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LA ROSA VERDE

Anónimo

Había una vez, un perro que era muy


rico. No le faltaba nada. Tenía una
gran cucha para dormir especialmente
diseñada por los mejores arquitectos
de la zona...

Siempre vestía con chalecos y corbatas, comía los mejores manjares, hasta tenía una heladera y
una cocina donde guardaba los mejores huesos traídos por sus dueños de Europa.

Era muy soberbio, y le molestaba que los niños se le acercaran a su cucha. Siempre caminaba
erguido por los alrededores con el hocico parado y sacando pecho, mirando de reojo a los demás
perros.

Enfrente vivía un perrito en una cucha muy humilde, y todas las mañanas, con su gran regadera de
plástico, regaba una rosa verde que crecía junto a su puerta.

Tanke, así se llamaba el perrito, era muy bueno con los niños y todos lo querían mucho en el barrio.
Era alegre, juguetón y siempre estaba contento.

Al perro millonario de enfrente, que se hacía llamar Mister Perro, no le gustaba que todos los niños
siempre estuvieran jugando con Tanke.

Mister Perro entonces decidió que quería una rosa igual a la de Tanke. Llamó a sus amigotes y les
ofreció mucho dinero a quien lograra traerle una rosa igual que la de Tanke.

Los amigotes de Mister Perro buscaron y buscaron durante varios días, pero nada encontraron.

Entonces Mister Perro mandó a fabricar una rosa verde de plástico muy linda, pero los niños seguían
sin acercarse a su cucha, y furioso Mister Perro terminó comiéndose su rosa de plástico.

Así fue que decidió ponerse un antifaz y por la noche, con una tijera cortó la rosa de Tanke y la
plantó cerca de su caseta.

Por la mañana, Tanke al no ver su rosa verde se puso triste, y se cruzó a preguntarle a Mister Perro
si había visto quien se llevó su rosa. Grande fue su sorpresa al ver que Mister Perro estaba regando
una rosa verde parecida a la de él.

Tanke volvió triste a su cucha. Pero a los pocos días la rosa se marchitó y otra rosa verde creció
junto a su cucha. Nuevamente los niños jugaban alrededor de la cucha de Tanke.

Mister Perro miraba y no comprendía que fue lo que había fallado. Se puso a llorar y al verlo, Tanke
se le acercó y le dijo:

— La rosa verde crecerá junto a tu cucha sólo si eres un perro bueno, juguetón y alegre.
— Ahora entiendo, —dijo Mister Perro—, de ahora en adelante seré un perro bueno. No me llamaré
más Mister Perro. Usaré mi verdadero nombre que es Moky. Y seré bueno, siempre bueno.

Y a los pocos días sé lo vio a Moky regando una hermosa rosa verde.

EL ENANO SALTARIN
Hermanos Grimm

Había una vez un molinero que


tenía dos grandes amores en su
vida: el trabajo y su hija. Era ésta
una hermosa doncella en la que
resplandecían todas las virtudes...

Quiso la suerte que pasara por allí el joven rey, que se interesó por su vida y su trabajo.

— ¿Dices que tienes una hija?


— Sí, Majestad, tengo una hija que, además de ser muy bella, es tan habilidosa que sería capaz de
hilar paja y convertirla en oro.
— Una doncella así me convendría. Si tu hija es tan hábil como dices, tráela mañana al palacio;
quiero convencerme si es verdad lo que dices.
— Señor, aunque pobre, soy honrado y leal.
— Pues así habrá de ser, porque en el caso de que tu hija no tenga tales habilidades ordenaré que
los ahorquen a ambos.

Al día siguiente por la mañana la joven fue conducida al palacio, donde la metieron en una alcoba
que tenía grandes montones de paja y en la que sólo había una rueca y una banqueta. Allí un criado
de palacio le dijo:

— Ponte a trabajar de inmediato, porque si para mañana no has convertido en oro toda esta paja, su
Majestad te mandará ahorcar. Y salió de la habitación dando un portazo.

Al quedarse sola la joven rompió a llorar desconsoladamente.

— ¡Ay, Dios mío, por qué habrá dicho mi padre que yo sería capaz de hilar la paja para convertirla en
oro, si eso es imposible!

La joven seguía llorando cuando sintió una musiquilla y, de pronto, apareció un enanito muy
sonriente que le dijo:

— ¡Buenos días, molinerita! ¿por qué lloras?


— ¡Ay, señor, el rey me manda que hile toda esta paja y la convierta en oro y no sé cómo empezar!
— ¿Qué estarías dispuesta a darme si yo hilo toda la paja y la convierto en oro?
— Yo no tengo ninguna joya que darte, pero ayúdame y haré cualquier cosa por ti.
— Bueno, bueno, prométeme que cuando te cases me entregarás el primer hijo que tengas.
— ¡Pero si yo no me pienso casar!
— Bueno, bueno, pero tú prométemelo.
— Está bien, pero luego no sufras por el desengaño.

El enanito se puso a trabajar con tal velocidad que en poco tiempo tuvo hilado hasta el último puñado
de paja.

Al día siguiente por la mañana, el rey quedó asombrado al ver aquel montón de oro y pensó que la
forma de asegurarse aquella riqueza era hacer que la molinera fuera su esposa.

— Estoy orgulloso de ti hasta tal punto que voy a casarme contigo.


— ¡Pero, señor, yo no...!
— ¡Nada, nada, —la interrumpió el rey—, mañana mismo nos uniremos en matrimonio!

Se casaron y fueron felices. Y al pasar un año la cigüeña les trajo un tierno infante.

Un día que la joven reina estaba a solas con su hijito se le apareció el enano y le dijo:

— Buenos días, Majestad, vengo para que cumplas vuestra promesa. ¿O acaso la has olvidado ya?
— ¡No, por favor, señor, pídeme lo que quieras, pero déjame a mi hijito!
— Está bien, voy a darte una oportunidad. Te doy tres días de plazo para que adivines cuál es mi
nombre.

La reina no durmió en toda la noche recordando cuantos nombres sabía. Al día siguiente, cuando
llegó el enanito, la reina le recitó todos los que recordaba; pero a cada uno de ellos el enano daba un
pequeño salto y riendo decía:

— ¡No, no, ése no es mi nombre, ja, ja, ja, ja! Y desaparecía muy contento al ver que no adivinaba su
nombre.

Al día siguiente otra vez la reina volvió a decirle todos los nombres que pudo recordar, pero el
enanito desapareció riendo al ver que la reina no conseguía acertar.

Viendo la reina el corto plazo que tenía para adivinar el nombre del enano, mandó a un servidor de la
Corte para que lo siguiera o indagara su paradero. El emisario llegó hasta lo alto de una montaña y,
escondido detrás de unas matas, vio cómo el enanito bailaba alrededor de una brillante hoguera,
mientras tocaba una dulzaina y al mismo tiempo cantaba:

— ¡Mañana tendré yo aquí un príncipe que me sirva, desde el punto hasta el confín, nadie sabrá que
me llamo el Enano Saltarín!

El servidor de la Corte, al oír esto, corrió enseguida a decírselo a la reina, que se puso muy contenta.
Y a otro día, cuando llegó el enanito, la reina empezó como de costumbre a decirle nombres:

— ¿No te llamarás Pedro? ¿No te llamarás Juan?

Y a cada fallo de la joven, el enano daba un pequeño salto y decía:

— ¡No, no, frío, frío!


— Entonces, entonces puede que te llames el Enano Saltarín.
— ¡Aaaaj! ¡Por fuerza te lo tiene que haber dicho el mismísimo Diablo!

Y salió por la ventana dejando tras de sí un gran rastro de humo. Y, afortunadamente, la reina no
volvió a verlo jamás y vivió muy feliz con su principito y con su esposo.

EL PAJARO DE FUEGO
Leyenda Americana
Lo mismo ocurría en un lugar llamado Chaco Paraguayo donde no se conocía el fuego y los indios
que allí vivían – desconociendo el brillo y el calor de la lumbre – comían su comida cruda.

Un día, un indio salió a cazar muy temprano, pero no logró cazar nada. A la hora de comer, sintió
tanta hambre que buscó algunos caracoles.

Y estaba comiendo caracoles crudos cuando, de pronto, vio un enorme pájaro que llevaba un caracol
en el pico. El pájaro voló hasta un árbol que estaba algo más alejado, dejó el caracol cerca del tronco
y salió volando a buscar más.

El indio vio todo esto. Observó también que cerca del árbol salía mucho humo porque al lado del
árbol había una hoguera.

"Es una nube que sale de la tierra", pensó el indio, porque nunca había visto el humo, ni siquiera
conocía la palabra humo.

Cuando el enorme pájaro se marchó a buscar caracoles, el indio se acercó al lugar de donde salía el
humo y allí vio muchos palos colocados unos sobre otros. Estaban rojos y daban calor.

Y sobre los palos vio los caracoles que el pájaro había puesto a cocinar.

Entonces se acercó y probó dos o tres de aquellos caracoles. Le parecieron tan ricos que se dijo:
"Nunca más comeré comida cruda. Ni yo, ni mi familia, ni mis amigos. Nadie volverá a comer comida
cruda".

Y después tomó unos cuantos palos encendidos y escapó corriendo. No paró hasta que llegó a la
aldea donde mostró el tesoro que había encontrado y todos se pusieron muy felices. Enseguida
todos fueron a buscar provisión de madera a la jungla, para mantener vivo semejante
descubrimiento, al que le dieron el nombre de "tathla" o fuego. Aquella noche pudieron cocinar su
carne y sus verduras por primera vez.

EL GRANJERO BONDADOSO

Un anciano rey tuvo que huir de su


país asolado por la guerra. Sin escolta
alguna, cansado y hambriento, llegó a
A pesar de su aspecto andrajoso y sucio, el granjero se lo concedió de la mejor gana. No contento
con ofrecer una opípara cena al caminante, le proporcionó un baño y ropa limpia, además de una
confortable habitación para pasar la noche.

Y sucedió que, en medio de la oscuridad, el granjero escuchó una plegaria musitada en la habitación
del desconocido y pudo distinguir sus palabras:

–Gracias, Señor, porque has dado a este pobre rey destronado el consuelo de hallar refugio. Te
ruego ampares a este caritativo granjero y haz que no sea perseguido por haberme ayudado.

El generoso granjero preparó un espléndido desayuno para su huésped y cuando éste se marchaba,
hasta le entregó una bolsa con monedas de oro para sus gastos.

Profundamente emocionado por tanta generosidad, el anciano monarca se prometió recompensar al


hombre si algún día recobraba el trono.

Algunos meses después estaba de nuevo en su palacio y entonces hizo llamar al caritativo labriego,
al que concedió un título de nobleza y colmó de honores. Además, fiando en la nobleza de sus
sentimientos, le consultó en todos los asuntos delicados del reino.

LA ZORRA SE PASA DE LISTA


Fábula de Esopo - Versión de José A. Pastor

Hacía un tiempo hermoso. La zorra y


el lobo disfrutaban de lo lindo. En la
granja de los Babiecas ya estaban
más que hartos...

Aquella pareja de ladronzuelos les había robado ya dos corderos y tres gallinas. Los granjeros
estaban desesperados. ¡No sabían qué hacer para cazarlos! Pero llegó el invierno y todo el ganado
que andaba suelto por el campo fue encerrado en la granja.

La zorra acababa de parir once cachorros, y se preguntó, aturdida:


–¿Qué voy a hacer ahora? ¡Ni un triste pollito encontraré por estos alrededores!
El lobo, que había ido a felicitarla, le dijo:
–Mira, si te interesa, yo me quedaré con una de las zorritas hasta que la haya educado bien.
Y así fue como se llevó la que más despierta le pareció.
–Ánimo, ahijada –le dijo en cuanto estuvieron en la madriguera– mañana saldremos tempranito y
empezaré por enseñarte lo que hay que hacer para llenar la barriga. ¡Ahora, a dormir se ha dicho!
Al día siguiente, al rayar el alba, el lobo la llamó:
–¡Eh, dormilona, hay que levantarse rápido y avivarse, que tenemos mucho trabajo por delante!

Caminaron un buen trecho y al llegar a lo alto del cerro vieron, allá abajo, una gran casa y un
abrevadero junto a los cultivos.
–Padrino –preguntó–, ¿qué es esto?
–Ay, ahijada, aquello es la granja de los Babiecas, y tienen un montón de ganado: gallinas, conejos,
cerdos, ovejas... Dentro de un rato saldrán a tomar agua. Escucha bien, atiende y haz, paso a paso,
lo que yo te diga. ¿Ves aquel matorral? Siendo tan pequeña, podrás esconderte allí. No hagas el
menor ruido ni te muevas. Si te oyen, nos perseguirán y no habrá banquete. Observarás
cuidadosamente, y cuando veas qué animales salen a beber, me lo vas diciendo, bajito. Después,
mirarás todo lo que yo haga.

