la pared. Era la única salida posible. Treparon
las dos sin pensarlo y, en pocos minutos, entraron a una galería que se
abría a mitad de camino hacia la superficie y que, por lo tanto, era
imposible de ver desde el otro lado.

569
Caminaron galería adelante hasta que llegaron a un lugar más
iluminado. Era un espacio redondo desde donde salían seis nuevas
galerías. ¿Por cuál seguir?

Las dos exploradoras se detuvieron a pensar, angustiadas, cuál sería la


mejor forma de continuar con la búsqueda.

570
CAPÍTULO 30. LAS EXPEDICIONARIAS PERDIDAS
Aída y Carolina se encuentran en una sala redonda de donde salen seis
galerías, además de aquella por donde ellas llegaron. Confundidas, no
saben por dónde continuar la búsqueda de las exploradoras extraviadas.
Parada en medio de la sala Aída no encuentra mejor recurso que gritar
con toda su voz:

–¡Tzihuí Gontzú! ¡Diótima! ¡Dónde están!

Cuando se apagó la voz de la mujer africana, a Carolina le pareció oír


algo proveniente de una de las aberturas que desembocaban en aquel
vestíbulo. Sin dudarlo, entró corriendo a esa galería y fue siguiendo su
sinuoso recorrido. Aída corría detrás de ella.

Cuando se detuvieron para tomar aliento ya no tuvieron dudas. Se oía


un quejido y la voz de Diótima, muy baja, diciendo:

–Estamos aquí.

Eso dio nuevas fuerzas a las corredoras y, en breves instantes,


ingresaron a un pequeño recinto donde encontraron a sus dos
compañeras sentadas en el suelo. Su aspecto no era el mejor. Tzihuí
Gontzú suspiraba con los ojos cerrados y se le veía muy hinchado su
tobillo derecho. Por su parte, Diótima tenía los ojos abiertos y una
herida de varios centímetros en la frente por la que, según lo mostraba
su ropa, había perdido bastante sangre.

–¡Gracias! –fue lo único que atinó a decir Diótima en un primer


momento. Al cabo de unos instantes agregó: –Sabía que no nos iban a
abandonar.

571
Aída contuvo sus deseos de abrazarlas por temor a no hacerles daño en
sus magulladuras.

–¿Cayeron por el puente colgante? –pregunto Carolina.

–Se abrió el piso debajo de nosotras –respondió afirmativamente Tzihuí


Gontzú, ya con sus ojos abiertos.

–No encontramos por donde volver a subir –continuó relatando


Diótima–. Al descubrir la escalera en la pared nos ilusionamos con
encontrar otra salida, pero todas estas galerías dan a cuartos cerrados
como éste. Luego de explorarlas, aquí nos quedamos, sin saber qué más
hacer.

Mientras esto ocurría, el resto de los expedicionarios que habían


quedado explorando el increíble descubrimiento que aún no sabemos
qué es, volvieron al punto de encuentro porque sintieron que ya era la
hora de comer. Menuda sorpresa se llevaron al no encontrar a nadie ahí,
cuando en verdad ya debían de estar todos reunidos.

La princesa y los dos magos se miraron extrañados: eso no era buena


señal.

–¿Alguien imagina donde pueden estar todos? –preguntó la princesa.

–Sí, yo tengo una idea –respondió Aldebarán–. Los otros grupos de


expedicionarios iban a explorar los dos toboganes pequeños –continuó
el mago humano–, si hubo algún problema tuvo que ocurrir en alguno
de ellos.

–¿Tú sabes cómo llegar? –preguntó Flogisto.


572
–Creo que sí, yo dibujé los mapas con Aída.

Sin pensarlo y sin detenerse a comer, a pesar del hambre que tenían,
siguieron a Aldebarán, quien se adentró de manera decidida en la
planicie. Luego de sortear algunos obstáculos, siguieron uno de los
caminos de plata que los llevó directamente al primero de los
toboganes.

Se veía todo tranquilo, ni rastros de que alguien estuviera por allí. Por
las dudas se acercaron a la entrada al tobogán y gritaron con todas sus
fuerzas:

–¿Hay alguien ahí?

–¡Carolina! ¡Carolina! –se escuchaba repetir a Aldebarán con su voz de


bajo.

Llegaron a la conclusión de que lo mejor sería seguir camino. Esta vez


tuvieron que dar algunas vueltas, al mago humano ya no se lo veía tan
seguro, pero, finalmente, encontró el camino que llevaba al segundo de
los toboganes.

–Por aquí es –les dijo animado a sus compañeros–. En unos minutos


llegaremos.

Ya desde lejos vieron el lugar y apuraron el paso. Al ver la soga que


salía del tobogán tuvieron la certeza de que allí algo pasaba. Al llegar
llamaron con toda su voz:

–¿Hay alguien allí?

573
–¡Si, aquí! –respondió desde abajo la voz de Kusinkillay.

Sin hacer más averiguaciones, los tres se lanzaron por el tobogán y


vieron a la mujer diaguita arrodillada frente a un puente colgante y
mirando hacia abajo. Al llegar a su lado la princesa le preguntó:

–¿Qué sucede aquí?

Kusinkillay les contó cómo Carolina, Aída y ella habían ido en busca
de las exploradoras perdidas, del puente colgante cuyo piso se abría y
de cómo la capitán y la mujer etíope habían descendido y rodeado el
cuadrado del tablero para buscarlas. Luego ya no sabía qué ocurría
porque no tuvo más noticias de ellas.

Aldebarán, sin perder un segundo, luego de escuchar esas noticias


comenzó a descender por la soga amarrada a la entrada del puente
colgante. Lo mismos hizo Flogisto y también la princesa. A pesar de lo
poco que se veía rodearon el tablero a gran velocidad. Al llegar del otro
lado encontraron la escalera y subieron sin perder un instante. Al llegar
a la galería iluminada se encontraron cara a cara con Aída.

–¿Dónde está Carolina? –preguntó Aldebarán alterado.

–Carolina está bien –lo calmó Aída– y me envió a buscar ayuda.


¡Síganme!

Mientras recorrían las galerías la mujer etíope les fue contando cómo
encontraron a Diótima y a Tzihuí Gontzú. Atravesaron el vestíbulo de
las siete entradas y llegaron hasta las heridas.

574
La llegada de los médicos magos no pudo ser más oportuna. Flogisto
revisó el tobillo hinchado de Tzihuí Gontzú mientras que Aldebarán
examinaba la herida que Diótima tenía en la frente.

–Princesa –dijo el mago orco–, ¿iría usted hasta el campamento y me


traería mi zurrón? Tengo allí vendas y otras cosas que necesito para
hacer esta curación.

–Ya mismo –respondió la princesa.

–Y por favor –agregó Aldebarán–, ¿podrían ir con Kusinkillay y traer


también mi mochila? Esta herida requiere sutura.

–Ya vamos –afirmó la princesa, y salió corriendo por las galerías que
llevaban hasta la escalera. Bajó por ellas, rodeó el cuadrado del tablero
y trepó con agilidad por la soga que llegaba hasta el fondo de la fosa.

Una vez arriba le dijo a la mujer diaguita:

–¿Me acompañas hasta el campamento? Los magos necesitan sus


equipajes.

–¿Las encontraron? –preguntó ansiosa Kusinkillay.

–¡Ah, sí! Disculpa que no te di la noticia.

–Durante el camino me cuentas –y salieron las dos a paso rápido, casi


corriendo, hacia el lugar donde habían dejado todas las cosas.

Durante el camino la princesa le contó que, efectivamente, las


exploradoras perdidas habían caído por el puente colgante y que se

575
encontraban lastimadas. Los médicos necesitaban de sus instrumentos
para realizar las primeras curaciones.

Al llegar, la princesa tomó el zurrón de Flogisto y Kusinkillay la


mochila de Aldebarán y, otra vez, casi corriendo, regresaron hasta el
segundo tobogán. Esta vez las dos bajaron por la soga y, con la princesa
indicando el camino, llegaron hasta donde estaban las compañeras
lastimadas.

Los ocho expedicionarios estaban reunidos nuevamente. El verse juntos


otra vez les dio nuevos ánimos a todos, hasta Diótima y Tzihuí Gontzú
sonreían. El mago orco le dijo a la princesa china:

–Tienes un esguince de tobillo, por suerte no parece haberse roto.

Sacó de su zurrón un ungüento y lo pasó suavemente por el tobillo de la


accidentada.

–Este ungüento ayudará a una más rápida recuperación.

Dicho esto, tomó una venda y, dando varias vueltas alrededor del pie y
del tobillo de Tzihuí Gontzú, la sujetó firmemente. Esto fue un poco
doloroso para la mujer asiática y los gestos de su cara así lo
demostraban.

–El vendaje no te evitará el dolor –le dijo Flogisto– pero te permitirá


caminar y salir de aquí, que es lo más importante.

Mientras tanto, Aldebarán ya había desinfectado la herida de Diótima.


Luego, tomando un pequeño frasco de perfume le quitó la tapa y lo
acercó a la nariz de la mujer griega. Ésta aspiró y quedó relajada, como
576
dormida, pero con los ojos abiertos. El mago humano tomó hilo y aguja
de su mochila y, con delicadas puntadas, fue cerrando la herida de la
frente de Diótima. Una vez terminada la sutura colocó un paño blanco
en ese lugar y envolvió su cabeza con una tela para sostenerlo.

–¿Qué es lo que le has dado a oler? –le preguntó intrigado Flogisto al


ver el efecto que tuvo en la paciente.

–Esencia de eucaliptus azul –respondió Aldebarán–. Tiene un excelente


efecto anestésico que, aunque dura sólo unos minutos, sirve para que en
casos como este el herido no sienta dolor.

Diótima se fue recuperando de a poco y tocó con su mano la tela que le


envolvía la cabeza.

–En un par de días te la podrás quitar –le dijo el mago humano–, pero
por ahora servirá para proteger tu herida mientras se cura.

Tzihuí Gontzú ya estaba de pie y, apoyada en el hombro de la princesa,


podía caminar, aunque lento, bastante bien. Flogisto le dio la mano a
Diótima para que se levantara también.

–¿Estás mareada? –le preguntó.

–Apenas –le respondió ésta, tomándose de su brazo.

En ese momento Carolina se dirigió a todos:

–Bueno, ahora que somos felices y aunque no comimos perdices,


vamos de a poco a emprender el regreso para poder contarles el
increíble descubrimiento que hicimos al bajar por el tobogán mayor.
577
Tzihuí Gontzú y Diótima escuchaban lo del descubrimiento por primera
vez. Kusinkillay y Aída ya lo habían escuchado, pero no sabían de qué
se trataba. Así que la mitad de la expedición seguía esperando que les
sea revelado el misterio.

Pero no ocurriría en ese momento. Lo que allí hicieron fue ayudar a las
dos convalecientes a recorrer las galerías hasta llegar nuevamente a la
escalera amurada a la pared. Bajar las escaleras ya no fue tan fácil, pero
con ayuda pudieron lograrlo.

Antes de bajar Aida le dijo a Carolina:

–Capitán, quiero ir a explorar el tablero; el que está encima del


cuadrado del medio.

La jefe de la expedición la miró extrañada ya que, hasta ese momento,


no habían descubierto cómo llegar hasta allí. Aída comprendió su
mirada y le respondió:

–Yo sé cómo llegar.

578
CAPÍTULO 31. LAS OCHENTA Y CINCO CUERDAS
La jefe de la expedición y la mujer de piel de ébano eran las únicas que
quedaban en la galería iluminada. El resto ya había bajado hasta la fosa
y estaba dando la vuelta para llegar hasta las sogas atadas que les
permitiría salir de allí.

–¿Tú crees que podrías explorar el tablero central?

–Creo que sí, Capitán –respondió Aída.

–¿Y cómo piensas hacerlo?

–Usted ha visto que el piso del puente colgante se abre porque está
compuesto por cuerdas que, al pisarlas, se separan.

Carolina asintió con la cabeza.

–Y del tablero al que todavía no pudimos llegar también descienden


cuerdas y, mire usted, también hay cuerdas que bajan desde ese lugar
hasta esta galería –y le señaló hacia arriba.

Efectivamente, desde el tablero inaccesible bajaban cuerdas que


seguían por el techo de la galería y se distribuían por sus bifurcaciones.

–Yo creo que podría trepar por estas cuerdas, explorar que hay allá
arriba y volver hasta aquí.

La jefe de la expedición meditó unos instantes y respondió:

–¡Hazlo! Aquí te espero.

579
Aída, con increíble agilidad, se colgó de las cuerdas que bajaban desde
el tablero hasta el techo de la galería. Agarrada con sus manos y sus
piernas fue ascendiendo colgada en el vacío. Carolina la seguía con la
mirada hasta que observó, aliviada, cómo Aída llegaba a su destino y
subía rápidamente al tablero.

Del otro lado del cuadrado el resto de los expedicionarios iban trepando
por la soga. La única que no pudo hacerlo fue Tzihuí Gontzú, su tobillo
vendado se lo impedía, pero se ató la soga a su cintura y se aferró fuerte
con sus manos. El grupo de expedicionarios que ya había subido la izó,
cómo antes habían hecho con Kusinkillay luego de que ésta cayera al
vacío al intentar cruzar el puente colgante.

Estaban esperando a Aída y a Carolina sin saber qué era lo que las
había retrasado cuando, en el medio del tablero al que no pudieron
acceder por el puente colgante, se agitó la mano de Aída en señal de
saludo. ¡Increíble! ¿Dónde habría encontrado puente o escalera para
llegar hasta allí? Ya le preguntarían cuando volvieran a reunirse.

La mujer africana, luego de revisar el lugar y observar cuidadosamente


las cuerdas, volvió hacia el lado por el que había subido y se volvió a
deslizar, ahora con menos esfuerzo porque iba de bajada, hasta donde
estaba Carolina esperándola.

–Son ochenta y cinco –fue lo primero que dijo.

–¿Ochenta y cinco qué? –quiso saber la capitán.

–Ochenta y cinco cuerdas. El piso del puente colgante está compuesto


por ochenta y cinco cuerdas, al llegar al tablero se conecta cada una a

580
un artefacto de color negro, y del lado opuesto del artefacto vuelven a
salir ochenta y cinco cuerdas, que son las que bajan luego hasta el techo
de esta galería.

–Ochenta y cinco –repitió en voz alta Carolina–… ¿será un número


mágico?

–No lo sé –respondió Aída–, deberemos preguntárselo a nuestros


magos.

–Vamos ahora –dijo la capitán–, que nos están esperando.

Bajaron por la escalera de hierro, dieron la vuelta al cuadrado y


treparon por la soga. Una vez arriba, la subieron y desanudaron, y cada
una de las tres rescatistas volvió a poner un rollo de soga en su hombro.
Luego fueron hasta la parte baja del tobogán y, ayudando a las heridas,
terminaron de subir hasta la planicie.

El camino hasta llegar a las provisiones fue lento, sobre todo porque
Tzihuí Gontzú, apoyada en el brazo de Aída y de Kusinkillay, una de
cada lado, no podía andar muy ligero. Finalmente arribaron y se
pusieron a preparar de comer: había pasado hacía mucho tiempo la hora
del almuerzo.

Todos comieron con apetito, aun las dos heridas, y se sentaron a


descansar alrededor de sus bolsos, mochilas y zurrones. En la charla de
sobremesa el tema obligado fue el maravilloso descubrimiento que
habían hecho los exploradores que bajaron por el tobogán grande. La
princesa fue la encargada de empezar.

581
–Queridos expedicionarios –comenzó diciendo–, creo que hemos
llegado al lugar con el que soñábamos cuando salimos de Organdí.

Todos prestaban tanta atención que no volaba ni una mosca, bueno,


entre otras cosas, porque en la planicie no había moscas. Pero es una
manera de decir que nadie se distraía y estaban colgados de las palabras
de la princesa, aunque nadie se puede colgar de una palabra, claro, pero
era una manera de decir que estaban atentos.

–Queríamos saber –continuó la princesa– quién era el dios que había


creado Organdí, reino de paz. ¿Hemos encontrado a ese dios? –se
preguntó en voz alta–. No, no lo hemos encontrado, pero hallamos algo
más importante aún. Cómo y para qué nos ha creado.

Todos quedaron muy impresionados con esas palabras de la princesa,


pero esta terminó:

–Es muy difícil de contar. Si a Carolina le parece bien, lo mejor será


que vayamos todos a verlo.

582
CAPÍTULO 32. LA BIBLIOTECA GIRATORIA
Los que habían hecho el descubrimiento comprendieron que era más
fácil mostrarlo que contarlo, así que decidieron ir todos juntos al lugar.
Carolina decidió que descansaran unas horas: las emociones y los
esfuerzos realizados así lo recomendaban. Comunicó esto a los
expedicionarios y organizó el sistema de guardias: al fin y al cabo,
seguían estando en un lugar por demás extraño.

Cuando despertaron organizaron una especie de desayuno: ya nadie


sabía muy bien en qué hora del día estaban viviendo. La capitán
informó que mudarían el campamento, así que cada cual tomó sus
cosas y se puso en marcha. Los que no habían visto aún el lugar tenían
la expectativa de conocer algo importante y los que volverían allí por
segunda vez, el entusiasmo de continuar explorando lo allí descubierto.

Al bajar el tobogán mayor lo que se presentó ante sus ojos se parecía


bastante a una ciudad con sus edificios. Las formas que allí se
observaban eran de las más diversas: cuadradas, rectangulares,
triangulares, oblongas, y de los más diversos coloridos: rojas, amarillas,
azules, verdes.

En el centro de todas ellas sobresalía un edificio redondo de color


plateado. No se veían puertas de entrada, pero los expedicionarios hacia
él se dirigieron. Al llegar a uno de sus costados advirtieron la existencia
de unas escaleras, también plateadas, que llegaban hasta el techo de la
mole.

Al costado del edificio dejaron sus provisiones y por allí subieron


guiados en este caso por Aldebarán, mientras que Carolina fue la
última, mirando con atención hacia todos lados para estar segura de que
no se presentaba ningún peligro.

583
Cuando estuvieron todos sobre el techo el mago humano explicó:

–Aquí debajo hay una inmensa biblioteca giratoria. En ella hemos


encontrado los libros que hablan del reino de Organdí, de Warcraft, de
la guerra entre los imperios del mundo y de muchas otras cosas que
desconocemos.

–La tarea –agregó la princesa– es leer todo lo que podamos para


entender cómo funcionan estos reinos. Quizás así comprendamos cómo
nacen la paz y la guerra.

–Y así como hasta ahora hacíamos guardias por turnos –agregó la jefe
de la expedición–, ahora dormiremos por turnos. No olviden que no
tenemos todo el tiempo del mundo: dentro de pocos días deberemos
emprender el regreso o nos quedaremos sin provisiones.

Lo que resultaba un misterio para los que aún no habían estado allí era
cómo entrarían a esa fabulosa biblioteca giratoria. Flogisto guio ahora a
la columna hasta el centro del techo. Allí se veía dar vueltas a un plato
que probablemente fuera una punta del eje que hacía girar toda esa
maquinaria. Alrededor del plato, a un metro de distancia, se abrían
cuatro agujeros protegidos por una baranda de metal.

–Hagan como nosotros –indicó Flogisto– y en breve se encontrarán


dentro de esta magnífica biblioteca.

Diciendo y haciendo, ató su soga a la baranda de uno de los agujeros.


Lo mismo hicieron la princesa, Carolina y Aldebarán en cada uno de
los otros tres. Una vez que estuvo bien sujeta la echaron dentro del
agujero y se deslizaron por ella. Los demás rápidamente los imitaron
utilizando esas mismas sogas para ingresar al interior del edificio
redondo.

584
Lo que encontraron los dejó maravillados: incontables estantes con
libros y, al pie de los estantes, mesas de lectura, cada una con su luz
propia. Recorriendo, Diótima encontró los estantes con los libros que
hablaban del imperio griego y a su alrededor los de los imperios
vecinos. Lo mismo le pasó a Kusinkillay con la historia de la Nación
Diaguita, a Tzihuí Gontzú con el imperio chino y a Aída con el etíope.

Flogisto y Aldebarán se pusieron a leer sobre Warcraft mientras que la


princesa y Carolina lo hacían sobre el reino de Organdí. Lo que
hallaron allí era maravilloso porque encontraban todo lo que habían
hecho, pero también todo lo que podrían hacer.

La princesa se emocionó mucho cuando encontró un libro que hablaba


de Felipillo Gusanillo, el heredero al trono de los gusanos de seda.
Explicaba su árbol genealógico, cómo llegaría a Organdí y su inmediata
simpatía por la princesa. Claro que en esa historia jugaba un papel
fundamental el rey Gustav Tercero: sin su participación la princesa y
Felipillo nunca se hubieran conocido.

Allí la princesa encontró hasta sus propios pensamientos: cómo dudó


entre soltar a las gallinas en el algodonal o cederle un bosque al rey de
los gusanos. La historia decía que si hubiera soltado a las gallinas para
que terminen con los gusanos nunca habría conocido a Felipillo. Dejó
unos instantes el libro sobre la mesa y suspiró aliviada de no haber
tomado esa decisión.

Mientras tanto, Flogisto y Aldebarán confirmaban que tanto los orcos


como los humanos de Warcraft habían sido creados por el mismo dios:
el dios Blizzard. Todos los libros de esa sección hablaban de armas, de
cómo perfeccionarlas y de cómo hacerlas más efectivas para matar
enemigos: no era de extrañar que lo único que se hiciera en Warcraft
fuera la guerra.

