Está en la página 1de 3

EXTERMINIO Y DERROTA CAMPESINA.

Durante muchos siglos nuestro cuerpo y nuestro espíritu pudo soportar el

agravio, la vergüenza, el complejo de inferioridad, el desastre humano, el

desaire de las élites. No éramos nada frente a los señoritos de la supuesta

“gente bien”, solo piltrafas de la desventura incapaces de pensar y luchar y

desatar los grilletes impuestos en nuestra humanidad por los dioses de la

malignidad ultramontana. Nos hicieron caer en la insignificancia. Ser

Villarricense era sinónimo de bandolero, chusmero, comunista, hijos del mal,

a quienes había que desaparecer de nuestra pequeña patria chica. Los de

arriba, los dueños de todo y de nada, despojadores confesos, burócratas de

sonrisas y miradas hirientes nos miraban de reojo cada vez que exigíamos

algo para menguar el dolor que carcomía las paredes de nuestro estómago

vacío.

Los frailes, como en la época de la conquista y la inquisición zaherían en sus

rituales convexos la razón liberalizante de los hijos del pueblo. El cura Pedro

María Ramírez Ramos de Cunday, en 1934, como fiel inquisidor, el mismo

que muchos años después canonizara el Papa Francisco, desde su

plataforma ultramontana llamaba a las huestes conservadoras a deshacerse

de la chusma liberal y comunista y atea que supuestamente éramos todos

los campesinos tolimenses. Años después los impostores de la palabra

sagrada encarnada en la sesera apocalíptica del Obispo Miguel Ángel Builes

se atrevieron a manifestar: refiriéndose a los liberales, “Nada más erróneo,

pues lo que es esencialmente malo jamás dejará de serlo, y el liberalismo es


esencialmente malo”. Qué infamia. Los godos eran los buenos. Años

después los liberales “limpios” traicionaron el pensamiento gaitanista, se

juntaron con sus verdugos y se volvieron neoliberales para seguir

justificando el desojo y la muerte.

Fue el Papa Alejandro VI durante la época de la conquista quien se atrevió a

absolver a la criminalidad invasora en el supuesto que los habitantes de

Abya Yala no eran seres humanos. Siglos después el Papa Carlos III

descubrió, iluminado por la “divina providencia” que los indígenas tenían

alma. Y pare de contar. A inicio de la independencia americana los esbirros

del Rey habían asesinado un poco más de 65 millones de “indios” que vivían

en sana paz en esta parte del mundo con sus familias y sus dioses. Desde

entonces los verdugos, de las nuevas épocas, no han permitido a los hijos

del pueblo traspasar la raya, como dijera Noam Chomsky, para justificar la

democracia que supuestamente permea “ecuánime” en nuestros países,

sometidos a la opresión, la ignorancia, la esclavitud y la muerte.

En mi pueblo, territorio ancestral de los Cuindes, los verdugos y traidores se

hicieron pasar por patriotas y firmaron el Manifiesto de Villarrica en 1957

para justificar el exterminio campesino y “salvar la patria”, dijeron, del

comunismo y harapientos labriegos que supuestamente irían a crear una

república independiente. ¡Qué falacia! No era fácil entender el saqueo, el

despojo, el dolor y la muerte. Los huyentes con sus pies allagados y manos

callosas no afirmaban nada, no sabían las causas del suplicio, la miseria y la


soledad de los muertos, de todos sus muertos e ilusiones perdidas en los

precipicios de todas sus batallas.

“Ahora que mi voz te llama y nadie escucha, más allá de ti, de las lágrimas

heladas y tus calles vacías, de la paz retenida en los lodazales del odio, de

las miradas del hambre, del inconsciente, el desencanto y desaciertos del

mundo, del ruido infernal de los dioses, alguien renace, te llama y te bendice

para volver a soñar y morir en la memoria del tiempo. Te escribo desde las

heridas de este lugar incierto y frío donde vivo para adentrarme en tí y

compartir contigo este sueño distante que me habita y se agiganta a veces

en el universo de todas mis angustias mientras advierto en mis desvelos el

enigma y el dolor de los días sin paz que se me escapan”.

También podría gustarte