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Bueno – La visita del Papa Benedicto XVI a España (agosto 2011) y los ideales de la ilustración de la
“Juventud”

La visita del Papa Benedicto XVI a


España (agosto 2011) y los ideales de
la ilustración de la «Juventud»

Gustavo Bueno

Un ensayo de análisis de algunas implicaciones de las JMJ en el contexto de la situación


política de España en 2011


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El Catoblepas, número 115, septiembre 2011. P. 2, http://nodulo.org/ec/2011/n115p02.htm, (31/01/16)
G. Bueno – La visita del Papa Benedicto XVI a España (agosto 2011) y los ideales de la ilustración de la
“Juventud”

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El gran acontecimiento que, en pleno mes de agosto del año 2011, tuvo lugar en
España, fue la visita del Papa Benedicto XVI, para presidir la Jornada Mundial de la
Juventud en la que cientos de miles de jóvenes (en sentido amplio: había muchos niños
de 7 a 12 años, y bastantes adultos de más de 50 o 60 años), que algunos hacían llegar al
millón, otros al millón y medio, y los más generosos a los dos millones y más de
«jornadistas» jóvenes, procedentes «de todo el mundo» (de los cinco continentes).
Quienes, con gran entusiasmo y estricta disciplina, convivieron durante unos días en
actos multitudinarios, manifestando su fe cristiana y voluntad de robustecerla y
propagarla pacíficamente, como único método de salvar, no sólo a España sino a la
Humanidad entera, en los años de confusión que le espera.
Las autoridades de la Iglesia católica, pero también las del Gobierno
socialdemócrata (y, por supuesto, los dirigentes del PP), consideraron como un gran
éxito de organización a estas Jornadas, e hicieron públicas sus felicitaciones. «El
Gobierno y el PP –este era el tenor de la prensa del lunes día 22 de agosto– felicitaron
ayer a la Iglesia por el éxito de la Jornada Mundial de la Juventud.» Y el PSOE destacó
«el respeto que ha habido entre los planteamientos del Vaticano y los del Ejecutivo
español... El líder del PP, Mariano Rajoy, destacó la alegría de los participantes,
reconfortante en los tiempos que vivimos».
Por supuesto, esta actitud no fue compartida por los grupos minoritarios de
izquierda IU y PCE. Gaspar Llamazares y Cayo Lara dijeron que cada uno tiene
derecho a profesar su religión, pero reprobaron la «sumisa» política que, según ellos, se
ha visto ante la Iglesia, porque es «un flagrante incumplimiento» de la Constitución, que
define a España como un Estado aconfesional.
Algunos periodistas fueron aún más lejos, y llegaron a comparar la actitud de
Zapatero, inclinado ante Benedicto XVI, con la de Enrique IV, pisando nieve en Canosa
para que Gregorio VII le levantase la excomunión que ponía en peligro su trono
(Zapatero y su Gobierno, ante las muchedumbres que escuchaban al Papa, habrían visto
el peligro que corría su partido en las próximas elecciones legislativas del mes de
noviembre, a consecuencia de la política anticatólica que han desplegado durante ocho
años: ley del derecho al aborto, legalización de los matrimonios homosexuales, boicot al
Valle de los Caídos, debate de los crucifijos en las escuelas, laicismo en la educación
para la ciudadanía...). En El País, Juan G. Bedoya llega a decir que «lo más preocupante
de la llamada marcha de laicos [presentada, dice, sin razón, como «antipapa», pese a
estar convocada también por organizaciones católicas] es la sola idea de que debió
prohibirse para no molestar al Papa». Por cierto, Bedoya titula su análisis «¿Eclipse de
Dios?», exhibiendo ingenuamente, a nuestro juicio, las coordenadas de sus
planteamientos. Coordenadas desorientadas por completo, como también están
desorientados los argumentos de Heleno Saña, que cita en su apoyo: «pensar en serio
que el único problema de la humanidad es el de creer o no creer en Dios es adoptar, en


