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El autor de El animal divino expone aquí su juicio tras dos años de debate sobre la
verdad de las religiones primarias y otros asuntos involucrados en ella
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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005, p. 10, http://nodulo.org/ec/2005/n043p10.htm (24/01/16)
G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
Introducción. El debate
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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005, p. 10, http://nodulo.org/ec/2005/n043p10.htm (24/01/16)
G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
El debate
1. En septiembre del año 2003 tuvo lugar en Murcia el congreso Filosofía y
Cuerpo («debates en torno al pensamiento de Gustavo Bueno»), impulsado por los
profesores Patricio Peñalver, Francisco Giménez y Enrique Ujaldón. El Congreso
debatió en torno a materias de muy diferente naturaleza: filosofía política, ontología,
ética... y filosofía de la religión.
Entre las intervenciones relacionadas con la filosofía de la religión destacó por su
brillantez la de David Alvargonzález; su ponencia se centró en torno a «El problema de
la verdad en las religiones del Paleolítico», sistematizando puntos de vista que ya venía
exponiendo desde hacía años en sus clases:
«En el curso 1998-1999 de la Facultad de Filosofía de la Universidad de
Oviedo (...) el profesor David Alvargonzález nos explicó a los alumnos de la
asignatura Historia y Filosofía de la Religión de cuarto curso de licenciatura, el
libro básico de dicha asignatura, El animal divino, con algunas críticas a la
verdad de la religión primaria tal y como se sostiene en ese libro, críticas que
son mantenidas esencialmente idénticas en la actualidad, en la polémica que
ellas mismas han generado en forma de conferencia del Congreso Filosofía y
Cuerpo.» (José Manuel Rodríguez Pardo, «Sobre númenes y psicologismo», El
Catoblepas, nº 39:11, mayo 2005.)
Y acertó a «poner sobre el tapete» algunas cuestiones de indudable importancia
sobre las cuales, a su parecer, El animal divino no se había pronunciado con claridad o
incluso lo había hecho de forma que facilitaba interpretaciones erróneas o que eran ellas
mismas erróneas o no consistentes. El autor de esta ponencia argumentaba «desde
dentro» del materialismo filosófico, y en sus interpretaciones, incluso en aquellas que
implicaban rectificaciones importantes a las tesis de El animal divino, utilizaba
«instrumentos» del propio materialismo filosófico, con indudable «conocimiento de
causa». Por ejemplo, el paso hacia los númenes paleolíticos no habría sido resultado de
una metábasis, sino de una catábasis; acaso la rectificación más profunda (las religiones
primarias no pueden considerarse verdaderas en un sentido directo, sino a través de las
secundarias y de las terciarias) se hacía en el marco mismo del materialismo,
«movilizando» otras acepciones de la verdad que el propio materialismo filosófico
había desarrollado.
En resolución, la ponencia de Alvargonzález se proponía analizar El animal
divino desde la perspectiva del propio materialismo filosófico, y las rectificaciones que
proponía no parecían afectar al sistema en su conjunto; que, por otra parte, parecía
admitir diferentes bifurcaciones o versiones distintas en torno a las cuestiones sobre
filosofía de la religión.
También tuvieron lugar en el Congreso de Murcia de 2003 otras intervenciones,
independientes de ésta, que trataron asuntos de filosofía de la religión de gran interés,
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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
ocurre que, en los sistemas filosóficos, las cuestiones de génesis sistemática (no ya
meramente psicológicas o biográficas) pueden tener más importancia de la que puedan
tener en los sistemas científicos, porque las cuestiones de génesis pueden poner de
manifiesto ciertas orientaciones de la estructura que no están explícitas (aunque
también, al menos teóricamente, podrían ser alcanzadas independientemente del autor,
más aún, si se tiene en cuenta que la memoria histórica o episódica de un autor sobre la
génesis de una obra suya no es ningún testimonio seguro, sino que, en principio, puede
considerarse casi siempre tergiversado). En todo caso, desde las consideraciones de
estas orientaciones genéticas, podrán explicarse con intención justificatoria
muchas limitaciones de una obra en cuanto se considera como realización del proyecto.
6. Las consideraciones que en esta Introducción exponemos marcan, en cierto
modo, el plan general de mi intervención, y su división en tres secciones:
I. En primer lugar una exposición tanto (A) del proyecto o génesis sistemática
de El animal divino cuanto (B) de sus propias limitaciones internas, deducidas del
propio proyecto.
II. En segundo lugar una reexposición de las contribuciones dadas en el debate, en
función de las limitaciones internas; lo que equivale a un intento de interpretar estas
contribuciones como debates internos en torno a El animal divino.
III. En tercer lugar una suerte de reanudación, tras el debate, del proyecto
originario de El animal divino.
En un Final tocaremos algunos puntos de gran importancia para la filosofía
materialista, y que sólo de pasada fueron tratados en el Congreso de Murcia o en el
debate posterior.
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El Catoblepas, número 43, septiembre 2005, p. 10, http://nodulo.org/ec/2005/n043p10.htm (24/01/16)
G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
I
Sobre la génesis o proyecto sistemático
de El animal divino y sobre las limitaciones
internas de su ejecución
(A) Sobre la génesis del proyecto de El animal divino como modelo de una filosofía
materialista de la religión
El proyecto de El animal divino presuponía ya dada la cristalización de las líneas
maestras del materialismo filosófico, entendido como el «sistema (valga la paradoja) del
pluralismo radical». Un sistema antimonista, cuando «sistema» suele ser asociado
siempre por sus críticos al monismo. Un sistema materialista en el que la realidad
mundana (Mi) se concibe como una realidad opuesta a una materia ontológico
trascendental (M) que, sin perjuicio del ateísmo, asume en el sistema, entre otras, las
funciones que en la Ontoteología estaban encomendadas a Dios. Y no ya tanto al Acto
Puro aristotélico (omnipresente en la Teología musulmana, que en nuestros días vuelve
a manifestar su vitalidad, aunque sea en la forma del brazo armado de los terroristas)
cuanto en la forma del Dios creador cristiano, en cuanto irreducible a las criaturas,
el Deus absconditus.
¿Qué podrá significar la religión –todo lo que se engloba bajo este nombre– en
esta ontología materialista pluralista?
Ante todo, que la religión es un contenido del «material antropológico», es una
«determinación» (otros dirán: una «dimensión») del hombre en cuanto objeto de la
Antropología filosófica. Y esto significa, a su vez, que la religión es un contenido del
Mundo (Mi) y, por tanto, que la religión nada tiene que ver, en principio, con Dios, con
el Dios de la Ontoteología (lo que no quiere decir que el Dios de la Ontoteología no
tuviese que ver con la religión).
Y esto significa que la religión, desde una perspectiva materialista, no podría
entenderse en términos teológicos («relación o religación del hombre y Dios»): esta fue
una de las tesis de El animal divino más duramente criticadas desde la filosofía
tradicional de signo teológico o espiritualista, que llegó a interpretar la tesis («la
religión no tiene que ver, en sus fundamentos, con Dios») como una frivolidad, o como
una boutade.
