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Para la nueva concepción de la ciencia que nace a partir del Renacimiento, la importancia del pensador
inglés Francis Bacon (1560-1626) radica sobre todo en su aguda reflexión sobre las condiciones de
posibilidad de la ciencia y de sus métodos de investigación, esto es, las condiciones de su progreso en
general, la función práctica que posee en cuanto instrumento humano de dominio y transformación de la
naturaleza, así como los prejuicios que impiden su desarrollo efectivo.
Por tanto, a diferencia de las grandes cabezas científicas del Renacimiento que, como Kepler o Galileo,
contribuyeron con sus descubrimientos no sólo a que se asentara el nuevo lugar del hombre en el universo,
sino que afianzaron una serie de procedimientos de validación y desarrollo científicos fundados en la
matemática y en la física modernas (formulación de hipótesis, deducción y experimento), la reflexión
baconiana, tal como es defendida programáticamente en su Novum Organum Scientiarum, es de orden
filosófico-teórico y apunta en todo momento a una decidida renovación de las ciencias, a una completa
instauración del saber humano.
En este sentido, pues, Bacon señala que el ambicioso proyecto de un verdadero conocimiento científico debe
tener al menos dos fases bien diferenciadas: la primera (la pars destruens), consiste en desembarazarse de
aquellos ídolos (idola ) o falsas nociones que han invadido el intelecto humano; la segunda (la pars
construens), en exponer las reglas del único método que puede volver a poner en contacto a la mente
humana con la realidad, esto es, el único procedimiento científico capaz de descubrir aquellas formas o
esencias de la naturaleza que, por ser estables y cognoscibles, pueden manejarse como instrumentos de
dominio y transformación efectivos (p.e. formulándose como leyes generales de comportamiento de
objetos).
1) En cuanto a la teoría de los ídolos, es decir, la teoría según la cual la mente humana se hallaría
condicionada por una serie de prejuicios que impederían el auténtico desarrollo científico –o, en palabras de
Bacon, «dificultarían el acceso a la verdad»– cabe distinguir cuatro tipos de ídolos:
- Los ídolos de la tribu (idola tribus) reflejan aquella inclinación común del intelecto humano por imaginarse
y suponer coincidencias, correspondencias, relaciones y órdenes de cosas que no existen en realidad más que
como mero reflejo de la propia naturaleza humana, es decir, la inclinación a interpretar erróneamente la
naturaleza sin tomar conciencia de la ineludible dimensión antropomórfica que subyace a dicha
interpretación.
- Los ídolos de la caverna (idola specus) tienen su fundamento en la naturaleza individual del ser humano y
se refieren a todos aquellos condicionantes de carácter, así como la educación recibida, nuestras
convicciones y costumbres, que moldean y constituyen nuestro pequeño mundo o cueva en cuanto
individuos y distorsionan así la luz con la que contemplamos la naturaleza.
- Los ídolos del mercado (idola fori) son aquellos errores que tienen su origen en la comunicación y en el
trato de los hombres entre sí, sobre todo aquéllos ocasionados por el uso siempre ambiguo del lenguaje.
- Finalmente, los ídolos del teatro (idola theatri) provienen de la aceptación acrítica de aquellos sistemas o
doctrinas filosóficos por el simple hecho del prestigio histórico, social o cultural que se les ha reconocido.
2) En cuanto a la constitución de las reglas de un nuevo método científico, Bacon defiende incansablemente
una mejor comprensión del método inductivo, es decir, el método que establece principios o leyes de
carácter general a partir de la observación de los hechos.
Para Bacon –como ya para Aristóteles– el método inductivo parte ciertamente de la observación particular
de los hechos empíricos, pero, a diferencia del Estagirita y de toda la tradición escolástica, éste ni debe
proceder por la simple enumeración acrítica de casos particulares ni caer con demasiada ligereza en
afirmaciones o conclusiones generales de tipo finalista. Antes bién, la inducción baconiana procede siempre
por eliminación, esto es, filtrando crítica y sistemáticamente los hechos empíricos a través de una serie de
tablas categorizadoras (tabla de presencia, tabla de ausencia, tabla de grados), cuya comparación permite en
última instancia conocer la ley o forma de la propiedad natural que se está investigando.
Sólo con la aplicación de estas tres tablas sobre un hecho observable y, por tanto, con la previa exclusión de
las hipótesis falsas, sólo entonces queda habilitada la inducción en sentido estricto, que es la condición de
posibilidad baconiana del segundo momento del método, a saber, la deducción y el experimento, en el
sentido de que de la hipótesis obtenida deben deducirse los hechos que implican.
Para Descartes, la primera verdad sobre la que ha de construirse el nuevo edificio de la filosofía, a
saber, la certeza del yo pensante, de la cosa pensante (res cogitans), es el único punto de partida válido
para asegurar, partiendo de ella, que los conocimientos claros y distintos obtenidos por intuición son
conocimientos firmes y verdaderos.
Ahora bien, también hay conocimientos –Descartes habla, en rigor, de «ideas adventicias», de
representaciones cuyo contenido creemos que nos llega desde fuera– que se refieren al mundo externo
y corpóreo que no podemos obtener con la misma claridad y distinción que exige la intuición. En
efecto, los objetos materiales, como opuestos a la sustancia espiritual y pensante que es el yo, son
concebidos por Descartes como cosa extensa (res extensa ) y su conocimiento tiene lugar a través de los
sentidos, los cuales pueden engañarnos.