585
Ambos magos descubrieron, con espanto, que el dios Blizzard obtenía
grandes ganancias cuanto más peleaban y más se destruían entre orcos
y humanos. Esas ganancias se las pagaban otros dioses a los que esa
guerra sin fin les parecía algo divertido y entretenido.

Las mujeres del Mundo descubrieron que también su dios creador,


Ensemble, luego mutado a Forgotten, obtenían ganancias inmensas de
los enfrentamientos entre sus imperios. Todos tuvieron que hacer un
gran esfuerzo para conciliar el agradecimiento con su dios por haberlos
creado y la decepción que sentían al haber descubierto que sólo los
habían creado para que se maten entre sí.

Mientras tanto, del dios de Organdí ni noticias. Lo que sí quedaba claro


era que se trataba de un dios compasivo que los había creado,
justamente, para que pudieran ayudar a las víctimas de aquellos dioses
sanguinarios.

En un momento, Aída llegó a un lugar de la biblioteca que mostraba


claros síntomas de destrucción. Llamó a la princesa y a Carolina
quienes advirtieron rápidamente la causa: por una tubería ingresaban
nuevos libros, pero, en esa parte de la biblioteca ya no había lugar, así
que lo único que lograban era destruir a los libros más antiguos.

¿Eso podría pasar con los libros de Organdí? Y si los libros se


destruían, ¿Organdí dejaría de existir? Era urgente convocar a una
reunión de sabios.

586
CAPÍTULO 33. LOS LIBROS PERDIDOS
Los expedicionarios leían frenéticamente y anotaban las cosas más
importantes de lo leído. La esperanza de descubrir cual era el dios
creador de Organdí se iba haciendo cada vez más débil ya que, si bien
los libros de aquel reino eran abundantes, ninguno de ellos se refería al
tema.

Mientras tanto, dormían y comían por turnos, así los que quedaban
despiertos hacían a la vez de lectores y de guardias. En un momento, la
princesa convocó a los dos magos para que examinen la parte de la
biblioteca que se había arruinado. La pregunta era la siguiente: ¿qué
pasaría con el reino de Organdí si los libros de ese reino un día fueran
destruidos? ¿Ese reino de paz dejaría de existir?

Cuando la princesa, Flogisto y Aldebarán llegaron a aquella parte, su


sorpresa fue inmensa: la biblioteca se encontraba en perfecto estado.
Como la biblioteca era giratoria temieron haberse confundido de lugar,
pero luego de dar toda una vuelta llegaron al mismo sitio. No había
dudas, allí era donde, horas antes, la entrada de nuevos libros había
destruido a los viejos que se encontraban en aquellos anaqueles.

Estaban los tres mirándose confundidos cuando un ruido les llamó la


atención: a los pocos instantes, por una de las tuberías que llegaban
desde arriba, nuevos libros comenzaron a entrar en los estantes, con el
mismo resultado que el día anterior: los libros viejos volaban hechos
polvo.

–Quedémonos aquí a ver en qué termina todo esto –propuso Flogisto.

En un momento la entrada de libros se detuvo. La biblioteca seguía


girando y algunos de los libros cayeron al suelo. Los estantes en ese
sector se veían igual que el día anterior: desordenados y con libros
rotos.

587
–No nos movamos de aquí –insistió Flogisto–. Así como hay un
proceso de entrada de libros que desordena la biblioteca, ha de hacer
otro proceso que la vuelve a ordenar.

No tuvieron que esperar mucho tiempo. Al rato, los libros nuevos, así
como antes habían sido lanzados hacia el estante ocupado, ahora eran
como succionados por la misma tubería y desaparecían por ella. Eso
dejaba espacio a los libros viejos que nuevamente se volvían a
acomodar, claro, menos los que habían caído al piso.

La princesa no pudo evitar un temblor.

–¿Qué le sucede, Princesa? –quiso saber Aldebarán, al que no le había


pasado desapercibido la reacción de la princesa.

–Es que –comenzó a responder la princesa–… si se cayera del estante


de Organdí el libro de Felipillo –y en este punto no pudo disimular un
sollozo contenido–… si el libro de Felipillo quedara tirado en el piso de
esta estúpida biblioteca que da vueltas y vueltas… Felipillo
desaparecería de nuestras vidas –y allí el sollozo se hizo llanto.

Flogisto la abrazó con ternura y Aldebarán le apretó fuerte la mano.

–Prométame mago, prométame que va a hacer todo lo posible para que


Organdí pueda conquistar la libertad de existir.

–Princesa –le respondió Flogisto–, cuando encontré a mi hijo vivo en


su palacio prometí que siempre iba a defender al reino de Organdí. Este
es el momento de cumplir con mi promesa y creo que mi amigo
Aldebarán también querrá colaborar.

–Yo no prometí nada –dijo el mago humano–, pero lo prometo ahora:


viviremos todos juntos en Organdí o desapareceremos a la vez.

588
–¡Viva el reino de Organdí! –se escuchó detrás de ellos la voz de la
capitán, quien los había encontrado y escuchado toda la conversación
entre ellos–. ¿Qué se puede hacer señores magos al respecto? Porque el
tiempo que queda no es mucho. A más tardar en dos días tendremos
que emprender el regreso.

Los magos se miraron mientras la princesa secaba sus lágrimas con los
puños de su vestido.

–Aquí lo que debemos hacer –sugirió Flogisto– es comprender cómo


funciona todo lo que hemos descubierto hasta ahora. Ya sabemos que el
agua es como la corriente de energía que alimenta todo esto, pero:
¿para qué sirve la ventana negra que encontramos subiendo las
escaleras luego de bajar por el primer tobogán? ¿Qué función cumplen
las ochenta y cinco cuerdas que encontramos conectadas al tablero y a
la galería luego de bajar por el segundo tobogán? ¿Qué relación tiene
todo eso con esta biblioteca, que parece ser el alma de todo este lugar?

–Para eso –agregó Aldebarán– deberíamos dejar un observador en cada


uno de esos lugares para que avise cuando ocurra algún suceso.

–El problema –dijo Carolina– es cómo se comunicarán esos


observadores entre sí, porque, si ven algo, hasta que vienen a avisar ya
pasó.

Ahí la princesa recordó lo que habían contado las mujeres venidas


desde el mundo y dijo:

–Creo que Tzihuí Gontzú y Aída se comunicaban a la distancia, cuando


estaban cada una en su país.

–Es cierto –recordó también el mago orco–, esas mujeres dominan el


arte de la telepatía. Debemos hablar con ellas.

589
Mientras eso sucedía en el extraño mundo que existía detrás de la
puerta misteriosa descubierta en el desierto de Pacarí, el Princesa ya
había llegado hasta las islas de Abadí Bahar. Allí revisaron el barco y
constataron que se encontraba en perfecto estado: realmente Carolina
Marrapodi había construido una nave muy sólida.

Lo que extrañó muchísimo en las islas fue la cantidad de provisiones


que cargaron en el Princesa.

–¿Piensan dar varias vueltas al planeta? –decían algunos en tono de


burla por la desproporción entre los alimentos subidos a bordo y la
reducida tripulación del barco.

–¡No! –contestaba otro–, recorrerán toda la galaxia –y los más reían al


escucharlo.

Por orden del capitán Erasmus nadie podía contar cuál era su verdadero
propósito, que no era otro que el de rescatar a los que dejaron en
Warcraft más las familias que los acompañarían.

En las islas de Abadí Bahar había todo tipo de barcos y todo tipo de
gente. No era bueno que misión tan delicada llegara a oídos a los que
no debía llegar. El riesgo que asumía el Princesa era mucho, y más aún
el que corrían los orcos y humanos desembarcados en las playas de
Warcraft que, a esa hora, ya deberían estar camino a su punto de
rescate. Así que, apenas terminaron de reaprovisionarse, se hicieron
nuevamente a la mar y terminaron así con las habladurías de la gente
del puerto.

590
CAPÍTULO 34. LAS OBSERVADORAS
El mago Flogisto llamó a la mujer americana, a la del reino de Etiopía y
a la princesa china.

–Necesitamos completar la exploración en lugares donde ustedes ya


estuvieron.

Las tres respondieron afirmativamente, quedando pendientes de las


instrucciones que les daría el mago.

–Kusinkillay –continuó Flogisto–, necesitamos que vuelvas al primer


tobogán, rodees el edificio central y subas las escaleras hasta donde
encontraron la ventana de vidrio negro.

–Bien. ¿Qué debo hacer allí? –preguntó la mujer diaguita.

–Te colocas en un extremo de la ventana, en un lugar donde estés


segura y no te puedan descubrir en caso de que la ventana se abra, y
esperas.

–¿Qué debo esperar? –volvió a preguntar Kusinkillay.

–Pues, eso es lo que no sabemos –respondió el mago orco–.


Necesitamos saber si en algún momento allí se produce algún cambio
y, en caso de ocurrir, que nos puedas contar qué es lo que sucedió.

–Entendido –dijo la americana.

–Y tú, Aída, necesitamos que regreses al segundo tobogán, desciendas


a la fosa, la rodees hasta la escalera que permite entrar a las galerías y
desde allí vuelvas a escalar por las cuerdas hasta el tablero del medio.

–¿Y qué hago una vez allí? –quiso saber la mujer africana.

591
–Lo mismo que Kusinkillay en la ventana: observas a ver si se produce
alguna novedad –contestó el mago y agregó–: Tomen soga, algo de
alimento, la cantimplora con agua y todo lo que crean necesario para su
exploración. Puede que les toque estar un buen rato allí.

–¿Y yo que debo hacer? –preguntó Tzihuí Gontzú, quien llevaba aún su
tobillo vendado y caminaba con cierta dificultad.

–Tú te quedarás aquí con nosotros, en la parte de la biblioteca donde ya


hemos visto que se produce ingresos de nuevos libros y destrucción de
libros antiguos –respondió Flogisto–. La idea es que tus compañeras te
puedan transmitir telepáticamente qué es lo que está ocurriendo en los
lugares que están vigilando y ver si tiene alguna relación con lo que
ocurre en esta biblioteca. ¿Es eso posible?

–Bueno –dijo la princesa china–, la comunicación mental sucede


algunas veces y otras veces no. No le podría asegurar que en este lugar
tan extraño vayan a funcionar nuestros poderes telepáticos.

Mientras transcurría esta conversación, Diótima, aún con su cabeza


vendada, se había acercado a sus compañeras del Mundo y escuchado
la parte de la conversación referida a la telepatía.

–Si me permites, Flogisto –dijo la sabia griega–, la comunicación


telepática funciona mejor cuando las personas que están alejadas tienen
pensamientos comunes. Todas nosotras pensábamos, cada una en su
lugar, cómo hacer para vivir en un mundo de paz y eso ayudó a que
nuestros pensamientos se fueran conectando.

El mago la escuchó con atención. Respetaba muchísimo la opinión de


Diótima en todos los temas, y ésta continuó:

–Aquí se trata de cosas nuevas, que nunca hemos visto. No es seguro


que podamos comunicárnoslas mentalmente.
592
–¿Y qué propones? –preguntó Flogisto.

–Si te parece, yo podría recorrer desde aquí hasta donde estarán


Kusinkillay y Aída, e ir llevando y trayendo las noticias si es que la
comunicación mental no funcionara.

–Pero tú estás herida –objetó Flogisto.

–Pero en la cabeza, no en los pies –respondió Diótima riendo. Los


cuatro la acompañaron en su risa.

–Bueno –dijo finalmente el mago orco–, pero sólo si prometes no


volver a tirarte de cabeza en ninguna fosa.

–Lo intentaré –respondió aquella, y todos volvieron a reír.

Tzihuí Gontzú se sentó a leer en proximidades del lugar donde, ya por


dos veces, habían visto libros destruidos en aquella biblioteca. Mientras
tanto, el resto de sus compañeras del Mundo fueron a prepararse para
sus expediciones y partieron.

Tomadas esas disposiciones, el mago orco regresó junto a Aldebarán a


seguir leyendo sobre el país de Warcraft. Carolina hacía lo mismo con
respecto al reino de Organdí, mientras que la princesa dormía: era su
turno de descansar.

593
CAPÍTULO 35. VEO VEO
Diótima fue con Kusinkillay para conocer el lugar donde ella quedaría
vigilando la actividad de la ventana gigante: nunca había estado allí y,
de no hacerlo, no sabría cómo encontrarla luego. Por hallar a Aída no
se preocupaba porque ya conocía bien aquel lugar y, una vez que la
mujer etíope se instalara en el tablero, la vería sin necesidad de escalar
ni descender por ningún sitio.

La americana y la griega descendieron por el primer tobogán, rodearon


el edificio rectangular que ocupaba casi toda la plataforma que había en
aquel sitio y subieron por las escaleras que llevaban al nivel superior.
Allí Kusinkillay le mostró el pasillo que conducía hacia la ventana
gigante. Seguía estando negra, como la primera vez que la
descubrieron.

Kusinkillay se apostó donde comenzaba la ventana. Ese parecía un


lugar seguro y, cualquier cosa que ocurriera, tenía la posibilidad de
escapar de nuevo hasta la escalera.

En ese lugar la dejó Diótima y volvió hasta la planicie para ir a ver


cómo estaba Aída. Al llegar bajó por el tobogán y se apostó al lado del
puente colgante por el que había caído al intentar cruzarlo. Pasados
unos minutos sintió que desde el tablero del medio le gritaban “¡Hola!”,
y al levantar la vista la vio a Aida saludando con su mano en alto.

Los descubrimientos que hicieron las observadoras fueron increíbles.

Aída estaba en el tablero rodeado por la fosa cuando vio prenderse una
luz en el artefacto donde entraban y salían las cuerdas. Se acercó a
mirar y vio que, cada vez que vibraba una cuerda, en la parte luminosa
aparecía una letra. Las cuerdas vibraban alternativamente, como si cada
una de ellas escribiera una letra distinta. Es probable que aquellas letras
formaran palabras, pero era tan grande la velocidad con la que

594
aparecían y desaparecían que no era posible saber lo que podrían estar
escribiendo.

Todo eso le contaba Aída a Diótima a viva voz, para que ésta la
escuchara del otro lado de la fosa. De pronto todo se apagó. Pasaron
unos instantes y nuevamente comenzaron a vibrar algunas cuerdas y a
aparecer letras y números en la consola nuevamente iluminada.

Diótima decidió llevar esa información hasta la biblioteca, pero antes


pasó a ver si había novedades en el puesto de observación de
Kusinkillay. Cuando subió las escaleras no notó nada diferente, pero al
llegar hasta el extremo del pasillo encontró a la mujer diaguita en
cuclillas y temblando de miedo.

–¿Qué ha pasado aquí? ¿Te encuentras bien?

–La-la-la venta-tana se abrió –alcanzó a tartamudear Kusinkillay.

Diótima miró, pero el vidrio se veía negro como hacía un rato.

–¿Y entró alguien por allí? –preguntó la mujer griega, buscando una
explicación al estado de pánico en que encontró a su compañera.

–No, no, no entró nadie –dijo algo más tranquila la americana, y


continuó–: el vidrio no se abrió, pero se fue el velo negro y pude ver
hacia el otro lado.

–¿Y qué es lo que has visto? –dijo intrigada la mujer sabia.

–Vi-vi-vi –volvió a tartamudear Kusinkillay–, vi la cabeza de un


gigante –pudo por fin terminar su frase.

–¿La cabeza de un gigante? –preguntó incrédula Diótima.

–Si, si, la cabeza de un gigante –repitió la princesa diaguita.


595
–¿Estaba vivo o era sólo su cabeza?

–Vivo, vivo, y miraba hacia aquí con sus enormes ojos de gigante –
confirmó Kusinkillay.

–¡Yo que creía que los gigantes no existían! –exclamó Diótima.

–Y yo tampoco –afirmó la mujer Diaguita–, pero te juro que vi un


gigante.

Las dos se quedaron pensativas. Esa era una información que no


esperaban: creían estar solas en todo ese extraño mundo de túneles,
escaleras, caminos plateados y toboganes.

–Pero –dijo Diótima pensando en voz alta y tratando de calmar a su


compañera–, ese gigante no representa un peligro real ya que no puede
atravesar el vidrio de la ventana, por más que ésta corra su velo negro.

–Ni lo puede atravesar –confirmó Kusinkillay– ni tampoco cabría en


estos estrechos pasillos.

–¿Estás muy asustada? ¿Quieres regresar a la biblioteca?

–Estoy muy asustada –reconoció la vigía puesta en la ventana–, pero


permaneceré aquí para informar de cualquier otra cosa que suceda.

–Eres muy valiente –reconoció la griega.

–Es lo menos que debemos hacer por nuestros amigos de Organdí –


afirmó la americana–. Nosotras los hemos metido en este lio y nosotras
los tenemos que ayudar a salir.

Con toda esa información Diótima partió rumbo al edificio plateado de


la biblioteca giratoria. Fue llegar, subir por las escaleras y bajar por las

596
cuerdas atadas a las barandas que rodeaban los agujeros del techo,
cuando comprendió que algo extraño pasaba allí.

Estaban todos de pie, deliberando, rodeando a Tzihuí Gontzú.

–¿Entonces –preguntaba Flogisto–, tú dices que mientras vigilabas


desaparecieron estantes enteros de libros?

–Así es, Mago. No volvieron a aparecer libros nuevos pero sí


desaparecieron libros que, hasta hace un instante, estaban aquí.

Los peligros parecían duplicarse: ahora no sólo se perdían libros porque


libros nuevos aparecían en estantes ya ocupados, sino que también
desaparecían libros así porque sí. Los riesgos que corría Organdí eran,
en verdad, aún mayores que los que habían creído en un principio.

Cuando vieron a Aída llegar agitada todos corrieron a su encuentro. La


mensajera se sentó para recuperar fuerzas y todos hicieron lo mismo a
su alrededor.

Cuando recuperó el aliento contó con detalle lo que había descubierto


Aída en la consola del tablero y, sabiendo que era aún más difícil de
creer, dio cuenta de que la ventana se había abierto y de lo que vio o
creyó ver Kusinkillay a través de ella.

Todos prorrumpieron en exclamaciones como “¡Increíble!”, “¡Quién lo


hubiera pensado!”, “¡Qué sorpresa!”. También trataron de relacionar
las cosas que Diótima relataba: ¿podría ser que las letras que aparecían
en la consola cuando vibraban las cuerdas fueran las que finalmente
terminaban escribiendo los libros que ellos leían? Pero cómo los libros
entraban y salían de la biblioteca continuaba siendo un misterio, y ni
qué decir de la cabeza del gigante: a todos les costaba creer que eso
fuese cierto.

597
Los dos magos estaban muy serios escuchando todas esas noticias: ese
lugar sin habitantes parecía tener vida propia. Era necesario reunir a
todos los expedicionarios y tomar una decisión: corrían el riesgo cierto
de transformarse de exploradores en prisioneros de aquel mundo
incomprensible.

Esa idea se la comunicaron a la jefe de la expedición y a la princesa

598
CAPÍTULO 36. LOS LIBROS VIVOS
Las tres expedicionarias destinadas a los puntos de observación
siguieron en sus puesto, mientras que Aída iniciaba un nuevo recorrido
para actualizar las noticias de los lugares más alejados. Mientras tanto,
los magos pidieron a la jefe de la expedición y a la princesa una
reunión especial y éstas, por supuesto, accedieron inmediatamente.

–Princesa, Carolina –comenzó diciendo Flogisto–, este lugar donde


estamos parece tener vida propia.

Las dos los miraron asombradas.

–Quizás no vida como nosotros conocemos –agregó Aldebarán–, se


puede tratar de otra clase de vida, más difícil de entender.

–¿Ustedes dicen por lo del gigante? –quiso saber Carolina.

–No sabemos del gigante, eso se puede explicar de muchas maneras –


contestó Aldebarán.

–¿Muchas maneras? ¿Cómo cuáles? Insistió la capitán.

–La ventana puede tener un vidrio de aumento –prosiguió Aldebarán– y


hacer que una cara normal se vea como la cara de un gigante, puede no
tratarse de una persona sino de una imagen proyectada por otra persona
o por un artefacto, o puede realmente ser un gigante. Pero eso no es tan
grave, en cualquier caso, está fuera de este lugar que nosotros
exploramos.

Las dos mujeres estaban confundidas. Los magos le hablaban de vida,


pero desechaban como poco importante que Kusinkillay hubiera visto
un gigante. ¿De qué clase de vida estaban hablando? Como adivinando
la pregunta, Flogisto continuó:

599
–Acá alguien agrega libros a esta biblioteca o quita libros de esta
biblioteca. Es como si alguien tomara esas decisiones y luego este lugar
que estamos investigando las aplicara.

–Ustedes dicen –consultó la princesa– que es muy difícil imaginar esta


biblioteca sin una mente que la haya reunido, le agregue material o se
lo quite.

–¡Exacto! –exclamó el mago orco con alegría al sentirse comprendido–.


Es como si una cucaracha entrara en su biblioteca y no entendiera quien
agrega libros o quien los quita. Si la cucaracha lo pensara bien, debería
llegar a la conclusión de que hay algún ser vivo que se encarga de esas
cuestiones.

–Y aquí –agregó el mago humano–, nosotros somos las cucarachas.

El chiste fue muy bueno, pero era tanta la tensión del momento que
nadie se rio. Luego de unos instantes de reflexión la princesa preguntó:

–Si el problema fueran sólo los nuevos libros que llegan y sospechamos
que esos libros se escriben tensando las ochenta y cinco cuerdas, una
solución podría ser cortar esas cuerdas y así ningún nuevo libro se
podría escribir.

–No parece una buena solución, Princesa –dijo el mago humano.

–¿Por qué? –quiso saber aquella.