De aquí la importancia que, desde un punto de vista histórico-sistemático, cobraba
la tesis acerca de la incompatibilidad del Acto puro aristotélico con la religión. Las
religiones positivas (las llamadas «superiores», que en El animal divino se
denominarían «terciarias») invocaban a Dios; pero esa invocación, desde una
perspectiva materialista, sólo podría entenderse como una invocación vacía, cuando se
tomaba como fundamento de una filosofía de la religión, desarrollada en la forma de
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Entidades
H Eje circular Ø
humanas
(criterio
humano) Entidades no
Eje angular Eje radial
humanas
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entidades que precisamente son diferentes de los hombres, ya sea porque se muestran
como superiores, en dignidad o en poder, ya sea porque se muestran inferiores en
dignidad (aunque no en malignidad), es decir, ya sean dioses benéficos, ya sean dioses
maléficos. Sin duda, hay religiones positivas entre cuyas referencias se encuentran
figuras humanas, desde las religiones olímpicas hasta el cristianismo, que gira en torno
a un Dios hecho hombre, Cristo. Pero los dioses olímpicos, aunque tienen figura
humana (que, en ocasiones se transforma en animal: Zeus aparece como toro blanco, o
como águila ante Europa, la hija de Agenor), no son hombres, sino seres inmortales y
con cuerpos celestes; y Cristo, aunque tiene naturaleza humana (en cuanto hijo de
María), tiene, sobre todo, la naturaleza divina de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad.
Dicho de otro modo: las referencias de las religiones positivas –de su dogmática,
de su culto– no pueden ser puestas en el eje circular del espacio antropológico ni
tampoco en el eje radial. Hay que ponerlas en el eje angular. Lo que no significa que
este eje angular haya de quedar «saturado», en principio, por entidades de significado
religioso.
El eje angular, según la definición constructiva que de él hemos dado («conjunto
de las entidades personales no humanas posibles en el Universo») no requiere que sus
«puntos» tengan significado religioso; es suficiente que sean personiformes, personas
no humanas. Los dioses de Epicuro, como el Dios de Aristóteles, no eran concebidos
como sujetos a quienes habría que adorar, rezar o rendir culto; a lo sumo sólo cabría
admirar su belleza o su serenidad. Pero tampoco la admiración de una estatua bella
transforma a esta estatua en un contenido religioso. El materialismo filosófico puede
admitir la posibilidad límite de algún demiurgo finito que actúe dentro de su propio
círculo –en una galaxia situada a distancia inmensa del hombre–, pero sin que su
influencia alcance a los hombres; este demiurgo, cuya posibilidad el materialismo no
puede negar y necesita estudiar en el momento de ocuparse «del puesto del hombre en
el Cosmos», habría que situarlo en el eje angular, aunque careciera, por hipótesis, de
significado religioso.
Ahora bien: las referencias de las religiones positivas han de ser, sin perjuicio de
su condición angular, reales y verdaderas, es decir, entidades reales de naturaleza
personal no humana, y capaces de actuar efectivamente ante los hombres. Es decir, han
de ser entidades reales no reducibles a la condición de alucinaciones, ensueños o
proyecciones mentales de los propios hombres; ni siquiera reducibles a la condición de
meras posibilidades lógicas.
Pero ni los dioses epicúreos, ni los demonios helénicos ni los extraterrestres
tienen, hoy por hoy, una realidad positiva demostrable. La posibilidad de una filosofía
materialista de la religión se nos redefine ahora como la posibilidad misma de demostrar
o de presentar algunas entidades personales no humanas, pero que, por sus especiales
condiciones, puedan tener contacto real con los seres humanos. Y no un contacto
episódico, contingente o accidental, sino esencial y trascendental, en el sentido dicho.
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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
posibilidad de llamar hombres (o personas humanas) a los hombres del Paleolítico. (El
hombre que adora a un animal –se dirá– no es hombre, y no tanto por adorar a un
animal numinoso, que no existe, sino por adorar a un animal numinoso aun suponiendo
que éste fuese real.)
La estructura de un «espacio con tres ejes» es obviamente una construcción
lógica, abstracta, que de ningún modo cabe retrotraer al Paleolítico inferior o superior.
Pero esto no quiere decir que los tres ejes se «sobreañadan» desde fuera al espacio, a la
manera como la retícula de los meridianos y paralelos se superpone a la superficie de la
Tierra. Ni siquiera los tres ejes ortogonales del espacio tridimensional cartesiano se
sobreañaden a un espacio amorfo previo: el espacio estructurado en torno a un centro de
coordenadas (si ese centro implica de algún modo un sujeto, un geómetra) es un espacio
antrópico; los ejes no se sobreañaden a él, sino que son internos al espacio real (de
hecho, las «coordenadas cartesianas tridimensionales» no son otra cosa sino una
proyección en el dibujo de la numeración de las vías perpendiculares llamadas cardo y
decumanus en las ciudades romanas, más la indicación de la altitud, si la vivienda tenía
más de una planta).
En el caso del espacio antropológico tampoco hay que presuponer que sus
contenidos sean uniformes; aunque carezcan de «ejes representados», éstos proceden de
sus mismos contenidos, que podemos comparar a una masa heterogénea y confusa,
como un fondo envolvente, en el que se diferencian conjuntos humanos distribuidos en
aquella masa envolvente, junto con otras corrientes distintas no humanas, pero
diferenciadas como cuerpos que se cruzan con los perfiles humanos, se enfrentan con
ellos o huyen. A partir de este espacio tripolarizado dibujaremos unos ejes que aunque
tratados desde nuestro presente, nos sirven para analizar la masa heterogénea y confusa
en la que las regiones correspondientes están ya diferenciadas en el mismo ejercicio de
sus movimientos o enfrentamientos. Al asumir intencionalmente y retrospectivamente la
perspectiva de nuestros antepasados paleolíticos, no podemos atribuirles
las representaciones diferenciadas de un espacio tridimensional. Pero sí el ejercicio de
acciones y operaciones, unas veces dirigidas a los contactos mutuos entre ellos; otras
veces dirigidas a responder a otras incitaciones de elementos animales que, como
sujetos operatorios, se cruzan con ellos; y unas terceras veces a enfrentarse con una
masa heterogénea que resiste y ofrece peligros pero que, a la larga, no acecha ni
persigue a las figuras humanas (y esto sin perjuicio de que muchas veces nuestros
antepasados hayan podido interpretar equivocadamente un peñasco que rueda monte
abajo con un animal que les acomete). El dialelo del espacio antropológico, se da por
supuesto, se lleva a cabo de modo etic, pero no emic. Y no porque las representaciones
emic sean puestas entre paréntesis: simplemente son analizadas críticamente,
clasificándolas, por ejemplo, como erróneas o como verdaderas. Tanto la piedra que
voltea cuesta abajo, como el buitre que se lanza en picado a cazar un conejo, pueden ser
vistos emic como animales; pero etic la diferencia es objetiva y hemos de esperar que su
significado diferencial aparezca, al menos, decantado a largo plazo.
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II
El debate «explicado y justificado» desde las limitaciones de El animal divino como
ejercicio de un proyecto de filosofía materialista de la religión
Son múltiples, como hemos visto, las limitaciones constitutivas que suponemos
implicadas en la ejecución del proyecto de El animal divino, en cuanto modelo de una
filosofía materialista de la religión. Limitaciones que dejaban «abiertas» muchas
cuestiones implícitas. Pero con el único objetivo de evitar la prolijidad y hacer tratable
el análisis, las reduciremos a los cinco grupos que hemos enumerado en la sección
anterior.