Sin embargo, esta apertura de mis facultades sensibles e imaginativas a un mundo exterior, ¿es
realmente objetiva? Y en caso afirmativo, ¿quién garantiza su objetividad? Para responder a ambas
preguntas y garantizar plenamente que la facultad cognoscitiva del hombre no puede ser engañada con
respecto a los objetos que componen el mundo externo, Descartes recurrirá a la demostración de la
existencia de Dios partiendo no del mundo exterior al hombre, sino a partir del hombre mismo o, mejor
dicho, de su conciencia. La importancia de este recurso metódico estriba en el hecho de que la idea de
Dios que encuentro en mí, una «idea innata», garantiza en última instancia, por su caracter no derivable
y evidente, la correspondencia entre la actividad pensante de la sustancia espiritual y las características
y comportamientos de las sustancias extensas pensadas y conocidas por ella. La idea de Dios reafirma
la positividad de la realidad humana así como la capacidad natural para conocer la verdad.
Por un lado, el alma, concebida como sustancia pensante ( res cogitans), expresa el atributo del
pensamiento y por tanto, a imagen del Creador, la sustancia espiritual, una, simple, indivisible e infinita
dentro de mí. Por otro lado, el cuerpo, materia finita en cuanto pura extensión, es espacial y mensurable
tanto en sus propociones estáticas como en sus movimientos y actividades. El cuerpo es, de hecho, una
suerte de autómata dotado de puro movimiento mecánico, de ahí que su comportamiento sea semejante
al de las máquinas y esté regido por las leyes de la mecánica. Es importante notar, finalmente, que es
en el cuerpo y no en el alma donde Descartes localiza el principio de vida: luego la vida se reduce al
puro movimiento mecánico. O dicho a la inversa: el alma no hay que concebirla en relación con la
vida, es pensamiento pero no vida.
Prueba de esta comunicación o interacción entre cuerpo y alma es la existencia de las pasiones
humanas, para cuya demostración Descartes adopta una explicación indudablemente mecanicista: en un
planteamiento original que bebe de las teorías de la circulación de la sangre de Servet y Harvey,
Descartes explica como los «espíritus animales», producidos en el corazón, circulan rapidísimamente
por todo el cuerpo mezclados con la sangre y son bombeados finalmente al cerebro, donde ejercen una
presión sobre la glándula pineal, que responde a la sensación en forma de movimiento del cuerpo.
Con la obra del filósofo francés René Descartes (1596-1650) se inaugura la modernidad filosófica. En
Descartes encontramos desarrolladas –por primera vez en la historia de la filosofía– no sólo una rigurosa
teoría del conocimiento y una honda preocupación por el método, sino una decidida subordinación de ambas
piezas al único fundamento que puede y debe legitimar su empleo, esto es, la «luz natural» de la razón
humana. Es por eso que vinculamos la filosofía cartesiana al racionalismo, es decir, aquella corriente
filosófica europea que acentúa el papel de la razón en la adquisición del conocimiento.
Ahora bien, es preciso notar que la razón cartesiana es inseparable de la importancia que el filósofo atribuyó
a la matemática como único conocimiento cierto y evidente. Descartes fue el primero en destilar
filosóficamente la principal consecuencia de los grandes descubrimientos científicos de Kepler, Copérnico o
Galileo, a saber: que la aplicación de la matemática a la investigación de la naturaleza –su
«matematización»– revelaba, en última instancia, que todo conocimiento verdaderamente científico lo era
siempre en virtud del carácter universal del conocimiento matemático. Por tanto, puesto que las matemáticas
expresaban una verdad segura y universalmente válida, el proyecto de la razón cartesiana se inscribe en una
novedosa concepción de la filosofía entendida como una «matemática universal».
Aclarada, pues, la íntima conexión entre racionalismo y matemáticas, podemos abordar mejor la reflexión
cartesiana sobre el criterio de la certeza, que es, en primer lugar, un problema relativo al método, es decir, al
procedimiento u operación mentales con las que pueden determinarse, siempre desde la razón, las
condiciones de un saber cierto y seguro, de validez general.
En la segunda parte de su Discurso del método (1637), el filósofo francés establece cuatro reglas o preceptos
que sirven para caracterizar externamente el método. Esta caracterización nos sirve sobre todo para
determinar el orden de los razonamientos para poder alcanzar la verdad:
A esta caracterización externa le corresponde, desde un punto de vista interno, las dos operaciones
principales del entendimiento por las que llegamos sin error al conocimiento cierto de la cosas, a saber: la
intuición y la deducción. En el primer caso se trata aquella operación por la que, reduciendo las
proposiciones compuestas a proposiciones simples, percibimos clara y distintamente el objeto de nuestra
comprensión; en el segundo caso, se trata del procedimiento sintético-deductivo de recomposición y
ordenamiento que parte siempre de la verdad de las proposiciones clara y distintamente percibidas.
Una vez expuesto en sus dos vertientes el método, es necesario su aplicación. Para ello, Descartes elabora en
sus Meditaciones metafísicas (1641) la conocida estrategia por medio de la cual, siguiendo el método arriba
expuesto, pretende llegar a un principio único de la más elevada y absoluta certeza. La estrategia, como es
sabido, consistirá en poner en duda todo el conocimiento previamente admitido por uno mismo, hasta llegar
a esa verdad que, por resistirse a todo motivo de duda, sea fundamento de toda certeza.
Tal verdad es que, para poder ser engañado (p.e. por los sentidos, tanto en los sueños como en la vigilia,
incluso por un «Dios engañador» o un «genio maligno»), para poder dudar de todos los conocimientos y
suponer que todo es falso, es necesario que el yo que duda, o sea el sujeto que piensa todo es proceso de la
duda, exista. «Pienso, luego existo» (Cogito ergo sum).
Si, para Descartes, el cogito –la conciencia de sí mismo como cosa pensante o res cogitans– se nos impone
como una verdad cierta por poder concebirla con toda claridad y distinción, es decir, por haber sido obtenida
por intuición, se puede establecer como regla general que son verdades todas las cosas que concebimos igual
de clara y distintamente. En consecuencia, el criterio de la certeza se define siempre y sólo siempre en base
a la evidencia proporcionada por la claridad y la distinción de la primera verdad, que es la certeza del yo
pensante. En otras palabras, que el criterio de certeza o seguridad subjetiva de los conocimientos se define a
partir de las características según las que se presenta dicha verdad, que son las características de la claridad y
la distinción. Con ellas aseguramos, pues, la firmeza y la verdad de todos los demás objetos de
conocimientos obtenidos por intuición, incluidos los conocimientos matemáticos.
