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Momento 1

Introducción a la clase
Tras la deregación de la ley de autoamnistía, la nueva estrategia de los militares
para evitar las condenas

Luego de la sanción del Decreto 158/83, las juntas militares comenzaron a ser
enjuiciadas por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas el 28 de diciembre de
1983, debido a que en ese momento las leyes vigentes establecían que los militares sólo
podían ser enjuiciados por tribunales militares, sin importar el delito cometido.
Las demoras y la falta de voluntad en las Fuerzas Armadas para enjuiciar realmente a
los jefes militares se hizo evidente desde un comienzo. El 13 de febrero de 1984 el
Congreso sancionó la Ley 23.049 de reforma del Código de Justicia Militar
estableciendo que la justicia militar sólo atendería delitos de tipo militar (abandono de
guardia, deserción, insubordinación, etc.). Cualquier otro delito cometido por un militar
debía ser atendido por la justicia civil. Además, se estableció que las sentencias de los
tribunales militares podían ser apeladas ante la Cámara Federal (tribunal civil) y que si
el juicio se demoraba injustificadamente, la Cámara Federal podía hacerse cargo
directamente de la causa.
El 11 de julio de 1984 la Cámara Federal le indicó al Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas que investigara si hubo un método en la violación de derechos humanos y si
ello pudo haber sido responsabilidad de los miembros de las juntas militares y que le
informara en 30 días. Ante el silencio del tribunal militar, el 22 de agosto la Cámara
Federal le concedió una ampliación del plazo por 30 días más.
El 25 de septiembre el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas comunicó una
resolución en la que sostenía:
Se hace constar que, según resulta de los estudios realizados hasta el presente, los
decretos, directivas, órdenes de operaciones, etcétera, que concretaron el accionar
militar contra la subversión terrorista son, en cuanto a contenido y forma,
inobjetables".2
Ante la evidencia de la demora injustificada de la justicia militar para enjuiciar a las
juntas militares, el 4 de octubre de 1984 la Cámara Federal (tribunal civil) tomó la
decisión de desplazar al tribunal militar que estaba enjuiciando a las juntas para hacerse
cargo directamente de la causa.
En ese momento el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas sólo había tomado
declaración indagatoria y dictado prisión preventiva al almirante Emilio Massera.

El juicio
Los integrantes de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional
Federal de la Capital Federal que juzgó a las Juntas Militares fueron Jorge Torlasco,
Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián, Jorge Valerga Araoz, Guillermo Ledesma
y Andrés J. D’Alessio. Durante el juicio, los jueces rotaron cada semana en la
presidencia del tribunal.
El fiscal fue Julio César Strassera con quien colaboró el fiscal adjunto, Luis Gabriel
Moreno Ocampo.
Poco antes de iniciarse el juicio se intentó una operación para evitar el juicio promovida
por sectores de la Unión Cívica Radical y el General Albano Harguindeguy, ex Jefe del
Ejército durante la dictadura militar.

Basándose en el testimonio del fiscal Strassera, la investigación


periodística reveló que días antes del comienzo del juicio existió
una propuesta político-militar para evitar que se llevara a cabo el
juicio. Según se cuenta en el programa, tanto el fiscal como algún
miembro del tribunal recibieron por separado llamadas telefónicas
–en una operación promovida por el ex jefe del ejército Jorge
Harguindeguy y apoyada por un sector de la derecha del gobierno
de Raúl Alfonsín– en la que se les “ofrecía” llegar a un acuerdo,
que consistía en que los miembros de las juntas reconocerían su
responsabilidad en los hechos que se le imputaban a cambio de
que no se los juzgara por éstos ni los testigos presten testimonio
alguno.
La iniciativa, cargada de fuerte presiones y amenazas varias,
buscaba preservar a los dictadores y a la institución militar ante la
sociedad. Sin embargo, Alfonsín, por entonces con la potestad de
que el Presidente de la Nación era también jefe de fiscales, le dio
la orden a Strassera para que presente pruebas contundentes
contra los militares. “Yo no tengo ninguna instrucción que darle,
sólo que haga lo que tenga que hacer y no se vuelva loco”, cuenta
el ex fiscal que le dijo Alfonsín. “Y mi respuesta –confiesa
Strassera– fue: ‘Para eso ya es tarde señor Presidente’”.