Por lo demás estas cuestiones no son enteramente independientes; sin embargo,
quienes han intervenido en el debate, han incidido más en unas cuestiones que en otras,
salvo en las que tienen que ver con el grupo (5), que han permanecido prácticamente
intactas.
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Así, por ejemplo, cuanto David Alvargonzález niega (aunque también por otras
razones) que los «animales numinosos» puedan ser considerados como contenidos
prístinos específicos de un eje angular (susceptibles de ser transformados ulteriormente)
y los presenta como resultado de una confluencia (con eventuales catábasis) de
determinados contenidos circulares y radiales –el teriántropo, tal como él lo interpreta–
pone en peligro la especificación del eje angular, como si de un eje superfluo se tratase.
(Joaquín Robles ha insistido con claridad en este punto.) En cambio, cuando se insiste
en que la especificación del eje angular hay que ponerla en el carácter numinoso del eje
en cuanto tal (como hace Alfonso Tresguerres), nos ponemos muy cerca de los que
objetan dialelo antropológico ad hoc (el eje angular está especificado por los animales
numinosos, y éstos son los que determinan el eje angular).
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equivale a una hipóstasis del eje circular. Y en la doctrina del espacio antropológico se
supone que los ejes están mutuamente codeterminados, es decir, que son inseparables
(aunque sean disociables, precisamente en función de las conexiones sinecoides entre
sus figuras).
Dicho de otro modo: el eje circular sólo se constituye como tal cuando aparece «a
distancia» respecto del eje angular; utilizando etimológicamente el término ex-sistencia,
el hombre comienza a existir en el eje circular cuando se enfrenta –sistere– a los
animales, y se segrega de ellos. Esta distancia podría haberse establecido (siempre por
la mediación de figuras radiales) precisamente a través de la percepción de los animales
como «animales extraños», «numinosos», lo que ya implicaría un eje circular como
plataforma.
En cualquier caso, la inversión antropológica no tendría por qué verse como un
proceso instantáneo, de cristalización repentina o emergente que nos hace pasar,
siguiendo la ley del todo o nada, del estado prehumano al estado humano. La inversión
se cumpliría también como un paso de lo confuso y amorfo (confusión de los tres ejes) a
lo diferenciado y opuesto entre sí, es decir, como un proceso de anamórfosis mediante el
cual fueran siendo sustituidas unas partes por otras, que se propagarían después en el
todo. Los achuar, o los hombres paleolíticos, cuando se consideran en este estado
primitivo (indiferenciado, amorfo) no son personas humanas, aunque sean jurídicamente
considerados como tales por los gobiernos de las repúblicas correspondientes. La gran
dificultad que el proceso de inversión encuentra es este: supuesto que el eje circular por
antonomasia es aquel en el que se configuran las personas humanas, en cuanto
instituciones, ¿cómo sería posible atribuir también a los animales numinosos la
condición de personas (aents, dice Descola) salvo por proyección antropomórfica?
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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
III
Reanudación, tras el debate,
del proyecto originario de El animal divino
En la sección I hemos tratado de delinear el proyecto original de El animal
divino. En la sección II hemos tratado de fijar los límites dentro de los cuales se movió
la ejecución del proyecto, mostrando al mismo tiempo hasta qué punto estos límites
podían removerse, abriendo paso a desarrollos más precisos del proyecto.
En esta sección III nos proponemos indicar las líneas de desarrollo más
importantes que el propio debate habría ya, en general, iniciado, sometiéndose siempre
a ulteriores confrontaciones y rectificaciones. El hecho de que en esta sección III
figuren precisamente confrontaciones y rectificaciones de algunas líneas que a lo largo
del debate parecían orientarse a imprimir «un cambio de rumbo» al proyecto originario
de El animal divino no significa que las «rectificaciones de las rectificaciones» no
reconozcan que ellas sólo han sido posibles gracias a las primeras rectificaciones, que
siempre podrían considerarse como un «experimento» que habría de verse siempre
como reproducible, aún a título de «ensayo dialéctico», aunque fuera para ser, a su vez,
rectificado.
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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
humano pueda percibir el color rojo de un objeto apotético. Pero no trataría de constatar
o de describir un fenómeno emic; se trataría de explicar cómo se produce el fenómeno,
supuesta su condición estrictamente emic. Y en esta explicación intervienen
presupuestos o prejuicios y, en particular, supuestos de índole psicologista (por no decir
cartesiana), relativos a la fuente de las cualidades secundarias (la cualidad de rojo o la
cualidad de numinoso). Cualidades que precisamente eran consideradas secundarias por
proceder del sujeto (que las «proyecta» en los «objetos» o las compone con otras
sensaciones), a diferencia de las cualidades primarias, que se suponen formando parte
del objeto real. El correlato del color rojo, como entidad objetiva, se reduciría al reflejo
de una luz de 603,5 mμ; esto dice la teoría física del color rojo. Pero el color rojo, como
cualidad de rojo, sólo sería una «secreción reactiva del alma (o del cerebro)» ante el
estímulo de la luz, del mismo modo a como la numinosidad animal, aunque percibida
por los hombres primitivos, no sería otra cosa sino una secreción reactiva del alma o del
cerebro de los hombres y residiría en el alma o en el cerebro de los hombres que la
perciben, según la teoría antropológica de la construcción cultural mitológica de los
númenes: «porque, evidentemente, el color rojo (en el ejemplo de Bueno) no está 'ahí
fuera'» (El Catoblepas, nº 37:1, carta 6, de Alvargonzález).
Ignoro las razones por las cuales puede parecer evidente a los mediatistas que este
color rojo que percibo en ese cuerpo apotético no pueda estar «ahí fuera». ¿Acaso es
más fácil entender cómo podría estar dentro del cerebro? ¿En qué región de la retina
ocular o de la retina occipital? ¿Acaso los objetos apotéticos mantendrían su condición
de tales si los colores desaparecieran enteramente, y no interviniese el tacto? En
cualquier caso, el ejemplo del color rojo fue aducido precisamente para justificar, por
analogía, la realidad de una visión objetiva, apotética, de una cualidad cuya teoría va
dirigida a probar su inmanencia subjetiva. El ejemplo iba destinado a sugerir la
posibilidad de la percepción de una numinosidad objetiva, aún en el supuesto de que
«en sí mismos» los animales no fuesen númenes; añadiendo de paso la crítica al
sustancialismo de la «existencia en sí» («animales en sí mismos», «cosas rojas en sí
mismas»), en nombre de la concepción de la existencia como coexistencia (los animales
–ciertos animales– en su coexistencia con los hombres primitivos, son realmente
númenes precisamente porque son númenes reales: la disyuntiva entre los animales
realmente numinosos y los númenes animales reales puede considerarse como una
disyuntiva aparente, cuando introducimos la idea de la coexistencia). Y en cualquier
caso, la analogía entre el color rojo y la numinosidad se detiene ahí, pero «a favor»,
cuanto a su realidad, de la numinosidad; porque mientras que el color rojo permanece
como tal «pasivamente», diríamos, en el objeto apotético, la numinosidad la suponemos
asociada a un sujeto que nos acecha, nos ataca y pone en peligro nuestra vida.
