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LA FIESTA
1. INTRODUCCIÓN
Llegaron a influir en las transformaciones de las ciudades, porque a veces fue todo un
espacio urbano creado para una Entrada triunfal el que se consolidó como espacio de
poder durante siglos. Lo que hoy es el Paseo del Prado en Madrid, tiene su origen en el
espacio que se creó para la entrada en Madrid de la reina Ana de Austria en 1570.
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engrandecimiento del poder que se celebraban con estas grandes Entradas triunfales, y
que, todo hay que decirlo, podían llegar a arruinar a las ciudades. Nos movemos en un
mundo de imágenes que se desarrollan en paralelo a las construcciones literarias.
En origen los espacios urbanos que acogían los mensajes de la fiesta, serían espacios
para la memoria, aunque destinados a ser destruidos en su materialidad.
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sus acordes esa celebración del poder… Para saber qué contar en ese discurso del poder
que recurre al mundo clásico, a la religión, a las tradiciones, a los mitos y a la historia,
estaban los escritores. La integración de las artes, eso que tantas veces encontraremos en
los grandes conjuntos barrocos, comenzó una larga experimentación en la fiesta de corte
desde el Renacimiento.
Desde el siglo XVI, en las pinturas con que se adornaban los arcos triunfales se
reflejaron los triunfos de las monarquías a lo largo de los tiempos, los orígenes
mitológicos de las ciudades, la idea de continuidad dinástica, etc. Al igual que la Fiesta
disfrazaba las ciudades, construía para ellas una máscara a base de arquitecturas
efímeras, tapices, cuadros, flores…, también los textos escritos son una máscara literaria
que puede dificultar la percepción de lo que fue en realidad la Fiesta en el Renacimiento
y el Barroco. Las verdades que sustentaban a esa sociedad se convirtieron en imágenes
en las fiestas. Inscripciones que identificaban temas o personajes en las arquitecturas
efímeras, poesías a veces en forma de concursos, representaciones teatrales, pero
además todas las grandes Fiestas tuvieron sus Relaciones, textos que casi siempre
llegaron a la imprenta y que describían minuciosamente todos y cada uno de los arcos, o
los altares, o las historias, o las razones de la inclusión de unos dioses o unos santos, o
de las virtudes… Estas relaciones son hoy día muchas veces el único medio de
reconstruir lo que allí sucedió, dado lo efímero de la mayoría de lo que se construía.
Además nos dan esa imagen global de la Fiesta que casi nadie tenía mientras ésta se
desarrollaba. La imagen no puede entenderse sin la palabra en la Fiesta del poder, y
viceversa. Ambas construyen la historia y reinventan ciudades para los ojos de los
gobernantes.
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se producía un espacio distinto a los de otras ciudades, como si los teatros para ese gran
espectáculo pudieran en su diferencia contribuir a definir la imagen de estas ciudades.
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tanto que portadora de mensajes de poder de carácter universal, fueron muy frecuentes
en todas las entradas triunfales del Renacimiento y el Barroco.
Viendo la entrada triunfal del arco de Castelnuovo, podemos recordar las palabras de
la carta escrita por Lorenzo el Magnífico a Federico de Aragón, hijo del rey de
Nápoles: “Es verdaderamente el honor lo que nutre todas y cada una de las artes, y no es
otra cosa que la gloria lo que inflama las almas de los mortales para que hagan obras
preclaras. Con esta intención se celebraron pues, en Roma los magníficos triunfos…
fueron ordenados el carro y los arcos triunfales, los trofeos de mármol, los teatros
adornadísimos, las estatuas, las palmas, las coronas, las oraciones fúnebres…”
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iban a ser contemplados en la realidad, con lo que las nueve secuencias del cortejo
quedan monumentalizadas. Las fuentes de las que se sirvió el pintor hablan del gusto
anticuario de estas cortes, y de la propia cultura de su autor, puesto que se ha señalado
que utilizaría descripciones de la Roma imperial, las Vidas de Plutarco, la descripción
del triunfo de Escipión el Africano por Appiano impresa en 1477, la Roma Triunphans
de Flavio Biondo (1457-59, aunque publicada en 1472), y el De Re militari de Valturio
(1472). La admiración que despertaron estos lienzos, difundidos por el grabado, explica
su influencia en las entradas triunfales europeas de la época moderna. En 1629
compraría la serie uno de los grandes reyes coleccionistas que fue Carlos I de Inglaterra.
