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la ciudad del cusco:

superposición de culturas

Graciela María Viñuales

El Cusco existía como ciudad imperial incaica a la llegada del español en 1534. Era la capital política de una vas-
ta región que se extendía desde Colombia hasta Argentina y Chile, y del Pacífico hasta la ceja de la selva ama-
zónica. Pero también era la capital religiosa y el centro simbólico del territorio dominado, al que caracterizaba
con cuatro divisiones o rumbos hacia los puntos cardinales. Era igualmente la síntesis de ese territorio, al que
nominaba como Tawantinsuyo (el conjunto de los rumbos).
El dominio del territorio se conseguía no sólo por las conquistas militares que dieron origen al imperio,
sino por el control que se ejercía gracias a los representantes locales y, fundamentalmente, mediante la red de cami-
nos y puentes que permitían saber qué pasaba en cada región, y a través de los cuales se cobraban los impues-
tos, se comerciaba y se acercaban al monarca los productos que requiriera.
La ciudad que conocieron los españoles no tenía una estructura urbana continua, pues poseía tres com-
ponentes básicos: el centro del poder, los arrabales contiguos y los barrios satélites. El centro nobiliario fue
reconstruido por Pachacútec poco antes de promediar el siglo XV y coincidió con la expansión territorial del
imperio. Este centro tenía funciones religiosas, administrativas y de residencia de los nobles, y se encontraba
entre los ríos Saphi y Tullumayo. La parte residencial del barrio nobiliario coincidía en parte con los aledaños de
la actual plazuela de Nazarenas.
En la parte alta, y ya fuera de la ciudad, se encontraba la fortaleza de Sacsayhuaman, desde la cual se
dominaba visualmente todo el valle. En sus cercanías había también lugares de culto como Quenco Grande y sus
altares menores, que se extendían por una amplia superficie hasta encontrar los sitios de Tambomachay y Puca
Pucara. En un punto intermedio, la explanada elevada de Colcampata daba asiento a los almacenes de granos
para el abastecimiento de la ciudad.
Dentro de la historia colonial americana, la ciudad del Cusco se presenta como un caso particular, ya
que se asentó sobre ese antiguo centro prehispánico, cabeza de un vasto imperio. La reorganización espa-
ñola, recogió este carácter de capital civil, que se extendió asimismo a la jurisdicción eclesiástica con la
creación del obispado cuatro años después. Pero aun dentro de aquel siglo XVI, la ciudad de Lima llegaría
a ser la capital virreinal y la sede episcopal principal, si bien el Cusco no perdería otras calidades notorias.

