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G.

Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados

Sobre la verdad de las


religiones y asuntos
involucrados
Gustavo Bueno

El autor de El animal divino expone aquí su juicio tras dos años de debate sobre la
verdad de las religiones primarias y otros asuntos involucrados en ella


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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005, p. 10, http://nodulo.org/ec/2005/n043p10.htm (24/01/16)
G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados

Introducción. El debate

I. Sobre la génesis o proyecto sistemático de El animal divino y sobre las


limitaciones internas de su ejecución
(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía
materialista de la religión
(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como modelo
de una filosofía materialista de la religión
(1) La cuestión del dialelo
(2) La cuestión de la inversión antropológica
(3) La cuestión de la «encarnación»
(4) La cuestión de la verdad
(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos

II. El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal


divino como ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión
(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico
(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica
(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales linneanos
(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones
(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

III. Reanudación, tras el debate, del proyecto originario de El animal divino(1) El


debate en torno al dialelo
(2) El debate en torno a la inversión antropológica
(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un
animal linneano
(4) El debate en torno a la verdad de las religiones
(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado

Final. Sobre el desbordamiento de la inmanencia del Espacio antropológico


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El debate
1. En septiembre del año 2003 tuvo lugar en Murcia el congreso Filosofía y
Cuerpo («debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno»), impulsado por los
profesores Patricio Peñalver, Francisco Giménez y Enrique Ujaldón. El Congreso
debatió en torno a materias de muy diferente naturaleza: filosofía política, ontología,
ética... y filosofía de la religión.
Entre las intervenciones relacionadas con la filosofía de la religión destacó por su
brillantez la de David Alvargonzález; su ponencia se centró en torno a «El problema de
la verdad en las religiones del Paleolítico», sistematizando puntos de vista que ya venía
exponiendo desde hacía años en sus clases:
«En el curso 1998-1999 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de
Oviedo (...) el profesor David Alvargonzález nos explicó a los alumnos de la
asignatura Historia y Filosofía de la Religión de cuarto curso de licenciatura, el
libro básico de dicha asignatura, El animal divino, con algunas críticas a la
verdad de la religión primaria tal y como se sostiene en ese libro, críticas que
son mantenidas esencialmente idénticas en la actualidad, en la polémica que
ellas mismas han generado en forma de conferencia del Congreso Filosofía y
Cuerpo.» (José Manuel Rodríguez Pardo, «Sobre númenes y psicologismo», El
Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005.)
Y acertó a «poner sobre el tapete» algunas cuestiones de indudable importancia
sobre las cuales, a su parecer, El animal divino no se había pronunciado con claridad o
incluso lo había hecho de forma que facilitaba interpretaciones erróneas o que eran ellas
mismas erróneas o no consistentes. El autor de esta ponencia argumentaba «desde
dentro» del materialismo filosófico, y en sus interpretaciones, incluso en aquellas que
implicaban rectificaciones importantes a las tesis de El animal divino, utilizaba
«instrumentos» del propio materialismo filosófico, con indudable «conocimiento de
causa». Por ejemplo, el paso hacia los númenes paleolíticos no habría sido resultado de
una metábasis, sino de una catábasis; acaso la rectificación más profunda (las religiones
primarias no pueden considerarse verdaderas en un sentido directo, sino a través de las
secundarias y de las terciarias) se hacía en el marco mismo del materialismo,
«movilizando» otras acepciones de la verdad que el propio materialismo filosófico
había desarrollado.
En resolución, la ponencia de Alvargonzález se proponía analizar El animal
divino desde la perspectiva del propio materialismo filosófico, y las rectificaciones que
proponía no parecían afectar al sistema en su conjunto; que, por otra parte, parecía
admitir diferentes bifurcaciones o versiones distintas en torno a las cuestiones sobre
filosofía de la religión.
También tuvieron lugar en el Congreso de Murcia de 2003 otras intervenciones,
independientes de ésta, que trataron asuntos de filosofía de la religión de gran interés,


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especialmente la ponencia de Joaquín Robles, no menos brillante, «La Idea de religión


desde el materialismo filosófico», desarrollada en una línea que no requería
rectificaciones, sino que se mantenía en el ámbito de la «interpretación canónica» de la
filosofía materialista de la religión, aunque expuesta con una sorprendente
contundencia, claridad y vigor. (La ponencia de Robles estaba pensada con
independencia de la de Alvargonzález, aunque, según se dice en nota, conocía de oídas
algo de su orientación.) También suscitó un gran interés la ponencia de Felicísimo
Valbuena de la Fuente («El concepto de persona en varias herejías y su interferencia en
la política de los siglos XX y XXI») que ofrece valiosas reflexiones para perfilar el
alcance de la Idea de persona en cuanto Idea que desborda el campo antropológico.
Hubo también otras ponencias directamente relacionadas con El animal
divino, que aunque desde perspectivas no internas al materialismo filosófico, mostraban
un gran interés por la filosofía materialista de la religión y un profundo conocimiento de
la misma: la ponencia de José Luis Marín Moreno, «Sobre la constitución del judaísmo
desde una perspectiva materialista. Lectura materialista del Libro de Ezequiel»,
utilizaba ideas centrales de El animal divino como instrumentos para una hermenéutica
bíblica, desde un punto de vista cristiano. También la ponencia de Patricio Peñalver,
«Dialécticas nematológicas en torno al cuerpo de la religión», analizó con gran sutileza
el significado de El animal divino, y subrayó algunas limitaciones importantes que esta
obra a su juicio tiene desde el punto de vista de la filosofía en general.
2. Lo cierto es que la ponencia de David Alvargonzález, dada la abundancia de
cuestiones que suscitaba, inclinó a diferir las reacciones de quienes sólo habían
escuchado su exposición oral hasta su publicación en las Actas (en febrero de 2005),
determinando que la polémica que había comenzado a gestarse en los foros sobre todo
tras la crónica de Joaquín Robles sobre el Congreso («¿Ortodoxos y heterodoxos?», El
Catoblepas, nº 20:17, octubre 2003), se desatara a partir de la primavera de este año,
cuando abriendo el nº 37 de El Catoblepas, por iniciativa de los propios autores, se hizo
público un cruce epistolar privado que mantuvieron Íñigo Ongay de Felipe y David
Alvargonzález en julio y agosto de 2004.
A lo largo de cinco meses (de marzo a julio de 2005), y en sucesivos números de
la revista El Catoblepas (números 37, 38, 39, 40 y 41), fueron ofreciendo sus puntos
de vista, además de David Alvargonzález e Íñigo Ongay, Alfonso Fernández
Tresguerres, Joaquín Robles, Antonio Muñoz Ballesta, José Manuel Rodríguez Pardo,
Pedro Santana y Pelayo Pérez García; con las consiguientes réplicas, contrarréplicas,
respuestas y comentarios.
Difícilmente puede citarse en España un debate filosófico tan rico e intensamente
sostenido como el que estamos considerando, debate que deja en ridículo a quienes
quieren creer que la filosofía española no existe, o acaso nunca existió más que en
forma de exposiciones académicas doxográficas. Una característica que cabe apreciar en
esta polémica es el alto nivel «técnico» alcanzado, sin perjuicio de la juventud de los
intervinientes; internet ha permitido que una polémica que por las vías tradicionales de


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revistas impresas o de libros se hubiera dilatado durante varios años, ha podido


producirse en unos pocos meses; y lo que es más importante, desbordando las barreras
académicas y burocráticas que las editoriales o las revistas académicas tradicionales
imponen, por razones casi siempre sectarias. Un debate cuya resonancia ha sido por otra
parte mucho mayor de la que hubiera podido alcanzar de haberse mantenido dentro de
los cauces académicos tradicionales. Es un hecho que queremos constatar con la
esperanza de que sea tenido en cuenta en los análisis relativos a la sociología del
pensamiento filosófico en lengua española.
3. Me parece importante subrayar, aunque todo aquel que haya seguido la
polémica ya lo sabe, que el debate suscitado por la ponencia de David Alvargonzález
mantuvo conexiones muy profundas con el debate que diez años antes había suscitado el
libro de Gonzalo Puente Ojea, Elogio del ateísmo (Siglo XXI, Madrid 1995), debate en
el que intervinieron además de Gonzalo Puente Ojea, Pablo Huerga Melcón, Alfonso
Tresguerres y Gustavo Bueno (inicialmente en la revista El Basilisco, números 19 y
20, y con repercusiones posteriores).
No se trata de una conexión meramente genérica, sino puntual: la cuestión de la
realidad de los númenes del Paleolítico (en fórmula de Tresguerres: la cuestión sobre si
los animales son realmente númenes o si los númenes son reales).
Podría incluso afirmarse que la polémica abierta por David Alvargonzález es una
continuación de la polémica suscitada por Gonzalo Puente Ojea.
Y esta conexión no está establecida «desde fuera» de la polémica, sino que está
reconocida en el propio curso de la misma. Por ejemplo, Íñigo Ongay, en su
correspondencia con Alvargonzález, se refiere explícitamente (inicio de la carta 3, del
lunes, 2 de agosto de 2004, El Catoblepas, nº 37:1) a Alfonso Tresguerres en su
polémica con Puente Ojea; por su parte David Alvargonzález, en su respuesta (carta 4,
martes, 3 de agosto de 2004) le dice a Ongay: «Probablemente tu estarás de acuerdo con
Bueno y con Tresguerres en que las religiones primarias no existen en el presente como
religiones verdaderas»; y el 4 de agosto (carta nº 8) Alvargonzález vuelve a referirse a la
polémica desencadenada por Puente Ojea: «La precisión que haces (...) me parece que
recoge mejor lo que Bueno quiere decir en su respuesta a Puente Ojea.»
4. Podría decirse, por tanto, que el debate que sobre El animal divino ha suscitado,
dentro de coordenadas materialistas, en sentido amplio, la ponencia de David
Alvargonzález en el Congreso de Murcia de 2003 gira sobre el mismo asunto que el
debate que sobre la misma obra se suscitó al publicarse el libro de Gonzalo Puente Ojea
en 1995 (decimos desde coordenadas materialistas para no referirnos aquí a las críticas
que El animal divino suscitó desde coordenadas no materialistas).
Sin embargo, las diferencias son muy notables. La principal sería esta: que
mientras que Puente Ojea, en su crítica a El animal divino, daba los primeros pasos para
distanciarse del materialismo filosófico (con el que años antes había mantenido un
estrecho contacto) –y, de hecho, su crítica a la tesis sobre los númenes animales iba


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acompañada de una tesis psicologista explícita, que él contraponía como única


alternativa a la tesis de El animal divino, la tesis del animismo de Tylor–, sin embargo
la crítica de Alvargonzález no busca distanciarse del materialismo filosófico sino que,
por el contrario, quiere mantenerse en sus coordenadas, a fin de desplegar y desarrollar,
con un mayor análisis, sus potencialidades.
Otra cosa es que alguien pueda señalar alguna estrecha semejanza entre las
posiciones de Puente Ojea y las de Alvargonzález, al menos en lo que concierne a su
concepción de la relación animales/númenes, tanto en la época paleolítica como en la
presente. Al menos, una semejanza negativa, un acuerdo en la negación: el recelo ante
cualquier reconocimiento de algo divino o misterioso en los animales; por tanto, el
rechazo absoluto de cualquier reconocimiento de algún tipo de numinosidad, o misterio,
o enigma en los animales, si bien Puente Ojea parecía apoyar este recelo más bien en
una plataforma mecanicista (se diría, «pre etológica») mientras que Alvargonzález lo
hace desde la plataforma de la Etología, considerándola como una «ciencia del
presente» que, en cuanto tal, no toleraría la menor concesión a la tesis de la
numinosidad animal (una concepción de la ciencia etológica del presente, por cierto,
que podría considerarse más cerca en la práctica del mecanicismo que del etologismo
ético, en la línea del Proyecto Gran Simio, por ejemplo).

5. Dos palabras para tratar de justificar mi intervención en este debate.


En modo alguno trato de dirimir el debate tomando partido por alguno de sus
protagonistas, apoyándome en mi propia interpretación que, en el día de hoy (y aunque
fuera retrospectivamente) pudiera dar de El animal divino.
El animal divino fue publicado en forma de libro hace ya veinte años (Pentalfa,
Oviedo 1985). Anteriormente sus tesis fueron expuestas en conferencias o en clases
universitarias; en consecuencia, mi autoridad ante la obra (ante su «estructura») no es
mayor que la que pueda tener cualquier otro intérprete. Y esto no tiene por qué
significar la expresión de una «infinita humildad», porque también podría significar una
«infinita soberbia» («¿quién soy yo para rectificar esta obra maestra?»).
Mi intervención en este debate sólo puede tener el sentido que pueda dársele a
cualquier otra intervención: el análisis del sistema mismo, en este caso, la filosofía
materialista de la religión, en coherencia interna, por otra parte, con el materialismo
filosófico. Si mantenemos la tesis de que un sistema filosófico no es un sistema
clausurado, ni menos aún cerrado, al modo de las ciencias categoriales, se comprenderá
que las posibilidades de variaciones, modulaciones, incluso bifurcaciones, sean mucho
mayores en el materialismo filosófico que en cualquier otro sistema. Porque el sistema
del materialismo filosófico ni siquiera puede aducir la «concatenación de cada una de
sus partes con todas las demás»; también en su ámbito rige el principio de symploké.
Sin embargo, me cabe reivindicar una perspectiva personal, no ya cuanto a la
estructura, pero si cuanto a la génesis o proyecto originario de El animal divino. Y


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ocurre que, en los sistemas filosóficos, las cuestiones de génesis sistemática (no ya
meramente psicológicas o biográficas) pueden tener más importancia de la que puedan
tener en los sistemas científicos, porque las cuestiones de génesis pueden poner de
manifiesto ciertas orientaciones de la estructura que no están explícitas (aunque
también, al menos teóricamente, podrían ser alcanzadas independientemente del autor,
más aún, si se tiene en cuenta que la memoria histórica o episódica de un autor sobre la
génesis de una obra suya no es ningún testimonio seguro, sino que, en principio, puede
considerarse casi siempre tergiversado). En todo caso, desde las consideraciones de
estas orientaciones genéticas, podrán explicarse con intención justificatoria
muchas limitaciones de una obra en cuanto se considera como realización del proyecto.
6. Las consideraciones que en esta Introducción exponemos marcan, en cierto
modo, el plan general de mi intervención, y su división en tres secciones:
I. En primer lugar una exposición tanto (A) del proyecto o génesis sistemática
de El animal divino cuanto (B) de sus propias limitaciones internas, deducidas del
propio proyecto.
II. En segundo lugar una reexposición de las contribuciones dadas en el debate, en
función de las limitaciones internas; lo que equivale a un intento de interpretar estas
contribuciones como debates internos en torno a El animal divino.
III. En tercer lugar una suerte de reanudación, tras el debate, del proyecto
originario de El animal divino.
En un Final tocaremos algunos puntos de gran importancia para la filosofía
materialista, y que sólo de pasada fueron tratados en el Congreso de Murcia o en el
debate posterior.


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I
Sobre la génesis o proyecto sistemático
de El animal divino y sobre las limitaciones
internas de su ejecución

(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía
materialista de la religión
El proyecto de El animal divino presuponía ya dada la cristalización de las líneas
maestras del materialismo filosófico, entendido como el «sistema (valga la paradoja) del
pluralismo radical». Un sistema antimonista, cuando «sistema» suele ser asociado
siempre por sus críticos al monismo. Un sistema materialista en el que la realidad
mundana (Mi) se concibe como una realidad opuesta a una materia ontológico
trascendental (M) que, sin perjuicio del ateísmo, asume en el sistema, entre otras, las
funciones que en la Ontoteología estaban encomendadas a Dios. Y no ya tanto al Acto
Puro aristotélico (omnipresente en la Teología musulmana, que en nuestros días vuelve
a manifestar su vitalidad, aunque sea en la forma del brazo armado de los terroristas)
cuanto en la forma del Dios creador cristiano, en cuanto irreducible a las criaturas,
el Deus absconditus.
¿Qué podrá significar la religión –todo lo que se engloba bajo este nombre– en
esta ontología materialista pluralista?
Ante todo, que la religión es un contenido del «material antropológico», es una
«determinación» (otros dirán: una «dimensión») del hombre en cuanto objeto de la
Antropología filosófica. Y esto significa, a su vez, que la religión es un contenido del
Mundo (Mi) y, por tanto, que la religión nada tiene que ver, en principio, con Dios, con
el Dios de la Ontoteología (lo que no quiere decir que el Dios de la Ontoteología no
tuviese que ver con la religión).
Y esto significa que la religión, desde una perspectiva materialista, no podría
entenderse en términos teológicos («relación o religación del hombre y Dios»): esta fue
una de las tesis de El animal divino más duramente criticadas desde la filosofía
tradicional de signo teológico o espiritualista, que llegó a interpretar la tesis («la
religión no tiene que ver, en sus fundamentos, con Dios») como una frivolidad, o como
una boutade.
De aquí la importancia que, desde un punto de vista histórico-sistemático, cobraba
la tesis acerca de la incompatibilidad del Acto puro aristotélico con la religión. Las
religiones positivas (las llamadas «superiores», que en El animal divino se
denominarían «terciarias») invocaban a Dios; pero esa invocación, desde una
perspectiva materialista, sólo podría entenderse como una invocación vacía, cuando se
tomaba como fundamento de una filosofía de la religión, desarrollada en la forma de


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«doctrina de la religión natural» (ya fuera en la versión de Santo Tomás, ya fuera en la


versión de Voltaire).
No sólo el Dios de la Ontoteología (el «Dios de la Teología natural», el Dios de
Aristóteles, el «Dios de los filósofos»); tampoco el Dios de las religiones superiores,
dado su carácter sobrenatural o revelado, no podría tomarse como base de una filosofía
racionalista de la religión. Ese Dios no explicaba nada, ni siquiera la religión, por
cuanto él tenía que ser explicado desde la propia religión. En cualquier caso, la
Revelación (la religión positiva) –las verdades de la revelación: «Yo soy la Verdad»–
quedaba en principio, en cuanto revelación, al margen de la filosofía. O bien las
«verdades reveladas» se reducían a expresiones literarias o alegóricas de ideas
filosóficas, o bien se reducían a cuestiones entretejidas con la teología dogmática (si la
revelación se consideraba como una fuente que manase por encima de la razón); o bien
esas verdades se reducían al terreno pragmático o funcional analizado por la sociología,
la psicología o la antropología. Es decir, las religiones positivas, descontando sus
componentes alegórico filosóficos que sus dogmáticas pudieran encerrar, dejaban de
tener importancia filosófica y se convertían en campo, interesante sin duda, propio para
el cultivo de diferentes ciencias humanas (etnografía, antropología, sociología,
psicología, psiquiatría), al lado de los campos cultivados por la música, la pintura, el
arte o la política.
En resumen: no tendría sentido seguir hablando de «filosofía de la religión» (salvo
que entendiésemos por tal las interpretaciones alegórico filosóficas de los dogmas de
determinadas doctrinas religiosas).
¿Y qué dificultades habría para dejar de lado cualquier proyecto de filosofía de la
religión?
Algunos podrían pensar (lo han pensado de hecho) que las dificultades serían de
índole gremial. La «filosofía de la religión», como disciplina, apareció en un ámbito
protestante (aunque fuera católico, un jesuita, Segismundo von Storchenau, el primero,
al parecer, que utilizó la expresión, en 1784; después la expresión fue utilizada por un
kantiano, Ludwig Heinrich von Jakob, en 1797; pero, sobre todo, fue Hegel quien en
1832 «consagró» la expresión «filosofía de la religión» como parte de un sistema
filosófico).
Por tanto, si la «Filosofía de la religión» se declaraba vacía y se reducía a «ciencia
de la religión» (que ya no se interesaba por su verdad: Wilhelm Schmidt, Evans-
Pritchard, &c.), el «cuadro de las disciplinas filosóficas» quedaría mermado, a todos los
efectos (incluyendo al mismo cuerpo de profesores). Pero evidentemente, aunque estas
consecuencias tienen su importancia sociológica (e indirectamente, filosófica), no eran
las principales.
La principal era esta: ¿podría tratarse «en profundidad» de las religiones positivas
(supuesto que la llamada «religión natural» no es una religión, sino una teoría de la
religión) al margen de la cuestión de la verdad que ellas mismas (sobre todo las


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religiones superiores) reclaman explícitamente y cuya importancia filosófica es


indiscutible? No es que a la «filosofía de la religión» haya que asignarle la tarea de la
«defensa de la verdad» de la religión, o por lo menos la tarea de ofrecer los preambula
fidei. Lo que no cabe es atribuirle neutralidad ante las pretensiones de verdad de las
religiones positivas. También podría hacerse consistir la tarea de la filosofía de la
religión en la demostración de la falsedad de todas las religiones, pero siempre que a las
religiones se les concediese un significado no meramente episódico o contingente, sino
un significado vinculado a la misma estructura de la historia del hombre. Y no es fácil
concebir a la religión con algún significado «trascendental» para el hombre si ella no
tuviese también algún fundamento de verdad, aunque la verdad no afectase
íntegramente a todas las partes de la religión. De todos modos El animal divino partía
de la evidencia de que la consideración de los animales, tal como había sido
desarrollada por la Teoría de la evolución primero, y por la Etología después, era la
premisa imprescindible para poder plantear los problemas de la Antropología.
En cualquier caso, la verdad, tal como las religiones la reclaman, habría de ser una
verdad compatible con el materialismo filosófico. Se excluía por principio el Dios de la
Ontoteología como fundamento de la religión, pero no había que excluir por principio la
cuestión de la existencia de los dioses finitos, propios de las religiones politeístas, o la
cuestión de los demonios, de los genios o, en general, de los númenes, en tanto ellos
eran compatibles con el materialismo.
La cuestión de la verdad de la religión, en cuanto vinculada a los númenes, se
planteaba por tanto como la cuestión de la realidad de los númenes que, siendo
trascendentes al hombre, estuvieran, en cuanto entidades, vinculados
trascendentalmente con los hombres (y aquí el término «trascendental» se sobreentendía
en el sentido de las tradicionales «relaciones trascendentales» de la filosofía
escolástica). No se trataba por tanto de una simple cuestión (muy importante
filosóficamente en todo caso) acerca de si existen o no seres «personiformes» no
humanos en alguna galaxia, al modo de los dioses de Epicuro, sino de entes que
estuviesen involucrados de tal modo con los hombres que, sin ellos, la propia realidad
humana resultaría inexplicable. La cuestión de la verdad de la religión implicaba por
tanto la cuestión de la realidad de los númenes y de su involucración trascendental con
los hombres.
Por tanto, la cuestión de la posibilidad de una filosofía de la religión tenía que ver
con la cuestión del carácter trascendental de las religiones «respecto del hombre». Si la
relación de los hombres con los númenes fuera meramente episódica, acaso una especie
de lepra, o si su importancia es decisiva en la constitución del hombre. Esto da cuenta
de por qué el planteamiento de El animal divino era tanto gnoseológico como
ontológico. Perspectivas inseparables que requerían la distinción entre «verdadera
filosofía de la religión» y «filosofía verdadera de la religión» (como muy bien subrayó
en el debate Joaquín Robles).


