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EL N. T.

Y SU MENSAJE:
EL EVANGELIO SEGUN SAN MARCOS
RUDOLF ·SCHNACKENBURG-R

Introducción

EL EVANGELIO DE LA FE DE LA IGLESIA PRIMITIVA

«El Evangelio de Jesucristo», el mensaje de la salvación que Jesucristo ha traído a los


hombres de parte de Dios (1,1), el anuncio salvador que debe ser anunciado a todos los
pueblos del mundo (13,10), y cuyo «comienzo» quiere presentar Marcos -es la primera
exposición de que nosotros disponemos- ha encontrado también una forma literaria
especial; se ha convertido en el «Evangelio» escrito.
Es algo distinto de un relato histórico, del «así sucedió»; y no es tampoco una descripción
exacta de cómo transcurrió la «historia» de Jesucristo. La Iglesia primitiva sabe que en
aquello que sucedió una vez se contiene la revelación definitiva -escatológica- de Dios, la
última palabra de Dios a la humanidad en su frescor y fuerza originales; y esta convicción
configura ya la forma de la exposición. Lo que Dios habló entonces a la humanidad por
medio de su último enviado, su propio Hijo, lo que Dios realizó en él y para salvación
nuestra, tiene una importancia insoslayable para el futuro terrestre del mundo
hasta el fin de los tiempos (cf. 13, 13). Este mensaje salvífico debe penetrar en el oído de
todos los oyentes a lo largo de todos los siglos de la historia terrena. Sólo quien es capaz
de escuchar, (cf. 4,9) con atención interna y creyente y con una comprensión que Dios le
concede, como un mensaje de salvación presente y que le afecta a él mismo, el anuncio de
lo que ocurrió una vez, experimenta la fuerza impulsora y salvadora de esa palabra divina.
La Iglesia primitiva ha comprendido el secreto de aquel mensaje original y no lo ha
desfigurado interpretándolo como un documento histórico ni tampoco como un mito
desligado de la historia. En el recuerdo de quienes fueron llamados a proclamarlo la Iglesia
aprendió a conocerse a sí misma y su fundamento en la palabra y acción de Jesucristo.
Para aquél que se incorporaba a esta comunidad creyente, las palabras y los hechos de
Jesucristo se le convertían en promesas y consuelos de su propia vida; el camino y destino
de Jesús, en luz y guía de su existencia personal; su muerte y resurrección, en promesa de
salvación. Se sentía más profundamente incardinado en la comunión de aquéllos a quienes
Jesús había llamado al principio, los había reunido en torno suyo y en la cena de despedida
se los había unido indisolublemente. Con este sentido de fe leían los primeros lectores
cristianos las tradiciones de este libro, que para ellos era más que un libro de memorias:
era su catecismo, su libro de fe, la ley fundamental de su comunidad creyente y el hilo
conductor de su vida cristiana en medio del mundo.
La Iglesia naciente, que penetraba en una nueva edad -la que hoy llamamos nosotros
«Iglesia antigua»- reconocía en este libro -al igual que en los otros «Evangelios» que se
nos han conservado- el precioso compendio de la proclamación apostólica, apoyo y
garantía de toda la realidad cristiana. Veía el libro como inspirado, como dictado por el
Espíritu mismo de Dios, como la firma que poseía el sello de la verdad, y lo aceptó para
siempre como depósito de la revelación de Jesucristo y como alocución permanente de
Dios. Con ello lo elevaba de documento de fe vinculado al tiempo a manifiesto de fe que
condicionaba su propia comprensión y camino. Escrito originariamente por Marcos,
acompañante y discípulo de Pablo y de Pedro, para las comunidades cristianas de origen
pagano, y más en concreto para las de Roma y regiones vecinas -probablemente entre el
año 65 y el 70 d.C.-, este catecismo comunitario se convirtió en testimonio perenne de
revelación, en norma de predicación y en preceptor de la Iglesia a través de los siglos. Con
ello pasó a ser también el manual de fe y de vida para cada cristiano, cualquiera fuese el
lugar histórico en que se encontrase.
Nosotros, como miembros de esa Iglesia, debemos hoy leer y meditar así el Evangelio de
Marcos en toda su múltiple importancia: como memorial siempre presente de cuanto ocurrió
una vez en Jesús y por Jesús, como testimonio de sí mismo anunciado por la Iglesia
primitiva en boca de su evangelista y como revelación divina que reclama nuestra fe y
obediencia y que nos llega en nuestra propia situación histórica. A fin de valorar todos
estos aspectos, la presente explicación del antiguo texto abandona un tanto la división y
presentación tradicionales. Sin negar la relativa importancia del Evangelio de Marcos por lo
que hace a la descripción de la vida y obra de Jesús de Nazaret, quisiera fijar la mirada con
más intensidad de lo que suele ser habitual en la comprensión de la Iglesia primitiva, para la
cual las perícopas aisladas y las grandes divisiones de la obra no sólo eran capítulos de la
historia de Jesús, sino también y sobre todo enseñanzas para su fe y su vida. Para ello
quisiera esta exposición traducir a la presente situación histórica y acercar a la
comprensión del lector de hoy lo que se consignó por escrito para los lectores de entonces,
aunque como Escritura revelada siempre válida y capaz de convencer. Todas estas
funciones del Evangelio escrito se compenetran y destacan con fuerza cambiante. Será el
lector reflexivo quien dé el último paso para aplicárselo a su situación personal. El
comentario, en la medida que le sea posible dado lo limitado de su espacio, deberá
descubrir la visión que la Iglesia primitiva y el evangelista tuvieron del gran acontecimiento
de la salvación contenido en el Evangelio de Marcos, y ayudar al lector a salir al encuentro
de Jesús, autor y objeto de este anuncio, y a escuchar la llamada de la Palabra divina.

INTRODUCCIÓN DE JESÚS A SU MINISTERIO DE SALVACIÓN (1,1-13)

1. EL TITULO (Mc. 01/01).

1 Comienzo del Evangelio de Jesucristo.

La palabra «buena nueva» (BNU/EV) expresa adecuadamente el contenido y esencia de


la predicación de Jesús. Es una «nueva» noticia o mensaje que Jesús presenta por
encargo de Dios cuando «se ha cumplido d tiempo» (1,15), un mensaje «bueno» acerca de
la voluntad definitiva de Dios que quiere la salvación y redención. En este sentido, Jesús es
personalmente el mensajero de Dios, como se dice en Is 52,7, bajo la imagen del retorno de
Dios a su ciudad y pueblo: «¡Oh cuán hermosos son sobre los montes los pies del
mensajero de alegría, del que anuncia la paz, de aquél que predica la buena nueva, de
aquél que pregona la salvación y dice a Sión: Tu Dios es rey!»
Con Jesús se acerca (1,15) la soberanía regia de Dios e irrumpe el tiempo de salvación
que culminará en el reino cósmico de Dios. La «buena nueva», proclamada por Jesús,
significa la paz y la salvación de Dios para los hombres, la liberación de la esclavitud del
pecado y de sus tenebrosas consecuencias, la redención de la servidumbre más profunda
que tiene su sede en la misma intimidad del hombre; pero significa también la promesa de
una existencia que sobrepuja a la muerte y la promesa de una transformación del mundo
presente en la plena gloria divina. Es Jesús quien introduce esta obra redentora de Dios,
en cuanto que trae el perdón divino para los pecadores (2,5), vuelve a reunirlos con Dios
bajo el hecho simbólico de sentarlos consigo a la mesa (2,16), expulsa la enfermedad y la
posesión diabólica, el dolor y la muerte, mediante la fuerza salvadora de Dios que se hace
presente en él (cap. 5) y anuncia la llegada del reino de Dios (9,1). Su persona alcanza
además un significado directo para la salvación del mundo: es él, el único, quien da la vida
por muchos (10,45; 14,24) y se convierte con su transfiguración y resurrección en testigo y
fiador de la gloria futura (9,2-7; 16,6s).
De este modo para la Iglesia primitiva Jesús se convierte del anunciador en el anunciado,
del mensajero de la buena nueva en su objeto y contenido esencial. Jesucristo, el Hijo de
Dios -como añaden algunos manuscritos- es el centro de la buena nueva o Evangelio tal
como lo entendió la Iglesia primitiva en su fe pascual. En Jesús tiene el Evangelio su
«comienzo» y ya no cesará de ser anunciado en todo el mundo (14,9), tan cierto como que
Jesús vive y que vendrá algún día como «el Hijo del hombre» en la gloria de su Padre y
acompañado de los santos ángeles (8,38). A la luz de esta realidad sus palabras y obras
salvíficas sobre la tierra cobran el valor de una revelación perenne y de una promesa
escatológica. El Evangelio nos exhorta a convertirnos y a creer (1,15), a decidirnos por la
doctrina de Jesús (8,38), a entender sus obras como signo de la gloria futura y a
considerarle a él mismo como la epifanía de Dios en este mundo

2. JUAN EL BAUTISTA PREPARA EL CAMINO DEL MESÍAS (Mc. 01/02-08).

2 Conforme está escrito en el profeta Isaias: «He aquí que


yo envío ante ti mi mensajero, el cual preparará tu camino; 3
voz del que clama en el desierto: preparad el camino del
Señor, haced rectas sus sendas», 4 se presentó Juan el
Bautista en el desierto proclamando un bautismo de
conversión para perdón de los pecados. 5 Y acudían a él de
toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y él los
bautizaba en el río Jordán, al confesar ellos sus pecados. 6
Llevaba Juan un vestido de pelo de camello con un ceñidor de
cuero a la cintura, y se sustentaba de langostas y de miel
silvestre. 7 Y predicaba así: «Tras de mí viene el que es más
poderoso que yo, ante quien ni siquiera soy digno de
postrarme para desatarle la correa de las sandalias. 8 Yo os
he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu
Santo».

JBTA: El tiempo de salvación que alumbra con Jesús empieza ya con la aparición de
Juan el Bautista. Este gran predicador penitencial y preparador de caminos pertenece para
Marcos al Evangelio y no se encuentra como el último de los profetas antes de iniciarse la
nueva era, dado que en él se cumplen ya las promesas proféticas. La doble cita
escriturística (Mal 3,1; Is 40,3) de los v. 2-3, aducida bajo el único nombre del profeta
Isaías, contiene las funciones esenciales de Juan tal como las entendieron los primeros
cristianos y tal como se destacan en el relato narrativo de los v. 4-8. El Bautista está visto
con ojos enteramente cristianos y al servicio de Jesús, el Mesías que bautiza en el Espíritu,
al tiempo que constituye un capítulo instructivo acerca de cómo la comunidad cristiana
primitiva utilizaba la Escritura e interpretaba la historia. El «Señor» que en Isaías -y
originariamente también en Juan, sin duda- se refería directamente a Dios, el cual vendrá a
su pueblo como soberano y libertador definitivo por un camino real espacioso y llano, ese
«Señor» es ahora Jesús, a quien el predicador Juan prepara el camino en el desierto. La
salvación de Dios, Dios mismo, nos ha llegado con Jesús.
De acuerdo con la palabra divina relativa a la época final, Juan el Bautista aparece en el
desierto. Geográficamente se trata del valle inferior del Jordán, no lejos de Jericó y de la
desembocadura del río en el mar Muerto; pero aquí la expresión tiene un sentido religioso.
Según el empleo habitual de Marcos, el «desierto» no designa tanto un lugar de retiro y
penitencia cuanto la proximidad de Dios (cf. el comentario a 1,13), al que desde luego tiene
que «retirarse» quien busca a Dios, saliendo del tumulto de las ciudades y lugares
frecuentados por los hombres. Allí aparece Juan como heraldo que «proclama», palabra
que también se aplica a la actividad de Jesús (1,14.38, etc.), y cuya clara resonancia no se
debería empañar con la expresión de «bautismo de penitencia». Pues, lo que se suele
traducir por «penitencia» es más bien vuelta a Dios (conversión), retorno a la fuente de la
vida y marcha hacia la verdadera alegría, todo lo cual constituye la primera respuesta al
mensaje divino de salvación (1,13). No obstante, el «perdón de los pecados» es el
comienzo de la salvación, la paz y la comunión con Dios.
El clamor del Bautista encuentra amplio eco. Que toda la región de Judea acuda a él y
que lleguen todos los habitantes de Jerusalén es un signo prometedor. Por boca del
predicador del desierto convoca Dios a los hombres a los que Jesús podrá anunciar
después el mensaje de salvación y con los que formará la comunidad de los salvados. Los
que acuden a la llamada se dejan bautizar, es decir, se sumergen en el Jordán de la mano
del Bautista y se someten al juicio benevolente de Dios en cuanto que confiesan sus
pecados; era éste un rito especial y que practicaba una sola vez para escapar al juicio
airado de Dios y pertenecer a la comunidad escatológica convocada por Dios. El bautismo
de Juan no es más que una preparación, aunque al mismo tiempo constituye una imagen
anticipada del bautismo cristiano, al que también hay que someterse con voluntad
obediente para obtener el perdón y redención, y formar parte de la comunidad salvífica de
Cristo. Con su bautismo Juan sigue preparando caminos y cumpliendo un encargo divino,
que personalmente todavía no comprende en su sentido más profundo. Su llamada a la
conversión, cuyo signo es el bautismo, sigue resonando y pasa a ser una exhortación a
volverse en la fe, a seguir a Jesús y a incardinarse en su comunidad.
La transcendencia de esta hora en la historia de la salvación queda subrayada por el
porte y forma de vida proféticos de Juan. Su alimento y vestido son los de un habitante del
desierto, sobrio y severo, invitando así a la renuncia a los bienes terrenos a fin de estar
libre para Dios. Pero este rasgo ascético no es el más importante, sino que, a los ojos de
Marcos, Juan encarna el Elías prometido al que se refiere la cita de Mal 3,1 (véase v. 2),
según la misma interpretación judía (cf. Eclo 48,10; Mal 3,23). En Mt 11,10 aquel precursor
se interpreta expresamente como Juan el Bautista, y en Mc 9,12s es el que lo ha de
«restablecer» todo, según expresión de Mal 3,23, cuya venida se cumple con Juan
Bautista; incluso con su destino de padecimientos y muerte el Bautista es el precursor del
Hijo del hombre. Para el evangelista, pues, también su porte profético es un signo divino de
que el Mesías está para llegar.
El vestido del Bautista se describe con expresiones parecidas al de Elías. También el
antiguo hombre de Dios llevaba un «manto de crines» y un «ceñidor de cuero» (2Re 1,8);
Juan se cubre con un áspero vestido de pelos de camello, no como los hombres de mundo
que llevan ropajes suaves y suntuosos (cf. Mt 11,8), y sólo posee un «ceñidor de cuero»,
sin ningún adorno como los solían tener los cinturones de los ricos, que les servían para
llevar la bolsa del dinero. Su comida sencilla completa la imagen de la ausencia de
necesidades que Juan brinda a los que se ponen en camino, a los mercaderes y soldados,
a los ciudadanos ricos de Jerusalén y a los pobres campesinos. Dios es su parte, y la
misión de Dios su única fuerza. La Iglesia antigua destacó aún más la tradición de Elías
vinculando el lugar del bautismo de Juan -en la ribera oriental del Jordán- con el lugar del
retiro de Elías construyendo una iglesia en honor del profeta sobre la colina a cuyo pie se
veneraba la cueva del Bautista (*)3. Elías, a quien recuerdan otros relatos del ministerio de
Jesús, y Juan que asume y completa su imagen coinciden en una serie de cosas: ambos
son hombres de Dios de una piedad ruda, figuras de la historia de la salvación llamadas por
Dios, testigos de Cristo desde la lejanía del Antiguo Testamento y desde la proximidad
inmediata a su llegada a este mundo.
Pero su vocación especifica la realiza Juan anunciando al que es más poderoso, que
llega después que él. No hay duda de que se refiere al Mesías. A juzgar por lo que
sabemos gracias a los otros dos sinópticos, Juan se lo representaba sobre todo como el
ejecutor del juicio divino (cf. Mt 3,7-10). Marcos, sin embargo, entiende a ese «más
poderoso» como al portador de la salvación que realiza aquello que el Bautista no podía
hacer sino preparar a orillas del Jordán: el bautismo «con Espíritu Santo». Para Marcos,
pues, Juan es el heraldo del Mesías; el evangelista emplea de nuevo la palabra clara de
que «proclamaba». La grandeza de aquél, que viene después que él con los dones y
fuerzas de la salvación, la expresa do modo gráfico el precursor subrayando su propia
indignidad y pequeñez: ni siquiera se considera digno de desatarle la correa de los zapatos,
un servicio de esclavo para el que había que inclinarse profundamente; no es una
expresión servil, sino muy de varón que expresa el respeto profundo frente al que es mayor.
La norma por la que se mide a sí mismo y al que viene después de él es la obra que Dios
les ha encargado y asignado a uno y a otro. Juan sólo ha bautizado con agua, su bautismo
no era más que una preparación al acontecimiento mesiánico, un disponer al pueblo de
Dios; el «más poderoso» bautizará con Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es el don de los últimos tiempos que purificará a los hombres, los
santificará y unirá con Dios en una comunión permanente de modo muy distinto a como lo
hacía el agua del Jordán; así lo había prometido el profeta Ezequiel: «Y derramaré sobre
vosotros agua pura, y quedaréis purificados... Y os daré un corazón nuevo y pondré en
medio de vosotros un espíritu nuevo... Pondré mi espíritu en vuestro interior y haré que
guardéis mis preceptos... Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 3ó,25-29).
Tales ideas, que también se vivían en la comunidad de Qumrán, han debido impulsar al
Bautista en su espera de la salvación. Juan cree que aquél a quien él anuncia poseerá,
administrará y comunicará esa fuerza del Espíritu divino. El evangelista y los lectores
cristianos tal vez hayan pensado ya en el bautismo que ellos mismos habían recibido y en
el que habían experimentado al Espíritu de Dios.
..............
(*) El lugar en que Juan moraba y bautizaba estaba probablemente al este del Jordán en Wadi el
Harrar; es el
lugar que en Jn 1,28 e designa como «Betania», al otro lado del Jordán».
3. BAUTISMO DE JESÚS (Mc. 01/09-11).

9 Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y


fue bautizado por Juan en el Jordán. 10 Y en el momento de
salir del agua, vio los cielos abiertos y al Espíritu que, como
una paloma, descendía sobre él. Y [vino] una voz de los
cielos: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me he complacido.»

J/BAU Todavía pende el velo del misterio sobre la persona de aquel a quien Juan
anuncia; se pronuncia el nombre de Jesús de Nazaret e inmediatamente desaparecen
todas las dudas: es él. Dios mismo se declara en favor suyo. El sentido del sobrio relato no
es describir la consagración de Jesús como Mesías o explicar la formación de su
conciencia mesiánica, sino el de proclamarle como el Mesías prometido que ha de bautizar
con Espíritu al tiempo que mostrar el comienzo de su actividad a impulsos del mismo
Espíritu. Para ello no tiene importancia alguna saber quién escuchó la voz de Dios -por
primera vez en el Evangelio de Juan aparece el Bautista como «testigo» frente al pueblo, Jn
1,32ss-; basta con que el lector sepa que Dios proclama a este Jesús como su ungido.
Marcos refiere el suceso que tuvo lugar al concluir el bautismo de Jesús y como una
experiencia de éste: fue él quien vio rasgarse los cielos y descender sobre él al Espíritu;
Dios le habla a él. «Tú eres mi Hijo...» Mas esto no puede ser una «vivencia» de Jesús; es
una revelación divina. Al igual que el relato sobre Juan Bautista, es un informe sobre la
acción salvadora de Dios y se convierte en el anuncio de la Iglesia primitiva sobre el
misterio de Jesús: él es el ungido con el Espíritu, el Hijo amado de Dios.
La primera frase sirve únicamente de introducción, y sólo lo que sigue, la escena
después del bautismo de Jesús, constituye el núcleo de la proclamación de este relato. No
se mencionan las circunstancias exactas por ser de interés secundario. Lo único importante
es que Jesús desde Nazaret, en Galilea -desde lejos, pues antes sólo se había hablado de
Judea y Jerusalén- «vino... y fue bautizado». Indicando su lugar de origen, Jesús viene
presentado como un hombre concreto e histórico; no se trata de una figura mítica. Y es
sobre este Jesús -«histórico»- sobre el que la voz de Dios pronuncia unas afirmaciones
jamás oídas. Es la clara profesión de fe de la Iglesia primitiva: este Jesús histórico es el
Hijo amado, el Hijo único de Dios. Todas las demás consideraciones de por qué se
sometió al «bautismo de conversión para remisión de los pecados», quedan al margen, a
diferencia de lo que ocurre en Mt 3,14s. Tal vez sólo en la inmersión en el Jordán y en la
salida del agua late la indicación de un sentido más profundo: Quien se puso, humilde y
obediente, a disposición del Bautista y se sometió al bautismo que recibía todo el pueblo,
experimenta la confirmación divina. Indiscutiblemente es sirviendo, aunque estaba llamado
a reinar, como recibe de Dios el sello de su ministerio mesiánico.
La escena de la revelación propiamente dicha está presentada en el lenguaje simbólico
del Antiguo Testamento. La apertura del cielo puede expresar la presencia de Dios
trascendente en la acogida de la revelación por parte de los profetas (Ez 1,1); más aún,
puede indicar la condescendencia misericordiosa de Dios para volver a anunciar a los
hombres la paz y la salvación (cf. Lc 2,13ss). Pero la expresión «los cielos abiertos» alude
más directamente a los suspiros y anhelos por la venida de Dios, consignados en Is 64,1:
«¡Ah si rasgaras los cielos y descendieras...!» Este descenso de Dios se realiza ahora por
cuanto el Espíritu desciende sobre Jesús. Al mismo tiempo es el signo del Ungido por
excelencia, del Mesías, que poseerá en plenitud el Espíritu de Dios (Is 11,2; 61,1) También
en el cántico del «Siervo de Yahveh» (Is 42,1) pone Dios su Espíritu sobre el Elegido, y
esto tiene gran importancia para entender «la voz de los cielos». El símbolo de la paloma
recuerda a Gén 1,2, en que el Espíritu de Dios «se cernía» sobre las aguas primitivas; pero
recuerda también la shekhinah, la presencia divina gratificante, que se representaba en
figura de paloma (*)4. De este modo se describe gráficamente el descenso del Espíritu a la
par que la fuerza vivificante y salvadora de Dios, aunque también la protección divina.
La voz de los cielos es la voz del mismo Dios y, por consiguiente, no se trata sólo de
una bathqol -«hija de la voz»- como entendían los intérpretes judíos de la Biblia un dato
revelado en su temor profundo ante la transcendencia divina. Dios se dirige directamente a
quien está marcado y repleto de su Espíritu. «Tú eres mi Hijo»: así habla Dios en el Sal 2,7
al rey de Israel tomándole por hijo. Pero la referencia a esta «fórmula adopcionista» resulta
problemática cuando se compara con las palabras siguientes: «amado; en ti me he
complacido», pues recuerdan las palabras que Dios dirige al «Siervo de Yahveh»: «He aquí
mi Siervo, mi escogido, en quien se complace mi alma» (Is 42,1), sobre todo cuando al final
se dice: «En él he puesto mi Espíritu» Y siendo esto así, ¿por qué «mi Hijo» en lugar de
«mi siervo»? ¿Subyace aquí una traducción distinta de la palabra griega país, que puede
significar tanto «niño» como «siervo»? Pero difícilmente puede tratarse de un cambio
casual; más bien tenemos aquí una interpretación cristiana consciente. Jesús es ambas
cosas: el «siervo elegido» que cumple obediente el encargo de Dios desde el bautismo
hasta su muerte expiatoria «por muchos» (d 10,45), y es al mismo tiempo el Hijo único y
amado (cf. 12,6), en favor del cual Dios da también testimonio en la transfiguración sobre el
monte (9,7). Así se dice intencionadamente «amado» en lugar de «elegido». Ni siquiera la
figura admirable del «siervo de Yahveh» en los cantos del libro de Isaías era suficiente para
comprender la esencia profunda del Mesías del Nuevo Testamento. Ese Mesías está en
una relación inmediata y única con Dios, siendo a la vez el «siervo» obediente y el «Hijo»
querido. Dios confirma al hombre Jesús como Mesías lleno del Espíritu; pero lo hace de un
modo que deja entrever su misterio profundo, la hondura metafísica de su persona. Con
este conocimiento debe el lector creyente escuchar y meditar el relato que sigue sobre la
actividad de Jesús Sólo a la luz de esta revelación divina que aparece al comienzo se
puede comprender el camino del Mesías Jesús, obediente aunque repleto de una gloria y
fuerza íntimas.
Aquí no se dice ni sugiere todavía nada acerca del camino doloroso y de la muerte
expiatoria del «siervo de Yahveh». El bautismo de Jesús en el Jordán no apunta todavía al
«bautismo de muerte» con el que Jesús había de ser «bautizado» al final (10,38). Pero
como Siervo obediente y como Hijo amado deberá recorrer el camino que le conduzca
hasta Dios. En esta hora histórica sólo se dice que está preparado para la llamada de Dios,
para dejarse llevar por el Espíritu (1,12) y obedecer a lo que Dios disponga (8,31).
En las palabras que dirige a su Hijo, Dios no habla directamente a la comunidad de
salvación; será el ungido con el Espíritu y preparado para la obra mesiánica quien la reúna
y forme por medio de la llamada a la fe y a su seguimiento. Mas por el hecho de que no
recibió el Espíritu sólo para sí sino para bautizar consigo a los hombres (1,8), la comunidad
queda ya incluida. La dotación del Espíritu de su Mesías se convierte en una llamada a
prepararse para la acogida personal del Espíritu. La experiencia bautismal de Jesús
continúa siendo algo especial y único; pero puede inducir a reflexionar acerca de lo que
significa la recepción ulterior del bautismo en la Iglesia y la recepción del Espíritu que Cristo
elevado al cielo ha hecho posible para los cristianos.
..............
(*) A la paloma van vinculadas numerosas representaciones en el Oriente antiguo, en el Antiguo
Testamento y
en la tradición judía. Por ejemplo, la paloma es la imagen de Israel como esposa, del propio
Yahvhe o de su
presencia benevolente, la shekhinah.
(_MENSAJE/02-1.Págs. 5-24)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 2

4. PERMANENCIA EN EL DESIERTO Y TENTACIÓN DE JESÚS (Mc. 01/12-13).

12 Y en seguida el Espíritu lo impele al desierto. 13


Permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por
Satán. Estaba entre animales salvajes, y los ángeles le
servían.

Con un dinámico «en seguida», característico de su estilo, Marcos une la historia de la


tentación con el acontecimiento del bautismo. El Espíritu, que acaba de descender sobre
Jesús, le impele hacia el desierto. Como con una fuerza irresistible le conduce a la soledad,
lejos de los hombres y a solas con Dios. La tentación por medio de Satán no aparece aquí
-aunque sí en Mateo- como el objetivo de este rapto; la tentación tiene lugar con ocasión de
su permanencia en el desierto, a lo largo de los «cuarenta días». Teniendo en cuenta la
observación peculiar de Marcos «Estaba entre animales salvajes», parece que la
permanencia en el lugar solitario tiene en el segundo Evangelio un sentido más amplio que
en los otros dos sinópticos. La tentación por parte de Satán no es la única idea; la estancia
en el desierto, la convivencia con las fieras y el servicio de los ángeles aparecen con igual
relieve. De todos modos el «ser tentado» pertenece indisolublemente a este tiempo
tranquilo y le da su sello. La sucesión de frases lapidarias da a entender, sin embargo, que
todos los esfuerzos de Satán fueron infructuosos y que el hombre empujado por el Espíritu,
al que secundaba, permaneció en paz y en comunión con Dios.
Contemplemos la escena más de cerca. En Marcos el desierto es una y otra vez el lugar
del encuentro con Dios. En el relato de Cafarnaúm, después de un día extenuante de
actividad pública, Jesús se retira a un «lugar desierto» y «allí se quedó orando» (1,35;
detalle que sólo se encuentra en Marcos). Según 6,31, invita a los discípulos a retirarse con
él a un 1ugar solitario y reposarse un poco -de nuevo sólo en Marcos-, ciertamente que no
sólo con miras al reposo externo sino para recuperar nuevas fuerzas en su compañía y en
la tranquila comunicación con Dios. Finalmente, el «desierto» al que con tal ocasión le
siguen las muchedumbres del pueblo a él y a los discípulos (6,35), adquiere un sentido más
profundo: se convierte en el lugar de la multiplicación de los panes, y precisamente con la
alusión entre líneas al tiempo de gracia de Israel en el desierto, según la exposición de
Marcos, donde se reunió y formó la comunidad alimentada y dirigida por Dios. En el
desierto se realiza la acción salvífica de Dios como en un lugar predestinado; de él parte
también el Mesías, recibe de Dios instrucción y robustecimiento, reúne fuerzas para su
camino y su obra. El «desierto», en el que lejos de los hombres y en un paisaje sobrio, duro
y sin embargo grandioso, bajo un cielo radiante se está cerca de Dios, se convierte ya
antes que el lago de Genesaret con sus riberas y elevaciones costeras del noroeste llenas
de vida y actividad, se convierte, digo, antes que aquella franja de tierra amable y feliz, en
la patria del Evangelio. Dios llama y actúa en el silencio y mueve la historia con las fuerzas
que se recuperan a solas con él.
: Pero el «desierto» es también el lugar de la decisión. Al igual
que Israel fue tentado en el desierto, lo es también ahora por Satán aquel que está ungido
con el Espíritu. Sólo que, mientras Israel sucumbió a la tentación, el «Siervo de Dios», el
representante del antiguo pueblo elegido, el Hijo amado de Dios, sale victorioso. El número
cuarenta es un antiguo número sagrado de la Biblia: durante cuarenta años fue probado
Israel en el desierto (Dt 8,2s.15s); cuarenta días y cuarenta noches permaneció Moisés
sobre el monte (Ex 24,18), oró y ayunó (Ex 34,28); cuarenta días y cuarenta noches caminó
Elías hasta el monte divino del Horeb, fortalecido con el alimento que Dios le proporcionaba
(1Re 19,8). Marcos no dice en qué consistió la prueba de Jesús, qué le propuso Satán ni
cómo pretendió seducirle. El hecho como tal es realmente importante: también a lo largo de
su ministerio público experimentará Jesús la oposición de las fuerzas del mal (cfr. 3,22-27),
pero la quebrantará con la potestad que le ha sido dada (1,27), sin romper jamás su
vinculación con el Padre (cf. 14, 36). Las continuas tentaciones de Satán, rival y enemigo
de Dios (cf. 3,23.26), que ya en el período del desierto permiten adivinar el futuro, se
dirigen ciertamente contra el Mesías y contra la obra de salvación que le ha sido
encomendada, pero fracasan en la unión con Dios y en la dotación del Espíritu del Salvador
fiel a su destino.
Jesús estaba entre animales salvajes. ¿Se indica con ello la fuerza y victoria del
luchador divino sobre los poderes salvajes y rebeldes? En relación con los ángeles
tutelares, el Sal 91(90)11ss., recuerda que los ángeles guardan a quien está bajo la
protección del Altísimo; «andarás sobre el áspid y la víbora, pisarás al león y al dragón».
Pero la expresión griega expresa más bien la convivencia pacifica con los animales (*), y el
«servicio» de los ángeles -al que inmediatamente se alude- apunta a la provisión de
alimento y bebida (cf. 1Re 19,5ss). No se puede pensar en un dominio de Satán sobre los
animales salvajes ni en sus recursos mágicos con fines corruptores; imaginar un cuadro
paisajista del desierto y de su pavorosa soledad equivaldría a no tener en cuenta el sentido
profundo del relato. Se trata más bien de que el Mesías, que vive en comunión con Dios,
reencuentra la paz con los animales salvajes, peligrosos para el hombre. Bien puede
resonar aquí el Salmo 91; pero no en el sentido de una victoria sobre los animales «malos»,
sino de una reconciliación con las criaturas de Dios. El pensamiento del «segundo Adán»
que restablece la era paradisíaca no vuelve a aparecer en Marcos; mas para el tiempo
mesiánico se esperaba una actitud pacífica de los animales (Is 11,6s), y el Mesías lleno del
Espíritu de Dios (Is 11,2ss) experimenta en su lucha con Satán el cumplimiento de aquella
promesa.
Finalmente, son los propios mensajeros de Dios, los ángeles, los que sirven al Ungido del
Señor. Mientras en Mateo, después del ayuno de Jesús y de la tentación diabólica de
procurarse alimento poniendo a Dios a prueba, «se le acercaron los ángeles y le servían»
(4,11), Marcos parece pensar sobre todo en la idea del alimento y bebida. Dios no permite
que su Mesías carezca de lo necesario y sucumba; el Padre le proporciona lo necesario
para vivir. Los ángeles son también la contrarréplica de Satán que busca la perdición y la
muerte; los espíritus buenos están en oposición al ángel de las tinieblas que se ha rebelado
contra Dios. Ciertamente que la protección y providencia divinas, que se ponen de
manifiesto con la intervención de los ángeles, se aplican al elegido y al amado que debe
llevar a término su obra de salvación; pero la escena se convierte también en promesa para
cuantos seguirán a Jesús en su camino.
La presentación que Marcos hace de la permanencia de Jesús en el desierto y de su
tentación tiene un brillo propio dentro de su brevedad. Prevalecen los tonos luminosos:
comunión con Dios, paz mesiánica, bendición divina sobre quien se deja conducir por el
Espíritu de Dios, incluso cuando le pone en las tinieblas de la tribulación, en las pruebas de
la fe y en peligros que amenazan su misma existencia. El Espíritu de Dios es más fuerte
que el poder de las tinieblas.
..............
(*) A propósito de esta pequeña observación, que sólo se encuentra en Marcos, se ha discutido y
escrito
mucho. Los últimos trabajos al respecto, llegan a la conclusión de que el tentador ha sido vencido
para
restablecer la paz en la creación universal de Dios.
..............

Parte primera

MENSAJE DE JESÚS;
ECO ENTRE LOS HOMBRES
(1,14 8,30)

Lo que el evangelista ha referido y anunciado hasta ahora pertenece ciertamente al


Evangelio en cuanto mensaje divino de salvación, describe la aurora del tiempo de
salvación con la aparición de Juan Bautista y la preparación de Jesús a su ministerio
público de salvador; pero en realidad es sólo una introducción a la aparición personal de
Jesús, a su predicación, enseñanza y actividad con obras poderosas, a su lucha contra las
fuerzas que se le oponen y a la convocatoria de la comunidad de discípulos. El comienzo
de esta actividad de protagonista viene señalado con las afirmaciones programáticas de
1,14s: es ahora cuando Jesús empieza a anunciar «el Evangelio de Dios», cuyo contenido
esencial viene dado en las palabras siguientes. Pero ¿cómo se debe entender su
presentación y división detalladas en los largos capítulos que median hasta la pasión? ¿Se
propone el evangelista describir fielmente el proceso del ministerio de Jesús? ¿Hay, pues,
que respetar sus datos geográficos y la secuencia de los relatos -hasta 14,1 faltan casi por
completo las indicaciones cronológicas- esforzándose por ordenarlos en tal sentido? Así, se
podrían establecer estas partes:

I. La gran actividad de Jesús en Galilea (1,14-6,6a).


II. Jesús en constante movimiento hasta llegar a territorio pagano (6,6b-10,45).
III. Viaje de Jesús a Jerusalén y su última actividad en la capital (10,46-13,37).
IV. Pasión y resurrección (14,1-16,8).

No hay por qué negar un cierto interés del evangelista por los datos externos y
concretamente locales; pero sólo es necesario prestar atención a ciertas secciones más
redondeadas y dispuestas bajo unos aspectos teológico-sistemáticos, para darnos cuenta
que ésa no es la intención predominante del evangelista: la colección de controversias en
2,1-3,6, al final de la cual ya escuchamos en boca de los enemigos de Jesús su propósito
asesino (3,6); el capítulo de las parábolas (4,1-34); el discurso de 7,1-23 que trata de la
nueva piedad y pureza interior; las grandes enseñanzas de 10,1-45; las disputas en
Jerusalén 11,27-12,44 y el discurso escatológico del cap. 13 testifican en conjunto un
interés más bien doctrinal con vistas a la comunidad. La línea histórico-geográfica se
quiebra una y otra vez por otros puntos de vista, y es preciso admitir que el marco de los
relatos las más de las veces no es más que externo y secundario. En realidad lo que
interesa al evangelista es la visión de la Iglesia de su tiempo, lo perennemente válido que la
Iglesia puede y debe aprender de palabra y de obra en el ministerio de Jesús. Marcos
parece brindar esto principalmente en las piezas doctrinales, que desde luego tienen su
fundamento histórico en la actividad de Jesús, pero que no siguen estrictamente el orden
histórico, sino que están recopiladas intencionadamente de los discursos y hechos de
Jesús. La acomodación a este propósito del evangelista explica los textos para nuestra
situación de oyentes con mucha más fuerza que lo haría de leerlos nosotros como un relato
histórico biográfico. Por ello, es útil intentar también una división adecuada.
Un punto cardinal en la presentación del ministerio de Jesús debería proporcionárnoslo
8,31, cuando Jesús empieza a desvelar a sus discípulos el camino de su pasión y muerte.
La precedente escena de Cesarea de Filipo (8,27-30) viene a constituir una especie de
balance de su ministerio público hasta ese momento. Jesús ha querido ganarse al pueblo
para su mensaje, pero los hombres no han comprendido el sentido de lo que él anunciaba y
de lo que estaba aconteciendo en su ministerio («el misterio del reino de Dios», 4,11); dicho
con otras palabras: la gente no comprendió el misterio de su persona. En esta situación de
incomprensión e incredulidad, y según la disposición divina, Jesús tiene ahora que recorrer
su camino hacia la cruz y a través de la cruz hasta la gloria a fin de llevar a cabo el plan
salvífico de Dios. Así lo ve el evangelista y con su presentación brinda a las comunidades el
fundamento de su profesión de fe en Jesús Mesías, que fue crucificado, resucitado y
exaltado a salvador y Señor de todos cuantos abrazan la comunidad de fe. Por ello el
evangelista vuelve sus ojos una y otra vez a la Iglesia posterior, cuya formación reconoce
en la actividad terrena de Jesús y a la que quiere descubrir el sentido de la doctrina y
actividad de Jesús realmente importante para la misma. El propósito eclesial del evangelista
se ve a lo largo de la parte primera que se refiere al círculo de los discípulos y que ha
colocado como las piedras miliarias siguientes:

1. La vocación de los discípulos (1,16-20),


2. La elección de los doce (3,13-19),
3. El envío de los doce (6,6b-13).

Por ello vamos a dividir la primera parte de acuerdo con estas perícopas. Parecidas
piedras miliarias constituyen en la parte segunda los tres anuncios de la pasión (8,31; 9,31;
10,33) hasta que Jesús entra realmente en el camino de la muerte (10,46), que desde luego
todavía deja espacio a su ministerio en Jerusalén, de nuevo con piezas doctrinales
importantes para la comunidad. Ambas partes se corresponden como las dos caras de un
folio: mensaje y actividad salvíficos de Jesús y el eco que encuentran en los hombres
(1,14-8,30) y la actividad salvadora en el camino que lleva a la cruz y resurrección de Jesús
(8,31-16,8). Con la subdivisión que debemos introducir en los mismos textos aún
descubriremos algunas otras secciones.
I. VOCACIÓN DE LOS DISCÍPULOS Y MINISTERIO DE JESÚS (1,14-3,12).

No es casual el hecho de que se refiera la vocación de las dos parejas de hermanos


junto al lago de Genesaret inmediatamente después de la proclama del mensaje salvador
(1,14s); pero no sucedió así desde un punto de vista histórico. Difícilmente se trata del
primer encuentro de Jesús con aquellos pescadores que habrían de convertirse en
«pescadores de hombres» (cf. Jn 1,35-51); más bien se trata de un ejemplo de vocación al
discipulado que tiene una importancia teológica. La llamada al seguimiento de Jesús se
conecta de un modo intrínseco y necesario con las exigencias de conversión y de fe en el
Evangelio (1,15); pero el grupo de discípulos tiene que estar presente desde el comienzo
en la actividad salvadora de Jesús. Al Mesías le pertenece su comunidad; los primeros
discípulos formarán la Iglesia posterior, por lo que ésta se encuentra representada por
aquéllos en el misterio terrenal de Jesús, escucha sus palabras y le acompaña en sus
acciones. Resulta así una primera sección que se prolonga hasta el segundo periodo del
discipulado: la elección de los doce (3,13-19). Abarca el comienzo de la actividad pública de
Jesús (1,14-45) y un capítulo sobre la potestad del Salvador enviado por Dios (2,1 3,12).

1. COMIENZOS DE LA ACTlVIDAD SALVADORA DE JESÚS (1,14-45).

El primer capitulo, que terminamos en Mc 1,45 ya que después empieza una nueva y
especial composición -la colección de discusiones-, reúne la proclama de la salvación por
Jesús (1,14s) con la vocación de los discípulos (1,16-20) y constituye una pieza
introductoria esencial a la que sigue un relato de la presentación de Jesús en Cafarnaúm
que, visto desde fuera, contiene un día del ministerio de Jesús, pero que oculta de hecho
unos propósitos más profundos ya que pretende iluminar las doctrinas de Jesús con
autoridad (la represión de los demonios y la curación de los enfermos), al tiempo que
presentar la predicación como su máximo objetivo. Es lo que constituye la llamada
«composición de Cafarnaúm» (1,21-39), de origen muy temprano. Sigue, finalmente, la
curación de un leproso que es importante para «el secreto mesiánico de Jesús» en el
Evangelio de Marcos, es decir, para el intentado encubrimiento de su mesianidad (1,40-45).
Ya en este capítulo surge ante los ojos del lector con toda claridad la imagen de Cristo
propia de Marcos destacando los rasgos característicos de la aparición y ministerio de
Jesús.

a) El mensaje de salvación de Jesús (Mc. 01/14-15).

14 Después de ser encarcelado Juan se fue Jesús a Galilea


donde proclamaba el Evangelio de Dios 15 diciendo: «Se ha
cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca; convertíos y
creed el Evangelio.»

