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Apuntes profesor Escudero

Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea (Gª e Hª) (UNED)

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LA REFLEXIÓN DEL MÉTODO EN FRANCIS BACON

Para la nueva concepción de la ciencia que nace a partir del Renacimiento, la importancia del pensador
inglés Francis Bacon (1560-1626) radica sobre todo en su aguda reflexión sobre las condiciones de
posibilidad de la ciencia y de sus métodos de investigación, esto es, las condiciones de su progreso en
general, la función práctica que posee en cuanto instrumento humano de dominio y transformación de la
naturaleza, así como los prejuicios que impiden su desarrollo efectivo.

Por tanto, a diferencia de las grandes cabezas científicas del Renacimiento que, como Kepler o Galileo,
contribuyeron con sus descubrimientos no sólo a que se asentara el nuevo lugar del hombre en el universo,
sino que afianzaron una serie de procedimientos de validación y desarrollo científicos fundados en la
matemática y en la física modernas (formulación de hipótesis, deducción y experimento), la reflexión
baconiana, tal como es defendida programáticamente en su Novum Organum Scientiarum, es de orden
filosófico-teórico y apunta en todo momento a una decidida renovación de las ciencias, a una completa
instauración del saber humano.

En este sentido, pues, Bacon señala que el ambicioso proyecto de un verdadero conocimiento científico debe
tener al menos dos fases bien diferenciadas: la primera (la pars destruens), consiste en desembarazarse de
aquellos ídolos (idola ) o falsas nociones que han invadido el intelecto humano; la segunda (la pars
construens), en exponer las reglas del único método que puede volver a poner en contacto a la mente
humana con la realidad, esto es, el único procedimiento científico capaz de descubrir aquellas formas o
esencias de la naturaleza que, por ser estables y cognoscibles, pueden manejarse como instrumentos de
dominio y transformación efectivos (p.e. formulándose como leyes generales de comportamiento de
objetos).

1) En cuanto a la teoría de los ídolos, es decir, la teoría según la cual la mente humana se hallaría
condicionada por una serie de prejuicios que impederían el auténtico desarrollo científico –o, en palabras de
Bacon, «dificultarían el acceso a la verdad»– cabe distinguir cuatro tipos de ídolos:

- Los ídolos de la tribu (idola tribus) reflejan aquella inclinación común del intelecto humano por imaginarse
y suponer coincidencias, correspondencias, relaciones y órdenes de cosas que no existen en realidad más que
como mero reflejo de la propia naturaleza humana, es decir, la inclinación a interpretar erróneamente la
naturaleza sin tomar conciencia de la ineludible dimensión antropomórfica que subyace a dicha
interpretación.
- Los ídolos de la caverna (idola specus) tienen su fundamento en la naturaleza individual del ser humano y
se refieren a todos aquellos condicionantes de carácter, así como la educación recibida, nuestras
convicciones y costumbres, que moldean y constituyen nuestro pequeño mundo o cueva en cuanto
individuos y distorsionan así la luz con la que contemplamos la naturaleza.
- Los ídolos del mercado (idola fori) son aquellos errores que tienen su origen en la comunicación y en el
trato de los hombres entre sí, sobre todo aquéllos ocasionados por el uso siempre ambiguo del lenguaje.
- Finalmente, los ídolos del teatro (idola theatri) provienen de la aceptación acrítica de aquellos sistemas o
doctrinas filosóficos por el simple hecho del prestigio histórico, social o cultural que se les ha reconocido.

2) En cuanto a la constitución de las reglas de un nuevo método científico, Bacon defiende incansablemente
una mejor comprensión del método inductivo, es decir, el método que establece principios o leyes de
carácter general a partir de la observación de los hechos.

Para Bacon –como ya para Aristóteles– el método inductivo parte ciertamente de la observación particular
de los hechos empíricos, pero, a diferencia del Estagirita y de toda la tradición escolástica, éste ni debe
proceder por la simple enumeración acrítica de casos particulares ni caer con demasiada ligereza en
afirmaciones o conclusiones generales de tipo finalista. Antes bién, la inducción baconiana procede siempre
por eliminación, esto es, filtrando crítica y sistemáticamente los hechos empíricos a través de una serie de
tablas categorizadoras (tabla de presencia, tabla de ausencia, tabla de grados), cuya comparación permite en
última instancia conocer la ley o forma de la propiedad natural que se está investigando.

Sólo con la aplicación de estas tres tablas sobre un hecho observable y, por tanto, con la previa exclusión de
las hipótesis falsas, sólo entonces queda habilitada la inducción en sentido estricto, que es la condición de
posibilidad baconiana del segundo momento del método, a saber, la deducción y el experimento, en el
sentido de que de la hipótesis obtenida deben deducirse los hechos que implican.

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La relación entre alma y cuerpo según Descartes

Para Descartes, la primera verdad sobre la que ha de construirse el nuevo edificio de la filosofía, a
saber, la certeza del yo pensante, de la cosa pensante (res cogitans), es el único punto de partida válido
para asegurar, partiendo de ella, que los conocimientos claros y distintos obtenidos por intuición son
conocimientos firmes y verdaderos.

Ahora bien, también hay conocimientos –Descartes habla, en rigor, de «ideas adventicias», de
representaciones cuyo contenido creemos que nos llega desde fuera– que se refieren al mundo externo
y corpóreo que no podemos obtener con la misma claridad y distinción que exige la intuición. En
efecto, los objetos materiales, como opuestos a la sustancia espiritual y pensante que es el yo, son
concebidos por Descartes como cosa extensa (res extensa ) y su conocimiento tiene lugar a través de los
sentidos, los cuales pueden engañarnos.

Sin embargo, esta apertura de mis facultades sensibles e imaginativas a un mundo exterior, ¿es
realmente objetiva? Y en caso afirmativo, ¿quién garantiza su objetividad? Para responder a ambas
preguntas y garantizar plenamente que la facultad cognoscitiva del hombre no puede ser engañada con
respecto a los objetos que componen el mundo externo, Descartes recurrirá a la demostración de la
existencia de Dios partiendo no del mundo exterior al hombre, sino a partir del hombre mismo o, mejor
dicho, de su conciencia. La importancia de este recurso metódico estriba en el hecho de que la idea de
Dios que encuentro en mí, una «idea innata», garantiza en última instancia, por su caracter no derivable
y evidente, la correspondencia entre la actividad pensante de la sustancia espiritual y las características
y comportamientos de las sustancias extensas pensadas y conocidas por ella. La idea de Dios reafirma
la positividad de la realidad humana así como la capacidad natural para conocer la verdad.

Establecida, pues, la importancia de la demostración de la existencia Dios como fundamento último de


evidencia y garante de la certeza de los objetos que componen el mundo externo, queda definida a
grandes rasgos la concepción dualista cartesiana según la cual el ser humano sería una dualidad
compuesta de alma y cuerpo. Se trata de un dualismo antropológico, es decir, de una concepción del
hombre que lo escinde en dos sustancias realmente distintas que pueden existir separada e
independientemente:

Por un lado, el alma, concebida como sustancia pensante ( res cogitans), expresa el atributo del
pensamiento y por tanto, a imagen del Creador, la sustancia espiritual, una, simple, indivisible e infinita
dentro de mí. Por otro lado, el cuerpo, materia finita en cuanto pura extensión, es espacial y mensurable
tanto en sus propociones estáticas como en sus movimientos y actividades. El cuerpo es, de hecho, una
suerte de autómata dotado de puro movimiento mecánico, de ahí que su comportamiento sea semejante
al de las máquinas y esté regido por las leyes de la mecánica. Es importante notar, finalmente, que es
en el cuerpo y no en el alma donde Descartes localiza el principio de vida: luego la vida se reduce al
puro movimiento mecánico. O dicho a la inversa: el alma no hay que concebirla en relación con la
vida, es pensamiento pero no vida.

La comunicación entre el yo-alma y el cuerpo-máquina en Descartes es cuando menos problemática.


Como hemos visto, el filósofo francés admite ciertamente que el papel del alma es activo y
fundamentador, pero al localizar su sede principal en el centro del cerebro –concretamente en la
llamada «glándula pineal»– se verá obligado a explicar no sólo cómo funciona el mecanismo de
interacción entre dos sustancias tan heterogéneas, sino también a plantearse en obras posteriores como
Las pasiones del alma (1649) una unión de alma y cuerpo más estrecha de la inicialmente planteada.

Prueba de esta comunicación o interacción entre cuerpo y alma es la existencia de las pasiones
humanas, para cuya demostración Descartes adopta una explicación indudablemente mecanicista: en un
planteamiento original que bebe de las teorías de la circulación de la sangre de Servet y Harvey,
Descartes explica como los «espíritus animales», producidos en el corazón, circulan rapidísimamente
por todo el cuerpo mezclados con la sangre y son bombeados finalmente al cerebro, donde ejercen una
presión sobre la glándula pineal, que responde a la sensación en forma de movimiento del cuerpo.

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El criterio de la certeza en Descartes: la evidencia

Con la obra del filósofo francés René Descartes (1596-1650) se inaugura la modernidad filosófica. En
Descartes encontramos desarrolladas –por primera vez en la historia de la filosofía– no sólo una rigurosa
teoría del conocimiento y una honda preocupación por el método, sino una decidida subordinación de ambas
piezas al único fundamento que puede y debe legitimar su empleo, esto es, la «luz natural» de la razón
humana. Es por eso que vinculamos la filosofía cartesiana al racionalismo, es decir, aquella corriente
filosófica europea que acentúa el papel de la razón en la adquisición del conocimiento.

Ahora bien, es preciso notar que la razón cartesiana es inseparable de la importancia que el filósofo atribuyó
a la matemática como único conocimiento cierto y evidente. Descartes fue el primero en destilar
filosóficamente la principal consecuencia de los grandes descubrimientos científicos de Kepler, Copérnico o
Galileo, a saber: que la aplicación de la matemática a la investigación de la naturaleza –su
«matematización»– revelaba, en última instancia, que todo conocimiento verdaderamente científico lo era
siempre en virtud del carácter universal del conocimiento matemático. Por tanto, puesto que las matemáticas
expresaban una verdad segura y universalmente válida, el proyecto de la razón cartesiana se inscribe en una
novedosa concepción de la filosofía entendida como una «matemática universal».

Aclarada, pues, la íntima conexión entre racionalismo y matemáticas, podemos abordar mejor la reflexión
cartesiana sobre el criterio de la certeza, que es, en primer lugar, un problema relativo al método, es decir, al
procedimiento u operación mentales con las que pueden determinarse, siempre desde la razón, las
condiciones de un saber cierto y seguro, de validez general.

En la segunda parte de su Discurso del método (1637), el filósofo francés establece cuatro reglas o preceptos
que sirven para caracterizar externamente el método. Esta caracterización nos sirve sobre todo para
determinar el orden de los razonamientos para poder alcanzar la verdad:

- La evidencia: consiste en no aceptar por precipitación o prevención ningún conocimiento que no


nos resulte absolutamente claro y distinto.
- El análisis: implica reducir toda cuestión o conjunto de cuestiones a sus elementos componentes
más simples.
- La síntesis: significa recomponer de nuevo, de forma ordenada, lo antes analizado y divido para su
mejor comprensión.
- La enumeración: consiste en una revisión final de todos los pasos precedentes para asegurarse de
que nada se ha omitido.

A esta caracterización externa le corresponde, desde un punto de vista interno, las dos operaciones
principales del entendimiento por las que llegamos sin error al conocimiento cierto de la cosas, a saber: la
intuición y la deducción. En el primer caso se trata aquella operación por la que, reduciendo las
proposiciones compuestas a proposiciones simples, percibimos clara y distintamente el objeto de nuestra
comprensión; en el segundo caso, se trata del procedimiento sintético-deductivo de recomposición y
ordenamiento que parte siempre de la verdad de las proposiciones clara y distintamente percibidas.

Una vez expuesto en sus dos vertientes el método, es necesario su aplicación. Para ello, Descartes elabora en
sus Meditaciones metafísicas (1641) la conocida estrategia por medio de la cual, siguiendo el método arriba
expuesto, pretende llegar a un principio único de la más elevada y absoluta certeza. La estrategia, como es
sabido, consistirá en poner en duda todo el conocimiento previamente admitido por uno mismo, hasta llegar
a esa verdad que, por resistirse a todo motivo de duda, sea fundamento de toda certeza.

Tal verdad es que, para poder ser engañado (p.e. por los sentidos, tanto en los sueños como en la vigilia,
incluso por un «Dios engañador» o un «genio maligno»), para poder dudar de todos los conocimientos y
suponer que todo es falso, es necesario que el yo que duda, o sea el sujeto que piensa todo es proceso de la
duda, exista. «Pienso, luego existo» (Cogito ergo sum).