3. Pero los fundamentos últimos o, si se prefiere, los presupuestos o prejuicios
sobre los que se basa el rechazo de los «animales divinos» como númenes reales son
otros. Y podríamos reducirlos a los dos siguientes:
Primero, el supuesto (implícito) de que el eje angular o no se entiende, o ha de
entenderse como separado de los otros (si los animales son realmente númenes sería
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porque lo son en sí mismos; si sólo son tales ante el hombre, cuando coexisten con él,
ya no serían realmente númenes sino sólo de un modo aparente, de un modo
mitológico). Correlativa a esta hipóstasis condicional del eje angular constatamos una
hipóstasis del eje circular (previa a la angular) al referirse a las culturas humanas
prepaleolíticas.
Ahora bien, un eje no tiene por qué concebirse como separable de los demás,
como si la separabilidad fuese condición de su realidad. La realidad de cada eje siempre
está necesariamente vinculada a la de los demás ejes, aunque sea disociable de ellos, por
la composición sinecoide de las figuras de algunos con figuras diversas de los demás.
Por ello, el eje angular presupone siempre codeterminación (en alguna de sus figuras, en
nuestro caso, las religiosas) con el eje circular, así como recíprocamente. Y, por ello, la
condición de persona humana (como diremos después) implica la «neutralización» del
eje angular (no su abolición).
Segundo, el supuesto –acaso el más importante– en virtud del cual parece
necesario descartar a priori la numinosidad de los animales reales (por tanto, el eje
angular). Este supuesto es de índole ontológica: un animal numinoso –parece
presuponerse– debiera ser una persona dotada de «voluntad», «entendimiento» y
«capacidad de hablar» con otras personas (en nuestro caso, revelar –la persona
numinosa a la persona humana– y orar –la persona humana a la numinosa–). Parece
como si David Alvargonzález estuviera aherrojado por la sentencia de Thomas Szasz,
«si alguien dice que habla con Dios, está rezando; si alguien dice que Dios habla con él,
está esquizofrénico». Quien cree que los animales-númenes del Paleolítico «hablaban»
con los hombres está esquizofrénico o, por lo menos, estará atribuyendo a los hombres
primitivos, si no la condición de esquizofrénico, sí la condición de una falsa conciencia:
«Especialmente, Bueno no tendría en cuenta que los númenes paleolíticos tienen
componentes ineludibles de falsa conciencia (componentes míticos, confusiones y
oscuridades, cuando se evalúan desde el presente» (Alvargonzález, pág. 32 del texto
original de su conferencia; fragmento que no aparece en la edición impresa de las
Actas).
Ahora bien, según esto, dado que los animales no pueden ser númenes personales
(como debieran serlo si se les considerase como núcleo angular de la religión), la
atribución a ciertos animales de «características propias de los númenes personales»
(Alvargonzález, pág. 8 del original, pág. 217 de las Actas) sólo podrían ser el resultado
de alguna construcción o teoría mitológica (que implica lenguaje fonético doblemente
articulado) y que tendrían al menos alguno de los siguientes componentes, según
Alvargonzález:
«1. Adjudicar a los animales la capacidad de entender a los hombres cuando
éstos les hablan: el ruego, la oración, la ofrenda y el sacrificio son componentes
de las religiones del Paleolítico que suponen que los animales tienen capacidad
verbal similar a la humana.
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2. Adjudicar a los animales más inteligencia de la que tienen (rasgo que puede
aparecer conectado o no con el anterior).
3. Adjudicar a los animales caracteres de personalidad humanos (pendenciero,
adulador, &c.) y caracteres morales propios de personas (malo, bueno, dañino,
mentiroso, desleal, &c.).
4. Suponer que los animales están sujetos a normas morales en su trato con ellos
y con los hombres.
5. Por último, en los casos en los que aparece una combinación fantástica de
caracteres morfológicos de varios animales no humanos (los teriomorfos) o de
animales no humanos y humanos (los teriántropos), esta combinación de rasgos
también podría interpretarse como un componente mítico del núcleo de las
religiones del Paleolítico.» (Alvargonzález, págs. 217-218 de las Actas)
No cabe duda que estas construcciones o «teorías mitológicas» son constatables a
lo largo del curso de las más diversas religiones; y que, por supuesto, pudieron también
ser desplegadas, y lo fueron de hecho, en el Paleolítico. El animal divino se refiere (1ª
ed., 1985, pág. 101; 2ª ed., 1996, pág. 105) al «teriántropo dualista» de El Juyo, y en su
pág. 113 (en la 2ª ed., pág. 117) al teriántropo, acaso un hechicero, de la cueva de Trois-
Frères. Pero la constatación de estas construcciones o teorías mitológicas no tiene nada
que ver con la tesis que niega la numinosidad real de los animales paleolíticos
involucrados en la religiosidad primaria.
Por de pronto, la tesis de la numinosidad real de algunos animales paleolíticos no
implica su condición exenta de cualquier representación concomitante (es decir, como si
la numinosidad animal tuviera, para aparecer, que presentarse exenta o pura de
cualquier «marco mitológico» procedente de regiones radiales o circulares que
suponemos están siempre acompañando al eje angular); más aún, puede asegurarse que
los fenómenos específicos del eje angular están siempre, según la doctrina del espacio
antropológico, involucrados con otros fenómenos propios de los demás ejes (y que esta
circunstancia explica la presencia temprana del teriántropo, sin perjuicio de númenes
animales no humanos).
Pero si se afirma que la «cualidad de numinoso» que se reconoce, al menos emic,
en la percepción de ciertos animales paleolíticos, «emana» del eje circular, ¿no se está
diciendo también que la numinosidad emana del hombre, conculcando el hecho del que
partimos: que lo numinoso es cualidad del animal? Nada se ganaría apelando a
la novedad del compuesto (circular + angular) –por ejemplo, en el teriántropo–, puesto
que precisamente lo que esta «novedad» debiera hacernos esperar sería esto: que lo
numinoso no procede del componente humano, sino de lo que no es lo humano, es
decir, de lo que es animal. La hipótesis de la novedad resultante de un mixtum
compositum exigiría introducir un «mecanismo especular» en virtud del cual los
hombres comenzarían a hacer algo así como «conocerse a sí mismos» cuando vieran su
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Las cuestiones filosóficas que la persona envuelve tienen que ver precisamente
con la cuestión de la coordinación biunívoca entre el conjunto de las personas humanas
y el conjunto de los individuos humanos (conjunto que contiene subconjuntos muy
anteriores al paleolítico). La persona humana, en cuanto institución cultural histórica,
tiene sus propias características. Si se quiere, es una convención, una ficción jurídica,
considerar a un subnormal profundo de nacimiento la condición jurídica de persona
humana; lo que no quiere decirse con esto que se hayan resuelto los problemas
filosóficos de su condición de persona. La consideración de persona ha de entenderse,
ante todo, como una norma práctica, porque ofrece criterios prudenciales para tratar
esos casos límite, pero no por ello excepcionales. Y, por supuesto, no cabe, sin
prosopopeya, adjudicar la personalidad a individuos vivientes no humanos, sean dioses,
demonios o animales, sean acaso muchos de nuestros «contemporáneos primitivos» (a
los cuales las normas internacionales, inspiradas en la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, les concede personalidad a la manera como se la concede, como
hemos dicho, a los subnormales profundos congénitos).
