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TEMA 12.

LA FIESTA

1. INTRODUCCIÓN

El valor de la obra de arte efímera en la construcción de la historia y de la imagen del


gobernante, obliga a estudiar la celebración del poder cuando por unos días transforma
ciudades y espacios. No podemos entender esas construcciones culturales que fueron las
Fiestas de la época moderna sin la existencia del poder, que experimentó con ellas el
que podían llegar a tener las imágenes para la transmisión de mensajes políticos y
religiosos.

Llegaron a influir en las transformaciones de las ciudades, porque a veces fue todo un
espacio urbano creado para una Entrada triunfal el que se consolidó como espacio de
poder durante siglos. Lo que hoy es el Paseo del Prado en Madrid, tiene su origen en el
espacio que se creó para la entrada en Madrid de la reina Ana de Austria en 1570.

La pintura no podía ser ajena a esa


permanencia de lo efímero en la
memoria colectiva, así que la figura del
dios Tajo con forma humana como los
grandes ríos de la Antigüedad que pinta
El Greco en una de sus vistas de
Toledo, está recreando la escultura
efímera del río Tajo, personificado,
como los grandes ríos de la
Antigüedad, que recibió a Isabel de
Valois, hija de Enrique II de Francia y
futura esposa de Felipe II, y que nos
describe el gran humanista Alvar
Gómez de Castro en su Relación de la
Entrada triunfal (Toledo, 1561). La
importancia de la continuidad dinástica
y las alianzas mediante matrimonios
entre las casas reinantes para la continuidad, perpetuación, a la vez que

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engrandecimiento del poder que se celebraban con estas grandes Entradas triunfales, y
que, todo hay que decirlo, podían llegar a arruinar a las ciudades. Nos movemos en un
mundo de imágenes que se desarrollan en paralelo a las construcciones literarias.

Las entradas triunfales de los gobernantes en


las ciudades fueron acontecimientos que
perduraron en la memoria de los ciudadanos,
pero no sólo porque se imprimieran
grabados y descripciones escritas, también
porque en algunos casos la ciudad se apropió
para siempre de lo que nació como efímero.
En Palermo, la Porta Nuova, construida
años después de la entrada triunfal del
emperador Carlos V, recupera el arco
triunfal con que la ciudad le recibió,
recordándole para la historia como el gran
vencedor del Turco, en las figuras apresadas
por el fuerte almohadillado. Si las Fiestas
fueron construyendo la historia que había
que recordar, al compás de la historia oficial
que iban haciendo los historiadores, hubo hitos en el manejo de la imagen, efímeros en
origen, que merecieron convertirse en obra perpetua y no sólo de madera, lienzo o
escayolas.

En origen los espacios urbanos que acogían los mensajes de la fiesta, serían espacios
para la memoria, aunque destinados a ser destruidos en su materialidad.

2. LOS MENSAJES DE LAS FIESTAS Y LA FORMULACIÓN DE MODELOS

Los significados de la imagen son fundamentales en las Fiestas. Un arco es de órdenes


clásicos si quiere hacer referencia a la Antigüedad y al poder imperial, y unas esculturas
doradas se destacan para contribuir al lenguaje de la magnificencia, una pintura que
narra una batalla no es una anécdota, sino que justifica el camino de consolidación del
poder a lo largo de años y a veces de siglos, y una pieza musical debe acompañar con

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sus acordes esa celebración del poder… Para saber qué contar en ese discurso del poder
que recurre al mundo clásico, a la religión, a las tradiciones, a los mitos y a la historia,
estaban los escritores. La integración de las artes, eso que tantas veces encontraremos en
los grandes conjuntos barrocos, comenzó una larga experimentación en la fiesta de corte
desde el Renacimiento.

2.1. Imagen y palabra

Desde el siglo XVI, en las pinturas con que se adornaban los arcos triunfales se
reflejaron los triunfos de las monarquías a lo largo de los tiempos, los orígenes
mitológicos de las ciudades, la idea de continuidad dinástica, etc. Al igual que la Fiesta
disfrazaba las ciudades, construía para ellas una máscara a base de arquitecturas
efímeras, tapices, cuadros, flores…, también los textos escritos son una máscara literaria
que puede dificultar la percepción de lo que fue en realidad la Fiesta en el Renacimiento
y el Barroco. Las verdades que sustentaban a esa sociedad se convirtieron en imágenes
en las fiestas. Inscripciones que identificaban temas o personajes en las arquitecturas
efímeras, poesías a veces en forma de concursos, representaciones teatrales, pero
además todas las grandes Fiestas tuvieron sus Relaciones, textos que casi siempre
llegaron a la imprenta y que describían minuciosamente todos y cada uno de los arcos, o
los altares, o las historias, o las razones de la inclusión de unos dioses o unos santos, o
de las virtudes… Estas relaciones son hoy día muchas veces el único medio de
reconstruir lo que allí sucedió, dado lo efímero de la mayoría de lo que se construía.
Además nos dan esa imagen global de la Fiesta que casi nadie tenía mientras ésta se
desarrollaba. La imagen no puede entenderse sin la palabra en la Fiesta del poder, y
viceversa. Ambas construyen la historia y reinventan ciudades para los ojos de los
gobernantes.