Parece que después del bautismo y tentación de Jesús pasó aún algún tiempo en que
Juan el Bautista siguió predicando y bautizando (cf. Jn 1,19-34; 3,22-30); pero, según
Marcos, Jesús inicia su actividad pública sólo cuando su precursor fue metido en la cárcel
(cf. 6,17-29). No se presenta como Juan en las cercanías de Judea y Jerusalén, sino en
Galilea su patria chica. A primera vista esto no es más que un dato que podría omitirse;
pues, por las indicaciones locales que escuchamos en el relato posterior, fue el lago de
Genesaret, y más concretamente la ribera occidental entonces con mayor intensidad de
población en su parte norte -desde Magdala hasta Betsaida-, el centro de la actividad de
Jesús. También en este sentido tiene el Evangelio un punto de partida terrestre
perfectamente delimitado. Quien ha visto aquella hermosa franja de tierra, especialmente
en primavera, comprende la economía de la acción divina. En este paisaje, con la superficie
luminosa del lago, las suaves colinas y el cielo alto, encaja la alegre buena nueva de la
salvación que Jesús anunció a los hombres sencillos y pobres en su mayoría. Aquí
encontró también el Evangelio una patria terrena. Cuando en la segunda parte del
Evangelio de Marcos Jesús parte para Jerusalén y sufre la muerte en aquel centro del
judaísmo, la ciudad santa del antiguo pueblo de la alianza con Dios, con la distancia
geográfica nos es dado rastrear también un contraste interno. El Evangelio es un mensaje
nuevo que rompe las antiguas concepciones (cf. 2, 21s) y desencadena un movimiento que
rebasa los límites del judaísmo tradicional. Después de la resurrección de Jesús los
discípulos reciben la orden de regresar a Galilea para ver allí al Señor glorificado (16,7).
Para el Evangelio, Galilea es como un símbolo.
También Jesús se presenta como un «predicador», pues el «Evangelio de Dios» no llega
de otro modo a los hombres. No es una doctrina -aunque Jesús enseñó después muchas
cosas al pueblo en las sinagogas y al aire libre- al modo de la exposición escriturística que
hacían los doctores judíos de la ley, ni menos aún como la exposición de un filósofo que se
dirige a la razón e inteligencia de los oyentes. Se trata más bien de un mensaje que Dios
mismo transmite a través de su portavoz en un determinado momento histórico y con un
contenido preciso: «Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca». Cada palabra
tiene aquí su importancia. El tiempo del cumplimiento evoca un tiempo de espera. Es el
tiempo de salvación, prometida por los profetas, los portavoces de Dios en el Antiguo
Testamento, el que ahora alumbra. La expresión griega empleada aquí para designar el
«tiempo», significa el momento adecuado, el término establecido. Este instante en que
Jesús se presenta como heraldo del mensaje divino de salvación, estaba previsto y
decretado por Dios, y ahora se ha cumplido con vigencia permanente. A diferencia de la
carta a los Gálatas («la plenitud del tiempo», 4,4) no se piensa tanto en los tiempos que
ahora ya han pasado y se han «cumplido», cuanto en el acontecimiento que representa el
comienzo de una nueva era: el tiempo de la culpa humana y de la có1era divina, el tiempo
de la desgracia, ha pasado; ha comenzado el tiempo de la gracia y de la salvación.
D/REINADO RD/QUE-ES ¡Es el comienzo del tiempo último, que está bajo el amor y la
luz de Dios (escatológico)! Que el «cumplimiento» no equivalga al «fin» se deduce de la
palabra inmediata: el reino de Dios está cerca. La interpretación, según la cual el «reino de
Dios» ya estaría presente de hecho, apenas es posible estando la expresión griega que
significa «acercarse», «estar cerca» siempre bajo una forma temporal, de tal modo que tal
proximidad constituye una realidad concreta y casi palpable. La idea sólo se puede
entender teniendo en cuenta la cosa de la cual se afirma tal cercanía: el «reino de Dios».
Es éste un concepto con una historia larga y de gran relieve. Para su comprensión es
esencial el hecho de que Dios domina como rey. El reino de Dios o la «soberanía de Dios»
o el «reinado» de Dios, como también puede traducirse, no es ninguna organización,
ningún espacio delimitable, ninguna región que pueda señalarse, sino más bien un
acontecimiento, la realización de una acción divina. Es verdad que Dios reina siempre de
distintos modos: en la creación, en la historia, y principalmente en la dirección del pueblo de
su alianza. Pero aquí se trata de algo más especial: se trata de la plena soberanía de Dios
tal como la anunciaron y prometieron los profetas para el «fin de los tiempos». Cuando
Jesús habla del reino de Dios sin explicaciones adicionales, está pensando en este reino
divino plenamente realizado, que ha de anunciarse como el dominio victorioso de Dios
sobre Israel y sobre todos los pueblos.
¿Afirma Jesús con ello el fin del mundo antiguo? El que Dios quiera realizar su soberanía
de un modo incondicional ¿significa que debe desaparecer el mundo antiguo con sus
penalidades y tinieblas, con el pecado y las necesidades del hombre? Es ésta una pregunta
importante para la comprensión del mensaje de Jesús. Anuncia ciertamente la proximidad
del reino de Dios, mas no una proximidad medible con el tiempo. Jesús no dice nada acerca
de una inmediata transformación de las circunstancias mundanas hasta entonces vigentes.
Y sin embargo para él resulta evidente que está por aparecer algo nuevo, que de ahora en
adelante Dios va a asegurar a los hombres la salud y la salvación de un modo nuevo y
especialísimo. Todo el ministerio de Jesús reflejará esta nueva postura de Dios, por medio
de sus curaciones y expulsiones de demonios, el perdón de los pecados y la compasión por
todos los hombres. De este modo se da ya en el ministerio de Jesús una presencia de la
soberanía divina, una presencia de la salvación; ése es el misterio del ricino de Dios
(4,11). El futuro se acerca a los hombres y les pregunta si entienden los signos. También
en el retorno de los hombres, en el seguimiento de los discípulos, en la reunión de la
comunidad de salvación se hace operante la soberanía de Dios. La proximidad puede
descubrirse y por ello su reino se ha acercado, aunque todavía no aparezca
cósmicamente.
Este Evangelio de Dios, del que nadie queda excluido, ni siquiera los transgresores
públicos de la ley, como los recaudadores de impuestos y prostitutas, y que se anuncia
precisamente a los pobres y a quienes llevan una carga penosa, es una luz vivificante en
medio de un mundo frío de odio y envidias, de malicia y violencia, es un rayo de esperanza
que Jesús proyecta sobre los corazones oprimidos y desesperanzados. Pero si Dios otorga,
también espera una respuesta. Su compasión no es debilidad, sino una llamada a una
conducta semejante. Su amor exige un semejante amor a él personalmente lo mismo que a
los semejantes (12,30s). Por eso, al anuncio beatificante de la voluntad salvadora de Dios
sigue la exhortación a convertirse y a creer en el Evangelio.
CV/QUE-ES Conversión es mucho más que un «cambio de mente», aunque éste se
presuponga. También «penitencia» es poco, si por penitencia se entiende la reparaCIón de
la injusticia, Las prácticas de renunciamiento y expiación, aun cuando todas esas cosas
puedan también exigirse. De acuerdo con la imagen del Antiguo Testamento, «conversión»
significa la vuelta atrás en el camino equivocado, o más claramente, el retorno a Dios de
quien el hombre se había apartado. Los fallos morales, la maldad contra el prójimo, la
injusticia y los vicios alejan de Dios al hombre, lo descarrían respecto de Dios. Entonces el
hombre sólo se busca a sí mismo, quiere ser su propio señor colocándose en lugar de Dios.
«¿Cómo podéis decir: Nosotros somos sabios...? Confundidos están los sabios, aterrados y
presos, porque rechazaron la palabra del Señor, y ¿qué les aprovecha su propia
sabiduría?», pregunta Jeremías (8,8s), el máximo profeta de la conversión en la antigua
alianza. Hasta Juan Bautista los profetas han exigido siempre la «conversión»
concentrándola en cada situación histórica. A menudo se trataba de volverse de la idolatría
y de la corrupción moral como condición indispensable. Después exigían la penitencia y
expiación por las infidelidades contra Dios; pero lo que les interesaba sobre todo era la
renovación del corazón, la vuelta interna a Dios en pureza, humildad y confianza. Quien se
convierte tiene que aprender de nuevo a entenderse como criatura de Dios y dejar que Dios
disponga de él.
Con Jesús esta exigencia de conversión a través del mensaje de salvación, que él
anuncia en la hora escatológica, adquiere su aspecto peculiar. Va unida con la exigencia de
creer el Evangelio. Quien quiera «convertirse» según el pensamiento de Jesús debe
empezar por responder con un sentimiento íntimo de alegría a la oferta de salvación que
Dios le hace, debe aceptar el mensaje de Jesús creyendo. En la fe late una conversión
vigorosa; de la conversión en la fe brota todo lo demás. La deficiente disposición a
convertirse, que Jesús reprocha a las ciudades de Galilea (Mt 11,21ss), es una fe
defectuosa. Marcos no refiere ninguna de esas palabras proféticas de exhortación y
amenaza en boca de Jesús; pero también en él los discípulos de Jesús predican la
conversión cuando son enviados por el Maestro (6,12). La palabra programática del
comienzo dice que la conversión es necesaria para poder creer y que la conversión se
realiza mediante la fe en el Evangelio de Dios. Una y otra están ligadas mutuamente.
En la conversión de la fe se cumple la vuelta incondicional hacia aquel a quien Jesús
anuncia como el Dios de la salvación. Mas como Dios revela y otorga su salvación a
través de la acción de Jesús, la fe se muestra también en la confianza en Jesús y en las
fuerzas salvadoras que se hacen presentes en él (2,5; 5,34; 10,52). En Jesús, el creyente
abraza el reino de Dios que se abre paso y toma parte en el mismo. La fe es más que un
reconocimiento y aceptación de lo que Jesús anuncia y enseña. Es también confianza en el
poder salvífico de Dios (9,23s), expulsión de toda duda y zozobra (11,23s), pleno
convencimiento de la proximidad de Dios en la persona de Jesús (4,40). De este modo la fe
en el Evangelio anunciado por Jesús (1,15) se transforma después de pascua en la fe en
Jesús mismo, quien, como Señor exaltado a la diestra de Dios, posee todo el poder
salvífico. Fe es liberación de la propia existencia mediante la entrega de sí mismo a Dios.
Fe en el Evangelio es la confianza absoluta de que tal liberación está asegurada en el
mensaje y persona de Jesús.
(_MENSAJE/02-1.Págs. 25-41)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 3

b) La vocación de los discípulos (Mc. 01/16-20).

16 Caminando a lo largo del mar de Galilea, vio a Simón y a


su hermano Andrés, que estaban echando las redes en el mar,
pues eran pescadores, 17 Y Jesús les dijo: «Seguidme y os
haré pescadores de hombres». 18 Ellos, inmediatamente,
dejaron las redes y lo siguieron. 19 Pasando un poco más
adelante, vio a Santiago, el de Zebedeo, y a su hermano Juan,
que remendaban las redes en la barca. 20 Los llamó en
seguida. Y ellos, dejando en la barca a Zebedeo, su padre, con
los jornaleros, se fueron en pos de él.

Jesús no se contenta con el anuncio general del mensaje de salvaci6n; Jesús pasa a la
acción y llama a unos discípulos. Conversión y fe tienen que realizarse en el seguimiento de
Jesús; ese seguimiento es la respuesta plena a la llamada de Jesús. La vocación de los
cuatro primeros discípulos junto al lago de Genesaret no sólo contiene una escena de los
comienzos del ministerio de Jesús; tiene también un carácter ejemplar y un significado
teológico. Desde un punto de vista histórico no era el primer encuentro de Jesús con
aquellas dos parejas de hermanos, que por su profesión humana eran pescadores. Por el
Evangelio de Juan sabemos que Jesús ya los había conocido cuando eran discípulos del
Bautista y que los primeros contactos habían tenido efecto en el lugar de Judea en que
Juan bautizaba (cf. Jn 1,35-51). Lo que Marcos narra es el llamamiento definitivo a los
discípulos en sentido pleno, y la presentación permite conocer todas las notas del proceso
decisivo de quien entra en el seguimiento de Jesús.
La acción parte de Jesús. Tres elementos esclarecen el suceso: la mirada de Jesús se
clava sobre estos hombres y en seguida Jesús los llama a sí (v. 20a). La llamada del
enviado de Dios es una llamada de Dios mismo; y es categórica, poderosa, penetrante.
Cuando Dios llama no cabe ningún titubeo. Pero el contenido de la llamada es un
requerimiento a ir detrás de Jesús. Literalmente éste es el primer sentido: el Maestro en sus
caminos y peregrinaciones va delante de sus discípulos, ellos le siguen, se dejan conducir
por él. Este seguimiento (v. 18), que en un sentido externo se dice también de las turbas
populares, tiene en el discípulo un sentido espiritual más profundo: el discípulo entra en
comunión de vida con el Maestro que desde ahora condiciona su vida e ideal, le da su
doctrina c instrucciones, le señala incluso su camino en la tierra y le hace partícipe de sus
tareas.
El objetivo del llamamiento al discipulado se expresa simbólicamente con una palabra
muy adecuada para aquellos pescadores: Os haré pescadores de hombres. La conexión
con el que hasta entonces había sido el medio de vida para aquellos hombres no es casual
ni rebuscada, más bien es una imagen gráfica que caracteriza la fuerza gráfica del lenguaje
de Jesús. Estos hombres, llamados por Jesús a su seguimiento, deben cambiar la que
hasta ahora ha sido su profesión por una superior: de ahora en adelante deben capturar
con Jesús a los hombres, ganarlos para Dios y su reino. Se indica ahí el sentido primitivo
del discipulado: una más estrecha unión con Jesús para compartir su propia vida y ayudarle
en su predicación (cf. 6,7-13). El discípulo de Jesús debe estar preparado a asumir todas
las consecuencias de este seguimiento, hasta llevar la cruz con Jesús y perder la propia
vida por el Maestro (8,34s).
En la Iglesia primitiva, cuando ya no era posible una comunión de vida, profesión y
destino con Jesús en la tierra, sólo se conservó el sentido espiritual de «imitación de
Jesús» y las relaciones del discípulo se extendieron a todos los creyentes. Todos cuantos
profesaban la fe en Cristo debían imitar a su Señor, que ahora había sido exaltado en el
cielo; sus palabras sobre la tierra conservaban su fuerza obligatoria y su comunidad lo
sabía ciertamente aun sin la presencia corporal de Jesús. De este modo la Iglesia primitiva
leía las palabras y exhortaciones de Jesús bajo una nueva luz, de una forma que le
afectaban a ella y a cada uno de los cristianos.
También la reacción de los primeros hombres llamados a ser discípulos adquiere una
importancia permanente y actual. De nuevo hay aquí tres elementos esenciales: Simón y
Andrés abandonan sus redes inmediatamente (v. 18), y después Santiago y Juan, los
hijos de Zebedeo, se separan de su padre y de los jornaleros para unirse a Jesús. Ante la
llamada de Jesús y de Dios se exige una obediencia pronta e incondicional (véase también
Lc 9, 59-62). Las dos parejas de hermanos abandonan el trabajo que habían practicado
hasta entonces, y los hijos de Zebedeo también a su padre y con él a su familia. En su
relato, completado con otra tradición («la pesca milagrosa»), Lucas dice que ellos
«dejándolo todo, lo siguieron» (Lc 5,11). La llamada a seguir a Jesús exige
fundamentalmente la renuncia a los bienes terrenos por causa del reino de Dios (Cf. Lc
14,33; Mc 10,21.29s; Mt 19,12c); aun cuando las circunstancias de la vida y las tareas en
que el llamamiento encuentra a cada uno sean distintas. Mas el aspecto negativo de la
renuncia queda eclipsado por el lado positivo: los discípulos deben ir detrás de Jesús,
seguirlo. Es una distinción ser admitidos en estrecha comunión con el enviado y ungido de
Dios. A pesar de las persecuciones y la muerte, su camino promete a todos sus seguidores
la plenitud de vida y una recompensa cien veces mayor que todas las renuncias y
privaciones (8,35s; 10,17.23ss.29s). Los discípulos en un sentido más estricto, los
anunciadores del Evangelio, no sólo comparten la vida pobre del Señor sino también sus
poderes y sus alegrías (cf. 6,7-13).
De este modo aparece felizmente lo que es la llamada do Dios y el seguimiento. Los
lectores deben ver en esta historia, además del primer éxito de Jesús, la incipiente
convocatoria del pueblo de Dios, el primer paso hacia la formación de su comunidad. No
es casual que estos discípulos vengan presentados con sus propios nombres; para los
lectores no son unos desconocidos sino los adelantados del círculo de discípulos de Jesús.
En la sección inmediata volverán a ser nombrados (1,28); son los primeros compañeros de
Jesús, los que comparten su temprana y floreciente actividad, de la que más tarde podrán
ser testigos. Al propio tiempo representan a los discípulos ulteriores que Jesús va ganando,
aun cuando la ampliación del círculo de discípulos simplemente se sugiere más que se
describe (2,15; 3,13). Los discípulos son los hombres de confianza de Jesús. Él les enseña
acerca de su misión primordial, que es el anuncio del reino de Dios, y los protege contra los
ataques judíos (2,18ss.23-28). Les explica en privado el sentido de las parábolas (4,34). A
ellos se les ha confiado el misterio del reino de Dios, son los que le pertenecen a diferencia
«los de fuera» (4,11). En ellos, en su vinculación con el Señor, en su proximidad y
distancia, en su elección por parte de Dios y en su pequeñez y debilidad humanas, se
reconocen a sí mismos los lectores creyentes. En la falta de comprensión de los discípulos
(1,36; 4,10.13, etc.) los lectores se hacen conscientes de su insuficiencia, que no impide la
donación de Jesús a los suyos (cf. 3,34s). De este modo, la llamada a seguir
personalmente a Jesús se convierte en exhortación para sumarse, de una forma
consciente, a la comunidad de discípulos del Maestro.

c) Un sábado en la sinagoga de CAFARNAÚN (Mc. 01/21-28).

21 Llegan a CAFARNAÚN; y en seguida, apenas entraba en


la sinagoga los sábados, se ponía a enseñar. Y se quedaban
atónitos de su manera de enseñar, porque les enseñaba como
quien tiene autoridad y no como los escribas.
23 En seguida había en aquella sinagoga un hombre
poseído de un espíritu impuro que comenzó a gritar: 24
«¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús Nazareno?
¿Has venido a acabar con nosotros? Yo sé bien quién eres:
¡el Santo de Dios!» 25 Pero Jesús le increpó: «Enmudece y
sal de este hombre.» 26 Entonces el espíritu impuro,
agitándolo con violentas convulsiones y dando un gran alarido,
salió de él. 27 Quedaron todos asombrados, tanto que se
preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Qué manera tan
nueva de enseñar: con autoridad! Incluso manda a los
espíritus impuros y ellos le obedecen.» 28 Y por todas partes
se extendió en seguida su fama a todos los confines de Galilea.

CAFARNAUN/SINAGOGA La sección de CAFARNAÚN (1,21-39) es una vieja unidad


tradicional que Marcos se encontró formada y que contiene desde luego unos datos
históricos; pero que al mismo tiempo patentiza el propósito anunciador de la Iglesia
primitiva. El lugar, del que hoy apenas restan unas ruinas (Tell Hum), quedaba en la ribera
noroccidental del lago, 6 kilómetros al oeste de la desembocadura del Jordán. Era por
entonces un lugar fronterizo de la región gobernada por Herodes Antipas, en la vía principal
de Ptolemaida a Damasco, con un puesto aduanero y una guarnición militar. En los
primeros tiempos Jesús desarrolló aquí una gran actividad viviendo en la casa de Simón y
de Andrés (1,29), que vuelve a citarse más tarde (9,33; cf. 3,20; 7,17). Esto corrige un poco
la imagen que nos hemos formado de la vida itinerante e inquieta de Jesús; CAFARNAÚN
fue una especie de cuartel general al que volvía con frecuencia. Nuestra sección muestra,
no obstante, cómo Jesús partió de aquel punto para anunciar el mensaje de salvación en
los lugares circundantes (1,38).
El propósito primordial de esta exposición tiende a caracterizar la actividad de Jesús, que
pronto llamó la atención en todas partes atrayéndose a mucha gente. Con este ministerio
se esclarece la imagen misma de Jesús, que anunciaba el reino de Dios, enseñaba con
autoridad y ponía de manifiesto las fuerzas salvadoras de Dios con las expulsiones de
demonios y las curaciones. La actividad salvadora de Jesús es el comienzo de una nueva
era, la confirmación de su mensaje (1,15); pero es también una manifestación de sí mismo
en las obras y así lo comprendió la Iglesia antigua con mirada retrospectiva.
Jesús entra con los discípulos en CAFARNAÚN, «y en seguida» enseña los sábados en
la sinagoga. Sin tardanza y consciente de su propósito, pone Jesús manos a la obra, como
lo indica Marcos con su peculiar «y en seguida» (1,21.23.28.29, etc.). El evangelista habla
a menudo de la enseñanza de Jesús, tarea en la que también intervienen los discípulos
(6,30, sólo en Marcos), indicio de que la comunidad cristiana se sabía comprometida en el
empeño. Mas todavía no sabemos nada del contenido de la doctrina, de la que Mateo y
Lucas nos ofrecen un espléndido ejemplo en el sermón de la montaña. Marcos desarrolla la
doctrina de Jesús más tarde en la predicación en parábolas (4,1s); pero aun entonces le
interesa más el resultado, la fuerza que provoca la separación entre los oyentes. Lo que
Jesús enseñaba entonces a su auditorio judío, probablemente una exposición de la ley, una
nueva concepción de la voluntad divina, se mantiene hasta tal punto que caracteriza incluso
la vida cristiana; pero esto también podrá verse más tarde (cf. 7,17-23; 10,145; 12,13-37).
Para la aparición terrena de Jesús basta de momento la afirmación de que enseñaba con
autoridad y no como los doctores de la ley. Estos se atenían a su tradición doctrinal, a la
«tradición de los antepasados» (7,3), y no pocas veces abandonaban la voluntad de Dios
por seguir las opiniones e interpretaciones humanas, como les reprochó Jesús (cf. 7,6-13).
Jesús enseña con autoridad absoluta, presenta su propia exposición de la Escritura (10,
5-9), demostrándose con ello tan plenipotenciario de Dios como con las expulsiones de los
demonios. Pues ambas cosas las hizo Jesús en la sinagoga de CAFARNAÚN; la doctrina
en autoridad y la expulsión de un espíritu inmundo constituyen para Marcos una unidad,
una prueba del poder de Jesús, ante el que «se quedaban atónitos los hombres» (v. 22) y
experimentan un terror religioso (v. 27). Barruntan lo nuevo que aquí se está realizando. La
poderosa palabra doctrinal y la poderosa palabra exorcista constituyen por igual un signo
de la soberanía de Dios que se abre camino.
Así se debe entender también el «en seguida» que introduce la expulsión de un espíritu
inmundo, narrada según el modo de pensar de la época, como prueba del poder otorgado a
Jesús. Un pobre hombre atormentado queda libre do un terrible padecimiento, que se
atribuye a un «espíritu impuro». En algunos textos se establece una distinción entre
enfermos y posesos (1,32; 3,10s; 6,13); en este segundo grupo se trata al menos de unas
manifestaciones patológicas especialmente graves. Para el evangelista detrás de los
espíritus impuros se esconde el poder del maligno, de Satán, contrario a Dios (cf. 3,22ss).
El antagonista de Dios y de Jesús (1,13) pone en juego todas sus fuerzas para impedir la
acción salvadora de Jesús y la irrupción del reino de Dios. Pero Jesús se sabe más fuerte
que él (3,27) y reprime el poder de Satán. Ya la primera expulsión demoníaca, descrita
detalladamente, pone de manifiesto el triunfo de Dios, la superioridad de Jesús.
El diálogo entre Jesús y el espíritu inmundo -que también aboga en favor de sus
semejantes- revela la lucha entre ambos contendientes. El demonio presiente al poderoso
que quiere arrebatarle su «mansión», arrancarle su víctima humana, y se resiste a las
palabras de conjuro. Los grandes alaridos y las preguntas insolentes pretenden rechazar el
ataque del exorcista: «¿Qué tenemos que ver contigo?... ¿Has venido a acabar con
nosotros?» La pronunciación del nombre -«Jesús Nazareno»-, la protesta solemne de «sé
bien quién eres», el venerable título de «el Santo de Dios», no son profesiones de fe
respetuosas ni súplicas disimuladas, sino magia nominal, intentos por adueñarse del poder
del conjurador mediante su reconocimiento y la pronunciación a gritos de su nombre y
título. En los antiguos relatos de expulsiones demoníacas -incluso judíos- el exorcista pasa
al ataque e intenta con fórmulas de conjuro y medios mágicos enseñorearse del demonio y
obligarle a abandonar al poseso. Sobre el fondo de tales concepciones los espectadores de
entonces comprenden sin duda lo que hay de nuevo y peculiar en la acción de Jesús.
Jesús renuncia a las palabras de encantamiento y a los medios mágicos y no presenta al
espíritu inmundo más que una palabra de orden: «Enmudece y sal de este hombre.» Manda
simplemente y los espíritus tienen que obedecerle (cf. v. 27). Esta palabra eficaz es un
signo de la intervención de Dios.
Aun cuando desde nuestra visión científica del mundo siempre se puede juzgar la
expulsión de los demonios como una acomodación de Jesús a la inteligencia de sus
oyentes, no deja de ser una proclama del poder otorgado a Jesús, un anuncio de las
fuerzas salvíficas de Dios que están en marcha. Jesús, que realiza esto, se convierte para
los hombres en este interrogante: ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que pasa aquí? Pero los
lectores creyentes saben que, aunque a regañadientes y con mal fin, el espíritu inmundo
dice la verdad: Jesús es «el Santo de Dios», expresión que señala la proximidad a Dios. No
se trata de un título mesiánico conocido, sino de un nombre de dignidad que en boca del
demonio tiene un sentido inconfundible. Con frecuencia se llama «santos» a los ángeles
que están al servicio de Dios; también el sumo sacerdote Aarón, viene designado como «el
santo del Señor» (Sal 106,16). La «santidad», tal como la entiende el Antiguo Testamento,
lleva a una singular proximidad de Dios. Jesús, pues, como «el Santo de Dios» llega de
parte de Dios y lleva en sí un ser y una fuerza divinos. La comunidad comprende el título
honorífico como expresión de la mesianidad peculiar de Jesús, que no se deja abarcar en
ninguno de los títulos habituales (cf. Jn 6,69). En Jesús late un misterio, el estremecimiento
de lo que es distinto, el presentimiento de una peculiar cercanía a Dios.

d) Ulterior actividad en CAFARNAÚN y partida de allí (Mc. 01/29-39).


29 En seguida, después de salir de la sinagoga, se fueron a
la casa de Simón y de Andrés con Santiago y Juan. 30 La
suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y al momento le
hablan de ella. 31 Él se acercó, la tomó de la mano y la
levantó; se le quitó la fiebre, y ella le servía.

Después de su sensacional presentación en la sinagoga, Jesús se dirige a casa de


Simón y de Andrés. Parece como si quisiera estarse allí tranquilo. Pero sus discípulos
pronto se le acercan con una petición: la suegra de Simón padece una fiebre, y él no duda
en curarla. Según los rabinos, ni siquiera las enfermedades graves debían suspender las
prescripciones sabáticas. Pero Jesús toma a la enferma de la mano y la endereza. La mujer
se levanta y presta a los hombres los servicios de la hospitalidad; señal de que la fiebre
había desaparecido por completo. El breve relato sigue mostrando el frescor de una
experiencia primitiva. Es la primera curación que Marcos relata y constituye una especie
de puente a las que Jesús emprende después de la puesta del sol, es decir, después de
pasado el sábado.
CURACIONES/SIGNO: El primitivo relato intenta presentar ahora a Jesús como quien
sana a los enfermos; también esto pertenece a su ministerio, aunque no constituya su
objetivo principal, como indica la conclusión. Se puede establecer una valoración gradual:
más importantes que las curaciones de cualquier tipo de dolencias son las expulsiones de
demonios (v. 34b), pues éstas revelan de un modo más fehaciente que el dominio de Satán
ha sido quebrantado y que el reino de Dios está llegando. Pero lo más importante es la
predicación de Jesús, pues en ella se pone de manifiesto el objetivo de su misión (v. 38) y
la llamada de Dios llega directamente a los hombres. Para Jesús las curaciones de
enfermos se encuentran en el mismo plano: también ellas son un signo de la salvación que
Dios reserva a los hombres; pero incluyen el peligro de que los hombres se queden sólo en
lo externo y aspiren únicamente a verse libres de sus necesidades terrenas, sin ahondar en
el sentido profundo del hecho y malinterpretando los fines salvíficos de Dios. Para Jesús es
como una tentación dejarse arrastrar por la ola del entusiasmo popular. Por ello busca la
soledad, como había hecho después de su bautismo, se ocupa en la oración y en su
verdadera misión e interrumpe por un breve período su estancia en CAFARNAÚN (v. 35).

32 Llegada la tarde, después de ponerse el sol, le


presentaban todos los enfermos y endemoniados. 33 Toda la
ciudad se agolpaba ante la puerta. 34 Y curó a muchos
pacientes de diversas enfermedades; arrojó también a muchos
demonios, pero sin dejarles hablar, porque sabían quién era.

Las curaciones por la tarde, después de concluir el sábado, las presenta el v. 33 como
una escena pintoresca. La gente, que sabe que Jesús está en casa de Simón, ha
aguardado a que transcurriera el sábado a fin de no quebrantar las prescripciones
sabáticas transportando las camillas. Y ahora cargan todos con sus enfermos y posesos
atestando por completo el lugar que había delante de la casa. Jesús cura a muchos
pacientes. Lo cual no se dice en sentido limitativo como pretendiendo imponer un tope a su
poder taumatúrgico. Las muchas curaciones reflejan la grandeza de su asistencia; pero su
sentido no está en eliminar todos los padecimientos terrenos. Las curaciones no pretenden
ser más que un signo de la compasión de Dios; pero los hombres no lo entienden así y no
hacen sino buscar nuevos remedios (v. 37). El evangelista menciona entusiasmado muchas
otras expulsiones de demonios, pero agrega que Jesús no permitía hablar a los espíritus
«porque sabían quién era». Jesús no quiere el testimonio de los demonios, precisamente
porque es una voz demoníaca (cf. v. 25); son más bien los hombres quienes a través de las
obras salvíficas de Dios deben reflexionar y comprender el sentido de la acción de Jesús.
Todo suceso externo permanece en penumbra; se requiere la reflexión creyente para
insertarlo en el contexto de los pensamientos divinos. La fe domina los significados de la
historia.

35 Por la mañana muy temprano, antes de amanecer, se


levantó, salió y se fue a un lugar desierto. Allí se quedó
orando. 36 Simón y sus compañeros salieron a buscarlo; 37 y
cuando lo encontraron, le dicen: «Todos te andan buscando.»
38 Él les responde: «Vámonos a otra parte, a las aldeas
vecinas, para predicar también en ellas; pues para eso he
venido». 39 Y se fue por toda Galilea predicando en las
sinagogas y arrojando a los demonios.

Frente al éxito externo y a la riada de gente, el propio Jesús quiere poner en claro la
misión recibida de su Padre, y a tal fin busca la soledad para orar. La hora temprana,
cuando todavía es de noche, indica tal vez la lucha interior a la que Jesús no se sustrajo
como hombre, como tampoco a la tentación por parte de Satán. Pero su unión con Dios se
abre paso y se robustece en la oración y le permite encontrar el camino adecuado con una
seguridad íntima. Cuando sus discípulos, pensando humanamente como los demás, o
mejor sin pensar, sin la vigilancia interior de su Maestro, se llegan a él para hacerle volver,
surge su decisión firme: «Vámonos a otra parte. a las aldeas vecinas para predicar también
en ellas, pues para eso he venido.» Es ésta una de las frases que revelan la conciencia
que Jesús tenía de su misión. Aun cuando la Iglesia primitiva haya podido interpretarlo
desde su fe en Cristo formulándolo en unos contornos precisos, el afán predicador de
Jesús, confirmado por su conducta y su peregrinar por Galilea, la voluntad de Jesús de
llevar a todos sus compatriotas el mensaje divino de salvación, sin situarse él mismo en el
centro, constituye un testimonio nada sospechoso de su espíritu. La Iglesia primitiva habría
ciertamente subrayado con más fuerza sus hechos extraordinarios y su conciencia
psicológica; pero lo que testifica es la entrega generosa de Jesús a la predicación, su
fidelidad a la misión que Dios le había asignado. Sin duda que con ello Jesús se convierte
en el gran modelo de sus predicadores que han recibido de su Señor la misma misión.
El versículo final, pequeño sumario de la incipiente actividad de Jesús, refleja de un
modo más tajante el pensamiento e interpretación del evangelista. Con la predicación y
expulsión de los demonios Jesús prepara los caminos al inminente reino de Dios. De
momento, y como en CAFARNAÚN, se contenta con predicar en las sinagogas, y actúa
-eso quiere decir Marcos- como aquel sábado del que acaba de hablarnos (1,21-27). Pero
ya no es sólo la fama de Jesús la que se extiende por los contornos de Galilea (v. 28), sino
que es la fama misma de Dios la que llega por medio de Jesús a todas las aldeas galileas.
El Evangelio entra en su carrera triunfal.
(_MENSAJE/02-1.Págs. 42-55)
BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 4

e) Curación de un leproso (Mc/01/40-45).

40 Llégase a él un leproso que, suplicándole y puesto de rodillas, le dice: «Si


quieres, puedes dejarme limpio.» 41 Movido a compasión, extendió la mano, lo
tocó y le dice: «Quiero; queda limpio.» 42 E inmediatamente desapareció de él la
lepra y quedó limpio. 43 Luego lo despidió con esta severa advertencia: 44
«Cuidado con decirle nada a nadie. Eso sí: ve a presentarte al sacerdote y a
ofrecer por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio.»
45 Pero él, apenas salió comenzó a pregonar a voces y a divulgar lo ocurrido, de
manera que Jesús ya no podía presentarse en ciudad alguna, sino que se
quedaba fuera de poblado, en lugares desiertos:
y aun así acudían a él de todas partes.

Aprovechando otra tradición, Marcos agrega todavía un hecho que le


parece encajar con este pasaje: la curación de un leproso. Desconocemos el lugar y el
tiempo; la historia, que no resulta nada fácil de entender, debe hablar por sí misma. En
opinión judía, el leproso era un «primogénito de la muerte» (véase Job 18,13). Los
marcados con la lepra eran aislados y no podían acercarse a los otros; estaban sujetos a
una larga enfermedad, a una muerte lenta, y hasta se los proscribía como pecadores, pues
la lepra pasaba por ser el castigo de pecados graves. Las curaciones, que debían ser
comprobadas por un sacerdote (v. 44), sólo se referían a aquellas enfermedades que por
su parecido externo con la lepra, podían también incluirse en su grupo. De este modo el
episodio aparece como el vértice de las curaciones que hasta ahora ha operado Jesús;
mas ésta no debió ser la razón para incluirlo en este pasaje.
Como hace suponer sobre todo el v. 45, el evangelista intenta transmitir a sus lectores
cristianos unas impresiones más profundas acerca de la actividad de Jesús y de las
realizaciones de su persona. Jesús no quiere ser conocido como taumaturgo; pero sus
obras no dejan ninguna duda al respecto. El hombre curado quebranta la severa
prohibición de Jesús, y la noticia de la curación milagrosa se extiende rápidamente. Jesús
se oculta en lugares solitarios, pero las gentes se llegan a él de todas partes. Idéntica
finalidad cabe reconocer en el relato condensado de 3,7-12.
Acerca del llamado «secreto-mesiánico» en el Evangelio de Marcos, es decir, el
propósito de Jesús de mantener oculta su mesianidad, se ha elucubrado y escrito mucho.
La expresión no resulta muy feliz, pues a lo largo de toda la primera parte del Evangelio de
Marcos no aparece ni una sola vez el problema acerca del Mesías, es decir, acerca del
Mesías como rey teocrático, acerca del hijo de David en el sentido de la esperanza popular;
el pueblo no parece pensar en esa idea. Marcos debió perseguir más bien una tendencia
cristológica de cara a sus lectores cristianos: Jesús quiere ocultar su dignidad y divinidad
y realizar su empresa misionera únicamente como siervo obediente de Dios; pese a lo cual,
irradia de él una fuerza poderosa que arrastra hacia él a las multitudes. El evangelista, que
cree como sus lectores en la gloria del Señor exaltado al cielo y que interpreta su filiación
divina como el verdadero fundamento de la portentosa actividad terrestre de Jesús, quiere
poner en claro que antes de su resurrección Jesús oculta de propósito su gloria y quiere
seguir el camino de la humildad, los dolores y la cruz. Sobre la tierra Jesús se esfuerza
denodadamente por evitar toda notoriedad en torno a su persona y actuar en exclusiva
como heraldo del Evangelio.
Así se explican muchas contradicciones aparentes: Jesús penetra en todas las aldeas de
Galilea para proclamar (1,39), y sin embargo huye del asalto de las multitudes refugiándose
en lugares solitarios (1,45). Cura al leproso y le encarga que se presente a un sacerdote
«para que les sirva de testimonio» (v. 44), pese a lo cual le prohíbe severamente que hable
de ello a nadie. Más tarde escapa con sus discípulos al lago (3,7); pero cuando las turbas
le rodean vuelve a curar a muchos, aunque prohibiendo a los demonios que le den a
conocer (3,10ss). Quiere congregar a los hombres, elige a los doce y los envía de dos en
dos (6,7-13); después se retira con los discípulos (6,10s), mas vuelve a compadecerse del
pueblo que le ha seguido hasta el desierto (6,34ss).
En este cuadro lleno de tensiones no es que se interprete a posteriori la vida no
mesiánica de Jesús a una luz mesiánica; sino que, con verosimilitud histórica, se describe
la actitud completa de Jesús, única, sorprendente, incomprensible, presentándola a la
comprensión creyente. Así de contradictorio pareció Jesús a sus coetáneos: como un
vigoroso predicador divino, un taumaturgo, que sana a los enfermos, al que acudían los
hombres tumultuariamente, pero que al mismo tiempo seguía siendo un hombre que
mantenía incomprensiblemente una distancia real frente al pueblo y los demás hombres. El
evangelista, sin embargo, explica a sus lectores, que creen en el Señor crucificado y
resucitado, que así era como tenía que comportarse este Jesús en la tierra. Las fuerzas en
él latentes tenían su fundamento en el misterio de su filiación divina, que sólo habría de
desvelarse con su resurrección. Sobre la tierra debía seguir el camino del siervo obediente
de Dios, camino que sólo a la luz de la resurrección alcanza su sentido. De este modo el
«secreto mesiánico», o mejor dicho, el misterio del Hijo de Dios, sólo representa una
interpretación creyente de los enigmas que la actitud y conducta terrestres de Jesús
plantearon a sus contemporáneos.
Cuando se lee desde este punto de vista la sorprendente, y en apariencia contradictoria,
curación del leproso, se iluminan muchas oscuridades. Ante todo una escena que se
comprende perfectamente como una historia de curación: un pobre hombre, un pobre paria
víctima de la lepra, tiene el coraje de acercarse a Jesús e, hincándose de rodillas,
suplicarle con gran confianza: «Si quieres, puedes dejarme limpio.» Y Jesús se compadece
de su necesidad. Caso de preferir la lectura «enojado» (en vez de «movido a compasión»)
a causa de su dificultad y oscuridad (*)14, la ira de Jesús no habría que referirla al enfermo
porque actúa en contra de la ley, sino al poder del maligno que le tenía entregado a la
muerte. Pues, sin ningún cambio de acento perceptible, Jesús extiende su mano -gesto
típico de curación-, toca incluso al intocable y acoge su petición respondiendo exactamente
con las mismas palabras: «Quiero, queda limpio.» A esta simple voz de mando sigue
inmediatamente la curación.
Sólo la posterior actitud de Jesús resuelve los enigmas: Jesús cura al enfermo de un
modo enérgico y amenazador, le envía al sacerdote a fin de que le declare puro y ofrezca el
sacrificio prescrito para tales casos. Se añade «para que les sirva de testimonio», tal vez no
sólo para que el hombre se muestre curado ante los demás, sino también en el sentido del
evangelista, es decir, para que sea un testimonio divino de cara a los incrédulos (cf. 6,11;
13,9). De ser así también aquí habría traspasado Marcos el terreno de la pura
interpretación histórica.
Toda la historia aparece fuertemente adaptada a los lectores futuros; impresión que
confirma una vez más el v. 45. El leproso curado, que se convierte en predicador, no
merece reproche alguno. Después de pascua podrá entenderse adecuadamente la acción
de Jesús: el Señor da la salud y la vida a quien estaba condenado a muerte. Pero entonces
se ocultaba Jesús de los hombres... pese a lo cual las gentes se agolpaban sobre él de
todas partes. Era una luz que no podía permanecer oculta, pero los hombres no
entendieron su fulgor. Todo esto tenía que ser así porque Jesús debía recorrer en
obediencia su camino hacia la gloria a través de la oscuridad.
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(*) J/IRA:La lección «enojado» (en vez de «movido a compasión») está representada por testigos
occidentales; es ciertamente más difícil y por ello tal vez la original. De la «ira» de Jesús se habla también en 3,5.
Con la ira de Jesús contra el poder del maligno se puede relacionar el «(profundo) estremecimiento» de que
Jesús fue presa en la resurrección de Lázaro (Jn 11,33.38); es el mismo verbo que en Mc 1,43 indica la
increpación de Jesús al hombre.
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2. PLENOS PODERES DEL ENVIADO DE DIOS (2,1-3,6).

Las cinco perícopas siguientes representan a su modo una nueva unidad, que
probablemente ya encontró establecida Marcos. Desde el punto de vista de la llamada
historia de las formas es conocida en general como la «colección de controversias en
Galilea», ya que estas historias contienen los enfrentamientos de Jesús con sus
adversarios (*). No tanto pretenden exponer unos datos entresacados del ministerio de
Jesús, cuanto presentar su respuesta a determinadas cuestiones. Por eso culminan
siempre en una expresión significativa de Jesús (2,10.17.19.28; 3,4). Mas por atinada que
sea esta observación, hay que seguir preguntando la razón de por qué el evangelista ha
insertado aquí esta colección. Una vez más lo que le interesa es la imagen y significado de
Jesús para la comunidad cristiana. Resplandece la dignidad de Jesús que actúa y decide
de una manera nueva y sorprendente, que provoca la oposición y que termina por
granjearle el odio mortal de los círculos dirigentes (3,6). Pero la intención del evangelista va
todavía más allá: en aquellas sentencias fundamentales, que marcan el punto más alto de
cada una de las perícopas, habla también Jesús del sentido de su misión y de los plenos
poderes salvíficos que le han sido confiados. Es el valor vigente de esas palabras, que a la
vez afirman algo sobre la persona y sobre la obra salvadora de Jesús, lo que la comunidad
cristiana tiene que comprender para su fe y su vida.
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(*) Se trata probablemente de una composición anterior a Marcos, que el evangelista ha aceptado. Estos
apotegmas, historias con sentencia o paradigmas ocupan una posición media entre los relatos sobre la actividad
de Jesús y sobre sus sentencias. Una compilación semejante se encuentra en Mc 12.13-37 («colección de
controversias en Jerusalén»).
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a) Autoridad del Hijo del hombre para perdonar pecados (Mc/02/01-12).

1 Pasados algunos días, entró de nuevo en Cafarnaúm, y corrió la voz de que


estaba en casa. 2 Y se reunió tanta gente, que ni siquiera cabían delante de la
puerta; y él les dirigía la palabra. 3 Vienen a él con un paralítico, traído por
cuatro hombres. 4 Pero no pudiendo ponerlo en su presencia por causa de la
multitud, levantaron el techo encima de donde él estaba y, abriendo un boquete,
descuelgan la camilla en que yacía el paralítico. 5 Cuando Jesús vio la fe de
aquellos hombres dice al paralítico: «Hijo, perdonados te son tus pecados.» 6
Estaban allí sentados algunos escribas que pensaban en su corazón: 7 «¿Cómo
este hombre habla así? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados,
sino uno, Dios?» 8 Pero, conociendo al momento Jesús en su espíritu que
pensaban así en su interior, les dice: «¿Por qué pensáis tales cosas en vuestro
corazón? 9 ¿Qué es más fácil: decir al paralítico: "Perdonados te son tus
pecados", o decirle: "Levántate, toma tu camilla y anda"? 10 Pues para que
sepáis que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados
-dice al paralítico-: 11 Yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu
casa.» 12 Y se levantó, inmediatamente cargó con su camilla y salió a la vista de
todos, de manera que todos estaban maravillados y glorificaban a Dios diciendo:
«Jamás habíamos visto cosa semejante.»

Considerada externamente, se describe aquí la curación de un


enfermo que en razón de las circunstancias se ha grabado de una manera indeleble. Jesús,
de nuevo «en casa», en Cafarnaúm, es asediado por una gran multitud del pueblo; pero los
hombres que llevan a un paralítico sobre una camilla saben cómo arreglárselas. Descubren
las vigas del techo y levantan el tejado de barro abriendo un boquete por el que descuelgan
al inválido delante de Jesús. Jesús pronuncia al final la palabra salvadora: «Yo te lo mando,
levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (v. 11). Pero en este relato se mezcla otro
suceso, no sin cierta sutura como lo demuestra el paso del versículo 10 al 11; de tal modo
que cabe dudar de la unidad primitiva. Pero esto carece de importancia para los oyentes
cristianos y para los lectores reflexivos. El eje del relato lo constituye el perdón de los
pecados por Jesús que suscita los pensamientos injuriosos de los doctores de la ley que le
observaban con desconfianza. Jesús demuestra la potestad del Hijo del hombre para
perdonar pecados sobre la tierra (v. 10), y ésa es la perenne vigencia del relato para la
Iglesia primitiva.
La curación del enfermo y la remisión de los pecados están en estrecha relación, y para
una mente jurídica incluso en una relación de causa-efecto, pues en las enfermedades
graves se veían las consecuencias del pecado. Al empezar Jesús por pronunciar la palabra
de perdón, elimina la raíz más profunda del mal, y la liberación de la dolencia corporal no es
sino el remate de la «curación» al tiempo que la confirmación de que al hombre se le han
perdonado los pecados. Incluso la demostración en favor de la potestad de Jesús para
perdonar pecados tiene lugar según la fórmula jurídica que va «de lo mayor a lo menor»: si
Jesús realiza lo que es más «difícil» desde el punto de vista humano, a saber, la curación
corporal que podía comprobarse y demostrarse, evidencia con ello que también lo «más
fácil», la absolución de los pecados de aquel hombre, no era una palabra vacía. Con ello se
sitúa Jesús en el terreno de aquellos críticos y maestros de la ley y los vence con sus
mismas armas, pues ¿habría Dios otorgado a un blasfemo la facultad de restituir la salud a
un hombre paralítico?
Mas, repensando la pregunta del v. 9, ¿es realmente más fácil declarar que a un hombre
le han sido perdonados sus pecados o liberarle de su dolencia corporal? La comunidad
comprende que aquella acción de Jesús es más poderosa, y que sigue aconteciendo en
medio de ella por la palabra perdonadora del Resucitado que tiene plenos poderes para
ello (cf. Jn 20,22s). Para la comunidad la acción salutífera de Jesús sobre la tierra no era
sino un signo de la salvación completa, que Dios prometió entonces y de la que ahora
participa ella. No sólo al final, en la consumación de los tiempos, será realidad la salvación
de Dios, sino que empieza ya ahora, sobre la tierra, aun cuando escape a la visión exterior,
con la maravilla del perdón. Dios se vuelve compasivo hacia el hombre pecador y
desvalido, le reconcilia consigo e introduce con ello el proceso de la plena curación para la
humanidad y el mundo.
De este modo se rompe también la conexión causal entre pecado y enfermedad, pues no
todos aquellos a quienes se les han perdonado los pecados han obtenido también la salud
corporal; esto es algo que Jesús hace por añadidura en el caso del paralítico. Y tampoco
atribuyen los Evangelios toda enfermedad al pecado como a su causa. En el caso del ciego
de nacimiento, al que Jesús devuelve la vista, rechaza el Señor expresamente esta idea (Jn
9,3). Así fue como la comunidad cristiana se liberó de las concepciones judías. Para ella la
verdadera salvación está en la reconciliación con Dios que tiene lugar con el perdón de
los pecados, y ésta es la doctrina perenne que la comunidad saca de la obra de Jesús (Cf.
2, 15ss; Lc 7,36-50; 19,1-10).
Pero hay todavía algo más que merece nuestra consideración en el núcleo de esta
perícopa: el Hijo del hombre tiene autoridad de perdonar pecados sobre la tierra. La
palabra de Jesús al paralítico: «Hijo, perdonados te son tus pecados» (v. 5) se entiende en
el sentido de que él mismo perdona los pecados en nombre de Dios; y no sólo como si
expresase simplemente su confianza o certeza de que Dios le perdonará sus pecados.
También los letrados judíos entienden la frase como apropiación de un derecho reservado
a Dios, y por ende como una blasfemia (2,7). Causa sorpresa también que Jesús se
designe a sí mismo como «Hijo-del-hombre». El empleo más antiguo de este misterioso
título habría que encontrarlo en las expresiones escatológicas -relativas al fin de los
tiempos-, según las cuales el «Hijo del hombre» vendrá sobre las nubes del cielo (13,26;
14,62; cf. Dn 7,13s) y ejercerá una función judicial (8,38). Es un título de majestad, hasta el
punto de que todas las palabras alusivas a los padecimientos del Hijo del hombre (8, 31; 9,
9. 31; 10, 33. 45; 14, 21. 41), resultan extrañas e incomprensibles en el ámbito judío,
incluso aquéllas que hablan de la potestad del Hijo del hombre presente ya en la tierra
(2,10.28). Se trata de una interpretación exclusivamente cristiana, que sólo era posible
referida a Jesús y a su especial mesianidad. La afirmación del v. 10 recibe una luz más
clara desde esta expresión acuñada: porque Jesús es el Hijo del hombre que vendrá algún
día en gloria, puede ejercer ya sobre la tierra el derecho y gracia divinos de perdonar
pecados. En él está ya presente la potestad del que ha de venir; pero no una potestad
judicial y punitiva sino liberadora y gratificante.
Que Jesús quiso traer a los hombres el perdón de Dios y que quiso presentarse como el
amor redentor de Dios al mundo, se pone plenamente de manifiesto en la actitud de Jesús
hacia los pecadores (cf. 2,13-17). Lo que a los judíos de entonces les resultaba
escandaloso, lo afirma la Iglesia primitiva con su fe en Cristo: en el Jesús terreno están ya
presentes las fuerzas de salvación y pronuncia la palabra de perdón con una autoridad
divina. Mas sabe también que su palabra de gracia conserva su vigencia en la Iglesia a
través de todos los tiempos, hasta que el Hijo del hombre se manifieste en gloria.

b) Banquete con recaudadores y pecadores (Mc/02/13-17).