La entrada triunfal de Felipe III en Lisboa, fue comparada con los triunfos de Alejandro
Magno por Matos de Saa (1620), por la majestad que tuvieron los arcos triunfales, y lo
cierto es que no se concibe un recibimiento a un príncipe en el Renacimiento y en el
Barroco sin un despliegue de arcos triunfales señalando los puntos focales del recorrido
por la ciudad y los lugares más emblemáticos de la grandeza urbana. Su arquitectura
clasicista fue el soporte de complejos mensajes traducidos en pinturas, esculturas e
inscripciones.
Pocos escenarios mejores que el de la Fiesta se nos ofrecen para comprender cómo se
utilizó la mitología, pero también la imagen sagrada en la época moderna. Los dioses no
abandonaron nunca las entradas triunfales de los reyes, y a ese mundo mitológico se
unió el de la religión, que
atribuía a los gobernantes
todas las virtudes del
cristianismo.
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entrada triunfal no falta ni la referencia al bellísimo caballo español que montaba el
príncipe, ni al baldaquino, ni a los cincuenta gentilhombres que lo recibieron. Aunque el
escenario urbano de la plaza concebida como un teatro se apodera de la escena, no
podemos dejar de fijamos en la escultura de Hércules con las dos columnas, una de las
empresas con las que más frecuentemente se representó el imperio de Carlos V, y que
de nuevo nos remiten a ese mundo de héroes y dioses que poblaron las fiestas.
El mundo de los emblemas, las divisas, las empresas, las alegorías… tuvo en la Fiesta
un excelente campo de cultivo. Leyendo las Relaciones nos damos cuenta de la cultura
y el dominio de la imagen y la palabra que requería ese repertorio de mensajes, a veces
extremadamente difíciles de entender salvo para sus creadores y algunos lectores. Por
supuesto los mismos “guionistas” de la Fiesta tenían unos libros a los que recurrir, como
los Emblemas de Alciato (1531), el Hieroglyphica de Piero Valeriano (1556), el que
escribió sobre las imágenes de los dioses antiguos Vicenzo Cartari (1556), o la más que
famosa Iconología de Cesare Ripa (1593). Todos los recursos que ponían a su
disposición los significados de las imágenes que se explicaban en estos y otros libros,
fueron empleados adaptándolos al gusto y al discurso histórico que se quería crear.
Lógicamente para la inmensa mayoría de la población, era prácticamente imposible
comprender lo que veían, pero ahí estaban las relaciones escritas para explicar las
razones de que aparecieran unas imágenes u otras.
Hércules por ejemplo, podía aparecer en cualquier lugar de Europa como símbolo
universal del poder del príncipe, lo mismo en la entrada de Enrique IV en Lyon en
1595, que en las entradas triunfales de los Austrias españoles. Hércules vence todos los
peligros en sus trabajos, es el héroe por excelencia, que nace hombre y sus hazañas
acaban divinizándole. A veces se le identificó con el caballero en un mundo que tardó
en abandonar la representación de los valores caballerescos en el ámbito de la
celebración del poder. Hércules en sus doce trabajos se arriesga y vence, tanto física
como moralmente, protegiendo a los hombres como hacen los buenos gobernantes, y
por eso es una imagen muchas veces asociada al poder en la Edad Moderna. Es el héroe,
es la fortaleza, es el ejemplo de tantas virtudes, que la apropiación política del mito fue
la consecuencia lógica, y no sólo lo hicieron los panegiristas de los príncipes en
espacios cortesanos como el de la Fiesta, también las ciudades quisieron haber sido
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fundadas por Hércules, y sus historiadores así lo recordaron, al tiempo que lo hacían
algunos relieves en los Ayuntamientos.
En los virreinatos americanos encontramos a veces una mutación de los dioses, que nos
hablan de cómo una misma voluntad política puede adquirir distintas expresiones,
adaptándose así a distintas realidades. Lo voluntad es la de definir la historia mediante
los mensajes de la fiesta, lo distinto es que por ejemplo en 1680 se elaboró el programa
de un arco triunfal para recibir al nuevo virrey de la Nueva España, el marqués de La
Laguna, en el que los dioses de la Antigüedad clásica fueron sustituidos por reyes
aztecas que referían esa antigüedad a la propia y diferenciada de aquel reino, en un
parangón entre Viejo y Nuevo Mundo que se reflejó en otras muchas imágenes, y no
sólo en el mundo de la Fiesta.