La palabra recrea las imágenes y permite imaginar un ambiente que probablemente no


fue tan extraordinario como lo describen sus autores: la glorificación de los
protagonistas, en el convencimiento de estar haciendo historia con sus escritos sin duda
magnificó estos relatos. Las relaciones de las Fiestas, escritas normalmente con la
pasión del erudito que nos cuenta todos los símbolos y sus significados, pretendieron
hacer de cada una algo nuevo, del escenario de cada ciudad en la que el acontecimiento

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se producía un espacio distinto a los de otras ciudades, como si los teatros para ese gran
espectáculo pudieran en su diferencia contribuir a definir la imagen de estas ciudades.

Sin embargo, no debemos considerar todas las Fiestas de la monarquía como un


complejo aparato de propaganda en el que el programa iconográfico procede
únicamente del ámbito cortesano. En ocasiones el origen de estos programas estaba más
ligado a la misma ciudad que a una propaganda monárquica, con lo que las entradas
eran mucho más que “espejos del príncipe”, porque también las ciudades reafirmaban su
poder, su orgullo histórico, sus derechos y sus ambiciones ante el rey, en un diálogo
entre el poder real y el poder ciudadano que desde hace tiempo ha sido subrayado por la
historiografía para la Fiesta renacentista, si bien ese diálogo desapareció con los
absolutismos del Barroco.

Las ceremonias de las entradas triunfales repetían esquemas de funcionamiento bastante


similares en todas las ciudades. En primer lugar, la ciudad protagonizaba el acto mismo
del recibimiento. El gran recibimiento se aunaba por parte de la ciudad con una
afirmación de su propia identidad histórica, así que los reyes serán recibidos después de
jurar que garantizaban los derechos de la ciudad. Por ello las estatuas, a veces arcos, que
representaban a las ciudades, a los aspectos en los que cifraban su grandeza (su río, sus
gremios, su antigüedad, sus instituciones…) ocupaban lugares preferentes en los
recorridos urbanos. A todo ello se superpone el lenguaje simbólico del poder político
y/o religioso, con su concepción de la historia y el papel de un personaje, una familia,
una unión dinástica, etc., traducida en signos e imágenes que trascienden la historia
urbana. Ninguno de estos mensajes dejó de utilizar hasta la saciedad los modelos que
ofrecía la Antigüedad clásica.

2.2. El modelo de la Antigüedad

Cuando León X, el papa de la familia Médicis, hizo su entrada triunfal en Florencia en


1515, lo que le recibió fue una ciudad disfrazada de la Roma imperial: arcos triunfales,
una fachada efímera para la catedral, obra de Jacopo Sansovino y Andrea del Sarto, una
copia de la estatua ecuestre de Marco Aurelio para la plaza de Santa María Novella, una
columna trajana, una escultura de Hércules… Estas recreaciones de la Roma antigua en

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tanto que portadora de mensajes de poder de carácter universal, fueron muy frecuentes
en todas las entradas triunfales del Renacimiento y el Barroco.

Viendo la entrada triunfal del arco de Castelnuovo, podemos recordar las palabras de
la carta escrita por Lorenzo el Magnífico a Federico de Aragón, hijo del rey de
Nápoles: “Es verdaderamente el honor lo que nutre todas y cada una de las artes, y no es
otra cosa que la gloria lo que inflama las almas de los mortales para que hagan obras
preclaras. Con esta intención se celebraron pues, en Roma los magníficos triunfos…
fueron ordenados el carro y los arcos triunfales, los trofeos de mármol, los teatros
adornadísimos, las estatuas, las palmas, las coronas, las oraciones fúnebres…”

Por esa mirada al modelo


de los triunfos antiguos,
la serie del Triunfo de
César, que celebraba la
victoria sobre los Galos,
pintada por Mantegna en
la corte de los Gonzaga
en Mantua entre 1486 y
1492, es una obra de
referencia para el mundo
de la Fiesta triunfal.
Posiciona al espectador
en un punto de vista bajo
y cercano, que es como

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iban a ser contemplados en la realidad, con lo que las nueve secuencias del cortejo
quedan monumentalizadas. Las fuentes de las que se sirvió el pintor hablan del gusto
anticuario de estas cortes, y de la propia cultura de su autor, puesto que se ha señalado
que utilizaría descripciones de la Roma imperial, las Vidas de Plutarco, la descripción
del triunfo de Escipión el Africano por Appiano impresa en 1477, la Roma Triunphans
de Flavio Biondo (1457-59, aunque publicada en 1472), y el De Re militari de Valturio
(1472). La admiración que despertaron estos lienzos, difundidos por el grabado, explica
su influencia en las entradas triunfales europeas de la época moderna. En 1629
compraría la serie uno de los grandes reyes coleccionistas que fue Carlos I de Inglaterra.

La entrada triunfal de Felipe III en Lisboa, fue comparada con los triunfos de Alejandro
Magno por Matos de Saa (1620), por la majestad que tuvieron los arcos triunfales, y lo
cierto es que no se concibe un recibimiento a un príncipe en el Renacimiento y en el
Barroco sin un despliegue de arcos triunfales señalando los puntos focales del recorrido
por la ciudad y los lugares más emblemáticos de la grandeza urbana. Su arquitectura
clasicista fue el soporte de complejos mensajes traducidos en pinturas, esculturas e
inscripciones.

