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Escuela de Fotografía Creativa – Biblioteca de Apuntes

Materia: ÉTICA

Autor: François Brune


Libro: Pensamiento único vs. pensamiento crítico

Datos de la Edición:
Le Monde Diplomatique, Edición Española. Temas de DEBATE

Mitologías contemporáneas: sobre la ideología hoy

Un discurso recorre Occidente: ya no hay ideologías. Profundos pensadores lo


proclaman: en nuestras democracias avanzadas, el ciudadano se ha impermeabilizado
frente a los retos teóricos. ¿Se acabaron las morales culpabilizadoras y los dogmas de
antaño? ¿Se acabó la ideología pequeño-burguesa, no hace mucho denunciada por
Roland Barthes? ¿Se acabaron los grandes debates entre el lenguaje acartonado marxista
y los apóstoles del “liberalismo” económico? Ya no hay nada que discutir; si el
capitalismo triunfa en todas partes, ¿no es porque responde a la “naturaleza profunda”
del hombre?
Más que nunca, la ideología adquiere la apariencia de un simple reflejo, único e
irrecusable, del orden de las cosas. Así es como Alain Minc, para cortar toda crítica,
declara: “No es el pensamiento, es la realidad la que es única.” No hay, pues, que
pensar más: basta lo real. El hecho y el valor son lo mismo.
Armand Mattelart nos da un ejemplo de ese fenómeno que se ha generalizado:
“La globalización es un hecho, dice; es también una ideología: el término disimula más
que revela la complejidad del nuevo orden”1. Nadie puede discutir que la globalización
sea un hecho; pronto va a bastar con nombrarla para preconizarla como algo positivo,
sin mencionar lo que implica (estrategias dominadoras, uniformización de los modos de
consumo, destrucciones masivas de empleo, etc.). El simple uso de la palabra
“mundialización” contiene la misma ambigüedad. Hay un continuo desplazamiento de
la constatación al imperativo: la economía se mundializa; pues bien, ¡mundializad
vuestra economía! Y he aquí que en la estela de esta “evidencia” se inscriben las
sospechosas legitimaciones del “rigor”: la mundialización es una suerte para nosotros;
pero, ¡atención!, primero es necesario volverse competitivo; esto supone sacrificios. Sea
como sea, no podéis escapar a esta “lógica” de la economía mundial; no os cerréis en
defensa de arcaicas conquistas sociales, etc.