Si, para Descartes, el cogito –la conciencia de sí mismo como cosa pensante o res cogitans– se nos impone
como una verdad cierta por poder concebirla con toda claridad y distinción, es decir, por haber sido obtenida
por intuición, se puede establecer como regla general que son verdades todas las cosas que concebimos igual
de clara y distintamente. En consecuencia, el criterio de la certeza se define siempre y sólo siempre en base
a la evidencia proporcionada por la claridad y la distinción de la primera verdad, que es la certeza del yo
pensante. En otras palabras, que el criterio de certeza o seguridad subjetiva de los conocimientos se define a
partir de las características según las que se presenta dicha verdad, que son las características de la claridad y
la distinción. Con ellas aseguramos, pues, la firmeza y la verdad de todos los demás objetos de
conocimientos obtenidos por intuición, incluidos los conocimientos matemáticos.

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Características del racionalismo spinozista

Podemos decir que el proyecto filosófico del pensador holandés de origen judío Baruch
Spinoza (1632-1677) se adscribe perfectamente a la corriente racionalista por las siguientes
tres características generales:

En primer lugar, su filosofía subraya el carácter modélico del conocimiento causal. Para
Spinoza, el conocimiento de las causas es paradigmático en la medida en que constituye el
modelo de conocimiento verdadero: sólo cuando damos razón de las causas para explicar los
efectos estamos ofreciendo un modelo para entender, en un siguiente paso, la reducción de
toda causalidad a la causalidad inmanente. O dicho en otras palabras: sólo en la medida en
que hacemos de la búsqueda de los nexos que explican la realidad la máxima que guíe nuestro
comportamiento filosófico entederemos que todos ellos son, en última instancia, la expresión
de una necesidad racional absoluta, que Spinoza identifica con Dios. Ahora bien, en ningún
momento debe entenderse a Dios como creador del mundo, ni como voluntad, sino como
sustancia única, como necesidad absoluta, eterna, impersonal del que provienen los infinitos
atributos y los infinitos modos que constituyen el mundo. El conocimiento de Dios es por
tanto el supuesto indispensable para el conocimiento de todas las cosas. En este sentido, para
Spinoza el conocimiento causal, aunque eminentemente influido por la ciencia moderna, debe
subordinarse en todo momento a la comprensión de que nada puede existir fuera de Dios, de
que Dios y mundo son una y la misma cosa en virtud de su orden necesario, por lo que
quedan excluidas las causas finales y las consideraciones teleológicas.

En segundo lugar, la importancia que el filósofo atribuye a la razón y a su funcionamiento


interno radica en el hecho de que se trate de aquella forma de conocimiento de las ideas
adecuadas que es común a todos los hombres. La ratio es ciertamente el sello de identidad de
los autores racionalistas, pero en Spinoza adquiere una dimensión específica porque no sólo
capta las ideas con claridad y distinción (premisa fundamental en Descartes), sino también sus
nexos necesarios. El conocimiento racional, pues, capta las causas de las cosas y la cadena de
las causas, y comprende asimismo su necesidad. En consecuencia, la facultad de la razón
permite aprehender las cosas no como contingentes –es decir, que pueden ser o no ser–, sino
como necesarias, de lo que se sigue asimismo su vínculo con la necesidad expresada por
Dios. Como escribe en su Ethica, su obra principal: «Es propio de la naturaleza de la razón el
considerar las cosas como necesarias y no contingentes. La razón percibe dicha necesidad de
las cosas de acuerdo con la realidad, tal como es en sí misma. Pero esta necesidad de las cosas
de acuerdo con la realidad es la misma necesidad de la naturaleza eterna de Dios. Por lo tanto
es propio de la naturaleza de la razón considerar las cosas bajo esta especie de eternidad».

De las dos primeras características se deduce, en tercer lugar, el carácter paradigmático del
método matemático. Spinoza se propone construir un sistema filosófico more geométrico, es
decir, un sistema que tome como modelo el procedimiento deductivo de las matemáticas,
concretamente el propuesto por el método deductivo-geométrico euclidiano. En rigor, la
naturaleza de las figuras geométricas expresa un orden necesario de las cosas que puede ser
aplicado a la realidad. Ofrece un modelo para conocer verdaderamente el mundo, describe
una auténtica norma de la verdad, ya que al partir de un primer principio del que se deducen
demostrativamente todos los demás se está garantizando la correspondencia entre el orden de
las ideas y el orden de lo real. Pensemos, por ejemplo, en la naturaleza del triángulo, y en el
hecho de que todos los teoremas concernientes al mismo procedan de forma rigurosa de su
definicón matemática. Pues bien, el hecho de que no puedan no proceder, esto es, el hecho de
que no sean contingentes sino necesarios implica para Spinoza que el orden geométrico
expresa, igual que Dios, la sustancia misma de las cosas. De hecho, es su perfecta analogía:
las cosas derivan necesariamente de la esencia de Dios, al igual que los teoremas proceden
necesariamente de la esencia de las figuras geométricas

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El valor de la demostración en Spinoza

Uno de los propósitos más ambiciosos de Spinoza y que mejor ilustran su adscripción
a la corriente filosófica del racionalismo del siglo XVII es su intención de construir
una filosofía basada en la seguridad y en la confianza que expresa el modelo
deductivo-geométrico de la matemática. Como herramienta de trabajo, dirá
programáticamente Spinoza, este modelo nos permite una distanciación emocional
con respecto a los objetos de estudio que nos atañen, y, por tanto, una objetivación
desapasionada del puro intelecto, más allá de la risa, de las lágrimas y de los afectos:
nec ridere, nec lugere, neque detestari; sed intelligere.

Desde un punto de vista interno, este procedimiento, que forma o configura un orden
de proposiciones a partir de definiciones, postulados y axiomas evidentes previamente
expuestos, representa para Spinoza un conocimiento verdadero en la medida en que
si, efectivamente, toda definición de una idea clara y distinta es verdadera, la
deducción lógica de los demás elementos que la componen revelará un ejercicio y un
funcionamiento natural de la razón humana que no se equivoca – o mejor dicho, que
no puede no equivocarse, es decir, no puede ser distinto de como es y, en
consecuencia, es necesario y no contingente.

En otras palabras, para Spinoza la confianza en la razón humana depende en última


instancia del valor que se atribuya a la demostración como garante último de la
verdad. Sólo si la razón es capaz de construir un determinado sistema de
conocimientos a partir de un primer principio del que se deduzcan todos
demostrativamente, sólo si expresa esa misma seguridad con la que la matemática ha
logrado edificar y formalizar un sistema productivo de demostraciones geométricas,
sólo entonces se puede llegar a tomar consciencia de que todo conocimiento
verdadero (o, en términos estrictamente spinozistas, «más adecuado») lo es siempre
en virtud de que se tome el orden geométrico de las cosas como necesidad intrínseca
de la naturaleza.

En este punto es donde mejor se revela la conexión entre el orden geométrico y el


orden divino. El orden geométrico no sólo expresa, igual que Dios, la sustancia
misma de las cosas: es de hecho su perfecta analogía. Las cosas derivan
necesariamente de la esencia o sustancia divina de Dios, igual que los teoremas
proceden necesariamente de la esencia de las figuras geométricas. Ahora bien,
mientras que el conocimiento racional que expresa la idea geométrica tiene una
necesidad de mediación a través de una serie de pasos demostrativos, el conocimiento
intuitivo que expresa el sentirse en Dios y el ver en Dios las cosas no precisa ya de
mediación, ya que Dios es, en cuanto sustancia única, causa de sí misma (causa sui)
y, en consecuencia, causa directa y necesaria de todo lo que existe, incluyendo la
diversidad de los seres corpóreos y pensantes. Por eso la afirmación de Dios en el
plano intuitivo es la condición de posibilidad de todo el sistema spinoziano, o dicho
de otro modo: el conocimiento de Dios es el supuesto indispensable para el
conocimiento de todas las cosas, porque una vez afirmado como una única necesidad
racional absoluta pueden procederse a evaluar sus rigurosas correspondencias en el
conocimiento racional, concretamente en la necesidad geométrica.

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La Estética Trascendental en Kant

Kant es un autor del siglo XVII que perteneció al movimiento de la Ilustración. Su


propuesta filosófica se denomina “idealismo trascendental” (o, también, “filosofía
crítica” pues dos de sus principales obras se titularon Crítica de la razón pura y Crítica
de la razón práctica). ¿En qué consiste ese “idealismo”? En afirmar que el objeto “gira”
entorno al Sujeto humano (él es el centro del universo, el punto central, el fundamento
último del mundo). Esta tesis idealista se opone a dos tesis defendidas anteriormente por
la tradición predominante: la tesis realista (según la cual el objeto, o la substancia, tiene
prioridad sobre el sujeto) y la tesis teocéntrica (según la cual el único y verdadero
fundamento del mundo es Dios como realidad suprema, causa creadora, etc.). Con Kant,
en definitiva, culmina el paso del teocentrismo medieval y de la primera modernidad (de
Descartes a Berkeley) al antropocentrismo que impera en el mundo moderno hasta el
día de hoy.

En su obra Crítica de la razón pura pretende Kant ofrecer una fundamentación idealista
del conocimiento científico. La ciencia físico-matemática está basada en una serie de
juicios sintéticos a priori: el conocimiento de un objeto es una síntesis a priori, previa a
una experiencia siempre a posteriori, entre intuiciones y conceptos (entre lo sensible y
lo inteligible –conceptos como causa o efecto, etc.).

La Estética Trascendental es el estudio de una facultad del Sujeto humano denominada


“sensibilidad” (se trata de la experiencia sensible, de la intuición de sensaciones).
Pregunta Kant: ¿qué es lo a priori del lado o el aspecto sensible del conocimiento? ¿qué
es lo a priori de la percepción de los fenómenos? A esto responde: el Espacio y el
Tiempo.

Espacio y tiempo son pues las formas a priori (las intuiciones puras, previas a la
presencia sensible de datos o sensaciones), es lo a priori de la facultad del Sujeto
cognoscente llamada sensibilidad. Pero, ¿qué son aquí espacio y tiempo? Son
principalmente dos cosas:

1. Un marco vacío e infinito (forma) dentro de la cual se ordenan los fenómenos


según coordenadas espaciales y temporales.
2. Un marco que permite la cuantificación matemática de los fenómenos, de lo
intuido sensiblemente; gracias a ellos son medidos según el espacio de la
geometría y el tiempo de la aritmética (espacio y tiempo son, por lo tanto, la
base del conocimiento matemático de los objetos).

En resumen: la Estética Trascendental pone de relieve lo que Kant considera las dos
formas a priori de la sensibilidad del Sujeto humano, dos formas puras (marcos vacíos
espacial y temporal) que intervienen en la producción de los objetos del conocimiento
físico-matemático que culminó con los hallazgos de Newton.

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La Analítica Trascendental de Kant

Kant es un autor ilustrado del siglo XVIII. Con el propósito de explicar el núcleo de su
propuesta filosófica acude a una metáfora: va a intentar llevar a cabo una “revolución
copernicana” en la filosofía. Antes de este cambio filosófico se entendía que el objeto
(la substancia) tenía prioridad y primacía sobre el sujeto (el modelo era: Objeto 
sujeto); pero, dice Kant, es el momento de señalar que el auténtico centro gravitatorio es
el Sujeto humano (el modelo debe ser en adelante: Sujeto  objeto). Se plantea así
sustituir el antiguo teocentrismo por un nuevo y moderno antropocentrismo (surge así
un idealismo antropocéntrico o antropomorfo que predomina hasta el día de hoy según
el cual el Hombre es el fundamento del mundo).

En su obra Crítica de la razón pura pretende Kant fundamentar el conocimiento en las


facultades del Sujeto humano racional. La obra está estructurada en tres partes: Estética
trascendental (intuiciones puras del espacio y el tiempo), Analítica Trascendental,
Dialéctica trascendental (en la que las tres substancias del racionalismo, Dios, Alma,
Mundo, son convertidas en meras Ideas de la razón).

En general Kant afirma que el conocimiento científico (el propio de la física matemática
moderna) es en su base última una síntesis a priori de datos sensoriales (fenómenos)
dados en el espacio y el tiempo y unificados a partir de una serie de conceptos puros o
categorías (una ciencia, así, es un sistema de juicios sintéticos a priori).

Precisamente la Analítica Trascendental pretende mostrar cuáles son los conceptos


puros o categorías que intervienen en la producción, por parte del Sujeto cognoscente,
del conocimiento físico-matemático. Los conceptos son uno de los temas de estudio de
la Lógica (la cual trata de los conceptos, los juicios y los razonamientos); por eso Kant,
para señalar cuáles son las categorías del conocimiento, se apoya en la clasificación de
los juicios realizada por la Lógica: habrá tantas categorías como clases de juicios. Por
este motivo Kant dice que hay cuatro grandes clases de categorías ubicadas en el
entendimiento del Sujeto humano: de cantidad, cualidad, relación y modalidad (y en
total subraya que hay doce categorías). Del conjunto de los conceptos puros los más
importantes son los de substancia y causa y efecto, ¿por qué? porque sobre ellos se
sostienen las leyes explicativas con las que la ciencia física pretende predecir los
sucesos de la naturaleza.