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Había pues muchas razones para resistirse a aceptar la liquidación de la «filosofía


de la religión» reduciéndola a «ciencia de la religión», a psicología o a sociología de la
religión (por no hablar de la fisiología, aunque fuera al modo de la antigua frenología).
Las ciencias de la religión suponen a la religión como algo ya dado: por ejemplo, las
doctrinas de los psicólogos que ven a la religión como derivada del miedo serían muy
superficiales, por cuanto el miedo podía ser debido precisamente a los dioses (sin que
por ello la Psicología fuese competente, en cuanto tal, para tratar acerca de la existencia
de los dioses como supuestos causantes de ese miedo).
Pero la religión, en la historia del hombre, tiene una importancia muy superior a la
que puedan tener otras instituciones culturales. Es por tanto desde el ateísmo, inherente
al materialismo filosófico, desde donde la religión aparece como un problema filosófico
mucho más importante de lo que pudiera serlo para el teísta.
Sin embargo, aún negando la posibilidad o la existencia de los númenes cabía
reconocer otra posibilidad de una filosofía de la religión (de un reconocimiento del
alcance trascendental de las religiones para el hombre): el humanismo
trascendental también prescinde del Dios de la Ontoteología, porque pone a Dios como
idéntico al propio Hombre. Dios es el Hombre, su Espíritu: así Kant, Fichte, Hegel,
Feuerbach, y aún Marx. El humanismo moderno, al identificar, de un modo u otro, al
Hombre con Dios, introduce de hecho un nuevo dualismo, el dualismo
Hombre/Naturaleza. Y encuentra, como enemigos formales suyos tanto, por un lado, a
los teístas de la ontoteología («si Dios existiese no podría resistirlo») y, por otro lado, a
los naturalistas (quienes reducen el hombre a la condición de un animal más, en el
sentido de Linneo o de Darwin). El humanismo moderno se delimitará, por tanto, frente
a la «Naturaleza», impersonal, mecánica, otorgando al «Hombre» atributos que el
«Antiguo Régimen» reservaba para Dios o para el Espíritu, porque el Espíritu es el
Hombre, el Espíritu es la Cultura (Herder, Fichte, Hegel... incluso Marx). Dicho de otro
modo: el humanismo moderno trabaja con un espacio antropológico «plano», con dos
ejes: aquel en torno al cual gira el Hombre, como Espíritu (o como «Cultura»), y aquel
en torno al cual gira la «Naturaleza». El Hombre del humanismo moderno quedaba, por
tanto, enfrentado a la Naturaleza impersonal.
La concepción humanista de la religión, es decir, la concepción de la religión
desde el espacio antropológico dualista («plano») propicia, sin duda, la posibilidad de
una filosofía de la religión, incluso de una verdadera filosofía de la religión. Pero, ¿es
compatible esta filosofía humanista con el materialismo filosófico?
El humanismo moderno, aunque propicia una verdadera filosofía de la religión (en
lo que tenga que ver con el reconocimiento del «alcance trascendental de la religión
respecto del hombre») sigue siendo incompatible con el materialismo filosófico. Y esto
puede hacerse ver desde dos perspectivas: (1) una general, relacionada con la propia
concepción plana o dualista del espacio antropológico; (2) otra especial, relacionada con
el mismo «material sebasmático» positivo, tal como es presentado por las ciencias de la
religión (la Etnología, la Antropología, la Historia de las religiones comparadas, &c.).


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(1) La concepción humanista de la religión, considerada desde la perspectiva


general de un espacio plano o dualista no es compatible con el materialismo, al menos
en la medida en la cual el dualismo Hombre/Naturaleza envuelve, de un modo más o
menos explícito, un espiritualismo (Espíritu/Naturaleza).
Conviene tener en cuenta que desde el materialismo no es posible definir «de
frente» el Espíritu. «De frente», es decir, «enfrentándonos a su supuesta realidad», que
es precisamente la que está siendo puesta en tela de juicio. Las definiciones positivas
que pueden ofrecerse («Espíritu es la sustancia capaz de volverse sobre sí misma –
ensimismándose– en el acto de reflexión»), o los criterios negativos («Espíritu es el ser
positivamente –no solo precisivamente– inmaterial»), suelen estar tomados en función
de sistemas metafísicos, sustancialistas o hilemorfistas («Espíritu es sustancia simple»,
o bien «Espíritu es forma separada»). La única forma viable de establecer definiciones
negativas no metafísicas de Espíritu será la que tome como referencia criterios
positivos, como por ejemplo, el criterio (que figura en El mito de la felicidad, 3.5.2,
«Una redefinición de la oposición entre el espiritualismo y el materialismo», págs. 177-
181) de la vida, en el sentido positivo de la vida biológica: «Espíritu es sustancia
viviente in-corpórea.» Según esta definición «espiritualismo» designaría a toda
concepción que admita la realidad de vivientes incorpóreos, tales como ángeles,
arcángeles, demonios cristianos –pero no demonios corpóreos–. Aún cuando su
corporeidad asuma características especiales (según Apuleyo: «los demonios son
animales, pasivos en el ánimo, racionales en el entendimiento, aéreos en el cuerpo,
eternos en el tiempo»). [Los demonios de Apuleyo serán considerados en la segunda
edición de El animal divino como una especie, género o subgénero más, al lado del
Reino Animal de Linneo, a saber, como el «Subreino» de los «animales no linneanos».]
Ahora bien, desde la definición negativa de espíritu (aunque negativa de una
realidad positiva: la vida orgánica), el dualismo Espíritu/Naturaleza, como base del
espacio antropológico plano, establece una dicotomía insalvable entre el Hombre (como
Espíritu, sujeto de religiosidad) y la Naturaleza; una dicotomía que queda desmentida
por la realidad de los animales, tal como es presentada desde la Teoría de la evolución y
desde la Etología. En la «Naturaleza» existen los animales (organismos necesariamente
involucrados en el entorno del Mundo que les suministra la energía); pero también el
Hombre es animal, por lo cual aquello que el hombre tenga de espíritu, habrá que
tenerlo en cuanto viviente corpóreo, no en cuanto incorpóreo. Esto significa que, en el
momento de organizar el espacio antropológico, distinguiendo un eje de relaciones entre
los hombres con los hombres y otro de relaciones de los hombres con el mundo en
torno, los hombres habrán de ser tomados como animales, y no como espíritus.
Para el materialismo filosófico, en el momento en el que se desenvolvía con
anterioridad al reconocimiento universal de la Etología (reconocimiento cuya fecha
simbólica puede ponerse en el año 1973, con la concesión del Premio Nobel –¡de
Fisiología/Medicina!– a Karl von Frisch, Konrad Lorenz y Nikolaas Tinbergen) la
primera tarea no podía ser otra sino la de subrayar la necesidad de tratar a los hombres
(en la medida en que se relacionaban consigo mismos y con el mundo entorno) como


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animales. Sólo cuando se asumían formalmente, y no con insinuaciones represadas por


la prudencia, los resultados de la Etología, que fueron demostrando la proximidad de la
condición animal a la condición humana, podrían comenzar a ser considerados los
animales como entidades personiformes, más aún, como «personas»; y si esto
escandalizaba al humanismo personalista, no tenía por qué escandalizar a quien había
seguido la tradición de la idea de persona, a quien tenía presente cómo la Idea de
persona humana se había conformado precisamente a partir de las Ideas de personas
anantrópicas, y precisamente las personas divinas del Concilio de Nicea y, por
ampliación retrospectiva, los démones de Apuleyo.
La Etología abría la puerta, por tanto, a la posibilidad de hablar «sin escándalo»
de personas, refiriéndolas no sólo a los espíritus (a las personas de la Santísima
Trinidad, a los ángeles, a los arcángeles, a los querubines o a las dominaciones del
Pseudo Dionisio), sino también a los animales no linneanos (dioses de Epicuro,
demonios de Apuleyo); pero sobre todo también a animales linneanos. Porque
«persona», en general (humana o no humana), comenzaba a equivaler ya a «sujeto
operatorio» dotado de vis cognoscitiva (y no solo de «facultades sensibles», sino
también «intelectuales») y de vis appetitiva (y no solo de tropismos, sino de conducta
teleológica, de deseos o de voliciones).
Esta perspectiva estaba ya presente en el Ensayo sobre las categorías de la
economía política, de 1972, pág. 42, en el diagrama (que había sido utilizado en un
seminario universitario por aquellos años) que daba lugar a las denominaciones de los
ejes como radiales («de los animales [humanos] individual o grupalmente tomados con
el medio») y circulares («de los animales [humanos] entre sí»). La perspectiva
materialista del ensayo citado sobre Economía política quería subrayar la involucración
de los hombres, en cuanto sujetos económicos, con su entorno, así como entre ellos
mismos, en cuanto derivadas de su condición genérica de animal; lo que no quería decir
que, en cuanto sujetos económicos, esos animales no hubieran de ser ya humanos (como
lo declaraban las ilustraciones aducidas: «el concepto de industria extractiva es radial; el
concepto de propaganda es circular»).
En conclusión, en el momento en el cual los hombres aparecían involucrados con
los animales y, en consecuencia, dados a partir de un proceso evolutivo, la estructura
«plana» del espacio antropológico, fundada en la oposición dicotómica
Hombre/Naturaleza –en la versión idealista de Fichte, la oposición Yo/No yo– saltaba
por los aires. Los hombres que, desde luego, habían de mantenerse, en cuanto sujetos
personales corpóreos (cuya personalidad no procedía de un espíritu), relacionados
mutuamente (representados en su eje circular), ya no podrían enfrentarse a un Dios
«personal» inexistente, pero tampoco a una Naturaleza «impersonal» (mecánica). Las
personas humanas, además de mantener relaciones con una Naturaleza impersonal (eje
radial), podrían también mantener relaciones con una «Naturaleza personal», es decir,
con sujetos naturales y operatorios no humanos, es decir, con personas no humanas.


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Esto requería la introducción en el diagrama de un tercer eje, que se denominó,


por razones gráficas, «angular». Puede verse este diagrama en el artículo donde su
publicó explícitamente la exposición completa de la doctrina del espacio antropológico
tridimensional: «Sobre el concepto de 'espacio antropológico'», El Basilisco, nº 5,
noviembre-diciembre 1978, págs. 57-69. Por cierto, este artículo, en su página 62
prometía en una nota: «En próximos números publicaremos una exposición global de
ésta filosofía materialista de la religión»; promesa que no se cumplió en El
Basilisco, sino con el libro El animal divino, siete años después, en 1985. Un año antes,
en el artículo «Ensayo de una Teoría antropológica de las Ceremonias» (El Basilisco, nº
16, 1984), al exponer las ceremonias circulares, radiales y angulares, volvía a
anunciarse la publicación de esa filosofía materialista de la religión (nota 39) ya con el
nombre de El animal divino.
De este modo el espacio antropológico quedaba organizado como un «espacio
tridimensional» y, originalmente, estaba concebido, no ya como un espacio matemático
(al modo del espacio tiempo de Minkowski) sino como un «espacio del hombre» (un
espacio antrópico), de acuerdo con el significado del término «espacio» que ya figuraba
en el español del siglo XII (en el Poema del Cid) como descendiente del
latín spatium, «campo para correr», relacionado con ambulacrum o «espacio destinado
para pasear por él». «Espacio» se tomaba, de este modo, en un significado próximo al
del término «ámbito» (de ambire, ambicionar), un espacio para correr, para disponerse a
hacer operaciones (algunos vinculan spatium con el griego dórico spadion, de
donde stadion). Por lo demás, la condición antrópica del espacio no excluye que su
estructura esté articulada como una symploké y pueda asimilarse a la estructura de un
espacio vectorial, matemático, por ejemplo.
La idea central del espacio antropológico contenía una visión del hombre no como
«Reino independiente» del «Reino animal» (el «Reino del Espíritu», el «Reino
hominal»), sino como una pluralidad de sujetos animales grupales (que se
especificarían, en el curso de la historia, como personas humanas), que estaban
involucrados con entidades naturales «impersonales» pero también con entidades
naturales «personales» (con personas no humanas), por tanto, con animales (no
linneanos o linneanos) que cabría disponer en un eje «angular».
El eje angular se introdujo, en resolución, para representar a las entidades
corpóreas no humanas, pero sin embargo dotadas de logos, el reconocimiento de cuya
posibilidad parecía ineludible en el momento de situar al hombre en el conjunto del
Universo, de un Universo que había resultado clasificado en dos grandes regiones: la
que contenía realidades impersonales y la que contenía realidades personales (o
personiformes). La mera posibilidad de estas entidades tenía que ser reconocida por el
materialismo filosófico aunque no fuera más que como instancia crítica frente al
idealismo humanista (tipo Fichte, exaltación del cartesianismo mecanicista). La crítica
al mecanicismo cartesiano, o al idealismo de Fichte, requería admitir la posibilidad de
entidades no humanas, pero dotadas de logos, y con posibilidad de tomar contacto con
los hombres, es decir, por tanto con posibilidad de estar dotadas de Verbum.


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En consecuencia, el «eje angular», en un principio, fue introducido para


representar a entidades tales (presentes en la tradición filosófica, que se oponía ya a la
Ontoteología) como pudieran serlo los dioses de Epicuro, y también los mismos
demonios de Apuleyo (o sus afines), que en la época de los Sputniks, de los Apolos y de
los Ovnis, tomaban la forma de extraterrestres, en los años 50 y 60 del pasado siglo.
El «eje angular», por tanto, no había sido introducido ad hoc para incorporar a los
animales (a algunos, incluso a los animales numinosos) al espacio antropológico, lo que
hubiera constituido una suerte de petición de principio o de círculo vicioso («el eje
angular se apoya en los animales numinosos y los animales comienzan a ser numinosos
al ser incluidos en un eje angular que se reduce a ellos»). La introducción del eje
angular no se basaba tanto en principios supuestamente empíricos (los «animales
numinosos»), cuanto en el resultado de una construcción lógica, de un logos (como ya
se advierte en la primera edición de El animal divino, pág. 190, y figuraba también en el
artículo sobre el concepto de espacio antropológico, antes citado).
Es cierto que, en esa exposición del espacio antropológico, el eje angular era
ilustrado con animales linneanos. Pero este proceder tenía, en todo caso, una
intención asertiva y no exclusiva. La razón de utilizar el sentido asertivo en las
ilustraciones, no era obviamente otra que el contexto social en el que tenía lugar la
exposición. Teniendo a la vista un público de antropólogos o de biólogos tocados de
positivismo, hubiera sido «suicida» ilustrar la nueva Idea del «eje angular» con dioses
epicúreos, con serafines aeropagíticos o con extraterrestres clarkianos. Era obligado
ofrecer referencias más «positivas», que pudieran ser tomadas en cuenta por los
científicos.
Pero la realidad era que el eje angular resultaba de una construcción lógica, a
saber, el cruce de dos clasificaciones dicotómicas P y H que conducían a cuatro cuadros,
uno de ellos vacío:

Tabla de construcción del P (criterio personal)


espacio antropológico
tridimensional Entidades personales Entidades impersonales

Entidades
H Eje circular Ø
humanas
(criterio
humano) Entidades no
Eje angular Eje radial
humanas

Esta construcción lógica no sólo es la fuente de la estructura tridimensional del


espacio antropológico, sino que también está en el fondo de la clasificación de la idea
de religación positiva en cuatro géneros (ver Cuestiones cuodlitebales,1989, págs. 213-
216).


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La importancia de esta aclaración (que el eje angular del espacio antropológico no


procede de una «incorporación empírica» y ad hoc de los animales numinosos a este
espacio, sino de una construcción lógica) se hace ver, principalmente, en la
reinterpretación de la religión primaria. Pues la idea de una «religión primaria» que ya
no habrá que identificar, al menos en definición, con las religiones paleolíticas, puesto
que puede también servirnos, en principio, para asumir, en la filosofía materialista de la
religión, a cuanto tiene que ver con la realidad de los extraterrestres, en sus contactos
reales o posibles con los hombres, como ya se hacía constar en los párrafos finales de El
animal divino(primera edición, pág. 305; segunda edición, pág. 317). Posibilidad que
allí era ya presentada no como un corolario oblicuo e irrelevante, sino como un paso
central en la dialéctica del desarrollo de las religiones positivas, como un paso gracias al
cual podrían ser reinterpretados los abundantes materiales ideológico-religiosos de
nuestra época. Materiales sobre los cuales, pese a su importancia, nada tienen que decir
otras filosofías de la religión.
Lo que sí se exigía, desde las coordenadas materialistas, a las entidades personales
del eje angular era su finitud; y ello por la razón general de que si algunas de estas
entidades fuese infinita, anegaría a todas las demás entidades angulares del espacio
antropológico.
(2) Tampoco es compatible con el materialismo filosófico la concepción
humanístico trascendental de la religiosidad desde la perspectiva específica del propio
campo de las religiones positivas.
En efecto, el materialismo filosófico requiere, por razones de método, mantenerse
en contacto con «los hechos», en este caso, con la fenomenología misma de las
religiones positivas. Una filosofía de la religión que (como ocurre con la doctrina de la
religión natural), en lugar de ajustarse a los hechos, se mantuviese en el formalismo de
unas ideas que se presentan como independientes de ellos, no es materialista, por
importantes que sean las ideas a las que se atiene. En nuestro caso, se trata básicamente
de la Idea de «Hombre» («Género humano» o «Humanidad»).
Es totalmente gratuito presuponer que las religiones positivas, en general, refieran
sus dogmas o sus ceremonias, no ya a Dios, sino al Hombre o a la Humanidad. Que las
religiones sean actitudes, pensamientos, instituciones culturales, características del
hombre, no quiere decir que las religiones positivas sean ellas mismas actitudes,
instituciones o conductas «ante el Hombre» (ante los hombres o ante la Humanidad). Lo
que no puede confundirse son las referencias de las religiones positivas con las teorías
humanistas de esas religiones. Desde Evehmero hasta Feuerbach ha estado viva una
teoría de la religión que ha pretendido «descubrir» al Hombre tras las referencias
aparentes de las religiones positivas (Evehmero: «los dioses son hombres sobresalientes
de otros tiempos a quienes los mismos hombres han exaltado en apoteosis»; Feuerbach:
«los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza»).
Pero los hechos religiosos, los datos de las religiones positivas, no nos autorizan
para poner, como referencias de sus actos intencionales de culto, a los hombres, sino a


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entidades que precisamente son diferentes de los hombres, ya sea porque se muestran
como superiores, en dignidad o en poder, ya sea porque se muestran inferiores en
dignidad (aunque no en malignidad), es decir, ya sean dioses benéficos, ya sean dioses
maléficos. Sin duda, hay religiones positivas entre cuyas referencias se encuentran
figuras humanas, desde las religiones olímpicas hasta el cristianismo, que gira en torno
a un Dios hecho hombre, Cristo. Pero los dioses olímpicos, aunque tienen figura
humana (que, en ocasiones se transforma en animal: Zeus aparece como toro blanco, o
como águila ante Europa, la hija de Agenor), no son hombres, sino seres inmortales y
con cuerpos celestes; y Cristo, aunque tiene naturaleza humana (en cuanto hijo de
María), tiene, sobre todo, la naturaleza divina de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad.
Dicho de otro modo: las referencias de las religiones positivas –de su dogmática,
de su culto– no pueden ser puestas en el eje circular del espacio antropológico ni
tampoco en el eje radial. Hay que ponerlas en el eje angular. Lo que no significa que
este eje angular haya de quedar «saturado», en principio, por entidades de significado
religioso.
El eje angular, según la definición constructiva que de él hemos dado («conjunto
de las entidades personales no humanas posibles en el Universo») no requiere que sus
«puntos» tengan significado religioso; es suficiente que sean personiformes, personas
no humanas. Los dioses de Epicuro, como el Dios de Aristóteles, no eran concebidos
como sujetos a quienes habría que adorar, rezar o rendir culto; a lo sumo sólo cabría
admirar su belleza o su serenidad. Pero tampoco la admiración de una estatua bella
transforma a esta estatua en un contenido religioso. El materialismo filosófico puede
admitir la posibilidad límite de algún demiurgo finito que actúe dentro de su propio
círculo –en una galaxia situada a distancia inmensa del hombre–, pero sin que su
influencia alcance a los hombres; este demiurgo, cuya posibilidad el materialismo no
puede negar y necesita estudiar en el momento de ocuparse «del puesto del hombre en
el Cosmos», habría que situarlo en el eje angular, aunque careciera, por hipótesis, de
significado religioso.
Ahora bien: las referencias de las religiones positivas han de ser, sin perjuicio de
su condición angular, reales y verdaderas, es decir, entidades reales de naturaleza
personal no humana, y capaces de actuar efectivamente ante los hombres. Es decir, han
de ser entidades reales no reducibles a la condición de alucinaciones, ensueños o
proyecciones mentales de los propios hombres; ni siquiera reducibles a la condición de
meras posibilidades lógicas.
Pero ni los dioses epicúreos, ni los demonios helénicos ni los extraterrestres
tienen, hoy por hoy, una realidad positiva demostrable. La posibilidad de una filosofía
materialista de la religión se nos redefine ahora como la posibilidad misma de demostrar
o de presentar algunas entidades personales no humanas, pero que, por sus especiales
condiciones, puedan tener contacto real con los seres humanos. Y no un contacto
episódico, contingente o accidental, sino esencial y trascendental, en el sentido dicho.