1
“Los nuevos escenarios de la comunicación mundial.” (Incluido en el cap. 9.)
Podemos observar semejante deslizamiento con respecto a múltiples aspectos. En
el discurso dominante cabe distinguir, al menos, cuatro grandes complejos ideológicos:
1) El mito del progreso. El progreso es, ciertamente, una realidad; también es una
ideología. El conocido proverbio “el progreso no se detiene” es un principio de
sumisión repetido mil veces; asimismo, es una prescripción cotidiana: cada uno debe
progresar, cambiar, evolucionar. Pongamos por ejemplo la cuestión que plantea un
periodista al director de un programa de radio: “tienes hoy tres millones de oyentes,
¿qué vas a hacer para progresar?” Pero, ¿por qué hace falta tener más oyentes?
Porque, al ser casi siempre de orden cuantitativo, el progreso tiene que ser medido. Esta
obsesión está sin duda en el origen de la enjundiosa expresión “crecimiento negativo”;
al descartar de plano un retroceso en la producción económica, se ha querido ver en ella
sólo una forma sutil de crecimiento. Es necesario crecer.
Paralelamente, la mayor angustia es quedarse atrás: quedarse atrás en un avance
técnico, quedarse atrás en los porcentajes; “quedarse atrás en el consumo”. Escuchemos
estas noticias alarmantes: “¡Los hogares franceses se han quedado atrás en materia de
equipamiento microinformático en relación con las otras naciones industrializadas!”
“¡Francia se ha quedado atrás en materia de publicidad, si se considera la parte del
PIB que dedicamos a ella por habitante!” Los medios de comunicación adoran cultivar
el chantaje del retraso, forma invertida de la ideología del progreso.
Cercanas al “progreso”, las palabras “evolución” o “cambio” se benefician de un
a priori positivo. El cambio es una realidad: es también una ideología. “¡Cómo habéis
cambiado, franceses!”, titula un semanario para enganchar a los lectores2: es por fuerza
un progreso porque es un cambio. ¿En qué ha cambiado el francés? ¡En que habría
llegado a estar más cerca del “ser” que del “parecer”! Este tipo de análisis, extraído de
sondeos artificiosos, es el ejemplo perfecto del falso acontecimiento sociológico: es
preciso cambiar, es preciso que nuestra sociedad “se mueva”, es preciso evolucionar,
que es indefectiblemente mejorar. Esto es nuestra época.
2) La primacía de la técnica. La técnica es una realidad; también es una ideología.
Todo lo que se presenta como “técnica”, como “funcional”, aparece como positivo. La
técnica tiene siempre fuerza de ley. Con frecuencia se invocan “razones técnicas” para
enmascarar problemas sociales u opciones políticas discutibles. La “lógica” de los
sistemas (entre ellos el sistema económico) prohíbe cuestionar sus desviaciones.
Cuando se denuncian “disfunciones” es para reclamar una mayor inversión en técnica,
que permitirá controlarlas. La ideología de la técnica abstrae el espíritu de las gentes en
el cómo para ocultar la temible cuestión del por qué: de manera que, en lugar de
preguntarse sobre las causas o los efectos de la violencia en televisión, cree resolverse la
cuestión inventando un dispositivo electrónico que permitirá codificar las escenas
traumatizantes. Se encomienda al “genio” de los especialistas, porque el discurso
tecnocrático —provenga de un técnico menor o del mayor experto— tiene siempre
como efecto hacer callar a los no especialistas, es decir, a la mayoría de los ciudadanos.
Entre los innumerables “progresos técnicos” de los que es herético dudar se
pueden citar dos importantes: las autopistas y la velocidad. Las autopistas son una
realidad: son también toda una ideología. Simbolizan el mundo brindando a la libertad
del individuo: traspaso acelerado de los espacios, contracción del tiempo, vía real de la
modernidad. Tales connotaciones hacen admitir sin reservas programas ilimitados de
autopistas; desembocan en eslóganes cuya significación debería hacer saltar a los
enamorados de la libertad: “¡Tu porvenir pasa por la autopista!” Finalmente, no es