2.3. Un mundo de dioses, héroes y virtudes cristianas

Pocos escenarios mejores que el de la Fiesta se nos ofrecen para comprender cómo se
utilizó la mitología, pero también la imagen sagrada en la época moderna. Los dioses no
abandonaron nunca las entradas triunfales de los reyes, y a ese mundo mitológico se
unió el de la religión, que
atribuía a los gobernantes
todas las virtudes del
cristianismo.

Cuando el futuro Felipe II


entró en Mantua en 1549,
fue recibido por el duque
Francesco III y por el
cardenal Ercole Gonzaga,
y en la relación de la

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entrada triunfal no falta ni la referencia al bellísimo caballo español que montaba el
príncipe, ni al baldaquino, ni a los cincuenta gentilhombres que lo recibieron. Aunque el
escenario urbano de la plaza concebida como un teatro se apodera de la escena, no
podemos dejar de fijamos en la escultura de Hércules con las dos columnas, una de las
empresas con las que más frecuentemente se representó el imperio de Carlos V, y que
de nuevo nos remiten a ese mundo de héroes y dioses que poblaron las fiestas.

El mundo de los emblemas, las divisas, las empresas, las alegorías… tuvo en la Fiesta
un excelente campo de cultivo. Leyendo las Relaciones nos damos cuenta de la cultura
y el dominio de la imagen y la palabra que requería ese repertorio de mensajes, a veces
extremadamente difíciles de entender salvo para sus creadores y algunos lectores. Por
supuesto los mismos “guionistas” de la Fiesta tenían unos libros a los que recurrir, como
los Emblemas de Alciato (1531), el Hieroglyphica de Piero Valeriano (1556), el que
escribió sobre las imágenes de los dioses antiguos Vicenzo Cartari (1556), o la más que
famosa Iconología de Cesare Ripa (1593). Todos los recursos que ponían a su
disposición los significados de las imágenes que se explicaban en estos y otros libros,
fueron empleados adaptándolos al gusto y al discurso histórico que se quería crear.
Lógicamente para la inmensa mayoría de la población, era prácticamente imposible
comprender lo que veían, pero ahí estaban las relaciones escritas para explicar las
razones de que aparecieran unas imágenes u otras.

Hércules por ejemplo, podía aparecer en cualquier lugar de Europa como símbolo
universal del poder del príncipe, lo mismo en la entrada de Enrique IV en Lyon en
1595, que en las entradas triunfales de los Austrias españoles. Hércules vence todos los
peligros en sus trabajos, es el héroe por excelencia, que nace hombre y sus hazañas
acaban divinizándole. A veces se le identificó con el caballero en un mundo que tardó
en abandonar la representación de los valores caballerescos en el ámbito de la
celebración del poder. Hércules en sus doce trabajos se arriesga y vence, tanto física
como moralmente, protegiendo a los hombres como hacen los buenos gobernantes, y
por eso es una imagen muchas veces asociada al poder en la Edad Moderna. Es el héroe,
es la fortaleza, es el ejemplo de tantas virtudes, que la apropiación política del mito fue
la consecuencia lógica, y no sólo lo hicieron los panegiristas de los príncipes en
espacios cortesanos como el de la Fiesta, también las ciudades quisieron haber sido

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fundadas por Hércules, y sus historiadores así lo recordaron, al tiempo que lo hacían
algunos relieves en los Ayuntamientos.

Una figura recurrente en las Fiestas europeas, y en general en la iconografía en torno a


los imperios fue Astrea. Es la Justicia, pero también es la virginidad, la castidad, así
que pocos gobernantes se pudieron identificar con ella de la manera que lo hizo Isabel I
de Inglaterra. La encontramos igualmente en los arcos triunfales y aparatos efímeros de
fiestas en Francia o en España, porque Astrea había abandonado el mundo después de
que los hombres hubieran llegado a la Edad de Hierro, tal como leemos en las
Metamorfosis de Ovidio, y el alejamiento había sido progresivo desde la idílica Edad de
Oro (luego el hombre pasaría por la de plata y la de bronce antes de la del hierro), así
que su regreso, identificada con el buen gobernante tal como aparece en las Fiestas,
significa que éstos recuperan para sus súbditos la Edad de Oro, una época de paz,
riqueza y primavera eterna. La figura de Neptuno recordará el dominio de los mares, y
Atlas, el gigante que sostiene la bóveda del cielo sobre sus hombros, el poder
alcanzado.

En los virreinatos americanos encontramos a veces una mutación de los dioses, que nos
hablan de cómo una misma voluntad política puede adquirir distintas expresiones,
adaptándose así a distintas realidades. Lo voluntad es la de definir la historia mediante
los mensajes de la fiesta, lo distinto es que por ejemplo en 1680 se elaboró el programa
de un arco triunfal para recibir al nuevo virrey de la Nueva España, el marqués de La
Laguna, en el que los dioses de la Antigüedad clásica fueron sustituidos por reyes
aztecas que referían esa antigüedad a la propia y diferenciada de aquel reino, en un
parangón entre Viejo y Nuevo Mundo que se reflejó en otras muchas imágenes, y no
sólo en el mundo de la Fiesta.