Las virtudes que adornaban a los príncipes: la justicia, la fortaleza, la prudencia, la fe…
formaron parte intrínseca de los mensajes de la Fiesta. Quizá esas fueran las más
frecuentes, pero adoptando formas diversas, como esculturas, como medallas a la
antigua… se representaron también la esperanza, la clemencia o la liberalidad.
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Vista, oído y olfato fueron los sentidos que más apreciarían los espacios imaginarios
creados por los artistas en las Fiestas. En ellas los tejidos, las pinturas, las luces o las
arquitecturas efímeras entraban por los ojos, los oídos percibían la música, las flores y
las hierbas olorosas perfumaban los recorridos…, todo se conjugaba para convertir la
ciudad en un espacio de maravilla. En los interiores religiosos las grandes Fiestas
recreaban una Jerusalén celestial, un mundo ajeno a la realidad cotidiana hasta extremos
impensables. La Fiesta se reflejó la evolución del gusto, y así, los tapices o colgaduras
que adornaban las fachadas de los edificios en el Renacimiento, fueron paulatinamente
sustituidos, aunque nunca totalmente, por pinturas, en lo que se reflejaba el gusto de las
élites.
Todas las artes se dieron cita en los espacios de la Fiesta. Da igual que hablemos de las
fiestas de los patronos de una ciudad, como la de la víspera de San Juan Bautista en
Florencia en el siglo XV, cuando la plaza del Baptisterio se cubría con un enorme lienzo
azul con escudos y emblemas que representaban a todas las instituciones de la ciudad,
para una procesión con andas y carrozas en las que se mostraba el poder de Florencia
sobre otras ciudades, que de entradas triunfales de un emperador, jalonadas por arcos
triunfales en los que se contaba la historia de una dinastía y sus triunfos, y las figuras
mitológicas y religiosas magnificaban a un personaje que honraba a la ciudad con su
presencia.
Todo en la Fiesta llegaba a los ciudadanos a través de los sentidos. Deslumbrados por el
color de los cortejos y de los tapices o pinturas que jalonaban su paso, por la belleza de
las arquitecturas efímeras, por la música que se interpretaba en algunos de los arcos
triunfales, por las flores que marcaban los recorridos y engalanaban fachadas en
ocasiones, por los olores de esas flores o de los inciensos, por lo inusitado de las noches
convertidas en día gracias a las luminarias en las ventanas, en ciudades siempre oscuras
salvo por los velones de los fachadas de algunos palacios, por unos fuegos artificiales de
maravilla… esos ciudadanos sin embargo sólo accedían a fragmentos de todo ello. En
realidad sólo los miembros del cortejo triunfal lo podían apreciar en su conjunto. El
resto era una multitud que se movía lentamente, se concentraba en determinados puntos
del recorrido, y si lo que había era una fiesta caballeresca en una plaza, apenas la
vislumbraban, porque balcones y ventanas estaban repartidos entre los miembros de la
corte o alquilados a personas de relieve. Así pues, esos programas iconográficos tan
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complejos, tan cargados de contenido histórico, tan llenos de mensajes que nos
describen las Relaciones llegaron como tales a unos círculos sociales muy restringidos,
y fue el camino de los sentidos el que llevó a la masa urbana a percibir el poder que se
mostraba a sus ojos, sus oídos o su olfato mientras veían pasar un remolino de
cortesanos por el corredor imaginario que la ciudad creaba para sus ilustres visitantes.
El cortejo, perfectamente jerarquizado, se desplaza como si lo hiciera por pasadizos de
cristal: se muestra pero no se mezcla, se convierte en espectáculo pero mantienen su
espacio exclusivo en la ciudad. Mientras, los ciudadanos contemplan algo único que ha
transformado por unas horas su mundo cotidiano.
