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Para comenzar, debemos tener en cuenta que una de las características más importantes de la
sociedad valenciana de finales de la Edad Media e inicios de la Moderna fue sin duda su carác-
ter urbano. Una densa red de ciudades, jerárquicamente organizada desde la capital a los cen-
tros intermedios como Xàtiva, Morella, Sant Mateu, Segorbe, Castellón, Sagunt, Alzira, Gandia,
Castellón, Orihuela, Elx o Alicante, y de éstos a los núcleos más pequeños que se constituían
en cabezas de los señoríos, estructuraba y daba cohesión al reino. Este rasgo distintivo, hereda-
do en parte de la tradición islámica, se vería reforzado por la colonización cristiana, que tendió
a agrupar a los recién llegados en un poblamiento concentrado que facilitara su control por
parte de las autoridades.3 Incluso, la población de estas ciudades no tardó en asumir esa jerar-
quía urbana como la expresión geográfica de la estructura social del reino. Porque, en efecto, la
nobleza valenciana tendió a desplazar su domicilio a Valencia, y secundariamente a Xàtiva, las
cuales vieron como se afirmaba así su carácter de capitales políticas y económicas del reino, de
cuyos señoríos drenaban las rentas, mientras que en los centros menores se iban formando oli-
garquías locales, básicamente de campesinos ricos y notarios, que acabarían controlando los
resortes del poder municipal.4
De esta manera, las urbes se convirtieron en una especie de escaparate público del poder y la
pujanza económica, donde sus habitantes y los mercaderes y viajeros que llegaban de todas par-
tes se encontraban y tenían la ocasión de ver y ser vistos, comprobando así su posición en el
escalafón social con una total y cruda inmediatez. Además, una sociedad urbana como aquélla
se mostraba relativamente abierta, y la movilidad en su seno, tanto en sentido ascendente como
descendente, no fue en absoluto un fenómeno extraño, sobre todo si comparamos Valencia con
otras regiones del continente en la misma época. De hecho, la casi inexistencia de potentes lina-
jes nobiliarios hasta muy avanzado el Cuatrocientos, y la riqueza de la burguesía local, tendían
a difuminar las diferencias entre ambos estamentos, más si tenemos en cuenta que muchas de
La movilidad social suele ejercer, por otra parte, un efecto estimulante sobre la demanda artís-
tica, porque los nuevos ricos a menudo intentan demostrar el estatus que han alcanzado a tra-
vés de signos visuales de gran impacto. Y entre ellos obviamente las construcciones y las obras
de arte ocuparían un lugar privilegiado, por su presencia imponente y porque a ellas van aso-
ciadas connotaciones positivas de piedad cristiana, buen gusto o refinamiento cultural. Sin
embargo, al mismo tiempo hemos de reconocer que esta amplia y dinámica distribución de la
riqueza en la Valencia medieval y moderna supuso la escasez de omnímodos comitentes capa-
ces de patrocinar obras de gran coste, como las que contemporáneamente llevaban a cabo, por
ejemplo, los grandes magnates de la nobleza castellana.6
Por ello el predominio de la corona se ve en nuestro caso mucho más acentuado desde diver-
sos puntos de vista. Aunque en el caso valenciano el rey era, casi siempre, un rey ausente. Con
la corte circulando por los diversos territorios de la Corona de Aragón, y normalmente más vin-
culada a Barcelona, cuando no a Nápoles o a Castilla, los períodos de presencia física de un
monarca en el reino de Valencia fueron más bien escasos. Se ha destacado a menudo la impor-
tancia que tendría para la demanda artística en la ciudad del Turia los momentos en los que se
instaló en ella un rey con su corte, como los años 1392-1393, en que lo hizo Juan I, las inter-
mitentes pero continuas estancias de Martín el Humano, o la presencia, patrocinada por el
municipio, de Alfonso el Magnánimo, entre 1425 y 1428, momentos en los cuales, sin duda,
El carácter público y ostentoso de la demanda regia hacía, sin embargo, que ésta no se queda-
ra confinada entre las paredes de palacio. En algunos
casos, los monarcas llevaron a cabo sonoras funda-
ciones de monasterios y conventos, como lo hicieron
Martín el Humano y María de Luna con la cartuja de
Valldecrist (1405); o María de Castilla con el conven-
to franciscano de Jesús en Valencia (1428), y después
con el de la Trinidad de monjas clarisas (1445). Más
tarde ese papel sería asumido por los gobernadores y
virreyes, como el lloctinent general del regne Lluís de
Cabanilles, fundador del convento de Jerusalén
(1497); y por supuesto Germana de Foix y el duque
de Calabria en la gran obra de San Miguel de los
Reyes (1546).15 Tales centros se convirtieron en
receptores constantes de donaciones de sus regios
benefactores, tanto en vida como a través de sus tes-
tamentos, y retablos, cálices, cruces y libros litúrgicos
con los emblemas reales llenaron sus capillas para Monasterio de la Trinidad de Valencia.
Sin embargo, ninguna obra tendría una carga simbólica tan importante como el mausoleo que
mandó construir para sí mismo Alfonso el Magnánimo en Valencia: la Capilla Real del Con-
vento de Predicadores. Aunque finalmente nunca cumplió el objetivo para el que se construyó,
al ser finalmente enterrado su fundador en Nápoles, sí significó un viraje importante en la polí-
tica artística de los monarcas aragoneses, ya que el Magnánimo abandonaba el panteón familiar
de Poblet y se decantaba por un entorno urbano, en la ciudad que le había prestado un apoyo
más incondicional. Concebida como un pétreo paño mortuorio, la capilla era además una afir-
mación de la rotunda individualidad del soberano, y a su alrededor el claustro de Santo Domin-
go se acabó por convertir en un remedo en el Más Allá de los círculos más selectos de la corte,
al ser acaparadas sus capillas por los linajes de los principales cargos de la administración real.16
Otro símbolo del poder de la corona, en este caso militar, lo constituían las fortalezas y casti-
llos de titularidad regia que salpicaban el país. A menudo descuidados en los períodos de rela-
tiva tranquilidad, se emprendían en ellos obras de acondicionamiento a un ritmo frenético
cuando una coyuntura bélica los amenazaba. Pero lo que raramente se desatendió en estos cas-
tillos fue, una vez más, la representación visual de la monarquía, a través de sus emblemas refle-
jados en banderas y escudos, cuya elaboración fue uno de los principales cometidos de los pin-
tores decorativos de la corte. Las cuentas del mestre racional están así llenas de apuntes como el
de 1423, cuando se le encargó a Jaume del Port la pintura de cien pavesos pequeños y diez grans
de barrera ab les dites armes reyals para el castillo de Xàtiva a cambio de 1.230 sueldos.17
La misma fortaleza setabense recibió además en 1440, para su recién construida capilla, un
retablo de la Asunción de la Virgen obra de Joan Reixac, por encargo del batle general Joan Mer-
cader.18 Se trataba de una obra reaprovechada, que en principio había sido encargada por el
paborde de la catedral de Valencia Antoni Sanç para una casa con huerto que tenía junto al
palacio del Real. Una vez adquirido ese inmueble para ampliar la residencia del monarca, su
retablo le fue confiado a Reixac, quien le añadió tres tablas más, y le dotó de predela y guar-
dapolvos, con la idea de enviarlo al castillo de Xàtiva.19 Se invirtió en ello la nada despreciable
cifra de 1.474 sueldos por los trabajos del pintor, más 110 por el transporte, lo que nos ilustra
sobre la importancia que se daba a esta operación en la que, de alguna manera, se exportaba
bajo el patrocinio regio el gusto artístico de la capital a la segunda ciudad del reino.
