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Todo el miedo

en la botella
Una noche de invierno. Dos mejores ami-
gos durmiendo en la pensión más humilde
del barrio de La Boca. Y todo el miedo al
futuro creciendo poco a poco, en una bo-
tella escondida debajo de la cama.
NOTA DE LA AUTORA

Muchas gracias por descargar este relato. Este cuento es mi


regalo de Navidad para todas aquellas personas que gustan de
leer historias de amor protagonizadas por chicos.
No le creas mucho a Juan las cosas que dice acerca de los chi-
cos gays. Él piensa que todos son como Martín —delicados y
femeninos— y no se imagina que el tipo que le tira onda a su
amigo puede ser muy macho, más macho que él mismo. Pero no
importa. En la ingenuidad de Juan siempre se podrá encontrar
un poco de ternura.
Espero que disfrutes leyendo este cuento tanto o más de lo que
yo disfruté escribiéndolo.

¡Felices fiestas de fin de año!

Sofía Olguín
(Nimphie Knox)
Sábado 24 de diciembre de 2011
Todo el miedo
en la botella

Sofía Olguín
Nimphie Knox
Sofía Olguín (Nimphie Knox), 2011
Sitio web: http://nimphie.blogspot.com
Contacto: nimphie@hotmail.com
Facebook: Nimphie Knox

Diseño de portada: Sofía Olguín


Fotografía: Night men, por Erix
http://www.flickr.com/photos/erix/

La distribución de este libro, impresión, reproducción y alo-


jamiento en hosts diferentes del host de origen están per-
mitidos. Está prohibido utilizar este libro con fines comer-
ciales.
Todo el miedo en la botella
Sofía Olguín

Todo el miedo
en la botella

Hoy hace seis meses que murió mi abuela. Se murió mi abuela


y me quedé solo, porque mis papás se murieron cuando yo era
chico. Lo único que tengo en el mundo es al Martincito, que está
durmiendo al lado mío, boca abajo, con la cara enterrada en
la almohada. Martín es mi mejor amigo. Él se fue de su casa,
cansado de la borracheras de su padrastro, que lo maltrataba
porque es gay. Yo no soy gay, pero al Martincito lo quiero tanto…
A veces pienso que estoy enamorado de él. Es que estamos jun-
tos desde que éramos chiquitos, ¿viste?, y esas cosas pegan… Él
era el más estudioso de la clase y yo, el más burro de todos, tan
burro que repetí tres veces primer grado. Él me soplaba siempre
en las pruebas y una vez lo agarraron y le pusieron un uno. Le
pedí perdón, pero él me dijo que no le importaba…
Ahora él está haciendo el CBC para estudiar Historia. Yo sólo
laburo, porque no me da la cabeza para estudiar. Nos vinimos
a Buenos Aires hace casi cuatro meses… ¡lo que nos costó en-

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contrar este lugar donde estamos viviendo ahora! Es una pieza


chiquita, en la pensión más mugrienta del barrio de La Boca…
Martín se queja en sueños y a mí me gustaría saber qué está
soñando. Espero que no esté teniendo pesadillas con su padras-
tro, ese borracho hijo de puta. Raúl se llamaba el borracho de
mierda. Como Martín habla así, medio afeminado, y es delica-
dito, ¿viste?, como todos los homosexuales… el borracho des-
graciado le decía “puto, puto de mierda, te vas a morir de sida,
puto asqueroso, sidoso”. Y el Martincito lloraba, ¿viste?, porque
él nunca se había acostado con ningún tipo y si no se acostaba
con ninguno, ¿cómo iba a tener sida? Martín venía a mi casilla,
donde yo vivía con mi abuela, y mi abuela le cocinaba una sopa
con porotos y fideos. Y cuando yo llegaba de laburar (en la villa
laburaba ayudando a un mecánico que la conocía a mi abuela
y que se había querido casar con mi mamá pero mi abuela no
había querido) lo encontraba durmiendo en mi cama, con el dedo
en la boca.
Martincito la cuidó a mi abuela cuando se quedó paralítica...
y después cuando se murió creo que hasta lloró más que yo.
Porque Martincito es así, ¿viste?, que se le caen los mocos por
cualquier cosa. Es lindo Martín. Cuando era más chico (tiene die-
cisiete años; no dieciocho… no, cumple los dieciocho en un mes,
sí, en un mes) era muy bajito y la voz le cambió tarde. Tenía voz
como de ardillita y en el colegio le decían Harry, por Harry Potter.
Ahora creció y la voz le cambió, pero sigue siendo flaco.