Podemos decir que el proyecto filosófico del pensador holandés de origen judío Baruch
Spinoza (1632-1677) se adscribe perfectamente a la corriente racionalista por las siguientes
tres características generales:
En primer lugar, su filosofía subraya el carácter modélico del conocimiento causal. Para
Spinoza, el conocimiento de las causas es paradigmático en la medida en que constituye el
modelo de conocimiento verdadero: sólo cuando damos razón de las causas para explicar los
efectos estamos ofreciendo un modelo para entender, en un siguiente paso, la reducción de
toda causalidad a la causalidad inmanente. O dicho en otras palabras: sólo en la medida en
que hacemos de la búsqueda de los nexos que explican la realidad la máxima que guíe nuestro
comportamiento filosófico entederemos que todos ellos son, en última instancia, la expresión
de una necesidad racional absoluta, que Spinoza identifica con Dios. Ahora bien, en ningún
momento debe entenderse a Dios como creador del mundo, ni como voluntad, sino como
sustancia única, como necesidad absoluta, eterna, impersonal del que provienen los infinitos
atributos y los infinitos modos que constituyen el mundo. El conocimiento de Dios es por
tanto el supuesto indispensable para el conocimiento de todas las cosas. En este sentido, para
Spinoza el conocimiento causal, aunque eminentemente influido por la ciencia moderna, debe
subordinarse en todo momento a la comprensión de que nada puede existir fuera de Dios, de
que Dios y mundo son una y la misma cosa en virtud de su orden necesario, por lo que
quedan excluidas las causas finales y las consideraciones teleológicas.
De las dos primeras características se deduce, en tercer lugar, el carácter paradigmático del
método matemático. Spinoza se propone construir un sistema filosófico more geométrico, es
decir, un sistema que tome como modelo el procedimiento deductivo de las matemáticas,
concretamente el propuesto por el método deductivo-geométrico euclidiano. En rigor, la
naturaleza de las figuras geométricas expresa un orden necesario de las cosas que puede ser
aplicado a la realidad. Ofrece un modelo para conocer verdaderamente el mundo, describe
una auténtica norma de la verdad, ya que al partir de un primer principio del que se deducen
demostrativamente todos los demás se está garantizando la correspondencia entre el orden de
las ideas y el orden de lo real. Pensemos, por ejemplo, en la naturaleza del triángulo, y en el
hecho de que todos los teoremas concernientes al mismo procedan de forma rigurosa de su
definicón matemática. Pues bien, el hecho de que no puedan no proceder, esto es, el hecho de
que no sean contingentes sino necesarios implica para Spinoza que el orden geométrico
expresa, igual que Dios, la sustancia misma de las cosas. De hecho, es su perfecta analogía:
las cosas derivan necesariamente de la esencia de Dios, al igual que los teoremas proceden
necesariamente de la esencia de las figuras geométricas
Uno de los propósitos más ambiciosos de Spinoza y que mejor ilustran su adscripción
a la corriente filosófica del racionalismo del siglo XVII es su intención de construir
una filosofía basada en la seguridad y en la confianza que expresa el modelo
deductivo-geométrico de la matemática. Como herramienta de trabajo, dirá
programáticamente Spinoza, este modelo nos permite una distanciación emocional
con respecto a los objetos de estudio que nos atañen, y, por tanto, una objetivación
desapasionada del puro intelecto, más allá de la risa, de las lágrimas y de los afectos:
nec ridere, nec lugere, neque detestari; sed intelligere.
Desde un punto de vista interno, este procedimiento, que forma o configura un orden
de proposiciones a partir de definiciones, postulados y axiomas evidentes previamente
expuestos, representa para Spinoza un conocimiento verdadero en la medida en que
si, efectivamente, toda definición de una idea clara y distinta es verdadera, la
deducción lógica de los demás elementos que la componen revelará un ejercicio y un
funcionamiento natural de la razón humana que no se equivoca – o mejor dicho, que
no puede no equivocarse, es decir, no puede ser distinto de como es y, en
consecuencia, es necesario y no contingente.
En su obra Crítica de la razón pura pretende Kant ofrecer una fundamentación idealista
del conocimiento científico. La ciencia físico-matemática está basada en una serie de
juicios sintéticos a priori: el conocimiento de un objeto es una síntesis a priori, previa a
una experiencia siempre a posteriori, entre intuiciones y conceptos (entre lo sensible y
lo inteligible –conceptos como causa o efecto, etc.).
Espacio y tiempo son pues las formas a priori (las intuiciones puras, previas a la
presencia sensible de datos o sensaciones), es lo a priori de la facultad del Sujeto
cognoscente llamada sensibilidad. Pero, ¿qué son aquí espacio y tiempo? Son
principalmente dos cosas:
En resumen: la Estética Trascendental pone de relieve lo que Kant considera las dos
formas a priori de la sensibilidad del Sujeto humano, dos formas puras (marcos vacíos
espacial y temporal) que intervienen en la producción de los objetos del conocimiento
físico-matemático que culminó con los hallazgos de Newton.
Kant es un autor ilustrado del siglo XVIII. Con el propósito de explicar el núcleo de su
propuesta filosófica acude a una metáfora: va a intentar llevar a cabo una “revolución
copernicana” en la filosofía. Antes de este cambio filosófico se entendía que el objeto
(la substancia) tenía prioridad y primacía sobre el sujeto (el modelo era: Objeto
sujeto); pero, dice Kant, es el momento de señalar que el auténtico centro gravitatorio es
el Sujeto humano (el modelo debe ser en adelante: Sujeto objeto). Se plantea así
sustituir el antiguo teocentrismo por un nuevo y moderno antropocentrismo (surge así
un idealismo antropocéntrico o antropomorfo que predomina hasta el día de hoy según
el cual el Hombre es el fundamento del mundo).