–Imagine que otros exploradores llegados antes que nosotros hubieran


aplicado esa solución –continuó Aldebarán–, antes aún de que se
hubieran escritos los libros sobre Organdí: ¿qué cree usted que hubiera
sucedido?

600
–Tiene usted razón, Mago –aceptó la princesa–, no lo había pensado
bien. Cortar las cuerdas sería como impedir que surjan nuevos mundos
y nuevos reinos.

–Así es –finalizó el mago humano–, nosotros queremos que Organdí


conquiste la libertad de existir, pero no queremos negarle a otros esa
misma libertad.

En ese momento el mago orco volvió a intervenir en la conversación:

–Si a usted le parece bien, Princesa, queremos hacer un conjuro y


diseminarlo por la biblioteca. Lo llamamos “el conjuro de la vida”.

–¿Y cómo funcionaría ese conjuro? –quiso saber la capitán de Il


Gabbiano.

–Ese conjuro impregnará los libros que desaparecen y nos avisará


cuando alguno de ellos es destruido o descartado. Si salen de esta
biblioteca pero siguen vivos, eso querrá decir que existen otras
bibliotecas en otros lados.

–Adelante –dijo la princesa–, autorizo la realización de ese conjuro.

Los dos magos se pusieron de pie, colocaron sus manos sobre un papel
en blanco y dijeron a la vez:

Vivus vita. Liber libri.


Sequor, insequor, subsequor y prosequor.
Orbi et orbem
In carta imprimere.

Unos puntitos de colores se diseminaron por el aire y desaparecieron en


unos segundos. Mientras tanto la biblioteca no dejó de girar en ningún
momento y la magia pareció rodearla y abrazarla. Le pidieron a la
601
princesa china que estuviera atenta y les avise si había alguna invasión
o desaparición de libros.

Mientras tanto, Diótima llegó nuevamente hasta el tablero desde donde


partían las ochenta y cinco cuerdas. Aída estaba aún subida a él y en
condiciones de informar que, luego de un buen rato de aparición
continua de letras, el artefacto se había apagado nuevamente. Ambas
entendieron que ya no había mucho más que ver allí.

La mujer africana descendió por las cuerdas hasta la entrada de la


galería donde habían encontrado a la propia Diótima herida. Desde allí
bajó a la fosa y, rodeando el cuadrado central, llegó hasta la cuerda que
había dejado atada al poste de entrada del traicionero puente colgante.
Trepó con agilidad y junto con la mujer griega emprendieron la
escalada del tobogán que las devolvería a la superficie.

Mientras caminaban rumbo al siguiente tobogán, Diótima tuvo tiempo


de contarle el increíble descubrimiento de Kusinkillay, quien se
encontró con la cara de un gigante cuando se corrió el velo negro que
cerraba la ventana misteriosa.

602
CAPÍTULO 37. LA VENTANA MÁGICA
El tiempo se iba acortando para los expedicionarios. Según el cálculo
que hacía la jefe de la expedición, a más tardar al día siguiente debían
emprender el regreso. Claro que los días no se habían contado con total
exactitud por la imposibilidad de distinguir entre el día y la noche en
aquel lugar cerrado por todos lados, pero consideraban que cada vez
que dormían era una noche más que había pasado.

A pesar del tiempo que llevaban leyendo en la biblioteca, no se


acababan las sorpresas. La princesa llamó la atención de los demás
sobre un libro que había encontrado: se llamaba “Los indios Pacarí”.
Allí se explicaba que los indios Pacarí habitaban en el desierto del
mismo nombre, el mismo desierto que acaban de cruzar días antes. La
misión de esa tribu era vigilar la puerta misteriosa que se encontraba en
las primeras montañas que daban hacia el oeste.

Sabido eso, a todos les extrañó no haberse cruzado con ellos durante la
travesía. Tampoco las mujeres del Mundo los habían visto cuando
atravesaron el desierto la primera vez para dirigirse al reino de Organdí.
Lo que sí quedaba claro ahora era quiénes habían transportado el bote
desde la playa hasta la cueva donde lo habían encontrado.

El libro describía las capacidades guerreras de esa tribu, que eran


muchas, aunque también hablaba de sus muchas debilidades, la
principal de las cuales era…: el chocolate. En el desierto era
prácticamente imposible cultivar plantas de cacao, pero a los indios
Pacarí los enloquecía el chocolate. Podían postrarse y adorar a quién les
diera un trozo de chocolate. Así que, en ese mismo momento, la
princesa ordenó que, de ahí en adelante, nadie comiera del chocolate

603
que aún les quedaba en las provisiones. Podrían obsequiarlo a los
Pacarí y, de esa manera, lograr que les franquearan el paso hasta la
playa.

–Eso en caso de que los encontremos –dijo Carolina.

–O que ellos nos encuentren a nosotros –agregó Aldebarán.

A todos les pareció un poco exagerada la previsión de la princesa. Ya


habían cruzado dos veces ese desierto sin ver siquiera una pluma de los
indios Pacarí. Parecía que éstos estaban ocupados en cosas más
importantes y que poco les importaba custodiar la puerta por donde la
expedición habían accedido a los túneles y, finalmente, a esta planicie
poblada de cosas tan extrañas. Pero, por no contradecirla ya que, al fin
y al cabo, ella era la que había autorizado la expedición, todos se
comprometieron a conservar las reservas de chocolate que les quedaran
en sus equipajes.

Mientras tanto, Aída y Diótima llegaron al punto de observación


ocupado por Kusinkillay. Bajaron el tobogán ayudándose con la soga
que la mujer diaguita había dejado amarrada en la planicie, rodearon el
edificio de los mil pies que ocupaba casi toda la plataforma y subieron
por las escaleras al nivel superior.

Fue llegar al pasillo y darse cuenta de que todo estaba cambiado: una
fuerte luminosidad llegaba desde donde estaba ubicada la ventana
gigante. Por contraste, se la veía a Kusinkillay en cuclillas mirando no
hacia la ventana sino hacia el lado contrario. Temieron darle un susto
de muerte si llegaban a su lado de improviso, así que desde la escalera
chistaron:
604
–Chts, chts, Kusinkillay –dijeron lo más bajo que pudieron.

Ésta se dio vuelta y las vio. Se puso un dedo en los labios en señal de
que se mantuvieran en silencio y le hizo señas con la otra mano para
que se acercaran. Cuando estuvieron las tres juntas les indicó con un
ademán que miraran la pared que estaba frente a la ventana, separada
de ésta por un estrecho pasillo. Lo que vieron fue una imagen del
palacio de Organdí en el mismo momento en que Felipillo salía a los
jardines.

Las tres se miraron intrigadas. No había dudas que se trataba de alguna


especie de magia que permitía mirar lo que ocurría a gran distancia,
como los brujos y las brujas de los cuentos lo hacen en sus bolas de
cristal. Pero esas imágenes, aunque sorprendentes, no llegaron a ser tan
impresionantes como lo que vieron al mirar hacia la ventana: allí
estaba, efectivamente, la cara del gigante. Si quedaba alguna duda
sobre lo que había visto Kusinkillay, esas dudas acababan de
desaparecer.

Cada una miraba al gigante de distinta manera. Kusinkillay,


aterrorizada, pensando que el gigante podría aplastarlas a todas ellas
como se aplasta una hormiga. Aída, incrédula, sospechando que quizás
alguna propiedad del vidrio de la ventana hacía aparecer esa imagen
muy aumentaba. Por su parte, Diótima pensaba que el gigante no era
feo: si no fuera por su descomunal tamaño hasta podría parecer la cara
de un niño normal, como cualquier otro.

Finalmente, luego de un rato de mirar alternativamente las imágenes de


Organdí y la cara del gigante, imprevistamente y sin ningún aviso, la
ventana volvió a quedar negra. Esperaron un rato, pero ya no se
605
produjeron más novedades, así que decidieron volver hasta la biblioteca
giratoria.

Apenas se descolgaron por la soga que descendía desde los agujeros del
techo, todos las rodearon para conocer las últimas novedades. La
princesa quedó conmocionada al escuchar que habían visto a Felipillo
saliendo del palacio de Organdí. Los magos trataron de explicarle que
había muchos trucos mágicos para ver cosas a distancia, pero que
ninguno de ellos era absolutamente seguro: podrían mostrar imágenes
que ocurridas hacía mucho tiempo o que sucederían en un futuro
lejano.

En eso estaban cuando se escuchó la voz de Tzihuí Gontzú:

–¡Flogisto! ¡Aldebarán! Han desaparecido todos los libros de un


estante.

606
CAPÍTULO 38. SIGUIENDO UNA PISTA
Cuando la princesa de la sabiduría informó que un estante lleno de
libros acababa de desaparecer, los dos magos corrieron hasta el papel
donde habían apoyado sus manos al hacer el conjuro. Los demás se
acercaron y vieron aparecer en la hoja primero un punto color rosa, y
luego el punto se fue transformando en una línea. La línea fue
dibujando volutas sobre la hoja hasta que se detuvo formando un
círculo. El círculo enseguida vio su borde rodeado por una línea verde.

Flogisto apoyó su dedo sobre el círculo y dirigiéndose a Aldebarán


sugirió:

–¿Otra biblioteca circular?

–Es muy probable –respondió el mago humano.

Todos miraban sin entender. El mapa mágico siguió dibujando líneas y


círculos y, luego de unos momentos, también rectángulos rodeados por
una línea amarilla. Todo indicaba que los libros que desaparecían de la
biblioteca terminaban en algún otro lado. Los magos pensaban que
podrían tratarse de otras bibliotecas circulares o, simplemente, de
depósitos de libros a donde recurrir cuando se los necesitara.

Eso llevó algo de tranquilidad a toda la expedición ya que, resultaba


claro, la existencia de esos reinos estaba estrechamente vinculada a
esos libros. La desaparición no significaba, entonces, que esos libros
dejaran de existir sino, más bien, parecía que eran trasladados a otro
lugar. Algo así como una estrategia para poder agregar nuevos libros a
la biblioteca sin que éstos destruyeran otros libros ya colocados en sus
estantes.

607
Claro que a los magos no escapó el riesgo que significaba que esas
otras bibliotecas y depósitos de libros, en algún momento, también se
llenaran. Estaban convencidos de que el mecanismo de las cuerdas era
el que permitía escribir nuevos libros y, de esa manera, la posibilidad
de que en algún momento no hubiera espacio suficiente para todos ellos
seguía siendo una amenaza.

Todo eso explicaron a la expedición allí reunida. Después de un largo


silencio, habló la princesa china de la sabiduría:

–Lo que hemos descubierto hasta aquí es poco y es mucho. Poco


porque no sabemos bien cómo funciona todo este extraño lugar, quién
escribe los libros ni donde los guardan cuando salen de aquí. Pero
también es mucho porque descubrimos que, salvo el reino de Organdí,
hemos sido creados por dioses mezquinos que se enriquecen con la
guerra.

Todos escuchaban atentamente a Tzihuí Gontzú. Sus palabras hacían


comprender por qué en su reino era llamada “princesa de la sabiduría”.
Ella continuó:

–Y, además, hemos descubierto cuál es el peligro que enfrenta Organdí


como reino de paz: si esta biblioteca en algún momento colapsara por
el peso de los libros o por cualquier otra razón, el reino perdería su
libertad de existir, ya nadie podría volver a encontrarlo.

–Y mi hijo no hubiera hallado dónde salvar su vida –dijo Flogisto


emocionado.

608
–Ni nosotras donde venir a pedir ayuda –dijo Aída en nombre de las
mujeres del Mundo.

–Y mi Felipillo no hubiera encontrado lugar para su reino de gusanos


de seda –dijo con sentimiento la princesa.

–Y ya nadie podría disfrutar de las hermosas telas de Organdí –afirmó


Carolina.

–Y el Princesa no encontraría dónde volver con su preciosa carga de


humanos y orcos que decidieron en su corazón no participar más en
ninguna guerra –agregó estremeciéndose Aldebarán.

–Sería un nuevo reino perdido, como dicen los libros antiguos que fue
la Atlántida o Jamballa –dijo Aída.

Un nuevo silencio se hizo entre los expedicionarios: era un silencio de


sus bocas y de sus corazones. Los oprimía el descubrimiento de la
fragilidad del reino de Organdí, único reino de paz en el planeta, y el no
saber qué hacer mantenía sus bocas cerradas.

En ese momento Kusinkillay tomo la palabra:

–Creo que sí sabemos quiénes escriben estos libros: estos libros los
escriben los dioses. Blizzard escribió los libros de Warcraft, por eso ese
es un país donde ocurre una guerra interminable. Ensemble y Forgotten
crearon nuestros imperios, por eso éstos guerrean entre sí. Y un dios
que no hemos podido descubrir aún creó Organdí, y por eso éste es un
reino de paz.

609
»Nuestra misión está clara: tenemos que garantizar que los libros que
escribió el dios de Organdí siempre tengan lugar en alguna biblioteca
del planeta. Mientras exista Organdí existirá la esperanza de que una
vida en paz es posible.

Las palabras de la princesa diaguita encendieron nuevamente las


mentes sabias que allí estaban reunidas.

–Creo que eso es posible –afirmó Flogisto–. Tenemos unas horas de


trabajo por delante: con mi colega Aldebarán y con Diótima podríamos
intentar encontrar una solución.

–No son muchas horas –dijo Carolina–, será mejor que empiecen ya.
Mientras tanto, el resto vaya preparando todo su equipaje para nuestra
próxima partida y tengan a manos sus sogas: serán imprescindibles para
salir de aquí.

Todos se pusieron en movimiento. En una mesa de la biblioteca


giratoria estaban reunidos los dos magos con la sabia griega:
conversaban animadamente entre ellos mientras miraban el mapa
mágico donde seguían apareciendo líneas, círculos y rectángulos.

En otra de las mesas, Carolina dibujaba unos croquis en un papel. Los


corregía y los volvía a dibujar, y luego miraba pensativamente a los
expedicionarios que estaban preparando sus equipajes.

La jefe de la expedición sabía que no sería fácil llegar nuevamente


hasta la puerta de entrada. En todos los días de la exploración no habían
encontrado ninguna otra salida para volver al desierto de Pacarí y el
lugar por donde habían entrado estaba cerrado por dos puertas

610
herméticas que sólo se abrían cuando la presión del agua llegaba a ser
la suficiente.

Para llegar hasta allí habían puesto en riesgo sus vidas, pero tuvieron a
favor que la corriente del agua de los túneles las llevaba hacia adentro
del edificio. Pero ahora, el regreso debería hacerse en contra de esa
corriente. Por eso Carolina Marrapodi estudiaba una y otra alternativa,
calculando cuál podría ser menos riesgosa, pero no encontraba aún
ninguna que le resultara satisfactoria.

611
CAPÍTULO 39. EL PRIMER RESCATE
Mientras tanto, muy lejos de la biblioteca giratoria, el Princesa se
acercaba a las costas de Warcraft. Se estaba poniendo el sol y esa noche
intentarían rescatar al segundo grupo desembarcado días antes.

Durante esos días, de a poco, orcos y humanos fueron entrando en


confianza. Los que llegaron desde Organdí, que habían tenido tiempo
de aprender las dos lenguas mientras se recuperaban en el hospital,
hacían de traductores entre unos y otros. Siempre viajando de noche
comenzaron a recorrer el largo camino que los llevaría de nuevo hasta
el lugar de la playa donde iban a ser rescatados.

Bueno, lo de seguir el camino es una forma de decir, ya que la mayor


parte del tiempo caminaron alejados de los caminos, por el riesgo que
significaba el ser descubiertos por tropas humanas o de orcos.

Cuando empezaba a caer la noche llegaron a la playa donde los habían


dejado. Prepararon todo para hacer la señal convenida, que consistía en
prender tres fuegos con una breve diferencia de tiempo entre uno y
otro. Las pilas de leña seca se encontraban sobre la arena, a unos cien
metros una de la otra, para que pudieran ser bien distinguidas desde el
barco.

Los orcos y los humanos, desde la playa, escudriñaban el mar que, en


esa noche sin luna, era de una negrura impresionante. Si esa noche no
llegaba el Princesa debían volver a esconderse y hacer los mismos
preparativos para la noche siguiente.

Las familias de los recuperados en el hospital de Organdí vivían aquella


aventura como algo increíble que ocurre sólo en las novelas o en los
612
cuentos. Los niños se aferraban a las manos de sus padres y de sus
madres: sentir el contacto con su piel los hacía sentir más seguros. Los
que habían estado en la guerra sentían que esa era la batalla más
importante de sus vidas: se erguían para poder mirar más lejos, aunque
en verdad no vieran nada.

El capitán Erasmus entendió que ese era el momento. Hizo señas a su


primer oficial y éste dio la orden para que se encendiera la linterna de
comunicaciones tres veces seguidas. El brillo duró solo unos instantes,
pero para los de la playa fue como si hubiera salido el sol; no estallaron
en gritos de júbilo sólo por el temor a ser descubiertos.

El plan estaba en marcha: el orco encargado de la primera pira la


encendió inmediatamente. El humano encargado de la siguiente contó
hasta treinta y puso fuego a la suya. El orco que debía encender la
última dejó pasar otros treinta segundos y prendió la suya.

Ardieron las tres fogatas durante unos minutos e, inmediatamente, las


apagaron con arena de la misma playa. Era lo convenido para no llamar
la atención.

En medio de la noche, el capitán Erasmus ordenó que bajen los seis


botes con los que contaba el Princesa. Los mejores remeros de la
tripulación, orcos y humanos, fueron destinados a llevarlos hasta la
playa. Bajo la conducción del primer oficial, los botes pusieron proa al
lugar donde, minutos antes, se vieran brillar las fogatas.

Mientras tanto, después de apagar los fuegos, de nuevo el silencio se


hizo dueño de la playa. Rodeados por la más profunda oscuridad
quedaron expectantes del próximo paso del rescate que, sabían, iba a
613
tardar un buen tiempo ya que el Princesa no estaba tan cerca y el mar se
sentía un poco encrespado.

Cada golpe de las olas en la costa los hacía ilusionar, pero el silencio
posterior les decía que debían seguir esperando. Hasta que, por fin, se
comenzó a oír, claro y distinto, el rítmico golpetear de los remos en el
agua. Guiados por su sonido, los hombres y las mujeres más fuertes se
metieron en el mar y ayudaron a los que venía al remo a terminar de
acercar sus botes a la playa.

Las familias enteras comenzaron a subir en ellos. Llevaban distinto


tipos de alimentos, pero la orden del primer oficial fue clara: “primero
las personas, si queda lugar, los alimentos”. Gran parte del éxito de la
operación consistía en rescatarlos a todos en un solo viaje, sin tener que
volver una segunda vez hasta la playa, donde el ajetreo y el ruido
podrían haber atraído la atención de visitantes no deseados.

Ya estaban casi todos embarcados cuando se sintió una voz queda que
imploraba:

–¡Esperen! ¡Esperen!

Una sombra, que podría ser una persona, se veía correr por la arena en
dirección a ellos, pero traía o empujaba algo con sus manos: un carro o
algo parecido. Todos quedaron expectantes, sin saber si defenderse,
atacar o sólo embarcar e internarse de una vez en el mar. Y eso
hubieran hecho si uno de ellos, que reconoció la voz, no hubiera dicho:

–Es Esteban, el que iba a quedarse con su abuelo.

614
Dos o tres de los que aún no habían embarcado corrieron a su
encuentro. Lo que traía con él era una silla de ruedas con su abuelo
sentado en ella.

–Cuando le hablé de Organdí no quiso saber nada de quedarse –explicó


el recién llegado–. Me dijo que prefería morir en el viaje buscando una
tierra de paz que quedarse a terminar sus días aquí en Warcraft.

–Hola abuelo –lo saludó uno que lo conocía.

–¿Eres Eduardo? –preguntó el viejecito.

Eduardo se emocionó de que el viejo lo reconociera, habían sido


amigos con su nieto desde la infancia. En ese momento llegó corriendo,
preocupado, el primer oficial.

–¿Qué es lo que pasa aquí? –preguntó.

–Disculpe, oficial –le dijo Esteban–, pero no hubo manera de


convencer a mi abuelo de que no intentara el viaje a Organdí.
¿Podremos cambiar de planes y volver con ustedes?

El oficial lo pensó no más de dos o tres segundos y, en vez de


responder, alzó al abuelo con sus fuertes brazos y, corriendo hacia la
orilla, dijo:

–Todos a los botes. Alguno que traiga la silla de ruedas.

–Blizzard te bendiga –le dijo el anciano.

615
–Creo que por Blizzard están ustedes así –respondió el oficial–, pero
igual, gracias por la bendición.

Un par de hombres por bote ayudó a empujarlos de nuevo al mar, para


luego saltar dentro de ellos. Los marineros, que habían tenido un
pequeño descanso mientras los rescatados embarcaban– comenzaron a
remar con todas sus fuerzas hacia donde suponían que se encontraba el
Princesa. Desde el barco, a intervalos, le hacían una señal luminosa
para que no pierdan el rumbo.

Cuando ya estuvieron todos a bordo el capitán llamó a los doce


remeros. Frente a toda la tripulación y a los rescatados y sus familias
dijo en voz alta:

–¡Felicitaciones remeros! Han cumplido la misión con esfuerzo y


valentía.

Todos prorrumpieron en aplausos. Por suerte era de noche y no se notó


que se pusieron colorados de la emoción: al fin y al cabo, sólo habían
cumplido con su deber.

616
CAPÍTULO 40. EL ESCAPE
Las horas que transcurrieron antes de la partida de aquel lugar pasaron
como si hubieran sido unos pocos minutos: ¡tanta era la tarea que
tenían que hacer los expedicionarios! Los magos le pidieron a Diótima
que por favor marcara todos los libros que pertenecían al reino de
Organdí, todos con la misma marca. La princesa tomó un lápiz y se
puso a colaborar con la mujer griega y, a medida que iban terminando
de acomodar sus equipajes, los demás fueron haciendo lo mismo.