La zorra se escondió y al cabo de un rato el lobo le avisó:


–Ya oigo ruido. ¿Qué animales salen ahora?
–¡Salen ovejas!
–No nos convienen. Mucha lana y poca carne.
–¡Salen cabras!
–No nos convienen. Mucho hueso y poca carne.
–¡Salen vacas!
–No nos convienen. Muchos cuernos y más peso.
–¡Salen yeguas y potrillos!
–Esto sí nos vendrá bien. Ahora tendrás que abrir los ojos y aprender lo que hay que hacer.

El lobo, despacio y agachándose, se acercó al abevadero. La raposilla no perdía detalle. Pronto, un


potrillo gordo y lustroso se acercó al abrevadero. El lobo, decidido, con las patas remueve el agua
violentamente y levanta una oleada de salpicaduras.

El potrillo, al sentir el chapoteo, cierra los ojos y el lobo, rápido, se le echa al cuello. Con el peso, el
potrillo bajó la cabeza y el lobo, ¡zas!, lo mató de un mordisco. Nadie se dio cuenta de nada y el lobo
hizo una señal a la zorrita para que saliese y lo ayudase. Entre los dos cargaron con el pobre potrillo
y a la madriguera se ha dicho.
–¿Miraste bien, ahijada? ¡Así hay que trabajar si de hartarse se trata!

Y rápidamente los dos, mordisco va, mordisco viene, comieron cuanto quisieron y aún les sobró
carne para varios días. Con la barriga llena, se fueron a dormir.

Mientras tanto, en la granja de los Babiecas se lamentaban porque habían notado la falta del potrillo,
y decidieron vigilar con mil ojos, noche y día.

Al día siguiente, mientras el dormilón del lobo roncaba todavía, la pequeña zorra salió camino de su
casa.
–¡Mamá, mamá! –gritó al llegar–, ya no es preciso que me quede más tiempo con el padrino. Ya he
aprendido cuanto hay que saber. ¡Llama a mis hermanitas, lávales la cara y péinalas que vamos a ir
de caza!

La raposilla, decidida, se llevó toda la manada hacia la granja de los Babiecas y allí les explicó todo
lo que tenían que hacer. Salió la yeguada y un potrillo se acercó al abrevadero.

La zorrita, que ya estaba dentro, dio un salto y se le colgó del cuello. Pero como no pesaba tanto
como el lobo, el potrillo ni siquiera movió la cabeza. Asustado, relinchó y coceó con fuerza. El resto
de los animales, al oír el alboroto, entre relinchos y chillidos, huyeron al galope.

La gente de la granja, pastores y labriegos, salieron disparados con horquillas, hoces, palos y
escopetas. Y persiguieron a las zorras, hijas y madre, hasta que no dejaron una ni para muestra.

Desde aquel día, la granja cambió de nombre: Ahora se llama granja Ojoavizor. ¿Sabes por qué?
ACTIVIDAD
Afina un poquito la memoria y procura recordar:
1. ¿Cuáles son los animales que tienen en la granja de los Babiecas?
2. ¿Por qué el lobo no quiere cazar ovejas?
3. ¿Por qué no quiere cazar cabras?
4. ¿Por qué no quiere cazar vacas?
5. ¿Por qué quiere cazar un potrillo?
6. ¿Por qué al lobo le sale bien la caza del potrillo y a la zorrita no?
7. ¿Por qué le ponen el nombre de Ojoavizor a la granja de los Babiecas?

EL NABO GIGANTE
Cuento popular de la antigua Rusia

Paseaba el anciano señor


Dimitroff por su huerta, mirando
las flores y hortalizas que allí
crecían, cuando vio el nabo...

- ¡Rápido, ven aquí! - llamó a su mujer -. Lo planté ayer y mira, casi se le ve crecer.

- No me gusta - susurró ella. Esto no es normal... me parece muy extraño.

El señor Dimitroff acarició el nabo y dijo:

- Ya no crezcas más por hoy... Mañana vendré a verte.

A la mañana siguiente, muy temprano, se despertaron y vieron cómo la luz del sol ondulaba a través
de la ventana del dormitorio. Tenía un hermoso color verde pálido. El señor Dimitroff se dirigió
descalzo a la ventana.
- ¡Dios mío! - dijo. ¡Santo cielo!

Su mujer fue a ver lo que estaba mirando. Iba de puntillas, pues el suelo estaba muy frío.

- ¡Es el nabo! - gritó. Ya sabía yo que algo iba mal apenas lo vi.

Bajaron al huerto a echarle una ojeada. El nabo era enorme. Se cayeron de espaldas al intentar ver
la parte alta y allí se quedaron sentados, mirándolo fijamente.

- ¿Qué vamos a hacer? - dijo gimiendo la señora Dimitroff.

- ¡Comerlo! - dijo su marido. Y fue a buscar una escalera y una sierra para cortarlo.

Y subió y subió, mientras su mujer le sujetaba la escalera. Una vez arriba, empezó a trabajar
serrando los tallos de las hojas. Éstas, al caer, cubrieron por completo a la señora Dimitroff, lo cual
no le agradó en absoluto.

Después de que el señor Dimitroff la hubo rescatado, se llevaron todas las hojas arrastrándolas. Ató
entonces un extremo de una soga a los tallos de las hojas que quedaban en el nabo, y rodeó con el
otro su cintura.

- Ahora, querida - dijo - tú empuja el nabo por aquel lado y yo tiro de él desde éste..., pronto lo
podremos sacar.

Pero el nabo no se movía.

- Será mejor que tiremos los dos - dijo su mujer.

Así fue que tiraron y tiraron, pero tampoco esta vez se movió el nabo.

Unos niños que volvían a casa al acabar la clase en el colegio se pararon a mirar.

- ¡Eh, Juanito! - dijo el señor Dimitroff. Ven y ayúdanos a sacar este nabo.

- ¡Claro! - dijo Juanito, y agarrándose de la cintura de la mujer todos tiraron. Pero el nabo seguía sin
moverse.

Juanito llamó entonces a Aanita, su hermana, que también les ayudó.


- ¡Tiren... tiren con fuerza! - gritó el señor Dimitroff. ¡Vamos! ¡Otra vez!

Todos hundieron los tacos en el suelo y sus caras enrojecieron, pero por más que lo intentaron, nada
movía el nabo.

- Llame a la perra - dijo Juanito.

El señor Dimitroff silbó a Lucía, la perra, que también les ayudó a tirar, pero el nabo tampoco se
movió. Llegó entonces Mimís, el gato, que se agarró al rabo de la perra.

- Esta vez lo conseguiremos - gritó el anciano. Preparados, listos... ¡tiren ya! ¡tiren con todas sus
fuerzas! Pero ni aun así se movió el nabo.

De repente, un ratoncito atravesó el huerto a toda velocidad. Mimís lo agarró rápidamente de la cola
con su zarpa.

- Eh tú. Estás viviendo aquí y no trabajas - dijo el gato - así que métete ahora mismo debajo de ese
nabo y róelo si no quieres que te roa yo a ti... Luego vuelve y ayúdanos a tirar.

El ratoncito cumplió la orden y después enroscó su rabo a la cola del gato y comenzó a tirar.

- ¡A la una, a las dos...! - gritaron al unísono y tiraron todos parejo.

Finalmente el nabo salió disparado del suelo, al tiempo que caían sobre ellos tierra y piedras como
una granizada. Cayeron unos encima de los otros y el ratoncito desenroscó su rabo de la cola del
gato y salió disparando. No quería ser aplastado ni mordido por Mimís.

Fue entonces que para festejar, el señor Dimitroff invitó a todos a cenar.

- ¡Traigan a sus amigos! - gritó. ¡Traigan a todo el mundo! ¡Ya verán cómo les gusta el potaje de
nabo que hace mi mujer!

Fantástica fiesta. Fue todo el mundo y todos comieron hasta hartarse. Cuando se habían ido, Lucía y
Mimís se echaron una siestecita en la alfombra, el ratoncito se hizo un ovillo en su agujero y el señor
Dimitroff y su mujer se sentaron contemplando el fuego.

- Fue una maravillosa fiesta - dijo el anciano.

- En verdad, muy buena - asintió su mujer. Seguro que no hay nadie que haya cultivado un nabo tan
grande - dijo. En mi vida había visto uno así, y aún sobró mucho nabo.
- ¡Pero no quiero volver a ver otro nabo en mi vida! - exclamó la anciana. ¡No sabes lo harta que
estoy de nabos!

Silencio... Hasta el reloj había detenido su tic tac. Lentamente, el anciano se volvió hacia ella.

- ¿Qué hay de malo en ver nabos? Son muy hermosos... Yo, lo que no quiero es volverme a comer
otro en mi vida ¡ja ja ja!

Y el señor y la señora Dimitroff se arrellanaron en sus sillas y rieron hasta saltárseles las lágrimas.

Los animales sonrieron, el reloj volvió a sonar con su alegre tic tac y el fuego chisporroteó una vez
más en el hogar.
UNA AUTENTICA PRINCESA
Hans Christian Andersen

Había una vez un príncipe que


quería casarse con una
princesa, pero con una auténtica
princesa de sangre real.

El príncipe recorrió el mundo buscando una pero no lo consiguió, porque a pesar de que había
muchas princesas casaderas, no halló a ninguna que le pareciera auténtica. Desolado, regresó a
su reino.

Una noche de tormenta el príncipe y su familia oyeron de pronto que alguien llamaba.

–¡Toc, toc, toc!

Temerosos ante el extraño que podía estar a la intemperie en una noche de tanta lluvia, abrieron la
puerta del castillo. Frente a ellos, vieron una muchacha muerta de frío y empapada de la cabeza a
los pies.

–Soy una princesa – contestó con voz dulce y quejumbrosa. Me he perdido en la oscuridad y no
tengo a donde ir esta noche.
La joven que decía ser princesa fue bien recibida en palacio donde le proporcionaron ropas secas
y una suculenta cena.

Pero la reina no se fiaba de que fuera una auténtica princesa y se dijo:

– Sólo hay una forma de averiguarlo. Colocaré un guisante debajo del colchón de la cama donde
va a dormir esta noche. Si no se da cuenta, es que no es una sensible y delicada princesa de
verdad.

A la mañana siguiente, la familia real preguntó a la joven:

– ¿Qué tal has dormido?

– Pues para serles sincera, he dormido muy mal – contestó – Algo terriblemente duro y molesto no
me dejó dormir y he amanecido con el cuerpo dolorido.

Alborozada, la reina exclamó:

– ¡Ciertamente, eres una princesa auténtica!… Sólo una princesa de verdad podría tener la
delicadeza suficiente como para sentir un minúsculo guisante debajo del colchón.

Y así fue cómo el príncipe encontró una maravillosa princesa con la que casarse y ser feliz.
LA BELLA Y LA BESTIA
Jeanne–Marie Leprince de Beaumont

Érase una vez un mercader que, antes de


partir para un largo viaje de negocios,
llamó a sus tres hijas para preguntarles
qué querían que les trajera a cada una
como regalo

La primera pidió un vestido de brocado, la segunda un collar de perlas y la tercera, que se llamaba
Bella y era la más gentil, le dijo a su padre: “Me bastará una rosa cortada con tus manos”. El
mercader partió y, una vez ultimados sus asuntos, se dispuso a volver cuando una tormenta le pilló
desprevenido.

El viento soplaba gélido y su caballo avanzaba fatigosamente. Muerto de cansancio y de frío, el


mercader de improviso vio brillar una luz en medio del bosque. A medida que se acercaba a ella, se
dio cuenta de que estaba llegando a un castillo iluminado. “Confío en que puedan ofrecerme
hospitalidad”, dijo para sí, esperanzado. Pero al llegar junto a la entrada, se dio cuenta de que la
puerta estaba entreabierta y, por más que llamó, nadie acudió a recibirlo. Entró decidido y siguió
llamando. En el salón principal había una mesa iluminada con dos candelabros y llena de ricos
manjares dispuestos para la cena. El mercader, tras meditarlo durante un rato, decidió sentarse a la
mesa; con el hambre que tenía consumió en breve tiempo una suculenta cena. Después, todavía
intrigado, subió al piso superior. A uno y otro lado de un pasillo larguísimo, asomaban salones y
habitaciones maravillosos. En la primera de estas habitaciones chisporroteaba alegremente una
lumbre y había una cama mullida que invitaba al descanso.