Debido a que la cantidad de delitos sobre los que existían constancias superaban los diez
mil, el fiscal Strassera tomó la decisión de recurrir a un mecanismo utilizado por el
Consejo Europeo de Derechos Humanos, sobre la base de casos paradigmáticos. La
fiscalía presentó entonces 709 casos, de los cuales el tribunal decidió examinar 280.
Entre el 22 de abril y el 14 de agosto de 1985 se realizó la audiencia pública. En ella
declararon 833 personas. Las atrocidades que revelaron muchos de esos testimonios
sacudieron hondamente la conciencia de la opinión pública argentina y mundial.

Entre el 11 y el 18 de septiembre de 1985 el fiscal Julio César Strassera realizó el


alegato de la fiscalía, que luego ha sido considerado como una pieza histórica. La
fiscalía consideraba que la responsabilidad por cada delito debía ser compartida por los
miembros de cada junta a la que se le había probado participación. Finalmente el
tribunal no aceptó este criterio, sosteniendo que las responsabilidades debían ser
asignadas por cada fuerza armada, lo que produjo una considerable reducción de las
penas para los miembros de la Fuerza Aérea.

El Fiscal Julio César Strassera solicita la pena de reclusión perpetua para la Junta
Militar y menciona la famosa frase "Nunca Más"
Strassera cerró su alegato con esta frase:
Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para
cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece
ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: 'Nunca más".
Entre el 30 de septiembre y el 21 de octubre se realizaron las defensas de los Jefes
Militares, que básicamente sostuvieron que se había tratado de una guerra, y que los
actos develados debían ser considerados como circunstancias inevitables de toda guerra.

La sentencia

El 9 de diciembre se dictó la sentencia condenando a Jorge Rafael Videla y Emilio


Eduardo Massera a reclusión perpetua, a Roberto Eduardo Viola a 17 años de prisión, a
Armando Lambruschini a 8 años de prisión y a Orlando Ramón Agosti a 4 años de
prisión. Los acusados Omar Graffigna, Leopoldo Galtieri, Jorge Isaac Anaya y Basilio
Lami Dozo no fueron condenados por no haberse podido probar los delitos que se les
imputaban.
La sentencia fue leída por León Arslanián en su condición de presidente de la Cámara
Federal. Fundamentalmente el fallo reconoció que las juntas diseñaron e implementaron
un plan criminal y rechazó la ley de amnistía sancionada por el último gobierno militar.
Señala también que cada fuerza actuó autónomamente y que las penas deben ser
graduadas en función de ello. Finalmente, concluyó que la fiscalía no pudo probar que,
con posterioridad a 1980 se hubieran cometido crímenes que pudieran ser
responsabilidad de la junta militar, exculpando así a la tercera junta (Galtieri-Amaya-
Lami Dozo).
En uno de los párrafos de la extensa sentencia puede leerse:
En suma puede afirmarse que los comandantes establecieron secretamente, un modo
criminal de lucha contra el terrorismo. Se otorgó a los cuadros inferiores de las
Fuerzas Armadas una gran discrecionalidad para privar de libertad a quienes
aparecieran, según la información de inteligencia, como vinculados a la subversión; se
dispuso que se los interrogara bajo tormentos y que se los sometiera a regímenes
inhumanos de vida, mientras se los mantenía clandestinamente en cautiverio; se
concedió, por fin, una gran libertad para apreciar el destino final de cada víctima, el
ingreso al sistema legal (Poder Ejecutivo Nacional o Judicial), la libertad o,
simplemente, la eliminación física.

MOMENTO 2
Presentación de las fuentes documentales ON LINE:
Memoria abierta http://www.memoriaabierta.org.ar/materiales/index.php
El diario del Juicio http://eldiariodeljuicio.perfil.com/acerca-de/
Nizkor causa 13 http://www.derechos.org/nizkor/arg/causa13/

MOMENTO 3 – PRÁCTICO VIDEOS


Pensar las preguntas / Ver si lo podemos vincular con el capítulo 1 de Feld para
monitorear lectura.

O INCORPORAR UNOS PÁRRAFOS EN EL PRÁCTIVO VIDEOS


OTROS MATERIAL QUE NOS PUEDE SERVIR PARA DESARROLLAR
DEBATE.

La nota de Borges en EFE

Lunes, 22 de julio de 1985*

Jorge Luis Borges

He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había
sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo
esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente
sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El
réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi
con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del
calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo
el suplicio, había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no
se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas "sesiones" cualquier hombre declara cualquier
cosa. Ante el fiscal y ante nosotros, enumeraba con valentía y con precisión los castigos
corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí
que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no
pueden salir nunca. De éste o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El
encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado
capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los
réprobos se confunden con sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira. La cárcel
es, de hecho, infinita.