En conclusión la Analítica Trascendental es la exposición de los principales conceptos o


categorías con los que el Sujeto humano produce o genera el conocimiento explicativo
de la física matemática.

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La crítica de Kant a las pruebas de la existencia de Dios

Desde la época del Cristianismo medieval (el cual asimiló a su manera el legado de la
filosofía griega de Platón y Aristóteles) hasta el mismo siglo XVIII la posición
“metafísica” predominante fue el Teocentrismo. El fundamento último del mundo y del
hombre está, o eso se afirma, en un ser supremo, causa creadora de todo, fuente última
de la Verdad, el Bien y la Belleza, etc.

La filosofía de Kant, sin embargo, es la constatación de un cambio radical y decisivo en


esta situación (un cambio que marca en el fondo la marcha del mundo desde entonces):
constata el paso –propio y peculiar de la modernidad plena- de un Teocentrismo a un
Antropocentrismo. Estamos aquí ante un rasgo clave de la Ilustración: el (nuevo)
Fundamento del mundo es el Sujeto humano racional (y por ello “Dios” pasa a ocupar
de un modo u otro un papel secundario –deja de ser el absoluto protagonista, se
convierte en un actor de reparto, por decirlo así).

¿Qué implica esto filosóficamente? En el caso de Kant –aunque también en otros


autores posteriores- implica negar cualquier tipo de validez a las tradicionales pruebas
de la existencia de Dios. En su obra Crítica de la razón pura –en la parte titulada
“Dialéctica transcendental”- refutó expresamente y con detalle los tres grandes tipos de
pruebas: el “argumento ontológico” (debido a San Anselmo, seguidor de San Agustín),
el “argumento cosmológico” y el “argumento teleológico” (estas dos últimas clases de
pruebas están, por ejemplo, en Santo Tomás, y después se repitieron con variantes en
autores posteriores hasta el siglo XVIII). Según Kant en el fondo todos los tipos de
prueba pueden finalmente retrotraerse a la primera así que solo vamos a exponer la
aguda crítica que este autor le dirige.

El “argumento ontológico” pretender pasar sin más del plano lógico al plano real, es
decir: pretende pasar de un modo cierto, seguro y evidente del concepto de Dios
ubicado en la mente del hombre a proclamar que el referente de ese concepto –un ser
supremo, perfecto, infinito, omnipotente, omnisciente, etc.- debe existir necesariamente
tanto en la mente como en la realidad pues en caso contrario sería un concepto
contradictorio. Ahora bien, dice Kant: solo la experiencia sensible puede en última
instancia probar, certificar, que eso a lo que alude un concepto abstracto existe o no. Sin
embargo en el terreno de lo empírico nada puede demostrar de un modo riguroso y
satisfactorio la existencia de un ser infinito, perfecto, necesario, causa creadora de todo,
etc. Por lo tanto, y en definitiva, esta “prueba” de la existencia de Dios no prueba nada
de nada. Es una mera ilusión, un argumento falaz que la razón puede desmontar
mostrando el truco que encierra (pues solo a partir de la experiencia sensible es legítimo
el paso de lo lógico a lo real).

¿Qué se concluye en general de la crítica de Kant a las pruebas de la existencia de Dios?


Que la Teología en ningún caso podrá nunca demostrar de un modo satisfactorio, cierto,
seguro, fiable, que existe por encima del mundo y del hombre un Dios que sea la causa
creadora de todo, etc.

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Pero, sea dicho para terminar, ¿por qué Kant, en el fondo, afirma algo así? Porque su
obra refleja el ocaso del Teocentrismo y el auge del Antropocentrismo (y por eso la
define como “idealismo transcendental”, etc.). No pueden convivir sin más dos
Fundamentos: o lo es Dios o lo es el Hombre (y el mundo moderno, en su madurez
ilustrada, apostó decididamente por la segunda opción, al menos hasta el día de hoy).

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Historia y progreso según Kant

En el siglo XVIII estamos en la modernidad plena; en ella se consuma enteramente el


paso del Teocentrismo propio de la Edad Media y la primera modernidad (en el
Renacimiento y el siglo XVII) al Antropocentrismo. Un autor que pensó profundamente
este paso fue Kant (¿cómo? sosteniendo que el hombre es el sujeto de la razón y por ello
el fundamento del mundo). En el marco de la Ilustración –en cuyo seno se movió Kant-
se afirmó que hay una Historia Universal (la historia por lo tanto sería única,
omniabarcante) y que esta historia está marcada por el Progreso (el tiempo histórico
debe ser, por lo tanto, lineal, continuo y acumulativo, ascendente –va de lo inferior
hacia lo superior, etc.). Esta idea de una Historia Universal en Progreso significa por lo
tanto creer que el mundo moderno (con el conjunto de procesos que lo definen) marca el
fin de la Historia: la meta o la cima a la que se debe dirigir toda la humanidad (está aquí,
por cierto, la tesis que dio alas al colonialismo del siglo XIX: si el mundo moderno es el
mejor, es la cima de la historia, resulta “lógico” que los demás pueblos –“inferiores”-
estén bajo su “tutela”). En general, por lo tanto, la afirmación del Progreso de la
Historia realizada por la Ilustración es un procedimiento de legitimación: si sucede algo
y enseguida se dice de ello que contribuye al Progreso entonces eso, sea lo que sea,
resulta legitimado, avalado, justificado (pues acerca a la meta, aproxima al fin, conduce
al estadio superior).

En el terreno sociopolítico ¿cuál es según Kant la meta de la Historia Universal? ¿cuál


es lo que define su Progreso? La consecución de un Estado de Derecho vertebrado por
una Constitución política que encauce una democracia liberal y representativa. Cuando
en cada Nación haya un Estado de este tipo el paso siguiente será una Organización de
Naciones Unidas (lo que Kant llama ‘Estado Cosmopolita’). Es esto lo que define y
caracteriza el fin de la Historia, el logro del Progreso.

¿Y cuál es, según el planteamiento de Kant, el motor del Progreso? Un mecanismo


natural que llama “insociable sociabilidad”; ésta significa que el ser humano está
atravesado por una tensión radical entre egoísmo (insociabilidad) y altruismo
(sociabilidad). El impulso del progreso –según esta propuesta teórica- está en la
“guerra” entre individuos y naciones (en medio del optimismo ilustrado introduce aquí
Kant una cierta dosis de pesimismo –de raíz “protestante”, en su caso). Según esto el
Progreso tiene el efecto (casi mágico, por decirlo así) de convertir el mal (la guerra, el
dolor, etc.) en bien (la paz, la felicidad, etc.).

Actualmente –después de los ‘desastres del siglo XX’ (y en medio de los problemas
medioambientales, etc., etc.)- la tesis ilustrada de que ‘automáticamente’ la Historia está
en Progreso –una idea que fue obvia y evidente durante mucho tiempo- es un tema de
debate y discusión. Pero esto sucede porque el mundo moderno está en plena crisis
(hasta el punto de que se habla incluso de ‘postmodernidad’ y cosas de este estilo).

En conclusión: en consonancia con la Ilustración Kant sostuvo que la Historia progresa


hacia mejor y que el mundo moderno es la meta o el fin de la Historia Universal.

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Filosofía y religión en Schopenhauer

Schopenhauer sostiene que la religión y la filosofía tienen un origen y una meta común,
es decir, responden en el fondo a las mismas preguntas. ¿Cuáles son éstas?

Por un lado está la pregunta –la inquietud profunda- referida a la contingencia del
mundo: ¿por qué existen algo en vez de nada? ¿por qué el mundo es así y no de otra
manera? Etc. Por otro lado surge la pregunta –y la zozobra que la acompaña- sobre el
mal en el mundo y la vida (atravesados ambos por fenómenos negativos como el dolor,
la enfermedad, la muerte, etc.).

Si el origen de la religión y la filosofía está en estas preguntas también sucede que su


meta es común: entender, por una parte, el orden del mundo (a pesar de su carácter
contingente o innecesario, etc.) y, de algún modo, aliviar el mal de la vida, liberar a la
existencia del dolor, la penuria, etc.

Aunque la religión y la filosofía tienen su raíz en estas preguntas y tienen también una
misma meta sin embargo sus respuestas y soluciones se mueven en direcciones
opuestas.

La respuesta religiosa se mueve en el terreno del “mito”. Esto significa, tal y como
expone Schopenhauer, que se trata de una respuesta en último término “ilusoria”. Así,
por ejemplo, cuando la religión promete una vida eterna en el más allá, etc., su alivio del
dolor de la vida mundana se apoya en una promesa falsa y el consuelo que logra es, así,
artificioso, quimérico.

En cambio la respuesta que busca la filosofía tiene un carácter “racional”: pretende así
desterrar toda ilusión o falsedad (no todas las filosofías logran algo así pero esto está al
menos en su base).

Schopenhauer, por lo tanto, aún reconociendo la raíz común y el mismo propósito a la


religión y la filosofía, desarrolló una crítica filosófica de la religión entendida, por así
expresarlo, como “opio del pueblo” (una droga que “anestesia”, etc.). Esta crítica de la
religión es semejante a la que posteriormente expusieron autores como Nietzsche, Marx
o Freud.

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El método genealógico según Nietzsche

Nietzsche concibe la filosofía como la realización del un diagnóstico de la situación


actual (¿qué sucede hoy que sea auténticamente relevante? Etc.). Esta concepción de la
filosofía como “diagnóstico epocal” requiere, para su logro satisfactorio, recurrir al
“método genealógico”. Veamos en qué consiste este.

¿Qué indica la “genealogía” como método filosófico? Que los fenómenos o los procesos
de una época del mundo sólo se entienden y se explican a fondo cuando se saca a la luz
su “génesis”: su origen histórico.

Por ejemplo: Nietzsche afirma que lo que caracteriza al mundo contemporáneo es la


llegada del nihilismo (la “muerte de Dios” como constatación de la “ausencia de
Fundamento”, etc.). Pues bien: respecto al nihilismo Nietzsche se propone llevar a cabo
su “genealogía”; ¿cuál es el origen histórico de la “desvalorización de los Valores
Supremos” (la Verdad, el Bien, etc.) que define al nihilismo del mundo actual? (su
respuesta fue que la raíz última del nihilismo está en el platonismo y el cristianismo y su
dogmática desvalorización de la vida mundana, etc.).

La genealogía, el método genealógico, es, por lo tanto, el estudio del pasado que está en
el origen de un fenómeno presente, actual. Ahora bien, la indagación del pasado no se
efectúa por sí misma –por aumentar el conocimiento de lo que ya sucedió- sino que se
realiza en vistas al futuro, al porvenir. Por eso la crítica de la situación actual no solo
tiene un carácter negativo (rechazar el platonismo y el cristianismo, etc.) sino también
uno positivo: el nihilismo de occidente, por ejemplo, tiene que ser superado a partir de
una “transvaloración” de los valores realizada desde la óptica de la vida (es decir, desde
una filosofía radicalmente “vitalista”). Así pues la genealogía, como método que
contribuye a un diagnóstico de la actualidad, a pesar que de estudia el pasado se orienta
en última instancia hacia el futuro, hacia un proyecto de renovación cultural (superar el
nihilismo, la moral del rebaño, etc., etc.).

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Las tres vertientes del nihilismo según Nietzsche

Nietzsche pretendió –en primera instancia- ofrecer un diagnóstico de la actualidad en el


que se debe conseguir poner de relieve factores profundos y no solo superficiales o
coyunturales. Y el término “nihilismo” pretende ayudar en este propósito.

¿Qué es el nihilismo?

En primer lugar es un complejo y escurridizo proceso histórico que está empezando a


imponerse en el seno de la modernidad occidental y que va a marcar –dice Nietzsche
proféticamente- “los próximos dos siglos”. Aún así, a pesar de ser un acontecimiento
nuevo, tiene sus raíces en una larga historia que arranca en el platonismo griego y pasa
por el cristianismo medieval, etc.

El nihilismo –la llegada al mundo de los procesos ‘nihilizadores’- coincide con lo que
llama provocativamente la “muerte de Dios” (siendo ‘Dios’ un emblema para referirse a
todo aquello que se postula como fundamento último del mundo). Cuando “muere
Dios” –la entidad máxima, lo que está por encima de todo, etc.- llega el nihilismo al
mundo y se extiende por todas partes (con él “todo lo sólido se desvanece en el aire”).

