Está en la página 1de 118

1

CUENTOS DE HUMOR
De Hugo Daniel Marcos

“La princesa está triste”


“El cuadernillo de la selva”
“El Malapata”
“La mala suerte”
“Las beatas”
“Romero y Juliana”
“El año de la Vía Láctea”
“Los indios Comechipotes”
“Pene, Lope y Ulises”
“El ahijado del Padrino I, II y III”
“La casa embrujada”
“Revolución a la francesa con papas”
“El Pithucanthropus”
“Johnny Boy al lejano oeste”
“El sobrino de Nerón”
“Mission Possible”
“Un país imaginario”
“El pasadizo del tiempo” Parte 1
“El pasadizo del tiempo” Parte 2
“El pasadizo del tiempo” Parte 3
“La gata peluda”
“Las mujeres son un tema”
2

“LA PRINCESA ESTA TRISTE”


La princesa está triste.
Pero nadie se pregunta qué tendrá, porque ya todos lo saben. Cuando
transcurría la época medieval, los castillos en las montañas solían ser el sueño de todo
labrador que recorría los sinuosos senderos, y de cada ambicioso jovenzuelo aspirante
a príncipe a través del desposarse con la Princesa del reino, que por esos días se
hallaba vacante. La Princesa, no el reino.
El Rey que allí habitaba, era por consiguiente, el padre de la hermosa criatura
de dóciles e inefables diecinueve años, cuya singular belleza solía ser el desvelo de
todos los jóvenes de la comarca. Su larga cabellera rubia, con grandes rulos en los
extremos, llegaba casi hasta una delgada cintura y sus caderas finamente moldeadas,
servía de marco a una de las partes que más admiraban los hombres. Su cabellera
servía de marco, no la cadera. Se trataba de uno los rostros más gráciles y bellos
jamás vistos. Sus enormes ojos verdes, delicadamente impregnados de una inocente y
ávida mirada angelical y de curiosidad por cuanto la rodeaba, más los hoyuelos que
se le formaban a cada lado de la comisura de los labios cuando sonreía, dejaba al
descubierto una tan radiante y blanca dentadura, con cuya sonrisa lograba cautivar
tanto al Demonio, como a los de corbata, y una tersa, delicada y rozagante piel, que
con solo rozarla, dejaba tieso a más de uno, sin poder moverse... mientras otros
debían agacharse un poco para disimular. Era de una belleza difícil de explicar...
Simplemente, estaba más fuerte que bulón de puente.
Rodeado como siempre de su inseparable séquito que lo acompañaba a diestra,
siniestra y hasta por el centro, en las agradables tardes primaverales, las tórridas
mañanas del verano, e incluso en las esmorecidas noches invernales, aquellas mismas
donde los trovadores, frente a los balcones de las doncellas solían tararearse de frío,
Su Majestad gustaba de pasear por los amplios e interminables pasillos, que
comunicaban las distintas habitaciones de la planta baja.
Le resultaba imposible hacerlo por los pisos superiores a causa de tres motivos:
altas e interminables escaleras por un lado, la dolorosa e insoportable enfermedad de
gota, que parecía querer explotarle la rodilla, por el otro, y también la falta de
ascensores, que por aquella época aún no se habían inventado.
Fue por ello que el Rey ordenó de inmediato a Ortiberio III, Duque de
Alcachofa, la invención de algún aparatejo que lo ayudara a elevarse y subir así a los
pisos superiores, los cuales hacía ya cinco años que no frecuentaba por tales motivos,
y eso lo ponía un tanto nervioso. Sobre todo teniendo en cuenta que allí se encontraba
la Reina, digna madre de la Princesa en cuanto a belleza, pero con un aditamento: una
cautivante femineidad, proveniente de una muy sutil madurez, que no hacía más que
dejar en evidencia su extrema sensualidad, indiscutible exquisitez que logra solo la
experiencia. En pocas palabras, estaba más fuerte que la hija.
3

En aquellos alejados pisos superiores, la Reina estaba muy bien protegida por
unos quince sirvientes bengalíes. Negros enormes, de casi dos metros de altura, con
brazos más gruesos que el tronco de un álamo y que velaban por ella a cada instante.
Con velas y con lo que tenían a mano.
El Rey no temía en absoluto por su seguridad, ni siquiera por la posible
infidelidad de su cónyuge, ya que ellos no lo permitirían y por otra parte, a éstos
mismos, los había mandado convertir en eunucos, para no correr riesgos.
Nunca pudo comprobar si su orden fue llevada a cabo, porque la enfermedad lo
atacó de repente y no pudo subir más a los pisos superiores para cerciorarse por sí
mismo, pero confiaba ciegamente en lo que el Duque de Alcachofa le decía.
Sin duda el Rey añoraba aquellas noches de placer y frenesí en las alcobas
reales con su bellísima y ardiente esposa, a la que hubo de resignar, (a su esposa, no a
aquellas noches) por culpa de su enfermedad y de los asuntos de estado que lo habían
obligado a permanecer en el piso inferior.
Sabía que ella también sufría, cuando escuchaba por las noches los gritos de su
amada en su alcoba, seguramente por las pesadillas que le provocaba no poder estar
con su marido.
Por las mañanas ya todo era distinto. El alegre canturreo y la exuberante
sonrisa que la reina exhibía mientras bailoteaba feliz por los balcones, demostraban
que tales pesadillas ya habían acabado... y varias veces.
Generalmente los castillos medievales requerían mucho mantenimiento. Varios
chambelanes estaban a cargo de los cuartos donde vivía el Rey y otras tantas
mucamas hacían la limpieza. El maestro cervecero, hacía la cerveza. Las nodrizas
lactaban a los bebés de las señoras en residencia. Los acomodadores anunciaban y
acomodaban a los invitados. El castellano gobernaba el castillo, un secretario
escribía cartas y mantenía los archivos, los abaceros hacían velas, los giradores
giraban la lana, los sirvientes servían, los limpiadores limpiaban, los cocineros
cocinaban, las doncellas doncellaban, y los pajes... bueno, ellos también hacían lo
suyo.
La Princesa admiraba a su madre, y en cierta forma, también envidiaba un poco
aquella felicidad que emanaba de su constante sonrisa. Cuando supo por ella misma
el motivo de aquella radiante alegría, intentó encontrar de inmediato a su padre, para
exponerle la imperiosa necesidad que le había surgido de conseguir al príncipe de su
vida y casarse.
No era una tarea fácil (la de encontrar a su padre), ya que por aquellas tardes el
Rey solía frecuentar a las nodrizas que lactaban a los bebés, con la excusa que los
niños lo habían invitado a almorzar.
Entre provechito y provechito, el rey escuchó atentamente el angustiante
pedido de su hija y trató de consolarla, contándole que él se casó con la Reina siendo
un hombre ya mayor, porque anduvo muchos años solo entre hombres de guerra,
batallando durante el día y soñando por las noches con bellas mujeres. Fue
justamente debido a ello que ya tenía callos en las manos... de tanto empuñar la
espada.
Pero la Princesa no cejó en su intento. Estaba convencida que debía casarse,
4

invadida por el incontenible romanticismo propio de su edad, persuadida por


completo que debía encontrar el amor y absolutamente desesperada por hacerlo. Por
encontrar el amor, porque no se pude hacer, si primero no se encuentra con quien.
Aunque bien podría decirse que algunos no necesitan encontrar a nadie para hacerlo y
lo hacen solos. Pero eso ya tiene más que ver con el “amor propio”.
El rey tomó conciencia de la ardiente realidad de su hija, cuando descubrió los
restos de ropa interior incinerada, que todavía humeaban en el cajón del dormitorio
de la Princesa, y accedió a su pedido. Exigió tan solo una condición: el candidato
debería asegurar una muy buena dote para contraer enlace con su hija y así garantizar
la continuidad de riqueza de la casa real. Un Príncipe con una enorme e
impresionante dote.
De inmediato se pusieron en marcha los mecanismos publicitarios de la época,
pero el mensaje no fue enviado como ameritaba. Por un insignificante error de
interpretación, la noticia se expandió vertiginosamente entre los habitantes de la
comarca con una muy leve diferencia: no se buscaba ya, un Príncipe con una gran
dote, para la Princesa, sino un candidato muy bien dotado.
Muchos fueron los pobladores que se lanzaron a la aventura de intentar
conquistar a la Princesa, algunos verdaderamente dotados y otros a los que,
evidentemente, les habían mentido sin piedad.
Comenzaron entonces a desfilar frente al castillo real, centenares de jóvenes
exhibiendo sus dotes a quien los quisiera ver. Y se veía de todo. Algunos altaneros,
otros apesadumbrados, altivos, flacos, humildes, petulantes, gordos, amilanados,
soberbios, babosos, abatidos, y hasta alguno de distinta religión.
Grande fue la sorpresa del Rey al enterarse del error de interpretación de su
orden, pero de todas formas prefirió no modificarla, ya que dadas las circunstancias,
primó más el deseo de felicidad para su amada hija.
Los que lograban traspasar el primer filtro demostrando su valía a los guardias,
se apersonaban ante las “chequeadoras de dotes” de palacio.
Aquel era un oficio que hasta ese momento no había existido, pero ante la
urgencia del caso, el Rey no dudó en crearlo y convocó para tal fin a las nodrizas, en
las que tantas veces él mismo había depositado mucho más que su confianza. Ellas
eran las encargadas de revisar cuidadosamente todas las características de las dotes de
los postulantes, no exentas de un entusiasmo poco común y en muchos casos con
denodado ahínco, dedicación y esmero. Tanto afán y entrega demostraban, que a más
de una hubo que sacarla a la fuerza para que al menos tomasen un descanso para
almorzar, y por supuesto no faltaron las que debieron ser llevadas al hospital, porque
por tamaño esfuerzo, habían quedado acalambradas boquiabiertas... por el asombro.
Un esbelto muchacho marroquí de unos veinticinco años y de tez semi oscura,
había emigrado hasta estas tierras, cuando todavía era muy joven. Su nombre real
nadie lo conocía, pero su astucia, la extrema sagacidad que poseía para las trampas,
una notable picardía y la habilidad que lo caracterizaba para salir airoso de las peores
situaciones, lograron bautizarlo con el nombre de “ladino”.
El prefijo “Al” en el idioma árabe es el artículo determinado. Es invariable en
género y número, por eso equivale a el, la, lo, los o las. En algunas palabras árabes
5

que pasaron al español se quedó insertado en el vocabulario cuando se dice por


ejemplo: algodón (ya que en otros idiomas de Europa dicen coton, cotone, cotó,
cotton, katoen, etc.).
Por consiguiente, el muchacho en cuestión era popularmente conocido en toda
la comarca como Al-ladino, por las veces que salían a perseguirlo a causa de alguna
tropelía cometida, al grito de “Atrapen al ladino”!!
Entre las tantas particularidades que Al-ladino poseía y que lo hacían
sumamente identificable entre el resto, prevalecían sus atributos físicos. Siempre
llamaba poderosamente la atención, su andar desprejuiciado y hasta casi desafiante,
portando un enorme bulto debajo de su pantalón.
Cuando la curiosidad popular sobre el tema ya se había generalizado, Al-ladino
atribuyó aquella notoria prominencia, a una lámpara mágica que -según decía- solía
llevar a escondidas debajo de su pantalón, y que no podía exhibir, porque si por
casualidad era frotada por otra persona, un enorme genio saldría de ella y las violaría.
Sin embargo el efecto logrado fue el inversamente proporcional al buscado, ya
que no sólo no sació la curiosidad de todos sobre el tan mentado bulto para que lo
dejasen en paz, sino que incluso muchas mujeres (por no decir casi todas) ya estaban
ansiosas por frotarle la lámpara.
Demás está decir el alboroto que se originó cuando lo vieron participar de la
fila que esperaba su turno ante las “chequeadoras de dotes”. Más de un candidato
retornó vencido a su casa, sin siquiera haber pasado la prueba, dando ya por perdida
su insignificante posibilidad. Tal era el respeto y la admiración que provocaba Al-
ladino.
Tanta era su fama, que la reacción de las nodrizas fue más elocuente aún. Al
principio muchas quedaron muy turbadas con su presencia. Se diría que más… que
antes.
Luego de la sorpresa inicial, mientras algunas peleaban entre ellas,
arrancándose mechones de pelo para ver quién chequearía la dote de Al-ladino, otras
corrían hacia él desesperadas, abriéndose paso a los sopapos entre los participantes,
armándose finalmente una verdadera batalla campal, tan solo por frotarle la lámpara.
Luego de tamaña desprolijidad administrativa, el Rey no tuvo más opción que
declarar la nulidad del concurso y proclamar ganador por decreto real a Al-ladino.
Cuando la noticia llegó a oídos de la Princesa, si bien no dijo una sola palabra,
las comisuras de sus labios dejaron entrever una leve y sutil sonrisa de satisfacción,
ya que había escuchado en infinidad de oportunidades todo tipo de historias acerca de
Al-ladino y su lámpara mágica, mientras se hacía cada vez más oscuro el
interminable humo que aparecía por debajo de sus enaguas.
Al tiempo que esto ocurría, en otro sector del castillo y durante muchas horas,
duques, marqueses, condes y otros tantos hidalgos, encabezados por Ortiberio III, se
reunían a pedido del Rey para intentar complacerlo en su nuevo requerimiento.
No resultaba fácil la tarea de inventar un elevador. Mientras el Conde Licadeza
sugería amablemente la construcción de un enorme columpio que lograse unificar las
ventanas por fuera, lo peligroso del intento era rebatido por el Marqués Sina, y
apoyado vehementemente por el Duque Lotiró. Sin embargo y a pesar de ello, la
6

discusión se tornó realmente acalorada, recién cuando los sirvientes bengalíes dejaron
de abanicar.
Al principio el debate se alimentó de violencia y ésta a su vez se transformó en
disputa. Bien sabido es que la violencia es la gran hija de la disputa. Se culpaban
unos a otros de la escasez de ideas y de la poca creatividad reunida en ese recinto.
-No puede ser que no salga nada!- Gritó un Conde constipado, desde un rincón.
-Tranquilos. No se desanimen.- Le contestaba el Vizconde Tutilmeo, enfermo
de próstata -Tarde o temprano, algo saldrá!-
-En lugar de contribuir con nuevas ideas, sólo las critican. Nadie da un poco de
aliento- Decía un Barón que sufría de asma
-Tienen que hacer algo urgentemente y con vuestras propias manos- Les
recomendaba un paje mientras le miraba los tobillos a la Condesa Prensión.
-Casi lo tengo! Casi lo tengo!!- Se esforzaba en aclarar un Infante con sus
manos en los bolsillos, mientras guardaban silencio y brindaban el Conde de Borbón,
el Vizconde de Cabernet Sauvignón, y Barón de Torrontés-
-Esto es un insulto a la inteligencia- Protestó amaneradamente Ortiberio III
mientras golpeaba con su tacón el piso
-No puede ser que nadie sepa aportarme una sola idea digna de nuestro rey.
Sencillamente no puede ser!! Nadie me da ni siquiera una!!!! Necesito al menos una
que me sirva!!!!!-
Al escuchar esto, uno de los negros bengalíes se le acercó por detrás,
acostumbrado ya a aquellos ataques de histeria del Duque. Lo alzó entre sus brazos
casi sin esfuerzo, como quien levanta un vestido de seda, y lo llevó hasta una
habitación contigua, cerrando la puerta tras de sí, mientras el Duque seguía
lloriqueando y protestando como una niña caprichosa.
-Necesito que me den al menos una!!!-
Desde adentro de la habitación tan solo se escuchó un suspiro ahogado y luego
el silencio se apoderó de todos. Desde ese día, los hidalgos comenzaron a sospechar
que no todas las órdenes del Rey eran cumplidas.
A todo esto, en palacio continuaban los preparativos para la gran boda entre la
Princesa y Al-ladino, cuando varias nodrizas se apersonaron ante el Rey, pidiendo ser
las encargadas de los preparativos del ajuar de los novios para su noche de bodas,
bajo la excusa de la escasez de ropa interior de la niña (quedaban solo cenizas) y de
paso intentar nuevamente frotarle la lámpara a Al-ladino.
Pero el Rey no accedió al pedido. Conocedor del tema y sobre todo de las
nodrizas, temía que tanto frote previo, hiciese decaer el entusiasmo en la noche de
bodas. Y fue precisamente por eso, que al no lograr su objetivo, ellas no tuvieron más
remedio que recurrir a la vieja estratagema.
En una recámara casi escondida del piso más alto del castillo, habitaba la más
anciana de las nodrizas, que se llamaba justamente Estratagema.
Su nombre provenía precisamente de ello mismo, ya que fue lo que utilizó un
guerrero para embarazar a su madre y luego escapar.
Ella misma colaboró mucho en acuñar ese sobrenombre que la hizo conocida,
con sus amaños y triquiñuelas para obtener mayores beneficios durante sus años
7

mozos... y también cuando dejó de servir comidas.


Con el correr de los años, sus ardides, artimañas y tretas, fueron haciéndose
conocidas por todos y comenzaron a decaer en credulidad, por lo que lógicamente le
resultaban ya absolutamente ineficaces. Fue por eso que luego se la conoció también
como “la vieja de las tretas caídas”.
La vieja Estratagema luego de sopesar la situación con una mano y los limones
con la otra (ya que en ese momento se encontraba en el mercado), les recomendó
lograr la complicidad del Duque de Alcachofa, ya que por ser el máximo confidente
del Rey, también influía en sus decisiones.
Al principio la idea pareció descabellada, pero cuando comprendieron que el
Duque también era pelado, decidieron llevarla a cabo.
Llegaron hasta su alcoba, lo enfrentaron y hasta lo amenazaron con contarle al
Rey la realidad sobre los bengalíes.
El Duque, todavía enredado entre las blancas sábanas de seda de su lecho, de
las cuales trataba torpemente de desembarazarse ante la abrupta entrada de las
nodrizas, les pidió enérgicamente que se retiren de inmediato. Los tres bengalíes
obedientes, se levantaron de la cama y se fueron, y el Duque se quedó a solas con las
nodrizas.
Cuando ellas expusieron el punto en cuestión y sobre todo la amenaza de
descubrir el tema de los bengalíes, el Duque accedió a ayudarlas de inmediato y
urgentemente solicitó una audiencia con Su Majestad .
Esperó pacientemente durante veinte minutos y al ver que el Rey no llegaba,
fue en su búsqueda. Cuando lo tuvo delante, con su innata habilidad, verborragia y
convicción, le solicitó autorización para que las nodrizas se hicieran cargo de los
novios.
La respuesta del Rey se escuchó tenue, con voz entrecortada, pero contundente:
-No.-
El Conde temeroso se encomendó a Dios, y aún sin lograr verle la cara (al rey,
no a Dios), insistió en la conveniencia de aquella autorización por muchos motivos y
los fue enumerando, pero el Rey se volvió a negar.
Ortiberio III esgrimió entonces las bondades de los quehaceres de dichas
nodrizas, pero la negativa real se mantuvo incólume.
El Duque se veía cada vez más lejos de lograr su propósito, y mucho más lejos
aún de los bengalíes, cuando intentó como último recurso, una sutil amenaza de
contarle a la Reina las visitas que Su Majestad hacía frecuentemente a las nodrizas y
a hurtadillas (éstas últimas, ladronzuelas que deambulaban en las noches por el
castillo).
El Duque se quedó agazapado como esperando un cruel castigo.
El Rey hizo entonces un breve y pesado silencio, que fue apenas quebrado por
un suspiro. Se colocó nuevamente su corona y se levantó de su trono. Una vez que
salió del baño, se dirigió al Conde, que temeroso lo esperaba con los ojos cerrados y
la cabeza gacha como intuyendo un sopapo al menos. Con su mano derecha lo tomó
de la barbilla y levantó así lentamente el rostro del Duque, diciéndole casi al oído,
pero con voz firme y serena, como cada vez que dictaba una sentencia:
8

-Que sea la última vez... que se olvidan de poner papel en el baño!-


El conde entendió inmediatamente los dos mensajes del rey, ya que era muy
común en Su Majestad la utilización de las metáforas. Por un lado, con el silencio
exhibido ante su último requerimiento, estaba tácitamente otorgado aquel permiso
para las nodrizas, y por otro lado, como segunda intención, también había
comprendido que debía ir rápidamente a lavarse la cara.
Las nodrizas no perdieron tiempo en poner manos a la obra, o en la lámpara
mejor dicho, e intentaron organizarse para que no se volviesen a repetir discusiones o
peleas que provoquen al Rey retractarse de su decisión.
Intentaron repartir los turnos de atención al novio, pero un incipiente
entredicho entre varias ansiosas postulantes, hizo que determinaran hacerlo mejor por
sorteo y así evitar cualquier confrontación. Con tan mala fortuna que la que recibió
el primer turno fue la nodriza Dolores Molares, más conocida por Dientes de leche.
Dos eran sus particulares particularidades, particularmente particularizadas.
Una estaba referida al miedo, casi transformado en pánico, que le producía el Rey,
cuya presencia la ponía tan nerviosa que la llevaba a realizar todo tipo de torpezas.
Y la segunda estaba referida a sus dientes, ya que aquellos que tenía desde su
infancia, los llamados “de leche”, habían decidido quedarse para siempre y no dar
lugar a los nuevos, por lo que su dentadura, en relación con el tamaño de su boca que
sí creció con el paso de los años, se asemejaba más a la filosa dentadura de un
tiburón, que a una dentición mal formada.
Lo cierto es que la mala fortuna no estuvo esa noche Al-lado de Al-ladino
como ocurría de costumbre para salir airoso de difíciles situaciones, que por cierto las
tuvo y muchas, y más aún aquellas embarazosas, que tuvo sobre todo con mozuelas
con las que solía pernoctar.
Esta vez no fue así.
Dolores Molares ingresó a las habitaciones del novio con el mismo objetivo de
todas las nodrizas.
Su nerviosismo y excitación se acrecentó cuando lo vio recostado en su lecho,
sin su habitual vestuario.
En la penumbra de la cálida noche de primavera, apenas iluminada por la tenue
luz de una vela, le pareció advertir, tal vez producto de una sombra proyectada por
aquella lumbre, como también originada por su imaginación, al famoso genio que la
llamaba con una leve inclinación de cabeza.
Se abalanzó casi con desesperación hacia él y cuando ya se encontraba abocada
a su labor, alguien gritó desde afuera, tratando de alertar sobre la aproximación de Su
Majestad.
El nerviosismo se multiplicó e intentó acabar lo más rápido posible su tarea,
cuando a causa del viento, una de las celosías de la ventana trasera se cerró
repentinamente y el terrorífico golpe la hizo estremecer, obligándola a cerrar
instintivamente su boca.
Nadie pudo olvidar aquel estruendo. Mucho menos Al-ladino, que fue a quien
perteneció el grito. Ese instante quedó grabado en su retina, en sus recuerdos y en
muy determinadas partes de su cuerpo.
9

La Princesa quedó triste. Muy triste y sobre todo sin consuelo. No sólo porque
la boda nunca se llegó a celebrar, sino porque fue la primera vez que alguien quedó
viuda sin llegar a casarse.
Dicha situación no alteró demasiado a Su Majestad, ya que por aquel entonces
había comenzado a preocuparse por lo que ocurría en los pisos superiores. No tanto
por los constantes bailes y felices canturreos matinales de su amada esposa, sino
porque últimamente, también había visto hacer lo mismo al Duque de Alcachofa.
Muchas nodrizas y algunas mozuelas del poblado que tuvieron la oportunidad
de conocer a Al-ladino y sobre todo de frotarle la lámpara, tampoco encontraron
consuelo ni siquiera en sus maridos, después de aquel desafortunado incidente.
A partir de ese día y con el transcurrir de los años, la leyenda del genio de la
lámpara se fue agigantando y convirtiendo de a poco en una increíble fábula, que ya
nadie, nunca más, podrá llegar a certificar.
Lo que sí todos recuerdan de aquella cálida noche de primavera, fue el ver
correr por las calles del condado al joven y esbelto marroquí de tez oscura, haciendo
honor a su cambio de nombre de Al-ladino, por el de Al-larido.
10

“EL CUADERNILLO DE LA SELVA”


(Ni llega a libro)

La etimología de la palabra “salvaje”, proviene de selva. Pero claro está, no


todo lo que tiene que ver con la selva es salvaje, ni todos los salvajes están en la
selva.
La selva virgen (si es que queda algo así en este mundo) posee muchas
particularidades en cuanto a su composición y estructura, y por supuesto también, en
cuanto a sus especies.
Muchas de esas especies son vegetales (comino, romero, orégano, etc.) y otras
tantas animales, que a su vez tienen su propia estructura y organización. Mal que
pese, los humanos también pertenecen a esta especie animal (mal que pese… a la
especie).
Siempre dije y sostuve que amaba la naturaleza y a los animales, y que si había
algo que me fascinaba, eran los viajes para disfrutar de ellos.
Gracias a mi trabajo como agregado cultural de la embajada (agregado, porque
iba de colado), tuve la oportunidad de apreciar las maravillas arquitectónicas
parisinas, los grandiosos monumentos romanos, el ambiente cultural londinense, la
impactante historia griega (mucho más impactante cuando uno se cae en uno de los
pozos de las nuevas excavaciones) y disfrutar a pleno de las bondades nocturnas de
bares y cabarets tailandeses, en donde la amabilidad de las aldeanas se prodigaba por
unos céntimos (Eso sí, siempre provisto en la mochila de una inyección de
penicilina).
Después del último viaje que hice a la selva africana, puedo decir con absoluta
franqueza, que todo aquello que sostenía sobre el amor a los animales, hoy en día lo
reafirmo en grado superlativo.
El cronograma que nos entregaron sobre el safari a realizar, en una de las
excursiones a la selva, estaba escrito en inglés, francés, alemán, italiano y el idioma
local, que vaya a saber Dios que cuernos decía, ya que pedí expresamente un folleto
explicativo en español, pero descubrí a través de su sarcástica sonrisa, que los
lugareños no me habían entendido ni un ápice, ya que sólo me trajeron un café
expreso.
Un poco por señas y el resto a los empujones, me indicaron dónde se
encontraba el transporte que nos llevaría a la excursión.
Resultaba notorio que la empresa organizadora, estaba intentando abaratar
costos y por consiguiente, haciendo reducción de personal y de transportes, ya que
nos ubicaron a los 17 pasajeros en un sólo jeep.
Estábamos tan apretados que hasta pensábamos lo mismo.
Unos no tuvimos más remedio que sentarnos encima de otros, lo que no
hubiese sido tan molesto, a no ser por el camino pedregoso y lleno de desniveles que
tuvimos que atravesar, lo que originó en algunos casos como el mío, un malhumor
inusual y en otros una placentera sonrisa, con la secreta esperanza que el viaje no
acabe jamás. O sí.
11

Lo cierto fue que después de aquel viaje, se podría asegurar que comenzaron
algunos romances.
Según la foto que estaba impresa en el catálogo de la empresa, el vehículo que
nos transportaría a la inolvidable experiencia del safari, contaba con todos los
adelantos tecnológicos y de comodidad, clasificado como de última generación.
Evidentemente, el que nos llevó, se había degenerado bastante, ya que el techo
de lona exhibía enormes agujeros, los soportes de hierro estaban absolutamente
oxidados, y los almohadones de los asientos brillaban por su ausencia. Entonces
entendí el porqué de que en cada mesita de luz del hotel, había una pinza de depilar,
que según me contaron, generalmente era utilizada para quitarse las astillas de los
asientos de madera, luego del paseo.
Comprendí y bendije mi suerte, ya que yo no tendría que utilizarla, porque me
tocó viajar sentado encima de un petiso, que si bien no era enano, tampoco llegaba a
una altura mínima, y tenía la ventaja que yo podía mirar el paisaje por encima de su
cabeza.
Al cabo de cierto trayecto, le propuse cambiar de posición por si le resultaba
pesado, pero se negó mientras me guiñaba un ojo. De cualquier forma, puedo llegar a
afirmar que todo lo que se dice en la jerga popular sobre los petisos es
absolutamente… verdadero.
El camino extremadamente sinuoso que se adentraba en la zona selvática, se
asociaba con la excelente puntería del chofer que no le erraba a ningún pozo y uno
por uno los iba pisando, para zamarrearnos como si estuviésemos en un jeep enfermo
de Parkinson.
Era tanta la incomodidad y el deseo de terminar con semejante apretujamiento
y ajetreo, que cuando alguien caía del jeep en medio de la ruta, todos miraban para
otro lado y nadie decía una palabra, para que no lo rescaten y así viajar más cómodos.
A toda ésta molestia e irritación, había que agregarle el aroma de hacinamiento
que se producía, ya que si bien el jeep no contaba con puertas y se encontraba
totalmente abierto, la aglomeración de aquella gente apretada, provocaba
inevitablemente percibir muy de cerca los respectivos efluvios corporales, incluyendo
las de aquellos que no guardaban una dieta sana y exenta de picantes.
Semejante traqueteo facilitaba y hasta forzaba la exhalación y/o expulsión de
aquellas consecuencias intestinales, hecho que empeoraba a su vez, si tomamos en
cuenta que en aquella zona la dieta se rige a base de legumbres.
Ni cuando practicaba buceo, logré aguantar la respiración durante tanto tiempo.
Allí comencé a perder el olfato.
Ya en medio de la zona selvática, cuando los árboles gigantes apenas si
permitían el paso de la luz solar y nos rodeaban los arbustos y las plantas, que a su
vez nos duplicaban en altura, el chofer del jeep gritó algo en varios idiomas, pero
claro está, no en español.
Todos se sujetaron de los caños que rodeaban al vehículo y cuando al verlos,
intenté hacer lo mismo, un gran montículo de troncos en el sendero, provocó que el
jeep pegara un sorpresivo brinco que me hizo volar por los aires.
Cuando caí, el transporte había seguido su camino, por lo que ya no estaba ahí.
12

Grité y hasta les tiré cuanta cosa encontré en el suelo, pero todos miraban para
otro lado, como admirando las belleza de las plantas, con cara de “no escucho nada”
como perro que se lo están... en fin... Quedé ahí, en medio de la selva.
Creo que tan sólo el petiso me extrañó un poco.
Me insulté tres mil veces en diez segundos, por haber subido a aquel jeep, y
otras diez mil veces al chofer y a los ocupantes del mismo, pero al ver que ello no
solucionaba nada y que obviamente un taxi no pasaría jamás por allí, decidí
emprender el regreso a pie.
Toda persona que se precie de ser mínimamente inteligente, conoce varios
métodos y formas para desandar un camino recorrido, aún sin conocerlo.
No era mi caso. Estuve varias horas dando vueltas por el mismo lugar, cosa que
advertí recién cuando vi la mancha de orina, con la que hacía una hora había regado
un árbol.
Al principio el verdor del paisaje, el fresco aroma de la mañana que emanaban
aquellas plantas y el alegre canturreo de los pájaros, hacían de aquello una
experiencia fascinante, pero cuando me encontré de frente con un cachorro de hiena,
que babeante me mostraba su dentadura, todo cambió.
El animal, por ser cachorro, era bastante pequeño y por más que me mostraba
amenazante sus colmillos, no aparentaba ser una verdadera amenaza, por lo que lo
tomé del cuero de su lomo y lo arrojé sobre unos arbustos, para que su caída estuviese
amortiguada.
Lo que no alcancé a advertir, fue a toda su familia y al parecer también, a todos
los vecinos del pequeño, que detrás mío, a tan sólo unos metros, me miraban
fijamente mientras comenzaban a gruñirme.
Lamenté mucho no haber tenido testigos que lo certifiquen, pero puedo
asegurar que he batido el récord de los doscientos metros en menos de seis segundos,
incluyendo una trepada al árbol más alto.
La hiena, al ser por excelencia un animal carroñero, está provista naturalmente
de una paciencia extrema. Pero no tanto como la mía que era provocada por el
pánico.
Allí estuve trepado a una alta rama de aquel árbol, durante muchas horas,
mientras las hienas me esperaban abajo con su vista clavada en mí.
Ni siquiera una lluvia dorada las espantaba. Incluso parecían disfrutar de aquel
baño de orina.
En definitiva estuve varios días allí colgado, comiendo los frutos de aquel
árbol, que si bien obviamente no eran venenosos, eran al menos muy eficaces como
laxantes. Creo que en aquellas ramas, nunca más se meció ningún chimpancé.
Al cuarto día, por fin las hienas se fueron corriendo, tal vez por designio de
Dios, por casualidad, o quizás por la presencia de una leona hambrienta, lo cierto es
que ya no significaban más aquel peligro.
Ahora el peligro era la leona, que al olfatear la orina, miró hacia arriba y al
verme comenzó a relamerse. Creo que hasta me imaginaba con una guinda en la
cabeza. Pero por suerte, las leonas no tienen tanta paciencia como las hienas y al
anochecer también se fue a buscar una presa más cercana.
13

Por la debilidad que tenía, logré bajar a duras penas de aquel árbol, al que ya
había empezado a encariñarme.
Después de cuatro días comiendo solo laxantes, mi natural delgadez se había
acentuado bastante. Allí perdí muchos kilos.
Comencé a caminar de regreso, sorteando ramas, arbustos, y alguna que otra
alimaña, cuando al cabo de tres horas, el nervioso aletear de unos pájaros que
levantaron vuelo repentinamente me hizo estar en alerta.
Allí estaba otra vez la leona, a escasos cincuenta metros, mirándome fijo como
tratando de adivinar mis movimientos.
No lo pensé dos veces (Según mi tío el embajador, nunca pensé, así que no iba
a empezar justamente ahora) e intenté trepar nuevamente a otro árbol, pero mis
flácidos músculos ya no respondían ni con el aliciente del miedo.
Conocedora de la naturaleza, la leona comenzó a acercarse lentamente, como
intuyendo un almuerzo ya casi servido. Pero el instinto de supervivencia siempre es
más fuerte. Empecé a trepar hasta con los dientes, justo cuando el animal ya se
abalanzaba sobre mí. Tan sólo logró darme un zarpazo a la altura de las nalgas,
desgarrándome el pantalón, mientras yo terminaba de subir hasta la rama más alta
que podía.
Allí perdí mis pantalones.
Otra vez me encontraba sentado sobre una rama, en la copa de un árbol de
frutos distintos pero con idénticos resultados.
Luego de unas horas la leona nuevamente emprendió su retirada y yo decidí
quedarme un día más allí, por previsión y porque ya no tenía fuerzas para subir de
nuevo a un árbol si llegaba a haber otro bicho en las cercanías.
Estaba flaco. Muy flaco (Yo, no el árbol). Tanto que bien podía acostarme en
una aguja y taparme con el hilo.
Mientras comenzaba a caminar, intentando regresar al campamento, descubrí
que debido a tanta delgadez, tenía que pasar dos veces por el mismo lugar para hacer
sombra. (A todas aquellas mujeres que se quejan por no poder bajar de peso, les
recomiendo unos días en la selva.)
Luego de otro par de días deambulando sin rumbo fijo por la selva, todo se me
iba tornando familiar y conocido. Por una lado por el lento acostumbramiento al
medio ambiente y por otro lado porque evidentemente estaba caminando en círculos.
Me tiré a descansar exhausto sobre unas hojas caídas, que me sirvieron de
mullido colchón y lentamente me fui dormitando.
Durante esos segundos previos al sueño profundo, pasaron fugaces por mi
mente, las imágenes de la mirada de la leona, las hienas, los frutos laxantes, el petiso,
el chofer y su puntería, y la leche en el fuego que dejé antes de salir en la cocina de la
embajada. Imaginé también el rostro de decepción de la leona y de las hienas, la
tristeza del petiso, el raro idioma del chofer y los insultos que me estaría lanzando el
embajador mientras observa el incendio en la embajada.
Me quedé profundamente dormido boca abajo, sin pantalones con mis efluvios
corporales al descubierto, sin pensar siquiera que, debido al gran olfato de los
animales, eso podría atraer a alguno en época de celo.
14

Tan sólo desperté cuando sentí su respiración en mi oreja y sus manos peludas
se apoyaban en mis hombros.
Por el hediondo aroma que emanaba de su excitada respiración en mi mejilla, y
por su cara, reconocí de inmediato que se trataba de un enorme gorila, que mientras
me miraba dulcemente, se había acostado encima de mí.
Con los dedos de sus pies sujetó mis tobillos, mientras que con sus fuertes y
enormes manos apretaba las mías para que no pudiese moverme. Y no pude. No sé si
se debió a un producto de la imaginación o si realmente fue así, pero me pareció que
hasta me tiraba un besito.
Lo cierto fue que mi grito, lo escucharon hasta en la gran capital.
Allí perdí mi virginidad.
Bueno, me despido de ustedes con ésta última carta, mandándoles muchos
besos a todos y quiero decirles que los extraño mucho. Ahora tengo que dejarlos
porque mi gorilita ya está volviendo del trabajo y tengo que prepararle la comidita.
Besitos, besitos, besitos.
15

“EL MALAPATA”