En general Kant afirma que el conocimiento científico (el propio de la física matemática
moderna) es en su base última una síntesis a priori de datos sensoriales (fenómenos)
dados en el espacio y el tiempo y unificados a partir de una serie de conceptos puros o
categorías (una ciencia, así, es un sistema de juicios sintéticos a priori).
Desde la época del Cristianismo medieval (el cual asimiló a su manera el legado de la
filosofía griega de Platón y Aristóteles) hasta el mismo siglo XVIII la posición
“metafísica” predominante fue el Teocentrismo. El fundamento último del mundo y del
hombre está, o eso se afirma, en un ser supremo, causa creadora de todo, fuente última
de la Verdad, el Bien y la Belleza, etc.
El “argumento ontológico” pretender pasar sin más del plano lógico al plano real, es
decir: pretende pasar de un modo cierto, seguro y evidente del concepto de Dios
ubicado en la mente del hombre a proclamar que el referente de ese concepto –un ser
supremo, perfecto, infinito, omnipotente, omnisciente, etc.- debe existir necesariamente
tanto en la mente como en la realidad pues en caso contrario sería un concepto
contradictorio. Ahora bien, dice Kant: solo la experiencia sensible puede en última
instancia probar, certificar, que eso a lo que alude un concepto abstracto existe o no. Sin
embargo en el terreno de lo empírico nada puede demostrar de un modo riguroso y
satisfactorio la existencia de un ser infinito, perfecto, necesario, causa creadora de todo,
etc. Por lo tanto, y en definitiva, esta “prueba” de la existencia de Dios no prueba nada
de nada. Es una mera ilusión, un argumento falaz que la razón puede desmontar
mostrando el truco que encierra (pues solo a partir de la experiencia sensible es legítimo
el paso de lo lógico a lo real).
Pero, sea dicho para terminar, ¿por qué Kant, en el fondo, afirma algo así? Porque su
obra refleja el ocaso del Teocentrismo y el auge del Antropocentrismo (y por eso la
define como “idealismo transcendental”, etc.). No pueden convivir sin más dos
Fundamentos: o lo es Dios o lo es el Hombre (y el mundo moderno, en su madurez
ilustrada, apostó decididamente por la segunda opción, al menos hasta el día de hoy).
Actualmente –después de los ‘desastres del siglo XX’ (y en medio de los problemas
medioambientales, etc., etc.)- la tesis ilustrada de que ‘automáticamente’ la Historia está
en Progreso –una idea que fue obvia y evidente durante mucho tiempo- es un tema de
debate y discusión. Pero esto sucede porque el mundo moderno está en plena crisis
(hasta el punto de que se habla incluso de ‘postmodernidad’ y cosas de este estilo).
Schopenhauer sostiene que la religión y la filosofía tienen un origen y una meta común,
es decir, responden en el fondo a las mismas preguntas. ¿Cuáles son éstas?
Por un lado está la pregunta –la inquietud profunda- referida a la contingencia del
mundo: ¿por qué existen algo en vez de nada? ¿por qué el mundo es así y no de otra
manera? Etc. Por otro lado surge la pregunta –y la zozobra que la acompaña- sobre el
mal en el mundo y la vida (atravesados ambos por fenómenos negativos como el dolor,
la enfermedad, la muerte, etc.).
Aunque la religión y la filosofía tienen su raíz en estas preguntas y tienen también una
misma meta sin embargo sus respuestas y soluciones se mueven en direcciones
opuestas.
La respuesta religiosa se mueve en el terreno del “mito”. Esto significa, tal y como
expone Schopenhauer, que se trata de una respuesta en último término “ilusoria”. Así,
por ejemplo, cuando la religión promete una vida eterna en el más allá, etc., su alivio del
dolor de la vida mundana se apoya en una promesa falsa y el consuelo que logra es, así,
artificioso, quimérico.
En cambio la respuesta que busca la filosofía tiene un carácter “racional”: pretende así
desterrar toda ilusión o falsedad (no todas las filosofías logran algo así pero esto está al
menos en su base).
¿Qué indica la “genealogía” como método filosófico? Que los fenómenos o los procesos
de una época del mundo sólo se entienden y se explican a fondo cuando se saca a la luz
su “génesis”: su origen histórico.
La genealogía, el método genealógico, es, por lo tanto, el estudio del pasado que está en
el origen de un fenómeno presente, actual. Ahora bien, la indagación del pasado no se
efectúa por sí misma –por aumentar el conocimiento de lo que ya sucedió- sino que se
realiza en vistas al futuro, al porvenir. Por eso la crítica de la situación actual no solo
tiene un carácter negativo (rechazar el platonismo y el cristianismo, etc.) sino también
uno positivo: el nihilismo de occidente, por ejemplo, tiene que ser superado a partir de
una “transvaloración” de los valores realizada desde la óptica de la vida (es decir, desde
una filosofía radicalmente “vitalista”). Así pues la genealogía, como método que
contribuye a un diagnóstico de la actualidad, a pesar que de estudia el pasado se orienta
en última instancia hacia el futuro, hacia un proyecto de renovación cultural (superar el
nihilismo, la moral del rebaño, etc., etc.).
¿Qué es el nihilismo?
El nihilismo –la llegada al mundo de los procesos ‘nihilizadores’- coincide con lo que
llama provocativamente la “muerte de Dios” (siendo ‘Dios’ un emblema para referirse a
todo aquello que se postula como fundamento último del mundo). Cuando “muere
Dios” –la entidad máxima, lo que está por encima de todo, etc.- llega el nihilismo al
mundo y se extiende por todas partes (con él “todo lo sólido se desvanece en el aire”).