2
L’Express, 2 de enero de 1996.
nada sorprendente que las famosas “autopistas de la información” impongan su orden
equívoco por la simple magia de la metáfora…
La velocidad es una realidad: es también una ideología inseparable del mito del
progreso. Todo lo que hierve en el mundo, todo lo que va rápido, progresa. Toda
movilidad es positiva; el mayor mal es estar “superado”. La mayor parte de las
competiciones están basadas en la velocidad, pero es necesario ir deprisa en todos los
dominios, pensar deprisa, vivir deprisa. El político que promete ir “más deprisa y más
lejos” es ipso facto aclamado, sin que tenga que precisar en qué dirección. Es lo mismo
que hace que la acusación de “una sociedad a dos velocidades” conserve implícitamente
el concepto de velocidad como criterio de valor. Naturalmente, el vértigo de la
velocidad conduce a aceptar en bloque todas las evoluciones modernas. Es necesario
correr, coger, tomar el tren en marcha: el culto de la velocidad genera permanentemente
la impaciencia por no quedarse atrás.
3) El dogma de la comunicación. Como sus posibilidades se multiplican hasta el
infinito, la comunicación está obligada a responder a una fantástica necesidad como si
todos los pueblos tuviesen de repente el deber de experimentar. Palabra comodín,
dogma cotidiano que estamos obligados a creer. La comunicación es tanto la falsedad
publicitaria (que asimila indebidamente “publicidad” y “comunicación”) como la llave
del éxito profesional. Conminación hecha a todos, especialmente a los estudiantes, de
saber comunicar para tener éxito, para existir, para amar, para vender. ¿Tiene un
problema con sus empleados? ¿Con sus clientes? ¿Con su cónyuge? ¿Con su público?
¿Con sus gobernados? ¿Con sus socios internacionales? Usted no sabe comunicar.
El mito de la comunicación arrastra en su estela mil y una palabras claves que son
otros tantos vectores ideológicos. La “conexión”, por ejemplo, versión técnica del culto
del contacto; hay que conectarse; estar conectado a todo y accesible a todos. Se cree que
basta estar potencialmente en contacto (a través de sistemas multimedias) para
encontrarse realmente en relación (en situación de intercambio auténtico). La
interactividad, otro señuelo de la ideología mediática, se deriva naturalmente de la
conexión: esos dos términos, por sí solos, presuponen la existencia de múltiples
comunidades virtuales, ya conectadas, que esperan que cada uno las junte para jugar con
ellas a la humanidad reunida…
Hay que decir también que la televisión ha preparado ampliamente para esa
ilusión consensual de la comunicación, al ser ella misma visión a distancia, selectiva,
parcial, dramatizada, y tanto más engañosa al no serlo siempre. Hace mucho tiempo que
el tópico de la “ventana abierta al mundo” da crédito a la posibilidad de asomarse a la
realidad tal como es. Vana ilusión. Porque la televisión jamás comunica lo real del
mundo ni reúne realmente a los pueblos; saciarse de imágenes no es participar en las
cosas, y la emoción del acontecimiento no da en absoluto un conocimiento de los
problemas. Lo han señalado muchos ensayistas: el sistema televisual, tomado en su
conjunto, no hace más que someter a su “visión del mundo” al ciudadano, que imagina
ingenuamente que domina ese mundo por la visión. El verdadero efecto ideológico de la
televisión es convertirnos a la religión de la época, de la que quiere ser el templo.
4) La religión de la época. La época, es verdad, es una realidad; es también un
mito cómodo, una divinidad cotidiana que se invoca para someter al individuo a los
imperativos de la “modernidad”. Los cantores del conformismo recitan la misma
letanía: hay que “adaptarse a la evolución”, “seguir tu tiempo”, “ser de tu época”. Pero,
¿quién decide lo que es la época? Entre los millones de hechos que se producen en un
mismo segundo, ¿quién decide aquellos que son “hechos de la época”? ¿Los medios de
comunicación? ¿Los analistas? ¿Las élites dirigentes? ¿La vox populi?
Verdaderamente, la época es una construcción escenográfica. Lo que llamamos un
“acontecimiento” es el fruto de una selección y una dramatización arbitrarias, operadas
por los “informadores”, en función de la idea a priori que ellos se hacen de la época.
Aquellos a los que se llama los “protagonistas” del mundo contemporáneo son ellos
mismos en gran medida inventados por los que les designan; ¿quién decide, por
ejemplo, que tal persona sea la “personalidad” de la semana, del mes, del año? En
cuanto al público, sólo desempeña un papel de coro trágico al que los sondeos hacen
opinar; está, pues, manipulado.
Los medios de comunicación seleccionan los hechos que definen la época en
función de un encasillamiento ideológico preestablecido, para inmediatamente pedir a
los ciudadanos que se adhieran a ella y se sientan partícipes, sin que, evidentemente,
hayan podido escogerla. Desde ese momento, considerarte de tu época viene a ser que
adoptes los “valores” de los que la definen.
La publicidad, por ejemplo, es plenamente una realidad contemporánea. Se la
declara fenómeno social y, bajo pretexto de que se trata de un hecho establecido, no se
cesa de justificarla como valor. Los “realistas” se ofenden: ¿“Cómo se puede criticar la
publicidad”? y la ideología publicitaria puede, sin freno, difundir su opio3.
Se puede decir otro tanto del consumo. Se trata también de una realidad de cada
día. Pero preocuparse seriamente por la situación económica y la solución del problema
del empleo, sin replantear la noción misma de “sociedad de consumo”, es dar vueltas en
el seno de una ideología: la ideología misma de un capitalismo que produce, a escala
internacional, el paro de unos y la sobreexplotación de otros, en nombre del sacrosanto
mercado.
Cada día, miles de frases sospechosas, en los medios de comunicación o en
cualquier otra parte, legitima realidades sociales o económicas consideradas
indiscutibles porque pertenecen a la época… Esas justificaciones suelen adquirir el tono
del asombro de buena fe: ¿cómo se puede defender todavía, en 1996, el principio de
existencia de un sector público? ¿Es posible criticar el uso del automóvil o rechazar la
electricidad nuclear? ¡Vais a llegar incluso a suprimir la transmisión de deportes en
televisión!4
Se necesitan conmociones sociales para que, de repente, el seudorrealismo del
discurso dominante se rompa y deje entrever la formidable ideología que lo sustenta5.
Pero tales aclaraciones, demasiado breves, no impiden que el condicionamiento
político-mediático reconquiste el campo de la comunicación de los ciudadanos. La
fuerza de este sistema está en los diversos “complejos ideológicos” que lo constituyen y
que no dejan de interferir y de apuntalarse mutuamente. Cuando uno se debilita, otro
toma el relevo; ¿puede dudarse de la sociedad de consumo cuando se continúa creyendo
en la infalibilidad del progreso técnico? ¿Puede uno volverse desconfiado de los medios
de comunicación cuando se conserva la representación global de la “modernidad” que
nos dan? ¿Puede deplorarse la mundialización, y quedarse pasmado ante esa formidable
“comunicación” que va a unificar el planeta…? La multiplicidad de los mitos cotidianos
que se burlan de nuestra objetividad recomponiéndose sin cesar produce un efecto de
interferencia que desalienta el análisis crítico. ¿Dónde está lo real? ¿Podemos fiarnos de
las fluctuantes opiniones mayoritarias de los sucesivos sondeos?6