Cuando Carolina dijo que ya era el momento de partir, los dos magos
se pusieron de pie y les pidieron a todos que se agarraran de sus manos
para darle más fuerza al conjuro que tenían preparado. Ellos alzaron sus
brazos y todos hicieron lo mismo sin soltarse.

–Repitan después de nosotros –ordenó Flogisto, y junto con Aldebarán


dijeron con voz fuerte y clara:

–Che tutti i libri…

–Que tutti i libri –repitieron todos.

–Che portano questo marchio…

–Que portano cuesto marquio –retumbó en la biblioteca la voz de los


expedicionarios.

–Hanno sempre un posto…

–Ano sempre un posto –rugieron los demás.

–In qualche biblioteca del mondo.


617
–In cualque biblioteca del mondo –tronaron todas las voces a la vez.

El eco del conjuro quedó retumbando durante varios segundos en todo


el ámbito de la biblioteca giratoria. Cuando se apagaron sus últimas
resonancias se escuchó la voz de mando de Carolina:

–En marcha –dijo.

Todos treparon ágilmente por las sogas atadas a las barandas que
protegían los agujeros del techo. La única que tuvo que ser izada fue
Tzihuí Gontzú ya que su pie vendado aún le impedía realizar esas
proezas. Luego quitaron las sogas y las enrollaron con cuidado: cada
cual llevaba la suya en uno de sus hombros. A continuación bajaron
desde el techo de la biblioteca giratoria por las escaleras plateadas y se
dirigieron hacia el tobogán mayor por el que habían llegado hasta allí.
Se ayudaron para subir y, una vez arriba, iniciaron la travesía a través
de la planicie.

La cruzaron al paso que permitía la princesa china de la sabiduría,


quien iba del brazo de Aída y Kusinkillay.

–Nadie se queda atrás –había sido la orden de Carolina Marrapodi, así


que, ayudándose entre todos, recorrieron el camino.

Al llegar al agujero por el que habían subido a la planicie Carolina


pidió a Kusinkillay que bajara por la escalera e informara del estado del
túnel. A los pocos minutos se asomó la cara de la mujer diaguita,
pálida, cómo si las noticias que traía no fueran del todo buenas.

–El túnel está lleno de agua que corre en dirección contraria hacia
donde tenemos que ir –informó a la jefe de la expedición.
618
Todos entendieron que se enfrentaban a un gran problema: ¿podrían
salir alguna vez de aquel lugar? Y si no podían hacerlo, ¿para cuántos
días tendrían provisiones? Todos miraron a la capitán de Il Gabbiano,
esperando el milagro de que tuviera alguna respuesta, pero ella
permanecía en silencio.

Pasados unos minutos, Carolina les habló:

–Quiero que estén descansados. Salir de aquí representará un gran


esfuerzo para todos.

Aldebarán la miraba con admiración: había que tener nervios de acero


para hablar con esa calma en esa situación.

–¿Pero, tú crees que podremos salir? –preguntó la princesa.

–Si no lo creyera, Princesa, no los hubiera traído hasta aquí.

A todos los hizo sentir mejor la seguridad que mostraba la jefe de la


expedición.

–Eso no quiere decir que lo logremos, será difícil, pero lo vamos a


intentar.

Kusinkillay, desde la escalera que llevaba al túnel, volvió a informar


que el agua seguía corriendo con todas sus fuerzas.

–Mejor –dijo Carolina, así nos da más tiempo para descansar y


prepararnos

619
La tensión se sentía en el ambiente. Todos los expedicionarios estaban
atentos a los que le diría Carolina Marrapodi. Como jefe de la
expedición, ésta tenía un plan o, al menos, debería tenerlo. Finalmente,
habló:

–Ustedes creen que el problema para salir de aquí es el agua, que corre
con gran fuerza en el sentido contrario al que debemos ir.

Todos asintieron con la cabeza.

–Permítanme decirles que están equivocados: el agua no es el


problema, el agua será nuestra salvadora.

Las miradas de extrañeza iban de unos a otros miembros de la


expedición.

–Nuestro verdadero problema es que, entre nosotros y la salida, hay dos


puertas herméticas que no tenemos ni idea de cómo abrirlas. Pero el
agua sí sabe cómo hacerlo. Así que este es el plan…

Luego de escucharla, quedaron todos atentos al momento en que diera


la orden de partir.

620
CAPÍTULO 41. ¡AHORA!
–Kusinkillay –dijo Carolina–, tú eres clave en este momento de la
operación.

Efectivamente, la mujer diaguita seguía en la escalera que bajaba al


túnel, atenta al momento en que el agua dejara de correr. En un
momento todos prestaron atención a su voz:

–El agua va perdiendo fuerza, capitán –le dijo a Carolina.

–Avisa cuando ya no corra más agua.

–En este mismo momento –dijo Kusinkillay–, ya no corre más agua.

–¡Ahora! –bramó la capitán, y todos se metieron en el túnel sin perder


un segundo, ella la primera.

Corrieron a toda velocidad en dirección a la primera puerta hermética,


aquella por donde habían salido del tanque en el que casi mueren
ahogados. Flogisto y Aldebarán se turnaban para llevar a Tzihuí Gontzú
a caballo de su cintura y corrían como todos para no retrasar la marcha.
Carolina había sido clara: o salían todos o no salía ninguno.

Llegaron agitados hasta la primera puerta. Carolina ató una soga en una
de sus salientes y luego se la ató a su cintura. La siguiente ató su soga a
la de Carolina y luego también la ató a su cintura. Así, uno a uno,
fueron atándose a la soga del compañero y luego asegurándola a su
propio cuerpo. Parecían una ristra de chorizos, sólo que, en el lugar de
los chorizos, estaba ellos. El antepenúltimo era Flogisto, la anteúltima
la princesa china y el último Aldebarán.

Una vez bien atados esperaron de pie y en silencio el momento clave.


Toda la operación dependía de la habilidad de Carolina para actuar en
621
el momento justo y de la disciplina de toda la fila de expedicionarios.
Pasado un buen rato comenzaron a sentir ruido de agua, como si se
estuviera llenado el tanque donde ellos habían quedado aprisionados
días atrás. Si era así, cuando llegara a un cierto nivel se abriría la puerta
que estaba frente a ellos. No podían perder un segundo para ingresar
una vez que el agua ya no pudiera arrastrarlos.

Carolina percibió que el agua entrando al tanque estaba cambiando de


sonido.

–Atentos –dijo–. Recuerden tomar aire y contener la respiración.

No habían pasado muchos segundos cuando se sintió el ruido metálico


que hizo la puerta hermética: “Clack”. La puerta se abrió hacia arriba y
los expedicionarios quedaron sumergidos en la corriente de agua que
corría con gran fuerza túnel adelante. Carolina, delante de todos,
esperaba que el agua perdiera fuerza. Apenas sintió que la presión ya
no podría arrastrarla, desató el nudo de la soga que la sujetaba a la
saliente y, con todas sus fuerzas, se metió dentro del tanque tirando
hacia delante. Aída, que estaba en segundo lugar, al sentir el tirón
avanzó y también jaló con todas sus fuerzas. Así hicieron también los
demás y, en pocos segundos, se hallaron dentro del tanque donde ya
pudieron ponerse de pie y respirar normalmente, ya que era muy poca
el agua que aún quedaba dentro. Un nuevo “clack” les hizo saber que la
puerta por la que acababan de pasar se había cerrado nuevamente.

–¡Bien hecho, expedición! –exclamó Carolina mientas sacudía su pelo


chorreante de agua.

Todos aplaudieron de felicidad al haber completado con éxito el primer


paso del plan.

622
Sabían que debían desatarse y atarse en un nuevo orden. Carolina
siguió siendo la primera de la fila, pero en segundo lugar ahora se
encontraba Flogisto y tercero Aldebarán: estaba por llegar la parte más
difícil. Carolina se tomó ese tiempo para recordarles los detalles a
todos.

Se paró frente a la puerta de salida y ató su soga fuertemente a una


argolla de metal que estaba sobre aquella. Cuando entrara el agua lo
haría con mucha fuerza, pero debían recordar que en el túnel quedaba
un poco de aire entre el agua y el techo: allí habría que sacar la cabeza
para respirar y tirar de la soga para sacar a todos los compañeros.

El tiempo de espera se hizo interminable. Finalmente, un run-run


parecía anunciar que el agua estaba entrando por el túnel. Más rápido
de lo que imaginaron escucharon el “clack” y la puerta se corrió hacia
arriba. Si la punta de la soga no estuviera atada con seguridad hubieran
sido arrastrados hasta la superficie del tanque como la última vez.

Flogisto, que sin dudas era el más fuerte de todos, venciendo el empuje
del agua salió por la puerta y, ya en el túnel, sacó la cabeza fuera del
agua. Luego, como le había indicado Carolina, se afirmó con sus dos
pies sobre el marco de la puerta, y tiró con todas sus fuerzas de la soga.
Allí apareció la cabeza de Aldebarán y entre los dos siguieron tirando
sin pausas y sacando uno a uno a los expedicionarios. Sintieron cómo el
agua iba perdiendo fuerza, lo significaba que, de un momento a otro, la
puerta se cerraría nuevamente. Carolina también sintió lo mismo y
desató su soga de la argolla. Justo un instante antes de que la puerta
volviera a bajar, entre su propio esfuerzo y el de todos los demás
tirando de la soga, logró salir del tanque.

623
Cayó en los brazos de Aldebarán, quien la sostuvo para que no se
golpeara contra el piso ya sin agua. Si no estuvieran tan mojados, se
hubiera notado que los dos tenían los ojos llenos de lágrimas. Pero la
jefe de la expedición inmediatamente retomó el mando y, con toda su
voz, gritó:

–¡A desatarse y a correr hacia la salida!

Y con toda la energía que les quedaba en sus piernas, los


expedicionarios corrieron a más no poder.

624
CAPÍTULO 42. LOS INDIOS PACARÍES
Los primeros expedicionarios en salir por la puerta del túnel quedaron
encandilados por la luz del sol que hacía tantos días no veían. Parecían
personas ciegas y, recién de apoco y haciéndose visera con las manos,
pudieron comenzar a distinguir algo.

Pero lo que distinguieron no fue muy alentador. Un semicírculo de


indios Pacarí, con atuendos de guerra, les cerraba absolutamente el
paso. A medida que recuperaban la visión, los detalles que descubrían
eran más impresionantes aún. El que parecía ser el jefe de la indiada
estaba en el centro, montado en Dialéctico, quien evidentemente había
sido capturado y miraba a Aldebarán echando fuego por los ojos.

¿En qué idioma hablarían los indios Pacarí?, se preguntaba a sí misma


Carolina. Intentó un saludo en su lengua, pero la respuesta no fue la
esperada.

–¡Dào wǔqì! –gritó el jefe, y todos levantaron sus lanzas.

Diótima les habló en griego, pero con el mismo resultado. Ni ellos la


entendían ni ella sus respuestas. En ese momento dio un paso al frente
la princesa china, aún rengueando por su tobillo lastimado, y con
mucha dulzura les dijo:

–Xiàwǔ hǎo zūnjìng de xiānshēngmen.

Para la sorpresa de todos, el jefe Pacarí le contestó en tono también


calmado:

–Gōngzhǔ nǐ hǎo.

625
–¿Qué es lo que dicen? –quiso saber Carolina.

–Yo les he dicho –informó Tzihuí Gontzú– “Buenas tardes honorables


caballeros”, y ellos me han respondido “Hola, princesa”. Hablan una
especie de chino, no muy bueno, pero ellos me entienden y yo a ellos.

En ese momento se adelantó la princesa, todavía con el vestido


chorreando agua, y le pidió a la mujer china que le dijera al jefe Pacarí
que ella era la princesa de Organdí y que tenía un presente para él.

Tzihuí Gontzú cumplió con el pedido de la princesa y el jefe, por


primera vez, sonrió mientras contestaba en el mismo chino inentendible
para todos.

–Dice el jefe que él aprecia mucho los presentes.

Mientras esto ocurría, a espaldas de la princesa y de los demás


expedicionarios, Flogisto y Aldebarán estaban intentando colocar
nuevamente la puerta en su lugar. Si lo lograban rápidamente, creían, el
enojo de los custodios de la puerta sería menor. Por suerte aún estaban
al lado de la puerta los cuatro tornillos con forma de estrella que días
atrás le habían quitado.

La princesa, demostrando que por algo era princesa y sabía negociar


con otros jefes de estado, como ya había ocurrido con el rey Gustav
Tercero, metió la mano en su mochila y sacó un trozo de chocolate,
todavía un poco mojado, pero no por eso menos apetitoso.

La reacción del jefe Pacarí fue inmediata. De un salto bajó de


Dialéctico y fue a postrarse a los pies de la princesa diciendo una

626
extensa frase. La princesa miró a Tzihuí Gontzú y esta siguió haciendo
de traductora:

–El jefe Pacarí dice que se declara su súbdito si ella puede


proporcionarle regularmente chocolate.

La princesa no entendió muy bien que era eso de “súbdito”, pero le dijo
a través de la mujer china que primero disfrutara de su presente y luego
se reunirían a conversar.

Todos esperaban que el jefe pacarí abriera el chocolate y se lo zampara


de una vez, pero los sorprendió a todos en su mala fe. Tomó el
chocolate que le obsequiaba la princesa, se dio vuelta frente a su
ejército y lo levantó con sus dos manos como un trofeo. “¡Jaiaia!
¡Jaiaia!”, gritó la indiada enloquecida. Enseguida se acercó una india
con un cofre en sus manos, lo abrió y el jefe depositó dentro el
chocolate obsequiado por la princesa.

Luego se enterarían de que, para los pacarí, era sagrado compartir lo


que tenían y, si algo no alcanzaba para todos, se guardaba hasta que
hubiera suficiente para compartir. A la princesa le encantó esa manera
de ser de sus, hasta ahora, desconocidos vecinos.

La puerta ya se hallaba firmemente cerrada y todos los expedicionarios


miraban con cara distraída, como diciendo: “Aquí no ha pasado nada”.
Finalmente se produjo la reunión entre la princesa de Organdí y el jefe
pacarí, con la princesa china como traductora, por supuesto. Las
deliberaciones terminaron en un tratado que firmaron los dos
mandatarios, y que decía así:

627
1. El reino de Organdí y la tribu de los pacarí se prometen buena
vecindad y colaboración mutua, como debe ser entre dos países
vecinos.
2. El reino de Organdí se compromete a hacer dos entregas
anuales de chocolate a la tribu pacarí y, si no lo cumpliera, deja
de tener efecto el presente tratado.
3. El pueblo pacarí reconoce a la princesa de Organdí como su
soberana, por lo que ésta pasa a ser, desde ahora, la princesa de
Organdí y Pacarí.
4. El jefe pacarí se compromete a devolver el caballo que ha
encontrado a su legítimo dueño.
5. La princesa de Organdí, en nombre de las mujeres del Mundo,
obsequia al jefe pacarí el bote encontrado en la playa.
6. Se firman dos copias del presente tratado, uno en el idioma de
Organdí y el otro en idioma Pacarí, y se archivan entre los
documentos históricos de ambos reinos.

Para ratificar el tratado, la princesa les pidió a los expedicionarios que


reúnan todo el chocolate de sus reservas y lo entreguen al jefe pacarí.
El jefe parecía a punto de sufrir un ataque de alegría a medida que
depositaban los chocolates en sus manos. Entre el tratado y las
golosinas ya nadie se acordaba del problema de la puerta.

La jefe de la expedición decidió que allí descansarían esa noche para, a


la mañana siguiente, emprender el cruce del desierto con el objetivo de
llegar hasta la costa.

628
CAPÍTULO 43. EL CRUCE DEL DESIERTO
Los expedicionarios disfrutaron del sol del atardecer que hacía tantos
días que no veían. Pusieron toda su ropa a secar después de la mojadura
que tuvieron que soportar para poder salir de los túneles. Luego
recargaron sus cantimploras con agua del manantial que surgía oculto
entre las primeras montañas y, entre risas y bromas, se les hizo la hora
de cenar.

Flogisto quitó el vendaje del tobillo de Tzihuí Gontzú, quien ya podía


caminar bastante bien sin ayuda. Aldebarán, por su parte, revisó la
frente de Diótima: por suerte había cicatrizado muy bien y eso le
permitió quitarle los puntos con los que le había cerrado la herida. Por
precaución, y para que no se infecte con la arena del desierto, volvió a
tapar la cicatriz con un paño blanco y le vendó nuevamente la cabeza.

Dialéctico disfrutaba de su recién recuperada libertad. Eso no impidió


que se quejara amargamente con Aldebarán por haberlo dejado solo en
aquellas soledades. Su relato era dramático:

–Estaba feliz, comiendo de la hierba que crecía junto al manantial –le


dijo el caballo al mago humano cuando quedaron a solas–, cuando de
golpe siento algo que rodea mi cuello: era un lazo con el que me habían
enlazado esos salvajes.

–Esos salvajes –respondió Aldebarán– son un pueblo con su cultura,


distinta a la nuestra, sí, pero tan respetable como cualquier otra.

–¡Cultura! ¡Cultura! –respondió malhumorado Dialéctico–. ¿Qué clase


de cultura? Si no es por un viejo que les dijo para qué servía un caballo,
capaz que hasta me comían.
629
–O quizás hubieran creído que eras un dios –dijo no se sabía si en serio
o burlándose Aldebarán–. Al verte tan fuerte, con tantas patas, esas
crines al viento y esa cola poderosas, quizás hacían un altar y se
postraban a adorarte.

Dialéctico sospechó que la cosa venía más de burlas que de veras, así
que por las dudas cambió de tema.

–Así que desde ahora sigo siendo tu caballo, pero mi libertad se la debo
a la princesa de Organdí, para que lo sepas y no lo olvides.

–No lo olvidaré –aceptó el mago, y metiendo la mano en un bolsillo de


su mochila sacó un terrón de azúcar y se lo puso en la boca a
Dialéctico. A éste le brillaron los ojos aún más que de costumbre y,
cuando terminó de masticar, afirmó:

–A estos salvajes los compran con chocolate y a mí, con azúcar: me


parece que soy más salvaje que los salvajes –y acercó su testuz a la
mano de Aldebarán para recibir su caricia.

Hechas las paces entre mago y caballo, fueron a buscar a Carolina. Los
indios Pacarí los habían invitado a cenar a su campamento que no
estaba lejos de allí. Aldebarán le dio su brazo y ella, con un ágil salto,
montó en la grupa de Dialéctico y ambos tres encabezaron la comitiva.

Cuando llegaron hasta el lugar, los indios no pudieron dejar de


sorprenderse: el caballo al frente llevando majestuosamente a dos
personas como si fueran una plumita, detrás una mujer negra, otra
amarilla y un ogro verde de más de dos metros de altura. Para
completar, otra mujer usaba un turbante en la cabeza y la princesa

630
llevaba un vestido largo hasta los pies, como si no fuera la ropa más
incómoda para cruzar un desierto. Sí, que no se sabía si era un grupo de
expedicionarios o el desfile de un circo.

Ninguno de los niños pacarí quiso dejar de dar una vuelta en Dialéctico,
así que, si el caballo esa noche recibió muchas caricias, bien ganadas se
las tuvo. Finalmente, volviendo a donde habían dejado las cosas,
durmieron sin preocupaciones y sin centinelas por primera vez en
muchas noches.

A la mañana siguiente los expedicionarios comenzaron a despertar de


su sueño reparador. Luego de desayunar se pusieron en marcha hacia la
costa. El jefe pacarí les proveyó de dos guías para que los llevaran por
el camino más apropiado, sin hundirse en la arena hasta las rodillas
como les pasó muchas veces durante la ida.

Carolina Marrapodi estimaba que llegarían a la ría donde quedó


anclado Il Gabbiano la tarde anterior a la fecha límite que le había
fijado para que regresaran a Organdí. Si sus cálculos eran los correctos,
debían atravesar el desierto en los próximos tres días, ni uno más, si no
querían correr el riesgo de encontrarse sin transporte y sin alimentos.

La carga que llevaba Dialéctico en el regreso era casi insignificante: la


mayoría de las provisiones habían sido consumidas durante la
exploración. Eso permitía que, en muchas partes del camino, llevara
montada a Tzihuí Gontzú, todavía convaleciente de su tobillo.

Carolina caminaba al frente, siguiendo a los dos pacaríes que oficiaban


de guías, mientras conversaba animadamente con Aldebarán. Éste le
decía:
631
–Lo que has hecho es una hazaña. Yo creo que nadie se hubiera podido
enfrentar a lo desconocido como lo hiciste tú.

–Era mi tarea, para eso la princesa me designó jefe de la expedición.

–Pero hay distintas formas de hacer una tarea –insistió Aldebarán–, y tú


la has hecho de manera magnífica. Regresas a tu barco con todos los
expedicionarios que te fueron confiados sanos y salvos.

–Pero no logramos el objetivo principal –argumentó Carolina–; no


descubrimos cuál es el dios que creó a Organdí.

–Pero hemos descubierto muchas otras cosas… –empezaba a insistir el


mago humano cuando la capitán de Il Gabbiano lo interrumpió:

–Muchas otras cosas que no entendemos bien, como qué hace un


gigante detrás de la ventana o en qué consiste toda esa red de aparentes
bibliotecas y depósitos que se dibujaron en el mapa mágico.

–Es cierto –admitió Aldebarán–, pero eso no empequeñece la hazaña


que significó guiarnos a todos nosotros a través de esta peligrosa
aventura.