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Es de este modo como la filosofía materialista de la religión acude a los animales,


a ciertos animales que, no solamente pueden ya considerarse como «habitantes» del eje
angular, sino también como entidades capaces de asumir una dimensión numinosa de
significado trascendental en la evolución humana. Porque, en cualquier caso, la
posibilidad de una filosofía materialista de la religión, sólo podría ser demostrada
mediante el desarrollo mismo de una efectiva filosofía de la religión, capaz de
enfrentarse a cualquier otro modelo de filosofía de la religión.
Según esto, a la teoría zoológica de la religión se llega a partir de la doctrina del
espacio antropológico propio del materialismo filosófico, es decir, a partir de la idea del
eje angular de este espacio; lo que significa que al eje angular no se llega a partir de una
«teoría zoológica de la religión», que ya había sido insinuada, al menos parcialmente,
por algunos escritores antiguos (Celso, por ejemplo) o por algunas escuelas
antropológicas (Andrew Lang, John Lubbock, Gilbert Murray, Gabriel Tarde, &c.).
Esto explica que El animal divino advirtiese, ya en sus primeras páginas (pág. 26
de la segunda edición) que la teoría zoológica de la religión no constituía el objetivo
directo de la filosofía de la religión, porque en tal caso, la teoría zoológica podría ser
presentada como una «cuestión de hecho», susceptible de ser analizada y agotada por
los métodos de las ciencias positivas; y por este motivo la segunda parte (ontológica) de
la obra no podía ser recolocada como primera parte (que debía ser gnoseológica), como
algunos críticos sugirieron.
A la teoría zoológica de la religión sólo podía llegarse, en sentido filosófico,
desde una concepción materialista del espacio antropológico; lo que equivale a decir
que la teoría zoológica había de ser presentada apagógicamente, después de haber
descartado otras alternativas, por motivos diversos (sobre todo, gnoseológicos). Lo que
no quería decir que una vez puesto el «pie» en el «sector animal linneano» del eje
angular (lo que constituía por otra parte, en cierto modo, una sorpresa para la filosofía
materialista de la religión) éste no tomase inmediatamente fuerzas al andar. Hasta el
punto de creerse autorizado, por la fuerza de los hechos positivos (al llegar a las
religiones secundarias, todas ellas pobladas de animales linneanos más o menos
deformados), a cuestionar el planteamiento habitual del asunto. Pues no se trataba ya
tanto de tener que «justificar» una teoría zoológica de la religión; lo que había «que
explicar» y aún «justificar» era cómo podían darse teorías no zoológicas de la religión,
que estuviesen internamente ajustadas a los hechos.


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(B) Sobre las limitaciones de El animal divino, derivadas de su método, como


modelo de una filosofía materialista de la religión
La estructura indefectiblemente dialéctica de la conexión del proyecto de El
animal divino y de su ejecución podría alegarse como fuente principal de las múltiples
limitaciones dentro de las cuales tenía forzosamente que moverse la primera exposición
de la filosofía de la religión del materialismo filosófico.
No pretendo afirmar que alguna de estas limitaciones no puedan ser imputadas al
autor de esta primera exposición, a su rudeza o a su torpeza; lo que estoy afirmando es
que hay limitaciones en El animal divino que derivan de la misma dialéctica objetiva
que mantiene el proyecto con su primera ejecución. La desviación, respecto de un
blanco prefijado, de varios disparos de fusil puede ser debida a la torpeza del fusilero,
pero también a la necesidad objetiva de fijar referencias que acoten las relaciones del
blanco con los mismos ángulos del fusil utilizado, a partir de los cuales sea posible
corregir el tiro sistemáticamente, y no al azar.
Concretaremos estos límites, o fuentes de limitación de El animal divino, sin
pretensiones de exhaustividad, en los cinco siguientes:

(1) La cuestión del dialelo


La primera fuente de limitación «constitutiva», sin duda, de El animal divino tiene
que ver con la necesidad de recaer en lo que venimos llamando «dialelo antropológico»,
en este caso, «dialelo del espacio antropológico». Si el proyecto de una filosofía
materialista de la religión ha de partir de una doctrina del espacio antropológico (en
polémica con otras doctrinas alternativas sobre este espacio y sobre la religión), y es
desde esta doctrina de los tres ejes desde donde suponemos que es preciso comenzar la
determinación del modelo material concreto y positivo del eje angular, que pueda dar
cuenta de la verdad de las religiones (en nuestro caso, el «modelo zoológico»), ¿no se
hace necesario pedir el principio, es decir, comenzar suponiendo que el hombre (el
«hombre primitivo») ya está situado en un espacio antropológico y, por tanto, inmerso
en un eje angular, juntamente con los obligados ejes circular y radial?
Las limitaciones que el dialelo impone son múltiples, principalmente la del
requerimiento de tener que considerar ya como dada desde el principio (o desde el
origen del hombre) la estructura integral del espacio antropológico, por tanto, la relación
«angular» con los animales del Paleolítico. ¿Y cómo poder hablar de «hombre» cuando
todavía esos primeros hombres (los hombres de la religión primaria) no mantienen su
relación de religación con los númenes animales?
La cuestión no es sólo la de atribuirles la representación de un eje angular (lo que
es absurdo), pues sería suficientes atribuirles un ejercicio de relaciones angulares; la
cuestión es que sería ese mismo ejercicio de las relaciones angulares el que excluiría la


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posibilidad de llamar hombres (o personas humanas) a los hombres del Paleolítico. (El
hombre que adora a un animal –se dirá– no es hombre, y no tanto por adorar a un
animal numinoso, que no existe, sino por adorar a un animal numinoso aun suponiendo
que éste fuese real.)
La estructura de un «espacio con tres ejes» es obviamente una construcción
lógica, abstracta, que de ningún modo cabe retrotraer al Paleolítico inferior o superior.
Pero esto no quiere decir que los tres ejes se «sobreañadan» desde fuera al espacio, a la
manera como la retícula de los meridianos y paralelos se superpone a la superficie de la
Tierra. Ni siquiera los tres ejes ortogonales del espacio tridimensional cartesiano se
sobreañaden a un espacio amorfo previo: el espacio estructurado en torno a un centro de
coordenadas (si ese centro implica de algún modo un sujeto, un geómetra) es un espacio
antrópico; los ejes no se sobreañaden a él, sino que son internos al espacio real (de
hecho, las «coordenadas cartesianas tridimensionales» no son otra cosa sino una
proyección en el dibujo de la numeración de las vías perpendiculares llamadas cardo y
decumanus en las ciudades romanas, más la indicación de la altitud, si la vivienda tenía
más de una planta).
En el caso del espacio antropológico tampoco hay que presuponer que sus
contenidos sean uniformes; aunque carezcan de «ejes representados», éstos proceden de
sus mismos contenidos, que podemos comparar a una masa heterogénea y confusa,
como un fondo envolvente, en el que se diferencian conjuntos humanos distribuidos en
aquella masa envolvente, junto con otras corrientes distintas no humanas, pero
diferenciadas como cuerpos que se cruzan con los perfiles humanos, se enfrentan con
ellos o huyen. A partir de este espacio tripolarizado dibujaremos unos ejes que aunque
tratados desde nuestro presente, nos sirven para analizar la masa heterogénea y confusa
en la que las regiones correspondientes están ya diferenciadas en el mismo ejercicio de
sus movimientos o enfrentamientos. Al asumir intencionalmente y retrospectivamente la
perspectiva de nuestros antepasados paleolíticos, no podemos atribuirles
las representaciones diferenciadas de un espacio tridimensional. Pero sí el ejercicio de
acciones y operaciones, unas veces dirigidas a los contactos mutuos entre ellos; otras
veces dirigidas a responder a otras incitaciones de elementos animales que, como
sujetos operatorios, se cruzan con ellos; y unas terceras veces a enfrentarse con una
masa heterogénea que resiste y ofrece peligros pero que, a la larga, no acecha ni
persigue a las figuras humanas (y esto sin perjuicio de que muchas veces nuestros
antepasados hayan podido interpretar equivocadamente un peñasco que rueda monte
abajo con un animal que les acomete). El dialelo del espacio antropológico, se da por
supuesto, se lleva a cabo de modo etic, pero no emic. Y no porque las representaciones
emic sean puestas entre paréntesis: simplemente son analizadas críticamente,
clasificándolas, por ejemplo, como erróneas o como verdaderas. Tanto la piedra que
voltea cuesta abajo, como el buitre que se lanza en picado a cazar un conejo, pueden ser
vistos emic como animales; pero etic la diferencia es objetiva y hemos de esperar que su
significado diferencial aparezca, al menos, decantado a largo plazo.


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(2) La cuestión de la inversión antropológica


La segunda fuente de limitaciones tiene que ver con los procesos de la inversión
antropológica, que en cierto modo son los recíprocos de los procesos implicados en el
dialelo. En el fondo se trata de la cuestión de las relaciones entre las personas animales
no humanas con las humanas y las relaciones de las personas animales humanas entre sí.
Las diferencias entre estos tipos de relaciones, expresadas en función de la
numinosidad, se hace consistir en la asimetría de las primeras y en la simetría e igualdad
en las segundas. Pero, ¿en qué condiciones históricas y empíricas puede hablarse de
igualdad entre las personas humanas? ¿Acaso estas existen como iguales? ¿Acaso las
diferencias entre las más heterogéneas sociedades humanas no son también diferencias
entre personas? Si la persona humana es una institución cultural muy tardía, ¿cabe
considerar personas humanas a los salvajes entregados al vudú o al canibalismo? ¿Y
cómo modifican estas situaciones a la Idea de religión?

(3) La cuestión de la «encarnación»


La tercera fuente de limitación la pondremos en el «desajuste» constitutivo entre
la idea de un eje angular y los animales que pueblan este eje, en primer lugar, y en
segundo lugar, en el desajuste entre el eje angular animal y la constitución de algunos de
estos animales como numinosos.
¿Cómo se pasa de la idea de un eje angular a los animales (a ciertos animales)
como contenidos de ese eje angular? Más aún, ¿de dónde procede la numinosidad del
eje angular, si éste era concebido, en principio, como un logos, como una construcción
lógica, que se hace carne al tratar de llenarla con contenidos zoológicos? «El Verbo
(el Logos) se hizo carne»: Cristo es el punto de partida del cristianismo paulino, pero,
¿podría haberlo sido si previamente no hubiera estado dispuesta la doctrina
del Logos, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad? Es decir, el paso del eje
angular abstracto (lógico) a los animales, y de éstos a los animales numinosos guarda un
paralelismo asombroso con la cuestión de la «Encarnación», de la teología dogmática
católica. ¿Cómo se pasa de la Segunda Persona, del Logos, a la figura de Cristo? ¿Cómo
se pasa de la construcción lógica denominada «eje angular» a la figura de los animales
linneanos y, más aún, a la de los animales numinosos?


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(4) La cuestión de la verdad


La cuarta fuente de limitaciones de El animal divino tiene que ver con la realidad
o verdad de la numinosidad atribuida a los animales, en función de los cuales se
conforma la religión y, con ella, la propia personalidad humana. En El animal divino, la
verdad de los númenes se hacía valer, ante todo, contra las alternativas propuestas
tradicionalmente relativas a los númenes irreales o meramente hipotéticos (dioses
epicúreos, demonios, extraterrestres). Se trataba de subrayar la realidad o verdad
extramental de los númenes animales, a fin de excluir las concepciones psicologistas o
idealistas de la religión, como pudiera serlo la doctrina del animismo, en cuanto
doctrina antropológica.
Pero esta declaración de la naturaleza de la verdad exigida por las religiones
primarias tiene como límite propio el requerimiento de tener que comenzar a ser
presentada más bien de modo negativo que positivo («los númenes no son contenidos
mentales o proyecciones de una conciencia interior»). Presentación que no constituye un
análisis positivo del contenido de la verdad de los númenes. ¿Realidad de los númenes
animales o animales numinosos reales?

(5) La cuestión de la koinonia de los valores religiosos


La quinta fuente de las limitaciones procede del objetivo mismo del proyecto
de El animal divino, en cuanto restringido a la filosofía de la religión en su relación con
lo divino o con lo numinoso, en general (por tanto, con el eje angular del espacio
antropológico).
Pero el proceso de la «encarnación», que tiene lugar en el eje angular, ¿no tendría
paralelos o analogías de proporcionalidad en los otros ejes del espacio antropológico? Y
la cuestión de los paralelos o analogías, ¿no estaría vinculada a determinadas
interacciones entre ellos?
Así pues, la quinta fuente de limitaciones vendría impuesta por la circunstancia de
que la religión (o los valores religiosos), definida en función de las relacione de los
hombres con los animales, no requiere inmediatamente la confrontación de otras
relaciones de los hombres con contenidos asignados a otros ejes que pudieran ser
semejantes a las relaciones religiosas. Esto daría lugar a una gran confusión en el
terreno de los fenómenos, porque en este plano muchos valores religiosos (lo numinoso,
lo divino, &c.) podrían quedar confundidos con otros valores aparentemente religiosos
(como lo santo, lo mágico, c.) que sin embargo no tendrían por qué ser asignados al eje
angular.


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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados

II
El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como
ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión
Son múltiples, como hemos visto, las limitaciones constitutivas que suponemos
implicadas en la ejecución del proyecto de El animal divino, en cuanto modelo de una
filosofía materialista de la religión. Limitaciones que dejaban «abiertas» muchas
cuestiones implícitas. Pero con el único objetivo de evitar la prolijidad y hacer tratable
el análisis, las reduciremos a los cinco grupos que hemos enumerado en la sección
anterior.
Por lo demás estas cuestiones no son enteramente independientes; sin embargo,
quienes han intervenido en el debate, han incidido más en unas cuestiones que en otras,
salvo en las que tienen que ver con el grupo (5), que han permanecido prácticamente
intactas.

(1) Cuestiones relacionadas con el dialelo del espacio antropológico


Presuponemos, según lo expuesto en la sección anterior, la Idea de un espacio
antropológico con tres ejes: circular, radial, angular. La Idea de un espacio
antropológico se ofrece, ante todo, como una forma de estructurar los materiales
antropológicos (prehistóricos, históricos, sociológicos); una forma obligada para una
antropología filosófica materialista, es decir, para una antropología que no sea idealista
o espiritualista. Por ello, la Idea de un espacio antropológico es más importante por lo
que niega que por lo que afirma.
El dialelo antropológico, referido al ámbito del espacio antropológico, podría
formularse de este modo: la estructura tridimensional del espacio antropológico, desde
la cual analizamos el material antropológico que ponemos en correspondencia con «el
Hombre» o «lo humano» ya constituido, habría de ser también aplicada al análisis del
proceso mismo de constitución de ese «hombre» (por ejemplo, a los llamados «hombres
primitivos», homínidos o protohombres, o en términos más positivos: a los hombres del
Paleolítico inferior).
Pero esta aplicación, obligada por el método, y en la medida en que arrastra un
círculo o petición de principio (la utilización del espacio antropológico del presente –del
hombre del presente, del hombre histórico– para analizar a materiales que por hipótesis
aún no son humanos –por ejemplo el «hombre prehistórico» o «protohombre»–) nos
lleva a anacronismos insoslayables, que habrán de ser tratados en cada caso, por
ejemplo, en cada eje y en cada figura de los ejes. (El anacronismo queda disimulado por
la fuerza de sintagmas tales como «protohombre» o «hombre primitivo».)


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Sin embargo lo cierto es que el reconocimiento del dialelo en la práctica común de


antropólogos o historiadores es condición crítica elemental, que nos preserva ante todo
de la ilusión metafísica que consiste en atribuir a los materiales prehistóricos –por no
decir también a los materiales paleontológicos que nos llevan más atrás de la era
cuaternaria y nos introducen en el plioceno, o en el ordovícico– la prefiguración o el
«destino» que llevará hasta la constitución del Hombre (del Género humano). La ilusión
de que los materiales prehistóricos o paleontológicos se ordenarán en función de su
resultado, y que por tanto la «aparición del Hombre» se debe a que ya hemos partido de
este hombre en el momento de echar la vista atrás. Es decir, la ilusión se debe al dialelo.
Ahora bien, el análisis del dialelo del espacio antropológico, en tanto requiere la
distinción entre los ejes en el proceso mismo del dialelo, remueve muchas cuestiones
sobre la naturaleza de estos ejes, de sus contenidos o figuras propias, así como
cuestiones que tienen que ver con el alcance de la especificidad de cada eje o figura, o
con las cuestiones de la independencia o autonomía esencial y existencial de cada eje
respecto de los demás. Cuestiones que afectan a todos los contenidos o figuras de cada
eje y, en particular, a los contenidos o figuras que tienen que ver con las religiones
positivas.
He aquí algunos ejemplos de las cuestiones que podríamos incluir en este primer
grupo del dialelo:
¿Hasta qué punto la asignación a un eje de contenidos o figuras específicas
«unidimensionales» no equivale a una sustantivación de ese eje? Y si para evitar la
hipóstasis se duda de la posibilidad de delimitar figuras específicas de un solo eje,
postulando la involucración en cada eje de los demás, ¿no estamos en rigor poniendo en
cuestión la propia realidad de cada eje, vaciándolo por tanto de contenidos específicos?
Y cuando el dialelo se aplica a figuras o contenidos específicos de un eje,
delimitados en el presente (pongamos por caso: la figura del Sol astronómico, como
contenido del eje radial), ¿habrá que entender esta aplicación en un sentido emic («el
Sol que perciben los hombres del siglo XXI o los del siglo XVIII, ¿es la misma figura
que percibieron los hombres neandertales, aunque hubieran ya alcanzado la
bipedestación?») o bien es suficiente un sentido etic (respecto del cual las percepciones
prehistóricas, reflejadas por grabados, pinturas, &c., puedan ser identificadas como
representaciones emic de «nuestro» Sol)?
Estas cuestiones están abiertas sobre todo cuando en lugar de la figura radial del
Sol el debate recae sobre la figura, mucho más difícil de tratar, de un animal numinoso.
Gran parte del debate ha girado en torno a cuestiones de esta índole.
Habrá quien tienda a reconocer la especificidad de figuras en cada eje, con el
riesgo de hipostasiar estos ejes; habrá quien huyendo de la hipóstasis, rehusará
reconocer figuras específicas, pidiendo por tanto para cada figura dada (por ejemplo, el
animal humano) la contribución o composición de figuras dadas en ejes distintos.


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Así, por ejemplo, cuanto David Alvargonzález niega (aunque también por otras
razones) que los «animales numinosos» puedan ser considerados como contenidos
prístinos específicos de un eje angular (susceptibles de ser transformados ulteriormente)
y los presenta como resultado de una confluencia (con eventuales catábasis) de
determinados contenidos circulares y radiales –el teriántropo, tal como él lo interpreta–
pone en peligro la especificación del eje angular, como si de un eje superfluo se tratase.
(Joaquín Robles ha insistido con claridad en este punto.) En cambio, cuando se insiste
en que la especificación del eje angular hay que ponerla en el carácter numinoso del eje
en cuanto tal (como hace Alfonso Tresguerres), nos ponemos muy cerca de los que
objetan dialelo antropológico ad hoc (el eje angular está especificado por los animales
numinosos, y éstos son los que determinan el eje angular).

