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Glosario.

Apocalipsis/apocalíptico: término griego que significa “revelación”. Aparece ligado a la


divinidad que es la que revela algo a un individuo. El objeto de la revelación suele ser
escatológico: se revela el fin del mundo y lo que vendrá después.

Biblia: en griego, “los libros”. Conjunto de escritos elaborados durante un largo periodo de
tiempo y que se consideran inspirados por la divinidad para las religiones cristianas. Hay distintas
biblias con variaciones en los escritos que las componen, pero todas ellas recogen elementos
del Tanaj, la biblia hebrea, a la que denominan Antiguo Testamento y escritos posteriores
vinculados a las doctrinas de Jesús de Nazaret, el Nuevo Testamento.

Cristianismo primitivo: secta judía apocalíptica iniciada por los seguidores de Jesús de Nazaret.
Consiste en: a) la identificación de Jesús de Nazaret como mesías; b) la creencia en la
resurrección de Jesús de Nazaret; c) la creencia en la inmediata llegada de la restauración del
Reino de Dios y el fin del mundo tal y como era conocido.

Hebreo, pueblo: grupo étnico y lingüístico semítico considerado predecesor del pueblo israelí.
La lengua hebrea es actualmente hablada por el pueblo judío. En contextos no especializados
puede usarse como sinónimo de judío e israelí.

Israel, pueblo de: Pueblo hebreo que constituyó un reino del mismo nombre en el levante
mediterráneo a comienzos de la edad de hierro. Mitológicamente, grupo humano descendiente
de Jacob compuesto por doce tribus. Puede usarse como sinónimo de pueblo judío.

Judío, pueblo: relacionado al reino de Judá cuya capital en Jerusalén. Mitológicamente, la única
tribu israelita que mantiene su identidad y reconoce el derecho dinástico del bíblico rey David.

Mesías: término hebreo que designa al ungido por la divinidad para cumplir una misión
encomendada por este. La traducción al griego de este término es “Cristo”

Monolatría: tendencia a privilegiar hasta volver exclusiva la adoración de un dios sobre el resto.
La monolatría se da en contextos politeístas.

Monoteísmo: creencia en que existe un único dios. En general, la antropología y el estudio


comparado de las religiones sostienen que la creencia monoteísta se desarrolla desde religiones
politeístas.

Politeísmo: creencia en que existen diversos dioses, generalmente organizados en un panteón


jerárquico.

Secta: grupo de seguidores de una doctrina religiosa que tiene una interpretación particular y
reservada de un aspecto de una religión más amplia.

Semita/semítico: grupo lingüístico procedente del Oriente Próximo. Entre los grupos étnicos
antiguos de lengua semita encontramos los pueblos acadio, asirio, babilonio, arameo, fenicio y
hebreo. El árabe contemporáneo es también una lengua semítica.

Yahvé: también llamado Yahveh o Yahweh (Jehová es la latinización ya en desuso del nombre
hebreo). Derivado del tetragrámaton hebreo, conjunto de cuatro letras (YHWH) con las que se
nombra a esta deidad. Originalmente, dios del panteón canaanita en la edad de bronce y, tal
vez, epíteto del dios supremo en dicho panteón, El. Posteriormente, deidad nacional del pueblo
de Israel y, más tardíamente, dios único del pueblo judío.

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Cronología del desarrollo del judaísmo.
Representación tradicional de la extensión de los reinos de
Judá e Israel a comienzos del siglo IX a.e.c.

Siglo IX a.e.c.: coexisten dos reinos Israelitas relacionados con el culto a Yahvé, el Reino de Israel
y el reino de Judá.

720 a.e.c.: el reino de Israel es asimilado por el imperio neo-asirio de Sargón II. El Reino de Judá
mantiene su independencia como Estado clientelar del Imperio neo-asirio.

587 a.e.c.: el reino de Judá es asimilado por el imperio neo-babilónico de Nabucodonosor II (que
había triunfado previamente sobre el imperio neo-asirio). Jerusalén, capital de Judá, es sitiada y
destruida. La población judía es deportada a Babilonia. Durante este periodo, conocido como el
Exilio o Cautiverio Babilónico, se componen varios libros principales de la biblia hebrea. Ante la
ausencia de una estructura administrativa propia, se radicaliza el carácter religioso como
elemento unificador de la comunidad judía.