La piratería es un acto de saqueo organizado, tan antiguo como la navegación


misma.
Quitando algunas excepciones, como la de los Corsarios, que solo tenían
ambición y falta de escrúpulos, (suena conocido, no?) los piratas tenían como
principal objetivo enriquecerse lo más rápidamente posible (más conocido todavía), y
no les importaba cometer cualquier acto vergonzoso con tal de conseguir todo tipo de
ventajas y botines (Cualquier similitud con algunos políticos, es pura coincidencia).
Para los piratas, filibusteros y bucaneros de la época, no era lo mismo ser un
pirata viejo que un viejo pirata.
El Malapata era las dos cosas. Un viejo piratón que se las sabía todas a fuerza
de experiencia y de haber logrado una gran cantidad de triunfos, y de muchas
pérdidas también.
La primera pérdida significativa que marcó su historia, su vida y también su
cara, fue la de su ojo izquierdo causado por una nuez, en una dura batalla contra un
bergantín de la marina francesa.
En realidad, cuando los marinos franceses eran abordados por los atracadores,
liderados por el famoso pirata “Acento entre paréntesis” (que tiempo más tarde
recibiría el apodo de Malapata), a aquellos desprevenidos marselleses se les estaban
acabando las municiones y no tuvieron más remedio que defenderse con las bolsas de
nueces que llevaban como cargamento.
Las arrojaban en cantidades y una de ellas justo fue a parar en la boca del
trabuco del capitán, quedando allí trabada y tapándola por completo, en el momento
en que éste apuntaba para dispararle a otro soldado.
“Acento entre paréntesis” siempre se jactó que donde ponía el ojo, ponía la
bala. Obviamente cuando disparó haciendo gala de su jactancia, la bala salió hacia
atrás.
Lamentó mucho la pérdida de aquel ojo por tres motivos: el primero, porque su
visión se redujo a la mitad, el segundo porque ya no tenía el mismo punto de vista
sobre las cosas y en tercer lugar, porque era el único con el que sabía guiñar.
Desde ese entonces para tapar el agujero en su ojo, colocó una bolita de madera
que sujetaba con un parche negro.
Los piratas siempre preferían utilizar apodos en lugar de sus verdaderos
nombres, para no ser reconocidos.
Al capitán de los piratas le fascinaba salir desnudo a pasear por la borda del
barco, en las noches de quietud del mar y en lo posible, de luna llena, para disfrutar
del rocío nocturno.
También siempre fue motivo de burla y de risas, incluso desde su infancia el
hecho de haber sido muy chueco. Aquellas piernas curvas eran dos arcos casi
simétricos, como si se vieran reflejados con un espejo de por medio.
En una de aquellas noches de luna llena, la más bella de las doncellas que
16

habían sido capturadas para luego pedir recompensa, se asomó por la ventanilla de su
celda, que permitía observar a ras de la cubierta del barco, y a causa del reflejo de luz
que emanaba la luna, tan sólo vio desde su ángulo del piso, el contorno del capitán,
que a pocos metros de ahí observaba de espaldas el mar.
A partir de aquella fantasmagórica visión de ese contorno en la oscuridad de la
noche, y con la imponente luna llena como fondo de pantalla, fue que le quedó como
apodo la exclamación con sorpresa de la doncella
-Parece un acento entre paréntesis!-
La segunda gran pérdida que sufrió el capitán, fue la de su mano izquierda.
Una tarde, en una herrería donde probaban la guillotina del pueblo con la que solían
ajusticiar a los delincuentes, del otro lado de la guillotina, por el orificio donde se
coloca la cabeza del condenado, “Acento entre paréntesis” vio a una doncella que se
agachaba para recoger una manzana del piso y su instinto seductor lo llevó a querer
pellizcarla, sin advertir que la cuchilla ya estaba descendiendo en su prueba.
No hicieron falta más pruebas, porque comprobaron que la cuchilla estaba
realmente muy filosa. La mano del pirata casi salió disparada en dirección a la
muchacha, a la que aún se la suele ver saltando y canturreando feliz por las calles del
condado.
Para reemplazarla (a la mano, no a la muchacha), se colocó un gancho, pero de
madera, no de metal, porque tenía una gran rivalidad con el capitán Garfio y no
quería parecerse a él.
En un elevado y secreto rincón de uno de los estantes superiores de su
camarote, el capitán guardaba celosamente el botín logrado en su último atraco. Lo
miraba y lo admiraba cada vez que se quedaba a solas en su catre, demostrando un
gran orgullo por lo obtenido.
Sin embargo sabía que debía encontrar rápidamente otro botín más, para lograr
sus dos más preciados objetivos: hacerse rico y lograr el par para calzarse como
corresponde.
Fue así entonces que levó sus anclas, se levantó de su jergón, (un colchón
relleno de pura paja, que el mismo capitán con su mano buena, se encargaba de seguir
rellenando cada noche) y se fue al barco en busca de nuevas aventuras.
Otra pérdida importante del capitán, se refiere la de su pierna derecha, que dio
origen a su apodo posterior de Malapata, y el cual reemplazó finalmente al de
“Acento entre paréntesis”, ya que además de perder la pierna, éste último apodo
también había perdido significación.
En aquella época, los piratas usaban muy poco los cañones, puesto que la
precisión de las armas de fuego era muy escasa, y por otra parte, lo que más les
importaba era el cargamento de aquellos barcos y en lo posible hasta el barco mismo,
por lo que no estaban interesados en dañar su estructura.
De todas formas, fue tan sólo después de aquel infortunado y casual hecho que
significó la pérdida de su pierna, que Malapata prohibió por completo su uso. (De los
cañones, no de las piernas)
Los piratas se acercaban peligrosamente en sus rápidos y veloces barques (no
es un error de tipeo, sino que así se llamaban esas embarcaciones), hacia el enorme y
17

pesado galeón francés, que a su vez exhibía sus peligrosos cañones de gran porte a
ambos costados de cubierta.
Estaban decididos al abordaje, pero para ello primero debían amedrentarlos y
luego acercarse lo suficiente para lograrlo, así que el capitán decidió comenzar a
intimidar a los tripulantes del barco mercantil con una salva de sus tres cañones sobre
la cubierta enemiga, con muy poca fortuna, ya que cuando el galeón comenzaba a
responder el fuego, a uno de los cañones de los piratas se le trabó la bala adentro del
mismo.
Comenzaron a hacer denodados esfuerzos por desbloquearlo, pero sin éxito.
Esto exasperó a Malapata, quien llegó hasta el marinero que casi metido adentro,
intentaba destrabarla llenándola de más pólvora, y de un costado con un tremendo
puntapié lo quitó del medio, justo cuando éste terminaba de desbloquear el cañón.
Por la excesiva carga de pólvora utilizada, el estruendo fue el doble de lo
normal justo cuando su pierna terminaba de expulsar al marinero. Eso salvó que el
cañón explotase, salvó de matar a todos los marineros por semejante explosión, se
salvó el marinero que salió volando y hasta se podría decir que salvó también la
situación, salvo su pierna.
Tiempo después encontraron los restos de su bota en una isla cercana y
dedujeron que se trataba de una isla sin piratas ni truhanes, porque el botín aún seguía
ahí.
Desde ese día, sin saber cómo resolver su problema de cojera, encontró una
provisoria solución en una sopapa (el desastascador utilizado para desobstruir
cañerías) e invirtiendo su posición, ató la parte con la goma sobre su rodilla, y ya no
le interesó ir en búsqueda de su segundo botín.
Tenía ya tantas partes de madera en su cuerpo y era tan poco hábil para las
labores manuales, que muchos no sabían decir si era medio hombre o medio de
madera.
Pero además Malapata hacía honor a su nombre.
Por tantos disparos que cayeron sobre la cubierta del barque, éste solía estar
sembrado de agujeros en los cuales muy a menudo su pata de palo quedaba trabada y
debían ayudarlo entre cuatro para quitarlo de allí.
Su cuerpo había sufrido incluso otra pérdida, aunque pequeña, que también fue
reemplazada por un diminuto trocito de madera, pero los historiadores que analizaron
el tema, aún no se han puesto de acuerdo si aquella pérdida se debió a una cuestión de
higiene o de religión.
Lo cierto es que la vida en los barcos piratas no era fácil en absoluto y la
captura de barcos, muy peligrosa, ya que se jugaban la vida constantemente. Pocas
cosas eran placenteras, además de las incomodidades del lugar que se hacían notar
cotidianamente.
La higiene personal era un tema absolutamente desconocido. No existían los
baños por ejemplo, ni el papel higiénico y mucho menos bidé ni desodorantes
ambientales.
Cierto día, mientras con sus dedos Malapata saboreaba un dulce, muy parecido
al de leche en su color y consistencia, (ya que los cubiertos como tales, no eran
18

tomados en cuenta) un marinero se le acercó pidiéndole sugerencias sobre la comida,


pues sufría de una considerable diarrea, en el preciso momento en que se le acercaron
dos de las doncellas que viajaban con ellos preguntando:
-De qué hablan?- y Malapata contestó, señalando al marinero que se acariciaba
el estómago, y mientras él se chupaba los dedos impregnados de aquella sustancia
viscosa y marrón
-El turco tiene demasiada diarrea-
Las pobres doncellas estuvieron vomitando una semana entera.
Si bien los piratas veían con buenos ojos hacer sus necesidades por la borda,
los peces no opinaban lo mismo. Se podría decir que algunas especies comenzaron su
extinción por aquellos días. Sin embargo eso no era lo peor. Tampoco había lavaderos
de ropa y por consiguiente mucho menos, cambios de vestuario. Esto por supuesto
incluía la ropa interior, así que durante los meses que duraban sus travesías, utilizaban
la misma vestimenta, la cual durante los últimos días del viaje, por su rigidez, ya
servían también como armadura.
Por aquellos años, los barcos de los piratas eran muy fáciles de distinguir, ya
que solían izar una bandera roja o negra, según la ocasión. Las primeras banderas se
creen que fueron rojas, recordando la sangre que derramarían si el adversario no se
entregaba. Aunque después fueron habituales también las negras, que son las que se
han popularizado más.
El barque de Malapata, utilizaban la negra con una calavera en el centro, para
infundir mayor temor en sus enemigos, y si viajaban doncellas en el navío, una vez
por mes izaban la bandera roja.
Justamente a raíz de esos días de banderas rojas, se produjeron distintos
altercados entre los marineros, lo que llevó a Malapata a tomar la determinación de
no viajar más con mujeres a bordo, para evitar confrontaciones.
Cuando los viajes eran cortos, no había mayores inconvenientes. Pero si su
extensión superaba los cinco meses, ahí la situación se tornaba tensa. Tan tensa que la
cubierta del barco comenzaba a llenarse de monedas de oro, que se les iban cayendo a
los marineros mientras trabajaban. Quedaba claro que nadie se animaría a agacharse
para levantarlas, y mucho menos a dormir por un rato.
El único que se sentía a salvo era el marinero castigado, que subido al carajo se
encontraba alejado de todos arriba del palo mayor. Pero en la borda y en los
dormitorios todo era una nerviosa espera, con la esperanza de que alguien se
dormitase.
Malapata tomó conciencia de ésta situación, después que cinco de los
marineros comenzaron a mirarlo con dulzura y más de uno le guiñaba un ojo.
Decidió entonces salir en busca del barco que transportaba a la Princesa, quien
-según decían- además de muchas de sus damas de compañía, traía consigo un gran
tesoro oculto. Lo que Malapata desconocía era quién llevaba el tesoro oculto, si el
barco, las damas de compañía o la misma Princesa.
Pero no lo pensó mucho y se lanzaron a la búsqueda de aquel ansiado barco.
Mucho más rápido aún, cuando Malapata oteando el horizonte en la punta más
extrema de la embarcación, entre los maderos de la proa, sintió que el contramaestre
19

lo abrazaba por detrás, mientras le tarareaba románticamente al oído una melodía


similar a la de “Titanic”.
El capitán levantó abruptamente su pata de palo hacia atrás, pegándole en la
entrepierna, por lo que el contramaestre quedó haciendo flexiones durante veinte
minutos.
Por suerte para muchos de ellos que ya estaban produciendo testosterona en
cubitos, avistaron la embarcación de la Princesa antes de lo esperado.
La algarabía fue indescriptible. Saltaron, gritaron, bailaron, y algunos hasta se
besaron.
Luego de tantas privaciones, de tanta espera, de tanta ansiedad reprimida,
llegaba entonces el objetivo más difícil: dejar de besarse y entonces sí, abordar el
barco.
Sin embargo los valientes y arrojados piratas lo lograron más rápido de lo que
pensaban. En realidad tardaron bastante, porque pensar les costaba mucho más.
Como siempre, luego de un abordaje exitoso, lo primero que hacían eran
reportar las bajas. Eran tres. Entre las damas de compañía de la Princesa, había tres
petisas. Por las dudas, como no eran muy buenos para las matemáticas y para no
cometer errores, las contaron siete veces. Luego, como indicaba el protocolo de
aquellos arrojados piratas, debían llevarlas hasta el trampolín de cubierta para
arrojarlas al mar.
Ellas no se negaron y se zambulleron en la inmensidad del océano, una a una
sin decir una palabra. Y luego otra vez, y otra, y otra, y otra, hasta que alguien les
recordó que no debían subir de nuevo al barco. Ellas no los comprendían por no
hablar el idioma... ni de ellos ni de ellas, ya que eran mudas. Entonces los piratas
dejaron de ser arrojados, y decidieron dejarlas en el barco, por un lado porque de
tanto que se habían tirado al mar, las petisas ya estaban casi sin ropas, lo que dejaba
al descubierto lo apetecibles que estaban, y por otro lado fueron muchos meses de
dura, muy dura espera como para andar discriminando por diez centímetros más o
menos.
Mientras tanto Malapata se encontraba ajeno por completo a todo esto. Estaba
absolutamente embelesado, absorto, arrobado, cautivado, hechizado, seducido y hasta
fascinado con la belleza de la Princesa, tanto que sin darse cuenta, había levantado su
pierna buena, sosteniéndose tan sólo con la de palo casi como si estuviera levitando.
La princesa también quedó impresionada al ver al capitán sosteniéndose al
palo. Se encendió entonces entre ellos, un potente fuego de pasión y sus ojos
entrecruzaron fuertes chispazos de deseo, con los que tuvieron que tener mucho
cuidado, ya que Malapata tenía casi medio cuerpo de madera.
Tuvieron a partir de ese momento un intenso romance, que los iba consumiendo
lentamente en excitación, hasta que por fin pudieron concretarlo.
Fueron casi quince interminables segundos. Cuando finalmente sus cuerpos se
juntaron (o lo que quedaba del de Malapata) éste encontró el tesoro de la Princesa del
que tanto se hablaba: ella también había tenido un accidente montando a caballo,
cuando su rígida montura se partió al medio y las partes íntimas de la Princesa
tuvieron que ser reconstruidas... con madera terciada.
20

Una vez ya en el camarote del capitán, comenzaron a prodigarse en caricias y


tan sólo tuvieron que tomar la precaución de no frotarse demasiado para no
incendiarse.
Ella empezó entonces a dispersar diminutas partículas de transpiración
producto de su excitación, él igual pero de fogosidad e impaciencia, y entre ambos,
aserrín.
Fue un amor como pocos, que si bien no duró mucho porque la vida de casados
los fue deshaciendo en astillas, tuvieron al menos como premio, el fruto de su amor.
Nunca más se habló de ellos. Ni de la princesa ni de Malapata. Ella por haber
sido la renegada hija de un rey, que abandonó todo por seguir a un pirata, y él porque
era de madera.
La historia tan sólo habló del padre de Malapata que fue en definitiva quién
crió al hijo de aquella pareja, y por supuesto también, del adorado niño: el pequeño
Pinocho.
21

LA MALA SUERTE
I

Como casi la gran mayoría de los días de mi poca fortuna, se podría decir que
todo empezó por la mañana muy temprano.
Sin embargo y haciendo honor a la verdad, habría que mencionar -algo sobre lo
que estoy firmemente convencido- que todo comenzó el día de mi nacimiento o tal
vez sería más acertado indicar el mismo momento de mi concepción (o la noche, para
ser más precisos).
Quizás sería aún más apropiado y certero, comenzar echándoles la culpa a mis
progenitores, antepasados o a sus ancestros, que desde un tiempo inmemorial
estuvieron signados por la mala fortuna y cuya consecuencia hereditaria a través de
los años, se ha volcado íntegra e inexorablemente en mi persona.
He escuchado infinidad de veces que la mala suerte no existe. Que no es más
que un fútil intento de justificar nuestros errores o la propia incapacidad que
poseemos para llevar algo a buen término.
Muchos aseguran que existen dos clases de personas (Teoría que no comparto,
ya que conocí a muchas de las más distintas clases y raleas): los que creen que para
todo hay una explicación científica y en consecuencia una respuesta lógica y
coherente, y los otros que cuando se topan con algo que no ha sido explicado por la
ciencia, lo endilgan a la suerte (Tanto buena como mala), penetrando en el mundo de
la superstición y las cábalas, y culpando a la mala suerte si algo no ha salido bien.
Es así que desde las épocas más remotas, hubo gente que se aprovechó de los
ingenuos y desprevenidos, y comenzó a comercializar todo tipo de talismanes y
amuletos que supuestamente ayudan a la buena suerte. Circunstancia esta que se
debe generalmente, más a un hecho fortuito y luego comercializable, que a la
verdadera cualidad mágica que supuestamente posee para provocar buena fortuna.
Basta con que alguien recoja del suelo, en medio del bosque, una piedra con
forma romboidal y a los pocos minutos, esa misma piedra le baste para ahuyentar a
un lobo hambriento (Pegándole previamente en un ojo), para que luego se le
atribuyan poderes sobrenaturales a todas las piedras que contengan esa forma.
En todo caso, el fortuito hallazgo de aquella piedra fue la que lo salvó de ser
atacado por el lobo hambriento y no la piedra en sí, y de todas formas, si hubiese sido
la piedra, sería solo esa piedra específica y no todas las que tengan aquel formato, la
que le sirvió para salvarlo del lobo, y en la última de las hipótesis, si no hubiese
encontrado esa piedra, el hombre se hubiese defendido hasta con el cinturón que le
sujetaba los pantalones, por lo que luego comenzarían a venderse los cinturones de la
suerte contra los lobos hambrientos.
En definitiva se concluye que los amuletos, talismanes o como quieran
denominarse, no son más que la proyección de la propia fe, depositada en un objeto
que a su vez nos la devolverá en el momento que la invoquemos. Pero los objetos en
sí, por sí solos, no dan suerte, no poseen ninguna mágica característica que nos pueda
ayudar, ni mucho menos.
22

El punto ha quedado demostrado y se decanta irrebatible. Y aquí me asalta la


pregunta: ¿Qué cuernos hago yo con esa sarta de estupideces de la suerte, de todo
tipo y tamaño que decoran mis repisas y muebles?
Allí están, adormecidas en el letargo de su propia incapacidad, el escarabajo
egipcio, el dado de la suerte, una planta de laurel, la moneda de la fortuna, el
elefantito (Al que hay que colocarle obligadamente un billete enrollado en la trompa,
porque si no, minga de dinero), la ruda macho, el Buda meditando o sonriente, que
se puede adquirir como colgante o para repisas y al que obligadamente, hay que
acariciarle su prominente abdomen para que la buena fortuna se acerque a nosotros,
las piedras marinas, la manito jamsa , los enormes caracoles comprados en la playa,
el delfín de cristal, las plantas Bonsái, un trébol de cuatro hojas, la herradura de
caballo colgada encima de la puerta de calle para que neutralice la energía negativa,
la ranita, la lechuza, el anillo, la cadenita, el collar, y hasta el calcetín con el que
ganamos aquella final de campeonato… en fin, me falta colgar sólo el cinturón contra
el lobo hambriento.
Una a una las voy mirando e intentando recordar de qué se tratan, de dónde
provienen y para qué tipo de suerte se las utiliza. Porque hay algunas que son
específicas. No se puede usar una que supuestamente da suerte con el amor, para
curarse una diarrea. Y mucho menos mezclarlas. Porque lo único que lograríamos
sería un amor que apesta o estar enamorado, pero solo si los encuentros se producen
adentro del baño.
Vuelvo a mirar detenidamente a todos y cada uno de aquellos talismanes y se
podría decir que hasta casi los increpo con la mirada. Ellos parecen advertir la
inquisición en mis ojos:
-¿Y? ¿Cuándo se van a dignar a empezar a trabajar?-
No solo no se inmutan, sino que se mantienen impertérritos en su posición,
observándome casi con burlona ironía.
Pero no me preocupa. Nunca creí demasiado en ellos. De ser cierto todo lo
que dicen sobre sus poderes, no tendría la mala suerte que me persigue impasible.
Tan sólo mi mujer los colecciona y hasta me animaría a decir que los adora un
poco. Siente una extraña y mítica devoción hacia ellos, que se hace más evidente
cuando toca limpiar las repisas. Cada vez que tiene que levantarlos para pasar un
trapo y sacarles el polvo que los fue recubriendo, nunca deja de mirarlos con
esperanza, como tampoco se pierde la oportunidad de acariciarle la panza al Buda o
acomodar el billete del elefantito mientras murmura casi como para sí algún íntimo
deseo, por lo general de índole económico. Los restantes ni me los comenta.
Si bien yo no creo en todos esos fetichismos, me resulta mucho más económico
en disgustos no inmiscuirme en sus creencias, puesto que algunas acaloradas
discusiones al respecto, así me lo han demostrado. Si ella pedía por más dinero, era
porque yo resultaba un inútil en todos mis aspectos para acrecentar la fortuna
familiar. O sea, la culpa era mía. Por eso estaban allí esos amuletos. Pura y
exclusivamente por mi culpa.
En infinidad de veces, traté de demostrarle que no sólo en éste país, sino en
cualquier lugar del mundo ocurre lo mismo: el que trabaja denodadamente casi sin
23

descanso, el que lucha día a día hasta largas horas de la noche en su trabajo, no
dispone de más tiempo como para dedicarse a hacer plata.
Porque queda claro que los que han hecho mucho dinero, evidentemente no lo
han hecho trabajando.
No caben dudas que esos adinerados, recibieron una herencia o tuvieron una
idea brillante que solo a ellos se les ocurrió o ganaron la lotería. Tres situaciones que
para el caso son lo mismo, porque pertenecen a las excepciones de la regla.
Y declaro solemnemente que sobre eso, nadie me va a convencer. No existe
quien se haga millonario trabajando. Si se encuentra por casualidad con uno de esos
señores muy adinerados, pregúntele si ha ganado la lotería, si ha inventado algo
revolucionario o si ha recibido una herencia. Si la respuesta es negativa, pues está
usted frente a un gánster, un político corrupto o un empresario sin escrúpulos, que
otra vez, para el caso, son lo mismo.
Sin embargo sobre ese tema y después de tantos años de casados, ya he dejado
de discutir con mi mujer, porque conozco el resultado desde el comienzo de la
misma: Yo soy el culpable.
“¿Por qué no me dediqué a la política o a ser jugador de fútbol que eso sí deja
mucho dinero, en lugar de haber elegido ser un simple oficinista?”. Lo peor de este
asunto es que mi mujer me lo pregunta como si yo hubiese elegido ser oficinista.
Como si de chico me hubiesen preguntado ¿Qué querés ser cuando seas grande? Y yo
hubiese contestado con una amplia sonrisa de entusiasmo y levantando los brazos
como festejando una victoria: ¡Oficinista!
Aunque en realidad no es solo respecto de ese tema que dejé de discutir con mi
mujer, porque no importa en qué discusión nos encontremos, yo siempre soy el
culpable. Si el dinero no alcanza, la culpa es mía. Si alguno de los chicos no quiso ir
al colegio, fue por mi mal ejemplo. Si la leche se derramó en la heladera, fue porque
no la acomodé bien. Si no fui yo el último que la puso allí, no tuve al menos la
prevención de revisarla. Si el lavarropas se descompuso, seguramente fue porque
algo habré hecho. Si el gobierno no funciona, es porque yo lo voté y si la gata quedó
preñada, seguramente ha de ser porque no me cuidé.
Sin embargo, sería injusto culparla por dichos razonamientos. No hay que
olvidar que todo tiene su origen en algún lado y estas conclusiones a las que ella
suele llegar, provienen sin lugar a dudas de su madre. Mi querida y nunca bien
considerada suegra, ha sabido e intentado por todos los medios a su alcance, a lo
largo de todos estos años desde que la conocí, a socavar de forma perseverante y
consecuente nuestra relación.
Si bien es cierto que en un principio, la que entonces era mi novia, estaba muy
enamorada de mí y no prestaba ninguna atención a los reclamos y advertencias de su
progenitora, de un tiempo a esta parte, cuando el pasional amor de la juventud se fue
transformando paulatinamente en una tediosa y a duras penas soportable convivencia,
mi mujer había comenzado no solo a considerar aquellos reclamos, sino también a
hacerlos suyos.
Cuando estaban juntas y me recriminaban por algo, que a su entender no estaba
total y absolutamente hecho como a ellas les gustaba o parecía, me daba la vaga
24

sensación de estar casado con ambas al mismo tiempo y no podía evitar que se me
pasase por la mente, el deseo de contarles lo de la oferta.
La ecuación era muy sencilla: si por un asesinato, la pena que le cabe al
culpable es de veinticinco años de cárcel, tal vez si cometía dos, me podían hacer un
descuento especial por ser considerado cliente. Pero finalmente la humorada quedaba
retumbando en el cerebro y con la mejor de mis estúpidas sonrisas, les daba la razón
y lo volvía a hacer como a ellas les parecía, a la espera que algún día apareciese en la
puerta del juzgado un cartelito que rezase “Oferta del día”.

II

No recuerdo con exactitud como ocurrió, porque muchas veces nos envuelve
una densa nebulosa, cuando nos despertamos sobresaltados en medio de uno de los
últimos y más profundos sueños del amanecer.
Lo concreto fue que no escuché el timbre del reloj despertador. Generalmente,
cuando suena tan temprano, nunca sé si para acallarlo, hay que correr la perilla de su
dorsal hacia la derecha o hacia la izquierda. Simplemente la muevo y se calla. Por la
noche, cuando me dispongo a dormir, me ocurre otra vez lo mismo. La vuelvo a
mover y mágicamente al otro día vuelve a sonar. Sería perfectamente estable e
inmodificable si nadie lo tocase. Y no habría que preocuparse en absoluto, ni
importaría saber si moviendo la perilla a la izquierda se acalla o suena, porque no
habría necesidad. Todo estaría perfectamente sincronizado. Pero en mi casa hay
cuatro chicos.
Sí. Tengo cuatro hijos. El primero, como para toda pareja que al año y medio
de casados, aún están sumergidos en el amor recíproco, no fue más que el fruto de ese
mismo sentimiento. El segundo se debió más a la usual búsqueda consensuada de
intentar lograr la parejita y el tercero llegó de forma inesperada, concebido casi con
seguridad, más por una extensa y alcoholizada pequeña celebración, que por decisión
paterna, pero igualmente bienvenido.
Con el cuarto la historia ya cambió por completo, porque a partir de aquel
preciso momento, empecé a tener la culpa de todo.
Lo cierto es que cada compra en el supermercado, ocupaban más espacio en los
carritos los pañales, el aceitito, el talquito, el perfumito, las toallitas húmedas,
chupetes, biberones y todo cuanto relucía un poco en las estanterías de productos para
bebés, que los comestibles, cuya prioridad hasta no hace mucho, había pasado ahora
al decimoquinto o decimosexto lugar.
Ya ni me acuerdo la última vez que compré algo que me gustaba comer.
Tampoco importa mucho, porque ya ni me acuerdo qué me gustaba. Ni con los tres
chicos anteriores recuerdo haber comprado tantos productos (Absolutamente
necesarios e imprescindibles, según el criterio de mi mujer y estupideces inservibles
según el mío).
Con la llegada del primer hijo, generalmente las prioridades se inclinan hacia el
vestuario. Si los escarpines tienen que ser tejidos o los primeros zapatitos de cuerina,
25

si las batitas a utilizar deben estar estampadas con la infinidad de dibujos de moda
que existen, cosa que en realidad al bebé no le interesa en lo más mínimo, puesto que
no los conoce ni lo hará por un tiempo prudencial, pero para las madres y sobre todo
para las tías y abuelas, revisten una importancia extrema, y que sumado a todos los
regalos que amigas y conocidas de la madre le envían, el bebé llega a poseer tal
enorme cantidad de batitas y remeras que no logrará nunca usarlas, porque además su
cuerpecito irá creciendo y ya habrá que comprarle talles más grandes.
Con el segundo la historia cambia radicalmente.
–Que vaya usando lo que dejó el más grande- empiezan a dictaminar la
economía familiar por un lado y mi suegra por el otro lado, pero del teléfono, habida
cuenta de tanta ropa sin uso, que quedó arrumbada de recuerdo en alguna caja de
cartón y que comienza a ser desempolvada.
Ahora se va poniendo mayor énfasis en los juguetes y entretenimientos, tanto
del mayor como de éste y el presupuesto debe agigantarse ya que los pañales,
talquito, perfumito y tantos etcéteras, siguen plenamente vigentes en la lista de
compras, pero ahora sumando también los juguetes.
Cuando llegó el tercero, si bien no fue producto de un plan familiar, tampoco
nos desconcertó, porque a decir verdad, tuvimos ocho meses para adaptarnos a la
idea, y al no ser demasiada la diferencia de edad con los restantes, las prendas de
vestir que no habían sido arruinadas, seguían pasando de uno a otro, al igual que los
juguetes. Lo que no variaba era la compra de pañales, talquito, perfumito y millones
de nuevos etcéteras más, que día a día aparecían promocionados por televisión.
Tanto es el entrenamiento y la capacidad de absorción que todo padre va
teniendo con sus hijos, que por ejemplo cuando al primero, un día se le ocurrió comer
tierra, se lo lleva a tres pediatras por lo menos, no se duerme por dos noches
esperando las posibles reacciones y hasta se le intenta hacer un lavado de estómago.
Si con segundo pasa lo mismo, ya curados de espanto, lo miramos y
simplemente esperamos que no vomite.
Y con el tercero no sólo no le damos importancia, sino que en cierta forma le
miramos el lado positivo, porque es uno menos para cenar.
Hasta que de improviso y cuando parecía que la vida familiar se había
encaminado en su cauce. Llegó el cuarto.
Recuerdo esa tarde como si fuese hoy, cuando volví de trabajar.
Mis dos hijos más pequeños jugando en medio del living con siete y u ocho
juegos distintos esparcidos por el piso. Allí estaban casi tirados con displicencia, un
rompecabezas, varios coches de distintos tamaños, un metegol de plástico, pelotas, un
juego de bowling, y un maletín abierto con distintas herramientas y distintas piezas
de vaya a saber qué juguete que fue literalmente destrozado. En el otro costado, junto
al televisor, mi hijo mayor ensordeciendo a todos con la Play Station y mi mujer
parada sobre el primer escalón que separaba el living de los dormitorios, con un papel
en la mano y cara de muy pocos amigos.
A mi cotidiano y sonriente –hola- los chicos me contestaron con prontitud para
poder seguir jugando en lo suyo, mientras que la respuesta de mi mujer fue un tanto
más rotunda y directa:
26

-¿Dónde los compraste?- me dijo mientras esgrimía un papel que agitaba en su


mano.
Tenía apenas décimas de segundos para adivinar a qué se refería, si no quería
que alguna bomba explotara sobre mi cabeza y mi cerebro pase a formar parte de la
decoración de las paredes.
Llegaba extenuado después de diez inacabables horas de arduo trabajo en la
oficina, aguantando la pesadez del jefe y las estupideces de los compañeros, y si
agregamos a eso una pequeña cuota de idiotez que uno siempre tiene, el esfuerzo por
averiguar a qué se refería, fue extenuante. Mi mente comenzó a repasar con una
velocidad extrema, las fechas de vencimiento de la leche comprada ayer, si había
probado con certeza el último biberón o si la tapa del inodoro recién cambiada estuvo
bien colocada. Lo cierto es que no supe qué contestarle.
Recién cuando vi el papel, que ella con gran sutileza me incrustó de pleno en la
cara, supe de qué hablaba. Se refería a los condones y el papel era un certificado
médico de un nuevo embarazo.
Todo era un volver a empezar. Ya casi me había olvidado a recibir ese tan
romántico codazo en los riñones a las tres de la mañana, cuando uno está
absolutamente entregado al sueño, como sutil solicitud para ir a atender al bebé que
está llorando. Pero no podía decir nada, porque como siempre, el culpable era yo.
¿Quién dijo que a las mujeres les gusta el dinero? Es absolutamente falso. No
existe otro ser sobre esta tierra, que logre desprenderse de ese vil metal con tanta
rapidez.
Había días en los que entraba en un profundo pánico cuando mi mujer encendía
el televisor. Por todos los medios intentaba distraerla cuando llegaban las pausas
publicitarias, sobre todo si tenían que ver con bebés. Un frío temblor me recorría
cada una de las vértebras, mientras veía sumido en el terror, como pasaban uno a uno
los comerciales y mi mujer anotaba silenciosamente en su libretita. Confieso que
más de una vez he tenido ganas de llorar.

III

Yo estaba casi seguro que la noche anterior había corrido la pequeña perilla
hacia un costado, pero como de costumbre, tanta información almacenada en la
memoria, no me permitía retener con exactitud si era hacia la izquierda o hacia la
derecha que debía hacerse.
Lo único cierto es que el despertador no sonó y que la desesperación que me
invadió al ver la luz solar reflejada a través de la ventana, fue tal que saltar de la cama
y entrar al baño lo hice en dos décimas de segundo. Al abrir los grifos de la ducha,
noté que tardaba mucho en salir el agua, así que apenas me mojé un poco y tomando
mi traje, el portafolios y mis zapatos en la mano, me fui vistiendo por el pasillo y
adentro del ascensor para no perder tiempo y rezando que la hermosa rubia del
octavo, no saque justo en ese momento a pasear a su caniche, para que no me vea en
27

tal calamitoso estado.


Recién en el transporte, a mitad de camino y observando el poco tránsito tan
inusual en la calle, tomé conciencia que era domingo. Me invadió una tremenda
sensación de compasión por mí mismo y me dije casi como dándome una orden:
-¡Se acabó. Basta de tanta presión. A partir de ahora soy yo el que lleva los
pantalones!-
Me pareció raro que los pocos pasajeros que se hallaban junto a mí en el
transporte, esbozaran sendas sonrisas, y pensé que quizás lo había pensado muy
fuerte y lograron escucharme por telepatía, pero no. Cuando bajé para regresar, me di
cuenta que por el apuro, no había cerrado bien mi cremallera y que una punta de mi
camisa blanca se asomaba eréctil por ella.
Esperé un largo rato algún transporte que me lleve de vuelta a mi casa, pero en
domingo los servicios suelen estar un tanto restringidos, así que para no perder
demasiado tiempo comencé a caminar hacia allí ya que no estaba muy lejos.
Al cabo de unas cuantas cuadras, en las que para cortar camino, salí del
recorrido habitual de los transportes, pensando que incluso un poco de ejercicio me
sentaría bien, noté que lo único que no pude prever, fue la presencia de una
amenazadora nube que se cernía sobre mí tenebrosa y dispuesta a descargar todo su
cúmulo de agua almacenada. Y por supuesto así lo hizo. Intenté guarnecerme cuanto
pude, pero un fuerte viento comenzó a soplar en todas direcciones.
Mi amigo Pablo, siempre me dice que hay que mirar el lado positivo de las
cosas. Cierta vez me mostró un vaso cargado con agua por la mitad y me preguntó:
-¿Cómo ves el vaso? ¿Medio vacío o medio lleno?-
Y yo le contesté -Por la mitad-.
Con gran disgusto me ordenó que me vaya a lavar, no recuerdo qué parte del
cuerpo y se fue.
Claro que para él resulta todo más fácil porque no tiene mi mala suerte, pero en
esa mañana de inclemencia en particular, buscando y buscando, finalmente encontré
el lado positivo: Con este viento, si hubiese traído mi paraguas, se hubiese
destrozado.
Como la lluvia por lo visto no tenía intenciones de detener su caída, comencé a
correr, intentando pasar por debajo de los balcones de los edificios que me servirían
de resguardo, lo que iba llevando de maravillas. Apenas si tenía un poco mojadas las
botamangas del pantalón, un poco la espalda del saco y con el maletín me cubría la
cabeza.
Hubo un balcón en particular que, aparentemente debido al mal estado y
taponamiento de sus cañerías de desagüe, se estaba inundando. Por supuesto que en
plena tormenta, la dueña de casa no tuvo más remedio que intentar quitar el agua
recogiéndola dentro de un balde y luego una vez lleno, arrojarlo hacia la calle. ¿A
que no se imaginan quién pasó por debajo en ese momento? El poco orgullo que
sentía por no haberme casi mojado con semejante diluvio, se esfumó de repente. Así
que a partir de allí ya no me preocupé demasiado en correr.
Sin embargo y aunque resulte casi obvio decirlo, vale la pena aclarar que a los
pocos metros la lluvia se detuvo por completo y un radiante sol cubrió de luz la
28

mañana.
Durante el trayecto que me quedaba hasta llegar a casa, que no era mucho,
comencé a pensar cuál sería la mejor excusa para las inexorables y consabidas
preguntas que mi mujer me haría apenas me viese, en todas sus formas interrogativas:
¿Cómo, cuándo, con quién, dónde y por qué? Y tratando por todos los medios de no
dejar en evidencia mi absoluta idiotez por haber olvidado que era domingo, comencé
a pergeñar las respuestas.
Pero toda esa tribulación en mis pensamientos, se desvaneció repentinamente
cuando apareció en la puerta del edificio la rubia del octavo piso. Tan tensamente
abocado estaba, en arreglar cuanto pudiese lo más rápido posible mi deplorable
estado, que no advertí que ella venía sumamente alterada.
Apenas me vio, se acercó casi corriendo hacia mí y me contó con angustiosa
voz, que mientras intentaba salir a pasear llevando con la correa a su perrita, el
tormentoso viento que sopló repentinamente, había cerrado de golpe la puerta de su
departamento y la correa que sujetaba a su pequeña perrita, había quedado atrapada
en la puerta sujetando aún al animalito y con las llaves puestas, ambas del lado de
adentro.
No se trataba de un caso extremo, porque la perrita no se estaba ahorcando ni
mucho menos, simplemente había quedado su correa sujetada por la puerta y de allí
no podía moverse, pero yo tampoco podía dejarla gimiendo de esa manera... A la
rubia me refiero.
Así que gentilmente, como era mi costumbre con ella, me ofrecí a ayudarla en
el rescate. Subimos hasta su departamento e intentamos por todos los medios,
incluyendo hebillas para el pelo mediante, abrir la puerta.
La sujeté con fuerza (a la puerta) y la corrí a un costado (a la rubia). La
penetré (a la cerradura, por supuesto) con la pequeña hebilla, y agarrándolo
fuertemente empecé a sacudirlo (al picaporte) pero no hubo caso. Nunca entendí
cómo hacen en las películas para abrir tan rápido una cerradura con una simple
hebillita.
Así que renuncié en mi intento y me di por vencido, sabiendo que nunca
tendría éxito (con la puerta, la cerradura, la hebilla y la rubia inclusive).
Me ofrecí a romper la puerta con algún martillo, pero advertí en su mirada un
claro interrogante sobre mi salud mental, por lo que me vi obligado a esbozar una
falsa sonrisa, para que piense que se trató de una simple broma para aflojar la tensión.
Ante la imposibilidad de abrir la puerta, comenzamos a sopesar otras
alternativas. En realidad lo hizo ella, porque yo a lo único que atiné fue a dejarme
llevar por el encanto de su boca y de aquellos carnosos labios, enmarcados por un
sedoso cabello que le llovía grácil y perfumado, y que parecían querer dinamitarme el
cerebro con cada movimiento.
Se quedó callada durante unos segundos y mirándome como esperando una
respuesta, pero a decir verdad, no escuché una palabra de todo cuanto había dicho.
Tan abstraído estaba observándola que sólo atiné a darle la razón y me encomendé a
todos los santos, porque no tenía la menor idea a lo que accedí.
Me llevó por el pasillo de los departamentos hasta la ventana que se encontraba
29

al final del mismo. Y ahí comprendí todo. Ella pretendía que yo saliese por esa
ventana, caminase por la cornisa del octavo piso, entrase a la casa por su ventana y
liberase a su perrita. Es decir, estaba en pedose.
Pero como bien dijo Julio César: ”Alea jacta est” (La suerte está echada).
Sencillamente no podía negarme, porque no hacía más de un minuto acababa de darle
mi consentimiento. ¿Qué iba a pensar de mí? ¿Qué era un pusilánime sin palabra?
¿Qué me iba a amedrentar por semejante pavada? Pues sí. Soy un pusilánime sin
palabra y estaba absolutamente amedrentado. Pero no hubo forma de echarme atrás.
Ella ya la había abierto completamente y se disponía a ayudarme para que me suba
encima (A la ventana, me refiero).
Se me cruzó por la mente, repentinamente preguntarle por qué no hacía ella
todo eso ya que se trataba de “su” departamento, de “su” puerta y “su” perrita. Pero
la vaga idea de que a partir de ese momento yo podía pasar a ser “su” héroe, no solo
me subyugó por completo, sino que estaba dispuesto a enfrentarme también al
Pingüino y al Guasón.
Me encomendé nuevamente a todos los santos, esperando que en lugar de venir
marchando, por lo acuciante de la situación, esta vez se tomen un taxi y vengan más
rápido a ayudarme.
Recordé de pronto a todos y cada uno de los amuletos que mi mujer tiene sobre
aquellas repisas y por primera vez en mi vida les imploré a todos por su amparo,
socorro y protección, aún a riesgo de combinar sus mágicas cualidades y terminar en
un baño con la rubia y con una incontenible diarrea.
Cuando salí y me paré en la cornisa, comencé a tener una visión mucho más
clara y concisa de la ciudad que se encontraba debajo de mí, y de la estupidez que
estaba haciendo. Si bien dicha cornisa tenía un buen espesor, igualmente imponía
mucho respeto la considerable altura en la que me encontraba. Pero ese intrínseco,
característico y tan peculiar orgullo de macho, no me permitían dar marcha atrás. De
esa historia, o salía victorioso o no salía.
Comencé a recorrer cada centímetro de la cornisa tratando de no mirar, no solo
hacia abajo, sino tampoco para ningún lado más que hacia la pared, la cual debía
permanecer totalmente pegada a mi espalda. Cada vez que me separaba apenas un
centímetro de la misma, un espasmódico sudor frío me surcaba la espalda y una
repentina paralización se adueñaba de mí.
A mitad de camino entre la ventana por la que salí hasta la del departamento de
la rubia, decidí tomarme un pequeño descanso para respirar profundamente y de
pronto me invadió un mareo. Toda la ciudad giraba en torno de mí. Fue una de las
tantas veces que ese día me pregunté, cómo había llegado hasta allí. Me sostuve
pegándome contra la pared, con los brazos abiertos y mientras el viento me golpeaba
en la cara, comencé a tararear la música de “Titanic”, con la sutil diferencia que
delante no tenía ninguna baranda de contención ni nadie me sostenía por detrás.
De pronto me pareció ver la salvación. A pocos metros de allí se encontraba
otra ventana semiabierta, lista a prestarme sus servicios. Pero como siempre suele
pasarme en la vida, cuando aparece algo que parece facilitarme llegar al trono de la
felicidad, enseguida la mala suerte se encarga de enviar otro elemento para
30