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sentido inverso, la misma intolerancia que hizo exclamar a Tertuliano que fuera de la
Iglesia no hay salvación». Y están desorientadas, a nuestro juicio, como coordenadas
para el análisis de las JMJ, cuando presuponemos que estas jornadas no hay que
interpretarlas en función del «problema de la existencia de Dios» (Bedoya cita a
Bertrand Russell, Dawkins, a Hitchens, a Onfray...), cuestión que afecta tanto a los
cristianos, como a los judíos o a los musulmanes, pero precisamente, tal es la tesis que
trataremos de justificar más adelante, el planteamiento de las JMJ no fue teológico,
sino religioso, es decir, no estaba orientado a suscitar la cuestión («filosófica») de Dios,
sino la cuestión (religiosa) de Cristo.
Ahora bien: estas coordenadas teológicas, enteramente desorientadas en el
contexto de estos análisis, impiden entender el significado de la JMJ y su alcance
político-religioso. Y en la medida en la cual tanto los de la marcha laica como los
«jóvenes» (también en sentido amplio) del 15M vieron las JMJ desde estas mismas
coordenadas teológicas, su confrontación (que la intentaron y, en parte, la consiguieron
gracias a que la delegada del Gobierno permitió que los del 15M y los laicistas se
manifestaran siguiendo una trayectoria que se cruzaba con la de los JMJ) se hizo
imposible, a la manera a como es imposible la confrontación de dos trenes que marchan
por vías paralelas diferentes aunque sea en dirección contraria: sólo pueden rozarse,
pero no medir sus fuerzas.
Desde similares «coordenadas desajustadas» trataron de interpretar muchos
«analistas» el significado de las JMJ. Uno de ellos, participante en una «marcha laica»,
en unas enardecidas declaraciones verbales, atribuyó a Benedicto XVI, y a la Iglesia
católica en general, la intención de utilizar estar jornadas para probar, en un golpe de
fuerza espectacular, su política pastoral orientada a conseguir que los «jóvenes del
mundo» sigan bajo «la tutela» del Papa, de los obispos, de los párrocos o de las
asambleas de base («hay que animar a los jóvenes a que continúen viviendo su fe,
siempre dentro de la Iglesia, nunca en soledad»), lo que es tanto como decir: «para que
los jóvenes no piensen por sí mismos». Los cánticos, las procesiones, las banderas, las
misas, la liturgia en general, se lo darán ya todo pensado.
Lo interesante de estas declaraciones del laicista en marcha creo que hay que
ponerlas en el hecho de que las fórmulas que él empleó (ignoro si conscientemente o
simplemente porque hablaba en prosa sin saberlo) corresponden casi literalmente a las
fórmulas que Kant utilizó para definir la Ilustración, fórmulas que han sido repetidas
múltiples veces y que pueden considerarse de dominio común. En efecto, cuando Kant,
en 1784, se dispone a responder a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (Was ist
Aufklärung?), y dice: «La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable
incapacidad. La incapacidad significa la incapacidad de servirse de su inteligencia sin
guía de otro», está aludiendo a su supuesto de la libertad «idealista» que todos los
hombres tienen para pensar por sí mismos, siempre que un príncipe, como Federico el
Grande, reconociendo que Caesar non supra grammaticos, instaure una época de
ilustración, es decir, una época en la cual las fuerzas de las tinieblas –la tiranía, el poder
eclesiástico– dejan de impedir que la «luz de la razón» ilumine a cada súbdito, para que


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éste pueda convertirse en ciudadano. Kant no piensa en una futura revolución contra el
poder político. El príncipe deberá seguir ejerciendo su poder, incluso sobre el uso
privado de la razón por parte de cada individuo, en la medida en la cual este es vasallo o
súbdito, porque en este caso no le cabe razonar, sino simplemente obedecer. Pero sólo
hay un señor en el mundo [Federico II] que dice: «Razonad todo lo que queráis y sobre
lo que queráis, ¡pero obedeced!».
Lo que la Ilustración pide al poder es la libertad para el uso público de la razón,
mediante el cual el ciudadano no se comporta como funcionario, sino como maestro,
que además se dirige públicamente y por escrito a todos los hombres. Kant confía en
que el libre pensar de los individuos, y la libre expresión pacífica de sus pensamientos,
es decir, la Ilustración, salvará a los hombres de la minoría de edad, de la tutela de otros
–sobre todo de los eclesiásticos, de los reverendos–, y no porque la autoridad les tolere
pensar [«tolerar es ofender», dirá Goethe], sino porque su autoridad legisladora
descansa, precisamente, en asumir la voluntad entera del pueblo en la suya propia [es
decir, lo que hoy se llama democracia]. «Nuestra época –añade Kant, en un alarde de
adulación perruna– es la época de la Ilustración, o la época de Federico.»
Nadie puede por tanto representar a nadie en el uso público de su razón; cada
ciudadano se representa a sí mismo en la libre expresión de sus pensamientos, que
además se dirigen a todo el género humano: la libertad de pensamiento, y de su
expresión, es cosmopolita [dirían hoy los jóvenes jornadistas: «mundial»].
Al año siguiente de la publicación en 1784 del artículo de Kant, ¿Qué es la
ilustración?, Juan Jorge Hamann, uno de los más conspicuos impulsores del
movimiento Sturm und Drang (Tormenta y Empuje), arremetió contra el panfilismo
kantiano, reprochándole que hiciera culpables a los súbditos de su «incapacidad para
pensar por sí mismos»; y esto era debido, sin duda (como subraya Volker Rühle), a que
él, es decir, Kant, se incluía a sí mismo en la clase de los mayores de edad. «¿Con qué
tipo de conciencia –pregunta Hamann– puede un raciocinante y especulador,
atrincherado junto a su estufa y en gorro de dormir, echarles en cara a los menores de
edad su cobardía si su ciego tutor tiene como garante de su infalibilidad y ortodoxia un
numeroso ejército absolutamente disciplinado?» «La Ilustración de nuestro siglo –
concluye Hamann– es pues una franca aurora boreal, de la que no se puede profetizar
quiliasmo cosmopolita alguno.»
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La crítica del Sturm und Drang a la teoría de la ilustración de Kant fue asumida
más adelante por Marx o por Lenin (y, entre los «eruditos», por Horkheimer y Adorno).
Sin embargo, el panfilismo democrático resucitó a través, sobre todo, de la ideología
krausista-socialdemócrata, sin más variación que la de sugerir que los «ilustrados», en
lugar de publicar sus pensamientos libres por separado, se reunieran en una plaza,
rodeando a los reverendos y a sus guardias pretorianos para expresar allí pacíficamente,
y sin mediar representación alguna, sus propios pensamientos. Esto bastaría para que