Las virtudes que adornaban a los príncipes: la justicia, la fortaleza, la prudencia, la fe…
formaron parte intrínseca de los mensajes de la Fiesta. Quizá esas fueran las más
frecuentes, pero adoptando formas diversas, como esculturas, como medallas a la
antigua… se representaron también la esperanza, la clemencia o la liberalidad.

2.4. La construcción de un espacio imaginario para los sentidos

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Vista, oído y olfato fueron los sentidos que más apreciarían los espacios imaginarios
creados por los artistas en las Fiestas. En ellas los tejidos, las pinturas, las luces o las
arquitecturas efímeras entraban por los ojos, los oídos percibían la música, las flores y
las hierbas olorosas perfumaban los recorridos…, todo se conjugaba para convertir la
ciudad en un espacio de maravilla. En los interiores religiosos las grandes Fiestas
recreaban una Jerusalén celestial, un mundo ajeno a la realidad cotidiana hasta extremos
impensables. La Fiesta se reflejó la evolución del gusto, y así, los tapices o colgaduras
que adornaban las fachadas de los edificios en el Renacimiento, fueron paulatinamente
sustituidos, aunque nunca totalmente, por pinturas, en lo que se reflejaba el gusto de las
élites.

Todas las artes se dieron cita en los espacios de la Fiesta. Da igual que hablemos de las
fiestas de los patronos de una ciudad, como la de la víspera de San Juan Bautista en
Florencia en el siglo XV, cuando la plaza del Baptisterio se cubría con un enorme lienzo
azul con escudos y emblemas que representaban a todas las instituciones de la ciudad,
para una procesión con andas y carrozas en las que se mostraba el poder de Florencia
sobre otras ciudades, que de entradas triunfales de un emperador, jalonadas por arcos
triunfales en los que se contaba la historia de una dinastía y sus triunfos, y las figuras
mitológicas y religiosas magnificaban a un personaje que honraba a la ciudad con su
presencia.

Todo en la Fiesta llegaba a los ciudadanos a través de los sentidos. Deslumbrados por el
color de los cortejos y de los tapices o pinturas que jalonaban su paso, por la belleza de
las arquitecturas efímeras, por la música que se interpretaba en algunos de los arcos
triunfales, por las flores que marcaban los recorridos y engalanaban fachadas en
ocasiones, por los olores de esas flores o de los inciensos, por lo inusitado de las noches
convertidas en día gracias a las luminarias en las ventanas, en ciudades siempre oscuras
salvo por los velones de los fachadas de algunos palacios, por unos fuegos artificiales de
maravilla… esos ciudadanos sin embargo sólo accedían a fragmentos de todo ello. En
realidad sólo los miembros del cortejo triunfal lo podían apreciar en su conjunto. El
resto era una multitud que se movía lentamente, se concentraba en determinados puntos
del recorrido, y si lo que había era una fiesta caballeresca en una plaza, apenas la
vislumbraban, porque balcones y ventanas estaban repartidos entre los miembros de la
corte o alquilados a personas de relieve. Así pues, esos programas iconográficos tan

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complejos, tan cargados de contenido histórico, tan llenos de mensajes que nos
describen las Relaciones llegaron como tales a unos círculos sociales muy restringidos,
y fue el camino de los sentidos el que llevó a la masa urbana a percibir el poder que se
mostraba a sus ojos, sus oídos o su olfato mientras veían pasar un remolino de
cortesanos por el corredor imaginario que la ciudad creaba para sus ilustres visitantes.
El cortejo, perfectamente jerarquizado, se desplaza como si lo hiciera por pasadizos de
cristal: se muestra pero no se mezcla, se convierte en espectáculo pero mantienen su
espacio exclusivo en la ciudad. Mientras, los ciudadanos contemplan algo único que ha
transformado por unas horas su mundo cotidiano.

A veces las fuentes para estudiar la Fiesta no fueron impresos, y son los archivos los
que conservan descripciones. Los arcos, los símbolos que exaltan al personaje, la
música, los carros triunfales, y el gentío convierten el acontecimiento en algo
extraordinario. En todas las entradas triunfales, los recorridos se adaptaban a las calles y
los edificios más bellos de la ciudad, muchas veces renovados para la ocasión.

Grandes artistas pusieron sus conocimientos al servicio de estos aparatos efímeros.


Leonardo da Vinci en Milán y luego en la corte francesa, el arquitecto Iñigo Jones en
la corte inglesa y Rubens en Amberes fueron algunos de ellos, pero la nómina de
pintores, arquitectos, escultores, y escritores que contribuyeron a crear unos escenarios
destinados a perdurar sólo en la memoria, sería interminable, cualquiera que sea la
ciudad de la que hablemos, en ese tiempo de disfraz que la transformaba en una ciudad
ideal, una ciudad imaginada.

3. FIESTAS DE LA MONARQUÍA

En las Fiestas renacentistas la armonía cósmica se refleja en el Estado, y en el Barroco


será el monarca el que genere esa armonía. Por otra parte se ha integrado las imágenes
de la Fiesta -entradas triunfales, viajes, bautizos, ceremonias cortesanas- en la
comprensión del funcionamiento y la evolución del concepto mismo de realeza en la
Edad Moderna, estudiado en el espacio de un mar Mediterráneo, que incluye también al
gran enemigo de la cristiandad, el Turco. Estamos viendo por lo tanto la maquinaria del
poder en pleno funcionamiento simbólico, no siendo menos en una Fiesta de la

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monarquía, en la que todo el engranaje debía funcionar a la perfección, aunando imagen
y palabra en el escenario de la ciudad para construir la historia oficial.