Dicho ahora con más precisión: el nihilismo consiste en que los Valores Supremos (la
Verdad, el Bien, la Belleza –considerados como valores absolutos, indiscutibles,
trascendentes, sublimes) se desvalorizan, pierden de repente todo su valor, dejan de
marcar metas y de orientar la vida en el mundo.
Por otra parte –y llegamos ya a la pregunta planteada- el nihilismo posee tres vertientes
o tres aspectos centrales:
Locke es un autor del siglo XVII que pertenece, junto con Berkeley y Hume, al
empirismo inglés. Además de la tesis según la cual el conocimiento del mundo reposa en
última instancia en las ideas de sensación -en la experiencia sensible, en definitiva-
desarrolló una importante e influyente teoría política en la que se oponía drásticamente al
absolutismo político de Hobbes (en el que el soberano está por encima de la ley y no
puede ser revocado, etc.).
Esta teoría política es una de las primeras que puede calificarse propiamente de teoría
política liberal. Veamos brevemente sus tesis principales.
Los pilares de la propuesta política de Locke están en el iusnaturalismo (una doctrina
que habla de un “derecho natural” que reposa al final en una Ley divina) y una teoría
contractualista del poder del Estado; según el contractualismo la soberanía reposa en la
sociedad como asociación de individuos, y no en un monarca absoluto que reciba
directamente de Dios la legitimidad de su poder y autoridad.
El punto de partida se encuentra en lo que denomina “estado de naturaleza”, un primitivo
estado presocial y prepolítico. En él frecuentemente -aunque no siempre ni
necesariamente- hay una lucha de unos contra otros, hay inseguridad y conflicto, incluso
violencia y guerra. Con el fin de acabar con esta situación penosa e insoportable los
individuos se organizan y asocian en la sociedad civil y firman conjuntamente un contrato
-un pacto, un acuerdo- según el cual ceden su poder a un Estado que, en adelante, será el
depositario del gobierno legítimo y de las leyes justas.
¿Por qué, entre otras cosas, se denomina “liberal” a la propuesta política de Locke? Por
ejemplo, por las tres razones siguientes: a) el poder del Estado es limitado en tanto el
poder ejecutivo está subordinado al poder legislativo, el soberano, por lo tanto, no está
por encima de las leyes teniendo que atenerse a ellas; b) el representante del poder político
-por ejemplo, un rey- es revocable, puede ser removido de su puesto si incumple sus
deberes respecto a la sociedad y el bien común; c) el fin principal del Estado consiste en
defender, a través del derecho mercantil y el derecho penal, la propiedad privada de los
individuos (esto implica, por lo tanto, que hay un nexo intrínseco entre la ciudadanía -con
sus “derechos civiles”- y la propiedad; los que carecen de ella son, así, ciudadanos de
segunda categoría, sin auténtica potestad para influir en la esfera política, por ejemplo,
no tienen derecho al voto, etc.).
Esta teoría política -iusnaturalista, contractualista y liberal-, tal y como destacamos al
principio, ha sido históricamente muy influyente e importante.
En general Wittgenstein –como otros autores del siglo XX- ha concebido la filosofía
como “análisis del lenguaje”.
¿Por qué Wittgenstein comparó el lenguaje a un “juego”? Por varias razones, por
ejemplo las siguientes:
1) Un juego se define por sus reglas (las cuales permiten unas jugadas e impiden
otras, etc.); así el significado de las palabras o las frases se define por las reglas
sociales de su uso en los contextos en los que actúan los seres humanos
realizando su vida y llevando a cabo sus ocupaciones.
2) Un juego es un intercambio de jugadas entre varios jugadores, y ¿qué se
comparte en un juego de lenguaje? Se intercambian distintos tipos de
“mensajes”.
3) Un juego cambia cuando cambian sus reglas y lo mismo le ocurre al lenguaje
(los juegos del lenguaje surgen y cuando entran en desuso se extinguen).
Desde luego esta tesis solo alcanza precisión y concreción si se consigue explicar de
modo razonado qué es el lenguaje. Y es a responder a esta cuestión a la que dedicó
Wittgenstein el conjunto de su esfuerzo. Lo peculiar de la respuesta que elaboró es que
dio no una sino dos y muy distintas entre sí: la primera en un libro que publicó en los
años veinte del siglo pasado (el Tractatus logico-philosophicus), la segunda en un libro
editado en la década de los años cincuenta (las Investigaciones filosóficas). Veremos
ahora, brevemente, qué caracteriza básicamente su primera y su segunda respuesta a la
pregunta por el lenguaje.
Karl Popper es un autor del siglo XX que entre otras cosas (por ejemplo la defensa de
una “sociedad abierta”, etc.) desarrolló una peculiar “filosofía de la ciencia”, es decir:
formuló una respuesta a la pregunta “¿qué es la ciencia?” (¿en qué consiste el
conocimiento científico?). Y una parte de su respuesta tiene que ver con los términos
complementarios de falsabilidad y contrastabilidad).
La principal teoría filosófica de la ciencia con la que compite Popper es la propuesta por
el grupo denominado “Círculo de Viena” (la teoría del empirismo lógico o del
neopositivismo). Según esta escuela la ciencia consiste básicamente en verificar
metódicamente hipótesis científicas: debe ser posible, por lo tanto, probar la verdad
definitiva de una teoría científica. Pero Popper, oponiéndose a esta idea tan habitual,
sostiene que no es posible, al menos directamente, probar la verdad completa e íntegra
del conocimiento científico, ¿por qué? entre otras razones porque la inducción en la que
se basa la observación experimental nunca puede ser completa, etc.