Era tarde y el mercader se dejó tentar; se echó sobre la cama y quedó dormido profundamente. Al
despertar por la mañana, una mano desconocida había depositado a su lado una bandeja de plata
con una cafetera humeante y fruta. El mercader desayunó y, después de asearse un poco, bajó para
darle las gracias a quien generosamente lo había hospedado. Pero al igual que la noche anterior, no
encontró a nadie y, agitando la cabeza ante tan extraña situación, se dirigió al jardín en busca de su
caballo que había dejado atado a un árbol, cuando un hermoso rosal atrajo su atención.

Se acordó entonces de la promesa hecha a Bella, e inclinándose cortó una rosa. Inesperadamente,
de entre la espesura del rosal, apareció una bestia horrenda que iba vestida con un bellísimo
atuendo; con voz profunda y terrible lo amenazó:

–¡Desagradecido! Te he dado hospitalidad, has comido en mi mesa y dormido en mi cama y, en señal


de agradecimiento, ¿vas y robas mis rosas preferidas? ¡Te mataré por tu falta de consideración!

El mercader, aterrorizado, se arrodilló temblando ante la fiera:

–¡Perdóname! ¡Perdóname la vida! Haré lo que me pidas! ¡La rosa era para mi hija Bella, a la que
prometí llevársela de mi viaje!

La bestia retiró su garra del desventurado.

–Te dejaré marchar con la condición de que me traigas a tu hija.

El mercader, asustado, prometió obedecerle y cumplir su orden. Cuando el mercader llegó a su casa
llorando, fue recibido por sus tres hijas, pero después de haberles contado su terrorífica aventura,
Bella lo tranquilizó diciendo:

–¡Padre mío, haré cualquier cosa por ti. No debes preocuparte, podrás mantener tu promesa y salvar
así la vida! ¡Acompáñame hasta el castillo y me quedaré en tu lugar!

El padre abrazó a su hija:

–Nunca he dudado de tu amor por mí. De momento te doy las gracias por haberme salvado la vida.
Esperemos que después…

De esta manera, Bella llegó al castillo y la Bestia la acogió de forma inesperada: fue extrañamente
gentil con ella. Bella, que al principio había sentido miedo y horror al ver a la Bestia, poco a poco se
dio cuenta de que, a medida que el tiempo transcurría, sentía menos repulsión. Le fue asignada la
habitación más bonita del castillo y la muchacha pasaba horas y horas bordando cerca del fuego. La
Bestia, sentada cerca de ella, la miraba en silencio durante largas veladas y, al cabo de cierto tiempo
empezó a decirles palabras amables, hasta que Bella se apercibió sorprendida de que cada vez le
gustaba más su conversación. Los días pasaban y sus confidencias iban en aumento, hasta que un
día la Bestia osó pedirle a Bella que fuera su esposa. Bella, de momento sorprendida, no supo qué
responder. Pero no deseó ofender a quien había sido tan gentil y, sobre todo, no podía olvidar que
fue ella precisamente quien salvó con su sacrificio la vida de su padre.

–¡No puedo aceptar! –empezó a decirle la muchacha con voz temblorosa–, si tanto lo deseas…

–Entiendo, entiendo. No te guardaré rencor por tu negativa.

La vida siguió como de costumbre y este incidente no tuvo mayores consecuencias. Hasta que un
día la Bestia le regaló a Bella un bonito espejo de mágico poder.

Mirándolo, Bella podía ver a lo lejos a sus seres más queridos. Al regalárselo, el monstruo le dijo:

–De esta manera tu soledad no será tan penosa.

Bella se pasaba horas mirando a sus familiares. Al cabo de un tiempo se sintió inquieta, y un día la
Bestia la encontró derramando lágrimas cerca de su espejo mágico.

–¿Qué sucede? –quiso saber el monstruo.

–¡Mi padre está muy enfermo, quizá muriéndose! ¡Oh! Desearía tanto poderlo ver por última vez!

–¡Imposible! ¡Nunca dejarás este castillo! –gritó fuera de sí la Bestia, y se fue.

Al poco rato volvió y con voz grave le dijo a Bella:

–Si me prometes que a los siete días estarás de vuelta, te dejaré marchar para que puedas ver a tu
padre.

–¡Qué bueno eres conmigo! Has devuelto la felicidad a una hija devota –le agradeció Bella, feliz.

El padre, que estaba enfermo más que nada por el desasosiego de tener a su hija prisionera de la
Bestia en su lugar, cuando la pudo abrazar, de golpe se sintió mejor, y poco a poco se fue
recuperando. Los días transcurrían deprisa y el padre finalmente se levantó de la cama curado.

Bella era feliz y se olvidó por completo de que los siete días habían pasado desde su promesa. Una
noche se despertó sobresaltada por un sueño terrible. Había visto a la Bestia muriéndose, respirando
con estertores en su agonía, y llamándola:

–¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!

Fuese por mantener la promesa que había hecho, fuese por un extraño e inexplicable afecto que
sentía por el monstruo, el caso es que decidió marchar inmediatamente.

–¡Corre, corre caballito! –decía mientras fustigaba al corcel por miedo de no llegar a tiempo.

Al llegar al castillo subió la escalera y llamó. Nadie respondió; todas las habitaciones estaban vacías.
Bajó al jardín con el corazón encogido por un extraño presentimiento. La Bestia estaba allí, reclinada
en un árbol, con los ojos cerrados, como muerta. Bella se abalanzó sobre el monstruo abrazándolo:
–¡No te mueras! ¡No te mueras! ¡Me casaré contigo!

Tras esas palabras, aconteció un prodigio: el horrible hocico de la Bestia se convirtió en la figura de
un hermoso joven.

–¡Cuánto he esperado este momento! Una bruja maléfica me transformó en un monstruo y sólo el
amor de una joven que aceptara casarse conmigo, tal cual era, podía devolverme mi apariencia
normal.

Se celebró la boda y el joven príncipe quiso que, para conmemorar aquel día, se cultivasen en su
honor sólo rosas en el jardín. He aquí por qué todavía hoy aquel castillo se llama “El Castillo de la
Rosa”..
PETER PAN
James Matthew Barrie (versión en español de Adolfo Perez Agusti)

Wendy, Michael y John eran


tres hermanos que vivían en
las afueras de Londres.

Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches
les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter. Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una
lucecita moverse por la habitación. Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el
mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde
vivían los Niños Perdidos...
– Campanilla los ayudará. Basta con que les eche un poco de polvo mágico para que podáis volar.
Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló:
– Es el barco del Capitán Garfio. Tengan mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró
la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic–tac!
Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que,
adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se
acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había
penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.
Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también claro está, de sus hermanitos y del
propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían
tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron
prisioneros a Wendy, a Michael y a John.
Para que Peter no pudiera rescatarlos, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con
la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio
aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un
poderosísimo veneno.
Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que
había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas
del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía
salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como,
gracias a los niños, Campanilla se salvó.
Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser
lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando
de repente, oyeron una voz:
– ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!
Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos
una muerte segura. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic–tac muy conocido por Garfio hizo que
éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y
cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajan por el mar, puedan ver al Capitán Garfio
nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo.
El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un
saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.
Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él
en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños extrañaban a sus padres y deseaban volver, así que
Peter les llevó de nuevo a su casa.
– ¡Quédate con nosotros! –pidieron los niños.
– ¡Regresen conmigo a mi país! –les rogó Peter Pan–. No se hagan mayores nunca. Aunque
crezcan, no pierdan nunca su fantasía ni su imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos.
– ¡Prometido! –gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.

EL GATO CON BOTAS


Charles Perrault

Un molinero dejó, como única herencia a


sus tres hijos, su molino, su burro y su
gato. El reparto fue bien simple: no se
necesitó llamar ni al abogado ni al
notario. Habrían consumido todo el
pobre patrimonio.

El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le tocó sólo el gato. Este se
lamentaba de su mísera herencia:

–Mis hermanos –decía– podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo,
después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y
pausado:

–No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para
andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.

Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras
de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para
hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.

Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó
los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos
conejos. Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto,
aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su
hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio
satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo
encerró y lo mató sin misericordia.

Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos
de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo:

–He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el nombre que
inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte.

–Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.

En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos
perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al Rey, tal como había
hecho con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le
diesen de beber.

El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey productos de caza
de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa
princesa del mundo, y le dijo a su amo:

–Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el
sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.

El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se
estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:

–¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando!

Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le
había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de
Carabás. En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al
Rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a
haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una
enorme piedra.

El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más
bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás. El Rey le hizo mil atenciones, y como el
hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija
del Rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres
miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada.
El Rey quiso que subiera a su carroza y
lo acompañara en el paseo. El gato,
encantado al ver que su proyecto
empezaba a resultar, se adelantó, y
habiendo encontrado a unos campesinos
que segaban un prado, les dijo:

–Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del Marqués de Carabás,
os haré picadillo como carne de budín.

Por cierto que el Rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando.

–Es del señor Marqués de Carabás –dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los
había asustado.

–Tenéis aquí una hermosa heredad –dijo el Rey al Marqués de Carabás.

–Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año.

El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo:

–Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al Marqués
de Carabás, os haré picadillo como carne de budín.

El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía.

–Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey nuevamente se alegró
con el Marqués.

El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el Rey
estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués de Carabás.

El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que
jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este
castillo.

El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era este ogro y de lo que sabía hacer,
pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de
hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó
a descansar.

–Me han asegurado –dijo el gato– que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal;
que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante.

–Es cierto –respondió el ogro con brusquedad– y para demostrarlo veréis cómo me convierto en
león.
El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas,
no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas.

Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó
que había tenido mucho miedo.

–Además me han asegurado –dijo el gato– pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder
de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en
una rata; os confieso que eso me parece imposible.

–¿Imposible? –repuso el ogro– ya veréis–; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso
a correr por el piso.

Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió.

Entretanto, el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido
del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al Rey:

–Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor Marqués de Carabás.

–¡Cómo, señor Marqués –exclamó el rey– este castillo también os pertenece! Nada hay más bello
que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.

El Marqués ofreció la mano a la joven Princesa y, siguiendo al Rey que iba primero, entraron a una
gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus
amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que
el Rey estaba allí.

El Rey, encantado con las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás, al igual que su hija,
que ya estaba loca de amor viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido
cinco o seis copas:

–Sólo dependerá de vos, señor Marqués, que seáis mi yerno.

El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el Rey; y ese mismo día se
casó con la Princesa. El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para
divertirse. Nunca se separó de su amo, y algunas veces le decía con tono grato:

–Ya véis como el ingenio y la industria valen más que todas las herencias.

Aquel gato era un gran filósofo.


LA SILLA MAGICA
Cuento Popular Anónimo

Hace muchos años, en un país


lejano, había un rey muy poderoso
llamado Leopoldo.
Si bien Leopoldo era un muy buen rey que se ocupaba felizmente de sus tareas, tenía una gran tristeza
en su corazón. Augusto, su único hijo y futuro heredero de la corona, no podía caminar y jamás podría
hacerlo.
Como papá era difícil convivir con este impedimento que la vida le había dado a su hijo, como rey, era
más difícil aún pensar en cómo podría sucederlo en el trono en un futuro.
A pesar de ello, el príncipe era un niño feliz. Sabía que no podía correr por los extensos jardines del
palacio, tampoco saltar o bailar en las grandes fiestas que daban sus padres, pero aún así siempre
estaba contento.
En su imaginación de niño para él todo era posible. Sabía que dependía de su silla de ruedas, pero no
lo vivía como una limitación. Sentía que ése era su trono, el que le había entregado la vida y que desde
allí todo podía pasar.
Como no tenía hermanos, Augusto jugaba con los hijos de los criados. Cuando su padre lo veía, por un
lado se alegraba y por el otro se lamentaba diciendo:
– Pensar que estos niños cuyos padres son tan humildes, pueden hacerlo todo. En cambio yo por más
rey que sea, no puedo hacer que mi hijo camine.