destronarlo. En este caso fueron unas cuantas palomas. No sé de dónde salieron ni


porqué tuvieron que venir justo en ese momento. Pero allí estaban aleteando
alrededor de mi cabeza y con sus picos y patas amenazantes, bailoteándome por
encima en clara y contundente declaración de guerra.
Enseguida entendí el porqué de aquella agresiva actitud: en la ventana a la cual
me aproximaba, había un nido con varios pichones hambrientos.
Traté de explicarles por todos los medios, que yo no tenía ninguna mala
intención, y tan solo quería mantenerme con vida, pero no hay dudas que las palomas
son extremadamente estúpidas y no entienden razones.
Me quité la fina corbata de seda y la enarbolé como para intentar espantarlas,
pero era tan fina y de una seda tan frágil, que en realidad no servía ni para decir
adiós. Así que tuve que recurrir al último recurso: mi cinturón. Me lo saqué casi de
un tirón y como si fuera un látigo lo sacudí varias veces en el aire, hasta que logré
espantarlas un poco.
Las únicas dos cosas que no pude prever ante la urgencia de la contienda, fue
que el revoleo del cinturón fue hecho con tanta vehemencia que finalmente voló por
el aire, mientras la segunda se trató sobre el pantalón, que todavía mojado por el
baldazo de agua recibido, cayera pesadamente sobre mis pies, sin la menor
posibilidad de levantarlos en tan incómoda posición.
Por lo general, cuando alguno de nosotros va caminando por la calle,
difícilmente se le ocurra mirar para arriba. Lo hace hacia el frente, los costados o
casi siempre hacia el piso. Con mi mala suerte era lógico de suponer que iba a haber
alguien que mirase para arriba y me viera. Y cuando alguien que camina por la calle,
ve a otro que mira hacia arriba, casi como un acto reflejo también comienza a mirar
en la misma dirección producto de la curiosidad. Y si luego son dos, esto se
multiplicará por cuanto transeúnte pase por allí, lo que significa por carácter
transitivo, que al cabo de unos minutos todo el mundo estará mirando hacia arriba en
una misma dirección. Y allí me encontraba yo.
Nunca imaginé que desde semejante altura, se pudiesen escuchar tan
nítidamente las estupideces que dice la gente. Comenzaron a barajar hipótesis de las
más disparatadas. Desde que yo era un amante furtivo a punto de ser descubierto,
cosa previsible de deducir si tomamos en cuenta la ubicación de mis pantalones, hasta
un suicida en potencia a punto de saltar al vacío por causa de una infidelidad, también
por la misma razón de vestuario. Y otra vez me volví a preguntar cómo llegué a
aquella situación.
Intenté muy lentamente agacharme, de forma lo más erguida posible para no
perder el equilibrio y asir los pantalones para levantarlos. Fue una tarea ardua y
penosa, sobre todo si tomamos en cuenta los gritos -algunos burlones pero con mucho
ingenio-, que originaban comentarios y risas entre los espectadores. El público
seguía reuniéndose a montones y no faltó algún desprevenido que creyó que se
trataba de una manifestación popular, por lo que empezó a entonar cánticos contra el
gobierno.
Volví a querer retomar mi sendero cuando me pareció escuchar la voz de mi
mujer que angustiada, casi gritaba llorando. El rumor que se había generalizado a
31

esas alturas, era que se trataba de un intento de suicidio. No faltaban los que, como
buenos samaritanos intentaban convencerme de lo bello que es la vida, sino que
estaban también los que sedientos de sangre, pedían a gritos que me arroje de una
vez, porque tenían que seguir con su vida y no querían perder más tiempo.
Mi mujer, abrazada por mis hijos me pedía casi en un ruego que abandone esa
estúpida idea (nunca me quedó muy en claro si se refería al suicidio o a la rubia) y
por supuesto no faltó la chillona, aguda e insoportable voz de mi suegra que como
hacía todos los domingos, había venido de visita muy temprano por la mañana, para
quedarse hasta exterminar mi paciencia. Desde lo alto, aún sin verla supe que era
ella, cuando dulcemente se refirió a mí diciendo:
-¿Qué hace el idiota ese, allá arriba?-
Ya no sabía qué hacer. La rubia había desaparecido porque según se
comentaba, no le interesaba en absoluto la publicidad, ya que era frecuentada muy
seguido por altos funcionarios públicos que exigían la mayor de las reservas. Y así
estaba yo preguntándome por enésima vez, cómo había llegado hasta allí.
La multitud intentaba vanamente ser dispersada por algunos policías que se
habían apersonado al lugar.
El griterío de la gente fue aumentando y las hipótesis sobre un intento de
suicidio por causa de una infidelidad, se había transformado en vox pópuli, cuando la
claridad de la voz de mi mujer llegó nítida hasta mí, en el momento que gritó casi en
un último intento desesperado por convencerme de no arrojarme al vacío:
-¡No le creas a Pablo! ¡Es mentira lo que te dijo que tus hijos no son tuyos!
¡Los tres primeros, sí lo son!-
Lo único que recuerdo durante la caída, fue que ya no escuchaba ninguna voz,
ni grito, ni sonido alguno. Tan solo el resoplar del viento en mis oídos mientras las
ventanas del edificio pasaban veloces ante mis ojos.
Algunos aseguraban que fue producto de la buena suerte, mientras que otros lo
asignaban que se debió a la mala fortuna, ya que, por cuanto había tenido que pasar,
lo mejor era morir. Lo cierto es que un enorme y frondoso árbol de tiernas y tupidas
hojas, amortiguó mi caída hasta depositarme casi lentamente sobre el toldo de lona
de una panadería.
Tan solo algunos huesos y costillas rotas, infinidad de contusiones y la pérdida
de un par de dientes fue el saldo final.
Pero mi mala suerte nunca me abandona. En el hospital donde supuestamente
atienden y cuidan de mis lesiones, la jefa de las enfermeras es mi suegra.
32

LAS BEATAS

Cuenta la historia que en la época medieval, en un lejano y apartado


pueblecito rodeado de cadenas montañosas, bosques de altos pinos y riachos de
cristalina agua helada proveniente de los deshielos, Rita y Raimunda eran dos
gráciles y atractivas mujeres de vida fácil, cuyos quehaceres transcurrían entre un
prostíbulo de muy mala reputación en el pueblo, y sus respectivas camas, donde se
esforzaban, sin descanso a veces, para conseguir el sustento diario con el sudor de...
con bastante sudor.
La promiscuidad del recinto, sumada a la accidentada muerte de algunos de
los habituales clientes -por enfermedades venéreas algunos, y otro por intentar
refrescar sus partes íntimas al borde de la ventana, sin percatarse que ésta no tenía la
traba puesta. Un golpe de viento la cerró repentinamente, por lo que tiempo después,
aquel joven cliente, apareció nuevamente por el prostíbulo, pero ya como otra de las
doncellas-, y por sobre todo, ante el airado reclamo a vivas voces de varias mujeres
del lugar, hicieron tomar cartas en el asunto al Duque del condado, quien alertado por
aquellas acusadoras voces, llegó a clausurar el lugar de forma indefinida, a pesar de
los pedidos de varios condes y adinerados hombres de negocios, que veían así
cercenada su única posibilidad de diversión.
Rita y Raimunda no solamente eran señaladas como causantes de los
desafortunados acontecimientos, sino que también fueron acusadas por sus
compañeras de haber sido las responsables de su desgracia al quedarse sin empleo,
por lo que todas, no tuvieron más remedio que emigrar hacia otros condados más
permisivos para continuar con su oficio.
Tanto Rita como Raimunda cayeron en una profunda depresión, desánimo,
abatimiento y melancolía, de los que por bastante tiempo no lograron salir. Hasta tal
punto, que decidieron no abandonar el lugar a pesar de estar cerrado y quedarse allí
mismo para purgar sus culpas.
Tomando los votos y aprovechando que el lugar se hallaba clausurado, se
convirtieron en monjas de clausura.
Los historiadores aseguran que aquel fue el comienzo del famoso “Convento de
Clausura de las Beatas Descalzas de los Prostíbulus Promiscus di Gambis Aperturis”,
y al cabo de un tiempo, ellas pasaron a ser conocidas y mencionadas a través de la
historia como la Sor-Rita, la madre superiora, y la Sor-Raimunda, la hermana inferior.
El hecho de haber sido previsoras durante sus estadías en el prostíbulo y
debido también a la distancia con el pueblo más cercano, posibilitaron a ambas
acaparar una considerable cantidad de alimentos no perecederos (como guisantes,
garbanzos, habas, judías, católicas, budistas, etc) que las ayudaron a sobrevivir
durante aquel prolongado retiro espiritual, aunque fuese, vale la pena aclararlo, sin
demasiada variedad.
33

Gracias a una pequeña huerta que decidieron sembrar en los fondos, se


alimentaban también de sus propios productos, aunque de escasa diversidad. Fue asi
que, a falta de una gran variedad de alimentos, diariamente lograban consolarse con
pepinos, calabacines, berenjenas, incluyendo alguna que otra banana, aunque estas no
provenían del huerto, sino que eran portadas hasta el priorato, por algunos
vendedores ambulantes.
De vez en cuando, en sus coloquiales charlas vespertinas, mencionaban
extrañar lo que en el prostíbulo habían tenido de sobra y que tanto habían disfrutado:
leche tibia, huevos y sobre todo un buen pedazo de carne.
Con el correr del tiempo, unas cuantas mujeres de los alrededores, atraídas
quizás por las historias que la gente contaba (sobre Rita y Raimunda) o para exculpar
sus propios pecados o tal vez para consolarse también con dichas hortalizas en su
clausura, se acercaban hasta el convento y solicitando formalmente el ingreso,
tomaban también los votos monásticos que eran tres: “pobreza”, “obediencia” y
“castidad”, aunque no siempre tenían voluntad para cumplir... lo referido a la
“obediencia”.
La Sor Rita dirigía el convento con gran astucia y solvencia. Tenía una
habilidad especial para la toma de decisiones. Nada escapaba a su decidida mano
para guiar a aquellas almas perdidas y darles sentido a sus vidas. Solía ser la mano
firme de la autoridad que les indicaba el camino a seguir, la mano tierna del afecto y
la comprensión, y sobre todo, la mano consoladora en los momentos de soledad.
Sobre todo eso.
Por su parte la Sor Raimunda, dedicaba la mayor parte de su tiempo a la
pasión que más la extasiaba: coser y bordar todo tipo de coloridos acolchados, hechos
a medida, para sus hermanas y lograr así abrigarlas en las frías noches invernales.
Pasaba largas horas en el sótano de su taller de costura, apenas iluminada por la tenue
luz de una vela, con cada una de las monjas, tomándoles las medidas necesarias,
profundamente sumergida y más que nada, abocada a las colchas de sus hermanas.
Cuentan los historiadores del momento, que ninguna beata fue tan apreciada y
querida por las monjas del convento, como aquella Sor Raimunda.
Varios siglos después de haber sido abandonado, el edificio del Convento de
Clausura de las Beatas Descalzas de los Prostíbulus Promiscus di Gambis Aperturis, a
pesar del paso del tiempo y en absoluto proceso de deterioro, el material literario allí
encontrado aún se mantenía intacto.
En realidad se trataba de un solo libro. Allí, entre el polvo que todo lo cubría y
unas cuantas telarañas, se encontró un enorme libro de cuatro páginas amarillentas,
bajo el título de ETIMOLOGIA DE FRASES MUY NUESTRAS y cuya autoría
correspondía a Socrates. Pero no al griego que todos conocemos que vivió cuatro
siglos antes de Cristo. Este era un español del medioevo y su verdadero nombre
tampoco era ese.
En el castellano la intejección “so” se usa solamente ante adjetivos
despectivos, reforzando su significación, como “so-bruto!!” o “so-idiota!!”
Crates era prestamista y usurero. Una profesión tan despreciable como
inevitable, en toda época. Tal vez por eso, él era un ser bastante mal conceptuado
34

entre sus congéneres del poblado. Tan odiado era, que en infinidad de ocasiones se
escuchaban gritos de la turba, desde varios rincones, a los costados de las calles
mientras él las transitaba, como “so-malvado”, “so-tramposo”, “so-penco”, “so-
rrino”, “so-rete” “so-Crates”
Vale la pena aclarar que su apellido Crates, deriva del francés: Cretin, que
proviene a su vez de lenguas semíticas, mucho más antiguas como el arameo, donde
se mencionaba el “Cretisnis” y que significa Cretino. En los anales de la historia (y
en la parte delantera también) Cretino significaba “imbécil”, pero con la lógica
deformación a través del tiempo, finalmente adaptó su concepto al de cruel, nefasto,
sin escrúpulos, pérfido, perverso, ruin, vil, malicioso, maligno, malo, bellaco,
depravado, indigno, infame, execrable y un verdadero hijo de re mil... apelativos.
Tanto le gritaban aquellos epítetos, -y sobre todo ése último de So-Crates, por su
significado-, que comenzó a hacerse conocido de esa manera. Y quién sino, con
semejante apellido (Por lo de Crates), fué el fundador del prostíbulo, que muchos
años después se convertiría en el Convento de Clausura de las Beatas de los
Prostíbulus Promiscus di Gambis Aperturis, que diera origen a su afamado
vademécum y que en un principio intentó ser un opúsculo. No le resultó el “opús”,
pero sí, todo le salió como el resto.
Dicho libro de Socrates, luego de ser publicado, no solo no le interesó a nadie,
sino que además fue prohibido por el entonces Papa Pío II (Pío dos) que por ser Dos,
fue popularmente conocido por Pío-Pío.
Desde niño, su familia lo llamaba por su sobrenombre “Chichi”, por esta
razón, cuando fue designado Sumo Pontífice, le decían “el Chichi-Pío”.
Popularmente se cree que Papa, es un acrónimo del latín “Petri Apostoli Potestatem
Accipiens”: “el que sucede al apóstol Pedro”. Sin embargo, en el latín clásico
significaba tutor o padre. Dicho término proviene a su vez del griego (pappas), que
significa padre o papá, término usado desde el siglo III para referirse a los obispos en
el Asia Menor, y desde el siglo XI, exclusivo del Romano Pontífice.
Pío II hizo honor a su nombre y tuvo dos hijos antes de ser el sucesor de los
dos Pedros. El primer Pedro, era el anterior marido de su mujer, y el segundo Pedro
se refiere al sucesor de Cristo.
Tuvo un breve papado de 6 años hasta su deceso, donde según cuentan, murió
como un pajarito. A partir de su muerte, por la que obviamente dejó de ser Papa, fue
que se instituyó el conocido modismo de “Ex-pió”.
Tal vez por ello, posiblemente también por la mala fortuna de Socrates o
quizás porque el libro era una verdadera porquería, lo cierto es que de aquel texto
nadie se acordó por mucho tiempo, y quedó abandonado en un rincón del Convento
de Clausura de las Beatas Descal... buéh, ya saben, ese. Hasta que un día, a un
turista, que a principios de siglo visitaba sus instalaciones en grupo durante una visita
guiada, le llamó la atención en un oscuro rincón, una pequeña portezuela de hierro
fundido, la cual notoriamente, no había sido abierta por siglos. Se propuso abrirla, y
con gran esfuerzo, cuando lo logró, encontró el mentado libro, que hoy se guarda
como una de las más importantes reliquias, en la bóveda central del Conv... buéh, en
el lugar en cuestión.
35

Muchos fueron los críticos literarios que investigaron su contenido y que


certificaron finalmente, además de la poca calidad del escrito, su indudable
autenticidad. Aunque en realidad, muchos eruditos en la materia no coinciden con
dicha apreciación y declaran a viva voz, que la calidad literaria de Socrates no era
poca, sino absolutamente inexistente.
Sin embargo, y a pesar de aquellos detractores, el libro hoy en día se ha
transformado es un auténtico “best seller” (lo que no resulta nada extraño, ya que no
sería la primera vez que una porquería, trasciende) y la “Etimología de frases muy
nuestras” se sigue arraigando en el léxico cotidiano.
Transcribimos aquí solo algunas de las más significativas, y exclusivamente
aquellas a las que el autor denominó “Odas”, porque según su visión, a todas las
beatas les gustaba mucho la Oda.

Primera Oda:

En los primeros capítulos de su historia, Socrates nos introduce de lleno a la


historia de un cura franciscano, que cada tres meses abandonaba la soledad de su
monte y llegaba hasta el Convento de Clausura de las Beatas... bla, bla, bla... para
oficiar la misa y poder darles la ostia a las hermanas, como Dios manda, lo que
provocaba un algarabía inusual en las mismas (porque siempre eran las mismas). Por
otra parte, el autor destaca en varias oportunidades, que la más entusiasmada con
aquellas visitas, siempre resultaba ser la beata Dera.
Ella fue otra de las hermanas que se acercó al convento para purgar sus culpas,
y cuyo verdadero nombre tendría que haber sido Dora, pero una hemiplejía, casi
desfiguró la boca de su madre, lo que le impedía hablar nítidamente. Tanto que
cuando intentó pronunciar el nombre de su hija al ser bautizada, las vocales que
emitió, salieron con un sonido diferente y le quedó Dera. Por consiguiente, cuando se
incorporó al convento fue conocida como la Sor Dera.
La Sor Dera, era una ferviente seguidora del cura franciscano. Él solía vivir
aislado en el monte, rodeado tan solo de la naturaleza, ensimismado en sus
meditaciones y acompañado exclusivamente por su cabra. Su típico atuendo estaba
compuesto por una túnica de franela marrón, sujetada por un cinturón de soga y en
cuyos extremos colgaban sendas borlas de terciopelo, únicas en su tipo, tan delicadas
y placenteras al tacto que solían subyugar a Dera.
Ansiosamente cada mes, ella esperaba la llegada del cura, tan solo para poder
acariciarle las borlas.
Dicho presbítero, solía estar acompañado por una cabra que lo seguía a todos
lados, cual perro fiel, y cuya mirada hacia el prelado parecía estar embebida de puro
amor y sumisión. Lo único que nunca se pudieron explicar los testigos de aquella
historia, fue el motivo por el cual la cabra empezaba a temblar, cada vez que el cura
se quitaba la túnica.
Sin embargo, el hecho que Socrates quiso destacar en su “Etimología de frases
muy nuestras” estaba referido al diálogo que se se producía y se repetía en cada uno
de aquellos encuentros, entre el franciscano y la Sor Dera, cada vez que ella le miraba
36

las borlas, con respeto, admiración y hasta con una irrefrenable pasión proveniente de
un deseo casi incontrolable por tocarlas.
El cura sabía de la debilidad que Dera tenía por acariciar sus borlas y como
buen cura, compasivo y comprensivo, no la reprimía, sino todo lo contrario. Ella
entonces se acercaba para saludarlo, con su vista clavada en las borlas colgantes
diciendo: “Padre Franciscano” y él le respondía que una frase, cuya metafórica y sutil
poética llegó a atravesar los límites del tiempo: “Agarrámelas con la mano”.

Segunda Oda:

A raíz de su notoria dificultad auditiva, Sor Dera tenía una forma muy
particular de hablar. Narra Socrates en su obra, que no era agradable su timbre de
voz -chillón, desafinado y sin armonía alguna-. Y algo similar ocurría también con la
Sor Dera. Los decibeles sonoros que ella emitía, solían ir de un extremo del
pentagrama musical al otro, de forma repentina, desagradando sin excepción a quien
la escuchase. Para colmo de males, la Sor Dera estaba harta del silencio,
transformándose en una apasionada de las charlas, y más aún de los monólogos, ya
que por su condición, le costaba mucho responder a lo que no escuchaba, lo que
lograba destrozar por completo la paciencia hasta de las más beatas.
Tan sólo se podía disfrutar de su silencio en dos precisos momentos: mientras
dormía -siempre y cuando no sufriese de pesadillas- y cuando se ensimismaba con
inusitada pasión, en chupar naranjas. Tal era la devoción que demostraba al sorber
aquellas jugosas frutas hasta la última gota, que cuando intentaba una pausa en su
cometido como para comentar algo, todas las beatas le gritaban una de las frases más
conocidas de nuestra época: “Callate y seguí chupando!”

Decimotercera Oda:

En algunos capítulos posteriores, Socrates intentó por distintos medios hacer


gala de su increíble ingenio, destacando la singular historia de la Sor Bona, pero no lo
logró. Es más, hay quienes aún afirman que nunca tuvo el más mínimo ingenio.
Bona Fue una de las primeras en intentar ingresar al Convento de Clausura de
las Beatas Des... (uffff) lo que no le resultó nada sencillo. Repentinamente se
encontró atrapada en el desconsuelo, en la desidia, y también en el marco de la
puerta, ya que su voluminoso cuerpo, producto de un inagotable apetito, casi
duplicaba la medida de la apertura de la misma. Luego de varios intentos fallidos,
finalmente logró entrar.
Varias de las hermanas desconfiaban de la conveniencia de permitir su ingreso
al Convento de Clau... al lugar, aduciendo que las provisiones para todo el mes, se
verían reducidas a tan sólo una semana, con la Sor Bona entre los comensales. Tal
era su voraz apetito. Así que decidieron finalmente hacerle rendir un examen.
El mismo consistía en comer la totalidad de una comida durante el transcurso
de tres días, de un solo bocado, y tan sólo lo que le cupiese en la boca hasta lograr
cerrarla. Si lo lograba, sería aceptada como beata en el Conv... ahí.
37

La brillante idea fue consensuada de inmediato, debido a que, por un lado


podrían conservar por más tiempo sus provisiones y por otro lograrían que la Sor
Bona se acostumbrase a comer menos.
Ya el primer día cundió el pánico, cuando advirtieron que el guiso, en lugar de
comerlo del plato, y ateniéndose a las reglas impuestas, la Sor Bona se iba volcando
el contenido de la olla directamente en la boca, a medida que tragaba.
Pasó el segundo día y lo mismo ocurrió con las sopas, las meriendas, los
embutidos y todos los manjares que preparaban las beatas. Hasta que el último día, la
Sor Rina del Monte encontró la solución. Para hacerle perder la prueba, prepararían
una gran masa de pan, y la amasarían tanto, hasta lograr estirarla de tal manera que se
forme una masa circular de gran tamaño, para que le sea imposible comérsela de un
bocado. Para disimular, le agregarían por encima salsa de tomate, un poco de queso y
algunos condimentos más, haciéndole creer que se trataba de una comida muy
conocida. (Se podría decir que aquella fue la “etimología” de la pizza que hoy
conocemos).
Todos se encontraban alrededor de la gran masa recién salida del horno, tan
solo con la intención de observar la reacción que la Sor Bona tendría, al ver la comida
preparada para su última prueba.
Pero la Sor Bona ni se inmutó. Ante la atenta y expectante mirada de todas las
hermanas, con gran paciencia comenzó a plegar la masa sobre sí misma, una y otra
vez, hasta reducirla al tamaño de su boca y finalmente con gran esfuerzo, logró
introducirla hasta el fondo.
Todavía parecen retumbar por las derruidas paredes abandonadas del C... lugar,
la frase de la Sor Rina, pronunciada al mismo tiempo con la Sor Presa: “Se la come
doblada!!!”

Vigésimasexta Oda:

El porongo, mate, calabaza de peregrino, guaje, bule o jícaro, es una planta


trepadora de la familia de las cucurbitáceas (“Lagenaria siceraria vulgaris”), cuyo
fruto -comestible cuando tierno- se cultiva principalmente para ser utilizado seco,
como recipiente. Se cree que el porongo fue una de las primeras plantas cultivadas
sobre todo para almacenar agua en sus frutos, justamente por tener una corteza fuerte
y leñosa, apta para ser usada así. De hábitat cosmopolita, se la registra desde muy
antiguo en numerosas culturas.
La costumbre de tomar (o como se lo conocía popularmente “chupar” unos
mates -porque se hacía a través de una cañita denominada tacuarí, en cuyo extremo
se colocaba una semilla ahuecada que hacía las veces de filtro-.) comenzó a partir de
los indios guaraníes y se calcula que contemporáneos con las beatas, aunque en
distintos continentes. Aquellos indígenas, desde épocas remotas, “chupaban” el
porongo con hojas de yerba mate y agua caliente. Las beatas hacían lo mismo, pero
sin ninguna yerba, pues no la conocían.
Relata Socrates, que cuando por las tardes las beatas solían entonar salmos
(cánticos de alabanza a Dios), lo hacían bebiendo leche con miel de sus respectivos
38

porongos, para suavizar sus gargantas. Aparentemente, había algunas que sufrían de
laringitis crónica, porque se pasaban la tarde completa con el porongo en las mano.
Todo resultaba suave y armonioso y eran un verdadero goce de placer esas
tardes rodeadas de porongos y salmos, hasta que ingresó al Conv... allí, una nueva
beata llamada Tea, (cuya etimología proviene de “Teo” que se emparenta con Dios.
De allí las palabras “Teo-logía”, “Teo-crático”, Teo-sofía”, “Teo-rdena”,”Teo-
caciona”, “Teo-rina”, etc.) y apellidada Lapepa. Ya desde el primer dia sufrió fuertes
encontronazos con algunas de las beatas, debido a su carácter extremadamente
antojadizo, autoritario e inconstante. Socrates la menciona en reiteradas
oportunidades, como Sor Tea Lapepa, y relata que cuando intentaron acoplarla al
grupo de los salmos, comenzaron los problemas.
El primer día, Sor Tea Lapepa protestó porque al ser muy grande el porongo, -
tenía que compartirlo con otras beatas, lo que le imposibilitaba disfrutar hasta el final
de la sorbida. Al otro día, también elevó su voz de reclamo, porque le habían dado
uno demasiado pequeño y apenas si podía disfrutar del blanquecino líquido. Al tercer
día, se quejó de que su leche tibia ya estaba fria, al cuarto que estaba muy caliente y
así sucesivamente.
Lo cierto es que según el autor, allí nació la vieja frase que resume la
inconformidad de las mujeres: “No hay porongo que le venga bien”

Trigésimoctava Oda:

Según los críticos literarios, una de las características más pronunciadas de


Socrates, era su poder de síntesis. Solía ser tan escueto en sus escritos, que nunca
escribió nada. Sin embargo esta falencia era balanceada con su riqueza descriptiva, no
exenta de exageración en sus relatos.
Es así que encontramos la trigésimaocatava Oda, en el capítulo décimo
séptimo, del tomo VI, de la trilogía de las obras completas de Socrates sobre
la”Etimología de frases muy nuestras”, obra compuesta en su totalidad por cuatro
páginas casi enteras, la referencia que el prolífico autor hace en forma directa, a las
dos comprobadas misceláneas o mezclas que existían entre el español y el italiano.
La primera mezcla se refería a los dos idiomas. La segunda, a una pareja gay.
En la primera (que es la que nos compete, para no entrar en chusmeríos
inútiles... Porque me dijeron que el menor de la pareja tenía un amante, al cual
conoció en... buéh, para qué vamos a hablar), Socrates entonces, nos habla del “Tano
Coco”. Un napolitano, que llegó a tierras ibéricas, proveniente de un pequeño y casi
imperceptible pueblecillo denominado “Licce” (que se pronuncia “Liche”), por lo que
fue conocido en la comarca como “El tano Coco-liche”.
La mezcla de los idiomas que involuntariamente cometía al intentar hablar,
provocaba además de las lógicas burlas, el continuo y repetido uso de aquellas
palabras mal pronunciadas, para regocijo de los contertulios, a tal extremo, que llegó
un día, en que ya no se sabía cuál forma era la correcta. Por consiguiente, en muchas
ocasiones se escuchó a distintos lugareños en la despensa, pedir, en lugar del
auténtico “ío voglio prendere prosciutto per la bambina” gente que decía “ ío quero
39

comprare camone per la nena”. De allí, que a las palabras que resultan de la mezcla
del castellano y el italiano, Socrates las denominó “Cocoliche”.
Describe él (Socrates, no el tano) al respecto, que desde el Convento de Clau...
ese, a lo lejos, apenas si se divisaba una extensa loma, con una gran huerta en su parte
más elevada, colmada de hortalizas, a las cuales evidentemente, se les prodigaba un
cuidado muy especial. Era una huerta increíble, que a pesar del paso de los años, se
mantuvo intacta hasta nuestros días.
A fines del siglo pasado, llegó alguien al gobierno que quiso expropiar aquellos
preciados terrenos de la loma, pero el clamor popular logró que se firmase un
acuerdo, en el que constaba que en ese predio, nunca se abandonarían las plantas. El
político firmó el acuerdo y pocos meses después, instaló allí una planta industrial y
dos plantas automotrices, más gran cantidad de viviendas de tres plantas. Allí se
acuñó la famosa frase española, que el político le dijo luego a los ciudadanos: “A
tomar por culo”, mientras les hacía el famoso gesto del “corte de mangas”
En la época medieval, eran muy comunes las competencias entre los granjeros,
auspiciadas y promovidas por los señores feudales, y que consistían, una vez al año,
en reunirse para ver quién había sido capaz de cosechar las hortalizas más grandes.
Las huertas entonces, veían acrecentadas sus febriles actividades sin pausa,
durante casi todo el día, en pos de conseguir el reconocimiento y la admiración
general, más el premio principal.
Los competidores, se afanaban en mejorar sus abonos para la tierra y
conseguir así mejores resultados, además de, por las noches, afanarse también los
abonos.
Así pues, cuando llegaba el momento de los concursos, solían verse como
moneda corriente que no llamaba demasiado la atención, ramilletes de perejil del
tamaño de un arbusto silvestre, tomates con las dimensiones de un zapallo, duraznos
casi tan grandes como las asentaderas de la gorda de la posada, berenjenas que
parecían un gato negro dormido, etc, etc. y los ganadores, recibirían el peso de su
mejor hortaliza en monedas de oro, entregado en persona por el Duque en una
emotiva ceremonia.
El tano Coco-Liche, no sabía mucho del idioma, pero era un gran conocedor
de las técnicas para cosechar las hortalizas más grandes, además de ser, por las
noches, unos de los que más se afanaba.
Entre las tantas palabas que el Coco-Liche mezclaba en su particular idioma
cotidiano, la que más gracia causaba a sus interlocutores, era cuando se refería a su
huerto. La palabra “hortaliza” pertenece en su raíz a “huerto” y ésta a su vez, en
italiano se dice “orto”. Contaban las malas lenguas, que el tano Coco-Liche, fue el
indiscutible triunfador de aquella competencia, porque para no ser espiado y
mantener en secreto sus técnicas de cultivo, rodeó su huerta con largas franjas de
telas que impedían la visión. Así entonces, nadie pudo ver, ni espiar, ni copiar nada
de lo que él hacía en su terreno, ni cuales eran sus secretos.
Decían que ganó, porque supo “cerrar el orto”.

Trigésimanovena Oda:
40

Detalla Socrates que el Tano Coco-Liche,varios días después del certámen,


mientras exhibía orgulloso en el mercado central del poblado, su tremenda zanahoria
ganadora, de cincuenta y dos centímetros de longitud y cuatro kilos y medio de peso,
se le acercaron curiosas, varias de las beatas, verdaderas amantes de este tipo de
hortalizas, ya que alababan su carácter versátil, puesto que las podían utilizar para
muchas cosas (las ponían en guisos, en ensaladas, las colocaban en purés, y hasta las
usaban como cons... omé). Acercándose muy sorprendidas por el tremendo tamaño
de la zanahoria del tano Coco-Liche, le preguntaron muy interesadas, mientras se les
hacía agua la boca
-¿De dónde sacó semejante pedazo de zanahoria?-
A lo que el tano respondió con otra de las frases que marcaron un hito en la
literatura:
-”De la loma del orto!”.

Cuatrigésimasegunda Oda:

La parte final del extenso relato de cuatro hojas casi completas de Socrates,
finaliza con uno de las historias más jugosas -por graficarla de alguna manera-, ya
que sin duda marcó un camino literario, (aunque literalmente también lo hizo, sobre
todo el último por el que ella transitó. Huellas que aún pueden verse casi talladas en
las piedras que conforman el piso).
Una de las que más tardó en incorporarse al Convento de Clausura de las
Beatas Descalzas de los Prostíbulus Promiscus di Gambis Aperturis, fué Ethel.
Sobre ella se podría decir que era una mujer sin suerte, si las hay. Desde muy
pequeña sufrió de problemas intestinales e incontinencia rectal (en realidad la
denominación exacta es “incontinencia fecal”, pero Socrates decía que no le gustaba
usar esa palabra, porque sonaba para la mierda) por lo que su vida fue un verdadero
martirio. Nunca pudo mantener una relación amorosa más de cuatro días por sus
constantes diarreas en los momentos más románticos.
Socrates decía que su vida era una verdadera cagada, y con sobrada razón. Ese
fue el gran motivo que finalmente la decidió a ingresar al Conv... lugar, para de una
vez por todas, purgar sus culpas. Y un día, las purgó por completo.
En realidad fue una noche. La beata María Prendida viuda de Evaristo Ponce
de León, conde de las comarcas de Hermosilla y Madrugada, más conocida por la
Sor Prendida de Madrugada, equivocó la receta del guiso y en lugar de agregar los
condimentos adecuados, volcó el contenido de un muy potente laxante a base de
hierbas silvestres, que se encontraba en el mismo estante.
A raíz de su constante padecimiento, Sor Ethel tenía casi por obligación
consumir muchos alimentos, ya que la gran mayoría de ellos, no serían asimilados a
su cuerpo. Por otra parte también, amaba los guisos y justamente esa noche, a
diferencia de las demás beatas que apenas lo probaron, se comió dos platos.
Sor Ethel nunca hizo tanto honor a su nombre como aquella vez. Esa noche
fue la última vez que la vieron, cuando pasó a una velocidad de ciento veinte
41

kilómetros por hora, para no volver jamás, lo que la catapultó al podio de la fama, por
aquel comentario expresado por las beatas:
-“Se fue cagando”.-

Epílogo:

Hoy en día, aún se mantienen las discusiones sobre su obra.