Pero todo esto no excluye la legitimidad de hablar de personas no humanas,
anantrópicas, y, por tanto, la legitimidad de hablar de la personalidad propia de ciertos
animales del Paleolítico superior, sin que esto implique en modo alguno «adjudicar a los
animales caracteres de la personalidad humana»; de la misma manera los animales,
incluso las personalidades animales no humanas, aunque no estén sujetos, desde luego,
a normas morales (que suponemos humanas, en cuanto que son normas), no dejan de
estar sujetas a pautas (por ejemplo, rituales, no ceremoniales) que funcionan como
criterios distintivos y permiten predecir su comportamiento.
5. Recapitularemos nuestra «rectificación» a la «rectificación» propuesta en este
punto por David Alvargonzález.
Suponemos, por nuestra parte, que el eje angular del espacio antropológico es un
eje etológico, pero especificado ya como humano (la condición etológica de un eje no
implica que este eje haya de requerir ser pensado siempre como «momento genérico»
zoológico). El eje angular es un eje que está definido para ser reconocido en un presente
histórico. No es un eje prehistórico (en el sentido estricto) que el desarrollo histórico del
hombre hubiera logrado borrar. Todavía existen hoy animales con los cuales los
hombres se comunican como si fueran personas no humanas. Y una gran porción de la
conducta humana del presente está orientada por las expectativas de mantener
comunicación lingüística –no telepática– con sujetos personales o personiformes no
humanos, con animales no linneanos, extraterrestres, que implican, desde luego, un
espacio práctico dado en el eje angular (y esto sin tener en consideración a las prácticas
humanas animistas, el culto a los dioses, a los ángeles o a los demonios, muy vigentes
en el presente).
La Etología es precisamente una disciplina fundada en el reconocimiento práctico
de un eje angular, frente al mecanicismo preetológico que, como es sabido, fue siempre
muy limitado (José Manuel Rodríguez Pardo, que ha intervenido ampliamente en este
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debate, ha estudiado en su tesis doctoral estas relaciones: «El alma de los brutos en la
filosofía española del siglo XVIII, en el entorno del Padre Feijoo. Análisis desde el
materialismo filosófico», 2004).
Por consiguiente, cuando retrotraemos, por exigencias del dialelo antropológico,
el eje angular del espacio antropológico del presente al presente prehistórico, no
necesitamos poner en marcha «teorías mitológicas» a fin de atribuir a los hombres
prehistóricos un eje angular, con referencia a determinados animales de su entorno. A
determinados animales: aquellos con los cuales cabe hablar de interacción operatoria –
de percepciones, apetitos... a escala operatoria– excluyendo, por supuesto, a los
animales invisibles o intangibles en la época, ya fuera por habitar en lugares incógnitos,
ya fuera por ser inaccesibles al ojo humano, como es el caso de los animales microbios.
Otra cosa es la cuestión de la «transformación» del eje angular humano
(etológico, pero ya especificado como humano) en el eje que contiene a los númenes
reales, a los animales numinosos. Pero esta cuestión desborda el debate en torno al
dialelo (aunque obviamente está profundamente vinculada con él) y pertenece más
propiamente al debate en torno a la inversión antropológica, es decir, a la cuestión de la
anamórfosis de las estructuras etológicas y, entre ellas, las mismas relaciones angulares
entre los hombres y los animales, en lo que tengan de relaciones interespecíficas
humano-zoológicas (subgenéricas o cogenéricas), en instituciones genuinamente
antropológicas, como puedan serlo las instituciones religiosas. Y también, desde luego,
en otras instituciones angulares no religiosas, como pueda serlo la institución de los
«animales domésticos de compañía», o la propia institución de la Etología, cuyas
afinidades con la Teología ya hemos señalado en otras ocasiones («La Etología como
ciencia de la cultura», El Basilisco, nº 9, 1991).
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Ahora bien, la cuestión estriba (si asumimos esta propuesta sobre la esencia) en
interpretar qué tipo de partes del género radical han de ser utilizadas. Y el análisis
depende del modo de entender la realidad de los númenes animales.
Si estos se entienden como númenes emic el análisis distinguirá en el «género
radical» los componentes zoológicos y los componentes circulares humanos, que van a
componerse o a proyectarse sobre aquellos.
Pero si los númenes animales se consideran reales (etic, no solo emic; y teniendo
en cuenta que la oposición etic/emic no es disyuntiva –no es una dicotomía, como
proponía Marvin Harris– puesto que la perspectiva etic puede englobar también en sí a
la emic) entonces el análisis del género radical, del eje angular en este caso, tendrá que
ir por otro lado. A saber: separando o descomponiendo en el eje angular humano
etológico los componentes no numinosos y los componentes numinosos.
¿Y cómo podríamos delimitar estos componentes numinosos? Precisamente
señalando aquellos animales que, desde la «plataforma circular» (o protocircular) desde
luego, se nos enfrentan como «centros de conocimiento y de voluntad personales» que
nos envuelven con su «plan teleológico» (personal), nos acechan, nos hacen ver que nos
encontramos en su campo visual, que nos reducen a la condición de sujetos finalísticos
de sus propios intereses o apetitos, ante los cuales para nada valen nuestros ruegos u
oraciones. Es decir, se comportan con los hombres como otros hombres también se
comportan con nosotros: son personas no humanas y en esto reside precisamente su
numinosidad. Siendo semejantes a nosotros nos son completamente ajenos y
heterogéneos desde el punto de vista práctico. Son otros, heterogéneos, y es ese
componente heterogéneo suyo (que ya no puede ser «circular») el que podrá convertirse
en núcleo de su numinosidad.
Es evidente que esta numinosidad (que supone ya una trama humana circular muy
desarrollada) sólo comienza a existir desde la plataforma circular. Desde ella se percibe
ante todo su distancia, es decir, la «extraña profundidad» del «animal ante mí» (en
primera persona) que comienza a verse como numinoso. Pero esto no quiere decir que
tal numinosidad sea únicamente emic (una impresión o sentimiento subjetivo-humano,
incluso alucinatorio), pues esa impresión va referida precisamente al animal de ahí
fuera, que me amenaza real y perentoriamente, apotéticamente, y real en su extrañeza
activa. Recordamos, como ilustración, al oso de la película de Jean Jacques Annaud.
¿Y autoriza esto a concluir que el animal no es numen realmente, o «en sí», sino
«en mí»? ¿Es que acaso cabe hablar de un animal (o de la figura de un animal vivo y
activo) como entidad que pueda existir «en sí»? El animal, en su figura y en su acción, y
aún en su morfología, coexiste siempre con otros animales y se configura ante otros
animales. Un animal aislado, en sí, es una pura construcción abstracta. La propia
morfología de muchos animales, precisamente de aquellos que podrán aparecer como
numinosos, es alotética y está conformada en función de una coexistencia pacífica o
polémica con otros animales. No es una morfología «en sí»: los colmillos del lobo están
conformados alotéticamente, y su morfología carece de sentido si no se relaciona con su
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divino como una simple reexposición, en algunos casos como un plagio, de las antiguas
teorías del zoolatrismo o del totemismo (a pesar de que la cuestión está ya planteada en
el libro, pág. 182 y siguientes).