3.1. El viaje y la entrada triunfal

Los viajes de los príncipes ponían a la corte en movimiento. Cientos de personajes les
acompañaban, y las ciudades por las que pasaban se esmeraban en mostrar lo mejor.
Viajes famosos fueron los de Carlos V por Italia después de la victoria de Túnez (1535),
que llevó a una cierta renovación urbana de las ciudades por las que pasó en triunfo, el
de su hijo Felipe II a Italia, Alemania y los Países Bajos, o el de Carlos IX de Francia
por su reino, que duró veintisiete meses, de 1564 a 1566.

Los reyes se mostraban a sus


súbditos, limando en muchos
casos conflictos políticos latentes.
Supusieron una reafirmación del
poder ante esos súbditos, pero
también frente a otros estados. El
viaje como ejercicio del poder
vino jalonado por sucesivas
entradas triunfales, ya fuera la de
una reina camino de ser
desposada, la de un ilustre
príncipe extranjero, o la de un
papa y un emperador. Fue famosa
la cabalgata que se celebró en
Bolonia en febrero de 1530 con
motivo de la coronación de
Carlos V como emperador por el
papa Clemente VII. La cabalgata siguió a las respectivas entradas triunfales, y tuvo
lugar tras la gran ceremonia de coronación celebrada en una iglesia, la de san Petronio,
que se disfrazó de san Pedro del Vaticano. Hogenberg hizo una serie de grabados del
acontecimiento, que se difundieron por Europa y acabaron por ejemplo siendo el
modelo seguido en los relieves en yeso del ayuntamiento de Tarazona.

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En las ciudades les
recibían calles rectas y
su mirada era atraída
por puntos focales
construidos con arcos
triunfales u otros
monumentos efímeros:
así se presentaba la
ciudad ante el poderoso
que la visitaba, como en
una sucesión de
perspectivas perfectas que hubieran sido creadas conforme a los principios del
urbanismo más avanzado y las ciudades ideales. Eso sucedió a lo largo de toda la época
moderna, como podemos comprobar en los cuadros que pintó Quirós reflejando la
entrada en Madrid de Carlos III.

Los recorridos de la Fiesta en las distintas ciudades nos van dando pautas sobre cuál era
la imagen que esa ciudad quería dar de sí misma, ya que los trayectos se adaptaban para
pasar no sólo por los lugares más bellos, sino también por los que tenían mayor
significado histórico en la ciudad: una puerta antigua en lugar de otra menos
representativa para acceder, un convento especialmente relevante, unos restos de la
Antigüedad (o que se creía que lo eran), la catedral, el palacio… Quizá el caso de
Madrid fue en esto peculiar, pues no tenía grandes edificios del pasado, mas que los que
marcaban el principio y el fin del recorrido, como el monasterio de San Jerónimo el
Real, de donde partían los reyes para entrar en la villa, y el alcázar al que llegaban. Por
eso fue ese trayecto el que desde el principio se cuidó más a la hora de modernizar la
ciudad mediante trazados rectos, fachadas uniformes y puntos focales.

Los arcos triunfales unían arquitectura, pintura y escultura, y en muchos casos en ellos
se pudieron ensayar lenguajes nuevos que más tarde pasarían de estas arquitecturas
efímeras a las perpetuas. Los mensajes políticos (o en su caso religiosos) eran
consustanciales a estas estructuras, y por ejemplo en uno de los arcos que diseñó
Rubens para la entrada triunfal del hermano de Felipe IV, el cardenal infante don

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Fernando, en Amberes en 1634, a
donde llegó como nuevo gobernador de
los Países Bajos, se puede ver a su
antecesora, la infanta Isabel Clara
Eugenia, contemplando desde el cielo
cómo el rey nombra gobernador a su
hermano. El acontecimiento que supuso
esta entrada la hizo merecedora de
llegar a la imprenta con grabados que
reproducen los aparatos efímeros.

Si las entradas triunfales de los reyes en


las ciudades eran celebradas por la
literatura y las artes figurativas, no lo
eran menos las de los virreyes,
representantes del rey en sus distintos
reinos. Los virreyes de Nápoles,
Pascual y Pedro Antonio de Aragón (1664-1672), supieron utilizar la imagen y el
ceremonial para reforzar el poder de una monarquía en decadencia. Como no es
frecuente que se conserven pinturas de las ceremonias virreinales, podemos citar la
entrada del virrey Diego Morcillo en Potosí en 1716, pintada por uno de los más
famosos artistas del siglo XVIII en Perú, Melchor Pérez Holguín, que se autorretrata
en la parte inferior. La ciudad y sus ciudadanos son fielmente retratados, y como lo
importante era el valor de documento histórico que debía tener el lienzo, introduce un
sistema de narración en el que dos escenas se superponen a la principal para narrar otros
momentos de
la fiesta,
recurso
utilizado en la
literatura, por
ejemplo en las
novelas que a
su vez
incluyen otras

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narraciones en medio de la narración principal, como los pintores introducen cuadros
dentro de otros cuadros.