Obras como ésta debían cumplir la función de dejar el sello artístico del soberano en las ciu-
dades del reino, y sin duda marcaron las pautas estéticas a seguir por la nobleza y las oligar-
quías locales, las cuales nunca, sin embargo, tuvieron los medios para competir en este campo
con la monarquía. De hecho, hasta bien entrado el siglo XV sólo algunos linajes directamente
vinculados a la casa real estuvieron en disposición de llevar a cabo políticas de patrocinio artís-
tico de una cierta consideración. Es el caso sobre todo de los Duques Reales de Gandia, y en
especial del primero de ellos, Alfons el Vell, nieto de Jaime II y dueño de extensos señoríos
tanto en la Corona de Aragón como en Castilla. Alfons invirtió grandes sumas en la ampliación
y mejora del palacio ducal de Gandia y de la residencia del Real, así como en la reconstrucción
De la misma manera, el linaje de los Luna, emparentado con la realeza a través del matrimonio
de María de Luna con el entonces infante Martín, más tarde Martín I, desarrolló también su pro-
pia política de fundaciones pías, con la ya citada cartuja de Valldecrist a la cabeza. Y otro tanto
hizo la casa de Xèrica con el monasterio de la Saidïa de Valencia, fundado por la amante de
Jaime I y fundadora de la saga, Teresa Gil de Vidaurre. Sus descendientes convertirán este ceno-
bio en panteón familiar, e irán creando en él capellanías perpetuas, sobre todo a partir de Jaume
II de Xèrica, que en su testamento instituyó diez, dotando cada una con trescientos sueldos
anuales, tras ordenar su entierro en una capilla de su iglesia.22 Los vasallos de la villa de Jérica
llegaron a quejarse incluso de lo mucho que gastaban sus señores en la ornamentación de la Sai-
dïa, por lo que tenían abandonada la iglesia de esta población, hasta que en 1383 el municipio
decidió hacerse cargo de su fábrica, solicitando al mismo tiempo al obispo de Segorbe el arren-
damiento de las rentas de la parroquia por treinta años para contribuir a sufragar los gastos.23
Hasta finales del siglo XV no hubo otras casas nobiliarias que se pudieran comparar con estas
ramas secundarias del tronco real, y esos nuevos linajes de la alta nobleza no serían otros que
los famosos Borja, cuyo ascenso por la vía de la curia romana les sirvió para invertir en señorí-
os en su tierra de origen, y algunas familias castellanas entre los que destacarían los Mendoza.24
Sobre el mecenazgo de los Borja se ha escrito bastante en fechas recientes, tanto del llevado a
cabo en Roma como del que tuvo por escenario sus dominios valencianos.25 Por ello no vamos
a detenernos demasiado en él; solamente recordar el importante giro que supusieron para las
artes valencianas las obras encargadas por esta familia, que favoreció la temprana irrupción de
los usos y gustos del Renacimiento. Un proceso que se aceleró tanto mediante la llegada de artis-
tas italianos, algunos de los cuales, como Paolo da San Leocadio, acabaron echando raíces aquí,
como también mediante la importación de obras –la Mare de Déu de les Febres de Pinturic-
chio para la capilla del cardenal de Cosenza en la Colegiata de Xàtiva es el mejor ejemplo—, e
incluso con la arribada de nuevos conceptos artísticos, como el de gran palacio urbano, que se
comenzó a materializar en el de los Borja de Valencia.26
Sobre los linajes castellanos se ha insistido menos, pero algunos revisten también sin duda un
gran interés, como el ya mencionado de los Mendoza. La figura clave de la familia, al menos
para lo que el arte valenciano se refiere, es en este caso una mujer, Mencía de Mendoza, hija del
primer marqués de Zenete, Rodrigo Hurtado de Mendoza, y última esposa del duque de Cala-
bria. Mencía fue una dama de gran cultura, bibliófila y amante de la música, así como una de
las grandes promotoras del erasmismo en la Península. Llegó a disponer de una importante
Por debajo de estas altas esferas de la comitencia valenciana quedaban todavía, sin embargo, la
mayor parte de los patronos de nuestro arte gótico y renacentista, y entre ellos aquellas familias
de la baja nobleza y el patriciado urbano que compartían unas mismas bases económicas y un
mismo estilo de vida, y de las que se extraían normalmente los miembros del clero más cultos
y poderosos.28 Por eso hemos decidido tratar esos tres grupos –caballeros, burgueses y cléri-
gos seculares— de forma conjunta, ya que en realidad los lazos entre ellos eran múltiples y el
mismo gusto artístico era compartido por los tres.
Para este grupo los destinos que se podían contemplar para su demanda artística eran básica-
mente tres: la propia vivienda; la capilla mortuoria del linaje o las piezas litúrgicas que pudie-
ran donar a alguna iglesia. En cuanto al primero, como ya apuntamos, la vivienda de esta clase
dirigente tendió a concentrarse cada vez más en el ámbito urbano, sobre todo en Valencia, Xàti-
va y Orihuela, ciudades donde residían, en la primera más de la mitad, y en cada una de las
otras dos en torno al 10% de los nobles valencianos en el siglo XV, además de contar las tres con
un patriciado muy potente que regía los destinos de sus municipios.29 Por eso su hábitat natu-
ral fue el palacio urbano, nacido a menudo de la acumulación de diversas casas.30 Éstas, sobre
todo a partir del siglo XV, se sometieron a importantes reformas con el objetivo de regularizar
su plano en torno a un patio central que se constituía en el gran elemento de aparato y repre-
sentación, con su galería de arcos y su escalera monumental adosada a uno de los costados. Las
capitulaciones que Lluís Boïl firmó, por ejemplo, con los canteros Miquel Navarro y Benet Llo-
rens en 1472, demuestran la preocupación del dueño por la prestancia de su escalera, detallán-
dose en ellas el número y la colocación de los pilares, la hechura de las barandillas, y el detalle
de las molduras y boceles que debían ser obrats segons art de piquer se pertany.31
Hoy quizá el Palau de l’Almirall de Valencia es la muestra mejor conservada de este tipo de cons-
trucciones, aunque todas ellas han sufrido considerables alteraciones posteriores, especialmen-
te en las estancias de tipo más privado. Aún así, los documentos escritos todavía nos dan cuen-
ta de las mejoras que también en esos ámbitos se produjeron en este período, con vistas a un
mayor confort de sus propietarios, como la chimenea chiqua francessa que Domingo Fort le cons-
truyó, entre otras cosas, al mercader Gabriel Barberà en el nuevo comedor de su casa de la parro-
quia de Sant Joan del Mercat en 1491.32 El interior de los palacios se revistió además con un
mobiliario cada vez más complejo en el que tenía cabida una iconografía profana hoy práctica-
mente desaparecida. Cortinas pintadas o bordadas con damas y caballeros, escenas de caza y
Intercalada un poco por todas partes se hallaba también la imaginería religiosa, desde la tablita
de San Cristóbal que se ponía en la cocina o en un pasillo para que su vista alejara el miedo a
la muerte repentina, a las figuras de San Miguel o de Santa Catalina que podían adornar un
candelabro. Sin embargo, las imágenes piadosas tenían su propio lugar en el pequeño oratorio
que, bien en el dormitorio principal, o más comúnmente en el comedor, servía para los rezos
íntimos de unos laicos fuertemente influidos por la devotio moderna. Los más espaciosos pala-
cios disponían incluso de una capilla diferenciada, con elementos esculpidos como la soberbia
puerta del palacio de los Sorell que hoy pertenece al Louvre, y sobre todo con pequeños reta-
blos y altares ornados con sus correspondientes paños. Como ya tuvimos ocasión de estudiar,
la temática de estos retablos
domésticos era algo diferente de
la de los templos, con una mayor
presencia en los primeros de Cris-
to y la Virgen en sus vertientes
más impactantes y sentimentales,
frente al predominio de los santos
en los grandes retablos expuestos
al público. Y en su mayoría las
piezas para la devoción privada se
comprarían ya acabadas, aunque
sus precios podían oscilar enor-
memente, desde las más caras
importadas directamente de Flan-
des, a las más baratas, adquiridas
de segunda mano en alguna almo-
neda.