3
Véase “Agresiones publicitarias”, Le Monde diplomatique, edición española, junio de 1997.
4
Véase Michel Caillat, Sport et civilization, L’Harmattan, París, 1996.
5
Se produjo en Francia, en diciembre de 1995.
6
En 1995 se publicaron más de 1.139 sondeos (Le Nouvel Économiste, 15 de marzo de 1996), o sea, ¡más
de tres por día!
La interferencia ideológica se agrava con las notorias incoherencias que se
producen entre el orden del discurso que se nos impone y la experiencia de las cosas
que, con frecuencia, lo contradicen. La fe en el automóvil, en las autopistas y en la
velocidad desemboca en la saturación de las carreteras y las ciudades. El mito de la
comunicación va acompañado de la expansión de las soledades y de la exclusión. La
búsqueda de todos los contactos degenera en obsesión. Los ritmos dinámicos de la
época producen existencias cada vez más ahogadas. El culto a la competitividad
engendra la recesión. El modelo del “ganador” se viene abajo en la marea de los
parados. El canto al crecimiento y al consumo conduce al rigor y a la frustración. Se nos
dice que la “riqueza” producida en Francia se ha doblado en veinte años, pero al mismo
tiempo el paro y la miseria se han quintuplicado… ¿Qué creer? ¿Cómo reencontrarse?
Se obliga al buen ciudadano a practicar el doble pensamiento, esforzándose en
creer todo y lo contrario de todo. Se opera una escisión entre los datos de la experiencia
cotidiana y la impregnación de la ideología dominante. A las fracturas sociales se añade
la fractura mental que divide el fuero interno de cada uno de sus miembros. Cuando los
ciudadanos no saben qué hacer, ¿a quién beneficia eso, sino a los poderes? La ideología
hoy, que parte de lo real para negar lo real, conduce así a una forma de esquizofrenia
colectiva.

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