Leopoldo había hecho lo imposible para que su hijo pudiese caminar. Había consultado a los mejores doctores de
todos los reinos, pero la respuesta siempre había sido la misma. Su hijo nunca caminaría.
El principito lo sabía y había aceptado esa imposibilidad de la mejor manera posible. Estudiaba, cantaba, jugaba y
sobre todo, sonreía. Sabía que en un futuro tendría que suceder a su padre en el trono. Sabía también que
Leopoldo era un rey muy valiente quien, además de ocuparse de los asuntos del palacio, participaba activamente
en los frentes de batalla, cosa que para él sería imposible.
Sin embargo, Augusto más que sufrir su imposibilidad, disfrutaba inmensamente de una imaginación con la cual sí
podía moverse, viajar, elevarse y cuánta cosa se propusiera. No había límites para imaginar. Aunque estuviese
sentado en su silla, viajaba a dónde quisiera, conocía países que ni siquiera existían, gente a la que jamás le habían
presentado.
El decía que su silla era mágica, pues gracias a la necesidad de estar siempre sentado en ella, había desarrollado
una imaginación prodigiosa.
Pasaron unos años y el príncipe se convirtió en un joven muy sabio, que no había perdido la sonrisa que lo
caracterizaba y que seguía sintiendo que su silla era mágica.
Cierto día, su padre cayó de un caballo y se fracturó las dos piernas. Si bien su estado no era grave, quedó
postrado en cama por mucho tiempo. Desde su lecho, atendía los asuntos del palacio, pero su mayor preocupación
era no poder acompañar a su gente en caso de librarse una batalla con algún reino vecino. Leopoldo creía que las
guerras solucionaban problemas, en cambio su hijo creía que sólo estando en paz con los demás se encuentran las
verdaderas soluciones.
Los problemas no tardaron en llegar. El Rey Dionisio II declaró la guerra al reino de Leopoldo y a él se sumaron
otros muchos reyes que no estaban de acuerdo con la forma en que el padre de Augusto hacía las cosas.
Desesperado, el rey no sabía qué hacer. Podía dar órdenes desde su cama, pero no así luchar junto a su gente,
como un verdadero rey, según sus palabras.
El príncipe, sabiendo la angustia de su padre, le pidió que lo dejara actuar. Quería intervenir en el conflicto y
solucionarlo. Sabía que podía hacerlo.
Leopoldo no quería hacer sentir mal a su hijo, pero él pensaba que en una silla de ruedas, poco era lo que podía
llegar a hacer. Sin embargo, para no desalentar al joven y sobre todo, para no borrar la sonrisa siempre presente en
la cara de su hijo, lo dejó hacer. No estaba tranquilo es verdad, ya dijimos que el rey creía en el poder de las
batallas armadas y ésta debería ser librada de un modo muy distinto. Suponía que perderían, que su hijo no podría
hacer demasiado, pero el amor de padre pudo más y encomendó a su hijo para que nada malo le ocurriera.

Augusto se dispuso a hacer frente


al desafío que se había impuesto.

Como primera medida se le ocurrió mandar llamar al palacio a todos los reyes en conflicto para
conversar acerca de los problemas que tenían y así poder llegar a una solución. Ninguno de ellos quiso
asistir. También los otros reyes creían que era mejor pelear que dialogar.
El joven príncipe no se dio por vencido y decidió ir él mismo reino por reino, a conversar con cada uno
de los reyes. No sería tarea fácil desplazarse de un lado al otro, pero –como él decía– con su silla
mágica, todo se podía.
Con varios súbditos que lo acompañaban comenzó su viaje. El primer rey en recibirlo, no de muy buen
talante por cierto, fue el Rey Gervasio. El palacio de este rey no tenía rampas, por lo que era imposible
acceder al mismo con la silla de ruedas. A Augusto poco le importó. Se hizo alzar a upa por sus
ayudantes y cuando estuvo dentro del palacio pidió su silla.
Gervasio quedó desconcertado pues vio un verdadero interés en el muchacho en conversar y llegar a
un acuerdo. Lo hizo pasar y luego de una larga charla, los reinos hicieron las paces.
El segundo rey visitado fue Clemente, un hombre de muy mal carácter y poca paciencia. Cuando vio al
príncipe se sorprendió al ver que no podía caminar, pero lo que más le llamó la atención fue su amplia
sonrisa.
– Alguien que sonríe así merece ser recibido por mí. Comentó Clemente.
También en este caso ambas partes llegaron a un acuerdo, creo que más por la sonrisa de Augusto
que por sus palabras. No eran épocas en las que las sonrisas abundaran y eran realmente muy
bienvenidas.
El príncipe visitó varios reinos más, todos con éxito.
La última visita que Augusto debía hacer era al rey Dionisio II, quien había declarado la guerra. No era
fácil llegar hasta allí, pero tanto había viajado el príncipe en su imaginación que no le fue dificultoso
encontrarlo.
Dionisio no podía creer que alguien lo visitara. Acostumbrado a ser temido, no sólo por su gente, sino
por los reinos vecinos, era un hombre muy solitario. Menos aún pensó en encontrarse con un joven
que le sonreía y que venía a conversar con él, sin espadas, ni capas, sólo acompañado de su gente y
por supuesto de su silla.
Lo primero que hizo Dionisio fue preguntar al joven cómo había llegado hasta allí. Augusto empezó a
describirle todos los paisajes que había atravesado y todos los que había imaginado también.
Comenzaron a viajar juntos con la imaginación y descubrieron que allí donde el corazón nos lleva
nunca hay lugar para la guerra. Por primera vez este rey malhumorado tenía frente a si a alguien que
no sólo no le temía, sino que le sonreía y dialogaba con él amigablemente.
Conversaron largas horas, ya no del conflicto que había desencadenado todo, sino de viajes
imaginarios y paisajes verdaderos e inventados también.
Todo se había resuelto. Ya no habría guerra, sólo armonía entre los reinos.
El príncipe volvió a su palacio con la sonrisa más grande aún que cuando se había ido. No podía parar
de hablar y contarle a su padre todo lo ocurrido. Leopoldo lo escuchaba orgulloso y un poco
avergonzado también por no haberlo creído capaz de resolver el problema.
– ¡Ay hijo mío, si tan sólo pudieses caminar, si no te vieses obligado a estar en esa silla, cuántas más
cosas podrías hacer! Se lamentó Leopoldo.
– No sé padre, no sé. Contestó el príncipe. El estar sentado aquí todo el tiempo me hizo pensar mucho
y sobre todo imaginar mucho. ¿Quién dice que pudiendo caminar hubiera hecho más? ¿Porque
hubiera podido luchar como lo haces tú? No, padre, no es mi forma. Aunque mis piernas me
sostuvieran, no las usaría para la lucha. La gente se entiende hablando con el corazón, los reyes
también y para ello no hace falta caminar.

Leopoldo quedó maravillado ante la respuesta de su hijo. Supo que ya era el momento de dejarle su
corona.
Para el traspaso del mando Leopoldo pensó en acondicionar su trono para que su hijo pudiese estar
cómodamente sentado allí. Le cambió los tapizados, hizo poner detalles de oro en la madera y muchas
cosas más.
Augusto no lo aceptó y así se lo dijo a su padre.
– Padre, no te ofendas, pero yo ya tengo mi trono. El que me tocó en suerte. No quiero lujos, no los
necesito. Desde aquí, desde mi silla, no sólo quiero reinar, sino seguir imaginando y viviendo como
hasta ahora viví, contento y feliz. Además, tu trono nada tiene de mágico, mi silla mucho.

PEDRO Y EL LOBO
Un día, decidió que sería buena idea divertirse a costa de la gente del pueblo que había en los
alrededores. Se acercó y empezó a gritar:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo!

La gente del pueblo cogió lo que tenía a mano y corriendo fueron a ayudar al pobre pastorcito que
pedía auxilio, pero cuando llegaron, descubrieron que todo había sido una broma pesada del pastor.
Y se enojaron.

Cuando se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que pensó en repetirla. Y cuando vió a
la gente suficientemente lejos, volvió a gritar:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo!

Las pobladores, al volverlo a oír, empezaron a correr otra vez pensando que esta vez se había
presentado el lobo, y realmente les estaba pidiendo ayuda. Pero al llegar donde estaba el pastor, se
lo encontraron por los suelos, riendo al ver como los aldeanos habían vuelto a auxiliarlo. Esta vez los
aldeanos se enfadaron aún más, y se marcharon terriblemente enojados.

A la mañana siguiente, el pastor volvió a pastar con sus ovejas en el mismo campo. Aún reía cuando
recordaba correr a los aldeanos. Pero no contó que, ese mismo día, si vió acercarse el lobo. El
miedo le invadió el cuerpo y, al ver que se acercaba cada vez más, empezó a gritar:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo! ¡Se va a comer todas mis ovejas! ¡Auxilio!

Pero esta vez los aldeanos, habiendo aprendido la lección el día anterior, hicieron oídos sordos.

El pastorcillo vió como el lobo se abalanzaba sobre sus ovejas, y chilló cada vez más desesperado:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡El lobo! – pero los aldeanos continuaron sin hacer caso.

Es así, como el pastorcillo vió como el lobo se comía unas cuantas ovejas y se llevaba otras para la
cena, sin poder hacer nada. Y se arrepintió en lo más profundo de la broma que hizo el día anterior.
RICITOS DE ORO Y LOS TRES OSOS
Hermanos Grimm

Una tarde se fue Ricitos de Oro al bosque y


se puso a recoger flores. Cerca de allí había
una cabaña muy linda, y como Ricitos de Oro
era una niña muy curiosa, se acercó paso a
paso hasta la puerta de la casita. Y empujó.

La puerta estaba abierta. Y vio una mesa.

Encima de la mesa había tres tazones con leche y miel. Uno, grande; otro, mediano; y otro,
pequeñito. Ricitos de Oro tenía hambre y probó la leche del tazón mayor. ¡Uf! ¡Está muy caliente!

Luego probó del tazón mediano. ¡Uf! ¡Está muy caliente! Después probó del tazón pequeñito y le
supo tan rica que se la tomó toda, toda.

Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana y otra silla
era pequeñita. Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla grande, pero ésta era muy alta. Luego fue a
sentarse en la silla mediana, pero era muy ancha. Entonces se sentó en la silla pequeña, pero se
dejó caer con tanta fuerza que la rompió.

Entró en un cuarto que tenía tres camas. Una era grande; otra era mediana; y otra, pequeñita.

La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy dura. Luego se acostó en la cama
mediana, pero también le pereció dura.

Después se acostó en la cama pequeña. Y ésta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se
quedó dormida.

Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los dueños de la casita, que era una familia de Osos, y
venían de dar su diario paseo por el bosque mientras se enfriaba la leche.

Uno de los Osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro era mediano y usaba
cofia, porque era la madre. El otro era un Osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito pequeñín. El Oso
grande gritó muy fuerte:

–¡Alguien ha probado mi leche!

El Oso mediano gruñó un poco menos fuerte:

–¡Alguien ha probado mi leche!

El Osito pequeño dijo llorando y con voz suave:

–¡Se han tomado toda mi leche!

Los tres Osos se miraron unos a otros y no sabían qué pensar. Pero el Osito pequeño lloraba tanto
que su papá quiso distraerle. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso, porque ahora iban a
sentarse en las tres sillitas de color azul que tenían, una para cada uno.

Se levantaron de la mesa y fueron a la salita donde estaban las sillas.

¿Que ocurrió entonces?

El Oso grande grito muy fuerte:

–¡Alguien ha tocado mi silla!

El Oso mediano gruñó un poco menos fuerte:

–¡Alguien ha tocado mi silla!


El Osito pequeño dijo llorando con voz suave:

–¡Se han sentado en mi silla y la han roto!

Siguieron buscando por la casa y entraron en el cuarto de dormir. El Oso grande dijo:

–¡Alguien se ha acostado en mi cama!

El Oso mediano dijo:

–¡Alguien se ha acostado en mi cama!

Al mirar la cama pequeñita, vieron en ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo:

–¡Alguien está durmiendo en mi cama!

Se despertó entonces la niña, y al ver a los tres Osos tan enfadados, se asustó tanto que dio un
brinco y salió de la cama.

Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el
bosque hasta que encontró el camino de su casa.
SIMBAD EL MARINO

Hace muchos, muchísimos años, en


la ciudad de Bagdad vivía un joven
llamado Simbad.

Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se
le conocía como Simbad el Cargador. "¡Pobre de mí! –se lamentaba– ¡qué triste suerte la mía!"

Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un
criado que hiciera entrar al joven. A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el
Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones.

En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos.
En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la
siguiente manera:

–Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a
contar mis aventuras... Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable, fue tanto lo que
derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me
embarqué con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a
tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme
ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla
hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que
zarpó de vuelta a Bagdad...

Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de
oro y le rogó que volviera al día siguiente. Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus
andanzas...

–Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el
barco se había marchado sin mí. Llegué hasta un profundo valle sembrado de diamantes. Llené un
saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un
águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar.

Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de
que volviera al día siguiente...

–Hubiera podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví
a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó.
Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los
enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar
la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos
de aquel espantoso lugar. De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto
te lo contaré mañana...

Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.

–Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a
una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco
tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la
esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas...

Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual
ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de
cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para
luego perder de nuevo su fortuna.

El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un
traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso,
Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol
de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un
cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.

Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran
número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y
valiosos regalos.

–Regresé a Bagdad y ya no he vuelto a embarcarme –continuó hablando el anciano–. Como verás,


han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he
conocido todos los padecimientos.

Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir
con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más tuvo que soportar el peso de ningún
fardo.
LA FABULA DEL PUERCOESPIN

Durante la Edad de Hielo,


muchos animales murieron a
causa del frío.