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Martín está trabajando en un McDonald’s y me dijo que hay


un tipo que le está tirando onda. Un tipo grande, de traje, que
siempre va al McDonald’s a desayunar. Me dijo Martín que ahora
el tipo va a desayunar, a almorzar y a cenar. Qué tipo de mierda,
mirá qué baboso que irse a comer siempre hamburguesas para
verlo al Martín. Debe ser gordo y feo. Y si no es gordo, seguro
que va a engordar de tanto comer hamburguesas en McDonald’s.
Martincito da un ronquido y se da vuelta. Dormimos juntos
porque no nos queda otra. Esto fue lo mejor que pudimos con-
seguir, lo más barato. Y la verdad es que no necesitamos más.
Tenemos cama, una mesa (ahí están todos los papeles y las fo-
tocopias del Martín, lo que usa para estudiar), una radio y una
hornalla eléctrica que compramos en una feria cosas usadas. Lo
más valioso que tenemos es esa hornalla. Ahí calentamos agua
para el mate, hervimos el arroz, la sopa, los porotos, las lente-
jas. Ahí Martín hace pochoclos. Yo no hago nunca nada porque
no tengo paciencia y siempre se me quema la comida. Pero a él
los pochoclos le salen ricos, dorados, muy dulces. En la hornalla
también tostamos pan y calentamos el agua para las bolsas que
usamos ahora en invierno para no tener tanto frío. Son bolsas
de goma que las llenás de agua y las ponés a los pies de la cama
y dormís mejor. Están re buenas. Tenemos cinco. Martincito dijo
que va a comprar una estufa eléctrica, pero la dueña de la pen-
sión nos dijo que tengamos ciudado, che, que gastan mucha
electricidá.

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Acá en la pensión viven la mayoría bolivianos y peruanos. Y


también hay argentinos, gente de la villa como nosotros que se
hartó de vivir en esos lugares horribles y decidió ver qué onda
la vida exterior.
No sé... no sé… no se qué onda la vida exterior. Pensaba que
cuando me fuera de la villa iba a vivir bien, a ser feliz, pero nada
que ver. Eso lo pensaba cuando era chico, pero a uno siempre
le quedan esas ilusiones, ¿viste?, esas ilusiones no se te van
nunca. Tengo miedo del futuro. Tengo miedo de que llegue el
día en que no pueda trabajar más arreglando coches (coches
de los otros, de la gente que tiene plata para tener coches)… no
pueda trabajar más arreglandolós y tenga que vivir en la calle y
me muera de hambre y sea uno de esos viejitos mugrientos que
duermen entre los cartones…
No puedo dormir, la puta madre, siento que me estoy asfixiando
en esta habitación tan chica. Martincito duerme, duerme tran-
quilo… pero el Martín estudia, Martín seguro que va a conseguir
un trabajo, ¿viste?, porque los que estudian pueden conseguir
mejores trabajos que los que no estudiamos nada. Y yo ni ter-
minar el secundario pude …
No sé cómo hace Martín, te juro. Veo toda esa montaña de libros
fotocopiados, los cuadernos… y hasta le tengo envidia, ¿viste?,
pero envidia de la sana, porque yo a Martín lo quiero muchísimo.
Muchísimo lo quiero al Martín. Se sacó diez el guacho. Diez en
dos parciales y nueve en el otro. Para festejar compramos dos
pizzas y Coca-Cola, porque Martín odia el alcohol. Compramos

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Coca-Cola de verdá, eh, porque se lo merecía el Martín… ¿Qué


estás soñando, Martín?
Puta madre, me dieron ganas de hacer pis. No quiero bajar al
baño con este frío. En silencio, me levanto y agarro la botella de
Coca vacía. Meo ahí, aunque Martín me va a cagar a puteadas
y me va a decir que soy un sucio de mierda. Qué quiere que
haga... en este lugar uno es sucio por obligación. Cuando hay
agua caliente tenemos que bañarnos juntos para no se acabe
tan rápido y el otro no se tenga que bañar con el agua fría. Si no
hay agua caliente, yo no me baño; pero Martín sí, con agua fría.
Y la vaca de la dueña se ríe, diciendo “qué limpito el maraquito”.
Maraquito le dice porque Martín es gay. Y piensa que somos
novios, porque cuando nos ve salir juntos nos silba y dice “ahí
va la parejiiita”, “ahí van los enamoraaados”. Lo hace jodiendo la
vaca, pero qué sé yo… me molesta un poco.
Cierro la botella para que no dé olor. Martín tose. La puta, lo
que me falta, que se resfríe el Martín. Eso le pasa por bañarse
con el agua fría el boludo.
—¿Qué hacías, asqueroso? —dice, con esa voz de nena que
tiene.
—Nada.
—¡Mentiroso! ¡Estabas meando en la botella!
No le contesto. Vuelvo a la cama y me siento, dándole la espalda.
—¿Qué te pasa, Juan? —me pregunta en voz baja—. ¿Te sentís
mal? ¿Estás pensando en la abuela?
—No.