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«el grupo pequeñísimo de sacerdotes» (y su guardia pretoriana, que dispone de los


recursos del capitalismo) comenzase a perder la seguridad y el poder.
Este pueblo, que rodeando pacíficamente a los sacerdotes y representándose a sí
mismo, no sólo recuerda al pueblo de Volney (cuando, en Las Ruinas de Palmira, hacía
exclamar al grupo pequeñísimo de sacerdotes por él rodeado: «El pueblo está ilustrado,
estamos perdidos»), sino también a los indignados del 15M, que, en la Puerta del Sol de
Madrid, con intención pacifista, simbolizada por sus manos alzadas y sin cerrar los
puños, sino abriéndolos, como «manos blancas», repetían una y otra vez: «No nos
representan.»
Y conseguían al menos que los pacifistas evangélicos de la izquierda (Zapatero,
Rubalcaba, José Bono, José Blanco, Carmen Chacón, Trinidad Jiménez, Gaspar
Llamazares, Cayo Lara), que pretendían representarlos en el Parlamento –muchos de
ellos antiguos frailes reconvertidos a un socialismo pacifista, incubado en los días
posconciliares del diálogo entre marxistas y cristianos, la mayoría socialdemócrata
krausistas que venían rindiendo culto a la Ilustración, aunque fuera la de Carlos III–,
reconocían su afinidad con ellos. «Tenemos que incorporar muchas cosas del espíritu
del 15M», terminaron por confesar no sólo los líderes de IU y del PCE, sino también la
plana mayor de los ilustrados socialdemócratas (incluido el ministro Gabilondo),
cuando prepararon una nueva ley de «educación para la ciudadanía» mientras,
tácticamente, se inclinaban, al modo diplomático, ante el reverendo Benedicto XVI
(como hubiera dicho Kant), cuando vino a reunirse con los millones de jóvenes
católicos, también sonrientes y pacifistas, evangélicos y cosmopolitas.

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¿Qué puede significar –y qué alcance puede tener– la confluencia en Madrid, en
pleno mes de agosto pasado, de los jornadistas católicos, pacifistas y demócratas,
bendecidos por el Papa y por la jerarquía eclesiástica, y de los indignados, pacifistas y
demócratas, que acabaron siendo bendecidos por Rubalcaba y por la jerarquía
socialdemócrata en los días en los cuales parecen estar acabando una etapa de su
mandato, a la vez que también parece estar terminando la última guerra que
emprendieron en misión de paz contra el autor, dicen, de los últimos mayores crímenes
contra la humanidad, Gadafi, que los mantuvo «engañados» durante cuarenta años,
cuando lo recibían con todos los honores, hasta en la Moncloa?
No faltará quien diga que nada de particular tuvo esta confluencia, que, salvando
algún incidente menor, no fue violenta, porque, en el fondo, tanto los jornadistas como
los indignados, y aún los laicos en marcha, convenían en los fundamentos, es decir, en
la democracia, en la paz, en la libertad del pensamiento individual que alienta
armónicamente en todos, que no se deja representar por nadie, sino que se alimenta de
la expresión directa, aunque compartida en las asambleas, de «la verdad».


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Dicho de otro modo: la confluencia que tuvo lugar en el pasado agosto en España,
y en la que muchos se apoyan en el momento de planear el futuro, habría sido ante todo
la confluencia en una ideología aparentemente moderna, que reconoce la capacidad de
todos los individuos humanos, cuando se han liberado del vasallaje impuesto por los
tiranos (los fascistas, el dictador Franco), para recibir una iluminación interior, una luz
que brota del interior de todos los ciudadanos de buena voluntad que buscan, en
asamblea, la paz y la felicidad. Una paz que podrá alcanzarse mediante el diálogo
infinito en el cual cada uno pueda manifestar directamente a los demás sus propios
pensamientos.
Es esta iluminación la que recibió, a partir del siglo XVIII, el nombre de
Ilustración. Una denominación que fue reivindicada en España por los entonces más
jóvenes dirigentes de la socialdemocracia triunfante tras el franquismo y las elecciones
de 1982, que confió en la paz universal («¡No a la guerra!»: las guerras de Bosnia,
Afganistán, Irak, Libia, &c., no fueron guerras, sino «misiones de paz») y en la
educación permanente de la ciudadanía como el único medio para mantenerla.
Pero esto quiere decir que la confluencia tuvo lugar en el terreno de las ideologías,
no en el terreno de la política real (la que contemplaba la destrucción de las empresas,
las huelgas promovidas por los sindicatos, el plante de los pilotos, de los controladores,
de los sanitarios, de los profesores, &c.). Sobre todo, la confluencia entre ideologías
contrapuestas no fue ideológica –como confluencia en una ideología común– sino
efectiva, es decir, una confrontación «frente a frente» de ideologías irreconciliables,
pero que se asemejaban en su misma incompatibilidad ante materias comunes: contraria
sunt circa eadem. Es la semejanza o armonía verbal –paz, libertad de pensamiento,
verdad, &c.– expresada en la consabida fórmula de Francisco I cuando dijo, refiriéndose
a Carlos V: «Mi primo y yo estamos totalmente de acuerdo: los dos queremos Milán.»
Y la manera acaso más precisa de analizar el alcance de este acuerdo formal
(verbal) de las ideologías que confluyeron en Madrid en agosto de 2011, al menos
cuando se las contempla desde una perspectiva histórico universal, es la que apela a la
idea de Ilustración, desde la cual interpretábamos el movimiento del 15M en el rasguño
del número 114 de El Catoblepas, de agosto pasado («Albigenses, cátaros, valdenses,
anabaptistas y demócratas indignados»), precedido del rasguño del número 105 («Sobre
la transformación de la oposición izquierda/derecha»).
En efecto, la idea de la Ilustración, tal como la definió el Kant que acabamos de
citar, sigue vigente en muchos movimientos de nuestro siglo, aunque sus militantes –
dado su enciclopédico analfabetismo– ni siquiera hayan oído hablar de este asunto. Lo
que no les incapacita para hablar en prosa sin saberlo. Queda, eso sí, la connotación
positiva del término «ilustrado», equivalente a progresista, humanista, racionalista,
«lúcido», frente a la caverna oscurantista, antidemocrática, fascista, &c.
Por ejemplo, prácticamente la totalidad de los partidos políticos españoles, y sobre
todo asturianos, cuando entran en campaña electoral, se acuerdan de Jovellanos, y lo
proponen, desde luego, tanto si son socialdemócratas como si son populares ortodoxos o