¿Qué propone entonces Popper como alternativa a la idea de “verificar” una hipótesis
científica? Propone la tesis de la “falsabilidad”. Esto significa que sí se puede de un
modo concluyente refutar una hipótesis científica: puede probarse que una teoría
completa, o una parte de ella, es falsa en base a un hecho relevante que la desmienta; si
esto se consigue esta hipótesis será definitivamente descartada. En esto consiste la
“falsabilidad”. ¿Y la contrastabilidad? Este segundo concepto solo introduce un matiz
sobre el primero: indica que hay grados de contrastación en el conocimiento científico,
es decir: hay, según una teoría determinada se va mostrando resistente a la falsación,
una mayor aproximación a la verdad completa y definitiva (inalcanzable en el fondo
pero siempre perseguible); sucede entonces que cuantos más intentos de falsación de
una hipótesis se hagan más aumenta su grado de contrastación y más legitimados
estamos de afirmar que esa hipótesis está muy cerca o bastante cerca de corresponder
con la propia realidad (esto, por ejemplo, sucede hoy día con la hipótesis astrofísica del
Big Bang, etc.).
ejemplo, expresión de una “ideología supersticiosa” que siempre los blinda ante
cualquier intento de refutarlos).
A su vez, subraya Heidegger, la metafísica tiene una historia cuyas etapas centrales
coinciden con la misma historia de Occidente. En cada una de ellas ha regido una
distinta figura del Fundamento. Las etapas principales de esta historia de la metafísica
son tres: cosmológica, teológica, antropológica.
La segunda etapa se caracteriza por sostener que el único fundamento es “Dios”; esta
amplia etapa abarca tanto la Edad Media como el Renacimiento y la primera
Modernidad (hasta mediados del siglo XVIII). Dios, como ser supremo, causa creadora,
etc., es la instancia que define y sostiene el único y legítimo orden de la realidad (así,
por ejemplo, se sostiene que la última fuente de la autoridad política del gobernante se
debe a la gracia de Dios, etc.).
La tercera etapa comienza a finales del siglo XVIII. En ella se afirma que el fundamento
de todo es el Hombre, al que desde entonces se concibe como el “Sujeto” (un término
que significa “lo que subyace”, lo que sostiene y soporta algo –o sea, el fundamento).
Es esta una etapa, en definitiva, antropocéntrica y antropomórfica.
Según Heidegger esta tercera etapa –la que marca la modernidad del mundo- atraviesa
en el siglo XX una crisis profunda que aún no se ha desplegado del todo. Por eso –
siguiendo aquí a Nietzsche aunque con matices distintos- afirma que la modernidad ha
desembocado en un “nihilismo” en el que la férrea alianza entre la ciencia y la técnica
(la tecnociencia) amenaza con destruirlo todo (la crisis, así, es a la vez una crisis
ecológica y social o política, etc.).
Heidegger, finalmente, sostiene que el modo inicial de afrontar esta crisis se encuentra
en entender a fondo la historia de la metafísica intentando, a la vez, desmontar sus
mecanismos propios; esto es lo que busca este autor con lo que desarrolla bajo la
expresión “pensamiento del ser” (en él se rechaza, por ejemplo, la tesis de que los entes
estén atados a un único fundamento, subrayando por lo tanto que otros mundos son
también posibles, etc.). La filosofía de Heidegger, en definitiva, se articula alrededor de
una crítica de la metafísica.
Una de las condiciones que hacen posible la comprensión de los fenómenos (sea en la
ciencia, el arte o la religión, por ejemplo) está en su intrínseca “historicidad”. Por eso
una de las tesis claves de la hermenéutica filosófica está en afirmar que la comprensión,
la experiencia del mundo, es un su núcleo “histórica”.
Pero, ¿qué significa esto? Supone destacar el enorme y decisivo peso de la tradición. ¿Y
cómo concibe este autor la tradición? Es aquí donde tiene un papel central el concepto
de “historia efectual”?
La idea básica es la siguiente: una obra (sea científica –los Principia de Newton-,
artística –El Quijote de Cervantes-, religiosa –el Corán-, etc.) trasciende el contexto en
el que ha surgido. Es decir: cada obra relevante en un campo tiene unos “efectos”, unas
repercusiones o un influjo en la posteridad (en lo que “viene después”). Cada “efecto”
de una obra del pasado –una obra heredada- es una específica “recepción” –
interpretación- de esa obra. La historia efectual –subraya Gadamer- es siempre plural,
múltiple, variada; está tejida por el juego recíproco de “repetición” –pues la obra legada
es siempre la misma- y “diferencia” –pues cada nueva interpretación saca a relucir
aspectos distintos antes desconsiderados u ocultados.
La historia efectual define, por otra parte, una dinámica o un proceso inacabable en
razón de la riqueza propia de cada obra heredada (Gadamer rechaza la tesis moderna,
presente en Kant o en Hegel, de que hay un fin de la Historia, etc.).
El significado profundo de este concepto reside en que pone de relieve que el presente –
la actualidad de una época del mundo y de la compresión en torno a la que se articula y
en la que se define- depende del pasado, de la tradición, es decir: de los efectos
constantemente renovados de las obras heredadas.
Heidegger sostiene que la pregunta es “ontología”, es decir que formula una pregunta
por el “ser”. ¿El “ser” de qué? El ser de todo aquello que se muestra o aparece siendo
esto o siendo aquello (un triángulo, un árbol, un martillo; y eso que es muestra o se
manifiesta recibe el nombre de “ente” –un participio del verbo ‘ser’). Con el fin de
precisar más la respuesta a la pregunta por el ser añade Heidegger la consideración
siguiente: esa respuesta tiene que comenzar desarrollando una analítica de la existencia
humana porque es ella la que por una parte trata con los entes (sean triángulos, árboles o
martillos) y por otra, y más radicalmente, comprende el ser de todo lo que “es” –de todo
lo que aparece o comparece. Por este motivo la elaboración de una ontología –de la
pregunta por el ser- tiene su primera etapa en un análisis de la existencia humana; con el
fin de referirse a esta última acude Heidegger al término alemán “Dasein” y es este
término el que suele traducirse a nuestra lengua con la expresión “ser-ahí” (es lo que
literalmente dice la palabra alemana), por lo tanto con ella nos referimos a eso que
somos nosotros (es pues, nada más, un término equivalente a ‘existir humano’); y como
acabo de señalar el existir humano se caracteriza tanto por tratar con entes (trata con
triángulos cuando se embarca en el terreno de la geometría, trata con árboles cuando
pasea o cuando los corta para extraer madera, trata con martillos cuando fabrica una
mesa) como por comprender el ser de esos entes (el trato con un triángulo –midiendo su
área por ejemplo- implica que previamente comprendo qué es un triángulo, etc.). Sobre
este punto remito, para más precisiones, a la pregunta respondida que subí al foro
titulada “El olvido del ser y la diferencia ontológica según Heidegger”.