A veces las fuentes para estudiar la Fiesta no fueron impresos, y son los archivos los
que conservan descripciones. Los arcos, los símbolos que exaltan al personaje, la
música, los carros triunfales, y el gentío convierten el acontecimiento en algo
extraordinario. En todas las entradas triunfales, los recorridos se adaptaban a las calles y
los edificios más bellos de la ciudad, muchas veces renovados para la ocasión.
3. FIESTAS DE LA MONARQUÍA
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monarquía, en la que todo el engranaje debía funcionar a la perfección, aunando imagen
y palabra en el escenario de la ciudad para construir la historia oficial.
Los viajes de los príncipes ponían a la corte en movimiento. Cientos de personajes les
acompañaban, y las ciudades por las que pasaban se esmeraban en mostrar lo mejor.
Viajes famosos fueron los de Carlos V por Italia después de la victoria de Túnez (1535),
que llevó a una cierta renovación urbana de las ciudades por las que pasó en triunfo, el
de su hijo Felipe II a Italia, Alemania y los Países Bajos, o el de Carlos IX de Francia
por su reino, que duró veintisiete meses, de 1564 a 1566.
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En las ciudades les
recibían calles rectas y
su mirada era atraída
por puntos focales
construidos con arcos
triunfales u otros
monumentos efímeros:
así se presentaba la
ciudad ante el poderoso
que la visitaba, como en
una sucesión de
perspectivas perfectas que hubieran sido creadas conforme a los principios del
urbanismo más avanzado y las ciudades ideales. Eso sucedió a lo largo de toda la época
moderna, como podemos comprobar en los cuadros que pintó Quirós reflejando la
entrada en Madrid de Carlos III.
Los recorridos de la Fiesta en las distintas ciudades nos van dando pautas sobre cuál era
la imagen que esa ciudad quería dar de sí misma, ya que los trayectos se adaptaban para
pasar no sólo por los lugares más bellos, sino también por los que tenían mayor
significado histórico en la ciudad: una puerta antigua en lugar de otra menos
representativa para acceder, un convento especialmente relevante, unos restos de la
Antigüedad (o que se creía que lo eran), la catedral, el palacio… Quizá el caso de
Madrid fue en esto peculiar, pues no tenía grandes edificios del pasado, mas que los que
marcaban el principio y el fin del recorrido, como el monasterio de San Jerónimo el
Real, de donde partían los reyes para entrar en la villa, y el alcázar al que llegaban. Por
eso fue ese trayecto el que desde el principio se cuidó más a la hora de modernizar la
ciudad mediante trazados rectos, fachadas uniformes y puntos focales.
Los arcos triunfales unían arquitectura, pintura y escultura, y en muchos casos en ellos
se pudieron ensayar lenguajes nuevos que más tarde pasarían de estas arquitecturas
efímeras a las perpetuas. Los mensajes políticos (o en su caso religiosos) eran
consustanciales a estas estructuras, y por ejemplo en uno de los arcos que diseñó
Rubens para la entrada triunfal del hermano de Felipe IV, el cardenal infante don
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Fernando, en Amberes en 1634, a
donde llegó como nuevo gobernador de
los Países Bajos, se puede ver a su
antecesora, la infanta Isabel Clara
Eugenia, contemplando desde el cielo
cómo el rey nombra gobernador a su
hermano. El acontecimiento que supuso
esta entrada la hizo merecedora de
llegar a la imprenta con grabados que
reproducen los aparatos efímeros.
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narraciones en medio de la narración principal, como los pintores introducen cuadros
dentro de otros cuadros.
Para el poder es esencial perpetuarse en el tiempo. Para ello las dinastías acordaban
matrimonios entre sus miembros, con intercambio de informaciones y retratos previos al
enlace, y la noticia de cada nacimiento de un posible heredero corría por todas las
cortes. La muerte reiniciaba un ciclo con nuevos protagonistas, mientras los túmulos en
todas las grandes iglesias, y las ceremonias fúnebres recordaban las grandezas del
gobernante desaparecido. No puede extrañar por lo tanto que bautizos, bodas y funerales
generaran también un mundo efímero de imágenes y arquitectura, puesto que
conmemoraban la esencia del poder, que era la continuidad dinástica.