Están quienes sostienen que Socrates (El español, no el griego) poseía un muy
pobre nivel literario, y los que aseguran que -por el contrario- el nivel literario era
absolutamente nulo. Sin embargo, todos sin excepción, coinciden en un detalle
puntual sobre el autor: a través de toda su vida, sufrió una tenaz y persistente
constipación. La prueba fehaciente e irrefutable de ello, queda expuesto en el simple
hecho de que, tanto por sus congéneres como por la literatura, ése Socrates, “Nunca
hizo una mierda”.
42

ROMERO Y JULIANA
(La sangrienta tragedia de los amantes de verano)

Hubo dos familias muy notorias en el renacimiento, que con sus altanerías,
soberbia, peleas, enfrentamientos y tragedias, marcaron para siempre la historia de la
comarca: los Copuletti y los Montados.
-Los Copuletti son ricos, muy ricos- dijo un jíbaro luego de fagocitarse a uno
de ellos que se había perdido en el bosque. Pero además eran poseedores de una
inmensa fortuna (los Copuletti, no los jíbaros) que los convertían prácticamente en
dueños de todo cuanto allí había.
Casi tanta como su riqueza, era también la soberbia que ostentaban por tal
situación, por lo que generalmente menospreciaban al resto de los pobladores,
generándose así un recelo difícil de disimular.
Los Montados por su parte, eran una familia humilde, que siempre supo
ganarse el pan con el sudor de su frente, y de otras partes también. Pero por ser
modestos trabajadores, jamás tuvieron posesiones ni riquezas de ningún tipo.
Ninguna persona de esa familia nunca fue rica. Tanto así, que ni siquiera las comidas
que preparaban obtenían ese calificativo.
Durante décadas, los Montados fueron vituperados, avasallados, reprendidos,
execrados, aborrecidos, abominados, y hasta violados sistemáticamente por la familia
de los Copuletti, sus archienemigos más feroces del condado. Es decir, los Montados
eran ídem por los Copuletti.
Cuando algunos años después, los primeros (Los ídem) lograron tener una
mejor posición (y se irguieron un poco, ya que los dolores de espalda los estaban
matando), comenzaron a enfrentarlos sin amilanarse por la historia que los signaba
como sumisos perdedores, y los combatieron de igual a igual en cada pelea callejera
que se producía, dando origen así por primera vez al conocido “Interruptus-
Copuletti”, hecho determinante, inequívoco y absolutamente preciso, que suele
denotar un momento y una situación concreta, y que se ha trasladado hasta nuestros
días, bajo el nombre de “Quién es el imbécil que toca el timbre justo ahora????”
El joven más joven de los jóvenes de los Montados, era conocido por su gran
cantidad de cualidades y talentos congénitos, los que obviamente había perdido al
momento de nacer.
Era más conocido por su seudónimo de “Romero infectado” que por su propio
nombre, ya que según decían las malas lenguas (las que lo habían probado y ponían
cara de asco), no servía ni para condimento.
Por su parte en la familia de los Copuletti, la adolescencia se expresaba ya en la
vida de Juliana, la hija menor del padre de todas las hermanas y sobrina de todas las
hermanas del padre de todas las hermanas de Juliana, que a su vez era las sobrinas de
todas las hijas de... Buéh, en fin... pertenecían a varios árboles genealógicos, llenos de
mujeres que ya habían sido desflorados (los árboles).
43

Juliana se asomaba ahora, por el balcón, a la pubertad y a la nueva vida de


dejar de ser una niña para comenzar a ser una mujer. Ella misma lo notaba en su
rostro en donde comenzaban a aparecer algunos granos, en sus pechos que iban
aumentando de tamaño y en sus manos, manchadas con algunas gotas de sangre.
Más que asomarse a la pubertad, convendría decir que se iba encerrando, por la
propia timidez de la edad y por el cinturón de castidad que el celoso padre le había
mandado colocar, ya que en esa época se pensaba que la autosatisfacción sexual en
las adolescentes, podría llegar a causar enfermedades físicas y mentales. (Aunque
muchos opinaban que al que le tendrían que haberle puesto un cinturón de esas
características era al padre, y en el cerebro).
Además la chica, según expresas órdenes de su padre, estaba siendo vigilada
muy de cerca por el ama de llaves, quien como ella misma decía (el ama, no Juliana)
portaba las llaves de la felicidad. La chica no entendió el significado de aquella frase
(el de la felicidad, no el de las llaves), hasta el día en que sin querer, cabalgando por
las caminos del pueblo, el candadito de hierro que sujetaba el cinturón de castidad, se
dio vuelta y se le fue para adentro... del cinturón. Se podría decir que conoció la
felicidad de golpe y muy profundamente, a medida que el caballo trotaba. Desde ese
día comenzó la desesperada búsqueda de su príncipe azul o -según la necesidad del
momento-, del color que fuera.
Habían llegado muchas versiones a oídos del padre, que alguien de la familia de los
Montados, estaba interesado en Juliana.
El padre entonces, para prevenir disgustos, solicitó al herrero del pueblo el
diseño de un cinturón de castidad que revistiera una característica especial: exigió
que en la abertura por donde la doncella expelía sus necesidades, tuviese filosas
navajas, para que a ningún amante furtivo se le ocurriese siquiera acercarse a ella.
Sin embargo parece que ese diseño tuvo un efecto poco deseado, ya que a partir de
ese día, se cree que los sirvientes estuvieron en desacuerdo y como forma de protesta
se entregaron a un absoluto voto de silencio, ya que ninguno, nunca más volvió a
hablar.
El herrero del pueblo, que se había deslumbrado con la original idea de aquel
cinturón, fabricó uno incluso para su esposa, y fue entonces cuando comenzó a pensar
que alguna rara peste había invadido el pueblo, ya que el carnicero, el lechero y a
otros tres comerciantes más que llegaban hasta su casa con sus mercaderías, habían
sufrido también el mismo efecto de la mudez repentina.
Existen pruebas documentales (aunque en blanco y negro y sin subtítulos) que
el padre de Juliana, tenía una verdadera e irrefutable obsesión con la virginidad de su
hija menor. Tanto que hasta llegó a declamar, en cierta noche de copas con sus
amigos, aquella famosa frase de:
-“Mi hija morirá virgen... O no morirá jamás”-
La superproducción de testosterona que Romero fabricaba diariamente,
superaba ampliamente su capacidad de vertido manual, por lo que empezó a temer un
desborde otorrinolaringológico, tanto que aquel mencionado cinturón, como el celoso
padre, le importaron muy poco como impedimento y se lanzó a la conquista de la
muchacha.
44

Pero no se lanzó tan bien como debía, ya que comprendió un poco tarde que no
era beneficioso para aventuras como esas, usar armaduras tan engorrosas para
moverse, y por otra parte, el techo de la casa contigua donde habitaba Juliana, tenía
un metro más de distancia del que había calculado para saltar hasta su alcoba.
Cuando llegó abajo, sintió la decepción del fallo, la angustia del revés, la
frustración del fracaso y el tremendo golpe contra el piso. De su plateada y reluciente
armadura no quedó mucho. Apenas si la parte que le cubría los codos, las rodillas y
la pelvis, diseño que mucho tiempo después sería copiado por los amantes del skate,
salvo la parte que le cubría la pelvis. Ese fue el comienzo del conocido calzoncillo de
lata.
Según dice la sabiduría popular, siempre hay algo que tira más que un carro de
bueyes, así que maltrecho (y mal hecho) como estaba, se volvió a levantar e intentó
trepar por las paredes de la casa.
Cuando estaba casi alcanzando su objetivo, un ladrillo flojo en una de las
cornisas, fue arrancado sin querer con su bota, y así perdió el pie, el equilibrio, el
soporte y casi hasta la vida por el nuevo golpe contra el piso.
En el momento que Juliana escuchó este segundo golpe reaccionó
inmediatamente, ya que no lo había hecho en el primero de los estruendos, porque se
había mezclado con el ruido de las cacerolas que siempre se le caían al ama de llaves
en la cocina. Se asomó entonces al famoso balcón que luego la historia se encargaría
de bautizar como “17 de octubre”, y desde allí se dirigió dulcemente a su amado que
yacía algo sangrante en el piso
-¿Sos estúpido o te hacés? Mi papá salió y la puerta está abierta! ¡¿Porqué no
subís por la escalera, imbécil?!
El joven Romero, aún con una leve hemorragia y cojo, se levantó presuroso,
detuvo la primera y se fue en busca de la segunda.
El entorno estaba servido como en bandeja de plata. El Padre como quedaba
claro no se encontraba en la casa. Había ido a visitar a las monjas de clausura del
convento, las cuales agradecían más que gustosas tal cortesía, agasajando al invitado
con todo tipo de dulces y néctares que solían producir con sus propias manos. Y
Copuletti amaba todo lo que ellas hacían con sus manos.
Por su parte, en la casa, el ama de llaves estaba muy ocupada con los ruidos de
sus cacharros recogiéndolos agachada, y los jóvenes amantes de verano algo
parecido, por los ruidos que hacían el cinturón de ella y el canzolcillo de él...
incluyendo la misma posición del ama de llaves. Se podría decir que todo estaba
servido a pedir de boca... Sobre todo por la incomodidad de tanta chatarra en los
lugares claves.
Pero todo cuento rosado, se puede transformar en tragedia de rojo intenso,
color sangre.
El Padre de los Copuletti, luego de haber saboreado los néctares de las monjas,
y recién después de haber acabado su visita al convento, volvió raudamente a su casa.
Cuando llegó, le llamaron la atención las dos huellas de sangre encontradas en el piso
que lo conducían hasta la alcoba de su hija, la del muchacho por sus heridas y la de
ella con su período.
45

Temió lo peor (que su hija hubiese perdido la virginidad con un amante furtivo
y plebeyo), pero lo desesperó aún más el ama de llaves, que llorando en la puerta de
la alcoba le confesó que quién se encontraba adentro con la niña, era uno de los
Montados.
Copulleti se llenó de cólera, tifus, fiebre amarilla, roja y hasta la intestinal. La
hipertermia aumentó en forma desproporcionada y tal calentura, lo llevó a buscar un
lugar más fresco, es decir, tal enfado lo sacó fuera de sí y lo entró a la habitación.
El panorama que descubrió al abrir la puerta de aquella habitación, fue tan
indescriptible como absolutamente desolador... ya que allí no había nadie.
Se dirigió entonces a la alcoba interna, donde se encontraba la cama de su hija
y los supuestos amantes, y cuando ingresó en ella, la tragedia se descubrió ante sus
ojos brutal y cruel, mientras su alma se desgarraba en pedazos.
Allí se encontraban retorcidos entre las sábanas, empapados en sangre, los
jóvenes amantes de verano. Ella con una tenue sonrisa dibujada en su rostro, casi
ahorcada con el canzolcillo de lata en su cuello, y él, decapitado a medias, o
convertido a otra religión.
El padre no supo ni pudo aguantar tanta angustia y dolor, y salió corriendo
nuevamente hacia el convento en busca del consuelo de las monjas.
Los amantes de verano, al escuchar los gritos desconsolados del padre que se alejaba,
abrieron sus ojos aún extenuados. No habían muerto. Tan solo estaban ya exhaustos
de tanta pasión. Se sonrieron mutuamente y sin importarles las manchas de sangre
que aún los cubrían, volvieron a prodigarse caricias con la misma vehemencia.
Todos recuerdan aún hasta hoy, las románticas palabras de Romero, en medio
de aquella inolvidable pasión que los envolvía, vertidas sobre ese mismo lecho
empapado de sudor y sangre: “Tan solo tres cosas se necesitan en la vida: Fe,
esperanza y amor... Si no tienes Fe, yo te la doy. Si no tienes esperanza, yo te la
entrego. Y si no tienes amor... yo te lo hago!!!”
46

EL AÑO DE LA VIA LACTEA


(Un 69 inolvidable)

A través de lo largo de la historia y sobre todo desde que han comenzado los
experimentos espaciales, ha formado parte de uno de los anhelos más ambiciosos de
los científicos, el construir una gran nave espacial, despegar con todas las ilusiones y
conquistar el espacio.
Recién en el año 2069 se logró finalmente el cometido... de construir la nave y
despegar con todas las ilusiones. Lo de la conquista, calculan que llevará un poco
más de tiempo, así que por ahora empezaban solo con la Vía Láctea.
Como de costumbre, en éstos hechos que se antojan históricos, atraídos por esa
misma Vía Láctea, fueron muchos los que se postularon para ponerse al frente de la
aventura, y otros prefirieron hacerlo por detrás.
Finalmente fue designado a cargo de la expedición el comandante Kirsch, más
conocido por “aguardiente de cerezas silvestres”.
Kirsch antes de dedicarse a la astronomía, era un hombre entregado por
completo a la vida libertina y desprejuiciada, en la que cada día frecuentaba bares de
mala fama, y mujeres con aún peores. Desde la mañana hasta la noche, vivía tan sólo
rodeado de alcohol, humo y mujeres.
Un día decidió abandonar todo aquello y casarse. Fue recién entonces cuando
su vida cambió de forma radical y se volvió absolutamente aburrida.
Unos cuantos años de casados después, cuando descubrió el verdadero sentido
del matrimonio (que era en sentido contrario al que había imaginado) se alistó como
astronauta voluntario, y así tener la excusa del trabajo para alejarse de su mujer por
un tiempo.
Pero ella, fiel a su juramento de casada (“Te seguiré hasta el fin del universo”)
y un poco además por celos, en secreto también se anotó para el mismo viaje como
voluntaria. No se imaginan la cara de felicidad del capitán cuando escuchó la noticia
de la propia boca de su esposa. Dos años en el espacio, con su mujer al lado las 24
horas del día.
Su lugarteniente era el señor Spot, llamado así por haber protagonizado
distintos comerciales sobre quita-ceras de oídos. El resto de la tripulación estaba
compuesta por el médico de a bordo Elton Tito, Elvis Nieto como el supervisor de
botones y sistemas, Cindy Entes como la asistente técnica, Nicolás Keroso como el
encargado del servicio higiénico, Francisco Milón (un sicólogo travesti llevado para
ayudar de los dos lados de las controversias), la ex-modelo gallega Lucila Tanga, la
esposa del capitán Kirsch, Olga Seosa, Rubén Fermizo (que nadie sabía qué hacía,
pero allí estaba), Elmer Kado como el encargado del puente de mando, para subirlo y
bajarlo y así pasar hacia los comedores, otros diez colaboradores más y unos ochenta
extras que hacían de soldados.
Para la noche del cinco de enero del sesenta y nueve, había sido dispuesta la
47

partida de la nave hacia el universo. Desde la base de las plataformas comenzó a salir
un espeso humo negro, por lo que los científicos le solicitaron a Olga Seosa que se
quite semejantes zapatones, moda que hasta ese entonces aún estaba vigente, gracias
a las mujeres de baja estatura.
Los tripulantes entonces, se despidieron de sus familiares y amigos, vistieron
sus mejores trajes espaciales, se colocaron sus escafandras y se dispusieron a partir,
pero todos sin excepción dejaron sus zapatos afuera de la nave al lado de baldes con
agua y pasto, por si llegaban los reyes magos.
Se sentaron en los controles de mando, miraron los tableros llenos de botones y luces
de colores, y de pronto sintieron que aquella ansiedad se agigantaba aún más.
No sabían a lo que se estaban enfrentando ya que ninguno había hecho el curso
y no tenían idea qué hacer con tantos botones. Habían sido elegidos entre muchos
delincuentes que debían sacarse de encima y según el sorteo les tocó a ellos. Pero el
piloto automático todo lo puede. Cada uno se puso el suyo por si se largaba el
chaparrón, y se prepararon para lanzarse a la aventura.
Los asientos de la nave eran anatómicos y adaptables a los cuerpos de sus
ocupantes, por eso era tan importante quitarse primero el traje especial. No todos
entendieron la orden como tal y fue así que Lucila Tanga se quitó casi todo, quedando
tan solo con una diminuta bikini blanca de encaje y sin corpiño. Elvis Nieto recibió
un sopapo de su parte, luego de escuchar la orden del capitán de comenzar a apretar
los botones.
Cuando llegó el momento del despegue sufrieron instantes de mucha angustia
ya que por culpa de ella, casi nadie podía mirar el tablero de mando y presionar los
interruptores adecuados, pero por fortuna para la expedición, estaba allí Francisco
Milón a quien dicha situación no lo conmovió en absoluto debido a su condición
de… sicólogo.
También tuvo su inconveniente el médico de a bordo, ya que si bien se quitó su
traje espacial para sentarse, Elton Tito olvidó hacer lo mismo con su escafandra, por
lo que tuvo que viajar varias horas con ella puesta. No hubiese resultado un
inconveniente de no haber sido por el resfrío que lo aquejaba y esa molesta comezón
en la nariz. Nadie podía sostener una conversación seria con Elton Tito sin tentarse
de la risa ante las monigoteadas que hacía por aquella intensa picazón.
Cuatro son las grandes zonas que abarca la atmósfera terrestre. La Troposfera
alcanza desde la superficie de la tierra hasta 20 kilómetros de altura. A partir de allí
se encuentra la Estratosfera -que llega luego a su vez hasta los 50 kilómetros-, y
hasta allí el viaje no presentó mayores inconvenientes.
Desde la zona de la Mesosfera que se extiende entre los 50 y 80 km de altura,
la cosa cambió un poco ya que al escuchar que la temperatura en el exterior era de -
80 grados bajo cero, Elmer Kado tuvo un enfrentamiento con el supervisor de
escotillas que casi llegó a las manos. Elmer quería sacar una botellitas de champán
unos segundos para que se enfríen, pero el supervisor se lo prohibió.
En la cuarta sección de la atmósfera, la Termosfera (que es la zona de tránsito
entre la atmósfera y el espacio interplanetario) comenzaron los verdaderos problemas,
cuando el capitán Kirsch tuvo necesidad de ir al baño.
48

Esperó que se apague el cartelito con la luz que lo autorizaba a quitarse el


cinturón de seguridad, y cuando intentó pararse para ir al baño, se dio cuenta que no
había gravedad en el ambiente por lo que quedó flotando patas arriba como una
tortuga dada vuelta. Al verlo y para ayudarlo a bajar, Lucila soltó su cinturón de
seguridad y así asir su mano, sin percatarse que ella también comenzó a flotar en el
espacio interior. Mientras se elevaba, intentó sostenerse de los pasamanos de su
asiento, pero la falta de gravedad llevó todo su cuerpo hacia arriba, quedando
verticalmente agarrada del asiento y con los pies hacia el techo. Cindy Entes, la
asistente técnica, advirtió el corpiño que se había sacado la gallega y que aún se
encontraba enganchado en un costado de la botonera del control de mandos, por lo
que lo tomó y se lo arrojó al capitán para que con su ayuda, pueda aferrarse a algo
fijo y descender. La velocidad que llevaba la prenda era muy lenta, pero la dirección
exacta. El capitán logró agarrarla y sosteniéndola de un extremo, intentó con el otro
costado del elástico, enredarla en una de las piernas de Lucila y al lograrlo atrajo
hacia él ambas piernas, por lo que quedaron uno abrazado al otro, pero invertidos
verticalmente, justo cuando por la compuerta delantera ingresó Olga Seosa, la esposa
del capitán.
Cualquier explicación que Kirsch intentó esgrimir fue absolutamente inútil.
Para colmo de males la gallega tampoco ayudó mucho al señalarlo acusadoramente
para excusarse diciendo:
-Él me cogió-
Para el capitán aquel 69 fué inolvidable. No hubo otro año como ese. Aquel
despegue con tantos contratiempos y mareas fue tan solo el principio de la aventura.
Luego de tres arduos, interminables y desesperantes meses de viaje a través del
espacio, la oscuridad que se veía por las escotillas y parabrisas, ya tenía podridos a
todos. A ello había que agregarle la guerra sicológica que la mujer le hacía al capitán
a cada instante en forma de revancha, coqueteando con cuanto guardia se le cruzaba
por delante, por lo que Kirsch debía consolarse con algunas sesiones terapéuticas en
el sofá con Francisco Milón.
Desde un primer momento Panchito, (como llegó a llamarlo cariñosamente en
algún momento, aunque nunca se supo si fue por ese seudónimo tan generalizado que
se usa para los Franciscos, o por graficar lo de la salchicha en el medio) descubrió
que el capitán se guardaba muchas cosas muy íntimamente y que a través de una
buena terapia, él lograría sacarlo y canalizarlo. Panchito entonces puso manos a la
obra y lo intentó varias veces, hasta que una mañana, tarde o noche, (nunca se sabía
qué hora era, porque en el exterior estaba siempre oscuro) finalmente lo logró y le
sacó todo afuera.
Ese sofá y otra vez el mismo 69, nuevamente se tornaron inolvidables para el
capitán.
Una de aquellas extenuantes sesiones terapéuticas se vio interrumpida
drásticamente por las alarmas que sonaron por toda la nave y que reunió
inmediatamente a los oficiales en el puente de mando.
Cien años después de la llegada del hombre a la luna, se estaba anunciando la
llegada a destino: el planeta más alejado de la Vía Láctea, el XXL5Y/OG.U.R., más
49

conocido popularmente como Y/O GUR.


Este era un planeta con algunas características aparentemente similares a las
conocidas en Marte, pero con la particularidad de que no se poseía mucha
información al respecto, por eso estaban ahí. Si bien se sabía que lo cubría una tierra
rojiza, se cree que eso se debió a que hace una considerable cantidad de años, el
planeta fue habitado solamente por mujeres, extremadamente altas, autoritarias y
ninfómanas, y cuyos períodos menstruales llegaban a durar 29 días al mes.
Se estimaba que entre tantos miles de mujeres que había, tan sólo se podían
aparear cinco, ya que ese era el número de hombres que quedaban en el lugar.
Varones sumamente agotados, pero felices.
Hasta que de a poco los cinco fueron muriendo y casi todos por ataques
cardíacos, salvo el último que murió gastado.
A partir de allí se piensa que la raza de mujeres terminó extinguiéndose.
Para eso estaban ellos ahí ahora. Para averiguar qué especies habitaban el planeta si
es que había alguno.
Luego de un par de intentos infructuosos, Y/OGURTIZARON la nave en una
zona un tanto montañosa, le colocaron cuñas de maderas a las ruedas para que no se
desplace, desde su llavero trabaron las puertas y activaron la alarma contra robos, y
se dispusieron a recorrer el planeta.
Al médico le resultaba extraño que había algunos de la tripulación que habían
olvidado colocarse la escafandra, y sin embargo justamente él que la tenía puesta,
sentía que le faltaba el aire. Después de un rato advirtió que ante el apuro por salir de
la nave para descubrir el nuevo mundo, en lugar de la escafandra Elton Tito se había
puesto una pecera.
Llenos de aparatos de todo tipo con luces y sonidos de toda índole, comenzaron
a explorar el terreno. Al cabo de un tiempo, al tomar conciencia que no entendían
para qué cuernos servía cada uno de esos aparatos, los tiraron y continuaron con su
trabajo. La orden era el reconocimiento visual y táctil de cuanto los rodeaba.
De pronto descubrieron rastros que demostraban la existencia de vida. Una
prenda de vestir bastante similar a la de los humanos, aparentemente femenina y aún
en buen estado, estaba tirada sobre una roca. A pocos metros de allí, en dirección a
una cueva en la montaña, encontraron algo que aparentaba ser un pantalón de
hombre y un tanto más allá, ropa interior y un portaligas.
Cuando entraron a la cueva descubrieron a Lucila y uno de los soldados,
desnudos y abocados de lleno a su tarea de descubrimientos táctiles. No quisieron
interrumpirlos y siguieron su marcha, mientras el capitán pensaba
-Para ellos también este 69 será inolvidable!-
A pocas horas de allí, cuando la marcha ya se había hecho casi aburrida y la
esperanza de encontrar vida extraterrestre se esfumaba lentamente, el capitán y dos de
sus colaboradores, llegaron hasta una gruta pequeña, que aparentemente servía de
pasadizo y comunicaba con otra de enormes dimensiones. Luego de bautizarla como
“la hija de la gran gruta” se adentraron en ella y mayor fue su sorpresa cuando
descubrieron a una tribu de indígenas, realizando aparentemente uno de sus rituales
alrededor de un improvisado fuego.
50

Se escondieron unos instantes detrás de unos frondosos arbustos para no ser


vistos, pero luego decidieron cambiar de lugar, porque era tan frondoso que ellos
tampoco veían nada.
Se fueron entonces detrás de unas piedras y observaron detenidamente mientras
anotaban en su bitácora de vuelo todos los detalles, para luego guardarlos en una
improvisada caja negra, ya que como habían olvidado la verdadera en la tierra y se
llenó de hormigas, fabricaron esa con una caja de zapatos recubierta de alquitrán.
-Aparentemente son todas mujeres...- dictaba el capitán mientras Elton Tito
escribía.
-Y tienen distintas particularidades... Son altas, muy altas... hermosas... y
pareciera que... no, no parece, es así... a ver?... si. Creo que es así nomás... Uff, cómo
molesta esta escafandra tan grande y se me llena de polvo... haceme acordar la
próxima vez que me traiga un limpia parabrisas... Bien, Dónde estábamos?-
-En limpia parabrisas- dijo Elton Tito mientras terminaba de escribir.
-Tienen una particularidad muy especial...- siguió dictando Kirsch - Aunque
parezca increíble, y debido seguramente a alguna rara mutación genética, tienen la
boca en lugar de... digamos... la tienen en la entrepierna! Con dientes y todo!!-
Exclamó el capitán entre extrañado y sin poder disimular su entusiasmo... por el
hallazgo.
-Y lo que tendría que estar en la entrepierna, se encuentra en lugar de la
boca!!!!! -Exclamaba Kirsch cada vez mas entusiasmado- Es decir, hablan y comen
por la entrepierna... Y procrean por la cara!!!!!! Es una maravilla de la
naturaleza!!!!!!-
Entonces el capitán, embelesado y hasta casi hipnotizado por semejante
hallazgo, se puso de pie lentamente y comenzó a caminar en dirección a aquellas
raras mujeres.
Una de ellas al verlo, tal vez seducidas por el natural atractivo de kirsch (pelo
entrecano, corto y muy prolijamente cortado, una tenue y también entrecanosa barba
bien cuidada, anteojos con un cierto tinte intelectual que lo convertían en aún más
seductor, además de una pícara y cómplice sonrisa), o tal vez simplemente porque
todas esas muchachas pertenecían a una raza de ninfómanas, también se dirigió a su
encuentro, ante la mirada expectante de los tripulantes de la nave y de las demás
muchachas.
La situación se tornó tensa y peligrosa. Nadie sabía cómo reaccionaría el otro.
Se pararon uno frente a otro, y sin mediar palabra alguna, comenzaron a besarse
profundamente.
Si bien nunca fue aclarado si se podría llamar beso a aquello que se prodigaron
con tanta pasión, ya que quedaba clara la característica principal de aquella raza, pero
de todas formas era notorio que ambos lo disfrutaron y mucho.
Elton Tito lamentó tener que interrumpir aquel precioso, romántico y sensual
momento, pero no tuvo más remedio que preguntarle al capitán sobre los pasos a
seguir a partir de allí.
Kirsch no lo pensó siquiera, y simulando a ET, les señaló con su dedo índice el
pequeño punto en el espacio que significaba la Tierra, y les dijo a modo de orden
51

-¡¡¡¡Go home!!!!!-
-¿Y usted, capitán?- preguntó inocentemente Elton Tito
-Yo me quedaré aquí para hacerme cargo de la Vía Láctea.-
-¡¡¡Pero va a ser el único hombre!!! ¡¡¡Lo van a consumir!!!-
El capitán pensó un instante en su esposa, miró a las muchachas en un costado,
y con una cómplice sonrisa les volvió a señalar el punto en el cielo diciendo.
-¡¡Go home!!- y se fué otra vez a besar a la muchacha.
A aquellos viajantes del espacio no les quedó ninguna duda que para el capitán,
aquel 69 sería absolutamente inolvidable.
Finalmente los tripulantes volvieron a la nave y despegaron rumbo a la tierra
sin el capitán. Lo que no se habían dado cuenta, es que Olga Seosa la esposa de
Kirsch, justo había ido a hacer pis entre unos arbustos cuando la nave despegó, por lo
que también se quedó allí en Y/O GUR, cumpliendo su promesa matrimonial:
“siguiendo a su esposo hasta el fin del universo”.
52

LOS INDIOS COMECHIPOTES


(La leyenda del Gran León Rosado)

A principios del siglo pasado, es decir... a principios del siglo pasado, El


Marqués Rodrigo Loso de Loyo, era un ferviente admirador de la historia y en
particular de todo lo concerniente a los colonizadores que se aventuraron en las
américas conquistando las indias y también a otras nativas.
Tanta era la admiración que sentía por sus hazañas, que siempre tuvo el sueño
de emularlos en alguna de sus formas, con la contrariedad que siempre despertaba de
los mismos.
Además de gozar de una considerable fortuna, gozaba también de una gran
reputación. Con la que no gozaba mucho, era con su mujer (de una buena reputación)
ya que desde que había escuchado hablar de la tribu de los Comechipotes, su
obsesión aumentó considerablemente y había perdido interés en su mujer, en sus
asuntos económicos y en todo cuanto lo rodeaba. Aquella excéntrica tribu amazónica,
por algún extraño y velado motivo, había acaparado absolutamente su atención y no
lograba entender el porqué.
Recién cuando abandonó a su mujer, la Marquesa Olga Dísima de Loyo, su
vida cambió totalmente de rumbo... y se fue para el lado del Amazonas.
Algún tiempo atrás había tenido conocimiento que la espesa y densa selva amazónica
servía de refugio a unas cuantas tribus indígenas absolutamente desconocidas y luego
de mucho investigar y estudiar, decidió conocer por fin la de los Comechipotes, que
eran sin duda la que más curiosidad le despertaba, sobre todo cuando estaba dormido.
Su nombre (El de los Comechipotes, no el del Marqués) se debe a un fruto
poco conocido, que crece entre las ramas de unos árboles similares a los Secuoyas
gigantes, que suelen superar los cien metros de altura, y a causa de una rara simbiosis
de la naturaleza con una frondosa y tropical enredadera que se nutre de su savia,
comenzó a reproducirse en las alturas un extraño manjar, similar a la banana, pero de
forma recta, y en cuyo extremo superior se engrosaba y aparecía una protuberancia
como si fuese una pequeña cabeza y que fue denominado y popularmente conocido
luego, como chipote.
Costaba mucho esfuerzo cosechar dichos frutos, por la tremenda altura en la
que crecían. Por eso se los veía a los indios descender de aquellos árboles, muy
orgullosos exhibiendo sus chipotes con ambas manos.
Los nativos desde tiempos inmemoriales, utilizaban ese fruto de muchas
maneras, además de ser el alimento base de su dieta diaria por la gran cantidad de
proteínas, nutrientes y minerales que contenía.
Cuando el chipote estaba muy maduro, se lo trituraba hasta formar un
verdadero puré, ya que una sustancia levemente blanquecina y viscosa que se
desprendía de él, servía para fijar una rama con otra, tanto que cuando se secaba al
sol, ésta se solidificaba de una manera inusitada y casi inexplicable.
53

A aquella extraña propiedad se la solía utilizar para distintos fines: en la


construcción de las paredes de las chozas, en la cimentación de los pisos de las
mismas o en los cientos de caminos que rodeaban la aldea, y que fueron construidos a
propósito para desorientar a los extranjeros. Tan sólo uno de aquellos caminos
conducía hasta la espesa selva y al fondo a la derecha, después de la plazoleta,
cruzando unos doscientos metros, a la aldea.
Aquella viscosidad era un ungüento tan útil y eficiente, que se utilizaba hasta
para las diarreas, cuestión ésta última con la que había que tener un especial cuidado,
porque cierta vez, uno de los indios exageró la dosis y tuvieron que hacer memoria
entre varios para dilucidar la última vez que fue de cuerpo.
Pero además de aquel, se le solían dar otros usos de tono medicinal. Luego de
una penosa, trabajosa, extenuante y agotadora jornada, cuando la india requería
atención, solía verse al varón, recostado al sol boca arriba, esperando que la
viscosidad endurezca lo que su cansancio impedía. Era una solución muy recurrida
ya que por aquella zona, el Viagra era absolutamente desconocido.
Por la estupenda rigidez que presentaba el fruto cuando aún no había
madurado, los nativos también lo utilizaban de muchísimas maneras, como estacas,
para sostener cuerdas hechas con lianas en el piso o para introducir granos en la tierra
durante la siembra, ya que dicha rigidez, por haber sido arrancado dicho fruto a
temprana edad del árbol, casi se petrificaba. Aprovechando dicha tiesura, a su vez las
indias lo usaban como... para entretenerse un rato.
El nombre de la tribu fue puesto por un viejo poblador del lugar, que cierta
noche descubrió a varios jóvenes indígenas almorzando dicho fruto con gran
apetencia.
En principio había calificado al fruto con otro nombre, pero tiempo después lo
rectificó, transformándolo en más sutil, al tener conocimiento que los guaraníes
habían puesto aquel mismo nombre, a otro fruto con el que tomaban mate.
Eran una tribu vegetariana por excelencia, con el chipote como principal
sustento, pero, según reconocieron luego algunos aborígenes, de vez en cuando les
gustaba -sobre todo a las indias-, comerse un buen pedazo de carne.
Luego de una extenso recorrido a través del Amazonas, y a pesar de sus
denodados esfuerzos por lograrlo, el Marqués no pudo llegar hasta los Comechipotes,
debido a que sus guías lo abandonaron por temor, un par de kilómetros antes de
donde se encontraba la tribu. En realidad no era temor a los indios, sino a su líder
conocido como “El gran chipote”.
Todos lo admiraban y solían rendirle pleitesía por su enorme, tremenda,
descomunal, gigantesca, imponente e inigualable capacidad de mando. Incluso
cuando el Marqués lo conoció, también se rindió a sus pies, al advertir semejantes
condiciones naturales, que eran la envidia de todas las tribus.
A decir verdad (y según el mismo Gran Chipote reconoció después), sus
condiciones no eran tan naturales, sino que cierto día se había quedado dormido al sol
con la viscosidad encima y se había solidificado tanto, que para indicarle a la tribu
una dirección a seguir, ni tenía que levantar el dedo, ventaja que también
aprovechaban las indias, ya que debido a la considerable altura del líder, tenían donde
54

colgar a secar los taparrabos luego de lavarlos.


Cuando el Marqués llegó finalmente hasta el campamento, los indios que
estaban de guardia, lo llevaron en presencia del líder.
Éste apareció imponente en la puerta de su carpa y los indios le hicieron señas
para que le haga una reverencia. El gran Chipote lo hizo, y los indios comprendieron
que se habían equivocado, ya que el que tenía que hacer la reverencia era el Marqués,
pero éste en negó. No era para menos. La imponente dote de mando que portaba
aquel líder, impresionaba a cualquiera y el Marqués no se animaba a agacharse en su
presencia.
Finalmente lograron convencerlo, luego de una persuasiva sugerencia de tres
sopapos. El Marqués comprendió entonces que su título nobiliario ya no le servía de
nada y que se lo podía meter en el bolsillo.
A partir de allí comenzó una nueva vida para él, rodeado de un nuevo hábitat,
de nuevas aventuras, y de unas cuantas indias también.
En aquella particular tribu, las mujeres casi cuadriplicaban en cantidad a los
hombres, por eso no eran monógamos. Era costumbre que cada uno de los varones,
tenía que procrear para mantener la especie cada vez que las indias lo solicitaban, por
eso la necesidad de estar tanto al sol con la viscosidad. Ese día comprendió el
Marqués que nunca más se iría de allí.
Pero no todas eran rosas en aquella tribu. Había también claveles, margaritas y
sobre todo muchas hortensias. A las indias les fascinaban las hortensias, y al Marqués
a su vez, le encantaba admirar las hortensias de las indias. Ellas se las traían de regalo
y él cada día, tomaba delicadamente las hortensias de las indias y las enterraba en el
jardín de su choza.
Los Comechipotes no hablaban ningún idioma en particular, sino que su forma
de comunicarse era a través de sonidos guturales y todo tipo de interjecciones y
onomatopeyas. El Marqués Rodrigo Loso de Loyo, de a poco se fue sumergiendo en
aquella forma de comunicación y hasta cierta noche de luna llena, le pareció
mantener una larga y entretenida charla con el brujo de la tribu, quien aparentemente
y según la lectura que el Marqués hacía de aquellos extraños sonidos, estaba un tanto
ofuscado porque no hacía más que bufar y resoplar. Un par de horas después, alguien
le hizo ver que en realidad el brujo no estaba manteniendo una charla, sino que no se
sentía bien ya que sufría de gases.
Pero tanta felicidad se vio truncada de golpe, cuando el Marqués preguntó qué
debía hacer para formar parte de la tribu y ser un Comechipote más.
El gran líder, que en ese preciso momento se hallaba limando asperezas con el
brujo, se levantó, dejó su piedra china a un costado, y aún descalzo se le acercó
severo, lo señaló con su tremendo chipote, y le dijo con sus particulares sonidos
-Pochu Pochu-, que significaba que “para ello debía ser consagrado según el
ritual Comechipote, y siguiendo los pasos que marcaba la ancestral tradición
comechipotense, concibida como baluarte indestructible del mantenimiento de la
especie, bajo las normativas constituyentes dictaminadas por el consejo supremo
ancestral”. Si algo carcterizaba a los Comechipotes, era sin duda, su poder de
síntesis.
55

-¿Dunga Dunga?- Preguntó un tanto asustado el Marqués, temiendo que se


tratase del mismo ritual que había visto un par de veces y sobre el que había
escuchado las más horrendas y desgarradoras historias. Él no quería dar marcha
atrás, pero le pareció que el líder, con su chipote aún en la mano, era precisamente lo
que buscaba.
-Táaaaaaaa!!!!- Contestó afirmativamente el jefe.
-Que lo tiró!- Protestó el Marqués ya en su idioma y se fue a la selva a intentar
domar al Gran León Rosado, según lo que ordenaba el “Ritual de Consagración de
los Nuevos Comechipotes y sus Aliados del Tratado del Amazonas Norte”.
No era una tarea fácil... repetir el nombre del ritual, como tampoco lo era el
ritual en sí. A decir verdad, tan sólo tres lo habían logrado en la tribu (Lo de repetir el
nombre... y lo del ritual en sí): El líder, el brujo y el más viejo del consejo de
ancianos. Tan sólo ellos poseían el secreto de cómo domar al Gran León Rosado,
mientras que muchos habían muerto en el intento o simplemente fueron devorados
por el enorme felino. Por eso las mujeres en la tribu los cuadriplicaban en cantidad.
Los primeros cuatro días los pasó buscando y buscando sin descanso, hasta que
finalmente encontró el camino a la selva. Luego comenzó la extenuante y cansadora
búsqueda, ya que era cuesta arriba en la montaña.
Un viejo poblador de la zona, el brasileño Paulo, le dijo que lo podía encontrar
en la quinta montaña (a él, por si quería charlar un rato), aunque el león se encontraba
seguramente en la cuarta cueva de la tercera montaña, segundo piso por escaleras.
En aquella famosa y casi mítica cuarta cueva se encontraba su harem de leonas,
que lo esperaban cada día para alimentarlo y copular (Al león, no al Marqués). Por lo
visto el Gran León Rosado le gustaba llegar al cuarto y ver allí a sus leonas
dispuestas a confortarlo y con la comida lista.
Tres eran los tipos de leones que solían habitar aquellos inhóspitos y agrestes
montes y cuyas reputaciones, traspasaron los límites amazónicos: el mencionado
Gran León Rosado, tan majestuoso como imponente, el León Blanco (que si bien
también era mayestático no resultaba tan temible), y por último el Gran León Tinto,
más conocido por Cabernet, o león varietal, que podía llegar a ser muy suave si se lo
rebajaba con soda.
El Marqués entonces puso manos a la obra y sus pies en el camino.
Durante varios días recorrió senderos y grutas de la cuarta montaña y barajó
muchas posibilidades sobre cómo domar al Gran León Rosado. Pero todas no eran
más que teorías. El preciado secreto tan sólo lo poseían aquellos tres que supieron
domarlo. Ahora todo dependía de su ingenio, destreza, sagacidad... y de encontrar al
león cansado.
Como necesitaba sus manos para portar las armas contra el feroz animal, al
quinto día se embadurnó con la viscosidad, para poder apartar las ramas a su paso sin
tener que utilizarlas. Pero parece que estuvo caminando bajo el sol mucho tiempo,
porque todo se endureció más de la cuenta.
A la madrugada siguiente, mientras todavía dormía sobre unas hojas secas,
sintió muy cerca de su oreja derecha una agitada respiración que lo despertó. No atinó
a moverse al ver a una leona que mostrando sus colmillos al lado de su cara, lo
56

miraba expectante.
Sin embargo no fue lo peor. Cuando pudo observar de reojo a su izquierda, vio
a otra leona en igual posición. Y eso tampoco fue lo peor... Sobre sus pies, una a cada
costado, otras dos leonas más con babeante agitación, que también acechaban
amenazantes.
De todas formas y pese a la peligrosidad del momento, lo que más llamó la
atención al Marqués, fue que sin conocer las verdaderas intenciones de los felinos,
logró conjeturarlas, al divisar a una de ellas con guantes de cocina y un gorro de chef.
Se dio cuenta que al mínimo movimiento que hiciese ante aquellos colmillos,
sería despedazado sin piedad, como churrasco de vagabundo, así que prefirió la
inmovilidad y rezar en silencio.
Pero lo peor aún estaba por llegar. Y venía llegando.
El Gran León Rosado se acercaba muy cansinamente, enorme, feroz e
intimidante, de frente a él. Se detuvo justo en medio de sus piernas abiertas y
comenzó a olfatearle la viscosidad. El Marqués se encomendó una vez más al Señor,
pidiéndole dos milagros: si el león lo mordía, al menos no perdiese la vida y luego
poder llamarse “María”, y por las dudas, si el mordisco del animal no resultase muy
grande, también se encomendó al rabino por una posible conversión.
Lo cierto es que el animal lo olfateaba sosegada y parsimoniosamente, y
cuando abrió sus fauces y pareció que ya se lo iba a deglutir, comenzó a lamerlo lenta
y pausadamente, una y otra vez sin interrupción, pero con una satisfacción poca veces
vista... La del Marqués.
Todo tiene una explicación (decía una vieja que tomaba mate en un plato). Las
leonas sabían por propio instinto, que aquella viscosidad, cuando se mezclaba con
ciertos efluvios sexuales masculinos de los humanos, producían una sustancia que a
su vez a los leones les resultaba altamente afrodisíaca, por lo que quedaba
demostrado que las leonas no eran ningunas estúpidas, ya que después de un buen
rato de las mencionadas lamidas, quedaba tan excitado (El león… Y el Marqués
también) que luego las servía a todas y varias veces al día. (El león... Y el Marqués
también)
Sin duda alguna que aquella fue toda una revelación de la divina naturaleza. El
Marqués quedó maravillado por tantos secretos que guardaba (la naturaleza) y que de
a poco fue descubriendo en el interior del Amazonas junto a los Comechipotes. El
fruto secreto, su extraña viscosidad, la aspereza de la lengua del Gran León Rosado,
el verdadero origen de “La lambada”, etc. etc.
Pero más maravilladas estaban las leonas con é, quienes últimamente lo
recibían con una verdadera fiesta y moviendo la cola, ya que al menos una vez a la
semana, el Marqués se embadurnaba con la viscosidad y se iba a la montaña para
ayudar a excitar al Gran León Rosado.
Luego de muchos años, el Marqués volvió a su tierra natal y se hizo millonario
comercializando el chipote en todas sus formas, mermeladas, aceites, al natural,
enlatado, en fruterías, mercados, centros comerciales... y algunos sex shops.
Después de muerto, su ex mujer (que fue quién finalmente heredó su fortuna ya
que nunca se habían divorciado), le dedicó en la misma entrada de su fábrica, una
57

estatua en su honor, donde se lo veía erguido y orgulloso, con su chipote en la mano.


Allí se originó uno de los mitos más famosos de la época, bajo la leyenda: “Si
quiere ser millonaria, deje que su marido se convierta en Comechipote”.
Firmado: Marquesa Olga Dísima viuda De Loyo... pero millonaria!
58

PENE, LOPE Y ULISES


(La verdadera Odisea de la griega)

Ya desde el período Helenístico, la duda sobre la verdadera autoría de La Ilíada


y la Odisea ha llegado hasta nuestros días.
Si bien históricamente siempre se ha atribuido a Homero, hay quienes desde
hace muchos siglos han puesto en duda dicha aseveración, con argumentos tan
valederos como los que sostienen lo contrario.
Los hay también hasta quienes aseguran que la Ilíada le pertenece a Homero,
pero en cambio la verdadera Odisea, es la que sufren muchas amas de casa, para
llegar a fin de mes.
No faltan los que conjeturan que fueron varios autores en realidad quienes
escribieran el famoso poema épico. Existen a su vez quienes sostienen que algunas
partes fueron agregadas mucho tiempo después por otros poetas y hasta no faltó una
historiadora griega de la actualidad, que aportó su propia versión sobre los hechos, y
cuyo contenido volcaremos en esta reseña.
Odisea era el nombre griego de Ulises. Es conocida por todos la historia de
quien se había casado con Penélope y luego de un año de matrimonio y de haber
concebido a Telémaco, tuvo que marchar a la guerra de Troya.
Una guerra que duró diez años y cuyo regreso a la Isla de Ítaca (su reino) le
llevó otros diez años más. A partir de allí comenzó a aplicarse la palabra odisea a
“todo viaje lleno de incidentes y dificultades que se oponen a la realización de un
propósito”.
Y vaya si las tuvo Ulises, como para tardar diez años. Era más sencillo echarle
la culpa a los dioses (en la mitología griega, había uno para cada necesidad, a gusto
del consumidor) que al GPS. Pero ella pone en duda dichas reseñas históricas,
argumentando con su habitual grandilocuencia verbal y una exquisita y envidiable
utilización del idioma, que
-“Por más que los dioses le produjesen todo tipo de impedimentos, diez años,
francamente... dejémonos de joder!” -
Según narra en su libro nuestra afamada revisionista, Ulises fue el primero de
la historia en contar con el famoso GPS. Se trataba en realidad de uno de los
soldados de su ejército, y su denominación provenía de las siglas de su nombre:
Griegus Papanatis Señaladoris, y cuya misión era indicar según el movimiento de las
mareas y la posición de las estrellas, hacia dónde había que dirigirse.
Al famoso Griegus Papanatis Señaladoris, desde muy pequeño le habían
prevenido del contratiempo que podía acarrearle el ponerse bizco si soplaba el
viento... y por lo visto el Papanatis lo olvidó justo cuando un gran ventarrón sopló
repentinamente, en el momento en que Ulises se disponía a volver a su reino.
En fin, algunos autores adjudican dicha tardanza a la mala fortuna de Ulises,
por contar con semejante Papanatis, otros a cierta desidia o verdadero desinterés por
volver rápido, y no faltó nuestra historiadora griega contemporánea, que soslayó la
posibilidad de que Ulises en realidad, se la pasó de juerga en juerga por las islas del
59

Mar Egeo, en obvia proyección de sus deseos personales.