La «coloración numinosa» del eje angular, considerada filosóficamente, habría
comenzado a partir del «trato» con los númenes personales (démones, dioses olímpicos,
dioses epicúreos, &c.), que eran sin duda animales, pero animales no linneanos, muchas
veces inmortales. Fue cuando los etólogos comenzaron a describir la condición no sólo
«inteligente», sino «raciomorfa», incluso racional, de muchos animales de nuestro
presente y, por tanto, de su parentesco estructural (y no sólo un presente genético, con
los ancestros dados in illo tempore que descubrió el darwinismo) con los hombres
vivientes (en el presente o en el pretérito) cuando se hizo posible reaplicar, por parte de
quien ya no «practicaba» las religiones primitivas, los contenidos numinosos
conservados en los animales no linneanos (mitológicos) a los animales linneanos del
Paleolítico: así es como apareció la filosofía materialista de la religión.
Pues si en efecto, y en el presente filosófico, la religión primaria había quedado
abolida, ¿de qué lugar del eje angular o lógico podría tomarla la filosofía sino del lugar
en el que se asentaban los númenes animales no linneanos? Desde este punto de vista
habría que afirmar que si los animales linneanos del Paleolítico pueden ser vistos hoy
como númenes es a partir de los animales no linneanos percibidos posteriormente y aún
en el presente como numinosos. Lo que corrobora el reconocimiento de que el eje
angular ha de estar dado previamente a lo que llamamos «proceso de su encarnación».
Pero tampoco este reconocimiento (interpretado a la luz de la filosofía
materialista) implica establecer una oposición irreversible a la «vía pascaliana» de la
que acabamos de hablar. En efecto, el proceso de la encarnación sólo a medias (es decir,
«empezando el Credo por Poncio Pilatos») podría entenderse como el proceso
extrínseco reducible a mera proyección de los númenes secundarios (incorporados
también a las religiones terciarias) a los animales linneanos del Paleolítico; puesto que
si los númenes secundarios y terciarios se suponían a su vez derivados de los animales
numinosos primarios, la «vía no pascaliana» de la encarnación podría comenzar a
aparecer como un «segmento semicircular» de la vía pascaliana que avanzaba por el
semicírculo de sentido opuesto.
Todo lo cual equivale a decir que si no hubiera sido por las «experiencias de lo
sagrado» recogidas por la filosofía en las religiones positivas secundarias y terciarias,
no podríamos haber recuperado la numinosidad de los animales primarios (y por tanto,
que sería absurdo tratar de imaginar su aparición construyendo un escenario en tercera
persona en el que unos supuestos hombres primitivos se encuentran con unos animales
puramente zoológicos o etológicos, en todo caso no numinosos). Porque una tal
numinosidad, en la «época de la filosofía», solamente podría conservarse en las
religiones positivas (secundarias y terciarias), por ejemplo, en la forma de animales
divinos presentes aún en las religiones: Leviatán, el Becerro de oro, los Ángeles alados,
incluso los mismos númenes antropomorfos (para citar los más corrientes: Cibeles como
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«señora de los animales», Orfeo como «amansador de las fieras», Dios como Dragón
que se le aparece a Lutero, Satán en la figura del macho cabrío).
Y precisamente la presencia o supervivencia de los contenidos numinosos
primarios en las religiones secundarias y terciarias, justificaría que un «ciudadano
ilustrado» pudiera, sin embargo, reconocer la numinosidad de muchas ceremonias
religiosas secundarias y terciarias, precisamente porque la «caída» de la religiosidad
primaria no consistió tanto en una aniquilación cuanto en una transformación, a la
manera (para seguir con el ejemplo anteriormente utilizado) como la «caída» de los
dinosaurios no fue una aniquilación, cuanto, a la vez, una transformación en otros
animales de presente, como palomas o urracas. Y si hoy podemos «ver y sentir» a los
dinosaurios en la figura de una paloma o de una urraca que salta y emprende el vuelo,
también podemos «ver y sentir» a los númenes paleolíticos linneanos en los animales no
linneanos de las religiones positivas secundarias y terciarias del presente.
Las religiones primarias se conservan en las secundarias y aún en las terciarias;
pero no solamente en los «esqueletos de sus emblemas zoomórficos», sino en su
«capacidad numinosa» que aún conservan esos esqueletos, una capacidad de aterrorizar
a los hombres del temple de Gonzalo Fernández de Oviedo o de Fray Toribio de
Benavente, Motolinia: «Tenían asimismo [los indios de la Nueva España] unas casas o
templos del demonio, redondos, unos grandes y otros menores, según eran los pueblos,
la boca, hecha como de infierno, y en ella pintada la boca de una temerosa sierpe
[Quetzalcoatl] con terribles colmillos y dientes y en algunos de estos los colmillos eran
de bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran temor y grima; en especial, el infierno que
estaba en México, que parecía trasladado del verdadero infierno.» (cita tomada de El
animal divino, segunda edición, pág. 259.)
Recíprocamente, será a través de estas «figuras espantables» de las religiones
secundarias (pero que siguen actuando en las religiones terciarias positivas: desde el
Becerro de Oro hasta los «seres extraños» de Ezequiel, denominación que
el Apocalipsis sustituye –y me remito a la ponencia de José Luis Marín Moreno– por la
de «seres animados» o animales) como podrá revivirse la percepción de los animales
numinosos de las religiones primarias, pero no al revés («elevándose», a partir de las
figuras animales del presente etológico, retrotraídas al Paleolítico inferior, a la
numinosidad animal). Más aún: será gracias a las figuras espantables secundarias o
terciarias como podremos «perforar» la visión neutra, religiosamente hablando, de los
animales, que nos ofrece la «Etología del presente en tercera persona»; es decir,
podremos corroborar la tesis gnoseológica según la cual las ciencias positivas, y la
Etología entre ellas, no «agotan su campo de investigación», puesto que el análisis de
este campo han de llevarlo a efecto a través de los contextos determinantes que en el
campo hayan podido ser establecidos. En modo alguno, la «ciencia etológica del
presente» puede tomarse como criterio de la «realidad de los animales en sí mismos
considerados».