–Como tú digas –concedió Carolina–, pero yo, de todas maneras, le


debo una disculpa a la princesa.

Cerraban la marcha por el desierto Flogisto y Diótima. Venían riendo,


señal de que hablaban de algo muy gracioso. Quizá del aspecto que le
daba a ella tener la cabeza envuelta en una especie de turbante, quizás
de cómo lo miraban a él los pacaríes, todo verde y tan alto.

632
CAPÍTULO 44. UN RESCATE FRUSTRADO
Mientras los expedicionarios marchaban por el desierto en busca de Il
Gabbiano, en el mar de Warcraft una nueva hazaña esperaba al
Princesa. El barco se fue acercando de a poco a la costa donde debía
realizar el último rescate. Al encontrarse a una distancia que el capitán
Erasmus consideró prudente mandó a hacer la señal con la linterna de
comunicaciones. Instantes después, una hoguera se encendió en la
playa. Quedaron esperando la segunda y la tercera, pero éstas nunca
aparecieron.

El capitán, sin dudar un momento, dio la orden de salir nuevamente al


mar abierto: allí ningún barco humano ni orco podría alcanzar al
Princesa, mucho más veloz que cualquiera de ellos. Se iban alejando de
aquella hoguera que tampoco se apagaba y, mostraba a las claras, que
los que fueron a buscar a sus familias habían encontrado graves
dificultades que les impidieron responder con la señal convenida: tres
fogatas encendidas, una después de la otra, y apagadas luego de unos
minutos.

En el barco nadie ignoraba lo que estaba pasando: el Princesa estaba


abandonando el rescate. Pero lo que nadie sabía era qué podría haberles
sucedido a los primeros que desembarcaron en Warcraft. ¿Los habrían
descubierto y capturado? ¿Estarían en manos de orcos o de humanos?
¿Se hallarían aún en la playa o sólo se trataría de una trampa para
capturar al Princesa?

El capitán llamó a una reunión urgente en su cabina. Cuando estuvieron


su primer oficial, una representante de los rescatados orcos y uno de los
rescatados humanos, les dijo:

633
–Todos han visto lo que lamentablemente ha sucedido.

–Si, capitán –confirmó la representante orca.

–Nosotros igual queremos intentar rescatarlos –dijo de pronto el


representante humano.

–¿Cómo podríamos? Ni sabemos lo que pudo haberles pasado –acotó el


primer oficial.

El capitán Erasmus estaba pensativo. Claro que él tampoco quería


abandonarlos: al fin y al cabo, era su misión llevarlos a todos sanos y
salvos hasta Organdí. Pero no se le ocurría cómo intentar un nuevo
rescate y, además, era responsable por las vidas de todos los que ya
estaban en el barco.

Sin embargo, la dramática situación tenía una cosa positiva: cualquiera


sea el problema que debieron enfrentar, no habían revelado la señal
convenida con el Princesa y esto permitió que el barco se pusiera a
salvo y sus botes no fueran capturados en la playa.

Esa demostración de lealtad, pensaba el capitán, los hacía merecedores


de una segunda oportunidad, así que preguntó directamente al
representante de los humanos que había propuesto rescatarlos cuál era
su plan.

–Nosotros conocemos esta parte de la costa como nadie –respondió


éste–. Aquí hemos jugado desde niños y la hemos defendido durante
años de las invasiones orcas. Creo que podríamos desembarcar sin ser
vistos y averiguar qué es lo que está sucediendo.

634
El capitán quedó pensativo y preguntó a la representante de los orcos:

–¿Qué opinan ustedes?

–Nosotros estamos de acuerdo y si usted lo autoriza también


participaremos. Son tierras de humanos, es cierto, pero, aunque no
sepamos en qué condiciones, allí también están nuestros hermanos.

Erasmus miró a su primer oficial, pero éste no dijo nada, así que el
capitán continuó:

–¿Qué necesitarían para hacer el intento?

–Sólo un bote –se apresuró a contestar el humano–. Nosotros y los


orcos elegiremos quienes irán en él y, si llegamos a fracasar, pueden
seguir sin nosotros.

En ese momento, el primer oficial que, aunque responsable era muy


dado a las aventuras, preguntó al capitán.

–¿Yo puedo acompañarlos?

–Claro que no –respondió Erasmus–. Usted hace falta aquí y sin el


Princesa toda esta operación estaría condenada al fracaso.

Entonces, el primer oficial miró al capitán y dijo:

–Yo creo que debemos darles el bote. Si se pierde tampoco agravará la


situación –y aclaró a continuación–: con los seis botes de que dispone
el Princesa tampoco podríamos evacuar a la numerosa tripulación

635
actual en caso de una emergencia; seis botes o cinco botes no nos hace
la diferencia.

–Bien, pero tenemos que hacer un plan –afirmó el capitán, y los cuatro
se pusieron a trabajar sobre un mapa de la costa de Warcraft. En esa
tarea los encontró el amanecer. Esa noche ya estaba perdida, así que
deberían esperar a que pase el día para hacer un nuevo intento de
rescate.

636
CAPÍTULO 45. NUEVO INTENTO
Apenas cayó la noche, el Princesa comenzó a acercarse nuevamente a
la costa de Warcraft, pero a una playa que quedaba un poco más al
norte. Cuando el capitán ordenó echar el ancla, se bajó un bote con diez
humanos y diez orcos, de los más fuertes y decididos, que se ofrecieron
voluntariamente para ir a ver qué les ocurría a sus compañeros.

Llevaban con ellos una linterna y, en caso de que encontraran a los


desembarcados y sus familias en condiciones para ser rescatados,
debían hacer un tipo determinado de señal.

Remaron en silencio y llevaron al bote hasta un sitio lleno de rocas,


pero con habilidad lo hicieron pasar entre ellas hasta encontrar un lugar
donde tocar tierra. Aún si estaban vigilando la costa, nadie hubiera
imaginado que en un lugar tan peligroso se pudiera hacer un
desembarco.

De los diez humanos, ocho escalaron por las piedras para poder ver qué
es lo que pasaba en la playa donde debería haber ocurrido el rescate.
Los otros dos se dirigieron al pueblo pensando en que, si habían sido
apresados, podrían estar encerrados en la cárcel. Mientras tanto, los
orcos quedaron a cargo del bote y vigilando que no aparecieran intrusos
por allí.

En la playa donde falló el rescate la noche anterior se encontraban, para


sorpresa de los recién llegados, los humanos que querían regresar a
Organdí junto con sus familias, sentados en la arena. A su alrededor, un
grupo de soldados los custodiaba. Se veía que todos estaban cansados y
con sueño a esa hora de la noche. Un poco apartado de allí, en una

637
tienda de campaña, probablemente dormía un caballero, ya que se veía
un caballo atado al árbol que estaba a su lado.

Tres de los humanos se acercaron sigilosamente, entraron en la tienda


y, antes de que el caballero se pudiera despertar, lo ataron y
amordazaron para que no pudiera dar la voz de alerta a los demás. Le
quitaron la ropa y rápidamente uno de los rescatistas se la puso. Salió
de la tienda, desató el caballo y montó en él. Detrás, el resto de los
humanos formaron una fila simulando ser los soldados de esa
compañía.

Los guardias que custodiaban a los prisioneros en la playa, al ver venir


esa columna con un caballero al frente, suspiraron aliviados: no había
dudas de que se trataba de su relevo. Así se los hizo saber el falso
caballero y, sin fijarse en detalles, partieron a gran velocidad
imaginando que, si llegaban rápido hasta el pueblo y hasta sus casas,
quizás todavía alcanzarían a encontrar la cena caliente.

Los prisioneros, desanimados, se sorprendieron cuando uno de sus


nuevos guardias les preguntó:

–¿Quién quiere todavía regresar a Organdí?

Todos levantaron la cabeza y, al ver a sus compañeros de viaje, les


pareció que se trataba de un milagro. Rápidamente les desataron las
manos y, entre abrazos y muestras silenciosas de alegría, se
encaminaron todos hacia donde habían dejado el bote. Volvieron a
escalar por las rocas y descendieron ayudando a los más pequeños a
llegar al lugar donde aguardaban, vigilantes, los orcos.

638
En pocas palabras, los rescatados humanos dieron noticia de lo que
había sucedido: cuando ya se encaminaban con sus familias hacia la
playa para hacer contacto con el Princesa, fueron sorprendidos por
tropas de la guarnición del pueblo humano. Posiblemente algún espía
los había seguido y dado aviso al comandante de esa región.

Al descubrir que entre ellos se hallaban algunos de los que habían


desaparecido durante la última batalla, el interés de los jefes humanos
aumentó considerablemente. Quizás ahora podrían descubrir de qué se
trataba todo aquello.

A los orcos capturados los habían llevado no sabían donde ni si estaban


vivos. A ellos los mantenían custodiados en la playa para interrogarlos
al día siguiente. Posiblemente serían acusados de traidores y ejecutados
por tal motivo.

Pocos minutos después regresaron los dos que fueron a explorar al


pueblo. Las noticias eran buenas y malas: los orcos capturados junto
con sus familias estaban vivos, pero encerrados en la cárcel.

–¿Qué posibilidades hay de rescatarlos?

–Pocas –respondió uno de los exploradores–: hay más de cuarenta


combatientes, entre soldados y arqueros, custodiando el edificio.

La mujer orca que comandaba a los suyos preguntó:

–¿Creen que si simulamos un ataque saldrán a perseguirnos?

–Es probable, pero no todos –respondió uno que había sido guardia en
esa cárcel.
639
–Eso lo podemos lograr –afirmó el que había hecho de falso caballero
en la playa–. Puedo presentarme con una columna y afirmar que somos
el relevo para que ellos puedan perseguir a los atacantes.

–El problema es como escaparán los que simulen el ataque – afirmó


otro de los humanos.

–Serán muchos persiguiéndolos –completó otro.

–De eso nos encargamos nosotros –dijo la orca–. Iremos sólo tres, nos
será fácil escabullirnos entre las sombras de la noche.

Otros dos orcos se pusieron a su lado.

–Nosotros vamos contigo –dijeron ofreciéndose como voluntarios para


esa misión suicida.

–Si vamos a hacerlo, hagámoslo ahora, que la noche avanza –dijo el


que hacía de caballero.

–Si no regresamos, partan sin nosotros –dijo la mujer orca que


capitaneaba a sus compañeros.

640
CAPÍTULO 46. PERSECUCIÓN
Partieron todos y se separaron a la entrada de pueblo. Los humanos,
con el caballo capturado en su poder, esperaron escondidos detrás de un
muro. Los orcos se dirigieron hacia la cárcel para simular un intento de
rescate.

Apenas éstos últimos se hicieron ver de los primeros guardias, sonó la


alarma de invasión y comenzaron a perseguirlos.

En ese mismo momento, los humanos que simulaban ser una compañía
de soldados con un caballero al frente, salieron de su escondite y
enderezaron hacia la cárcel.

Los tres orcos comenzaron su huida. Efectivamente, muchos salieron


tras ellos imaginando que eran tropas enemigas que venían a rescatar a
los prisioneros. Ya con la guardia muy reducida se presenta el falso
caballero y da la orden:

–Todos a repeler el ataque. Nosotros quedamos a cargo de la cárcel.

El resto de los soldados y arqueros que aún quedaban de custodia,


abandonas sus posiciones para unirse a sus compañeros en la
persecución. Sin perder un instante, la simulada tropa humana entra a la
cárcel y comienza a liberar a los prisioneros orcos. Éstos, al reconocer a
sus compañeros humanos de viaje, no tardan nada en reunir a sus
familias y salir hacia donde sus liberadores les indican.

En pocos minutos estaban en las afueras de pueblo y dirigiéndose hacia


el lugar de la costa donde esperaba el resto. Mientras tanto, los tres
orcos que simularon el ataque se las veían difícil para escapar de los
641
soldados y arqueros que los acosaban sin descanso. Para colmo de
males, luego de escuchar la alarma, varios caballeros montados en sus
caballos se habían unido a esa frenética persecución.

Los orcos se detuvieron luego de doblar en una esquina: estaban


agotados de correr. No querían dirigirse a la playa porque, si no, sus
perseguidores podrían capturar nuevamente a sus compañeros. Se
refugiaron en un portal oscuro mientras sentían como los seguían
buscando por todo el lugar.

Una vez repuestos y menos agitados, la mujer orca les habló:

–No parece posible que nos salvemos los tres, así que harán lo que yo
les digo.

–Pero, Igrim… –dijo uno de ellos, llamándola por su nombre.

–Nada de peros –respondió ella–, yo he sido su comandante en la


guerra y ahora cumplirán mis órdenes.

En la esquina, que momentos antes habían doblado, se escuchaba una


reunión de soldados y arqueros deliberando para qué lado continuar con
la búsqueda. Eso les impedía cualquier intento de pasar por allí.

–Escuchen –les dijo Igrim en voz baja–: esta es la calle que baja del
pueblo en dirección a la costa. Yo saldré corriendo y ellos vendrán
detrás de mí. Cuando ya no quede nadie en la esquina corran sin
detenerse hasta reunirse con el resto.

Como tantas otras veces, aunque ahora con el corazón partido porque
habían conocido otra vida, confiaron ciegamente en su comandante.
642
Ésta cerró su puño en señal de saludo y los dos orcos hicieron lo
mismo. Sin perder más tiempo, salió a donde la vieran y comenzó una
carrera en dirección contraria a la costa. Corría en zigzag para evitar
que los arqueros acertaran con facilidad, aunque su gran altura no
ayudaba y su espalda parecía un blanco fácil.

Cuando ya no quedó nadie en la esquina, los dos orcos, siguiendo sus


órdenes, comenzaron una rápida carrera para llegar hasta el punto de
encuentro. En un momento sintieron a sus espaldas gritos de triunfo de
los humanos. Se dieron vuelta justo para ver cómo una de las flechas
alcanzaba a su compañera y ésta comenzaba a desplomarse en el piso.
Uno de ellos quedó como paralizado mirando hacia allí, pero el otro lo
tomó del brazo y, de un fuerte tirón, lo obligó a retomar el paso.

Enseguida estuvieron fuera del pueblo y protegidos por la oscuridad de


la noche. Esperaron unos minutos para estar seguros de que nadie los
seguía. Luego, tristes y cansados, reemprendieron la marcha para
reunirse con los demás.

Al ver llegar a los dos solos todos temieron lo peor. Orcos y humanos
los rodearon y los interrogaron con los ojos. Ellos les respondieron con
las lágrimas de los suyos.

–Igrim no lo logró –dijo finalmente uno de ellos.

–¿La capturaron? –pregunto uno.

–Fue alcanzada por las flechas –contestó el otro.

643
Agra, Dragga y Grima, sus tres hermanas a las que Igrim había ido a
buscar a Warcraft, se abrazaron fuertemente, pero no lloraron.
Finalmente, Grima dijo a todos:

–Que el sacrificio de nuestra hermana no haya sido en vano. ¡Vámonos


de una vez de esta tierra de muerte!

Ya un hombre estaba prendiendo la linterna y haciendo círculos con


ella en el aire. El círculo era la señal de que podían ser rescatados.

Sabían que el rescate no iba a ser inmediato. El Princesa debería bajar


los botes y los remeros llevarlos hasta la costa y, aunque el mar estaba
calmo, eso requería esfuerzo y tiempo. Las familias esperaban reunidas,
la mayoría de los pequeños se había dormido por lo avanzado de la
noche.

Pero, contrariamente a lo que imaginaban, en pocos minutos


comenzaron a escuchar el rítmico golpetear de los remos. Primero
temieron que se tratara de una emboscada para volver a capturarlos,
pero, cuando el primer bote se hizo visible entre las sombras de la
noche, no quedaron dudas de que la silueta que se recortaba contra las
estrellas era la del primer oficial del Princesa.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo pudieron llegar tan rápido? Ocurrió que,
apenas el primer bote con los diez orcos y los diez humanos se alejó de
la nave, Erasmus llamo a su primer oficial.

–A sus órdenes, capitán –dijo al presentarse.

644
–Haga descender a los restantes cinco botes, designe dos remeros en
cada uno, y estaciónese en una posición intermedia entre nuestro barco
y la costa.

El primer oficial no esperaba esa orden, ya que la noche anterior le


había prohibido terminantemente participar del rescate, así que el
capitán le explicó:

–Si hacen una señal positiva, hasta que los botes lleguen desde el
Princesa hasta la costa pueden descubrirlos y apresarlos. Así que,
estando a mitad de camino, las posibilidades serán mejores para ellos.
Si no hay señal, usted y los botes regresarán protegidos por la
oscuridad.

Erasmus no tuvo que repetir la orden. Ya los mejores remeros se


subieron a los botes y los restantes marineros los depositaron con
maestría sobre la superficie del mar. Cuando el Princesa recibió la señal
circular de que podían ser rescatados transmitió esa misma señal a los
botes, quienes inmediatamente se acercaron a la costa.

El ingenio del capitán fue decisivo ya que, cuando estaban empujando


el último bote nuevamente hacia el mar, ya se comenzaron a oír las
voces de los soldados que se acercaban a la playa. Cuando finalmente
éstos llegaron, los botes se habían perdido en la oscuridad y, aunque los
hubieran podido ver, ya estaban fuera del alcance de sus flechas.

Los rescatados subieron al Princesa por las escaleras de cuerdas y,


detrás de ellos, los botes fueron izados. El primer oficial rindió su
informe al capitán:

645
–La misión de rescate está concluida. Igrim cayó cumpliendo con la
misión.

Un dolor atravesó el corazón del capitán Erasmus: él y la líder de los


orcos habían hecho una buena amistad; pero su sufrimiento no impidió
que felicitara a los remeros y a los humanos y orcos que habían
ayudado a liberar a sus compañeros. Luego dio órdenes precisas para
internarse en el mar ya que, imprevistamente, se estaba levantando unas
olas y un viento que no presagiaban nada bueno.

646
CAPÍTULO 47. IL GABBIANO
El rescate de los humanos atados y custodiados en la playa, y la
liberación de los prisioneros de la cárcel, movilizó inmediatamente a
todas las fuerzas militares de la región. Cuando creían que podrían
descubrir el misterio de las desapariciones de los combatientes heridos,
estos reaparecidos logran escapar, aunque ya no tan mágicamente sino
con la ayuda de sus compañeros.

Inmediatamente avisaron a sus magos que los prisioneros orcos habían


escapado de la cárcel. Poco después, cuando el caballero maniatado en
la tienda de la playa pudo liberarse, se enteraron de que los humanos
dejados bajo custodia en la playa también habían sido rescatados.

Quedaba claro que para que esa evasión fuera posible debían estar
apoyados por un barco que navegaría mar adentro, así que los magos se
dirigieron rápidamente hacia unas salientes rocosas que daban sobre el
mar y, desde allí, generaron la tempestad más terrible que se haya
conocido en esas costas.

El Princesa fue sometido a su prueba más dura. Olas de veinte metros


de altura lo subían y lo bajaban, como si no pesara más que un barco de
papel. Sus tripulantes y los rescatados seguían las órdenes del capitán y
sus oficiales. Cuando el barco se inclinaba mucho hacia babor, todos
corrían hacia las barandas de estribor, y viceversa.

Como si las gigantescas olas fueran poco para hundir la nave, se


desataron vientos huracanados en toda esa zona el mar, haciendo más
difícil aún la salvación del Princesa. Las velas estaban todas arriadas,
para que no se desgarraran y no rompieran los mástiles con su peso.

647
Los orcos, también informados por sus espías de la presencia de los
humanos y orcos que misteriosamente habían desaparecido en combate,
también seguían a distancia los acontecimientos y veían los esfuerzos
de los magos humanos para detener a la supuesta nave en que se
alejaban.

Esta vez no les importó colaborar con sus archienemigos y desataron a


su vez decenas de torbellinos sobre el mar. Éstos giraban a tal
velocidad que creaban inmensos agujeros en el agua donde no ya el
Princesa, sino una flota entera de naves podría desaparecer. Por suerte
estaba amaneciendo y, a pesar de la intensa lluvia, ya se veía algo más,
lo que permitía al timonel, aferrado con todas sus fuerzas al timón,
guiar a la nave entre los remolinos que se formaban en la superficie

La mayoría de los que viajaban en el Princesa rogaban a Blizzard que


los salvara, sin saber que era ese mismo dios el que los quería mandar
al fondo del mar. Al cabo de dos horas el Princesa fue dejando la
terrible tormenta atrás, en parte porque se alejó de la costa y en parte
porque los magos orcos y humanos, agotados, comenzaron a perder sus
poderes mágicos.

Pero, sin preverlo, algo buenos resultó de todo ello. Apenas se dio la
alarma por el rescate de los prisioneros, distintos barcos de guerras
salieron a la mar a tratar de interceptar los botes en los que huían.
Quizás hubieran logrado sorprender al Princesa, pero no pudieron
resistir la tempestad generada por sus propios magos. La mayoría se fue
a pique y los que quedaron a flote no servían ya para navegar: sus
mástiles se habían quebrado, los timones sufrieron serias averías y la
tripulación estaba ocupada en sacar el agua que entraba al barco por
distintas brechas que la descomunal tormenta había producido en sus
648
cascos. Muchos tripulantes de esas naves de guerra apenas pudieron
salvar la vida aferrándose a alguna de las tablas desprendidas de sus
propios navíos y nadando hasta la costa.

El Princesa, una vez que logró salir de la tempestad y ya sin


perseguidores, puso proa hacia El Colmillo del Elefante, paso obligado
para llegar a reabastecerse en el puerto de Öböls.