539 a.e.c.: el reino de Judá es restaurado como entidad política dependiente del imperio persa
tras la conquista del imperio neo-babilónico por Ciro el Grande. El rey persa permite el retorno
del pueblo judío a Jerusalén y se pone en marcha la reconstrucción del templo a Yahvé. Ciro es
considerado por los textos bíblicos (Libro de Isaías) como un libertador divino, un mesías.

333 a.e.c.: el imperio persa es conquistado por Alejandro Magno. Tras la muerte de este diez
años después, el antiguo reino de Judá pasa a formar parte del imperio seléucida, reino sucesor
del imperio de Alejandro gobernado por uno de sus generales. Comienza la helenización de
judea.

167 a.e.c.: comienza la revuelta de los macabeos (grupo político independentista vinculado a
Judas Macabeo) contra el dominio seléucida. El conflicto se extiende durante algunas décadas y
confronta a macabeos, seléucidas y judíos helenizados. La revuelta concluye con la restauración
parcial del antiguo reino de Judá bajo la dinastía asmonea (sucesores directos de los macabeos).

63 a.e.c.: Los conflictos internos del nuevo reino judío lo llevan a la guerra civil. Roma, que ya es
la potencia hegemónica en el mediterráneo oriental tras la conquista del imperio seléucida,
interviene en el conflicto. Con la conquista de Jerusalén por parte de Pompeyo, da comienzo a
la asimilación del territorio a la estructura administrativa romana.

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70: sitio de Jerusalén y destrucción del Templo. Los conflictos entre la administración romana y
el pueblo de judea habían estallado en rebelión abierta en el 66. Este conflicto llega a un
momento decisivo tras el sitio de Jerusalén por parte de Vespasiano. La destrucción del templo
constituye un momento decisivo en conformación de la identidad del pueblo judío como pueblo
expatriado y en la creencia en la restauración del reino prometido por Yahvé.

La Biblia y su estructura.
Es común hablar de La Biblia como si se tratase de un único libro, con una única tradición y una
única verdad doctrinal. Esta perspectiva popular, sin embargo, choca con el análisis más
elemental del conjunto de textos que constituyen su contenido. Veamos por qué:

La Biblia no es “una”: la propia palabra griega “biblia” significa “libros”, en plural, no “libro” en
singular. Lo que conocemos como Biblia es una recopilación de libros escritos en diferentes
épocas por diferentes autores, con diferentes contextos y problemas y pertenecientes a géneros
y estilos literarios distintos.

Hay muchas “Biblias”: Igualmente, la Biblia es múltiple porque hay muchas recopilaciones de
los libros que la conforman. La recopilación conocida como Biblia Católica no recoge los mismos
textos que la Biblia Ortodoxa, que la Biblia Copta o que las más recientes recopilaciones
derivadas de la reforma luterana. Cada una de estas versiones consideran canónicos textos que
otras consideran apócrifos.

La Biblia hebrea: Todas las Biblias, sin embargo, comparten un tronco común con la Tanaj, la
Biblia hebrea. Este conjunto de textos, adaptados a conveniencia en las distintas versiones del
cristianismo, se conoce habitualmente bajo el título de Antiguo Testamento. La coincidencia
entre el Antiguo Testamento de las biblias cristianas y la Tanaj escrita en hebreo no es exacta.
Las biblias cristianas se componen a partir de la traducción al griego de 70 libros considerados
fundamentales para entender la religiosidad judía. Esta traducción se conoce como Septuaginta
(por su nombre en griego) y fue común entre las comunidades judías helenizadas en los siglos
inmediatamente anteriores al desarrollo del cristianismo como religión dominante.

La estructura de la Biblia hebrea: La Tanaj está compuesta por tres tipos de escritos
diferenciados: la Torá o pentateuco, los libros de profetas y los libros sapienciales.