13 Salió de nuevo a la orilla del mar. Todo el pueblo acudía a él, y él los
instruía. 14 Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en su despacho de cobrador
de impuestos, y le dice: «Sígueme.» Y él se levantó y lo siguió. 15 Estando luego
a la mesa en su casa, muchos publicanos y pecadores estaban también a la
mesa con Jesús y con sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían. 16
Los escribas fariseos, al ver que comía con pecadores y publicanos, decían a
sus discípulos: «¿Pero es que come con publicanos y pecadores?» 17 Cuando
Jesús lo oyó, les dice: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.»

También esta perícopa pertenece al círculo de ideas «pecado y perdón». En la actitud de


Jesús hacia los pecadores y en su frase final destaca todavía más el mensaje central y
beatificante del Evangelio: Jesús ha sido enviado precisamente a los pecadores, a los que
Dios quiere demostrar su misericordia incomprensible. Lo que Jesús anuncia lo realiza
personalmente sin miedo al juicio de los hombres. Su mensaje merece crédito por su
persona; más aún, su conducta personal es la revelación de la voluntad salvadora de Dios
para los hombres.
Como introducción viene referido el llamamiento de otro
discípulo, y esta vez de un «pecador» público, del recaudador Leví -que también se llamaba
Mateo; cf. Mt 9,9-. Los recaudadores de tributos, que según el sistema tributario de la
época exigían el pago de los derechos de importación bajo la supervisión de un jefe de
impuestos -cf. Zaqueo, Lc 19,1-10- el cual jefe de impuestos debía pagar anualmente una
gruesa suma de arrendamiento al soberano del país-, eran considerados como
«pecadores» por su profesión, pues tenían que tratar también con los no judíos
«contaminándose», y que además solían enriquecerse de una manera injusta (cf. Lc 19,8).
Con algunas otras profesiones eran proscritos como transgresores de la ley y además el
pueblo los odiaba por causa de su ocupación. Jesús se coloca por encima de todas estas
ideas. Y llama a Leví-Mateo como había llamado a los pescadores del lago, invitándole a
dejar su medio de vida y entrar en su seguimiento como discípulo, y el despreciado
recaudador se va tras él. El evangelista no hace demasiado hincapié en el suceso; el nuevo
discípulo era bien conocido de sus lectores. Pero el hecho de que Leví no se rehúse a la
llamada de Jesús es una justificación de la audacia divina para derrochar confianza
llamando a los pecadores.
Después se celebra un banquete, aunque no está claro en casa de quién. Lucas (5,29)
presenta a Leví como anfitrión, y así ha debido ser desde el punto de vista histórico. Pues
Jesús se dejaba invitar a menudo, cosa que hasta le mereció el vergonzoso reproche de
«comilón y bebedor» (Mt ll,19 = Lc 7,34). En Marcos «su casa» podría también
interpretarse de aquélla en la que Jesús habitaba (cf. 1,29; 2,1); en tal caso sería Jesús el
que había invitado a los recaudadores, hecho todavía más escandaloso para los
guardianes de la moralidad. ¡Jesús anfitrión, qué aspecto tan rico en consecuencias para la
comunidad oyente! No hay por qué rechazar semejante interpretación; un arte narrativo
popular resulta a menudo impreciso al señalar las circunstancias, y la vocación de Leví no
es más que la introducción a una nueva escena.
Jesús celebra un banquete «con publicanos y pecadores», gesto que, según los doctores
de la ley y los fariseos -un grupo especial dentro de aquella «confraternidad»-, era contrario
a la ley, ya que Jesús se familiarizaba así con los «pecadores» y se contaminaba. Opinión
que sostenían los fariseos incluso delante de sus discípulos. Jesús, que lo oye, responde
con un proverbio más adecuado para desarmar a los críticos que un largo discurso: No
necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Frases parecidas, tomadas de la
sabiduría popular y profana, las utilizó Jesús en otras ocasiones, ¿por qué no habría de
servirse de ellas para esclarecer los pensamientos de Dios? Se inserta una «palabra de
misión» -«No he venido...»- que expone abiertamente la causa por la que Jesús se
interesa. Jesús se sabe enviado a llamar a los pecadores y no a los justos.
La entrega de Jesús a los pecadores continúa siendo un misterio profundo. De acuerdo
con la imagen que Marcos nos traza de Jesús, es un hombre íntimamente unido a Dios.
Ahora bien, Dios sabe del pecado y culpa humanos, de las necesidades y fragilidad de la
existencia humana. Por eso Jesús, en razón precisamente de su unión con Dios y de su
conocimiento íntimo de los pensamientos y objetivos divinos, se dedica a los pecadores y
come con ellos. El banquete es, para los orientales, la imagen de una comunidad alegre y
amistosa.
Mas ese banquete es también un testimonio de la humanidad de Jesús.
Se acerca a los hombres compartiendo su alimento y su bebida, habla con todos y no
busca una sociedad exclusiva. Para él no cuenta ninguna separación entre «santos» y
«pecadores». Sabe que los hombres, que han experimentado el vacío de una vida
«mundana», no pocas veces están abiertos a la llamada de Dios. Los pecadores, que han
saboreado el desconsuelo del pecado, son a menudo capaces de un mayor amor a Dios y a
los hombres que los puntillosos observadores de la ley (Cf. Lc 7,36-50; 18,10-14; 19,1-10).
Pese a todo, el amor divino y humano de Jesús a los pecadores sigue siendo un misterio.
Estando al tenor literal de sus palabras, Jesús no condena a los justos; pero «no
necesitan» de él como los enfermos, los arrinconados por la sociedad, los pecadores. Aquí
se puede rastrear algo del amor irracional del Dios del Antiguo Testamento, que pese a
todas las infidelidades del pueblo de su alianza, no se deshace de él y sigue atrayéndoselo
con una misericordia incomprensible. En la palabra de Jesús late, sin embargo, una
dialéctica secreta, pues que se sabe enviado a todos los hombres y exige la conversión de
todos (1,15). Quien quiera ser partícipe de su amor salvador y de la misericordia divina
tiene que considerarse pecador delante de Dios. De este modo aquellos «publicanos y
pecadores» son también los representantes de todos los hombres que se abren con fe al
mensaje de salvación.
(Págs. 55-69)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 5

c) El ayuno y las bodas (Mc/02/18-22).

18 Los discípulos de Juan y los fariseos estaban guardando un ayuno. Vienen y


le preguntan: «¿Por qué tus discípulos no ayunan cuando están ayunando los
discípulos de Juan y los de los fariseos?» 19 Jesús les respondió: «¿Acaso van a
ayunar los invitados a bodas mientras el novio está con ellos? Es natural que no
ayunen mientras lo tienen en su compañía. 20 Tiempo llegará en que les quiten al
novio y entonces, en aquel día, ayunarán.
21 »Nadie echa un remiendo de paño sin encoger en un vestido viejo; porque, si
no, el remiendo nuevo tiraría de lo viejo y el desgarrón se haría mayor. 22
Tampoco echa nadie vino nuevo en odres viejos; porque, si no, el vino rompería
los odres, y el vino y los odres se perderían. [El vino nuevo hay que echarlo en
odres nuevos].»

Movida tal vez por la imagen del banquete, la tradición ha insertado aquí otra
controversia que versa sobre el ayuno. Se trata una vez más de una conducta
«escandalosa» de Jesús, y más concretamente de sus discípulos, y que conduce a una
importante respuesta del Maestro. A la imagen principal de las bodas siguen otras dos
expresiones figuradas o comparaciones, de tal modo que el contexto total nos descubre la
intención de la Iglesia primitiva. El ayuno, que los discípulos de Juan y los fariseos
practican escrupulosamente, es sólo el pretexto externo para una doctrina más profunda
que la comunidad recibe de labios de Jesús. En aquel ejercicio penitencial no se trataba del
ayuno público y general, como el que practicaba todos los años el pueblo en el gran día de
la expiación o como el que se convocaba en determinadas ocasiones; sino de una obra
libre y particular (cf. Mt 6,16ss) a la que se sometían los judíos piadosos, y especialmente
los fariseos, dos veces por semana (cf. Lc 18,12). Para la Iglesia primitiva no se trata de la
conducta concreta de Jesús y de sus discípulos, ni siquiera de una advertencia concreta
relativa a su propio comportamiento en la cuestión del ayuno, sino de algo mucho más
importante: de una comprensión más profunda del advenimiento de Jesús y de la era que
con él se inicia. La doble comparación del paño y del vino nuevos, que Jesús puede haber
empleado en otras circunstancias, completa y esclarece la idea expuesta en la palabra
central del novio y de los invitados a las bodas.
Una boda era para los orientales el tiempo por excelencia de la
alegría. Llegaban muchos invitados, especialmente amigos del esposo -los «hijos de la
cámara nupcial»- que habían de tomar parte en la alegría y jolgorio de la pareja nupcial.
Las bodas se convierten en una imagen del tiempo de salvación; así, se dice en el libro
de Isaías: «Con el gozo del novio sobre la novia se gozará Dios sobre ti» (62,5; cf. 61,10).
También la teología rabínica mantiene esta imagen reforzándola con la aplicación alegórica
del Cantar de los Cantares a Yahveh e Israel. De este modo interpreta Jesús su presencia
como el tiempo de la salvación en que Dios cumple sus promesas beatificantes. En ese
tiempo es inconcebible que los invitados a las bodas «ayunen» o, como se dice cn Mt 9,15,
«estén afligidos». La alegría de la salvación que se abre con la presencia y proximidad de
Jesús, debe también reflejarse en la conducta de sus discípulos. El júbilo nupcial no se
compagina con el ayuno y las lamentaciones funerarias. La Iglesia primitiva comprendió
esta doctrina introduciendo en su liturgia el júbilo escatológico; sus celebraciones
eucarísticas en el marco de un banquete común revestían un carácter alegre: «Tomaban
juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Act 2,46).
Y hay, no obstante, otro punto de vista que induce a la tristeza y a la lamentación
fúnebre. La palabra, que se añade a la imagen de las bodas (v. 20), habla de los días en
que les quitarán el esposo a los invitados a las bodas. Para la Iglesia primitiva el esposo
era Jesús en persona, y ella pensaba también en su muerte. Mas esto es sólo como una
observación de paso, pues las comparaciones siguientes vuelven a tratar exclusivamente
de la alegría que comporta el presente. La venida de Jesús es como un amanecer, y la nota
fundamental del nuevo día es el júbilo enviado por Dios. Esta verdad es siempre válida para
la Iglesia primitiva, aun cuando con la muerte de Jesús experimente una cierta limitación y
oscurecimiento: ahora, en este tiempo intermedio hasta la venida definitiva de Jesús en
gloria, hay que pensar también en la muerte del Señor. Su «estar lejos» equivale a su
separación y es el fundamento de la tristeza que comporta la dolorosa conciencia de estar
prisioneros en este mundo. La existencia terrena exige también un desprendimiento de las
alegrías engañosas y el aguante de las necesidades y padecimientos, si es que se quiere
conseguir la alegría plena junto al Señor. Desde esta tensión se explica el distinto enfoque
de la seriedad de la penitencia -hasta llegar a una nueva exaltación y práctica del ayuno y
de la alegría de la salvación en la Iglesia posterior.
Los dos últimos versículos son una doble comparación que expone la misma idea: con
Jesús ha ocurrido en el mundo algo totalmente nuevo que ya no es compatible con el orden
viejo. Cuando los profetas hablan de algo nuevo se trata de la nueva creación y
ordenamiento divinos que tendrán lugar en los últimos tiempos. Según Jeremías, Dios
quiere establecer una nueva alianza con Israel por medio de la cual escribirá su ley en el
corazón y en el alma de su pueblo (Jer 31,31ss); según Ezequiel Dios dará a los suyos un
nuevo corazón y les pondrá en las entrañas un espíritu nuevo (Ez 36,26); según Isaías,
Dios creará un nuevo cielo y una tierra nueva (Is 65,17; 66,22).
De esta novedad escatológica habla Jesús; pero no sólo en el sentido de un anuncio del
futuro sino de algo que se realiza ya en el presente. Lo nuevo es la salvación y bendición
divinas que, con su ministerio, doctrina y potestad, empiezan a quebrantar el dominio del
maligno (1,27), que pueden rastrearse a lo largo de toda su obra salvífica hasta que su
muerte expiatoria establece la nueva alianza (14,24). La doble y breve comparación,
cualesquiera sean las circunstancias y contexto en que Jesús la haya pronunciado
originariamente, revela su conciencia de estar anunciando un tiempo y un orden nuevos.
No hay por qué forzar las imágenes como si el paño nuevo aludiese a la «capa del mundo»
y Jesús se considerase el «consumador del universo». La novedad, de la que Jesús habla,
y que no sólo hace inútil lo antiguo sino además perjudicial, tampoco se puede limitar a los
problemas particulares de la exposición de la ley y de las prácticas piadosas. Es una
palabra amplia y audaz que testifica la presencia de un tiempo nuevo introducido por Dios:
el tiempo de la salvación. De ahí arranca la conciencia de novedad del joven cristianismo.
Para él ha traído Jesús personalmente el vino nuevo y el vino en abundancia (cf. Jn
2,1-11). De este modo se liberó la Iglesia del viejo judaísmo. La nueva alianza es para el
cristianismo el tiempo de salvación que ya ha llegado y que es imperecedero, es la alegría y
felicidad de la comunión con Dios; pero es también una llamada a un servicio divino nuevo
y santo en la libertad de los hijos de Dios.

d) El hijo del hombre es Señor del sábado (Mc/02/23-28).

23 Un día de sábado iba él atravesando un campo de mieses, y sus discípulos,


según pasaban, se pusieron a arrancar espigas. 24 Y le decían los fariseos:
«Oye, ¿por qué hacen éstos en sábado lo que no está permitido?» 25 Y él les
contesta: «¿Es que nunca habéis leído lo que hizo David cuando tuvo necesidad
y sintió hambre, él y los suyos: 26 que entró en la casa de Dios, en tiempos del
pontífice Abiatar, y comió los panes ofrecidos a Dios, los que sólo a los
sacerdotes es lícito comer, y los repartió también entre sus compañeros?» 27 Y
añadió: «El sábado se instituyó para el hombre, no el hombre para el sábado. 28
Así pues, también del sábado es señor el Hijo del hombre.»

Una vez más la tradición antigua pudo insertar aquí esta nueva historia, inducida por
unos puntos de vista externos: el ayuno y el hambre son cosas parecidas. Así como Jesús
defendió el hecho de que sus discípulos no ayunasen, así ahora defiende el que
quebranten el sábado para calmar el hambre. La disputa, sin embargo, apunta hacia otro
centro de interés: el hijo del hombre es Señor del sábado. De las dos sentencias
relativas al sábado -que se encuentran al final y que están separadas del hecho narrado
por una nueva fórmula de transición -«Y añadióles»-, la más importante no es la primera,
pese a que parece encajar mejor en la situación y a tener ciertas resonancias humanistas,
sino la segunda que contiene una afirmación sobre el Hijo del hombre (cf. 2,10). Sólo ésta
es la que transmiten los otros dos sinópticos; el v. 27 es secundario, introducido
probablemente por Marcos, y contiene una idea que ni los propios letrados judíos habían
discutido. Ambas sentencias dan distintas respuestas al problema del sábado, pero que la
comunidad cristiana podía unificar, aunque no ciertamente en el sentido de que el v. 28
fuese una aclaración del 27, como si el «Hijo del hombre» no significase originariamente
más que «el hombre». La cuestión del sábado seguía siendo un problema de actualidad
para los cristianos procedentes del judaísmo; la solución definitiva se la brindaba la
conducta de Jesús y en especial su palabra de que el Hijo del hombre era también dueño
del sábado. El motivo que dio origen a esta tradición tal vez fuesen los conflictos acerca del
sábado en las comunidades judeocristianas; pero esta disputa tenía mucho que decir
también a los lectores de Marcos procedentes del paganismo y a todos los creyentes
posteriores, pese a que se fundamentaba en unos prejuicios judíos.
La ocasión fue un paseo de Jesús con sus discípulos por los campos maduros de mies,
paseo que tuvo lugar un sábado. No se dice si Jesús iba delante y los discípulos le
«seguían», como de costumbre. Se ha pensado si Marcos no querría decir que los
discípulos frotasen las espigas para calmar su hambre -cosa que dicen expresamente
Mateo y Lucas- sino que, precediendo a Jesús, arrancaban los tallos para abrirle un
camino... un camino real al Mesías, como lo entendería después la comunidad. Jesús trae
consigo el tiempo de la salvación que es el auténtico cumplimiento del «sábado», del día
del Señor. Por atractiva que sea esta interpretación, no parece lo suficientemente fundada.
El ejemplo de David hace hincapié en el hambre y la costumbre de frotar las espigas
maduras y comerse los granos es antigua en Oriente y está permitida a quien quiere calmar
el hambre. Sólo que los discípulos hacían esto en sábado, lo que resultaba escandaloso
para los fariseos. El frote de las espigas se cuenta expresamente entre las 39 actividades
prohibidas en día de sábado, por considerarlo como un «trabajo de recolección». Pero, en
definitiva, lo importante no es la ocasión sino la postura que Jesús adopta frente a la
pretendida transgresión del descanso sabático.
El ejemplo escriturístico no responde exactamente al caso en cuestión, puesto que en el
Antiguo Testamento no se dice que la acción de David hubiese ocurrido en sábado; esto
aparece sólo más tarde en una interpretaci6n judía, en un midrash. Tampoco el joven
merodeador penetró en el santuario, sino que se hizo dar los panes de la proposición por el
sumo sacerdote Aquimelec, padre de Abiatar, que es precisamente a quien se nombra en
Mc 2,26. No obstante, el episodio referido en 1Sam 21,1-7 se atiene únicamente al hecho
de que también David quebrantó una ley cúltica, pues los panes sagrados de la proposición
estaban reservados a los sacerdotes. Del hecho se podían sacar dos conclusiones: que el
deber más urgente de conservar la vida anula las prescripciones cúlticas (cf. v. 27); y
también, que si esto se le permitió a David, el rey tan venerado por el judaísmo tardío y
abuelo del esperado Mesías, realmente tampoco se podía negar lo primero al Hijo del
hombre (v. 28). De todos modos la segunda conclusión difícilmente podía tener fuerza para
los críticos judíos, aunque la tuviese tanto más abundante para la Iglesia primitiva: por ello
el Hijo del hombre es Señor del sábado.
Este relato esclarece asimismo una inaudita pretensión de Jesús que la tradición
cristiana explica. Aquí se revela algo de la «doctrina en autoridad» (1,22) y de su actitud
libre y soberana. A menudo se ha situado por encima de las prescripciones sabáticas que
para los judíos eran extraordinariamente importantes y que debían observarse con toda
rigidez. En tales decisiones, audaces y para él peligrosas, Jesús ha expresado su
vinculación exclusiva a la voluntad de Dios tal como él la conocía con una certeza interna,
su libertad de cara a los juicios de los hombres y su dignidad oculta. Aquí demuestra él su
señorío, que había manifestado, aunque de otro modo, en las expulsiones de los demonios
y en las curaciones de los enfermos. Esto es lo que comprendió la Iglesia primitiva
reconociendo por ello la dignidad sublime del Hijo del hombre. En la libertad de conciencia,
que él ha liberado aunque vinculándola a la voluntad de Dios, late también un
bienaventurado anuncio de salvación, como en la otra palabra de que el Hijo del hombre
tiene poder para perdonar pecados sobre la tierra (2,10). De esta forma adquiere un
sentido magnífico el hecho de que las dos sentencias relativas al Hijo del hombre no
aparezcan desconectadas en esta sección: el perdón de los pecados y la liberación de la
estrechez humana de miras son expresión del mismo poder salvador.
Aun cuando la Iglesia primitiva haya visto de primeras en la tradición del «frote de las
espigas en día de sábado» los problemas sabáticos que eran actuales en su tiempo, la
decisión de Jesús conserva todo su peso en las cuestiones siempre acuciantes de la ley y
la conciencia. La indiscutible conexión que existe en el contexto actual entre las palabras
humanistas del v. 27 con las del v. 28 relativas a la dignidad del Hijo del hombre, contiene
aún una doctrina importante: los mandamientos de Dios han sido dados en favor del
hombre, pero no han sido confiados al simple parecer humano, sino que penden de la
exposición e interpretación del Hijo del hombre. Sólo él conoce la voluntad de Dios por su
estrecha unión con él. Sólo la responsabilidad delante de este Señor, al que debemos dar
cuenta de cada una de nuestras acciones y palabras (2Cor 5,10), da derecho a la libertad
que el propio Jesús ha ejercido y que ha otorgado a sus discípulos.

e) Salvar la vida (Mc/03/01-06).

1 Entró de nuevo en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía una mano
seca, 2 y estaban espiando a Jesús a ver si lo curaba en sábado, para poder
acusarlo. 3 Dice entonces al hombre que tenía la mano seca: «Ponte aquí
delante.» 4 Luego les dice: «¿Qué es lícito en sábado, hacer bien o hacer mal;
salvar una vida o dejarla perecer?» Pero ellos guardaban silencio. 5 Y
mirándolos en torno con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al
hombre: «Extiende la mano.» Él la extendió, y la mano se le quedó sana. 6 Los
fariseos, apenas salieron, junto con los herodianos, en seguida acordaron en
consejo contra Jesús la manera de acabar con él.

He aquí un nuevo episodio sabático, esta vez una curación.


Continúa, pues, el tema de la perícopa precedente, aunque ganando en profundidad. La
transgresión que Jesús comete de las prescripciones sabáticas, las cuales prohibían como
trabajo determinadas actividades al servicio de la curación, tiene lugar por una
preocupación salvadora. Mas para esa actitud los enemigos de Jesús están ciegos y
cerrados. Con sus interpretaciones humanas han endurecido su corazón y contradicen a la
voluntad de Dios. El último fragmento de la «colección de controversias» exacerba de tal
manera el conflicto entre Jesús y sus enemigos que ya se vislumbra el final terrible. Desde
el punto de vista histórico la observación final del v. 6 tal vez sea prematura; pero la
exposición con la sentencia exterior de muerte pretende reflejar la situación interna en que
se encuentra Jesús frente a sus enemigos. Es una oposición irreconciliable, una
consolidación de los frentes, que viene dada por la unión de Jesús a la voluntad de Dios y
el «endurecimiento» de los enemigos contra los salvadores designios de Dios.
La curación está narrada al modo habitual: después de presentar el caso patológico -aquí
un hombre con la mano «seca», una mano que se ha quedado sin sangre y sin fuerza-,
sigue la palabra eficaz de Jesús e inmediatamente se muestra el efecto operado. Pero el
punto de gravedad no está en este relato sino en la palabra de Jesús, a quien sus
enemigos acechan maliciosos. Jesús les dirige dos preguntas que en su sucesión y
gradación merecen un análisis atento. Primero es una palabra con la que Jesús pone el
deber del amor por encima de una prescripción legal cúltica. Fuera del caso de peligro de
muerte, los fariseos prohibían en sábado los esfuerzos en ayuda de un enfermo; para
Jesús, en cambio, el deber de hacer el bien está por encima y el simple hecho de dejar de
hacerlo es ya obrar mal. Y sigue luego una ampliación extraña: Salvar la vida o quitarla...
¡pues en esta enfermedad no se trata en modo alguno de un peligro de muerte!
Según la mentalidad hebrea, la enigmática palabra significa ante todo que el poder de la
muerte se está ya manifestando en la enfermedad o en un padecimiento corporal. La vida
pide salud, integridad y felicidad; Dios da la vida y la da en abundancia. Esta idea basta
para que Jesús, que quiere traer la salvación de Dios a los hombres, pregunte de ese
modo. Se puede suponer, no obstante, que los lectores cristianos -al igual que en la
curación del paralítico (2,1-1)- encontraron un sentido más profundo. Para ellos podía
existir una conexión entre la curación corporal y la salvación del hombre en un sentido
más hondo. La «vida» en cuanto don de Dios constituye una unidad; de negar Jesús al
hombre enfermo la liberación de su dolencia, le habría excluido de la salud y salvación en
un sentido más transcendente. La curación externa sería, pues, sólo el signo de la
salvación verdadera y total que Jesús quiere otorgar al paciente según la voluntad de Dios,
igual que ocurrió con el enfermo de la piscina de Bethesda (Jn 5,1-15). Difícilmente pudo
entender la Iglesia primitiva esta doble pregunta de un modo irónico, cual si Jesús hubiese
querido desvelar ante los ojos de sus enemigos los malvados propósitos que alimentaban
contra él y que iban hasta el asesinato. Esto equivaldría a desconocer la seriedad y la
permanente importancia de la palabra de Jesús para los creyentes. La acción sanante de
Jesús es una obra de salvación, la liberación de todo el hombre; y debe actuar así
siguiendo la misión y encargo que Dios le ha confiado (d. Jn 5,17.19).
Por ello, la ira y la tristeza de Jesús por el endurecimiento de sus corazones son
más que meros sentimientos humanos. Ciertamente que esto también lo son y que en ellas
se manifiesta el pensar y sentir humanos de Jesús; pero todo esto se fundamenta en su
unión con Dios. Lo que cunde en el corazón de sus enemigos silenciosos es una
obstinación o endurecimiento, que en el pensamiento bíblico tiene un trasfondo muy serio.
Según /Is/06/10, es Dios mismo quien ha endurecido el corazón de su pueblo rebelde;
palabra profética que también recoge Marcos para describir el efecto negativo que el
lenguaje en parábolas provoca en «los de fuera» (4,11s). Las obras y palabras de Jesús,
que le revelan como el salvador enviado por Dios, producen en esos hombres el efecto
contrario: sumergen su espíritu en las tinieblas de los malos pensamientos, de las
intenciones criminales contra quien también ha sido enviado para su salvación.
Así es como esta última «controversia» se convierte para la Iglesia primitiva en una
revelación cristológica. Esta vez Jesús no pronuncia ninguna palabra sobre sí mismo; pero
su conducta, su cólera y su tristeza, unidas a la pregunta inquietante del v. 4, se convierten
para el lector creyente en una revelación de su misión salvadora y en un descubrimiento
callado de su persona. Todo lo que Jesús dice y hace sucede para salvar la vida; ése es el
único objetivo de su misión. A través de Jesús, Dios contempla a los hombres por ver si le
abren o le cierran su corazón.

CONCLUSIÓN: ACTIVIDAD DE JESÚS EN CONJUNTO (Mc/03/07-12).

7 Jesús con sus discípulos se retiró a la orilla del mar. Grandes multitudes de
Galilea lo siguieron. También acudieron a él, al oír las cosas que hacía,
numerosas gentes de Judea, 8 de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán
y de los contornos de Tiro y Sidón. 9 Entonces dijo a sus discípulos que por
causa de la muchedumbre le dispusieran una barquilla para que no lo
apretujaran; 10 porque, como curaba a tantos, todos los que tenían alguna
enfermedad se le echaban encima para tocarlo. 11 También los espíritus
impuros, cuando lo veían, se postraban ante él gritando: «Tú eres el Hijo de
Dios.» 12 Pero él severamente les encargaba que no lo divulgaran.

Este fragmento que cierra la primera sección lo ha redactado ciertamente el evangelista.


Vuelve a aducir una vez más los motivos principales que le indujeron a exponer los
comienzos de la actividad de Jesús; por eso, estos versículos resultan sumamente
interesantes. Es evidente que quiere presentar el eco vigoroso del mensaje y actividad de
Jesús en Galilea y más allá de sus confines hasta el mismo territorio pagano (v. 7-8),
mientras que en la inmediata sección segunda (3,13-6,6a) termina con una escena
totalmente distinta: la del repudio de Jesús en su propia patria de Nazaret, para poner así
de relieve la creciente incomprensión del pueblo, la incredulidad latente. Pero de momento
lo que le interesa sobre todo es destacar la afluencia incontenible que suscita por todas
partes, la fuerza del mensaje salvador, el efecto que produce la persona de Jesús, la
energía que brota de él y que se manifiesta en las curaciones de enfermos y expulsiones de
demonios, energía que revela su eficacia al simple contacto (v. 10). Por todo ello, sitúa
Marcos este compendio al final de sus primeros relatos que ha entresacado de la tradición.

Pero entenderíamos las intenciones del evangelista sólo de un modo parcial e


insuficiente de querer interpretar estos versículos como la mera exposición de las
circunstancias de aquel momento, del gran movimiento popular en el marco de un plano
histórico y geográfico. En realidad no hay más que un marco y una presentación incluso un
tanto esquemática: el centro de la actividad de Jesús es el lago de Genesaret, al que el
evangelista traslada incluso la escena grandiosa -antes, en 3,1, Jesús había entrado en
una sinagoga-. Para mostrar el eco de su actividad, Marcos empieza por mencionar la
patria de Jesús, Galilea, desde la que le seguía una gran multitud. Después enumera tres
vastas regiones distantes de allí: Judea, núcleo del pueblo judío con su capital la ciudad
santa de Jerusalén; después Idumea y la región que queda al otro lado del Jordán, es decir,
la que limita directamente por el Sur y por el Este, tierras ya predominantemente paganas;
y, por fin, la región todavía más alejada de Tiro y Sidón, en el Noroeste, que representa a
un país completamente pagano (cf. 7, 24-30).
Las gentes se agolpan sobre él porque oyen las cosas que realiza; la fama de sus
curaciones y obras portentosas las atrae. Parece como si quisiera subrayar el afán
milagrero de las turbas y su deseo urgente de encontrar ayuda para sus dolores corporales.
Pero es una impresión engañosa: en el centro no está el pueblo sino Jesús y su conducta.
Es a él a quien hay que ver en su fuerza de atracción incontenible y en la virtud curativa
que emana de él. Jesús se hace preparar un bote para no quedar demasiado oprimido por
la multitud que le rodea, pues que todos quieren tocarle, como más tarde la mujer con flujo
de sangre, para lograr así la curación (5,27-31). Los posesos, atormentados por espíritus
impuros, se postran ante él cual si su simple presencia obligara a los demonios a salir de
sus víctimas. Sus gritos de conjuro, con que desvelan el misterio de Jesús, resuenan sobre
la multitud; pero Jesús no quiere darse a conocer por ellos. Todo esto nos resulta extraño;
mas el evangelista nos lo presenta con la mentalidad de su tiempo que creía en tales
fuerzas divinas encarnadas en un hombre y del que fluían de un modo mágico. Jesús, sin
embargo, se distingue de los taumaturgos mágicos de su tiempo: Jesús no busca el
sensacionalismo, el espectáculo en torno a sí y, tras los relatos prodigiosos que hemos
leído hasta ahora, es evidente que sana a los enfermos y expulsa a los demonios sólo con
el poder divino de su palabra.
En la concepción antigua se hace patente y manifiesta a la Iglesia primitiva la fuerza que
ha sido conferida a Jesús. Es la confirmación de su fe de que Jesús es el Hijo único de
Dios tal como le proclaman los demonios. Mas Jesús no puede ni quiere aceptar esta
confesión de los espíritus impuros, porque su filiación divina aparecería así bajo una luz
falsa. Pues no se entendería como se entendió después a la luz de la fe pascual. Jesús,
verdadero Hijo de Dios (15,39), trae a los hombres la salvación definitiva, la redención de
su existencia en la comunión con Dios.
Lo que aquí se presenta con unos medios expresivos propios de la vieja concepción del
mundo, contiene su sentido de la revelación: Jesús es la fuente oculta de la salvación, el
médico de la humanidad íntimamente enferma. La fuerza que, según esta presentación,
irradia externamente del Jesús terrestre, opera en el resucitado de una forma superior como
poder salvífico que puede y quiere llevar a todos los hombres la energía de la vida divina.
La imagen que proyecta este sumario de la actividad triunfal de Jesús en el lago de
Genesaret, punto terreno de partida y centro de su predicación salvadora, es como un
signo de la humanidad reunida entorno al resucitado. A esa humanidad otorga Jesús las
fuerzas liberadoras de Dios cuando reconoce en el Señor al médico y redentor enviado del
cielo.
(Págs. 69-84)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 6

II. ELECCIÓN DE LOS DOCE; ALEJAMIENTO DE LOS INCRÉDULOS (3,1 3-6,6a).


La nueva sección, que iniciamos con una segunda e importante perícopa de los
discípulos, la elección de los doce, y que cerramos con la recusación de Jesús por parte de
los de Nazaret, desarrolla y profundiza los temas de la sección precedente; pero también
precipita los acontecimientos en torno a Jesús y permite entrever con mayor claridad la
fuerza crítica, a la vez unificante y disgregadora, del Evangelio. La clave para la
comprensión de lo que el evangelista quiere decirnos aquí, nos la proporciona la pieza
central de la enseñanza en parábolas (4,1-34). Las parábolas de Jesús sobre el reino de
Dios no sólo iluminan el contenido de su mensaje, sino que se convierten además en un
acontecimiento que separa a los creyentes, aquéllos «a quienes se ha concedido el misterio
del reino de Dios», de aquéllos otros que «viendo, ven, pero no perciben, y oyendo, oyen,
pero no entienden». (4,11s). Jesús quiere reunir su comunidad de creyentes, y para ello
elige a los doce, que se destacan así de la gran muchedumbre de los que -según el
precedente relato sumario- se agolpan sobre él desde todas partes (3,13-17). De ese modo
los lectores pueden reconocer la formación de la comunidad cristiana posterior, levantada
sobre esos hombres como sobre sus cimientos. En 3,33ss se expone con particular claridad
quién es el que pertenece a esa comunidad: todo aquél que escucha con
fe la palabra de Jesús, hace la voluntad de Dios y se asocia a esta nueva «familia»
espiritual de Jesús.
Pero al mismo tiempo se perfila con mayor precisión el frente de los enemigos de Jesús.
Son los que no quieren comprender las obras de Jesús a partir de su unión con Dios y le
achacan con mala voluntad un pacto con Satán (3,22-30); es decir, los que quisieran
convertir la misión divina de Jesús en todo lo contrario. Entre ambos frentes, el de los
discípulos de Jesús y el de sus enemigos ilustrados, tiene también que decidirse el pueblo.
La doctrina «por medio de parábolas», expuesta ante todo el pueblo (4,2), ejerce
precisamente esa función crítica. Aun cuando las parábolas son comprensibles desde
fuera, su verdadero sentido -a saber, la presencia del reino de Dios en las obras de Jesús-
sólo lo desvelan a los creyentes dispuestos y capaces de recibir la palabra de Dios, pero a
los que en definitiva sólo Dios abre su revelación.
El último capítulo de esta sección trae nuevos portentos de Jesús, especialmente
grandiosos e impresionantes si se comparan con su actividad de los comienzos
(4,35-5,43). Pero, a ser posible, tienen lugar en ausencia del pueblo: la calma de la
tempestad es sólo una experiencia de los discípulos, una expulsión demoníaca
singularmente laboriosa se realiza en la región solitaria al este del lago, la resurrección de
la hija de Jairo se verifica en la casa de éste en la que Jesús ha entrado llevando sólo
consigo a Pedro y a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan (5,37), y de la que ha expulsado
a todo el mundo, excepción hecha del padre y de la madre de la niña (5,40). Así pues, el
«secreto mesiánico» se acentúa aún más y se hace más palpable la reserva de Jesús
frente al pueblo -que, sin embargo, le sigue asediando, cf. S,24.31-. No sorprende, por lo
mismo, que la sección se cierre con un acontecimiento negativo revelador de la
incredulidad ambiente: el repudio de Jesús por parte de sus conciudadanos de Nazaret.

1. JESÚS Y EL PUEBLO (3,13-35).

Este capítulo presenta una unidad llena de tensiones: al comienzo la elección de los doce
ofrece al lector, de una manera programática y subrayada por la conducta de Jesús
consciente de su propósito, la imagen de la Iglesia posterior. A esta acción fundamental de
Jesús se contrapone de un modo tajante, como una contra-imagen, la confabulación de
todos los poderes contrarios a Jesús. Detrás de los enemigos humanos, que desfiguran
maliciosamente la acción salvadora de Jesús, se oculta Satán con todas las fuerzas a su
disposición, aquellas fuerzas a las que los enemigos de Jesús pretendían atribuir sus éxitos
innegables. Sigue después una escena con los parientes carnales de Jesús, que sirve de
ocasión y motivo para la palabra de Jesús acerca de su familia espiritual, tan importante
para la comunidad. Podría decirse que la Iglesia que, entendida externamente, aparece
sobre el horizonte a través de la elección de los doce, se deja también reconocer aquí
desde su lado íntimo.

a) La elección de los doce (Mc. 03/13-19).

13 Sube luego al monte, llama junto a sí a los que quería, y


ellos acudieron a él. 14 Escogió doce, para que estuvieran
con él y para enviarlos a predicar, 15 con poder para arrojar
los demonios. 16 Escogió, pues, a los doce: Simón. a quien
puso el sobrenombre de Pedro; 17 Santiago, el de Zebedeo, y
Juan, hermano de Santiago, a quienes puso el sobrenombre
de Boanerges, es decir, hijos del trueno; 18 Andrés y Felipe,
Bartolomé y Mateo, Tomás y Santiago, el de Alfeo, Tadeo,
Simón el Cananeo 19 y Judas Iscariote, el que luego lo entregó.

APOSTOL/ELECCION La escena está separada del sumario precedente, que situaba la


imponente aglomeración del pueblo junto al lago de Genesaret (v. 7), por la mención del
monte. No se alude a un monte determinado, sino que la observación escenográfica tiene
un sentido teológico: Jesús se aleja del pueblo y busca la proximidad de Dios. El monte es
lugar de oración (6,46), al que se asciende desde las profundidades del tráfago humano
para estar cerca de Dios (cf. 9,2). En este alejamiento de los hombres y arrobamiento en
Dios, toma Jesús «a los que quería», a los doce que llama a sí para que estuviesen con él
y que después enviaría. En Marcos, pues, la escena está concebida de distinto modo que
en Lucas, donde Jesús pasa la noche en oración y a la mañana siguiente elige de entre
una gran multitud de discípulos a los doce, a los que también da el nombre de apóstoles
(Lc 6,12s) (*). En Marcos no se menciona al pueblo ni a la gran muchedumbre de
discípulos; Jesús llama a sí con una decisión libre a los escogidos y los conduce a la región
de Dios, del mismo modo que más tarde hará ascender todavía más a los tres discípulos
que le están más cerca, hasta un alto monte, donde se transfigurará delante de ellos y les
hará escuchar el testimonio de Dios en favor de su Hijo (9,2-7).
En la intención de Jesús los doce son los representantes del pueblo de las doce tribus,
del Israel santo, que él tiene delante de los ojos en su forma originaria y escatológica -el
Israel de su tiempo abarcaba sólo dos tribus y media- y al que quiere llegar con su mensaje
y misión salvíficos (cf. Mt 10,6; 15,24; 19,28). La elección precisa de doce hombres es por
parte de Jesús como una acción simbólica y profética; con ella reivindica el pueblo de Dios,
que quiere reunir y completar. Mas para los lectores cristianos estos doce se convierten en
representantes del nuevo pueblo de Dios, de la comunidad cristiana que sobre ellos se
edifica. Cuando Marcos habla de «los doce» -lo que sucede con cierta frecuencia- es
inconfundible el tono especial que pone frente a las multitudes populares que entonces
formaban el auditorio de Jesús. Esto aparece singularmente claro en la instrucción que
imparte a los doce «en casa», en Cafarnaúm, después de la «controversia sobre los
puestos» (9,35), estructurada como una especie de «regla de la comunidad» (9,33-50); lo
mismo ocurre más tarde con ocasión del tercer anuncio de la pasión, en que «los doce»
son separados de la multitud que les seguía y enfrentados con la descripción detallada de
las cosas que esperan al «Hijo del hombre». «Los doce», más aún que «los discípulos»,
representan la comunidad futura.
En el v. 14 se describe el objetivo del nombramiento de estos hombres: comunión con
Jesús y participación en su misión. El punto esencial es su estrecha unión con Jesús, una
comunidad de vida, vocación y destino, pero que en el fondo significa un entrar con Jesús
en la intimidad de Dios. Por eso se acercan a Jesús sobre el «monte» y por eso tienen que
ser llamados por él; pues, la comunión con Dios y con el enviado divino sólo puede darse a
modo de don. La libertad de Jesús, con la que «llama junto a sí a los que quería», procede
de su certeza de conocer y estar cumpliendo la voluntad de Dios. En lo más íntimo de su
ser sabe que a estos hombres «se les ha dado el misterio del reino de Dios» (4,11),
nominalmente por Dios mismo mediante una revelación gratuita. La comunidad de Cristo es
una fundación sobrenatural que procede de la libertad y gracia de Dios. Su centro vital, su
fuente de energía y su esencial secreto es su vinculación con Cristo y, por él, con Dios. La
comunidad terrestre de los doce con su Maestro se prolonga como comunidad espiritual de
los creyentes con su Señor celestial. Las ordenanzas que Jesús impone a aquel círculo de
discípulos perfectamente delimitado, y en especial la ley básica del amor servicial (9,33-35;
10,35-45), tienen también vigencia en la comunidad posterior de los creyentes.
Mas Jesús elige a «los doce» para otra tarea particular: quiere enviarlos y hacerlos así
partícipes de su propia misión. Aparece esto en el hecho de que la finalidad de su misión
viene descrita con las dos actividades que para Marcos son características del ministerio de
Jesús: predicar y expulsar los demonios (cf. 1,27.39). En ambas actividades late una
potestad que se pone de manifiesto en las expulsiones demoníacas. De momento el relato
se detiene en la presentación de los doce y en la descripción de su tarea; sólo más tarde
seguirá su misión y el ejercicio de su compromiso (6,7-13). Basta que este círculo se
establezca como un signo divino; así como el misterio de Jesús sólo se desvelará después
de su resurrección, así el pleno significado de la obra de Jesús sólo lo comprenderá la
comunidad, que de ese modo encontrará la comprensión de sí misma.
Por ello repite el evangelista: «Escogió, pues, a los doce» para nombrarlos en seguida
por su propio nombre. La constitución de la lista, el orden de los nombres y las apostillas a
los mismos resultan muy instructivas; las indicaciones no son exactamente las mismas que
en Mateo y en Lucas y revelan en parte unas tendencias propias. Marcos no sólo pone a
Simón el primero -cosa que también hacen los otros dos- y destaca la imposición del
nombre simbólico de Pedro -con más fuerza que los otros-, sino que separa a este discípulo
singular de su hermano Andrés para ligarlo de un modo más estrecho con los hombres de
Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo. Los tres serán más tarde los testigos preferidos de
algunos acontecimientos, como la resurrección de la hija de Jairo (5,37), la transfiguración
de Jesús (9,2) y la agonía y oración en Getsemaní (14,33). Teniendo en cuenta la conexión
de esos sucesos, los tres discípulos estarán particularmente capacitados para comprender
el misterio de la persona de Jesús, su divinidad oculta durante su ministerio terreno, lo
mismo que su camino hacia la cruz, y exponerlo después a la comunidad. Sólo Marcos dice
en este lugar que Jesús llamó a los hijos de Zebedeo «Boanerges» («hijos del trueno»),
expresión cuyo sentido exacto no se puede precisar. Probablemente no está sólo en
relación con su carácter impetuoso (cf. Lc 9,54), sino que contiene -como el nombre de
«Pedro» = roca- una verdadera profecía: estarán expuestos a la tempestad escatológica,
compartirán el bautismo de su Señor (cf. 10,38-40); «Compañeros de tormenta», como se
les ha llamado. tendrán que soportar las luchas y padecimientos escatológicos.
Después de estos discípulos, caracterizados con unos sobrenombres especiales. siguen
los nombres de los otros, el último de los cuales es Judas Iscariote, caracterizado con el
título pavoroso, y habitual en la Iglesia primitiva y en los otros Evangelios, de el que lo
entregó o traicionó. Esta expresión tiene precisamente en la teología de Marcos acerca del
Hijo del hombre un eco profundo (cf. 9.31; 10,33; 14,18.21.41s). Que Judas fuese uno del
círculo de los doce elegidos por Jesús mismo, sigue siendo un oscuro misterio (14,18:
«Uno de vosotros me entregará...»); pero el evangelista lo pone bajo el «es necesario» que
rige la historia de la salvación y que la Escritura testifica, y al que está sometido «el Hijo del
hombre» en su camino concreto hacia la muerte (8,31; 14,21). También la Iglesia, fundada
sobre el fundamento de los doce, se encuentra bajo el signo del mysterium iniquitatis, del
misterio de maldad. Pero esto tiene aquí un eco muy débil; en líneas generales, la perícopa
constituye una escena que proporciona una inmensa confianza a la comunidad, la cual por
obra de Jesús ha sido conducida a la proximidad de Dios, al círculo luminoso del reino de
Dios que irrumpe triunfalmente.
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(*) Desde un punto de vista histórico es seguro que Jesús no ha empleado el título de apóstoles.
En Marcos sólo una vez vienen así designados, después de la misión (6,30), y ciertamente que en
el sentido de «enviados». En la elección de los doce Lucas quiere también poner de relieve que
esos doce se identifican con los apóstoles de después
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b) Jesús incomprendido y calumniado (Mc. 03/20-30).

20 Vuelve a casa; y de nuevo se reúne tanta gente, que ni


siquiera podían comer. 21 Cuando lo oyeron los de su familia,
fueron con ánimo de apoderarse de él, pues se decía: «Está
fuera de sí.»