La inversión en estos recintos podía ser, de hecho, muy elevada, sobre todo si se habían de cons-
truir ex novo. En el convento de Santo Domingo de Valencia, por ejemplo, un pedrapiquer podía
pedir, a finales del siglo XIV, entre dos y cuatro mil sueldos por alzar una de las capillas del claus-
tro, cuando el precio de una casa raramente superaba los mil.35 Pero además era necesario labrar
los sepulcros de la capilla, dotarla de un retablo con su correspondiente cortina, situar en ella un
altar con todos los elementos para poder celebrar la liturgia, en ocasiones elaborar también una
vidriera para la ventana, además de disponer candelabros u otros ornamentos, y, por supuesto,
todo debía quedar cerrado por una reja. En total un dispendio que podía rondar entre unos tres
mil y unos ocho mil sueldos para completar la decoración de la capilla.36 Aunque era frecuente
que ese gasto no se hiciera de una sola vez, sino que las capillas solían ser realidades acumulati-
vas, en las que cada miembro del clan, a través de su testamento, contribuía a enriquecer y reno-
var el panteón familiar, cuyo aspecto no dejaba de ser una especie de “termómetro” de la coyun-
tura por la que atravesaba un linaje en cada momento.37 Por eso también es muy ilustrativa la
sucesión de traspasos y abandonos de capillas que se producían en los claustros cuando una fami-
lia se extinguía o periclitaba, y los pleitos que ello suscitaba cuando otros clanes pugnaban por
estampar sus armas en las claves y capiteles de estos recintos funerarios.38
Sin duda la “presa” valía la pena, y basta comprobar el orgullo con el que algunos prohombres,
como el especiero Joan Gonçal, se refieren en sus testamentos a “la mia capella, la qual és cons-
truhida e yo possehesch en la ecclésia parroquial de Sent Johan del Mercat, sots invocació dels gloriosos
sant Miquel arcángel, sant Jordi, sant Francesch, sant Maur e sant Gil de Prohença”, aunque se trata-
ba en este caso de un panteón heredado de la familia de la esposa, pues era el suegro de Gon-
çal, Gabriel Roig, el que yacía allí enterrado.39 Y ello se debe en buena parte a que esas capillas
eran mucho más que un mausoleo: eran en realidad un punto de encuentro para el linaje, que
se congregaba allí periódicamente, para los aniversarios de los difuntos, la onomástica del titu-
lar del retablo o el día anterior a Todos los Santos, conocido como dia de partir lo pà, por el repar-
to de viandas entre los pobres que tenía lugar allí entonces.40
Esas reuniones frecuentes, y el hecho de que las capillas se hallaran una al lado de la otra, con-
fería a templos y claustros el aspecto de un escaparate artístico, en el que, como veremos, eran
fáciles las comparaciones, las rivalidades y las imitaciones. Entrar, por ejemplo, en la catedral de
Valencia, era penetrar en un espacio visualmente saturado donde las familias que habían conse-
guido tener un canónigo entre sus miembros exhibían sus gustos más refinados, y a menor esca-
Y en unos pocos casos, ese derroche de piedad y riqueza desbordaba ese reducido ámbito y se
exponía en el altar mayor o en otros lugares destacados de la iglesia. Algunos privilegiados
seguían así el ejemplo de la casa real y hacían donación al templo donde radicaba su capilla de
alguna pieza de plata para el servicio litúrgico, con sus correspondientes armas esmaltadas en
ellas. Lo vemos en el inventario de la iglesia del convento de la Merced de 1458, donde se anota
un cáliz con su patena donación de la esposa de Guillem Ramon de Centelles, que lucía las
armas de los Centelles y los Oliver, mientras que un relicario para contener un trozo de la Vera
Cruz, hecho de plata dorada con cuatro leones labrados en los pies, portaba dos escudos del
médico Jaume Aymerich. Y aún más, las joyas y vestimentas que ya entonces recubrían las figu-
ras de la Virgen y el Niño también habían sido patrocinadas por particulares, como una diade-
ma de plata para “el Jesús”, legada por una tal na Besiana, y un collar de perlas para “la Maria”
y otro para su Hijo que había pagado la mujer de un simple aluder llamado Asensi. Hasta las
casullas de los clérigos aparecían con las armas de sus patrocinadores bien visibles, como una
“ab brots verts hi animals d’or ab senyals de Muncada hi de Castellà forrada de tela blava”, u otra de
satén verde con la senyal de Jofré de Mayans.42
En otros casos los particulares dejaban cantidades en sus testamentos para la obra del retablo
mayor, como lo hizo el ciutadà Mateu Carbonell en 1365 con el de la catedral de Valencia; o
patrocinaban algún elemento central de la iglesia como la vidriera de una de las ventanas del
ábside principal de Santa María de Morella, pagada en 1385 por el jurista Pere Domènech, a
condición naturalmente de que en su mismo centro campeara su escudo heráldico en vivos
colores, con la leyenda “Aquesta vidriera feu fer l’onrat en Pere Domènech, savi en dret, anno a Nati-
vitate Domini MºCCCºLXXXº quinto”.43 Pero quizá la más suntuosa y deslumbrante donación
que un noble hizo a una iglesia en estos siglos fue la que a título póstumo y en su testamento
de veintiséis de abril de 1494, realizó el caballero de la orden de Santiago Vicent Penyarroja a
la parroquia de Sant Martí de Valencia, del grupo escultórico de san Martín y el pobre en bron-
ce, que sería importado de los Países Bajos en 1495 para presidir la fachada de esta iglesia a un
coste de 7.313 sueldos. Una operación de altos vuelos y de radio internacional para una de las
empresas artísticas más importantes de la Valencia medieval, que sería expuesta en uno de los
lugares más céntricos de la urbe.44
Por supuesto, empresas como ésta quedaban fuera del alcance de la mayoría de los comitentes
valencianos, muchos de los cuales sólo demandaban obras a una escala muy reducida, por
ejemplo comprando algún pequeño retablo de segunda mano para su vivienda, y sobre todo
participando de forma indirecta en los encargos corporativos protagonizados por cofradías y
oficios. En efecto, estas asociaciones piadosas y caritativas proliferaron en las ciudades valen-
cianas sobre todo desde el siglo XIV, y acabaron por ser uno de los elementos vertebradores de
la comunidad hasta prácticamente el siglo XIX. La vinculación a una cofradía era casi un requi-
sito obligado para una completa integración en aquel entramado social, y en su seno se urdían
los contactos y se gestaban los lazos de solidaridad propios de una población urbana. Muchas
Estas cofradías podían a veces disponer de una sede para sus reuniones, y de hecho la de Sant
Jaume albergó las sesiones del Consell municipal de Valencia hasta que se construyó la casa de
la Cort en las primeras décadas del siglo XIV.46 Sin duda se trataría, sobre todo en estas cofra-
días privilegiadas, de edificios importantes dotados de una espaciosa capilla, que las cuotas
pagadas por sus miembros contribuirían a ornar solemnemente. No olvidemos, por ejemplo,
que el monumental retablo del Centenar de la Ploma presidía una de estas capillas, en este caso