Tenemos pues por el momento esto: ser-ahí es una expresión que se refiere a la
existencia humana. Y Heidegger lo que se propone inicialmente es llevar a cabo una
investigación sobre en qué consiste o qué es la vida humana. El punto de partida de su
indagación dice así: radicalmente entendida la vida humana (la existencia, el ser-ahí) es
“ser-en-el-mundo”; es decir la existencia es enteramente mundana. El significado de
esto se entenderá mejor si vemos que tal definición se opone a otras definiciones de la
vida humana que también se han dado en la tradición. Heidegger, por ejemplo, con la
idea que estamos exponiendo se opone a la definición cristiana de la vida, ¿por qué?
Brevemente: aunque en el cristianismo se comienza reconociendo que la vida humana
es mundana se piensa que esto es algo ‘transitorio y provisional’ (la auténtica vida,
señala, está más allá del mundo de la vida corporal –en una vida ‘espiritual’); pero esto,
señala Heidegger, implica en el fondo no tomarse en serio que la existencia humana es
en el mundo, que en él nace y en él muere (y nada más –o nada menos). Por otra parte
en la tradición del idealismo filosófico moderno se ha sostenido, por ejemplo en Kant,
que el hombre es el Sujeto (el fundamento) y el mundo es un objeto (algo puesto o
producido por el sujeto); pero con esto, apunta Heidegger, se está diciendo que el
hombre es previo al mundo, que puede separarse o aislarse del mundo, que es
autosuficiente e independiente (puede definirse, parece, al margen de su inserción o su
pertenencia al mundo); sin embargo si la existencia humana es radicalmente mundana
no puede entenderse de este modo y por ello Heidegger rechaza la separación entre
sujeto y objeto (ni la vida humana es el Sujeto ni el mundo es un objeto del que ella
pueda disponer o que ella haya creado o generado, etc.). Y esta es la razón por la que la
expresión “ser en el mundo” se escribe de esta curiosa manera: ser-en-el-mundo, ¿qué
indican esos “guiones” puestos entre las palabras? Indican que los elementos a los que
cada palabra se refiere no pueden ser separados o aislados de los demás; según esto, en
definitiva, la existencia humana es radicalmente mundana (fuera del mundo o antes del
mundo no es nada). Por otra parte lo que aquí está exponiendo Heidegger es un
“antecedente” –o algo semejante al menos- de lo que Ortega y Gasset sostiene cuando
afirma “yo soy yo y mi circunstancia” (o sea, el yo, cada uno de nosotros, es lo que es
en una circunstancia –y el “mundo” no es otra cosa que la totalidad o el conjunto de las
circunstancias en las que puedo actuar y desarrollar mi vida –tratando con los entes a
partir de la previa comprensión de su ser, etc.).
Por otra parte una larga e influyente tradición filosófica, denominada “metafísica”, en
vez de recordar el ser rescatándolo de su olvido lo confunde con un “ente supremo”: con
un fundamento definitivo del mundo (algo que garantiza un orden fijo y definitivo). Así
Platón confunde el “ser” con un mundo eterno de esencias, la Edad Media y la primera
modernidad lo confunde con un único “Dios creador” y la modernidad plena lo
confunde con el Sujeto de la razón (como sucede en Kant o en Husserl, el maestro de
Heidegger; el idealismo moderno sustituye el teocentrismo anterior por un
antropocentrismo que Heidegger rechaza).
Heidegger constata que el mundo moderno está en el fondo gobernado por la técnica
(impera en él una peculiar “tecnocracia”). Esto le conduce a preguntar “¿qué es la
técnica?” La respuesta que formula dice: la técnica es uno de los distintos modos de
“desvelamiento” (alétheia), una manera en la que los entes aparecen y se muestran. Por
este motivo le parece discutible la idea común de que la técnica es un puro instrumento
neutral al servicio del hombre, un instrumento que pude controlar a voluntad sin
dificultad alguna. En el marco de esta reflexión expuso una comparación entre dos
modos de ser de la técnica que se han desplegado históricamente: la técnica (artesanal)
griega y la técnica (industrial) moderna. Señalaremos resumidamente algunas
diferencias entre ambas:
1) Heidegger pretendía con ella discutir una idea habitual: no le parece obvio que,
si se consideran las cosas desde parámetros complejos, la técnica moderna sea
sin más “superior” a la técnica griega; este autor, por lo tanto, pretende criticar
una ingenua idea de “progreso” (¿respecto a qué es “superior” una y otra
técnica?).
2) Heidegger, y con eso concluye su meditación sobre la técnica, se pregunta ¿será
de algún modo posible en el futuro una técnica distinta de la griega pero que sea
como ella respetuosa con el entorno natural?
La tesis central –que da pie a la formulación de esta pregunta- dice que la crítica de la
realidad vigente exige contar con alguna utopía; ella marca el ideal de perfección desde
el que se mide y evalúa si los fenómenos y procesos actuales están o no a su altura. La
utopía es así el faro que ilumina al barco en medio de la tormenta señalándole hacia
dónde puede dirigirse para no naufragar.
En los años veinte de siglo pasado la utopía que proponían desde la Escuela de
Frankfurt estaba cercana al proyecto socialista (un socialismo democrático –en esta
Escuela siempre se rechazó la experiencia de la URSS pues entendían que había
traicionado la genuina herencia de Marx).