Dándose cuenta de la situación, los puercoespines decidieron unirse en grupos. De esa manera se
abrigarían y protegerían entre sí. Pero las espinas de cada uno herían a los compañeros más
cercanos, justamente los que ofrecían más calor. Por lo tanto decidieron alejarse unos de otros y, al
hacerlo, empezaron a morir congelados.

Entonces tuvieron que hacer una elección: aceptar las espinas de sus compañeros o desaparecer de
la Tierra.

Con sabiduría, los puercoespines decidieron volver a estar juntos. De esa forma aprendieron a
convivir con las pequeñas heridas que la relación con una persona muy cercana puede ocasionar, ya
que lo más importante es el calor del otro.

De esa manera lograron sobrevivir.

EL BURRITO
Un día, el burro de un campesino se
cayó en un pozo. El animal lloró
fuertemente por horas, mientras el
campesino trataba de sacarlo sin éxito.

Finalmente el campesino decidió que el animal ya estaba viejo, el pozo estaba seco, y necesitaba
ser
tapado de todas formas y que realmente no valía la pena sacar el burro.

Invitó a todos sus vecinos para que vinieran a ayudarlo. Todos tomaron una pala y empezaron a tirar
tierra al pozo. El burro se dió cuenta de lo que estaba pasando y lloró desconsoladamente. Luego,
para sorpresa de todos, se tranquilizó.

Después de unas cuantas paladas de tierra, el campesino finalmente miró al fondo del pozo y se
sorprendió de lo que vio... Con cada palada de tierra, el burro estaba haciendo algo increíble... Se
sacudía la tierra y daba un paso hacia arriba. Mientras los vecinos seguían echando tierra encima del
animal, él se sacudía y daba un paso hacia arriba.

Pronto todo el mundo vio sorprendido como el burro llegó hasta la boca del pozo, pasó por encima
del borde y salió trotando.

La vida va a tirarte tierra, todo tipo de tierra. El truco para salirse del pozo es sacudírsela y dar un
paso hacia arriba. Cada uno de nuestros problemas es un escalón hacia arriba.

EL RATON DE CAMPO Y EL RATON DE CIUDAD


Fábula de La Fontaine - Adaptación: Asunción Lissón

Había una vez dos ratones: un


ratón gordo, muy gordo, y un
ratón flaco, pero muy flaco.

El ratón flaco vivía en una madriguera profunda, en el borde de un campo, cerca de un gran bosque.
En verano podía comer todos los días hasta hartarse, porque en esa estación crecen plantas por todas
partes. Pero cuando venía el invierno, le costaba mucho conseguir su comida diaria: las raíces estaban
cubiertas por la nieve y ya no había papas. Las zanahorias y los rabanitos, si todavía
quedaban algunos, eran difíciles de encontrar. El pobre ratoncito se volvía muy delgado, tan delgado
que daba pena.

El ratón gordo, en cambio, vivía muy bien. Tenía su madriguera en un rincón del armario de la cocina,
en una casa de la ciudad. El ratón grande salía todos los días de su agujero y revolvía todo. Se metía
en los cajones, dentro del horno, subía a los armarios y... siempre, siempre encontraba alguna cosa
para comer. Hoy un trozo de queso, mañana un terrón de azúcar, un poco de manteca o alguna
corteza de pan. Y así el ratón gordo estaba siempre rechoncho y reluciente.

Pero como el lugar de los ratones no es precisamente el armario de la cocina, cuando la dueña de
casa lo veía, lo perseguía a escobazos por todas partes o, peor aún, el mismísimo gato era quien lo
quería atrapar para comérselo.

El ratón tenía que andar con mucho cuidado y vigilar continuamente, muerto de miedo, por si alguien lo
veía o lo oía.

Un día, el ratón gordo salió de su casa, y se fue a pasear por las afueras de la ciudad.

¡Nunca había ido tan lejos!

Empezaba a tener miedo y pensaba que se había perdido, cuando se encontró ante la casa del
ratoncito del campo.

—Buenos días, ratón —dijo al verlo—.

Te veo muy delgado y menudito.

¿Es posible que encuentres comida por estos campos?

¿Por qué no vienes a mi casa? Ya verás qué bien se está allí y qué comilona tendremos.

—¿Estás seguro? — desconfió el ratoncito del campo.

—¡Huy, ya lo creo! Hoy en casa comían pollo, y seguro que encontraremos montones de huesitos.

—¿De veras? ¡Entonces vamos en seguida! — dijo el ratón flaco.

Los dos ratones, tomados de la mano, corrieron hacia la ciudad, llegaron a la casa, se metieron en la
cocina y ¡pum! de un salto subieron a la mesa.

—¡Qué cantidad de cosas ricas! —dijo el ratón pequeño.


Nunca, nunca había visto tantas golosinas juntas.

Los ratones corrieron de aquí para allí, por encima del mantel, metiendo el hocico en tazas y platos.

¡Crec, crec, crec! Aquí royeron un hueso.

¡Crec, crec, crec! Allá se comieron el queso.

¡Crec, crec, crec! Se metieron en el azucarero.

Sólo se veían las colitas, moviéndose de un lado a otro.

De pronto, allí, muy cerca, se oyó un ruido:

Trip, trap, trip, trap.

—¿Qué es eso? —preguntó el ratón pequeño en voz baja.

—Debe ser la señora que viene con la escoba—contestó el ratón gordo, asustado.

Trip, trap...

Los dos ratones se pararon en seco; uno tenía un poco de queso entre los dientes y el otro los bigotes
llenos de azúcar. No se atrevían ni a respirar.

¡Patrip, patrap, patrip, patrap!

Ahora el ruido se oyó más fuerte.

—¡Huyamos, salvémonos! —dijo el ratón gordo—.

¡Corre, rápido a la madriguera!

Y los dos ratones, ¡pum!, saltaron al suelo y, veloces como el viento, se metieron en la madriguera.
Muy asustados, temblando de pies a cabeza, se abrazaron...

Pasó un rato. Ya no se oía nada. El ratón gordo salió del armario. Miró a todas partes. ¡Nada, no había
nadie!

—Corre, ratoncito —dijo—. Ya podemos volver.

Pero el ratoncito delgado contestó:

—No, no quiero. Prefiero volver a mis campos. Allí nadie me estorba cuando como. No hay amas de
casa, ni gatos que me quieran cazar. ¿Por qué no vienes a vivir conmigo, ratón gordo?
Y el ratón flaco volvió a su madriguera, que se abría al borde de un campo y cerca de un gran
bosque... y nunca, nunca más volvió a una cocina de ciudad.

LAS DOS CABRITAS


Fábula de La Fontaine - Adaptación: Asunción Lissón

Había una vez una cabrita


blanca de pies a cabeza. Iba,
camina, que te camina, por el
medio del bosque.

Después de andar un rato se encontró al borde de un barranco muy hondo. Encima del barranco
había un puente muy estrecho, hecho con el tronco de un árbol.
Sucedió también que al otro lado del barranco apareció una cabrita, negra de arriba abajo.
Paseando, paseando, se acercó también al borde del barranco.
La cabrita blanca quiso atravesar el barranco, y decidida se fue hacia el puente. La cabrita negra,
que estaba del otro lado, quiso también atravesar el barranco en aquel preciso momento y se fue
muy decidida hacia el puente.
Y así fue como las dos cabritas se encontraron, una frente a otra, justo en mitad del puente. El
puente, como ya hemos dicho, era muy estrecho...
La cabrita blanca podía pasar bien, si pasaba sola.
La cabrita negra también hubiera podido pasar, ella sola.
Pero las dos cabritas a la vez no cabían de ninguna manera, por más que se empeñasen.
Entonces va y la cabrita blanca le dice a la cabrita negra: —Déjame pasar a mí primero.
—No —contesta la negra—. Primero pasaré yo.
Tu vuelve atrás, al borde del barranco, y así yo podré pasar mejor.
Pero la cabrita blanca no quería.
Ella tenía que ser la primera en pasar.
—Si no me dejas pasar antes a mí, llamaré a mi madre, que tiene unos cuernos muy fuertes, ¡y ya
verás lo que es bueno!
—¡Muy bien! Y yo, si no me dejas pasar antes a mí, llamaré a mi padre, que tiene unos cuernos
mucho más fuertes todavía, y embestirá a tu madre.
—¡Déjame pasar o te daré un trompazo!
—¡No, no y no! ¡Primero pasaré yo!
Y la cabrita negra agachó la cabeza y embistió a la cabrita blanca.
La cabrita blanca bajó también la cabeza, y ¡pam! le dio un buen golpe a la cabrita negra. ¡Pim!
¡pam! ¡pum! las dos cabritas, torta va, torta viene.
En uno de ésos se embistieron tan fuerte y las dos a la vez, que, ¡pataplam!, se cayeron de arriba
abajo del puente.
Se hicieron bastante daño, tanto la una como la otra, con las rocas del fondo.
Sólo se las oía balar tristemente, be, be, be.
A los tumbos subieron barranco arriba y volvieron con su rebaño, cada una por su lado.
ACTIVIDAD 1
¿Qué habrías hecho tú si hubieras sido una de las dos cabritas?
1. ¿Dejar pasar a la otra?
2. ¿Querer pasar primero tú?
3. ¿Hablar primero con ella para ver cuál de las dos tenía más prisa?
ACTIVIDAD 2
¿Cuál de estas palabras te hacen pensar en una cabra? ¿Por qué?
mar pastor hierba queso tren
hacha autopista cuerno pelo rebaño
cuerno lana hacha cencerro
ACTIVIDAD 3
¿Cuál de estos animales...
TORTUGA / CARACOL / LIEBRE / OVEJA / PERRO / PAJARO / VACA / CABRA
salta? vuela? se arrastra? se esconde? ladra? bala? embiste? corre?
EL SABIO FAQUIR
Cuento Popular Árabe

El sabio y honorable faquir Farid,


que presidía una orden de monjes
mahometanos, peregrinaba por
Arabia atravesando arenosos
desiertos y verdes oasis.

Cierto día llegó a una ciudad y se encontró con un hombre que llevaba bolsas de azúcar en un carro.

— ¿Qué llevas ahí? — le preguntó el faquir.

El otro estaba muy malhumorado y le contestó burlonamente:

—¿Y qué piensas que llevo? ¡Cenizas, nada más que cenizas!

—Bien, que sean cenizas —dijo el religioso. Cuando el hombre llegó con su carro a la feria para vender
el azúcar y abrió las bolsas, ¡oh, sorpresa!, realmente contenía cenizas. Rápidamente corrió y alcanzó
al faquir; se arrojó a sus pies y rogó:

— ¡Ten compasión de mí! Reconozco que he merecido tu castigo; pero si no me perdonas, seré un
mendigo. ¡Oh, por favor, vuelve a transformar la ceniza en azúcar!

—Bien, levántate —dijo el faquir—. Que se cumpla tu deseo; pero cuídate en el futuro de contestar mal
a alguien que te pregunta amablemente.

El hombre lo prometió y luego pensó: "¡Qué lindo sería poseer esos poderes mágicos ! ¡Uno podría
volverse inmensamente rico!"

Este pensamiento no lo abandonó hasta que, por fin, siguió un día secretamente al faquir, que sabía
muy bien quién iba detrás de sus huellas, pero continuó caminando sin darse vuelta. Sucedió que
ambos pasaron junto a un montón de ladrillos.

—Alá, concédeme tu gracia —pidió en baja el faquir—. Haz que estos ladrillos sean por corto tiempo,
lingotes de oro.

Alá, que estimaba mucho al religioso concedió el deseo. Apenas el hombre divisó las relucientes barras
escondió rápidamente dos en su bolsa y siguió caminando detrás del faquir. Al rato éste se dio vuelta y
le preguntó:

—¿Qué piensas hacer con esos dos ladrillos ? ¿Es que acaso los venderás para volverte
inmensamente rico?

Asombrado, el hombre sacó los ladrillos de su bolsa. No pudo dar crédito a sus ojos. Por más que los
daba vuelta, seguían siendo ladrillos de arcilla.

—¿Quieres ser faquir como yo? —preguntó el sabio—. Déjame decirte que un hombre de Dios no
debe robar ni mentir.

El vendedor de azúcar, totalmente avergonzado, emprendió el regreso.

HANSEL Y GRETEL
Hermanos Grimm

Cerca de un gran bosque vivía un


leñador y su familia. Un día que
en el país reinó una enorme
pobreza no tuvieron bastante
Por la noche el padre, muy preocupado, comentaba la dura situación a su mujer. Ésta le proponía
abandonar a los dos hijos, Hansel y Gretel, en el bosque, para librarse de su carga y no morir todos de
hambre. Al principio el padre se negaba, pero tanto insistió la madrastra que una noche planearon
dejarlos en el bosque al día siguiente.