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cismáticos, como el prototipo del «ilustrado», aunque no hayan leído ni una sola de sus
obras; más aún, aunque las hayan leído todas. Porque la ideología de la «ilustración»
conserva todo su vigor aunque se la designe de otros modos (acaso los más frecuentes
sean «humanismo» y «progresismo»). Un humanismo y un progresismo desde los que
definen a sus enemigos naturales como oscurantistas o cavernícolas. Definiciones con
las cuales pretenden cubrir tanto a la Conferencia episcopal, como a la Iglesia, a los
jóvenes jornadistas cosmopolitas y al Papa, sea Benedicto XVI, sea Juan Pablo II
(«cómplice de los capitalistas en su lucha contra la Unión Soviética»), sea Pío XII
(«cómplice o encubridor de los nazis en sus persecuciones a los judíos»).
Pero la apelación a la «Ilustración» nos lleva a ampliar la cuestión de las
conexiones entre los indignados y los albigenses, y de los albigenses con los maniqueos,
con los gnósticos, tal como lo sugeríamos en el rasguño recién citado, así como en otros
lugares. Conexiones que, desde un punto de vista estructural léxico-etimológico,
apoyábamos en la misma palabra ‘ilustración’, Aufklärung, en cuanto tiene que ver con
‘lustre’ (brillo, esplendor), del latín lustrare, «iluminar», que Covarrubias ya definió
como «el resplandor de cualquier cosa que está alisada o acicalada» y que, aunque falta
en el léxico del Quijote (como observa Corominas), es frecuente en el lenguaje culto de
Góngora, Ruiz de Alarcón, &c.
Y es la metáfora de la luz, y su contraposición a las tinieblas cavernícolas y
oscurantistas, aquello que nos orienta inmediatamente hacia las relaciones entre la
Ilustración del siglo XVIII («el siglo de las luces») y los maniqueos y los gnósticos de
los siglos II y III, o incluso a los cristianos más primitivos que llamaban «luz del
Mundo» a Jesús de Nazaret, enfrentándolo a las tinieblas promovidas por Satán. En El
mito de la derecha puede leerse lo siguiente (después de unas páginas destinadas a
mostrar las conexiones del maniqueísmo con el antagonismo, establecido por los
progresistas, entre derecha e izquierda: «una de las dos Españas ha de helarte el
corazón»):
«¿Quién no se acuerda aquí de la Aufklärung, del Iluminismo, de
la Ilustración, de la filosofía de las luces, entendidos como expresiones de un
proceso que permite a los hombres, sumergidos durante siglos en la barbarie y la
oscuridad irracional, emerger a la claridad racional de la luz? ¿Cómo evitar la
investigación de las fuentes míticas maniqueas del concepto de la Ilustración?
No decimos que todos los contenidos que se cubren con este nombre, que en
nuestros días sigue utilizándose como categoría historiográfica fundamental,
precisamente en el análisis de las revoluciones políticas modernas, sean de
carácter mítico. Decimos que el rótulo global que los recubre –Ilustración,
Iluminismo, Aufklärung– mantiene un sabor inequívocamente maniqueo.»
(2008, pág. 95.)
Pero fue sobre todo un rasguño anterior («Izquierda socialdemócrata y
gnosticismo», El Catoblepas, nº 107, enero 2011) el que intentó establecer el principio
de una investigación sobre las líneas de conexión entre la historia positiva, por vía


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krausista, no ya entre la socialdemocracia laicista española y el maniqueísmo, sino