de la cofradía-milicia de Sant Jordi. También disponemos del inventario de la de Santa María
del año 1439, en el que se nos habla de una capella de la sglésia de la dita casa, dins lo rexat, donde
podemos encontrar todo un muestrario de imágenes marianas sobre diversos soportes: un gran
retablo de los Siete Gozos con una cortina delante que tenía en medio pintada la imatge de la
Verge Maria, otro más pequeño “de la Verge Maria ab àngels”, una figura de alabastro, varios draps
de cànem con imágenes de la Virgen y San Juan, varias tovalloles de vellut con la Anunciación,
etc.47
Entre las corporaciones de oficio al menos once disponían también en la Valencia de la prime-
ra mitad del Cuatrocientos de una casa propia.48 Y también ellos realizaban importantes inver-
siones en la capilla de ese edificio, algunas de una gran novedad y una importante carga simbó-
lica, como el gran paño de altar que la almoina de los Armers o Freners encargaron en 1390, con
la imagen de san Martín rodeada por diez caballeros y letreros con la leyenda “L’Armeria”.49 Los
demás gremios se reunían en su lugar de trabajo o, más comúnmente, en la iglesia o el claustro
donde radicaba la capilla corporativa. Porque lo que no faltaba en ningún caso era, una vez más,
ese panteón, en este caso común a los miembros del oficio o el grupo devoto. Así Sant Jaume y
Santa María tenían naturalmente sus capillas en la catedral, y los oficios se repartían por la ciu-
dad: en Santa Caterina estaba la capilla de los Argenters; en Sant Agustí la de los Carnicers; en el
Carme las de los Paraires, los Corredors, los Blanquers y los Moliners; en la Mercè los Barbers, los
Baxadors, los Ferrers y los Flequers; en Santo Domingo los Obrers de vila y los Fusters; en Sant
Francesc los Teixidors de cordellats; o en Sant Joan de l’Hospital los Carders, entre otros.
Lo mismo podíamos encontrar en las otras ciudades del reino, especialmente aquellas como
Morella o Xàtiva, donde radicaban conventos mendicantes, y hay que recordar que el tamaño
de estas capillas debía ser a menudo mayor incluso que las de los linajes patricios, con lo que
sus retablos y vidrieras podían ser más grandes y caros. En Sant Francesc de Xàtiva tenían por
ejemplo su capilla el oficio de zapateros de la urbe, que en 1396 se gastaba 3.410 sueldos en el
retablo, ejecutado por Francesc Serra.50 Pero también aquí podríamos encontrar los mismos
rasgos de competencia que entre los linajes patricios, y de la misma manera las capillas corpo-
rativas eran un buen indicativo de la coyuntura por la que atravesaba un oficio, habiendo inclu-
so casos de manifiesta insolvencia, como le ocurría a los tejedores de la Almoina de Santa Anna
de Valencia, que en 1450 llevaban ocho años sin pagar las misas que celebraban en su capilla
los carmelitas, por lo que éstos les denunciaron ante el governador.51
En efecto, el municipio valenciano se preocupó por atraer artistas foráneos, como el pintor Llo-
renç Saragossa, al que en 1374 otorgaba 1.650 sueldos para que cambiara su domicilio de Bar-
celona a Valencia y ejerciera aquí su arte; pagó viajes a otros para que se instruyeran observan-
do obras de otros lugares, como hizo con Pere Balaguer para que buscara modelos para las
torres de Serrans en Cataluña; e incluso concedió pensiones de vejez a algunos como reconoci-
miento a sus servicios, caso de Marçal de Sax.52 Políticas de similar naturaleza, aunque natu-
ralmente a menor escala, podemos observar en otros consells municipales, como el de Castellón,
que en 1405 pagó el alquiler de la casa en que debía habitar el mestre d’obres de la iglesia de
Santa María, Bernat Manresa, y en 1414 prestó dinero y concedió franquicia de impuestos a un
alfarero para que se estableciera en la villa. Incluso años más tarde, en 1464, Castellón pleitea-
rá con Paterna porque otro ceramista de esta localidad quería trasladarse a la villa de la Plana,
y los jurats de Paterna le amenazaban con penas de hasta 550 sueldos para frenar esta peligro-
sa “fuga de cerebros”.53
Naturalmente uno de los lugares emblemáticos de la demanda municipal sería la misma Casa
de la Ciudad, donde el consell tenía su sede y se reunía periódicamente. Por desgracia la casa
consistorial de la Valencia de esta época se destruyó cuando se levantó el actual Ayuntamiento,
pero las noticias escritas que quedan de ella nos hablan de su aspecto fastuoso, confirmado tam-
bién por las pocas piezas que se conservan, como la abigarrada techumbre de la Sala Daurada,
hoy en el Consolat de Mar de la Lonja, las cuatro tablas de la galería de reyes que custodia el
Museu Nacional d’Art de Catalunya, o el tríptico de las obras de Misericordia importado de
Flandes a finales del siglo XV y que hoy se reparten el Museu d’Història de València y una colec-
ción particular madrileña.54 Las propuestas artísticas novedosas que albergaría ese edificio
debieron ser, además, bastantes, comenzando por las pinturas al fresco que en su día ejecuta-
ron Marçal de Sax y Pere Nicolau para la sala del Consell Secret con el Juicio Final, el Infierno y
el Paraíso, o la misma Sala Daurada, que incluso antes de ser acabada despertó el interés del rey
Alfonso el Magnánimo, quien la visitó el 15 de abril de 1428.55
Pero por supuesto, la impronta del poder municipal no quedaba recluida dentro de este edificio,
y los dirigentes locales encargaban igualmente retablos para los grandes portales de la urbe y para
los hospitales, pintaban sus escudos en todas las instalaciones de uso público –almudín, peso
real, carnicerías, etc.— y además, hacían todo lo posible por engalanar la ciudad y animar pro-
cesiones y desfiles en ocasiones solemnes como eran la fiesta del Corpus o, sobre todo, la pri-
Todas las villas imitaban en la medida de sus posibilidades a Valencia, y en los archivos muni-
cipales abundan las referencias a gastos en entremeses, adornos, o disfraces para la procesión
del Corpus o para las representaciones de la Semana Santa, que subrayaban el protagonismo de
los poderes locales a la hora de velar por la fe y las buenas costumbres de sus conciudadanos.57
De hecho, estas corporaciones tomaron a menudo a su cargo hasta la misma construcción y
dotación de la iglesia del lugar, que no sólo era su edificio público por excelencia, donde se
debía mostrar la pujanza y la devoción de sus habitantes, sino que solía ser también el lugar de
reunión de las asambleas vecinales. El caso de Castellón es, en este sentido, uno de los mejor
documentados, ya que el embellecimiento de la iglesia de Santa María fue uno de los temas más
tratados en la sesiones de su consell, que en 1403 tomó la decisión de ampliarla, y, entre otras
cosas, en 1458 contrató el retablo mayor con Joan Reixac por 7.700 sueldos.58 Pero los ejem-
plos se pueden multiplicar, incluyendo la donación de un incensario y unas crismeras que hizo
la villa de Alzira a la iglesia de Santa Caterina de dicha localidad en 1454; o la factura de la cam-
pana de la iglesia de Borbotó, para cuya financiación los vecinos de este pueblo, señorío de la