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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
La ciencia etológica «no dice la última palabra» sobre la realidad de los animales,
como tampoco la ciencia bioquímica («todo es Química») dice la última palabra sobre
la realidad de los organismos vivientes. Según esto, la filosofía materialista de la
religión, apoyándose en las religiones secundarias y terciarias, recorre una visión crítica
de la propia ciencia teológica del presente, paralela a la crítica que tradicionalmente
asumía la teología dogmática (apoyada en las religiones positivas) respecto de las
ciencias positivas interferidas. Paralelismo que no expresa una identidad material de
fondo, sino que sólo dice proporcionalidad (por tanto, que subraya las diferencias de las
cosas que son, simpliciter diversae y solo secundum quid análogas): mientras que la
teología dogmática ejercía su crítica a los saberes científicos interferidos ofreciendo
«saberes positivos» que los desbordaban (por ejemplo, la Teología de la
Transustanciación ofrecía el «saber positivo» de que en el pan y el vino consagrados –
que la ciencia y las técnicas de panaderos o de vinateros reducían a términos ordinarios,
«prosaicos»– está también presente, y con presencia real, el cuerpo de Cristo) la
filosofía materialista de la religión ejerce su crítica a los saberes científicos y etológicos
del presente, no precisamente ofreciendo «otros saberes positivos sobreañadidos», sino
el «saber negativo» de que la «Etología del presente» no agota su campo y que, por
tanto, los animales, además de ser contenidos del campo categorial etológico, son
también contenidos de un mundo que desborda ese campo categorial, un mundo que a
su vez es desbordado por la Materia ontológico general.
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G. Bueno – Sobre la verdad de las religiones y asuntos involucrados
emic de la verdadera religión primaria requería la modulación etic que, en este caso, se
ofrece como involucrada en la modulación emic en virtud de un peculiar argumento
ontológico ya consabido; lo que ha sido visto con claridad por Joaquín Robles:
«Lo que a mí me parece es que ni los númenes infinitos ni los númenes
equívocos (teriántropos) existen, por lo que el argumento de Bueno es idéntico
en los dos casos y sus consecuencias también: si no existe no puede ser numen.
David dice todo lo contrario. Esto es clarísimo. Que el argumento esté pensado,
en este contexto, para demostrar que la religión terciaria no es originaria ni
verdadera no quiere decir que carezca de validez para aplicarse a la verdadera
religión primaria originaria. Porque ambas cosas están conectadas: la falsedad de
la idea de un dios terciario infinito no está demostrada aquí por Bueno mediante
argumentaciones sobre las contradicciones internas de las partes formales de la
Idea misma (perspectiva teológica) sino por relación a la necesidad de contar
con un fulcro de verdad realmente existente y no imaginario (ni tampoco
infinito) que permita hablar de verdadera religión (perspectiva de la antropología
filosófica materialista).» (Robles, El Catoblepas, nº 41:13.)
Su interpretación lleva a Alvargonzález a afirmar, con indudable anacronismo,
que «los númenes paleolíticos tienen componente ineludibles de falsa conciencia», es
decir, componentes míticos, confusiones y oscuridades cuando se evalúan desde el
presente (como si el presente del que se habla no fuese precisamente el «presente desde
el cual reconstruimos el pretérito» y no el presente que nos pone ante animales
desacralizados); afirmaciones ambiguas que en parte están reconocidas en El animal
divino, pero no en su parte principal, a saber, la que tiene que ver con la negación de la
verdad etic de los númenes reales o de las animales realmente numinosos. El
reconocimiento de la verdad analéptica o de la verdad emic de la religión no es
suficiente para mantener la estructura de una filosofía de la religión que no sea
meramente psicológica, sociológica o histórico-analéptica.
En efecto (y para referirme ante todo a la verdad histórico-analéptica), si la
religión primaria tuviese sólo una verdad emic, las religiones secundarias sólo
alcanzarían su verdad atributiva como negación de una supuesta falsa conciencia
primaria, aunque a costa de introducir otros contenidos mitológicos de «falsa
conciencia» (los númenes mitológicos secundarios); por lo que la verdad de las
religiones terciarias habría que cifrarla a su vez en la negación de los númenes
mitológicos secundarios. De este modo, la tarea de la filosofía materialista de la religión
habría que ponerla en la misma tarea de demolición de los númenes animales en
general, en tanto que fueran entendidos como construcciones culturales prescindibles, y
en modo alguno involucradas trascendentalmente con la historia del hombre. La
filosofía materialista de la religión no sería otra cosa sino la misma declaración
universal de ateísmo incualificado en sí mismo o, a lo sumo, cualificado
extrínsecamente, según el tipo de númenes o de divinidades que estuviese dispuesta a
negar. Un ateísmo que podría considerar como «cantidad despreciable», o como simple
episodio ocurrido en las fases pretéritas de la evolución de la humanidad, a las
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conducta); a los hombres que los resisten y aprecian su numinosidad, no sólo a título de
sentimiento o pasión subjetiva (producida por él en el ánimo de los hombres) sino a
título de acción del propio animal real y de reacción sui generis (de humillación-
enfrentamiento) de los hombres. Un animal que, en esa su coexistencia con unos
hombres capaces de percibirlo como terrible, de adularlo humillándose ante él, ejercita
su realidad de dominador; incluso de fascinador efectivo de unos hombres a los que él
mismo puede reconocer, por vía de ejercicio, como «presas». De este modo éstos
animales dejarán de ser «númenes ilusorios» ante los animales humanos. No serán
animales percibidos en tercera persona (etológicamente) que reciben de los hombres
predicados «personales» emanados de los propios hombres, y compuestos con los
rasgos animales percibidos en tercera persona, o proyectados sobre ellos. Serán los
propios animales quienes proyectan sobre los hombres esos predicados característicos
de una personalidad movida por fines que envuelve a los mismos hombres que tratan de
resistirla «en primera persona». Es en esta relación real práctica en la que los animales
pueden comenzar también a ser númenes reales.
En esta situación los animales pueden desempeñar, efectivamente, el papel (sin
necesidad de representárselo, basta con que lo ejerciten) de verdaderos Genios malignos
(eventualmente de genios benéficos) ante los hombres que los perciben como tales y
actúan en consecuencia. Desde este punto de vista el «horizonte numinoso» del hombre
deja de ser un espejismo subjetivo emic (inmanente) para convertirse en un horizonte
objetivo (trascendente). Un horizonte numinoso que aparece originariamente ante los
hombres que viven y exploran bajo las cúpulas de las cavernas, pero también,
posteriormente, ante los hombres que viven bajo la cúpula celeste y la exploran con sus
radiotelescopios.
Aquello que los hombres pueden captar en los animales que les aparecen extraños
(exteriores a su «concavidad», con extrañeza fascinante o terrible que de ninguna
manera podemos reducir a la condición de una impresión subjetiva emic), es
precisamente su presencia alotética como «voluntad» envolvente. La voluntad de
atraparles, de devorarles, como si fueran personas, pero enteramente distintas de ellos.
Una voluntad necesariamente exterior, asignada a animal (Descartes, como hemos
dicho, no podría reducir a la condición de un «contenido de su cogito» al oso real que se
le hubiera aparecido en actitud amenazante): esa voluntad en pleno ejercicio es la fuente
de su numinosidad. Que obviamente, aunque sólo pueda conformarse cuando es
percibida desde una «concavidad» humana en proceso de cristalización en un eje
circular, precisamente no pertenece a ese eje circular, sino al animal que se hace
presente ante él. La numinosidad percibida en el animal implica esa concavidad del
«nosotros». Pero no serán los «contenidos cóncavos personales» los que se proyectan o
se componen con ciertos animales exteriores, sino que precisamente los contenidos no
humanos personiformes percibidos, desde la semejanza genérica de fondo, situación que
precisamente estaría representada en las figuras teriantrópicas. Un teriántropo no tiene
por qué interpretarse como un hombre originario, percibido junto con la figura de un
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animal, porque también puede interpretarse como una figura animal percibida como
participante ella misma de los rasgos personales comunes con los hombres.