La Torá o Pentateuco: Se conoce como Torá en la religión judía o Pentateuco en las religiones
cristianas al conjunto de cinco libros fundamentales: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y
Deuteronomio. Estos cinco libros cuentan una mitología de la creación seguida de una historia
mitológica de los orígenes del pueblo de Israel, desde su ficticio éxodo de Egipto al
establecimiento de las leyes con las que se regirán, ante la mirada de Yahvé, cuando establezcan
su reino en la tierra prometida. La composición de los libros del Pentateuco es variable. El
Génesis es una síntesis de tradiciones mitológicas (no siempre consistente) que probablemente
se remonte a los VIII y VII a.e.c. a partir de tradiciones orales precedentes. El éxodo y los libros
posteriores, libros de desarrollo de la legalidad religiosa, encontrarían su composición y origen
en tiempos del Exilio Babilónico y los años posteriores a la restauración territorial del pueblo
judío y la reconstrucción del templo bajo la protección persa.

Los libros de profetas: Los libros de profetas o de profecías son textos místicos que giran en
torno a las visiones de distintas figuras consideradas proféticas a lo largo de la historia del pueblo
de Israel.

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Escritos sapienciales: Son escritos de género diverso, desde canciones amorosas (Cantar de los
cantares) a proverbios y consejos tradicionales (Salmos). Por diversas razones doctrinales, se
han interpretado como textos inspirados que reflejan sabiduría divina.

El Nuevo Testamento: Las biblias cristianas llaman Nuevo Testamento a los escritos relacionados
con la vida de Jesús de Nazaret o sus apóstoles, fijando con ello la revelación de un pacto nuevo
con la divinidad que sustituye todos las anteriores. El núcleo del Nuevo Testamento son los
cuatro Evangelios Canónicos. A ellos se suman las Epístolas de Pablo, libros biográficos de
algunos apóstoles y el Libro de las Revelaciones, el Apocalipsis, comúnmente atribuido a Juan el
evangelista.

Los Evangelios Canónicos: También conocidos como Evangelios Sinópticos, es decir, producto
de la narración testimonial contemporánea a los hechos narrados, al conjunto de cuatro
biografías de Jesús de Nazaret tradicionalmente atribuidas a cuatro apóstoles: Marcos, Mateo,
Lucas y Juan. La fecha de composición de estos evangelios, sin embargo, se aleja demasiado de
los hechos narrados para considerarlos realmente sinópticos. El conocido como Evangelio de
Marcos se compuso en torno al año 70. Los evangelios de Mateo y Lucas, en torno al 90 de
nuestra era. El Evangelio de Juan, el más tardío, tiene una fecha de composición en torno al 110-
120, ya en pleno siglo II. Hay que tener presente que todos los evangelios están originalmente
escritos en griego, no en hebreo, lo que lleva a la conclusión de que se trata de textos que tienen
su origen en comunidades judías helenizadas, probablemente alejadas de Jerusalén (que ya
había sido asediada y destruida en tiempos de composición del evangelio de Marcos).

Las Epístolas de Pablo de Tarso: Entre los textos cristianos más antiguos se encuentran algunas
de las cartas de Pablo de Tarso. Son textos destinados a extender la naciente doctrina cristiana
entre comunidades grecorromanas (hay cartas dirigidas a comunidades romanas,
tesalonicenses, corintias…) escritos en torno al año 50.

La canonicidad de los libros de la Biblia: Junto a los Evangelios Canónicos, el cristianismo


primitivo manejó otros evangelios que quedaron fuera del canon, entre ellos los evangelios de
Tomás, de Judas o de Marción. Estos textos reflejan la diversidad del pensamiento cristiano
primitivo y la influencia directa que recibieron de grupos sectarios próximos (como los
gnósticos). Solo a partir del concilio de Nicea en el 325, y tras un proceso de más de un siglo, se
fijó la canonicidad de unos textos y se condenó a otros. Este fue el comienzo de la jerarquización
del cristianismo a partir del establecimiento de un dogma doctrinal.

Politeísmo, monolatría y monoteísmo en el pueblo judío.


Loa estudios antropológicos señalan que la religiosidad monoteísta tiene un carácter poco
habitual y que, en todo caso, aparece como una derivación o desarrollo de religiones politeístas
precedentes. En ese sentido, suele establecerse un paso gradual del politeísmo a la monolatría
y de ésta al monoteísmo.