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La persistencia de muchas de esas cualidades se vería favorecida por su mismo aisla-
miento dentro del territorio.
La transferencia virtual de los valores simbólicos incaicos se realizaría con bas-
tante facilidad gracias a ese fuerte contacto de los primeros momentos; contactos que se
concentraban allí por ser ésta la cabecera española. Aprovechando esa interacción, auto-
ridades civiles y religiosas buscaron una suerte de continuidad que va a notarse en dife-
rentes aspectos de la organización urbana y en las costumbres que trataron de afirmar-
se. Los sitios sagrados de los incas son tomados entonces como base para asentar las
nuevas funciones de la ciudad, a veces hasta apelando a similitudes entre el destino pre-
vio y el nuevo, como la ubicación de la catedral sobre el palacio imperial, la instalación
del monasterio de Santa Catalina en lo que fuera la Casa de las Vírgenes o el convento de
Santo Domingo superponiéndose al Coricancha (Templo del Sol).
Lógicamente, fue necesario el mestizaje —en el más amplio significado de la palabra— para lograr una Fig. 1 Planta de la antigua
Huacaypata incaica siglo XV adecuada
consolidación de simbolismos, y eso redundó en un sentido de identidad. La unión de lo hispano y lo incaico no
como un conjunto de plazas
se vio como una sumatoria, sino como una integridad, que pronto puso en evidencia ese sentido de síntesis que españolas, según Emilio Harth-Terré,
Cusco, siglo XVI
abarca toda la sociedad y que encuentra en la ciudad un espejo de tal pertenencia.
Es seguramente por ello que pronto en Europa se creó casi un mito de la ciudad surgiendo numerosas
imágenes ideales del Cusco, concretadas a partir de descripciones vagas, pero ponderativas. A lo largo del siglo XVI
y durante buena parte del XVII, habrá una buena producción de grabados y dibujos que harán perdurar por lar-
go tiempo tales idealizaciones en la mente de quienes no conocían la verdadera ciudad.
Si los españoles se admiraban ante el oro de los ornamentos y la riqueza del emperador, los incas se
deslumbraban ante el poderío militar de los peninsulares. Los americanos contemplaban atónitos los caballos,
las armaduras, las armas de fuego y hasta la misma apariencia de los hombres barbados. Los peninsulares no
dejaban de admirar la ciudad del Cusco, la extensión del dominio incaico, el vasallaje que le rendía casi toda la
región andina y la organización de caminos, puentes, fortalezas, sistemas de correos y obras de riego. Los des-
lumbramientos de los primeros momentos fueron mutuos.
Y así como los hitos simbólicos de la ciudad son tenidos en cuenta para la reestructuración hispana, tam-
Fig. 2 Beaterio de las Nazarenas,
bién ellos llegaron a convertirse en referentes para toda el área de influencia mediata e inmediata. De algún modo,
muro de transición entre la
en aquel primer período colonial, se recrea el Tawantinsuyo en una nueva clave dentro de la que el cruce de los ejes arquitectura incaica y española,
Cusco, siglo XVI
sigue teniendo vigencia. Si la ciudad —ya a fines del siglo XVI— no va a ser más la cabecera del Perú, continúa sien-
do una bisagra entre la capitalina Lima y la zona del Potosí. Con ello, se articula también la ligazón con los territo-
rios del Tucumán (Argentina) y con otras regiones andinas del norte, como Quito y partes de la actual Colombia.
La gran plaza de Huacaypata asustó a los españoles con su inmensa extensión de unas siete hectáreas,
por lo que pronto la dividieron en tres espacios construyendo dos grupos de manzanas. Ello les permitió man-
tener la idea de plazas congregantes, con vida y animación, aunque en clave española que da «especialidades»
a cada una de ellas: la de San Francisco, la de los Regocijos y la actual Plaza de Armas, que adquiere desde un
principio el carácter de síntesis del conjunto. Y si este centro tiene poder de convocatoria, no debemos dejar de
lado que ello no se produce de manera estática, sino a través de los dinamismos generados por los derroteros
que a ella conducen, porque además de consolidarse la centralidad de la plaza, se afirma la preeminencia de las
antiguas «huacas» y sitios ceremoniales que en la colonia definen renovados usos y significados. Así, se vuelve

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a dar sentido a los antiguos ejes, entre los cuales sobresale el del este-oeste que se transforma de manera casi
natural en la «vía sacra» de la ciudad. Las intervenciones de los primeros años de la conquista van a trabajar
en tal sentido, pero la configuración de esa ruta sagrada seguirá ratificándose a lo largo de los siglos cuando
una y otra vez se coloquen o reacondicionen edificios y monumentos en toda su extensión.
A ello contribuirá también la fiesta, algo que siempre estuvo presente en la vida de la ciudad, aun habien-
do discrepancias sociales, personales y políticas. Las celebraciones podían ser tanto un acontecimiento religio-
so cuanto cívico y aun un mero entretenimiento, adquiriendo facetas muy diversas. El tema fue muy importan-
te no sólo en los primeros años de la dominación hispánica sino también en las etapas sucesivas. El cronista
Diego Esquivel y Navia, cuando anota acontecimientos pasados y cuando escribe sobre su propio siglo XVIII,