Dicho ahora con más precisión: el nihilismo consiste en que los Valores Supremos (la
Verdad, el Bien, la Belleza –considerados como valores absolutos, indiscutibles,
trascendentes, sublimes) se desvalorizan, pierden de repente todo su valor, dejan de
marcar metas y de orientar la vida en el mundo.

Por otra parte –y llegamos ya a la pregunta planteada- el nihilismo posee tres vertientes
o tres aspectos centrales:

a) Una cara negativa. El caer repentinamente en la cuenta de que los Valores


Supremos “no valen nada” provoca en la humanidad occidental un desengaño
traumático (similar al del niño que creía en los Reyes Magos y un buen día
conoce la verdad al respecto). El nihilismo conlleva por lo tanto un enorme
proceso de descomposición y de decadencia, de desorientación, de pérdida del
norte. Toda meta o propósito individual y colectivo parece que ya no conduce a
nada (impera pues el ‘sálvese quien pueda’, etc., etc.).
b) Una cara positiva. A pesar de que no haya propiamente hablando Valores
Supremos (absolutos, eternos, etc.) puede llegar a emerger una forma de vida
sostenida por valores vitales en los que la vida no esté reprimida ni constreñida;
el nihilismo es pues también una oportunidad para dar con algo mejor que las
formas de vida que cuajaron a la sombra del platonismocristiano de occidente.
c) La tercera vertiente es la conjunción de las dos anteriores. El nihilismo es un
proceso ambiguo: dibuja un escenario incierto –una auténtica encrucijada- en el
que cabe lo peor (la destrucción, la aniquilación, la extinción) y lo mejor (una
vida alentada por la voluntad de poder y bajo la pauta del eterno retorno –por
acudir al núcleo de la propuesta filosófica de Nietzsche).

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En resumen y como conclusión: la primera vertiente del nihilismo es negativa, la


segunda es positiva y la tercera alude a la duda de cuál de ellas terminará
prevaleciendo en la historia del mundo. Así la pregunta final de Nietzsche es esta:
¿podrá superarse el nihilismo que está marcando ahora el devenir del mundo
moderno occidental?

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La concepción spinozista de la moral

La ética “naturalista” y “racionalista” de Spinoza comienza subrayando que a la hora


de entender las cuestiones morales de las que se ocupa la ética filosófica no debe
exagerarse el papel tradicionalmente asignado a la libertad, la voluntad o el libre albedrío.
Es equivocado y erróneo entender la libertad de la voluntad de un modo absoluto. ¿Por
qué? En primer lugar, los seres humanos son parte de la Naturaleza (la única Substancia),
son parte del Todo, y no algo separado, desgajado, independiente y autosuficiente. Y en
la Naturaleza hay una peculiar primacía de la “necesidad” -de la ley y el orden- sobre la
pura “libertad”, y esto mismo, a su manera, tiene que reflejarse en el territorio mismo de
la moral; una prueba indirecta de que en efecto así es la encontramos en lo siguiente:
cuando alguien justifica retrospectivamente una conducta suya suele decir: “tuve que
actuar así”, es decir, argumenta que su acción estuvo movida, en última instancia, aunque
fuese “acto libre”, realizado sin coacción, por la “necesidad”.
Como autor racionalista afirma Spinoza que la conducta moral implica un conocimiento
ético, es decir, supone que los seres humanos tienen “ideas”, unas veces se trata de ideas
adecuadas, claras y verdaderas, y otras de ideas inadecuadas, confusas, falsas (en el caso
de la moral estas ideas se refieren a fines, metas, propósitos). ¿Qué defiende, en general,
una ética racionalista? Que los seres humanos actúan racionalmente, según la guía de la
razón, cuando apoyan sus conductas en ideas morales adecuadas, claras, verdaderas.
Ahora bien, es importante destacar, a juicio de Spinoza, que las acciones humanas, las
conductas de los seres humanos, tienen su raíz en las pasiones, en los impulsos, en los
apetitos. Cuando se niega esto, como ocurre a veces, la ética se vuelve quimérica y dañina
por perder su suelo (lo pasional en el ser humano no puede ser extirpado salvo al precio
de la infelicidad completa, como sucede con el puritanismo represivo de los impulsos
vitales). En los seres humanos, pues, el deseo es el motor de las acciones, su fuerza
motivadora, el resorte que las espolea. Sucede, entonces, que, desde las pasiones, en ellas
y con ellas, se concreta, define y distingue el bien y el mal, la felicidad y la desdicha. Por
extraño que parezca a primera vista, la ética racionalista es una ética de las pasiones, y lo
es porque la “esencia” de los seres humanos, destaca este autor, está en su “deseo” (en
latín, en el “conatus”).
El primer impulso, el instinto básico, es del de la autoconservación, lo que Spinoza
llama “perseverar, cada uno, en su ser”. Pero esto no es todo: el ser humano no sólo puja
por sobrevivir, anhela algo más elevado y más complicado de conseguir, aspira a la virtud,
al bien, a la felicidad. Y la clave de su logro o consecución está en una equilibrada
combinación entre lo pasional y lo racional.
Las pasiones básicas son las pasiones alegres, por un lado, y las pasiones tristes por
otro. Ellas son los indicativos, respectivamente, de la felicidad y de la desdicha. Pero, ¿en
qué consiste, según Spinoza, la felicidad anhelada y perseguida por la vida humana? El
ser humano es feliz con el incremento de su potencia de actuar, con la expansión de sus
capacidades; la infelicidad, al contrario, está en la disminución de su poder de acción, por
eso las pasiones tristes son, en el fondo, provocadas por la impotencia, por “no poder
hacer algo” que nos motiva y estimula.

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La tarea principal de la vida moral se concreta, pues, en último término, en lo siguiente:


el desafío está en que las pasiones alegres -el amor, en definitiva- sustituyan y desplacen
a las pasiones tristes -el odio, el resentimiento, la frustración. Este es, afirma Spinoza, el
único camino racional hacia la felicidad, el bien, la perfección. Un camino arduo, difícil,
pero sólo él conduce a una vida plena.
Un último detalle para concluir. Puesto que el poder de actuar, la capacidad de acción,
está vinculada con el conocimiento del mundo en todos sus aspectos, facetas y
dimensiones, la vida feliz, la vida virtuosa, según Spinoza, es la vida del sabio; en cambio,
la vida desdichada, es la vida del ignorante, del inculto, del necio. Spinoza, así, retoma la
conexión clásica -procedente del mundo griego- entre la virtud, la felicidad y la sabiduría.

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La mónada y sus gradaciones según Leibniz


En general la filosofía racionalista proponía una teoría del conjunto de la realidad
centrada en la idea de “substancia”; los entes, todos los seres, son substancias, es decir,
algo que, al menos hasta cierto punto, subsiste por sí mismo, es independiente y
autosuficiente.
Descartes, en este contexto, se refirió a tres substancias: Dios como substancia infinita
y perfecta; el yo pienso o la substancia pensante (sede de las ideas o representaciones); la
substancia extensa (la realidad física, la materia en el espacio tridimensional, un objeto
explicable según leyes mecánicas puramente cuantitativas). Por su parte, Spinoza, alude
a una única Substancia (la Naturaleza) con sus infinitos atributos y sus modos.
¿Y Leibniz? Su propuesta fue la siguiente: hay una multiplicidad infinita de substancias
-no tres como en Descartes o una como en Spinoza- que están organizadas
jerárquicamente, es decir, hay entre ellas, en definitiva, grados de perfección, pues unas
substancias son más perfectas y otras lo son menos.
La tesis principal de Leibniz es que cada substancia es una “mónada”; un término que
únicamente significa “unidad”. Las mónadas básicas y principales son “simples”: carecen
de partes en las que puedan ser divididas o analizadas; puesto que se denomina
generalmente “materia” a lo que puede ser dividido en partes más pequeñas Leibniz
concluye que las mónadas simples son “inmateriales” (con ello no niega que exista en el
universo “materia”, sólo dice que ésta es algo derivado, secundario, subordinado). De
todos modos, importa resaltarlo, la mayoría de los seres que pueblan el universo son
entidades compuestas, es decir: agregados o conglomerados de mónadas (así, un árbol o
un caballo es una unidad de unidades; y un triángulo es la unidad de tres rectas, etc.).
Las mónadas se definen por su fuerza, por su impulso a la acción, al cambio. Toda
substancia, así, está animada por un dinamismo interno, un movimiento propio. Cada
mónada incluye, por lo tanto, un principio activo. Este principio activo se concreta según
dos vías o se despliega según dos vertientes: la percepción y la apetición (el percibir y el
apetecer). Por la percepción la mónada conoce algo, por su apetito desea algo.
Precisamente porque lo que anima a que se pase de un conocimiento -una representación
del mundo desde una perspectiva- a otro conocimiento es el deseo, Leibniz afirma que en
las mónadas hay una primacía del apetecer sobre el percibir.
En la infinita multiplicidad de las mónadas -o de los seres compuestos con ellas- hay
una rigurosa y estricta gradación: una escala jerárquica según niveles de mayor o menor
perfección. Hay, pues, una organización piramidal que atraviesa y sostiene el conjunto
del universo, la totalidad de los entes.
En la cúspide de la pirámide está “Dios”, la substancia suprema, el fundamento de
todas las cosas. De esta Mónada superior y perfecta procede el “acto creador”. ¿Qué
significa esto? Que en la gradación de las mónadas hay una separación, un corte, una
discontinuidad entre el Ente Supremo y los seres creados (el primero es necesario y los
segundos contingentes, etc.).
Por debajo de la cúspide de la pirámide están los seres vivos: las mónadas animadas.
En este nivel hay también diferencias jerárquicas: en el estrato superior están los seres

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humanos, seres dotados de razón, es decir, de entendimiento y voluntad; en el nivel


intermedio están los animales, provistos de sensibilidad y memoria; y en el estrato inferior
las plantas, con sensibilidad, pero sin memoria.
Por último, en el nivel más bajo, se encuentran las substancias físicas: seres materiales
y extensos, entidades explicables según leyes mecánicas plasmadas en fórmulas
matemáticas que fijan entre ellas relaciones de causalidad.
Para concluir, puede destacarse que el papel de la Mónada divina, del Ente Supremo,
es, además de crearlo todo, “armonizar” la totalidad de las mónadas. En la Substancia
divina está el fundamento de la “armonía preestablecida”, eso que explica el orden y la
regularidad que hay entre las mónadas creadas, una armonía que consiste en una
sincronización universal de las acciones y los movimientos de las substancias.

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El liberalismo político de Locke

Locke es un autor del siglo XVII que pertenece, junto con Berkeley y Hume, al
empirismo inglés. Además de la tesis según la cual el conocimiento del mundo reposa en
última instancia en las ideas de sensación -en la experiencia sensible, en definitiva-
desarrolló una importante e influyente teoría política en la que se oponía drásticamente al
absolutismo político de Hobbes (en el que el soberano está por encima de la ley y no
puede ser revocado, etc.).
Esta teoría política es una de las primeras que puede calificarse propiamente de teoría
política liberal. Veamos brevemente sus tesis principales.
Los pilares de la propuesta política de Locke están en el iusnaturalismo (una doctrina
que habla de un “derecho natural” que reposa al final en una Ley divina) y una teoría
contractualista del poder del Estado; según el contractualismo la soberanía reposa en la
sociedad como asociación de individuos, y no en un monarca absoluto que reciba
directamente de Dios la legitimidad de su poder y autoridad.
El punto de partida se encuentra en lo que denomina “estado de naturaleza”, un primitivo
estado presocial y prepolítico. En él frecuentemente -aunque no siempre ni
necesariamente- hay una lucha de unos contra otros, hay inseguridad y conflicto, incluso
violencia y guerra. Con el fin de acabar con esta situación penosa e insoportable los
individuos se organizan y asocian en la sociedad civil y firman conjuntamente un contrato
-un pacto, un acuerdo- según el cual ceden su poder a un Estado que, en adelante, será el
depositario del gobierno legítimo y de las leyes justas.
¿Por qué, entre otras cosas, se denomina “liberal” a la propuesta política de Locke? Por
ejemplo, por las tres razones siguientes: a) el poder del Estado es limitado en tanto el
poder ejecutivo está subordinado al poder legislativo, el soberano, por lo tanto, no está
por encima de las leyes teniendo que atenerse a ellas; b) el representante del poder político
-por ejemplo, un rey- es revocable, puede ser removido de su puesto si incumple sus
deberes respecto a la sociedad y el bien común; c) el fin principal del Estado consiste en
defender, a través del derecho mercantil y el derecho penal, la propiedad privada de los
individuos (esto implica, por lo tanto, que hay un nexo intrínseco entre la ciudadanía -con
sus “derechos civiles”- y la propiedad; los que carecen de ella son, así, ciudadanos de
segunda categoría, sin auténtica potestad para influir en la esfera política, por ejemplo,
no tienen derecho al voto, etc.).
Esta teoría política -iusnaturalista, contractualista y liberal-, tal y como destacamos al
principio, ha sido históricamente muy influyente e importante.