El fragmento no constituye una unidad originaria. La primera escena con los parientes la
trae sólo Marcos, y hay que separarla de la siguiente (incluso de los v. 31-35). Los otros
dos sinópticos transmiten, en cambio, el diálogo sobre Beelzebul, y en el v. 28s aparecen
unas palabras, independientes, sobre la «blasfemia» -que Mateo y Lucas ofrecen en forma
distinta- y que a través del v. 30 queda vinculada a la calumnia de los escribas contra
Jesús. La unidad, sin embargo, presenta un sentido tan perfecto -aunque no evidente- que
la incriminación de los enemigos de Jesús desemboca en la atribulación blasfema de las
obras del Espíritu divino a influjo demoníaco. La Iglesia primitiva ha meditado estupefacta
sobre el malicioso ataque contra Jesús y se ha formado su juicio reuniendo las palabras del
Maestro. Esta mirada a la historia de la tradición no resulta superflua para la comprensión
del fragmento e incluso para su meditación piadosa.
Jesús regresa del monte a casa, a la proximidad de los hombres, con el propósito sin
duda, de dedicarse sólo a los discípulos, como evidencian los otros pasajes en que se
habla de la «casa». Pero las multitudes populares no le dejan reposo alguno, de tal modo
que ni Jesús ni sus discípulos -obsérvese el plural- ni siquiera encuentran tiempo para
comer. Esta es la ocasión externa para el intento de sus allegados de recogerle, es decir,
de librarle del acoso de la multitud. Los que «le pertenecen» no son los mismos que «los
que le rodean» (3,32.34; 4,11); o mejor, los seguidores que le están estrechamente ligados
se diferencian de los deudos de su familia o clan. La caracterización imprecisa los
diferencia de los parientes carnales que en 3,31 ss quieren visitarle. Aunque en parte
pueda tratarse de las mismas personas, cada una de estas pequeñas perícopas tienen su
propio sentido.
Lo que aquí conviene señalar es la incomprensión, el juicio equivocado y el
desconocimiento de la persona de Jesús por parte de sus deudos. Su actividad
extenuante, su celo por la causa que se le ha confiado, impulsan a aquellos hombres a
considerarle como trastornado, es difícil que hayan pensado seriamente en una
enfermedad mental. En su estrechez de miras pretenden encerrarle en casa, pensando tal
vez en el prestigio de la familia. Totalmente inadecuado para sacar conclusiones
psiquiátricas acerca del estado de ánimo de Jesús, el texto proyecta más bien un rayo de
luz sobre la mentalidad de unos hombres que carecen de cualquier órgano para descubrir
las exigencias absolutas de Dios. No comprenden que un hombre, conocido y emparentado
con ellos, pueda estar completamente lleno de la causa de Dios y entregado por completo a
su servicio. Se anuncia ya aquí una postura igual a la de los habitantes de Nazaret (6,1-6a),
que se manifiesta como incredulidad. Tal ceguera es siempre un peligro para los parientes
y deudos de los hombres a los que Dios llama para un servicio especial y un aviso contra el
criterio puramente «natural» y la preocupación burguesa por la fama, la salud y el negocio.
Jesús está fuera de las categorías mentales humanas y arrastra también a sus discípulos
hasta las pretensiones totales de Dios.

22 Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían.


«Este tiene a Beelcebul; y es por arte del príncipe de los
demonios por quien éste arroja a los demonios.» 23 Entonces
los llamó junto a sí y les dijo por medio de parábolas: «¿Cómo
puede Satanás arrojar a Satanás? 24 Si un reino se divide en
bandos, ese reino no puede subsistir; 25 y si una casa se
divide en bandos, tampoco esa casa podrá subsistir. 26 Si
pues Satanás se levanta contra sí mismo y se divide en
bandos, no puede subsistir, sino que ha llegado su fin. 27
Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y
saquearla, si primero no logra atarlo; sólo entonces le saqueará la casa.

BLASFEMIA/ES: De aquellos deudos de Jesús, al fin y al cabo bien intencionados, se


distinguen netamente los escribas llegados de Jerusalén y que observan suspicaces el
ministerio de Jesús. Siembran contra Jesús una semilla peligrosa, propalando
concretamente dos consignas, la primera de las cuales sólo la consigna Marcos: Es un
poseso y expulsa los demonios en fuerza de un pacto con el príncipe de los
demonios. Según la mentalidad judía, los demonios estaban al mando de un príncipe que
aquí se le designa por «Beelzebul» o «señor de la morada» (*). Los nombres pueden
cambiar -en Qumrán se hablaba del «Ángel de las tinieblas»-, pero se piensa siempre en
Satán, el «príncipe de este mundo» (Jn 12,31), como muestra la continuación. La calumnia
significa nada menos que Jesús es personalmente un poseso y que sus éxitos innegables
se deben a un poder demoníaco. Es una calumnia, inaudita, pues a aquel que expulsa los
demonios con el Espíritu de Dios (cf. Mt 12,28), se le atribuye un espíritu malo e impuro (cf.
v. 29s) o se le imputa un pacto con el diablo. De ser así, Jesús se habría aliado con el
enemigo de Dios para llevar a cabo sus expulsiones, y por lo mismo se habría convertido en
un siervo de Satán. Ambas difamaciones desembocan en lo mismo: la sumisión de Jesús a
Satán.
La comparación del reino y de la «casa» refuta abiertamente el reproche de una alianza
con el diablo. Si Satán luchase contra sí mismo o contra los suyos, su reino se dividiría y
acabaría por derrumbarse; lo mismo ocurriría con una familia víctima de la división interna.
Aunque la imagen de un reino de demonios bajo la estrategia de Satán se nos aparezca
como «mitológica», el argumento conserva su fuerza: los poderes del maligno se dirigen en
bloque contra Dios y quien se opone a los mismos se encuentra necesariamente del lado
de Dios. Los contemporáneos de Jesús estaban convencidos de que con la posesión
diabólica entraba en juego Satán; a nosotros -como ya a la Iglesia antigua- nos resulta a
menudo más difícil reconocer la acción del maligno. Para la Iglesia primitiva uno de los
criterios para «el discernimiento de espíritus» era la aceptación o el rechazo de la profesión
de fe en Jesús (cf. IJn 4,2s). Las difamaciones calumniosas contra él se repiten en las
suspicacias contra su comunidad; pero por cuanto la Iglesia defiende la causa de Jesús y
de Dios, está en condiciones de rechazar todos los ataques.
La comparación siguiente del «fuerte» que guarda su casa sorprende singularmente,
pues éste parece estar en su perfecto derecho; y, sin embargo, bajo el «fuerte» que es
vencido por «el más fuerte» sólo puede entenderse a Satán. Jesús no ha rechazado estas
comparaciones audaces, a través de cuyos acontecimientos sorprendentes -como aquí la
derrota del dueño de la casa- pueden expresarse unas ideas aprovechables. Se trata de un
símil en el que sólo se tiene en cuenta un punto de comparación: aquí entra en acción uno
que es más fuerte, y que en este contexto sólo puede ser Jesús. Otros rasgos metafóricos
-como la casa en que irrumpe el más fuerte o las alhajas que roba- no hay por qué
subrayarlas. En la conciencia de Jesús no alienta la menor duda de que es superior a
Satán y de que le vence con la fuerza de Dios. De este modo la comparación pasa a ser un
testimonio impresionante de la idea que Jesús tenía sobre su propia obra, para la que el
lector ya estaba preparado mediante el relato de la tentación.
Con ello Jesús no se presenta como el Mesías en el sentido judío, pero sí como el
depositario y administrador de las fuerzas divinas. Se demuestra aquí también que su obra
no puede separarse de su persona: es él por quien tienen efecto las expulsiones
demoníacas, por él irrumpe el reino de Dios entre los hombres (cf. Lc 11,20), por su obra
queda Satán reducido a la impotencia (cf. Lc 10,18). Pero la potestad toda de Jesús no
revela más que la salvación de Dios; se ha opuesto constantemente a un ejercicio de esa
potestad con fines terrenos, rechazándolo como una tentación.
..............
(*) La conocida forma {Beelzebub) procede de las versiones latinas y se apoya en la
denominación injuriosa del dios de Eqrón en 2Re 1,2s («Señor de las moscas»). Con «Señor de la
morada» se piensa probablemente en el «Señor de la región celeste».
..............

28 Os aseguro que a los hombres se les perdonará todo: los


pecados y aun las blasfemias que profieran. 29 Pero quien
blasfemare contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino
que siempre llevará consigo su pecado.» 30 Es que ellos
decían: «Está poseído de un espíritu impuro.»

P-IMPERDONABLE: La palabra de Jesús sobre la «blasfemia» se acomoda al contexto y


forma de Marcos. Blasfemar en sentido bíblico significa siempre un ataque al honor y poder
divinos, directo o indirecto, a través de las injurias a los enviados de Dios o desprestigiando
las acciones operadas por virtud divina. Por ello, se trata siempre de un pecado terrible.
Mas Jesús asegura que a los hijos de los hombres se les perdonará todo, incluso las
blasfemias, a excepción de las que van contra el Espíritu Santo. Tan confortante como la
primera parte de esta sentencia resulta de extraña la segunda. ¿Existen, por lo mismo,
pecados «imperdonables»? Pero es preciso agregar algo incluso para la recta
interpretación de la primera parte: a fin de cuentas, Dios no va a perdonar generosamente
todos los pecados sin más ni más, sino sólo cuando el hombre se convierta a él. La
exigencia de la conversión era evidente para el judaísmo (véase el comentario a 1,4 y
1,15), requisito que también Jesús ha señalado con bastante frecuencia (Cf. Lc 13,1-5;
15,7.10.18s). Cuando el pecador se convierte es cuando, según la doctrina de Jesús, el
Padre celestial está dispuesto a perdonar hasta la culpa más grave (cf. Mt 18,23-35).
Pero ¿por qué no se perdonará una «blasfemia contra el Espíritu Santo?» A la luz del
requisito de la conversión, la respuesta sólo puede ser: porque tales hombres se obstinan
en una postura contraria a la conversión, endureciéndose de tal modo en ella que Dios no
puede perdonarles. Un pecado contra el Espíritu Santo no es simplemente un hecho, sino
una disposición espiritual permanente, es una ceguera culpable por sí misma, un resistirse
a la acción salvadora de Dios. En tanto que un hombre persiste obstinadamente en su
oposición a Dios, se excluye a sí mismo de la salvación. Y eso es precisamente lo que
acontece cuando alguien atribuye al espíritu satánico las acciones del Espíritu divino
reconocibles en Jesús. Así debe haber entendido la Iglesia primitiva o Marcos (cf. v. 30)
aquel insidioso ataque contra Jesús. El pasaje nos acerca al oscuro misterio del
«endurecimiento» (cf. 4,12). Nada se dice aquí ni en otros pasajes sobre si los hombres
pueden volver a salir de esta actitud completamente insensata. Sólo una vez respondió
Jesús a la atormentada pregunta de los discípulos «¿Quién podrá salvarse?», diciendo
que a los hombres eso es imposible, mas no es imposible a Dios (10,27). Estas palabras
extraordinariamente graves sobre el pecado «imperdonable» no puede eliminar su mensaje
de la ilimitada misericordia de Dios; pero muestra el reverso y las consecuencias que tiene
para los hombres que se cierran tercamente a la invitación a convertirse y salvarse y
persisten en la oposición al enviado de Dios y al Espíritu Santo que en él opera.
(_MENSAJE/02-1.Págs. 84-97)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 7

c) La nueva familia de Jesús (Mc. 03/31-35).

31 Llegan entre tanto su madre y sus hermanos, y,


quedándose fuera, lo mandaron llamar. 32 El pueblo estaba
sentado en torno de él. Y le avisan: «Mira que tu madre, tus
hermanos y hermanas están ahí fuera buscándote.» 33 Pero él
les contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?»
34 Y paseando la mirada por los que estaban sentados a su
alrededor, dice: «He aquí a mi madre y mis hermanos. 35 El
que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi
hermana y mi madre.»

El evangelista continúa manteniendo el escenario de Jesús dentro de la «casa» y rodeado


por la multitud del pueblo (v. 20). Después de retirarse, los enemigos, vuelve a presentar
ahora a los parientes más cercanos de Jesús, pero con una finalidad completamente
distinta. La madre y «hermanos» de Jesús, es decir los primos -en algunos manuscritos el v.
32 trae también «hermanas», cf. también 6,3- quieren hacerle una visita;
propósito distinto del de «los de su familia» del v. 21 que querían recogerle, como hemos
visto. Los parientes cercanos de Jesús han llegado de Nazaret a Cafarnaúm; pero a la vista
del tropel de gente, permanecen delante de la puerta y mandan a llamarle. Nada se nos
dice acerca de una postura de repudio. Jesús se había alejado de ellos para seguir el
llamamiento divino y demuestra ahora que también internamente se ha liberado de ellos, no
por frialdad de sentimientos o desprecio de los vínculos familiares -que en Palestina eran
muy estrechos-, sino por pertenecer a Dios por completo. Ha realizado personalmente lo
que pide a sus discípulos (cf. Mt 10,37). Pero su respuesta no tiene sólo este sentido
ejemplar sino que afecta sobre todo a la idea que la comunidad tiene de sí misma.
En lugar de su familia terrena, Jesús se ha elegido otra familia espiritual. Echa una
mirada sobre los hombres que están sentados a su alrededor y los llama «su madre y sus
hermanos». Marcos habla con frecuencia de estas «miradas de Jesús a su alrededor» (3,5;
5,37; 10,23; 11,21). Su mirada descubre una vigilancia y atención internas, pero también
reclama el interés sobre unas ideas particulares. En conexión con nuestro pasaje está la
ojeada en derredor que echa sobre los discípulos después de retirarse el «joven rico»
(10,23), a la que sigue una palabra que les exhorta a la reflexión. ¿Quiere Jesús hacer
constar simplemente que aquéllos son sus verdaderos parientes porque escuchan su
palabra con atención? Entonces el pasaje coincidiría con la escena que tuvo lugar en casa
de las dos hermanas, Marta y María, en que se alaba y recomienda la escucha atenta de la
palabra de Jesús (Ez 10,39-42). Pero aquí no se habla expresamente de «escuchar su
palabra», aun cuando se presuponga sin duda alguna. En lugar de eso, agrega Jesús: «El
que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.» La escena
está vinculada más bien a otra en que Jesús corrige la exclamación de alabanza de una
mujer del pueblo: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la
guardan» (Lc 11,27s). En consecuencia, se trata sobre todo de una exhortación a los allí
sentados y a la comunidad posterior a entrar en comunión espiritual con Jesús mediante el
cumplimiento de la voluntad divina. Ahora es cuando el contenido de la afirmación alcanza
todo su valor para la comunidad que se formó después: ella se sabe identificada con la
multitud congregada alrededor de Jesús que escucha su palabra; más aún, que está
pendiente de su palabra para cumplir la voluntad de Dios de una manera total y exclusiva.
Llamada y exhortación, elección y exigencia, unión beatificante y deber ineludible, todo esto
late en las palabras de Jesús y es la conciencia que, en esta unidad transida de tensiones,
determina en exclusiva la «familia» de Jesús, el pueblo escatológico de Dios.

2. LA DOCTRINA EN PARÁBOLAS (4,1-34).

La comunidad de Dios se congrega al reunirse en torno a Jesús, escuchar su palabra y


cumplir la voluntad de Dios. Pero es éste un proceso que, habida cuenta de la experiencia
personal de Jesús, encierra un profundo misterio. Muchas son las personas que se agolpan
a su alrededor, pero sólo unas pocas comprenden lo que está sucediendo: la irrupción del
reino de Dios en este mundo, el cumplimiento del tiempo de la salvación en el ministerio de
Jesús. La mayor parte de la gente permanece «fuera», al margen de la inteligencia
creyente, al margen de la verdadera comunidad de fe, que vive del conocimiento de la
presencia de la salvación. Cuando Jesús enseña a la gente, no se trata sólo de unas
enseñanzas que vale la pena meditarse; se trata de un acontecimiento con el que se realiza
una segregación entre quienes oyen externamente y los que escuchan con fe, entre ciegos
y personas que comprenden, entre obstinados y hombres abiertos a la llamada de Dios.
El capítulo, que en Marcos representa el discurso más largo de cuantos pronunció Jesús
durante su ministerio público, debe ofrecer sin duda el contenido esencial de la predicación
de Jesús, el mensaje sobre el inminente reino de Dios (cf. 1,15). Mas no conserva de una
forma meramente histórica la doctrina de Jesús, sino que pretende también mostrar los
efectos que entonces produjo en el pueblo, su significado para el círculo de los discípulos
y, sobre todo, su importancia para la comunidad posterior. A este objeto sirven las
observaciones relativas al marco de la escena, que llevan al lector de la predicación abierta
al pueblo junto al lago (v. 1-2) hasta la conversación privada entre Jesús y sus discípulos
(v. 10), para volver a subrayar al final esta doble forma de la instrucción de Jesús (v.
33-34). Pero tampoco desde el punto de vista de la crítica literaria presenta el capítulo una
unidad. En su estrato más antiguo constaba de las tres «parábolas del crecimiento»: la del
sembrador (v. 3-9), la de la semilla que crece por sí sola (v. 26-29) y la del grano de
mostaza (v. 30-32). En la Iglesia primitiva se añadió la explicación de la parábola del
sembrador (v. 14-20), y el evangelista debió agregar los otros fragmentos, a saber: el
sentido del discurso en parábolas (v. 10-12) y la colección de sentencias aisladas (v.
21-25). Así dio entrada a un viejo tesoro de sentencias, pero disponiéndolo y
acomodándolo de tal modo que presentase una relación directa con la situación misionera
de la comunidad. Ahora bien, esa posición eclesiástica sigue siendo fundamentalmente la
misma para nosotros. En consecuencia, la composición creada por Marcos sigue
hablándonos como a sus primeros lectores, y las palabras de Jesús en la interpretación del
evangelista siguen resonando en el tiempo de la Iglesia que nosotros vivimos.

a) Parábola del sembrador (Mc. 04/01-09).

1 Otra vez se puso a enseñar a la orilla del mar. Y se reúne


en torno a él numerosísimo pueblo, de forma que tuvo que
subirse a una barca, dentro del mar, y sentarse en ella,
mientras todo el pueblo permanecía en tierra, junto al mar. 2 Y
les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Y les iba
diciendo en su enseñanza.
3 «Escuchad: Salió el sembrador a sembrar. 4 Y sucedió
que, según iba sembrando, parte de la semilla cayó al borde
del camino; y vinieron los pájaros y se la comieron. 5 Otro
poco cayó en terreno pedregoso, donde había poca tierra;
brotó en seguida, porque la tierra no tenía profundidad; 6
pero, en cuanto salió el sol, se quemó; y como no había
echado raíces, se secó. 7 Otro poco cayó entre zarzas; y
como las zarzas también crecieron, lo ahogaron sin que
pudiera dar fruto. 8 Y el resto cayó en tierra buena; fue
creciendo y granando, hasta dar fruto que llegó: uno al treinta
por uno, otro al sesenta y otro al ciento.» 9 Y añadía: «El que
tenga oídos para oír, que oiga.»

PARA/SEMBRADOR: El evangelista presta al discurso en parábolas de Jesús un marco


impresionante. Cuando todos los hombres tienen que escuchar a Jesús se necesita un
espacio amplio, para el que ya no bastan ni la «casa» ni las «sinagogas» (1,39). De ahí que
marche al lago, y pronto se congrega «numerosísimo pueblo». La escena recuerda al relato
compendiado de 3,7-11; pero mientras allí se nos ofrecen las curaciones de Jesús y las
expulsiones de demonios, aquí toma la palabra para enseñar. Cuando se sienta en la barca
y el pueblo escucha desde la orilla, aparece realmente como el Maestro, al igual que los
maestros judíos de la ley enseñaban sentados; pero, a diferencia de éstos, no tiene a su
alrededor un pequeño círculo de alumnos, sino a todo el pueblo congregado. También el
discurso en parábolas pertenece a la tradición doctrinal judía; mas por lo que respecta a las
«parábolas del crecimiento», que Jesús narra aquí, no existe nada parecido en la tradición
de parábolas judías. Jesús tiene algo nuevo y propio que decir. Aquello de que habla en
parábolas es algo que acontece en su ministerio y al narrarlas él se convierte en un
acontecimiento.
Las turbas populares representan aquí a todos los hombres a los que llega la palabra de
Dios a través de la revelación promulgada por Jesús. Lo que Jesús expone en parábolas
les afecta a todos, es una llamada a todos. Pero al propio tiempo refleja su conducta que
Dios ha incluido también en sus planes. Es un discurso total y plenamente «existencial»,
que se afinca en la realidad, un discurso operante y eficaz, podríamos decir que «un
acontecimiento verbal». Y, sin embargo, es también doctrina, doctrina especialmente para
la comunidad posterior que de este modo aprende a comprender la aparición y actividad de
Jesús y en sus palabras encuentra la comprensión de si misma. Esta inteligencia que sólo
es accesible a la fe, la subraya el evangelista a través de las instrucciones privadas que los
discípulos recibieron de Jesús (v. 10.34b), aun cuando éstos en su situación histórica y con
sus facultades humanas no comprendiesen entonces todavía el sentido de las parábolas (v.
13). Pero lo que ellos comprendieron después de la resurrección de Jesús tiene que ser
anunciado ahora abiertamente (cf. v. 21s) para provecho de los creyentes y ruina de los
incrédulos (cf. v. 24s). De este modo sigue actuando en la predicación de la Iglesia el
acontecimiento que Jesús describe e impulsa con sus parábolas. Sólo bajo esta pluralidad
de facetas podemos comprender el propósito de este capítulo: exposición de aquello que
era el discurso parabólico de Jesús, de lo que quería y lograba ser una doctrina para la
Iglesia primitiva y su visión de sí misma, y, finalmente, una palabra directa a todos aquellos
que escuchan de nuevo las palabras de Jesús y las meditan.
Prescindamos de momento de la interpretación de la Iglesia primitiva, fuertemente
alegorista y moralizante, ¡que después se ofrecerá a los discípulos! (v. 14-20). Jesús narra
un suceso cotidiano: un labrador que se encamina hacia el suelo descarnado y pedregoso
de la región montañosa de Galilea y esparce su semilla de cereales. En la operación se
pierde mucha semilla, bien porque cae en el camino, en terreno rocoso o entre las espinas.
Sólo una pequeña parte -eso es lo que indican los cuatro casos- encuentra terreno fértil y
lleva fruto abundante y colmado. Como entonces en Palestina sólo se araba la tierra
después de la siembra enterrando al tiempo la semilla, podemos explicarnos la distinta
suerte de la semilla lanzada. Lo que cuenta Jesús no es, pues, nada desacostumbrado;
mediante un proceso tomado de la naturaleza y de la vida humana, y que es familiar a los
oyentes, Jesús quiere exponerles un acontecimiento espiritual más profundo. Debe haber
algo que tenga relación con el reino de Dios, al menos para la comprensión del evangelista
que ve el núcleo esclarecedor en la palabra: «A vosotros se os ha dado el misterio del
Reino de Dios» (v. 11). También las otras parábolas hablan con claridad creciente del reino
de Dios (cf. v. 26 y 30). Mas ¿cuál es el sentido particular de esta parábola relativo al
mensaje del reino de Dios?
Empecemos por lo más seguro: con «el misterio del reino de Dios» Jesús sólo puede
referirse a la presencia de ese Reino en su ministerio. La parábola describe, pues, algo que
está ocurriendo en ese mismo momento. Los lectores lo saben por lo que se les ha
expuesto hasta ahora: el reino de Dios es anunciado, su fuerza se descubre de palabra y
de obra, pero también tropieza con algunas resistencias, con el poder de Satán y las
calumnias de los hombres (cf. 3,20-30). Tal como Jesús presenta la semilla del sembrador,
la atención del oyente se centra en el destino del grano tirado. Difícilmente se pierde en los
detalles de cómo y por qué se pierde tanta semilla. Los tres primeros grupos presentan
simplemente el hecho de que es mucha la siembra estropeada; pero este fracaso se
compensa por el abundante rendimiento del último grupo. Toda la fuerza del relato
descansa en esta cosecha. Por eso concluye la parábola infundiendo una alegre
confianza. Eso es precisamente lo que parece buscar Jesús: proporcionar la certeza de que
la predicación triunfará, pese a todas las oposiciones, de que el comienzo promete el
cumplimiento.
Podría pensarse que Jesús sólo quiere exponer en general la fuerza de la palabra de
Dios, la eficacia de su predicación. Pero lo que él anuncia es el inminente reino de Dios,
que irrumpe ya por medio de su anuncio. De este modo la parábola dice ya algo acerca de
ese reino de Dios: se halla ahora en su estadio inicial, choca con dificultades, en muchos
hombres no encuentra la fe o al menos una fe estable; mas pese a todo ello, está viniendo
de un modo incontenible y alguna vez aparecerá en toda su gloria. Nada se dice de cuándo
y cómo llega el reino de Dios; basta la certeza de que llegará alguna vez el fruto abundante
y una cosecha gloriosa.
¿Piensa Jesús en el mismo «sembrador»? De ser así, lo hace sólo de un modo velado;
en la parábola al sembrador sólo se le menciona al principio, la mirada se concentra
exclusivamente en la semilla. Ello responde a la predicación de Jesús quien con su palabra
y sus hechos sólo pretende establecer el reino de Dios y poner de relieve la acción de Dios;
pero la parábola permanece abierta para los predicadores posteriores que asumen su
actividad. La Iglesia primitiva comprende que con su predicación misionera prolonga el
anuncio de Jesús (cf. v. 14, «la palabra»).
La palabra de Dios es poderosa y fecunda, el reino de Dios está llegando de un modo
irresistible. Por el hecho de ser anunciado se brinda ya a los hombres; éstos sólo necesitan
escuchar y creer. Por ello late también en la parábola una apelación urgente a abrirse a la
palabra de salvación, aquí y ahora, en el momento de la siembra. La palabra final, con una
nueva fórmula introductoria, era ciertamente una exhortación habitual en Jesús, pero que
aquí encuentra su lugar más adecuado: «¡Quien tenga oídos para oír, que oiga!» El objeto
de la parábola no es la escucha adecuada, pero abre el sentido de la misma: cultivar la
confianza en el reino de Dios anunciado y en su fuerza, alimentar la esperanza en su
consumación, en su llegada gloriosa.

b) Sentido del lenguaje en parábolas (Mc. 04/10-12).

10 Cuando se quedó a solas, los que le rodeaban,


juntamente con los doce, le preguntaban a propósito de las
parábolas. 11 Y él les contestaba: «A vosotros se os ha
concedido el misterio del reino de Dios: pero a ellos, a los de
fuera, todo se les dice en parábolas, 12 para que: viendo,
vean, pero no perciban; y oyendo, oigan, pero no entiendan;
no sea que se conviertan y sean perdonados» (Is 6,9s).
PARA/SENTIDO Este fragmento intermedio, destinado exclusivamente a la particular
instrucción de los allegados a Jesús, mira al lenguaje de la parábola como tal y se pregunta
por su sentido. Aunque hasta ahora Jesús sólo ha narrado una parábola, le preguntan por
las parábolas; es decir, por el significado que tienen en general y al mismo tiempo por la
razón de que emplee tal lenguaje (cf. Mt 13,10). Aquí evidentemente la comunidad
posterior pregunta por el sentido de las instrucciones «privadas» a los discípulos de la
comunidad que deben interpretar las palabras de Jesús (cf. 4,34; 7,37; 9,28.33; 10,10;
13,3). Así se explica también el giro impreciso: «los que le rodeaban, juntamente con los
doce». En general, son los doce los que reciben estas explicaciones más detalladas; pero
se menciona con razón a «los que le rodeaban», porque representan a los creyentes
posteriores, en oposición a los que son extraños, «los de fuera» (v. 11). La mirada se
extiende, por encima del estrecho círculo de los discípulos, a todos aquellos que
pertenecen a Jesús (cf. 3,34s).
La misma palabra que emplea aquí el evangelista para las «parábolas», tiene
probablemente en su origen un sentido más amplio. «Todo» les sucede a los que están
fuera en «enigmas», todo se les convierte en problemas difíciles e incomprensibles. La
expresión puede tener también este sentido (Cf. 7.17; Eclo 47,17; 4Esd 4,3, etc.). Toda la
predicación de Jesús, incluida su actividad, se trueca en un enigma para los de fuera,
porque no pueden verla ni entenderla con ojos creyentes 33. El «misterio», que
corresponde a ese «en enigma», puede desvelarse o puede permanecer oculto.
El misterio del reino de Dios, que le es «dado» a los discípulos creyentes, se acerca a
ellos en el ministerio de Jesús. El reino de Dios es ya una realidad; la semilla está
sembrada, las fuerzas han empezado a actuar. En la palabra y obra de Jesús ya se puede
rastrear lo nuevo; lo que anuncia se está ya realizando: curaciones como signo de la
salvación, expulsiones de demonios como prueba de la fuerza divina, perdón de los
pecadores como expresión de la misericordia de Dios. Quien tiene ojos creyentes puede
ver todo esto (cf. Lc 10,23ss; Mt 13,16s). Recordamos otra palabra de Jesús, la de su
«exclamación de júbilo»: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a gente sencilla» (Mt
11,25 = Lc 10,21). También aquí se enfrentan dos grupos de hombres: los humanamente
sabios y prudentes para los que permanece oculto, y la gente sencilla, es decir, los
pequeños e incultos, a quienes Dios mismo se lo revela internamente. Sólo en la fe sencilla
se puede comprender el misterio del reino de Dios.
En la práctica, sin embargo, sólo unos pocos hombres han comprendido este misterio;
ese conocimiento se oculta tras la ruda palabra de Jesús. Los «de fuera», para quienes
todo el ministerio de Jesús se convierte en un enigma, son todos los incrédulos sin
inteligencia, y para la comunidad posterior también los que se cierran a su predicación
misionera. Que la llamada de Dios no encuentre eco en tantas personas sigue siendo para
los creyentes un hecho oscuro y oprimente, que sólo puede comprenderse a la luz del plan
divino de salvación, a la luz de la Escritura. La cita bíblica, tomada del capítulo 6 del libro de
Isaías, de la visión vocacional del profeta, ha llamado la atención de la Iglesia primitiva en
distintas ocasiones. Lucas la trae al final de los Hechos de los Apóstoles (28, 26s), tras el
largo esfuerzo por la conversión del pueblo judío; Juan, al echar una mirada retrospectiva al
ministerio público de Jesús (12,40). Según Marcos, la exclusión de los que están fuera,
tiene lugar de un modo premeditado: «para que viendo, vean, pero no perciban...» Suena
como un endurecimiento pavoroso, querido por Dios. Pero se trata de una cita: Jesús se
refiere a la voluntad de Dios tal como viene expresada en la Sagrada Escritura. Nosotros
debemos considerar la cita teniendo en cuenta las circunstancias del pasaje del que está
tomada. Cuando ocurre la vocación del profeta, el pueblo se ha alejado e Isaías tiene que
anunciar el castigo de Dios a ese pueblo rebelde: deberá obcecarse y endurecerse hasta la
aniquilación sobreviviendo sólo un resto santo. Del mismo modo, el endurecimiento de los
hombres que se cierran a la predicación de Jesús no deja de ser culpable (cf. Mt 13, 13:
«porque viendo no ven...»), y tal vez también no es más que un castigo temporal (cf. Rom
11,7ss). Aun así, ese designio de Dios no deja de ser bastante duro; pero ya no resulta
incomprensible dentro de la economía de la historia de la salvación.
La grave palabra de Jesús no se atenúa ni debilita. La última frase, que sólo aparece en
Marcos, probablemente tiende a reforzar aún más el «designio endurecedor». Nada se dice
sobre la posibilidad de una conversión ulterior, de un perdón definitivo; tal posibilidad ni se
sugiere ni se excluye. Es una exhortación a no dejar pasar la hora de la salvación; pero no
es motivo para la desesperación. Esta palabra, que sin duda se les dijo más tarde a lo s
discípulos que habían permanecido fieles, la ha introducido el evangelista en el discurso
de las parábolas a fin de precisar, a lo que parece, el objetivo de las parábolas. Compárese
el pasaje con la observación del v. 33 -según la cual, Jesús anunciaba la palabra de Dios
con muchas parábolas semejantes conforme a la capacidad de los oyentes- y se verá cómo
el evangelista refleja, pese a todo, la convicción de que objetivo primero de las parábolas
no es el endurecimiento. Hay que admitir, más bien, que con tal «objetivo» quería proclamar
el efecto del lenguaje parabólico, de suyo abierto a la comprensión. Es un efecto crítico,
puesto que solicita y provoca a creyentes e incrédulos. PARA/QUE-ES:Las parábolas son
más que una doctrina, son un acontecimiento en que se deciden la fe y la incredulidad.
Confirman aquello que se narra en las mismas. La incredulidad con la que tropieza el
anuncio del reino de Dios, es una fuerza oscura que Dios hunde todavía más en las
tinieblas. A pesar de ella, Dios sabe imponer su soberanía y establecer su reino. Esto es lo
que debe aprender la comunidad creyente: hasta las fuerzas contrarias a la acción divina
están previstas y permitidas por Dios e incluso son impulsadas por él en la orientación que
les es propia, porque sin ellas y contra ellas sabe alcanzar sus objetivos con el ejército de
los creyentes. Pertenecer a ese ejército es una gracia que el hombre sólo puede agradecer.
Pero también el creyente tiene que penetrar cada vez más en el «misterio del reino de Dios
y convencerse cada vez más de la presencia de la salvación que se le brinda en Cristo».

c) Aplicación de la parábola del sembrador (Mc. 04/13-20).

13 Y añade aún: «¿No entendéis esta parábola? Pues


¿cómo vais a comprender las demás? 14 El sembrador va
sembrando la palabra. 15 Unos están al borde del camino; en
ellos se ha sembrado la palabra; pero, apenas la oyen, viene
Satán y se lleva la palabra que fue sembrada en ellos. 16 Hay
otros. igualmente, que recibieron la semilla en terreno
pedregoso; éstos, al oír la palabra, de momento la reciben con
alegría; 17 pero no echa raíces en ellos, porque son hombres
de un primer impulso; y, apenas sobreviene la tribulación o la
persecución por causa de la palabra, al momento fallan. 18
Otros hay que reciben la semilla entre zarzas; éstos son los
que oyeron la palabra; 19 pero sobrevienen luego las
preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y
toda suerte de malos deseos, y ahogan la palabra, y no da
fruto. 20 Finalmente, otros hay que reciben la semilla en tierra
buena; son los que oyen la palabra y la aceptan en su corazón
y dan fruto al treinta por uno, al sesenta, o al ciento.»

Esta explicación de la parábola del sembrador dada a los discípulos es en realidad una
primitiva aplicación de la Iglesia a quienes se convierten a la fe y a su posición en el mundo.
Puede reconocerse así en la formulación lingüística y en las circunstancias señaladas:
tribulación y persecución, los afanes del siglo... El punto de vista original -la siembra y la
cosecha- se ha desplazado realmente a los hombres aludidos: ellos son ahora «los
sembrados» y los que han sido colocados en las condiciones de esta época del mundo.
Son incluso «el suelo» en que ha sido lanzada la semilla (v. 15). El desenfoque y
superposición de las dos imágenes se explican por el deseo de hablar con más fuerza a los
oyentes y de amonestarles a producir fruto.
La parenesis misma es impresionante. Los hombres que están «al borde del camino», a
quienes Satán roba la semilla de la palabra, pueden ser aquellos a los que los enemigos de
la fe arrancan la fe germinal. Otros llevan más bien en sí mismos la causa de su apostasía:
no tienen hondura ni consistencia (el suelo pedregoso). Se exaltan momentáneamente,
pero no conservan la fe ante las tribulaciones y persecuciones. No han comprendido el
sentido de la religión de la cruz, la llamada al seguimiento de Cristo; brotan así los deseos
falaces que «ahogan» la vida interior. Las «preocupaciones del mundo», la lucha por la
existencia, las privaciones y desengaños de la vida producen el mismo efecto deletéreo que
las riquezas y los deseos desordenados. El bienestar hace que los hombres se sientan
satisfechos y contentos de sí mismo, les engaña acerca de su verdadera situación y no les
deja ya pensar en Dios ni en su verdadera salvación (cf. Lc 12,16-20: el rico insensato).
Pero la exposición no se detiene en este aspecto negativo y descorazonador. Dios no ha
sembrado su semilla inútilmente. Cuando su palabra cae en buena tierra produce fruto
abundante y colmado. Esta es una apelación alentadora a cuantos se han convertido a la fe
al mismo tiempo que un consuelo frente a la negativa y apostasía de muchos. La palabra de
Dios no se vuelve a él de vacío, sin haber cumplido lo que Dios quiere y sin llevar a cabo
aquello para lo que ha sido enviada (Is 55, 8-11).
El marco misionero -«el sembrador va sembrando la palabra»- sugiere una nueva
aplicación: los predicadores cristianos, los que asumen y continúan el trabajo de sementera
de Cristo, merecen consideración y consuelo por su actividad. Los fracasos no
desaparecen; en la parábola tres cuartas partes de la semilla esparcida se pierden, sólo
una cuarta parte encuentra terreno bueno. Esto no se ha pensado ciertamente bajo el
prisma del cálculo; pero alude al misterio del gobierno divino. Dios consigue su propósito en
contra de todas las resistencias y al final recoge una cosecha abundante. En él no cuentan
las mismas reglas que entre los hombres; se da una paradoja de fortaleza divina en la
debilidad (cf. 1Cor 1,25).
De este modo, la aplicación que la Iglesia primitiva hizo de la parábola del sembrador se
aleja evidentemente del sentido original que tenía en boca de Jesús. El punto de mira se ha
desplazado de la revelación a la exhortación. Retrocede el pensamiento de la llegada del
reino de Dios que ya está presente, pasando al primer plano el estímulo moral a producir
fruto. Aunque se debe presuponer el conocimiento del mensaje de Jesús (1,15). El Reino
de Dios se hace realidad tanto en la proclama de Jesús como en la predicación de la Iglesia
primitiva; aquí como allí ese reino ejerce una función crítica entre los oyentes. También en
la fecundidad moral de los creyentes se anuncia el reino y en la fidelidad inconmovible de la
comunidad se hace más firme y consciente la esperanza del reino futuro. Quien se
esfuerza, como miembro vivo de la comunidad, en dar frutos de fe y de amor, experimenta
en ella el «misterio del reino de Dios» (4,11s) y la eficacia de las fuerzas salvadoras de
Dios que están en acción.
(Págs. 98-113)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 8

d) Grupo de sentencias (Mc. 04/21-25).

21 Decíales también: «¿Acaso se enciende una lámpara


para ponerla debajo de un almud o debajo de la cama? ¿No
será más bien para colocarla sobre el candelero?
22 Porque nada hay oculto que no haya de manifestarse, y
nada secreto que no haya de salir a la luz. 23 El que tenga
oídos para oír, que oiga.»
24 Decíales igualmente: «Atended bien a lo que oís. Con la
medida con que midáis, seréis medidos, y con creces. 25
Porque al que tiene, se le dará; y al que no tiene, aun aquello
que tiene se le quitará.»

El grupo inserto aquí comprende cuatro sentencias independientes que el evangelista ha


entretejido para darles unidad de sentido. El método lo han utilizado con frecuencia los
evangelistas; recibieron palabras de Jesús, que llevaban su sello y reconocidas por todos
como tales, y formaron con ellas unas determinadas unidades. De este modo las palabras
alcanzaban un sentido particular, que a menudo es diverso en los distintos evangelistas.
Las sentencias aquí presentadas las ha elegido Marcos teniendo en cuenta su capítulo de
las parábolas. Lo que Jesús ha dicho a los discípulos sobre «el misterio del Reino de Dios»
(v. 11) y sobre la siembra de la palabra de Dios (v. 13-20), debe prolongarse en estas
sentencias y aplicarse a la predicación. Hay dos grupos que están mutuamente
relacionados mediante la exhortación a escuchar (v. 23). La sentencia sobre la «escucha»,
que exhorta a prestar atención, cierra el primer grupo aplicable a los predicadores; y la
sentencia que reclama atención a lo que se oye (24a}, introduce el segundo grupo,
aplicable a todos los oyentes de la predicación. También se podría decir que el primer
grupo de sentencias (v. 21 s) continúa el tema del «misterio del reino de Dios»
traduciéndolo a la situación de la comunidad pospascual; en tanto que el segundo grupo de
sentencias (v. 24s) enlaza con la parenesis de los v. 13-20 dando instrucciones y razones
para una escucha fructuosa. Pero veamos con más detalle cada una de las sentencias.
La imagen, fácilmente comprensible, de la lámpara que se pone sobre el candelero, alude
a la predicación del reino de Dios (*). También Jesús ha predicado y enseñado en público;
pero la mayor parte del pueblo se endureció en la incomprensión y la incredulidad, sólo el
estrecho círculo de los discípulos recibió con fe sus palabras y Dios les abrió «el misterio
del reino de Dios». Pero el Evangelio debe predicarse en todo el mundo (13,10; 14,9); los
discípulos deben llevar esa luz al mundo entero. En la palabra de la predicación se hace
presente y eficaz el reino de Dios. La fe debe tener una fuerza misionera. Una comunidad
que se circunscribe a su círculo es como aquel que pone una lámpara debajo del almud o
de la cama. Si era voluntad de Dios confiar el misterio de su reino sólo a unos pocos
durante el ministerio de Jesús, y si la predicación de Jesús al principio sólo se dirigió al
pueblo de Israel, ahora el Evangelio tiene que ser anunciado a todos los pueblos (13,10).
Es una lámpara que debe iluminar a todos los hombres.
Así enlaza perfectamente la sentencia siguiente relativa a lo oculto y secreto que debe
ser pregonado. Esta sentencia de sentido genérico (**) se aplica aquí al acontecimiento de
la predicación. Marcos subraya el sentido íntimo y la orientación del acontecimiento que
ahora permanece oculto; eso que ahora está oculto deberá manifestarse y lo que está
secreto tiene que darse a conocer. También el misterio de la persona y de la obra de Jesús,
el misterio del reino de Dios, tiene que revelarse a los hombres después de pascua. Hay
ahí una vigorosa llamada a los predicadores y a la comunidad, llamada que se acentúa
todavía más con la exhortación: «El que tenga oídos para oír, que oiga.» Toda la
comunidad debe prestar oído atento y comprender el encargo que tiene de actuar en el
mundo. Llevar una existencia escondida es contrario a la voluntad de Dios. La Iglesia no
debe nunca encerrarse en un ghetto ni convertirse en una secta clandestina. Debe ser un
signo de Dios en el mundo y dar testimonio de la acción divina (cf. Mt 5,13-16).
Y así se llega también a la recta escucha. De los predicadores la atención se centra en
los oyentes: «Atended bien a lo que oís.» En este contexto la sentencia acerca de la
medida señala la dosis de atención prestada. Ciertamente que la imagen encaja mejor con
la advertencia relativa al juicio del hermano (Mt 7,1), o con la exhortación a dar
generosamente (Lc 6,38); pero la continuación en Marcos: «y con creces» (v. 24), pone de
manifiesto la mente del evangelista: quien da cabida a la palabra de Dios y deja que se
desarrolle, obtendrá una ganancia abundante. Hay que recibir el mensaje de Dios con
ánimo bien dispuesto y abrirle el corazón de par en par para que pueda producir fruto. «La
palabra de Dios habite entre vosotros con toda su riqueza» (Col 3,16). «Atended» no indica
simplemente una actitud receptiva, sino que exige además una participación personal, la
voluntad de aplicarse lo oído y de hacerlo fructificar para la propia vida. Quien presta
atención a lo que se le anuncia y lo siente en sí mismo como revelación y exigencia divinas,
sacará de ello provecho y ganancia crecientes. Dios mismo le aumentará el tesoro de su fe
y le colmará con sus dones internos.
PD/FE FE/PD Esto es, en definitiva, lo que quiere subrayar la última sentencia que,
aislada y tomada literalmente resulta muy difícil de entender. En los otros dos sinópticos
encontramos esta frase -¿un proverbio sacado de la experiencia?- en el contexto de la
parábola de los talentos y de las minas, respectivamente (Mt 25,29; Lc 19,26), recibiendo
su explicación del hecho narrado. En Marcos resulta comprensible si se piensa en el
oyente: a quien ya posee un tesoro de fe y amor, de buena disposición y energía para llevar
a la práctica la vida cristiana, aún se le otorgarán nuevos dones mediante la escucha
adecuada de la palabra de Dios. Pero quien no posee nada de esto se verá incluso privado
de la fe aceptada externamente y al final se encontrará con las manos vacías. Una vez más
se pone así de relieve la función crítica de la palabra de Dios, capaz de llevar a una fe más
madura o a la incredulidad.
Todo el grupo de sentencias es una pequeña pieza doctrinal sobre la predicación y la fe.
Prolonga la teología de la palabra que ya había sido expuesta en la interpretación de la
parábola (v. 13-20). La palabra de Dios contiene en sí misma una gran energía; pero hay
que recibirla también con ánimo bien dispuesto, mantenerla en la vida y protegerla de
influencias perniciosas. Es una fuerza vital, a la que se debe dar amplia cabida. Es
entonces cuando da sus frutos en cada hombre particular, en la comunidad y en el mundo
entero.
...............
(*) En Lc 11,33 probablemente se piensa en el mismo Jesús, habida cuenta de las precedentes
sentencias acerca de la «lámpara sobre el candelero»; en Mt 5.15 se aplica a la comunidad de
discípulos, de los que antes se ha dicho: «Vosotros sois la luz del mundo». Se trata de distintas
aplicaciones de la metáfora, que sin embargo están emparentadas: con la proclamación del
Evangelio Jesús mismo es llevado al mundo como luz, y la comunidad proclamadora se convierte
a su vez en una luz o señal para el mundo. Marcos -y el pasaje paralelo de Lc 8,16- debió
conservar el sentido original. (**) Se encuentra una vez más en un «doble» de Mt 10,26 y Lc
12,2, con un sentido distinto en ambos pasajes. Mateo subraya sobre todo la relación
escatológica, que seguramente era el sentido original (¿el juicio?). Lucas piensa en los
pensamientos y sentimientos del predicador que saldrán a la luz: por ello, se deben proclamar a
los cuatro vientos con toda libertad.
..............

e) La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc. 04/26-29).