(2) Cuestiones relacionadas con la inversión antropológica


Los procesos, ante todo de orden gnoseológico, que venimos englobando bajo el
rótulo «inversión antropológica» son, en gran medida, recíprocos de los procesos,
también gnoseológicos, que tienen que ver con el dialelo antropológico.
El dialelo nos lleva a retrotraer estructuras del presente (por ejemplo, la estructura
del espacio antropológico) hacia el pasado del origen del hombre (en la medida en que
este pasado sólo puede ser considerado «desde la plataforma» de las estructuras del
presente); pero el dialelo presupone ya su propia crítica (contenida en la misma idea del
dialelo), es decir, la discriminación entre las estructuras del presente retrotraídas y el
material mismo que, sin ser el del presente, recibe tales estructuras (en nuestro caso, el
material paleolítico). El dialelo implica, por tanto, la determinación, en el pretérito, de
materiales prehistóricos protohumanos o, para decirlo con el término habitual, del
hombre primitivo; por ejemplo, la determinación en los «númenes paleolíticos» de
animales linneanos (tigres, serpientes, bisontes) similares a otros animales que existían
independientemente de los hombres paleolíticos, incluso de especies anteriores a la
época de la aparición del hombre. Es frecuente que en las representaciones parietales las
figuras de animales vayan acompañadas de figuras o de rasgos humanos, aunque
también hay casos (el más notorio, últimamente, en la cuevas de Chauvet) en que no
hay rastros de figuras humanas, pese a su antigüedad, cifrada en 37.000 años.
La inversión antropológica se enfrenta, en estos casos, con los procesos de
«incorporación», transformación, &c., de estas estructuras prehistóricas en las
estructuras históricas organizadas en el espacio antropológico.
El cúmulo de dificultades y problemas que aquí se abren es casi inabarcable. Y
tampoco tienen por qué ser idénticos los caminos que pueden ser ensayados para salir de
estas dificultades.


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La dificultad central consiste, seguramente, en la siguiente: ¿cómo podemos pasar


de un material etológico, que no está organizado por hipótesis según la estructura del
espacio antropológico, a un material antropológico obtenido regresivamente en el
dialelo?
En el material etológico prehistórico (que suele ser equiparado habitualmente, a
nuestros efectos, al material de nuestros contemporáneos primitivos) no cabe hablar de
una diferenciación, ya humana, entre ejes angulares y circulares. Pero esta falta de
diferenciación, ¿se atribuirá a una confusión de ejes, o bien a una «invasión» del eje
angular en el circular, o acaso recíprocamente? Íñigo Ongay señalaba esta posibilidad
muy claramente: «Habría que ver si el teriántropo no es un hombre visto en tanto que
animal. Y ahí, me parece a mí, reside la clave del asunto» (carta nº 3, 2 agosto 2004).
Para referirnos a un informe que apareció dos años después de la segunda edición
de El animal divino, y que dio lugar a comentarios y conversaciones entre nosotros,
«Las cosmologías de los indios de la Amazonia», de Philippe Descola (en el nº 175
de Mundo científico, 1997): los achuar de la América ecuatorial, «dicen que la mayor
parte de plantas y de animales poseen un alma (wakan) similar a la del ser humano,
facultad que los alinea entre las personas (aents) en tanto que les confiere conciencia
reflexiva e intencionalidad». El análisis de Descola es emic; desde nuestro presente
tenemos que rechazar etic, desde luego, la percepción de las plantas
como aents (personas), ¿tendríamos que hacer lo mismo con sus animales? Un
mecanicista (al estilo de Gómez Pereira o Descartes) respondería afirmativamente; pero
también un antropólogo radical (es decir, quien presuponga una distancia insalvable,
megárica, entre la conducta animal y la humana) se resistirá a reconocer la condición
personal de los animales de los achuar, y es muy probable que tienda a interpretar la
situación como una proyección antropomórfica del eje circular sobre el animal angular;
tendencia que se encontrará al constatar que este mismo proceso de proyección
antropomórfica se lleva a cabo también con las plantas. ¿Por qué, si emic, se confunden
plantas y animales con las personas (humanas) habrá que separar unas de otras en el
mismo proceso «reconocido» del antropomorfismo?
La atribución de un eje angular a los achuar –dirá el antropólogo radical– es sólo
el resultado de una perspectiva etic; en consecuencia no cabrá hablar emic de eje
angular, ni ante los achuar ni ante los hombres del Paleolítico inferior. Y si no se les
puede reconocer eje angular, ¿cómo podríamos dar cuenta de la inversión antropológica,
es decir, de la transformación de sus relaciones no angulares con animales, en relaciones
angulares con estos animales? Tan solo, concluirá, apelando a la proyección del eje
circular sobre los animales, o a la composición de rasgos circulares con rasgos
angulares.
Sin embargo, esta explicación de la inversión antropológica contiene una notoria
petición de principio: la suposición de que los hombres han de considerarse ya dados en
el Paleolítico según su eje circular, y en consecuencia que los hombres primitivos ya
eran hombres en cuanto al eje circular, y que por ello podía ser proyectado; pero esto


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equivale a una hipóstasis del eje circular. Y en la doctrina del espacio antropológico se
supone que los ejes están mutuamente codeterminados, es decir, que son inseparables
(aunque sean disociables, precisamente en función de las conexiones sinecoides entre
sus figuras).
Dicho de otro modo: el eje circular sólo se constituye como tal cuando aparece «a
distancia» respecto del eje angular; utilizando etimológicamente el término ex-sistencia,
el hombre comienza a existir en el eje circular cuando se enfrenta –sistere– a los
animales, y se segrega de ellos. Esta distancia podría haberse establecido (siempre por
la mediación de figuras radiales) precisamente a través de la percepción de los animales
como «animales extraños», «numinosos», lo que ya implicaría un eje circular como
plataforma.
En cualquier caso, la inversión antropológica no tendría por qué verse como un
proceso instantáneo, de cristalización repentina o emergente que nos hace pasar,
siguiendo la ley del todo o nada, del estado prehumano al estado humano. La inversión
se cumpliría también como un paso de lo confuso y amorfo (confusión de los tres ejes) a
lo diferenciado y opuesto entre sí, es decir, como un proceso de anamórfosis mediante el
cual fueran siendo sustituidas unas partes por otras, que se propagarían después en el
todo. Los achuar, o los hombres paleolíticos, cuando se consideran en este estado
primitivo (indiferenciado, amorfo) no son personas humanas, aunque sean jurídicamente
considerados como tales por los gobiernos de las repúblicas correspondientes. La gran
dificultad que el proceso de inversión encuentra es este: supuesto que el eje circular por
antonomasia es aquel en el que se configuran las personas humanas, en cuanto
instituciones, ¿cómo sería posible atribuir también a los animales numinosos la
condición de personas (aents, dice Descola) salvo por proyección antropomórfica?

(3) Cuestiones relativas a la «encarnación» del eje angular en los animales


linneanos
El animal divino procedió como si el eje angular estuviese poblado de «entidades
personales» dotadas o coloreadas de un coeficiente religioso –animales no linneanos
(dioses finitos politeístas, demonios) y linneanos–. Y aunque se daba por hecho que los
animales no linneanos (por tanto, los demonios y los dioses) derivaban de los animales
linneanos, no se tenía en cuenta (se «ignoraba») el desajuste entre la idea lógica del eje
angular (como resultante de un cruce de clasificaciones dicotómicas) y los animales
linneanos numinosos; por tanto, del desajuste entre los animales no numinosos y los
numinosos.
Esto dejaba abiertas múltiples cuestiones, como las siguientes: la «coloración
religiosa» del eje angular, ¿habría de considerarse previa a la «encarnación» de este eje
en ciertos animales? O bien: la numinosidad, ¿sólo de los animales podría ser derivada?


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Lo que a su vez obligaba a plantear esta pregunta, si la numinosidad procedía de los


animales: ¿por qué no todos los animales son numinosos?
Para quien pueda pensar que estas cuestiones son enteramente extrañas a los
terrenos que tradicionalmente ocupa la filosofía de la religión, en general, y que sólo se
formulan en el contexto de la misma filosofía de la religión desarrollada en El animal
divino, conviene insistir en las correspondencias, sin duda llenas de interés, que ya
hemos mencionado, entre las cuestiones suscitadas en este grupo (3) y las cuestiones
tradicionales de la Teología fundamental católica o de su filosofía de la religión.
Por lo que concierne a la Teología fundamental: cabría referirse a las cuestiones
que tienen que ver con las relaciones entre la Teología natural (Preambula fidei) y la
Teología positiva (en torno a estas relaciones gira el Escolio 1 de la segunda edición
de El animal divino).
La Idea de religión, ¿puede conformarse en el ámbito «puramente filosófico»,
lógico, en el que teóricamente se conformaron las Ideas de Dios (el Dios de los
filósofos, el Dios de la Ontoteología) y de Hombre? Es decir, la religión natural, ¿es
propiamente una religión? ¿Cabe adorar al Primer Motor o al Acto Puro? O bien, la idea
de religión positiva, ¿no tiene fuentes también positivas, a saber, que requieren la
presencia y la revelación de un numen vivo que se manifieste a los hombres?
La diversidad de respuestas puede en gran medida ejemplificarse por la oposición
entre Descartes y Pascal. Pascal objetó a Descartes que con su filosofía sólo había
logrado ponernos delante del Dios de los filósofos, una posición que nos deja fríos y
que muy poco o nada tiene que ver con la religión. Y añade Pascal: «Sólo conozco a
Dios a través de Jesucristo.» Como si dijera: «El Dios de la lógica (el Logos de
Heráclito, de Platón, de Aristóteles o de Plotino) no tiene que ver con el Dios de
Abraham, de Jacob, o con Cristo.» El Logos es Cristo, como dirá San Juan, y sólo a
través de este logos conoceremos a Dios. El mismo dogma religioso (abstracto
religioso) de la «encarnación» del Verbo en el Hijo de María es muy diferente del
dogma teológico metafísico de la Santísima Trinidad. En la Encarnación de la Segunda
Persona, del Logos, lo que se nos muestra (en el Evangelio de San Juan) es la naturaleza
religiosa de este Logos, y no ya a través de una persona animal, sino a través de un
hombre que además no es una persona humana, y que sólo alcanza su condición humana
mediante su unión hipostática con una personalidad divina, la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad.
Podríamos también establecer un paralelo entre la relación del eje angular como
resultante de una taxonomía lógica y los animales numinosos incorporados a este eje
angular y la relación entre la idea lógica del Dios des-encarnado del deísmo (el «Gran
arquitecto», el «Gran relojero», es decir, el Dios de los filósofos) –un ateísmo cortés,
decía Voltaire– y el «Dios del corazón» del vicario saboyano de Rousseau, un Dios
encarnado desde el principio en cada hombre, en el contexto de los demás hombres.
(Alfonso Tresguerres analizó en 1995, con gran profundidad, las diferentes posiciones
de los ilustrados ante la cuestión de la religión natural, en su artículo «El concepto de


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'religión natural'. Deísmo y filosofía materialista de la religión», El Basilisco, nº 18,


págs. 3-12.)

(4) Cuestiones relacionadas con la verdad de las religiones


El animal divino entendía, como contenido ineludible de una filosofía de la
religión, el reconocimiento «racional» (es decir, no fundado simplemente en la
«revelación» de la propia autoridad revelante que se presentaba como verdadera) de la
verdad de la religión, entendiendo por verdad, ante todo, la fundamentación de los
contenidos positivos de las religiones, en la medida en la cual ellos nos ponían, directa o
indirectamente, delante de la realidad de los númenes personales.
Sin embargo, El animal divino mantenía en la más completa indeterminación o
indistinción la naturaleza y estructura de la verdad que él proponía, en términos más
bien negativos, como fundamento de su filosofía.
Sin embargo sería injusto imputarle una total ausencia de rigor en este punto,
confundiendo la indeterminación, o la indistinción, con la oscuridad o falta total de
claridad. Porque la Idea de verdad que él necesitaba en el proceso de construcción de su
modelo tenía un alcance muy claro, aunque fuera negativo: «Verdad» de la religión
equivalía a negación de las teorías alucinatorias o subjetivas, animistas (en el sentido del
Tylor de Puente Ojea) de los númenes (los dioses no existen, son alucinaciones, o meras
vivencias subjetivas o proyecciones de animas, o alegoría de seres impersonales tales
como el Sol o el volcán). La verdad que El animal divino postulaba era la implicación
en la realidad extrasubjetiva, extrahumana, de los númenes (frente a las pretensiones de
las teorías animistas, del psicologismo o del babilonismo). Y ponía esta realidad en los
animales numinosos.
Pero el «material sebasmático» no se agotaba en las religiones primitivas. ¿Hasta
qué punto las religiones secundarias o terciarias, que ya no pretendían mantenerse en la
presencia de númenes corpóreos positivos, podrían seguir siendo consideradas como
verdaderas?
Sin duda, la verdad que pudiera serles reconocida a estas otras formas de religión
habría de derivar de la verdad originaria (lo que a su vez implicaba un curso de
transformaciones de unas formas de religiosidad en otras). De hecho, El animal
divino reconocía también otras modulaciones de la Idea de verdad, partiendo del
supuesto de una verdad originaria: por ejemplo, una verdad negativa, en sentido
dialéctico, como negación de un error o de una falsa conciencia previa. Incluso una
verdad perceptual (fenomenológica) o una verdad pragmática.
Sin embargo, las cuestiones que se habían planteado eran múltiples y urgentes.
Por ejemplo: ¿cómo puede hablarse, desde coordenadas materialistas, a propósito de la
religiones primarias, de la realidad de númenes personales no humanos, aunque el


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término «personales» figurase entre comillas, refiriéndose a los animales? ¿No


estábamos practicando un simple proceso de antropomorfización de los animales
linneanos y, por tanto, un proceso de proyección sobre ellos del eje circular? ¿Cómo es
posible afirmar que existen «númenes animales» ahí fuera (fuera del círculo de los
hombres)? En la fórmula, muy explícita, de Alfonso Tresguerres: ¿los animales, son
númenes reales y, por ello, al mismo tiempo, los animales son realmente númenes?
Pero cuando pasamos a las religiones secundarias, que son declaradas falsas, ¿no
hay que limitar la tesis de la subordinación de las religiones a la verdad? La verdad de
las religiones secundarias, ¿acaso podría ser otra cosa que la crítica a la numinosidad
que las religiones primarias ponían en los animales, suponiendo que las religiones
secundarias hubieran hecho esta crítica a las primarias, lo que es mucho suponer? Pero
entonces, ¿no estaríamos demoliendo el supuesto de que los animales primarios debían
ser realmente numinosos, y con ello contradecíamos escandalosamente los principios de
la teoría?

(5) Cuestiones relativas a la koinonia de los númenes con otros valores de lo


sagrado
Aunque estas cuestiones no han sido suscitadas en el curso del debate, salvo
tangencialmente, me parece que deben ser mencionadas también y precisamente a título
de limitaciones de las que El animal divino adolecía en virtud de sus mismos
planteamientos.
El animal divino se proyectó como una filosofía de la religión en su sentido más
estricto: la religación de los hombres con entidades personales no humanas; pero dejaba
fuera de su «campo visual» la consideración de otras muchas masas de fenómenos que
desde siempre han tenido mucho que ver con los fenómenos religiosos. Quedaban
abiertas, por tanto, cuestiones como las siguientes: ¿sería posible poner también estos
fenómenos (que intencionalmente al menos no mantienen relaciones con númenes
personales no humanos) en relación con los númenes personales, es decir, considerarlos
por ejemplo como subproductos de la religión, como supersticiones, en el sentido
tradicional?
En las Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la Religión, de 1988, tres años
después de la primera edición de El animal divino, se plantearon ya este tipo de
problemas a propósito del fetichismo (cuestión 8: «Reivindicación del fetichismo»). La
tesis que allí se mantenía tendía a disociar el fetichismo (y con él, la magia) de la
religión estricta. El fetichismo no aparece allí como un subproducto de la religión, como
una «superstición», sino que podía tener fuentes propias.
Dicho de otro modo, en los términos del espacio antropológico: el fetichismo no
sería un fenómeno irradiado de las figuras angulares, sino un fenómeno radial.


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Pero, a su vez, esto suscitaba la cuestión de las semejanzas: si fetiches y númenes


tenían fuentes diversas en el espacio antropológico, ¿cuál podría ser el fundamento de
su semejanza y, por tanto, la razón de que ellas fueran habitualmente tratadas juntas por
etnógrafos o por antropólogos? Y esto suscitaba inmediatamente otra cuestión: ¿qué
correspondencias podían tener los fetiches y los númenes en el eje circular?
Se imponía inmediatamente otra categoría sebasmática: lo santo (lo santo en
cuanto humano, por ejemplo, los dioses de Evehmero). En un Congreso celebrado en la
Universidad de León en septiembre del año 2000 expuse el proyecto de una sistemática
de los valores de lo sagrado, asignando los santos, los fetiches y los númenes a cada
uno de los ejes circular, radial y angular, respectivamente, del espacio antropológico
(«Los valores de lo sagrado: númenes, fetiches y santos»).
Dos cuestiones de carácter general cabe plantear a partir del reconocimiento de
estos «valores sebasmáticos» asignados a los diferentes ejes del espacio antropológico:
Una cuestión ontológica que podía formularse de este modo: ¿qué tienen de
común los númenes, los santos y los fetiches? ¿Qué tipo de «koinonia» los relaciona?
¿Mantienen relaciones pacíficas o polémicas? Todos ellos puede acogerse a la categoría
de lo sagrado (según se intenta justificar en el ensayo citado). Pero la cuestión abierta
es si lo sagrado, que no es un unívoco (respecto de sus especies: fetiches, santos y
númenes) sino un análogo, es un análogo de proporcionalidad (y en este caso, ¿cómo
estos valores se formaron en cada eje?) o bien si es un análogo de atribución. Y en este
caso, ¿qué tipo de valores han de ser elegidos como analogados principales? ¿Deberían
todos los valores de lo sagrado reducirse a los valores irradiados de los númenes, o a los
que irradian de los fetiches, o a los que irradian de los santos?
La cuestión gnoseológica tiene que ver con la misma definición de la disciplina
llamada «filosofía de la religión»: ¿habrá que considerarla como una parte de la
«filosofía de lo sagrado» (de una «Sebasmática», utilizando el término acuñado por
Ampère –dentro de su «Hierología»– en su célebre clasificación de las ciencias) o bien
habría que considerarla como una derivación de la filosofía de los númenes, de los
fetiches o de los santos? En cualquier caso, ¿habría que atribuir a los fetiches y a los
santos el mismo orden de trascendentalidad que la filosofía de la religión materialista
atribuye a los númenes, orden que justificaría la denominación de filosofía de lo
sagrado?


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III
Reanudación, tras el debate,
del proyecto originario de El animal divino
En la sección I hemos tratado de delinear el proyecto original de El animal
divino. En la sección II hemos tratado de fijar los límites dentro de los cuales se movió
la ejecución del proyecto, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto estos límites
podían removerse, abriendo paso a desarrollos más precisos del proyecto.
En esta sección III nos proponemos indicar las líneas de desarrollo más
importantes que el propio debate habría ya, en general, iniciado, sometiéndose siempre
a ulteriores confrontaciones y rectificaciones. El hecho de que en esta sección III
figuren precisamente confrontaciones y rectificaciones de algunas líneas que a lo largo
del debate parecían orientarse a imprimir «un cambio de rumbo» al proyecto originario
de El animal divino no significa que las «rectificaciones de las rectificaciones» no
reconozcan que ellas sólo han sido posibles gracias a las primeras rectificaciones, que
siempre podrían considerarse como un «experimento» que habría de verse siempre
como reproducible, aún a título de «ensayo dialéctico», aunque fuera para ser, a su vez,
rectificado.