Muchas son las dudas que se plantean en aquel regreso de diez años de
duración. Troya estaba ubicada en la actual Turquía, es decir justito enfrente de
Grecia. ¿Cómo fue posible que las embarcaciones de Ulises llegaran hasta las costas
italianas incluyendo la actual isla de Capri sin haber pasado por Grecia?
Dos eran las razones esgrimidas por nuestra helena historiadora. La primera
estaba referida a la poca visión de futuro del Papanatis a quien, según esta particular
versión de los hechos, le habrían hecho un mal de ojos y la segunda, estaba referida a
tanta juega e infinitas borracheras a bordo de la nave de Ulises, a raíz de las cuales,
según ella misma relata, a más de un marinero, durante largas travesías, se los vio
besándose con otros tantos, a pesar que ellos declaraban a cuanto periodista se
acercase, que eran solo amigos
La palabra “Poli” es una voz prefijal de origen griego y cuyo significado es
“abundancia, muchos”. Takis, por su parte, hace referencia a las suelas de gran
tamaño, similares a los coturnos utilizados por los actores de las antiguas tragedias
griegas en sus representaciones, y cuya finalidad era lograr una mayor altura, para
personificar a los dioses.
Tal era la devoción que nuestra historiadora profesaba por aquellos famosos
tacos muy altos desde muy temprana edad, que sus helénicos progenitores, la
bautizaron Poli-takis. Sin embargo podría decirse que su verdadero nombre se
conformó recién a partir del manejo que desde siempre, ella hacía de dos de sus
notorias cualidades: su indudable sensualidad y un enorme poder de seducción, los
cuales utilizaba sin descanso para lograr sus objetivos. Cuando alguien la observaba,
solían ser a simple vista, muy notorias aquellas dos poderosas razones y que eran
justamente las que le posibilitaban nunca obtener un “no” por respuesta. Así
apareció el famoso “Si-Politakis”, que en griego se escribe con la “x” suplantando a
la “s”, casi a modo de juramente de fidelidad, y que suele ser utilizado generalmente
entre los pilotos de aviación antes de un despegue.
Se comenta, con suma certeza entre los entendidos de la materia, que los
historiadores suelen devanarse los sesos, buscando, pergeñando e hilvanando
pequeños detalles de los grandes relatos, hurgando con mucho cuidado en los anales
de las mismas, y apropincuarse a las investigaciones grandes serias y responsables,
para armar sus conclusiones sobre determinados hechos históricos.
Sin duda, no era éste el caso. No porque nuestra historiadora no buscara,
pergeñara ni tratase de hilvanar los pequeños detalles de los relatos históricos, ni
porque no haya hurgado incansablemente en aquellos mentados anales, ni se haya
apropincuado a algo grande, sino simplemente, porque no tenía qué devanarse.
Se dice que a partir de cierta edad, como consecuencia lógica de la misma
naturaleza, se acelera el proceso de pérdidas de neuronas de forma inevitable.
Evidentemente, en esto también, ella había sido muy precoz.
Aun cuando la escasez de neuronas estaba llegando a su límite crítico, era
apoyada en muchos aspectos por varios editores y productores, que veían en ella....
vaya a saber qué... y siguió entonces con su cometido de escribir sobre Ulises.
Tal vez enternecida por la triste y larga espera de Penélope, acaso intrigada por
60

la extenuante travesía de vuelta del héroe de Troya, o quizás seducida por la


musculatura del propio Ulises, lo cierto es que ella no cejó ni un instante en su intento
de hacer su propio relato, y los editores en apoyarla cuanto podían. Se podría decir
que el que recibió, fue un apoyo tan incondicional como constante... salvo cuando sus
respectivas esposas estaban cerca.
Todavía no se ha podido dilucidar si a la mentada Si-Politakis el subconsciente
la traicionaba o creía erróneamente que en los hechos históricos que le tocaba relatar,
se hacía expresa mención a tres personas, confundiendo algunos sucesos incluso con
el siglo de oro español, pero lo cierto es que bautizó a su afamado libro “Pene, Lope,
y Ulises”.
Algunos editores intentaron alertarla de dicho error, pero por supuesto sin dejar
nunca de apoyarla. Sin embargo, tanto fue el apoyo recibido, que ella no sólo se
mantuvo incólume en su decisión de mantener dicho título encima de su nombre
como autora en la tapa del libro, sino que además los editores consintieron en que de
ninguna manera le quitarían el primer nombre de encima.
En el capítulo décimo primero -cuyo contenido es el evidente producto de la
notable sapiencia y erudición que sobre el tema poseía nuestra historiadora en
cuestión-, quedan en evidencia dichas virtudes, fundamentalmente por la longitud del
mismo, que constaba de un total de... cuatro renglones.
En la historia relatada por Homero, Helena era una espartana, esposa de
Menelao, rey de Esparta, y que luego huyera -o fuera raptada. (Nunca queda muy en
claro)- con el príncipe troyano Paris, por lo que luego sería conocida como Helena de
Troya, lo que originaría la ira de Menelao y desembocaría en la afamada guerra.
Tal era la fascinación que nuestra protagonista sentía por aquella historia y sus
personajes, que amante de las mascotas (entre muchas otras cosas) bautizaba a las
suyas con nombres de aquel poema épico.
Llegó así a llamar Agamenón a su perro ovejero alemán, Clitemnestra a su
pequeña chihuahua, París a su gato siamés y Helena a su cotorra.
No fue casual la elección de dichos nombres, ya que resultaba tan sorprendente
como agradable, la amistad tan particular que había surgido entre el gato y la cotorra,
como si quisiesen repetir la historia. En todo momento, París y Helena disfrutaban
juntos correteando por los jardines de la casa, tanto que en el pueblo ya era un
comentario generalizado, que el gato de la Si-Politakis se la pasaba todo el día
jugando con la cotorra.
En el mencionado escrito que ha sido editado recientemente por las editoriales
“Pongotela” y “Editomerd”, Si-Politakis hace clara referencia a la famosa espera de
Penélope a través de los años, destejiendo por las noches lo que había tejido durante
el día, como excusa para no aceptar las proposiciones de los pretendientes, que
aseguraban que Ulises habría muerto en batalla o que simplemente ya no volvería.
Ella no sólo critica aquella ingenua artimaña, sino que la refuta, acusándola de
poco inteligente, y proponiéndole a Penélope -un tanto tardíamente- aprovecharse de
dicha situación (que el marido no estuviese) para disfrutar de la cosas que la vida le
ofrecía, a su manera (a la manera de la Si-Politakis), que es lo que ella haría en su
lugar, es decir, dejar los estúpidos prejuicios de lado y entregarse por completo a
61

todos y a cada uno... de los designios del destino.


Algunos historiadores veían poco probable dichas aseveraciones, otros las
cuestionaban severamente, pero sin embargo todos coincidían en un punto específico:
ella era la más refutada. Sobre todo por las esposas de los editores quienes la
refutaban a cada instante y en cada conversación con sus maridos, de hecho se la
pasaban refutándola de arriba a abajo.
Es absoluto el desconocimiento sobre qué ocurrió con los anteriores diez
capítulos del libro, ya que el mismo solo consta del capítulo XI. Si bien algunos
afirman que se trata del número romano del capítulo, hay quienes prefieren sostener
(y durante el mayor tiempo posible) las dos principales razones de la Si-Politakis, que
en realidad significaban las primeras letras de su apellido.
En el mencionado y extenso capítulo, se narran las aventuras y peripecias que
Ulises tuvo que sortear durante los diez años de su retorno al hogar, y en el cual
nuestra historiadora se anima a contradecir y hasta rebatir categóricamente a Homero,
mencionando que no fueron aventuras y/o pruebas con que los dioses lo desafiaban
en cada una de sus travesías, sino que la Si-Politakis comentaba, muy suelta de
cuerpo (como era ya una costumbre en ella), que las orgías y las borracheras a bordo
de la embarcación que lo transportaba, eran una constante y que aquel fue el motivo
fundamental por el que Ulises no prefería volver tan temprano a casa.
Por otro lado, confiaba ciegamente en la absoluta fidelidad de su adorada
Penélope, a la que había provisto de una considerable cantidad de lana, lo que le
transmitía una mayor tranquilidad aún para no darse prisa.
Según menciona y describe casi al final de su relato, Ulises volvió a su casa
muy demacrado, con la mirada un tanto desvariada, una avanzada cirrosis, pero con
una sonrisa imborrable.
A decir verdad, ella siempre prefería mucho más mencionar a Penélope por su
apócope que por su nombre completo. Aseveraba en un apartado del prólogo (tan
apartado que había que buscarlo en otra librería) que si a un Francisco se le llamaba
simplemente “Fran”, a un Roberto se le decía solamente “Rob” y a una María
alcanzaba con mencionarla como “Mary”, era mucho más simple llamar a Penélope
por su apócope, ya que por un lado era mucho más corto, práctico y preciso, y por
otro lado, era uno de sus apócopes favoritos.
En definitiva y según las opiniones de distintos críticos literarios, quienes a
pesar de largas, profundas y acaloradas discusiones, tuvieron que leer finalmente el
libro, llegaron a la conclusión que el mismo muestra muchas deficiencias históricas,
unas cuantas conjeturas verdaderamente absurdas y mucho de inexactitudes (A la isla
de Ítaca, ella la menciona erróneamente como M-16), pero nunca ha dejado de
deslumbrar el uso casi constante, detallado y con un tratamiento tan delicado que raya
la exquisitez, del mencionado apócope, que solía esgrimir como baluarte de su novela
y auténtico impulsor de su obsesión por escribir el libro.
Ningún editor no logró nunca vender siquiera un solo ejemplar del mencionado
librejo y sin embargo, a pesar de las pérdidas, muchos mantuvieron su constante
apoyo a la historiadora, mientras que otros le seguían sosteniendo las dos razones de
su éxito mediático.
62

A pesar de todo, ella logró fama y fortuna en muy poco tiempo. Y no fue
precisamente por dedicarse a Lope y Ulises.
63

EL AHIJADO DEL PADRINO I, II Y III


(Una mafia gasificada)

Corrían los años 20 y con desesperación para todos lados, porque la ley seca
los tenía secos a todos.
La prohibición de vender, comprar, importar, exportar, embotellar y fabricar
alcohol era tan exigente que lo único que se podía hacer era beberlo, pero se hacía
difícil porque no había quien lo produzca, lo importe, lo venda o lo esconda
siquiera... y ahí fue donde apareció el famoso mercado negro, llamado así porque era
tan oscuro que nadie veía lo que compraba.
Allí mismo en ese mercado negro, tuvo su origen el famoso “estudio de
mercado” que en esa época se hacía al tanteo. Los puestos de aquel lúgubre lugar,
estaban exclusivamente atendido por oriundos del Bronx, en la absoluta oscuridad de
la noche, y fue precisamente allí en donde a alguien se le encendió la lamparita y
comenzó a fabricar y vender alcohol de contrabando.
Luego otro, al ver las ganancias que esto reportaba, lo imitó y luego otro y otro,
hasta que apareció El Capote, más conocido como “El ahijado”, ya que su padrino era
amigo de una familia con gran influencia en el mercado negro, y eran precisamente
los que vendían las linternas.
La suya era una historia verdaderamente triste. Apenas recién nacido, fue
abandonado sin reparos ni miramientos, sin escrúpulos ni vergüenza, y sin bolsa de
residuos en un contenedor de basura. Un ebrio vagabundo lo encontró apenas
envuelto en un papel de diarios, lo desenvolvió y luego de tirarlo a la basura, se lo
puso bajo el brazo y se fue con el diario a seguir su recorrido.
El llanto del bebé nuevamente en el contenedor llamó la atención de una gata
que husmeaba por los alrededores y sus maullidos despertaron la curiosidad de otros
gatos que también maullaron, y éstos sobre todo, despertaron a varios vecinos que
estaban durmiendo y que se acercaron también al contenedor.
Todos miraban intrigados y se preguntaban indignados quien podría haber
hecho semejante acto deshumanizado, vergonzante y despiadado, pero hasta que llegó
el juez de turno, nadie lo sacaba de allí porque les daba asco ese bebé tan maloliente,
sucio y manchado de sangre como estaba. Y quizás aquel hecho con el vagabundo,
sería el estigma que marcaría su vida como criminal: siempre le gustaba aparecer en
el diario.
Se podría decir que El Ahijado comenzó su carrera delictiva a los cinco años,
cuando un tío borracho de su familia adoptiva, le quiso demostrar lo que era una
familia de acogida. En aquel preciso instante, le robó el biberón con leche a su
hermano menor y se lo partió en la cabeza al tío, salpicándose también él con la leche
caliente. Mientras el tío todavía estaba inconsciente, el pequeño Ahijado dibujó una
vaca en un papel y se lo pegó en la frente al yacente borracho. Luego tomó el
revólver de su padre y lo mató de un certero balazo.
64

Tiempo después reconocería que todo se debió a la tierna y pura inocencia


infantil, ya que lo hizo por aquello que había escuchado de que “el que se quema con
leche, ve la vaca y dispara”.
De adolescente se hizo conocido en el mundo del hampa, cuando tan sólo a
base de extorsiones y amenazas, se hizo cargo de una vasta red, que abarcaba casi
veinte metros de largo, para pescar cornalitos.
A partir de allí vio crecer su negocio y se dio cuenta que la carrera criminal era
lo mejor para él, ya que dejaba muchos beneficios más velozmente, muchas
ganancias más repentinamente y muchos muertos más rápido también,
-Pero buéh, nada es perfecto- se decía a sí mismo tratando de justificarse.
Luego que cinco de sus secuaces fueron a asaltar la misma tintorería, en el
mismo día, con lapsos de minutos, comprendió además que la delincuencia, -para ser
efectiva y no cometer aquellos errores-, tenía que estar debidamente planeada y
regularizada.
Precisamente aquel fue el comienzo del famoso “crimen organizado” que
constaba de un detallado programa con su correspondiente organigrama de días,
horarios y armamentos necesarios para los distintos atracos, incluyendo los días
francos que les correspondían a cada delincuente, porcentajes por esfuerzo y
puntualidad, cargas sociales, jubilación y salario familiar, además de un bono extra
por cada testigo muerto.
Sin embargo ello no le alcanzaba para lograr una verdadera familia que haga
historia. Así que convocó juntitos, muy juntitos, a un padre con su esposa, cuatro
hijos y hasta un tío solterón, que le iban a servir como cortina de humo.
Su padrino llegó a ser con el tiempo un auténtico padre de la familia mafiosa,
en cambio “El Ahijado” en muy poco tiempo se convirtió en un verdadero hijo de
aquella familia, al cual muy pocos pudieron olvidar por haber sido tan, pero tan hijo.
Uno de sus principales inconvenientes, eran los problemas estomacales e
intestinales que lo aquejaban cada vez más seguido, por su deplorable dieta a base de
hamburguesas y salchichas, y sobre todo muchas gaseosas. De allí que varios
propusieron cambiarle el sobrenombre de El Ahijado” por el de “Mina de Metano”
ya que según comentaban, era en sí mismo un depósito de gases peligrosos.
Tampoco era de dar muchas vueltas, porque decía que lo mareaban y le
producían más gases aún. Habrá sido por eso que de chico, cuando subía a las
calesitas, siempre agarraba la sortija porque era el único que quedaba.
El resto de la jefatura de la banda la completaba su principal secuaz y
lugarteniente, un hampón singular, conocido por sus muchos apodos. Entre sus
amigos era identificado como “El Caratajeada”, apelativo que surgía de una profunda
cicatriz que surcaba su mejilla izquierda. Como era de muy baja estatura y
regordete, algunos enemigos le decían “Don Chichón”. Sus mujeres lo llamaban
“papito”, su madre lo llamaba a los gritos, y algunos acreedores lo llamaban por
teléfono.
Si algo caracterizaba al Caratajeada desde su más tierna infancia era su
incurable adicción a las apuestas, y precisamente a una de ellas se debió la herida
que se produjo cuando de muy joven, perdió una de aquellas apuestas, en la que
65

aseguró que podría afeitarse con su navaja andando a caballo. Afortunadamente dos
días después lograron detenerle la hemorragia.
Sin embargo, y a pesar del peligro que corrió su vida, aquel desdichado hecho
no lo detuvo ni lo inquietó en lo más mínimo, por lo que continuó afeitándose sobre
el caballo.
Su primo, obviamente también perteneciente a la familia, lo acompañaba en
sus fechorías y apuestas pero a diferencia del Caratajeada, como buen amante de las
apuestas y el juego, era también amante de todos los placeres terrenales, y en especial
de las mujeres. Tanto que su fama corrió como reguero de pólvora y fue apodado “El
Sastre” ya que era conocida su preferencia de estar con muchas mujeres a la vez, pero
al igual que con sus caros trajes y camisas importadas de Italia, prefería que tuviesen
siempre un fino acabado a mano.
-Sobre gustos no hay nada escrito- repetían siempre él, y un Gran León Rosado
de otro cuento.
Sin embargo y pese a todos ellos, El Ahijado sentía que la banda aún no estaba
completa, así que no tuvo más remedio que contratar también un bajista y un teclado.
Por aquellos sangrientos y crueles años, en Chicago, Baltimore y Utah la
guerra entre las bandas mafiosas se había declarado implacable y feroz.
Las batallas se sucedían en Detroit, Memphis y Seatle, los asesinatos estaban a
la orden del día en Wichita y New Orleans, mientras que la Paz como siempre, seguía
en Bolivia.
El Sastre era oriundo de Chicago, Caratajeada había nacido en Baltimore y El
Ahijado era un hijo de Utah.
Juntos un día decidieron entonces robar un banco ya que se dieron cuenta que tan
sólo así lograrían entrar al imperio del hampa y llevarse el mundo por delante.
Descubrieron que entrando en ese submundo, sus vidas cambiarían radicalmente y
que tan sólo con entrar, lograrían tener la vida que se merecían.
Una tarde, luego de ser descubiertos robando ese banco -ya que cometieron el
error de poner como “campana” al mudo de la familia-, finalmente y tanto como lo
habían deseado, lograron entrar... pero a la cárcel.
Tiempo atrás El Ahijado supo enamorarse de Helen Chufe, sobre la que si bien
se quejaba, a pesar de todo él siempre le llevaba la corriente, pero finalmente ella
terminaba poniéndole los pelos de punta. Sin embargo se trataba de una preciosa y
delicada joven, cuyo padre también era de Utah, pero cuya madre era originaria de
Connecticut, por lo que ella no era tan hija de Utah como El Ahijado.
Su amiga Ana Tomía, una profesora de educación física en la universidad de
Atlanta, en Villa Crespo, era quien servía de contacto entre ellos en la cárcel y Helen
que había quedado como encargada de manejar los hilos... en la fábrica textil, donde
en sus fondos, funcionaba la guarida de los hampones.
Durante ocho meses planearon meticulosamente el escape de la cárcel hasta el
más mínimo detalle, diagramando minuciosa y escrupulosamente con la mayor
prolijidad posible, casi rondando la perfección, cada uno de los pormenores y
movimientos a llevar a cabo durante la aventura, para no encontrarse con ningún
imprevisto, sobre el que no hayan sido previamente alertados .
66

Tan sólo no pudieron prever que finalmente el abogado que llevaba la causa,
logró dejarlos en libertad bajo fianza, ya que no había testigos que los inculpen.
Nadie sabe qué paso, pero misteriosamente los setenta y dos testigos de aquel
robo, habían muerto en accidentes de motos, incluyendo una viejita de noventa y
cinco años, y salvo el último, que murió de un balazo en la nuca... por no querer
subir a la moto.
En la cárcel estaban bajo presión. Luego salieron bajo fianza, durante un
tiempo se mantuvieron bajo libertad condicional y más tarde contrataron a tres
enanos como guardaespaldas, por lo que quedaba claro que siempre prefirieron
mantener un perfil bajo.
Una vez afuera, en el patio de su guarida, llegaron a la conclusión que para ser
reconocidos en el submundo, primero debían pasar los molinetes del metro y luego
realizar algún atraco que los haga famosos y respetados entre los mismos mafiosos.
Analizaron planos, mapas y todo tipo de documentación al respecto y decidieron
entonces llevar a cabo el Gran Golpe del Siglo: robarían todas las obras de arte del
Vaticano.
Cuando alguien les aclaró que la Santa Sede se encontraba en Italia, desistieron
de su intento y pensaron en algo más cercano, para no tener problemas con los
mafiosos italianos, que según habían escuchado, eran unos camorreros.
El Ahijado, colmado de entusiasmo, tomó la decisión entonces que robarían la
Reserva Federal. Todos quedaron atónitos. No sólo era el un golpe magistral del que
el mundo entero hablaría, sino que además se harían tan ricos que dominarían el país.
Los hampones estupefactos y boquiabiertos no podían creer lo que estaban
escuchando. Los gases intestinales habían vuelto a afectar a El Ahijado y todos
intentaban respirar por la boca.
El Ahijado, ajeno a todo ello y orgulloso por su idea, se recostó en su cómodo
sillón, colocó sus pies sobre el escritorio y sonrió satisfecho mientras bebía su
enésima gaseosa del día, cruel causante de sus flatulentos males.
-No va a salir nada bueno de todo ésto- recriminaba Caratajeada.
-¿Tienes miedo a un simple robo?- le contestó arrogante El Ahijado.
-Me refería a la bebida. Te produce gases- rectificó su lugarteniente.
-No hay problemas- Dijo displicente el jefe -Ultimamente no tienen olor-
La disconformidad con la opinión del jefe era notoria y absoluta. No tuvieron
más remedio que levantar el teléfono que se había caído al piso, y llamaron al médico
para que venga a curarle la sinusitis
Mientras éste llegaba, resolvieron la situación utilizando broches y comenzaron
a recabar datos y estadísticas sobre todo lo referente al robo, cuantos lingotes de oro
se encontraban en la Reserva Federal, las medidas de seguridad, cantidad de guardias
y horarios de relevos, las cajas fuertes, las bóvedas, nichos y tumbas de los que lo
habían intentado antes, etc., etc.
Mientras El Ahijado no cejaba en sus cometidos -de llevar a cabo el gran robo y de
beber gaseosas-, luego de varios días y noches de sostenido esfuerzo por no respirar
hondo, lograron planear todo cuanto debían hacer para lograr sus propósitos.
Primero, la entrada al edificio, en segundo lugar los camiones para transportar el oro,
67

luego reducir a los guardias de seguridad al diez por ciento y por último pero no
menos importante, obligar al jefe a dejar aquella peligrosa bebida.
Sin duda lo más difícil fue convencerlo de esto último por el bien de la
empresa, por la supervivencia de los hombres y por el medio ambiente del que, por su
culpa, ya sólo quedaba un cuarto.
El jefe finalmente aceptó la sugerencia y dejó las botellas, pero en el asiento de
atrás del auto, y se pusieron en marcha hacia su objetivo.
Volvieron a repasar una vez más todos los elementos que necesitaban para su
cometido: ametralladoras, cargadores, revólveres, dinamita, taladros, sogas y un
corcho de champagne por si hacía falta llevar a cabo el plan “C” .
Cuanto más se acercaba El Ahijado a su objetivo, más se excitaba y cuando
más se excitaba más gaseosas tomaba. Y cuando más gaseosas tomaba, más se
excitaba y así sucesivamente.
En el momento en que detuvieron su marcha en una estación de servicio para
cargar nafta, Caratajeada y El Sastre se miraron cómplices y tomando el corcho, se
dispusieron a llevar a cabo el plan “C”.
Como no tenía cambio chico para pagar la nafta, El Ahijado prefirió matar al
empleado y subiéndose a la parte trasera del auto, ordenó ponerse en marcha.
Caratajeada y El Sastre también se sentaron en los asientos traseros, uno a cada
costado del jefe.
Viajar en esos asientos no era cómodo en absoluto, ya que los amortiguadores
de aquellos vehículos dejaban bastante que desear y con cada bache que la rueda
golpeaba el brinco era superior. Pero de todas formas el jefe lo prefería, porque allí
estaban sus amadas bebidas.
Al ver que El Ahijado bebía cada vez más, fue cuando llevaron a cabo el Plan
“C” (“C” de corcho). En uno de los saltos producido por aquellos baches, El Sastre
le golpeó la nuca al jefe con la culata de su revólver y éste se desmayó. De inmediato
Caratajeada le bajó un poco los pantalones y mientras el Sastre le sujetaba las piernas,
entró en acción el corcho, y hasta el fondo. Le volvieron a subir los pantalones y
cuando El Ahijado reaccionó, le explicaron que por el bache se había golpeado la
cabeza con el techo, por lo que el jefe nada sospechó.
De todas formas decidió cambiarse al asiento delantero, porque argumentaba
que aquellos incómodos traseros le hacían doler el ídem.
Al cabo de unos veinte minutos llegaron a destino. Sigilosamente, en la
oscuridad de la noche, bajaron de los autos, entraron al edificio contiguo y subieron
hasta la azotea. Desde allí observaron a los guardias que custodiaban ese sector.
Sabían que a cada hora se producía un cambio de guardias y ese era el preciso
instante para llegar al lugar. Esperaron pacientemente ese momento y luego desde
allí, arrojaron sogas hasta la terraza del edificio de la Reserva Federal, a modo de
lazo. Una vez sujetos a unos soportes de hierro empotrados, los tensaron y
comenzaron a pasar de un techo al otro, colgados de uno en uno.
Todos lo hacían con una gran destreza, salvo El Ahijado que notaba una cierta
pesadez estomacal por tanta gaseosa bebida que fermentaba lentamente en su interior,
y el plan “C” que también tenía en el mismo lugar.
68

Lo de pasar de una azotea a otra, lo hicieron tan silenciosamente, que luego no


les costó mucho matar a los tres guardias que custodiaban el lugar, porque estaban en
liquidación.
Comenzaron a bajar corriendo por las escaleras a gran velocidad, pero el jefe se
iba quedando rezagado a causa de una notable hinchazón que ya le abarcaba todo el
abdomen.
Habían acabado con todos los guardias de los pisos superiores, cuando llegaron
al piso de las bóvedas principales donde se encontraba resguardado el tan preciado
oro.
Una vez allí no tuvieron más remedio que esperar la tardía y lenta llegada de El
Ahijado que venía pesadamente bajando las escaleras.
Cuando lo vieron se dieron cuenta que algo no andaba bien. La impresionante
inflamación ya se había extendido por todo el cuerpo y el color enrojecido de su cara,
donde los ojos casi le saltaban de sus órbitas, dejaban en evidencia la caótica
situación.
Advirtieron que sus manos estaban tan hinchadas que no se le notaban los
nudillos y su cuello había pasado a formar parte de su pecho. Varios integrantes de la
banda se acercaron temerosos para pedirle que no diera un paso más y no se moviera,
pero los botones de su chaleco salieron abruptamente disparados, matando a dos de
ellos. El desprendimiento del resto de los botones de su chaleco, la camisa y los de la
bragueta, fueron casi una ráfaga de metralleta, disparando en todas direcciones.
Nadie pudo explicar a ciencia cierta qué fue lo que pasó aquella noche. Tan
sólo en las crónicas policiales, se hizo referencia a la explosión que se escuchó hasta
quinientos metros a la redonda del edificio de la Reserva Federal.
Según decía el artículo publicado en el matutino del día siguiente, todo se
debió a un escape de gas.
Lo que nadie pudo explicar, fue el corcho marrón que encontraron incrustado
en la frente del Caratajeada.
69

LA CASA EMBRUJADA
(Cuando no hay exorcismo que valga)

Era un panorama realmente tétrico y aterrador. La noche estaba cerrada,


porque ya era muy tarde. El silencio se hacía aún más notorio sobre todo cuando
nadie hablaba y tan solo el viento se movía para no dejar de existir.
Apenas si se escuchaba a lo lejos el extraño aullido de un lobo, muy extraño
por cierto ya que por allí no había lobos.
Todos los vecinos del barrio aseguraron que aquella casa estaba embrujada y
que el demonio la poseía, (el dueño era un ricachón que jamás usaba corbata) pero
luego advirtieron que en realidad se trataba de la suegra de la familia, que había ido a
buscar lo que les faltaba, luego de haber finalizado la mudanza.
El viejo caserón había sido abandonado por sus habitantes, tan solo algunos
días atrás a causa de las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición de
Elpidio.
Todo comenzó una soleada y florida tarde de primavera, cuando la familia de
Elpidio Paz llegó a la nueva casa que acababan de comprar.
Varios de sus conocidos le habían advertido sobre la peligrosidad de la decisión
de su compra ya que, según aducían, existían pruebas irrefutables que aquella casa
estaba embrujada.
No se sabía a ciencia cierta si tan solo eran bromas que le jugaban por su
conocida aprensión a cuanto tema estuviese relacionado con el Diablo, o porque
realmente había indicios de la veracidad de aquellos comentarios.
Lo cierto es que Elpidio hizo caso omiso de aquellas paráfrasis -inducido
mucho más por su mujer y su suegra que por sí mismo- y finalmente compró la casa y
se mudaron a vivir allí.
Los niños corrieron con gran entusiasmo escaleras arriba, buscando sus
respectivas habitaciones, mientras la suegra trayendo un perchero de madera, entraba
una jaula con la lora -su mascota preferida- tapada con una funda verde (la jaula) y
portando en su brazo (de la suegra) una pequeña colcha que solía servirle de cobijo (a
la lora, no a la suegra) cuando querían lograr la oscuridad total y preservarla del frío.
Estaban también acompañadas (la suegra y la lora) por el perro, el gato y el
matrimonio compuesto por Elpidio Paz y Dorotea Gobia, que a su vez, dejaban sus
valijas en el centro del living.
Los animales suelen poseer -en su natural instinto de supervivencia-, un
exquisito sentido de la percepción que los alerta de posibles peligros. Apenas
ingresó, el gato sintió que en aquella casa algo no estaba bien. Algo no encajaba en
todo aquello. Luego advirtió al perro, que en estado de celo intentaba montarla. Se
lo quitó de encima con un arañazo a modo de sopapo y se fue, mientras el perro se
quedó con la lengua afuera, tratando de sobrellevar el momento con un almohadón
70

que estaba tirado en un rincón.


El ser humano, aunque sin tener demasiado conocimiento de ello, también posee un
extraño sentido de la premonición cuando de malos momentos se trata. Elpidio tuvo
aquella primera sensación cuando conoció a la que iba a ser su suegra. La segunda
vez fue cuando su suegra quedó viuda (ya que presintió que iba a ir a vivir con ellos)
y luego ocurrió por tercera vez, pero en esta oportunidad, adentro de aquella casa.
Por eso ahora estaba tan seguro de que no se equivocaba.
A minutos nomas de haber ingresado en la casona, una terrible sensación de
horror lo envolvió de pronto y lo hizo estremecer, sufrir escalofríos, temblar,
espantarse y hasta tener que cambiarse los pantalones. Un frío repentino recorrió su
espina dorsal. Le pareció sentir que alguien le susurraba al oído, pero al girar advirtió
que nadie había a menos de cuatro metros de distancia de él.
Mientras miraba aterrorizado a su alrededor, ya presa del pánico, les dijo a las
mujeres con temblorosa voz, que no debían quedarse en aquella casa porque sentía
que algo malo sucedería. Su mujer y su suegra se miraron entre ellas y luego de un
breve lapso, sin decir absolutamente nada desestimaron la idea repitiendo que se
trataba del imbécil, y continuaron con su tarea de desempacar.
Abrumado por la desesperación, corrió hacia las habitaciones superiores en
buscar del apoyo de los niños, cuyas opiniones eran tomadas mucho más en cuenta
que las suyas. Pero tampoco lo logró. Ellos ya estaban alegremente instalados en el
lugar jugando y corriendo por los amplios pasillos y nadie lograría quitarlos de allí.
Vencido y mucho más temeroso que antes, volvió al living a seguir escuchando
las quejas de su suegra sobre su incapacidad para hacer cualquier cosa.
Su paranoia aumentaba a cada instante. Le parecía que las paredes hablaban,
que por entre las rendijas de las puertas alguien lo observaba, y que era vigilado
desde todos los rincones. Sentía una maliciosa presencia en el ambiente... además de
su suegra. Pero no tenía con quien hablar. Nadie prestaba atención a sus fundados
temores de que aquella casa, tal cual le habían advertido en varias oportunidades,
estaba realmente embrujada.
No tuvo otra opción que ponerse también a desempacar pero siempre mirando
atentamente a todos lados.
El fin de la tarde pasó sin demasiados sobresaltos, fuera de aquel momento en
el baño, cuando se estaba afeitando y la tapa del inodoro cayó abruptamente. Nunca
usó aretes, así que no le importó mucho haber perdido el lóbulo de la oreja derecha.
Luego de la cena y mientras Elpidio terminaba de lavar los platos, Dorotea le
comunicó que se iba a dormir. (Léase bien: le comunicó. No le sugirió, ni le preguntó
y mucho menos le pidió permiso)
Él ya estaba acostumbrado a aquellas excusas de su mujer. Un día estaba muy
cansada, al siguiente le dolía la cabeza y al tercer día le decía
-No me molestes que estoy viendo una película-.
Usando un par de veces por semana cada una de ellas, sumaban seis buenas
excusas para no tener que soportarlo. Y al séptimo día se inventaba alguna pelea para
estar enojados.
Pero Elpidio ya estaba acostumbrado. Su vida había dejado de ser en su
71

soltería, sexualmente pobre, para pasar a ser de casado, absolutamente inexistente.