En el caso del pueblo judío, el esquema es igualmente válido. Los restos arqueológicos señalan
la presencia de cultos politeístas en la región de Canaán durante el fin de la edad del bronce y el
comienzo de la edad del hierro. Yahvé habría sido un dios relevante dentro de un panteón más
amplio adorado por el pueblo de Israel como dios nacional. Hay vestigios de monolatría yahvista
previos a la destrucción del reino de Judá, pero la reconstrucción más probable indica el tránsito
definitivo a un culto monoteísta (y la negación de la existencia de otras divinidades) durante el
exilio babilónico del pueblo judío. Sería la ausencia de una autoridad administrativa propia en

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un contexto de deportaciones y destierros el que habría llevado a exacerbar el carácter religioso
como elemento integrador y unificador de la comunidad.

Es durante este exilio, y los años inmediatamente posteriores, cuando se componen algunos de
los textos que pasarán a ser definitorios en la religiosidad judía. En este sentido son
especialmente importantes el Éxodo y el Libro de Isaías.

El Éxodo establece los rasgos característicos de la religiosidad judía, vinculándola a la


recuperación de la tierra prometida, lo que cobra especial significado si lo entendemos en el
contexto de un pueblo exiliado que se mantiene unido por la desgracia común y el anhelo de
recuperar un reino perdido. Este relato supone una reelaboración del tema central que
explicaba la religiosidad hebrea: la noción de alianza o pacto con la divinidad.

En la mitología anterior, el elemento central de la religiosidad es una alianza entre los seres
humanos y Yahvé, comenzando por el compromiso de aquél con Noé a no volver a destruir el
mundo mediante una inundación. A partir de ese momento, las interacciones entre Yahvé y los
seres humanos consistirán en una relación de negociación y compromiso, como se cumpliría en
el caso de Abraham bendiciéndolo como antecesor de una “multitud de naciones”.

Sin embargo, en el Éxodo la alianza deja de ser una alianza entre divinidad y la humanidad para
ser una alianza especial entre Yahvé y una nación concreta, el pueblo de Israel. La alianza que se
establece entre Moisés y Yahvé, la ley mosaica, instituye las condiciones de adoración de un
pueblo concreto que, si las observa correctamente, será recompensado por parte de la divinidad
con tierra en la que asentarse. Esta tierra, este reino propio está ligado a un compromiso divino
que sólo se cumplirá ante la observancia de las leyes reveladas. E inversamente, la no
observancia de la ley divina supondrá un motivo de castigo para el pueblo de Israel.

La mitología del Éxodo señala tanto los beneficios de honrar el pacto divino como las desgracias
en caso de no cumplirlo. Yahvé se presenta ante su pueblo como dios celoso e iracundo: “castigo
la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me
aborrecen” (Éxodo 20, 5). Este castigo que afecta a generaciones tras el incumplimiento del
pacto señala la responsabilidad religiosa del pueblo judío a la hora de mantener su reino: si el
reino se gana, o se mantiene, es por la intervención de Yahvé. Si el reino se pierde, es por la
desviación religiosa de su pueblo. El pueblo de Israel, en consecuencia, debe mantenerse unido
en la observancia de la ley divina para recuperar su reino. El pueblo judío exiliado y cautivo en
Babilonia desarrolla un sentido de comunidad propio a través del fortalecimiento de esta
creencia.

Tomando en consideración esto, es imposible separar el vínculo entre comunidad religiosa y


constitución política. Ambas perspectivas son una y la misma y se seguirán presentado juntas
con la misma intensidad en los conflictos posteriores entre el pueblo judío y los imperios
seléucida y romano. Desde el exilio babilónico, la identidad religiosa judía queda atravesada por
la lucha constante por la recuperación de un reino divino.

La forma en la que se da esta recuperación podemos encontrarla en los textos de tipo profético.
El más significativo de ellos, el Libro de Isaías, presenta la primera narración mesiánica de la
Biblia hebrea. Pero aquí el mesianismo, la condición de ungido por la divinidad, tiene un carácter
instrumental y político: el mesías, enviado por la divinidad, es Ciro el Grande, conquistador persa
de Babilonia, que comienza la restauración de Jerusalén y la reconstrucción de su templo
integrando el antiguo reino de Judea como región administrativa de su nuevo imperio. Como
puede verse, el enviado por Yahvé no convence con la palabra y señala un reino espiritual y de

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conciencia, sino que conquista con la fuerza que le da el ser el elegido por Dios. La
transformación de este Mesías beligerante y político en un Mesías pacífico y espiritual que
anuncia una alianza diferente en la que el reino de Dios pase a ser un reino espiritual es la gran
transición que supone el cristinianismo. Pero para entenderla debemos prestar atención a la
compleja helenización del pueblo judío.