(1) El debate en torno al dialelo


1. Señalaremos solo un punto del debate, si bien central: ¿cómo traducir las
rectificaciones propuestas por David Alvargonzález a términos del dialelo, al menos
cuando los referimos al eje angular?
Si no lo entiendo mal sus rectificaciones afectan precisamente al dialelo, en lo que
al eje angular se refiere, en un sentido que se orienta hacia su bloqueo: no cabría admitir
propiamente un dialelo del eje angular.
El eje angular formaría parte, a lo sumo, del espacio antropológico del presente (si
bien como región vacía del espacio, porque si no se admiten númenes reales en la época
paleolítica, menos aún se admitirán en la época del presente). Si se prefiere, de la teoría
del espacio antropológico; y digo «si se prefiere» porque cabría deducir, de las
rectificaciones de Alvargonzález, que ellas alcanzan a negar el propio espacio
antropológico tridimensional, en beneficio de un espacio plano, con dos ejes: circular y
radial. Al eje circular se adscribirían ahora las relaciones e interacciones entre
individuos, grupos, personas humanas; al eje radial se adscribirían las relaciones e
interacciones de los animales «desde una perspectiva etológica», es decir, al margen de
su aparición como animales numinosos.
Conviene subrayar que también Alfonso Fernández Tresguerres parece compartir
inicialmente esta interpretación del eje angular: «Y he afirmado, efectivamente, que los


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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados

animales se encontraban en el eje radial (del espacio antropológico, no del etológico),


porque los animales no eran otra cosa que un peligro del que defenderse o una fuente de
alimento y materias primas de las que apropiarse» (El Catoblepas, nº 39:10, mayo
2005). Sin embargo Tresguerres admite la ulterior constitución de un eje angular,
precisamente en el momento en el cual los animales etológicos radiales asumen una
forma de presencia numinosa; de suerte que aunque los animales no sean realmente
númenes –cuando se mantienen en el eje radial– podría en su momento afirmarse que
los númenes son reales cuando se manifiestan como númenes, situándose por tanto en el
eje angular.
José Manuel Rodríguez Pardo da cuenta precisa de este problema: «Suponer que
las relaciones entre los hombres y los animales eran radiales ya in illo tempore, y que
después se añadirían las angulares es tanto como suponer que el hombre ya era una
realidad perfecta, diferenciada de los animales, al contrario de lo que se supone en El
animal divino, que es en la propia relación entre los hombres y los númenes (los
animales paleolíticos) denominada religión, donde el hombre se constituye» (El
Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005).
Pero Alvargonzález no reconoce este proceso. Le parece no sólo gratuita, sino
absurda, la decisión de conceder a los animales la condición de númenes reales y sobre
todo la de personas o la de seres personiformes, contenidos por tanto de un eje
especificado por ellos, el eje angular (que también presupone, como inicialmente
Tresguerres, como religioso). Precisamente por no admitirlo tiene que apelar a la
hipótesis de una construcción (al margen del dialelo) del eje angular, en el momento de
analizar el origen de la religión en el hombre primitivo, a partir de unos componentes
circulares originarios.
Por ello insiste una y otra vez en la antigüedad de los teriántropos: no trata sólo de
constatar su presencia en las religiones primarias –lo que ya había sido constatado en El
animal divino a propósito de la figura de Trois-Frères– sino que trata de reivindicar los
teriántropos como las más antiguas reliquias del arte parietal, juntamente con la defensa
de la existencia de una cultura compleja anterior al Paleolítico superior (lanzas de
madera de Schöningen, 400.000 años antes de Cristo, &c.). La insistencia en la defensa
de la antigüedad de estos contenidos culturales tiene seguramente por objeto reforzar la
idea de una sociedad prepaleolítica ya organizada (eje circular y radial) y, por tanto,
capaz de desplegar una actividad mitológica de proyección o composición de
componentes circulares en «animales etológicos» (radiales): «Los númenes son reales
en cuanto que construcciones de la cultura objetiva». Quedaría así muy debilitado el
supuesto (que no es, por cierto, el de El animal divino) de un eje angular originario,
insinuado en la «religión natural» prepaleolítica.
2. ¿Y por qué sería absurdo, en el fondo, admitir animales numinosos reales (es
decir, un eje angular estricto) en los hombres primitivos?
Sin duda Alvargonzález no niega que estos hombres no pudieran emic percibir a
ciertos animales como numinosos; como seguramente tampoco niega que emic un ojo


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humano pueda percibir el color rojo de un objeto apotético. Pero no trataría de constatar
o de describir un fenómeno emic; se trataría de explicar cómo se produce el fenómeno,
supuesta su condición estrictamente emic. Y en esta explicación intervienen
presupuestos o prejuicios y, en particular, supuestos de índole psicologista (por no decir
cartesiana), relativos a la fuente de las cualidades secundarias (la cualidad de rojo o la
cualidad de numinoso). Cualidades que precisamente eran consideradas secundarias por
proceder del sujeto (que las «proyecta» en los «objetos» o las compone con otras
sensaciones), a diferencia de las cualidades primarias, que se suponen formando parte
del objeto real. El correlato del color rojo, como entidad objetiva, se reduciría al reflejo
de una luz de 603,5 mμ; esto dice la teoría física del color rojo. Pero el color rojo, como
cualidad de rojo, sólo sería una «secreción reactiva del alma (o del cerebro)» ante el
estímulo de la luz, del mismo modo a como la numinosidad animal, aunque percibida
por los hombres primitivos, no sería otra cosa sino una secreción reactiva del alma o del
cerebro de los hombres y residiría en el alma o en el cerebro de los hombres que la
perciben, según la teoría antropológica de la construcción cultural mitológica de los
númenes: «porque, evidentemente, el color rojo (en el ejemplo de Bueno) no está 'ahí
fuera'» (El Catoblepas, nº 37:1, carta 6, de Alvargonzález).
Ignoro las razones por las cuales puede parecer evidente a los mediatistas que este
color rojo que percibo en ese cuerpo apotético no pueda estar «ahí fuera». ¿Acaso es
más fácil entender cómo podría estar dentro del cerebro? ¿En qué región de la retina
ocular o de la retina occipital? ¿Acaso los objetos apotéticos mantendrían su condición
de tales si los colores desaparecieran enteramente, y no interviniese el tacto? En
cualquier caso, el ejemplo del color rojo fue aducido precisamente para justificar, por
analogía, la realidad de una visión objetiva, apotética, de una cualidad cuya teoría va
dirigida a probar su inmanencia subjetiva. El ejemplo iba destinado a sugerir la
posibilidad de la percepción de una numinosidad objetiva, aún en el supuesto de que
«en sí mismos» los animales no fuesen númenes; añadiendo de paso la crítica al
sustancialismo de la «existencia en sí» («animales en sí mismos», «cosas rojas en sí
mismas»), en nombre de la concepción de la existencia como coexistencia (los animales
–ciertos animales– en su coexistencia con los hombres primitivos, son realmente
númenes precisamente porque son númenes reales: la disyuntiva entre los animales
realmente numinosos y los númenes animales reales puede considerarse como una
disyuntiva aparente, cuando introducimos la idea de la coexistencia). Y en cualquier
caso, la analogía entre el color rojo y la numinosidad se detiene ahí, pero «a favor»,
cuanto a su realidad, de la numinosidad; porque mientras que el color rojo permanece
como tal «pasivamente», diríamos, en el objeto apotético, la numinosidad la suponemos
asociada a un sujeto que nos acecha, nos ataca y pone en peligro nuestra vida.
3. Pero los fundamentos últimos o, si se prefiere, los presupuestos o prejuicios
sobre los que se basa el rechazo de los «animales divinos» como númenes reales son
otros. Y podríamos reducirlos a los dos siguientes:
Primero, el supuesto (implícito) de que el eje angular o no se entiende, o ha de
entenderse como separado de los otros (si los animales son realmente númenes sería


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porque lo son en sí mismos; si sólo son tales ante el hombre, cuando coexisten con él,
ya no serían realmente númenes sino sólo de un modo aparente, de un modo
mitológico). Correlativa a esta hipóstasis condicional del eje angular constatamos una
hipóstasis del eje circular (previa a la angular) al referirse a las culturas humanas
prepaleolíticas.
Ahora bien, un eje no tiene por qué concebirse como separable de los demás,
como si la separabilidad fuese condición de su realidad. La realidad de cada eje siempre
está necesariamente vinculada a la de los demás ejes, aunque sea disociable de ellos, por
la composición sinecoide de las figuras de algunos con figuras diversas de los demás.
Por ello, el eje angular presupone siempre codeterminación (en alguna de sus figuras, en
nuestro caso, las religiosas) con el eje circular, así como recíprocamente. Y, por ello, la
condición de persona humana (como diremos después) implica la «neutralización» del
eje angular (no su abolición).
Segundo, el supuesto –acaso el más importante– en virtud del cual parece
necesario descartar a priori la numinosidad de los animales reales (por tanto, el eje
angular). Este supuesto es de índole ontológica: un animal numinoso –parece
presuponerse– debiera ser una persona dotada de «voluntad», «entendimiento» y
«capacidad de hablar» con otras personas (en nuestro caso, revelar –la persona
numinosa a la persona humana– y orar –la persona humana a la numinosa–). Parece
como si David Alvargonzález estuviera aherrojado por la sentencia de Thomas Szasz,
«si alguien dice que habla con Dios, está rezando; si alguien dice que Dios habla con él,
está esquizofrénico». Quien cree que los animales-númenes del Paleolítico «hablaban»
con los hombres está esquizofrénico o, por lo menos, estará atribuyendo a los hombres
primitivos, si no la condición de esquizofrénico, sí la condición de una falsa conciencia:
«Especialmente, Bueno no tendría en cuenta que los númenes paleolíticos tienen
componentes ineludibles de falsa conciencia (componentes míticos, confusiones y
oscuridades, cuando se evalúan desde el presente» (Alvargonzález, pág. 32 del texto
original de su conferencia; fragmento que no aparece en la edición impresa de las
Actas).
Ahora bien, según esto, dado que los animales no pueden ser númenes personales
(como debieran serlo si se les considerase como núcleo angular de la religión), la
atribución a ciertos animales de «características propias de los númenes personales»
(Alvargonzález, pág. 8 del original, pág. 217 de las Actas) sólo podrían ser el resultado
de alguna construcción o teoría mitológica (que implica lenguaje fonético doblemente
articulado) y que tendrían al menos alguno de los siguientes componentes, según
Alvargonzález:
«1. Adjudicar a los animales la capacidad de entender a los hombres cuando
éstos les hablan: el ruego, la oración, la ofrenda y el sacrificio son componentes
de las religiones del Paleolítico que suponen que los animales tienen capacidad
verbal similar a la humana.


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2. Adjudicar a los animales más inteligencia de la que tienen (rasgo que puede
aparecer conectado o no con el anterior).
3. Adjudicar a los animales caracteres de personalidad humanos (pendenciero,
adulador, &c.) y caracteres morales propios de personas (malo, bueno, dañino,
mentiroso, desleal, &c.).
4. Suponer que los animales están sujetos a normas morales en su trato con ellos
y con los hombres.
5. Por último, en los casos en los que aparece una combinación fantástica de
caracteres morfológicos de varios animales no humanos (los teriomorfos) o de
animales no humanos y humanos (los teriántropos), esta combinación de rasgos
también podría interpretarse como un componente mítico del núcleo de las
religiones del Paleolítico.» (Alvargonzález, págs. 217-218 de las Actas)
No cabe duda que estas construcciones o «teorías mitológicas» son constatables a
lo largo del curso de las más diversas religiones; y que, por supuesto, pudieron también
ser desplegadas, y lo fueron de hecho, en el Paleolítico. El animal divino se refiere (1ª
ed., 1985, pág. 101; 2ª ed., 1996, pág. 105) al «teriántropo dualista» de El Juyo, y en su
pág. 113 (en la 2ª ed., pág. 117) al teriántropo, acaso un hechicero, de la cueva de Trois-
Frères. Pero la constatación de estas construcciones o teorías mitológicas no tiene nada
que ver con la tesis que niega la numinosidad real de los animales paleolíticos
involucrados en la religiosidad primaria.
Por de pronto, la tesis de la numinosidad real de algunos animales paleolíticos no
implica su condición exenta de cualquier representación concomitante (es decir, como si
la numinosidad animal tuviera, para aparecer, que presentarse exenta o pura de
cualquier «marco mitológico» procedente de regiones radiales o circulares que
suponemos están siempre acompañando al eje angular); más aún, puede asegurarse que
los fenómenos específicos del eje angular están siempre, según la doctrina del espacio
antropológico, involucrados con otros fenómenos propios de los demás ejes (y que esta
circunstancia explica la presencia temprana del teriántropo, sin perjuicio de númenes
animales no humanos).
Pero si se afirma que la «cualidad de numinoso» que se reconoce, al menos emic,
en la percepción de ciertos animales paleolíticos, «emana» del eje circular, ¿no se está
diciendo también que la numinosidad emana del hombre, conculcando el hecho del que
partimos: que lo numinoso es cualidad del animal? Nada se ganaría apelando a
la novedad del compuesto (circular + angular) –por ejemplo, en el teriántropo–, puesto
que precisamente lo que esta «novedad» debiera hacernos esperar sería esto: que lo
numinoso no procede del componente humano, sino de lo que no es lo humano, es
decir, de lo que es animal. La hipótesis de la novedad resultante de un mixtum
compositum exigiría introducir un «mecanismo especular» en virtud del cual los
hombres comenzarían a hacer algo así como «conocerse a sí mismos» cuando vieran su


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imagen reflejada en la forma de un animal numinoso. Pero este mecanismo es


enteramente gratuito y multiplicaría los entes sin necesidad.
La cuestión de fondo, por tanto, es otra. Pues no se trata de que la numinosidad
específica (angular) esté «envuelta» o «compuesta» siempre con algunos contenidos
procedentes de otros ejes, radiales o circulares (llámese o no «mitología» a una tal
composición o envolvimiento).
Se trata, ante todo, de si cabe la posibilidad de reconocer animales realmente
numinosos, o si esta posibilidad debe ser rechazada a priori, por lo que su
reconocimiento implicaría «adjudicar» (es decir, sobreponer, atribuir propiedades en
principio extrínsecas) capacidades propias de los hombres o incluso de las personas
humanas (capacidad verbal, inteligencia superior, características de personalidad,
normas morales...) que ellos no pueden tener si se les juzga desde el presente, es decir,
desde la Etología actual. Como si la Etología del presente rechazase de plano
características de esta índole a los animales, y no sólo a ciertos animales.
4. Precisamente El animal divino sólo se atrevió a salir al público, como ya hemos
dicho, cuando la Etología del presente recibió una suerte de «reconocimiento oficial»
con motivo de la concesión del Premio Nobel a sus más notorios representantes del
momento. Fueron los descubrimientos de estos etólogos, y de otros muchos etólogos o
lingüistas (por ejemplo Egon Brunswik –con su teoría de la «conducta animal
raciomorfa»–, Eibl-Eibesfeldt, Gardner, Premack...) los que permitieron poder hablar
sin escándalo, para las generaciones formadas en el mecanicismo, de los «lenguajes
animales» y de la «inteligencia» y aún de la «razón» animal. En cualquier caso, El
animal divino nunca atribuyó, porque no lo necesitaba, «capacidad verbal similar a la
humana», ni siquiera «capacidad verbal» a los animales. Se refería (ver pág. 153) a
«relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar 'lingüística' (en
sus revelaciones o manifestaciones)». Y, para mayor abundamiento, «lingüística»
aparece entre comillas, como un guiño a los apasionados debates de aquellos años sobre
los «lenguajes animales» (uno de ellos muy reciente entonces, que había tenido lugar en
Oviedo, en un Congreso de lingüistas, presidido por Emilio Alarcos, y en el cual la
mayoría de los lingüistas allí presentes se indignaban al escuchar una exposición casi
literal de los informes de Premack o los Gardner, que me correspondió ofrecer).
Todavía en 1994, cuando Alfonso Tresguerres expuso en Santa Clara, ante más de
cincuenta profesores de filosofía cubanos, las tesis de El animal
divino, sorprendentemente, por tratarse de un auditorio materialista, se encontró con las
risas y el rechazo del auditorio al hablar de la etología y las culturas animales: el
profesor Pablo Guadarrama le objetó airadamente que la Etología era una «disciplina
burguesa» que había sido cultivada por los nazis, y sólo el auditorio se calmó y cambió
de actitud cuando los argumentos brillantemente expuestos por Tresguerres fueron
reconocidos y corroborados in situ por el profesor cubano Manuel Martínez Casanova,
que en su condición de veterinario y profesor de filosofía, estaba en situación de
informar a sus colegas y alumnos que, efectivamente, aunque las tesis oficiales de la


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filosofía cubana dijeran lo contrario, la realidad aceptada en el mundo era la de la


Etología («Númenes animales en el Caribe»).
Pero en cambio El animal divino sí reconocía (no «adjudicaba» más o menos
gratuitamente, o caprichosamente y, en todo caso, dando desde fuera a los animales algo
que ellos no tuviesen) a los animales paleolíticos «capacidad lingüística», no sólo en
términos de comunicación «no verbal» (conductas de acecho, de amenaza...) sino
también de comunicación fonética articulatoria y auditiva (gruñidos, rugidos, mugidos,
silbidos). De este modo se reconoce a los animales paleolíticos (como también a los
actuales) la capacidad de percibir a los hombres, de «medir las fuerzas de los hombres»,
de interpretar muchos de sus movimientos gestuales o no gestuales (e incluso interpretar
gestos humanos de humillación o de apaciguamiento): todo esto es incompatible con la
pretendida representación que se nos quiere ofrecer de los animales paleolíticos como
una especie de organismos movidos por automatismos reflejos, incapaces de interpretar
la conducta global de los hombres cuya evolución se iba produciendo en su entorno, y
codeterminadamente con ellos. Por la misma razón se reconocía a los hombres
capacidad para interpretar (sin perjuicio de eventuales errores) conductas de otros
animales.
Advertimos, en todo caso, que esta capacidad de comunicación «lingüística» no
verbal (gestual, expresiva o apelativa) atribuida a los animales no humanos, no tiene en
sí misma significado numinoso, sino etológico general. Y, en el caso del hombre –es
decir, cuando consideramos a los grupos humanos ya constituidos– significando
relaciones angulares establecidas entre los hombres y animales no humanos (pero no
necesariamente religiosas).
Más aún, también cabe atribuir a los animales, a ciertos animales, una
«personalidad» precisa e individual, susceptible de recibir nombres propios (Bucéfalo,
Laika, Sara, Washoe) –y esto sin necesidad de tener que admitir las pretensiones de los
últimos etólogos firmantes del «Proyecto Gran Simio», ni menos aún, las de los
firmantes de la «Declaración Universal de los Derechos de los Animales»–.
Una «personalidad» que no se hará consistir en ser sujeto de atribución de
«caracteres de personalidad humanos» (por cierto, reducidos a cualidades psicologistas:
«pendenciero, adulador») –pues los «caracteres morales» citados, y tal como se citan
(«malo, bueno, mentiroso...») también los etólogos se los atribuyen a los animales (que
también engañan, son objetivamente dañinos, buenos o malos)–. La personalidad que se
les atribuye se apoya sobre todo en ser «centros prácticos de voluntad y de inteligencia»
(vis appetitiva y vis cognoscitiva), que están actuando in situ, en concreto y
perentoriamente ante unos hombres primitivos, acaso no plenamente humanos, pero sí
análogos a los humanos en el terreno de las interacciones prácticas. La conducta de
acecho, engaño, camuflaje, &c., que un animal mantiene ante un grupo humano puede
ser percibida por este grupo como análoga a la conducta de acecho, engaño, camuflaje,
&c., que ese grupo advierte respecto de otros grupos humanos enemigos; y la advierte
como análoga porque en realidad es análoga. Porque de lo que se trata es del


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enfrentamiento de una «voluntad» o «apetito teleológico» animal y de una voluntad y


entendimiento prácticos humano, orientado a mantener la integridad del organismo,
amenazada por la «voluntad enemiga» de destruirlo. Las conductas etológicas
interespecíficas podrían también ser asignadas a un eje del espacio etológico, similar al
eje angular del espacio antropológico; un eje angular interespecífico que mantendría
intactas sus diferencias con el eje angular del espacio antropológico, un eje angular
etológico, en el cual, desde luego, no podrían figurar contenidos religiosos, puesto que
este presupone la «plataforma» de un eje circular especificado por su materia. Los ejes
del espacio antropológico no se diferencian, en principio, de los posibles ejes de un
espacio etológico (atribuidos a cada especie zoológica) en cuanto ejes de un «espacio
formal tridimensional», sino por los contenidos materiales específicos característicos de
cada eje; contenidos que no excluyen momentos genéricos comunes a las diferentes
especies.
La consideración de «escándalo antropomórfico» que para muchos merece aún el
reconocimiento de la «personalidad» de los animales deriva, acaso, de una concepción
espiritualista de la persona, en versiones más o menos radicales, que van desde la
versión espiritualista extrema de Malebranche –que vería como un «residuo de
paganismo» a la definición aristotélica del hombre como animal racional– hasta las más
moderadas de los «psicólogos de la personalidad humana» que subrayan factores ellos
mismos «mentalistas» (tales como conciencia o reflexividad). También, incluso, desde
posiciones similares a las de las concepciones humanistas de la persona como entidad
exclusivamente antrópica (que presiden, por ejemplo, la concepción actual jurídica de la
persona) que la circunscribe a campos humanos (el Código Penal ya no procesa a un
perro que ha matado a un hombre).
Pero el humanismo personalista, o el personalismo humanista, por mucho que se
escandalice de quienes atribuyen «personalidad» a sujetos no humanos, no debiera
olvidar que la Idea misma de persona humana (en particular, de la persona en sentido
jurídico) procede de fuentes distintas de la «tradición humanística». En nuestra
tradición, la Idea de persona procede de los debates teológicos cristianos que tuvieron
lugar en los Concilios de Nicea, de Efeso, &c., acerca de las Personas de la Santísima
Trinidad (que no eran humanas, y que por tanto estaban más próximas al eje angular;
pues no tendría sentido situarlas en el eje circular o en el radial) y, en particular, de la
personalidad de Cristo, a quien, por cierto, sólo se le «adjudicaba» la personalidad
humana a través de la Segunda divina persona de la Santísima Trinidad (el Concilio de
Efeso estableció dogmáticamente que Cristo tenía una sola Persona, que era la Persona
divina, que incorporaba a la naturaleza humana: Cristo era, por tanto, un «hombre
divino», es decir, un animal divino, si el hombre es animal).
La persona humana, y la personalidad humana, por tanto, es una institución
histórica y cultural muy tardía. Ya hemos observado lo improcedente de construcciones
tales como «persona neandertal» o «persona pitecántropa» (a pesar de que algunos
paleoteólogos, sobre todo si son cristianos, considerarían personas a estos «hombres
primitivos»).