A causa de aquel acostumbramiento, él aprovechó esa noche de calma para
darse una vuelta por la casa y revisar que cada una de las puertas y ventanas
estuviesen bien cerradas, ya que sus temores aún no lo habían abandonado.
Estaba convencido que algún ente, algún maligno espíritu o alguna alma en
pena, cruel, despiadada y seguramente sanguinaria habitaba la casa... además de su
suegra.
Luego de revisar cuidadosamente la habitación de los pequeños y darles un
beso en la frente, al salir de allí, nuevamente un terrible presentimiento se apoderó de
él. Quedó tieso unos instantes y comenzó a mirar a todos lados. Sentía que esa
presencia no estaba lejos, que lo perturbaba más que antes, casi como si lo estuviera
siguiendo. Sintió un jadeo raro y entrecortado a sus espaldas y supuso que tal vez
esa horrible sensación sería su estigma. Volvió a mirar alrededor y justo en medio del
pasillo recibió la primera impresión que casi le paralizó el corazón: con la puerta
abierta de su habitación, su suegra estaba en ropa interior, los ruleros puestos,
embadurnada con una crema negra en la cara y cortándose las uñas de los pies. Fue
una visión tan escalofriante y fantasmagórica como desagradable.
Intentó seguir su camino para olvidarse de ese mal momento, y cuando estaba
bajando las escaleras el estrépito de un trueno anunciando la tormenta lo hizo
sobresaltar. Se aferró a la baranda y se quedó esperando el ruido de la lluvia. Pero
éste no llegó. Miró por la claraboya vidriada del techo y le llamó la atención que el
cielo se veía diáfano y totalmente estrellado.
De pronto se cortó la luz mientras otro tremendo estruendo acompañado de un
relámpago iluminó intermitentemente la casa. Escuchó el ruido de la lluvia que
comenzaba a caer incesante, cada vez más intensamente y cuando volvió a mirar por
la claraboya, el cielo seguía viéndose estrellado. Ante tanta confusión la cabeza
pareció estallarle. Ya no quedaban dudas, la casa estaba embrujada.
Bajó raudo y a tientas hasta el vestíbulo y corrió hasta uno de los ventanales
que daban a la piscina del jardín, para observar desde allí.
El agua caía torrencialmente y las gotas se desplomaban contra el agua
estancada y llena de hojas de la piscina, mientras otras se estrellaban contra el vidrio
de los ventanales como queriendo traspasarlo. No entendía qué pasaba. Fue hasta la
puerta de la casa y al abrirla su sorpresa creció porque se dio cuenta que había
olvidado echarle el cerrojo. Estaba aterrado, pero cuando la abrió de golpe, una
suave brisa primaveral le mostraba el frente de su calle, sin nada de lluvia y sin gota
de agua alguna. Tan sólo se veía la solitaria figura de una perrita que recorría
vagabunda la calle ante la quietud nocturna. El perro, aún con el almohadón entre sus
patas, al olfatearla salió corriendo en su búsqueda.
En su desesperación (Elpidio, no el perro) por entender qué ocurría, volvió a correr
hasta el ventanal y la tromba de agua caía aún con más fuerza convirtiéndose en un
verdadero aguacero, al tiempo que la piscina comenzaba a desbordarse de tanta agua.
El miedo lo paralizó. Tan solo sus ojos que denotaban estar preso del pánico, podían
moverse. Aquello sobrenatural que estaba presenciando no tenía explicación alguna
y sin embargo estaba ocurriendo. Un endeble y tenue gemido que parecía provenir de
72

los pisos superiores comenzaba a hacerse notorio. Como si fuese una suave y
desafinada melodía infantil. Ni siquiera atinaba a girar su cabeza, cuando de pronto
llegó aleteando por el aire y se posó sobre su hombro la lora de su suegra. Elpidio
pegó un respingo y la arrojó de un manotazo a un costado, tirándola a la colcha de la
lora.
Se incorporó en la oscuridad de la noche, más asustado todavía. Retrocedió
unos pasos, con tan mala fortuna que sin querer le pisó la cola al gato. En el
sepulcral silencio de la noche, el estruendoso aullido del gato y el grito aterrado de
Elpidio se confundieron en uno sólo. Su corazón parecía a punto de estallar. La
presión sanguínea le había aumentado y sus manos transpiraban copiosamente.
No sabía hacia dónde mirar y ni siquiera si podía mirar, ante tanta oscuridad.
Luego de lo del gato, temía moverse para no causar más inconvenientes.
Intentaba tranquilizarse diciéndose que tan sólo se trataba de su imaginación,
pero escuchar el agua que caía copiosamente sobre el jardín le demostraban que no
era así. Algo muy extraño estaba pasando en esa casa. Indudablemente estaba
embrujada, tal cual le habían dicho sus compañeros de trabajo y cuyo comentario en
su momento no tomó en serio. Hoy ya casi a punto de llorar, se arrepentía de tal
necedad.
No sabía qué hacer. Se dijo a sí mismo que si había llegado su hora y debía
morir, lo haría luchando hasta el fin. No se entregaría con facilidad.
Comenzó a tomar tanto coraje que ya nada temía. Ni aunque el propio Lúcifer
se presentase ante él, pues sabría darle batalla. Dicho esto con bastante resquemor,
pues si había algo sobrenatural a lo que temía por encima de todas las cosas, era
justamente al Diablo, sobre todo desde que conoció a su suegra.
Cuando retrocedió bastante y tuvo a su costado la chimenea, al tanteo logró asir
un largo atizador de hierro y lo enarboló esperando el ataque del Demonio. Sabía que
el zarpazo de Satanás llegaría en cualquier momento y por cualquier lado, por lo que
debía estar muy atento.
La transpiración empapaba su cara y la desesperación y el miedo se
agigantaban. La oscuridad jugaba en su contra y repentinamente se había hecho
cómplice de Mefistófeles. Presentía que no saldría vivo de aquella batalla, pero se
juró luchar hasta el fin.
De pronto le pareció advertir a través del espejo, el refulgir de la tenue luz de
una vela que se le aproximaba muy lentamente por detrás. Evidentemente el
traicionero Belcebú planeaba atacar por la espalda. Lo dejó hacer. Que se acercase
lo más posible para luego asestarle el golpe definitivo con el atizador. El hierro casi
se le deslizaba de la mano de tanta transpiración que brotaba de ella. Lo aferraba
cada vez más firmemente mientras la luz de la vela continuaba acercándose.
Comenzó a escuchar los pasos de Satán, como si arrastrara pesadamente los
talones.
Ya desde muy pequeño, a causa de su educación y de los cuentos y leyendas
que solían contarle, había intentado descubrir las mil y una formas que podía llegar a
tener el maléfico rostro de Luzbel, pero nunca imaginó que podría llegar a ser así.
Cuando Elpidio sintió que la luz de la vela ya se había aproximado lo
73

suficiente, enarbolando con toda su furia el atizador de hierro, se dio vuelta e intentó
defenderse, pero la imagen fue demasiado aterrorizadora. El contorno de pelo
renegrido sobre un rostro abominable, en cuyos ojos se reflejaba el rojizo color de la
luz de la vela, lo atemorizaron de tal forma que tan sólo atinó a salir corriendo
absolutamente desquiciado y sin rumbo fijo.
Su suegra no entendió esa reacción. Tan sólo quería preguntarle qué había
pasado con la luz de la casa, pero como siempre repetía “no había con quien hablar”.
Al otro día tuvieron que llamar a los plomeros para que arreglen el tanque de
agua del techo que se había averiado y vaciado sobre el techo de la casa provocando
una verdadera catarata sobre el jardín y la piscina.
El perro volvió a la mañana feliz y contento, y cuando pasó al lado del gato y
del almohadón tan sólo los miró con indiferencia y altanería.
El que nunca más volvió fue Elpidio Paz, porque sabía que mientras su suegra
estuviese allí, la casa seguiría embrujada.
74

REVOLUCIÓN A LA FRANCESA CON PAPAS


(María Anto, nieta de Austria y Luis el de las 16)

Según el renombrado historiador Ivan Dosalilo, autor de afamado libro


“Elementos en descomposición, envejecidos, rotos y en absoluto desuso, que ya no
logran desempeñar su función como deberían y que además no gustan ni agradan”
cuyo subtítulo era "Porquerías, báh”, expresa y por ende rebate a muchos
historiadores, que María Antonieta, la reina de Francia -quien fuera tristemente
recordada al igual que su marido, por haber sido decapitada en la no menos mentada
revolución francesa-, se llamaba en realidad María Anto y era nieta de la vieja
Austria, su abuela. De allí la confusión por la que se la conoció como María
Antonieta de Austria,
Su marido era el rey Luis XVI (que significa: equis, ve, i), nombre éste por el
que Iván también fue refutado por sus colegas, quienes a su vez volvieron a ser
refutados por Iván y así estuvieron durante un par de horas refutándose unos a otros,
ya que según plantea en su libro, se llamaba simplemente Luis y le decían dieciséis,
porque era la hora en que solía volver de su trabajo de rey, exactamente a las cuatro
de la tarde, cansado y de muy mal humor.
Según Iván, la verdad histórica no reside en los tantísimos escritos de los
historiadores y cronistas de la época, sino que se apoya más en las paredes -sobre
todo cuando el alcohol había hecho estragos con su ya de por sí, deplorable
humanidad-, y más precisamente en las paredes de los baños, donde según decía y
vomitaba en dichas circunstancias, se encontraban los verdaderos testimonios de la
sabiduría popular y de los sentimientos de dolor, angustia, poética escatológica, y
mucho enfado expuesto en verso... sobre todo cuando no había papel.
Claro está, que eso ocurría en los baños. Pero la mayoría del pueblo no gozaba de ese
lujo y mucho menos de redes cloacales, por lo que en el París de aquella época, la
gente solía hacer sus necesidades en vasijas y recipientes y dichas deposiciones, eran
luego arrojados por la ventana hacia la calle, gritando previamente
-¡Aguas abajo!- para que no haya desprevenidos.
Aunque de vez en cuando los había, sobre todo los que tenían algún problema
auditivo y no escuchaban la advertencia. El grito que proseguía de inmediato, solía
ser un afectuoso saludo a toda la familia del lanzador en cuestión, incluyendo a
algunas mascotas de la casa, más comúnmente, a la lora.
Todas esas narraciones que Iván hace en su libro, podrían haber sido
consideradas como triviales e insignificantes nimiedades, si no hubiese sido por esos
pequeños detalles que Iván relata en cuanto a la intimidad e infidelidades de María
Antonieta, que penetraron muy profundamente en la idiosincrasia francesa, en el
pueblo mismo, y sobre todo en la misma María.
Iván Dosalilo se convirtió de pronto en el líder de la prensa clandestina del
momento (algo así como un paparazzi o chimentero de las celebridades de la
actualidad) y comenzó a relatar las aventuras de la emperatriz, quien casada con el
soberano desde los 16 años, se aburría soberanamente con él, y pronto comenzó a
75

salir de incógnito por las noches, oculta tras una máscara de terciopelo o un antifaz de
satén, a frecuentar tabernas de mala fama, para resarcirse buscando algo más que
simples galanterías.
Aquellas reseñas periodísticas, salpicaban a casi toda la corona francesa, salvo
cuando las vasijas o recipientes anteriormente mencionados eran pateados
accidentalmente. Era entonces cuando ya salpicaban a todos.
Por aquellos días, en el pueblo no sólo no le tenían el menor aprecio a María
Antonieta, sino que además nadie la apoyaba. En cambio en palacio, era sabido y
muy comentado, que solían ser muchos los que la apoyaban.
Se la vinculaba con su cuñado (el hermano de su marido Luis) el conde de
Artois, y hasta con el conde austríaco Axel de Fersen, pero luego la historia demostró
que no fueron más que calumniosas mentiras que intentaban denigrarla, porque no
fue con él, sino con todo el resto.
Según su libro "Porquerías, báh", Iván describió en forma detallada, el
escándalo de una tarde de lujuria en el palacio de Versalles, protagonizada por María
Antonieta y el conde de Artois, con varios coprotagonistas y unos cuantos extras, que
según cuenta Iván, pudo haber sido el comienzo de la famosa revolución francesa,
con su célebre frase "Iván... a perder la cabeza"
Famosos son los perfumes franceses, cuyo origen se debió en gran medida a
que por aquella época la gente no solía bañarse más que una vez por semana o cada
quince días (en el caso de los muy pulcros y púdicos), por lo que los perfumes
resultaban absolutamente imprescindibles, para lograr subir las enormes escalinatas
de palacio por el medio de ellas, ya que intentar hacerlo detrás de alguien, resultaba
imposible por la baranda.
Esa tarde, el Conde de Artois quiso sorprender a María Antonieta con un nuevo
perfume, cuando ésta se estaba preparando para tomar su baño de inmersión, a pesar
que los médicos le habían recomendado no tomar tanto.
El conde entonces, se escondió detrás de unos largos y pesados cortinados que
colgaban desde el techo hasta el piso, como para darle la sorpresa, sin advertir que
justo en ese momento María entró a la alcoba real, intentado dar caza a una avispa
que la incomodaba en la habitación, utilizando para tal fin un gran atizador de
chimeneas, con tan mala fortuna (para el conde) que la avispa se posó justo en la
parte del cortinado que tapaba su cara.
El golpe fue seco y pesado. María Antonieta, con una sonrisa por su victoria
contra la avispa, se desvistió y tomó su baño y la sorpresa del conde quedó detrás del
pesado cortinado, postergada por un par de horas al menos.
En ese momento entró en escena (a pesar que el asistente no le hizo la seña),
uno de los sirvientes que la atendían cotidianamente, y en algunas oportunidades, más
de una vez al día, portando dos canastas, una con infinidad de pétalos de rosas y otra
con las frutas que ella prefería, como bananas, uvas, frutillas y melones.
El sirviente echó los pétalos en la enorme tina y luego le sostenía los melones
con sus manos, pero ella prefirió aceptarle sólo la banana.
Cuando la reina, de puro glotona que era, casi se estaba atragantando, ingresó
al salón el conde Axel de Austria, cuya visible indignación se tradujo casi en gritos
76

hacia el sirviente, por el mal estado de su vestuario, el cual -según sus propias
palabras- era impropio para atender a la realeza, por lo que le exigió de inmediato que
se la quitase y se vistiese con la pulcritud que correspondía.
Como el sirviente no lograba entenderlo, el mismo conde ya exasperado, se
encargó de la faena él mismo y con sus propias manos intentó desvestirlo. El
sirviente que no entendía el francés ni el austriaco, pensó que querían abusar de él y
opuso una fuerte resistencia. Comenzó casi una lucha cuerpo a cuerpo, hasta que
ambos cayeron sin querer, dentro de la enorme tina donde se encontraba María
Antonieta.
Uno de los pajes, que siempre observaba y disfrutaba a su manera de todo
cuanto ocurría en la alcoba de la emperatriz, y justo cuando estaba a punto de dar una
mano en el asunto, no tuvo más remedio que anunciar la llegada del rey, pues ya eran
más de las dieciséis.
Temiendo las posibles represalias del celoso Luis y poseídos por el pánico,
María Antonieta les indicó a Axel y al sirviente que se escondan debajo de la cama
para no ser vistos.
Cuando el rey ingresó a la alcoba, notó en el ambiente algo extraño. Una leve
agitación en la respiración de su desnuda esposa, sus melones flotando en la tina,
pétalos de rosas dispersos por la habitación en dirección a la cama y sobresaliendo
por debajo de ésta, una banana. El rey intentó tomarla, pero el grito de la emperatriz
lo detuvo.
Agotado como estaba por tanto trabajo, no tuvo ganas ni fuerzas como para
preguntar, así que se tiró en la cama, suspirando profundamente.
-Qué día difícil el de hoy- Dijo el rey en tono de angustiosa protesta -Vinieron
los caballeros pretendiendo un aumento. Luego los de la guardia real ¿Y qué me
pidieron? Un aumento. Y también los cocineros del palacio de Versalles, los
cuidadores de los carruajes reales, los pajes... Todos querían aumento. Así que como
yo siempre cumplo con los reclamos populares, no tuve más remedio que aumentarles
a todos... los impuestos!-
Así como la gran mayoría de los parisinos cobijaban en sus casas distintos tipo
de mascotas como perros, gatos, loros, etc., María Antonieta siempre tuvo una
exquisita preferencia hacia los gansos. Muchos de ellos paseaban libremente por los
jardines del palacio de Versalles, bajo la protección de la reina y alguno que otro de
vez en cuando, se infiltraba en la casa. En muchas ocasiones María Antonieta, en
lugar de pernoctar con su marido en la alcoba real, prefería esconderse en otras
habitaciones con su mascota y pasarse la noche acariciando el ganso.
De pronto se escuchó un tenue gemido.
-¿Qué fue eso?- Preguntó el rey un tanto desconfiado.
-Creo que es uno de los gansos- contestó la reina, justo cuando se volvió a
escuchar otro sospechoso sonido
-¿Y eso?-
y por debajo de la cama se escuchó la respuesta del conde
-¡Otro ganso!-
Ya no quedaban dudas. Las pruebas eras irrefutables, incontrastables,
77

incontrovertibles, incuestionables, indiscutibles, indisputables e irrebatibles: el conde


era un ganso.
El rey se agachó debajo de la cama y al verlo, le preguntó severamente a María
Antonieta
-¿Qué está haciendo ahí?-
Y la reina le contestó -Está intentando atrapar al ganso-
En ese momento, los gruesos cortinados cedieron al peso del Conde de Artois y
éste cayó pesadamente al piso con un gran estruendo.
-¿Y éste?- Volvió a inquirir Luis
-Otro ganso- dijo el conde Axel de Austria, justo cuando del otro lado de la
cama se levantaba el sirviente semidesnudo, tapándose con las manos sus partes
íntimas.
-¿Y éste otro?- preguntó aún más extrañado el rey al advertirlo
-Este ya lo agarró- contestó la reina, vencida.
El rey, prácticamente enajenado por la ira, empujó al conde Axel, para despejar
su camino hacia el sirviente, y el conde trastabilló hasta caer nuevamente dentro de la
tina junto a la reina.
Luis llegó hasta el temeroso sirviente semidesnudo que se arrodilló delante
suyo presa del pánico y poniendo sus manos en rezo sobre la cintura del rey,
rogándole en su idioma natal, con llanto incontenible, que no lo matara.
Ese día estaba haciendo una visita protocolar por el palacio, el Papa Pío VI
para tratar con Luis XVI diversos temas sobre la agitación popular que se estaba
produciendo en todo el reino, y otros tantos intereses seculares, y fue en ese preciso
momento en que el Papa, intrigado por la tardanza del rey, lo fue a buscar y entró de
improviso en la habitación, junto con su séquito de cardenales.
La impresión que recibió el sumo pontífice no fue la más sacra que se podía
esperar, ya que el conde de Artois se contorsionaba sobre los cortinados en el piso
con la tapa del perfume en su boca, el conde Axel estaba metido en la bañera con la
reina desnuda mientras seguían flotándole los melones en el agua y el sirviente
semidesnudo abrazado a la cintura del rey, gimiendo en un idioma extraño.
El papa se persignó e intentando una paráfrasis de la famosa plegaria del padre
Pepitus, creador de la “Sagrada Ordenación de los Extraños Hábitos por Un Mal Día
en las Noches de Exorcismos porque Habemus Pepis" mirando al cielo exclamó
sentencioso: -Séculum, seculearum a totus. Amén-
Iván Dosalilo, luego de los mencionados trágicos acontecimientos, continuó
con su carrera periodística -si se la podía llamar de esa manera- editando varios
semanarios relatando -y muchas veces inventando- exclusivamente, sobre el
acontecer debajo de las sábanas de palacio.
Si había algo que Iván apreciaba, era el arroz con azafrán. Solía comer día y
noche sin cansarse. Sin embargo, cierto día, a raíz de la potente y virulenta hepatitis
que lo acogió, era tal el color de su piel, por su enfermedad y por su dieta, que cuando
transpiraba mucho por la fiebre, cada papel que tocaba, era automáticamente
impregnado por el tinte que lo aquejaba. Aquel fue el comienzo de la muy conocida
“prensa amarilla”.
78

Cuando Iván Dosalilo escribió todos éstos acontecimientos en su periódico de


la época, la agitación popular llegó a su punto álgido (sobre todo en los burdeles) y al
leer dicho artículo, muchos en la ciudad ya estaban alzados (en armas... también).
El resto es conocido por todos, la bastilla (la cual fue denominada así, según
Iván, porque allí perdió la cápsula de su medicamento un turco y la buscó durante tres
días seguidos), la revolución luego, y el triste desenlace de los reyes con sus
respectivas decapitaciones en la guillotina.
Al principio los revolucionarios, no sabían a quién ajusticiar primero, si a la
reina o al rey, y hasta se hicieron apuestas al respecto entre los pobladores, pero el
colofón, según cuenta la historia, Luis XVI fue ajusticiado en enero de 1793 y la
reina en octubre del mismo año.
Sin embargo, el relato sobre los sucesos descrito por el mismo Iván Dosalilo,
fue el de un verdadero final cabeza a cabeza.
79

EL PITHUCANTHROPUS
(El primer Homo Erectus)

Según los más afamados antropólogos que tratan los aspectos biológicos del
hombre y de su comportamiento como miembro de una sociedad, se denomina
Pithecanthropus (Del griego: hombre mono) Erectus al Homo Erectus, es decir a los
primeros hombres que ya se erguían sobre sus piernas, descendiente directo del
Homo Hábilis, a su vez llamado así por su habilidad para producir herramientas de
piedra con direrentes tipo de rocas y piedras de muchas especies, en especial el canto
rodado.
Del Erectus descendió luego el Homo Sapiens. En Kenia también se hallaron
restos del Homo Ergaster, que era el Erectus Africano, en el Cáucaso del Homo
Georgicus y hasta en Ingeniero White llegaron a encontrar a dos modistos en apuros...
En fin, aún no se entiende porqué hoy en día hay gente que le molesta tanto el tema,
cuando ya desde la prehistoria todos eran Homo.
Según los últimos hallazgos, se supone que tanto los Erectus como los Hábilis
cohabitaron en la misma región durante 500.000 años y aparentemente, la extinción
de los Hábilis se debió a los Erectus por una cuestión de obtención de recursos para la
supervivencia (“nada nuevo bajo el destellar de los astros” diría Vittorio de Lotería)
La gran antropodóloga (una antropóloga dedicada a la pedicuría) Flor D. Turra,
planteó la teoría que los Erectus podían ser descendientes de los Hábilis, como
también podían haber convivido ambas especies sin tener relación alguna entre ellos,
y hasta se podrían haber relacionado luego, teniendo relaciones de todo tipo. Es
decir, la Flor D. Turra no tenía ni la más remota idea de lo que pasó.
Sin embargo, en su afamado libro “Que se vengan los Erectus de todas partes”
ella desarrolla la teoría que el primer descendiente de la mezcla de los Erectus con los
Hábilis fue un muchacho denominado el “Pithucanthropus Erectus al Mangus” a raíz
del cual también disiente con otros científicos en la materia, ya que asegura que el
nombre se debió a la dieta que utilizaba a base de apio, trufas, maníes, nueces y
mangos que recogía a diario. Aquellos eran sus únicos alimentos por lo que se la
pasaba todo el día recogiendo en el bosque.
Entre los científicos que concordaban con Flor, se encontraba Omar Icon,
ferviente y entusiasta investigador de todo lo referente a los Homo, quien fue mucho
más profundo con el tema y con Flor, llegando incluso a escribir un libro juntos y así
relatar la vida del mencionado Pithucanthropus Erectus al Mangus, que llevó como
título “El Pithus”, denominando con ese nombre al personaje en cuestión.
Tiempo después intentaron también vender los derechos del libro en
Hollywood para la realización de una película, pero sus intentos fueron casi vanos ya
que solamente estuvo interesado un productor de cine porno, siempre y cuando
encontrasen actores dispuestos a hacer semejante porquería.
Omar y Flor no se dieron por vencidos y filmaron la película porno con ellos
mismos como protagonistas. No ganaron dinero, pero la pasaron muy bien.
80

Lo primero que mostraba el libro... era la tapa. En el costado izquierdo donde


figuraban los nombres de los autores, los responsables de la edición no vieron con
buenos ojos (ya que uno era tuerto y el otro tenía conjuntivitis) sus nombres como
autores del mismo, porque según esgrimían, Omar Icon - Flor D. Turra no eran
adecuados a una obra de esas características.
Seguidamente entonces, comenzaron a buscar un seudónimo que los identifique, y
que al mismo tiempo con tan sólo escuchar a los autores, el público sepa de
inmediato de qué se trataba el argumento y la calidad del mismo.
Precisamente buscando que se adecuase y fuese representativo del contenido
del libro, se inclinaron finalmente por el seudónimo de “El Dúo Deno”.
Al principio del primer capítulo, se hace mención a la juventud del Pithus y su
desesperada búsqueda de chicas que lo ayudasen a recoger sus alimentos.
Como eran descendientes de los Homo Hábilis, fabricaban sus propias
herramientas (martillos, cuchillos, vasos, etc.) con piedras de canto rodado.
Él nunca estaba conforme con las piedras que encontraba, pero en cambio
amaba los cantos que las muchachas portaban. No cabían dudas que lo que más le
gustaba a Pithus era ir al bosque, para alimentarse con esas maravillosas ofrendas que
le regalaba la naturaleza, como el apio, las trufas que crecían bajo tierra, las nueces,
etc., junto a las chicas... y recogerlas todo el tiempo.
A raíz del resultado de la venta de su primer libro (se vendió un ejemplar), Flor
decidió escribir su segundo libro esperando tener mejor fortuna y para ello no reparó
en modificar un tanto, algunas particulares características de la época con el sólo
objetivo de hacerlo más exitoso.
Para ello no tuvo más remedio que, en muchos de los datos expuestos,
contradecir a Omar Icon en sus descubrimientos, a los científicos que investigaban el
tema, a casi todos los antropólogos, a su marido y hasta se contradijo a sí misma con
tal de vender más ejemplares.
Los humanos no comenzaron a utilizar vestimentas hasta hace unos 107.000
años (más exactamente por la tarde). Por consiguiente lo que planteaba Flor D. Turra
resultaba totalmente inexacto, que para excitar al hombre y así facilitar la
reproducción de la especie, las mujeres usaran tacos altos y portaligas. Tan inexacto
que era obvia la poca necesidad de aquellos Homo Erectus, ya que todo el tiempo
estaban con el garrote en la mano, listos para la batalla.
Y más aún en el caso del Pithus, cuya celebridad se debía a que todas las
mañanas se iba al bosque con las muchachas a recoger cuanto podían y que además
solía erguirse aún más para alcanzar los mangos de los árboles, aunque fue
precisamente por eso mismo que algunos científicos disintieron con ella y creen que
en base a ese detalle, fue denominado “Pithucanthropus Erectus al Mangus”.
En éste segundo libro Flor D. Turra contó con la desinteresada colaboración de
Ana Busado de Hella, otra prestigiosa y mundialmente reconocida antropóloga, que
se vendió por unas monedas para ser la coautora de Flor.
Ambas relatan en el segundo capítulo, las desventuras del Pithus con el
descubrimiento del fuego.
El Homo Erectus descubrió el dominio del fuego hace unos 790.000 años (por
81

la madrugada) durante la Edad de Piedra Temprana (muy de madrugada) y comenzó a


utilizarlo para muchos fines y algunos principios también. Lo usaban para dar luz y
calor, para cocinar algunas plantas y animales, para mantener a los depredadores a
distancia, etc. Pero es muy poco probable lo que planteaban Flor D. Turra y Ana
Busado de Hella, que el principal aprovechamiento que hacían las mujeres del fuego,
era para calentar la cera para depilarse.
Sin embargo, la doctora Turra (más conocida por la Flor D. Turra) llegaría al
éxito con su tercer libro de la trilogía del Pithus, escrito este que compartió con la
conocida investigadora, estudiosa del tema y egresada de la Sorbona, Déborah Dora
de Glandes, quien supo gozar de una fugaz fama entre sus colegas. Tan fugaz que
cuando estaba por comenzar, ya había acabado.
Dicha célebre investigadora, hacía ya tiempo que se había abocado de lleno a
los Erectus, recorriendo cuanta biblioteca existía, en una casi desesperada búsqueda
por descubrir todos los secretos ocultos de los Pithus. Con tanta entrega y devoción
que en muchas oportunidades, en aquellas bibliotecas, cuando incluso muy tarde por
la noche las mismas ya habían cerrado, la encontraban a la doctora aferrada a los
Erectus.
Llegó así entonces a escribir su famoso primer ensayo sobre los Pithus bajo el
título de “No hay Erectus que por bien no venga” más conocido como “Los Pithu
Dos”
Aquella tercera parte escrita en conjunto con Flor, versaba sobre la descendencia del
Pithus por un lado, y de los Pithecanthropus Erectus por el otro.
Mientras éstos últimos procreaban descendencia mixta que desembocaría más
tarde en los Homo Sapiens, el Pithus en cambio, por una rara deformación genética,
tan sólo tuvo descendencia masculina, y a éstos a su vez les ocurrió lo mismo, por lo
que llegó a formarse una tribu de Pithucanthropus Erectus al Mangus exclusivamente
de varones. Durante muchos años, estuvieron conviviendo como nómades y
conviviendo tan solo entre Pithus, de distintos rasgos pero con un denominador
común: todos eran Erectus al Mangus.
No tenían descendencia, pero ninguno se quejaba.
No había molestos embarazos, ni incómodos dolores menstruales, ni malos
humores una vez al mes, ni la excusa de tener un mal día, ni tampones tirados, ni
codazos en la espalda a la madrugada porque el bebé lloraba... en fin... era una dulce
y agradable armonía exclusiva de hombres, que podían pasarse horas peinándose y
admirando la diversidad de colores del arco iris.
Muchos investigadores, científicos, antropólogos, antropodólogos,
ginecólogos, proctólogos, creadores de logos y estudiosos en general del tema, daban
por seguro que aquella especie de los Pithus, por el hecho que se encontraba
compuesto solamente por hombres, estaba destinada a la extinción.
Sin embargo nada más lejos de la realidad.
En cada tribu o especie nunca faltaba un rebelde desobediente, que no
conforme con lo que la naturaleza le había otorgado, salió en busca de nuevas
aventuras hasta que encontró a algunas muchachas de los Pithecanthropus y éstas a su
vez, cuando se daban cuenta que se trataba de un Pithus Erectus al Mangus,
82

enseguida le mostraban sus cantos rodados.


Sin mediar palabra (ya que no hablaban, sino que se comunicaban por sonidos
guturales y expresiones gestuales -muchas de ellas muy elocuentes cuando querían
darse a entender-), se internaban en el bosque y comenzaban la recogida diaria para la
supervivencia.
Luego el Pithus volvía a su tribu y a su vida cotidiana con sus congéneres, con
un leve sentimiento de culpa, pero sin revelar nunca su aventura, logrando sin
saberlo, la continuidad de la especie hasta nuestros días, donde aún hoy se los suele
ver peinándose por horas frente a un espejo, suspirando por los colores del arco iris
en sus banderas y sin importarles si son acusados de tener extraños hábitos.
Mientras tanto, Flor D. Turra, Omar Icon y Déborah Dora de Glandes, se
asociaron nuevamente para continuar trabajando juntos, pero no para escribir nuevos
libros sobre el tema, sino que crearon una productora de películas porno llamada
“Los Erectus”, donde además, ellos eran las estrellas principales.
83

JOHNNY BOY AL LEJANO OESTE


(Una de vaqueros y remera)

Johnny estaba cansado de tanto cabalgar hacia el lejano oeste. Partió del este
con toda su ilusión, pero no pensó que el oeste estuviese tan lejano, así que aquella
ilusión de a poco se le fue cayendo del caballo.
En esa calurosa tarde en medio del desierto de Arizona, cuando el sol
desplomaba su sofocante furia desde lo alto, comenzó a comprender que ya no había
marcha atrás. Como si la palanca de cambios del caballo se hubiese atorado.
Aquella extensa e interminable cabalgata sería el inicio de una nueva vida,
sería el principio de nuevas experiencias y sería el comienzo de sus dolorosas
hemorroides.
Mucho recuerdan que generalmente esa enfermedad es producida por el
estreñimiento, pero para Johnny, que estuvo nueve días al galope sentado en aquella
montura de cuero prensado -tan prensado que parecía una baldosa-, nadie lo podía
contradecir.
Sin embargo no era el único inconveniente en aquella cabalgata. En la parte
delantera de la montura también se encontraba esa protuberancia llamada “el cuerno”
que muchos vaqueros usaban para atar las cuerdas y sujetar el ganado desde el
caballo. Claro está, siempre y cuando el caballo no se detuviese de golpe y lo único
que impide no caerse sea sólo ese cuerno, colocado estratégicamente... en el lugar
menos indicado. Es sin duda, uno de los mejores elementos para mantenerse en
forma. Seguramente gracias a eso uno no se cae del caballo, pero se la pasa haciendo
flexiones tres días.
Johnny Boy, más conocido por “Johnny el muchacho” o “el chico que nunca
llega”, estaba harto de su vida en el cercano este. Su relación con las chicas no
funcionaba, porque según decían, como era amante de la no violencia, no usaba la
pistola, y en aquella época eso se solía pagar caro.
También las deudas lo agobiaban. Así que tomó las pocas pertenencias que
tenía, subió a su caballo y se marchó.
Estuvo veintinueve largos y tediosos días, subido a su caballo “Manchado”,
llamado así justamente por haber estado tantos días sin bajarse de él.
Hasta que llegó a “Diver City” un pueblo perdido en el medio de Arizona -que
fue encontrado un poco antes, gracias a la gente que iba aplaudiendo por la arena del
desierto-.
Diver City debió su nombre a la variada cantidad de habitantes de todas las
etnias, que supieron llegar hasta él y poblarlo.
El alguacil del pueblo, era el pelirrojo Jack Isieran, a su vez el sherif del
distrito y el marshall del condado y Johnny comprendió tiempo después porque había
obtenido tantos cargos, cuando lo vio duchándose en el estanque del pueblo. Nadie
podía ser tan temido y respetado, porque fue justamente él, Jack Isieran el que
84

descubrió y bautizó al Gran Cañón del Colorado.


Nada mejor que dirigirse a él, para que lo orientase con algunos consejos sobre
el pueblo y cómo encontrar empleo.
Jack lo miró y comprendió enseguida que se trataba de un forastero al advertir
que traía sandalias, una sombrilla para resguardarse del sol y una gorra con visera que
decia “yankees”.
-En primer lugar debes comprarte un buen par de botas- Le dijo Jack en tono
grave, señalándole las sandalias
-Así no vas a llegar a ningún lado. Y en segundo lugar… necesitas una
pistola-
-Pero yo aborrezco las armas- Protestó Johnny un tanto alarmado
Jack lo tomó de la nuca como queriendo acercarlo hacia él. Le apretó un tanto el
cuello hasta que por el dolor, éste cayó de rodillas ante el Shérif y le dijo en tono de
advertencia
-Sin una buena pistola, no eres nadie en este lejano oeste-
La enseñanza frente a sus ojos, era demasiado gráfica y elocuente como para
obviarla. Así que no tuvo más remedio que ir a comprarse una, pero antes de salir
giró y le preguntó casi tímidamente
-¿Y qué hay con el trabajo?-
-Por ahora no tengo otra cosa que caza recompensas.- Sentenció Jack
-¿Debo salir a buscar recompensas?- Volvió a preguntar Johnny sin experiencia
en el tema y obviamente sin haber visto muchas películas.
-No. Tu debes buscar a los delincuentes, los traes y cobras tu recompensa-
-Ahhh- dijo el muchacho -Entiendo... Como un perro cuando trae la ramita,
no?-
-Algo así, pero un poco más peligroso- explicó el Marshall
-¿Y a quién tengo que traer?-
-Allí tienes unas hojas con las fotos de los forajidos que estamos buscando-
Dijo Jack mientras le señalaba una pizarra empotrada en la pared, con unas cuantas
fotografías de delincuentes.
-¿Y todos esos libros?- Inquirió el muchacho observando una enorme
biblioteca
-Esas son las fotos de los políticos corruptos. Pero es un poco más difícil
traerlos porque son dieciocho tomos. Te recomiendo que empieces por los más
conocidos... Este por ejemplo- Dijo mientras le ponía una de las fotos en la mano
-Es Peter Mita, conocido por hacer sus robos con un trabajo de hormiga.
Ofrecen quinientos dólares de recompensa por su cabeza viva o muerta.-
-¿Quién ofrece la recompensa? ¿La justicia?-
-Diez dólares. El resto su ex-mujer, porque no bajó la tapa del inodoro el día
que la abandonó-
Sin mediar más palabras porque Jack se metió en el baño, Johnny salió a la
polvorienta calle, se subió al “manchado”, quien lo miró de reojo un tanto harto, y se
pusieron en marcha.
Al poco tiempo de estar cruzando entre las montañas, advirtió en el cielo una
85

serie de humeantes nubes que le hicieron sospechar varias opciones: se trataba de


indios que hacían señales de humo, alguien estaba preparando un asado o ambas
cosas, así que decidió desmontar y agazapado entre unos arbustos, espió hacia el
valle.
Allí advirtió a la tribu de los Cheronkas, indios soberbios y altaneros liderados
por el Gran jefe Flecha Bacano, y supuso que estarían realizando unos de sus
tradicionales rituales de la lluvia, porque danzaban y cantaban “Singing In The Rain”
mientras abrían sus paraguas.
Flecha Bacano fue elegido líder de la tribu debido a su gran ingenio, cuando
inventó el famoso slogan de “siga la flecha”. A raíz de ello lo seguían a todas partes
y en todo momento y ni por un instante se separaban de él. Esto era algo que le
resultaba muy agradable, salvo cuando iba al baño o en los momentos en que quería
tener intimidad con su india. Que lo miraran no le molestaba tanto, pero le parecía
una exageración los aplausos al final, en ambas circunstancias.
Johnny Boy entendió que debía aprovechar la oscuridad de la noche para
rodear la montaña y seguir su camino sin ser descubierto, pero cuando se disponía a
hacerlo, una joven y muy atractiva india lo descubrió.
Asustada comenzó a correr y él detrás de ella para que no lo delate con los de
su tribu. Pero ella era muy ágil y diestra en correr por el valle. Johnny corrió más
aprisa para cogerla, pero la india ya estaba acostumbrada a correr a causa de los
indios y por el mismo motivo.
Su nombre era Kehaymucho, que en el idioma indio significaba “abundancia de
alimentos”. No era oriunda de aquella tribu, sino que en realidad había sido raptada
de muy pequeña, de una tribu Comanche y se la llevaron a vivir con ellos. Por eso
era conocida como la Comanche Kehaymucho.
Obviamente ella llegó primero y puso sobre aviso a toda la tribu, quienes
inmediatamente se aprestaron para la guerra, menos Toro Sentado que estaba muy
cansado luego de servir a treinta vacas, así que el pobre toro se quedó ahí en un
rincón, terminando su cigarrillo.
Johnny se vio superado en número y en valor por los indios, así que no opuso
resistencia. Inmediatamente lo capturaron y lo llevaron a una de las tiendas. Allí le
quitaron la ropa y le midieron unos cuantos taparrabos, ya que en aquella tienda de
ropa había de los cinco tamaños -small, medium, large, extra large y Oh my goood!!-
y le compraron uno a su medida (Mini small).
Ya en una carpa a modo de cárcel, atado de pies y manos y ataviado tan sólo
con su taparrabito, lo dejaron sentado en el suelo, mientras salían a la búsqueda de
otro intruso que también había penetrado en sus tierras y dejaron a la Comanche
Kehaymucho vigilándolo.
A ella le llamó poderosamente la atención el vestuario que portaba Johnny (los
pantalones y la remera, no el taparrabito), no tanto por la confección en sí, sino por su
aroma. Aparentemente tanta fricción con un cuerpo al galope, aún después de haber
sido lavada, había impregnado su olor en la prenda y ella quedó prendada de aquel
olor. Tanto que casi pasó a ser una obsesión. No hacía nada si primero no olía la
fragancia de aquellos pantalones.
86

Cuando al otro día le llevó a Johnny agua para beber, quiso averiguar si el
aroma de aquel vaquero pertenecía al vaquero o a la inversa.
Se le acercó para olfatearle también su taparrabito y así quitarse la duda, pero él
temió lo peor. A medida que la Comanche Kehaymucho (no era éste el caso) se le
acercaba, el pánico se apoderaba del pobre Johnny, porque en su pueblo había
escuchado infinidad de temibles historias sobre los indios reducidores de cabezas.
Pero no podía escapar ya que estaba atado, por lo que a Kehaymucho no le costó
demasiado llegar hasta el taparrabito y comenzar a olerlo.
Se extasió por completo (la india... y también él) cuando advirtió que aquel
aroma que la trastornaba, pertenecía al vaquero (Johnny) y no al vaquero (pantalón),
y por un buen rato no pudo dejar de frotar su nariz sobre el taparrabito de Johnny,
embelesada de placer.
El muchacho no la pasaba mal tampoco, pero estas historias nunca acaban bien.
Justo en ese momento entró a la tienda, el más díscolo de la tribu, Arco Vencido
trayendo a otro prisionero recién capturado en el valle. Al descubrir a la india en esa
posición con el vaquero, la acusó de traidora, de desvelar sus secretos al enemigo y
de ingrata por no haberlo invitado a la fiesta.
La maniataron también junto a Johnny y al nuevo prisionero, a la espera de lo
que decidiese el Gran jefe. Kehaymucho comenzó a desesperarse, tironeando de un
lado a otro y tratando de inclinarse hacia un costado. Johnny pensó que estaba
intentando desatar sus ligaduras, pero en realidad lo que la comanche quería, era
acercarse al nuevo prisionero para olerlo.
Recién allí, a Johnny le pareció ver en el nuevo prisionero, una cara conocida.
Era raro porque Johnny no conocía a nadie del lejano oeste, hasta que descubrió que
se trataba ni más ni menos, aunque sí por regla de tres simple, de Peter Mita el
temible bandolero que abandonó a su mujer con la tapa del inodoro levantada.
-Mmmmgghhh Mguummmm Aghhhmmmm- Exclamó Peter como intentando
decirles algo, pero tan sólo lograba emitir ininteligibles sonidos guturales, que
ninguno lograba comprender.
Johnny entonces le hizo señas a la Comanche para que le quite la mordaza.
Kehaymucho se le acercó a Johnny y con su boca, le quitó la mordaza a él. Johnny le
explicó entonces que al que le tenían que sacar la mordaza, era a Peter, porque les
quería decir algo, pero la Comanche no hablaba su idioma, así que no lo entendió.
Johnny a punto de perder la paciencia y aún maniatado, se acercó hasta Peter que
seguía tratando de comunicar algo, y con su boca intentó correrle la mordaza del
bandolero para quitársela de la boca. Peter le guiñó un ojo, pero Johnny aún con
recelo, le quitó la mordaza y le dijo
-Ahora sí... ¿Que intentabas decirnos antes...?-
-Mmmmgghhh Mguummmm Aghhhmmmm- volvió a repetir Peter con los
mismos ininteligibles sonidos guturales
-¿¿Qué??- Insistió Johnny
-Mmmmgghhh Mguummmm Aghhhmmmm- repitió nuevamente Peter
-¡Podés hablar normalmente. Ya te saqué la mordaza!- Exclamó Johhny
comenzando a perder la paciencia
87

Recién cuando dijo por tercera vez lo de -Mmmmgghhh Mguummmm


Aghhhmmmm- se dieron cuenta que Peter Mita era sordomudo.
Fue por ese motivo -por sus fuertes ronquidos- que los indios lo descubrieron
durmiendo entre unos árboles del bosque y aparentemente también, por alguna
pesadilla, porque entre sueños exclamó muy claramente
-“Mmmmgghhh Mguummmm Aghhhmmmm”-
Johnny no tuvo más remedio que ser él quien exhibiera un plan para salir de
allí.
-Vamos a hacer así, nos pondremos de rodillas en el piso, uno detrás del otro y
con los dientes soltaremos las cuerdas que atan las manos del que está adelante. Si
tienen alguna objeción, díganla ahora o callen para siempre...-
Esperó unos prudenciales tres segundos y al no obtener respuesta le hizo señas
con la cabeza para colocarse en posición.
Uno arrodillado detrás y casi subido encima del otro, y con los dientes
intentando quitar las cuerdas que los ataban. La idea no era mala, salvo por dos
inconvenientes: el primero era que al que estaba último (Peter) nadie le quitaba las
cuerdas, y en segundo término, no contaban con la nueva entrada de Arco Vencido
que les traía comida.
Al verlos, el díscolo indio los miró severo, sopesó la situación, pero en lugar de
enfurecerse, esbozó una sonrisa cómplice y se colocó en la misma posición delante
de Johnny, como esperando que le venzan el arco una vez más.
Johnny aprovechó la situación y cuando sintió sus manos libres, le golpeó la
cabeza a Arco Vencido con uno de los platos de madera y lo desmayó.
Salieron de allí en puntas de pie, aprovechando que ya el sol había caído sin
lastimar a nadie, se escabulleron entre los matorrales que rodeaban la tribu y
buscaron a Hurtadillas (tal era el nombre del caballo de Peter) y al Manchado, pero
al no encontrarlos, no tuvieron más remedio que llevarse a la única yegua que se
hallaba atada a un árbol.
La Comanche se negó a subir y escapar. Intentaron convencerla que si se quedaba
sería peor para ella, pero Kehaymucho no los entendía (Y mucho menos a Peter) y
temerosa se puso a gritar. Johnny le dio un sopapo para acallarla, pero ella gritó más
fuerte, entonces Peter le dió una trompada en la quijada y la desmayó.
Subieron a la yegua (al animal) los tres, y con ella (la Comanche) en medio
para que no se cayera, y se dieron a la fuga a todo galope.
Procuraron pasar por un estrecho corredizo natural que había entre dos
montañas no muy altas de piedras, cuando la Comanche comenzó a despertar. Al
advertir por dónde estaban pasando, Kehaymucho empezó a gritar nuevamente
señalando hacia arriba y Johnny la amenazó con darle otro sopapo, justo cuando
empezaron a sentir una densa y pestilente lluvia que caía sobre ellos. Levantaron la
vista y descubrieron que ese pasadizo era en realidad el lugar que los indios
utilizaban desde lo alto, como baños públicos.
La india le dijo algo a Johnny como recriminándolo en su idioma y Peter tan
sólo atinó a gritarle
-Mmmmgghhh Mguummmm Aghhhmmmm- pero en forma de insulto,
88

mientras alzaba su dedo medio.