Judaísmo y helenismo: escatología y antropología.


Tras la conquista de Alejandro Magno del imperio persa, el Próximo Oriente en su conjunto se
incorpora a la órbita del helenismo. Nuevas ciudades se convierten en centros económicos y
culturales del mundo oriental en las que el sincretismo, la mezcla de tradiciones, es la norma. El
caso más claro es el de Alejandría, en el Egipto Ptolemaico, donde se establecen comunidades
de judíos expatriados que empiezan a adoptar la cultura griega. Es en Alejandría donde surgen,
a lo largo de los siglos, varios de los autores y textos que se volverán necesarios para comprender
la mezcla de helenismo y judaísmo que dio lugar al cristianismo. Pero la helenización del pueblo
judío no sucede exclusivamente entre los expatriados, sino también en territorio palestino, en
este caso debido a la dominación del otro gran reino sucesor de Alejandro, el imperio seléucida,
que dominará no sin conflicto sobre toda la región.

El libro de Daniel: Texto que se cuenta, según los casos, entre los libros sapienciales (Tanaj) o
entre los libros de los profetas. Presenta la historia de Daniel y su relación con la jerarquía
babilónica durante los años del exilio. Su redacción, sin embargo, es posterior, en torno al siglo
II a.e.c. durante la revuelta de los Macabeos. Uno de los aspectos significativos de este libro es
que supone la primera presentación de una doctrina escatológica vinculada a la resurrección en
el pensamiento judío (y en toda la religiosidad hebraica). En sus últimas páginas se establece
que aquellos que luchen por la divinidad serán recompensados cuando llegue su reino,
resucitando y volviendo a disfrutar de la vida en el momento tras su retorno. Antes de la
composición del libro de Daniel, no hay mención a la resurrección en el Antiguo Testamento, los
muertos iban al Sheol, un lugar físico ubicado en el inframundo semejante al Hades griego en el
que habitaban como sombras de una existencia pasada sin dolor ni placer. Y, de manera inversa,
la recompensa divina se disfrutaba en vida, con vidas largas de varios cientos de años y vigor
juvenil y premios y riquezas materiales.

Esta resurrección (que pasará a la doctrina cristiana posterior como resurrección de la carne)
puede explicarse como parte de la propaganda política de tiempos convulsos: compensar el
sacrificio personal en nombre de una causa política considerando una recompensa
transmundana. En todo caso, ejemplifica el hecho de que la promesa de la eternidad, de un
trasmundo, es una doctrina de implantación tardía que sólo se generaliza en época helenística
(y tal vez por influencia helénica) tras el contacto de varios siglos con doctrinas mistéricas griegas
que planteaban una idea semejante (misterios de Eleusis, órficos y dionisíacos).

El libro de la Sabiduría: Entre los textos alejandrinos, tal vez el más significativo sea el Libro de
la Sabiduría, texto producido originalmente en griego en torno a la segunda mitad del siglo I
a.e.c. y que ha pasado a formar parte de algunos cánones bíblicos (por ejemplo, en la Biblia
Católica) como parte del Antiguo testamento. Tradicionalmente atribuido a Salomón, se trata
en realidad de un texto propagandístico que pretende persuadir a los judíos que han abrazado
un estilo de vida griego, vinculado a las filosofías epicúreas o hedonistas, de que deben retornar
a la fe de sus ancestros.

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Para que esta persuasión sea efectiva, sin embargo, el autor del texto hace uso de numerosas
ideas de la filosofía griega. Entre ellas, especialmente, nociones platónicas como la relación
entre las formas/ideas y la creación del mundo (en este caso es Dios quien impone formas a la
materia) y el dualismo que enfrenta alma y cuerpo, que se salda, por primera vez en la
religiosidad judía, con la doctrina de la inmortalidad del alma. Un siglo después de la primera
aparición de una escatología vinculada a la resurrección, un texto alejandrino habla de alma
inmortal, lo que tendrá una influencia decisiva en el pensamiento judío posterior y, sobre todo,
en el cristianismo.