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Las cuestiones filosóficas que la persona envuelve tienen que ver precisamente
con la cuestión de la coordinación biunívoca entre el conjunto de las personas humanas
y el conjunto de los individuos humanos (conjunto que contiene subconjuntos muy
anteriores al paleolítico). La persona humana, en cuanto institución cultural histórica,
tiene sus propias características. Si se quiere, es una convención, una ficción jurídica,
considerar a un subnormal profundo de nacimiento la condición jurídica de persona
humana; lo que no quiere decirse con esto que se hayan resuelto los problemas
filosóficos de su condición de persona. La consideración de persona ha de entenderse,
ante todo, como una norma práctica, porque ofrece criterios prudenciales para tratar
esos casos límite, pero no por ello excepcionales. Y, por supuesto, no cabe, sin
prosopopeya, adjudicar la personalidad a individuos vivientes no humanos, sean dioses,
demonios o animales, sean acaso muchos de nuestros «contemporáneos primitivos» (a
los cuales las normas internacionales, inspiradas en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, les concede personalidad a la manera como se la concede, como
hemos dicho, a los subnormales profundos congénitos).
Pero todo esto no excluye la legitimidad de hablar de personas no humanas,
anantrópicas, y, por tanto, la legitimidad de hablar de la personalidad propia de ciertos
animales del Paleolítico superior, sin que esto implique en modo alguno «adjudicar a los
animales caracteres de la personalidad humana»; de la misma manera los animales,
incluso las personalidades animales no humanas, aunque no estén sujetos, desde luego,
a normas morales (que suponemos humanas, en cuanto que son normas), no dejan de
estar sujetas a pautas (por ejemplo, rituales, no ceremoniales) que funcionan como
criterios distintivos y permiten predecir su comportamiento.
5. Recapitularemos nuestra «rectificación» a la «rectificación» propuesta en este
punto por David Alvargonzález.
Suponemos, por nuestra parte, que el eje angular del espacio antropológico es un
eje etológico, pero especificado ya como humano (la condición etológica de un eje no
implica que este eje haya de requerir ser pensado siempre como «momento genérico»
zoológico). El eje angular es un eje que está definido para ser reconocido en un presente
histórico. No es un eje prehistórico (en el sentido estricto) que el desarrollo histórico del
hombre hubiera logrado borrar. Todavía existen hoy animales con los cuales los
hombres se comunican como si fueran personas no humanas. Y una gran porción de la
conducta humana del presente está orientada por las expectativas de mantener
comunicación lingüística –no telepática– con sujetos personales o personiformes no
humanos, con animales no linneanos, extraterrestres, que implican, desde luego, un
espacio práctico dado en el eje angular (y esto sin tener en consideración a las prácticas
humanas animistas, el culto a los dioses, a los ángeles o a los demonios, muy vigentes
en el presente).
La Etología es precisamente una disciplina fundada en el reconocimiento práctico
de un eje angular, frente al mecanicismo preetológico que, como es sabido, fue siempre
muy limitado (José Manuel Rodríguez Pardo, que ha intervenido ampliamente en este


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debate, ha estudiado en su tesis doctoral estas relaciones: «El alma de los brutos en la
filosofía española del siglo XVIII, en el entorno del Padre Feijoo. Análisis desde el
materialismo filosófico», 2004).
Por consiguiente, cuando retrotraemos, por exigencias del dialelo antropológico,
el eje angular del espacio antropológico del presente al presente prehistórico, no
necesitamos poner en marcha «teorías mitológicas» a fin de atribuir a los hombres
prehistóricos un eje angular, con referencia a determinados animales de su entorno. A
determinados animales: aquellos con los cuales cabe hablar de interacción operatoria –
de percepciones, apetitos... a escala operatoria– excluyendo, por supuesto, a los
animales invisibles o intangibles en la época, ya fuera por habitar en lugares incógnitos,
ya fuera por ser inaccesibles al ojo humano, como es el caso de los animales microbios.
Otra cosa es la cuestión de la «transformación» del eje angular humano
(etológico, pero ya especificado como humano) en el eje que contiene a los númenes
reales, a los animales numinosos. Pero esta cuestión desborda el debate en torno al
dialelo (aunque obviamente está profundamente vinculada con él) y pertenece más
propiamente al debate en torno a la inversión antropológica, es decir, a la cuestión de la
anamórfosis de las estructuras etológicas y, entre ellas, las mismas relaciones angulares
entre los hombres y los animales, en lo que tengan de relaciones interespecíficas
humano-zoológicas (subgenéricas o cogenéricas), en instituciones genuinamente
antropológicas, como puedan serlo las instituciones religiosas. Y también, desde luego,
en otras instituciones angulares no religiosas, como pueda serlo la institución de los
«animales domésticos de compañía», o la propia institución de la Etología, cuyas
afinidades con la Teología ya hemos señalado en otras ocasiones («La Etología como
ciencia de la cultura», El Basilisco, nº 9, 1991).

(2) El debate en torno a la inversión antropológica


1. Hemos presentado la «inversión antropológica» como un proceso en cierto
modo recíproco del proceso del dialelo antropológico.
Es obvio que partiendo de una situación en la que los animales son concebidos
como entera y puramente zoológicos, la manera más expeditiva de explicar su
numinosidad será la de suponer un mecanismo de «composición» o catástasis (tomando
este término en general, más que en su especificación puramente dialéctica) de
contenidos «personalistas» procedentes del eje personal por antonomasia, a saber, del
eje circular del espacio antropológico, con contenidos zoológico-etológicos que todavía
no se consideran adscritos a un eje angular, sino a un eje radial. Los contenidos de este
eje circular (o contenidos circulares) se compondrán por catástasis con los animales
etológicos, y de esta composición resultarían los númenes animales y, con ellos, un eje
angular («viciado», desde el principio, por una «falsa conciencia»). En palabras de
Alvargonzález: «...para que ciertos individuos animales (que son animales de la


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Zoología) se conviertan (emic) en númenes personales hace falta la composición de


elementos 'angulares' con elementos 'circulares', hace falta que los aspectos 'angulares'
(etológicos y ecológicos), sin dejar de actuar, se reorganicen de un modo sui
generis al componerse con contenidos 'circulares'» (pág. 16 del original, pág. 224 de
las Actas, en las que el resaltado de los términos en negrita ha desaparecido).
Sin embargo, las expresiones «elemento angular» o «aspecto angular» implican
una concesión, por parte de Alvargonzález, que no ha sido justificada (si el eje angular
comienza con los númenes), a la tesis del eje angular del espacio antropológico. Pero
este eje sólo podría admitirse como un residuo emic, que quedaría después de haber
retirado a los animales la condición de núcleo angular del proceso de inversión. Más
que en un eje angular se estaría pensando en los individuos animales de la Zoología
(acaso ni siquiera de la Etología) que se convierten emic en númenes personales; con lo
que el eje angular será también sólo emic (al menos cuanto a sus contenidos
numinosos).
En cualquier caso tampoco parece que hubiera mayor inconveniente en reconocer
un eje angular para acoger las relaciones e interacciones específicas hombre/animal, con
tal de que en este eje figurasen, como núcleos de la religión, los animales de referencia.
En cualquier caso ésta hipótesis –la composición de los aspectos circulares (tomados
como fuentes de los contenidos personales) con los aspectos animales (puramente
zoológicos)– seguiría arrastrando mucho de ese «mecanismo de proyección» (aunque se
llame «mecanismo de composición») de los contenidos personalistas circulares en unos
animales concebidos como ajenos, en sí mismos, a cualquier rasgo propio de una
personalidad humana, y que sólo los recibirían por «adjudicación». En efecto: si se
supone que los rasgos propios de una personalidad se encuentran en el eje circular (lo
que es mucho suponer, salvo que nos movamos en un terreno jurídico) y se supone
también que la numinosidad animal implica rasgos de personalidad, ésta sólo podría
proceder del eje circular, por lo cual los númenes animales resultarían de un compuesto
de rasgos circulares y angulares; composición que podría dar lugar, desde luego, a
un novum, a saber, los númenes animales (del mismo modo –se explica– que cuando el
carbono y el oxígeno se componen, para dar lugar al dióxido de carbono, no decimos
que el carbono, por ejemplo, se «proyecte» sobre el oxígeno).
Sin embargo, sí que habría que decir que los componentes personales del numen
animal proceden del eje circular antes que de los propios animales no humanos. Lo que
nos devuelve a una posición muy próxima a la que podría resultar de una proyección
«humanista o psicologista». Joaquín Robles ha visto con claridad esta conclusión:
«Porque la composición de carbono y oxígeno en monóxido o dióxido es
el resultado, bien de operaciones (de un químico) químicas, bien anantrópicas
bajo determinadas condiciones, que dan lugar al monóxido o al dióxido,
'objetivos' y bien reales, sujetos, por lo demás, a los principios de la química
(por ejemplo el de conservación de la masa). Sin embargo los teriántropos son
figuras del 'arte parietal' (y sólo en este sentido son objetivas) que, en modo


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alguno pueden considerarse como algo más que alucinaciones (o verdaderas


apariencias falaces) del sujeto que las pintó. Y si en la composición del
monóxido o del dióxido no hallamos sino principios objetivos que explican la
composición misma de un ente real y objetivo ¿qué principios podemos
representarnos como fundamento de la composición angular-circular de los
teriántropos?» (Robles, El Catoblepas, nº 38:19.)
Por su parte Alfonso Tresguerres observa certeramente que:
«Desde la posición defendida por Alvargonzález, todo el papel que a éstos
[los animales] les corresponde en la génesis de la religión es haberse convertido
en receptores y referentes de la fabulación mitológica del ser humano.»
(Tresguerres, El Catoblepas, nº 39:10.)
2. En cualquier caso, El animal divino se opone frontalmente a la interpretación
meramente emic de la numinosidad animal. Y si damos por presupuesto un espacio
antropológico con un eje angular etológico pero específico (en el cual puedan figurar los
animales no humanos en sentido cogenérico o subgenérico respecto de los animales
humanos, sin aparecer todavía como específicamente numinosos) la cuestión de la
inversión antropológica del eje angular habrá que retrotraerla ya antes de la aparición de
los númenes animales (por ejemplo, al estado confuso de los achuar, de los que hemos
hablado antes), y la cuestión se replantearía, no ya tanto como el problema de la
incorporación de los animales «en sentido puramente zoológico» a la condición de
contenidos numinosos de un eje angular (considerado, de hecho, como eje emic, al
menos en relación con estos contenidos) sino como el problema de la incorporación (en
una fase de la anamórfosis) al eje angular etológico humano de los contenidos
numinosos.
3. El proceso de inversión antropológica no es, sin embargo, repentino,
instantáneo, una «emergencia»; por la misma razón tampoco puede cifrarse en algún
cambio puntual en la connotación (la bipedestación, el pulgar oponible, la dominación
del fuego, el uso del palo, de las armas arrojadizas o de «lenguaje fonético»). El proceso
de inversión no es lineal, sino multilineal, y por tanto requiere lapsos seculares de
tiempo (aún manteniéndonos dentro, por ejemplo, del llamado «esquema evolutivo
multirregional» que Milford Wolpoff propuso en 1990). Y esto significa, sobre todo,
que los «cambios puntuales» sólo alcanzan significado en el contexto de la inversión
antropológica por sus efectos futuros, por su dimensión potencial (medida, por ejemplo,
por su capacidad de composición con otros cambios, también potenciales). De donde
habrá que deducir que los hombres que están experimentando este cambio sólo son
hombres potencialmente, y no en acto; son hombres en la medida en que prefiguran o
preconforman al hombre, cuando en sí mismos son protohombres, hombres incipientes,
o, en términos tradicionales, hombres salvajes, hombres fósiles u hombres primitivos
(siempre que dejemos de lado, por metafísica, la idea de una «situación alienada» del
salvaje o del hombre primitivo, porque una tal situación presupone a unos hombres
previamente dados en plenitud, pero que habrían perdido, por el pecado original o por la


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división en clases, esa mítica condición originaria). El protohombre, como el salvaje, ha


de ser hombre no sólo en sentido potencial, sino actual, aún cuando en este sentido
«actual» el protohombre o el salvaje se nos presente como un hombre inferior (no en
términos absolutos, sino por la relación de dominación que sobre él tiene el «adulto
civilizado»).
Es cierto que el humanismo implícito en el relativismo cultural radical (que
inspira, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos) tiende a borrar el
concepto de protohombre, o el de hombre inferior: «Salvaje es quien llama a otro
salvaje», decía Lévi-Strauss. Pero esto llevaría a concluir que no hay nada intermedio
entre los primates y los hombres, condición que es incompatible con los resultados de la
primatología y de la antropología paleontológica. No es fácil aceptar que cualquier
individuo del grupo antropomórfico de la Nueva Guinea que hace sesenta años
practicaba rituales todavía más repugnantes que los del vudú actual, hubiese de ser
considerado, no ya sólo como persona (según los convenios de la ONU) sino incluso
como plenamente humano, en virtud de los principios del humanismo relativista.
Pero que no sea «plenamente humano» no quiere decir que sea un homínida, una
especie de orangután, de chimpancé o de pitecántropo. Sencillamente es hombre no sólo
potencialmente (los aborígenes de Nueva Guinea pudieron integrarse «en la
civilización») sino también actualmente, pero a título incipiente, de acuerdo con los
criterios de hominización que utilicemos (como puedan serlo las relaciones de
parentesco elemental o la fabricación de armas).
En este proceso es decisiva la consolidación del lenguaje fonético
«gramaticalizado», sintáctico, el llamado «lenguaje moderno» respecto de los
protolenguajes homínidos. La importancia que para la génesis de las religiones
primarias puede tener, como apunta Pedro Santana («Breve nota sobre las hipótesis
acerca del origen del lenguaje humano», El Catoblepas, nº 40:10, junio 2005), el
llamado «lenguaje moderno» (con una sintaxis desarrollada, respecto del protolenguaje,
que podría vincularse a la religión natural) habría que cifrarla, desde luego, en el hecho
de «posibilitar la transmisión de conocimientos mediante discursos de cierta longitud...»
–posibilidad que sin duda hay que poner en conexión con la actividad mitopoiética que
se anuncia ya en las religiones primarias–, pero también, sobre todo, en la conformación
de una «concavidad» por medio de las interacciones entre los individuos de un grupo
humano que, mediante un lenguaje propio cada vez más complejo y sólo inteligible en
el ámbito de esa concavidad, va segregando o dejando fuera, como extraños, a los
animales o a otros grupos humanos que no pueden participar en esa «concavidad». El
carácter «extraño» de los animales que, aún en la época del protolenguaje, mantuvieron
comunicación no verbal fluida con los hombres, será la condición para que tales
animales «que me enardecen en cuanto son semejantes» (en palabras de San Agustín
referidas a lo divino), comienzan a poder «aterrorizarme» de un modo especial, cercano
al «misterio», cuando se les percibe, desde su semejanza genérica, como desemejantes,
pero amenazantes y dominantes.


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Por nuestra parte seguiremos acogiéndonos al criterio de la normalización, como


característica de los contenidos del espacio humano, en la medida en la cual este criterio
es a la vez diferencial de los primates, y aún de los homínidos o salvajes humanos
dotados, sin embargo, de notable inteligencia técnica, y aún de atributos raciomorfos
teleológicos, pero dentro de una conducta que será improvisada o rutinaria, no
normalizada. Cuando estos homínidas ya sean hombres se les podrá considerar
como hombres ferales, hombres fiera, acaso el homo habilis, acaso el homo
antecessor, aunque sean muy inteligentes y astutos (como ejemplos semiliterarios
podremos poner al salvaje de Aveyron y a Caspar Hauser). La normalización implica un
proceso de confluencias de grupos de hombres ferales cuyas rutinas pueden
transformarse en normas (lo que ya implica un proceso histórico). Esto nos permitirá,
según el criterio, hablar ya de sociedades humanas plenas (sin necesidad de ser
civilizadas).
En cualquier caso, el proceso de inversión antropológica no tiene por qué ser
entendido como un proceso lineal («monogenista»), incluso en el supuesto de que nos
acojamos a la llamada «hipótesis del arca de Noé», defendida en 1993 por Christopher
Stringer. La hipótesis poligenista ofrece múltiples variantes de inversión antropológica
(incluso en el supuesto de que todas estas variantes procedan a su vez de un tronco
común) que permitirán interpretar de otro modo la diversidad de lenguas, costumbres,
pero también de contenidos del eje angular (no en todas las regiones de la Tierra habitan
los osos, las serpientes o los tigres de diente de sable).
4. La inversión antropológica, en lo que a los númenes animales concierne, queda
planteada de este modo: partiendo de un eje angular dado en un espacio etológico
específicamente humano (subgenérico, incluso cogenérico), ¿cómo tiene lugar la
incorporación en este eje de los animales en tanto que animales numinosos?
David Alvargonzález ha tenido el acierto de movilizar el «esquema de la esencia»
que ya fue utilizado en el análisis de la constitución de las sociedades políticas. De este
modo, cabrá decir que las relaciones angulares (que aquí entenderemos o bien como
relaciones confusas, en el sentido achuar, o bien como relaciones angulares humanas
cogenéricas o transgenéricas (aunque no sean religiosas), no constituyen el núcleo de la
religión, pero sí su género radical. Dice Alvargonzález en su carta nº 4, de 3 de agosto
de 2004, a Íñigo Ongay: «Utilizando un esquema que Gustavo Bueno ha usado al
aplicar la teoría de la esencia a las sociedades políticas podríamos decir lo siguiente: Las
relaciones angulares, por sí solas, no conforman el núcleo de las religiones primarias
sino que han de ser vistas como un género próximo, un género radical o raíz, que tiene
que ser descompuesto en partes suyas y reestructurado a otra escala para que el núcleo
se constituya (por metábasis o catábasis que conducen a especificaciones
transgenéricas)» (El Catoblepas, nº 37:1.) Este género radical tendría que ser triturado o
desestructurado en sus partes, que ulteriormente habría que recomponer.


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Ahora bien, la cuestión estriba (si asumimos esta propuesta sobre la esencia) en
interpretar qué tipo de partes del género radical han de ser utilizadas. Y el análisis
depende del modo de entender la realidad de los númenes animales.
Si estos se entienden como númenes emic el análisis distinguirá en el «género
radical» los componentes zoológicos y los componentes circulares humanos, que van a
componerse o a proyectarse sobre aquellos.
Pero si los númenes animales se consideran reales (etic, no solo emic; y teniendo
en cuenta que la oposición etic/emic no es disyuntiva –no es una dicotomía, como
proponía Marvin Harris– puesto que la perspectiva etic puede englobar también en sí a
la emic) entonces el análisis del género radical, del eje angular en este caso, tendrá que
ir por otro lado. A saber: separando o descomponiendo en el eje angular humano
etológico los componentes no numinosos y los componentes numinosos.
¿Y cómo podríamos delimitar estos componentes numinosos? Precisamente
señalando aquellos animales que, desde la «plataforma circular» (o protocircular) desde
luego, se nos enfrentan como «centros de conocimiento y de voluntad personales» que
nos envuelven con su «plan teleológico» (personal), nos acechan, nos hacen ver que nos
encontramos en su campo visual, que nos reducen a la condición de sujetos finalísticos
de sus propios intereses o apetitos, ante los cuales para nada valen nuestros ruegos u
oraciones. Es decir, se comportan con los hombres como otros hombres también se
comportan con nosotros: son personas no humanas y en esto reside precisamente su
numinosidad. Siendo semejantes a nosotros nos son completamente ajenos y
heterogéneos desde el punto de vista práctico. Son otros, heterogéneos, y es ese
componente heterogéneo suyo (que ya no puede ser «circular») el que podrá convertirse
en núcleo de su numinosidad.
Es evidente que esta numinosidad (que supone ya una trama humana circular muy
desarrollada) sólo comienza a existir desde la plataforma circular. Desde ella se percibe
ante todo su distancia, es decir, la «extraña profundidad» del «animal ante mí» (en
primera persona) que comienza a verse como numinoso. Pero esto no quiere decir que
tal numinosidad sea únicamente emic (una impresión o sentimiento subjetivo-humano,
incluso alucinatorio), pues esa impresión va referida precisamente al animal de ahí
fuera, que me amenaza real y perentoriamente, apotéticamente, y real en su extrañeza
activa. Recordamos, como ilustración, al oso de la película de Jean Jacques Annaud.
¿Y autoriza esto a concluir que el animal no es numen realmente, o «en sí», sino
«en mí»? ¿Es que acaso cabe hablar de un animal (o de la figura de un animal vivo y
activo) como entidad que pueda existir «en sí»? El animal, en su figura y en su acción, y
aún en su morfología, coexiste siempre con otros animales y se configura ante otros
animales. Un animal aislado, en sí, es una pura construcción abstracta. La propia
morfología de muchos animales, precisamente de aquellos que podrán aparecer como
numinosos, es alotética y está conformada en función de una coexistencia pacífica o
polémica con otros animales. No es una morfología «en sí»: los colmillos del lobo están
conformados alotéticamente, y su morfología carece de sentido si no se relaciona con su


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finalidad de clavarse en el cordero o en el gamo. Los colmillos del lobo no sólo se


reducen al «en sí» del lobo; pero tampoco se reducen a la «impresión» (no sólo
emocional, sino física) que ellos pueden producir en el cordero o en el gamo. Estas
impresiones son alotéticas, tanto si son físicas (las huellas de la dentellada) como si son
emocionales, y todas ellas nos remiten a los colmillos del lobo. Pero la «impresión
numinosa» causada por el animal no se reduce a sus efectos en la subjetividad física o
emocional del hombre que la recibe. Es alotética y va referida, como a su causa, con la
que mantiene una relación trascendental (el efecto es ahora inseparable de su causa), al
propio animal que la produce, a sus percepciones y a sus apetitos, a su «personalidad
anantrópica» no humana.
Esta numinosidad real, percibida como atributo de un animal que se codetermina
como tal ante los hombres que lo perciben como tales, ejerce la función propia de un
taladro que perforase el horizonte personal-humano a través del cual, en el fondo
confuso de los sujetos achuar (salvajes, hombres ferales, &c.), comienzan a destacarse
las figuras de unas personas no humanas, los númenes, ante los cuales irán
delimitándose, a su vez, los hombres. Lo que venimos llamando «argumento zoológico
contra el idealismo» deriva de estos mismos fundamentos.
5. Y esta delimitación, implicada en la inversión antropológica, no es un proceso
pretérito, que hubiera tenido lugar in illo tempore, en el Paleolítico inferior; una
delimitación que con el paso de los milenios podría ya hoy dejar de tenerse en cuenta.
En cuyo caso, la religación primaria perdería su carácter de relación trascendental
del hombre con los animales (es decir, de relación no posterior a los términos por ella
relacionados, sino constitutiva de tales términos).
Pero la trascendentalidad de la religión se mantiene también en la época
secundaria porque (en virtud del proceso que El animal divino describe como
«metábasis de inversión», pág. 266 de la segunda edición) los hombres comienzan a
tomar conciencia de tales –de sus diferencias, de su «dignidad»– precisamente en tanto
que dominadores de los animales; conciencia que sólo podrá surgir, en cuanto
conciencia verdadera, por su dominación efectiva. En El animal divino figura esta
observación:
«Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y
calentada con una buena estufa que permitía mantener viva su duda
metódica, que el oso que viniera a amenazarle a través de las rejas de las
ventanas fuese sólo una proyección antropomórfica suya; pero si, eliminando las
rejas, viera al oso amenazándolo y rodeándolo, ¿cómo podría seguir viendo estas
peligrosas maniobras de rodeo (la 'conducta de rodeo' es un criterio clásico de
los etólogos para probar la inteligencia de los animales) como 'proyecciones
mentales' suyas si quisiera conservar su vida y su metódica duda? Acorralado, lo
más probable es que el mismo Descartes reaccionase de modo similar a como
reacciona el cazador acorralado de la película El oso arrodillándose ante Youk,


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el oso tremendo, rogándole, pidiéndole perdón e incluso consiguiéndolo.» (págs.