3.2. Las celebraciones dinásticas

Para el poder es esencial perpetuarse en el tiempo. Para ello las dinastías acordaban
matrimonios entre sus miembros, con intercambio de informaciones y retratos previos al
enlace, y la noticia de cada nacimiento de un posible heredero corría por todas las
cortes. La muerte reiniciaba un ciclo con nuevos protagonistas, mientras los túmulos en
todas las grandes iglesias, y las ceremonias fúnebres recordaban las grandezas del
gobernante desaparecido. No puede extrañar por lo tanto que bautizos, bodas y funerales
generaran también un mundo efímero de imágenes y arquitectura, puesto que
conmemoraban la esencia del poder, que era la continuidad dinástica.

Los matrimonios
garantizaban no sólo la
continuidad de una
dinastía, sino su
engrandecimiento. Eran
motivo de alegría que
había que transmitir a los
súbditos. Toda clase de
festejos, como banquetes,
bailes o torneos, se daban
cita para magnificar el
enlace, y largos
preparativos previos lo
hacían posible. Dos meses duraron los festejos por las bodas de Alejandro Farnesio y
María de Portugal, dada la importancia política de tal casamiento y la cantidad de
invitados que asistieron.

Y si un matrimonio era objeto de festejos en los que la corte se mostraba al pueblo en


todo su esplendor, el bautizo de un príncipe heredero llevaba por ejemplo a la
construcción de pasadizos efímeros para llegar a la iglesia o catedral, y de nuevo la

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corte se convertía en una escenografía en la que se movían los protagonistas de la
historia.

También las honras fúnebres, con sus


arquitecturas efímeras merecieron largos
relatos, que nos compensan de la relativa
falta de imágenes. El título del libro de
Francisco Cervantes de Salazar es por
ejemplo de lo más explícito, pues, llamado
Túmulo Imperial, lo publicó en 1560 para
contar con detalle la celebración de las
exequias del emperador Carlos V en
México, con un túmulo construido por
Claudio de Arciniega en el más puro
estilo clasicista imperante en las cortes
europeas, y con un lenguaje simbólico
deudor de los Emblemas de Alciato. A las
honras fúnebres que celebraba la corte, se
unían toda una secuencia de funerales en
las ciudades, con túmulos de arquitectura
efímera realizados por los mejores artistas de cada ciudad en unas iglesias revestidas de
terciopelos y damascos negros. De ellos se hacían dibujos, a veces grabados, se
escribían descripciones de cómo habían transcurrido las exequias, y en definitiva, se
convertían de nuevo en algo en lo que rivalizar para ser las mejores del reino, la que con
mayor solemnidad, riqueza y artificio había celebrado la pompa fúnebre del rey o la
reina fallecidos. Hubo túmulos famosos, difundidos a través del grabado. Tampoco las
honras fúnebres escaparon del modelo de referencia que fue la Antigüedad clásica. Por
ejemplo López de Hoyos relatando las exequias de la reina Isabel de Valois, explica que
si a las reinas se las lloraba nueve días, era porque los antiguos lloraban a sus difuntos
ese número de días, y para explicar símbolos y epitafios del túmulo del príncipe Carlos,
hijo de Felipe II, recurrirá a Virgilio y a Platón.

Las distintas monarquías no fueron idénticas en sus ritos funerarios, pero siempre
estuvo presente la idea de la continuidad dinástica, con la proclamación del heredero

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según diversas fórmulas, y con la exposición del cuerpo del monarca difunto, o su
efigie, con los símbolos del poder (la corona y el cetro, a veces la espada, en el caso de
la monarquía española el toisón de oro…) en unos túmulos en los que los emblemas
recordaban durante días al príncipe cristiano, valeroso, invicto, etc. que acababa de dejar
su cuerpo terrenal, mientras la luz de cientos de velas (emblema del alma y de la luz de
Cristo) convertía el túmulo o capilla ardiente en una pira que absorbía la atención de
unos cortesanos inmersos en los ritos funerarios que duraban varios días, y a quienes
nos imaginamos a la vez muy atentos a los posibles cambios de rumbo político que el
heredero marcaría.

3.3. Espacios cortesanos

Don Guillem de san Clemente informaba al rey Felipe II desde Praga el 1 de noviembre
de 1581 de que el 19 de octubre había llegado el duque de Sajonia con su mujer y su
hijo. En esta ocasión, salvo la sortija y el recibimiento y despedida, el resto de las
celebraciones, como las comidas o el intercambio de regalos, no se mostraron a los
ciudadanos. Incluso la sortija, ese juego caballeresco tan de moda en todas las cortes
europeas, es posible que se celebrara en un espacio a salvo de otros ojos que no fueran
los de la corte.