Además de estas nociones, es especialmente interesante la hipostización (derivación de una


substancia previa en un orden de existencia distinto) de las propias nociones de “sabiduría” y
“palabra”. En este texto la palabra (logos) aparece por primera vez como acción intermediadora
entre Dios y el mundo, algo que sólo tiene sentido dentro de una cosmología dualista (de nuevo,
de influencia platónica) y que será decisiva para comprender la urgencia del cristianismo
posterior de hacer dogma del pensamiento trinitario. Esto constituye una de las principales
características de la hibridación de helenismo y judaísmo: tratar de conciliar una doctrina
dualista de origen platónico con la doctrina religiosa de la creación, es decir, dar respuesta a la
pregunta de cómo lo eterno, perfecto y trascendente interactúa con aquello imperfecto,
perecedero y mundano. Esta influencia aparece ya plenamente desarrollada en el Evangelio de
Juan y su “génesis” alternativo que sitúa al verbo, a la palabra o verbo (logos), como existiendo
al mismo tiempo que Dios y siendo el medio por el que éste actúa.

Jesús de Nazaret y el cristianismo primitivo.


El carácter canónico del cristianismo se fijó por primera vez en el Concilio de Nicea, de donde
surge el dogma trinitario característico de todas las corrientes cristianas contemporáneas. Este
dogma trinitario supone la unidad substancial de Dios, Cristo y Espíritu Santo, que no serían sino
personas, emanaciones, representaciones, de una misma divinidad. La importancia doctrinal de
este dogma se mide en sus consecuencias: la negación del trinitarismo incurriría o bien en la
negación de la divinidad del propio Jesús de Nazaret; o bien en la afirmación de la existencia de
múltiples divinidades, perspectivas igualmente problemáticas para el cristianismo canónico.
Pero el origen del problema se remonta, como se ha señalado previamente, a la necesidad de
conciliar creación mundana y eternidad transmundana, es decir, desarrollar la doctrina judía de
la creación dentro del esquema dualista platónico.

Este conflicto, sin embargo, es posterior al despliegue del cristianismo primitivo y durante sus
primeros años (y siglos) convivieron en su seno teologías proto-trinitarias y no trinitarias,
vinculadas estas últimas a doctrinas gnósticas que llevaban el dualismo platónico hasta sus
últimas consecuencias, afirmando la imposible participación de una divinidad perfecta en la
creación de un mundo imperfecto. El tronco común del primer cristianismo debemos buscarlo,
sin embargo, en un conjunto de doctrinas menos elaboradas que podríamos resumir de la
siguiente forma:

a) Que Jesús de Nazaret es el enviado de Dios, el Mesías (Cristo, en la traducción griega de


la palabra)
b) Que Jesús de Nazaret murió crucificado y después resucitó (demostrando en su muerte
y resurrección su vinculación con Dios)
c) Que predicó la proximidad del fin del mundo y el comienzo de una nueva era, un reino
de Dios, gobernado por la ley de divina.

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Esto lleva a una ambigüedad cuyo análisis es fundamental para la comprensión de la
doctrina cristiana y cómo esta evolucionó desde una secta judía a una religión
independiente. Podríamos presentarla con la siguiente pregunta: ¿qué implica la afirmación
del mensaje apocalíptico de Jesús de Nazaret? ¿anuncia la llegada del reino de Dios como
reino terrenal, vinculado a la lucha teológico-política del pueblo judío? ¿O anuncia, como se
desarrolla en el cristianismo posterior, la llegada de un reino espiritual que presenta una
nueva alianza universal con la divinidad?

La ambigüedad a la hora de interpretar el carácter mundano o trasmundano de la promesa


del reino de Dios, seguramente, encuentra su explicación más precisa en las condiciones
políticas del judaísmo durante los primeros 70 años del primer siglo. Durante estas décadas,
Judea se encuentra bajo dominio romano, que mantiene una dinastía de origen macabeo en
el poder (en este momento, Herodes el Grande y sus descendientes). Esta dinastía, desde la
conquista de Pompeyo en el 63 a.e.c., es servil y funcional al poder romano y es
frecuentemente contestada por disidentes políticos que buscan la independencia del
imperio romano y recurren al integrismo religioso para deslegitimar a los monarcas.