Mientras tanto, ese mismo día, los expedicionarios continuaban su viaje


por el desierto. Por la noche acamparon en un oasis, al que nunca
hubieran encontrado si no fuera por el acompañamiento de los guías
pacaríes. El más contento de todos por ese acontecimiento era
Dialéctico, quien pudo tomar toda el agua que quiso y mordisquear
algunos pastos que crecían al lado del manantial. Las provisiones ya
eran escasas, pero, al día siguiente, si los cálculos de Carolina no
estaban errados, deberían llegar a la costa y encontrarse con Il
Gabbiano.

Despertaron temprano: todos estaban ansiosos por realizar la última


parte del viaje. Desayunaron de lo que quedaba y, recogiendo sus
cosas, emprendieron el camino. En ese mismo oasis los guías pacaríes
volvieron a pedir a Tzihuí Gontzú que les describiera el lugar donde
había quedado el barco: seguros una vez más del destino, nuevamente
se pusieron al frente de la expedición.

Mientras tanto, entre la tripulación de Il Gabbiano crecía la inquietud.


Ese era el último día que, según las órdenes de la capitán, debían
esperarlos. ¿Qué haría el primer oficial a cargo? ¿Cumpliría
estrictamente lo ordenado o prolongaría unos días la espera, a riesgo de
quedarse sin alimentos para llegar nuevamente hasta Organdí? Todos
649
sacaban cuentas: si los expedicionarios eran ocho y los víveres estaban
calculados para ellos también, podrían esperar un par de días más y
racionar la comida hasta llegar a puerto.

Muchos habían sugerido, en los días previos, repartir menos comida


para poder alargar la espera, pero el primer oficial respondió lo que
había aprendido de Carolina Marrapodi: “Una tripulación débil y
enferma no sirve para navegar”. El único que tenía la comida asegurada
era Dialéctico, ya que nadie en el barco comía pasto.

Temprano, el vigía se subió a la cofa, desde donde podía avistar a gran


distancia con su catalejo. Recorría una y otra vez el desierto, de derecha
a izquierda y de izquierda a derecha. Cada tanto el primer oficial
levantaba la vista hacia la canastilla ubicada en el palo mayor y, desde
allí, el vigía gritaba:

–Sin novedad.

Comenzaba a caer la tarde. Un bote ya había sido bajado desde Il


Gabbiano y estaba, con sus dos remeros, en la arena de la playa. No
faltaba más que llegara la capitán y tuviera que esperar para ser
conducida a su barco.

En tanto, los guías pacaríes sabían que faltaba poco para llegar al mar.
Allí comprobarían definitivamente si habían entendido bien la
descripción hecha por la mujer china o si, equivocadamente, los habían
llevado a otro lugar de la costa. El aire ya traía el aroma de la sal y,
aguzando el oído, algunos creían sentir el rumor de las olas.

650
Carolina miraba el sol acercándose al horizonte y sabía que no quedaba
mucho tiempo para llegar con luz hasta la costa. Los expedicionarios se
veían cansados y, si bien no les había faltado el agua, la comida ya se
había acabado a la hora del almuerzo, excesivamente frugal, que
hicieron deteniéndose unos pocos minutos.

–¡Ánimo! –dijo en voz alta para que la escucharan todos–. Falta poco,
ya se siente la proximidad del mar –agregó, poniéndose al final de la
columna para que nadie se retrasara.

El sol teñía de rojo la espuma de las olas. En poco más de una hora
caería la noche y ni noticias de los expedicionarios. El primer oficial de
Il Gabbiano ya tenía una decisión tomada, aunque aún no la había
comunicado a la tripulación: a la mañana siguiente, si no había
novedades, partirían de regreso a Organdí. Él cumpliría las órdenes
recibidas de su capitán.

En tanto, los guías pacaríes, que conocían ese desierto como la palma
de su mano, sabían que detrás del médano que estaban subiendo se
encontraba el mar. Allí se develaría el misterio de si los habían llevado
hasta el lugar correcto. La ansiedad los hizo adelantar al resto de la
expedición y, corriendo, aparecieron en el borde del médano. Desde allí
se veía la ría y, en medio de ella, majestuoso, se balanceaba
suavemente el barco.

En ese mismo momento se escuchó el grito del vigía:

–¡¡Gente a la vista!!

651
–¿Son los nuestros? –pregunto también gritando el primer oficial, para
hacerse escuchar sobre el ruido del mar.

–No, no lo son –respondió el vigía desde su atalaya.

A todos en el barco se les encogió el corazón, ¿Serían malas noticias?

–Pero nos hacen señas –agregó mirando por su catalejo.

Lo que el vigía veía en aquel momento era cómo los pacaríes


levantaban sus brazos en señal de alegría por haber conducido
acertadamente a la expedición hasta el lugar indicado.

–¡Esperen, allí veo a nuestro caballo! –volvió a informar desde lo alto


del palo mayor–. Uno… dos… tres –contaba en voz alta–… cuatro…
cinco… seis… siete… ¡Y cierra la fila la capitán! ¡Ocho! ¡Regresan
todos!

Un grito de júbilo estalló en Il Gabbiano. Los expedicionarios, aunque


lejos aún, saludaban acercándose a la playa. Los remeros estaban
firmes, al lado del bote, esperando a su capitán. Hasta Tzihuí Gontzú,
con su tobillo en recuperación, bajó corriendo del médano gigante que
los separaba del mar, del bote, del barco, de la salvación.

El primer oficial se apresuró a bajar otro bote y trasladarse él mismo


hasta la playa. Allí esperó a su capitán, al lado de los remeros. Cuando
llegó Carolina Marrapodi la recibió sin poder ocultar su alegría:

–Bienvenida de regreso, capitán –la saludó–. El barco en orden y la


tripulación a su disposición.

652
La capitán le estrechó la mano y lo mismo hizo con los marineros que
bogaban al remo. Los saludos de bienvenida se repitieron con cada uno
de los expedicionarios. La princesa presentó a los dos guías pacaríes
quienes, a través de Tzihuí Gonzú, que seguía oficiando de traductora,
dijeron que, cumplida sumisión, se volvían con los suyos.

–De ninguna manera –se hizo traducir Carolina–. Antes de partir


cenarán con nosotros en el barco y cargarán unas provisiones para el
regreso.

Los indios nunca habían estado en un barco, pero, la curiosidad y las


ganas de comer, hicieron que vencieran sus miedos y aceptaran. Hasta
Dialéctico estaba hambriento y se relamía pensando en los fardos de
pasto que lo esperaban a bordo.

En los dos botes llegaron todos hasta Il Gabbiano. El caballo, ya


práctico en estas cosas de subir y bajar de la nave, se echó al agua y
nadó hasta el barco, donde esperó pacientemente que le colocaran el
arnés con el que lo izarían. Ya en cubierta, fue a su lugar y se dio el
atracón de alfalfa con el que había estado soñando todos esos días.
Aldebarán se acercó y, mientras lo veía comer a dos carrillos, le dijo:

–Y pensar que en Warcraft te tuve que rogar para que vengas conmigo.

–Y pensar que en Öböls te tuve que llevar montaña arriba a ti y a tu


novia para que tuvieran una cena romántica –le retrucó Dialéctico.

–¿Y no es eso lo que hace un caballo? –preguntó sorprendido el mago


humano.

653
–¿Y te parece justo –siguió argumentando Dialectico– que luego de
semanas de travesía tú estuvieras allí, dale arrumacos con la Marrapodi,
mientras yo estaba atado a un árbol sin ni siquiera una potranquita con
la que conversar?

–Bueno –respondió Aldebarán–, no puedes negar que desde que


llegaste a los establos de Organdí te has puesto al día en el tema de las
relaciones sociales.

–Y lo bien que hice –afirmó el caballo–, ya que la próxima salida que


se te ocurrió fue traerme a un desierto.

El mago sabía que a su caballo le gustaba quedarse con la última


palabra, así que no le dijo más nada. Justo en ese momento el cocinero
estaba llamando a cenar. La capitán le pidió a Tzihuí Gontzú que
estuviera atenta a si los pacaríes gustaban de la comida que se serviría
esa noche ya que, en caso contrario, le pediría al cocinero que prepare
algo distinto para ellos.

Al rato, la princesa china la tranquilizó:

–Dicen que les encanta el pescado –le informó a Carolina–. En el


desierto se pueden cultivar muy pocas cosas, así que el mar es su
principal fuente de alimentos.

Allí se enteraron por la traductora que, aunque no construían barcos


como Il Gabbiano, sí tenían canoas que eran muy seguras y prácticas
para pescar. Terminada la cena, el encargado de la despensa se ocupó
de cargar sus morrales con víveres suficientes para que atravesaran

654
nuevamente el desierto. Un bote los llevó hasta la playa y allí
emprendieron su camino en medio de la noche.

Los expedicionarios se fueron finalmente a descansar a sus camarotes.


Era la primera noche que se acostaban después de una cena caliente y
abundante. El sueño no tardó en venir y no los despertaron ni los ruidos
que hacían de madrugada lo marineros preparando a Il Gabbiano para
su próxima partida, apenas despuntara el sol.

655
CAPÍTULO 48. DE DESPEDIDAS Y EXTRAÑAMIENTOS
Con la primera claridad del alba todos se levantaron en Il Gabbiano. Lo
primero que vieron los dejó sorprendidos: el barco estaba rodeado de
canoas manejadas hábilmente por indios pacaríes vestidos de gala.
Cuando el primer oficial y otros tripulantes se acercaron a la borda, los
indios estallaron en un grito:

–¡Gontzú! ¡Gontzú! ¡Gontzú! ¡Gontzú! –mientras agitaban sus remos


en el aire.

Hicieron llamar inmediatamente a Tzihuí Gontzú, pensado que era a


ella a la que se referían. La princesa china se acercó entonces también a
la borda y habló con los pacaríes. Luego de ese breve diálogo se aclaró
la situación: no era a ella a la que buscaban, sino que lo que querían era
despedirse de la princesa de Organdí quien, después del tratado firmado
en el desierto, era también su soberana.

La princesa fue informada inmediatamente. La mujer china le explicó


que “gontzú”, en su idioma, quiere decir, justamente, “princesa”.

–Mi pueblo –agregó– me ha honrado llamándome “Tzihuí Gontzú”,


que quiere decir “princesa de la sabiduría”.

La princesa de Organdí recorrió toda la cubierta. Saludó a babor y a


estribor agitando su mano, y también se asomó por la proa y por la
popa, ya que las canoas rodeaban todo el barco. Cada vez que la veían,
los pacaríes levantaban sus remos y volvían a gritar:

–¡Gontzú! ¡Gontzú! ¡Gontzú! ¡Gontzú!

656
Al fin y al cabo, no sólo era su soberana sino también su futura
proveedora de chocolate.

Después de saludar, la población del desierto de Pacarí remó hasta la


playa y desde allí le ofrecieron a la princesa su último saludo. Il
Gabbiano recogió el ancla y, aprovechando la leve brisa, fue
disponiendo las velas de forma tal de internarse nuevamente en el mar.

De a poco se fueron alejando de la costa y lo último que vieron fueron


los remos levantados de los valientes pacaríes. Después de esa
expedición se corrigió el error en el que muchos libros de historia y de
geografía habían caído: el de creer que el desierto de Pacarí era un
territorio deshabitado.

La princesa, emocionada por las aventuras de todos esos días, le rogó a


Carolina Marrapodi:

–Por favor, capitán, llévanos a casa.

–Hacia allí vamos –le respondió la jefe de la expedición.

Mientras tanto, en el reino de Organdí todos extrañaban a la princesa.


Ulrico y Ana Milena se habían acostumbrado tanto a comer con ella
que, cada vez que se sentaban a la mesa, pensaban en cómo le estaría
yendo en la expedición y si faltaría mucho para su regreso.

Los niños también la extrañaban. Hacían las tareas que antes de irse les
había encomendado: Grommash atendiendo la biblioteca y Azucena
cuidando de la huerta y los árboles frutales. Para eso contaban con la
colaboración de los humanos y los orcos que habían permanecido en
Organdí. Pero, mientras que para todos los niños eran sólo eso, niños,
657
para la princesa su opinión valía tanto como la de cualquier otro y
siempre estaba atenta a escucharlos. Eso lo hacía sólo la princesa, así
que esperaban su pronto regreso para volver a sentirse iguales a los
demás.

Pero el que más triste estaba por su ausencia era Felipillo. Las horas del
día le parecían interminables y no era porque no tuviera nada que hacer,
al contrario. Pasaba yendo de las plantaciones de algodón a la
hilandería, de la hilandería a donde estaban los telares, de allí a la
tintorería donde las telas se teñían siguiendo las precisas recetas
anotadas por Flogisto y la princesa.

Pero una cosa era hacer todo eso solo y otra muy distinta hacerlo en
compañía de la princesa. Con ella todo era divertido, aprendía muchas
cosas y le enseñaba otras y, cuando aparecían dificultades, que también
las había, ella sabía disolverlas con su sonrisa o inventando una
canción, y él la acompañaba con su música. Todo eso le contaba
Felipillo a su primo Gustav Tercero, quien estaba sinceramente
preocupado por la salud del Protector del reino los gusanos de seda.

–¿Y tienes idea de cuándo regresará la princesa? –le preguntaba.

–No, ni idea, primo.

–¿Y para cuántos días llevaron provisiones? –insistía Gustav Tercero.

–Para muchos días, pero eso no importa: en el camino también


pudieron encontrar otras provisiones.

–No creo que en un desierto las provisiones abunden –le decía su primo
para levantarle el ánimo.
658
–Pero tú sabes, primo, cómo son los hombres de mar: siempre tienen el
recurso de la pesca para sobrevivir –respondía Felipillo al borde de las
lágrimas–, así que es imposible saber cuándo regresará.

–Mira, si yo he llegado a tener un bosque propio, nada es imposible.

Felipillo, después de un rato de estar pensativo, agregó:

–Y eso siempre pensando que no le haya ocurrido nada malo.

–Te entiendo –le dijo Gustav Tercero–, yo también sufrí mucho cuando
Anadaida tardaba en regresar.

–Sí, lo recuerdo –afirmó Felipillo.

–Pero esos pensamientos negativos no te llevan a nada –agregó el rey


de los gusanos–, te lo digo por experiencia propia. Cambiando de tema,
¿volverás hoy al palacio?

–No, me quedaré en mi casa del bosque. En el palacio la extraño más


todavía.

–Bien –dijo entonces Gustav Tercero–, les pediremos a las luciérnagas


que esta noche nos organicen un espectáculo de luces para que te
distraigas.

El rey sabía que nada sería suficiente para consolar a su primo, pero
hacía lo que estaba a su alcance. ¿O podría hacer algo más?

659
CAPÍTULO 49. DE REGRESO A CASA
El buen tiempo acompañó la navegación de regreso a Organdí. Ya
había pasado una semana desde la partida de las costas de Pacarí, así
que, en no más de tres o cuatro días tendrían a la vista el hermoso
puerto construido en aquel reino bajo la dirección de Carolina y
Aldebarán, con el entusiasta apoyo de los recuperados en el hospital.

Los expedicionarios pasaban revista a las aventuras que habían vivido


en cada uno de los días de la exploración. Todos reconocían que la
designación de Carolina como jefe de la expedición había sido muy
acertada: se necesitó de alguien con su sangre fría y su determinación
para llevarlos y traerlos sanos y salvos nuevamente a casa.

Sin embargo, la capitán no se encontraba totalmente satisfecha: el


principal objetivo de la misión, que era descubrir al dios que había
creado a Organdí, no había sido alcanzado. Estaba esperando el
momento adecuado para disculparse con la princesa por ese motivo.

Il Gabbiano navegaba cerca de la costa, por eso no extrañaba, cada


tanto, ver pájaros que iban y venían por las cercanías, principalmente
gaviotas que aprovechaban para pescar en la revuelta espuma de la
estela que el barco dejaba tras de sí. Pero ese par de pájaros que
atravesó el cielo y fue a depositarse directamente en el palo mayor de la
nave llamó la atención de todos.

Las aves, luego del esfuerzo realizado, descansaron unos momentos


para luego bajar poco a poco hacia la cubierta. En ese momento el
mago Flogisto miró hacia arriba, a donde todo el mundo miraba, y
exclamó en voz alta:

660
–¡Anadaida! ¡Marcelino! ¡Qué bueno verlos nuevamente!

Ambas golondrinas se posaron en los hombros del mago y picotearon


suavemente sus orejas en señal de saludo. Los demás no tardaron en
rodearlos para conocer las novedades.

¿Qué había sucedido? El rey Gustav Tercero, preocupado por el pésimo


estado de ánimo de su primo Felipillo, mandó a llamar por uno de los
pájaros del Bosque de los Gusanos a su mensajera honoraria, Anadaida.
Poco después, ésta se presentó acompañada por Marcelino y le dijo:

–Rey Gustav Tercero, es un honor que nos haya llamado. ¿En qué
podemos servirle?

El rey, satisfecho de sentirse tan importante y ser tratado de esa


manera, les respondió con humildad, que, ya se sabe, no era una de sus
principales virtudes:

–Anadaida, no sé si puedo pedirte que cumplas una misión como mi


antigua mensajera.

–Yo no soy su antigua mensajera, rey –afirmó la mariposa-golondrina–,


yo soy su actual mensajera y siempre lo seré.

Las llamitas que aún quedaban en el corazón del rey debido a aquel
amor frustrado por Anadaida volvieron a estallar como una hoguera y,
tanto fue así, que su cara se puso colorada como un tomate. Respiró
hondo, mordió una hoja tierna para humedecer su boca, seca de
repente, y continuó:

661
–Estoy preocupado por la salud de mi primo, Felipillo. Extraña tanto a
la princesa que temo terminará enfermándose si pronto no tiene noticias
de ella.

–¿En qué podemos colaborar? –preguntó Anadaida.

–Si tu pudieras recorrer la costa en dirección al desierto a donde fueron


los expedicionarios, quizás avistaras al barco y podrías traer alguna
noticia.

–Claro que puedo hacer eso, y con mucho gusto –afirmó la golondrina.

–Y yo iré con ella –agregó Marcelino–. Recuerde, rey, que toda nuestra
familia le juró fidelidad.

Gustav Tercero comenzaba a sentir todas las ventajas de tener una


familia de golondrinas como sus mensajeras; llegaban a lugares a los
que ninguna mariposa podría acceder y a una velocidad también
increíble.

Anadaida y Marcelino salieron a recorrer la costa en dirección al


desierto de Pacarí. Sus hijos ya estaban grandes y se arreglaban solos,
así que podían dedicar todo el día a la misión que les encomendara el
rey de los gusanos. Grande fue la alegría de las dos golondrinas
cuando, al tercer día de búsqueda, vieron desde lejos la inconfundible
silueta de Il Gabbiano. No estaba tan cerca de la costa, pero sus fuertes
alas las llevarían, sin duda y en no mucho tiempo, hasta la nave.

–¿Qué hacen aquí? –les preguntó, ansiosa, la princesa.

662
–Nos ha enviado el rey Gustav Tercero a avistar la nave para saber
cando estará de regreso en Organdí.

–Pues, no lo sé –respondió confundida la princesa–. Capitán –


preguntó– ¿cuándo estaremos en Organdí?

–Con este viento –respondió la Marrapodi– al cuarto día a partir de hoy


llegaremos.

Anadaida quedó un poco confundida. Aunque desde que era mariposa


hablaba bien el idioma de los humanos, nunca había sido muy
entendida en matemáticas, así que eso del cuarto día a partir de hoy se
le hizo difícil de comprender.

–¿Mañana? –preguntó al oído a Flogisto.

–No, mañana no –le contestó el mago.

–¿Pasado mañana? –volvió a preguntar la golondrina.

–No –volvió a responder el mago, y agregó–, el primer día después de


pasado mañana tampoco, recién el segundo día después de pasado
mañana.

–¡Ah!, ya entendí –dijo al fin Anadaida.

–¿Qué pasa con el rey Gustav Tercero? –quiso saber, preocupada, la


princesa– ¿Hay algún problema en el Bosque de los Gusanos?

Anadaida y Marcelino se miraron y decidieron decirle la verdad:

663
–En el bosque de los gusanos está todo bien princesa –dijo la
golondrina mensajera–. El rey nos ha mandado a buscarlos porque está
preocupado por la salud de Felipillo.

–¿Cómo? –exclamó la princesa– ¿es que Felipillo está enfermo?

–No –dijo Anadaida–, Felipillo está bien de salud, pero su primo teme
que se enferme de tanto que la extraña a usted.

A la princesa se le subieron todos los colores a la cara.

664
CAPÍTULO 50. EL PRINCESA
Cuando Gustav Tercero escuchó las noticias que le trajeron Anadaida y
Marcelino, creyó sinceramente que era el rey más inteligente del
mundo. Cuando parecía imposible obtener noticias de la princesa, a él
se le ocurrió cómo hacerlo y no tenía dudas de que las buenas nuevas
revivirían a su primo.

Le pidió a Anadaida que, por favor, volara hasta palacio y le pidiera a


Felipillo que lo necesitaba ver urgente en el bosque de los gusanos,
pero sin decirle nada de las últimas noticias. La golondrina así lo hizo
y, esa misma noche, el Protector del trono de los gusanos de seda llegó
a su casa del bosque.

Desmontó de su caballo cansado del viaje, como si hubiera atravesado


una cordillera. Para su sorpresa, su primo lo esperaba en la enredadera
del porche, sin poder disimular una sonrisa.

–Hola, Felipillo –le dijo apenas se bajó del caballo.

–Hola primo –le respondió éste con la voz desmayada que tenía desde
hacía varios días.

Entró a la casa y volvió a salir con un pedazo de pan que, con


seguridad, iba a ser toda su cena. Se sentó al lado de la enredadera y
preguntó, cansado:

–¿Qué necesitabas, primo, que me has hecho venir con tanta urgencia?

