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El enigma de la peste

Gabriela D’Odorico

¿Qué es lo que está pasando? Tal vez no sea la mejor pregunta. Aunque hayamos
amanecido arrastrados por una marea de imágenes mostrando pilas de cadáveres en
tanques de guerra y fosas comunes para los cuerpos de la peste. Sí, aunque el oleaje haya
depositado despojos flotantes en la costa, indicios preciosos para el rastreador de playa
que reconstruye los caminos de la propagación. Gráficos, curvas y mapas interactivos,
diseños de pirámides y semáforos del desastre; actualizados en directo revelan la
magnitud de la correntada. La situación es inédita, decimos. Hasta que evocamos esa ola
que vino de Oriente, imágenes similares, recientes, devoradas por el sopor del último
verano.
Tucídides nos dice que la peste siempre viene del mar. Así fue, ese animal gigantesco
cruzó océanos atacando turistas y tripulantes de modernos cruceros, ciudades
descomunales condenadas a flotar sin rumbo, rechazadas por el miedo acurrucado en cada
costa. La peste se despabiló de su siesta, harta de ser invocada por el arte, recitada por la
historia y examinada por la filosofía. Desembarcó silenciosa, cargada de instrumentos
más parecidos a la caja del pescador solitario que a los castigos del demonio. Llegó con
un virus en forma de corona con ganchos; equipado con ovillos, cadenas, helicoides,
ensambles, filamentos en punta, envolturas con pliegues y membranas bicapa. Sus redes
y cañas amenazaron con dejarnos sin olfato, sin gusto; con debilitar nuestra capacidad
pulmonar hasta agotarla. Quedamos mudos como peces, pero sin las branquias.
En los modelos de simulación tridimensional, el virus zigzaguea brillante en la
ingravidez de una pecera cristalina sin develar su misterio. Luce tan fascinante como su
capacidad de daño, su poética es sublime. ¿De qué otro modo llamar esta experiencia de
espiar el corazón de lo que produce dolor y muerte? Semejante hechizo, sin embargo es
efímero.
El virus no es algo vivo, no nace ni envejece, necesita un huésped que lo aloje para
persistir. Tampoco es materia inerte: infecta los cuerpos de manera exponencial ¡si lo
sabremos! Esta micropartícula sin finalidad ni plan, se copia y replica con premura
cuando encuentra dónde hospedarse. Haber conocido detalles del pangolín, el búngaro, la
civeta, el mapache japonés y especies de murciélagos como posibles transmisores, no es
parte de una moralidad viral que busca mejorarnos o empeorarnos. Nuestra deficitaria
fenomenología vírica impide hablar de moral. El virus no es ni bueno ni malo, sólo
persevera en su ser hasta que no puede más. Guerras, soldados, vencedores o ejércitos no
son términos acordes al movimiento viral. Es cierto que su persistencia nos obligó a
adecuarnos: distanciamiento, confinamiento y cuarentena; cordones sanitarios y rastreo
de contactos estrechos; lavado de manos con agua y jabón; uso de barbijos, guantes, lejías
y alcoholes. Elementos tan poco sofisticados volvieron nuestras vidas más trabajosas, con
tapabocas también más silenciosas.
Pero el virus no es la peste, conviene subrayarlo. El nuevo coronavirus es un flamante
hallazgo epidemiológico y tecnológico. La peste es otra cosa. Ella nos acompaña desde
tiempos inmemoriales, asentada como condición histórica de nuestra cultura. Se la
conoció en la antigua Babilonia, es cita bíblica y sabemos que desembarcó al menos tres
veces en el puerto El Pireo, en vida de Sócrates, devastando a la bulliciosa Atenas. Y
siempre retornó. Hoy nos visita renovada. Ya no sólo navega hasta los puertos para
continuar a pie hasta algún pueblo. Esta vez tomó aviones, llegó a cada metrópolis, sacó
ventaja en autopistas, rutas y calles, animó fiestas, descansó en los parques y, finalmente,
se instaló en asilos, paradores, refugios, hospitales, cárceles superpobladas y barrios
populares. Llegó justo a tiempo antes de que cierren los aeropuertos y se decrete el
confinamiento.
Creíamos haber derrotado el monstruo de la peste hacía décadas. Con desesperación
por salir del paso, a pesar de su nueva apariencia, manoteamos viejas recetas. Mientras
tanto nos hacemos cuantiosas preguntas: ¿Qué está pasando? sigue sin ser importante. Al
menos frente a otras, surgidas de pestes antiguas y olvidadas que esperan pacientes no ser
invocadas una vez más en vano. ¿Cómo acatar una cuarentena sin tener casa? ¿Cómo
lavarse las manos sin agua potable? ¿Cómo aislarse en hospicios, hogares y cárceles
hacinadas? ¿Cómo distanciarse en ciudades sin espacios verdes? Varias preguntas pero
una misma y molesta contradicción. Ese desasosiego despierta otra virulencia, una rabia
digna contra las condiciones de la peste: hacinamiento, falta de agua y vivienda,
instituciones de castigo y muerte, urbes militarizadas y privatizadas. En fin, pobreza. El
escenario violento de la peste pone distancias, silencia con el tapabocas, ahoga con
imágenes de nuevas calamidades. Esto es la peste: todo el despliegue material que nos
deja a la intemperie, que impide soñar, amar y pensar resguardados de la micropartícula
viral que quita el olfato, el gusto y la respiración.
En este estado de cosas enseño filosofía en las instituciones de la peste. Algunas de
ellas insisten en una nueva normalidad educativa, imponiendo una subordinación
informática compleja de implementar. Mantengo la distancia con dispositivos remotos,
generalmente con mi teléfono rastreo conexiones para iniciar la inmersión. En la pantalla,
estudiantes y docentes aparecemos, cuando lo logramos, dentro de una especie de pecera
turbia, ordenados en una cuadrícula fija. Nuestras voces entrecortadas, distantes,
superpuestas a veces, con demora otras, emergen del silencio acuático. Las primeras
exclamaciones arman una lista de los ausentes, bucean en el acuario cibernético buscando
sus voces. Pero el sonido disminuye y las ausencias aumentan. Conjurar el silencio es
arduo cuando somos desconocidos y nos habituamos al tapabocas. La memoria de
algunos rostros, miradas y voces ayuda a componer una conversación en la que nos
hacemos preguntas filosóficas.
En nuestra polifonía ¿qué está pasando? es la pregunta que nos propusimos desbaratar
para transitar el pensamiento compartido de la filosofía. Nos esforzamos por desbordar
cualquier diagnóstico concluyente hasta hacerlo estallar. Pensar más allá del virus se
convirtió en nuestro problema filosófico. Rebasar los gráficos epidemiológicos y los
tiempos ideales de confinamiento es penetrar filosóficamente en el drama de la peste. Es
sobrecogedor redescubrir que el enigma de la peste emplazó a Edipo para desentrañar su
significado. El mismo enigma sigue asaltando cuerpos debilitados y almas destrozadas.
Esta peste, global, deconstruída, tuvo a su favor nuestra confianza en las soluciones del
mercado. Sin embargo, el mismo aislamiento que nos pone a salvo de los virus nos
confirma que nuestros cuerpos están desde siempre enlazados, resistiendo con su propia
virulencia la amenaza, la discriminación y la desigualdad. En aislamiento nuestros
cuerpos conversan reconstruyendo aromas y sabores. En patios y balcones cantan y bailan
para fortalecerse. Escriben y leen en voz alta narrativas sobre la peste para preguntarse,
profundamente, cómo habitar juntos las nuevas playas que dejó la marea de la peste.

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