Los niños, que no podían dormir del hambre que pasaban, escucharon la conversación. Hansel salió
de la casa y se llenó los bolsillos de la chaqueta de guijarros blancos.

Al hacerse de día, la mujer despertó a gritos a los niños y les dijo que había que ir a buscar leña al
bosque. Mientras se adentraban en él, Hansel, que caminaba el último, iba dejando los guijarros
blancos como rastro.

Al llegar a un claro, iniciaron el trabajo. Después de recoger leña, se pusieron junto al fuego a
descansar. El padre y la madrastra les dijeron que iban a partir leña. Hansel y Gretel se comieron el
pequeño trozo de pan que les habían dado y se quedaron dormidos. Al despertarse era de noche.

Gretel lloró y Hansel la consoló diciendo que, con la luz de la luna, los guijarros blancos que había ido
dejando durante la caminata les ayudarían a encontrar el camino de casa.

A primera hora de la mañana, la madrastra sólo al verles llegar les regañó. Hacía muchas horas que
les esperaban... El padre se puso muy contento al verles, pues sentía mucha tristeza con la decisión
que había tomado.

Mucho tiempo después volvió una época de mucha necesidad. Los niños oyeron nuevamente cómo la
madrastra insistía al padre para que les abandonasen definitivamente en el bosque. Tanto le insultó,
recriminándole el hambre que pasaban, que el padre no tuvo más remedio que aceptar abandonarles.

El niño no pudo recoger guijarros blancos, ya que la puerta de la casa estaba cerrada. Pensó que con
el pan que la madrastra le diese podría volver a dejar el rastro en el camino.

A la mañana siguiente, una vez en el interior del bosque, los dos hermanos fueron abandonados. A
mediodía se repartieron el pan que les quedaba y se quedaron dormidos. Se despertaron pasada la
medianoche.

Hansel esperaba que con la claridad de la luna podrían ver las miguitas de pan que había diseminado
a lo largo del camino, pero los pájaros del bosque se las habían comido todas.

Durante toda la noche y durante todo el día caminaron para encontrar el camino de casa, pero cuanto
más lo hacían, más se adentraban en el bosque.

Cuando llevaban tres días caminando, vieron un pajarillo blanco como la nieve, que se puso a cantar.
Hansel y Gretel lo siguieron hasta que el pájaro se posó encima del tejado de una casa que estaba
hecha de pan y bizcocho y tenía las ventanas de azúcar. Los dos hambrientos niños empezaron a
comer, hasta que oyeron una fina voz que desde la casa les decía:
- Crunch, crunch, crunch. ¿Quién roe, roe? ¿Quién se come mi casita?
- Es el viento, sólo el viento, el niño del cielo (respondían con las bocas llenas).
De repente se abrió una puerta. Salió una mujer muy vieja con un bastón. Los hermanos se quedaron
sorprendidos cuando la mujer les acompañó al interior de la casa y les invitó a comer y a dormir.
Hansel y
Gretel creían que estaban en el cielo.

Sin embargo, la viejecita -que se había presentado tan cordialmente- era una bruja que cuando
encontraba niños lo celebraba comiéndoselos.

A primera hora de la mañana, la bruja cogió bruscamente a Hansel con su dura mano. Le llevó al
establo y le encerró detrás de una reja. Tras despertar a Gretel a gritos, le mandó que hiciese unas
buenas comidas para su hermano a fin de engordarle. Cuando estuviese bien gordo se lo comería.
Por más que la pobre Gretel lloraba tenía que hacer todo lo que la bruja le exigía.

Cada mañana la bruja iba al establo para comprobar si Hansel engordaba. Él, ingenioso -sabiendo que
la bruja veía poco-, en lugar de darle la mano, le mostraba un huesecillo de pollo. Al constatar que el
niño no
aumentaba de peso, se enfadaba muchísimo.

Pasadas cuatro semanas, y viendo que no engordaba, decidió que de todos modos se lo comería al
día
siguiente. Gretel no paraba de llorar y llorar, pero sus lágrimas no servían de nada.

Cuando Gretel se despertó temprano, encendió el fuego para cocer el pan. Se entristecía imaginando
que algún día iría a parar allí su hermano.

La bruja le mandó que mirase dentro del horno para comprobar si el fuego estaba bien encendido. La
niña, con segundas intenciones, le contestó que no sabía cómo podía echar un vistazo. La bruja
intentó hacerle una demostración metiendo la cabeza en el horno. Gretel aprovechó inmediatamente el
gesto de la malvada para darle un fuerte empujón que la hizo caer sobre las llamas, donde se encendió
de forma miserable.

Corriendo, fue al establo y liberó a su hermano. Se abrazaron y saltaron de alegría. Ya sin miedo,
entraron en las habitaciones de la bruja y en los cajones encontraron perlas y piedras preciosas.

Después de horas de camino abandonaron el bosque. Finalmente encontraron un gran río imposible de
cruzar. Un pato blanco les ayudó a cruzarlo. Siguieron caminando hasta hallar la casa de su padre.

Al verle, se abrazaron todos. La alegría volvió para siempre a aquella casa. La madrastra había
muerto.
Hansel y Gretel entregaron a su padre las joyas encontradas: sus preocupaciones se habían acabado.
Vivieron felices con amor y compañía.

EL CUENTO DE LAS MENTIRAS


Cuento Popular Egipcio

Había y no había una vez un


pescador que estaba casado con una
mujer tan hermosa que le podía decir
a la luna: "Desaparece, para que yo
pueda brillar en tu lugar".
Todos los días el hombre bajaba al río a pescar y luego vendía los pescados en el bazar; la ganancia
alcanzaba para las comidas diarias. Pero una mañana el pescador se sintió mal y no quería levantarse.
–¿No irás a pescar hoy? –le preguntó entonces su mujer– ¿Y de qué viviremos? ¿Qué comeremos?
¡Levántate! Yo llevaré el canasto y la red.

De modo que ese día fueron los dos al río y pescaron un buen rato en los acantilados cercanos al
palacio real. Casualmente el rey miró por una de las ventanas que daban al mar y vio a la mujer.
Quedó asombrado y se enamoró perdidamente de ella. Llamó al visir y le dijo:
–¡Oh, visir! Vi a la mujer del pescador y me enamoré de ella. Es tan hermosa como la luna en su noche
de plenitud. ¡Por Alá!, en todo mi palacio no hay ninguna que pueda competir con su belleza. ¡Debe ser
mía!
–¿Y qué piensas hacer, oh rey? –preguntó el visir.
–Debemos hacer venir al pescador al palacio y matarlo –contestó el rey –. Así podré casarme con su
mujer.
– ¡Por tu honor, oh rey! No puedes matar al pescador sin que haya cometido ningún crimen –objetó el
visir–. Todos tus súbditos verían ese proceder con malos ojos. Te hago otra propuesta: mi padre posee
un salón que es más o menos tres veces más grande que tu parque. Haremos venir al pescador y le
diremos que el rey quiere una alfombra de una sola pieza para cubrir su piso. Le daremos tres días de
plazo; si no cumple, morirá. De este modo tendrás un motivo para matarlo y tus súbditos no podrán
decir nada.

Al día siguiente el visir llamó al pescador, lo condujo al salón y le ordenó lo que había tramado el rey. El
pobre hombre protestó:
–¿Por qué me piden eso a mí? ¿Acaso yo negocio con alfombras? En lugar de la alfombra puedo traer
peces de todo tamaño y color. Haré todo lo posible; trataré de conseguír los más extraños.
–No le sirve de nada discutir –lo interrumpió el visir–. El rey así lo ha ordenado.

Desesperado, el pescador fue corriendo a su casa.


–¿Qué es lo que te abruma? –le preguntó su mujer.
–Cállate y junta nuestras pocas cosas. Tenemos que irnos de aquí cuanto antes.
–¿Por qué? –preguntó ella sin comprender.
–El rey quiere matarme si en el término de tres días no le llevo una alfombra de cuatro mil metros
cuadrados... ¡Y de una sola pieza!
–¿Es eso todo? Entonces no te hagas problemas; mañana tendrás la alfombra –dijo aliviada la mujer.
– ¡¿También tú estás tan loca como el visir?! –gritó el hombre–. ¡Somos pescadores, no comerciantes
de alfombras!
Pero ella le dijo tranquila:
– Si ya la quieres tener hoy, tendrás que ir a buscarla tú mismo.
– Sí, sí, mejor me aseguro ahora. Pero dime, dime cómo debo hacer.
– Ve hasta la mezquita, sigue siempre derecho y en el tercer cruce encontrarás un aljibe debajo de un
olivo. Asómate y di: "Badwia, tu hermana te pide el huso que dejó olvidado ayer porque debemos tejer
una alfombra".

El pescador fue hasta el aljibe. Hizo lo que su mujer le había dicho y una voz le contestó desde la
profundidad: "Toma el huso y haz la alfombra". Una mano salió del pozo y le alcanzó lo que pedía. El
pescador tomó el huso y regresó a su casa. Cuando llegó le preguntó a su mujer:
–¿Y cómo voy a hacer semejante alfombra en tan poco tiempo y con tan poco hilo?
–Vé a ver al visir y pídele un martillo y un clavo. Clávalo en un rincón del salón, sujeta el hilo del huso
al clavo y luego coloca la alfombra como tú quieras.
– ¡¿Acaso hay una alfombra dentro del huso?! ¿Quieres que me tomen por loco y que el rey me mate?
–preguntó el pescador fuera de sí.
–Haz lo que te dije –le contestó con firmeza su mujer.

El hombre fue a casa del visir. Por el camino pensaba: "Hoy es mi último día en este mundo''. Cuando llegó, el rey
y el visir le preguntaron burlones:
–¿Trajiste la alfombra, oh pescador?
Y como él asintiera, prosiguieron curiosos:
–¿Dónde la traes, oh pescador?
–Dentro de mi bolsillo, oh dueño del poder –respondió él.
Ahí rieron los otros de buena gana y burlándose más le preguntaron:
–¿Es acaso un ovillo?
–¿Qué importa? Dame un clavo y un martillo, oh visir, y colocaré la alfombra en tu salón.
El visir mandó llamar secretamente al verdugo y le dijo:
–No te muevas de esta puerta. Si el pescador no logra cubrir el piso con una alfombra desenvaina tu espada y
córtale la cabeza.

El visir entregó luego el martillo y el


clavo al hombre y entró con él en el
salón. El pescador clavó el clavo en el
piso, sujetó el hilo del huso y comenzó
a tirar a derecha y a izquierda.

Fue así como una valiosa alfombra de seda cubrió el piso por completo. Era tan fina y brillante que el
rey empalideció de envidia porque en todo su palacio no había otra igual.

El visir, estupefacto, dijo:

–Esto lo has logrado, oh pescador, pero el rey quiere pedirte otra cosa: desea que le traigas un niñito
de ocho días que le cuente un cuento que empiece y termine con una mentira.
–¿Conoces tú, oh visir, un niñito de ocho días que sepa hablar? –preguntó indignado el pescador–. Ni
siquiera el hijo del Diablo sabe hablar a los ocho días, y menos contar un cuento.
–Es inútil discutir –respondió el visir– El rey lo quiere así. Tienes ocho días de plazo.
El pescador, furioso, regresó a su hogar y contó lo ocurrido a su esposa.
– No te preocupes ahora por eso –le respondió ella –. Ocho días es mucho tiempo.
Cuando llegó la mañana del octavo día el pescador dijo a su mujer:
– Hoy es el día. ¡Por Alá! ¿Qué haremos ahora?
– Vé otra vez al aljibe que está debajo del olivo y dí: "Badwia, tu hermana te saluda y te pide el niño
que nació ayer porque lo necesitamos con urgencia".
– Y¿Tú tambièn eres tan tonta como el visir? Ni el hijo del Diablo sabe hablar una palabra después de
tan sólo ocho días –gritó el pescador–. ¡Y tú me hablas de niñito de un día!
–Vé y haz lo que te dije –le ordenó con firmeza su mujer.

Mientras el pescador se dirigía al aljibe, pensaba: "Hoy es mi último día en este mundo". Y se puso
muy triste. Cuando llegó al lugar indicado hizo lo que su mujer le había dicho. Una mano salió del pozo,
le alcanzó el niño y una voz le dijo desde la profundidad: "Pronuncia el nombre de Alá sobre él".
–En nombre de Alá, el bondadoso y compasivo –dijo el pescador, y regresó a su casa con el niño. Por
el camino le dijo a la criatura:
–Habla, así puedo estar seguro de que no moriré.
Pero el niño comenzó a llorar como cualquier niño. Entonces el pescador pensó: "Mi mujer y el visir se
han aliado para matarme Cuando llegó a la casa, dijo a los gritos a su esposa:
–¡Aquí está el niño, pero no dice nada!
Ella respondió:
–Llévalo ante el rey y el visir, allí hablará. Pide tres almohadas; siéntalo en el medio del diván y
colócale una almohada debajo del brazo derecho, otra debajo del brazo izquierdo y la tercera detrás de
la espalda. Así hablará.