–Necesito que no tomes compromisos para dentro de unos días.

–¿Para cuándo? –quiso saber Felipillo.


665
–Para mañana no –comenzó a decir Gustav Tercero, que tampoco se
llevaba muy bien con las matemáticas–, para pasado mañana tampoco –
agregó–, es para el segundo día después de pasado mañana.

El heredero al trono de los gusanos de seda sacó cuentas y comprendió


perfectamente. Era para dentro de cuatro días.

–No será para otro espectáculo de luciérnagas, ¿no? –preguntó


desconfiado Felipillo ya que conocía la preocupación de su primo por
su estado de ánimo y los esfuerzos que hacía por entretenerlo.

–No exactamente –respondió éste, con picardía.

–¿Entonces? ¿Qué es lo que va a pasar ese día?

Gustav Tercero no quiso hacerlo esperar más para disfrutar de las


últimas noticias, así que, sin dar más vueltas, dijo:

–Porque ese día va a llegar la princesa al puerto de Organdí.

Felipillo pareció no entender lo que le acababa de decir.

–¿Cómo? –preguntó.

–Que ese día estará de regreso Il Gabbiano con todos los


expedicionarios a bordo –insistió su primo.

Felipillo se puso de pie, apoyado con sus dos manos sobre la mesa,
quizás para no caerse por la sorpresa. Sus ojos se habían llenado de luz,
pero no podía terminar de creer lo que escuchaba.

–¿Y tú cómo lo sabes? –preguntó desconfiado.


666
–Lo sé –le contestó el rey disfrutando de cada una de las palabras que
decía– porque envié a mi mensajera a explorar la costa y, finalmente,
halló a Il Gabbiano y la propia capitán le dijo cuándo llegarían a puerto.

–¡No! ¡Sí! ¡No te puedo creer! –decía incoherentemente Felipillo


mientras saltaba y bailaba en el porche de su casa. Cuando finalmente
logró calmarse miró a los ojos a su primo y le dijo–: rey Gustav
Tercero: ¡eres el rey más inteligente de la historia!

Lo único que lamentaba Felipillo de tener un primo gusano era no


poder abrazarlo. Volvió a entrar a su casa y regresó con queso,
aceitunas, jamón y todo lo que encontró en la alacena para darse la cena
que hacía tiempo no se daba.

Su primo lo miraba satisfecho de haber podido ayudarlo en un


momento en el que la estaba pasando tan mal. Cuando terminó de
comer, en vez de entrar a la casa, se preparó para volver a montar a
caballo.

–¿A dónde vas? –quiso saber el rey Gustav Tercero.

–Al palacio, por supuesto –respondió–. Quiero que mañana, a primera


hora, todos sepan la noticia y comencemos a preparar el recibimiento a
la princesa. Ten en cuenta que hacen falta tres días para llegar desde el
palacio hasta el puerto, no podemos, perder un minuto.

El ruido de los cascos del caballo y el polvo que quedó en el aire fue la
despedida.

Mientras tanto, no tan lejos, el Princesa acababa de dejar atrás el golfo


de Öböls, en cuyo puerto se había abastecido. Los vientos eran
favorables y pensaban que, en pocos días, ya estarían a la vista del
puerto de Organdí.

667
Los que se habían recuperado en el hospital estaba deseosos de llegar
para retomar las tareas que habían comenzado en el reino. Sus familias
estaban expectantes por conocer esa nueva vida donde no tendrían que
ocultarse durante el día ni estar vigilantes durante la noche. En el
hospital de Organdí, una de las cosas que más ayudó en la recuperación
de los heridos fue, justamente, la posibilidad de dormir sin sobresaltos.
El descanso, sumado a las medicinas de Flogisto y a los cuidados de
Ana Milena, habían hecho maravillas para su pronto restablecimiento.

El capitán Erasmus no había logrado recuperarse aún de la pérdida de


su amiga, la líder de los orcos. Durante el atardecer, muchos días
conversaba con sus hermanas sobre la vida que habían llevado en
Warcraft. Ellas le contaron que sus padres murieron muy jóvenes, en
esa guerra eterna, cuando ellas tres aún eran niñas. Igrim, la mayor, con
sus quince años se enroló en el ejército orco y dedicó su vida a
protegerlas. Cuando llegaron noticias de que su hermana había
desaparecido durante un desembarco en tierras hostiles, lloraron mucho
y se juraron ayudarse entre las tres para salir adelante en la vida. La
noche en que su hermana tocó a la puerta de su casa y las abrazó
nuevamente, prometiéndoles llevarlas a una tierra de paz, fue el día más
feliz de su existencia.

No se podían imaginar que, para salvar sus vidas, ella iba a terminar
perdiendo la suya.

–Tú eres valiente como ella –le dijo Agra al capitán–, desde hoy serás
nuestro cuarto hermano –y los cuatro se tomaron de las manos.

668
CAPÍTULO 51. HACIA EL PUERTO
En la mañana de aquel día todo el palacio se revolucionó. Al llegar
Ulrico el Cocinero, que era el primero en entrar para preparar el
desayuno, Felipillo le dijo:

–En cuatro días llega la princesa.

Al antiguo arquero se le cayó la bandeja de plata que tenía en la mano.

–¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes? –fue lo único que atinó a preguntar.

–Trajeron noticias Anadaida y Marcelino. Estuvieron con ellos en el


barco y la capitán dijo que en cuatro días llegarían al puerto.

Sin hacer nada de lo que tenía previsto, Ulrico regresó corriendo hasta
su casa. Encontró a Azucena y a Grommash desayunando.

–¿Dónde está mama? –preguntó.

–Mamá se fue al hospital –respondió Azucena.

–¿Qué es lo que pasa? –quiso saber Grommash, quien nunca había


visto a Ulrico tan agitado.

–En cuatro días llega la princesa –respondió aquel, sin poder quedarse
quieto ni un instante.

–¡¿La princesa?! –exclamaron los dos niños a la vez y, sin terminar de


desayunar, salieron corriendo los tres hacia el hospital.

669
Cuando llegaron encontraron a Ana Milena bailando sola en un pasillo.
Con seguridad, Felipillo había pasado por allí. Grommash se puso a
bailar con ella mientras cantaba:

–Ya vuelve mi papá, ya vuelve mi papá.

En pocos minutos, el resto de los orcos y humanos que vivían en


Organdí estuvieron enterados de la noticia. Hasta las gallinas corrían
excitadas de un extremo hasta el otro de los jardines, como si también
ellas entendieran lo que sucedía.

Estaba claro que todos irían al puerto a recibir a la princesa. Hasta los
internados del hospital dijeron que ellos no se lo iban a perder por nada
del mundo y, algunos en silla de ruedas y otros con muletas, quien con
una venda en la cabeza o con un brazo en cabestrillo, ayudándose unos
a otros, todos se subieron al carro destinado para llevarlos.

Ulrico preparó toda la comida que pudo para el viaje y el resto lo


completó con galletas secas, arroz para cocinar por el camino y frutas
del bosque de árboles frutales. Por la tarde toda la comitiva se había
puesto en marcha y, como no quedaba nadie y la puerta del palacio no
tenía llaves, éste quedó bajo la vigilancia de las gallinas. Esta vez sí
que, de verdad, la bataraza sería el capitán de la guardia.

Felipillo se puso al frente de la columna y comenzaron a avanzar.


Todavía tendrían unas buenas tres horas de marcha antes de que caiga
el sol y debían aprovecharlas si querían estar en el puerto a primera
hora de la madrugada del día que se suponía llegaría la princesa. Eso
les daría tiempo para avisar a los orcos y a los humanos que se habían

670
instalado a vivir en la orilla del mar, para que también pudieran
sumarse al festejo.

Mientras tanto, Il Gabbiano seguía su navegación sin novedades. El


viento había amainado bastante y eso hacía la marcha un poco más
lenta de lo acostumbrado. Todos estaban interesados en saber qué
harían las mujeres del mundo una vez llegadas a Organdí. ¿Partirían
inmediatamente hasta sus reinos? ¿Cómo lo harían? ¿Podría Carolina
Marrapodi con Il Gabbiano dejar a cada una de ellas en su país? ¿O el
junco que las había transportado hasta el Mar de los Remolinos seguiría
allí esperando por ellas?

La princesa no veía la hora de llegar. Saber que Felipillo sufría por su


ausencia la había puesto fatal: hubiera querido ser golondrina para
volar hasta su palacio. Lamentó que las transformaciones que hacían
los magos duraran tan pocos minutos.

Al contrario de lo que le ocurría a Il Gabbiano, el Princesa navegaba


desde hacía días con un viento a favor sostenido que lo hacía avanzar a
una increíble velocidad. El abuelo que no había querido quedarse en
Warcraft resistía muy bien el viaje. Su nieto se encargaba de su comida
y de llevarlo a pasear en su silla de ruedas por la cubierta en los
momentos del día en que calentaba el sol.

Ante las preguntas constantes de cuándo llegarían, el capitán les dijo:

–Cuando dejen de ver montañas en la costa, estaremos a un día de


navegación de nuestro destino.

671
La tripulación de ambos barcos esperaba el momento de llegar a lo que
todos consideraban su casa, aun los que nunca habían estado en
Organdí. Los que quedaron en el reino trabajaron duro para seguir
construyendo las casas que serían necesarias una vez que llegaran los
que fueron a Warcraft a buscar sus familias y, aunque no todas, la
mayoría ya estaba terminada. Para los que aún no tuvieran lista su
vivienda se tenía previsto alojarlos por unos días en el hospital y, de ser
necesario, en el palacio también se haría lugar para ellos.

La huerta, bajo la dirección de Azucena y con la ayuda de humanos y


orcos, había cuadruplicado su superficie. Si antes se cosechaban
algunos tomates por día, ahora se recogían varios cajones. Hubo que
hacer un galpón para guardar los zapallos, las sandías y los melones, y
no daban abasto para comer la cantidad de frutillas que se cosechaban
todos los días. Por suerte, Ulrico les enseñó a hacer dulce de frutillas y
de esa manera se aprovechaban.

¡Y la cantidad de pobladores que el reino tendría una vez que llegara el


Princesa de regreso! Con seguridad, la próxima vez que la princesa
cumpliera diecisiete años iba a tener una verdadera fiesta, de esas
donde se baila toda la noche y las chicas pueden perder su zapatito de
cristal para que lo encuentre aquel príncipe que a ellas les gusta.

672
CAPÍTULO 52. EL REENCUENTRO
Un inmenso campamento se había instalado en la playa de Organdí.
Felipillo tuvo que pasar por el Bosque de los Gusanos a buscar a su
primo, ya que el rey Gustav Tercero de ninguna manera se quería
perder ese gran día. Además, lo alentaban a ir dos cosas: la primera,
que en el puerto no había gallinas y, la segunda, que él sería el gran
personaje que anticipaba las noticias con sus golondrinas mensajeras.

Desde la madrugada se habían apostado vigías en el faro construido al


lado del puerto y, a cada rato, algunos de los que esperaban se
acercaban y preguntaban a viva voz:

–¿Se ve algo?

A lo que la respuesta invariable de los vigías era:

–Sin novedad.

Y, si se piensa bien, esa contestación era bastante esperable ya que,


apenas vieran algo, serían los propios vigías los que pondrían a todos
en alerta.

Mientras tanto, Anadaida y Marcelino habían volado en la dirección en


que debía llegar el barco que provenía de las costas del desierto de
Pacarí. Supuestamente, debían ser las primeras en avistarlo

Pasó el mediodía sin novedad. Grommash y Azucena tenían prohibido


correr por el muelle, así que buscaron un árbol en el bosque cercano y
estaban trepados en sus ramas más altas, compitiendo con los vigías del
faro.

673
Fueron los primeros en ver las velas en el horizonte, pero, claro, a pesar
de sus gritos nadie los escuchaba porque se encontraban algo retirados.
No dudaron en bajar del árbol y emprender una veloz carrera hacia la
playa, pero no llegaron a tiempo para dar la noticia. Cuando se estaban
acercando, escucharon a los vigías gritar con toda su voz:

–¡Barco a la vista! ¡Barco a la vista!

En pocos minutos todos pudieron ver unos puntitos blancos en el


horizonte. En verdad, esperaban que Il Gabbiano apareciera desde el
otro lado, pero nadie tenía tantos conocimientos marineros como para
poder afirmarlo con seguridad. Lo importante era que dentro de un rato
estaría arribando al muelle.

Gustav Tercero, cómodamente instalado en la caja de fósforos


transformada en carroza en la que viajaba con su primo, estaba un poco
sorprendido de que las golondrinas no se hubieran anticipado con el
aviso.

–¿No hay noticias de Anadaida? –preguntó asomando su cabeza por el


bolsillo del gabán de Felipillo.

–No primo, no se ve a tus mensajeras –respondió éste–. Quizás


agotadas de tanto vuelo vengan descansando en los mástiles del barco.

En aquel momento se advertían extraños movimiento en el faro. Los


vigías se consultaban entre sí y se hacían visera con sus manos para
poder ver mejor mar adentro. Felipillo no tardó en subir también al faro
para saber de qué se trataba aquella confusión. Cuando llegó, él mismo
lo pudo ver: ese barco no parecía ser Il Gabbiano.

674
Lo primero que pensó fue: “Este año se adelantaron los hombres del
mar”, pero enseguida comprendió que eso no era posible. Por un lado,
porque aún no era la época del año donde las telas estaban terminadas,
pero, por el otro, era un barco solo y a buscar las telas siempre venía
una flota completa.

Felipillo se asomó a la baranda del faro y gritó:

–¡Grommash! ¿Puedes subir un momento?

Todos sabían en el reino que nadie tenía mejor vista que el hijo de
Flogisto. Sin hacerse esperar, el niño orco subió corriendo las escaleras.
Cuando estuvo arriba todos le preguntaron:

–¿Puedes ver si aquel barco es Il Gabbiano?

Grommash miró unos instantes y, cuando estuvo seguro. respondió:

–No, ese barco no es Il Gabbiano –y luego de un breve silencio,


agregó–, ese barco es el Princesa.

Ustedes se imaginan la cara de todos los que estaban en el faro: la


sorpresa se les caía por las orejas. El primer vigía en reaccionar hizo
bocina con sus manos y avisó a todos los que estaban abajo:

–¡¡El Princesa se acerca al muelle!! ¡Es el Princesa!

El alboroto fue mayúsculo. Esperaban a los expedicionarios y a la


princesa regresando del desierto de Pacarí y, de golpe, resulta que el
barco que se veía en el horizonte era el que había ido a Warcraft a
buscar las familias de los orcos y humanos recuperados en el hospital.
675
Todos pusieron cuidado en dejar que los que estaban en sillas de
ruedas, o con muletas, o tenían brazos enyesados y estaban aun en
recuperación, se pudieran poner en primera fila para ver la llegada del
Princesa. Muchos de ellos esperaban que en ese barco también llegaran
sus familiares y conocidos. Algunos de los que no habían podido hacer
el viaje por sus heridas encargaron a sus amigos que buscaran a sus
seres queridos.

En el Princesa la sorpresa no era menor. El capitán Erasmus veía por su


catalejo a todos los reunidos en la playa y no lo podía entender. Hizo
formar a la tripulación y les informó:

–No sé cómo se han enterado de nuestra llegada, pero el puerto está


lleno de gente saludándonos con sus manos.

Desde el barco también comenzaron a saludar, aunque aún la distancia


impedía reconocerse.

El capitán Erasmus desconocía cómo todas aquellas personas se


encontraban justo en ese momento en la playa ni por qué medios se
pudieron enterar de que el Princesa llegaría exactamente ese día. Pero,
como ya estaba anoticiado de la magia que reinaba en Organdí, pensó
que era alguna de las propiedades de ese reino tan misterioso.

Nuevamente se aceró a la borda y volvió a mirar con su catalejo. Quedó


paralizado. Su mente le estaba jugando una mala pasada. En medio de
las personas que estaban en la primera fila de la playa veía,
destacándose entre todas las demás, a Igrim, sonriendo y saludando con
un brazo en alto.

676
Todo capitán sabe que, cuando no se encuentra bien, no debe poner en
peligro ni al barco ni a su tripulación, así que llamó a su primer oficial
y le dijo:

–No me siento bien. Por favor, dirija usted las maniobras para atracar el
barco.

–A la orden –respondió éste, y se puso a dar las indicaciones necesarias


a los marineros para lograr una llegada suave y precisa hasta el muelle.

Erasmus dejó su catalejo en el puente de mando y bajó a reunirse con el


resto de los pasajeros. No quería ver más visiones, tan inoportunas, en
ese momento. Recorriendo la borda, llegó hasta donde estaban Agra,
Dragga y Grima, sus nuevas hermanas.

Dragga tocó el brazo de Grima y le dijo por lo bajo:

–Mira aquella mujer –y señaló a la playa–, ¡es tan parecida a nuestra


hermana Igrim!

–¿Cuál mujer? –preguntó Dragga.

–Aquella, la que lleva un brazo en cabestrillo.

–¡Oh, sí! Tienes razón.

El capitán, que todo eso escuchaba, comenzó a tranquilizarse. No es


que estaba viendo visiones, es que, efectivamente, entre los reunidos en
tierra había una mujer muy parecida a su querida Igrim.

677
Agra no se convencía de lo que veía. Tomando a Erasmus por el brazo
le dijo:

–¿No es aquella nuestra hermana Igrim?

–Se le parece mucho –respondió él, disimulando el estado de


conmoción en el que se encontraba al ver aquella réplica casi exacta de
la líder de los orcos caída en Warcraft durante el rescate.

El Princesa tiró las sogas y los cables para que los ayudantes del puerto
los amarraran en los noray que estaba fijos en el muelle. Aún antes de
que pusieran el planchón para descender, las personas se acercaron a la
vera del navío.

Justo debajo de donde estaban ellos se escuchó una voz inconfundible:

–¡Ey! ¡Hermanas! ¡Aquí estoy! ¿Ya no me reconocen? –gritó Igrim


desde el muelle y agregó:

–¡Y tú, capitán! ¿Te has olvidado ya de mí?

Agra agitaba las manos sin poder decir palabra. Dragga quería subirse a
la baranda para saltar. Grima lloraba a más no poder y el capitán
Erasmus… el capitán Erasmus se desmayó. Sus oficiales corrieron
enseguida para levantarlo y, haciéndole viento con sus gorras, lograron
que poco a poco vaya volviendo en sí.

¿Qué había pasado en todos aquellos días? Cuando los soldados y los
arqueros perseguían a los tres orcos que simularon el ataque a la prisión
para que pudieran liberar a sus compañeros, Warcraft continuaba
inundado de la magia que Flogisto y Aldebarán habían creado, y que la
bandada de Anadaida había distribuido por todo aquel país.

678
El caso es que, cuando Igrim fue alcanzada por la flecha que atravesó
su espalda y comenzó a caer, nunca llegó a tocar el piso: antes de
hacerlo ¡desapareció! Gran conmoción hubo en el hospital de Organdí
cuando la líder de los orcos, que había partido con el Princesa, apareció
en una de sus camas con una flecha clavada en su torso.

Ana Milena lamentó que no se encontrara presente Flogisto, pero ella,


con su experiencia más lo que había aprendido del mago orco, pudo
sacarle la flecha sin producir ninguna hemorragia. Otra cosa muy
distinta era combatir el veneno que la flecha traía y que ya había
empezado a circular por el cuerpo de Igrim.

La enfermera repasó en su memoria todas las sustancias que conocía


usaban los humanos para envenenar sus flechas. En pequeñas dosis, y
estando muy atenta a las reacciones de la paciente, le fue administrando
los antídotos. Igrim pasó una semana entre la vida y la muerte,
delirando por la fiebre. Por momentos daba la impresión de que no lo
lograría. Ana Milena no se alejó de su cama ni de día ni de noche. Los
niños quedaron al cuidado de Ulrico, quien dos veces por día le enviaba
comida a través de ellos.

Finalmente, un día, durante la hora de la siesta, cuando la esposa de


Ulrico dormitaba al lado de su cama, sintió que una mano grande
apretaba la suya. Abrió los ojos y vio una débil sonrisa en la boca de
Igrim, quien alcanzó a decir:

–Organdí, por segunda vez, salvó mi vida.

Cuando estuvo un poco más repuesta les contó lo que había ocurrido.
Luego del ataque simulado a la prisión para alejar a los guardias y
liberar a sus compañeros, recordaba que estaban huyendo y ordenó a
679
sus dos lugartenientes que se alejaran rumbo a la costa. Ella corrió en
dirección contraria para que la siguieran, hasta que sintió la flecha
clavarse en su espalda y, luego, ya no recordaba nada más.

No podía decir si finalmente los rescatados habían logrado llegar hasta


el Princesa o si volvieron a ser capturados. Tampoco sabía si la nave
logró finalmente alejarse de la costa. De nada de eso tenía noticias.

Por eso, cuando Igrim escuchó que todos se dirigían al puerto a esperar
a los exploradores que habían partido hacia el desierto de Pacarí, fue la
primera de las convalecientes que insistió en querer ir. Tenía un pálpito,
una corazonada: si el Princesa había logrado escapar, un día u otro
llegaría al puerto y en él sus hermanas.

Y ese día había llegado antes de lo esperado. Allí estaban las cuatro
abrazadas, y Erasmus a su lado.