también directamente entre esta socialdemocracia y el gnosticismo. En el curso de la
redacción del presente rasguño he tenido noticia, vía internet, de la obra del colombiano
Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), en la que se abunda, dicho en terminología hoy en
curso (modernidad...) en el tema de «las raíces gnósticas de la modernidad». Esta
noticia me ha alegrado por cuanto demuestra que la idea de una conexión histórica entre
Ilustración y gnosticismo, apoyada en la analogía de la oposición luz/tinieblas, tanto en
los ilustrados como en los gnósticos, había sido ya reconocida, como no podía ser
menos, por un autor católico muy solvente, tachado a veces de «conservador» y
«antiprogresista». Por ello mismo extraña que en las exposiciones de la obra de Gómez
Dávila (no puedo asegurar si en la obra misma, que no he leído todavía) no figuran los
argumentos léxico filológicos que consideramos más contundentes, desde el punto de
vista de la historia positiva, a saber, los que se fundan en la utilización de la metáfora
luz/tinieblas como núcleo de la ideología soteriológica (salvacionista) implícita tanto en
los gnósticos como en los ilustrados. Me refiero, por ejemplo, a las exposiciones que
San Ireneo de Lyon ofrece ya en el libro I de su Contra los herejes (hacia el 180), al
hablar de los «barbelognósticos», es decir, de Barbelo y sus discípulos. Dice San Ireneo:
«Barbelo se glorió en lo realizado, y volvió su mirada hacia la Grandeza,
en la que concibió con gozo y engendró una luz semejante a aquella grandeza.
Esta fue –enseña– el comienzo de la iluminación [de la Ilustración, Aufklärung]
y de la génesis de todas las cosas. Y cuando el Padre vio esta Luz la ungió con
su bondad para que fuera perfecta. Esta luz, dice, es el Cristo, el cual a su vez
pidió que le fuese concedido intelecto como ayuda, y así surgió Intelecto.»
Por cierto, poco antes, en el mismo libro I, San Ireneo, resumiendo la Gran
Exposición de Ptolomeo, nos dice, a propósito de la formación del demiurgo que «en
primer lugar formó, a partir de la sustancia psíquica al que es Dios padre y rey de todos,
tanto a los que son consustanciales, es decir, a los psíquicos, a los que llaman de
la derecha, como a los procedentes de la pasión y de la materia, a los que llaman de
la izquierda.» (San Ireneo, Adversus haereses, I, 5). Más adelante (I, 30), al hablar de
los gnósticos setianos (¿ofitas?), San Ireneo nos cuenta que «cabe la potencia del
abismo mora una primera Luz, a la que califican de bienvenida, incorruptible e infinita.
Es el Padre del Universo, llamado Primer Hombre... el primer hombre, juntamente con
su hijo, experimentó un gran gozo a causa de la belleza del espíritu –es decir, de la
Hembra–, la iluminó y engendró de ella una luz incorruptible, el tercer varón, al que
llamamos Cristo.»
También San Hipólito de Roma, en su Refutación de todas las herejías (hacia el
222), se refiere con frecuencia a la luz celebrada por los gnósticos. Por ejemplo, en el
libro VIII, 9, informando de las doctrinas de los docetas, nos dice que «el tercer eón», al
ver todos sus caracteres reunidos y ligados a la tiniebla infernal, no ignorando la
potencia de ella ni la sinceridad y la generosidad de la luz, no consintió que las formas
luminosas fueran retenidas mucho tiempo por la tiniebla, &c.


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El lector habrá advertido que mi insistencia en las conexiones históricas posibles


entre los ilustrados y los gnósticos, no se debe a ninguna curiosidad subjetiva, sino a
una intención crítica orientada a demoler la idea de la Ilustración, tan viva en la
socialdemocracia de nuestros días, en la medida en la cual sus ideales –tal como los
expuso Kant, o Krause o Sanz del Río– son tan míticos como pudieron serlo los de
Valentín, Marco o Barbelo. Porque quienes en el siglo XVIII emprendieron su cruzada
contra las tinieblas medievales (papistas) en nombre de un proyecto de salvación del
Género humano, no tenían más razones para llamar a este proyecto Iluminación
(Ilustración) que los que podía tener Barbelo o los gnósticos de los siglos II y III para
hablar de iluminación en su «cruzada» contra los cristianos.
Es el mismo argumento que atravesaba implícitamente el libro El mito de la
cultura. Aquí tampoco se trataba simplemente de descubrir una idea precursora de la
idea moderna de «cultura», como pudo serlo la idea del Reino de la Gracia. Se trataba –
y lo digo ahora porque, al parecer, la mayor parte de los lectores de aquel libro no
sacaron la consecuencia– de demostrar no tanto que la idea moderna de Cultura era una
transformación de la idea medieval de Reino de la Gracia, sino sobre todo, que la idea
de Cultura seguía siendo una idea tan mitológica como pudiera serlo durante la edad
media cristiana la idea del «Reino de la Gracia».

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Dos palabras más sobre la idea de «Ilustración», orientadas a establecer dos
sentidos muy distintos según su formato lógico, aunque profundamente involucrados o
embrollados en el propio término Ilustración, en tanto que en su embrollo pudiera
residir el secreto del prestigio de un término que, por ejemplo, y sin pensar en su estirpe
gnóstica, fue utilizado «ingenuamente» por los socialdemócratas victoriosos en las
elecciones de 1982. En tiempos del alcalde Enrique Tierno Galván se proyecto una
nueva gran avenida en Madrid –cuya primera piedra colocó en marzo de 1986, dos
meses después del fallecimiento de Tierno, su sucesor Juan Barranco– con la
denominación, rebosante de cursilería, de «Avenida de la Ilustración».
Los dos sentidos, de formato lógico diferente, implicados en el término ilustración
son los siguientes:
• «Ilustración» en el sentido de categoría historiográfica idiográfica: es la
acepción de Cassirer en su Filosofía de la Ilustración (1932).
• «Ilustración» como categoría historiográfica nomotética (o al menos con
aparente intención nomotética): es la acepción de Ilustración que utilizó Nietzsche
cuando decía que la ilustración fue siempre un instrumento de los grandes aparatos de
gobierno (Confucio en China, el Imperio romano, Napoleón, el Papado en el tiempo
en que mantenía el poder), y la que inspira el libro de Horkheimer-