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Ideología y alienación en Marx


Marx desarrolló una teoría crítica de la modernidad en la que trataba de sacar a la luz
las deficiencias profundas de la era moderna del mundo. Su doctrina filosófica principal
es el “materialismo histórico”; según esta propuesta la “infraestructura” de la vida
cultural, social y política está en el modo de producción (la conjunción de unas fuerzas
productivas y unas relaciones de producción). Según esta teoría filosófica el motor de la
historia, la raíz de los cambios en el mundo, está en la actividad económica (por eso, a
veces polémicamente, se suele decir que el marxismo es un peculiar “economicismo”).
Un aspecto o una vertiente de la teoría de Marx es su crítica de la ideología y su denuncia
de la alienación, Ambos son, según explica en su propuesta filosófica, estados y procesos
negativos, dañinos y perjudiciales. El mundo moderno, afirma, en tanto está gobernado
por el modo de producción capitalista (propiedad privada de los medios de producción y
de financiación, etc.), está a la vez profundamente ideologizado y es severamente
alienante. Pero, ¿a qué se refiere, respectivamente, con los conceptos de “ideología” y de
“alienación”? Es lo que expondremos brevemente a continuación.
Marx entiende por “ideología” una información falsa, un conocimiento erróneo en el
que se mezcla y confunde apariencia y realidad, un mensaje expresamente destinado a
distorsionar lo real, a encubrirlo; lo ideológico, por lo tanto, es una opinión común y
corriente que forma una densa cortina de humo que no deja ver las realidades sociales y
políticas tal y como son. La ideología, difundida a través de grandes medios de
comunicación, por ejemplo, impregna el conjunto de la vida social y la esfera política,
induciendo en los indefensos individuos una “falsa conciencia”; así, aturdidos por el
bombardeo ideológico, por el martilleo de la propaganda, la mayoría de los individuos
ignoran su preciso lugar y su papel en el conjunto de la sociedad. El punto que Marx
resalta en su crítica de la ideología es el siguiente: su difusión masiva consigue que la
clase proletaria -desconociendo por su influjo sus intereses, llegando a creer que todo está
bien como está, etc.- llegue a votar en las elecciones a partidos que, en el fondo,
representan los intereses de una minoría privilegiada y pudiente. Y este es solo un ejemplo
entre otros de lo que Marx entiende como el pernicioso influjo de la propaganda
ideológica.
Por su parte, la “alienación” es el proceso por el cual -por ejemplo, a través de la
ideología, pero, sobre todo, por estar inmerso en unas condiciones laborales cercanas a la
explotación- el ser humano resulta expropiado de su propio ser, pierde su esencia (por
ejemplo, la libertad, la capacidad de elegir entre proyectos vitales, etc.); como
consecuencia de su alienación resulta deshumanizado (convirtiéndose, por ejemplo, en
una mera mercancía, etc.). Marx distingue cuatro clases de alienación: económica, social,
política y religiosa.
Estos dos estados y procesos negativos propios del mundo moderno son, sin embargo,
reversibles: pueden ser contrarrestados. Allí donde la ideología propaga la falsedad y la
desinformación puede llegar a reinar la verdad; allí donde el hombre ha perdido su esencia
puede llegar a recuperarla (logrando su liberación, su emancipación de todo aquello que
lo oprime y desvirtúa). ¿Cómo puede conseguirse algo así? Si, según el diagnóstico de
Marx, la causa última de ambos fenómenos está en la infraestructura económica de la
sociedad, sólo un cambio profundo en el modo de producción puede anular sus efectos

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negativos. Por lo tanto, y es la conclusión de Marx, únicamente una revolución


sociopolítica -animada por la utopía de la sociedad sin clases, etc.- debería lograr que
remita la ideología y cese la alienación de los seres humanos.
Esto es lo que Marx sostuvo en el siglo XIX. Desde luego, si se tienen en cuenta los
diferentes avatares del “marxismo” en el siglo XX, la enmienda de las deficiencias del
mundo moderno parece algo bastante más difícil y complicado de lo que Marx llegó a
creer, soñar o augurar.

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Conocimiento y juegos de lenguaje según Wittgenstein

En general Wittgenstein –como otros autores del siglo XX- ha concebido la filosofía
como “análisis del lenguaje”.

En el conjunto de su trayectoria Wittgenstein realizó dos propuestas filosóficas muy


diferentes, es decir: elaboró dos respuestas bien distintas a la pregunta “¿qué es el
lenguaje”?

En su primer libro, Tractatus lógico-philosophicus (1921), sostuvo que hay un lenguaje


ideal y perfecto: el lenguaje de la Lógica. La lógica –la ciencia de la lógica- es clave
porque en ella se expone y localiza la esencia inmutable y la estructura común al
“mundo” y al “lenguaje” (encargado de reflejar como en un espejo los hechos del
mundo).

En su segundo libro, Investigaciones filosóficas (1953), rechazó la tesis que había


defendido con anterioridad, es decir, negó tanto la prioridad de la Lógica como la idea
de que tiene que haber un único lenguaje ideal y perfecto. Su propuesta ahora es, en
primer lugar, que el lenguaje principal es el lenguaje ordinario, el lenguaje común y
corriente. Además sostuvo que el lenguaje cotidiano está integrado por una enorme
variedad, una compleja maraña, de “juegos de lenguaje” irreductibles entre sí y que
están incardinados en las distintas formas de vida o actividades humanas (por ejemplo el
lenguaje de la ciencia, el lenguaje del arte, el lenguaje moral, etc.).

¿Por qué Wittgenstein comparó el lenguaje a un “juego”? Por varias razones, por
ejemplo las siguientes:

1) Un juego se define por sus reglas (las cuales permiten unas jugadas e impiden
otras, etc.); así el significado de las palabras o las frases se define por las reglas
sociales de su uso en los contextos en los que actúan los seres humanos
realizando su vida y llevando a cabo sus ocupaciones.
2) Un juego es un intercambio de jugadas entre varios jugadores, y ¿qué se
comparte en un juego de lenguaje? Se intercambian distintos tipos de
“mensajes”.
3) Un juego cambia cuando cambian sus reglas y lo mismo le ocurre al lenguaje
(los juegos del lenguaje surgen y cuando entran en desuso se extinguen).

En conclusión puede afirmarse que Wittgenstein pasó de defender una concepción


“logicista” del lenguaje a una concepción “pragmatista” en la que la noción principal en
torno a la cual gira esta teoría filosófica es la de “juegos de lenguaje”.

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Lenguaje, conocimiento y realidad según Wittgenstein

Una tesis constante de este autor es esta: el conocimiento de la realidad –y en general


cualquier acceso al mundo- tiene lugar preferentemente a través del lenguaje, en él y
con él. Esta no es una idea solo suya: define una tesis general de muchas corrientes
filosóficas del siglo XX (embarcada en parte en lo que se ha denominado “giro
lingüístico”).

Desde luego esta tesis solo alcanza precisión y concreción si se consigue explicar de
modo razonado qué es el lenguaje. Y es a responder a esta cuestión a la que dedicó
Wittgenstein el conjunto de su esfuerzo. Lo peculiar de la respuesta que elaboró es que
dio no una sino dos y muy distintas entre sí: la primera en un libro que publicó en los
años veinte del siglo pasado (el Tractatus logico-philosophicus), la segunda en un libro
editado en la década de los años cincuenta (las Investigaciones filosóficas). Veremos
ahora, brevemente, qué caracteriza básicamente su primera y su segunda respuesta a la
pregunta por el lenguaje.

En su primer libro Wittgenstein sostuvo que el auténtico y genuino lenguaje del


conocimiento y la experiencia no es ese lenguaje que hablamos todos los días. El
lenguaje en el que se expone la esencia del mundo es el lenguaje de la lógica; la Lógica
es una ciencia expuesta en un lenguaje formal y artificial cercano a la matemática (éste
es, por ejemplo, el lenguaje que hoy ‘hablan’, por decirlo así, los ordenadores, los
computadores). Por lo tanto según esta respuesta lo que debe hacerse es traducir todo el
lenguaje del conocimiento al lenguaje de la lógica: solo así el lenguaje proporcionará un
auténtico y genuino conocimiento de la realidad.

En su segundo libro su tesis de fondo es distinta: el lenguaje primordial no es un


lenguaje artificial sino la lengua ‘natural’, el lenguaje común y corriente. Por eso mismo
no hay un único lenguaje: hay múltiples juegos de lenguaje trenzados con una
pluralidad de formas de vida (el juego de lenguaje de la ciencia de la lógica es un juego
entre otros, sin ningún privilegio sobre los demás –no es mejor ni pero el lenguaje de la
ciencia que el lenguaje de la poesía, cada uno tiene validez en su parcela propia).

Por lo tanto –y como resumen y conclusión- el conocimiento lingüístico de la realidad o


del mundo se plantea de un modo muy distinto según se sostenga una u otra concepción
del lenguaje. En su primera etapa Wittgenstein defendió una concepción estrecha y
rígida , creyendo que solo puede haber un lenguaje legítimo (el lenguaje de la lógica
matemática); posteriormente planteó una concepción del lenguaje amplia y flexible (y es
esta última la que ha terminado siendo la más influyente en la filosofía contemporánea:
hay múltiples formas de vida en las que se acude al lenguaje más apropiado para su
desarrollo).

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La filosofía como terapia del lenguaje según Wittgenstein


La filosofía de Wittgenstein pasó por dos etapas muy diferentes. En cada una de ellas
encontramos un libro principal en el que expuso su propuesta: en la primera etapa el
Tractatus-Logico-philosophicus y en la segunda las Investigaciones filosóficas.
En la primera etapa Wittgenstein afirmaba que en la Lógica -un lenguaje puro, único,
exacto- está la estructura común al conocimiento y al mundo. Así la tarea principal de la
filosofía, además de mostrar esta tesis básica, se concentraba en traducir el lenguaje del
conocimiento -un espejo en el que se reflejan los hechos del mundo- al lenguaje pulcro y
pulido de la Lógica. En ésta primera etapa el fundamento de la realidad y del lenguaje
que la representa en el conocimiento está en la sintaxis lógica de un lenguaje artificial.
En su segunda etapa Wittgenstein rechazó lo que había sostenido anteriormente. Ahora
sólo le importaba y llamaba su atención el lenguaje cotidiano, el lenguaje común y
corriente. Por eso su tesis básica pasa por negar que exista una entidad como “el
Lenguaje”, con mayúsculas. Lo que hay es un enjambre de juegos de lenguaje trenzados
con formas socioculturales e históricas de vida (unas formas múltiples y cambiantes,
habitadas por la diferencia y la diversidad). En esta segunda etapa, además, afirma que el
significado del lenguaje está en su uso -en las reglas específicas de cada juego lingüístico-
y en el contexto compartido en el que está en cada ocasión enraizada la comunicación, el
intercambio de frases -mensajes- entre los seres humanos que participan de una misma
forma de vida.
Tradicionalmente se ha entendido, desde Platón y Aristóteles, que la filosofía está
llamada a encontrar un Fundamento, una suerte de clave maestra que lo explique todo. La
filosofía, así, parece avocada a buscar y encontrar un mundo ideal, un mundo esencial, es
decir, un ente supremo -sean las Esencias universales, Dios, el Sujeto humano, etc.- que
lo fundamente todo, que explique completamente el orden del mundo, que establezca de
una vez por todas cuál es su origen y su finalidad, etc. Pero en su segunda etapa,
coincidiendo aquí con Heidegger, Wittgenstein rechaza la idea misma de
“fundamentación”, suspendiendo la creencia de que si no hay un fundamento la totalidad
del mundo se hunde en el caos. Si la filosofía no debe localizar un fundamento le
corresponde, entonces, un lugar y le toca desempeñar un papel mucho más modesto y
menos ambicioso.
La tarea de la filosofía, afirma Wittgenstein en su segunda etapa, es terapéutica : le
corresponde -a partir de una descripción de los juegos de lenguaje y una aclaración del
uso contextual de palabras y frases- “curar” al mundo de toda una serie de “enfermedades
intelectuales” cuyo origen está en haber sucumbido al embrujo o hechizo del lenguaje. La
filosofía -atendiendo al lenguaje cotidiano- se encarga, así, de eliminar falsos problemas
o de disolver pseudoproblemas (los cuales, a su vez, conducen a empeñarse en soluciones
erróneas que desorientan y extravían la vida colectiva, llevándola hacia callejones sin
salida).
Baste un ejemplo de esta peculiar “terapia” desplegada por Wittgenstein: determinadas
palabras pueden llevar a creer que hay “esencias”, es decir, un puro y cristalino reino ideal
poblado de definiciones esenciales, de definiciones conceptuales; cuando se acepta esta
creencia se sostiene, a la vez, que el conjunto de la vida social depende, en su buen