Apurados y malolientes, salieron de allí al galope. Emprendieron un largo
trayecto de nueve días, en donde comenzaron a cruzar nuevamente el desierto de
regreso a Diver City.
Durante ese tiempo, Johnny comenzó a comprender lentamente algunas cosas
de lo que Peter le decía.
Uno de esos días, le comentó
-Mmmmgghhh Mguummmm Aghhhmmmm- que significaba -Regresaré con
mi mujer a bajarle la tapa del inodoro, así retira la recompensa y al fin podré vivir en
paz-
-¿O sea que volverás a vivir con ella?- insistió Johnny
-Mmmmgghhh Mguummmm Aghhhmmmm- contestó Peter, que significaba: -
Bueno, casi en paz-
Cuando llegaron a Diver City, Peter se fue con su mujer, que lo esperaba un
poco hinchada de tanto aguantar, ya que no usaba el baño porque la tapa aún estaba
levantada.
Johnny no pudo, ni quiso desprenderse de la Comanche porque a pesar de no
entenderle una palabra, a decir verdad, le fascinaba la devoción con que le olía el
taparrabos.
Tiempo después empezaron a amasar una pequeña fortuna, cuando abrieron un
negocio de vaqueros de vestir. Johnny siempre sospechó que la Comanche
Kehaymucho, tenía muy buen olfato para los negocios.
89

EL SOBRINO DE NERON
(Un romano hecho a mano o cuando vivir en Roma era un quemo)

Popea Sabina era una mujer de extrema belleza y coquetería. Se casó en


segundas nupcias con Otón, quien años más tarde fue proclamado emperador de
Roma, luego de haber asesinado a Galva -el emperador que sucedió a Nerón-.
Otón era amigo íntimo de Nerón. Pero hete aquí (y sobre todo allí) que cuando
Nerón conoció a Popea, se enamoró de ella y con el consentimiento de Otón, se
hicieron amantes (Nerón y Popea, no Otón) y tiempo después, para sacárselo de
encima (a Otón, no a Popea), Nerón lo envió a cargo del gobierno de Lusitania (hoy
Portugal).
Hay quienes sostienen que de allí proviene su apodo de Otón Tito.
Dicen los historiadores de la época que Popea, debido a la rivalidad que
mantenía con Agripina la Menor, la madre de Nerón -a causa de la influencia que ésta
tenía sobre su hijo-, logró que el propio Nerón la acusara de traición y mandara a
matar. Sí. A la propia madre.
Pero Popea tenía también otra rival, la mujer de Nerón, por eso le propuso que
se divorciase de Claudia Octavia, la exiliara y ordenara su ejecución. Y de nuevo lo
consiguió. Luego se divorció de Otón cuando éste se fue a Lusitania y se casó con
Nerón para ser proclamada emperatriz de Roma.
Lo que se dice, una verdadera joyita, la Popeíta.
A lo largo de la historia hubo muchos tipos de romanos, otros que si los
llamabas así te contestaban con alguna rima, pero muy pocos como el sobrino de
Nerón.
Cuentan algunos entendidos en el tema (pero ninguno serio), que Popea tenía
un sobrino llamado Marco Dicia, quien al momento de casarse con Nerón (Popea, no
Marco), pasó a ser sobrino del emperador (Marco, no Popea)
Si bien Marco era ambicioso, su coeficiente intelectual mostraba números
negativos, por lo que nunca fue demasiado emprendedor. Uno de sus hobbies
preferidos era el de coleccionar caracoles, pero con muy poca fortuna, porque la
mayoría se le escapaban.
Cierto día su tía Popea, entre tantas excentricidades a las que los tenía
acostumbrados, le pidió que le preparase una tina con leche de burro, porque dándose
baños de inmersión en ello, lograba mantenerse joven.
Marco apenas consiguió llenar media tina, a pesar de haber estado trabajando
arduamente durante todo el día, con quince burros sementales. Al advertir Popea el
error de interpretación de Marco y su desconocimientos de la diferencia entre
hembras y machos, lo corrigió diciéndole que no se trataba de la leche de esos burros,
por lo que al otro día, Marco hizo lo mismo, pero con quince muy malos estudiantes.
90

Tomando en cuenta que era tan inútil como codicioso, Popea le sugirió
finalmente que lo único que podría hacer era regentear un lupanar (así llamaban por
entonces a los burdeles o casas de citas).
Seguidamente Popea, después de tocarle un poco la lira a Nerón, le pidió
dinero y le suministró los fondos necesarios a Marco, quien se dispuso de inmediato a
seleccionar al personal.
Durante dos semanas de arduo trabajo, tomó exámenes y pruebas a una gran
cantidad de personas que se habían presentado para el trabajo. Finalmente seleccionó
y contrató a quince de ellas: ocho mucamas encargadas de arreglar las recámaras,
cinco cocineras y dos meseras.
Fue en ese preciso momento cuando se dio cuenta que se había olvidado de las
prostitutas.
Ante la urgencia de la apertura del lupanar, Marco salió presuroso a pedirle a
los senadores sugerencias sobre algunos nombres de chicas, para convocarlas a
trabajar de inmediato. Pero fue demasiado. Cada senador le entregó una lista tan
larga, que con la décima parte de cada uno, podría abrirse otro lupanar (Cualquier
similitud con la actualidad, es absolutamente debida a la mala intención de gente sin
escrúpulos, ruines y envidiosos, que creen que nuestros honorables y reputados
senadores, -sobre todo esto último- serían capaces de estar relacionados con hechos
de semejante bajeza moral).
Marco seleccionó entonces algunas al azar y por fin abrió las puertas del lugar.
Aparentemente y según los resultados obtenidos, la selección realizada no fue lo
suficientemente profunda y aclaratoria sobre los requisitos a cumplir ya que el mismo
día de la apertura, uno de los clientes solicitó servicio completo y las chicas le
hicieron las manos, los pies, rulos, permanente, coloración, reflejos, limpieza facial y
hasta cavado profundo, pero de lo que vino a buscar, ni noticias.
El pobre cliente salió más excitado de lo que entró, pero hecho una pinturita.
Nada sorprendía en la época del imperio romano. Si bien el emperador Augusto
-quien fue el primer emperador romano y no su antecesor Julio César, como muchos
creen-, implementó leyes muy duras con respecto al adulterio y al estupro, sus
sucesores se encargaron de echar por tierra, por polvo y por todas partes donde
pudieron, todo lo logrado por el gran Augusto (a quien se debe el agregado del mes
de agosto, envidioso que Julio César había creado el mes de Julio en su honor).
Ya desde la época de Calígula, según cuenta gente entendida (y alguna que otra
confundida, también), éste mantenía relaciones incestuosas con sus hermanas
Agripina la Menor (futura madre de Nerón), Drusilla y Julia, además de acostarse con
su caballo Incitato, al que nombró Cónsul y Sacerdote. Aquella misma gente
entendida sobre el tema, fueron los mismos que aseguran que a Calígula, se le había
corrido una teja en la cabeza y por eso le llovía adentro, lo que le originaba ciertos
cortocircuitos.
El mismo Nerón, luego de haber matado a Popea (según dicen, sin intención),
llegó a sentirse atraído por el esclavo Esporo, cuyo físico era muy parecido al de la
difunta Popea.
91

Nerón, que lo llamaba “mi Popeíta”, quiso casarse con él, pero como los
matrimonios entre hombres estaban prohibidos en Roma, ordenó que castraran al
esclavo y le obligó a vestirse como su mujer.
Pero las excentricidades del emperador no terminaron allí, ya que Dióforo era
un esclavo liberto que le tocó -al contrario que Esporo-, ejercer el papel de hombre en
su relación con Nerón. Se escenificó la boda, en la que el emperador era el que iba
vestido con ropas de mujer, y por la noche representó la consumación del matrimonio
imitando los gemidos de cualquier esposa virgen en la noche de bodas. Sin lugar a
dudas, éste también tenía varias tejas corridas, porque además suponía que existían
esposas vírgenes, y más aún en aquella época, en donde no se podía usar la excusa
que fue andando en bicicleta.
Marco -que a su vez también sufría de algunas filtraciones- siempre se
mantuvo al margen de las tentaciones carnales de aquella casa de servicios sexuales,
por dos razones fundamentales: por un lado, para él era solo un negocio, el cual podía
saciar su sed de codicia, y por otra parte, no lo satisfacían los servicios de esos
locales, porque siempre le había gustado más el autoservicio.
De acuerdo con algunos investigadores, ello se debía más a la obsesión que
tenía con su propia concepción, ya que según cuentan, sus padres nunca tuvieron
relaciones y el embarazo se debió a un accidente fortuito con una toalla portadora del
semen que ambos usaron (la toalla... y el semen también). Por aquella razón, se lo
empezó a identificar como el primer romano hecho a mano.
En latín, lupa significaba tanto loba como ramera, por lo que el lupanar era el
lugar donde estaban las lupas.
Al carecer en aquel entonces de cuidados específicos para no concebir, algunas
de las profesionales del sexo llegaban a quedar embarazadas, por lo que luego
pasaban a ser acusadas frente a los hijos, como “la lupa que los parió”
Algunos estudiosos aseguran, que el nombre de “lupa” se debió en realidad a la
falta de autoestima de algunos clientes, que necesitaban de ese vidrio de aumento
para convencer a las doncellas de sus dotes amatorias, pero como la lupa en sí data
recién del siglo X, es obvio que esos estudiosos, reprobaron.
Otros de los inconvenientes del momento, eran las túnicas y togas que solían
vestir los clientes que frecuentaban el lugar. Algunos en el apuro por saciar sus
deseos, ni se las quitaban, por lo que en el medio del fragor del éxtasis y de los
pasionales momentos, se confundían y enredaban con las sábanas de los catres. No
era tan problemático porque los incidentes no pasaban de algún que otro muerto por
asfixia, pero sonrientes.
Hebe Vidotodo, la más alta de las lupas que allí trabajaban, poseía una altura de
dos metros con quince centímetros. Era exuberante por donde se la mire y a decir
verdad, había mucho por donde mirar, pero tenía la ventaja que mientras estaba
trabajando, con sus piernas podía hacerle masajes en la espalda al cliente de la cama
de al lado.
En el antiguo imperio, los principales estratos sociales estaban ocupados por
los Senadores, Patricios y ciudadanos.
92

Cierto día llegó al lupanar un Patricio de apellido Cioso, famoso por no hacer
nada más que visitar lupanares. Su único inconveniente residía en que su altura no
pasaba de los noventa centímetros. No hubiese habido ningún inconveniente con ello
de no ser por su obsesiva inclinación al sexo oral, al cual solía entregarse en cuerpo y
alma.
Tanto se entregó con Hebe, que sin querer la mordió en sus partes íntimas, y
ésta por un acto reflejo, cerró sus piernas de golpe. Durante un tiempo nadie supo
nada del Patricio Cioso, al tiempo que llamaba la atención el repentino embarazo de
Hebe. A los pocos días, Roma se conmocionó con la noticia del parto violento de
Hebe, quién según los testigos del hecho, una vez que tropezó y cayó boca abajo,
despidió a su hijo a una velocidad de cincuenta kilómetro por hora.
Sin embargo el problema principal en el lupanar, ocurrió la noche del 19 de
julio del año 64 con una de las doncellas, Livia Nita viuda de Atriki que se había
acoplado al staff recientemente.
Un senador tartamudo no lograba expresar con claridad lo que deseaba. Otra de
las chicas, Paula Rasposa que escuchaba la conversación, le aclaró que lo que el
senador buscaba era algo que lo excite y sobre todo, que le haga algo que lo encienda.
Tanto insistió aquel senador con dicho encendido, que Livia Nita de Atriki le prendió
fuego a su túnica. Las llamas se extendieron rápidamente sobre los enormes
cortinados, porque los extinguidores de incendios no estaban cargados (es decir, los
baldes de agua estaban vacíos) y de allí a las casas vecinas y así sucesivamente por
casi toda Roma.
Tan solo se escucharon los alaridos de las chicas y los clientes que huían
desnudos y despavoridos, y al pobre tartamudo que corría con su túnica ardiendo,
mientras gritaba
-Se me quema el cu...Se me quema el cu... Se me quema el cu...!!-
Al escuchar esto Livia le dio un sopapo y el tartamudo prosiguió
-Se me quema el cu.. erpo!!!!!!- y corriendo saltó y se zambulló en un bebedero
de caballos. No llegó a quemarse seriamente, pero la depilación lograda alcanzó el
grado de cavado profundo.
Por aquella época los incendios en Roma eran muy frecuentes, pero el relatado
fue de una envergadura inusitada.
La historia se encargó de echarle la culpa a Nerón, quien según cuentan los
cronistas de la época, incendió Roma, para volver a construirla como a él le apetecía,
mientras Popea seguía tocándole la lira. Pero la verdadera culpable fue Livia, quien
por éste incidente fue rebautizada como Livia Nitadeseso.
A raíz del siniestro, las chicas se dispersaron tomando cada una su rumbo.
Algunas pocas volvieron a Alejandría, otras a Antioquía, a Cesárea, a parto natural,
una cuantas más a Herculano y Pompeya y la gran mayoría prefirieron el retorno a
San Juan y Boedo.
Según los historiadores del Papa Francisco, las que regresaron a Herculano y
Pompeya no tuvieron tanta fortuna, porque al poco tiempo el Vesubio comenzó con
sus primeros provechitos y las últimas fueron las más exitosas porque hasta ganaron
la Libertadores.
93

Lo cierto es que Marco perdió todo, incluyendo el apoyo de Popea. Ella


prefirió seguir tocándole la lira a Nerón, así que no tuvo más remedio que emprender
el exilio hacia Constantinopla para probar fortuna allí, a pesar de estar maltrecho y
con sus manos en llagas.
No por el incendio, sino por tanto “autoservicio”.
94

MISSION POSSIBLE
(Un 000 a la izquierda)

A pesar de lo que muchos creen, aún se mantiene en secreto que existen dos
clases de servicios secretos en algunos países del mundo.
Por un lado están las agencias de inteligencia del estado, que se encargan de los
trabajos de seguridad y espionaje, y por el otro los verdaderos servicios secretos a los
que la palabra resume: baños no declarados y escondidos.
Con respecto a éstos últimos, desde que fueron creados los primeros, allá por el
fondo a la izquierda hasta la actualidad, también estuvieron llenos de espías, agentes
encubiertos, espiones, voyeuristas, etc. que luego informaban o pasaban la
información a sus superiores. Es decir, alcahuetes a sueldo, siempre dispuestos a
contar su punto de vista, y -según rezaba el manual del perfecto espía de los servicios
secretos en aquellos baños escondidos- “a luchar sin descanso, para salvar al mundo
de las maldades de los malos”.
Dicho manual era seguido al pie de la letra por el agente Kevin Hoacer,
conocido como el cero, cero, cero a la izquierda, correspondiendo aquel número en
código, a la cantidad de éxitos obtenidos en su lucha contra el mal. A causa de ello,
alguien había propuesto que el código numeral también podría aplicarse en base a los
fracasos, pero el jefe se opuso terminantemente ya que a raíz del caso de Kevin, no se
aceptaban cifras mayores a seis dígitos.
Algunos de sus colegas sostenían que lo mejor que podía hacer un espía, era
espiar el manual del contraespía, para así prevenir los hechos y no verse sorprendido
por éste, pero tomando en cuenta que el propio contraespía podía estar espiando del
mismo modo el manual del recontracontraespía, esto resultaba intrascendente por lo
que había que espiar a su vez el manual de requeterecontracontraespía, y así
sucesivamente hasta lograr una biblioteca exclusivamente de espionaje, por lo que
000 finalmente no leyó nada.
Sus éxitos se los debió pura y exclusivamente a su experiencia, que como no la
tenía, tampoco triunfó en nada.
La agencia de espionaje era el servicio secreto de inteligencia del estado, pero
como 000 carecía de inteligencia, no podía pertenecer allí. Tampoco a los baños
escondidos, ya que allí también se necesitaban espías con un mínimo atisbo de
astucia para fisgonear en la vida de otros, por lo que finalmente lo asignaron al
servicio secreto público, es decir a los baños escondidos muy pocos aseados, donde
todos dejaban sus recuerdos.
Harto ya de tantas desventuras, su jefe Greoffrey Taba, lo mandó llamar. Una
vez adentro de la oficina, el jefe lo miró severamente y le dijo poniendo un
expediente sobre el escritorio
-Esta va a ser tu última oportunidad...-
Luego de una muy breve pausa, sacó un paquete de cigarrillos y lo abrió. Lo
95

miró profundamente, encendió uno y le dijo con severo tono, mientras exhalaba el
humo muy placenteramente.
-¿Sabes lo que es esto?-
-Ahá- contestó 000 seguro de sí mismo -Un cigarrillo-
-Me refiero al expediente... ¿Sabes qué contiene?-
-¿Las enfermedades que trae el tabaco?- preguntó 000, un tanto ingenuamente
-¡No!- Comenzó a ofuscarse el jefe -¡Es una foto! De la persona que va a ser tu
pesadilla durante los próximos meses...!-
-¿Va a cambiar la foto del perfil del facebook?-
Geoffrey apenas si podía contener su furia. Acercó su cara ardiente y
transpirada por la cólera, al rostro impasible de Kevin y le dijo muy severamente, con
los dientes apretados a modo de amenaza
-Dime la verdad... ¿Tengo cara de idiota?-
000 no contestó de inmediato. Se tomó unos cuantos segundos para mirarlo
profundamente de frente y de perfil, hasta que por fin respondió
-¿Tengo que contestarle la verdad, o que no?-
La paciencia del jefe llegó a su límite. Comenzó a salirle humo a través del
cuero cabelludo, los ojos totalmente enrojecidos se agrandaban y los músculos de sus
brazos empezaban a desgarrar las mangas de la camisa. 000 entendió de inmediato,
porque el médico ya le había advertido a Geoffrey, que si no controlaba su presión
arterial, se autodestruiría en cinco segundos. Y así fue. Del jefe no quedó más que el
recuerdo y unas cenizas humeantes en el piso.
La secretaria tuvo que aclararle a 000 cuál sería su misión.
Era tan peligrosa como difícil (la secretaria), aunque sumamente rápida (la
misión... y también la secretaria) y ésta justamente (la misión) consistía en eliminar a
todos los contactos del jefe de la mafia de la droga en la ciudad.
000 se puso de inmediato a trabajar y le bloqueó el Facebook. Pero le dijeron
que no había servido de nada, porque aquellos contactos aún seguían en contacto.
Quiso cortarles la luz, pero le explicaron que no se trataba de ese contacto. Llamó a
varios ginecólogos, y nuevamente debieron aclararle que no se trataba de ese “con
tacto”.
Ya estaba casi desesperado buscando una solución cuando el agente 666, más
conocido por “el diabólico” -por sus formas poco convencionales de resolver
entuertos (les quitaba el otro ojo)- le sugirió una forma de acabar con todos.
En la agencia manejaban la información que todos aquellos contactos de las
tres bandas que se habían asociado, se reunían una vez a la semana en un depósito
abandonado al lado del puerto, para organizar la distribución de la droga.
000 preguntó porque él no manejaba esa información, y le explicaron que
porque seguramente la chocaría
666 le propuso entonces tenderles una trampa para atraparlos a todos juntos.
000 quiso salir presuroso a conseguir una red de semejantes dimensiones, pero 666 le
tuvo que explicar que así no se los atrapaba.
El agente Polyana, a quien le asignaron el código 555, en ese momento se
estaba perfumando en otra oficina de la agencia, y comenzó a discutir con el 777
96

porque a éste no le gustaba que le toquen el código y mucho menos, tres veces
seguidas. En medio de la controversia entre 666 y 000, el primero marcó 999 y llamó
a 555 y 777 para que junto a 111 (más conocido por “violado once veces”) se
apersonaran (o numeraran) en la oficina del jefe, pero ya que éste no estaba porque se
había autodestruido, la silla la ocupó provisoriamente, su secretaria la agente 444,
más conocida por Forest.
Allí comenzaron la reunión de agentes (aunque más que eso, parecía una sala
de Bingo).
-¿Cuál es el problema?- preguntó la 444
-El 000 no entiende al 666- respondió el 555
-¿Qué tiene de raro?- interrumpió el 777 -El 000 nunca entiende nada-
-¡Mentira!- exclamó indignado el 000 -¡Lo único que no entendí fue cuando se
casó mi primo y en su noche de bodas le escribieron en el coche “Negocio (léase al
revés)”!-
-¿Y porqué mató después a su esposa?- preguntó el 666
-¡Yo no la maté! ¡Lo juro!- Dijo asustado el 000
-¡No! ¡Tu primo!- Le dijo el 555,
-¿Él mató a mi esposa?-
-¡No! A la suya!- le espetaron el 666 y el 777
-Ahhh... Aparentemente fue por dinero- volvió a responder seguro el 000
-¿Por dinero?- inquirio intrigada la 444
-Sí. Yo deduje que ella tenía mucha plata, porque escuché que hacía negocios
con un montón de gente!-
Tres largas horas estuvieron allí reunidos, discutiendo fervorosamente, hasta
que por fin dejaron ese tema y acordaron abocarse al asunto de inteligencia que los
había convocado.
000 Se levantó como para irse, pero le dijeron que a pesar de ser una reunión
de inteligencia, iban a hacer una excepción y él podría participar.
-Esto no va a ser nada sencillo. Ellos son muchos y están muy bien armados-
se lamentó el 555
-No podemos hacer nada sin un plan minuciosamente establecido- sugirió el
777
-¡Yo tengo uno!- Exclamó contento el 000
Todos se miraron incrédulos y alguno hizo un leve amague de irse, cuando la
444 los detuvo mientras les decía
-Un momento... No saquemos conclusiones apresuradas... Tal vez, realmente
tenga un plan... Escuchémoslo....- luego giró hacia 000 y lo miró con toda atención
-Veamos... ¿Cuál es tu plan?-
000 se incorporó y comenzó a caminar en círculo alrededor de ellos como un
catedrático en medio de una conferencia ante sus alumnos
-Sabemos el lugar exacto y además el día y la hora en que todos los traficantes
de las tres bandas, se van a reunir para repartir el botín, ¿No es cierto? Nuestros
informantes nos han informado al detalle, toda la información que nos hacía falta
saber.-
97

-Si- afirmaron todos


-Bueno- prosiguió 000 -¡Entonces vamos, les decimos “quedan detenidos” y
listo!-
666 comenzó a cargar su pistola y el 555 sacó un filoso cuchillo, pero la 444
los detuvo al instante
-Nada de violencia- A regañadientes todos volvieron a guardar sus armas
-Si 000 piensa que es tan sencillo, pues entonces que vaya y los atrape, no?-
-Ir solo puede resultar muy peligroso. Mejor yo voy con él- dijo solícito el 777
-¡No!- Interrumpió la 444 -Si los descubren y los matan, perderíamos mucho.
No. Lo mejor es que 000 vaya solo y si lo matan, no perdemos nada.-
Contento y excitado porque finalmente le habían concedido una misión y por
sobre todo basada en un plan suyo, el 000 salió raudo de la oficina.
Intentó seguir paso a paso todas las instrucciones que se enumeraban en el
manual del perfecto espía, que por fin se dignó a leer, aunque se dio cuenta un poco
tarde que se había equivocado y en lugar del manual se había llevado la obra de
Dostoievski “El idiota”. Si bien era más acorde a su personalidad, no lo era tanto
para la ocasión.
De allí se fue de inmediato a la sala de inventos, en donde se investigaban,
imaginaban, diagramaban y creaban todo tipo de las más novedosas armas.
El ingeniero a cargo de la invención de aquellas armas, era el científico
teniente coronel primero Armando Tiburcio Gedón, egresado de Alcatraz, más
conocido en el ambiente por ArmaGedón.
000 Comenzó a recorrer el lugar y a descubrir las armas y aparatos más
sofisticados que los ingenieros de la agencia iban creando, en su incansable lucha
contra los malos del mal.
Tomó uno de esos diminutos y alambicados aparatos de un escritorio de
pruebas y preguntó inocentemente:
-¿Esto es un arma?-
-Cuidado con eso- le dijo el científico -En tus manos puede ser muy peligroso-
-¿Qué es?- volvió a preguntar 000
-Se trata de un pequeño dispositivo de fuego, que está compuesto por gas
líquido en su interior y una piedra que origina la chispa necesaria para activarlo. La
ventaja es que no ocupa lugar y resulta muy liviano para transportarlo. Puedes
llevarlo en la mano o en un pequeño bolsillo-
-¿Cómo se llama?-
-Encendedor. Es muy práctico para los que fuman- contestó el científico.
-¿Y esto otro que parece papel higiénico?-
-Pues justamente es papel higiénico. Te puede resultar muy útil para el
resultado de tus misiones- le volvió a contestar el ingeniero. -Ahora dejemos mi
escritorio y pasemos a la mesa de las armas-
Una vez allí, y siguiendo expresas instrucciones de la 444, le entregó un arma.
-Aquí tienes- le dijo el científico -Una Smith & Wesson MP9, un arma 100%
policial de polímero de altas prestaciones, con un diseño ergonómico y sin martillo a
la vista... Una de las mejores que tenemos-
98

-No tiene balas- dijo 000 un tanto sorprendido -¿Sin balas cómo voy a
defenderme? Me van a matar-
-Creo que esa es la idea- sentenció tristemente el ingeniero mientras se iba a
fumar un cigarrillo.
Al principio 000 no entendió muy bien lo que habían intentado decirle. Pensó
que tal vez se trataba de algún código secreto, o simplemente que esperaban que haga
un trabajo silencioso, sin balaceras.
Así que no lo pensó más y se puso en marcha hacia su objetivo. Apenas salió a
la calle, subió rápidamente a un auto y gritó
-¡¡Siga a ese taxi!!-
Cuando se dio cuenta que en el auto no había nadie, que era el suyo y que no
había taxi al que seguir, lo puso en marcha y se dirigió al puerto.
Llegó hasta lo que aparentaba ser un viejo depósito abandonado. No era en
realidad tan viejo ya que había sido construido no hace mucho, tampoco era de-pósito
sino de-la mafia y no fue abandonado, sino que allí se reunían todos los domingos los
integrantes de la banda (para ensayar sus canciones) y los martes los mafiosos de la
droga.
Aquella banda (la de rock) solía dejar allí sus instrumentos, y la banda (de
mafiosos) nunca lo objetaron ya que les servían de cortina a sus intereses, incluyendo
un par de canciones que también le sirvieron, pero de cortina musical para sus
reuniones.
Si había un hobby que al 000 le apasionaba era tocar la batería. Ya de muy
pequeño, solía destrozar cuanta cacerola nueva compraba su madre, intentando
armarse una batería de percusión con la batería de cocina, incluyendo alguna que otra
escupidera, aunque finalmente el que terminaba batido era él, pero a palos.
Muy placentera fue su sorpresa, cuando al entrar sigilosamente en el depósito
abandonado, descubrió la impresionante, moderna y espectacular batería que la banda
de rock había dejado armada en el piso superior.
Embelesado comenzó a mirarla y admirarla con tenues y dulces caricias, tan
suaves que hasta temía dañarla, mientras sus ojos se maravillaban de éxtasis.
Tan ensimismado estaba en su goce, que no advirtió que en el piso inferior
estaban ingresando los mafiosos de las tres bandas, que si bien no confiaban unos en
otros, se habían asociado para hacer éste gran negocio, al tiempo que se acomodaban
en círculo en medio del enorme salón, para su reunión semanal.
Con movimientos tenues y lentos, 000 se sentó al frente de la batería, encendió
el control del impresionante equipo de música que se encontraba a su lado, y en
cuyos amplificadores estaban conectados los micrófonos que apuntaban en dirección
a cada tambor. Se colocó unos grandes auriculares para disfrutar a pleno del sonido
de la percusión y accionó una enorme palanca que había sobre la pared, para
encender más luces, sin saber que en realidad se trataba de un dispositivo secreto que
trababa herméticamente todos los portones del depósito.
Ante la ansiedad de escuchar el instrumento, desistió de una mayor
luminosidad y girando la perilla del sonido hasta su máxima potencia, comenzó un
estrepitoso e interminable redoble, el cual amplificado en su colosal capacidad, sonó
99

como una verdadera orquesta de ametralladoras que disparaban desde todos lados,
debido al retumbe natural del lugar cerrado.
Con el lugar casi a oscuras, fue imposible describir el pánico que de pronto
invadió a los mafiosos, sin saber de dónde provenían los disparos y comenzando a
responder enloquecidamente hacia todos lados, creyendo que se trataba de una
trampa de sus ocasionales socios, en medio de la penumbra del lugar que se
iluminaba solamente con las luces de los continuos disparos, produciéndose una
interminable balacera, cuyo fin llegó solamente cuando estaban casi todos muertos
por sus propias balas.
El jefe de los mafiosos y su segundo, ante tal sanguinario espectáculo y
temerosos de perder la vida también ellos, arrojaron sus armas y se entregaron sin
saber a quién, pidiendo clemencia.
000 intentó nuevamente encender las luces con la misma palanca de antes, pero
lo único que logró fue desactivar el bloqueo a las puertas, por lo que fueron abiertas
por los policías que esperaban afuera, quienes ante el ruido, entraron de inmediato y
capturaron a los jefes de la droga.
Extenuado pero sumamente satisfecho de su redoble, 000 se quitó los
auriculares y se dispuso a bajar por las escaleras, cuando uno de los policías encendió
las luces y lo vieron. Todos estallaron en aplausos hacia el 000 y éste, un tanto
sonrojado, agradeció con una leve inclinación de cabeza.
Por haber acabado él solo con la organización mafiosa más importante de la
zona, fue condecorado con la cruz de plata del valor, el cáliz de oro de la honra y la
ostia que le dio la 444.
Desde aquel momento al cero, cero, cero, nadie más se animó a romperle los
códigos.
Hoy en día, ya retirado, goza de su pensión... ya que no le alcanza para pagar
una casa decente, y de vez en cuando se hace una recorrida por los baños públicos,
para no olvidar aquellos aromas que lo transportan a los mejores recuerdos de su
servicio, en los servicios secretos.
Lo que nunca pudo abandonar, fue el viejo vicio de tocar la batería... sobre
todo en invierno, cuando el coche no le arranca.
100

UN PAIS IMAGINARIO
(Los políticos que los partidió)

En el mundo de la fantasía lo más impensado puede ocurrir. Absolutamente


todo es posible. Incluyendo hechos y personajes que tan sólo logran existir en la
imaginación.
En medio del irreal y fantasmagórico universo de nuestra historia, se encuentra
un país singular. Tan singular que fue llamado el país del “Por siempre nunca jamás
de los jamases”.
En aquel tan peculiar y extraño país, ocurrían hechos sumamente especiales y
característicos, exclusivos de aquel mundo imaginario.
El pueblo vivía sumergido en la pobreza y, en muchos casos, en la miseria
absoluta. Algo muy raro e incomprensible puesto que las comprobadas riquezas que
aquella tierra ofrecía, resultaban prácticamente inagotables en cuanto a recursos
económicos. Pero una desgraciada sucesión de gobiernos corruptos, cuyos únicos
objetivos fueron los de enriquecerse, sin importarles el pueblo ni la gente que los
había votado, habían endeudado las arcas públicas a niveles pocas veces visto.
Mariano Biolado era un ciudadano casi común. Con inquietudes, proyectos y
sin embargo con muy pocas esperanzas de un mundo mejor, porque sabía que ese
mundo mejor era mucho más caro.
Fue por eso que un día, Mariano decidió entrar en la política. Estaba seguro
que participando políticamente, se lograría el tan esperado cambio. Pero lo único que
cambió... fue el clima.
Era tal el descontento generalizado en el pueblo, que ya había llegado hasta las
mismas filas del gobierno, entre los cuales algunos integrantes decidieron emprender
una escisión (ya que habían sido injustamente dejados de lado en varios negociados y
licitaciones) y formar un nuevo partido político, cuyo objetivo fue el de captar y
canalizar el desánimo popular.
Se reunieron entonces secretamente, unos cuantos de ellos que buscaban
capitalizar la confianza de la gente y sobre todo sus propios bolsillos, y entre ellos,
participando casi calladamente estaba Mariano.
Lo primero a decidir fue el nombre que tendría el nuevo partido político. No
era una tarea sencilla ya que ese mismo nombre debía llevar implícito el mensaje que
se enviaría a la población y sus objetivos a cumplir.
Luego de una muy breve discusión, cerraron el acuerdo y conformaron el
nuevo partido político “Agrupación Popular del Estado” cuyas siglas pasaban a ser el
“A.P. Estado”.
A Mariano aquel nombre le pareció poco apropiado al principio, pero a medida
que iba conociendo a los integrantes de la agrupación, reconoció su error.
Eligieron como candidato a presidente al Doctor Mata Lozano, cuya gran
trayectoria en la medicina, lo llevó de ser uno de los mejores cirujanos del país, a
101

trabajar como médico forense, para ahorrarse un paso (según dijeron sus superiores).
Sus amigos más íntimos le decían “aguarrás” porque de lejos parecía solvente.
Su único inconveniente (según sus correligionarios) se encontraba en el
momento de los discursos. Por su monocorde cadencia sonora, cuando hablaba el
Doctor Mata Lozano, era tan aburrido que muchos de sus seguidores preferían
escuchar un partido de ajedrez por radio.
A raíz de la gran ambición de poder que reinaba entre los restantes integrantes
del grupo, comenzó una dura y cruel lucha de poderes por la repartición de los
ministerios más importantes.
-¡Yo quiero el ministerio de economía!- Gritó autoritariamente Angélica
Galindo, conocida con el apodo de “la maga” porque era especialista en hacer
desaparecer dinero de las arcas públicas, al tiempo que proponía a Isidro Gando para
el ministerio del interior.
Al mismo tiempo, el Doctor Mata Lozano, que necesitaba alguien de suma
confianza para que sea su vicepresidente, le ofrecía por debajo de la mesa un sobre a
Alejandro Kroll Huete, más conocido por Al K. Huete, para que lo secunde en sus
patrióticos objetivos.
Lentamente, entre discusiones, peleas y disputas (más que nada, entre ellas) se
fue conformado el gabinete de gobierno quedando Zoila Serda y Elsa Poediondo al
frente del ministerio de obras públicas.
En el de cultura, el ingeniero en Explotación de Minas Alberto Carlos Cantos y
la doctorada en Artes Kamasútricas, Sevelinda Parada.
Relaciones exteriores fue para la enóloga Encarna Vales. Justicia quedó para
la licenciada y licenciosa Déborah Cabezas y el famoso filósofo Francisco Lorín
Colorado.
El erudito en ciencias ocultas Rodrigo Norrea y el biólogo Alex Kremento en
salubridad, mientras que las tituladas de doble grado en Marketing e investigación de
mercados, almacenes y kiosquitos, Evelin Munda, Irma Tando, Marité Nebrosa,
Mercedes Karada, Penélope Luda y Ramona Ponte Alegre quedaron a cargo de las
distintas secretarías de estado y todas sin excepción, sentadas sobre las rodillas de sus
jefes.
Satisfechos y con una alegría indescriptible, estaban a punto de levantar la
sesión cuando Alberto Carlos Cantos preguntó:
-¿Y el programa?-
-¿Dan algo interesante?- preguntó Evelin Munda señalando el aparato de
televisión.
-Se refiere a nuestro plan de gobierno- aclaró Encarna Vales
-¿Plan de gobierno? Muy sencillo... - replicó Angélica Galindo -Pedimos
muchos créditos, recibimos una gran cantidad de sobornos y antes que termine
nuestro mandato, nos llevamos cuanto podamos-
-El programa de gobierno para presentarle al pueblo- aclaró Rodrigo Norrea
-Ahhh... Lo de siempre- se interpuso el Al K. Huete -Tenemos que decir que
vamos a acabar con la corrupción, que necesitamos la colaboración de todos y que va
a ser necesario mucho sacrificio para levantar al país, como para que quede claro que
102

van a tener que seguir trabajando casi gratis...-


-¡Pero eso es lo que dicen todos!- protestó Elsa Poediondo
-Justamente- explicó el presidente -y sin embargo los siguen votando... No te
olvides que la estupidez humana no tiene límites-
-Y mientras tanto...- prosiguió Angélica Galindo – nosotros vamos pidiendo
préstamos al Fondo a la derecha bajando las escaleras internacionales, repartimos el
20% para el que lo pide, varios 10% para los intermediarios, otro 20% en sobornos a
algunos periodistas claves para que hablen de otra cosa y si queda algo se invierte en
renovar los muebles de la casa de gobierno. Y con respecto al préstamo original, si
tienen suerte, algún día alguien lo pagará.-
Al otro día comenzaron con los preparativos de la campaña política. Para ello
convocaron a banqueros y dueños de las principales empresas multinacionales en una
cena a beneficio del A.P. Estado Doctor Mata Lozano.
Recaudaron muchos millones, de los cuales la gran mayoría fue destinado a la
inmediata reconstrucción de las arcas... del presidente.
A los pocos días comenzaron con las giras, presentándose entre la gente como
la nueva alternativa al gobierno. Para tal fin debían cumplimentar ciertos y
determinados requisitos preestablecidos como el de, con una amplia sonrisa, alzar y
besar a los niños pobres (por lo que luego debían lavarse la boca con un desinfectante
especial, para no contagiarse la pobreza), estrechar la mano de la gente humilde que
se acercaba a su alrededor (y que en realidad, se acercaba mendigando un pedazo de
pan), hablar en los discursos con voz firme y amenazante como desafiando al mundo
y por sobre todo, con palabras y frases sumamente rebuscadas para que nadie las
entienda, prometiendo incluso lo que resultaba imposible.
-Total... - decían -Dios y la Patria nunca demandaron a nadie. ¿Porqué iban a
empezar con nosotros?-
La fórmula del éxito estaba asegurada, sobre todo porque ya no pertenecían al
gobierno que los había llevado a ésta penosa situación económica.
Mariano Biolado, a pesar de creer que aún se podía construir un mundo mejor, trabajó
para la A. P. Estado y por tal esfuerzo lo nombraron candidato a intendente de su
pueblo natal.
La elección fue muy reñida, a tal punto que terminaron las tres fuerzas que
competían, con el 33% de los votos.
Por una diferencia horaria, tan sólo faltaba escrutar las mesas del pueblo donde vivía
la madre del Doctor Mata Lozano, una anciana querida y muy respetada por todos los
del pueblo, que siempre seguían sus consejos.
En la A. P. Estado ya daban por perdida la elección porque, según comentaban
entre corrillos, la madre nunca lo votaría, ya que ella lo conocía mejor que nadie.
Sin embargo la suerte estuvo del lado del Doctor Mata Lozano y su alegría fue
indescriptible cuando se enteró que su anciana madre había muerto de un infarto
antes de ir a votar, por lo que todos en el pueblo supusieron que lo hubiese querido
votar a él e hicieron lo mismo.
Así ganaron las elecciones y se alzaron con el triunfo y con todo el botín
planeado. Sus votantes salieron a la calle a festejar con pancartas y banderas, sin
103

darse cuenta que a ellos no les iba a corresponder absolutamente nada de la gran
repartija que se avecinaba.
Los banqueros y empresarios de las grandes empresas multinacionales también
se reunieron, pero para cenar y diagramar los próximos negociados bajo la tutela del
nuevo gobierno electo, y el vaciamiento de varias entidades bancarias, previo pago de
multimillonarias indemnizaciones a los directivos, que luego tendrían que ser
salvadas con fondos del estado, “para no desestabilizar el sistema financiero”.
Mariano Biolado, también ganó en su pueblo y fue el nuevo intendente. Se
propuso reducir los impuestos locales, lograr una mayor y más justa repartición
fiscal, apoyar la cultura local en todas sus disciplinas, abrir nuevas escuelas y otorgar
créditos a muy bajo costo a los nuevos emprendedores, aunque todo esto no fuese
visto con buenos ojos por el comité central de la A. P. Estado
A pesar de todas aquellas buenas intenciones, lamentablemente lo único que
consiguió, es que sus mismos correligionarios lo denuncien por una infracción de
tránsito impaga de su juventud, y su imagen de corrupto y posterior enjuiciamiento
fue la noticia que recorrió todas las revistas e informativos televisivos, demostrando
así, que éste nuevo gobierno luchaba contra la corrupción.
Inmediatamente fue destituido de su cargo, enjuiciado y al ser declarado
culpable, le dictaron una sentencia de quince años de prisión en una cárcel de máxima
seguridad.
Su cargo fue prontamente ocupado por el primer concejal, en el que la A. P.
Estado tenía absoluta confianza, llamado Mario Netta.
A los pocos años, el país se fue a la quiebra y todos sus habitantes debieron
emigrar hacia nuevos horizontes, incluyendo los gobernantes, pero éstos se radicaron
en los paraísos fiscales donde habían sabido guardar sus ahorros.
Lamentablemente, a nadie le importó cuanto ocurrió en el pueblo del “Por
siempre nunca jamás de los jamases”, porque en definitiva, toda esta historia es
absolutamente imaginaria y producto de la fantasía irreal.
Sin embargo, si hay algo que causa intranquilidad, por no decir un gran temor...
es la latente posibilidad, que la realidad supere a la ficción.
104