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Se escucha un ruido, un crujido. Es un pedacito de techo, que


se está descascarando. Las paredes están llenas de humedad,
toda la pensión está así, fea, en mal estado. Un día se nos va a
caer encima y nos vamos a morir todos aplastados.
—Tengo miedo —le digo a Martín.
—¿Por qué? —me pregunta, asustado.
Y sí, nunca le dije algo así, siempre fui el fuerte, el que lo de-
fendía de los pibes que le decían “puto”, el que le pegó una
trompada al borracho de su padrastro la vez que lo agarró a
cinturonazos al Martín. Yo soy más grande que él, tres años más
grande qué él soy… y no quiero decirle que tengo miedo… no
quería, porque como yo siempre lo cuidé a él… si ya no lo puedo
cuidar, ¿qué voy a hacer? No quiero que tenga miedo ni que esté
triste, quiero que estudie, porque se está esforzando, se está
rompiendo el alma para poder estudiar y yo quiero que pueda ir
a la facultá.
—Y… qué sé yo, boludeces mías… nada.
—Decime… —insisté él, y me tironea del brazo, como hacía cada
vez que yo robaba caramelos en el supermercado, para que le
convidara. Me doy vuelta, y me parece que lo veo de nuevo
chiquito, con la cara sucia y los ojos abiertísimos, pidiéndome
caramelos. Ay, Martincito, ¿cuándo creciste tanto? Ahora hasta
parece que te vas a poner de novio con ese tipo…
—Qué sé yo… de lo que va a pasar, ¿no? Porque ahora estamos
acá, pero mañana quién sabe dónde vamo’ a estar.
Me agarra del codo y me hace subir a la cama.

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—¿Tenés miedo del futuro?


Suspiro.
—Sí.
Baja la mirada, no sabe bien qué decirme, porque no sabe ver
el futuro. Y eso que Martín sabe todo. Si le preguntás algo, en-
seguida te lo contesta. Qué sé yo… cuándo murió el tal rey, o en
qué año fue tal guerra… Martín sabe todo, todo, todo.
—Y… por ahora estamos acá, juntos. Mientras estemos juntos
no vamos a estar tan mal, ¿no? Por ahí pasamos hambre o frío,
pero… no sé… Siempre podemos entrar a robar caramelos a un
supermercado.
Me sonríe y yo le sonrío, pero entonces me pongo serio. Y él
también, porque él sabe lo que estoy pensando. Pienso que Mar-
tín me gusta… y si le digo que me gusta, se va a pudrir todo.
Porque yo no soy gay, a mí no me gustan los hombres. Me gus-
tan las mujeres y me acosté con mujeres, pero siempre vuelvo
con Martín porque él es lo único que tengo, lo más cercano a
una familia. Y darme cuenta de que Martín también tiene sexo,
darme cuenta de que ya no es un nene que llora por las palizas
de su padrastro… qué sé yo, darme cuenta de eso fue fuerte
para mí. Porque Martín es lindo, ¿viste?, y los tipos como él, los
homosexuales, obvio que se van a fijar en él. Para que te des
una idea: Martín tiene los ojos marrones, pero de ese marrón
que no es ni marrón oscuro ni marrón claro… como un marron-
cito casi rojizo, no sé como se llama el color. Y tiene linda boca,
labios gorditos. “Boca de petero”, le decían en la villa. Y una vez

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cuando él tenía quince años lo encontré llorando en mi cama


porque le habían dicho “boca de petero” y él “jamás había he-
cho un pete”. En ese momento se me puso la piel de gallina, me
acuerdo, porque eso que me acababa de decir Martín significaba
que no le habría molestado que le dijeran “boca de petero” si
hubiera hecho un pete alguna vez. Hacémelo a mí, le habría di-
cho, si eso te hace sentir mejor… pero no le dije nada, obvio, le
soné los mocos y le dije que tomara la sopa, pendejo de mierda,
que se dejara de decir mariconadas, que después se quejaba de
que le decían esas cosas. Es lo que soy, me dijo con las cejas
juntas, a vos te gusta chupar conchas, bueno, a mí me gustaría
chupar una pija, no es tan diferente, Juan…
Qué sé yo, por ahí sí me gusta Martín. Muchas veces imaginé
que lo beso todo, que lo desnudo, que lo pongo en cuatro y que
se la meto despacito, suave, para que no le duela. O lo imagino
arriba mío, cabalgándome. O chupándome la pija. Y no sé qué
mierda hacer con esto que me pasa porque él es mi amigo, es lo
único que tengo en la vida, y si lo pierdo no sé qué voy a hacer…
—Te quiero —le digo.
Martín me mira… y no, no está sorprendido. Porque él no es
tonto, acá el único tarado soy yo, que pensé que podía ocultarle
esto, hacerme el boludo como si no pasara nada. ¿Y qué voy a
hacer ahora? Por lo menos antes podía disimular, pero ahora que
ya se lo dije… ¿Qué vamos a hacer?
—Ya sé que me querés —dice. Le tiembla la voz. Y a mí me
tiembla todo—. Pero… ¿me querés de la forma que yo necesito?

