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“La princesa y el garbanzo”

Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa. Hasta aquí, nada raro. Los príncipes
siempre quieren casarse con princesas y viceversa.
En la mayoría de los casos lo consiguen.
Pero este príncipe sólo quería casarse con una verdadera princesa.
Eso nos lleva a pensar que ya en esa época había dificultades para encontrar princesas verdaderas.
De modo que la cosa se complica. También nos lleva a pensar que muchas de las princesas de los cuentos
que conocemos no eran verdaderas, sólo que nadie se tomó el trabajo de averiguarlo.
Entonces era común que muchas jovencitas se hicieran pasar por princesas sin serlo.
Figúrense. Si hoy es difícil distinguir un reloj bueno de uno trucho, si más de una vez uno compró
un perfume carísimo que resultó ser agua con colorante, o una pulsera que parecía de oro y era de lata, o
como mi tío Dalmiro que comió gato creyendo que era liebre, pueden imaginar lo difícil que era entonces
distinguir una princesa falsa de una auténtica. Había que andar con cuatro ojos.
Sigue el cuento.
Tanto insistió el príncipe con ese tema, tan empecinado estaba en conseguir por esposa a una
verdadera princesa, que su familia le aconsejó que diera una vuelta por el mundo para buscar una.
Entonces montó en su caballo y partió.
Fue un viaje duro, como eran los viajes en aquella época. Atravesó montañas escarpadas y bosques
sombríos llenos de peligros. Tuvo que defenderse de hechiceros malos y bandidos peores. Durmió en
cavernas heladas. Pasó hambre y lo corrieron los lobos.
Uno a uno visitó los países vecinos en busca de la princesa verdadera. Después visitó también los
más lejanos, los países que están donde la tierra se acaba. En algunos se presentó como príncipe. En otros
como simple palafrenero, para poder espiar de cerca a las princesas cuando tomaban clases de equitación.
Como ver, vio unas cuantas. Pero por una cosa u otra, todas le parecieron sospechosas. Mucho
adorno, mucha figura, pero en el fondo ninguna era garantía de sangre azul. Que le faltaba esto, que le
sobraba aquello.
El príncipe volvió a su país muy triste. Se derrumbó en el salón del trono y cayó en profundo
desconsuelo.
- ¿No estarás exagerando? - le preguntó su madre.
- No, no. Es que dudo, vos sabés que dudo siempre ¡Qué se yo!
Nunca estoy seguro. Algunas me parecieron más verdaderas que otras. A lo mejor eran, ¿pero y si no
eran? ¡Es imposible darse cuenta! Son todas tan ... ¿Cómo te puedo explicar?
- ¿Y la hija del rey Leovigildo?
- ¡Leovigildo no tiene hijas, mamá!
El palacio todo estaba impregnado de la pesadumbre del príncipe. En la familia ya lo veían soltero
por el resto de sus días. Una pena, porque no era feo muchacho. Y malo tampoco. Tenía sus cosas, como
todos ...
Para distraerlo, le compraron un loro verdadero. Lo quería al loro, pero no era lo mismo que una
esposa. Se puso cada vez más triste.
Una noche estalló una tempestad horrible. Truenos, relámpagos, viento huracanado. La lluvia había
hecho desbordar el foso del palacio y los alrededores eran un lodazal. Nadie se hubiera atrevido a asomar
las narices fuera, esa noche.
Sin embargo, llamaron a la puerta. Y el anciano rey fue a abrir. Aquí hay dos detalles llamativos:
En los cuentos comunes las puertas de los palacios siempre las abren los mayordomos. En éste no.
Fue el propio rey quien se ocupó de abrir la puerta. Esto sólo puede tener dos explicaciones: o acababan de
despedir al mayordomo, o era un rey de costumbres sencillas, democrático. Mucho más democrático que su
hijo, sin duda. Parece mentira que un rey capaz de abrir su propia puerta haya criado un hijo tan exigente a
la hora de elegir esposa.
El otro detalle es que el rey era anciano. ¿Por qué siendo un anciano tuvo que molestarse en ir a
abrir la puerta? ¿Por qué exponer a un anciano al frío en esa noche de tormenta? ¿Por qué no el príncipe,
que estaba ahí sin hacer nada? Es chocante.
Sigamos con el cuento.
En la puerta había una princesa. Podemos imaginar entonces este diálogo:
El rey: - Buenas noches. ¿Usted quién es?
Ella: - Soy una princesa.
¡Pero Dios! ¡Qué aspecto tenía! El agua le caía a chorros por e pelo y se escurría por el ruedo del
vestido, le entraba por la puntera de los zapatos y le salía por los talones. Estaba de barro hasta las orejas.
Daba lástima ¿quién iba a creer que era una princesa? Cualquiera la habría tomado por una campesina que
había perdido su único cerdo y salió a buscarlo bajo la tormenta.
El rey: - Pase, pase. Así que usted es una princesa ... ¿Y es verdadera?
Ella: - Sí.
El príncipe estaba, por los menos emocionado. La reina dejó el tejido y la miró de arriba a abajo sin
quitarse los anteojos. Pensó:
¡Eso lo averiguaremos pronto!, pero no dijo nada.
Como a nadie se le niega amparo bajo una tormenta semejante, la presunta princesa fue invitada a
pasar la noche en el palacio.
Sin que nadie la viera, la reina fue al dormitorio de huéspedes, quitó toda la ropa de la cama y puso
un garbanzo debajo del colchón. Después fue al desván, bajó a pulso veinte colchones más y los puso
también encima del garbanzo.
Sobre los veinte colchones puso veinte edredones gruesos rellenos con pluma de ganso.
(Evidentemente faltaba personal de servicio en el palacio).
Era allí donde tenía que dormir la princesa esa noche. Cómo logró trepar y acostarse en esa cama es
algo que el cuento no aclara.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, la reina le preguntó qué tal había dormido.
- ¡Mal, terriblemente mal! -se quejó la princesa-. Casi no he podido cerrar los ojos en toda la noche.
¡Sabe Dios lo que había en la cama! No digo pulgas ... He estado acostada sobre algo muy duro y tengo el
cuerpo lleno de moretones. ¡Es terrible!
Enseguida se puso a mostrar los moretones que tenía en el cuerpo, hasta que la reina le dijo que
basta, que eso no era necesario.
Pero gracias al garbanzo comprendieron que era una verdadera princesa.
Porque sólo una verdadera princesa tiene la piel tan delicada como para sentir un garbanzo a través
de veinte colchones y veinte edredones de plumas de ganso. Una persona común, ni se da cuenta.
Qué estaba haciendo la princesa bajo la tormenta y de dónde venía es algo que tampoco aclara el
cuento.
El príncipe, resplandeciente de alegría, dijo que la tomaba por esposa. ¡Al fin había encontrado una
princesa verdadera! Pero no se privó de hacerle un reproche a su madre:
- ¿Por qué no me explicaste antes la prueba del garbanzo? ¡Hubiera solucionado esto hace rato!
La boda se celebró con toda la pompa que exige un casamiento entre príncipes verdaderos. O sea,
gran pompa.
El garbanzo fue depositado en la sala de tesoros del palacio, dentro de una vitrina, sobre una
almohadilla de terciopelo azul. Unos dicen que todavía está allí. Otros, que alguien lo echó en el guiso. Si
es así, no debe culparse a la cocinera porque tampoco había cocinera.

HANS CHRISTIAN ANDERSEN (Versión comentada por EMA WOLF),


en A.A.V.V. (1997) Antología Literaria 7. Buenos Aires, Santillana.

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