siempre le da un sitio preponderante a la mención de las fiestas, detallando además los recorridos, los adornos
de la ciudad y demás minucias. Sus relatos nos muestran procesiones religiosas en honor de san Marcos, san-
Fig. 3 Portada de la capilla del colegio to Domingo, san Cristóbal, así como las celebraciones con ocasión de los traslados y fundaciones, como las
de San Bernardo en Cusco, muros
beatas de la Recoleta, el hospital del Espíritu Santo y la iglesia y monasterio de Santa Clara. Para el traslado de
de transición siglo XVI y portada
siglos XVII-XVIII éstas, se adornaron las calles con colgaduras y tapicería, y la procesión solemne fue acompañada por la noble-
za, los ciudadanos y mercaderes, y hasta un escuadrón militar.
Lógicamente, la ruta seguida iba uniendo los puntos más significativos de la ciudad como la catedral,
la iglesia de San Francisco o la de la Merced entre otros. Pero eso no representaba sólo marcar los hitos cris-
tianos sino, de algún modo, dar un nuevo significado a los lugares que eran reconocidos por el indígena como
«sagrados», al igual que las mismas fiestas católicas, que iban cubriendo viejas creencias andinas y renovando
antiguos ritos. La llamada «vía sacra» se reiteró una y otra vez y es la que hasta hoy se acusa en desfiles, pro-
cesiones y hasta en el camino preferido de los peatones.
Antiguas tradiciones españolas están presentes con nueva forma, como las Cruces de Mayo, llamada
aquí «Cruz Velacuy», pues se vela la cruz la víspera de la fiesta. También hubo solemnes actos universitarios,
oposiciones a cargos eclesiásticos, juegos de cañas y hasta la costumbre de poner el «Vincitor» con almagre
después de un examen, aunque algunas de estas cosas fueron olvidándose o perdiendo brillo. Sin embargo,
entre todas las celebraciones se destaca la del Corpus Christi, a la que el concilio tridentino recomendaba dar
importancia. En el Cusco esta festividad, movible alrededor del solsticio invernal del hemisferio sur y cuyo día
central siempre se celebra en jueves, coincidía con una tradicional fiesta del incanato en honor del Sol, llamada
Inti Raymi que se celebra cada 24 de junio. Evidentemente, ello posibilitó la asociación de ambos símbolos que
Fig. 4 Calle Atunrumiyoc de Cusco,
se tradujo en múltiples aspectos de la evangelización.
muro incaico sobre el que se
superpone el muro colonial La festividad cristiana abarca una semana entre la llegada de las distintas imágenes procedentes de sus
respectivas parroquias a la catedral, los ritos pertinentes dentro de la misma, la proce-
sión junto a la sagrada Eucaristía y el regreso de las imágenes a sus templos de origen.
En este proceso participan catorce imágenes, que coinciden con el número de monarcas
incas. La semana del Corpus se anima con una serie de carreras entre algunos de los san-
tos, como san Sebastián y san Jerónimo, y las apuestas sobre cuál de ellos llegará pri-
mero al centro desde sus respectivas parroquias. Incluye también visitas previas y poste-
riores a algunas de las iglesias del centro de las vírgenes y santos que salen de las
parroquias periféricas del Cusco, así como la estadía de varias noches de todas las imá-
genes en la catedral.

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El espacio abierto de la plaza, el atrio de la catedral, sus escalinatas, los edificios
que la rodean y las calles que allí desembocan cumplen cada uno con una función en el
desarrollo de la fiesta. A ello se une el recinto catedralicio en donde se colocan las esta-
tuas y dentro del cual se cantan misas y se realizan rituales durante varios días. La cate-
dral permanece abierta en horarios que no son los habituales y a ella ingresan personas
que sólo lo hacen en esos días. Lo mismo sucede en las procesiones, ya que muchos que
se dicen contrarios a la religión, participan de las celebraciones y hasta se arrodillan y
rezan los días del Corpus.
Debe tenerse en cuenta que el Cusco no sólo es un caso particular por sí mis-
mo, sino por el momento en que se inserta dentro de la historia de España y de la
propia cristiandad. En cuanto a lo primero, no hay que olvidar que la llegada de Piza-
rro al Perú se produce apenas unos cuarenta años después de la terminación de las
guerras de reconquista en la Península, cuando aún estaba muy vivo el recuerdo de
las luchas por la incorporación de los pueblos musulmanes a la fe cristiana. Esa idea
de conquistar tierras para expandir una creencia animaba todavía el sentir de muchos
y tenía un fuerte apoyo político, aunque los conquistadores no pensaran en una
misión meramente espiritual, ya que también incitaría a la ganancia fácil de tierras y
riquezas variadas.
Si América sirvió para una primera idealización que abriría las puertas a toda cla-
se de deslumbramientos y de mitos, poco después serviría de acicate a la aventura para
muchos. Los límites entre lo religioso y lo político, así como entre las verdaderas ambiciones y propósitos de Fig. 5 Celebración de la Cruz Velacuy,
Cruces de Mayo en el alto de
quienes llegaban, aún estaban poco claros. Por mucho tiempo seguirán sin definirse, en una cómoda ambi-
Sacsayhuaman, Cusco, ca. 1930
güedad que a veces llegaba a ser motivo de malentendidos y altercados.
Fig. 6 Procesión del Corpus Christi,
La conquista americana coincide con fuertes cambios europeos que se dan como consecuencia de las
Cusco, segunda mitad del siglo XVII
reformas protestantes y la contrarreforma católica. Con el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI hay una
reestructuración de la vida de la Iglesia, que incluye tanto importantes cambios, cuanto la revitalización de tra-
diciones olvidadas como la sacralización del espacio y la peregrinación —tan estudiadas y desarrolladas por
Carlos Borromeo—. La evangelización de América, que apenas estaba comenzada, tenía la oportunidad de apli-
car los conceptos tridentinos sin el anquilosamiento con el que tropezaba en Europa.
Así fue más fácil crear seminarios para la formación del clero —Cusco tuvo uno secular, más allá de
los propios de las órdenes— y contar desde un principio con libros en los que constaban bautismos, matri-
monios y defunciones. También, a pesar de las dificultades geográficas, los obispos tomaron más responsa-
blemente la visita a los pueblos de sus diócesis. En el Cusco, algunos de ellos dejaron importantes docu-
mentos en cada una de las iglesias que visitaron en las que dieron recomendaciones para el mejoramiento de
sus funciones pastorales y para su embellecimiento edilicio. Sin embargo, había otros aspectos no tan senci-
llos, como el ya existente del patronato real, que no se cortó con el concilio y que ayudó a mantener la confu-
sión entre el mundo civil y el religioso.
También se consideraba importante la convocatoria a concilios y sínodos locales —de los que surgieron
catecismos propios para la región y en la lengua nativa—, así como la búsqueda de misioneros con conocimiento
de esos idiomas locales y la posibilidad —aunque muy remota al principio— de que aborígenes y mestizos llegaran