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Y yo no le pregunto nada porque sé cuál es esa forma: la forma


en que lo quiere el tipo del McDonald’s. Y yo no sé, no sé qué
es esto que me pasa, no sé si es una confusión del momento
que me vino de tanto que lo quiero o si de ve–rdad quiero que
seamos más de lo que somos. Y yo no sé si voy a poder darle a
Martín lo que se merece: si voy a disfrutar de su cuerpo como
lo haría ese tipo, o cualquier hombre homosexual. Porque yo lo
quiero a él, pero una pareja es más que eso, un pareja es algo
más carnal, más profundo. Y él lo sabe, sabe que ya no hay
vuelta atrás.
—La cagué, Martín… perdoname, la cagué…
—Vos sabés que yo te quiero, que te quiero desde chico…
Lo miro. Dios, esa boca de…
Así, acostado como está, me le acerco y le doy un beso. Intento
ser suave, delicado, pero no puedo. Lo quiero besar bien, quiero
sentirlo, quiero probarlo. Su boca está tibia, aah, tan calentita.
Acaricio su lengua con la mía… y me pregunto cómo pude es-
perar tanto para esto… pero al mismo tiempo me digo que lo que
estoy haciendo está mal… y no pienso en ninguna mujer, no, no
pienso que los labios de ninguna mujer sean tan suaves como
los de él… sino que la única imagen que se me viene a la cabeza
es la de Martín cuando era chiquito, muy chiquito… Martín me
muerde el labio inferior y lo chupa… Aah, y yo me muero, se me
ponen de punta todos los pelos del cuerpo. Me acaricia el pelo, el
cuello, la espalda… Y entonces me doy cuenta de que mis manos
están quietas, muy quietas, y me parece extraño porque yo no

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soy así con las mujeres, me gustar tocar, meter mano por todos
lados. Tengo miedo de tocar a Martín, pero si no lo toco va a
pensar que lo estoy rechazando y entonces… y entonces...
Le acaricio la cintura y le encuentro el hueso de la cadera. Fla-
co, flacucho, siempre fuiste tan flacucho, Martincito, desnutrido
como un pajarito. Subo, y le acaricio las costillas.
—¿Sabés lo que te pasa a vos? —me dice en voz baja cuando
dejamos de besarnos. Yo lo abrazo, lo aprieto, lo aprieto tanto
que pienso que se me va a romper y entonces lo suelto un po-
quito.
—¿Qué? —le digo. Tengo el pecho encendido como si me acabara
de tomar una sopa hirviendo. Tengo ganas de tirarme encima
de Martín y sacarle toda la ropa, cogérmelo y decirle al tipo del
McDonald’s que Martín es mío y que no se te ocurra ponerle un
dedo encima, hijo de puta, porque te voy a cagar a trompadas.
—Que siempre fuiste algo así como un padre para mí… o como
un hermano mayor. Y te cuesta aceptar que… que yo también
cojo.
Ay, Martín, siempre tan directo.
—Y como sentís algo por mí, parece que te sintieras culpable…
parece que pensaras que, no sé… Y nada que ver, Juan…
Le digo que tiene razón, obvio, él siempre tiene razón.
Y nos ponemos de acuerdo, así, sin palabras, con nuestras mi-
radas, nuestros cuerpos.
Vamos a intentarlo. Vamos a darle una oportunidad a esto que
sentimos. Y si no funciona… no decimos que va a pasar si no fun-

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ciona, pero los dos lo sabemos: si no funciona, quizás tengamos


tener que separarnos.
—Te quiero —le digo, acunándolo para que se duerma.
Mañana es sábado y no trabaja, pero se va a quedar acá estu-
diando. Yo trabajo hasta el mediodía y cuando vuelva le voy a
comprar algo lindo. No sé, ¿qué le puedo comprar? Yo no soy
romántico, pero… ¿flores? No, eso es para minas. ¿Una caja de
forros? Por ahí…
¿Qué le puedo comprar al Martín? Que no sea muy caro, ¿viste?,
porque después nos quedamos medio mes sin comer.
Pero qué boludo, ya sé lo que le voy a comprar…: una bolsa
enorme de caramelos.
Y cuando se los dé, vamos a fingir que son robados.

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