Los matrimonios
garantizaban no sólo la
continuidad de una
dinastía, sino su
engrandecimiento. Eran
motivo de alegría que
había que transmitir a los
súbditos. Toda clase de
festejos, como banquetes,
bailes o torneos, se daban
cita para magnificar el
enlace, y largos
preparativos previos lo
hacían posible. Dos meses duraron los festejos por las bodas de Alejandro Farnesio y
María de Portugal, dada la importancia política de tal casamiento y la cantidad de
invitados que asistieron.
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corte se convertía en una escenografía en la que se movían los protagonistas de la
historia.
Las distintas monarquías no fueron idénticas en sus ritos funerarios, pero siempre
estuvo presente la idea de la continuidad dinástica, con la proclamación del heredero
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según diversas fórmulas, y con la exposición del cuerpo del monarca difunto, o su
efigie, con los símbolos del poder (la corona y el cetro, a veces la espada, en el caso de
la monarquía española el toisón de oro…) en unos túmulos en los que los emblemas
recordaban durante días al príncipe cristiano, valeroso, invicto, etc. que acababa de dejar
su cuerpo terrenal, mientras la luz de cientos de velas (emblema del alma y de la luz de
Cristo) convertía el túmulo o capilla ardiente en una pira que absorbía la atención de
unos cortesanos inmersos en los ritos funerarios que duraban varios días, y a quienes
nos imaginamos a la vez muy atentos a los posibles cambios de rumbo político que el
heredero marcaría.
Don Guillem de san Clemente informaba al rey Felipe II desde Praga el 1 de noviembre
de 1581 de que el 19 de octubre había llegado el duque de Sajonia con su mujer y su
hijo. En esta ocasión, salvo la sortija y el recibimiento y despedida, el resto de las
celebraciones, como las comidas o el intercambio de regalos, no se mostraron a los
ciudadanos. Incluso la sortija, ese juego caballeresco tan de moda en todas las cortes
europeas, es posible que se celebrara en un espacio a salvo de otros ojos que no fueran
los de la corte.
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bien la imagen del libro del humanista Marcanova en la que los príncipes asisten a un
torneo, pero dentro de un edificio, que resume la distancia entre el espacio de la corte y
el resto de los mortales.
Cuando la corte se apodera de las plazas para sus juegos caballerescos, la ciudad
desaparece para convertirse en un teatro cortesano. En los torneos, príncipes y nobles
recordaban que el origen de su poder estaba en el dominio de las armas, del combate,
aunque ellos ya no fueran a la guerra al frente de sus ejércitos. Los ideales caballerescos
nunca desaparecieron en los siglos XVI y XVII, e incluso se podía llegar a morir, como
le sucedió al rey Enrique II de Francia en 1559, cuando en un torneo la astilla de la
lanza de su contrincante le entró en un ojo.
Los espectáculos
caballerescos fueron
cantados por Góngora en
unas Décimas que
resultan ser una perfecta
síntesis de la percepción
de este tipo de festejos en
la corte madrileña. Alude
a dos de los espectáculos
cortesanos más
celebrados, el correr toros y el juego de cañas, ambos protagonizados por cortesanos a
caballo. El juego de cañas, de origen árabe, por eso hace referencia Góngora a los
“vistosos trajes moros”, consistía en grupos de caballeros que se perseguían lanzando
cañas, siendo los perseguidos luego perseguidores y así sucesivamente.
En el siglo XVII, los caballeros vencedores de torneos seguían siendo celebrados como
héroes, como si hubieran vencido en auténticas batallas. Los colores de los trajes y las
joyas que lucían tenían un significado, y así nos lo cuentan los relatos, y, por otra parte,
la referencia al papel de las damas no dejaba lugar a dudas sobre el origen medieval de
estos espectáculos. Cada caballero queda identificado por los colores, la riqueza de los
vestidos que luce, y por supuesto por los escudos que les identifican como miembros de
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un linaje. Guerreros hábiles, caballeros de exquisitas costumbres, cuerpos poderosos,
pertenencia a un linaje...
En el interior del
palacio tenían lugar
festejos que
prolongaban lo que
había sido el
espectáculo urbano,
entre ellos el teatro y
los banquetes.
Respecto a éstos, las
relaciones suelen
reflejar incluso lo que
comieron, quién
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asistió, el protocolo que se siguió… y la distancia que los poderosos establecen se
plasma también en banquetes en los que los ilustres comensales parecen actuar en un
escenario ante los súbditos.