En realidad, los “regocijos” que


acompañaban a las entradas triunfales y otras
Fiestas se diferenciaban de éstas, o de los
viajes, en que el pueblo apenas tenía acceso a
ellos, ni siquiera como espectadores lejanos.
Esta afirmación puede sorprender si
recordamos pinturas de la plaza mayor de
Madrid con corridas de toros o juegos de
cañas, pero teniendo en cuenta que todos los
balcones de la plaza se repartían
jerárquicamente entre los miembros de la
corte, entendemos que estos juegos
caballerescos estaban destinados a unos
pocos -aunque fueran cientos- como refleja

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bien la imagen del libro del humanista Marcanova en la que los príncipes asisten a un
torneo, pero dentro de un edificio, que resume la distancia entre el espacio de la corte y
el resto de los mortales.

Cuando la corte se apodera de las plazas para sus juegos caballerescos, la ciudad
desaparece para convertirse en un teatro cortesano. En los torneos, príncipes y nobles
recordaban que el origen de su poder estaba en el dominio de las armas, del combate,
aunque ellos ya no fueran a la guerra al frente de sus ejércitos. Los ideales caballerescos
nunca desaparecieron en los siglos XVI y XVII, e incluso se podía llegar a morir, como
le sucedió al rey Enrique II de Francia en 1559, cuando en un torneo la astilla de la
lanza de su contrincante le entró en un ojo.

Los espectáculos
caballerescos fueron
cantados por Góngora en
unas Décimas que
resultan ser una perfecta
síntesis de la percepción
de este tipo de festejos en
la corte madrileña. Alude
a dos de los espectáculos
cortesanos más
celebrados, el correr toros y el juego de cañas, ambos protagonizados por cortesanos a
caballo. El juego de cañas, de origen árabe, por eso hace referencia Góngora a los
“vistosos trajes moros”, consistía en grupos de caballeros que se perseguían lanzando
cañas, siendo los perseguidos luego perseguidores y así sucesivamente.

En el siglo XVII, los caballeros vencedores de torneos seguían siendo celebrados como
héroes, como si hubieran vencido en auténticas batallas. Los colores de los trajes y las
joyas que lucían tenían un significado, y así nos lo cuentan los relatos, y, por otra parte,
la referencia al papel de las damas no dejaba lugar a dudas sobre el origen medieval de
estos espectáculos. Cada caballero queda identificado por los colores, la riqueza de los
vestidos que luce, y por supuesto por los escudos que les identifican como miembros de

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un linaje. Guerreros hábiles, caballeros de exquisitas costumbres, cuerpos poderosos,
pertenencia a un linaje...

Si a los torneos y juegos caballerescos que no sólo


no desaparecen, sino que se multiplican en la Alta
Edad Moderna, sumamos aquellos espectáculos que
pretenden recuperar espectáculos de la antigua
Roma, quizá lo primero que nos llame la atención
sea la necesidad de estanques en las cortes
europeas, pero también en las residencias de la
nobleza, para poder celebrar naumachias, batallas
navales figuradas, como figurada era la guerra
basada en la caballería de los juegos a que nos
hemos referido. Es un universo de poder que no
desea olvidar su origen guerrero. Puesto que el
poder militar es el que sigue manteniéndoles en el
gobierno, también hay que hacer referencia a los
castillos efímeros con baluartes, o a los fuegos
artificiales que podían simular ataques artilleros, y que incorporaron con gran vistosidad
una nueva forma de guerrear que ya no protagonizaba el valiente conductor de hombres
que arriesgaba la propia vida.

En el interior del
palacio tenían lugar
festejos que
prolongaban lo que
había sido el
espectáculo urbano,
entre ellos el teatro y
los banquetes.
Respecto a éstos, las
relaciones suelen
reflejar incluso lo que
comieron, quién

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asistió, el protocolo que se siguió… y la distancia que los poderosos establecen se
plasma también en banquetes en los que los ilustres comensales parecen actuar en un
escenario ante los súbditos.

Los “saraos” o bailes en los palacios


completaban estos espectáculos, y muchas
veces era entonces cuando se daban los
premios de los torneos. Famosas fueron las
Fiestas en Binche, durante el “felicísimo”
viaje del príncipe Felipe, en el que la gran
sala de este palacio, fue escenario de un
baile en el que se representaba el rapto de
las damas por los salvajes, para diversión
de la familia imperial.

También las veladas musicales, como la


que representa Houasse, pintor de origen
francés que trabajó en la corte
de Felipe V, fueron costumbre
de todos los círculos cortesanos,
siendo la música una de las
artes más practicadas por los
nobles, y no sólo por las damas.

4. FIESTAS DE LA IGLESIA

En una sociedad en la que


triunfaban los espectáculos
teatrales, no nos puede extrañar
que el carácter escenográfico de
las fiestas, destinadas como el teatro a consolidar los valores que regían esa sociedad,
encontrara en los ciudadanos unos receptores de mensajes de extraordinaria
permeabilidad, ya fueran éstos políticos o religiosos.

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En las Fiestas de carácter religioso como podía ser la entrada de unas reliquias, todo el
espacio urbano se convertía en prolongación de los espacios sagrados mediante altares
en las calles, aunque todo ello se tiñera también a veces de un clasicismo que rastreó sus
formas en la Antigüedad, para imaginar nuevos arcos triunfales al servicio de un
humanismo católico.