Este integrismo se centra en dos aspectos: de un lado, la habitual proclamación de la guerra


santa vinculada a un Mesías. De otro, la legitimación de ese Mesías como legítimo rey de los
judíos vinculándolo a la estirpe de David.

Jesús de Nazaret asumiría ambas condiciones: declarándose Mesías habría predicado el fin
del mundo (el fin del orden romano) y el castigo divino de los enemigos de Dios como parte
esencial de la restitución del reino de Israel; y declarándose descendiente de David, como
se observa en las genealogías de Mateo y Lucas o en las epístolas de Pablo, habría
revindicado su legitimidad para asumir el trono del nuevo reino de Dios.

Esta presentación de Jesús de Nazaret como disidente político y revolucionario inspirado


por Dios (en paralelo a las caracterizaciones más clásicas como taumaturgo y milagrero),
vuelve verosímil el episodio de la crucifixión (brutal castigo romano destinado
exclusivamente a los enemigos del Estado, es decir, a los rebeldes) pero también algunos
episodios oscuros en los evangelios que no parecen casar bien con la doctrina cristiana de
la paz universal (por ejemplo la orden a sus discípulos de comprar espadas para estar
preparados antes de su arresto).

Como se ha señalado previamente, la doctrina judía vuelve inseparable la doctrina religiosa


de la aspiración a la autonomía política. Que un predicador judío en tiempos conflictivos
haga propia esa tradición de pensamiento y predique la inminencia de una restitución divina
del reino de Israel, parece una solución natural a esta ambigüedad: para la figura histórica
de Jesús de Nazaret, y para sus seguidores inmediatos, la promesa del reino de Dios, era
muy probablemente la promesa de un reino terrenal. El problema, entonces, se sitúa en la
transición de esa promesa mundana a la promesa de reino espiritual que da sentido
específico a la doctrina cristiana.

Y esa transición, de nuevo, está atravesada de peculiares condiciones históricas. La primera


es el innegable éxito del proselitismo cristiano tras los años inmediatamente posteriores a
su muerte. La narración milagrosa de su resurrección tras su crucifixión debió hacerse
popular entre comunidades judías expatriadas en el mundo grecorromano. A estas
comunidades, que ya vivían integradas en otros contextos políticos, el mensaje
estrictamente político de una judea independiente les debía resultar menos interesante y
fueron adaptando su predicación a una perspectiva menos local. Pero si este mensaje

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político era poco importante lejos de Palestina, la guerra judeo-romana que se saldó con el
sitio de Jerusalén y la destrucción del Segundo Templo en el año 70 debió ser la puntilla para
laminarlo de la posterior elaboración de las biografías de Jesús: ¿Cómo creer en la
inminencia de la restauración del reino de Dios como reino terrenal cuando la radicación de
esa promesa había sido desmantelada piedra a piedra?

No es casual que la elaboración de los evangelios se dé no sólo lejos del territorio palestino,
con fuertes influencias culturales helénicas y en un idioma foráneo, el griego, sino después
de la derrota de los rebeldes judíos en la guerra. Esto hace razonable una interpretación de
los evangelios como reelaboración de la predicación de Jesús de Nazaret en un contexto de
indisputable hegemonía romana. Es decir, la adaptación de la predicación a un contexto
claramente ajeno a toda pretensión política. Tanto que, incluso se permite blanquear a las
autoridades romanas y señala como realmente problemáticas a las autoridades religiosas
judías (basta para ello comparar el distinto carácter con el que se presenta al gobernador
romano Pilatos y al Sanedrín de rabinos judíos en uno de los episodios más inverosímiles de
los evangelios).

El Reino Espiritual que se presentará como promesa de la escatología cristiana y el propio


Jesús como Mesías de un Dios que acoge a toda la humanidad se debe, sin duda, a la mezcla
de judaísmo y el helenismo en las comunidades judías expatriadas, pero depende
necesariamente de la imposibilidad de seguir interpretando el reino de Dios como la
promesa de inminente realización que ha sido políticamente derrotado.

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