orden de Montesa en el término de Valencia, votaron someterse al pago de una talla en 1452.59
La relación de Valencia con su catedral, en cambio, no fue siempre tan estrecha y fluida, y aun-
que en algunos momentos el municipio se mostró muy generoso con la Seu, no faltaron tam-
poco las negativas a hacer donativos a la misma, condicionadas por los frecuentes enfrenta-
mientos que entre ambas instituciones se plantearon a lo largo de este período, tanto por
cuestiones de jurisdicción como fiscales, o incluso en torno al tema del control de la enseñan-
za en la urbe. Por ello en más de una ocasión la ciudad de Valencia se vio sometida al entredi-
cho eclesiástico, y debió pactar con el obispo su levantamiento, por lo que es comprensible que
el municipio nunca llegara a considerar como algo propio el complejo catedralicio, expresión
en realidad del poder de su cabildo. Debemos recordar, además, que la catedral era sobre todo
el templo de las grandes solemnidades, no el de la plegaria cotidiana, que se realizaba en las
doce iglesias parroquiales, éstas sí muy vinculadas a la feligresía laica, hasta el punto de que nor-
malmente los dos obrers que controlaban los gastos de su fábrica eran dos vecinos de la cir-
cunscripción que se elegían anualmente, mientras que también eran laicos los administradores
de los bacins de pobres que gestionaban las limosnas de cada parroquia.60
La Iglesia, por tanto, como institución, también generaba su propia demanda artística, que no
hemos querido en absoluto menospreciar al tratarla al final. Más bien lo que se intenta demos-
trar es su fuerte imbricación con los demás sectores de la sociedad, lo que nos ha permitido ir
ya desgranando algunos de sus aspectos al hablar de los otros grupos. Aquí, de momento, lo
único que vamos a apuntar es lo que nos parece el aspecto más distintivo del clero como clien-
Pero no sólo los canónigos gozaban de un refinado gusto artístico, sino que otros sectores del
estamento eclesial dieron también muestras de ello, por ejemplo el clero regular, y hemos de
destacar aquí la minuciosidad de los encargos de las monjas, mujeres normalmente de alta alcur-
nia, y algunas tan cultas como la famosa Isabel de Villena, que hacían gala de un profundo cono-
cimiento de los tipos iconográficos más en boga y de los estilos artísticos que llegaban del exte-
rior. Así tenemos casos como el de las monjas magdalenas sor Caterina Gallent y sor Isabel
Fababuig, que algo debían entender de pintura y contratos cuando fueron comisionadas por la
priora Isabel de Bellvís para pactar con Joan Reixac la confección de un retablo de Santo Domin-
go para su convento de Valencia en 1446. O el de Violant de Centelles, monja de la Saidïa, que
en 1490 fue capaz de invertir 2.500 sueldos en un retablo para su cenobio pintado por Martí
Çamora, especificando que se había de hacer al óleo, y con un programa iconográfico en el que
resaltaba especialmente la presencia femenina, con diversas advocaciones de la Virgen –la de los
Ángeles, la del Rosario, los Gozos en la predela y la Asunción de la Virgen—, y tres santas, Cata-
lina, Bárbara y Úrsula.62 Como veremos, no fueron estas religiosas las únicas, sino que hay que
considerarlas genuinas representantes de un monacato femenino verdaderamente elitista desde
el punto de vista social y cultural.63
Todos estos potenciales clientes del arte, a la hora de plantear sus encargos, se movían, necesa-
riamente, entre la seguridad de los modelos establecidos y el riesgo, pero también el prestigio,
que suponía apostar por formas nuevas. Con bastante frecuencia, quizá con demasiada, se ha
afirmado que los patronos del arte en estos siglos se decantaban casi siempre por lo primero,
que eran extremadamente conservadores, hasta convertirse en una especie de lastre para la evo-
lución de las artes. Sin embargo, esa evolución se produjo, y en estos tres siglos los estilos artís-
ticos se sucedieron, por supuesto no a un ritmo comparable con el del arte moderno, pero sí en
períodos de no más allá de unas décadas. Y desde luego, no creemos que tales cambios se pro-
dujeran a pesar de los comitentes, sino de acuerdo con las directrices que ellos mismos propo-
nían. El problema era que en cualquier sociedad el derecho a la innovación no está al alcance
de todo el mundo, y por supuesto, en la sociedad feudal de estos siglos lo estaba mucho menos.
La posición jerárquica de cada cliente artístico marcaba en realidad muy claramente quién podía
arriesgarse con nuevos modelos, e incluso quién debía hacerlo, y quién en cambio, de intentar-
lo, sería considerado un snob y ridiculizado por ello.64 Al menos teóricamente, las novedades
estéticas debían comenzar por arriba, y difundirse en sentido descendente siguiendo la pirámi-
de social hasta donde las posibilidades económicas lo hicieran posible. Lo más interesante será
Más tarde los hijos del Ceremonioso, casados con damas galas, afrancesaron considerablemen-
te el gusto de la corte, y buscaron sus artistas al otro lado de los Pirineos, mientras que los pri-
meros Trastámara, y sobre todo Alfonso el Magnánimo, trajeron de Castilla su admiración por
los pintores flamencos, aumentada quizá por la visita que hizo a la corte, situada entonces en
Valencia, Jan Van Eyck, formando parte de la embajada del duque de Borgoña Felipe el Bueno
en 1427. Apenas cuatro años más tarde, en 1431, el Magnánimo enviaba a Flandes a Lluís Dal-
mau para que aprendiera las novedades que allí se estaban gestando. Y todo ello se llevaba a
cabo, por supuesto, gracias a una auténtica red de contactos y “asesores” del gusto de los monar-
cas como por ejemplo era para el rey Alfonso el mercader Guillem d’Uxelles, proveedor envia-
Pero sobre todo era un selecto grupo de altos dignatarios eclesiásticos el que solía aconsejar a
los monarcas en cuestiones estéticas, o incluso encargar por ellos ciertas obras. Son especial-
mente conocidos casos como el de Dalmau de Mur o Joan de Casanova en la órbita del Mag-
nánimo. Al primero se le atribuye indirectamente la contratación del escultor Pere Joan por el
monarca, mientras al segundo le debemos el encargo de su famoso Salterio y Libro de Horas.68
Sin embargo esos círculos del gusto cortesano debieron existir con anterioridad, y su deseo de
agradar al monarca les llevaría a seguir en sus empresas privadas los gustos y las maneras que
se observaban en palacio. En tiempos de Martín el Humano altos dignatarios como Pere Torre-
lles, Vidal de Blanes, Nicolau Pujades o los canónigos de la catedral Antoni Sanç y Francesc
Martorell, estrechamente vinculados al soberano, se contaron entre los primeros en contratar
retablos con los nuevos maestros del gótico internacional que habían llegado a Valencia alenta-
dos por la demanda regia.69 Se convertían de esta manera en una especie de correas de trans-
misión de los gustos de la corte hacia el resto de la sociedad urbana, que los adaptaría a sus
necesidades y a su nivel cultural.