4.1. La celebración del triunfo religioso. Las canonizaciones

Las canonizaciones
siempre fueron
celebradas con todos los
medios al alcance de la
iglesia, y en muchos
casos de la realeza.
Cuando fueron
canonizados, en 1622,
san Isidro Labrador,
san Ignacio de Loyola,
santa Teresa de Jesús,
san Francisco Javier y
san Felipe Neri. Las
fiestas en Madrid fueron de las más suntuosas que se recordaban en la villa, pero
también se celebraron en Roma. Allí el interior de la basílica de san Pedro se modificó
mediante estructuras arquitectónicas efímeras, que se inspiraron a su vez en el modelo
utilizado años antes para la canonización de san Carlos Borromeo en 1610. Un
verdadero “teatro” lleno de pinturas alegóricas, pero en esta ocasión la política se
apoderó de la fiesta, porque el gran protagonista fue san Isidro Labrador, patrono de
Madrid, corte de la monarquía católica, a pesar de la importancia que tenían los otros
santos, fundadores de órdenes religiosas. La monarquía española se adueñó así del
espacio arquitectónico más emblemático de la Iglesia católica con unos fines claramente
políticos de demostración pública de su poder en la corte pontificia.

La Iglesia que controlaba, a veces con violencia, las verdades de la Fe también tuvo su
espacio y sus celebraciones urbanas convertidas en espectáculo y fueron los Autos de

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Fe su plasmación más
impactante para los
fieles. Aunque el
cuadro de Francisco
Rizzi del Auto de Fe
en la Plaza Mayor de
Madrid es el más
conocido, también
otras plazas sirvieron
de escenario a esa
afirmación del dogma
católico que convertía
en espectáculo público
el castigo a aquellos que se habían atrevido a desafiarlo. En 1656 en Zocodover, y
presidido por el Tribunal de la Inquisición, que aparece al fondo, se hicieron los
tablados necesarios para convertir esta plaza toledana en un auténtico teatro, con un
escenario central para los protagonistas mientras los espectadores se apiñan en palcos y
balcones.

Las fiestas religiosas en América tuvieron también en alguna ocasión connotaciones


ajenas a la Iglesia. La imagen de santa Rosa de Lima, la santa criolla por excelencia,
canonizada en 1671, fue llevada en andas por indios en unas fiestas del Corpus Christi
en Cusco, con la misma consideración de otras imágenes religiosas como Nuestra
Señora de Belén. Para la élite indígena esta santa “en términos figurativos, había hecho
realidad el sueño que los indios nobles albergaban de antaño: poder codearse de igual a
igual con la nobleza castellana”, pues esta santa pudo llegar a simbolizar, ya en el
XVIII, el deseo de que los mestizos, indios y criollos, volvieran a ser los dueños
legítimos del Perú.

4.2. La sacralización de la ciudad. Las procesiones

Hubo procesiones extraordinarias, como las que celebraban acontecimientos únicos, ya


fuera el traslado de unas reliquias, o de una imagen, y otras que todos los años recreaban
en la ciudad el milagro de la religión, sacralizando a su paso los escenarios urbanos.

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Una de estas últimas fue la procesión del Corpus Christi, de arraigada tradición en
España y muy pronto trasladada a América. Todos los representantes de la ciudad,
perfectamente ubicados en el cortejo en función de su posición social, se ponían en
movimiento. La presencia del rey podía añadir solemnidad, pero qué duda cabe de que
una ciudad adornada hasta el extremo, veía pasar un mundo jerarquizado y rígido en sus
estructuras en el que cada uno ocupaba su lugar, aunque, en algunas ciudades, las
populares tarascas y gigantes abrieran con su transgresor desenfado el paso del cortejo.

Por ejemplo, la serie


de pinturas de la
procesión del
Corpus en Cuzco
muestra a las
autoridades
indígenas, criollas y
españolas, con un
estallido do riqueza
urbana que
posiblemente se
magnificó en la
imagen, sin que la realidad se correspondiera efectivamente a semejante despliegue de
carrozas, tomadas de grabados de unas fiestas valencianas en honor de la Inmaculada,
celebradas años antes. Así el Cuzco resultaba comparable con las grandes ciudades del
imperio, y la imagen elaboraba una realidad acorde con las ambiciones de una ciudad.

Las procesiones en ocasiones traspasaban los límites urbanos para llegar hasta ermitas o
santuarios, como cuando se trasladó la imagen de la Virgen de Guadalupe a su nuevo
santuario. Una caótica multitud que se divierte con ocasión de esta gran fiesta religiosa,
y ha acudido a ella desde todos los lugares de alrededor, rodea a la ordenada fila de la
procesión, y es ese contraste y sobre todo el carácter de documento histórico que no
ahorra detalles ni pretende seleccionar sólo a los protagonistas, lo que nos hace traerla
aquí, porque en la Fiesta también el pueblo se sentía partícipe y protagonista de algo que
le transcendía, y que en gran medida estaba destinado a despertar su asombro ante la
magnificencia del poder político y del poder religioso.

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Las reliquias también
viajaron y entraron en
triunfo en las ciudades. Y
si las virtudes cristianas
adornaban al gobernante
en las fiestas de la
monarquía, desde luego se
apoderaron de la Fiesta
religiosa, ya fuera una
canonización, o el
recibimiento de unas
reliquias. Los préstamos entre las Fiestas de la Monarquía y las de la Iglesia se pusieron
muchas veces de manifiesto.

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