El pescador tomó nuevamente al niño y fue al palacio del rey. El visir salió a su encuentro, pero cuando
comprobó que la criatura sólo lloraba ''buah... buah..." fue muy contento a ver al rey y le dijo:
–Por mi honor, acabaremos ahora con el pescador; el niño sólo dice "buah... buah..." como todos los
niños. Llama a los jueces, sabios y jeques. Como este hombre no ha cumplido, podremos matarlo
delante de todos y tendremos la ley de nuestro lado.

Una vez que toda la concurrencia se hubo reunido, el rey ordenó al pescador:
–Trae al niño para que nos cuente el cuento de las mentiras.
El hombre pidió las almohadas, los criados las trajeron. Cuando terminó de acomodar al niño, el rey
preguntó:
–¿Es éste el que nos contará el cuento?
Y el niñito contestó:
– ¡Que la paz sea con todos!
Los invitados se extrañaron ante el saludo. El rey, balbuceando, saludó a su vez y le ordenó:
–Bien, niño, cuéntanos el cuento de las mentiras.
El niñito comenzó:

–En la flor de la juventud abandoné la ciudad al calor del mediodía. Me encontré con un vendedor de
melones y le compré uno por un dinar. Lo corté en pedazos y en su interior descubrí una gran ciudad
con bazares multicolores, suntuosos palacios y mezquitas. Me interné en el melón y admiré los
edificios. Tambièn vi gente de muchas razas. Caminé mucho, tanto que alcancé las afueras de la
ciudad. Llegué a campos. Allí encontré una palmera que tenía unos dátiles de un metro. Como tenía
hambre, me trepé al árbol para comer alguno. Cuando llegué arriba vi que muchos campesinos
sembraban y cosechaban el trigo sobre las hojas. Comí un poco y luego bajé y seguí caminando.
Entonces encontré a otro campesino que partía gran cantidad de huevos sobre el borde de un jarrón
de piedra. De ellos salían infinidad de pollitos. Las gallinas volaban hacia la izquierda y los gallos hacia
la derecha. Seguí caminando y me topé con un burro que llevaba tortitas de sésamo sobre el lomo.
Corté un pedacito de una y me lo comí. Enseguida volví a encontrarme fuera del melón, que se cerró
totalmente hasta quedar tal cual como yo lo había comprado.

–¡Basta ya de mentiras! –exclamó el rey muy enojado–. ¿Dónde se ha visto una ciudad dentro de un
melón? ¿Y quién ha oído hablar de pollitos que salen de un huevo con sólo cascarlo?

–¡Pero mi rey! Tu deseo era que te contara un cuento lleno de mentiras. ¿O es que acaso planeabas
matar al pescador para quedarte con su hermosa mujer? ¡Es una vergüenza! Eres rey, sultán y jefe de
los creyentes y te enamoras de la mujer de un pescador. ¡Por Alá! ¡Si no dejas en paz a este hombre,
borraré tu cabeza de este mundo!

El rey se puso muy pálido y todos dirigieron su mirada hacia él. Entonces el pescador, aliviado, tomó al
niño entre sus brazos y regresó feliz a su casa. Allí vivió con él y su mujer en armonía hasta la muerte.

Y el pájaro voló. Que tengas buenas noches.

LA OCA DE ORO
Hermanos Grimm

Había una vez un hombre que tenía tres


hijos. Al más pequeño le pusieron por
nombre Zonzín, y siempre se burlaban de
él y no lo tenían en cuenta.
Un día el hijo mayor quiso ir a cortar leña. La madre le preparó una torta de manteca y huevo de lo
más rico y una bota de vino, y él se fue al bosque tranquilamente. Cuando llegó se encontró a un
hombrecito viejo y arrugado, que lo saludó y le dijo:
–Dame un trozo de esa torta que llevas y déjame beber un trago de tu vino, ¡tengo tanta hambre y
tanta sed!
Pero el hijo mayor, muy sensato, le respondió:
–Si te doy de mi torta y de mi vino, me quedará menos para mi. ¡Así que márchate de aquí en
seguida!
Y dejando plantado al hombrecito prosiguió su camino.

Pero sucedió que, apenas empezó a trabajar, le rebotó el hacha hiriéndole el brazo, por lo que tuvo
que dejar la tarea y volverse a casa triste y desanimado.

Entonces resolvió ir al bosque el hijo mediano. La madre le preparó también su torta de huevo y
manteca, más rica todavía, y le dio también una buena cantidad de vino. A la entrada del bosque ya
lo esperaba el hombrecito viejo y arrugado.
–Darne un trozo de esa torta que llevas y déjame beber un trago de tu vino, ¡tengo tanta hambre y
tanta sed!
Pero también el hijo mediano, muy sensato, le respondió:
–Si te doy de lo que llevo, ¿qué voy a comer ? ¡Déjame en paz!

Y sin añadir palabra se adentró en el bosque. Pero en cuanto hubo dado un par de hachazos a un
árbol, el tercero le golpeó la pierna. Y así, herido y maltrecho, volvió a casa a curarse.

Entonces Zonzin suplicó:


–Padre, deja que yo vaya al bosque a cortar leña. .
–¿Tú a buscar leña? –dijo el padre–. ¿No ves lo mal que les ha ido a tus hermanos siendo mayores
y más listos que tú? Vamos, déjate de historias.
Pero tanto insistió y suplicó el muchacho, que el padre, para no oírlo más, permitió que se fuera. –
Vete y déjame en paz. Allá tú.

La madre le preparó una torta de agua y harina, cocida sobre el rescoldo, y, en lugar de vino, le puso
una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque, Zonzín se encontró también al hombrecito
viejo y arrugado.
–Dame un trozo de torta y un trago de tu botella, ¡tengo tanta hambre y tanta sed! –le suplicó el viejo.
–Con mucho gusto te daré: pero sólo llevo una torta cocida sobre las cenizas y cerveza agria para
beber. Si te parece, sentémonos y comamos juntos.

En cuanto Zonzín abrió la canasta, se encontró con que la insípida torta se había convertido en la
más deliciosa torta de huevo y manteca que jamás había probado, y la cerveza agria se había
transformado en el vino más dulce del mundo. Y ambos comieron y bebieron a su gusto.

Después el hombrecito dijo:


–Como has tenido buen corazón y has compartido generosamente lo que llevabas, te quiero hacer
feliz. Allá hay un árbol viejo: córtalo y en sus raíces encontrarás algo.

Zonzín así lo hizo, y en las raíces del árbol encontró una oca que tenía las plumas de oro fino. La
tomó en sus manos y siguió su camino hasta una posada, donde decidió pasar la noche. El posadero
tenía tres hijas, que, en cuanto vieron la oca, no pudieron contener su curiosidad. La mayor pensó:
«En el primer descuido, le arrancaré una pluma». Así que estuvo atenta todo el tiempo.

Cuando Zonzín se fue a dormir, la muchacha bajó a la sala, donde había quedado la oca, y se
acercó a ella. Pero justo al tocarla con la punta de los dedos, se quedó pegada a la oca y no halló
forma de soltarse.

En esto bajó la hija mediana, también dispuesta a apropiarse de una pluma de la oca maravillosa.
Pero con sólo tocar a su hermana, se quedó también atrapada. Entonces vieron cómo se acercaba la
hermana pequeña.
–¡No nos toques! –gritaron las dos hermanas.
Pero la pequeña pensó:
«Si ellas están, ¿por qué no puedo estar yo?»
Y al instante se vio pegada a sus hermanas. Y así se quedaron toda la noche con la oca.

Zonzín se levantó muy de mañana, tomó


la oca y se marchó, sin preocuparse lo
más mínimo de las tres muchachas que
llevaba detrás.

Ellas tenían que ir siempre siguiéndolo, de un lado a otro, subiendo y bajando, y todo a buen paso,
porque Zonzín no se detenía ni un momento.

A mitad de camino encontraron al cura, que al ver la comitiva empezó a gritar:


–¿Adónde van, desvergonzadas, corriendo detrás del muchacho? ¿Les parece bien eso?

Y se apresuró a detenerlas. Y mejor que no lo hubiese hecho, porque también él se quedó prendido
a las otras tres.
No tardó mucho en pasar el sacristán, que él quedó perplejo al ver a su párroco corriendo detrás de
esa fila de chicas.
–¡Eh! –gritó–. ¿Adonde va usted, señor cura? Recuerde que hoy tenemos un bautismo.

Pero el cura parecía no hacerle demasiado caso y seguía corriendo y jadeando. En vista de eso, el
sacristán se acercó, lo sujetó por la manga y... ya tenemos a otro más detrás de la oca.

Así estaban las cosas cuando se acercaron dos campesinos que también intentaron liberarlos. Y así
fueron ya siete los seguidores forzosos de Zonzín y su oca.

Así fue corno llegaron a una ciudad en la que había un rey muy preocupado porque tenía una hija
tan seria que jamás reía. Tanto le preocupaba la seriedad de la princesa, que había anunciado que
se casaría con ella el que fuese capaz de hacerla reír.

Zonzín se dirigió al palacio con toda su comitiva a rastras. Cuando la princesa, que estaba asomada
al balcón, los vio con esa pinta , que tenían todos, cayendo y levantándose tras la oca, no pudo
resistir más y estalló en una carcajada que no se acababa nunca.

Entonces Zonzín pidió al rey que cumpliera su palabra. Pero al rey ese muchacho le parecía muy
poquita cosa como para ser su yerno. Así que le dijo que si no le traía a alguien que fuese capaz de
beberse todo el vino de su bodega, no se podría casar.

Zonzín pensó que tal vez el hombrecito viejo y arrugado lo ayudaría. Se fue al bosque, y en el lugar
donde había cortado el árbol de la oca, encontró a un hombre sumamente triste.
–¿Te ocurre algo? –preguntó Zonzín.
–Me muero de sed y no hay nada que me sacie. Un barril de vino me he bebido, y como si nada.
¿Qué es una gota sobre una piedra ardiendo?
–Ven conmigo –le propuso Zonzín.
Y lo llevó al palacio. Al caer la tarde, el hombre ya se había bebido toda la bodega del rey.

Pero esta prueba no fue suficiente para el monarca, que ahora le pidió a Zonzín que le trajese a un
hombre capaz de comerse una montaña entera de pan.

Zonzín volvió otra vez al bosque y en el mismo lugar de siempre encontró a un hombre que se
apretaba fuertemente el cinturón mientras se lamentaba:
–Me he comido una hornada entera de pan y es como si sólo me hubiese tragado una migaja.
¿Cómo podría yo saciar esta hambre que me roe las tripas?
Y al decir esto se apretaba más y más el cinturón.

Zonzín le indicó que lo siguiera hasta el palacio. Una vez allí, el rey mandó traer toda la harina del
reino y cocer una enorme montaña de pan, convencido de que nadie sería capaz de comérsela. Pero
el hombre se la había devorado entera a media tarde, sin dejar una sola miga para los pájaros.

Zonzín exigió de nuevo la mano de la princesa, pero el tozudo rey aún quiso ponerle una tercera
prueba a ver si la superaba.
–Me has de traer un barco que pueda navegar por tierra y por mar. Y no vuelvas hasta que no lo
encuentres.

Zonzín volvió al bosque y allí se encontró con su amigo, el hombrecito viejo y arrugado.
–He bebido y he comido por ti –le dijo el anciano– y te daré un barco como lo quiere el rey, porque
un día fuiste bueno y compasivo conmigo.
Y entonces le dio un barco que navegaba por tierra y por mar.

Cuando el rey lo tuvo en su presencia, no pudo negarle por más tiempo la mano de la princesa. Y los
dos se casaron entre grandes fiestas. Y cuando murió el rey, Zonzín heredó el reino y vivió años y
años feliz con su mujer.

AVENTURAS DE PINOCHO
Carlo Collodi

El pequeño Juan Grillo caminaba a


paso ligero por el campo, cuando lo
sorprendió la noche.

Un poco atemorizado, buscó con la mirada un sitio abrigado donde pasar la noche, y con gran
alegría vio, no lejos del lugar donde estaba, una linda casita en cuya ventana se veía luz. Se acercó
rápidamente, y sin hacer ruido se coló por una rendija. Se halló así en una agradable habitación, y
ante un curioso espectáculo. Un viejecito alegre y simpático trabajaba con entusiasmo una madera
que, poco a poco, iba tomando la forma de un muñeco. Al cabo de un rato, luego de hacer algunos
cortes y retoques el buen viejo, que se llamaba Gepetto, tuvo entre sus manos un lindo muñeco de
ojitos vivaces y alegres; pero con una nariz muy larga, que le daba un cómico aspecto.