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Adorno, Dialéctica de la Ilustración (elaborado a partir de 1944 y circulado de forma


minoritaria, pero difundido ampliamente con ocasión del mayo francés de 1968), en
el cual los autores identifican prácticamente la Ilustración con la razón instrumental,
en tanto esta implica la demolición de los mitos y el «desencantamiento» del Mundo,
la «liquidación del animismo», como efecto de la «razón dominadora» de la
Naturaleza. Por ello, la «línea histórica de la ilustración» se hacía ya visible en
Odiseo (el «astuto peregrino solitario», prototipo del homo oeconomicus, del
«individuo burgués»), en Jenófanes (que ridiculizaba a la multiplicidad de los dioses
griegos porque se asemejaban a los hombres), en Francisco Bacon, en D’Alambert o
hasta en la Juliette de Sade.
Dos sentidos de la Ilustración paralelos, por cierto, a los que posee el propio
término «gnosticismo», que unas veces quiere designar (Congreso de Mesina de 1966) a
ciertos grupos (idiográficos) de sistemas del siglo II después de Cristo, y otras veces
(por ejemplo, en la definición de Max Scheler) a una concepción ideológica que
pretende la «salvación por el conocimiento», y cuyo formato es más bien nomotético
(puesto que puede aplicarse distributivamente a muy diferentes grupos, sectas o
individuos de los siglos y lugares más diversos).
Sin embargo, mientras que en el caso del gnosticismo, la distinción entre estos dos
sentidos según su formato lógico (idiográfico, nomotético) parece incontestable, en
cambio, en el caso de la Ilustración, la distinción no es tan clara, dado el contenido
semántico mismo de su concepto. En efecto, «ilustración», en cuanto contiene la idea de
progreso histórico, difícilmente puede asumir un formato distributivo (diairológico,
nomotético), puesto que los diferentes supuestos tramos a los que se aplica (la
ilustración de Amenofis IV, la ilustración de la época ateniense, la ilustración del
califato de Córdoba, la ilustración de la Escuela de Chartres...) no pueden considerarse
como partes diairológicas (distributivas) de un todo, sino como partes sinalógicas de un
todo atributivo. En efecto, cada época considerada «ilustrada» habrá de vincularse con
las antecedentes y con las consiguientes, es decir, con los segmentos de una única línea
ascendente del progreso universal indefinido.
Pero si esto es así, tendremos que concluir que al interpretar un segmento
histórico determinado (por ejemplo, la época ateniense) como una época ilustrada,
deberemos enlazarla con las diferentes épocas ilustradas antecedentes y consecuentes, lo
que equivale a suponer que admitimos, al menos en principio, una línea histórica global
de progreso. Lo que equivale a comprometernos con una evaluación axiológica, en
principio positiva, de esta idea (y lo que a su vez deja en ridículo el planteamiento de las
cuestiones relativas a la época «en la que comenzó la Ilustración en un determinado
país», o si en este país hubo o no Ilustración en un momento determinado (por ejemplo,
si en España la Ilustración comenzó con Feijoo, por influencia de Francia, o si hubo que
esperar hasta el siglo XIX); cuestiones que no se plantean siquiera cuando se presupone
que la ilustración es un proceso continuo, sin perjuicio de sus eventuales retrocesos.


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El Catoblepas, número 115, septiembre 2011. P. 2, http://nodulo.org/ec/2011/n115p02.htm, (31/01/16)
G. Bueno – La visita del Papa Benedicto XVI a España (agosto 2011) y los ideales de la ilustración de la
“Juventud”

Dicho de otro modo: considerar a una época histórica determinada como una
época «ilustrada», equivale a valorarla positivamente, al menos en tanto se mantiene la
idea del progreso de la humanidad. Pues esto sería tanto como decir que tal época, por
su ilustración, está incorporada a la línea del progreso histórico universal, si es que este
existe.
Otra cosa es que la «razón ilustrada» haya conducido finalmente, en su
exasperación, a la barbarie, al nazismo; entonces, la ilustración quedará condenada para
siempre.
Por ello resulta problemática esta acepción del concepto de ilustración para todo
aquel que no acepte la idea de un progreso indefinido de la humanidad, y se obligue a
concluir que cuando habla de una época ilustrada está utilizando, aunque sea
provisionalmente, un concepto axiológico, no neutro, es decir, un concepto pragmático,
por no decir propagandístico, enfrentado a otros conceptos de su escala. Por ejemplo, la
Ilustración del siglo XVIII, como concepto idiográfico, sería sólo un concepto
propagandístico emic acuñado por los propios ilustrados del siglo de las luces, en su
lucha a muerte con los conservadores del Antiguo Régimen, con el clero, con el
«oscurantismo» más reaccionario. Pero está por demostrar que los ilustrados del siglo
XVIII constituyeran por sí mismos una etapa del «progreso» del Género humano, y no
más bien, simplemente, una etapa del conflicto entre grupos, sectas o escuelas
enfrentadas «a muerte» en el terreno económico, político, religioso, cultural o gremial.