De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para
librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no
habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles,
platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las
palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que
los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No
era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije,
una suerte de inocencia del mal.

¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos
y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió:

Somos los anunciados, los previstos


si hay un Dios, si hay un punto omnisapiente;
¡y antes de ser, ya son, en esa mente,
los Judas, los Pilatos y los Cristos!

Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de


algún modo, en su cómplice.

Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el Código Civil y prefirieron el
secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse
ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es
que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo
peligro a sus negadores de ayer.

***

(1) Nota de Rolando Lazarte para La Insignia: Originalmente publicado en Clarín, 31 de julio de
1985. Aquí se transcribe la versión publicada con el título El asombro de Borges en el
sitio Testimonios del Juicio a las Juntas y, hasta donde sabemos, está disponible entre las
páginas 314-316 del libro de Jorge Luis Borges editado por Emecé-Planeta, Textos recobrados
III. Se agradece la colaboración deMartín Hadis y del Centro Cultual Borges en la obtención de
estas informaciones. Las juntas militares (1976-1983) fueron responsables por la desaparición
de más de 30.000 personas en Argentina. Fueron juzgadas por tribunales civiles, con acusación
y derecho a defensa. Condenados, fueron amnistiados por las leyes de "Obediencia debida" y
"punto final", que arrancaron al Congreso después de crueles agresiones a la población civil.
Aquí se transcribe lo dicho en el sitio Testimonios, arriba citado: "El testimonio más largo del
juicio duró 5 horas 40 minutos. Fue el 22 de julio y estuvo a cargo de Víctor Melchor Basterra.
Pasó cuatro años secuestrado en la ESMA, entre 1979 y el final del régimen militar, aunque
siguió siendo vigilado y controlado hasta agosto de 1984, ya en pleno período democrático.
Había sido obrero gráfico y militante del Peronismo de Base. Tras su secuestro fue torturado,
dijo, durante unas 20 horas. Sufrió dos paros cardíacos. Luego, aceptó ir con sus captores a
citas para señalar a otros cuatro militantes que también fueron secuestrados. Dos de ellos
siguen desaparecidos. Las defensas intentaron demostrar en todo momento que Basterra se
había convertido en un agente voluntario de la ESMA. Basterra, en la ESMA, era uno de los
encargados de falsificar documentación (pasaportes, cédulas, permisos de armas) para oficiales
y gente allegada a la Armada. Poco a poco fue robando material (incluyendo fotografías
tomadas en la ESMA) que presentó como pruebas ante el tribunal. Ese día en la sala estuvo el
escritor Jorge Luis Borges. Llegó silenciosamente, con su bastón, un acompañante, y su eterno
gesto de asombro. Escuchó. Luego decidió escribir una crónica para la agencia española EFE.
Se llamó Lunes, 22 de julio de 1985".

Historia y conciencia jurídica

 Por Horacio González

Cuando Borges asistió al juicio a la Junta de Comandantes –en el año 1985– escribió un artículo condenatorio.

Presentaba una apreciación de lo ocurrido sobre la que ahora vale la pena volver. Se aproximaba a la idea de dos

culpabilidades gigantescas y entrelazadas, lo que de alguna manera era una cita de toda su literatura. Se trataba de

visualizar al verdugo y a las víctimas encerradas en el mismo oficio secreto de intercambiarse continuamente entre

ellas. ¿Dos demonios? No es así; Borges estaba decidido a condenar especialmente a aquellos comandantes. ¿Pero

de qué forma? Luego de afirmar que no tienen sentido los premios ni los castigos –lo que representaba bien a su idea

de que siempre coincidían determinismo y libre albedrío–, concluye que “sin embargo hay que condenar”. Al haber

eliminado toda determinación histórica, su literatura entera tuvo que inventar un mundo ético que no se justificaba en

ningún credo social o político, sino en una voluntad última, individualista, de redención de lo humano. Así, Borges

condenó a los victimarios, a los señores de la muerte y la vida en los campos de concentración, como los verdaderos

culpables. Con estas conclusiones se sobreponía a su propia tesis sobre el “destino circular”, que sin embargo era el

basamento agnóstico de su artículo.

Por esa misma época, Tulio Halperín Donghi dedicó importantes reflexiones al modo en que la idea del terror influía en

un giro conceptual en la literatura, en el cine argentino y en la propia forma de escribir la historia. Se trataba de

imaginar si los hechos del estado general de terror que habitaba en el interior mismo del Estado podían segmentar la

historia argentina cercenando la continuidad de sus esferas valorativas. Creo que Halperín concluía su ensayo

afirmando que la mutación trágica que se había alojado en la historia nacional, quebrando la proporción entre sus

conflictos políticos e imágenes de reparación, introducía una novedad radical en el cuerpo nacional. A partir de

entonces, no se podría considerar la historia del país como una totalidad maciza de memorias sino como un vacío

primordial que reclamaba nuevos símbolos y representaciones.