–Eres un chico muy simpático– dijo Gepetto–. Te llamaré Pinocho, que es un bonito nombre para ti, y
que sin duda te hará feliz.

Y muy satisfecho con su obra, y un poco cansado por el trabajo Gepetto dio las buenas noches a
Pinocho y se retiró a dormir. El Grillo se disponía a hacer lo mismo, cuando de pronto vio que una luz
azul iluminaba la pieza. Se volvió rápidamente, y vio entrar por la ventana a una hermosa hada: el
Hada Azul, la amiga de los niños. El Hada Azul se acercó a la mesa donde Pinocho había quedado
tieso y erguido tal cual lo dejó su padre, y lo tocó con su varita mágica.

–Ahora podrás hablar y caminar– le dijo– y si eres bueno, algún día te convertirás en un niño
verdadero.

Y después de decir esto, desapareció.

Pinocho dio un salto en su mesa y lanzó un grito de alegría. Juan Grillo lo miraba asombrado, sin
convencerse de lo que veía. Pinocho, al verle, lo saludó alegremente: poco después, al cabo de un
rato de charla, y aun cuando Pinocho era un tanto impertinente, se habían hecho grandes amigos.

Al día siguiente, el buen Gepetto casi se muere de alegría al ver a su muñeco convertido en un ser
animado, Desde ese momento, lo consideró como un hijo, y decidió mandarlo a la escuela. Compró
libros, lápices y cuadernos, y un buen día partió Pinocho, aunque sin mucha gana, camino de la
escuela. Y sucedió que en el camino encontró a un Gato ciego y a una Zorra renga que pedían
limosna, y se puso a conversar con ellos. El Gato y la Zorra eran dos pillos que fingían sus
desgracias par engañar a la gente; y al cabo de un rato, habían convencido a Pinocho de que eso de
ir a la escuela era una tontería..

–Mira, bobo – dijeron– , es mucho más divertido el teatro de títeres que funciona no lejos de aquí.
Vete allí, que de todos modos tu padre no se enterará, y tu lo vas a pasar bien.

Pinocho se tentó; y reflexionando que, realmente, el colegio debía ser algo muy aburrido, se fue
resuelto al teatrillo. Por cierto que lo pasó muy bien. Tanto le gustó, que subió al tablado, se mezcló
con los títeres y divirtió a todo el mundo. Pero al cabo de un rato, ya cansado, pensó en volver a su
casa. Y entonces ocurrió que el dueño del teatro no le permitió que se retirara. ¿Qué había pasado?
Pues que los dos pillos, el Gato y la Zorra, habían vendido a Pinocho al dueño del teatro, como un
muñeco más.

–He pagado por ti –decía furioso el dueño– y no permitiré que te vayas. ¿Pretendes burlarte de mí?

Pinocho, desesperado, se puso a llorar, ¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba muy arrepentido de lo
que había hecho, sobre todo cuando pensaba en su papá, y cada vez lloraba con más fuerza. Por
fin, tantas lágrimas conmovieron al dueño dl teatro, que consintió en que se fuera; y no sólo eso, sino
que, enterado de la historia de Pinocho, le dio cinco monedas de oro y un buen consejo.

–Llévalas a tu padre –dijo– y no dejes de obedecerle nunca.

Pinocho secó sus lágrimas y partió alegre y feliz, de regreso al hogar. Pero, ¡pobre muñeco! Volvió a
tropezar nuevamente con el gato y la Zorra, que, saludándolo muy amablemente, le preguntaron
adónde iba.

–Voy a casa de mi padre –dijo– a llevarle estas cinco monedas de oro que me ha dado el titiritero.

El Gato y la Zorra se miraron con picardía.

–¿Y con sólo cinco monedas estás tan contento? –dijeron–. Pues nosotros podemos conseguir todas
las que queremos.

Pinocho abrió los ojos como platos. ¿Era verdad aquello? Y, entre asombrado y curioso, quiso saber
cómo era eso. Entonces, entre risas y guiños disimulados, el Gato y la Zorra le dijeron que en el País
de los Búhos existía un lugar donde se podían sembrar centavos y brotaban árboles de relucientes
monedas de oro. Claro que para llegar hasta allí era necesario caminar mucho, mucho tiempo, y
sobre todo, no volver para nada a casa de papá. Pinocho, enloquecido al pensar que tendría mucho
más dinero si sembraba las cinco monedas que le diera el titiritero, no dudó ya. Ilusionado y feliz, dio
las gracias a los dos pillos, se despidió de ellos y partió para su largo viaje al País de los Búhos. –A
mi regreso –pensó– traeré los bolsillos llenos y mi padre me abrazará satisfecho. Sentirá tanta
alegría entonces, que no será difícil que me perdone mi escapada.

Caminó, pues, Pinocho en la dirección que le habían dado, y al cabo de mucho tiempo llegó al País
de los Búhos. Buscó entonces un lugar que le pareció adecuado, hizo un hoyo en la tierra y plantó
las cinco monedas. Volvió a cubrir el hoyo, regó la tierra, y muy satisfecho se retiró a dormir porque
ya era muy tarde.

Al día siguiente volvió presuroso al lugar.


No había allí ningún árbol con monedas;
nada más que los mismos árboles
comunes que viera el día anterior.

Entonces, un poco asustado, comenzó a remover la tierra, buscando sus cinco monedas; no las halló
tampoco. Y en esto estaba, cuando de pronto sintió, desde lo alto de un árbol, una estridente
carcajada. Levantó los ojos y vio que, sentado en la rama de un árbol, un papagayo de brillantes
colores lo miraba burlonamente y se reía a más y mejor.

–¿Por qué te ríes? –preguntó Pinocho, que se sentía muy afligido.

–Me río de los tontos –dijo el papagayo– que creen que sembrando centavos brotarán árboles de
monedas.
–¿Y acaso no es eso verdad? –preguntó Pinocho.

–Mira –respondió el papagayo–, la única verdad es que tú siembras las monedas, y cuando te vas,
vienen dos pillos y te las roban. Eso se llama engañar a los bobos.

Pinocho lo comprendió todo al fin; lloró desconsoladamente, y como siempre cuando se sentía
desdichado, pensó en su padre y deseó volver a su lado. Emprendió, pues, el camino de regreso a
su hogar, y poco más adelante, tuvo la feliz sorpresa de sentir a su lado al buen Juan Grillo, que no
lo abandonaba nunca en los momentos difíciles. Llevaban ya mucho tiempo de andar por el sendero
que conducía a su casa, cuando sintieron de pronto un alegre tintineo de campanillas. Pinocho se
volvió, y vio venir hacia él un enorme coche, algo así como una diligencia, tirada por burros y
cargada de niños que reían y charlaban.

Se detuvo Pinocho, y cuando estuvieron junto a él, el cochero le invitó a subir.

–¿Adónde van? –preguntó Pinocho.

–Vamos al País de los Juguetes –respondió el nombre, que tenía cara de pocos amigos–. Allá los
niños se pasan el día jugando, sin pensar en ir a la escuela, ni hacer los deberes. ¿Quieres venir con
nosotros?

Pinocho, sin pensarlo más, aceptó; y a pesar del mal aspecto del cochero, subió al coche y partió
con la alegre caravana. Tras él subió también Juan Grillo, el fiel amigo que lo seguía en sus
aventuras.

Después de mucho andar, llegaron por fin al delicioso País de los Juguetes. Bajaron todos los niños
del coche y fueron acomodándose en las casitas que se levantaban en el país. ¡Se sentían todos tan
felices! Era una alegría no acordarse de maestros, ni de escuelas, ni deberes, ni de todas esas
cosas tan aburridas. Y en cuanto a Pinocho, por supuesto, ya ni se acordaba de su papá. Siempre le
sucedía lo mismo cuando se sentía feliz.

Entre todos aquellos niños de carne y hueso, encontró nuestro muñeco un amigo, con quien jugaba y
paseaba los días enteros. Y ocurrió que un día en que Pinocho fue a buscarle a su casa, su amigo se
negó a salir. Pinocho no volvía de su asombro. El niño tenía puesto el sombrero, pero no quería
acompañarlo. Tanto insistió Pinocho, que al cabo su compañero, con la cara enrojecida de
vergüenza, le confesó la verdad: quitóse el gorro, y Pinocho, con los ojos abiertos como platos, vio
que a su amigo le habían crecido las orejas como las de un burro. Asustado, quiso echar a correr,
pero no tenía fuerzas. Y de pronto, aumentó su temor: pensó que también a él podía pasarle lo
mismo. Se acercó temblando a un espejo, y rojo de vergüenza, vio allí reflejado su rostro con dos
enormes orejas puntiagudas. y no era eso solo; había algo peor todavía. Además de las orejas de
burro, una larga cola salía por los pantalones de los dos niños. ¡Cómo lloró Pinocho! ¡Y cómo suplicó
a Juan Grillo, el fiel amigo, que lo sacara de allí! Quería volver junto a su padre, ir a la escuela, y no
ser nunca un burro de feas orejas. Juan Grillo, le ayudó como siempre, y un día feliz huyeron los dos
de aquel país en busca de Gepetto.

Después de muchos días de viaje, llegaron por fin a la linda casita del buen viejo. Pinocho Bailaba de
contento, y el corazón le saltaba alegremente en el pecho, tanta era su emoción. Pero no habían
terminado sus desdichas. En lugar de Gepetto, hallaron allí una carta suya explicando que había
salido al mar en busca de Pinocho, y que lo había devorado una ballena. Otra vez corrieron
abundantes lágrimas por las mejillas de madera de Pinocho, y otra vez rogó a Juan Grillo que lo
acompañara a buscar a su papá.

Se fueron, pues, caminando hasta la orilla del mar, y allí tomaron una pequeña barca. Las olas los
sacudían a veces con fuerza, pero Pinocho sólo pensaba ahora en su padre y no sentía temor
alguno. De pronto, allá muy lejos, vieron en medio del mar una forma oscura que parecía una isla.

–¡Mira, Grillo! –gritó Pinocho– ¡Esa es la ballena!

Así era, en efecto. Se acercaron lentamente, y cuando llegaron pudieron ver con gran alegría que la
ballena estaba profundamente dormida y con la boca abierta. Aquella enorme boca parecía una
verdadera cueva; Pinocho, decidido, saltó de la barca y se metió por ella. Juan Grillo le siguió.

Empezaron así a recorrer el largo túnel del interior de la ballena, que cada vez se hacía más oscuro.
Pinocho tocaba las paredes para guiarse, y llamaba a su papá. Pero nadie le contestaba. Por fin, de
pronto, lanzó un grito de alegría. Había visto una pequeña lucecita.

–Grillo, aquella lámpara debe ser la de papá –dijo.

Así era. Gepetto, sentado frente a una mesa, escribía a la luz de la lámpara. Pinocho se lanzó
corriendo hacia él y le tendió los brazos. ¡Con cuánta emoción lo abrazó Gepetto, y cómo lloraron los
dos con alegría al verse! Pero no había que perder tiempo. Era preciso salir antes que la ballena
despertase. Con muchas precauciones salieron los tres por donde habían entrado y volvieron a la
barca. La enorme ballena siguió durmiendo tranquilamente.

Cuando por fin estuvieron otra vez reunidos en la tranquila casita, Pinocho contó a su padre todo
cuanto le había sucedido desde que se separara de él, y le suplicó que lo perdonara. Gepetto quería
tanto a su muñeco, que no le costó ningún trabajo perdonarlo, sobre todo porque advirtió que
Pinocho estaba sinceramente afligido por todo lo que había hecho. –No me iré nunca de tu lado,
papá querido– aseguraba el muñeco– y te prometo que voy a ir a la escuela.

Y así estaban, felices y contentos, cuando otra vez como en la noche que nació Pinocho, iluminó la
salita una viva luz azul, y apareció el Hada. Se acercó suavemente, y dijo:

–Pinocho, a pesar de ser muy travieso, tienes buenos sentimientos. Quieres mucho a tu padre, y
estás muy arrepentido de haberlo afligido tanto. Estoy segura de que poco a poco te irás corrigiendo.
Y para premiarte por todo el cariño que sientes por tu buen papá, he de convertirte en un niño
verdadero de carne y hueso; y espero que llegarás a ser un hombre de provecho.

Al decir esto, lo tocó con su varita mágica, y desapareció. De este modo, el simpático muñeco de
madera, el de la larga nariz, quedó convertido en un niño verdadero. Y fue un hijo excelente para
Gepetto.

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