En el mismo sentido cabe interpretar la asunción por los monarcas de las innovaciones que par-
tían no del exterior, sino de la misma indagación técnica de los artistas locales. Un caso para-
digmático lo constituye el desarrollo de la cantería local, la llamada “estereotomía moderna”,
iniciada sobre todo a partir de la figura de Francesc Baldomar. Este maestro de obras, encarna-
ción del artista amante de la vanguardia, convirtió sus realizaciones en una constante búsque-
da de la sorpresa y el asombro, con arcos en esviaje, escaleras de rampante redondo y bóvedas
aristadas, sin nervios, que construía sin cimbras de madera. Y todo ello comenzó probable-
mente a ponerlo en práctica en la capilla del Hospital dels Innocents de Valencia, alternándose
después entre los encargos de los tres mayores clientes artísticos de la urbe: el municipio –la
puerta de Quart, el Almodí—; el rey –el Palacio del Real y sobre todo la Capilla del Convento
de Predicadores—; y la catedral –el tramo de los pies de la misma y el acceso al Miquelet.—71
Pero además de estas aportaciones valencianas al gusto de los reyes, debemos tener en cuenta
que hubo en el reino de Valencia otro referente artístico de, cuando menos, el mismo prestigio,
constituido por las altas esferas eclesiásticas relacionadas con el Papado. Porque pocos estados
medievales pueden presumir de iniciar el siglo XV con un pontífice instalado en él, en concre-
to el famoso Pedro de Luna, Benedicto XIII; y acabarlo con dos regnícolas ocupando el solio
romano, los Borja Calixto III y Alejandro VI. Con el primer papa están relacionados ciertos con-
tactos con el entorno de Aviñón, y la realización de una serie de obras en el norte del país, todo
ello en connivencia con la corona, al menos hasta que Alfonso el Magnánimo se desmarcó de
su fidelidad al papa Luna.73 Con los Borja en cambio las novedades fueron de mucho más cala-
do, y a veces en abierta competencia con unos monarcas con los que no faltaron los desacuer-
dos. Gracias a ellos recalaron en Valencia las primicias del Quattrocento italiano, y bastaría citar
la relación de Rodrigo de Borja, futuro Alejandro VI, con la llegada de los pintores Paolo da San
Leocadio y Francesco Pagano en 1472, y la ejecución de las magníficas pinturas de la Capilla
Mayor de la catedral, hoy en parte redescubiertas, para justificar su papel protagonista en la
irrupción del Renacimiento en tierras ibéricas.74 Si además tenemos en cuenta que a su alrede-
dor se formaron, en la corte romana, todo un grupo de cardenales y prelados valencianos que
se empaparon de humanismo y gusto clásico, y que a la muerte de Alejandro VI volvieron a su
tierra, disponemos de todos los ingredientes para un cambio fundamental en la demanda artís-
tica de la ciudad y el reino a principios del siglo XVI. Un cambio que se manifestó en las pin-
turas de los Hernandos en la catedral o en la construcción del palacio del embajador Vich.75
La manera como los gustos cambiantes de estos motores de la innovación calaban en el tejido
social sólo se puede conocer parcialmente, a través de las peculiaridades de los contratos de
obras. Y en ellos lo primero que debemos hacer notar es quiénes eran sus protagonistas: en un
porcentaje muy alto, alrededor de la mitad de los particulares que contrataron una obra, eran
los albaceas testamentarios –marmessors— de algún difunto, lo que convierte sin duda en una
cuestión de suma importancia para la Historia del Arte saber como se elegían estas personas.
De hecho, aunque constatamos que en la mayoría de testamentos se optaba por nombrar alba-
ceas a familiares muy cercanos –el cónyuge, algún hijo o hermano, el padre en caso de estar
vivo, un sobrino, etc.—, también se hace notar el hecho de que cuando se disponía la dotación
de una capilla o un retablo se hacía mucho más frecuente la presencia de clérigos, emparenta-
dos o no con el testador, o de personajes a los que se suponía una cierta formación intelectual,
indicada también para el correcto cumplimiento de las disposiciones del finado, como eran los
juristas o los notarios.76 Uno de los pocos patrocinadores de retablos que nos dejó explicado en
su testamento el porqué había elegido a sus marmessors, el ciutadà de Valencia Jaume Torres,
nos da pistas, en 1442, respecto al papel de éstos a su muerte. Afirmaba Torres que había nom-
brado a Pere Rossell, franciscano y mestre en Sacra Teologia, confiando en su reverència, bondad
e saviesa, y com sia pare meu spiritual. Del otro albacea, el tejedor Pere Vidal, destacaba su pro-
Elegir como albacea a uno de los clérigos de la iglesia donde estuviera radicada la capilla,
como en el caso de este franciscano, era una estrategia frecuente, que sin duda facilitaba los
trámites para materializar el encargo, además de beneficiarse de los conocimientos en Teolo-
gía e Historia Sagrada que se les suponía a estos personajes. El hecho es que, centrándonos
únicamente en los contratos de retablos pictóricos realizados por marmessories y publicados,
comprobamos que de un total de 29 albaceas firmantes en los que figuraba su condición, 7
eran eclesiásticos, 4 juristas y 3 notarios, mientras que sólo en 5 casos aparece algún familiar.