El alegato del fiscal Strassera en el Juicio a las Juntas es también una pieza magistral de lo que él mismo llamó “la

conciencia jurídica argentina y universal”. Haciendo la historia de esa conciencia, Strassera lee un escrito de

envergadura, en el cual se argumenta que el sistema de investigación practicado en la clandestinidad por el gobierno

de los tres comandantes implicaba considerar a todos los ciudadanos tácitamente culpables y sujetos a tortura. El
razonamiento de la fiscalía proponía partir de los juicios de eticidad pública formulados a partir de los cimientos

fundadores de la Nación. No rechazaba que el Estado tomase medidas defensivas contra una forma de violencia

insurgente conocida en todo el mundo, pero condenaba que se hiciera a partir de un plan criminal sistemático del que

además se negaba su existencia. Pone como contraejemplo el fusilamiento de Liniers, un héroe de la resistencia a una

invasión extranjera. Pero luego ese fusilamiento era realizado bajo órdenes precisas, escritas y públicas y, como se

sabe, causantes de una especial fisura en las líneas de mando de los jóvenes revolucionarios.

En el alegato de Strassera, condenar a los miembros de aquella junta militar implicaba poner nuevamente sobre un

carril pensable, admisible, verosímil, el conflicto fundador de la nación argentina. Las decisiones tomadas en la

clandestinidad del Estado vulneraban esa forma originaria de la nación. Eran actos de “lesa humanidad” porque

quebrantaban a las personas en un rango superior de su existencia, afectando su pertenencia misma a sentidos

irremisibles de la colectividad nacional, faltando los cuales quedaba fatalmente expropiado el significado de la vida en

común.

A su vez, uno de los condenados, el ex almirante Massera, realizó su particular alegato de defensa sobre extrañas

premisas. En ese mismo juicio, aludió a una reconciliación nacional donde “todos los muertos” serían “de todos”, a la

manera de una refundación nacional basada en el sacrificio catártico, necesariamente sangriento. No sería imposible

ver las huellas de Joseph de Maistre en el marino que quiso “purificar por la sangre” a una suerte de democracia social

imaginada entre sueños retorcidos y fabricada en las mazmorras. O la Argentina seguía el camino de las ensoñaciones

de Massera, o el del texto cardinal de Strassera. Con las dificultades conocidas, esto último fue lo que pasó.

La conciencia jurídica argentina necesitada de grandes textos, sean legislativos o ficcionales, emanados de la teoría

del derecho o de las grandes piezas de reflexión cultural de época se iba cimentando en reflexiones dispares pero

profundas para restituir aquel vivir en común que surgía del conflicto fundador. En su reciente discusión sobre la

muerte en la historia, el filósofo Oscar del Barco, en una carta trascendental sobre la responsabilidad y sus alcances

ontológicos, consideró que había un plano de igualación en el asesinato, cual sea su motivo, su raíz o justificación. Sin

embargo, escribió que “había formas de maldad suprema e incomparable”. El asesinato “es siempre lo mismo”, pero

hay hechos incomparables frente a los cuales no se puede decir que “es lo mismo”. La discusión que desató esta carta

dirigida como mera “carta de lector” a La intemperie, revista cultural cordobesa, y que aludía a un episodio marginal de

las guerrillas prefiguradoras de lo que luego fueron los grandes nucleamientos posteriores, es también parte de los

anales de la conciencia jurídica y humanística argentina. No de otra cosa.

En su respuesta a esa carta, León Rozitchner afirmó que las violencias contrapuestas eran radicalmente heterogéneas

y esa falta radical de simetría entre las violencias estaba fundada en última instancia en la idea de que no hay

absolutos cerrados en términos de una salvación personal, sino que “el rostro del otro” ya está dentro mío y todo ello

inserto en una realidad mundana, histórica. El juicio de subjetividad se hallaba en la historia y no en la metafísica.

Sin embargo, más allá de esta disparidad filosófica, la polémica no llevaba ni a la fábula de los “arrepentidos”, al gusto

de los personeros de los estrategas de las autocracias ni a la reposición de los “dos demonios”, pues en el fondo era

una discusión sobre la responsabilidad política general o de la “conciencia jurídica universal” ante medio siglo de

historia argentina. Todos estos escritos y muchos más que sería inagotable mencionar, componen el cuerpo de la
conciencia crítica respecto del tema del pensar en la historia o del pensar en el tejido moral de un lenguaje pospolítico.