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¿Cómo interpretar, desde la perspectiva de las ideas de la ilustración y del
gnosticismo, la confluencia o confrontación, en Madrid, entre los Indignados del 15M
(escoltados por los «laicos en marcha», sin excluir a los ateos) y los jóvenes jornadistas
católicos impulsados por un espíritu cosmopolita?
Desde la perspectiva del gnosticismo, al menos en su acepción nomotética, la
confrontación es paradójica, porque tanto los 15M como los JMJ comparten importantes
elementos gnósticos: la visión recíproca que unos podrían tener de los otros es muy
similar, al menos formalmente. Unos podrán ver a los otros como iluminados:
la razón autónoma, libre y democrática (aún en forma asamblearia), y
la revelación cristiana como libre y democrática. Sin embargo es lo cierto que esta
unidad de visión recíproca, y que teóricamente debiera llevar a un respeto mutuo, se
transforma de hecho en una diversidad en la cual la única unidad es la del desprecio o la
del reproche mutuo.
Desde la perspectiva de la Ilustración, en cambio, la situación es diferente. Los
Indignados del 15M y sus aliados socialdemócratas, asumirán con gusto la condición de
ilustrados, y los indignados y sus aliados verán a los jóvenes católicos como un


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movimiento reaccionario, oscurantista, medieval, pre-ilustrado; como un movimiento


movido por la derecha más conservadora en una estrategia urdida ante las inminentes
elecciones legislativas, en las cuales se espera que el PSOE sea derribado
definitivamente del gobierno de España. En este contexto puede también explicarse,
como una respuesta a las JMJ, la visita a Madrid de Stephane Hessel, el «gurú
indignado» (como rotula un diario nacional la noticia en primera página) que «llama a
movilizarse a los Indignados en contra del PP y a favor del PSOE».
Pero los jóvenes católicos cosmopolitas, aunque reconozcan su distancia infinita a
la Ilustración, no por ello aceptarán la consideración de ellos mismos como
oscurantistas o «medievales». Su gnosis o iluminación, dirán, es tan actual y tan del
presente como pueda serlo el presente de sus antagonistas. Más aún, ellos están en el
mismo mundo moderno, al tanto de las nuevas tecnologías, de los ritmos musicales más
actuales, en el arte de vanguardia, viajan ligeros de ropa, tanto o más que los
indignados. Considerar como «escolásticas medievales» a las JMJ es tan gratuito y
anacrónico como lo sería el que estas considerasen a los demócratas indignados como
sofistas de la época de Pericles.
¿Cómo explicar estos desajustes en un reparto de papeles (el de «ilustrados» y el
de «oscurantistas») que podría considerarse como obligatoriamente disyuntivo («o
ilustrados, o oscurantistas»)?
Acaso sencillamente porque los jóvenes católicos no identifican la Ilustración con
la Iluminación, sino precisamente con otro tipo de oscurantismo; es decir, porque lejos
de utilizar un concepto acrítico de ilustración, disponen ya de un concepto crítico de ella
en cuanto asumen (y sin necesidad de haber leído la Dialéctica de la Ilustración de
Horkheimer-Adorno) la crítica radical a la Ilustración y a su tesis implícita del progreso
indefinido. Y porque creen saber que la indignación de los elementos cuasi anarquistas
del 15M es tan ingenua y analfabeta como pudo serlo la indignación de los albigenses y
los valdenses medievales que creían en la posibilidad de restaurar una comunidad
cristiana apostólica, tirando por la borda todo lo que procediese de la «tradición
constantiniana». Pues acaso, los verdaderos «ilustrados», al menos en materia de
prudencia política, entre las juventudes medievales, no fueran tanto los albigenses o los
valdenses cuanto los jóvenes que se alistaban a la guerra contra el Islam, los jóvenes que
acudían a las nuevas Universidades que se iban abriendo –ellos eran también quienes
cantaban el Gaudeamus Igitur, que terminaba recordando: nos habebit humus–. Estos
jóvenes medievales eran, sin duda, políticamente más «maduros» y prudentes que los
albigenses o que los valdenses, jóvenes o viejos, cuya ilustración (o su gnosticismo) era
ingenuo e imprudente, porque no calculaban las fuerzas del enemigo y, pensando en el
otro mundo, no advertían que estaban a punto de ser masacrados. Los escolásticos
medievales, y sobre todo los que siguieron a Santo Tomás de Aquino, fijaron la crítica
de la razón (en realidad, el propio cristianismo había significado ya una peculiar «crítica
de la razón griega»: «Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas
sutilezas, según las tradiciones de los hombres...» (San Pablo, Colosenses, 2:8), y
subrayó sus límites: la «razón» no podía agotar la realidad de las cosas que existen en el


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mundo o en el hombre; la «revelación» insinuaba muchas verdades sobre el mundo y


sobre el hombre que la razón no podría alcanzar, y esto debía saberlo pueblo.
La Ilustración considerará esta crítica a la razón, por medio de la fe, como un
modo sutil de administrar el opio al pueblo. Pero, ¿acaso no era imprudente dejar que el
pueblo llegase a creer que todo podría ser entendido por él mediante una razón
entendida democráticamente a su antojo? ¿Acaso un ilustrado, como Napoleón, no
habría confesado que «un cura me ahorra cien gendarmes»? ¿Y acaso la
democratización de la razón y su trivialización en la forma del dominio técnico del
mundo (máquinas automáticas, robots, aviones, misiles) y del hombre (fútbol,
gimnasios, adrenalina: «todo es Química») no había conducido a un
«desencantamiento» del mundo que abría la puerta a la barbarie de un nuevo animismo
(el vudú, la meditación trascendental, la telepatía, el yoga, el sexo, las drogas o las
prácticas psicodélicas)?