26 Dijo además: «El reino de Dios viene a ser esto: Un


hombre arroja la semilla en la tierra. 27 Y ya duerma o ya
vele, de noche o de día, la semilla germina y va creciendo sin
que él sepa cómo. 28 La tierra, por sí misma, produce primero
la hierba, luego la espiga, y por último el trigo bien granado en
la espiga. 29 Y cuando el fruto está a punto, en seguida aquel
hombre manda meter la hoz, parque ha llegado el tiempo de la siega.»

Narra el evangelista ahora una segunda parábola sobre el reino de


Dios, que trata también de semilla, crecimiento y cosecha. Sólo se encuentra en Marcos;
Lucas se contenta con la parábola del sembrador y las sentencias vinculadas; Mateo trae
en este lugar la parábola de la cizaña entre el trigo, y ciertamente que no sin un propósito
concreto (*). Marcos quiere esclarecer el mensaje del reino de Dios que irrumpe. Y ahora
dirige su atención al tiempo que media entre la sementera y la recolección. Podría decirse
que en las tres parábolas del capítulo 4 de Marcos el acento va desplazándose de la
sementera (parábola del sembrador), al período intermedio (la semilla que crece) y al
tiempo final (el grano de mostaza). Aunque los tres aspectos están presentes en cada una
de ellas, pues siembra, maduración y cosecha no se pueden separar.
La parábola narra un proceso evidente, conocido de todos los oyentes y que nadie
discutía. Jesús quiere enseñar algo concreto sobre el reino de Dios y exhortar a los oyentes
a una actitud adecuada a la acción de Dios en esta hora. Pero ¿cuál es la lección particular
de esta parábola? Después de la siembra el campesino aguarda paciente y confiado que
llegue el tiempo de la recolección. La tierra lleva fruto por sí sola. Llega indefectiblemente el
tiempo de la siega y entonces el campesino puede recoger el fruto.
Se ha pensado que Jesús se consideraba aquí a sí mismo como el labrador y que
expresaba su confianza de que su predicación no resultase inútil. No hay que excluir esta
idea; pero Jesús quiere sobre todo dar aliento a los oyentes con esta parábola. Deben
saber que la sementera se ha llevado a cabo con éxito, que las fuerzas de Dios siguen
operando, aunque ocultas y desarrollándose de una forma callada. Todavía no ha llegado
la cosecha, pero su llegada es segura. En este tiempo conviene esperar pacientes y
tranquilos y confiar en el poder de Dios. No serán la propia actividad e inquietud las que
consigan el objetivo; el reino de Dios no lo establecen los hombres por sus propias fuerzas.
Por importante que sea la predicación, la acción de Dios sigue siendo lo más importante.
Mas, a pesar de la tranquilidad de la espera, la mirada se dirige a la cosecha. Tan pronto
como el fruto lo permite, el labrador mete la hoz. Las últimas palabras son una cita de Joel
4,13 y tienen su centro de gravedad en el anuncio jubiloso de «¡Ha llegado el tiempo de la
siega!» Así tiene que estar preparada la comunidad para recoger la cosecha de Dios al fin
de los tiempos.
Jesús quería afianzar en su tiempo la confianza en Dios y en su obra: el reino de Dios
llega ciertamente y está cerca. Llega por la fuerza de Dios y va creciendo calladamente,
«por sí solo», sin que se advierta su crecimiento. En el tiempo pospascual de la comunidad
la idea volverá a ser actual de una manera nueva. La comunidad, que ya ha desplegado
una predicación misionera, pero se ve asediada de fracasos y dificultades, tiene que poner
en manos de Dios el desarrollo ulterior de una manera tranquila y confiada, paciente y firme
y dirigir su mirada hacia el futuro. La espera inminente que invade a la comunidad (cf. 9,1;
13,30) y que se refleja en la parábola de la higuera (13,28s), se sitúa así en la perspectiva
adecuada: lo decisivo no es la proximidad temporal, sino la proximidad siempre operante de
Dios, que conoce el día y la hora (13,32). La parábola exige de nosotros una actitud
fundamental parecida: confianza creyente en Dios, que opera en silencio y hace madurar su
semilla y una serenidad que saca paz y fuerza de ese conocimiento.
...............
(*) Mateo dirige la mirada a la época del crecimiento de modo particular a la comunidad en el
mundo, todavía amenazada de peligros e influencias perniciosas. Hasta en ella existen miembros
indignos que no responden a su vocación; al final serán arrojados del reino del Hijo del hombre
todos los que cometen la maldad (13,41s; cf. también 7,22s; 22,11ss)
..............

f) Parábola del grano de mostaza (Mc. 04/30-34).

30 Y proseguía diciendo: «¿A qué compararemos el reino


de Dios o con qué parábola lo describiremos? 31 Es como el
grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es la
más pequeña de todas las semillas que sobre la tierra existen;
32 pero, una vez, sembrado, se pone a crecer y sube más alto
que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes, que los
pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.» 33 Y con
muchas parábolas así les proponía el mensaje, según que lo
podían recibir. 34 Y sin parábolas no les hablaba. Pero, a
solas, se lo explicaba todo a sus propios discípulos.

La última de estas parábolas relativas al crecimiento del


reino de Dios empieza con una introducción detallada. La doble pregunta puede indicar lo
difícil que resulta explicar a los oyentes la verdad y realidad del reino de Dios. Como
sucede siempre en estas parábolas, el reino de Dios no debe identificarse sin más ni más
con la imagen elegida -en este caso con el grano de mostaza-, sino que debe ilustrarse por
el proceso general. Del minúsculo grano de mostaza crece un arbusto vigoroso, lo que
constituye un proceso sorprendente. La parábola tiende a poner de relieve este crecimiento
desde unos comienzos insignificantes hasta el máximo desarrollo. El grano de mostaza,
proverbialmente pequeño (cf. Lc 17,6 = Mt 17,20), contiene en sí la fuerza para desarrollar
un gran tronco y echar ramas a cuya sombra anidan los pájaros. A diferencia de lo que
ocurre en la parábola de la semilla que crece por sí sola, aquí no se describe cada uno de
los estadios del crecimiento, sino que la mirada se dirige al sorprendente resultado final. No
otra cosa pretende exponer también la parábola de la levadura que en su origen debió
formar una parábola paralela a la del grano de mostaza (Lc 13,18-21; Mt 13,31-33). El
espléndido resultado final viene también indicado mediante «los pájaros del cielo», imagen
bien conocida ya del Antiguo Testamento (Cf. Dan 4,9.11.18; Ez 17,23; 31,6). La vivienda
de las aves a la sombra o entre las ramas del árbol es como un símbolo del reino de Dios;
que acoge a muchos pueblos y se convierte para ellos en su hogar.
No hay que aplicar inmediatamente esta parábola al crecimiento y expansión de la Iglesia.
El reino de Dios opera ciertamente sobre la tierra y dentro de la Iglesia; pero no es una
realidad visible como la Iglesia ni presenta su firme organización. Tampoco está sometido a
ninguna evolución terrena, como lo está la Iglesia en el curso de la historia. No se
desarrolla a través de factores naturales, mediante los planes y acción de los hombres, sino
que crece gracias a las fuerzas ocultas de Dios. Por ello, la doble parábola del grano de
mostaza y de la levadura no pretende describir algo así como la eficacia intensiva y
extensiva de la Iglesia, sino dejar constancia de la llegada del reino cósmico de Dios. El
pensamiento de una expansión triunfal de la Iglesia o de nuestra capacidad para construir
el reino de Dios, es un engaño peligroso y hasta la misma historia terrena lo contradice.
Jesús piensa exclusivamente en las prodigiosas fuerzas divinas y en el incontrovertible
resultado final de Dios.
Con esta visión reveladora la parábola del grano de mostaza actúa como un poderoso
aguijón alentando una fe inquebrantable y una esperanza que no puede engañarse. En
contra de todas las apariencias exteriores el reino de Dios seguirá desarrollándose y al final
obtendrá la victoria. Eso es también lo que quiere decir el evangelista a su comunidad. A
pesar de su profundo interés misionero, el evangelista no cede a la tentación de alimentar
sus esperanzas de un futuro terreno. Sabe, sin duda que, antes del fin, el Evangelio será
anunciado a todos los pueblos (13,10); pero sabe también que antes de la venida del Hijo
del hombre han de llegar muchas persecuciones, tentaciones y grandes angustias
(13,5-23). También para nosotros es sumamente importante esta mirada al triunfo final de
Dios.
Cierra así el evangelista este capítulo de parábolas, de las que sólo intenta presentar una
selección. «Con muchas parábolas así» hablaba Jesús al pueblo. Para Marcos esto no es
simplemente doctrina o instrucción, sino proclama que mete en los oídos la palabra de Dios.
Se trata de una expresión acuñada ya en el lenguaje misionero y en la catequesis de la
Iglesia primitiva (cf. v. 14s) (*). La palabra de Dios contiene una fuerza salvadora, pero se
trueca en juicio para quienes la escuchan y no creen. En la palabra de la predicación se les
brinda a los hombres el reino de Dios, y en el escuchar con fe y obediencia o con
endurecimiento e incredulidad deciden los oyentes su salvación o su ruina.
Teniendo en cuenta la sentencia del v. 11s, sorprende que el evangelista continúe:
«según que lo podían recibir.» Tal vez el evangelista ha tomado esta observación de la
tradición, testificando así que en un principio las parábolas no ocultaban sino que hacían
patente el sentido de las palabras de Jesús. Pero la frase puede también poner de
manifiesto la función crítica del lenguaje en parábolas: no todos podían escuchar del mismo
modo. Al emplear las parábolas Jesús tiene en cuenta la capacidad de comprensión de los
oyentes al tiempo que la sensibilidad de su fe. Así se comprende la última observación:
«Pero, a solas, lo explicaba todo a sus discípulos.» Porque creen y se mantienen fieles a él,
los adentra en la inteligencia más profunda del acontecimiento, en «el misterio del reino de
Dios».
De este modo, sin embargo, también la comunidad queda invitada a una escucha y
comprensión adecuadas. Quien reflexiona con fe sobre las parábolas obtiene luz sobre el
acontecimiento enigmático que se desarrolla en el mundo, sobre la eficacia oculta de Dios
tanto entonces como hoy. Entendido así, el v. 34 que cierra la perícopa se convierte
asimismo en una enseñanza más profunda acerca de la revelación. Tal revelación se
presenta siempre bajo un cierto velo -«Y sin parábolas no les hablaba»-, al tiempo que se
descubre a los creyentes bien dispuestos: «A solas se lo explicaba todo.» La revelación
divina encierra algunas obscuridades, aunque tiene la luz suficiente; es una alocución de
Dios que reclama la respuesta y decisión del hombre. Su verdad no aparece en la
superficie, sino que se oculta en las profundidades, como la sabiduría y la fuerza de Dios.
..............
(*) La Iglesia primitiva ha desarrollado una teología de la «palabra de Dios». La palabra de la
predicación no es palabra humana, sino palabra de Dios (1Tes 2,13). Aunque se reciba entre
tribulaciones externas, se realiza con la alegría del Espíritu Santo (1Tes 1,6). El predicador sufre
persecuciones por causa de esa palabra; pero «la palabra de Dios no está encadenada» (2Tm 2,9).
Crece, se desarrolla, se fortalece (Act 6,7; 12,24; 19,20) y lleva fruto (Col 1,6) Es «la palabra de
la verdad» (Ef 1,13; Col 1,5), con la que «nos engendró» el Padre (Sant 1,18; cf. 1P 1,23); es la
«palabra de vida» (Flp 2,16)
..............

3. GRANDES PRODIGIOS Y REPUDIO EN NAZARET (4,35-6,6a).

El mensaje y doctrina de Jesús se confirman con sus grandes obras prodigiosas, no en el


sentido de una «prueba» de que están presentes en él las fuerzas del reino de Dios, sino
como signos que hacen patentes esas fuerzas a cuantos las contemplan con ojos
creyentes. Lo que más tarde aclarará expresamente Juan, el cuarto evangelista, mediante
su concepto de los «signos» y su exposición simbólica y teológica de los grandes hechos
de Jesús, viene sugerido de forma indirecta en la exposición de Marcos. La comunidad
creyente, que ha entendido la doctrina de Jesús en parábolas, que ha comprendido «el
misterio del reino de Dios», recibe ahora una instrucción palmaria de cómo en la acción de
Jesús se oculta y al mismo tiempo se manifiesta al exterior el poder salvífico de Dios. Desde
el comienzo se anunciaba el reino de Dios y simultáneamente se podía reconocer su
presencia y eficacia, sobre todo en las expulsiones de los demonios (cf. 1,27.39; 3,15). No
se puede pasar por alto la proximidad y conexión de los prodigios narrados a continuación
con las expulsiones demoníacas (1,23-27.34; 3,11) Y las curaciones (1,29-31.40-45)
referidas anteriormente. El apaciguamiento de la tempestad (4,35-41) viene presentado
como un exorcismo cósmico que atañe a la naturaleza. El poseso de la región de Gerasa
(5,1-20) es un caso potenciado de la destrucción de las fuerzas demoníacas. La mujer con
flujo de sangre (5,25-34) ofrece un ejemplo patente de «la fuerza que de él había salido»
(5,30) y que actuaba al simple contacto con Jesús (cf. 3,10). Finalmente, la resurrección de
la hija de Jairo (5,35-43) es un gran signo, el máximo en este contexto, de la virtud
vivificante de Jesús que puede sacar hasta del reino de los muertos. Realmente, Jesús
pone de manifiesto la fuerza de Dios en la expulsión de los demonios, y la salvación divina
en las curaciones.
Mas, para ver la fuerza salvadora de Dios que irrumpe en Jesús y para comprender su
alcance, es necesaria la fe. El tema de la fe orientada a la revelación que Jesús hace de sí
mismo con hechos portentosos aparece en esta sección con mayor fuerza que hasta ahora.
En la tempestad del lago, los discípulos, y con ellos la comunidad posterior, reciben una
seria lección sobre la necesidad de la fe y una muestra de lo que la fe significa en este
mundo alejado de Dios. La hemorroisa se convierte en un ejemplo luminoso de postura de
fe firme y sencilla. De cara a la muerte, Jesús exhorta a Jairo: «No temas, sólo ten fe»
(5,36). Los hombres incrédulos, por el contrario, tiemblan ante el poder de Dios que se
revela, alejan a Jesús de su presencia (5,17) y hasta se burlan de él (5,40). Pero el ejemplo
más amargo de incredulidad se encuentra al final: la patria incrédula de Jesús le rechaza,
el Señor no puede hacer allí milagro alguno y se admira de la incredulidad de aquella gente
(6,5S). Esto es una advertencia valiosísima para cuantos están cerca de Jesús y piensan
conocerle.
La división, establecida en el capítulo de las parábolas entre los de cerca y «los de
fuera» (4,10S), sigue vigente. Como la palabra de Jesús ejerce una función crítica, también
la ejerce su ministerio en obras. En él se diferencian los espíritus, por el se consuman la
salvación y el juicio. De este modo Jesús se convierte en acontecimiento al par que en
problema para los hombres: «¿Quién es éste?» (4,41). Se piensa conocerle, pero no se le
conoce (6,3). El incrédulo se escandaliza en él (6,3), Y hasta la misma fe difícilmente llega a
la plena inteligencia. El Jesús terreno es un misterio, mas tampoco quiere provocar el
sensacionalismo (cf. 5, 37-43). Sólo sus acompañantes más cercanos (5,37), que después
de los acontecimientos pascuales convierten su espanto y asombro (4,41; 5,42) en fe y en
testimonio creyente, podrán explicar el misterio de su persona a una comunidad creyente,
aunque tal vez combatida en su fe. Así es cómo en esta sección la comunidad está
representada por los doce que Jesús se ha elegido (3,13), al tiempo que alentada por su
mensaje de que Jesús es el Señor por encima de todas las potencias contrarias a Dios, de
que Jesús es el Hijo del Dios altísimo (5,7).
(Págs. 113-126)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 9

a) La tempestad calmada (Mc/04/35-41).

35 Aquel mismo día, al atardecer, les dice: «Vamos a pasar a la otra orilla.» 36
Y ellos, despidiendo al pueblo, se llevan a Jesús, tal como estaba, en la barca;
también le acompañaban otras barcas. 37 De pronto se levanta una fuerte
borrasca; las olas saltaban sobre la barca, de manera que ésta ya estaba a punto
de anegarse. 38 Mientras tanto, él seguía durmiendo en la popa sobre un cabezal.
Ellos lo despiertan y le dicen: «Maestro, ¿es que no te importa que nos
hundamos?» 39 Entonces él se levantó, increpó al viento y dijo al mar: «¡Calla!
¡Enmudece!» El viento cesó y sobrevino una gran calma. 40 Luego les dijo: «¿Por
qué tenéis miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» 41 Quedaron sumamente
atemorizados y se preguntaban unos a otros: «¿Pero quién es éste, que hasta el
viento y la mar le obedecen?»

El evangelista conecta estrechamente este relato con el marco de


la predicación en parábolas: es la tarde del mismo día y Jesús aparece todavía en la barca
a la que había subido a causa del concurso de gente (4,1). Aunque nos hallamos todavía
en el mismo capítulo de las parábolas, debe prevalecer la impresión de que aquí se trata de
un suceso inmediato. El hecho pertenece al arte narrativo. Sea como fuere, la ocasión y
circunstancias son secundarias. Después ya no se vuelve a mencionar a las barcas que le
acompañaban; tal vez tenían que actuar como testigos del acontecimiento milagroso. El
capítulo 5 parece conectarse directamente, pues los discípulos alcanzan el país de los
gerasenos, en la ribera oriental (5,1); pero no se vuelve a considerar que ya debía haber
obscurecido. En el marco artificial de un relato continuado lo que interesa conservar es la
experiencia única de los discípulos, lo cual posee una importancia duradera y profunda
para la comunidad. Ésta reconoce a Jesús como soberano de la tempestad y del mar, con
un poder que provoca el estremecimiento ante su persona y, como los discípulos, la
comunidad está invitada a una fe sin temores, a la plena confianza en su Señor.
El poder de Jesús, aquí experimentado, sólo se reconoce en el sentido intentado por el
evangelista, cuando entendemos con él el conjuro de la tempestad y la palabra de mando al
mar con una expulsión demoníaca. La palabra griega que se emplea para «increpar» o
reducir violentamente al viento, aparece también en los exorcismos (1,25; 9,25). En Marcos
-a diferencia de Mateo y Lucas- se distingue evidentemente entre el demonio de la
tempestad y el del mar. A cada palabra de mando de Jesús corresponde un efecto
particular: «y se calmó el viento y sobrevino una gran bonanza», dos resultados
maravillosos, pues de otro modo las olas no se hubiesen serenado tan rápidamente. La
explicación natural de que esas tempestades violentas se levantan repentinamente en el
lago de Genesaret y pasan con la misma rapidez, es insuficiente tratándose de pescadores
experimentados, como eran los discípulos de Jesús, y que de eso debían saber bastante.
En la descripción resuena una experiencia peculiar: primero una angustia de muerte (v. 38)
y, después de hecha la calma, otro «temor», que es el pasmo ante quien ha realizado todo
aquello con unas breves palabras de mando. También esta reacción de los discípulos se
describe de modo parecido a la del pueblo después de las primeras expulsiones de
demonios (1,27). El poder de Jesús sobre el viento y el mar le muestra como soberano
vencedor de las potencias demoníacas.
Mas las fuerzas divinas presentes en Jesús no hay que verlas fuera de su aparición.
Jesús se presenta por completo como un hombre: después de un día agotador de predicar
en el lago a las enormes multitudes de pueblo, Jesús se duerme sobre el duro cojín en que
suelen sentarse los remeros y ni siquiera despierta con el estruendo de la tempestad y de
las olas embravecidas. Los discípulos le despiertan, e inmediatamente se comporta de un
modo que no tiene igual. El motivo de la salvación de un peligro marítimo es antiguo
-historia de Jonás y diversas narraciones tanto judías como paganas-; pero siempre el que
salva es Dios o es la oración de hombres piadosos la que aporta la ayuda. Aquí alguien
actúa en nombre de Dios y sólo pronuncia una palabra de mando. ¿Quién es éste? El
poder de Jesús es algo único; pero en cierto modo está oculto y sólo se revela en epifanías
secretas.
Todo el relato es tanto una experiencia como una instrucción de los discípulos. En Mateo
la última palabra de asombro la pronuncian los hombres; en Marcos son siempre los
discípulos. El peligro de muerte les hizo olvidar de quién tenían en medio de ellos; las
fuerzas a las que se veían entregados sobrepujaron su fe. Así lo expresa abiertamente la
palabra de reproche de Jesús: son miedosos y cobardes. Una vez más es Marcos el que lo
subraya con mayor fuerza que ningún otro evangelista mediante la doble pregunta. Para él
desfalleció por completo la fe de los discípulos, mientras que Mateo habla de «hombres de
poca fe». La fe no es todavía aquí una fe reflexiva en Jesús, el Cristo e Hijo de Dios, sino la
fuerza elemental de una confianza creyente. Hay que mantenerla frente a todos los asaltos
de las potencias enemigas de Dios. Es el requisito esencial para comprender el mensaje de
Jesús sobre el reino de Dios. Mas con la última pregunta se sugiere también al lector que
tiene que haber una fe en Jesús, Hijo de Dios.
Así se piensa también en la comunidad. Para ella el relato pasa a ser una exhortación
apremiante a mantener una fe inquebrantable en medio de su existencia en el mundo.
Cierto que para ella la nave sacudida por la tempestad del lago no es todavía el símbolo de
la Iglesia como lo será más tarde para los santos padres y para los pensadores piadosos de
todos los siglos; todavía no vuelve su mirada al largo proceso histórico en que la Iglesia se
ha visto agitada y desarbolada. Pero ya sabe de persecuciones y tribulaciones (c. 13) y su
fe se ve combatida, pese a la proximidad del Señor. Necesita una fe carismáticamente
fuerte (11,23). La aparente debilidad del Señor, que se encamina hacia el abandono y la
oscuridad de la muerte en cruz, sólo puede sostenerla a ella con la fe en su poder oculto,
con la fe en su resurrección. Con esa fe tampoco ella sucumbirá.

b) Curación del endemoniado de Gerasa (Mc/05/01-20).

1 Llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. 2 Y apenas


desembarcó, vino a su encuentro, saliendo de los sepulcros, un hombre poseído
de un espíritu impuro. 3 Este hombre tenía su morada en los sepulcros, y ni
siquiera con una cadena podía ya nadie sujetarlo; 4 pues, aunque muchas veces
lo habían sujetado con grillos y cadenas, rompía las cadenas y hacía trizas los
grillos, de manera que nadie lo podía dominar; 5 y andaba de continuo, noche y
día, por los sepulcros y por los montes, gritando y golpeándose contra las piedras.
6 Cuando vio a Jesús desde lejos, fue corriendo a postrarse ante él, 7 y a
grandes gritos le dice: «¿Qué tienes tú que ver conmigo, Jesús, Hijo del Dios
Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes.» 8 Es que Jesús le estaba
diciendo: «Sal de este hombre, espíritu impuro.» 9 Y le preguntaba: «¿Cuál es tu
nombre?» Y él le contesta: «Legión es mi nombre, porque somos muchos»; 10 y
le rogaba con insistencia que no los expulsara fuera de aquella región.
11 Había por allí, paciendo junto al monte, una gran piara de cerdos; 12 y los
espíritus impuros le suplicaron: «Envíanos a los cerdos para que entremos en
ellos.» 13 Y se lo permitió. Salieron, pues, los espíritus impuros y entraron en los
cerdos; y la piara, en la que había unos dos mil, se arrojó con gran ímpetu al mar
por un precipicio, y se fueron ahogando en el mar.
14 Los porqueros salieron huyendo y llevaron la noticia a la ciudad y a los
caseríos; y las gentes acudían a ver qué era lo que había sucedido. 15 Lléganse
a Jesús, y ven al endemoniado, el que había tenido toda aquella legión, sentado
ya, vestido y en su sano juicio. Y quedaron llenos de espanto. 16 Los que lo
habían presenciado les referían lo ocurrido con el endemoniado y con los cerdos.
17 Entonces se pusieron a rogar a Jesús que se alejara de aquellos territorios.
18 Al entrar Jesús en la barca, el que había estado endemoniado le suplicaba
que le permitiera acompañarlo. 19 Pero no se lo permitió, sino que le dice: «Vete
a tu casa con los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor, compadecido de ti, ha
hecho contigo.» 20 EI hambre se fue y comenzó a proclamar por la Decápolis
todo lo que Jesús había hecho con él; y todos se admiraban.

Este relato, que a nosotros nos resulta extraño, tiene perfecto sentido en la exposición
del Evangelista, prescindiendo de algunos rasgos propios de las ideas populares de la
época. Señala uno de los puntos más altos del ministerio de Jesús en autoridad divina. Se
trata de un caso extraordinariamente difícil de posesión. El hombre es un energúmeno
furioso que ni siquiera puede ser reducido con gruesas cadenas. Su espantosa morada en
las tumbas -en opinión de la época uno de los lugares preferidos de los espíritus
inmundos-, sus alaridos por los montes que se oyen noche y día, sin parar, en el pueblo y
en las casas de labor, su aspecto feroz, todo subraya lo difícil del caso.
Pero Jesús libra también a este hombre de sus atormentadores.
Después de la curación aparece vestido y en su sano juicio, cosa que impresiona tanto a
quienes le conocían, que éstos temen, es decir, sienten terror ante el poder de Jesús (v.
15). Ahí está el núcleo del relato. Las circunstancias locales apuntan a la orilla oriental, a la
Decápolis, la región de «la alianza de las diez ciudades» helenistas, con una población
predominante pagana. Las ciudades de Gerasa o Gadara -según otra lectura- no hacen
ciertamente al caso, pues quedan muy lejos y hacia el interior del país. Sólo se mencionan
porque eran los lugares más conocidos de la Decápolis. Según Orígenes habría que situar
junto al lago un lugar de nombre similar, Gergesa concretamente. Por el Talmud
conocemos una población llamada Kursa, cuyo nombre pervive actualmente en unas ruinas
de nombre Kursi, en un lugar en que los montes se acercan al lago y descienden
bruscamente. Aquí pudo tener efecto el suceso narrado.
El antiguo relato contaba sin duda con una historia en la tradición antes de que Marcos lo
insertase en su narración. La descripción del poseso y de sus circunstancias está
sobrecargada: en el v. 8 se explicita -¿por el evangelista?- la orden de Jesús a los espíritus
impuros para que salgan del hombre. La multitud de demonios, todo un ejército, como
indica su nombre «Legión», daba ocasión a ulteriores desarrollos del relato (*). De este
modo pudo pasar la historia con los cerdos, a un estadio ulterior de la tradición. Tales
adornos de un relato simple no resultan extraordinarios ni chocan con las ideas de la
época. El gusto de narrar y ampliar llevaba a formas de exposición que quedan lejos de
nuestra sensibilidad histórica actual, pero que parecen permitidas a los hombres de
entonces con el fin de esclarecer determinadas ideas. Por ello, las consideraciones de
cómo los demonios pudiesen entrar en los cerdos -la posesión diabólica de animales está
testificada en la antigüedad, incluso al margen de las ideas populares, como en el caso de
la rabia- o de si son los engañados o los engañadores, no hacen al caso. En el fondo tal
vez no falte un cierto humor: los espíritus inmundos eligen trasladar su vivienda a los
cerdos inmundos, pero no pueden disfrutar largo tiempo de su nueva morada. Quizá tenga
aquí también algún papel la repugnancia judía a la cría de cerdos; de ahí que el cuadro
proceda de la comunidad judeocristiana. En todo caso, los hechos tienen lugar en una
región pagana (probablemente como la parábola del hijo pródigo, Lc 15,15s). El
anegamiento en el mar representa un episodio drástico en la narración; lo que haya sido de
los demonios, si han permanecido o no en la región y reflexiones parecidas no tienen
interés. El ruego de los habitantes a Jesús para que abandone su territorio (v. 17) se
comprende mejor; pero tampoco Jesús parece pensar de distinto modo.
Mayor atención merece el final del relato. El hombre sanado expresa su deseo de
permanecer con Jesús; pero Jesús le rechaza enviándole a sus familiares; a ellos deberá
contarles lo que el Señor (Dios) ha hecho con él y cómo le ha mostrado su misericordia. El
hombre no se contenta con ese encargo, sino que proclama por la Decápolis, es decir por
toda la región, lo que Jesús ha hecho con él, y todos quedan pasmados (v. 19s). Jesús
quería apartar el interés por su persona y hacer que el hombre pensase en la ayuda de
Dios pero el curado habla de la acción de Jesús. Tenía sólo que referir el hecho a sus
allegados; pero lo «proclama» por toda la región, con lo que se convierte en un mensajero
del Evangelio.
La conducta de Jesús y la reacción del hombre sanado recuerdan la curación del leproso
(1,40-45). Leyendo con atención se verá que también aquí quiere preservar Jesús su
«secreto mesiánico». No desea que sus obras se divulguen abiertamente, sino sólo dar a
Dios el honor y reinsertar en la sociedad humana al que ha sido liberado de su grave plaga.
Por eso prohíbe también al hombre que permanezca con él; no quiere a ningún pagano
curado en su compañía como una prueba sensacionalista. Pero el hombre, como antes el
leproso curado, no se atiene a las prescripciones de Jesús. Las obras de Jesús no pueden
mantenerse ocultas; su clamor penetra profundamente en una región pagana. En la
«proclamación» llevada a cabo por el hombre tal vez contempla el evangelista la idea de
misión, y quiere mostrar a sus lectores cristianos procedentes de la gentilidad que también
«se maravillaban» de Jesús los hombres que están lejos.
Tales han podido ser las miras del evangelista al introducir en su serio relato esta historia
de desarrollo popular. La comunidad ha debido entenderla: en ella se pone de manifiesto la
grandeza única de Jesús proponiendo a la meditación las fuerzas de Dios presentes en él.
A la luz de la fe pascual todos pueden reconocer quién era, nada menos que el «Hijo del
Dios altísimo», como proclamó aquel demonio extraordinariamente poderoso, obligado por
el conjuro de Jesús. Lo era realmente, aunque el espíritu malo no hubiese querido honrarle
con este título. Por su grandeza y santidad Jesús está infinitamente por encima de todas las
potencias demoníacas. Es el enviado de Dios que ha traído al mundo las fuerzas divinas de
salvación.
Quizá sonriamos compasivos ante las ideas populares de entonces; tales ideas se nos
antojan extrañas, contradicen nuestra concepción científica e ilustrada de la naturaleza y
están largamente superadas. Tampoco tenemos mucho sentido para el humor secreto que
late en la irrupción de los demonios en la piara de cerdos y en el hecho de anegarse dos
mil animales en el lago. Pero ¿es ésta la disposición adecuada para entender la revelación
bíblica? Y, sin embargo, también esto pertenece a la historicidad de la revelación, a la
bajada de Dios al mundo, a su acomodación a los pensamientos de los hombres. Con la
mirada puesta en los discípulos, para quienes aquella curación singularmente poderosa de
Jesús fue una experiencia tan impresionante como el apaciguamiento de la tempestad,
comprenderemos mejor lo que esta historia tiene que decirnos: el poder del maligno es
grande, pero tiene que retroceder ante la fortaleza de Dios y la dignidad de Jesús.
..............
(*) Por ello habla el relato en parte de uno y en parte de muchos demonios. La idea popular de entonces creía que la
inhabitación de muchos demonios hacía mucho más grave la situación del poseso; cf. Lc 8,2; 11,26 donde los siete
demonios son sólo una referencia general y simbólica de la gravedad del caso.
(126-134)
BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 10

c) Curación de la hemorroisa y resurrección de la hija de Jairo (Mc/05/21-43).

La larga sección siguiente (5,21-43) nos


muestra a Jesús como un extraordinario sanador de enfermedades y resucitador de
muertos. En la disposición que les ha dado el evangelista aparecen reunidos dos milagros:
la curación de la mujer que sufría de un flujo de sangre y la resurrección de la hija de Jairo.
Marcos empieza con el ruego del jefe de la sinagoga a Jesús para que cure a su hija,
enferma de muerte, imponiéndole las manos. Jesús le sigue; pero antes, y de camino,
acontece otro gran milagro: una mujer, que le ha tocado entre las apreturas de la gente, se
ve libre de su hemorragia. La pausa que esto introduce en la narración sirve también para
preparar una nueva fase: entre tanto la hija del jefe de la sinagoga ha muerto y Jesús entra
en la casa entre agudas lamentaciones fúnebres. De este modo se pasa de una curación a
la resurrección de un muerto, lo que constituye una de las cimas de la actividad de Jesús
como donador de vida. Ahí tiende de una forma consciente la exposición del evangelista.
No hay por qué suponer que la hemorroisa haya sido curada en ese preciso momento; es
un recurso narrativo para acrecentar la tensión y elevarnos a una nueva cumbre. Por lo
demás, ambos milagros están presentados con unos tonos tan primitivos y frescos que no
cabe dudar de su buena tradición.

21 Cuando Jesús cruzó de nuevo en la barca hasta la orilla, se reunió una


gran multitud a su alrededor; él permanecía junto al mar. 22 Entonces viene uno
de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se echa a sus pies 23 y le
suplica con mucha insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponer tus
manos sobre ella, para que sane y viva.» 24 Jesús se fue con él. Y gran cantidad
de pueblo le acompañaba, apretujándolo por todas partes.
25 En esto, una mujer que padecía flujo de sangre hacía doce años, 26 que
había sufrido mucho por causa de muchos médicos, y que había gastado toda su
fortuna sin conseguir ninguna mejoría, sino que más bien iba de mal en peor, 27
habiendo oído las cosas que se decían de Jesús, se acercó entre la turba por
detrás y tocó su manto; 28 pues decía para sí: «Como logre tocar siquiera sus
vestidos, quedaré curada.» 29 Al instante aquella fuente de sangre se le secó, y
notó en sí misma que estaba curada de su enfermedad. 30 Pero Jesús, notando
en seguida la fuerza que de él había salido, se volvió en medio de la
muchedumbre, y preguntaba: «¿Quién me ha tocado los vestidos?» 31 Sus
discípulos le decían: «Ves que la multitud te apretuja, y preguntas ¿quién me ha
tocado?» 32 Pero él miraba a su alrededor, para ver a la que había hecho esto.
33 Entonces la mujer, toda azorada y temblorosa, pues bien sabía lo que le había
sucedido, vino a echarse a sus pies y le declaró toda la verdad. 34 Pero él le
dijo: «Hija mía, tu fe te ha salvado; vete en paz, y queda ya curada de tu
enfermedad.»
Después de la escena en el retiro de la orilla oriental, se encuentra Jesús de nuevo en la
bien poblada orilla occidental. Inmediatamente se agolpa una gran muchedumbre alrededor
de él. La aglomeración popular es un trazo constante en la exposición de Marcos (3,7ss;
4,1); pero aquí tiene importancia para el relato que sigue. En seguida Jairo -«Dios ilumina»
o «Dios resucita», aunque no se trata de un nombre simbólico- sale al encuentro de Jesús y
le suplica de rodillas que salve a su hija. Según el v. 42 la muchacha tenía doce años. La
imposición de manos era un antiguo gesto para la curación de un enfermo, pues
originariamente se pensaba que la fuerza vivificante tenía que descender sobre el enfermo.
Por ello se llamaba gustosamente a los ancianos o piadosos junto al lecho del enfermo (cf.
Sant 5,14). La muchacha está ya agonizando -según Mateo y Lucas acababa de morir- y es
necesaria la mayor prisa.
Para el propósito del evangelista tiene gran importancia la expresión del padre: «para
que sane y viva». El verbo griego correspondiente a «sanar» puede entenderse, como
entre nosotros, de la salud corporal y de la salvación eterna. Por la respuesta de Jesús a la
hemorroisa: «Tu fe te ha salvado», los lectores cristianos pueden deducir con toda
seguridad también este sentido más profundo. Originariamente la súplica de aquel padre no
se refería a esto; la palabra siguiente «y viva» muestra que al hombre le preocupaba sobre
todo la vida corporal de su hija. Para el hebreo la vida como tal significa felicidad y salud; el
poder de la muerte roza al hombre ya en la enfermedad, le domina con el fallecimiento
corporal y con la tumba le hunde en el reino de los muertos. En cuanto sana enfermedades,
Jesús es ya un donante de vida, y si resucita a una muerta no hace más que llevar al límite
extremo esa donación de vida. Aquí ya no estamos lejos de las ideas joánicas, según las
cuales Jesús se manifiesta como «dador de vida» en un sentido sublime cuando llama a la
vida a un enfermo de muerte (4,46-54), a un hombre que lleva enfermo mucho tiempo
(5,1-9) o a uno que yace ya en la tumba (c. 11). En la «curación» o «resurrección» está
indicado simbólicamente el don de la vida perdurable. Esta idea no ha madurado todavía en
Marcos, pero ya está contenida en germen.
La aglomeración del pueblo, que quiere acompañar a Jesús hasta la casa del jefe de la
sinagoga, constituye el preludio del episodio siguiente. Una mujer, que sufre ya doce años
un flujo de sangre, probablemente en relación con la menstruación, aprovecha la ocasión
para sacar partido de la fuerza sanadora de Jesús. Una mujer menstruante o que padece
hemorragia no sólo es impura ella misma, sino que hace también levíticamente impuros a
los otros por el simple contacto (cf. Lev 15,25ss). Pero la narración no tiene en cuenta este
aspecto. Cuando la mujer confiesa su acto temerosa y confusa, su temor no se debe tanto
a haber tocado a Jesús de un modo prohibido sino secreto, del que en su opinión ha
emanado una cierta virtud que la ha sanado. En el fondo del relato laten viejas ideas
populares sobre la efusión de las fuerzas sanantes, y si se quiere laten incluso unas
concepciones «mágicas». Pero estas ideas primitivas, superadas por nosotros hace largo
tiempo, sólo representan el revestimiento externo de una enseñanza más profunda que los
lectores cristianos sacaron del antiguo relato. Esta atribulada hemorroisa constituye con su
fe sencilla un modelo de cómo hay que acercarse a Jesús con una confianza de niños para
alcanzar la salud y llegar a la fe plena que es prenda de la verdadera salvación.
La palabra del Señor a la mujer ya curada corrige
discretamente su concepción insuficiente: sólo su fe le ha proporcionado la salud, no como
fe que opera los milagros de un modo mágico, sino como confianza creyente que Dios
recompensa. Sobre la base de su fe, Jesús confirma a la mujer su «curación», que deja
entrever la salvación de todo el hombre. Jesús le infunde consuelo y confianza -«vete en
paz»- y le asegura su curación permanente; palabras que proclaman la bondad y voluntad
salvadora de Dios.
La presentación popular del hecho no deber+a impedirnos contemplar la grandeza y
verdad de la historia. La descripción del caso clínico corroborado mediante las
observaciones de lo largo de la enfermedad, el esfuerzo inútil de los médicos y el
empeoramiento de la enferma, así como el monólogo de la mujer, la comprobación de Jesús
de que «ha salido de él una fuerza», la advertencia superficial de los discípulos y la mirada
inconfundible de Jesús a la mujer, todo ello pertenece a los tópicos -formas acuñadas- y a
la técnica de la narración. Pero la historia no termina ahí sino que culmina en las palabras
finales, dirigidas a la mujer: «Hija, tu fe te ha salvado...» Hay aquí una vez más, como en el
apaciguamiento de la tempestad, una exhortación apremiante a la fe.
La fe de aquella mujer del pueblo es, con toda la ingenuidad de la fuerza primitiva de la
confianza, una réplica positiva al apocamiento de los discípulos en la tempestad del lago.
Sería erróneo considerar la fe de la mujer como puramente sentimental, irracional y hasta
absurda. «Había oído las cosas que se decían de Jesús» y seguramente que también
había meditado sobre su persona. Aunque, sin duda, la fuerza de su fe no estaba en el
entendimiento sino en el corazón. El claro conocimiento de la fe, que para la mujer
permanecía cerrado en aquella hora, se le abrirá más tarde a la comunidad: Jesús dispone
de los poderes divinos, que en él están presentes y operantes. A quienes le «tocan» con fe
les concede la salud y la salvación.

35 Todavía estaba él hablando, cuando llegan unos de casa del jefe de la


sinagoga para avisar a éste: «Tu hija ha muerto. ¿Para qué seguir molestando al
maestro?» 36 Pero Jesús, que había oído las palabras que aquéllos hablaron,
dice al jefe de la sinagoga: «No temas; sólo ten fe.» 37 Y no permitió que nadie
lo acompañara, fuera de Pedro, de Santiago y de Juan, el hermano de Santiago.
38 Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y ve Jesús el alboroto de las gentes
que lloraban y se lamentaban a voz en grito. 39 Entra y les dice: «¿A qué viene
ese alboroto y esos llantos? La niña no ha muerto, sino que está durmiendo.» 40
Y se burlaban de él. Pero él, echando a todos fuera, toma consigo al padre y a la
madre de la niña y a los que habían ido con él, y entra a donde estaba la niña. 41
Y tomando la mano de la niña, le dice: «¡Talithá qum!», que significa: «¡Niña, yo
te lo mando, levántate!» 42 Inmediatamente, la niña se puso en pie y echó a
andar, pues tenía ya doce años. Y al punto quedaron maravillados con enorme
estupor. 43 Pero él les recomendó encarecidamente que nadie lo viniera a saber;
y dijo que dieran de comer a la niña.

La nueva escena viene introducida con la noticia de que entre tanto la hija del príncipe de
la sinagoga había muerto. No era intención del padre llamar a Jesús para que despertase a
una muerta y también los emisarios quieren disuadirle de semejante idea. Este detalle del
relato, lo mismo que el griterío y los lamentos fúnebres en la casa mortuoria y la burla por la
observación de Jesús de que la muchacha no está muerta sino dormida, no deben dejar
ninguna duda de que la muerte había tenido lugar. Mas Jesús no retrocede ni ante la
misma muerte. Escucha la noticia y anima al padre: No temas, sólo ten fe. De este modo
se continúa también aquí el tema de la fe: la fe auténtica no capitula ni siquiera ante el
poder de la muerte.
Para la inteligencia de la escena en la casa mortuoria es importante el que Jesús quiera
evitar todo relumbrón manteniendo únicamente la fe en el milagro. Toma consigo, sin
embargo, a algunos testigos cualificados: a los tres discípulos que después presenciarán
también su transfiguración en el monte (9,2) y su agonía en Getsemaní (14,33s). Después
de la resurrección (cf. 9,9) podrán referir el hecho y entonces la devolución a la vida de la
muchacha aparecerá bajo una nueva luz. Para entonces Jesús habrá entrado ya en el
mundo celestial de la gloria y habrá superado el poder de la muerte que él mismo había
experimentado con todos sus terrores. Aunque no se expresan estas ideas, sin duda que
debieron exponérselas a los lectores cristianos los tres discípulos que Jesús tomó consigo
en aquella ocasión.
El alejamiento de las plañideras y tocadores de flautas -costumbres funerarias judías- no
sólo tiene por finalidad la realización del milagro en el silencio y la intimidad. Jesús sabe lo
que va a ocurrir, y por ello no tiene sentido la lamentación fúnebre. En esa dirección apunta
su enigmática palabra: «La niña no ha muerto, sino que está durmiendo». La opinión
expresada a veces de que la muchacha estuviera de hecho sólo aparentemente muerta, no
tiene sentido alguno. Lo único que Jesús quiere indicar es que esta muerte es sólo un
fenómeno transitorio como el sueño. Para los lectores creyentes la palabra se convierte en
una revelación: a la luz de la fe la muerte no es más que un sueño del que el poder de Dios
puede despertar. La Iglesia primitiva conserva este viejo modo de hablar refiriéndose a «los
que duermen» (Act 7,60; 13,36; 1Co 7,39; 11,30, etc.), y espera la resurrección futura de
los muertos (Véase 1Ts 4.13-16; 1Co 15,20s.51s.). La resurrección de la hija de Jairo no
significa que participe ya de antemano en la resurrección futura; sino que vuelve
transitoriamente a la vida terrena. Este retorno a la vida es sólo como un signo, como lo es
la resurrección de Lázaro en el Evangelio de Juan -aunque vinculada más estrechamente a
Cristo- de que Jesús es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25).
La resurrección de la muchacha acontece de un modo parecido a como vienen descritas
las otras curaciones operadas por Jesús. Toma a la muchacha de la mano; pero queda
excluida cualquier representación mágica, pues Jesús devuelve la vida a los muertos
mediante su palabra soberana. La palabra se conserva todavía en arameo y es una palabra
clara, no una fórmula de encantamiento: «¡Levántate!» El efecto se sigue inmediatamente
diferenciándose así esta resurrección de las que realizaron Elías (1Re 17,17-24) y Eliseo
(2Re 4,29-37). La muchacha puede andar de un lado para otro, indicio de que le han vuelto
las fuerzas vitales. La orden de Jesús de que le den de comer puede significar ciertamente
que la muchacha -al igual que la mujer del flujo de sangre- está curada por completo y así
continuará. El asombro más grande invade a los presentes. Esta nota pertenece una vez
más -como la curación mediante gestos y palabras- a los tópicos de los relatos milagrosos,
pero que aquí contribuye a poner de relieve esta cima del poder de Jesús.
Jesús, no obstante, ordena severamente a los testigos del suceso que no lo cuenten a
nadie. Esta orden de silencio se suma a las que hemos escuchado anteriormente (1,34.44;
3,12). En aquella situación no tenía sentido, pues todos estaban convencidos de la muerte
de la muchacha y su retorno a la vida debió impresionarles al máximo. Pero el evangelista
quiere indicar otra cosa: el deseo de Jesús de ocultar su misterio a los incrédulos. También
los creyentes deben saber que entonces no era todavía la hora de comprender el misterio
del Hijo de Dios. Será después de la resurrección personal de Jesús cuando este relato les
revele y confirme el poder de Jesús, que vence a la muerte. Entonces se les trocará
también a ellos en robustecimiento de su fe y en consuelo, puesto que el Señor puede decir
a todos en presencia de la muerte: «No temas, sólo ten fe.»
d) Incredulidad y repudio de Jesús en su patria (Mc/06/01-06a).