Este decisivo debate saltó a los medios de comunicación y fue considerado en algunos círculos desaprensivos como el

pasaje a una culpa autodeclarada, para que los cronistas agazapados de la “gran reprimenda” expusieran nuevamente

el ritornello de los “dos demonios”, concepto que nunca dejó de estar en la sordina del debate. ¿No se lo sugiere en el

prólogo mismo del Nunca Más? Con él coquetea el mismo Strassera, sin aceptarlo necesariamente. Se comprende: era

la forma de proteger lo hablado para decir lo otro en una sociedad difícil como la nuestra. Y lo otro significaba que hubo

crímenes de Estado cuyo enjuiciamiento necesario imbricaba y solicitaba desde las artes jurídicas hasta la novela,

desde la filosofía hasta el pensar de las religiones.

Difícil imaginar ahora una sociedad contemporánea con tal nivel de controversia y meditación trascendente sobre un

evento vital de su historia. Sin duda, el debate alemán, que pareció cerrarse en los años ’80 con la “polémica de los

historiadores”, adquirió estatura semejante y en su último tramo versó sobre el mismo tema que ahora nosotros

atravesamos. ¿Hay una sociedad alemana que pueda pensarse homogéneamente a lo largo de la historia? ¿O hay un

corte histórico abrupto que introduce una novedad ética por la cual no sería posible que un capítulo posterior de la vida

colectiva debiera considerarse heredero del momento crucial en que predominaban los agravios a la condición

humana? Rechazar una herencia abominable permitía superar el “todos fuimos culpables” que en ciertos casos surgía

de conciencias sinceras y, en otros, de intentos de reposicionar la memoria subterránea de los aparatos represivos.

La idea que trasunta el estremecedor escrito de Del Barco sobre la culpa –declararse responsable aun sin tener que

ver con la consumación de los hechos más que de una manera solo vinculada a las atmósferas discursivas de época–

mostraba hasta qué punto la conciencia crítica argentina, basamento latente de una conciencia jurídica autónoma,

buceaba en sus pliegues morales más profundos para perfeccionar el juicio sobre un desgarramiento social violento.

Superando figuras conceptuales indebidas, como el arrepentimiento instigado o la forzada autocrítica del caído –meras

contricciones políticas–, el razonamiento iba hacia el lado de fundar en la sociedad argentina una austera sabiduría

sobre lo ocurrido sin tribunalizar lo que el juicio político emancipado ya sabe de por sí.

Es que hay ciertos extravíos a los que develará la historia futura y otros que ya lo eran al momento de manifestarse.

¿No lo sabemos todos, sin el auspicio de los juzgados? Por tanto, tampoco la ley en su frialdad de necrópolis puede

disecar el pasado sin embalsamarse a sí misma. Cuidado con eso. Con reconciliaciones que son simulacros de

hegemonías al acecho, utilizaciones vicarias de géneros prestigiosos, como el periodismo de investigación, a fin de

habilitar nuevas escenas jurídicas despojadas de historicidad específica y de universalidad altruista. Podrían estar

relacionadas mucho menos con el humanismo jurídico fundante de sociabilidad autónoma que con una falsa simetría

política, de cuño inmediatista, que le quita singularidad y justa locuacidad a los hechos.

En esta misma situación estamos ahora, lo que puede implicar un retroceso respecto de la juridicidad de gran nivel

histórico obtenida por el país, y sin la cual no hay, no habrá libertad reflexiva. En el pasado hay crímenes planificados a

escala de la humanitas y absurdas demasías que sólo omitiendo las señales rigurosas de una época serían materia

criminal. La historia argentina que vivimos puede ser revista por la ley, pero no por una ley que hable como un

autómata político. Debe ser ley historiadora, heredera del debate que hace tiempo está desplegado, y no mero

desmantelamiento moral, operación política. Ahí están los documentos de la civilización argentina refundada en
múltiples dictámenes laboriosos, con textos salidos de la imaginación crítica de juristas, escritores, periodistas y

filósofos. No hay que relativizarlos. Correríamos máximo peligro si lo grave que necesita ser pensado, se somete a

reglas de oportunidad inmediata. No se trata de evitar responsabilidades ni de cerrar el debate histórico. Se trata de no

abandonar la conciencia jurídica universal conquistada.

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