409-410 de la segunda edición.)
La numinosidad no aparece en la perspectiva en la cual el zoólogo o el etólogo se
sitúa, como Descartes ante la estufa, en tercera persona: como «dominador» de los
animales, y desde luego protegido ante ellos. Aparece en el momento en que el etólogo
se sitúa en primera persona ante el animal que tiene ahí delante («ahí fuera»)
aproximándose a él en posición sólo potencialmente dominante, y acaso en posición
actualmente dominada.
La conciencia dominadora de los hombres, adquirida precisamente en la lucha con
los animales de la etapa primaria, será la que se desarrolla en la etapa secundaria (que
coexiste con la conciencia de sumisión a los númenes imaginarios derivados de la
metábasis por expansión), y subsistirá también en la etapa terciaria. En esta, sobre todo
en el cristianismo, las personas suprahumanas podrán ya descender a los hombres para
elevarlos a su rango mediante la unión hipostática.
Y en una última fase, la propia Etología podrá interpretarse como resultado del
proceso de metábasis por inversión, que facilita al hombre el verdadero control de los
animales, expresada en la posibilidad de percibirlos «en tercera persona». Sin embargo
los animales mantendrán una dimensión «personal» que no se agota en las categorías
etológicas de la tercera persona. Y el hecho de no quedar agotado el animal por las
categorías etológicas explica la inclinación (errónea, a nuestro juicio) hacia la
consideración de los animales como personas humanas (por ejemplo en la Declaración
Universal de los Derechos de los Animales).

(3) El debate en torno a la «encarnación» del Logos en el cuerpo viviente de un


animal linneano
1. La cuestión es esta: supuesta la Idea de un eje angular, como «Idea lógica»
obtenida en la construcción lógica del espacio antropológico mediante un cruce de dos
dicotomías y la cancelación, como clase vacía, de una de las cuatro clases resultantes
del cruce, ¿de dónde procede la numinosidad de algunas determinaciones contenidas en
los animales asignados a ese eje?
El gran interés que encierra este planteamiento reside en lo siguiente: la
identificación de la numinosidad animal como contenido picnológico de un eje angular
abstracto o «Logos» (por sí mismo no numinoso) es un proceso paralelo al que la
Teología dogmática cristiana analizó como identificación (o «encarnación», mediante la
unión hipostática) entre la naturaleza humana (animal, corpórea) del Hijo de María y el
Logos divino (la Segunda Persona de la Santísima Trinidad), es decir, el dogma
teológico del Verbo Encarnado.


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2. La cuestión, así planteada, sigue girando en torno al dialelo antropológico, pero


se mantiene antes en un plano gnoseológico que ontológico (a diferencia de la cuestión
de la inversión antropológica, que se desenvuelve antes en el plano ontológico que en el
plano gnoseológico).
La cuestión (3) se suscita, en efecto, a partir de la «Idea lógica» (es decir, de una
Idea construida lógicamente) del eje angular de un espacio antropológico, un eje que,
por sí mismo –en cuanto línea a la que adscribir entidades personales no humanas–
carece, en principio, de toda «coloración» numinosa o religiosa, pero que sin embargo
adquiere esa coloración numinosa en el momento en el que incorporamos a él
determinados animales considerados como entidades no humanas pero personiformes y
numinosas.
Así presentadas las cosas la pregunta es ineludible: el eje angular, en cuanto eje
del espacio antropológico, considerado como imprescindible para una concepción
materialista de la religión, ¿ha de tenerse como previamente dado a las «experiencias
positivas» (concretas) con animales personiformes numinosos (hasta tal punto que estas
especificaciones positivas sólo pudieran alcanzar un significado religioso más allá del
que pudieran tener como simples vivencias emic, fenomenológicas o psicológicas, al ser
insertadas en el «eje angular» del espacio antropológico, es decir, al ser contempladas a
su luz) o bien ha de entenderse que el eje angular, en cuanto a su significación para la
filosofía de la religión, precisamente se origina en esas experiencias positivas de la
numinosidad animal? (Para conocer a los númenes –al «Dios real y verdadero», ¿debo
comenzar por la Lógica de los preambula fidei, por el Dios de los filósofos, o bien
tengo que reconocer que «sólo puedo conocer a Dios a través de Jesucristo»?).
3. Cabría decir que Alfonso Tresguerres (en cuanto supone, con El animal
divino, que la religión comienza en la relación con los númenes animales) ha seguido
una vía paralela a la «vía pascaliana», en la interpretación práctica de las relaciones del
eje angular con la numinosidad: «El espacio antropológico no es tridimensional por sí
mismo, sino que comienza a serlo al tiempo que el hombre comienza a ser un animal
religioso» (El Catoblepas, nº 37:14) [supuesta la tesis de que la condición de animal
religioso la adquiere el animal humano en su enfrentamiento con los númenes
animales].
Ahora bien, esta interpretación de Tresguerres concuerda, desde luego, con la tesis
de El animal divino cuando se considera desde la perspectiva ontológica del dialelo, es
decir, desde la inversión teológica (que está presente en la segunda parte de El animal
divino). Pero, ¿puede decirse lo mismo cuando se considera desde la perspectiva
gnoseológica del dialelo (presente sobre todo en la primera parte del libro), es decir,
desde la perspectiva de la «encarnación» que estamos asumiendo ahora?
Desde esta perspectiva gnoseológica, ¿no quedan favorecidas las interpretaciones
no pascalianas, es decir, acaso la del deísmo de Voltaire o la de los preambula fidei de
Santo Tomás?


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Dicho de otro modo: ¿hubiéramos podido llegar a la concepción de la


numinosidad de ciertos animales linneanos si no hubiera sido porque previamente
habíamos considerado (unos, al menos, como hipótesis; otros como creencias firmes) la
realidad de entidades personales o personiformes no humanas, pero que tampoco eran
animales linneanos, pero sí animales de los que venimos llamando no linneanos (tales
como demonios, dioses epicúreos o arcángeles, incluso Personas divinas encarnadas)?
Pues damos por supuesto que el Dios de las religiones monoteístas, el Dios de
Aristóteles, no es un numen, no es una figura de la religión positiva, sino una
construcción de la Teología natural.
La filosofía de la religión, en cuanto filosofía en sentido estricto (un «género
plotiniano» con especies muy diversas pero procedentes todas del mismo «tronco
helénico») supone, en efecto, la cristalización de una actitud filosófica (en los
presocráticos, y sobre todo en la Academia platónica) que comienza precisamente por la
trituración del zoomorfismo de la religión demótica griega (los bueyes de Jenófanes) y
del antropomorfismo (los dioses olímpicos, o los dioses de los etíopes, o de los tracios,
también de Jenófanes) de las religiones secundarias. El animal divino sugiere ya la
interpretación global de la asebeia o impiedad atribuida a los filósofos griegos no tanto,
salvo excepciones, como si ella estuviese referida a la crítica a la religión terciaria,
crítica en el sentido del ateísmo, sino como crítica a las religiones secundarias, a su
zoomorfismo y a su antropomorfismo.
Cabe concluir de aquí que la filosofía de la religión (por ejemplo, como doctrina
de la «religión natural», desde Posidonio hasta Bodino, desde Voltaire hasta Rousseau o
Kant) habría de desplegarse al margen de la consideración de los animales, es decir, de
la esfera de las religiones primarias (despliegue reforzado por la consideración de los
animales linneanos no humanos como irracionales y, en el límite, como autómatas).
Esto no quiere decir que los viajeros, los cronistas de Indias (Fernández de Oviedo,
Motolinia, &c.), los etnólogos, los antropólogos o los filólogos (Ferguson, Lubbock,
Murray, Tarde, Wilamowitz, Reinach, &c.) no hubieran reparado en la «abundante
fauna» presente en las religiones de los hombres primitivos o de los paganos; pero sí
quiere decir que sus constataciones no constituían propiamente una filosofía materialista
de la religión. Más bien, en algunos casos muy raros, una mera constatación científico
positiva (etnográfica, filológica), o bien, en la mayoría de los casos, una constatación
llevada a cabo desde una filosofía espiritualista de la religión, vinculada con la Teología
de las religiones terciarias o con el deísmo (Motolinia constataba las figuras animales
«espantables» de los indios, pero las interpretaba como efectos de una inspiración
diabólica; la interpretación de la zoolatría como «superstición» propia de salvajes o de
hombres primitivos que «todavía no han logrado elevarse a una idea de Dios más
racional» es habitual entre los antropólogos o filólogos ilustrados, como Robertson
Smith, Lubbock o Murray). Pero las distinciones entre filosofía materialista de la
religión y filosofía espiritualista de la religión, vinculada con frecuencia a la ciencia
positiva (etnológica o filológica) resultaban demasiado sutiles para las entendederas de
tantos críticos que recibieron muy amablemente la publicación de El animal


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divino como una simple reexposición, en algunos casos como un plagio, de las antiguas
teorías del zoolatrismo o del totemismo (a pesar de que la cuestión está ya planteada en
el libro, pág. 182 y siguientes).
La «coloración numinosa» del eje angular, considerada filosóficamente, habría
comenzado a partir del «trato» con los númenes personales (démones, dioses olímpicos,
dioses epicúreos, &c.), que eran sin duda animales, pero animales no linneanos, muchas
veces inmortales. Fue cuando los etólogos comenzaron a describir la condición no sólo
«inteligente», sino «raciomorfa», incluso racional, de muchos animales de nuestro
presente y, por tanto, de su parentesco estructural (y no sólo un presente genético, con
los ancestros dados in illo tempore que descubrió el darwinismo) con los hombres
vivientes (en el presente o en el pretérito) cuando se hizo posible reaplicar, por parte de
quien ya no «practicaba» las religiones primitivas, los contenidos numinosos
conservados en los animales no linneanos (mitológicos) a los animales linneanos del
Paleolítico: así es como apareció la filosofía materialista de la religión.
Pues si en efecto, y en el presente filosófico, la religión primaria había quedado
abolida, ¿de qué lugar del eje angular o lógico podría tomarla la filosofía sino del lugar
en el que se asentaban los númenes animales no linneanos? Desde este punto de vista
habría que afirmar que si los animales linneanos del Paleolítico pueden ser vistos hoy
como númenes es a partir de los animales no linneanos percibidos posteriormente y aún
en el presente como numinosos. Lo que corrobora el reconocimiento de que el eje
angular ha de estar dado previamente a lo que llamamos «proceso de su encarnación».
Pero tampoco este reconocimiento (interpretado a la luz de la filosofía
materialista) implica establecer una oposición irreversible a la «vía pascaliana» de la
que acabamos de hablar. En efecto, el proceso de la encarnación sólo a medias (es decir,
«empezando el Credo por Poncio Pilatos») podría entenderse como el proceso
extrínseco reducible a mera proyección de los númenes secundarios (incorporados
también a las religiones terciarias) a los animales linneanos del Paleolítico; puesto que
si los númenes secundarios y terciarios se suponían a su vez derivados de los animales
numinosos primarios, la «vía no pascaliana» de la encarnación podría comenzar a
aparecer como un «segmento semicircular» de la vía pascaliana que avanzaba por el
semicírculo de sentido opuesto.
Todo lo cual equivale a decir que si no hubiera sido por las «experiencias de lo
sagrado» recogidas por la filosofía en las religiones positivas secundarias y terciarias,
no podríamos haber recuperado la numinosidad de los animales primarios (y por tanto,
que sería absurdo tratar de imaginar su aparición construyendo un escenario en tercera
persona en el que unos supuestos hombres primitivos se encuentran con unos animales
puramente zoológicos o etológicos, en todo caso no numinosos). Porque una tal
numinosidad, en la «época de la filosofía», solamente podría conservarse en las
religiones positivas (secundarias y terciarias), por ejemplo, en la forma de animales
divinos presentes aún en las religiones: Leviatán, el Becerro de oro, los Ángeles alados,
incluso los mismos númenes antropomorfos (para citar los más corrientes: Cibeles como


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«señora de los animales», Orfeo como «amansador de las fieras», Dios como Dragón
que se le aparece a Lutero, Satán en la figura del macho cabrío).
Y precisamente la presencia o supervivencia de los contenidos numinosos
primarios en las religiones secundarias y terciarias, justificaría que un «ciudadano
ilustrado» pudiera, sin embargo, reconocer la numinosidad de muchas ceremonias
religiosas secundarias y terciarias, precisamente porque la «caída» de la religiosidad
primaria no consistió tanto en una aniquilación cuanto en una transformación, a la
manera (para seguir con el ejemplo anteriormente utilizado) como la «caída» de los
dinosaurios no fue una aniquilación, cuanto, a la vez, una transformación en otros
animales de presente, como palomas o urracas. Y si hoy podemos «ver y sentir» a los
dinosaurios en la figura de una paloma o de una urraca que salta y emprende el vuelo,
también podemos «ver y sentir» a los númenes paleolíticos linneanos en los animales no
linneanos de las religiones positivas secundarias y terciarias del presente.
Las religiones primarias se conservan en las secundarias y aún en las terciarias;
pero no solamente en los «esqueletos de sus emblemas zoomórficos», sino en su
«capacidad numinosa» que aún conservan esos esqueletos, una capacidad de aterrorizar
a los hombres del temple de Gonzalo Fernández de Oviedo o de Fray Toribio de
Benavente, Motolinia: «Tenían asimismo [los indios de la Nueva España] unas casas o
templos del demonio, redondos, unos grandes y otros menores, según eran los pueblos,
la boca, hecha como de infierno, y en ella pintada la boca de una temerosa sierpe
[Quetzalcoatl] con terribles colmillos y dientes y en algunos de estos los colmillos eran
de bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran temor y grima; en especial, el infierno que
estaba en México, que parecía trasladado del verdadero infierno.» (cita tomada de El
animal divino, segunda edición, pág. 259.)
Recíprocamente, será a través de estas «figuras espantables» de las religiones
secundarias (pero que siguen actuando en las religiones terciarias positivas: desde el
Becerro de Oro hasta los «seres extraños» de Ezequiel, denominación que
el Apocalipsis sustituye –y me remito a la ponencia de José Luis Marín Moreno– por la
de «seres animados» o animales) como podrá revivirse la percepción de los animales
numinosos de las religiones primarias, pero no al revés («elevándose», a partir de las
figuras animales del presente etológico, retrotraídas al Paleolítico inferior, a la
numinosidad animal). Más aún: será gracias a las figuras espantables secundarias o
terciarias como podremos «perforar» la visión neutra, religiosamente hablando, de los
animales, que nos ofrece la «Etología del presente en tercera persona»; es decir,
podremos corroborar la tesis gnoseológica según la cual las ciencias positivas, y la
Etología entre ellas, no «agotan su campo de investigación», puesto que el análisis de
este campo han de llevarlo a efecto a través de los contextos determinantes que en el
campo hayan podido ser establecidos. En modo alguno, la «ciencia etológica del
presente» puede tomarse como criterio de la «realidad de los animales en sí mismos
considerados».


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La ciencia etológica «no dice la última palabra» sobre la realidad de los animales,
como tampoco la ciencia bioquímica («todo es Química») dice la última palabra sobre
la realidad de los organismos vivientes. Según esto, la filosofía materialista de la
religión, apoyándose en las religiones secundarias y terciarias, recorre una visión crítica
de la propia ciencia teológica del presente, paralela a la crítica que tradicionalmente
asumía la teología dogmática (apoyada en las religiones positivas) respecto de las
ciencias positivas interferidas. Paralelismo que no expresa una identidad material de
fondo, sino que sólo dice proporcionalidad (por tanto, que subraya las diferencias de las
cosas que son, simpliciter diversae y solo secundum quid análogas): mientras que la
teología dogmática ejercía su crítica a los saberes científicos interferidos ofreciendo
«saberes positivos» que los desbordaban (por ejemplo, la Teología de la
Transustanciación ofrecía el «saber positivo» de que en el pan y el vino consagrados –
que la ciencia y las técnicas de panaderos o de vinateros reducían a términos ordinarios,
«prosaicos»– está también presente, y con presencia real, el cuerpo de Cristo) la
filosofía materialista de la religión ejerce su crítica a los saberes científicos y etológicos
del presente, no precisamente ofreciendo «otros saberes positivos sobreañadidos», sino
el «saber negativo» de que la «Etología del presente» no agota su campo y que, por
tanto, los animales, además de ser contenidos del campo categorial etológico, son
también contenidos de un mundo que desborda ese campo categorial, un mundo que a
su vez es desbordado por la Materia ontológico general.