¿A qué se debe este paso de lo primero a lo segundo (de una utopía concreta a otra
abstracta)? Principalmente a los complicados y terribles sucesos del siglo XX. Los
miembros de la Escuela de Frankfurt tuvieron primero que huir del nazismo hacia los
Estados Unidos, pero allí su experiencia tampoco fue positiva: conocieron de primera
mano las enormes carencias de una sociedad íntegramente liberal (surcada por grandes
desigualdades, racismo, censura ideológica, baja cultura, consumismo y propaganda,
individualismo egoísta, etc.). Esta negativa experiencia –junto con el horror ante los
totalitarismos- les condujo a ser pesimistas sobre si cabe de verdad una combinación
equilibrada entre la libertad y la justicia.
Son estas coordenadas las que le han permitido proponer una “utopía” que señala el
criterio central desde el que se despliega la teoría crítica. Se trata de la utopía de la
“sociedad ideal de comunicación”. Si la historia se desenvuelve adecuadamente,
racionalmente, se irá aproximando más y más a este ideal (un ideal que marca el fin del
progreso de la historia universal: su meta última).
¿En qué consiste este ideal, el ideal de una plena, pura y perfecta “sociedad de la
comunicación”? En que se instaure en todos los terrenos un diálogo racional (un
discurso argumentativo, una razón comunicativa). Un diálogo es racional, sostiene
Habermas, cuando sigue en todo punto las reglas de la argumentación; estas reglas son
un método de validación: eso que permite, al final, separar o distinguir los mensajes o
propuestas que son rechazadas de las que son aceptadas.
Esta utopía –este canon o criterio de la razón crítica- es, afirma Habermas, no solo la
más apropiada para una sociedad articulada por los mass media (prensa, radio,
televisión, redes telemáticas, etc.) sino también una estricta continuación del proyecto
de la Ilustración. Es por eso que Habermas no acepta las tesis de autores
postmodernistas como Lyotard (en las que se sostiene que es inevitable, hoy día,
renunciar al proyecto de la modernidad y buscar otro tipo de salidas a la crisis profunda
del mundo moderno).
La teoría crítica juzga o evalúa una situación o un estado de cosas (un mundo concreto)
desde la razón, desde un ideal racional (a la vez utópico y, de algún modo, alcanzable
pues sino la crítica se basaría solo en una quimera). Pues bien: la tesis principal de
Habermas es que la razón crítica es una “razón comunicativa”. ¿Qué significa esto?
Ante todo que la razón se realiza a través del diálogo, del intercambio de argumentos en
el que las partes implicadas puedan expresar libremente sus demandas e intereses. La
razón comunicativa se opone al predominio actual de la razón instrumental o la razón
técnica (esta, por ejemplo, se plasma en la tecnocracia: en el gobierno de unos expertos
presuntamente asépticos que adoptan decisiones al margen de los intereses reales de los
ciudadanos). ¿Cuál es entonces el ideal propio de esta racionalidad comunicativa a la
que se refiere Habermas? Una comunidad de comunicación en la que los distintos
agentes sociales intercambian sus respectivas razones hasta alcanzar un acuerdo. Por
ejemplo: una norma moral o una ley política solo puede aceptarse como válida si ha
pasado la prueba de la comunicación racional entre sus promotores y los afectados por
esa norma o ley, por eso insiste Habermas en que la validez de algo equivale en último
término al consenso que es capaz de aglutinar entorno suyo.
Unamuno afirma que la vida humana, pura voluntad, sentimiento, anhelo de metas
nobles y propósitos superiores, debe tratar de sobreponerse a una razón estrecha,
empobrecedora, abstracta. La razón, subraya, tiene que estar subordinada a la vida y no
al revés como sucede en la modernidad europea: el idealismo aventurero de don Quijote
es superior al realismo racionalista de Sancho.
Ortega y Gasset, por su parte, se opuso a esta propuesta de Unamuno intentando volver
a armonizar o conjuntar la vida y la razón, pero, eso sí, definiendo ambas de un modo
nuevo, más amplio y menos unilateral (por lo tanto la crítica de Unamuno a la razón,
aunque le parecía a Ortega exagerada, no dejaba de reposar en motivos serios y dignos
de consideración).
¿Cuál es la tarea histórica que en este contexto se le plantea a Ortega? Redefinir “razón”
y “vida” de tal marea que seamos capaces de entender que la razón es vital y la vida es
racional. Solo así, en último término, podrá superarse la profunda crisis moderna.
Pues bien, la vida –insiste Ortega- incluye como momento clave y central de su
despliegue a la “razón” (pero no desde luego a la “razón pura” o la “razón abstracta” del
idealismo moderno: se trata aquí de una razón a la vez vital e histórica –arraigada en la
vida e implicada en su despliegue en la historia). Esta razón es principalmente tres
cosas: a) una razón conceptual gracias a la cual captamos el sentido propio y verdadero
de lo que se nos muestra en la circunstancia; b) una razón práctica capaz de orientar la
vida, de proveerla de metas, ideales, horizontes; c) una razón creativa: lo racional no es
así lo repetitivo y monótono, lo fijo y lo seguro, es algo propiamente creativo, la vida
racional, por lo tanto, se realiza de un modo semejante al arte: a través de pruebas,
ensayos, experimentos en los que expande su imaginación proyectando nuevas
posibilidades hasta el momento no exploradas.
La propuesta de Ortega es pues, en resumen, a la vez vitalista –pues exalta los impulsos
vitales y creativos de la existencia humana- y racionalista. La vida no es así ajena a la
razón, pero a una razón versátil y creadora; solo así, piensa Ortega, puede llevar a surgir
un nuevo mundo de la cultura más perfecto, vitalmente estimulante, mejorado y
enriquecido (superando el atasco provocado sea por una razón abstracta centrada en lo
útil y lo cuantitativo o por una vida que cree que puede discurrir exclusivamente por
cauces irracionales).