Serían entonces estas figuras teriantrópicas las que corroborarían –en lugar de
dificultarla– la tesis de la verdad objetiva del núcleo angular (siempre dado en función
del eje circular). Cuando la relación objetiva de dependencia o de dominio cese, la
numinosidad se eclipsará o desaparecerá, como va desapareciendo el color rojo de una
manzana a medida que se amortigua la luz que la ilumina; sin olvidar que la luz puede
reaparecer.
4. No cabría hablar por tanto, desde la concepción materialista de las religiones
primarias, de «contenidos de falsa conciencia», tal como se detallan en la tabla 3 (pág.
239 de las Actas). No sería falsa conciencia, por ejemplo, salvo petición de principio,
«suponer en ciertos animales reales características de personalidad e inteligencia»: salvo
que se niegue a priori que estos animales puedan tener tales caracteres de personalidad
o de inteligencia (para hablar de ideas de personas anantrópicas y no sólo de ideas de
personas antrópicas, según la terminología utilizada en El sentido de la vida, 1996,
lectura tercera, pág. 150-151).
Si partiéramos de que los tienen, o pueden tenerlos, la percepción de estos
caracteres sería ya condición de conciencia verdadera y no falsa. La cláusula «capacidad
de entender el lenguaje específicamente humano», no es necesaria; ni siquiera unos
hombres entienden los lenguajes específicos humanos de otros hombres –los franceses
no entienden el chino, ni los chinos entienden el francés– y tampoco cualquier persona
tiene capacidad para entender a cualquier otra persona: los diablos no entienden
los secreta cordis de los hombres.
5. La verdad de las religiones secundarias y terciarias ya no tendría que ajustarse a
la modulación de la identidad sintética, pues las religiones de estos tipos recibirán la
verdad por atribución o derivación de la verdad primaria, y esto de diversos modos:
La verdad de las religiones secundarias podría entenderse como una verdad
aparente, pero con fundamento in re, como verdad «fundamental»: los númenes
imaginarios de las religiones egipcias, chinas, aztecas, &c., no serían meras «creaciones
mitopoiéticas» segregadas por la fantasía humana, o morfologías alucinatorias
producidas por drogas; sino que estarán inspiradas en animales primarios reales,
«experimentados» retrospectivamente por los «creyentes secundarios». La verdad de las
religiones secundarias no habrá que cifrarla, según esto, en aquello que éstas «niegan» a
las primarias (la realidad de los animales numinosos) sino en aquello que conservan de
las primarias: las «figuras espantables» o «misteriosas» de ciertos animales.
En cuanto a la verdad de las religiones terciarias puras (no ya la verdad de las
religiones terciarias positivas, mezcla de terciarias y secundarias) puede cifrarse en la
misma negatividad de los númenes imaginarios derivados de los «delirios secundarios».
Pero la negación deísta o teísta (desde Aristóteles a Voltaire) de la superstición
secundaria no es una negación incualificada; es una negación cualificada, y cualificada
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por los propios númenes imaginarios de las religiones secundarias que se niegan.
Negación cualificada que no implica, por sí misma, ni la negación de las realidades de
los númenes primarios linneanos, ni la negación de la posibilidad de existencia de
númenes no linneanos. La contribución, en el Congreso de Murcia, de José Luis Marín
Moreno, «Lectura materialista del libro de Ezequiel», avanzaba con paso firme en esta
dirección.
Por último, en cuanto «verdad» implícita en la verdad negativa de las religiones
terciarias, cabría citar a la verdad de la propia Etología, en tanto ella, según hemos
dicho, no agota su campo, y precisamente porque la perspectiva del etólogo se mantiene
antes en tercera persona «especulativa» que en primera persona práctica. El etólogo, en
cuanto tal, trabaja con animales enjaulados, o bien los observa «en el presente», desde
su propia «jaula» (que le confiere la distancia y seguridad necesaria para poder
experimentar las conductas de los animales en tercera persona, es decir, con posibilidad
de segregar intencional y realmente del escenario a su propia subjetividad práctica
operatoria). No se involucra prácticamente en un «juego» con ellos, juego en el que, con
peligro de su vida y de su ciencia, podría volver a percibir en primera persona la
numinosidad del animal que tiene enfrente.
(5) El debate en torno a la koinonia de los númenes con otros valores de lo sagrado
Como quiera que en el Congreso de Murcia no se trataron, salvo de pasada, las
cuestiones que giran en torno a la koinonia de los númenes (dados en el eje angular) con
contenidos de otros ejes del espacio antropológico (con los fetiches del eje radial, y con
los santos del eje angular), me limitaré aquí, a efectos sistemáticos, a dejar insinuada tan
abundante tarea, indicando solo algunas de las líneas que desde esta perspectiva se
dibujan.
Ante todo, remitimos a la ponencia citada del congreso de León («Los valores de
lo sagrado: númenes, fetiches y santos») para justificar la utilización del término
«sagrado» con un alcance que desbordando los estrictos valores o contenidos religiosos
centrados en torno a los númenes, se hace capaz de cubrir a los fetiches y a los santos.
La koinonia entre estos valores de lo sagrado, como hemos dicho, tiene un
momento analógico (de proporcionalidad) implícito en la oposición fundamental entre
lo sagrado y lo profano. Pero lo profano no es solo «lo que no tiene que ver con el
numen», sino también «lo que no tiene que ver con los fetiches o con los santos».
Cuestión central es la de la independencia o correlatividad entre lo sagrado y lo
profano. En cualquier caso es totalmente discutible la tesis de la prioridad de lo sagrado,
como si lo profano fuese precisamente, según su etimología (pro-fanum), lo que no es
sagrado; también podría verse a lo sagrado como aquello que no es profano, aquello que
rompe o desborda el «entramado inmanente» cerrado o cuasicerrado del Mundo y de la
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Final
Sobre el desbordamiento
de la inmanencia del Espacio antropológico
El debate sobre la verdad de las religiones suscitado por el Congreso de Murcia,
sólo de pasada ha tocado otro género de cuestiones de la mayor importancia filosófica;
cuestiones que tienen que ver, de algún modo, con las relaciones que los valores
religiosos (y en general, los valores de lo sagrado) pueden mantener, no ya con otros
contenidos del espacio antropológico, sino con «contenidos» que desbordan este
espacio, y que en el materialismo filosófico se acogen, de algún modo, a las ideas
simbolizadas por E (Ego trascendental) y por M (Materia ontológico general).
La ponencia de Patricio Peñalver Gómez («Dialécticas nematológicas en torno al
cuerpo de la religión»), sin duda podría considerarse orientada sutilmente a subrayar las
limitaciones de la inmanencia del propio espacio antropológico como «envolvente» de
númenes, fetiches o santos, así como las intervenciones de Pelayo Pérez a lo largo de
los debates de El Catoblepas, rondan (explícitamente en el caso de Pelayo Pérez) estas
cuestiones que, en este momento, sólo puedo mencionar, pero sin intención de entrar en
ellas en absoluto. Baste citar este fragmento de Pelayo Pérez:
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