4. FIESTAS DE LA IGLESIA
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En las Fiestas de carácter religioso como podía ser la entrada de unas reliquias, todo el
espacio urbano se convertía en prolongación de los espacios sagrados mediante altares
en las calles, aunque todo ello se tiñera también a veces de un clasicismo que rastreó sus
formas en la Antigüedad, para imaginar nuevos arcos triunfales al servicio de un
humanismo católico.
Las canonizaciones
siempre fueron
celebradas con todos los
medios al alcance de la
iglesia, y en muchos
casos de la realeza.
Cuando fueron
canonizados, en 1622,
san Isidro Labrador,
san Ignacio de Loyola,
santa Teresa de Jesús,
san Francisco Javier y
san Felipe Neri. Las
fiestas en Madrid fueron de las más suntuosas que se recordaban en la villa, pero
también se celebraron en Roma. Allí el interior de la basílica de san Pedro se modificó
mediante estructuras arquitectónicas efímeras, que se inspiraron a su vez en el modelo
utilizado años antes para la canonización de san Carlos Borromeo en 1610. Un
verdadero “teatro” lleno de pinturas alegóricas, pero en esta ocasión la política se
apoderó de la fiesta, porque el gran protagonista fue san Isidro Labrador, patrono de
Madrid, corte de la monarquía católica, a pesar de la importancia que tenían los otros
santos, fundadores de órdenes religiosas. La monarquía española se adueñó así del
espacio arquitectónico más emblemático de la Iglesia católica con unos fines claramente
políticos de demostración pública de su poder en la corte pontificia.
La Iglesia que controlaba, a veces con violencia, las verdades de la Fe también tuvo su
espacio y sus celebraciones urbanas convertidas en espectáculo y fueron los Autos de
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Fe su plasmación más
impactante para los
fieles. Aunque el
cuadro de Francisco
Rizzi del Auto de Fe
en la Plaza Mayor de
Madrid es el más
conocido, también
otras plazas sirvieron
de escenario a esa
afirmación del dogma
católico que convertía
en espectáculo público
el castigo a aquellos que se habían atrevido a desafiarlo. En 1656 en Zocodover, y
presidido por el Tribunal de la Inquisición, que aparece al fondo, se hicieron los
tablados necesarios para convertir esta plaza toledana en un auténtico teatro, con un
escenario central para los protagonistas mientras los espectadores se apiñan en palcos y
balcones.
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Una de estas últimas fue la procesión del Corpus Christi, de arraigada tradición en
España y muy pronto trasladada a América. Todos los representantes de la ciudad,
perfectamente ubicados en el cortejo en función de su posición social, se ponían en
movimiento. La presencia del rey podía añadir solemnidad, pero qué duda cabe de que
una ciudad adornada hasta el extremo, veía pasar un mundo jerarquizado y rígido en sus
estructuras en el que cada uno ocupaba su lugar, aunque, en algunas ciudades, las
populares tarascas y gigantes abrieran con su transgresor desenfado el paso del cortejo.
Las procesiones en ocasiones traspasaban los límites urbanos para llegar hasta ermitas o
santuarios, como cuando se trasladó la imagen de la Virgen de Guadalupe a su nuevo
santuario. Una caótica multitud que se divierte con ocasión de esta gran fiesta religiosa,
y ha acudido a ella desde todos los lugares de alrededor, rodea a la ordenada fila de la
procesión, y es ese contraste y sobre todo el carácter de documento histórico que no
ahorra detalles ni pretende seleccionar sólo a los protagonistas, lo que nos hace traerla
aquí, porque en la Fiesta también el pueblo se sentía partícipe y protagonista de algo que
le transcendía, y que en gran medida estaba destinado a despertar su asombro ante la
magnificencia del poder político y del poder religioso.
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Las reliquias también
viajaron y entraron en
triunfo en las ciudades. Y
si las virtudes cristianas
adornaban al gobernante
en las fiestas de la
monarquía, desde luego se
apoderaron de la Fiesta
religiosa, ya fuera una
canonización, o el
recibimiento de unas
reliquias. Los préstamos entre las Fiestas de la Monarquía y las de la Iglesia se pusieron
muchas veces de manifiesto.
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