1 Salió de allí. Se va a su tierra y le acompañan sus discípulos. 2 Llegado el


sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga; y los numerosos oyentes quedaban
atónitos y decían: «¿Pero de dónde le vienen a éste tales cosas, y qué sabiduría
es ésa que le ha sido dada, y esos grandes prodigios realizados por sus manos?
3 ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José,
de Judas y de Simón? ¿Y no viven sus hermanas aquí entre nosotros?» Y
estaban escandalizados de él. 4 Entonces Jesús les decía: «A un profeta sólo lo
desprecian en su tierra, entre sus parientes y en su casa.» 5 No pudo, pues,
hacer allí milagro alguno, fuera de curar a unos pocos enfermos imponiéndoles
las manos. 6a Y quedó extrañado de aquella incredulidad.

El repudio incrédulo de Jesús en su patria de Nazaret está en


contraste con los relatos precedentes, expuestos con la finalidad de suscitar la fe. La mujer
sencilla del pueblo había creído y Jairo, el jefe de la sinagoga, había acudido a él lleno de
confianza. Es precisamente en su patria donde Jesús choca con una incredulidad crasa.
Históricamente no hay por qué dudar de ello -acerca de los «hermanos» de Jesús, cf. Jn
7,3ss-; aunque el evangelista persigue además un interés teológico. El ministerio de Jesús
no resulta evidente para sus contemporáneos, el misterio de su persona se les esconde
más de una vez bajo sus grandes milagros.
Muchos no salen de su asombro (cf. 5,20), y en la resurrección de la hija de Jairo la
multitud se burla incluso de Jesús. La paradoja de la incredulidad no hace más que
destacar con mayor relieve entre las gentes de Nazaret; son el caso típico de quienes «ven,
pero no perciben; oyen, pero no entienden» (4,12). Se trata de la misma experiencia y
enseñanza que expresa el cuarto evangelista al final del ministerio público de Jesús: «A
pesar de haber realizado Jesús tantas señales en presencia de ellos, no creían en él» (Jn
12,37). Descubrimos aquí la otra línea que perseguía el evangelista mediante esta sección:
el hecho de la incredulidad y su carácter incomprensible.
Parece que Jesús se presenta ahora por vez primera en la sinagoga de su patria como
maestro. La exposición rebosa ingenuidad y vida. Jesús, como ocurre en Lc 4, 16-21
aunque todavía de un modo más gráfico e impresionante (*), hace uso del derecho que
asiste a todos los israelitas adultos de hacer la lectura bíblica y su exposición.
Pero sus paisanos están asombrados de que tenga la capacidad de hablar tan bien y de
interpretar la Escritura. Nada se dice aquí de la «autoridad» de Jesús (1,22), ni
escuchamos nada acerca de su pretensión de que «hoy» se cumplan los vaticinios
proféticos (Lc 4,21). Nada de ello le interesa aquí al narrador; le basta con que exista un
asombro incrédulo. Se habla ciertamente de los prodigios realizados en otros lugares,
pero a Jesús se le niega la fe.
Los habitantes de Nazaret conocen a Jesús como «el carpintero» o -según otra lectura-
«el hijo del carpintero» (**). Jesús ha ayudado a su padre en el trabajo y con él ha
aprendido el oficio manual. También se le conoce como «hijo de María» y «hermano» de
otros hombres que forman su familia (***). También sus «hermanas» habitan allí, como
miembros más o menos lejanos del clan afincado en Nazaret. Por ello la gente no puede
entender que Jesús tenga algo especial y se escandaliza en él. Es la palabra típica para
indicar el tropiezo en la fe, y que también ha entrado en el lenguaje comunitario (4,17). Para
cuantos lo leen, el episodio constituye una severa señal de advertencia: quienes piensan
conocer a Jesús, no le comprenden y se alejan de el. Hay muchos tropezones y caídas en
el terreno de la fe. Hasta los discípulos más allegados a Jesús han tomado escándalo de él
en una hora oscura: cuando Jesús se dejó conducir sin resistencia alguna por sus
enemigos (14,27-29).
A sus paisanos incrédulos les lanza Jesús una palabra, que tal vez fuese proverbial entre
ellos: «A un profeta sólo lo desprecian en su tierra.» La expresión nos la ha transmitido
también Juan (4,44) en otro contexto, indicando siempre una experiencia amarga. Los
enviados de Dios es precisamente en su patria donde encuentran la oposición y el repudio.
Así. Jeremías no puede por menos de quejarse de que sus conciudadanos alimenten contra
él intenciones malvadas y hasta atenten contra su vida (Jer 11,18-23). No otra es la suerte
que espera al último enviado de Dios, que está por encima de todos los profetas. En la
actitud de los nazarenos se anuncia ya a los lectores cristianos el misterio de la pasión de
Jesús; pero en el destino de su Señor reconocen también su propio destino. Jesús se ha
apartado de sus parientes y se ha creado una nueva «familia» (cf. 3,35) y también sus
discípulos lo han abandonado todo por causa del Evangelio (10,30). Los discípulos de
Cristo tienen que comprender que habrá discordias en las familias por causa de la fe (cf.
13,12). A la sentencia del profeta que originariamente sólo es despreciado en su propia
«tierra», ha añadido expresamente el evangelista «entre sus parientes y en su casa». Con
frecuencia Dios no ahorra esa amargura a los que llama.
La consecuencia de la incredulidad es que Jesús no puede realizar en Nazaret ningún
gran milagro, sino que cura simplemente a algunos enfermos imponiéndoles las manos.
¿Por qué no «pudo» Jesús actuar allí con plenos poderes? Nada se dice al respecto,
aunque tampoco aparece por ninguna parte la salida apologética de que Jesús no pudo
obrar porque no quiso. Según el pensamiento bíblico es Dios quien otorga el poder de
hacer milagros. Habría, pues, que concluir que es el mismo Dios quien ha señalado el
objetivo y los límites al poder milagroso de Jesús. Jesús no debe llevar a cabo ningún
portento allí donde los hombres se le cierran con una incredulidad obstinada. Todo su
ministerio está subordinado a la historia de la salvación, al mandato del Padre. Las
palabras de Jesús en el Evangelio de Juan suenan como un comentario: «De verdad os
aseguro: nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre» (5,19).
Los milagros ostentosos, que los incrédulos requerían de él, los ha rechazado siempre. La
generación perversa que reclama un signo del cielo le hace suspirar (8,11s). Esto es
también una enseñanza saludable para la fe que no debe impetrar ningún signo evidente ni
pruebas definitivas. Jesús «quedó extrañado de aquella incredulidad». Con esta frase se
cierra el relato haciendo que el lector siga meditando sobre el enigma de la incredulidad.
..............
* Lucas desplaza la escena al comienzo del ministerio público de Jesús y presenta un relato detallado que
tomó de una tradición particular (4,16-30). Ese relato puede muy bien proyectar alguna luz sobre el ministerio de
Jesús: el cumplimiento presente de la profecía de salvación (v. 18-21), una visión anticipada de la incredulidad de
Israel y de la elección de los paganos (v. 25-27), tal vez incluso una alusión al destino profético de Jesús (v. 29:
véase 13.33 Y 34)
** El texto primitivo de Marcos sonaba probablemente así: «El carpintero, el hijo de María»; la otra lectura se
explica por influencia del texto de Mateo donde aparece «el hijo del carpintero». El hecho de que se señale a Jesús
como «el hijo de María» no supone ninguna tendencia teológica -nacimiento virginal-, sino que se explicaría si para
entonces ya había muerto José.
*** Este pasaje es importante porque da algunos nombres personales; los hombres que aquí se nombran
pueden identificarse en parte con personas que nos son conocidas por la tradición y que, por lo mismo. no
pueden ser verdaderos hermanos carnales de Jesús. Así, Simón y Judas eran hijos de un Klopas o Cleofás,
hermano de José; cf. J. SCHMID, Los «hermanos de Jesús», en El Evangelio según san Marcos. Herder.
Barcelona 1967, p. 126-128.
(Págs. 135-147)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 11

3. MISIÓN DE LOS DOCE. INCOMPRENSIÓN CRECIENTE (6,6b-8,30).


Tras su llamamiento y elección, se abre ahora una nueva perícopa sobre los discípulos,
con la misión de los doce; perícopa que, al menos en su estructura, resulta clara. Si
atendemos una vez más al fundamento histórico, que es la predicación de la comunidad y la
redacción del evangelista, comprenderemos fácilmente las miras que han inducido a Marcos
en la composición y ordenamiento del material tradicional. Desde un punto de vista histórico,
después del período de la gran actividad en Galilea, Jesús parece entregarse a una
peregrinación constante que le lleva hasta el corazón de una región pagana (Tiro 7,24) y a
recluirse en el estrecho círculo de sus discípulos. Pensando en sus lectores oriundos del
paganismo, Marcos quiere tal vez aludir al universalismo de Jesús, aun cuando su misión
permaneció limitada a Israel (cf. 7,27). Excepcionalmente Jesús ha hecho uso de su virtud
salvadora incluso entre los gentiles (7,24-30).
Con todo ello, sin embargo, aún no se ha logrado el objetivo que el evangelista persigue
con el pensamiento puesto en sus lectores. En medio de este cuadro tan lleno de
movimiento se encuentra un largo fragmento doctrinal sobre lo puro e impuro (7,1-23),
destinado al comportamiento moral y a la vida de las comunidades. A esta misma luz hay
que contemplar la multiplicación de los panes (6,30-43), que debe hablar directamente a la
comunidad. A esa comunidad cristiana, que celebra la eucaristía, le permite una profunda
comprensión de sí misma: ella es el nuevo pueblo que Dios misericordiosamente se ha
elegido, que Cristo, el pastor mesiánico, ha reunido en torno suyo, beatifica con su
presencia y colma con sus dones. El dispensador de esta bendición divina es el mismo que
en el relato teofánico del final se revela a los discípulos caminando sobre el mar, aun
cuando éstos no lo comprendiesen entonces. De este modo se confunden y mezclan los
objetivos históricos, catequéticos y redaccionales. Los temas comprenden una vez más a
Cristo y la comunidad, se refieren a la fe y la incredulidad, a la decisión y a la conservación
de la fe, a la vida misionera, cúltica y moral de la comunidad.
Junto a los discípulos, que en esta sección alcanzan aún mayor relieve que en las
anteriores, el pueblo desempeña una función nada desdeñable. Jesús quiere retraerse de
ese pueblo porque no encuentra en él la fe adecuada; pero el pueblo corre en su
seguimiento y Jesús se compadece de aquella gente (6,30-34). Le alimenta con la palabra
de la doctrina y lo sacia con el pan que él mismo le proporciona. Una inmensa multitud se
ha congregado en un lugar solitario, en el «desierto», como antiguamente Israel durante el
período de gracia de su peregrinación (6,35-43). También en la ribera occidental se
agolpan de nuevo las gentes a su alrededor y él las cura (6,53-56). De este modo reúne
Jesús a un nuevo pueblo en el que la comunidad cristiana puede reconocerse. Mas
también aparecen los enemigos. Su animosidad crece hasta el punto de dejar entrever el
tenebroso final de la actividad terrestre de Jesús, final que a su vez parece preanunciar la
muerte violenta de Juan el Bautista (6,17-29). Para la comunidad posterior, los enemigos de
Jesús representan una doctrina (7,1-23) y una forma de pensar (8,15-18) de las que deben
mantenerse alejados quienes creen en Cristo.
El relato pleno y variado se explica tal vez por una doble tradición que el evangelista tuvo
a mano. En una especie de narración doble el lector se encuentra en cada caso con una
multiplicación de los panes (6,34-43; 8,1-9), con una travesía de los discípulos (6,45-52;
8,10), con un enfrentamiento de Jesús con sus enemigos (7,1-23; 8,11s), con un diálogo
sobre el «pan» (7,24-30; 8,14-21) y con un milagro de curación (el sordomudo: 7,31-37; y el
ciego de Betsaida: 8,22-26). Pero ambas tradiciones están reelaboradas en un relato
continuo, el resumen de 6,53-56 y el recorrido marítimo están sobrepuestos, los temas de
los diálogos difieren en el contenido y las proporciones. El largo fragmento sobre lo puro e
impuro viene a constituir el centro de gravedad de la sección. De este modo el evangelista
parece tener ante los ojos esta subdivisión:

1. Misión de los discípulos y retorno, la multiplicación de los panes y el paseo sobre las
aguas con nueva actividad entre el pueblo (6,6b-56).
2. Divorcio de la falsa piedad legalista judía (7,1-23).
3. Correrías apostólicas hasta una región pagana, creciente incomprensión, balance del
ministerio en Galilea (7,24-8,30).

El final del primero de estos capítulos está señalado por un relato compendiado, el del
tercero por la pregunta a los discípulos y la confesión de Pedro. Al mismo tiempo, el
comienzo y final de esta sección forman un gran paréntesis: el envío de los discípulos, que
actúa programáticamente sobre todo el conjunto, encuentra eco en el diálogo de Cesarea
de Filipo También las opiniones populares, consignadas en 6,14s, enlazan el comienzo con
el fin donde los discípulos repiten de modo parecido las opiniones del pueblo (8,28). Mas la
pregunta de quién es Jesús, que también atraviesa de un extremo al otro los relatos
anteriores, la plantea ahora el propio Jesús y la responde Pedro. Jesús es el Mesías, pero
no según las esperanzas judías, sino en un nuevo sentido que Jesús explica a través de los
inmediatos anuncios de la pasión. Los lectores están suficientemente preparados para esa
revelación: el camino de Jesús que empezó en Galilea termina consecuentemente en la
cruz de Jerusalén. De este modo, la conclusión del ministerio de Galilea sirve al propio
tiempo de punto de partida para la exposición siguiente que versa sobre el camino de Jesús
hacia la muerte. La salvación, que Jesús anuncia de palabra y obra, sólo se realizará
mediante su pasión y muerte.

1. ENVÍO Y RETORNO DE LOS Discípulos.


ACTIVIDAD ENTRE EL PUEBLO (6,6b-56).

A pesar de la incredulidad, que se ha puesto de manifiesto en la patria de Jesús, éste


envía a los doce de dos en dos para que lleven su mensaje a todos los lugares de Galilea.
Jesús no se deja engañar en su misión y da a los discípulos el encargo y potestad de
actuar por doquier en su nombre. Este primer envío histórico de los doce viene a ser el
modelo de cuantas misiones se le han encomendado a la Iglesia. La Iglesia, constituida
después de pascua, hereda el encargo de reanudar la predicación y ministerio de Jesús y
de realizarlos en el mundo.
Las fuerzas contrarias empiezan por encarnarse en el «rey» Herodes Antipas, que
gobierna en Galilea y que ha hecho ejecutar al precursor de Jesús, Juan el Bautista. En el
gran predicador penitencial se cumple el destino de los profetas; más aún, en la suerte que
ha corrido este precursor mesiánico se anuncia ya la muerte que Dios ha dispuesto para el
mismo Mesías (cf. 9,13).
Mas eso todavía no ha llegado y todavía el pueblo se agolpa sobre Jesús, quien
considera su misión reunirle como Pastor mesiánico (6,34). Así se llega a la significativa
multiplicación de los panes en el desierto. Mas Jesús no se llama a engaño, se aparta del
pueblo y se revela a sus discípulos en una excursión por el mar. Los discípulos, sin
embargo, no le comprenden ni entienden tampoco el sentido profundo de la convocatoria y
alimentación del pueblo. El capítulo se cierra con un relato-compendio, que muestra a
Jesús, al igual que hasta el presente, como el salvador del pueblo del que brotan las
fuerzas salvadoras. Sigue incomprendido aquel en quien está presente la salvación de Dios.

a) Envío de los doce y consejos misioneros (Mc. 06/06b-13).

6b Recorría las aldeas circunvecinas enseñando. 7 Convoca


a los doce, y los fue enviando de dos en dos, dándoles poder
sobre los espíritus impuros; 8 y les mandó que, fuera de un
solo bastón, nada tomaran para el camino: ni pan, ni alforja, ni
moneda de cobre en el cinturón; 9 sino: «Id calzados con
sandalias, pero no os pongáis dos túnicas.» 10 Advertíales
también: «Cuando hayáis entrado en una casa, seguid
alojados en ella hasta que tengáis que partir de allí. 11 Y si
algún lugar no os recibe, ni quieren escucharos, retiraos de
allí y sacudid el polvo de la planta de vuestros pies, en
testimonio contra ellos.» 12 Partieron, pues, a proclamar el
mensaje para que se convirtieran. 13 Y expulsaban a muchos
demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y hacían curaciones.

Es un relato antiguo que todavía conserva el colorido localista de Palestina. La


observación introductoria sólo sirve para crear un marco: Jesús se encuentra en medio de
su actividad docente en Galilea; pero sólo alcanza a un estrecho círculo de aldeas y quiere
extender su actividad. Para ello se sirve de los doce que había elegido con anterioridad
(3,13-16) y los envía de dos en dos. El envío por parejas era una costumbre habitual en el
judaísmo (*)47. Con ello se les facilita la tarea a los discípulos; pero no sólo eso: deben ser
también testigos que con su testimonio concorde confirmen el mensaje de Dios. Y en el
caso de que los rechacen, actuarán también de testigos en el juicio de Dios contra todos
aquellos que se negaron a su mensaje (v. 11).
No se trata únicamente de un envío a modo de sonda o de un episodio insignificante. Es
ahora cuando los discípulos ejercen la función para la que Jesús los ha elegido (3,14s).
Después de haber compartido durante un tiempo lo bastante largo la vida en común con
Jesús, tienen que compartir ahora sus tareas y potestad. Los doce, representantes de
Israel por voluntad de Jesús, tienen que llamar a la conversión al Israel de su tiempo y
mostrarle la salvación escatológica (expulsiones de demonios, curaciones de enfermos);
pero, si son rechazados, se convertirán ellos a su vez en mensajeros del juicio.
Para el evangelista y sus lectores, sin embargo, esta misión de los discípulos constituye
el modelo de la misión que ha sido impuesta y confiada a la Iglesia. La misión es un
acontecimiento salvador, una prolongación del ministerio de Jesús que enfrenta a los
hombres con la gran decisión. Es una oferta de salvación en nombre de Dios, que sólo en
caso de endurecimiento se trueca en juicio. El primer envío de los discípulos de Jesús
constituye asimismo una admonición y el espejo en que debe mirarse la conciencia de los
predicadores que vendrán después. Los consejos que Jesús dio a los doce conservan su
sentido y valor para todos los futuros mensajeros de la fe y los obligan a reflexionar si
desempeñan su cometido en el espíritu de Jesús.
Para el recorrido Jesús permitió a los discípulos un bastón, que casi resultaba
imprescindible como protección, y unas sandalias sin las que no se podía caminar por el
suelo pedregoso de Palestina. Lucas, menos familiarizado con las circunstancias
palestinenses, prohíbe incluso este equipaje (Lc 9,3; 10,4). A Jesús lo que le interesa es el
espíritu de simplicidad y de sobriedad. Los discípulos deben renunciar a todo lo superfluo, a
las provisiones y a la bolsa, al vestido duplicado y al dinero. En las aldeas a las que lleguen
deben buscar un hospedaje y no andar cambiando su cuartel de operaciones sin dejarse
agasajar y mimar con exceso por las casas. Su principal deseo debe orientarse a la
predicación. La renuncia a todo lo superfluo debe confirmar su mensaje: la salvación de
Dios llega para los pobres y los enfermos, aunque exige también la fe y la conversión.
Quien no acoge a los emisarios de Dios se cierra a sí mismo el camino de la salvación, se
enfrenta al juicio divino y será condenado por la declaración de sus testigos. En señal de
que los mensajeros nada tienen en común con tales lugares, deben hasta sacudirse el
polvo de los pies. Pese a lo desvalido de su aspecto externo, los discípulos son los
enviados de Jesús, revestidos de su dignidad y fuerza.
La Iglesia primitiva comprendió que los consejos de Jesús, que en su momento tenían
actualidad, no seguían obligando literalmente, como lo demuestran las suavizaciones que
aparecen en Mateo y en Lucas. Lo que importaba era el espíritu de sencillez apostó11ca.
Las palabras de Jesús, pronunciadas en las circunstancias concretas de un determinado
momento histórico, necesitan una exposición y aplicación adecuadas al cambio de
situación. Aunque no pueden mitigarse sus exigencias de cara a los predicadores; no se
dice una palabra de un régimen de vida adecuado al rango. Por otra parte, tampoco se pide
nada inhumano; la Iglesia primitiva ha conservado también estas palabras de Jesús: «El
obrero merece su sustento (salario)» (Mt 10,10; Lc 10,7; cf. 1Cor 9,14). Las comunidades
deben proveer a las necesidades vitales de los predicadores.
En este aspecto hay que preguntarse también sobre la rapidez con que debía
interrumpirse la predicación cuando los emisarios de Cristo tropezaban con la negativa de
los habitantes. Cuando Jesús pronunció estas palabras se trataba de una situación
histórica determinada, de una hora apremiante dentro del tiempo que Dios había señalado
a Jesús. La situación actual del mundo, en el tiempo de la Iglesia, también parece haber
cambiado desde el punto de vista de la historia de la salvación. La importancia y gravedad
del anuncio de la salvación deben mantenerse. No puede darse la impresión de que se
trata de una oferta que a nada compromete; después de la venida de Cristo, los hombres
no son libres de volverse a cualquier religión o visión del mundo que se les brinde. Mas
debemos también pensar que la humanidad de hoy no comparte los mismos presupuestos
religiosos que el judaísmo del tiempo de Jesús, que estaba preparado para la venida del
Mesías. En todo caso no tenemos que levantar la tienda antes de tiempo.
Una sola frase describe la puesta en práctica del encargo de Jesús, la actividad de sus
enviados. Al igual que el Maestro sólo «proclamaban» la proximidad del Reino de Dios.
Respecto al contenido sólo se menciona la exigencia de conversión, pues eso es lo más
decisivo para tener parte en el reino de Dios (1,15). La predicación de la palabra va ligada,
como en Jesús, a los signos de ese reino de Dios que irrumpe (1,27.39; 6,2). Los discípulos
«expulsaban a muchos demonios» en los que se mani£estaba el dominio de Satán (cf.
3,23-27) y curaban a muchos enfermos, otra señal de la llegada del tiempo de salvación. La
unción con óleo es sólo una expresión externa de la curación de los enfermos, como lo era
la imposición de manos por parte de Jesús (6,5). Para los judíos contaba sólo como un
medio externo y debía llamar la atención de los discípulos sobre la salud que llega de
Dios.
¿Obtuvieron los discípulos un gran éxito con esta misión? Tal es la impresión que podría
sacarse; pero no se nos dice una sola palabra sobre el eco del ministerio de los discípulos
ni sobre el número de convertidos. La continuación del relato evangélico más bien nos hace
pensar en un fracaso y, en todo caso, no hubo una abundante cosecha de fe como Jesús
deseaba. Las opiniones del pueblo (6,14s; 8,28) no responden a las esperanzas de Jesús,
y él se retira cada vez más de la gente. Marcos, sin embargo, ha escrito las últimas frases
con la mirada puesta en la misión de la Iglesia primitiva para subrayar la fuerza del
Evangelio y alentar a los misioneros. Ligando ambos elementos, el fracaso histórico y el
discurso confortante, creeremos en la fuerza del reino de Dios sin forjarnos demasiadas
esperanzas terrenas. La palabra de salvación es eficaz y la fuerza de Dios inquebrantable
sólo con que cumplamos nuestro deber en obediencia y lealtad.
..............
* La costumbre existía en el judaísmo, tanto para los mensajeros particulares -por ejemplo, los
discípulos de una maestro de la ley- como para los emisarios oficiales. Se llamaba a los dos
mensaje«os «compañeros de yugo; el portavoz de ambos debía tener junto a sí al compañero en
confirmación de la verdad del mensaje
...............

b) Herodes Antipas y Jesús (Mc. 06/14-16).

14 Oyó hablar el rey Herodes de Jesús, pues su nombre se


había hecho célebre, y se decía: «Juan el Bautista ha
resucitado de entre los muertos; de aquí que por él se realizan
esos milagros.» 15 Pero otros decían: «Es Elías.» Otros, en
cambio: «Es un profeta como uno de los demás profetas.» 16
Cuando esto llegó, pues, a oídos de Herodes, decía: «Este es
Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado.»

El soberano de Jesús, Herodes-Antipas, tiene noticias del movimiento que Jesús ha


puesto en marcha y se preocupa. No es posible determinar cuando le llegó el rumor; en
este pasaje lo único que quiere indicar el evangelista es la creciente amenaza que se
cierne sobre Jesús. Al igual que sus enemigos judíos le acechan maliciosamente y le
atacan de modo artero (3,22), así ahora le amenaza también el peligro de la autoridad
política. Por las mismas fechas en que la predicación se expande y gana en fuerza se
organizan también los poderes contrarios.
Herodes tiene noticia de los rumores que circulan entre el pueblo. Estas opiniones
populares le interesan también al evangelista porque revelan la fe deficiente entre la gran
muchedumbre. Pues, por honrosas que puedan parecer, no se elevan hasta la fe en la
peculiaridad, la proximidad a Dios y la filiación divina de Jesús, mostrando además en su
misma diversidad la inseguridad de criterios. Surge en primer lugar la idea de que Juan el
Bautista haya resucitado y, como tal, sea ahora más poderoso operando los milagros que
no había realizado en vida. Se trata de la creencia judía de que un inocente asesinado
puede regresar a la vida, y tratan de explicar así la sorprendente actividad de Jesús. ¿Se
trata en realidad de una vaga salida, de una escapatoria al problema acuciante de «¿Quién
es éste?» (4,41).
Lo mismo ocurre con la segunda respuesta: «Es Elías.» Cierto que se reverenciaba al
antiguo profeta y que era una de las figuras populares entre el judaísmo de entonces, un
abogado y protector en todas las necesidades posibles (cf. 15,35); pero este reducir a
Jesús a remediador de necesidades equivale a rebajarle. Sigue siendo problemático que se
considerase también a Elías como el restaurador del pueblo, que debía reconciliar a los
padres con los hijos y a los hijos con sus padres antes de la llegada del día del Señor (Mal
3,23), o si el pueblo sólo consideraba a Jesús como precursor del Mesías, pues no
resuenan aquí ecos de esperanzas mesiánicas. Tampoco la tercera opinión de que Jesús
es «un profeta como uno de los demás profetas» merece mayor atención por parte del
evangelista. Aquella gente no tenia a Jesús por el profeta mesiánico (Dt 18,15.18), el único
que hubiese tenido verdadera importancia; el pueblo le coloca más bien en la misma linea
que los antiguos profetas. Y hasta resulta difícil que pudiesen pensar en que uno de los
grandes profetas de la antigüedad hubiese resucitado en él (cf. Lc 9,8); más probable
resulta que vieran en Jesús un abogado y protector que Dios les había suscitado como en
los tiempos difíciles de antaño. Quien no alimenta una fe plena en Jesús, quien le coloca en
cualquier categoría humana, aunque sea religiosa, no acierta con la respuesta que Dios
esperaba de los hombres al enviar a su amado Hijo único (cf. 1,11). Cualquier explicación
humana de Jesús resulta deficiente; más aún, equivale a la incredulidad.
El «rey» Herodes (*) se suma a la primera interpretación. En boca de este helenista, que
ciertamente no creía en la resurrecci6n, es difícil tomar en serio dicha opinión. Aun cuando
«escuchaba con gusto» (6,20) al vigoroso predicador penitencial, no se dejó mover a
conversión. Su frase tiene probablemente un sentido irónico: «¡Ese Juan a quien yo hice
decapitar ha resucitado!» Se puede hacer frente a muchas situaciones con la burla (cf. Lc
23,11). Los hombres con ambiciones políticas todo lo subordinan a su idea dominante. Así
como Herodes hizo encarcelar y decapitar sin preocupaci6n alguna a aquel hombre justo y
santo, también estaría dispuesto a seguir la vía rápida con este «Juan resucitado» si
llegase a resultarle peligroso. Tal amenaza se cierne sobre el período intermedio que
interrumpe el relato sobre la misión de los discípulos.
..............
* Se trata de uno de los hijos de Herodes el Grande, del tetrarca -«príncipe de una cuarta
parte»- Herodes Antipas, a quien correspondieron Galilea y Perea después de la muerte de su
padre. No poseía oficialmente el título real, pero el pueblo le llamaba «rey».
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c) El fin de Juan el Bautista (Mc. 06/17-29).

17 Efectivamente, el propio Herodes había mandado


arrestar a Juan y lo había encadenado en la cárcel, por causa
de Herodías, mujer de su hermano Filipo, con la cual se había
casado. 18 Pues Juan le decía a Herodes: «No te es lícito
tener la mujer de tu hermano.» 19 Por ello Herodías lo odiaba
y quería matarlo, pero no podía; 20 porque Herodes le tenia
miedo a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y
procuraba resguardarlo; cuando lo oía, quedaba muy perplejo,
aunque lo escuchaba con gusto. 21 Pero llegó el momento
oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un
banquete a los grandes de su corte, a los jefes militares y a
los principales personajes de Galilea: 22 entró la hija de la tal
Herodías, se puso a bailar y agradó a Herodes y a los
comensales. Entonces el rey dijo a la muchacha: «Pídeme lo
que quieras, que te lo daré.» 23 Y le añadió bajo juramento:
«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.»
24 Salió ella y preguntó a su madre: «¿Qué pido?» Ella
contestó: «La cabeza de Juan el Bautista.» 25 En seguida
entró la muchacha apresuradamente ante el rey y le hizo esta
petición: «Quiero que me des ahora mismo en una bandeja la
cabeza de Juan el Bautista.» 26 El rey se puso muy triste;
pero, por los juramentos y los comensales, no se atrevió a
faltarle a su palabra. 27 Inmediatamente mandó a un guardia
con la orden de traer la cabeza de Juan. El guardia fue, lo
decapitó en la cárcel, 28 trajo la cabeza en una bandeja y se
la dio a la muchacha; y la muchacha se la entregó a su
madre. 29 Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron
a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.

Esta historia sucedió antes del tiempo en que los discípulos saliesen
para su primera misión. Cuenta el final del gran predicador penitencial del Jordán y
precursor de Cristo que, a los ojos del evangelista desempeñó la función del profeta Elías y
del que más tarde se dirá que «hicieron con él cuanto se les antojó» (9,13). No se puede
dejar de reconocer en él los mismos rasgos que caracterizaron el destino del antiguo
profeta a quien la reina Jezabel, esposa del rey Acab, persiguió con odio mortal (1Re 19,2).
Sólo que, a diferencia de Elías, Juan fue víctima de la perfidia de Herodías y sufrió una
muerte cruel. El poder del mal triunfa sobre el varón santo y justo, imagen del Mesías que
recorrerá idéntico camino.
Marcos acepta una versión popular del final del Bautista, sin preocuparse de los detalles
históricos. Antes de que Herodes Antipas la tomase por mujer, Herodías no fue la esposa
de Filipo sino de otro hermanastro del gobernante de Galilea, que también se llamaba
Herodes («sin tierra»). Filipo era un hermanastro distinto, en todo caso tetrarca (Lc 3,1),
que más tarde desposó a la hija de Herodías. El historiador judío Flavio Josefo da como
motivo de la ejecución algunas razones políticas. Al evangelista le interesan las
circunstancias trágicas que su versión popular consideró dignas de crédito. La hija de
Herodías -cuyo nombre era Salomé, según Flavio Josefo- obtiene con su danza, que era
impropia de una princesa, el aplauso de los invitados y del soberano. Herodes quiere -cosa
muy verosímil- comportarse como un rey y le promete un regalo. «Hasta la mitad de mi
reino» es una expresi6n fanfarrona que recuerda la palabra del gran rey de Persia,
pronunciada también con ocasi6n de un banquete y en favor de la reina Ester (Est 7,2).
Herodes refuerza su palabra con un juramento que después le pondrá en aprietos. Cierto
que el juramento no le obligaba frente a aquella petición macabra; pero tales reflexiones
resultan inútiles, pues el rey quiere mantener su palabra delante de los invitados y no
quebrantarla. Y así da la orden fatídica. Condescendencia débil y criminal que fácilmente
podía recordar a los lectores cristianos la postura de Pilato en el proceso contra Jesús.
El hombre de Dios encontró así la muerte como consecuencia de una conducta frívola y
mundana, contra la que había advertido su llamamiento a la penitencia, como consecuencia
de la maldad de una mujer y de la debilidad de un rey. El poder de las tinieblas se revela en
la insensatez y hasta en el absurdo de la fiesta celebrada en Maqueronte. Hasta en el
sentir de los mismos paganos el aniversario de un gobernante tenía que caracterizarse por
actos de clemencia, por la liberación de encarcelados... Aquí, en cambio, sucede
justamente lo contrario: la alegría desenfrenada desemboca en la escena macabra que
tiene lugar durante el banquete; un suceso horrible hasta para los hombres antiguos. Son
las mismas tinieblas que todavía se harán más densas en la hora en que «el Hijo del
hombre sea entregado a manos de los pecadores» (14,41). Así pues, en plena actividad de
Jesús en Galilea, externamente todavía esperanzada, se perfila ya un augurio fatídico del
pavoroso final que en sus inescrutables designios ha decretado Dios para su Mesías.
Mas tal vez la última observación de que los discípulos de Juan vinieron y sepultaron su
cadáver, no deje de ser significativa. Viene a ser como un remate consolador: el varón de
Dios ha encontrado su reposo. Y es como una visión luminosa: también el crucificado será
puesto en un sepulcro sobre el que resonará después el mensaje de la resurrección.
(_MENSAJE/02-1.Págs. 147-161)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 12

d) Retorno de los discípulos (Mc/06/30-34).

30 Vuelven a reunirse los apóstoles en torno a Jesús, y le refirieron todo lo que


habían hecho y enseñado. 31 El les dice: «Venid también vosotros aparte, a un
lugar desierto, y descansad un poco.» Pues eran tantos los que iban y venían, que
ni para comer tenían tiempo. 32 Se fueron, pues, a solas, en la barca a un lugar
desierto. 33 Pero muchos los vieron partir y se dieron cuenta del rumbo, entonces,
acudieron allá, por tierra, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos. 34 Al
desembarcar y ver Jesús a tanta gente, sintió compasión por ellos, pues andaban
como ovejas sin pastor; y se puso a instruirlos largamente.

El regreso de los discípulos produce la impresión de que su misión ha


sido un éxito. Así parece explicarse la gran aglomeración de pueblo. Pero sorprende que
los enviados sólo refieran en general «lo que habían hecho y enseñado». El conjunto debe
reflejar ya la imagen futura de la misión cristiana. Los discípulos vienen designados aquí
como «los apóstoles», tal vez todavía en el sentido original de «los enviados»; pero
resuena ya el sentido fuerte que tendrá después para los primeros misioneros cristianos la
palabra «apóstol» (*). Ahora se dice también que enseñaban . Desarrollan la misma
actividad que con tanta frecuencia se atribuye a Jesús y que tanta importancia va a tener
para las comunidades posteriores. En el ministerio de Jesús y de sus primeros discípulos
se cumple de un modo auténtico y ejemplar aquello que se le encomendó a la Iglesia
primitiva.
También la invitación de Jesús a retirarse a un lugar solitario y descansar un poco
adquiere un sentido que sobrepasa la situación histórica. Cierto que externamente encaja
bien con el marco y que los considerandos siguientes no harán más que darle un mayor
relieve. Pero desde un punto de vista histórico el retiro de Jesús hacia la tranquila ribera
oriental no resulta claro. Según Mateo, Jesús se retira premeditadamente porque le han
llegado noticias de la actitud de Herodes (**). Lucas habla sólo en general de la retirada de
Jesús hacia la región de Betsaida y transmite después una frase en la que Jesús revela su
propósito de no permitir que Herodes ponga condiciones a su actividad (13,31-33). Marcos
alude a otros intentos de retiro de Jesús (6,45: 7,24; 8,10). Así se descubre aquí una nueva
tendencia: Jesús quiere apartarse del pueblo de Galilea porque no ha demostrado la fe
esperada. Poco a poco Jesús se va recogiendo en el círculo, más íntimo, de sus discípulos,
el cual servirá de modelo a las comunidades posteriores, en las cuales, junto a la acción
misionera, se cultivará el recogimiento y la meditación. Ambas cosas: actividad de cara al
exterior y recogimiento, pertenecen a la vida cristiana (cf. Lc 10,38-42).
Pero el pueblo no se separa de Jesús, observa su retirada y le sigue hasta la soledad.
De nuevo se ve Jesús rodeado de una gran muchedumbre y le invade la compasión,
porque andaban como ovejas sin pastor. Si reúne una vez a la multitud en derredor suyo y
la instruye, no es por un sentimiento de compasión puramente humana. La imagen de las
ovejas dispersas y privadas de pastor está tomada del Antiguo Testamento. Según el libro
de los Números, Moisés pide a Dios un varón «que pueda ir delante de dlos, y que los
saque e introduzca, a fin de que el pueblo del Señor no quede como ovejas sin pastor»
(27,17). Eso fue entonces Josué y eso es ahora Jesús que se hace cargo de la comunidad
del Señor. En el gran capítulo que Ezequiel dedica a los pastores (Ez 34) se reprocha a los
que hasta entonces tuvo Israel el abandono de sus deberes, y Dios, verdadero Pastor de
su pueblo, se compadece de los dispersos: «Iré en busca de las ovejas perdidas y recogeré
las descarriadas; vendaré las heridas de las que han padecido alguna fractura, daré vigor a
las débiles y conservaré las que están sanas y gordas» (v. 16). Es una promesa que mira al
fin de los tiempos. Dios dará un pastor mesiánico al pueblo que no tiene guía: «Y
estableceré sobre mis ovejas un solo pastor que las apaciente, esto es, a David mi siervo;
él las apacentará y será su pastor» (v. 23). Jesús, pues, actúa aquí como el Mesías
prometido que defiende la causa de Dios. La misma imagen late, cuando las circunstancias
han cambiado, bajo otras palabras proféticas que Jesús recordará más tarde anunciando la
dispersión de los discípulos: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» (14,27; cf. Zac
13,7). La comunidad se ve a sí misma como el rebaño de Dios sobre el que el Mesías
Jesús ha sido establecido como pastor. Impelido por su compasión mesiánica, Jesús se
vuelve una y otra vez a su pueblo, le enseña y le conduce, le alimenta y le conserva la vida
(cf. Jn 10).
..............
* Que los «apóstoles» se identifiquen con los doce es una interpretación a la que nos tiene habituados
Lucas (Hechos de los apóstoles). Pero se dio además un concepto más amplio de apóstol, que se encuentra
sobre todo en Pablo. «Apóstoles» eran los primitivos misioneros cristianos, cuya misión emanaba del Señor
resucitado (cf. 1Cor 15,7.9). En Ef 2,20 y 3,5 se les menciona en unión de los primitivos profetas cristianos; en
1Cor 12,28 y Ef 4,11 aparecen al frente de una lista de carismas. En Mc 6,30, la expresión sólo indica a los
«enviados» en general (cf. Jn 13,16); pero los lectores pueden revocarse perfectamente a aquellos primitivos
misioneros. Acerca del difícil problema del apostolado, pueden citarse a título de ejemplo: E.M. KREDEL. art.
Apóstol en el Diccionario de teología bíblica, de J.B. BAUER. Herder, Barcelona 2ª ed.,1971, con abundante
bibliografía.
** Mt 14,13: «Cuando Jesús recibió esta noticia, se alejó de allí...» Antes se ha dicho que los discípulos de
Juan, después del sepelio del maestro, vinieron a contárselo a Jesús. Pero el fin del Bautista había tenido lugar mucho
tiempo atrás, con lo que no se puede precisar la situación histórica.
..............
e) La gran multiplicación de los panes (Mc/06/35-44).

35 Pero, haciéndose ya muy tarde, se le acercan sus discípulos y le dicen:


«Esto es un despoblado y la hora es ya muy avanzada. 36 Despídelos, para que
vayan a los caseríos y aldeas del contorno a comprarse algo que comer.» 37
Pero él les respondió: «Dadles vosotros de comer.» Ellos le replican: «¿Pero
vamos a ir nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de
comer?» 38 El les pregunta: «¿Cuántos panes tenéis? Id a verlo.» Y después de
averiguarlo, le dicen: «Cinco, y dos peces.» 39 Entonces les mandó que hicieran
sentarse a todos por grupos sobre la hierba verde. 40 Y se sentaron por grupos
de cien en cien y de cincuenta en cincuenta. 41 Y tomó los cinco panes y los dos
peces, levantó los ojos al cielo, dijo la bendición, partió los panes y se los iba
dando a los discípulos, para que los sirvieran a la multitud: igualmente dio a
repartir los dos peces entre todos. 42 Todos comieron hasta quedar saciados. 43
Y recogieron doce canastos llenos con las sobras de los panes y de los peces.
44 Los que comieron de los panes eran cinco mil hombres.

La gran multiplicación de los panes en un lugar solitario, que aquí se


narra con palabras sencillas, representa uno de los puntos cimeros de la actividad de
Jesús entre el pueblo -hasta ahora no se habían dado números-; pero además tiene un
sentido simbólico más profundo. El tiempo de gracia durante la peregrinación por el
desierto, que en el judaísmo era una imagen del tiempo mesiánico, se repite ahora. El
marco del desierto de entonces está dado claramente; no sólo se recuerda el «lugar
desierto», sino que también el estar al aire libre y el distribuirse en grupos de ciento y de
cincuenta (cf. Ex 18,25). Jesús aparece como un segundo Moisés -más claramente aún en
Jn 6,14.32- que reúne al pueblo de Dios (cf. v. 34) y lo alimenta en el desierto con el pan
vivificante que Dios envía. En este sentido soteriológico Jesús es el Mesías, el profeta
mesiánico prometido en el vaticinio de Moisés (cf. Jn 6,14). La comunidad cristiana debe
reconocerse con el nuevo pueblo de Dios, en el que se cumplen las antiguas profecías.
Pero el contenido ideológico de esta exposición es todavía más rico para los lectores
cristianos. En la acción de Jesús pueden contemplar de antemano el banquete sagrado que
Jesús instituyó en la última cena. En la celebración eucarística se reúnen con su Señor en
una comunión estrecha de convidados al banquete que encontrarán su plena realización en
el reino de Dios (cf. 14,25). La «hierba verde», que en aquella región sólo se da en
primavera, indica el tiempo pascual (cf. Jn 6,4), lo cual también está en relación con la
última cena. Marcos no subraya el hecho; no dice que Jesús no subió entonces
intencionadamente a la fiesta de la pascua en Jerusalén y que quiera celebrar otra nueva
pascua con el pueblo de Dios. Pero tales ideas están ya latentes y las desarrollará la
Iglesia primitiva (*).
El presente relato de Marcos es el más antiguo de cuantos presentan los cuatro
evangelistas acerca de la multiplicaci6n de los panes. Conserva las peculiaridades de la
exposici6n marciana, especialmente por lo que respecta a Jesús, que actúa tranquilo y
sabiendo lo que quiere, aun que evitando todo relumbrón. Después del gran milagro obliga
en seguida a los discípulos a reembarcarse, despide al pueblo y se retira a un monte a orar
(v. 45s). No se describe la reacción de los asistentes; pero sí dice que los discípulos no
entendieron entonces el sentido profundo del hecho (cf. v. 52). El diálogo de Jesús con
ellos antes de la multiplicación del pan muestra cómo sus pensamientos estaban presos en
las apariencias. La invitación del Maestro a que den de comer al pueblo los desconcierta
por completo. Su bolsa contiene doscientos denarios, caso de decidirse, para comprar pan.
Mas Jesús les pregunta por sus propias provisiones, a lo que responden decididos: quedan
cinco panes y dos peces. Cuando después actúan según las indicaciones de Jesús, el
milagro se realiza en sus mismas manos. Luego que el pueblo se ha recostado en grandes
grupos, los discípulos reparten los panes y peces y, finalmente, recogen las sobras que
llenan doce canastos. El sentido profundo que late en aquel acontecimiento milagroso sólo
se les reveló más tarde, cuando reconocieron a Jesús en su verdadero ser. Mas los
lectores creyentes pueden y deben descubrir ese sentido en la mera exposición del hecho.
Una vez más la acción de Jesús constituye el centro de gravedad. Toma los cinco panes
y los dos peces y levanta sus ojos al cielo. Es éste un gesto especial que revela la
confianza de Jesús en su Padre celestial y su íntimo acuerdo con él; en la súplica de
bendición los judíos miraban más bien al pan que tenían en las manos. Lo que Jesús hace
entonces no es otra cosa que lo que solía hacer el padre de familia en la mesa pronuncia la
oración de bendición y parte en varios trozos los delgados panes en forma de disco para
que los distribuyan entre los presentes. Pero este tomar y bendecir, este romper y dar a los
discípulos, recuerda lo que hizo en la última cena (14,22). En aquel lugar retirado Jesús
distribuye el pan a la multitud hambrienta, y todos se sacian. Pese a las circunstancias de
pobreza y necesidad, es una comida sagrada y prodigiosa, un banquete mesiánico con el
pueblo de Dios.
Más tarde, en la sala de la última cena, sólo le rodea el pequeño círculo de discípulos;
pero esos discípulos representan a la comunidad futura, y el banquete de despedida
adquiere un sentido nuevo y único mediante la institución de la eucaristía. Este comer del
pan y beber del vino da una participación en el cuerpo y en la sangre del siervo de Dios
que se entrega a la muerte en favor de muchos. De ese pan vive el nuevo pueblo de Dios
que se constituye de muchos pueblos. De este modo la escena del desierto en la que
muchas gentes del antiguo Israel se reúnen en torno a Jesús está cargada de contenido,
convirtiéndose en la imagen de la comunidad cristiana en el mundo. Los creyentes han
encontrado en Jesús a su pastor y guía. Él les prepara la mesa del pan y de la palabra,
les da la enseñanza y el alimento. Hace de ellos una comunidad santa que está en el
mundo, pero que se diferencia del mundo. Siguen siendo siempre el pueblo peregrinante de
Dios, pero bajo la bendición del tiempo mesiánico.
..............
* En Jn 6,4 esto resulta claro, pues se dice expresamente: «estaba próxima la pascua, la fiesta
de los judíos»; aquí el simbolismo pascual y la influencia litúrgica se dejan sentir con mayor
fuerza aún.
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f) Jesús camina sobre las aguas (/Mc/06/45-52).