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funcionamiento, su estabilidad, su orden legítimo y armónico, de que se hayan encontrado


y fijado con exactitud las esencias universales y necesarias de cada uno de los fenómenos
del mundo. Así, por ejemplo, la palabra “belleza” -o “justicia”, etc.- puede inducir la
creencia o el supuesto de que hay unas pocas propiedades esenciales -constantes,
permanentes, idénticas- que definen de una vez por todas y para siempre a todas y cada
una de las cosas calificadas precisamente como “bellas”. Pero esto, insiste Wittgenstein,
es un grave error -y un error cargado de consecuencias-: la palabra “belleza” -así como
los fenómenos que pone de relieve y destaca- no tiene un significado único y unívoco; su
uso es reglado y contextual, por lo que su significado concreto depende de una forma
social, cultural e histórica de vida y, por ello, del juego de lenguaje con el que está
trenzada. Por lo tanto, la teoría del significado como uso “cura” de la enfermedad del
“esencialismo lingüístico”, es decir, de la creencia grandilocuente -habitual en Occidente
desde Platón- de que existe la Verdad, el Bien y la Belleza, y de que la vida racional, la
vida civilizada, se sostiene necesariamente sobre estos ideales supremos.
La filosofía como “terapia del lenguaje”, en definitiva, y dicho para concluir, pretende
curar a la sociedad de una serie de “enfermedades intelectuales” que la asedian,
enfermedades originadas por un uso erróneo de palabras y frases que envenenan la
convivencia y la desorientan. Intenta, así, que se eviten poderosas e insistentes ilusiones
y quimeras que en el fondo resultan perjudiciales para el desarrollo de la cultura y la
civilización en la medida en que la orientan hacia falsos ídolos y metas ruinosas y
delirantes. Esta filosofía, este es su propósito, nos vuelve más tolerantes hacia la
multiplicidad, la diversidad y la diferencia, en tanto considera “patológica” la obsesión
por la unidad, la homogeneidad y la identidad y, también, conduce a perder el miedo al
cambio y la innovación.

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Falsabilidad y contrastabilidad en Popper

Karl Popper es un autor del siglo XX que entre otras cosas (por ejemplo la defensa de
una “sociedad abierta”, etc.) desarrolló una peculiar “filosofía de la ciencia”, es decir:
formuló una respuesta a la pregunta “¿qué es la ciencia?” (¿en qué consiste el
conocimiento científico?). Y una parte de su respuesta tiene que ver con los términos
complementarios de falsabilidad y contrastabilidad).

La principal teoría filosófica de la ciencia con la que compite Popper es la propuesta por
el grupo denominado “Círculo de Viena” (la teoría del empirismo lógico o del
neopositivismo). Según esta escuela la ciencia consiste básicamente en verificar
metódicamente hipótesis científicas: debe ser posible, por lo tanto, probar la verdad
definitiva de una teoría científica. Pero Popper, oponiéndose a esta idea tan habitual,
sostiene que no es posible, al menos directamente, probar la verdad completa e íntegra
del conocimiento científico, ¿por qué? entre otras razones porque la inducción en la que
se basa la observación experimental nunca puede ser completa, etc.

¿Qué propone entonces Popper como alternativa a la idea de “verificar” una hipótesis
científica? Propone la tesis de la “falsabilidad”. Esto significa que sí se puede de un
modo concluyente refutar una hipótesis científica: puede probarse que una teoría
completa, o una parte de ella, es falsa en base a un hecho relevante que la desmienta; si
esto se consigue esta hipótesis será definitivamente descartada. En esto consiste la
“falsabilidad”. ¿Y la contrastabilidad? Este segundo concepto solo introduce un matiz
sobre el primero: indica que hay grados de contrastación en el conocimiento científico,
es decir: hay, según una teoría determinada se va mostrando resistente a la falsación,
una mayor aproximación a la verdad completa y definitiva (inalcanzable en el fondo
pero siempre perseguible); sucede entonces que cuantos más intentos de falsación de
una hipótesis se hagan más aumenta su grado de contrastación y más legitimados
estamos de afirmar que esa hipótesis está muy cerca o bastante cerca de corresponder
con la propia realidad (esto, por ejemplo, sucede hoy día con la hipótesis astrofísica del
Big Bang, etc.).

Según esta teoría de la ciencia el conocimiento procede según “conjeturas y


refutaciones” (este es precisamente el título de un libro de Popper). Dentro del campo
de la ciencia se formulan conjeturas de acuerdo con el método hipotético-deductivo o
de un modo puramente imaginativo, después a través de experimentos repetibles se
buscan aquellos hechos observables que pueden, si se dan, refutar o falsar la conjetura
propuesta. Por lo tanto podrá decirse que es provisionalmente verdadera aquella teoría
científica que se resiste a ser falseada; por este motivo, y aunque esto pueda parecer
extraño, Popper insiste en que una comunidad científica debe preguntarse una y otra vez
“¿qué hecho o qué hechos refutarían nuestra principal y más elaborada teoría?”

La falsación, por último, es un criterio de demarcación entre ciencia auténtica y


pseudociencia. Los enunciados de la astrología, por ejemplo, no se pueden falsar
(tampoco, desde luego, “verificar” al modo de lo que proponía el Círculo de Viena); y
esto, afirma Popper, es una prueba de que no son enunciados científicos (son, por

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ejemplo, expresión de una “ideología supersticiosa” que siempre los blinda ante
cualquier intento de refutarlos).

En definitiva y como conclusión: falsabilidad y contrastabilidad son dos conceptos


básicos en la respuesta de Popper a la pregunta “¿qué es la ciencia?”

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Etapas de la historia de la metafísica según Heidegger

Heidegger denomina, en general, “metafísica” a un dispositivo implantado en la


realidad, en la totalidad de los entes, que pretende clausurarla, cerrarla de un modo
definitivo y fijo; ¿cómo? Atándola a un Fundamento. Ese fundamento –el ente supremo,
la realidad considerada superior- es el que decreta que solo hay un único Mundo
Verdadero, un Orden inmutable y eterno, etc.

A su vez, subraya Heidegger, la metafísica tiene una historia cuyas etapas centrales
coinciden con la misma historia de Occidente. En cada una de ellas ha regido una
distinta figura del Fundamento. Las etapas principales de esta historia de la metafísica
son tres: cosmológica, teológica, antropológica.

La primera etapa es la de la Antigüedad grecolatina. En ella el fundamento es el propio


mundo: el orden absoluto y completo de todo. Así, por ejemplo, Platón distinguió entre
un Mundo superior poblado por Ideas o Esencias suprasensibles –un mundo eterno,
necesario, etc.- y un mundo inferior surcado por cambiantes y efímeras apariencias (en
el conocido como “mito de la caverna” se expone esto de un modo nítido y claro).

La segunda etapa se caracteriza por sostener que el único fundamento es “Dios”; esta
amplia etapa abarca tanto la Edad Media como el Renacimiento y la primera
Modernidad (hasta mediados del siglo XVIII). Dios, como ser supremo, causa creadora,
etc., es la instancia que define y sostiene el único y legítimo orden de la realidad (así,
por ejemplo, se sostiene que la última fuente de la autoridad política del gobernante se
debe a la gracia de Dios, etc.).

La tercera etapa comienza a finales del siglo XVIII. En ella se afirma que el fundamento
de todo es el Hombre, al que desde entonces se concibe como el “Sujeto” (un término
que significa “lo que subyace”, lo que sostiene y soporta algo –o sea, el fundamento).
Es esta una etapa, en definitiva, antropocéntrica y antropomórfica.

Según Heidegger esta tercera etapa –la que marca la modernidad del mundo- atraviesa
en el siglo XX una crisis profunda que aún no se ha desplegado del todo. Por eso –
siguiendo aquí a Nietzsche aunque con matices distintos- afirma que la modernidad ha
desembocado en un “nihilismo” en el que la férrea alianza entre la ciencia y la técnica
(la tecnociencia) amenaza con destruirlo todo (la crisis, así, es a la vez una crisis
ecológica y social o política, etc.).

Heidegger, finalmente, sostiene que el modo inicial de afrontar esta crisis se encuentra
en entender a fondo la historia de la metafísica intentando, a la vez, desmontar sus
mecanismos propios; esto es lo que busca este autor con lo que desarrolla bajo la
expresión “pensamiento del ser” (en él se rechaza, por ejemplo, la tesis de que los entes
estén atados a un único fundamento, subrayando por lo tanto que otros mundos son
también posibles, etc.). La filosofía de Heidegger, en definitiva, se articula alrededor de
una crítica de la metafísica.

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Precomprensión y prejuicio en Gadamer


En el siglo XIX, con Dilthey, se definía la “comprensión” como el método propio de
las ciencias del espíritu en tanto son distintas de las ciencias de la naturaleza (en las que
se recurre a un método explicativo que fija experimentalmente leyes causales
cuantitativas). Gracias a este “método comprensivo” -que pivota sobre la “empatía”- las
ciencias del espíritu podían, afirma Dilthey, alcanzar la verdad de un modo cierto y
seguro.
En el siglo XX, Gadamer, discípulo de Heidegger, se esforzó en ensanchar el concepto
de “comprensión” y, por eso, entre otras cosas, deja de considerarlo como un método (es
lo que plantea en su libro de 1960 Verdad y método). La existencia humana, definida
según su radical ser-en-el-mundo, lleva a cabo, al ir viviendo, una serie de tareas, participa
en actividades como la ciencia o el arte, y lo consigue comprendiendo todo aquello que
le sale al paso y, a la vez, comprendiéndose a sí misma. Es decir, expresado en una
fórmula única: “existir es comprender”. Por eso, Gadamer dice que la filosofía es, en
primera instancia, una “ontología de la comprensión” en tanto se encarga de explicitar el
ser de la comprensión -su “estructura”, sus “condiciones de posibilidad”- y la
comprensión del ser.
Cuando indaga en la comprensión en la que siempre está inmersa la existencia humana
en su desempeño de quehaceres, Gadamer destaca que constantemente reposa sobre una
“comprensión previa”, es decir: la comprensión se erige sobre una “pre-comprensión”
(nunca, parte de cero, por decirlo así). ¿En qué consiste la “comprensión previa”? En la
comprensión de algo por alguien actúa una y otra vez la “anticipación de una totalidad de
sentido”; esa totalidad anticipada es recorrida, según se despliega el proceso del
comprender, parte por parte, pieza por pieza, fragmento a fragmento. Por ello, nos dice
Gadamer, la precomprensión dibuja o traza un peculiar “círculo” en el que desde el todo
se captan y desgajan las partes y, a la vez, desde las partes o pedazos se apunta hacia el
todo (en este vaivén reside el dinamismo de la comprensión). Cuando se va recorriendo
ese círculo la articulación entre las partes y el todo se ajusta varias veces hasta el momento
en el que la comprensión alcanza, provisionalmente, su punto final. Un ejemplo del
discurrir circular de la comprensión puede ser la lectura de una novela -o el seguimiento
de una serie de televisión-: en el punto de partida hay una vaga e imprecisa anticipación
de su “sentido total”, después, con lectura de los capítulos -las partes o pedazos del todo
anticipado- se van ajustando entre sí –“giros argumentales”, “desarrollo de los
personajes”, etc.- hasta que en el capítulo final se cierra el círculo regresando al momento
inicial del relato captando, así, el conjunto de la trama.
Un aspecto central de la filosofía de Gadamer se concreta en la tesis de la radical
historicidad de la comprensión. Que la comprensión sea intrínsecamente histórica
significa, aclara Gadamer, que se sostiene sobre la tradición, sobre lo que ha sido
transmitido y heredado. Cuando Gadamer profundiza en esta tesis pone de relieve la
importancia del “prejuicio” y de la “autoridad” en el despliegue de la comprensión del
mundo por parte de la existencia humana. Gadamer afirma que el prejuicio y la autoridad
tienen un sentido positivo -y no solo negativo, como se piensa a menudo-, por ello entabla
una discusión con la Ilustración del siglo XVIII; Gadamer considera que la modernidad
ilustrada ha vivido hechizada por el sueño de la razón pura y ahistórica, embriagada por

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la quimera de empezar todo de nuevo. Bajo la ideología del Progreso, además, se ha


creído que el pasado -la tradición, lo recibido- es un mero peso muerto, un lastre del que
hay que deshacerse para que triunfe la razón en el mundo (según el “futurismo” de la
modernidad ilustrada todo lo anterior, el conjunto de lo “antiguo”, es una rémora, algo
que debe superarse, dejarse atrás como un fardo inerte). Gadamer considera que estas
ideas ilustradas son exageradas, precipitadas, superficiales, unilaterales, por eso insiste
en que hay un profundo sentido positivo en la tradición, el prejuicio y la autoridad, y es
irresponsable y perjudicial perderlo de vista o ignorarlo.
En base a este razonamiento, en definitiva, Gadamer entiende que los “prejuicios” son
un factor posibilitador de la comprensión (la cual, como dijimos, nunca parte de cero,
sino que se mueve en un círculo). ¿Qué es un “prejuicio”? Un tópico, un lugar común,
una condensación del sentido común, y, así, un nudo o un vínculo en una comunidad de
sentido. Esta tesis, importa resaltarlo, no implica que deban aceptarse dogmáticamente
todos los prejuicios, indistintamente; pues, explica Gadamer, hay prejuicios que ayudan
a comprender un tema concreto y otros que son un obstáculo en el logro de esta meta. Por
ello, añade Gadamer, el proceso de la comprensión incluye una crítica de los prejuicios
en la que se descartan los que impiden entender adecuadamente algo y se precisan y
matizan los que lo permiten y favorecen. Por eso, concluye Gadamer, la crítica de los
prejuicios propia de la comprensión de algo por alguien nunca debe conducir a apoyar la
falsa creencia de que se puede comprender suprimiendo sin más miramientos todos los
prejuicios: esta es una pretensión quimérica que la final resulta contraproducente pues, en
el fondo, evita que los prejuicios de los que erróneamente pretenden comprender sin
acudir a ninguno se pongan sobre la mesa y puedan ser evaluados y discutidos; esa
creencia errónea, en definitiva, hace un flaco favor al diálogo racional en que consiste la
genuina comprensión.