(4) El debate en torno a la verdad de las religiones


1. El reconocimiento de la «verdad de la religión», como condición necesaria
aunque no suficiente, de una filosofía de la religión (sobre todo, de una filosofía
materialista que no quisiera recaer en la fisiología –Spurzheim, Mariano Cubí–, en la
psicología –Janet, William James–, en la sociología –Durkheim, Marx, Godelier–) fue
llevado a cabo en El animal divino utilizando (ejercitando, más que representando) una
idea de verdad que pretendía ser muy clara, aunque sólo lo fuera en un sentido negativo;
por lo que, al mismo tiempo, resultaba ser indistinta o confusa. En efecto:
Ante todo, la verdad de la religión se entendió como un atributo de las religiones
que debía satisfacer el requerimiento de diversidad (de no univocidad) debido para tener
en cuenta la variedad misma de las religiones positivas y, en ocasiones, por no decir
siempre, su incompatibilidad mutua. La verdad de unas religiones no tendría por qué
tener el mismo sentido, al menos etic, en unas y en otras.
La verdad (sobre todo cuando se pretendía predicada de las religiones de tipo
primario, y también de las religiones secundarias y de las terciarias) había que
sobreentenderla, desde luego, como una idea análoga y no unívoca («la verdad se dice
de muchas maneras»). Y análoga de atribución, si se pretendía mantener la unidad
interna, sinalógica, entre las diferentes etapas de la religión, si no se quería reducir al


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reconocimiento de un mero paralelismo o proporcionalidad entre los diferentes tipos de


verdad.
Esto llevaba a determinar, ante todo, en qué tipo, etapa o clase de religiones habría
que poner el primer analogado de la verdad. Las filosofías espiritualistas de la religión
se inclinaban a tomar, como primer analogado de las religiones, a algún modelo de
religiones terciarias, considerando a las primarias y secundarias como religiones aún en
evolución, erróneas o falsas: así Lubbock o Robertson Smith; y también Wilhelm
Schmidt, defendiendo la verdad de las religiones primitivas en el supuesto de que ellas
habrían ya desarrollado la misma Idea de Dios que Santo Tomás alcanzó mediante sus
cinco vías; sólo que las religiones primitivas de Schmidt y su escuela no eran otra cosa
sino construcciones etnológicas «con asterisco».
El animal divino se orientó, en el momento de determinar el lugar del «primer
analogado» de la verdad religiosa, hacia las religiones primarias, hacia las religiones de
los animales numinosos. La verdad de estas religiones primarias debería comunicarse,
por atribución, a las religiones secundarias y terciarias, lo que implicaría modulaciones
diversas de la propia idea de verdad. Hay que agradecer a David Alvargonzález el que
haya movilizado diversos modelos de verdad que no habían sido aún delimitados en El
animal divino pero sí publicados en el libro Televisión: apariencia y verdad, que
apareció cuatro años después de la segunda edición de aquel; asimismo hay que
agradecerle que «movilizase» una distinción que figuraba en La metafísica
presocrática, la distinción entre perspectivas metalépticas y analépticas, advirtiendo las
implicaciones que esta distinción encerraba en orden al análisis de la verdad de las
religiones.
2. La verdad primer analogado que ofrece El animal divino tiene una claridad que
es, como hemos dicho, propiamente negativa: los animales numinosos son verdaderos
(reales) en el sentido principal de que ellos no son alucinaciones o ilusiones subjetivas.
Pero la claridad negativa de este sentido de la verdad sigue siendo indeterminado. Por
de pronto puede interpretarse como una verdad de carácter histórico, analéptico, como
pudiera serlo la verdad de otras instituciones culturales, tales como la magia,
«instituciones culturales que no podrían ser despachadas, sin más, como simples
alucinaciones psicológicas o farmacológicas» (pág. 233 de las Actas). Es también una
verdad emic, reconoce Alvargonzález: «los grupos humanos del Paleolítico saben que
los animales reales no son alucinaciones y se representan algunos de ellos como
númenes personales» (pág. 234), aunque añadiendo en un paréntesis el siguiente
comentario: «que tienen capacidad verbal, que son portadores de valores morales y de
rasgos de personalidad humanos, &c.». Comentario que, por lo demás, ya no tiene nada
que ver con las tesis de El animal divino, que reconocía una conducta lingüística pero
no verbal a los animales, a quienes tampoco atribuía valores morales (normativos), ni
menos aún rasgos de personalidad antrópica: los rasgos personiformes que se atribuían a
los animales implicaban la tesis previa de la posibilidad de personas anantrópicas.
Además, El animal divino, como dijimos arriba, no solamente reconocía un sentido
emic a la verdad primaria, sino un sentido etic. En efecto, además de esta modulación


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emic de la verdadera religión primaria requería la modulación etic que, en este caso, se
ofrece como involucrada en la modulación emic en virtud de un peculiar argumento
ontológico ya consabido; lo que ha sido visto con claridad por Joaquín Robles:
«Lo que a mí me parece es que ni los númenes infinitos ni los númenes
equívocos (teriántropos) existen, por lo que el argumento de Bueno es idéntico
en los dos casos y sus consecuencias también: si no existe no puede ser numen.
David dice todo lo contrario. Esto es clarísimo. Que el argumento esté pensado,
en este contexto, para demostrar que la religión terciaria no es originaria ni
verdadera no quiere decir que carezca de validez para aplicarse a la verdadera
religión primaria originaria. Porque ambas cosas están conectadas: la falsedad de
la idea de un dios terciario infinito no está demostrada aquí por Bueno mediante
argumentaciones sobre las contradicciones internas de las partes formales de la
Idea misma (perspectiva teológica) sino por relación a la necesidad de contar
con un fulcro de verdad realmente existente y no imaginario (ni tampoco
infinito) que permita hablar de verdadera religión (perspectiva de la antropología
filosófica materialista).» (Robles, El Catoblepas, nº 41:13.)
Su interpretación lleva a Alvargonzález a afirmar, con indudable anacronismo,
que «los númenes paleolíticos tienen componente ineludibles de falsa conciencia», es
decir, componentes míticos, confusiones y oscuridades cuando se evalúan desde el
presente (como si el presente del que se habla no fuese precisamente el «presente desde
el cual reconstruimos el pretérito» y no el presente que nos pone ante animales
desacralizados); afirmaciones ambiguas que en parte están reconocidas en El animal
divino, pero no en su parte principal, a saber, la que tiene que ver con la negación de la
verdad etic de los númenes reales o de las animales realmente numinosos. El
reconocimiento de la verdad analéptica o de la verdad emic de la religión no es
suficiente para mantener la estructura de una filosofía de la religión que no sea
meramente psicológica, sociológica o histórico-analéptica.
En efecto (y para referirme ante todo a la verdad histórico-analéptica), si la
religión primaria tuviese sólo una verdad emic, las religiones secundarias sólo
alcanzarían su verdad atributiva como negación de una supuesta falsa conciencia
primaria, aunque a costa de introducir otros contenidos mitológicos de «falsa
conciencia» (los númenes mitológicos secundarios); por lo que la verdad de las
religiones terciarias habría que cifrarla a su vez en la negación de los númenes
mitológicos secundarios. De este modo, la tarea de la filosofía materialista de la religión
habría que ponerla en la misma tarea de demolición de los númenes animales en
general, en tanto que fueran entendidos como construcciones culturales prescindibles, y
en modo alguno involucradas trascendentalmente con la historia del hombre. La
filosofía materialista de la religión no sería otra cosa sino la misma declaración
universal de ateísmo incualificado en sí mismo o, a lo sumo, cualificado
extrínsecamente, según el tipo de númenes o de divinidades que estuviese dispuesta a
negar. Un ateísmo que podría considerar como «cantidad despreciable», o como simple
episodio ocurrido en las fases pretéritas de la evolución de la humanidad, a las


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instituciones religiosas, a la manera como podrían considerarse cantidades despreciables


a los tatuajes o a las cerbatanas.
Pero si cabe hablar de filosofía de la religión es porque su involucración con el
despliegue del hombre en el universo, y en el mismo hombre del presente, tiene mucha
mayor profundidad de la que corresponde a una simple «cantidad despreciable». Y esta
profundidad sólo puede ser reconocida, en el materialismo, si se admite la realidad
pretérita, pero también presente, de entidades personales o personiformes no humanas
que pueden rodear a los hombres en el universo, ya sea en forma de animales linneanos
reales, ya sea en la forma de animales no linneanos posibles. Sólo si se admite la
realidad de entidades personales o personiformes que rodean al hombre y que impiden a
este concluir (con los cartesianos radicales) que «el hombre está sólo en el Universo»
(precisamente la situación que aterraba a Pascal: «me aterran los cielos despoblados por
completo de espíritus») la religión deja de ser una cantidad despreciable y comienza a
constituir una «dimensión trascendental» de la humanidad, materia de la reflexión
filosófica, y no propiamente de la reflexión científica, psicológica, fisiológica o
sociológica. No debe confundirse la posición del materialismo filosófico rechazando sin
concesiones la posibilidad misma de un Dios monoteísta con la posición del
materialismo filosófico admitiendo la posibilidad de entidades finitas personales no
humanas. En esta confusión se movían continuamente las posiciones de Gonzalo Puente
Ojea, cuando atribuía al materialismo filosófico la condición de una ontoteología.
3. La verdad de las religiones puede asumir, sin duda, diversas modulaciones, que
no son necesariamente disyuntas o incompatibles entre sí. La verdad emic de los
númenes animales no es incompatible con su verdad etic, ni ésta con su verdad histórico
analéptica, ni ésta con su verdad pragmática, y ni siquiera con su verdad soteriológica
(un animal numinoso pudo salvar realmente –no alucinatoriamente– a unos hombres del
ataque de otros animales que ponían en peligro sus vidas).
Pero acaso la modulación de la verdad más ajustada a las religiones primarias, en
cuanto verdaderas en sentido de primer analogado, sea la de la verdad como identidad
sintética (una identidad sintética entre la personalidad numinosa del animal y su
naturaleza animal-etológica, paralela a la identidad sintética envuelta en la unión
hipostática de la Persona divina de Cristo y su naturaleza humana; identidad que
Nestorio impugnó en nombre de una doctrina de la composición de dos personas o
naturalezas, la humana y la divina).
Una identidad sintética no cerrada categorialmente (la filosofía de la religión no es
una ciencia), pero sí capaz de desempeñar el papel de una verdad primer analogado de
la verdad de los diversos tipos de religión. La identidad que pudiera establecerse, y
restablecerse una y otra vez, entre los animales linneanos del Paleolítico o del presente,
y el predicado de su numinosidad, como predicado real.
El fundamento de esta identidad real habrá que ponerlo en el hecho de que es el
animal numinoso, como tal, aquello que existe –coexiste– enfrentado a los hombres (a
los que «mide», acecha, estudia y reduce a la condición de objetivo fundamental de su


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conducta); a los hombres que los resisten y aprecian su numinosidad, no sólo a título de
sentimiento o pasión subjetiva (producida por él en el ánimo de los hombres) sino a
título de acción del propio animal real y de reacción sui generis (de humillación-
enfrentamiento) de los hombres. Un animal que, en esa su coexistencia con unos
hombres capaces de percibirlo como terrible, de adularlo humillándose ante él, ejercita
su realidad de dominador; incluso de fascinador efectivo de unos hombres a los que él
mismo puede reconocer, por vía de ejercicio, como «presas». De este modo éstos
animales dejarán de ser «númenes ilusorios» ante los animales humanos. No serán
animales percibidos en tercera persona (etológicamente) que reciben de los hombres
predicados «personales» emanados de los propios hombres, y compuestos con los
rasgos animales percibidos en tercera persona, o proyectados sobre ellos. Serán los
propios animales quienes proyectan sobre los hombres esos predicados característicos
de una personalidad movida por fines que envuelve a los mismos hombres que tratan de
resistirla «en primera persona». Es en esta relación real práctica en la que los animales
pueden comenzar también a ser númenes reales.
En esta situación los animales pueden desempeñar, efectivamente, el papel (sin
necesidad de representárselo, basta con que lo ejerciten) de verdaderos Genios malignos
(eventualmente de genios benéficos) ante los hombres que los perciben como tales y
actúan en consecuencia. Desde este punto de vista el «horizonte numinoso» del hombre
deja de ser un espejismo subjetivo emic (inmanente) para convertirse en un horizonte
objetivo (trascendente). Un horizonte numinoso que aparece originariamente ante los
hombres que viven y exploran bajo las cúpulas de las cavernas, pero también,
posteriormente, ante los hombres que viven bajo la cúpula celeste y la exploran con sus
radiotelescopios.
Aquello que los hombres pueden captar en los animales que les aparecen extraños
(exteriores a su «concavidad», con extrañeza fascinante o terrible que de ninguna
manera podemos reducir a la condición de una impresión subjetiva emic), es
precisamente su presencia alotética como «voluntad» envolvente. La voluntad de
atraparles, de devorarles, como si fueran personas, pero enteramente distintas de ellos.
Una voluntad necesariamente exterior, asignada a animal (Descartes, como hemos
dicho, no podría reducir a la condición de un «contenido de su cogito» al oso real que se
le hubiera aparecido en actitud amenazante): esa voluntad en pleno ejercicio es la fuente
de su numinosidad. Que obviamente, aunque sólo pueda conformarse cuando es
percibida desde una «concavidad» humana en proceso de cristalización en un eje
circular, precisamente no pertenece a ese eje circular, sino al animal que se hace
presente ante él. La numinosidad percibida en el animal implica esa concavidad del
«nosotros». Pero no serán los «contenidos cóncavos personales» los que se proyectan o
se componen con ciertos animales exteriores, sino que precisamente los contenidos no
humanos personiformes percibidos, desde la semejanza genérica de fondo, situación que
precisamente estaría representada en las figuras teriantrópicas. Un teriántropo no tiene
por qué interpretarse como un hombre originario, percibido junto con la figura de un


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animal, porque también puede interpretarse como una figura animal percibida como
participante ella misma de los rasgos personales comunes con los hombres.
Serían entonces estas figuras teriantrópicas las que corroborarían –en lugar de
dificultarla– la tesis de la verdad objetiva del núcleo angular (siempre dado en función
del eje circular). Cuando la relación objetiva de dependencia o de dominio cese, la
numinosidad se eclipsará o desaparecerá, como va desapareciendo el color rojo de una
manzana a medida que se amortigua la luz que la ilumina; sin olvidar que la luz puede
reaparecer.
4. No cabría hablar por tanto, desde la concepción materialista de las religiones
primarias, de «contenidos de falsa conciencia», tal como se detallan en la tabla 3 (pág.
239 de las Actas). No sería falsa conciencia, por ejemplo, salvo petición de principio,
«suponer en ciertos animales reales características de personalidad e inteligencia»: salvo
que se niegue a priori que estos animales puedan tener tales caracteres de personalidad
o de inteligencia (para hablar de ideas de personas anantrópicas y no sólo de ideas de
personas antrópicas, según la terminología utilizada en El sentido de la vida, 1996,
lectura tercera, pág. 150-151).
Si partiéramos de que los tienen, o pueden tenerlos, la percepción de estos
caracteres sería ya condición de conciencia verdadera y no falsa. La cláusula «capacidad
de entender el lenguaje específicamente humano», no es necesaria; ni siquiera unos
hombres entienden los lenguajes específicos humanos de otros hombres –los franceses
no entienden el chino, ni los chinos entienden el francés– y tampoco cualquier persona
tiene capacidad para entender a cualquier otra persona: los diablos no entienden
los secreta cordis de los hombres.
5. La verdad de las religiones secundarias y terciarias ya no tendría que ajustarse a
la modulación de la identidad sintética, pues las religiones de estos tipos recibirán la
verdad por atribución o derivación de la verdad primaria, y esto de diversos modos:
La verdad de las religiones secundarias podría entenderse como una verdad
aparente, pero con fundamento in re, como verdad «fundamental»: los númenes
imaginarios de las religiones egipcias, chinas, aztecas, &c., no serían meras «creaciones
mitopoiéticas» segregadas por la fantasía humana, o morfologías alucinatorias
producidas por drogas; sino que estarán inspiradas en animales primarios reales,
«experimentados» retrospectivamente por los «creyentes secundarios». La verdad de las
religiones secundarias no habrá que cifrarla, según esto, en aquello que éstas «niegan» a
las primarias (la realidad de los animales numinosos) sino en aquello que conservan de
las primarias: las «figuras espantables» o «misteriosas» de ciertos animales.
En cuanto a la verdad de las religiones terciarias puras (no ya la verdad de las
religiones terciarias positivas, mezcla de terciarias y secundarias) puede cifrarse en la
misma negatividad de los númenes imaginarios derivados de los «delirios secundarios».
Pero la negación deísta o teísta (desde Aristóteles a Voltaire) de la superstición
secundaria no es una negación incualificada; es una negación cualificada, y cualificada


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por los propios númenes imaginarios de las religiones secundarias que se niegan.
Negación cualificada que no implica, por sí misma, ni la negación de las realidades de
los númenes primarios linneanos, ni la negación de la posibilidad de existencia de
númenes no linneanos. La contribución, en el Congreso de Murcia, de José Luis Marín
Moreno, «Lectura materialista del libro de Ezequiel», avanzaba con paso firme en esta
dirección.
Por último, en cuanto «verdad» implícita en la verdad negativa de las religiones
terciarias, cabría citar a la verdad de la propia Etología, en tanto ella, según hemos
dicho, no agota su campo, y precisamente porque la perspectiva del etólogo se mantiene
antes en tercera persona «especulativa» que en primera persona práctica. El etólogo, en
cuanto tal, trabaja con animales enjaulados, o bien los observa «en el presente», desde
su propia «jaula» (que le confiere la distancia y seguridad necesaria para poder
experimentar las conductas de los animales en tercera persona, es decir, con posibilidad
de segregar intencional y realmente del escenario a su propia subjetividad práctica
operatoria). No se involucra prácticamente en un «juego» con ellos, juego en el que, con
peligro de su vida y de su ciencia, podría volver a percibir en primera persona la
numinosidad del animal que tiene enfrente.

(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado
Como quiera que en el Congreso de Murcia no se trataron, salvo de pasada, las
cuestiones que giran en torno a la koinonia de los númenes (dados en el eje angular) con
contenidos de otros ejes del espacio antropológico (con los fetiches del eje radial, y con
los santos del eje angular), me limitaré aquí, a efectos sistemáticos, a dejar insinuada tan
abundante tarea, indicando solo algunas de las líneas que desde esta perspectiva se
dibujan.
Ante todo, remitimos a la ponencia citada del congreso de León («Los valores de
lo sagrado: númenes, fetiches y santos») para justificar la utilización del término
«sagrado» con un alcance que desbordando los estrictos valores o contenidos religiosos
centrados en torno a los númenes, se hace capaz de cubrir a los fetiches y a los santos.
La koinonia entre estos valores de lo sagrado, como hemos dicho, tiene un
momento analógico (de proporcionalidad) implícito en la oposición fundamental entre
lo sagrado y lo profano. Pero lo profano no es solo «lo que no tiene que ver con el
numen», sino también «lo que no tiene que ver con los fetiches o con los santos».
Cuestión central es la de la independencia o correlatividad entre lo sagrado y lo
profano. En cualquier caso es totalmente discutible la tesis de la prioridad de lo sagrado,
como si lo profano fuese precisamente, según su etimología (pro-fanum), lo que no es
sagrado; también podría verse a lo sagrado como aquello que no es profano, aquello que
rompe o desborda el «entramado inmanente» cerrado o cuasicerrado del Mundo y de la


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vida ordinaria, tecnológica, científica o prosaica (sin perjuicio de las asombrosas


expectativas que su propia inmanencia pueda suscitar).
Pero la koinonia incluye también un momento de unidad sinalógica (armónica o
polémica) ante los diferentes valores de lo sagrado. Es el momento de las
«solidaridades» de los fetiches y de los santos frente a los númenes; o de las
solidaridades de los númenes y los santos frente a los fetiches, &c. Por supuesto,
también las solidaridades de los valores de lo sagrado con los valores económicos (por
ejemplo, la solidaridad de los fetiches artísticos –pinturas, sobre todo– con los fondos de
inversión económica) o con los valores éticos, en el sentido de Kant (la santidad como
forma de la ley moral).
En la koinonia de los valores de lo sagrado reside la posibilidad de agrupar en una
disciplina común (la que Ampère denominó «Sebasmatología») el análisis de los
diversos valores de lo sagrado. Con respecto a semejante disciplina, la denominación
«filosofía de la religión» podría considerarse como una sinécdoque.
Pero el problema de fondo que suscita esta supuesta disciplina «sebasmatológica»
–sin duda antropológica (en cuanto capítulo de la Antropología filosófica)– tiene que
ver con el alcance trascendental que pueda atribuirse no ya solo a los númenes, sino
también a los fetiches y a los santos. Cuestiones que a su vez están vinculadas con la
teoría de los cuatro géneros de religación que ya ha sido citada anteriormente.

Final
Sobre el desbordamiento
de la inmanencia del Espacio antropológico
El debate sobre la verdad de las religiones suscitado por el Congreso de Murcia,
sólo de pasada ha tocado otro género de cuestiones de la mayor importancia filosófica;
cuestiones que tienen que ver, de algún modo, con las relaciones que los valores
religiosos (y en general, los valores de lo sagrado) pueden mantener, no ya con otros
contenidos del espacio antropológico, sino con «contenidos» que desbordan este
espacio, y que en el materialismo filosófico se acogen, de algún modo, a las ideas
simbolizadas por E (Ego trascendental) y por M (Materia ontológico general).
La ponencia de Patricio Peñalver Gómez («Dialécticas nematológicas en torno al
cuerpo de la religión»), sin duda podría considerarse orientada sutilmente a subrayar las
limitaciones de la inmanencia del propio espacio antropológico como «envolvente» de
númenes, fetiches o santos, así como las intervenciones de Pelayo Pérez a lo largo de
los debates de El Catoblepas, rondan (explícitamente en el caso de Pelayo Pérez) estas
cuestiones que, en este momento, sólo puedo mencionar, pero sin intención de entrar en
ellas en absoluto. Baste citar este fragmento de Pelayo Pérez:


₵ 61
El Catoblepas, número 43, septiembre 2005, p. 10, http://nodulo.org/ec/2005/n043p10.htm (24/01/16)
G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados

«Es decir, se requiere no sólo el regressus a los términos de la relación que


estamos analizando, sino aún más, exige su misma trituración, el regreso hasta
Mi y su límite, M, para volver, para 'progresar' y 're-construir' la estructura
misma de Mi, y por tanto los géneros de materialidad desde los que ese 'presente
histórico actual' está precisamente actuando. Así pues, implica el paso al límite
desde los tres ejes del espacio antropológico a los tres géneros de materialidad y
el regressus a la materia general, pues es la Materia Trascendental la que nos
podrá dar cuenta del 'proceso', de la producción implicada y, por tanto, de la
'metábasis' que es lo que estamos tratando de justificar» (Pelayo Pérez, El
Catoblepas, nº 40:13.)
Tan solo me permitiría insistir en una idea que ya ha sido expuesta en las páginas
anteriores (y que seguramente está obrando en la ponencia de Patricio Peñalver): que la
consideración de lo sagrado, en general, y de lo numinoso, en especial, no parece
excluir, desde una perspectiva materialista, su capacidad de desbordamiento de la
inmanencia mundana del espacio antropológico y, en particular, de las ciencias
etológicas o antropológicas. Por mi parte añadiendo siempre que este desbordamiento se
interprete antes en la línea de la crítica materialista a las pretensiones de «inmanencia
cerrada autoexplicativa» de las técnicas y las ciencias mundanas, que en la línea de las
expectativas de revelaciones procedentes de «realidades trascendentes».


₵ 62
El Catoblepas, número 43, septiembre 2005, p. 10, http://nodulo.org/ec/2005/n043p10.htm (24/01/16)

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