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Por último, y sobre todo, la Ilustración (acrítica) de los indignados del 15M y,
sobre todo, la de sus aliados agnósticos, ateos o laicos en marcha, se mantiene a una
escala de oposición tal que es incapaz de engranar con la escala de las juventudes
católicas que se apiñan junto a Benedicto XVI.
En efecto: los indignados del 15M (y sus aliados), como los ilustrados de Volney,
se mantienen en un terreno más bien filosófico, el del ateísmo o el del agnosticismo, y
plantean la confrontación como una suerte de debate teológico acerca de la existencia de
Dios. Es decir, se comportan ante los jóvenes católicos como se hubieran podido
comportar ante los jóvenes musulmanes (que también invocaban a Dios en Egipto,
Túnez, Libia o Yemen) o ante los jóvenes judíos. Es decir, veían a los jóvenes católicos
desde la perspectiva ilustrada que impregna el concepto, cada vez más extendido,
acuñado por Max Müller, de las «religiones del libro». Un concepto utilizado por
Lessing, campeón de la Ilustración, en su célebre Natham el sabio, en el cual Lessing
pretendió llevar adelante la «ecualización» de las tres religiones (judíos, cristianos,
musulmanes) por su común creencia en un Dios único, aunque con distintos nombres
(Yahvé, Dios, Alá) simbolizados en los tres anillos de los que habló Lessing. Y esto
equivale a confundir, por ecualización, a cristianos, judíos y musulmanes. Ecualización
o confusión, sin duda, de gran alcance pragmático, en cuanto permite dejar de lado las
diferencias «culturales» entre estas religiones y subrayar lo que de hecho tienen en
común, por ejemplo, los jóvenes becarios Erasmus o Comenius que, ya sean judíos,
cristianos o musulmanes, tienen que convivir en un mismo campus.
Pero esta utilidad circunstancial se hace peligrosa para los cristianos, porque, por
ejemplo, facilita más la conversión de los cristianos al Islam que la de los musulmanes
al cristianismo. Una joven cristiana (poco ducha en teología, aunque esté becada por


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Erasmus o por Comenius) que decide casarse con un musulmán no apreciará diferencias
esenciales entre sus ideas teológicas y las de su futuro esposo: «A fin de cuentas
creemos en un solo y mismo Dios.» Y los diferentes ritos (el Ramadán, la Navidad)
serán vistos como puramente accidentales, «culturales», ornamentales. Pero en cambio,
una joven musulmana (supongamos también que está becada por Erasmus o por
Comenius) encontrará grandes dificultades para casarse con un católico practicante,
cuando éste vaya a comulgar «para tragarse el propio cuerpo de Cristo». En efecto, para
un musulmán, situado en el punto de vista de Alá, como para un aristotélico situado en
el punto de vista del Acto Puro, la eucaristía es una mera superstición anacrónica y al
margen por completo de cualquier teología natural.
Pero la «ilustración» de Lessing, en su Nathan el sabio, como la ilustración de
Voltaire o la del vicario saboyano del Emilio, no rechazaban a Dios. Los ilustrados eran
deístas, sólo algunos eran agnósticos y muy pocos ateos. Y por ello rechazaban, «en
nombre de la razón», a las supersticiones, entre ellas la Eucaristía, pero no a Dios.
Ahora bien: una de las características, por cierto muy poco observada, de las
Jornadas Mundiales de la Juventud en Madrid podría ser esta: que acaso estuvieron
planeadas no tanto como jornadas filosóficas o teológico-aristotélicas, sino como
jornadas religiosas. Es decir, como jornadas centradas no ya en torno a Dios (en torno al
Dios de «las religiones del libro»), sino en torno a Cristo, exclusivo del cristianismo.
Desde la teología dogmática católica la distinción puede parecer poco significativa,
porque Cristo es no sólo hombre, sino también Dios. Pero en una confrontación con las
otras religiones del libro, la distinción es mucho más profunda. Desde Dios (desde el
Dios de Aristóteles, fundador de la teología natural o filosófica) no es posible «pasar» a
Cristo, y Cristo, desde el punto de vista de la teología aristotélica –heredada por los
musulmanes–, es solamente un mito. Pero desde el punto de vista cristiano, desde
Cristo, ya es posible pasar a Dios, a un Dios por cierto trinitario muy distinto del Dios
unitario de judíos y musulmanes. El Dios cristiano es ante todo un Dios religioso, no es
el Dios de los filósofos. No es, por ejemplo, el Dios de Descartes, en función del cual
Pascal había confesado: «Sólo puedo llegar a Dios a través de Jesucristo.»
El lema de las Jornadas, tal como lo expuso Benedicto XVI –un lema «que al
principio chocó», dice una periodista solvente–, era el siguiente: «Arraigados y
edificados en Cristo, firmes en la fe.» Pero no dijo, como podía haberlo dicho un imán o
un rabino: «Arraigados y edificados en Dios...»
¿Será excesivo suponer que Benedicto XVI planeó las JMJ, entre otras cosas,
como un dique ante el avance, si no del judaísmo, sí del Islam?
En cualquier caso, las Jornadas Mundiales de la Juventud, más que mundiales
fueron sobre todo «jornadas occidentales», porque muy poco podrían decir a los jóvenes
mahometanos de Libia, de Egipto, de Yemen o de Siria. Pero sí podrían decir mucho a
los indignados españoles que, ni por su cantidad, ni por su calidad, pueden ya sustentar
el monopolio de la «juventud moderna e ilustrada», porque su ilustración –tanto por su


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analfabetismo como por su imprudencia– es tan problemática como pueda serlo la


ilustración de los jóvenes mahometanos, o la de los mismos «jornadistas».


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