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El concepto de “historia de los efectos” en Gadamer

Gadamer, un discípulo de Heidegger, ha desarrollado una propuesta denominada


“hermenéutica filosófica”. Su propósito consiste en formular una teoría en la que se
consiga explicitar o sacar a la luz las condiciones de posibilidad de la comprensión.

Una de las condiciones que hacen posible la comprensión de los fenómenos (sea en la
ciencia, el arte o la religión, por ejemplo) está en su intrínseca “historicidad”. Por eso
una de las tesis claves de la hermenéutica filosófica está en afirmar que la comprensión,
la experiencia del mundo, es un su núcleo “histórica”.

Pero, ¿qué significa esto? Supone destacar el enorme y decisivo peso de la tradición. ¿Y
cómo concibe este autor la tradición? Es aquí donde tiene un papel central el concepto
de “historia efectual”?

La idea básica es la siguiente: una obra (sea científica –los Principia de Newton-,
artística –El Quijote de Cervantes-, religiosa –el Corán-, etc.) trasciende el contexto en
el que ha surgido. Es decir: cada obra relevante en un campo tiene unos “efectos”, unas
repercusiones o un influjo en la posteridad (en lo que “viene después”). Cada “efecto”
de una obra del pasado –una obra heredada- es una específica “recepción” –
interpretación- de esa obra. La historia efectual –subraya Gadamer- es siempre plural,
múltiple, variada; está tejida por el juego recíproco de “repetición” –pues la obra legada
es siempre la misma- y “diferencia” –pues cada nueva interpretación saca a relucir
aspectos distintos antes desconsiderados u ocultados.

La historia efectual define, por otra parte, una dinámica o un proceso inacabable en
razón de la riqueza propia de cada obra heredada (Gadamer rechaza la tesis moderna,
presente en Kant o en Hegel, de que hay un fin de la Historia, etc.).

El significado profundo de este concepto reside en que pone de relieve que el presente –
la actualidad de una época del mundo y de la compresión en torno a la que se articula y
en la que se define- depende del pasado, de la tradición, es decir: de los efectos
constantemente renovados de las obras heredadas.

Este es el contenido principal del concepto gadameriano de “historia efectual”.

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Heidegger: la estructura ontológica del ser-en-el-mundo

Heidegger sostiene que la pregunta es “ontología”, es decir que formula una pregunta
por el “ser”. ¿El “ser” de qué? El ser de todo aquello que se muestra o aparece siendo
esto o siendo aquello (un triángulo, un árbol, un martillo; y eso que es muestra o se
manifiesta recibe el nombre de “ente” –un participio del verbo ‘ser’). Con el fin de
precisar más la respuesta a la pregunta por el ser añade Heidegger la consideración
siguiente: esa respuesta tiene que comenzar desarrollando una analítica de la existencia
humana porque es ella la que por una parte trata con los entes (sean triángulos, árboles o
martillos) y por otra, y más radicalmente, comprende el ser de todo lo que “es” –de todo
lo que aparece o comparece. Por este motivo la elaboración de una ontología –de la
pregunta por el ser- tiene su primera etapa en un análisis de la existencia humana; con el
fin de referirse a esta última acude Heidegger al término alemán “Dasein” y es este
término el que suele traducirse a nuestra lengua con la expresión “ser-ahí” (es lo que
literalmente dice la palabra alemana), por lo tanto con ella nos referimos a eso que
somos nosotros (es pues, nada más, un término equivalente a ‘existir humano’); y como
acabo de señalar el existir humano se caracteriza tanto por tratar con entes (trata con
triángulos cuando se embarca en el terreno de la geometría, trata con árboles cuando
pasea o cuando los corta para extraer madera, trata con martillos cuando fabrica una
mesa) como por comprender el ser de esos entes (el trato con un triángulo –midiendo su
área por ejemplo- implica que previamente comprendo qué es un triángulo, etc.). Sobre
este punto remito, para más precisiones, a la pregunta respondida que subí al foro
titulada “El olvido del ser y la diferencia ontológica según Heidegger”.

Tenemos pues por el momento esto: ser-ahí es una expresión que se refiere a la
existencia humana. Y Heidegger lo que se propone inicialmente es llevar a cabo una
investigación sobre en qué consiste o qué es la vida humana. El punto de partida de su
indagación dice así: radicalmente entendida la vida humana (la existencia, el ser-ahí) es
“ser-en-el-mundo”; es decir la existencia es enteramente mundana. El significado de
esto se entenderá mejor si vemos que tal definición se opone a otras definiciones de la
vida humana que también se han dado en la tradición. Heidegger, por ejemplo, con la
idea que estamos exponiendo se opone a la definición cristiana de la vida, ¿por qué?
Brevemente: aunque en el cristianismo se comienza reconociendo que la vida humana
es mundana se piensa que esto es algo ‘transitorio y provisional’ (la auténtica vida,
señala, está más allá del mundo de la vida corporal –en una vida ‘espiritual’); pero esto,
señala Heidegger, implica en el fondo no tomarse en serio que la existencia humana es
en el mundo, que en él nace y en él muere (y nada más –o nada menos). Por otra parte
en la tradición del idealismo filosófico moderno se ha sostenido, por ejemplo en Kant,
que el hombre es el Sujeto (el fundamento) y el mundo es un objeto (algo puesto o
producido por el sujeto); pero con esto, apunta Heidegger, se está diciendo que el
hombre es previo al mundo, que puede separarse o aislarse del mundo, que es
autosuficiente e independiente (puede definirse, parece, al margen de su inserción o su
pertenencia al mundo); sin embargo si la existencia humana es radicalmente mundana
no puede entenderse de este modo y por ello Heidegger rechaza la separación entre
sujeto y objeto (ni la vida humana es el Sujeto ni el mundo es un objeto del que ella
pueda disponer o que ella haya creado o generado, etc.). Y esta es la razón por la que la
expresión “ser en el mundo” se escribe de esta curiosa manera: ser-en-el-mundo, ¿qué
indican esos “guiones” puestos entre las palabras? Indican que los elementos a los que
cada palabra se refiere no pueden ser separados o aislados de los demás; según esto, en
definitiva, la existencia humana es radicalmente mundana (fuera del mundo o antes del

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mundo no es nada). Por otra parte lo que aquí está exponiendo Heidegger es un
“antecedente” –o algo semejante al menos- de lo que Ortega y Gasset sostiene cuando
afirma “yo soy yo y mi circunstancia” (o sea, el yo, cada uno de nosotros, es lo que es
en una circunstancia –y el “mundo” no es otra cosa que la totalidad o el conjunto de las
circunstancias en las que puedo actuar y desarrollar mi vida –tratando con los entes a
partir de la previa comprensión de su ser, etc.).

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El olvido del ser y la diferencia ontológica según Heidegger

Heidegger llevó a cabo un giro ontológico según el cual la pregunta central de la


filosofía es la “pregunta por el ser”. En un primer momento, en el libro Ser y tiempo, se
apoyó en un análisis de la existencia humana pues es ésta la que comprende el “ser”
cuando trata cotidianamente con los entes (con esto o con aquello, un martillo o una
obra de arte). Heidegger sostiene que el “ser” se da o se ofrece, por paradójico que
parezca, retrayéndose, ocultándose (reservándose, por así decirlo; nunca se muestra por
lo tanto enteramente, completamente). Esta es la razón de que aunque la existencia
humana comprende una y otra vez lo que significa “ser” (pues si no fuera así no podría
tratar con las cosas que se le muestran) lo olvida. Así el pensar filosófico, cuando
pregunta por el ser, se orienta hacia en intento de “recordar” eso que ha sido olvidado,
dejado atrás, desconsiderado.

Por otra parte una larga e influyente tradición filosófica, denominada “metafísica”, en
vez de recordar el ser rescatándolo de su olvido lo confunde con un “ente supremo”: con
un fundamento definitivo del mundo (algo que garantiza un orden fijo y definitivo). Así
Platón confunde el “ser” con un mundo eterno de esencias, la Edad Media y la primera
modernidad lo confunde con un único “Dios creador” y la modernidad plena lo
confunde con el Sujeto de la razón (como sucede en Kant o en Husserl, el maestro de
Heidegger; el idealismo moderno sustituye el teocentrismo anterior por un
antropocentrismo que Heidegger rechaza).

¿En qué consiste en definitiva el “recuerdo” del ser previamente “olvidado”? En


reconocer y asumir que el “ser” no es un ente (algo que aparece siendo esto o siendo
aquello) y menos aún el ente superior o el ente supremo (un fundamento fijo que
asegure un mundo cerrado o acabado). El “ser”, pues, afirma Heidegger, es diferente del
ente (hay una “diferencia ontológica”). ¿Qué implica esto? Por ejemplo, entre otras
cosas, que no hay un mundo único y definitivo: el mundo es siempre un “mundo
histórico” (y por eso habla Heidegger de distintas “épocas del ser” relacionadas con los
diferentes mundos acaecidos –y aún por acaecer).

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Diferencias entre la técnica griega y la técnica moderna según Heidegger

Heidegger constata que el mundo moderno está en el fondo gobernado por la técnica
(impera en él una peculiar “tecnocracia”). Esto le conduce a preguntar “¿qué es la
técnica?” La respuesta que formula dice: la técnica es uno de los distintos modos de
“desvelamiento” (alétheia), una manera en la que los entes aparecen y se muestran. Por
este motivo le parece discutible la idea común de que la técnica es un puro instrumento
neutral al servicio del hombre, un instrumento que pude controlar a voluntad sin
dificultad alguna. En el marco de esta reflexión expuso una comparación entre dos
modos de ser de la técnica que se han desplegado históricamente: la técnica (artesanal)
griega y la técnica (industrial) moderna. Señalaremos resumidamente algunas
diferencias entre ambas:

La técnica moderna provoca a la naturaleza: se dirige a ella con exigencias agresivas,


con un propósito explotador; por su parte la técnica griega era respetuosa con el entorno
natural. Esta primera diferencia enlaza con otra: ante la técnica griega la naturaleza
aparece primordialmente como una totalidad orgánica surcada por procesos cíclicos, en
cambio en la era moderna la naturaleza se muestra como un mecanismo inerte
matemáticamente calculable (Galileo, Descartes, Newton). Por eso, como tercera
diferencia, en la era moderna la naturaleza se entiende como una despensa de la que
puede extraerse todo sin miramientos (“a saco”, por decirlo coloquialmente), en Grecia,
en cambio, la Naturaleza se entendía como algo previo y más poderoso. Así, como
cuarta y última diferencia, el hombre moderno se concibe a sí mismo, gracias a una
técnica que considera obra suya, como el dueño del mundo y el señor de la tierra; en
cambio el hombre griego desarrollaba una técnica desde la idea de que en último
término él depende de la naturaleza para subsistir.

¿Qué se puede concluir de esta comparación? Dos cosas al menos:

1) Heidegger pretendía con ella discutir una idea habitual: no le parece obvio que,
si se consideran las cosas desde parámetros complejos, la técnica moderna sea
sin más “superior” a la técnica griega; este autor, por lo tanto, pretende criticar
una ingenua idea de “progreso” (¿respecto a qué es “superior” una y otra
técnica?).
2) Heidegger, y con eso concluye su meditación sobre la técnica, se pregunta ¿será
de algún modo posible en el futuro una técnica distinta de la griega pero que sea
como ella respetuosa con el entorno natural?