A ello habría que añadir los muchos clérigos que actuaban en estos actos como procuradores
de otras personas, o representantes de iglesias o cofradías. Incluso nos encontramos en la Baja
Edad Media con la figura de ciertos religiosos que ejercen como reputados asesores en la con-
tratación de diversas obras, en ocasiones apuntando sobre todo los tipos iconográficos a repre-
sentar, y hemos de suponer que velando por su ortodoxia, pero en otras opinando también
sobre aspectos específicamente estéticos, e incluso técnicos, y hasta poniendo en contacto a
artistas y comitentes. Conocidos personajes, como el escritor dominico Antoni Canals, magis-
trum in sacra pagina, en 1395, eran elegidos para explicar al maestro, en este caso Guillem
Cases, como debía pintar una istoria Pasione Christi para un retablo de san Lorenzo que patro-
cinaba el médico Pere de Soler.78 Y la elección no era en absoluto casual, ya que Canals, autor
de tratados como la Scala de Contemplació, el Molinet Espiritual o el Tractat de Confessió, era
uno de los teólogos más preocupados por los aspectos pedagógicos y prácticos de la doctrina,
que encontrarían en las imágenes de los retablos una herramienta especialmente adecuada
para llegar más fácilmente a los fieles.79
En otras ocasiones era un artista de confianza el que, con su experiencia, ayudaba a modelar
el encargo y a comprobar que éste se cumplía. Lo vemos sobre todo en empresas arriesgadas por
lo poco habituales o vanguardistas, como el retablo alabastrino de la Resurrección del Trasaltar
de la catedral de Valencia, contratado por los herederos del notario municipal Gaspar Eiximeno
con el escultor Gregori de Biguerny en 1535, en el que este último entregó un diseño al platero
Bernat Joan Cetina, quien además debía dar el visto bueno a la obra una vez acabada.90
Tales diseños previos o mostres constituían un eslabón básico en la cadena del encargo artísti-
co, como referente visual de la obra con un valor legal, aunque como se ha señalado, bajo este
nombre se oculta una gran variedad de objetos con un uso que además podía ser muy distin-
to. Desde los dibujos que se adjuntaban al contrato a los modelos que servían como reperto-
rio de formas y señuelo para el cliente, desde las maquetas en miniatura a las piezas acabadas
que se entregaban como demostración de la pericia del artista, la mostra era siempre, en todo
caso, un paso previo a la obra que contribuía a fijar con la inmediatez de la imagen una idea
más clara de lo que el cliente deseaba y de lo que el artista le podía ofrecer.91 Encarna Mon-
tero ha individualizado hasta 54 referencias a estas mostres en la documentación publicada
datada entre 1390 y 1450, correspondientes a todas las manifestaciones artísticas –arquitec-
tura, escultura, pintura, miniatura, orfebrería, bordados, rejería, carpintería e instrumentos
musicales—, aunque por el momento la única conservada que conocemos en el reino de
Valencia presenta ciertas dudas, y es la supuesta maqueta de madera para un remate del Mique-
let de la catedral hasta ahora catalogada erróneamente como “fanal morisco” en el museo del
Ajuntament de València.92 Algunas de ellas fueron realizadas por los “intermediarios intelec-
tuales” de las obras que acabamos de observar, y así el mismo Andreu García dibujó en papel
los ángeles que Martí Llobet debía tallar en madera para rematar el coro de la Seu por encar-
go de la cofradía de Santa María en 1438.93 Pero la mayoría de las veces hemos de suponer
que, por muy esquemáticos que fueran, estos diseños eran realizados por los artistas, quienes
se esmeraban en proporción directa a la importancia de la obra o el comitente, e incluso podí-
an utilizar sus propias colecciones de “ejemplos” más o menos estandarizados para componer
sus realizaciones, las cuales quedaban a buen recaudo en sus obradores.94
Desde luego, el empleo de estos diseños previos y su presencia en los contratos suponía un
medio más en manos del cliente para expresar sus gustos e intentar que éstos quedaran correc-
tamente plasmados en las obras que patrocinaban. Por tanto, cabría esperar que con el Rena-
cimiento y la progresiva libertad creativa de los artistas, las mostres fueran perdiendo terreno.
Pero nada más lejos de la realidad. Los contratos del Quinientos siguieron fieles a los usos
anteriores y fueron aún más puntillosos si cabe a la hora de imponer los criterios del cliente:
Igualmente se mantuvo la otra posibilidad de dejar visualmente claras las preferencias del clien-
te, todavía más menospreciada desde la concepción artística actual, y que no era otra que la imi-
tación de una obra de similares características. Sin embargo, antes de censurar esta práctica
cabría valorarla como un medio muy directo de penetración de influencias e innovaciones, y
preguntarse qué, cómo y sobre todo de quién, se copiaba en esta época, para comprender los
mecanismos de difusión del gusto en las sociedades tradicionales. En todo caso, los clientes
artísticos de hace quinientos años no actuaban de una forma tan diferente a los posteriores, si
acaso eran más sinceros, ya que eran capaces de poner por escrito sin ninguna clase de tapujos
su deseo de seguir la estela marcada por otros.
Hasta el momento he podido documentar 44 contratos en los que se remite al artista a seguir el
modelo de otra obra ya acabada. Se observan prácticamente en todos los campos, desde la
arquitectura a la platería.96 Pero desde luego, en cada especialidad artística esas imitaciones tie-
nen una naturaleza y unos objetivos distintos, e incluso la proporción de contratos en los que
se utiliza este recurso varía, condicionada por el tipo de trabajo a desarrollar. Así, es muy fre-
cuente citar otras obras en los contratos de rejería, quizá por la dificultad de explicar con pala-
bras al artesano unas formas normalmente abstractas o vegetales, y por la cercanía de otros
ejemplos situados en recintos prácticamente idénticos. El hecho es que en tres de cada cuatro
capitulaciones para la elaboración de una reja se nos dice que deben ser de la misma anchura o
altura que tal otra, que han de tener el mismo número de barrotes, o que éstos deben tener el
mismo grosor. Y, yendo más allá, se nos habla de copiar la forma de los archets, fullatges o poms,
aunque el promotor podía demandar ligeras variaciones a partir del modelo.97
En pintura suelen ser también los aspectos más anodinos los que se imitan, de manera que se
puede hacer referencia a la altura o anchura de otro retablo, a la forma de su banco o de sus
guardapolvos, y con cierta frecuencia a la obra de mazonería. Fulloles, arquets, xambranes, etc.,
son de hecho piezas que debían repetirse habitualmente de un retablo a otro. Algo menos usual
es que se pidiera una obra de similar dorado o parecidos colores, y en unos pocos casos el con-
trato se fijaba en la forma de representar las figuras. A Guillem Ferrer, por ejemplo, le pidió el
morellano Bernat Ros que en la predela de su retablo de san Nicolás pintara en 1388 miges yma-
ges –figuras de medio cuerpo— como las que había realizado en el retablo de san Agustín de la
iglesia arciprestal de la villa.98 En otras ocasiones, cuando se trataba de pintar al mismo santo o
a otro de parecida condición, la dependencia de otra obra era mayor, y ello llevó a que algunos
artistas se especializaran en representar ciertos personajes o determinadas escenas.99
Y en arquitectura los casos podían variar desde algo tan simple como la repetición de una téc-
nica de mampostería, a la forma de una escalera, de unos arcos o unos capiteles, o una decora-
Sólo el norte del país parece escapar a esa influencia de los modelos capitalinos, sin que halle-
mos en esta zona un único centro de referencia, ni tan siquiera Morella ni Segorbe, pues es fre-
cuente que los prototipos se tomen de las iglesias de otros pueblos, como La Jana, Mosquerue-
Por otra parte, debemos tener en cuenta la posibilidad relativamente frecuente de que el artista
no bebiera de una única fuente, y de que ya en el contrato se estipularan diversos modelos para
diferentes partes de la obra. Esta opción la hemos encontrado en siete ocasiones y es especial-
mente plausible en la arquitectura, sobre todo en las reformas de palacios urbanos, donde el
tamaño de los espacios sobre los que se trabajaba permitía abordar distintas partes de los mis-
mos de forma independiente, partiendo de varios referentes. Así el boticario Macià Martí mandó
redactar unos capítulos con los piquers Bernat Llorens y Gerard Vicent en 1438 en los que les
indicaba que el portal debía ser como el de mossen Joan d’Eixarch, la escalera, redonda como la
de mossen Navarro, y un arco escarzano del patio como los que tenían en su casa mossen Fran-
cesc Daries o mestre Lluís Gil.105 Llega a sorprender incluso el buen conocimiento de los pala-
cios de otros personajes que tenían los patronos de estas obras, que no se entiende sin la cos-
tumbre que se empieza a difundir entonces de la visita privada, e incluso de la tertulia en los
palacios urbanos, tan importante para la literatura burguesa del siglo XV.