45 Inmediatamente mandó a sus discípulos que subieran a la barca y pasaran


antes que él a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía al pueblo. 46
Después de despedirse de ellos, se retiró al monte para orar. 47 Ya anochecido,
la barca estaba en medio del mar, y él solo en tierra. 48 Y al verlos remar muy
fatigados, pues el viento les era contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche,
viene hacia ellos caminando sobre el mar; e hizo ademán de pasar adelante. 49
Ellos, al verlo caminar sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron
a gritar; 50 pues todos lo habían visto y se sobresaltaron. Pero él habló en
seguida con ellos diciéndoles: «¡Animo! Soy yo. No tengáis miedo.» 51 Subió
entonces con ellos a la barca, y el viento se calmó. Pero ellos se quedaron más
asombrados aún; 52 pues no habían comprendido el milagro de los panes,
porque tenían endurecido el corazón.

El relato del paso de Jesús sobre las aguas, que también en Mateo
y en Juan cierra la multiplicación de los panes -en Lucas falta todo esto hasta la confesión
de Pedro- contiene una experiencia de los discípulos que se grabó profundamente en los
íntimos de Jesús. Cada una de las exposiciones contiene numerosos rasgos (Juan) y
peculiaridades (Mateo) nada desdeñables; pero todas culminan en el encuentro de Jesús
con sus discípulos en el mar y en las sublimes y consoladoras palabras del Maestro: «Soy
yo. No tengáis miedo.» Después de la revelación mesiánica de Jesús al pueblo con la
multiplicación de los panes, se manifiesta ahora a sus discípulos de un modo directo y con
una grandeza sobrehumana, en una forma que permite reconocer el misterio de su ser
divino. Mateo ha explicado esto a sus lectores presentando a los discípulos arrodillados en
la barca delante de Jesús y confesando: «Realmente, eres Hijo de Dios» (Mt 14,33).
Marcos, en cambio, corre un velo sobre aquella experiencia única y deja entender a través
de la incomprensión de los discípulos que entonces éstos ni penetraron ni podían penetrar
el sentido del acontecimiento, porque sólo habían de comprenderlo después de la
resurrección de Jesús. Cualquier cavilación sobre el hecho histórico resulta tan inútil como
las reflexiones acerca de las apariciones del resucitado. Sólo quien cree en la resurrección
de Jesús puede afirmar el hecho de este episodio numinoso, de esta epifanía de lo divino
en el marco terrestre y entender el sentido de la manifestación de Jesús. La torpeza de los
discípulos aquella noche en el lago de Genesaret es para la comunidad una exhortación a
creer en el Señor resucitado y a contemplar su vida terrena bajo esta luz.
Dentro de la misma exposición de Marcos hay numerosas tensiones. No se comprende
perfectamente el destino del viaje marítimo «hacia Betsaida», un lugar que queda al
extremo septentrional del lago. De hecho los discípulos desembarcan en la llanura de
Genesar, en la ribera occidental (*). La primera indicación temporal: «Ya anochecido», deja
un largo espacio intermedio hasta «la cuarta vigilia de la noche», que son las últimas horas
nocturnas y es cuando tiene lugar el paso de Jesús sobre las aguas. ¿Han estado los
discípulos navegando en el lago durante todo ese tiempo? Esto no seria imposible con un
viento en contra muy fuerte. ¿Por qué quiere Jesús pasarles de largo? Esperaríamos más
bien que hubiese subido inmediatamente con ellos a la barca. Después del encuentro, el
viento se calma. ¿Se piensa aquí en un hecho milagroso como el apaciguamiento de la
tempestad? Nada se dice al respecto. Dejemos de lado todos estos interrogantes e
intentemos comprender el sentido que el narrador ha querido dar a la narración.
Marcos presenta el conjunto como una epifanía, como un destello de la gloria
divina de Jesús ante los ojos de sus discípulos. La inmediata retirada que Jesús impone a
los discípulos merece atención. Se dice que les mandó que subieran inmediatamente a la
barca. Jesús parece perseguir un fin especial; y una buena razón al respecto es el hecho
de que no se embarque con ellos: desea despedir al pueblo. Pero después de despedirlo,
Jesús sube «al monte» a orar. Esta búsqueda del monte, que indica la proximidad de Dios
(cf. 9,2), y el permanecer en oración (cf. 1,35) revelan por sí solos un propósito especial. El
v. 47 describe la situación durante las últimas horas de la tarde: la barca con los discípulos
se encuentra en el lago y Jesús, solo, en tierra (**). Mas tan pronto como Jesús ve a los
discípulos avanzando penosamente porque tienen el viento en contra, va a su encuentro
caminando sobre las olas. Entretanto ha pasado casi toda la noche. Esto apenas se
comprende, si no es que Jesús ha aguardado intencionadamente esta hora y situación para
revelarse a sus discípulos. Así se comprende también la observación siguiente: «e hizo
ademán de pasar adelante». Ellos debieron ver algo de su gloria, como Moisés cuando en
el Sinaí vio «pasar delante de él» la gloria de Dios (Ex 33,21-23) o como cuando Elías vio
pasar delante de él al Señor en el monte Horeb en una suave brisa (1Re 19,1 Is). Jesús
«viene hacia ellos» al igual que Yahveh vino hacia los antiguos varones de Dios, no en la
plenitud de su majestad, sino sólo en un acercamiento misterioso a fin de que cobrasen
conciencia de su presencia concreta. Los discípulos deberían haber sacado consuelo y
fuerzas de la proximidad y presencia benevolente de su Señor.
Pese a todo, los discípulos no comprenden nada. Creen ver un fantasma y empiezan a
gritar. No pueden dudar de la aparición misma porque «todos le habían visto»; pero el
hecho les desconcertó. Es entonces cuando Jesús se les revela de una manera
inconfundible. «Habló en seguida con ellos»; no quiere que imaginen un fantasma. Su
palabra, su forma de hablarles, desvanece todos los pensamientos desatinados y cualquier
temor. Ellos escuchan el tono familiar de su voz, que les dice: «¡Animo! Soy yo. No tengáis
miedo.» Con la palabra Soy-yo (YO-SOY) ya se les da a conocer inmediatamente; pero esa
palabra tiene además un sentido más profundo. Es el majestuoso «Soy yo» característico
con que suele revelarse el Dios del Antiguo Testamento al pueblo de su alianza. Con esa
palabra Yahveh promete a su siervo Israel ayuda y salvación: «...a fin de que conozcáis,
creáis y comprendáis que yo soy... yo soy, sí yo soy el Señor, y no hay otro Salvador sino
yo» (/Is/43/10s). No es sólo una revelación cargada de majestad, sino una revelación que
promete protección y felicidad. Por ello la voz de Jesús debe expulsar cualquier temor y
angustia de los discípulos: «No tengáis miedo.»
Los discípulos no comprendieron entonces el sentido de este encuentro nocturno ni las
profundas resonancias de las palabras de Jesús. El significado pleno de aquel
majestuosamente divino y salvador «soy yo» sólo lo comprendieron ciertamente después
de la resurrección. Con las apariciones del resucitado ocurrió desde luego algo parecido.
Los discípulos llegaron a entender que era el mismo Jesús que ellos conocían como
hombre, que había colgado de la cruz, que llevaba las llagas y que ahora aparecía en
medio de ellos con el saludo de paz. Era el Señor que ahora se les aparecía con su
presencia beatificante y con su poder salvador. La última consecuencia sólo Juan la ha
sacado en su Evangelio. En él Jesús emplea una y otra vez aquella fórmula de revelación:
«Yo soy» vinculando a ella sus promesas de salvación: «Yo soy la luz del mundo» (8,12;
9,5); «Yo soy la resurrección y la vida» (11,25); «Yo soy el pan de vida» (6,35.48)...
En Marcos todavía está encubierto este sentido más profundo; en él sólo se dan
«epifanías secretas». Lo que destaca precisamente es la incomprensión de los discípulos,
para esclarecer así el carácter oculto de la gloria de Jesús durante su vida terrena. Jesús
sube con ellos a la barca, el viento cede; todas las penalidades y esfuerzos de la noche
han pasado. Pero los discípulos experimentan aquel espanto íntimo ante lo extraordinario y
humanamente incomprensible que en el Evangelio de Marcos es la impresión característica
que Jesús produce en la muchedumbre (1,22; 2,12; 6,2; 7,37; 11,18). En el pasaje que nos
ocupa Marcos utiliza la misma expresión «quedaron más asombrados aún») con que
describe la reacción que el poder de Jesús sobre los horrores de la muerte provoca con la
resurrección de la hija de Jairo (5,42). Los discípulos se comportan como después del
apaciguamiento de la tempestad, cuando «quedaron sumamente atemorizados» (4.41). Es
el estremecimiento religioso que invade también a las mujeres al escuchar el mensaje
angélico en el sepulcro del resucitado, hasta el punto de que no se lo dijeron a nadie (16,8).
Las distintas expresiones reafirman siempre lo mismo; a saber: que la revelación terrena de
Jesús en autoridad y hechos prodigiosos (5,15) suscita aturdimiento, pavor y sobresalto,
pero no una fe clara. Los discípulos no constituyen una excepción en ese sentido. En el
pasaje nuestro llega incluso a decirse que «su corazón estaba ofuscado» (cf. 8,17), que
«no habían comprendido el milagro de los panes»; y esta no reflexión recuerda la actitud de
quienes «viendo ven, pero no perciben, y oyendo oyen, pero no entienden». Parece una
contradicción, ya que los discípulos son aquellos «a los que se les ha dado el misterio del
reino de Dios»; pero debe quedar bien claro que, como hombres, se encuentran en la
misma situación que los demás y que sólo Dios puede iluminarlos. Es una amonestación a
la comunidad para que no endurezca su corazón y se abra a la fe en Jesús con la luz de la
mañana pascual.
La última observación del evangelista pone el paso de Jesús sobre las aguas en
estrecha relación con la multiplicación de los panes. De haber entendido los discípulos el
acontecimiento ocurrido en un lugar desierto, también habrían podido explicarse la
aparición nocturna de Jesús en el lago. El dispensador de vida es también vencedor de la
muerte; el que se vuelve a las necesidades del pueblo es el mismo que camina sobre las
olas. En el Antiguo Testamento las profundidades de las aguas son el símbolo de las
potencias maléficas (Sal 32,6; 69,2s.15s,etc.). Pero Dios camina «sobre las crestas del
mar» (/Jb/09/08), tiene su trono en las alturas por encima del fragor de todas las aguas (Sal
93,2ss) y puede salvar de las aguas impetuosas (Sal 144,7). El paseo de Jesús sobre el
lago es una revelación de su poder divino, su venida a los discípulos una promesa de
protección y salvación divinas. Lo que es para el pueblo quiere serlo también de un modo
más excelente para sus discípulos: el salvador y redentor. Pero a ellos les ha revelado
también que su obra mesiánica supera todas las esperanzas judías. No es sólo el
remediador de las necesidades terrenas, un segundo Moisés, el profeta del fin de los
tiempos ni un simple personaje humano, sino que está lleno de los poderes divinos; más
aún: posee el ser divino, es el Hijo verdadero de Dios.
..............
* También se puede suponer que los discípulos, por haber sido desviados por el viento contrario,
desembarcaron en la costa occidental. No está justificado suponer una segunda Betsaida en la orilla occidental.
** Un cómputo de las horas, según el cual cuando Jesús despidió al pueblo era ya de noche y que por la
oscuridad no pudo ver a los discípulos en el lago, y otras interpretaciones parecidas (E. HAENCHEN) están fuera de
lugar, pues el narrador no pretende dar un relato históricamente exacto, sino que se concentra por completo en la
epifanía de Jesús a sus discípulos.
(Págs. 161-174)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 13

g) En la llanura de Genesar (Mc/06/53-56).

53 Terminada la travesía, arribaron a la costa de Genesaret, y


atracaron. 54 Apenas salieron ellos de la barca, las gentes, que
lo reconocieron en seguida, 55 recorrieron toda aquella región
y se pusieron a traerle los enfermos en sus camillas allí donde
oían que se encontraba. 56 Y adondequiera que llegaba,
aldeas o ciudades o caseríos, colocaban a los enfermos en las
plazas, y le rogaban que les permitiera tocar siquiera el borde
de su manto: y cuantos lograban tocarlo, todos sanaban.

También esta sección la cierra Marcos -como 3,7-12- con un relato compendio. Quiere
cerrar la excursión de Jesús a la orilla oriental (6,31), que le llevó a la gran multiplicación de
los panes, con un resumen narrativo y redondear así la composición del envío de los
discípulos y del eco que encontró entre el pueblo. El compendio, obra del evangelista, no
contiene nada nuevo; resume simplemente los motivos que ya han aparecido en perícopas
anteriores. La enorme afluencia popular no disminuye, los enfermos quieren tocarle (3,10;
5,28) porque emana de él una fuerza curativa (cf. 5,30). Después de las grandes
manifestaciones de Jesús en la multiplicación de los panes y en el paso sobre las aguas,
vuelve, pues, el evangelista a la imagen habitual y muestra que la actitud del pueblo sigue
invariable: la gente busca a Jesús como salvador del pueblo y como taumaturgo, sin que
germine en su corazón una fe más profunda. Después de la epifanía divina de Jesús ante
sus discípulos con el hecho que tuvo lugar a solas y de noche en el lago, este relato
devuelve a los lectores a la actividad de Jesús entre el pueblo de Galilea. Pese a todos los
acercamientos y contactos, se descubre el distanciamiento interno entre Jesús y el pueblo.
No es que Jesús se retire del pueblo, como no se ha retirado de las gentes que le siguieron
hasta la soledad. Allí les enseñó y aquí vuelve a curarlos.
«Genesaret» indica una localidad de la llanura de Genesar, en la ribera occidental, una
fértil franja de terreno, de unos cinco kilómetros de larga, entonces densamente poblada.
De la antigua ciudad de Genesaret (hebreo Kinnereth) había tomado su denominación el
lago. La cercana aldea de Magdala era la patria de María Magdalena, y más al norte, ya
algo alejada de la llanura, estaba Cafarnaúm. Jesús, pues, se encuentra de nuevo en la
región de su más intensa actividad, en la patria primera del Evangelio. Con ello se indica
también la persistencia de su ministerio en Galilea. Poco a poco, sin embargo, va
manifestándose un creciente alejamiento del pueblo de Galilea. Pronto empezará Jesús sus
peregrinaciones a regiones más alejadas (7,24). Los lectores cristianos tienen que
aprender que es preciso «tocar» a Jesús en un sentido más profundo de lo que hicieron los
galileos; hay que creer en él como el Mesías prometido que reúne al pueblo de Dios y como
el verdadero Hijo de Dios.
Marcos presenta aquí a Jesús como un «hombre divino» del que emanan prodigiosas
fuerzas curativas. Tales ideas gozaban también de amplia difusión entre los paganos
helenistas. Jesús aparece como el remediador y médico de los pobres y de los enfermos.
Después de la multiplicación de los panes y del paso sobre las aguas los lectores creyentes
sabemos mejor que se trata de alguien superior a los taumaturgos y curanderos helenistas.
Su poder procede de Dios mismo, hunde sus raíces en el misterio de su peculiar filiación
divina.

2. JESÚS REPUDIA LA PIEDAD EXTERNA Y LEGALISTA JUDÍA (7,1 -23)


Esta sección, como los otros fragmentos doctrinales del Evangelio de Marcos, tiene por
sí sola un fuerte significado teológico, y pone de relieve una exigencia que mira
directamente a los oyentes cristianos. Históricamente se mantiene el escenario de Galilea
-han llegado de Jerusalén algunos doctores de la ley, cf. 3,22-; pero el panorama espiritual
es mucho más amplio: aquellos fariseos y escribas son los representantes de la religión
legalista judía. Los lectores tienen ya noticia de algunos conflictos legales -la cuestión del
sábado, 2,23-28 y 3,1-6-; las asechanzas y calumnias contra Jesús no constituyen nada
nuevo (cf. 2,1-22). Jesús ya ha defendido con anterioridad a sus discípulos; pero ahora el
enfrentamiento adquiere caracteres fundamentales. Ya no se trata de una transgresión
cualquiera de la ley tal como la exponen los fariseos -concretamente la purificación levítica-,
sino que los discípulos de Jesús no observan «la tradición de los antepasados». Jesús no
duda en derribar este «vallado» que rodea la ley divina y revalorizar así la pura voluntad de
Dios. Jesús hace una dura crítica de la piedad externa del judaísmo de entonces.
Esto le da ocasión para hablar de la pureza auténtica, de una
moralidad que procede del corazón y del convencimiento interno, estableciendo así las
bases de la moral cristiana. Que Jesús quiera dirigirse a su comunidad es algo que se
manifiesta claramente por el hecho de volver a impartir a los discípulos -como en el caso de
las parábolas- una instrucción particular «en casa» y sin la presencia del pueblo (v. 17).
Comparando esta sección con la última composición oratoria del capítulo 4, se reconoce
una cierta continuación en la enseñanza. Así como allí se desarrollaba el mensaje del reino
de Dios aplicándolo a los lectores cristianos a quienes se exhortaba a una escucha atenta y
a una conducta moral fecunda, así ahora es la moral cristiana el tema central de la
instrucción. En este aspecto la sección viene a ser una especie de réplica del sermón de la
montaña que aparece en Mateo y en Lucas, pero que Marcos no nos ha transmitido. Es
verdad que Mateo trae expresamente también la controversia a propósito de lo que es puro
e impuro (c. 15), pero la presenta de un modo algo distinto; Lucas la suprime porque las
circunstancias y las cosas concretas judías, de que aquí se trata, no le parecieron lo
bastante comprensibles para sus lectores cristianos procedentes de la gentilidad. El
problema de en qué consiste la verdadera moralidad y cómo es posible realizarla, resultaba
inevitable para la fe cristiana, pues que Jesús ha vinculado de manera indisoluble religión y
moral, fe y amor. Para la moral cristiana siempre resulta actual el problema acerca de la ley
y la conciencia, los mandamientos externos y la obligatoriedad interna, aun cuando ya no
tenga que enfrentarse con el legalismo judío. De la doctrina de Jesús Marcos ha
conservado aquí una respuesta, que representa una decisión fundamental y que apunta al
futuro.
Que en este capítulo se trata de algo más que de reproducir un episodio histórico, lo
demuestran su disposición y su orientación ideológica. Los fariseos y los doctores de la ley
plantean el problema de la purificación levítica, es decir, de determinados lavatorios rituales
prescritos (v. 1-6). Mas Jesús pasa inmediatamente al ataque en un terreno mucho más
amplio. A la pregunta y reproche de sus enemigos: «¿Por qué tus discípulos no siguen la
tradición de los antepasados?», Jesús responde afirmando que ellos abandonan el
mandamiento divino por conformarse a la tradición de los hombres (v. 8), y se lo demuestra
con un ejemplo (v. 10-13). Sólo en la instrucción al pueblo (v 14ss) y a los discípulos (v
17-23) se trata más tarde el problema de lo puro y lo impuro, pero de una forma radical que
desborda el planteamiento inicial del problema. De este modo la disputa circunstancial sirve
de ocasión a una exposición más profunda y a una declaración fundamental de Jesús. Esta
presentación no es casual; con fina sensibilidad ha anticipado el evangelista la polémica
para exponer después la instrucción positiva. La aplicación a la comunidad se manifiesta
hasta en el mismo catálogo de vicios, formulado en un tono, más helenista que en Mateo.
Por eso leemos la sección con la mirada puesta en la comunidad distinguiendo en ella dos
temas: estatutos humanos y precepto divino (v. 1 -13); lo puro y lo impuro (v 14 23).
a) Estatutos humanos y precepto divino (Mc/07/01-13).

1 Se reúnen en torno a él los fariseos y algunos de los


escribas llegados de Jerusalén. 2 Y al ver que algunos de sus
discípulos se ponían a comer con manos impuras, esto es, sin
lavárselas -3 pues los fariseos y los judíos en general, no
comen sin lavarse antes las manos con un puñado de agua,
por guardar fielmente la tradición de los antepasados, 4 y al
volver de la plaza no se ponen a comer sin antes sumergir sus
manos en el agua, y hay otras muchas prácticas que
aprendieron a guardar por tradición, como lavar los vasos, las
jarras y la vajilla de metal-, 5 le preguntan, pues, los fariseos y
los escribas: «¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición
de los antepasados, sino que se ponen a comer con manos
impuras?» 6 Pero él les contestó «Bien profetizó Isaías de
vosotros los hipócritas según está escrito: «Este pueblo me
honra con los labios pero su corazón está lejos de mí; 7 vano
es, pues, el culto que rinden, cuando enseñan doctrinas que
sólo son preceptos humanos» (Is 29,13). 8 Dejáis el
mandamiento de Dios, por aferraros a la tradición de los hombres.»

Los fariseos (cf. 2,16.18.24) eran una fraternidad organizada o un partido religioso,
sobre los que fácilmente nos forjamos falsas ideas. En modo alguno se identificaban sin
más ni más con lo que hoy entendemos por hipócrita, con quienes sólo pretenden
deslumbrar con una piedad de apariencias. Por fidelidad a la ley de los padres querían
cumplir en conciencia todas las prescripciones para alcanzar el beneplácito divino y la
salvación prometida por Dios teniendo parte en el mundo futuro. Querían dar al pueblo una
santidad sacerdotal y acelerar así la venida de los tiempos mesiánicos. A causa de su serio
empeño y de su entrega en favor del pueblo gozaban de gran consideración en amplios
sectores. Por lo demás en su celo religioso daban gran valor hasta a las prescripciones
más insignificantes.
No se contentaban con los preceptos contenidos en el Antiguo
Testamento, sino que seguían otras muchas prescripciones que sus doctores de la ley
habían dado mediante la interpretación y acomodación de la ley mosaica. Estas son las
tradiciones de los antepasados que Jesús ataca. Las prescripciones purificadoras, a que
alude el presente texto, obligaban en su origen a los sacerdotes que ejercían el servicio
litúrgico en el santuario; pero los fariseos querían extenderlas a todo el pueblo y a la vida
cotidiana para preparar así a Dios un pueblo sacerdotal y santo. Las crecientes
prescripciones de acuerdo con «la tradición de los antepasados» llegaron a equipararse a
la ley mosaica y representaban una carga pesada para la gente en su vida de todos los
días. Los judíos que no se acomodaban a tales prescripciones eran considerados como
«plebe que no conoce la ley» (cf. Jn 7.49) y hasta como transgresores de la misma ley. El
afán farisaico por la observancia externa de la ley es siempre un peligro para los hombres
«piadosos», que por lo mismo se consideran mejores que los demás, posponen el amor y
se hacen duros y orgullosos (cf. /Mt/23/23). Se olvidan fácilmente de que también ellos
necesitan de la misericordia divina. Cuando se impone el legalismo -cumplimiento de la ley
al pie de la letra- junto con la complacencia del hombre en sí mismo, surge la caricatura del
fariseo. La hipocresía que Jesús les reprocha, no debe ser una desfiguración intencionada,
sino que puede significar simplemente la contradicción entre lo que aparece a los ojos de
los hombres y la actitud interna tal como Dios la juzga (*). No deja de ser una tragedia
humana el que tales hombres que quieren ser piadosos de una manera ejemplar
quebranten de hecho la voluntad de Dios. Pero existe también la tentación de juzgar a los
otros como fariseos y hacerse uno mismo fariseo.
Las fraternidades farisaicas estaban extendidas por todo el país; los doctores de la ley
tenían sus escuelas, sobre todo en Jerusalén, donde reunían a los discípulos en torno
suyo. Ahora han llegado algunos a Galilea y advierten que los discípulos de Jesús no
observan los lavatorios prescritos antes de las comidas. No se trata simplemente del
descuido de la limpieza, sino del desprecio de las prescripciones rituales relativas a la
pureza. Marcos da a sus Iectores unas ciertas aclaraciones al respecto: en general era
necesario purificarse antes de comer al menos con un «puñado» de agua (**) Cuando se
volvía de la plaza, donde había un mayor peligro de impurificación levítica -en razón del
trato con los paganos-, había que meter los brazos hasta el codo en un gran recipiente (cf.
Jn 2,6). Incluso se prescribían ciertos lavatorios de copas, jarros y otros cacharros. Jesús
pasa por alto todas estas prescripciones minúsculas, estos estatutos humanos con una
sentencia profética (v. 6-7). Los profetas se habían pronunciado a menudo contra una
piedad cúltica meramente externa y habían exigido una conciencia recta, el refrendo moral y
la penitencia. No un servicio de labios afuera sino la entrega del corazón a Dios, no unos
estatutos humanos sino el mandamiento de Dios: ésas son las exigencias que Jesús opone
a los críticos.
Estas palabras del libro de Isaías tuvieron seguramente gran importancia
para la naciente Iglesia cristiana, que aspiraba a un culto espiritual y moralmente fecundo
(Rom 12,1), y quería ofrecer a Dios «sacrificios espirituales» (1Pe 2,5), obras de amor que
el Espíritu Santo hacía posibles. Sin embargo, no hay que arrancar esas palabras de su
contexto histórico. No se reprueba cualquier culto, sino sólo el servicio de labios sin el
sentimiento correspondiente, la estrechez ritualista que olvida y posterga la voluntad de
Dios ética o moral por encima de las prescripciones externas. En una época en que muchos
teólogos quieren reducir el servicio de Dios a un servicio en el mundo y para el mundo,
abogando por un cristianismo claramente «arreligioso» limitado a un encuentro «entre los
hombres», en una época así conviene recordar que Jesús personalmente visitó el templo y
tomó parte en las fiestas religiosas de su pueblo, y que la Iglesia primitiva desarrolló nuevas
formas de culto según el legado de su Señor: el servicio adecuado a la palabra divina y a la
celebración eucarística. También aquí vale aquello de que conviene hacer una cosa sin
abandonar la otra (cf. Mt 23,23). Existe un culto divino directo en la alabanza, la acción de
gracias y la súplica, un encuentro de la comunidad con Dios en la mesa de la palabra y en
la celebración de la cena del Señor; y existe también un culto indirecto en el cumplimiento
de las obligaciones terrenas que imponen la profesión y la familia, en la ayuda a los
necesitados, en el amor y lealtad a los semejantes.
..............
* Que con la «hipocresía» no se piensa sólo en el disimulo, es algo que se deduce de pasajes como Lc 12,56:
13,15s y de los numerosos reproches que aparecen en el gran discurso de las maldiciones contra los
hipócritas fariseos y doctores de la ley (Mt 23). Es una desobediencia a la voluntad divina que lleva a
denegar la fe a la predicación de Jesús. Véase W. BEILNER, art. Hipócrita en el Diccionario de teología
bíblica de J.B. BAUER. Herder, Barcelona 2, 1971.
** La expresión griega -literalmente «con el puño»- no resulta clara; algunos intérpretes entienden «con el
codo», es decir, hasta el codo; pero esto conviene más bien al segundo caso, al regreso de la plaza.
..............

9 Y les añadía: «Anuláis bonitamente el precepto de Dios,


para guardar vuestra tradición. 10 Efectivamente, Moisés
mandó: «Honra a tu padre y a tu madre»; y también: «El que
maldiga a su padre o a su madre, que muera sin remisión»
(Ex 20,12; 21,17). 11 Pero vosotros afirmáis: Sí uno dice al
padre o a la madre: Declaro korban -esto es, ofrenda sagrada-
todo aquello con que yo pudiera ayudarte, 12 ya no le dejáis
hacer nada en favor de su padre o de su madre; 13 de
manera que anuláis la palabra de Dios, por esa tradición
vuestra que vosotros habéis transmitido. Y hacéis otras
muchas cosas por el estilo.»

Jesús elige un caso extremo en que un precepto humano puede llevar al


quebrantamiento de un mandamiento divino. El deber de honrar al padre y a la madre, de
no «maldecirlos» y de sostener a los progenitores ancianos y necesitados, había sido
refrendado por el mandamiento de Dios y así lo habían reconocido naturalmente los
doctores de la ley. Pero también la suspensión de un voto era un deber santo. Ocurría que
un judío mediante el voto del sorban hacía una donación al templo, diciendo: «Sea esto
ofrenda sagrada», con lo cual sustraía el objeto señalado al uso profano, incluso en favor
de sus progenitores. Más tarde esto se convirtió en una fórmula con la que se impedía a los
demás la posesión de muchos bienes, aunque luego jamás se entregasen al templo. El
abuso por el que se perjudicaba a los progenitores mediante el voto del korban, debió
haberse extendido ya en tiempo de Jesús. Jesús, sin embargo, pone el precepto del amor
por encima de los holocaustos y cualquier otro sacrificio (12,33) no permitiendo la supresión
de los deberes frente a los padres ni siquiera en aras de un voto. Dios no desea ser
honrado y amado a costa del amor al prójimo. Quien interpreta así la Escritura establece
unos preceptos humanos en detrimento de la voluntad de Dios. Es un ejemplo de la
resolución soberana de Jesús en los problemas de la ley (cf. 1,22), de su lucha inflexible en
favor de la causa de Dios (cf. 16,6-9); pero también de su convicción de que Dios es amor y
no quiere ser más que amor, amor al prójimo con el que es amado él mismo. Es el principio
fundamental que ha establecido como regla de toda nuestra conducta: el amor de Dios y
del prójimo están indisolublemente ligados (12,30s). Quien ama a Dios debe amar también
a su prójimo. En el amor queda superado cualquier tipo de legalismo.

b) Lo puro y lo impuro (Mc/07/14-23).

14 Y llamando de nuevo junto a sí al pueblo, les decía:


«Oídme todos y entended: 15 Nada hay externo al hombre
que, al entrar en él, pueda contaminarlo; son las cosas que
salen del interior del hombre las que lo contaminan.» [16 «El
que tenga oídos para oír, que oiga.»]
17 Y cuando entró en casa, alejado ya de la gente, le
preguntaban sus discípulos el sentido de 1a parábola. 18 Y les
contesta: «¿Tan faltos de entendimiento estáis también
vosotros? ¿No comprendéis que nada de lo externo que entra
en el hombre puede contaminarlo, 19 porque no entran en el
interior de su corazón -con lo cual declaraba puros todos los
alimentos-, sino que pasa al vientre y luego va a parar a la
cloaca?» 20 Y seguía diciendo: «Lo que sale del interior del
hombre, eso es lo que contamina al hombre. 21 Porque de lo
interior, del corazón de los hombres, proceden las malas
intenciones, fornicaciones, robos, homicidios, 22 adulterios,
codicias, maldades, engaño, lujuria, envidia, injuria, soberbia,
insensatez. 23 Todos estos vicios proceden del interior y son
los que contaminan al hombre.»

Después del enfrentamiento con los enemigos, Jesús convoca al


pueblo para impartirle una doctrina importante; es también un aviso a la comunidad
cristiana para que escuche atentamente las palabras de su Maestro. La ocasión, que fue el
lavatorio ritual de las manos (v. 2), queda ya en un segundo plano, pues la palabra de
Jesús a la multitud no trata ya de los lavatorios sino de los alimentos y de su uso. La
doctrina de Jesús no mira sólo a algunas prescripciones legales judías, sino al problema
fundamental de qué es puro y qué impuro. Con una frase enigmática y al modo de las
parábolas invita a sus oyentes a la reflexión. La sentencia en su formulación general resulta
difícil de entender; pero la gente, al igual que en la predicación en parábolas (c. 4) debe
«oír y entender». La sentencia exhortando a escuchar atentamente (v. 16) es la misma que
aparece al final de la parábola del sembrador (4,9), pero sólo está parcialmente testificada y
no parece original. No se dice lo que Jesús continuó exponiendo al pueblo ni cómo éste
entendió su palabra. La explicación se reserva al estrecho círculo de los discípulos, a los
que estaban con él (4,10), y a través de ellos se brinda a la comunidad cristiana y creyente.
Tampoco a los discípulos se les alcanza el sentido de la frase enigmática; pero, como
son hombres dispuestos a creer y leales, Jesús se lo descifra todo a solas -como ya hizo
con las parábolas, 4, 34-, «en casa», como se dirá aún varias veces (9,28.33; 10,10). La
comprensión de los discípulos pertenece al tiempo del ministerio terrenal de Jesús
exactamente igual que su «secreto mesiánico» y es una constante exhortación a meditar
sus palabras y sus hechos profundamente y con fe. Jesús explica a sus discípulos que bajo
la frase enigmática late la imagen de los alimentos que llegan al hombre desde fuera y
siguen su camino natural. Jesús habla sin reparos de las cosas naturales. El comer y la
expulsión de los alimentos es una cosa natural y nada tiene que ver con la «pureza» en un
sentido moral y religioso. Esto constituye una postura libre y audaz para los judíos que
conservaban las ideas antiguas acerca de la «impureza» de determinados animales y
alimentos así como sobre la contaminación que implicaban ciertos procesos naturales -en el
terreno sexual- y ciertos contactos -con los leprosos y los cadáveres-, y que observaban en
general muchos tabúes-cúlticos. Ese punto de vista de Jesús responde a su apertura al
mundo y a su afirmación de las cosas creadas, punto de vista que adopta también la
Iglesia primitiva. Esta elimina la distinción entre animales puros e impuros y las
correspondientes prescripciones dietéticas (Act 10,11-15.28), suprimiendo así el obstáculo
que representaban para el mundo pagano. En la lucha contra el gnosticismo, que
despreciaba la materia, el cuerpo y el matrimonio, las cartas pastorales afirman: «Todo lo
que Dios ha creado es bueno, y nada que se tome con acción de gracia puede ser
rechazado» (1Tim 4,4). Este es uno de los aspectos del veredicto de Jesús, a sus ojos no
el más importante, pero que para la Iglesia primitiva y para nosotros no carece de gran
interés.
Más importante es la segunda parte de la sentencia
de Jesús relativa a la verdadera contaminación. Del interior del hombre, de su corazón,
suben los pensamientos y deseos que inducen a las malas acciones y a los vicios. Con ello
ha establecido Jesús el principio decisivo de la moral, anclando la moralidad en la decisión
consciente del hombre, al mismo tiempo que inserta la vida religiosa en el terreno moral y le
da una mayor interioridad. Para aquella época esto representaba un esclarecimiento
necesario, para nosotros es algo que se ha hecho evidente. Mas ni siquiera hoy resulta
superfluo referirse a la tendencia del corazón humano a producir pensamientos y deseos.
Jesús conoce el corazón humano cuyas «tendencias son malas desde su juventud» (Gén
8,21), aunque Dios creó al hombre a su imagen (Gén 9,6). P-O/TENDENCIA
Pese a la afirmación de lo creado y de su bondad natural, pese a la alta
valoración del hombre y de su imagen y semejanza divina, la experiencia de este mundo
muestra que el hombre tiene una tendencia oscura y misteriosa hacia el mal, que es la
fuente de la inmoralidad, de los pecados y vicios. Puede extrañar que Jesús no hable aquí
de los pensamientos y acciones del hombre buenos y puros. Ello se debe en parte al
planteamiento de la cuestión: ¿Qué es lo que contamina al hombre? Pero es evidente un
cierto pesimismo en el enjuiciamiento moral del hombre. Ello está en relación con las
exigencias de conversión que proclama Jesús y que afectan a todos los oyentes sin
distinción. Pablo ha interpretado correctamente la doctrina de Jesús al decir que «todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,23).
Así no nos extraña que siga ahora un
largo catálogo de vicios. Esta especie de exhortación moral, que pretende despertar el
temor y horror al vicio y al pecado, puede tal vez decirnos muy poco. Nuestro tiempo ha
perdido algo que el paganismo antiguo, aun cuando moralmente no estuviese a gran altura,
todavía poseía: un sentimiento natural hacia la belleza de la virtud y la fealdad del vicio.
Los catálogos de vicios y de virtudes gozaban de gran popularidad en la predicación moral
de los filósofos itinerantes paganos, y también se encuentran, aunque de otra forma, en la
literatura judía(*). Se exponen más desde un punto de vista retórico que sistemático, y en
su elaboración se descubre algo del espíritu de sus autores. En el mismo pasaje Mateo da
a este catálogo de vicios una forma distinta mencionando siete vicios y ordenándolos según
el decálogo. Marcos enumera trece en los que apenas es posible señalar un orden
ideológico. Pensando en sus lectores cristianos, procedentes del paganismo le interesa
más el efecto retórico: los siete primeros aparecen en plural y los otros seis en singular,
todos dispuestos en un ritmo sonoro; la pluralidad de malas acciones -«todos estos vicios»-
debe mostrar de un modo sobrecogedor hasta dónde puede llegar el corazón humano.
Hacia el comienzo del catálogo de vicios (después de las «malas intenciones» en
general) figuran las malas acciones que hoy como siempre constituyen los pecados y
crímenes más frecuentes: fornicaciones, robos, homicidios; se mencionan después los
adulterios, codicias y maldades. Más adelante aparece la envidia («mal ojo» en el texto
original), y así es como en el Antiguo Testamento se designan tanto los deseos sexuales
como las miradas envidiosas y codiciosas. Hacia el final, la «injuria» empareja bien con la
«soberbia» o el orgullo, el pecado del espíritu que encastilla al hombre en sí mismo al
tiempo que le hace insensible a los derechos de sus semejantes y de Dios. Por ello, el
último miembro «la insensatez» tiene probablemente un sentido más profundo que entre
nosotros. En la Biblia el «insensato» es el hombre que no conoce a Dios, que le olvida y
desprecia en su ceguera y satisfacción de sí mismo (cf. Sal 10,3s; 14,1; Lc 12,20).
Marcos, que no nos ha transmitido el sermón de la montaña, nos ha conservado así un
fragmento esencial de la doctrina moral de Jesús. Y nos muestra a Jesús con toda su
seriedad moral, pero también con su conocimiento profundo del corazón humano. Este
fragmento doctrinal es un guía inestimable para conocer el interior del hombre: su
conciencia o, como dice Jesús, el corazón como fuente primera y factor decisivo de
nuestra conducta buena o mala. Si el corazón del hombre está limpio y puro, brotan de él,
como de un manantial transparente, también los pensamientos y las acciones buenos.
..............
* En el Nuevo Testamento aparecen numerosos catálogos de vicios y virtudes. Si antes se pensaba sobre
todo -y en especial por lo que a Pablo se refiere- en modelos de ética estoica, ahora los escritos de Qumrán
nos han demostrado que también en el judaísmo existía una doctrina precisa sobre las virtudes y los vicios.
(Págs. 175-189)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 14

3. CORRERÍAS APOSTÓLICAS HASTA UNA REGIÓN PAGANA (7,24-8,30).


Después del problema del legalismo judío parece como si el evangelista quisiera orientar
la mirada de sus lectores hacia el mundo pagano. Cierto que para eso sólo dispone de un
episodio que le ha llegado por tradición: la curación de la hija posesa de una mujer pagana
de Sirofenicia (7.24-30). Marcos sitúa el episodio inmediatamente al comienzo de la nueva
sección. Para Jesús y los discípulos empieza un período de constante peregrinar; pero por
las indicaciones locales y por las noticias del viaje (7,31; 8,10.13.22.27) no es posible
hacerse una idea clara de los caminos que Jesús ha seguido. A excepción de 7,3], tampoco
el evangelista pretende ordenar los relatos particulares. Hasta el segundo relato de la
multiplicación de los panes viene introducido con la observación general de «por aquellos
días» (8,1); de ahí que permanezca la duda de si Marcos piensa en una región pagana
como escenario y en los gentiles como participantes del banquete milagroso. Trazando una
especie de arco, Jesús regresa del Norte al lago de Genesaret (7,31); allí tiene lugar la
curación del sordomudo. Después de la (segunda) multiplicación de panes, Jesús atraviesa
de nuevo el lago (8,10). Jesús regresa luego a Betsaida en el extremo septentrional del
lago donde cura a un ciego (8,22-26). Desde allí se puede alcanzar, más hacia el Norte, la
región pagana de Cesarea de Filipo, donde se enmarcan la pregunta a los discípulos y la
confesión de Pedro (8,27-30); pero no se dice que Jesús haya llegado allí con sus
discípulos directamente desde Betsaida.
Difícilmente puede pretender el evangelista ordenar sus materiales desde un punto de
vista geográfico. En este sentido donde mejor se puede reconocer su propósito es en 7,31.
Con un giro rápido e impreciso describe una vasta región en la que Jesús se hallaba
entonces de camino. Le interesa más otro punto de vista: Jesús no se vincula al pueblo de
Galilea y evita el territorio judío; visita también unas regiones alejadas y paganas. Tal vez
esto le baste al evangelista, que no tiene a mano datos más precisos para presentar a sus
lectores el universalismo de Jesús, su apertura a todos los hombres. En el segundo relato
de la multiplicación de panes se dice que «algunos vinieron de muy lejos» (8,3). Más de
eso, siendo fiel a la historia, no lo puede decir el evangelista, dado que Jesús no ha
ejercido ninguna misión fuera de Israel.
En el cuadro general de su Evangelio, y antes de cerrar los hechos del ministerio de
Jesús en Galilea, quiere Marcos mediante algunos episodios que le proporcionaba la
tradición, iluminar la ininterrumpida actividad de Jesús en favor de la salvación de los
hombres. Siguen realizándose algunas expulsiones de demonios (cf. 7,29) y algunas
curaciones -las del sordomudo y del ciego- y sigue Jesús compadeciéndose del pueblo sin
querer abandonarlo por completo (8,2s). Pero en lo más profundo sigue siendo el
incomprendido, incluso entre sus discípulos (8,17-21). Se le pide un signo del cielo, gesto
que sólo puede considerar como una incredulidad (8,11s). Sabe de los sentimientos
retorcidos y peligrosos de los fariseos y de Herodes (8,15) y previene contra ellos y contra
el endurecimiento del corazón a los discípulos, en el que también ellos pueden caer (8,17s).
Así se amontona todo en la última escena en que Jesús echa una mirada retrospectiva y
hace cuentas. No es ciertamente un balance satisfactorio, aun cuando Pedro le haya
confesado como Mesías, pues tal confesión no tenía entonces ni claridad ni fuerza (cf.
8,32s), cosas que sólo alcanzará después de la muerte y resurrección de Jesús. Pero esa
confesión es el puente hacia la revelación de la verdadera mesianidad de Jesús que, según
el designio salvífico de Dios, se apoya en los padecimientos y muerte del Hijo del hombre
(8,33). La presente sección con sus cambiantes imágenes e impresiones quiere preparar
veladamente al lector para el misterio de la pasión de Jesús.

a) La mujer pagana de sirofenicia (Mc/07/24-30).

24 Partió de allí y se dirigió a los territorios de Tiro. Entró en una casa y quería
que nadie lo supiera, pero no consiguió pasar inadvertido; 25 porque en seguida,
una mujer que tenía a su hijita poseída de un espíritu impuro, apenas oyó hablar
de él, vino a postrarse a sus pies. 26 Esta mujer era griega, sirofenicia de origen;
y le suplicaba que arrojara de su hija al demonio. 27 Jesús le decía: «Deja que
primero se sacien los hijos; porque no está bien tomar el pan de los hijos para
echárselo a los perrillos.» 28 Ella le contestó: «Es verdad, Señor; pero los
perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos.» 29 Entonces él
le dijo: «Por esto que has dicho, vete; que ha salido de tu hija el demonio.» 30 Se
fue ella a su casa, y encontró que la niña estaba acostada en la cama, y que ya
había salido el demonio.