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La dimensión utópica de la conciencia según Horkheimer

Max Horkheimer fue fundador –junto a Adorno y Marcuse- de la Escuela de Frankfurt,


ligada a un Instituto de Investigación radicado en esa ciudad alemana.

El propósito de esta Escuela fue desarrollar una teoría crítica de la sociedad


contemporánea desde un planteamiento multidisciplinar en el que la filosofía se
combina con la sociología, la psicología, la economía, la historia, etc.

La tesis central –que da pie a la formulación de esta pregunta- dice que la crítica de la
realidad vigente exige contar con alguna utopía; ella marca el ideal de perfección desde
el que se mide y evalúa si los fenómenos y procesos actuales están o no a su altura. La
utopía es así el faro que ilumina al barco en medio de la tormenta señalándole hacia
dónde puede dirigirse para no naufragar.

En los años veinte de siglo pasado la utopía que proponían desde la Escuela de
Frankfurt estaba cercana al proyecto socialista (un socialismo democrático –en esta
Escuela siempre se rechazó la experiencia de la URSS pues entendían que había
traicionado la genuina herencia de Marx).

Ya en los años cincuenta y sesenta –tras la II Guerra Mundial- empieza a desconfiar de


esta utopía limitándose desde entonces a esgrimir un inconcreto e indeterminado anhelo
de justicia y paz (surge aquí la siguiente duda: ¿una utopía concreta cede aquí el paso a
un abstracto utopismo incapaz de canalizar una crítica relevante?); así que al final de su
vida Horkheimer expresó en sus escritos una “nostalgia de lo completamente otro”.

¿A qué se debe este paso de lo primero a lo segundo (de una utopía concreta a otra
abstracta)? Principalmente a los complicados y terribles sucesos del siglo XX. Los
miembros de la Escuela de Frankfurt tuvieron primero que huir del nazismo hacia los
Estados Unidos, pero allí su experiencia tampoco fue positiva: conocieron de primera
mano las enormes carencias de una sociedad íntegramente liberal (surcada por grandes
desigualdades, racismo, censura ideológica, baja cultura, consumismo y propaganda,
individualismo egoísta, etc.). Esta negativa experiencia –junto con el horror ante los
totalitarismos- les condujo a ser pesimistas sobre si cabe de verdad una combinación
equilibrada entre la libertad y la justicia.

En conclusión Horkheimer sostuvo que la conciencia crítica se apoya en una conciencia


utópica, poniendo de relieve que en la actual crisis de la modernidad es muy difícil
conseguir definir y precisar con claridad, y desde la razón, una utopía que sea sugestiva
y alentadora, un auténtico faro ilusionante que oriente los pasos de la sociedad
ofreciéndole una esperanza de que podrá afrontar sus males y enmendar sus defectos.

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La sociedad ideal de la comunicación en Habermas

Habermas es el representante principal de la segunda generación de la Escuela de


Frankfurt. Su meta es llevar a cabo una teoría crítica del mundo actual en la que se deje
atrás el profundo pesimismo en el que desembocó la primera generación (en la que la
crítica de la sociedad terminó teniendo solo un carácter negativo ante la angustia por un
futuro que está teñido de oscuridad y de sombra).

Habermas recoge de la hermenéutica filosófica de Gadamer dos tesis que, después,


desarrolló por su cuenta: la comprensión del mundo es ante todo lingüística y la raíz del
lenguaje se encuentra en el diálogo.

Son estas coordenadas las que le han permitido proponer una “utopía” que señala el
criterio central desde el que se despliega la teoría crítica. Se trata de la utopía de la
“sociedad ideal de comunicación”. Si la historia se desenvuelve adecuadamente,
racionalmente, se irá aproximando más y más a este ideal (un ideal que marca el fin del
progreso de la historia universal: su meta última).

¿En qué consiste este ideal, el ideal de una plena, pura y perfecta “sociedad de la
comunicación”? En que se instaure en todos los terrenos un diálogo racional (un
discurso argumentativo, una razón comunicativa). Un diálogo es racional, sostiene
Habermas, cuando sigue en todo punto las reglas de la argumentación; estas reglas son
un método de validación: eso que permite, al final, separar o distinguir los mensajes o
propuestas que son rechazadas de las que son aceptadas.

¿Y cuál es la regla de oro de la argumentación racional? Dice Habermas: algo es válido,


aceptable, cuando, después del complejo proceso comunicativo del diálogo racional,
aglutina un consenso unánime, un acuerdo universal.

Esta utopía –este canon o criterio de la razón crítica- es, afirma Habermas, no solo la
más apropiada para una sociedad articulada por los mass media (prensa, radio,
televisión, redes telemáticas, etc.) sino también una estricta continuación del proyecto
de la Ilustración. Es por eso que Habermas no acepta las tesis de autores
postmodernistas como Lyotard (en las que se sostiene que es inevitable, hoy día,
renunciar al proyecto de la modernidad y buscar otro tipo de salidas a la crisis profunda
del mundo moderno).

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Teoría crítica y racionalidad en Habermas

Habermas pertenece a la segunda generación de la Escuela de Frankfurt; la primera


generación incluye autores como Horkheimer o Adorno, entre otros. Esta corriente de la
filosofía del siglo XX propuso, inicialmente desde una orientación marxista, una crítica
del mundo moderno pues a pesar de sus logros (Estado de Derecho y Constitución
Política, etc.) aún está atravesado por desigualdades e injusticias. La primera generación
pasó de modo traumático por experiencias históricas tan duras como el totalitarismo
soviético y el totalitarismo nazi y después vivió la decepción del liberalismo
norteamericano (donde vivieron unos años exiliados); por todo esto únicamente se
atrevieron a proponer una utopía negativa. Habermas en cambio, como veremos ahora,
plantea una utopía positiva.

La teoría crítica juzga o evalúa una situación o un estado de cosas (un mundo concreto)
desde la razón, desde un ideal racional (a la vez utópico y, de algún modo, alcanzable
pues sino la crítica se basaría solo en una quimera). Pues bien: la tesis principal de
Habermas es que la razón crítica es una “razón comunicativa”. ¿Qué significa esto?
Ante todo que la razón se realiza a través del diálogo, del intercambio de argumentos en
el que las partes implicadas puedan expresar libremente sus demandas e intereses. La
razón comunicativa se opone al predominio actual de la razón instrumental o la razón
técnica (esta, por ejemplo, se plasma en la tecnocracia: en el gobierno de unos expertos
presuntamente asépticos que adoptan decisiones al margen de los intereses reales de los
ciudadanos). ¿Cuál es entonces el ideal propio de esta racionalidad comunicativa a la
que se refiere Habermas? Una comunidad de comunicación en la que los distintos
agentes sociales intercambian sus respectivas razones hasta alcanzar un acuerdo. Por
ejemplo: una norma moral o una ley política solo puede aceptarse como válida si ha
pasado la prueba de la comunicación racional entre sus promotores y los afectados por
esa norma o ley, por eso insiste Habermas en que la validez de algo equivale en último
término al consenso que es capaz de aglutinar entorno suyo.

Resumiendo: la teoría crítica propugnada por Habermas se basa o apoya en la


racionalidad del diálogo, de la comunicación, un intercambio de argumentos orientado
hacia el acuerdo y el consenso. Solo de esta manera, explica este autor, podría lograrse
un orden social más justo, más racional. Pero algo así requiere que la razón instrumental
se subordine a la razón comunicativa, y esto es algo que aún no se ha conseguido, sigue
siendo pues una utopía (hoy por ejemplo ante todo gobiernan los imperativos
económicos de los sectores más poderosos que se sitúan por encima de las demandas de
los ciudadanos, etc.).

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La crítica de Unamuno a la razón analítica

El punto de partida de este literato y filósofo fue un profundo pesimismo propio de la


generación del 98, una generación que compartía la dolorosa conciencia de un enorme
fracaso personal, social y político.

Unamuno comienza constando lo que a su entender es un irresoluble conflicto entre la


vida y la razón (la “razón analítica”), un conflicto que ve escenificado en el problema
mismo de la nación española: ¿debe europeizarse o modernizarse sin más abrazando la
“razón” y con ella la primacía de la ciencia y la técnica, la industria, lo material y lo
utilitario? ¿basta esto para sacarla de sus profundos problemas?

Unamuno afirma que la vida humana, pura voluntad, sentimiento, anhelo de metas
nobles y propósitos superiores, debe tratar de sobreponerse a una razón estrecha,
empobrecedora, abstracta. La razón, subraya, tiene que estar subordinada a la vida y no
al revés como sucede en la modernidad europea: el idealismo aventurero de don Quijote
es superior al realismo racionalista de Sancho.

¿Cómo se concreta, en la propuesta de Unamuno, esta primacía de la vida y el


sentimiento trágico que la define y que la enfrenta a una razón analítica, abstracta e
instrumental, positivista? En una fe religiosa, dubitativa y atormentada, capaz de
orientar la vida humana y de proveerla de un sentido que la impulsa hacia metas altas.

En resumen, la crítica de Unamuno a la razón analítica se basa en una afirmación de la


primacía de la vida (la voluntad, la emoción) sobre la razón e implica un cierto rechazo
desde el sur de Europa de una modernización exclusivamente centrada en lo económico,
en un utilitarismo materialista que Unamuno juzga insuficiente, espiritualmente
empobrecedor, desprovisto de auténtico sentido.

Ortega y Gasset, por su parte, se opuso a esta propuesta de Unamuno intentando volver
a armonizar o conjuntar la vida y la razón, pero, eso sí, definiendo ambas de un modo
nuevo, más amplio y menos unilateral (por lo tanto la crítica de Unamuno a la razón,
aunque le parecía a Ortega exagerada, no dejaba de reposar en motivos serios y dignos
de consideración).

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La razón vital en Ortega y Gasset

Como reacción al racionalismo idealista moderno (Descartes, Kant, Hegel, etc.)


surgieron en el siglo XIX una serie de planteamientos que declaran que la razón es
enemiga de la vida (la reprime, la oprime, le impide respirar y desarrollarse); en nuestro
país Unamuno, influido por Schopenhauer o Kierkegaard, había explorado hasta el
fondo –bajo una óptica en último término religiosa- la oposición entre vida y razón.
Ortega no acepta esta orientación de la cuestión (llena por otra parte de consecuencias e
implicaciones sociales y culturales decisivas para el occidente europeo): rechaza por
igual el racionalismo abstracto y el irracionalismo vitalista.

¿Cuál es la tarea histórica que en este contexto se le plantea a Ortega? Redefinir “razón”
y “vida” de tal marea que seamos capaces de entender que la razón es vital y la vida es
racional. Solo así, en último término, podrá superarse la profunda crisis moderna.

Pero, ¿qué es la vida? Primariamente es un yo (o sea, cada uno de nosotros) viviendo


desde su peculiar perspectiva en una circunstancia (una trama de facilidades y
dificultades, un repertorio de posibilidades limitadas). Sostiene además Ortega que la
vida es la realidad radical, ¿qué significa esto? Que todo lo que es –las cosas y su
sentido propio, las cosas y su verdad específica- lo hace en medio de la conexión
dinámica entre dos elementos: el yo y la circunstancia (retoma así Ortega la tesis de
Heidegger de que la existencia humana es ser-en-el-mundo en vez de ser, como se decía
en filosofías anteriores un sujeto enfrentado a un objeto).

Pues bien, la vida –insiste Ortega- incluye como momento clave y central de su
despliegue a la “razón” (pero no desde luego a la “razón pura” o la “razón abstracta” del
idealismo moderno: se trata aquí de una razón a la vez vital e histórica –arraigada en la
vida e implicada en su despliegue en la historia). Esta razón es principalmente tres
cosas: a) una razón conceptual gracias a la cual captamos el sentido propio y verdadero
de lo que se nos muestra en la circunstancia; b) una razón práctica capaz de orientar la
vida, de proveerla de metas, ideales, horizontes; c) una razón creativa: lo racional no es
así lo repetitivo y monótono, lo fijo y lo seguro, es algo propiamente creativo, la vida
racional, por lo tanto, se realiza de un modo semejante al arte: a través de pruebas,
ensayos, experimentos en los que expande su imaginación proyectando nuevas
posibilidades hasta el momento no exploradas.

La propuesta de Ortega es pues, en resumen, a la vez vitalista –pues exalta los impulsos
vitales y creativos de la existencia humana- y racionalista. La vida no es así ajena a la
razón, pero a una razón versátil y creadora; solo así, piensa Ortega, puede llevar a surgir
un nuevo mundo de la cultura más perfecto, vitalmente estimulante, mejorado y
enriquecido (superando el atasco provocado sea por una razón abstracta centrada en lo
útil y lo cuantitativo o por una vida que cree que puede discurrir exclusivamente por
cauces irracionales).

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