Y esa armonía entre estilos diferentes, o entre lo viejo y lo nuevo, se expresa también en la forma
cómo se hicieron compatibles, por ejemplo, los nuevos refinamientos de la perspectiva y el pai-
saje con la verdadera obsesión de los comitentes valencianos de este período: el dorado. No
hubo contrato de pintura en tres siglos que no hiciera referencia a que la obra debía estar correc-
tamente dorada, señalando a menudo el tipo de moneda de la que se debían extraer los panes de
oro, que fueron mayoritariamente las de mejor ley de Europa, el florín de Florencia primero y
más tarde el ducado veneciano, las cuales circulaban con fluidez por los cosmopolitas mercados
valencianos. Precisamente la principal pega que le encontraron los instruidos canónigos del cabil-
do de la Seu de Valencia a los frescos que pintaron el altar mayor Paolo da San Leocadio y Fran-
cesco Pagano fue la falta de oro, aunque hoy podemos ver que éste aparece por todas partes, en
las estrellas, las coronas de los ángeles, o los instrumentos que portan.108 Sin embargo es cierto,
En efecto, la representación de los santos valencianos se caracterizó en esta época por el recar-
gamiento de su indumentaria y su adecuación a la última moda que lucían los prohombres del
reino. Destacan especialmente los santos jóvenes, como san Jorge, san Martín, san Julián o sobre
todo san Sebastián, al que se le presentaba como el arquetipo del noble elegante. Los mismos
contratos detallaban la apariencia que debía caracterizar a este capitán de arqueros romano. Así
se lo explicaban tres ciudadanos de Morella a Valentí Montolíu en 1468: “vestit modernament,
segons huy se visten los cavalés, la roba sie de broquat de adzur de Alamanya, l’or de la dita roba sia
de or fi partit”112 La “modernidad” radicaba sobre todo en dos aspectos: el vestido corto, con
* * *
Lo curioso de esta indumentaria a la moda, que también
vemos en el San Damián de una predela en Segorbe, en el
san Sebastián de Altura o en el San Martín de Gonçal Sarriá
en el retablo de los Martí de Torres, entre otros, es que los
artistas representan así a los santos apenas unos años des-
pués de que Francesc Eiximenis bramara en su Terç del Cres-
tià contra los petimetres que mudaven cada any de forma de
vestir, y en un momento en que los municipios no dejaban
de promulgar leyes suntuarias contra los excesos indumen-
tarios.114 Pero en realidad todo ello nos recuerda la impor-
tancia de la imagen en aquellos momentos, y el papel de
agente comunicador que tenían los retablos, de manera que
la forma más evidente de expresar la nobleza o la alta alcur-
nia, e incluso la bondad de esos personajes, era vestirlos de
oropeles, identificando además de esa manera la propia apa-
riencia de los patronos con las connotaciones de santidad.
No olvidemos que estamos en la Valencia del Tirant, donde
Martorell se recrea en la descripción de ambientes y vestidos
lujosos, que son la expresión de los anhelos de belleza de
aquella sociedad tardomedieval, pero tampoco que en esa
época la ciudad se convierte en el centro de la industria sede-
ra por excelencia de la península, y que sus terciopelos y
brocados se exportan por la cuenca occidental del Medite-
rráneo.115 Todo ello contribuirá a ese gusto por la opulencia
que inunda la pintura de finales del siglo XV e inicios del
XVI, y sólo los mismos cambios en la moda, con la progre-
siva implantación del negro, y las nuevas corrientes de pen-
samiento, como el erasmismo, y más tarde la Contrarrefor-
ma, acabarán con ese despliegue visual de los personajes del
San Sebastián atribuido a Jacomart o a Joan Reixac de la Colegiata de Xàtiva. retablo tardogótico.
NOTAS:
1.- Son abundantes las publicaciones que abordan este tema. Una visión global y afinada la podemos encontrar en V. FURIÓ, Socio-
logía del Arte, Madrid, Cátedra, 2000, especialmente en el capítulo 5 “El cliente y el encargo”. Sobre el período que aquí observamos
son referencias obligadas las obras de R. A. GOLDTHWAITE, Wealth and the Demand for Art in Italy 1300-1600, Baltimore-Londres,
The Johns Hopkins University Press, 1993; J. M. MONTIAS, Le marché de l’art aux Pays-Bas, París, Flammarion, 1996; y S. CAS-
SAGNES-BROUQUET, D’art et d’argent. Les artistes et leurs clients dans l’Europe du Nord (XIVe-XVe siècle), Rennes, Presses Universitaires
de Rennes, 2001.
2.- H. BELTING, Likeness and Presence: a History of the Image before the Era of Art, Chicago, Chicago University Press, 1994; y J. MOLI-
NA Y FIGUERAS, “De la religión de obras al gusto estético. La promoción colectiva de retablos pictóricos en la Barcelona cuatrocen-
tista”, Imafronte nº 12-13, (1998), pp. 187-206.
3.- Véanse por ejemplo las reflexiones de A. FURIÓ, Història del País Valencià, Valencia, Tres i Quatre, 2001, pp. 31-50.
4.- El carácter urbano de la nobleza valenciana lo ha tratado últimamente por C. LÓPEZ RODRÍGUEZ, Nobleza y poder político en el
reino de Valencia. (1416-1446), Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2005. También el dossier coordinado por E. GUI-
NOT, Les senyories medievals. Una visió sobre les formes del poder feudal, publicado en Revista d’Història Medieval 8, 1997. Sobre el caso
concreto de Xàtiva véase V. PONS ALÓS, “La ciudad de los donceles y de los eclesiásticos”, en M. GONZÁLEZ BALDOVÍ y V. PONS
ALÓS (coord.), El Hogar de los Borja, Xàtiva, Generalitat Valenciana-Ajuntament de Xàtiva, 2001, pp. 51-72.
5.- Arxiu del Regne de València (En adelante ARV), Real Justicia 803, fols. 194-211, copia de 1761 de un documento fechado el vier-
nes 13 de abril de 1358. Citado en J. V. GARCÍA MARSILLA, “Hábitat rural mudéjar y penetración del capital urbano en la huerta de
Xàtiva a finales de la Edad Media”, VI Simposio Internacional de Mudejarismo, Zaragoza, Centro de Estudios Mudéjares, 1996, pp. 789-
802.
6.- Sobre ello, véase J. YARZA LUACES, La nobleza ante el rey: los grandes linajes castellanos y el arte en el siglo XV, Madrid, Ediciones
El Viso, 2003.
7.- Sobre los primeros véase M. MIQUEL JUAN, “Martín I y la aparición del gótico internacional en el reino de Valencia”, Anuario de