680
CAPÍTULO 53. LA LLEGADA
Las familias bajaron finalmente del Princesa. La historia de Ulrico era
conocida por todos, por algo era el primer habitante de Warcraft que
había llegado hasta ese reino cumpliendo la hazaña de cruzar a pie la
cordillera. Los detalles de su aventura se habían relatado muchas veces,
hasta los niños la conocían. Por eso no extrañó que, una vez
desembarcados y al llegar a la playa, lo primero que hicieran orcos y
humanos fuera arrodillarse y besar el suelo de Organdí, imitando lo que
él había hecho cuando llegó con su familia.

Lo que nadie esperaba es que el propio Ulrico el Cocinero estuviera


presente en esa playa recibiéndolo a todos ellos. Los primeros en
reconocerlo fueron los niños y las niñas, los que, al verlo con su gran
gorro blanco, lo rodearon inmediatamente y se tomaron de sus manos y
de su ropa. Sentían que tocarlo a él era como tocar a toda esa tierra de
paz.

Azucena estaba un poco celosa de ver a su papá tan solicitado, pero


también estaba orgullosa de su hazaña y, sobre todo, de que hubiera
enfrentado todos los peligros para volver a Warcraft a buscarlas a ella y
a su mamá. Y por si eso fuera poco, también había tratado
amorosamente a su amigo Grommash, llevándolo con ellos para
salvarle la vida.

Los abrazos y los relatos entre los recién llegados y los que esperaban
en la costa fueron interminables. Tanto fue así que nadie advirtió la
llegada de dos golondrinas que se dirigieron directamente hacia el faro
y se posaron en la baranda buscando con sus ojos a Felipillo. Se vieron
casi a la vez y éste se acercó a su lado.

681
–Por favor –dijo Anadaida–, dile al rey Gustav Tercero que Il Gabbiano
se acerca a las playas de Organdí.

El Protector del trono de los gusanos de seda no necesitó decir nada ya


que su primo, en el mismo momento, asomaba su cabeza y contestaba:

–Gracias, Anadaida y Marcelino, por vuestro servicio.

Las dos golondrinas respondieron con la reverencia que tanto habían


ensayado y que tan bien les salía, luego de lo cual emprendieron
nuevamente el vuelo hasta el bosque cercano.

Todos en el faro escudriñaban el mar tratando de descubrir al barco que


se acercaba. De repente Grommash, que se había quedado con ellos,
comenzó a señalar un punto en el horizonte.

–¡Allá! ¡Allá! –repetía el niño.

Los demás miraban en esa dirección, pero, la verdad, es que no veían


nada. De pronto, uno de los vigías se puso en puntas de pie, como para
ver más lejos y luego, ya sin dudas, gritó con toda su voz:

–¡Barco a la vista!

Los que estaban en la playa corrieron inmediatamente hacia la orilla y


se hacían visera con ambas manos para descubrir la nave en la
inmensidad del mar.

–¡Allá! ¡Allá! –repetía el vigía, como había hecho Grommash


momentos antes, señalando hacia donde debían mirar.

682
Cuando las velas se hicieron inconfundibles la multitud estalló en una
ovación. Ya todos se habían enterado de que la espera se debía a la
llegada de la princesa de Organdí. Si conocer a Ulrico el Cocinero
había causado tal conmoción, imagínense la expectativa por conocer a
la princesa, y más que se había corrido la noticia de que venía
acompañada por dos magos y por las mujeres del Mundo.

Felipillo bajó las escaleras del faro a los tropezones: sólo de milagro no
terminó de trompa en el piso. Una vez abajo reunió a los que integraban
el no designado “comité de bienvenida”. Estaba formado por Ulrico el
Cocinero, Ana Milena, Azucena, Grommash, el rey Gustav Tercero y
él. Eran los más antiguos en Organdí y a ellos correspondía recibir a la
princesa cuando pisara nuevamente en su reino.

Il Gabbiano se iba agrandando en el horizonte. Carolina Marrapodi


llamó a la princesa al puente de mando y le pasó su catalejo:

–Mire, princesa –le dijo ayudándole a orientarlo hacia la playa.

–¡Esa es una multitud! –exclamó la princesa, azorada.

–Es que ha llegado el Princesa –le informó la capitán–. Allí lo veo,


amarrado en el puesto número uno del muelle. Por las señas que nos
hacen, nosotros atracaremos justo enfrente de él, en el puesto número
seis.

Así le indicaban con sus señales los encargados del puerto. Carolina
volvió a mirar y a pasarle nuevamente el catalejo a la princesa:

–Mire quiénes la aguardan.

683
A la princesa le latió muy rápido el corazón cuando vio a Felipillo y el
resto de sus amigos parados en el muelle. Al único que no podía ver,
por su tamaño, era al rey Gustav Tercero, aunque éste estuviera
asomado al bolsillo de su primo mirando también hacia Il Gabbiano.

Allí estaba su tierra, su reino, sus viejos y sus nuevos habitantes.


Esperaba ansiosa el momento de llegar, bajar del barco y abrazarlos
uno por uno, desde el primero hasta el último; desde el bebé más
pequeño hasta el abuelo más anciano.

Finalmente, Il Gabbiano se apareó al muelle y arrojó las cuerdas para


ser amarrado. Una vez estuvo firme, los marineros bajaron la baranda y
extendieron el planchón. Detrás del comité de bienvenida se hallaban
todos los demás, ya residentes en el reino o recién llegados a él, sin
distinción. Un silencio respetuoso acompañaba todas esas maniobras.

La princesa, finalmente, comenzó primera el descenso. Cuando puso el


primer pie en el muelle alguien entre la multitud gritó:

–¡Viva la princesa de Organdí!

–¡¡Viva!! –retumbó en toda la playa, con tal fuerza que hasta las velas
de Il Gabbiano y del Princesa se estremecieron.

Grommash y Azucena corrieron a abrazarse a su vestido. Ulrico tuvo


que esforzarse para no hacer una reverencia y la princesa se arrojó en
sus brazos y en los de su mujer, quedando los tres fuertemente
amarrados.

Recién cuando fue a saludar a Felipillo reparó en la presencia de


Gustav Tercero, asomando de su bolsillo.

684
–Gracias por venir a recibirme, rey, y gracias por enviarme a su
mensajera.

Gustav Tercero respondió con una sutil inclinación de cabeza.

Y, cuidando de no aplastar al rey gusano, finalmente se abrazó con


Felipillo.

685
CAPÍTULO 54. YA EN CASA
La princesa cumplió con su deseo: saludó a cada una de las personas
que se encontraban en el puerto que, justamente, eran todos los que
vivían en Organdí. Luego se organizó el traslado hasta el palacio para
el día siguiente: ya estaba cayendo el sol y no se podría hacer casi nada
de camino con lo que quedaba de luz.

Aldebarán y Carolina se reencontraron con mucha felicidad con su


casa. Allí terminaron reunidos todos los expedicionarios a los que
también se sumó Felipillo. El Protector del reino de los gusanos de
seda, además de músico, luthier y trovador del reino, no se separaba ni
un instante de la princesa.

Después de la cena, Carolina tomó la palabra:

–Querida Princesa –comenzó–: quiero agradecerle la confianza que me


tuvo para designarme al frente de la expedición.

–Y lo bien que hice –sonrió la princesa-. Mira, nos has llevado y nos
has traído nuevamente hasta nuestra casa.

–Sí, Princesa, pero lo principal que teníamos que resolver no hemos


podido hacerlo.

–¿A qué te refieres? –quiso saber la princesa.

–A que hemos descubierto muchas cosas, pero seguimos sin saber


quién fue el dios que creó a Organdí –completó la capitán.

–¿Tú no lo sabes aún?

686
–No, Princesa. Lo desconozco –completó Carolina–. ¿Alguien lo sabe?
–preguntó la capitán al grupo de expedicionarios.

–Yo no –dijo Diótima.

–Y yo tampoco –agregó Flogisto, quien estaba sentado a su lado.

La princesa miró a Aldebarán. Sintiéndose interrogado con la mirada,


el mago humano respondió:

–Yo tampoco, Princesa.

–Así que no saben quién es el dios que creó a Organdí. ¿Y ustedes? –


preguntó a Kusinkillay y a Aída.

Las dos mujeres se miraron entre sí y reconocieron que no lo sabían.

–Me queda la esperanza de que tú, princesa de la sabiduría –dijo a la


mujer china– sí lo hayas descubierto.

–Yo tampoco tengo idea, Princesa. Lo siento mucho –respondió Tzihuí


Gontzú.

–¿Y tú lo sabes? –preguntó Felipillo a la princesa.

–Sí, ahora ya lo sé –respondió ella sencillamente–. En el momento no


me di cuenta, pero ya no tengo dudas

Todos clavaron los ojos en la princesa. No estaban seguros de haberla


entendido bien, pero parecía que la princesa había descubierto algo de
lo que ninguno de ellos se había dado cuenta.

687
–El secreto estaba en la biblioteca giratoria –comenzó a explicar la
princesa–. ¿Recuerdan qué tenían en común los libros que hablaban de
Warcraft?

–Bueno, todos tenían distintos títulos –acotó Tzihuí Gontzú.

–Sí –confirmó la princesa–, pero, debajo del título, en su tapa, había


algo que era igual en todos ellos.

Estaba claro que nadie lo había notado o no lo recordaban.

–Todos los libros de Warcraft, en la parte inferior de la tapa, tenían una


palabra escrita en letras de oro –afirmó la princesa.

–Sí, es cierto –dijo Diótima–. Todos tenían algo escrito allí, con letra
pequeña.

–¡Blizzard! –exclamó recordando Tzihuí Gontzú.

–Exacto –confirmó la princesa–. Y los libros de los imperios del


Mundo, ¿que tenían escrito allí?

–¡Forgotten! –afirmó Kusinkillay.

–Y algunos también tenían escrito “Ensemble” –agregó Aida.

–¿Comprenden lo que significa? –preguntó ahora la princesa.

Flogisto, admirando la sagacidad de la princesa, dijo:

–Está claro –afirmó Flogisto–, los dioses firman sus creaciones.

688
–Evidentemente –confirmó Aldebarán–, pero no nos dimos cuenta de
fijarnos qué tenían escritos los libros de Organdí.

–Sólo recuerdo que era un nombre de pocas letras –dijo haciendo un


esfuerzo de memoria Diótima–. Menos letras que Blizzard o que
Forgotten y que el propio Ensemble.

–Correcto –agregó sonriendo la princesa–. Así que, querida Carolina,


vas a tener que aceptar mis felicitaciones, porque el motivo central de
nuestro viaje también ha sido resuelto.

Todos se devanaban los sesos tratando de recordar cuál era ese nombre.

–Tenía cuatro letras –creyó recordar la mujer africana.

–Y la primera y la última letra eran consonantes –recordó la princesa


diaguita.

–Y las dos letras del medio eran vocales, lo recuerdo bien –agregó
Aldebarán–. Como si fuera una “a” y una “i”, o una “e” y una “o”.

–Si es correcto nuestro razonamiento –intervino la princesa– el nombre


del dios que creó a Organdí es “Gael”.

–¡Si! ¡Es Gael! –afirmaron todos al recordar la inscripción una vez que
la princesa la dijo.

–Entonces –dijo en nombre de las mujeres del mundo Aída–, ya


sabemos que Gael es un dios de paz, que era una de las cosas que
necesitábamos averiguar.

689
Todos se tomaron de las manos y, repitiendo lo que decía la princesa,
por primera vez oraron al dios de Organdí:

–Querido Gael:
Te agradecemos por habernos creado
Y por poner en nuestro corazón la semilla de la paz.
Te prometemos ayudar siempre
A todos aquellos a los que la guerra les haya causado algún daño.

Terminada la oración se fueron a dormir. Al otro día había que


madrugar para emprender viaje a palacio.

690
CAPÍTULO 55. EL DIOS DE ORGANDÍ
–A lavarse las manos –dijo en voz alta la mamá, que era la señal para
que su esposo y su hijo supieran que había que sentarse a comer.

–Ya voy, mamá –respondió el niño desde la computadora.

Con el padre sentado a la mesa, la mujer comenzó a servir la comida.

–Llamálo vos –le pidió al padre–, a ver si te hace más caso.

–Es que tengo un problema, papá. La computadora se puso loca.

–Las computadoras no se ponen locas, hijo. Vos habrás hecho algo


incorrecto y ahora no te responde.

–No, papá, en serio. Vení a ver.

El papá se miró con la mamá y les pareció que sería más rápido si iba a
ver lo que su hijo quería.

–¿Te acordás que estaba haciendo un juego con lo que me enseñaste de


programación? Y vos, mamá, también me ayudaste dándome ideas para
distintos personajes.

–¿Un juego para qué? –quiso saber el padre.

–Te conté, uno para curar a los heridos de los juegos de guerra.

El papá mucho no se acordaba, pero igual le preguntó:

–¿Y cuál es el problema?

691
–Desde hace unos días no le puedo modificar nada al juego; agregarle
sí, pero modificarle, no.

–Eso no puede ser hijo. ¿Dónde lo tenés guardado?

–Ese es el otro problema, papi: parece que está guardado en todos


lados, como si él solo se fuera distribuyendo por todos los servidores
del mundo. Es como si hubieran conquistado su propia libertad.

El padre pensó que debía revisar la seguridad de la computadora de su


hijo, quizás algún hacker estuviera haciendo de las suyas.

–Bueno, hijo. Revisar eso lleva tiempo. Mamá nos espera en la mesa.

–Y otra cosa más, papi. El otro día, cuando estaba jugando, me pareció
que uno de los personajes me espiaba desde ese rincón de abajo de la
pantalla.

–Yo te dije que ese chico pasaba mucho tiempo en la computadora –


estalló la madre al escucharlo decir eso.

–Hijo, después seguiremos esta conversación. Ahora apagá la compu y


vení a comer.

El niño obedeció. La ventana de la pantalla se puso otra vez negra.


Finalmente, Gael se sentó a la mesa.

Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

692
ÍNDICE
Parte I. El reino de Organdí...............................................................3
Capítulo 1. El país..........................................................................4
Capítulo 2. Las fiestas de Organdí..................................................8
Capítulo 3. Los hombres del mar..................................................12
Capítulo 4. La biblioteca...............................................................17
Capítulo 5. La invasión de los gusanos.........................................20
Capítulo 6. Negociación...............................................................26
Capítulo 7. El tratado de paz........................................................31
Capítulo 8. Resplandor en la montaña.........................................34
Capítulo 9. El tirapiedras..............................................................38
Capítulo 10. El arquero................................................................42
Capítulo 11. El sueño de la princesa............................................46
Capítulo 12. De regreso...............................................................51
Capítulo 13. La guardia del palacio..............................................55
Capítulo 14. El país de Warcraft...................................................60
Capítulo 15. Ulrico el Cocinero.....................................................66
Capítulo 16. Los orcos..................................................................71
Capítulo 17. Cruzando la cordillera..............................................76
Capítulo 18. La enfermera............................................................80
Capítulo 19. De vuelta en casa....................................................84
Capítulo 20. El encargo de los caballeros.....................................88
Capítulo 21. Azucena...................................................................93
Capítulo 22. Padre e hija..............................................................97
693
Capítulo 23. Grommash.............................................................102
Capítulo 24. Anadaida, la mensajera..........................................106
Capítulo 25. El mago Flogisto.....................................................112
Capítulo 26. El heredero al trono de los gusanos de seda..........115
Capítulo 27. Ulrico y su familia llegan al palacio........................121
Capítulo 28. El Bosque de los Gusanos......................................127
Capítulo 29. La catapulta memoriosa.........................................133
Capítulo 30. Visita......................................................................138
Capítulo 31. La mano verde.......................................................145
Capítulo 32. La piedra de la amistad..........................................149
Capítulo 33. Felipillo Gusanillo...................................................154
Capítulo 34. Buscando al mago..................................................157
Capítulo 35. Debajo del árbol.....................................................161
Capítulo 36. Despertando en el palacio......................................164
Capítulo 37. La espera...............................................................168
Capítulo 38. El reencuentro........................................................172
Capítulo 39. El dios Blizzard.......................................................176
Capítulo 40. Los viejos amigos...................................................182
Capítulo 41. El Bosque de los Cedros.........................................186
Capítulo 42. La Laguna del Cañaveral........................................190
Capítulo 43. Los arquitectos del reino........................................195
Capítulo 44. Terror en el Bosque de los Gusanos.......................199
Capítulo 45. Los copistas de Organdí.........................................204
Capítulo 46. El hospital..............................................................209
Parte II. El sueño de la princesa....................................................213

694
Capítulo 1. El conjuro.................................................................214
Capítulo 2. Se busca un mensajero............................................219
Capítulo 3. La reunión en el bosque...........................................225
Capítulo 4. Cambia, todo cambia...............................................228
Capítulo 5. El rey Gustav Tercero...............................................232
Capítulo 6. La carroza del rey....................................................235
Capítulo 7. Transformaciones.....................................................239
Capítulo 8. Preparando el viaje..................................................246
Capítulo 9. La mariposa golondrina............................................249
Capítulo 10. Marcelino...............................................................254
Capítulo 11. Las telas de colores................................................258
Capítulo 12. Volando sobre la cordillera.....................................263
Capítulo 13. Prueba de teñido....................................................269
Capítulo 14. Un mal sueño.........................................................273
Capítulo 15. Golondrinas en camino...........................................276
Capítulo 16. El color de la tela...................................................280
Capítulo 17. En la casa del mago humano.................................283
Capítulo 18. Entregando el mensaje..........................................286
Capítulo 19. El nido....................................................................289
Capítulo 20. Dialéctico...............................................................294
Capítulo 21. El barco..................................................................301
Capítulo 22. A bordo..................................................................308
Capítulo 23. El manto de invisibilidad........................................312
Capítulo 24. Las islas de Abadí Bahar........................................318
Capítulo 25. El puerto................................................................322

695
Capítulo 26. La capitán Marrapodi..............................................327
Capítulo 27. Nacimiento.............................................................332
Capítulo 28. Reverencias...........................................................338
Capítulo 29. La cena..................................................................343
Capítulo 30. Hacia el Colmillo del Elefante.................................346
Capítulo 31. La orquesta de Organdí..........................................350
Capítulo 32. El golfo de Öböls....................................................354
Capítulo 33. En vuelo.................................................................361
Capítulo 34. Los vigías en el árbol..............................................365
Capítulo 35. Transportando telas...............................................372
Capítulo 36. La última cena........................................................377
Capítulo 37. La playa de Organdí...............................................380
Capítulo 38. Invitación...............................................................385
Capítulo 39. La princesa y la capitán.........................................389
Capítulo 40. El desembarco de Carolina.....................................395
Capítulo 41. De nuevo frente al rey...........................................400
Capítulo 42. Los dos primos.......................................................404
Capítulo 43. Los dos magos.......................................................408
Capítulo 44. El conjuro de la paz................................................415
Parte III. Organdí lucha por su libertad..........................................421
Capítulo 1. El conjuro funciona...................................................422
Capítulo 2. El algodonal.............................................................428
Capítulo 3. Apariciones..............................................................434
Capítulo 4. Las mujeres del Mundo............................................441
Capítulo 5. Esperando a la princesa...........................................448

696
Capítulo 6. El salón del trono.....................................................452
Capítulo 7. La puerta misteriosa................................................461
Capítulo 8. La casa en la playa...................................................464
Capítulo 9. Los misterios de Organdí..........................................470
Capítulo 10. EL Bosque de los Navíos.........................................473
Capítulo 11. El consejo de sabios...............................................477
Capítulo 12. El plan de Carolina.................................................484
Capítulo 13. La expedición.........................................................488
Capítulo 14. La nave de Organdí................................................493
Capítulo 15. El capitán Erasmus.................................................498
Capítulo 16. El capitán del Azulgrana.........................................505
Capítulo 17. Preparativos...........................................................509
Capítulo 18. El caballo del mago................................................514
Capítulo 19. Rumbo al desierto de Pacarí...................................519
Capítulo 20. El desembarco.......................................................523
Capítulo 21. Los secretos de la puerta misteriosa......................528
Capítulo 22. Ábrete Sésamo.......................................................533
Capítulo 23. En las costas de Warcraft.......................................539
Capítulo 24. Explorando.............................................................542
Capítulo 25. Con el agua al cuello..............................................546
Capítulo 26. La planicie de los caminos de plata........................550
Capítulo 27. Estudiando el mapa................................................555
Capítulo 28. La energía de los túneles.......................................559
Capítulo 29. Los toboganes........................................................563
Capítulo 30. Las expedicionarias perdidas.................................571

697
Capítulo 31. Las ochenta y cinco cuerdas..................................579
Capítulo 32. La biblioteca giratoria............................................583
Capítulo 33. Los libros perdidos.................................................587
Capítulo 34. Las observadoras...................................................591
Capítulo 35. Veo veo..................................................................594
Capítulo 36. Los libros vivos.......................................................599
Capítulo 37. La ventana mágica.................................................603
Capítulo 38. Siguiendo una pista................................................607
Capítulo 39. El primer rescate....................................................612
Capítulo 40. El escape................................................................617
Capítulo 41. ¡Ahora!...................................................................621
Capítulo 42. Los indios pacaríes.................................................625
Capítulo 43. El cruce del desierto...............................................629
Capítulo 44. Un rescate frustrado..............................................633
Capítulo 45. Nuevo intento........................................................637
Capítulo 46. Persecución............................................................641
Capítulo 47. Il Gabbiano.............................................................647
Capítulo 48. De despedidas y extrañamientos...........................656
Capítulo 49. De regreso a casa..................................................660
Capítulo 50. El Princesa..............................................................665
Capítulo 51. Hacia el puerto.......................................................669
Capítulo 52. El reencuentro........................................................673
Capítulo 53. La llegada..............................................................681
Capítulo 54. Ya en casa..............................................................686
Capítulo 55. El dios de Organdí..................................................691

698

También podría gustarte