EL PASADIZO DEL TIEMPO


-Primera Parte-
(Un túnel escatológico)

Hacía tiempo ya que me encontraba sin trabajo, ya sea porque las ofertas
laborales no se adecuaban verdaderamente a mis pretensiones, o porque las
retribuciones no eran suficientemente atractivas como para aceptarlas. Lo cierto es
que dicha circunstancia no me intranquilizaba, sino que ya me estaba empezando a
desesperar.
Pensando en lo delicado de mi situación económica y cuando ya el agua me
estaba llegando al cuello (estaba meditando adentro de la bañera), decidí mandar mi
currículum a cuanto aviso había aparecido en el diario ofreciendo empleos, sin
importarme si el trabajo ofrecido era de noche o de día, en el sur o en el norte, para
profesionales o neófitos, o para nacionales o extranjeros. Lo único que me interesaba
era encontrar trabajo. Así que estaba tan dispuesto a hacerme pasar por erudito como
por estúpido, con acento francés, eslavo o ruso. La desesperación tiene cara de hereje
(dijo un tipo de nombre Hereje cuando conoció a su hijo)
Tanto era mi apuro en anotar direcciones y enviarlas por correo electrónico,
que no le presté atención a la mayoría de ellos. Tan sólo ofrecí mi pellejo para el
puesto ofrecido. Y nunca más literalmente expresado, ya que los únicos que me
contestaron -para mi asombro- fueron unos científicos colaboradores de la NASA,
que requerían mi presencia a la brevedad posible en su centro de investigaciones.
-Okay- les contesté en un perfecto inglés escrito, y sin pensarlo dos veces (por
miedo a que se arrepientan) hice uso del boleto de avión que me enviaron.
Cuando llegué al centro de investigaciones Dr Thomas Porditras, de Honolulu
(Ciudad que fue bautizada así -según me contaron- debido a que el primer
colonizador americano se casó con una nativa llamada Lulu, y en la noche de bodas
descubrió que en realidad se trataba de un travesti), me hicieron pasar de inmediato y
comenzaron a interrogarme con miles de preguntas. Luego y sin mediar palabras, me
dejaron en la habitación y se reunieron durante unos interminables cinco minutos,
hasta que finalmente volvieron a entrar y el jefe me dio la mano en señal de
aprobación.
Yo le devolví la mano al manco y enseguida me condujeron a otro inmenso
salón, lleno de computadoras a cada costado, con otros tantos técnicos que las
controlaban y vigilaban celosamente.
-Para que no se escapen- supuse yo.
En el centro y a lo largo del salón, un extenso y oscuro pasadizo se exhibía
frente a mí, cuyo extremo final era imposible de ver, por su total oscuridad.
Todos los que me rodeaban, científicos, profesores, técnicos, jugadores y hasta
el aguatero me miraban como esperando que haga algo, pero yo no tenía la menor
idea de qué era lo que tenía que hacer.
105

De pronto una rara idea se me cruzó por la mente


-¿No estarán esperando que entre por el pasadizo, no?-
Señalar temerosamente el pasadizo fue suficiente para convencerme, ya que
todos afirmaran con la cabeza y hasta alguno no pudo contener unas carcajadas que
no entendí.
-Seguramente quieren que vaya a un salón contiguo- me dije mientras entraba
lentamente al pasadizo.
Cuando estaba promediando un poco más de la mitad y la oscuridad se iba
tornando amenazadora, comenzaron unos chispeantes y destellantes fogonazos,
como si se tratase de fuegos artificiales, pero no en lo alto del cielo, sino alrededor de
mi cuerpo. Todo se iluminaba intermitentemente, al tiempo que iban desapareciendo
las imágenes del pasadizo y de los científicos, esfumándose en el aire.
De pronto el suelo se abrió y comencé la recorrida de una profunda caída que
terminó estrepitosamente en un húmedo y oscuro pozo.
Cuando me levanté, el sonido de una bala rozó mi oreja. Miré a mí alrededor y
advertí que estaba metido en una trinchera en medio de una batalla. No entendía
nada y me quise escapar de allí, pero una mano me agarró del cinturón y me volvió a
arrojar al interior del pozo.
Un enorme y hediondo sargento de infantería del ejército americano de la
segunda guerra mundial, me advirtió severamente, mientras me gritaba que si
intentaba asomarme nuevamente, me volarían la cabeza de un balazo.
-Okey- les contesté en un perfecto inglés, mientras me orinaba encima.
-Aquí vamos a estar más seguros- me volvió a decir el hediondo mientras
despedía una sonora flatulencia.
Por sobre nuestras cabezas trepidaba rauda la impresionante balacera de la
batalla y una intermitente lluvia de tierra nos iba salpicando cada vez que alguna de
esas balas se estrellaba contra los costados de la trinchera.
El sargento encendió un cigarrillo y me dijo casi como confesándome un
secreto
-A mi siempre me gusta bañarme después de tener sexo...- comenzó a olfatear
el aire hasta que el olor lo llevó hacia su axila. Olió profundamente y luego exclamó
-Creo que tengo que empezar a tener sexo más seguido-
No se si me lo dijo inocentemente como para matar el tiempo charlando de
bueyes perdidos o con una doble intención, pero no me gustó nada su lasciva mirada
que recorría mi cuerpo de pies a cabeza mientras exhalaba el humo, ni que no hubiese
bueyes cerca.
Empecé a intranquilizarme cuando se desabrochó el cinturón y arrojó el
cigarrillo hacia afuera de la trinchera, y una bala lo destrozó de inmediato.
-Sin embargo no hueles tan mal- le dije tratando de ganar tiempo. Pero fue
peor el remedio que la enfermedad.
-¿Eso quiere decir que te gusto?- me contestó con una burlona sonrisa.
Me sentí realmente atrapado. Era imposible seguir vivo si intentaba salir de aquella
trinchera y también era imposible seguir hombre si me quedaba. Cuando terminó de
bajarse los pantalones y se me acercó amenazante, comprendí el significado literal de
106

encontrarse “entre la espada y la pared”.


Cerré los ojos y cuando ya estaba entregado a mi suerte, noté que no se
escuchaban más disparos y que el hediondo sargento no se movía.
Cuando abrí los ojos, vi en la parte de arriba de la trinchera a ocho soldados
alemanes que nos apuntaban y nos decían cosas ininteligibles para aquellos que no
hablamos alemán, pero absolutamente comprensibles como “si te movés, te vuelo los
sesos”.
No sabría decir si ante las circunstancias por las que estaba atravesando, otra
vez fue mejor el remedio que la enfermedad. Lo cierto es que comenzaron a
llevarnos a campo traviesa y a nosotros también, hasta dejarnos en el campamento
militar de los alemanes, que se encontraba tras las líneas enemigas, es decir, nos
dejaron en offside.
Al pobre sargento hediondo, lo desnudaron y lo llevaron a un baño sauna,
donde lo estaban esperando otros diez rubios enormes y corpulentos soldados
alemanes, también desnudos. Me dije que seguramente sería para enseñarle el
significado literal de la frase “el que a hierro mata, a hierro muere”, pero al ver que a
mí también comenzaron a desnudarme, casi podría decir que hubiese preferido
quedarme en la trinchera con el sargento hediondo, porque seamos honestos, no es lo
mismo uno que diez, por más rubios y esbeltos que sean.
Cuando escuché el primer grito ahogado del sargento dentro del baño sauna,
cerré los ojos y me encomendé nuevamente al Señor, y por lo visto el mensaje llegó
rápidamente, ya que sin tiempo a reaccionar, comenzaron nuevamente a destellar los
pequeños fuegos artificiales alrededor de mi cuerpo y la oscuridad volvió a tragarse
las imágenes de los alemanes y el sargento, arrastrándome como si fuese un gran
vendaval, de un lado a otro.
No atiné a abrir los ojos hasta que todo fue paz y quietud. Un clima de
profunda armonía y tranquilidad inundaba mis oídos, a pesar de que un fétido y
pestilente olor me rodeaba.
Pensé por un momento que el sargento también había sido arrastrado por el
ventarrón, pero cuando abrí los ojos, me di cuenta que estaba parado al lado de varias
personas, que con gestos de gran desamparo e impotencia, estábamos sumergidos
hasta el cuello en una enorme habitación de estiércol.
-¿Qué es ésto?- pregunté entre indignado, sorprendido y asqueado
-¿Querés una explicación vulgar o científica?- Me contestó un muchacho que
miraba a las cientos de moscas que bailoteaban a su alrededor
-Me refiero a que... ¿Porqué estamos acá?- volví a interrogar
-¿Te olvidaste?- me dijo un viejito que ya había perdido el sentido del olfato -
Nos dieron a elegir, la muerte o ésta tortura-
-¿Quién? ¿Y porqué?- volví a insistir, ya que no lograba obtener respuestas
claras, y mucho menos con el color del excremento que casi me tapaba.
-La Santa Inquisición nos ha acusado de herejes y estamos pagando nuestras
culpas- me volvió a contestar el viejito, mientras una especie de cerbatana que
sobresalía de aquella inmundicia atravesaba verticalmente la marea y se dirigía hacia
mí.
107

-¿La Santa Inquisición?- Pregunté más intrigado aún. Allí comprendí que
había llegado a España a fines del 1400 casi esquina 1500.
De pronto la cerbatana llegó a mi lado y sentí algo que me estaba toqueteando
por debajo. Al no poder zambullirme para espiar, volví a preguntar
-Esa cerbatana y algo que me está toqueteando, me hacen sospechar que hay
alguien aquí abajo, no?-
-Debe ser el enano que tiene sed- dijo nuevamente el muchacho.
-Pobre- Exclamé. -Al menos nosotros que tenemos la cabeza afuera, no nos
podemos quejar tanto, no? -
No terminé de decirlo que unos monjes abrieron una escotilla que había arriba
en la pared, y sonando un fuerte silbato, anunciaron:
-¡¡¡Terminó el recreo!!!¡¡¡A sentarse!!!!
108

EL PASADIZO DEL TIEMPO


-Segunda Parte-
(La invasión de los Acabator)

Debo reconocer que aquellos chispeantes y destellantes fogonazos, como si se


tratase de fuegos artificiales -pero no en lo alto del cielo, sino alrededor de mi
cuerpo-, estaban empezando a gustarme, tanto por el bello colorido que desplegaban,
como porque se producían justo en los momentos que mayor peligro yo corría,
transportándome imprevistamente de un lugar a otro.
Empecé a entender el porqué de aquel pasaje gratis en avión para presentarme
al trabajo, el motivo de aquellas risas contenidas en mi entrevista -aún a pesar de
haber demostrado mi amplia cultura sobre historia y geografía-, porqué yo era el
único aspirante al puesto y la razón del abultado sueldo -según constaba
específicamente en el contrato de trabajo que firmé- siempre y cuando lograse
regresar.
Lo más importante es que finalmente comprendí que aquel pasadizo por el que
entré caminando, se trató en realidad de un verdadero viaje a través del tiempo, y que
aquellos científicos que trabajaban para la NASA, estaban probándolo conmigo.
Pasé a ser un verdadero conejillo de indias, indios, científicos y todos los
etcéteras imaginables.
Los viajes que hacía de un lugar a otro en el tiempo, no eran demasiado
problemáticos, más allá de la oscuridad iluminada intermitentemente por aquellos
fugaces destellos y del viento que solía arrojarme de un lado a otro, pero sin
consecuencias mayores fuera de los aterrizajes, los cuales no estaban provistos de las
mínimas medidas de seguridad.
Cuando volví a abrir los ojos, además de comprender todo aquello, entendí
también que no sólo viajaba en el tiempo, sino que lo hacía a través de otros cuerpos,
es decir, me “incorporaba” o reencarnaba en los cuerpos de gente que estaba pasando
por ese momento de la historia.
Lo que significaba que no me veían a mí, sino el cuerpo de quien me había
reencarnado. Yo sentía, sufría, gozaba y me dolía todo a través del cuerpo de otro.
Era una experiencia realmente inusitada y bastante alucinante, hasta que me percaté
que ésta vez había una pequeña pero importante diferencia.
Observando alrededor, el imponente palacio en el que me encontraba, los
manjares que me servían algunos esclavos en grandes bandejas de plata y por sobre
todo, el vestuario de la gente que me rodeaba, me di cuenta que había llegado a la
época del imperio romano.
Recién cuando vi mis pezuñas de un dedo, las crines que caían al costado de mi
grueso cogote y mi larga cola, comprendí que esta vez no había reencarnado en una
persona sino en un caballo.
Todo se aclaró repentinamente, cuando vi entrar por la puerta del palacio al
109

emperador Calígula, con su inconfundible expresión sádica-morbosa-enfermiza-


retorcida-desagradable y asquerosa, y que se acercaba hacia mí, quien obviamente era
“Incitato” su preferido y amado caballo.
Al principio me dije -Nada malo puede pasarme, ya que era el caballo
preferido de Calígula. Me llenaba de cuidados, comodidades y de las más exquisitas
comidas, de haberme rodeado de las más impresionantes yeguas, y hasta me había
nombrado Cónsul y Sacerdote-.
Pero al ver sus ojos lascivos e inyectados en sangre, que me miraban con una
desproporcionada apetencia, me hizo sentir que no era tan exacto aquello que nada
malo podría pasarme. Si bien el cuerpo era el del caballo, yo era el que sentía en su
lugar y cuánto podría protestar no pasaba de un relincho, y eso me atemorizaba más
todavía.
Cuando me susurró al oído que en ese momento iba a ver las estrellas, pensé
que nuevamente viajaría en el tiempo, pero no. La realidad era que el emperador se
había puesto mimoso conmigo. Aunque a juzgar por lo que alcancé a ver en el
momento en que se quitó la toga, lo que vería no serían estrellas, sino estrellitas.
Indudablemente Calígula no fue de los más grandes emperadores.
Por suerte aquellos benditos y nunca bien ponderados fuegos artificiales ya
estaban tomando la sana costumbre de arrancarme de los momentos más difíciles,
para sacudirme violentamente con sus ventarrones y tormentas de luces de colores, y
transportarme a otro lado.
Como siempre cerré los ojos y dejé que la historia me sorprenda.
Pero grande fue mi sorpresa al ver que ya no se trataba de la historia lo que me tocaba
compartir, sino el futuro.
Un interminable ejército de escuálidos robots, armados hasta los fusibles
(porque no tenían dientes), me rodeaban por todos los costados, disparando hacia
todas las direcciones posibles a otros tantos idénticos robots.
Me pregunté cómo identificarían al enemigo para saber a quién disparar, ya que
eran todos iguales, sin uniformes y mucho menos lo lograrían con ayuda del olfato,
por lo que deduje que seguramente tendrían incorporado algún chip, vaya a saber
dónde.
Miré mi cuerpo y advertí que yo era uno de ellos (de los robots, no de los chip).
Lo que no sabía era a qué bando pertenecía.
Algunos me disparaban, pero no me servía de mucha ayuda para averiguar
nada, ya que todos eran iguales.
Indudablemente mi chip no funcionaba bien. Comencé a buscarlo tanteando
por todo el circuito integrado central (lo que sería la cabeza en un humano) y al no
descubrir nada, supuse que estaría insertado en algún otro lugar.
Lo descubrí finalmente a unos quince centímetros por debajo del receptor
energético (lo que sería un análogo del ombligo). Allí se encontraba un sobresaliente
conducto, llamado el pin sensor cibernético (un cañito del tamaño de un pepino)
destinado a la liberación del aceite quemado (el equivalente robótico de la orina).
Intenté quitar el chip de allí adentro, pero era notorio que al pin lo había rozado
una de las balas y le había cortado un pequeño pedazo (lo que podría llamarse la
110

circuncisión del robot) por lo que el chip estaba atorado.


Comencé a forcejear con mis dos manos para destrabarlo, pero todos los
componentes de la cadena estructural sinemática (La cadera) parecían destartalarse.
Sujeté entonces con mi mano izquierda los dos electroimanes ovales que
colgaban (no hace falta aclaración) por debajo del pin sensor energético, y tomando
éste con mi mano derecha comencé a sacudirlo para desprender el chip. Al no
lograrlo con facilidad, aumenté el ritmo y la fuerza de la sacudida durante algunos
segundos y por fin parecía querer destrabarse. Advirtiendo la posibilidad de éxito, ya
que la parte delantera del chip se iba asomando, incrementé aún más el ritmo en un
vehemente frenesí con mi mano derecha, justo cuando llegó a mi lado otro robot con
dos estrellas en su transuctor de algoritmo (el hombro). Me miró con un poco de asco
y me dijo por telepatía
-No es el momento para eso. Estamos en plena batalla- y haciéndoles una seña
a otros dos robots que lo acompañaban, estos me tomaron por los costados y me
condujeron hacia otro sector de la semidestruida ciudad, recomendándoles que me
custodiaran hasta que él les ordenase otra cosa.
Me condujeron por varias calles llenas de escombros y cuando nos internamos
en las estructuras de uno de los viejos edificios que aún permanecían en pie, advertí
que no eran robots como yo, sino que en lugar de tener en la cadena estructural
sinemática (La cadera) un pin sensor cibernético como el mío, poseían una interface
Gynoid, por lo que era deducible decir que no eran robots sino robotas, programadas
para la creación y proliferación de nuevos robotitos.
Apelando a la posible sensibilidad que -yo suponía- debían de tener las robotas,
intenté explicarles telepáticamente mi inocencia del caso y lo que había sucedido.
No sé si se debió a aquella sensibilidad, a una simple empatía con mi situación,
a que se trataba de robotas libertinas, o simplemente porque como robot era atractivo,
pero lo cierto es que se ofrecieron a ayudarme.
La primera aclaración que me hicieron, es que esas cosas no se lograban con
fuerza sino con habilidad. Y nadie mejor que las robotas cuando de habilidad se
trataba.
Me sentaron y una de ellas se sentó de frente encima mío, para sostenerme
cuando la otra quitase el chip, ya que mi reacción cuando acabasen, iba a ser como de
una especie de pequeña convulsión.
La segunda se arrodilló en el piso, también frente a mí. Abriendo su Morro-
procesador de textos (a través del cual hablaban telepáticamente sin parar), se acercó
hasta mi pin y con sus álabes de pinzamiento (dientes) asió la punta del chip de mi
pin y con un leve movimiento del circuito integrado (la cabeza) comenzó a sacarlo.
Así estuvo durante unos exquisitos e inolvidables cinco minutos.
Con gran satisfacción sentía como iba saliendo lentamente el chip de mi pin, y
nunca... juro solemnemente que nunca, odié tanto aquellos fuegos artificiales, de
chispeantes y destellantes fogonazos que me transportaron a otro tiempo y espacio en
la Tercera Parte.
111

EL PASADIZO DEL TIEMPO


-Tercera Parte-
(De tal palo, tal astilla)

Con el tiempo logré entender que aquellos viajes inesperados y repentinos a los
que me encontraba inexorablemente subordinado, tenían una razón firme y concreta
de ser, en cuanto a la duración de cada uno y a los acontecimientos que se sucedían.
Me estaba absolutamente prohibido cambiar o alterar en modo alguno, los
hechos por los que me tocaba transcurrir, porque de lo contrario estaría produciendo
una paradoja del destino, es decir, alterando los acontecimientos de la historia.
Estaba a obligado a hacer todo exactamente como ocurrió, en los casos del
pasado y a arriesgarme en los pertenecientes al futuro.
Utilizando la lógica natural y el conocimiento de la historia, no era un objetivo
tan difícil de cumplir. Pero todo tiene un pero.
Nunca hubiese podido imaginar, ni en lo más recóndito de mis sueños que,
habiendo tantos lugares en el mundo, tantos personajes en la historia, y tantos
acontecimientos que ocurrirán en el futuro, justamente yo tuve que llegar a aquel
momento en particular.
Luego del torbellino ventoso al que ya me estaba acostumbrando y que me
trasladaba de un tiempo a otro, mientras estallaban refulgentes a mi alrededor los
chispeantes y destellantes fogonazos de todos colores, abrí los ojos recién cuando
aterricé, como de costumbre con un gran golpe contra el piso.
-¿Te golpeaste?- Preguntó mi madre desde el baño.
-No es nada- contesté casi automáticamente.
Recién allí tomé conciencia de lo que acababa de pasar y un frío sudor corrió
por mi espalda. Lo que había escuchado era sin duda alguna la voz de mi madre.
Comencé a mirar el entorno de la habitación y no podía identificar nada
conocido. Ni las paredes ni los adornos que allí había, pertenecían mínimamente al
arcón de mis recuerdos más lejanos.
Sobre una de las mesitas de luz, un menú de bebidas y comidas, me descubría
el nombre de un hotel, que si bien me resultaba un tanto conocido como si lo hubiese
escuchado antes, estaba seguro de no haber sido su huésped en ningún momento.
-Ya salgo, gordi. No tardo nada... Eso sí, no empieces sin mi.- volvió a decir
mi madre detrás de la puerta del baño y una nueva extrañeza volvió a invadirme.
Si bien esas eran frases absolutamente reconocibles de mi madre, ya que se las
escuché en millones de oportunidades, no era menos cierto que al único al que se las
decía siempre, era a mi padre.
Corrí presuroso hasta el placar, y abriendo una de sus puertas que contenía el
espejo, me miré. Quedé absolutamente paralizado. No podía creer lo que estaba
viendo. Me había incorporado a mi propio padre.
112

Eso sí era mala suerte. Entre tantos miles de millones de seres a lo largo de la
historia, tuve que reencarnarme en mi propio padre.
Sin dejar de mirarme en el espejo, advertí la juventud que poseía. Me pasé la
mano por la cabeza y disfruté de ver toda la cabellera completa, sin necesidad de
anteojos, también la fortaleza de los músculos y tanteándome casi todo el cuerpo
llegué hasta los genitales. Un nuevo pensamiento me dejó más paralizado todavía:
Yo ahora era mi padre, y “allí” adentro, seguramente estaba yo, nadando de un
costado al otro. La sensación que invadió mi cuerpo, fue una rara mezcla de
confusión-asco-repugnancia-sorpresa-pánico e incertidumbre.
No lograba salir de mi sorpresa inicial, cuando se abrió la puerta del baño y
apareció mi madre en baby doll y portaligas diciendo
-¡Acá estoy!-
Tratando de no mirarla y al mismo tiempo tapándome como podía con mis
manos porque estaba totalmente desnudo, intenté aclarar la situación en mi mente,
mientras le preguntaba balbuceando
-Q... qu... que... qué... ¿Qué es esto?-
-¿Ya te olvidaste? ¡Te dije que me había comprado un baby doll para nuestra
noche de bodas!- me contestó mientras se metía en la cama y abría los acolchados del
otro lado en una clara invitación a compartirla.
-¿¿Noch... baby... bod...nues...comp...? !Ay!- mascullé presa del pánico y la
desesperación, al tiempo que me arrancaba algunos mechones de pelo
-¿Qué te pasa?- volvió a decirme -¿Te golpeaste la cabeza?-
-¡No! Es que la... Se me... Yo no... Porque... ¡Tengo que ir al baño!-
Declaro solemnemente que no se me ocurrió otra cosa para escaparme de
aquella situación, aunque no haya sido la más inteligente, fue lo único que me vino a
la mente.
Miré por la ventanita del baño para ver si me podía escabullir por allí, pero
estábamos en el décimo piso, mientras mi madre desde la cama seguía diciéndome
-¡Dale, gordi! ¿Qué te pasa? ¡Acordate que me prometiste una noche
inolvidable!-
-Y así va a ser- contesté angustiosamente -¡Inolvidable! ¡Me va a resultar
imposible borrar esta noche de mi mente!-
-¿Y entonces qué esperás?- volvió a reprocharme -¿No querés estar dentro
mío?-
-¡No te preocupes, que voy a estar ahí por un buen tiempo!- respondía mientras
mi mente recorría raudamente las pocas posibilidades de escape que allí tenía.
Repasaba la escasa lista e intentaba encontrar nuevas, pero sentía que me ahogaba la
desesperación y casi no podía respirar.
A raíz de mi tardanza, ella comenzó a impacientarse, hasta que en un
determinado momento en que mi prolongado silencio se había vuelto sospechoso, se
levantó de la cama y fue hasta la puerta del baño. Desde allí dijo muy sensualmente
-Dale, gordi... que me estoy enfriando. ¿Porqué tardás tanto?-
Apoyó su oído sobre la puerta y al no escuchar respuesta intentó abrir el
picaporte, pero este estaba trabado desde adentro. Forcejeó unos instantes y luego
113

volvió a preguntar un tanto más asustada


-Gordi, ¿Estás bien? ¿Pasó algo? ¡Contestame, no me asustes! ¿Estás bien?
¡¡Gordiiii!!-
Mientras ella forcejeaba cada vez más con el picaporte intentando destrabarlo,
yo ya estaba caminando por la cornisa de la pared, luego de haber salido
trabajosamente por la ventanita del baño.
El vértigo estaba mareándome y la suave brisa ya se había convertido en
ventisca, cuando llegué hasta el balcón de la habitación de al lado. Al observar que
no había nadie y sin pensarlo siquiera ya que del edificio de enfrente comenzaban a
sacarme fotos, decidí entrar a la habitación contigua.
Para no hacer ruido, entré lo más sigilosamente que pude.
El dedo meñique de mi pie izquierdo descubrió que las patas de la cama eran
de hierro fundido, y entre el golpe y mi ahogado insulto, llamaron la atención de una
mujer en el baño, que por el ruido deduje se estaba duchando.
-¿Sos vos, mi vida?- dijo la mujer. Al no obtener respuesta, cerró la ducha y
obviamente se aprestaba a salir. Yo no tuve mucho tiempo ni alternativa, así que me
escondí debajo de la cama rogando que como venía barajada mi suerte últimamente,
no se tratase también de mi abuela.
Una joven y sumamente atractiva mujer pelirroja, cuyos anteojos le daban un
aire intelectual más seductor todavía se asomó por la puerta del baño y al no ver a
nadie en la habitación, salió absolutamente desnuda, por lo que pude comprobar que
no era pelirroja natural.
Nunca me gustaron los colchones a resortes. No solo no me resultaban
cómodos, sino que por lo general, cuando había alguna rotura en la tela, éstos
asomaban peligrosamente.
Los hoteles que no eran de categoría (incluso algunos de categoría también),
para abaratar costos, cuando aquellos se rompían, simplemente lo daban vuelta y lo
colocaban boca abajo para que no se notase, ganando así un tiempo más que
prudencial, hasta tener que invertir para cambiarlos por completo.
Lo que no sospecharon nunca los gerentes del hotel, es que allí abajo iba a estar
yo, desnudo, con un tremendo resorte amenazando mi virilidad. O la de mi padre,
mejor dicho. Lo que significaba que si algo malo le ocurría (sobre todo en aquel
sector) a mi padre, yo no llegaría a existir nunca, o sea, estaría causando una paradoja
del destino, ya que yo estaba allí en ese momento, es decir, en mi padre, o sea, no era
yo sino él, pero en realidad era yo... En fin...
Mientras yo rezaba para que la pelirroja, que no era pelirroja, no se le ocurriera
zambullirse sobre la cama como suelen hacerlo los que están solos en su habitación,
comprendí a qué se refería Ramona en UN MAL DIA cuando decía que “no hay nada
tan malo que aún no pueda empeorar”.
Por la puerta de salida de la pieza entró (o al menos eso intentaba) el marido de
la pelirroja que no era tal. Si bien su cabeza era la de una persona normal, por su
gordura el resto del cuerpo equivalía a dos o hasta tres personas. Era tan gordo que
imaginé que cuando se subía a una balanza, ésta no marcaba el peso sino que decía
“continuará”.
114

Supuse que él sería consiente de su peso y por consiguiente no se desplomaría


sobre la cama, pero como de costumbre “no hay nada tan malo que aún no pueda
empeorar”.
Casi de un tirón se arrancó la ropa quedando sólo en calzoncillos, alzó en sus
brazos a la falsa pelirroja y se zambulló sobre la cama suponiendo que ésta sería de
hierro reforzado o creyendo que aquellos humildes y gastados resortes amortiguarían
su caída. Pero no sólo aplastó los resortes sino también todo lo que había debajo, es
decir, a mí.
El grito ahogado que lancé fue tan elocuente como delator, ya que casi me mata
(no a mi padre, a quien aplastó fuertemente contra el piso, sino a mi salvoconducto
para nacer, literalmente hablando, ya que yo me encontraba nadando por allí).
Como pude, y ante la atónita sorpresa del gordito, salí por el otro costado de la
cama hacia la puerta de calle. Al verme el gordo comenzó a correrme y la pelirroja,
también desnuda, detrás de nosotros por los pasillos del hotel.
Semejantes gritos alertaron a todos los ocupantes de las demás habitaciones,
quienes obviamente debían asomarse, para ver a qué se debía tanto alboroto y
griterío, por lo que aparecieron dos señores mayores, también desnudos, mi madre en
ropa interior, un viejito en pijama y otra parejita cuya curiosidad y apuro fue mayor
que el de desprenderse del otro (o desengancharse). Al verlos, una mucama que
portaba aún un balde de agua, se los arrojó encima, como hacía generalmente con sus
perros. Intenté llegar hasta el ascensor pero tropecé con un chico que salió de pronto
de otra habitación y caí sobre la alfombra.
Mientras el gordo juraba matarme a mí y divorciarse de la falsa pelirroja, por
semejante carrera, los calzoncillos se le fueron bajando hasta hacerlo trastabillar y
caer de bruces contra una estantería que sostenía dos grandes floreros al lado del
ascensor. El estruendo se escuchó hasta en el lobby de entrada de la planta baja y el
reparto de flores llegó a todos los pisos.
Cuando llegaron hasta nosotros los de seguridad del hotel, lo primero que
hicieron fue mirarnos de arriba a abajo y luego preguntaron qué había pasado. El
gordo, que más que caído estaba desparramado por el piso, señaló acusadoramente a
su mujer casi llorando como un chico
-¡¡Ella me engañó!!-
El guardia la miró y luego le contestó al gordo
-Bueno, no es para tanto. ¿Qué mujer no se tiñe?-
Mi madre llegó corriendo hasta mí, me ayudó a levantarme, y cuando ya estaba
de pie, me dio una sonora bofetada y se volvió a la habitación.
De pronto nuevamente las lucecitas de los fogonazos me llevaron de vuelta a
aquel pasadizo del tiempo frente a los científicos que miraban asombrados (y algunos
decepcionados) por cómo había logrado volver. Yo tampoco supe cómo, pero lo hice.
Siempre admiré el poder de convicción que tenía mi padre, porque a pesar de
todo, estoy aquí, contándolo, lo que quiere decir que logró convencerla de su
inocencia. Allí entendí porque mi madre siempre contaba que su noche de bodas
había sido inolvidable.
Eso sí, me convencí que es un concepto erróneo el de las “paradojas del
115

destino”, porque en realidad, en mi caso, era el destino el que me tomaba para la


joda.
116

LA GATA PELUDA
(En Caras y en Pelotas)

Muchos actores, autores, directores, pintores, artistas de todas las ramas y gente
dedicada a los acondicionadores de aire (es decir, todos lo que aman “helarte”) y que
a pesar de los distintos devenires que la vida artística les ha impuesto, suelen tener
una extensa carrera, llena de vicisitudes, fracasos, contratiempos, logros y éxitos
varios.
Muchos le han dedicado casi toda su vida, y aunque a otros los han corrido, se
puede afirmar que todos sin excepción, eligieron aquella misma carrera.
Si bien la mía no era tan extensa, bien se podría decir que no era corta
tampoco.
Rebatiendo aquel viejo paradigma que asegura que hay dos clases de actores:
los talentosos y los “caras bonitas”, puedo afirmar sin temor a equivocarme, que
existe una tercera categoría, tal vez mucho más vapuleada pero tanto o más
significativa e influyente y que tiene que ver con aquella misma carrera en el medio:
Los que la tienen larga y muy rica en experiencias.
Una hermosa y muy seductora periodista, a cuyos oídos había llegado un
comentario halagüeño sobre el largo de la mía y lo rica que había resultado, me invitó
a su casa para hacerme un reportaje en una cálida tarde primaveral.
No existía ningún artista del medio que no supiese de ella o que no haya
admirado su belleza, tanto que, desde que corté la conversación telefónica hasta que
llegue a su casa, tardé tan sólo ocho minutos (y eso porque los semáforos no estaban
sincronizados).
Ella colaboraba con la revista Caras de Buenos Aires, Argentina (uno de cuyos
gerentes era su marido) y con otra revista brasilera, que llevaba el mismo nombre de
la ciudad donde se editaba: Pelotas (y cuyo dueño era justamente su tío materno).
Tras aquella breve llamada telefónica, gentil y desinteresadamente me invitó a
acercarme hasta su casa, con el objeto de hacerme un reportaje para publicarlas en las
revistas anteriormente mencionadas.
Todo duró dos horas. Justo en el preciso momento en que estábamos
entregándonos a desentrañar una infinidad de interrogantes, para conocer a fondo lo
concerniente a la otra persona y sacar afuera lo mejor de cada uno, ella me indujo a
dedicarnos a nuestro cometido y comenzó a preguntar y a ahondar en el mencionado
reportaje.
Al principio todo era muy cordial y hasta un tanto monótono. Hecho éste que
no dejaba de resultar normal y hasta previsible, tomando en cuenta que era la primera
vez que nos veíamos y que tan solo sabíamos uno del otro por referencias.
Pero de a poco nos fuimos relajando y logramos romper ese hielo inicial,
despojándonos de preconceptos que nos ataban a los formalismos, abandonando los
iniciales pudores que las palabras imponían y entregándonos por completo a la
absoluta, placentera y muy profunda investigación del otro.
117

Se podría decir que fue un verdadero ida y vuelta sin pausas, casi frenético de
preguntas y respuestas que de a poco fueron desnudando innumerables aptitudes,
virtudes y defectos de ambos, en un charla pletórica de gratas sorpresas, para
dedicarnos finalmente a acabar el reportaje extenuados, pero con la satisfacción del
deber cumplido, cuando de pronto, y ante el lógico estupor del momento, escuchamos
el auto de su marido, al que estaba estacionando en el garaje del costado de la casa.
Aquello no tendría nada de raro, sino fuese por el hecho que ella hacía estos
reportajes a escondidas de su marido, ya que a raíz de que gozaban de una excelente
posición económica, él odiaba verla trabajar, por un lado y por otro prefería tenerla
siempre en casa ya que para colmo de males sufría de terribles celos. Ella, tratando de
lograr su natural avidez por el conocimiento y siempre a hurtadillas, luego editaba sus
entrevistas en ambas revistas, bajo el seudónimo de “La gata peluda”.
En fin, en aquel terrible, tenso e inesperado momento, ella trató de explicarme
toda aquella situación, pero la sorpresiva velocidad de su marido para abrir la puerta
fue superior y nos descubrió allí.
Por eso nunca apareció mi reportaje, ni mi foto salió jamás en la revista Caras.
Tan solo salí en Pelotas.
118

LAS MUJERES SON UN TEMA


(Que no siempre se toca)

Me preguntaron porqué escribía siempre cuentos de distintos temas y yo


respondí:
-Porque amo a las mujeres.-
Se produjo una densa pausa. Me miraron raro, luego se miraron entre ellos y al
cabo de unos instantes se dieron cuenta que estaba un poco loco, y se fueron.
No me dieron tiempo a explicar que aunque parezca absurdo, tienen mucho que ver.
Cada cuento, como cada mujer, es un tema único, diferente e irrepetible que
hay que saber tocar. No cualquiera puede tocar bien cada tema, sin tener un previo
conocimiento mínimo sobre el mismo, como también resulta imposible poder tocarlos
todos y con buenos resultados.
En ambos casos hay que saber hacerlo con delicadeza y utilizando siempre las
palabras correctas, porque se corre el peligro que lo dicho, si no fue preciso y exacto,
sea más tarde usado en su contra.
También influye significativamente la duración del cuento, porque si uno toca
durante mucho tiempo el mismo tema, se vuelve monótono, aburrido, cansador y
podrá ser tildado de monotemático. Allí comienzan los conocidos “dolores de
cabeza” y hay que empezar a hurgar en la imaginación, buscando nuevos alicientes
para mantener viva la historia y que el cuento no decaiga. Más sencillo resulta con la
música, en donde el movimiento más común e incluso placenteramente aceptado, es
la tocata y fuga. Con las mujeres eso no es tan así. Con la tocata, teniendo un poco
de suerte y muy buen físico, se pueden obtener buenos resultados, pero la fuga en
estos casos nunca es recomendable.
Se podría agregar también, que tanto con las mujeres como en los cuentos, cada
tema debe ser debidamente tocado teniendo siempre en cuenta su significado. Hay
temas que apenas si se pueden tocar, otros a los que es suficiente con rozarlos, otros
que derivan inevitablemente en discusión y muchos que suelen tocarse muy
profundamente. Esos son los más peligrosos. Porque después de unos meses, si uno
no tomó precauciones en la profundidad del tema, las consecuencias son
inexcusables.
No olvidemos tampoco que hay cuentos de todo tipo: de corta duración, largos
y hasta algunos interminables. Los hay también, como con las mujeres, fantásticas e
inolvidables historias románticas, que son auténticos cuentos de hadas, y otros tantos
(con brujas reales incluidas) que son verdaderos cuentos de terror.
De todas formas, todos los cuentos tienen un fin, y no siempre feliz... Pero ese
es otro tema, salvo que le hayan hecho el cuento.
Lo que sí me dejó un poco preocupado, es cuando escuché a mi mujer decir
que las mujeres, a diferencia de los hombres, “pueden tocar varios temas al mismo
tiempo”.

También podría gustarte