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a recibir órdenes sagradas. Este panorama ofrecía entonces la ocasión para crear algo nuevo, una sociedad dife-
rente en la que se fundaban muchas esperanzas. El Cusco, por las calidades prehispánicas y por la manera en
que se reorganizara en 1534, se constituye en un ejemplo digno de conocerse con detenimiento. Las mismas
corrientes artísticas del manierismo primero y del barroco después dejarían una fuerte impronta en la ciudad,
siendo este último movimiento el que calara más hondo entre sus habitantes.
Mientras tanto, las antiguas terrazas de cultivo —andenes—, que fueran tan apreciados por españoles
en un primer momento, fueron cubriéndose con nuevos barrios y se avanzó sobre la periferia. Ello se agudizó
con el florecimiento de principios del siglo XVII y, a posteriori, del sismo de 1650. Si bien en un primer momen-
to se tuvo como apetecible el antiguo barrio incaico que se ubicaba por detrás de la catedral, más adelante se
prefirieron los ensanches, lo que se afirmó por la diferente manera de uso del espacio que tenía el español con
respecto al aborigen. Éste, quizá más acostumbrado a permanecer en ámbitos abiertos, necesitaba menor
superficie en su vivienda. La concentración demográfica incaica se vio cambiada en la ciudad española.
La población de los barrios externos no fue trasladada ni forzada a un canje; por el contrario, se la orga-
nizó en parroquias teniendo en cuenta su propia manera de habitar. Por ello, la disponibilidad de mano de obra
para los cambios que se hicieron en casas y edificios públicos y religiosos, quedó asegurada. Casi como lo que
Fig. 7 Procesión de la Virgen de
la Almudena en la fiesta del Corpus pasara en Granada o en Córdoba, la ciudad española se plantó sobre la existente y aprovechó los lugares de
Christi, Cusco, 1990 prestigio, los hitos simbólicos y las vías de unión entre ellos y de proyección territorial.
Las adecuaciones que se fueron dando más adelante tuvieron que ver generalmente con algunos cam-
bios políticos y funcionales, pero especialmente por la necesidad de reconstrucción después de cada sismo
grande, como los de 1650 y 1950, entre otros. Hasta el día de hoy podemos encontrar a cada paso muros incai-
cos que perduran por toda la ciudad, con lo que nos es dable leer también por dónde corrían las calles prehis-
pánicas, muchas veces por el mismo lugar que en la actualidad.
Esa conjunción de historia civil, militar, religiosa y social hizo del Cusco un modelo singular, en el que
las estructuras simbólicas prehispánicas se han fundido con las que trajeran los conquistadores, haciendo de
la ciudad un notable ejemplo de integración.
Muchas de las situaciones pasadas han persistido hasta nuestros días y hoy pueden leerse en esa anti-
gua capital imperial y en sus costumbres. No han desaparecido ni los ritos, ni el sentido barroco, ni los límites
difusos entre lo cívico y lo religioso. Los simbolismos incaicos reviven y se mezclan con los cristianos.

BIBLIOGRAFÍA

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