No es casual que el evangelista conecte este encuentro de


Jesús con una mujer pagana con la precedente crítica al legalismo judío. Pensando en sus
lectores cristianos procedentes del paganismo, quizá quiso presentar este período de
peregrinaciones bajo la perspectiva de una misión a los paganos; pero permanece fiel a la
tradición y a la verdad histórica de que Jesús se abstuvo de predicar a los gentiles y de
extender su actividad. Las primeras palabras de Jesús a la sirofenicia (v. 27) no deja
ninguna duda al respecto. Mas Jesús no pensaba con el particularismo judío, visita un país
pagano sin indecisiones, penetra allí en una casa sin temor a contaminarse y,
excepcionalmente, accede a la petición de una mujer pagana y libera a su hija del demonio.
El país de Tiro (y Sidón) era el límite septentrional de Galilea y estaba habitado por gentiles
y hasta por enemigos de los judíos. No se dice por qué Jesús se alejó tanto de Galilea;
pero conviene tener en cuenta su propósito de apartarse del pueblo ya desde la
multiplicación de los panes (6,32.45). Mas como entonces el pueblo le seguía y continuaba
buscándole como curador taumatúrgico (6,53-56), tampoco ahora puede mantenerse
oculto. Los lectores saben ya por el resumen de 3,8 que gentes de Tiro y Sidón habían ido
a Galilea, atraídas por su fama. Así que Jesús no era en aquel país un desconocido.
El episodio en sí es una perla de la tradición. La mujer pagana, de Sirofenicia -la región
meridional de aquella franja costera- muestra una fe fuerte, similar a la de la hemorroisa, y
no se desalienta por la negativa inicial de Jesús. La frase metafórica del Maestro quiere
decir que ha sido enviado primero a los hijos de Israel y que no debe preferir a los paganos.
A propósito de esto se ha observado a menudo que los judíos se consideraban hijos de
Dios y que en ocasiones designaban despectivamente a los paganos como «perros», un
insulto fuerte en Oriente. Con tal insulto, sin embargo, se pensaba en los perros
vagabundos y callejeros, mientras que Jesús habla de los perrillos, es decir, perros que
viven en la casa, y así lo entiende la mujer (*). Por lo que Jesús no emplea ningún término
injurioso, sino que como tantas otras veces acuña una imagen para expresar una idea. Con
frecuencia ha provocado extrañeza el término «primero». ¿No habrá sido el propio Marcos
quien haya agregado esa palabra con la mirada puesta en la misión cristiana? ¿No habrá
querido reconocer así la primacía de Israel sin cerrar por ello la puerta a los gentiles (cf.
Rom 1,16; 2,9s)? Pero la expresión pertenece indisolublemente a la frase tal como está, y
la motivación siguiente no puede negar rotundamente el alimento a los cachorrillos sino
subrayar simplemente la primacía de los hijos. Los perrillos no deben saciarse a costa de
los niños. La palabra de Jesús no constituye una negativa total sino sólo una indicación de
que debe llevar primero y con preferencia a Israel la bendición del tiempo de salvación. Ello
responde por lo demás a su postura habitual, pues aun limitando su misión al pueblo judío,
nunca excluyó a los paganos de la salvación. Jesús esperaba que vendrían de Oriente y de
Occidente y que tendrían parte en el reino de Dios (Mt 8,11). Marcos ha indicado ya esta
«venida» o acercamiento de los paganos en el cuadro de 3,8, y bajo esa misma luz
contempla ahora a la sirofenicia.
La mujer toma la imagen empleada por Jesús y la aplica agudamente en su favor:
también los cachorrillos que están debajo de la mesa comen las migajas del pan de los
hijos. «Por eso que has dicho...» Jesús le concede el cumplimiento de su petición y,
pronuncia la palabra salvadora, incluso a distancia. ¿Se deja Jesús persuadir por la
agudeza de la mujer? No; recompensa únicamente su firme confianza en él, una confianza
tan sencilla, astuta y conmovedora como la de la mujer que padecía el flujo de sangre.
Jesús no necesita en modo alguno cambiar sus convicciones y propósitos; la mujer solo le
ha hecho cambiar de opinión en apariencia. En realidad la razón que Jesús da permite esa
excepción, y él sólo podía desear que la fe de la mujer fuese lo bastante fuerte como para
comprender y atrapar esa posibilidad. Es inútil preguntarse si quiso someter a prueba la fe
de aquella mujer. De hecho, para ella fue así, y supo superar esa prueba brillantemente.
De este modo el episodio se torna una vez más en un ejemplo de fe. La mujer se va a
su casa y encuentra a su hija curada. El evangelista no subraya la nueva prueba de fe que
representaba el hecho de confiar en la palabra de Jesús pronunciada a distancia (cf. Jn
4,50). A Marcos le preocupa más la actitud de Jesús frente a aquella pagana y sólo
consigna la curación operada. Mas para los lectores cristianos del paganismo aquella mujer
innominada, que se acerca a Jesús llena de confianza, solicita su ayuda, no se desalienta y
pronuncia una palabra rebosante de fe humilde y fuerte, se convierte en imagen y ejemplo
de ellos mismos, réplica adecuada del centurión pagano que Mateo y Lucas presentan a
sus lectores tomándolo de otra tradición (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10). En Mateo Jesús dice a la
mujer gentil: «Mujer, grande es tu fe» (Mt 15,28). Esa grandeza radicaba en lo inconmovible
de su confianza cuando Jesús la rechazaba al parecer. Una fe auténtica no se rinde al
desaliento, aunque Dios parezca ocultarle su rostro. Esa fe contiene siempre algo de la
confianza «capaz de trasladar montañas» (cf. 11,23).
...............
* P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmad und Midrasch 1, Munich 1922, P. 722,
observa que el perro pasaba por ser «la criatura más despreciable, desvergonzada y miserable. Así se acuñó el
gravísimo insulto de llamar perro a un hombre». De todos modos, la forma diminutiva del nombre no es
despectiva, como demuestra el mismo Billerbeck con otro pasaje del Talmud en que se habla de una mujer que juega
con el «perrillo» o pieza del juego de damas (p. 726).
...............

b) Curación de un sordomudo (Mc/07/31-37).

31 Salió de los territorios de Tiro, y, a través de Sidón, nuevamente se dirigió


hacia el mar de Galilea, en pleno territorio de la Decápolis. 32 Le traen un
sordomudo y le ruegan que le imponga la mano. 33 Y llevándoselo aparte, fuera
de la gente, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua: 34
levantando entonces los ojos al cielo, suspiró, y le dice: «¡Effathá!», que
significa: «¡Ábrete!» 35 Se le abrieron los oídos e inmediatamente se le soltó la
lengua y comenzó a hablar correctamente. 36 Les mandó con insistencia que no
lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba él, tanto más lo proclamaban
ellos. 37 Y, sobremanera atónitos, decían: «Todo lo ha hecho perfectamente:
hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»

Este relato detallado de una curación lo ha encontrado Marcos


en la tradición insertándolo en el marco de las correrías apostólicas de Jesús. Las gentes
que llevan el sordomudo a Jesús y le suplican que le imponga las manos (cf. 6,5) eran
ciertamente judíos en el relato tradicional. Cuando al término del episodio exclaman «Todo
lo ha hecho perfectamente: hace oír a los sordos y hablar a los mudos», están citando una
frase tomada de un vaticinio del profeta Isaías para el tiempo de la salvación (Is 35,5). Para
la comunidad cristiana este vaticinio se cumple en el ministerio de Jesús: Dios envía a su
pueblo la salvación prometida. Pero Marcos se apodera del episodio y lo expone pensando
sobre todo en sus lectores cristianos procedentes del paganismo. Mediante una indicación
de viaje lo relaciona con la narración precedente; quiere dar la impresión de que esta
curación sorprendente ha tenido lugar en una región donde al menos cabe pensar que los
asistentes al acto no eran judíos. Los pormenores del viaje de Jesús resultan bastante
imprecisos. Según la lectura más probable, Jesús se dirige primero desde Tiro más hacia el
norte, hacia Sidón; dobla después y regresa al lago de Genesaret «en pleno territorio de la
Decápolis»; es decir, a la orilla oriental del lago. Evita, pues, Galilea y se encuentra, según
Marcos, en una región donde también tuvo lugar el exorcismo y curación del endemoniado
de Gerasa (5,1-20). La nota redaccional no persigue ningún objetivo histórico ni geográfico;
lo que pretende es llamar la atención de los lectores sobre la importancia del episodio para
ellos mismos: la acción salvífica de Jesús mira al mundo pagano. También para ellos Dios
«todo lo ha hecho perfectamente» por obra de Jesús. Del mismo modo elabora Marcos todo
el relato de la curación de acuerdo con sus ideas. Subraya ante todo la orden de silencio
de Jesús (v. 36), aunque aquella gente no le obedece, y «proclaman» cada vez más lo que
habían visto como «proclamó» antes su curación por la Decápolis el poseso de Gerasa
(5,20).
Vale la pena reflexionar sobre el antiguo relato en sí mismo. La gente presenta a Jesús
un sordo que, por la misma dureza de oído, sólo puede hablar con mucha dificultad, y tal
vez sólo balbucía o tartamudeaba: toda una imagen de la impotencia humana. En su
mentalidad especial suplican a Jesús que quiera imponerle las manos y poder así aliviarle o
curarle del todo. Jesús toma la miseria humana muy a pecho: introduce sus dedos en los
oídos del sordo y le toca la lengua con su saliva. Se acomoda así al pensamiento del
pueblo y no deja duda alguna de que quiere sanarle de su mal. Sin embargo, todo eso no
es más que la preparación; la curación propiamente dicha se realiza por su palabra
soberana. Jesús la pronuncia por propia iniciativa, pero después de haber elevado los ojos
al cielo y en comunión con su Padre celestial. Él mismo está íntimamente conmovido, como
lo revela su suspiro. La palabra aramea que se nos ha conservado, y que el evangelista
traduce para los lectores, no se dirige a los órganos enfermos sino al mismo paciente:
«¡Ábrete!» En la concepción judía, todo el hombre está enfermo y cuando se cura, la salud
opera también sobre los órganos dañados. El resultado llega inmediatamente: los oídos se
abren y el impedimento de la lengua -imagen de la dificultad que tenía para hablar- se
suelta. Por antiguo que sea el relato, por extraño que pueda resultarnos -por ejemplo, la
fuerza curativa de la saliva-, el cuadro constituye una imagen adecuada de lo que ocurrió
con la curación que Jesús llevó a cabo: todo el hombre ha quedado sano. Las dolencias
que deforman la creación de Dios quedan eliminadas y vuelve a brillar el esplendor original
de la creación. Es un signo de la creación nueva que Dios realizará algún día. En la
mañana de la creación Dios todo lo hizo bien (Gén 1), en el día de la consumación «todo lo
hará nuevo» (Ap 21,5).
Según el relato evangélico, la curación se verificó aparte, fuera de la gente. El
evangelista, que tanto interés pone en la reserva y secreto de la actividad taumatúrgica de
Jesús, difícilmente ha encontrado ya este rasgo que subraya al máximo. En la paralela
curación del ciego (8,22-27), Jesús saca al enfermo de la aldea (v. 23). En su imagen del
Jesús terrenal entra el que en las grandes curaciones busque el silencio y el alejamiento de
los hombres; esto le distingue de los taumaturgos helenistas sobre los que circulan muchas
historias. Éstos buscaban el sensacionalismo y el aplauso de los hombres; Jesús se
retiraba del pueblo. Lo que sus manos y su palabra realizaban era para el propio Jesús un
acontecimiento milagroso de la proximidad divina y él conservaba el misterio de su actividad
divina. Esto no excluye que tales hechos deban testificar también el inminente tiempo de
salvación; deben hacer reflexionar a los hombres y conducirlos a la fe. Por ello rehuye
Jesús a la multitud curiosa y ávida de novedades, aunque sin retirarse de su actividad
pública.
El evangelista no hace sino resaltar cada vez más esta actitud de Jesús, a lo que le
mueve el interés por la persona de Jesús. Las obras salvíficas de Dios que Jesús realizaba,
eran también obras de éste y testificaban en su favor como Mesías e Hijo de Dios.
Personalmente Jesús quería permanecer oculto, pero sus obras no le permitían ocultarse.
Marcos quiere suscitar en la comunidad creyente una conciencia más viva de quién era ese
Jesús: el verdadero y único emisario por quien llega a los hombres la salvación de Dios y
en el que se realizan las grandes promesas.
No obstante, ese Jesús sólo puede y debe ser comprendido en la fe, por lo que
permanece en una cierta penumbra. A los hombres les invade el pasmo, salen por completo
fuera de sí; pero no llegan realmente a la fe. Esto entra, sin embargo, en los planes
salvíficos de Dios, porque Jesús tiene que seguir el camino que lleva a la Cruz (8,31) para
dar su vida en rescate de muchos (10,45).
Es difícil que el evangelista haya querido interpretar el episodio de una manera simbólica.
En modo alguno da a entender que el sordomudo deba ser un tipo para los hombres, que
primero se muestran sordos al mensaje de salvación y a quienes sólo Jesús abre los oídos
para escuchar y comprender. El impedimento de la lengua, de que el enfermo se ve
liberado, sólo con grandes dificultades puede acomodarse a semejante interpretación
simbólica.

c) Segundo relato de la multiplicación de panes (Mc/08/01-10).

1 Por aquellos días se reunió de nuevo una gran multitud; y como no tenían qué comer,
llama junto a sí a sus discípulos y les dice: 2 «Me da compasión de este pueblo, porque
llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer; 3 y si los mando a su casa sin tomar
nada, desfallecerán por el camino, pues algunos vinieron de lejos.» 4 Sus discípulos le
respondieron: «¿Y cómo se podría saciar de pan a todos éstos aquí en despoblado?» 5 El
les preguntaba: «¿Cuántos panes tenéis?» Ellos contestaron: «Siete.» 6 Y manda al
pueblo sentarse en el suelo. Y tomando los siete panes, dijo la acción de gracias, los
partió y los iba dando a sus discípulos para que los distribuyeran; y ellos los distribuyeron
al pueblo. 7 Tenían además unos cuantos pececillos; y, después de haberlos bendecido,
mandó distribuirlos también. 8 Comieron hasta quedar saciados; y de los trozos sobrantes
recogieron siete cestas. 9 Eran unos cuatro mil hambres. Luego los despidió. 10 Y
subiendo en seguida a la barca con sus discípulos, llegó a la región de Dalmanuta.

También este relato de una milagrosa multiplicación de panes, con que


fueron saciadas cuatro mil personas, lo han encontrado Marcos en la tradición insertándolo
sin cambios en su Evangelio. No ha intentado enlazar este relato con los episodios
precedentes. La narración empieza con el dato genérico de «por aquellos días»; al final la
barca atraca en las proximidades de un lugar que lleva un nombre desconocido y
probablemente corrompido: Dalmanuta. Tal vez le bastaba a Marcos la indicación de 7,31;
después se imagina el suceso también en la ribera oriental del lago, donde se había
desarrollado la multiplicación de los panes descrita en 6,34-44. Esta región solitaria debió
parecerle buen escenario para el acontecimiento. Comparando toda la narración con el
relato de la primera multiplicación de panes, cabe sospechar con razón que «Dalmanuta»
sólo ha entrado por error del copista en lugar de «Magdala» (1); por lo que el lugar de
desembarco habría que situarlo como la primera vez en la llanura de Genesar (cf. 6,53).
Habría, pues, una gran semejanza entre ambos relatos. Sólo difieren los datos numéricos;
pero respecto a esto no hay que exigir exactitud, dados el modo y objetivo de la tradición.
La consecuencia se impone: se trata de dos relatos distintos de un mismo acontecimiento.
Marcos, desde luego -y de ello no cabe la menor duda- ha pensado en dos multiplicaciones
de panes (cf. 8,19s).
Si queremos estudiar y comprender el propósito del evangelista, debemos reflexionar un
poco sobre este problema que hoy inquieta a muchos cristianos por su incidencia en la
historicidad de la tradición. También las diferencias entre los otros relatos de los sinópticos,
y entre éstos y el Evangelio de Juan, son tan numerosas e importantes que las
exposiciones evangélicas no se pueden alinear sin más ni más dentro de la historiografía
en sentido moderno (2). Las reflexiones que hemos venido haciendo sobre el Evangelio de
Marcos han puesto en claro que el evangelista, al lado de los intereses históricos, persigue
otros objetivos catequéticos, doctrinales y teológicos. Precisamente en la gran
multiplicación de los panes en el desierto (6,34-44) se pusieron de manifiesto estas ideas
directrices más profundas. Ahora bien ¿por qué debía Marcos, si encontró en la tradición un
segundo relato de multiplicación de los panes, narrado de modo parecido pero no igual, ya
que aparecía con otros datos numéricos, pasar el episodio por alto, como hace Juan?
¿Debía comprobar si se trataba o no del mismo suceso? Se podría replicar que -como
escritor inspirado- no debía transmitir nada «falso». Pero teológicamente cabría preguntar,
por el contrario, cuál es la «verdad» que quería ofrecer a los lectores de su Evangelio: ¿un
inventario preciso y «exacto» en todo de los acontecimientos históricos o, más bien -y
respetando la sustancia histórica- la «verdad» que los lectores creyentes debían saber
para su salvación? (3) ¡Sin duda alguna que esto último! Dado que, desde el punto de
vista histórico, la aceptación de dos multiplicaciones milagrosas, encuentra las mayores
dificultades (4), suponemos tranquilamente que el acontecimiento prodigioso sólo se realizó
una vez. De este modo quedamos más libres para estudiar con mayor detenimiento las
miras teológicas del Evangelio.
Desde la época patrística se ha pensado que la «segunda multiplicación de los panes»
era para Marcos un signo de la misericordia de Jesús hacia los paganos, así como la
primera lo fue para el pueblo de Israel. Tal opinión se apoya, además de en el marco de
esta sección (7,24.31), en las «siete cestas» que habría que entender de modio simbólico.
Esas cestas significaban los siete administradores de la porción helenística de la primitiva
Iglesia de Jerusalén (Act c. 6) o las siete comunidades destinatarias de las cartas del
Apocalipsis (Ap c. 1). Pero esto es una hipótesis caprichosa; también son siete los panes
que los discípulos ofrecieron como provisión (v. 5), a diferencia de los cinco panes y dos
peces del primer relato. Se trata de detalles de la tradición que no tienen importancia
alguna para el milagro propiamente dicho. Más importante es la observación de que
algunos «habían venido de muy lejos» (v. 3). En el relato tradicional esto, como el hecho de
que la multitud llevaba ya tres días con Jesús (v. 2), debía fundamentar la compasión y
preocupación de Jesús. Estas gentes llegadas de lejos han podido hacer pensar a Marcos
en los paganos; pero no lo dice expresamente. Como insinuábamos en la curación del
sordomudo, tal vez quería sugerir a sus lectores cristianos procedentes de la gentilidad que
se considerasen a sí mismos representantes del mundo pagano en medio de la multitud, sin
negar la verdad histórica de que nada decía la tradición al respecto. Transmite el episodio
tal como lo había encontrado, y con las noticias de viajes no hace sino abrir una especie de
escotilla a una interpretación pagano-cristiana del acontecimiento: Jesús no ha excluido de
su misericordia ni siquiera a los paganos.
Por lo demás, la narración no presenta rasgos específicos frente al primer relato, fuera de
que subraya con más fuerza aún la compasión de Jesús hacia el pueblo. Por otra parte,
faltan muchas observaciones que prestaban al primer relato su fondo teológico: la cita
bíblica sobre las ovejas que no tienen pastor, la hierba verde, la distribución en grupos de
ciento y de cincuenta. El episodio está narrado de una forma más simple, y casi en
exclusiva como un milagro de la misericordia de Jesús. Cuando la comunidad leía esta
perícopa tenía que conmoverse ante la bondad de Jesús. Él seguía distribuyéndole el pan
necesario para la vida: el pan eucarístico. La «acción de gracias» sobre el pan y la
«bendición» sobre los peces, que aquí se menciona de modo explícito, podía recordar a los
cristianos su cena del Señor.
Pese a que este relato es más escueto, y hasta casi pobre, que el primero. no resultaba
superfluo para el evangelista -aun prescindiendo del pensamiento sobre el mundo pagano-.
Para los discípulos esta segunda multiplicación de panes debía constituir, tal como lo ve
Marcos, una nueva y revigorizante manifestación de la mesianidad de Jesús. Ellos, que en
una travesía posterior del lago sólo tienen la «preocupación del pan» material (8,14-17),
debían comprender al fin que en la acción de Jesús se trataba de algo más que del remedio
de una necesidad física. Las dos multiplicaciones de panes debían abrirles los ojos para
ver quién era Jesús y qué era lo que quería. Mas ellos no comprenden y tienen oscurecido
el corazón (v. 17-21). En esta escena, que se desarrolla inmediatamente después, sugiere
el evangelista qué es lo que le interesa del milagro de los panes: en exclusiva la revelación
de Jesús por sí mismo. Con ello se exhorta también a la comunidad para que consiga
aquella comprensión de la fe que entonces todavía les faltaba a los discípulos. En sus
celebraciones eucarísticas debe recordar la presencia de su Señor que con una
misericordia divina le reparte el pan de la vida.
...............
1. La tradición manuscrita del nombre evidencia las dudas de los copistas. Antiguos manuscritos latinos leen
«Magedan» y otros «Magdala». Esta es sin duda una corrección tardía en favor de un lugar bien conocido, que quizá
sea la lección original.
2. La instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica Sobre la verdad histórica de los Evangelios, de 21 de abril de
1964, dice expresamente, completando la encíclica bíblica de Pio XII, que el exegeta católico debe prestar atención
prudente a las formas de lenguaje y al estilo literario que emplea el escritor sagrado y utilizar estas reglas
hermenéuticas tanto en la exposición del Antiguo Testamento como del Nuevo. Aún se requieren nuevos estudios
para la determinación precisa de la historicidad de los relatos evangélicos. Véase X. LÉON-DUFOUR, Los
Evangelios y la historia de Jesús, Estela, Barcelona 1966; cf. también L.H. GROLLENBERG. Visión de 1a Biblia,
Herder. Barcelona 1972, p. 309-465.
3. Véase la constitución del concilio Vaticano II sobre la revelación divina, cap. 3 (nº 11): «Acerca de los libros de
la Escritura hay que admitir que enseñan de un modo seguro, fiel y sin error la verdad que Dios ha querido consignar
en las Sagradas Escrituras para nuestra salvación.
4. Piénsese simplemente en la incomprensión y falta de inteligencia de los discípulos en la «segunda»
multiplicación de panes, aunque ya habían tenido parte en la primera; pero también en la situación inmediata a la
«primera» multiplicación, después de la que dispersó la multitud. Según la exposición joánica, desde entonces
muchos seguidores de Jesús le volvieron la espalda y ya no andaban con él (6,66). ¿De dónde vienen ahora estos
millares de personas? El cuarto evangelista evidentemente sólo conoce una multiplicación de los panes, también
Lucas pasa por alto la segunda.
(Págs. 189-204)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 15

d) Los fariseos piden una señal (Mc/08/11-13).

11 Salieron los fariseos y se pusieron a discutir con él, pidiéndole, para tentarlo,
una señal venida del cielo. 12 Él suspirando en su espíritu, dice: «¿Para qué
pedirá esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le
dará señal alguna.» 13 Y volviéndoles la espalda, se embarcó otra vez y se fue a
la otra orilla.

¡Una situación completamente distinta! Apenas ha pisado Jesús suelo judío, le salen al
encuentro los fariseos, a quienes los lectores ya conocen como enemigos de Jesús (7,1.5).
Ahora se muestran más activos; le salen al paso premeditadamente y le exponen la
pretensión de que realice «una señal venida del cielo». Con ello quieren tentarle y llevarle
al fracaso, pues en su opinión Jesús ni realizará ni podrá realizar semejante signo. Más
tarde se mencionarán a menudo tales propósitos arteros (10,2; 12, 15). La situación se
hace para Jesús cada vez más difícil y amenazadora; la cruz proyecta su sombra. ¿Pero
qué quieren significar los fariseos con su pretensión?
De un profeta los judíos esperaban que se manifestase mediante una señal, un prodigio
sobrecogedor. Indirectamente reconocen con ello los fariseos la postura especial de Jesús,
sus enseñanzas «con autoridad», sus decisiones audaces sobre la ley, y también su
ministerio con plenos poderes, como lo manifiestan las curaciones y las expulsiones de
demonios. Hay en su comportamiento algo extraordinario y profético. Sin embargo, ellos
dudan de que el poder de Jesús proceda de Dios (cf. 3,22); Dios mismo debe pronunciarse
en su favor y acreditarle mediante «una señal». Es en esa confirmación directa por parte de
Dios en lo que piensa al solicitar «una señal venida del cielo». Si Jesús no la realiza,
aparecerá como un falso profeta. De hecho, tras esta petición sólo se esconde su
incredulidad; pues, Jesús ya ha realizado precisamente con bastante claridad tales
acciones salvíficas como enviado de Dios y como portador de la salvación para el pueblo.
Es la ceguera de la incredulidad la que solicita «señales» que ya se han realizado, la que
no reconoce la acción oculta y sin embargo innegable de Dios y la que solicita su poder
taumatúrgico. ¿Creerían estos hombres si Jesús accediese a su petici6n de un signo
extraordinario y ostentoso? Jesús jamás se ha prestado a semejante engaño, y por ello ha
rechazado hacer milagros sólo para acreditarse (Lc 11,16; Jn 2,18; 6,30). Ni siquiera «la
señal de Jonás» (Lc 11 ,29s, Mt 1 2,39s) tiene ese sentido. Probablemente
Jesús se refiere en esa circunstancia a su aparición al tiempo de la parusía, cuando Dios le
revele y confirme como al profeta que ha sido salvado de la muerte (*). Pero entonces será
demasiado tarde para la conversión y la fe; el pretendido milagro de confirmación se tornará
en un signo de juicio. De haberse doblegado Jesús a la pretensión de los fariseos, habría
sido infiel a su misión y destino de seguir como siervo obediente de Dios el camino que se
le había señalado. Para él había en tales deseos una tentación a la que supo resistir (cf.
8,32s).
Jesús suspira a causa de «esta generación» que desea un prodigio. Le invade un
sentimiento psicológico parecido al que Marcos refiere a propósito de la curación en
sábado: un sentimiento de cólera y tristeza por la obcecación de sus corazones (3,5). Es un
suspiro doloroso por tanta incredulidad; pero semejante cerrazón es característica de «esta
generación» en la que Jesús cuenta a sus coetáneos judíos. Es la misma queja y reproche
que posteriormente expresará todavía con mayor claridad: «¡Oh generación incrédula!
¿Hasta cuándo estaré entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» (9,19).
Pero Jesús da a los solicitantes incrédulos una negativa categórica, que el texto original
subraya aún con mayor fuerza: «Os aseguro que a esta generación no se le dará señal
alguna.» Es la dureza tajante con que todos los varones de Dios se han opuesto a los
deseos de los hombres. Jesús se mantiene firme en sus exigencias de conversión y de fe;
quien no cree en el signo de la salvación, quien quiere asegurarse humanamente y tienta a
Dios, debe cargar con las consecuencias de su incredulidad (cf. 6,11). Dios no se deja
forzar y rechaza semejante signo. Jesús deja entonces a los fariseos, sube de nuevo a la
barca y se aleja de ellos pasando a la orilla opuesta. Y esta retirada de su presencia es ya
un juicio.
...............
* El profeta Jonás fue salvado milagrosamente por Dios de los abismos del mar y en cuanto salvado y
acreditado por Dios se convirtió en «una señal» (Jon 2). La aplicación de Mt 12,39s a la resurrecci6n de Jesús es para
la comunidad creyente un signo con pleno sentido; a sus incrédulos enemigos judíos Jesús no se les apareció
resucitado.
...............

e) La incomprensión de los discípulos (Mc/08/14-21).

14 Los discípulos se olvidaron de llevar pan; solamente uno tenían consigo en


la barca. 15 Él se puso a recomendarles: «¡Estad alerta! Tened cuidado con la
levadura de los fariseos y con la levadura de Herodes.» 16 Ellos comentaban
entre sí que eso era porque no tenían pan. 17 Al darse cuenta de ello, les dice:
«¿Por qué estáis comentando que no tenéis pan? ¿Todavía no entendéis ni
comprendéis? ¿Tan endurecido tenéis el corazón? 18 ¿Teniendo ojos no véis, y
teniendo oídos no oís? ¿Pues no os acordáis 19 de cuando repartí los cinco
panes entre los cinco mil hombres, cuántos canastos llenos de pedazos
recogisteis?» Ellos le responden. «Doce.» 20 «Y cuando repartí los siete panes
entre los cuatro mil hombres, ¿cuántos cestos llenos de pedazos recogisteis?»
Contestan: «Siete.» 21 y les decía: «¿Aún no comprendéis?»

El arte narrativo, sencillo y a la vez profundo, del evangelista más antiguo se nos revela
en este diálogo, que tiene lugar a lo largo de una travesía singularmente impresionante.
Cabe suponer que Marcos tiene ante sí una tradición relativa a un viaje de Jesús por el
lago y a un diálogo sobre pan que mantuvo con sus discípulos. Ello encajaba
perfectamente en una sección en la que se habla a menudo del pan y de la comida
(6,35-44; 7,2.5; 8,1-10). Pero Marcos se ha servido de esta tradición para su exposición y
miras teológicas. Con motivo de la petición de un signo por parte de los fariseos, que acaba
de referir, Marcos ha introducido unas palabras de Jesús que originariamente debían
encontrarse en otro contexto y que casi rompen y chocan con el contexto actual: la voz de
alerta contra la levadura de los fariseos y de Herodes (v. 15). El versículo 16 enlazaría
perfectamente con el v. 14, mientras que la metáfora de la levadura resulta oscura y
equívoca (cf. Lc 12,1; Mt 16,12). La escena, sin embargo, que Marcos proyecta de este
modo es extraordinariamente impresionante: los discípulos están tan sumergidos en los
pensamientos terrenos y cotidianos que no barruntan ni de lejos la grave palabra de Jesús
y continúan discurriendo entre sí sobre las provisiones de pan. Entonces interviene Jesús
hablándoles en un tono de reproche y corrección como no lo había hecho nunca. Sus
pensamientos están anclados en lo terreno y exterior, hasta el punto de que no
comprenden el sentido del acontecimiento en que han tomado parte, el significado profundo
de la multiplicación de los panes ni las exigencias de la hora. Con ello corren realmente el
peligro del que les advierte Jesús acercándose a la postura característica de los incrédulos
y extraños: la de ver, pero no percibir, oír, pero no entender (cf. 4,12). Su corazón está
ofuscado desde la gran multiplicación de los panes (6,52), no han entendido nada de la
actividad mesiánica de Jesús y ni siquiera en el caminar sobre las aguas han comprendido
el misterio de la persona de Jesús.
A pesar de todo, tampoco ahora rechaza Jesús a sus discípulos, sino que intenta
llevarlos a la reflexión. Les recuerda el milagro de la multiplicación de los panes, los doce
canastos llenos de sobras y los siete cestos relacionadas con el segunda relato y que
Marcos no olvida. De no existir el v. 15, podría pensarse que con la alusión al milagro de
los panes Jesús quería superar las preocupaciones terrenas de los discípulos; mas esto
queda totalmente excluido tanto por la palabra grave y dura que les dirige como por la
advertencia apremiante y dolorosa contra el endurecimiento del corazón. Por la forma con
que Marcos ha dispuesto este diálogo sobre el pan y la levadura, cualquier lector puede
inferir que aquí se trata de una actitud que afecta a los discípulos como tales y que
amenaza de un modo inminente la existencia espiritual de quienes creen en Jesús. La
pregunta que el Maestro les dirige al final «¿Aún no comprendéis?» lo confirma
plenamente.
La advertencia contra la levadura de los fariseos y de Herodes (v. 15) requiere una
atención especial. Para el evangelista se alude todavía a la pretensión incrédula de un
signo, que acaba de relatar. Jesús parece seguir preocupado con la manera de pensar de
los fariseos. En este sentido encajaba la palabra sobre la levadura que el evangelista
conocía. Entre los judíos la levadura era una imagen de la fuerza que actúa internamente,
sobre todo en un sentido malo; aplicada a los hombres designaba el impulso malo. Pero en
la palabra de Jesús apenas cabe pensar en la fuerza instintiva que induce a las acciones
moralmente malas en sentido estricto, al pecado y al vicio; sino más bien en un sentimiento
pernicioso que invade a los hombres y que se puede contagiar a los demás.
Ahora advierte también Jesús contra la levadura de Herodes. Ya en 3,6 aparecieron los
fariseos en unión con los herodianos. Allí celebraron un consejo para ver el modo de perder
a Jesús. Pero esto no debe inducir a pensar que con la palabra sobre la levadura quisiese
Jesús advertir contra las asechanzas externas y los propósitos asesinos. Tal como
aparece, se trata más bien de una perniciosa actitud interna y, si Jesús advierte contra ella
a sus discípulos, es señal de que no debían dejarse prender en sus redes. Herodes ha sido
presentado personalmente a los lectores (6,1s29); en su juicio sobre Jesús manifestó
irónicamente que éste bien podía ser Juan el Bautista resucitado a quien él hizo decapitar.
Ello refleja su postura fría, escéptica e incrédula frente a Jesús. En el mejor de los casos
Jesús era para él el iniciador de un movimiento popular, interesante como un fenómeno
extraordinario; era necesario observarle por razones políticas y, en caso necesario, hacerle
inofensivo. Se ha pensado que los fariseos y Herodes aparecen juntos en las palabras
sobre la levadura porque en cierto modo se aproximaban en el aspecto político: a uno y a
otro les interesaba, aunque por razones distintas, conseguir un pueblo judío unido y un
Estado nacional. Jesús, por consiguiente, quería poner en guardia a sus discípulos sobre
los peligros inherentes a estos ideales. Pero esto solo hubiera respondido a un
pensamiento demasiado superficial. Jesús apunta a la actitud interna del hombre, a su
íntima posición religiosa. Los fariseos y Herodes, pese al distanciamiento que les separaba
en otros puntos, coincidían en el repudio incrédulo de Jesús. Es ésta la incredulidad que
tan fuertemente ha impresionado a Jesús incluso en la petición farisaica de un prodigio. Sin
examinar sus palabras y acciones, sin ni siquiera ponerse a pensar si no estaría Dios de
por medio y si Jesús no estaría defendiendo la causa de Dios, los fariseos y Herodes le
rechazan. Es esa ceguera, esa superficialidad e incapacidad para dejarse enseñar contra lo
que Jesús quiere advertir a sus discípulos.
Tal ha debido ser aproximadamente la interpretación que Marcos ha dado a las palabras
en este contexto. Nada nos sorprende que Mateo y Lucas propongan una interpretación
propia y distinta en uno y otro. Mateo relaciona la advertencia con la doctrina de los
fariseos y de los saduceos (Mt 6,12); Lucas con la hipocresía de los fariseos (Lc 12,1), a la
simulación de los propios pensamientos, a la falta de sinceridad y retorcimiento que un día
se verán desenmascarados (cf. Lc 12,2s). Marcos ha rastreado el sentido más profundo de
la advertencia de Jesús: la obstinación contra Dios y su revelación que invade el corazón
de tales hombres.
A este aviso contra la levadura de los fariseos y de Herodes correspondería también la
grave y dura amonestación de Jesús a los discípulos (v. 17-21). Todavía están hundidos en
la incomprensión; ya después del paso de Jesús sobre las aguas el evangelista no temió
decir que «tenían endurecido el corazón» (6,52). Las acuciantes preguntas de Jesús a los
discípulos en esta nueva travesía no pretenden sólo el acento retórico; es que ellos no
habían entendido de hecho el sentido del milagro de la multiplicación de los panes. Jesús,
sin embargo, no quiere decir que ya tengan en sí la «levadura» de los fariseos; les advierte
encarecidamente contra la misma. En esta hora en que la postura de los enemigos se
endurece y Jesús ve aproximarse el destino doloroso que Dios ha dispuesto para él (cf.
8,31), quiere prevenir a los discípulos contra el naufragio de la fe.
Las palabras «no percibir», «no entender» deben recordar a los lectores el pasaje del
capítulo de las parábolas en que Jesús había descrito con palabras parecidas la postura de
«los de fuera» (4,12). Por lo demás, el tenor literal de las frases no remite a la cita del
profeta Isaías (Is 6,9s), sino a otros dos pasajes proféticos: Jeremías reprende al «pueblo
insensato y sin cordura, que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye» (Jer 5,21);
mientras que Ezequiel habla de un pueblo «rebelde, que tiene ojos para ver y no mira, y
oídos para oír y no escucha» (Ez 12,2). Así como los antiguos profetas hubieron de llevar a
cabo su misión en medio de un pueblo insensato y rebelde, así los discípulos están
rodeados de incomprensión e incredulidad y corren el peligro inminente de igualarse con su
entorno. La elección de Dios que «les ha dado el misterio del reino de Dios» no les hace
invulnerables contra la negativa personal. Así les recuerda Jesús el acontecimiento
revelador del que habían tenido experiencia en el desierto con la multiplicación -o
multiplicaciones- de panes. Tienen que abrir su corazón y reconocer con los ojos de la fe
que Jesús se les reveló entonces como el pastor mesiánico del pueblo, como el portador de
la salvación divina.
Estas durísimas palabras de Jesús, que están en tensión con 4,11s -y que Mateo ha
suavizado notablemente: Mt 16,5ss- no sólo pueden explicarse por la situación histórica
bajo el peso de la inminente pasión de Jesús, sino que también permiten tener en cuenta la
situación de la comunidad posterior a la que igualmente pueden referirse estas palabras. La
disposición interna y actitud de los discípulos constituye también una amonestación para
los lectores creyentes. También ellos están rodeados de incomprensión e incredulidad; la
vergonzosa muerte de su Señor es para el mundo incrédulo un escándalo o una necedad
(d. lCor 1,23). Los hombres continúan exigiendo prodigios manifiestos y un Evangelio que
pueda comprenderse humanamente. Los discípulos de Cristo deben mirar más hondo y
entender el camino de muerte de su Señor como un designio divino. Entonces es necesario
recordar las revelaciones divinas en la vida de Jesús, que eran secretas, aunque lo
suficientemente manifiestas. Tampoco los cristianos creyentes están a salvo de un
endurecimiento del corazón que destruiría su fe. Las palabras de Jesús deben servirles de
advertencia, aunque también de incitación a una comprensión creyente. El milagro de la
multiplicación de panes continúa para ellos en el banquete eucarístico que los une con
Cristo resucitado y glorificado.

f) Curación de un ciego en Betsaida (Mc/08/22-26).

22 Llegan a Betsaida. Entonces le traen un ciego y le suplican que lo toque. 23


Tomando de la mano al ciego, lo sacó fuera de la aldea; le echó saliva en los
ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?» 24 Comenzando a
entrever, decía: «Veo a los hombres; me parecen árboles, pero me doy cuenta
de que andan.» 25 Después impuso otra vez las manos sobre los ojos del ciego,
y éste comenzó a ver claro y recobró la vista y lo distinguía todo perfectamente
desde lejos. 26 Luego lo mandó a su casa, advirtiéndole: «Ni siquiera entres en la
aldea.»

Esta historia de curación está ligada a un lugar geográfico.


Betsaida quedaba al Este de la desembocadura del Jordán en el lago de Genesaret. El
lugar viene aquí designado como «aldea», aunque el tetrarca Filipo la había convertido en
una ciudad (Betsaida Juliade); tal vez el narrador seguía pensando aún en la vieja aldea de
pescadores. Otros rasgos del relato corroboran la impresión de que procede de una fuente
anterior a Marcos, fuente que se caracterizaba por unas exposiciones arcaicas. La curación
se realiza mediante la saliva y la imposición de manos sobre los ojos, dos antiguos
remedios curativos en opinión popular, y además se va verificando gradualmente. Esto no
sólo indica la gravedad del caso, sino también el empeño y esfuerzo de sanador. Dicha
antigua fuente se ha expresado sin titubeos al respecto, sin pensar que por ello se
menoscababa el poder taumatúrgico de Jesús. Por el contrario, para aquel narrador esto
constituía precisamente una prueba de la gran virtud curativa de Jesús. Si el ciego
recupera la vista de un modo gradual, primero de forma confusa pues ve a los hombres
como árboles que andan, después, y tras nueva imposición de manos, precisando mejor los
objetos hasta ver de un modo claro y nítido, los oyentes van viviendo el proceso milagroso
del ciego que recobra la luz de sus ojos. El narrador, pues, está poseído por el mismo afán
de presentar el extraordinario poder curativo de Jesús que cualquier otro que refiriese
únicamente la palabra de mando de Jesús. Marcos refiere la curación de otro ciego, la de
Bartimeo en Jericó (10,46-52), y allí Jesús dice únicamente: «Vete, tu fe te ha salvado.»
Hay que tener en cuenta el estilo y propósito de cada narrador si no se quieren sacar falsas
conclusiones. Tampoco en este episodio se presenta a Jesús como un curador mágico; en
contra habla ya el simple hecho de que Jesús saca al ciego de la aldea y le envía a su casa
con la orden expresa de evitar la aldea (y la gente).
Se trata, pues, de un antiguo relato de una curación milagrosa que no pretende exponer
otra cosa que esa curación, y Marcos la ha tomado sin introducir cambios. Es una réplica
de la curación del sordomudo (7,32-37), y en el modo de la narración es totalmente
parecida. La introducción se repite casi de un modo literal: presentan a Jesús un hombre
víctima de una grave dolencia, y le suplican que le imponga las manos. En ambos casos
Jesús retira al paciente de la presencia del pueblo y se esfuerza por curarle con unos
gestos perfectamente comprensibles para la gente de aquella época. Una y otra vez emplea
Jesús la saliva y el contacto de sus manos para realizar la curación: introduce los dedos en
los oídos del sordomudo, y pone las manos sobre los ojos del ciego. Sólo la curación misma
viene descrita de modo diferente: en el caso del sordomudo Jesús pronuncia una palabra
imperiosa, lo que no hace con el ciego. En el primer relato Marcos sólo ha anticipado una
noticia de viaje (7,31) y agregado la orden de silencio así como la observación de que la
gente «proclamaba» el hecho cada vez con mayor decisión. En el relato presente, lo más
que corresponde al evangelista es la breve frase final en que Jesús indica al hombre que
no entre en la aldea (*). Quizá en el relato original la gente hacía un elogio parecido al de
7,37. De este modo los cristianos creyentes, probablemente judeocristianos, refirieron muy
pronto las curaciones de Jesús, viendo en ellas el cumplimiento de las antiguas promesas.
Esto tiene gran importancia incluso históricamente; se sabía que Jesús había actuado así
provocando el asombro de las gentes, sin que se pretendiese ofrecer siempre un relato
perfectamente detallado.
Mas ¿por qué Marcos ha introducido aquí este episodio? Dada la presentaci6n de la
perícopa, se ha supuesto con frecuencia que para él tiene un valor simbólico: al igual que
Jesús devolvió la vista a aquel ciego de un modo gradual, así sus discípulos debían ser
curados de la ceguera de su incomprensión. Pero el evangelista no indica en modo alguno
ese sentido simbólico ni ha dicho anteriormente nada de que Jesús quisiese curar la
obcecación de sus discípulos. No debemos atenuar su primera amonestación a los
discípulos (y a los lectores cristianos). Estudiándolo mejor, vemos que el diálogo de la
travesía se da por cerrado y la curación del ciego se considera una pieza que Marcos no
quiso que faltase en el marco general de esta sección relativa al tiempo de las
peregrinaciones apostólicas de Jesús. Incluso ahora, cuando los enemigos de Jesús
intensifican sus ataques, el pueblo persiste en su actitud indecisa y los mismos discípulos
no consiguen una inteligencia más profunda de los hechos, aun ahora Jesús sigue
realizando sus obras de salvación con voluntad imperturbable. Pese a continuar siendo el
incomprendido, cumple su misión en el mundo y revela la voluntad salvífica de Dios. Lo que
Marcos pretende decir a sus lectores es más bien la revelación que Jesús hace de sí
mismo bajo signos, todavía de un modo un tanto velado, pero en la misma dirección que
indica Juan: «Mientras estoy en el mundo, luz del mundo soy» (Jn 9,5).
...............
* La observación no se comprende bien si el hombre vivía en aquella aldea. Esto lo vieron también los
primeros copistas que cambiaron el texto: «No se lo digas a nadie en la aldea», etc. Si la observación la introdujo
Marcos, quizá no tuvo lo bastante en cuenta la dificultad. Otros intérpretes creen que el hombre no vivía en Betsaida
sino en otra aldea cercana.
(_MENSAJE/02-1.Págs. 204-216)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 16

g) Profesión de fe de Pedro (Mc. 08/27-30).

27 Luego Jesús se fue con sus discípulos hacia las aldeas de


Cesarea de Filipo. Y en el camino preguntaba a sus discípulos:
«¿Quién dicen los hombres que soy yo?» 28 Ellos le respondieron:
«Pues que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los
profetas.» 29 Entonces él les volvió a preguntar: «Pero vosotros,
¿quién decís que soy yo?» Tomando la palabra Pedro, le dice: «Tú
eres el Mesías.» 30 Y severamente les advirtió que a nadie dijeran
nada acerca de él.

El evangelista sigue manteniendo el marco de las peregrinaciones.


Desde Betsaida se puede continuar hacia el Norte, hasta la región de Cesarea de Filipo,
junto a las fuentes del Jordán. Probablemente Marcos quiere enlazar así la última perícopa
con esta escena. Al mismo tiempo subraya también toda la actividad que Jesús ha realizado
hasta el presente. La «ciudad del César», cercana a las fuentes del Jordán, que el tetrarca
Filipo había elegido como residencia, y que para distinguirla de otras Cesareas se llama
Cesarea de Filipo, sólo se menciona en este pasaje de los
Evangelios. Está situada en el corazón de una región predominantemente pagana, casi en
el mismo grado de latitud que Tiro. No se ve una razón particular de por qué se menciona
este lugar (*). Durante el camino pregunta Jesús a sus discípulos por quién le tiene la
gente. Sólo el hecho de que Jesús pregunte acerca de sí mismo es ya digno de atención,
pues hasta ahora nunca habíamos oído nada igual. Por el contrario, Jesús se esforzaba y
preocupaba por conservar su secreto. Aquí empero se evidencia que el evangelista quería
constantemente, aunque de modo velado, plantear a sus lectores la pregunta de quién era
Jesús. Al final de la primera parte del Evangelio, esa pregunta se convierte en tema
explícito y quien interroga es el mismo Jesús. Por ello, la respuesta que Pedro da como
portavoz del círculo de los discípulos no puede carecer de una significación especial. Pero
lo que sorprende es que después Jesús prohíba severamente a los discípulos que hablen
con nadie de su persona. La pregunta que Jesús hace a sus discípulos encuentra una
cierta réplica en la que más tarde le dirige a él el sumo sacerdote (14,6] ). Pues, como
Pedro confiesa a Jesús como «Mesías», pregunta el sumo sacerdote en la sesión del
Consejo Supremo si Jesús es el Mesías; y así como después de la escena de Cesarea de
Filipo, Jesús empieza a adoctrinar a los discípulos sobre el camino doloroso del «Hijo del
hombre» (8,31), así alude también ante el consejo supremo al «Hijo del hombre» (14,62).
Propiamente hablando, la misma confesión de Pedro representa más bien una pregunta a
la que Jesús debe responder. Es la pregunta de si Jesús puede ser designado como el
Mesías y en qué sentido.
Jesús empieza por preguntar a sus discípulos quién piensa la gente que es él. La
pregunta resulta casi necesaria después de lo que se nos ha dicho hasta ahora, pues los
lectores han tenido noticia repetidas veces de las reacciones del pueblo ante la doctrina y
ante los hechos extraordinarios de Jesús; pero nunca han obtenido una información
satisfactoria sobre su actitud acerca de Jesús. Por lo general se habla de que todos «se
quedaban llenos de estupor» (1,27), «se quedaban atónitos» (1,22; 6,2; 7,37), «estaban
maravillados» (2,12; 5,42) y «se admiraban» (5, 20). Sólo en una ocasión hablan las gentes
claramente del cumplimiento de las promesas de salvación (7,37). Los lectores, sin
embargo, tampoco dejan de estar preparados para la respuesta de los discípulos; pues,
tras el envío de los doce, y con ocasión del relato acerca de Herodes, el evangelista ha
transcrito los rumores que circulaban entre el pueblo (6,14s), y allí quedó patente que tales
opiniones eran insuficientes. La respuesta que ahora dan los discípulos coincide casi
literalmente con aquellos rumores. Así pues, las opiniones del pueblo no han cambiado, a
pesar de la gran multiplicación de panes y a pesar de las grandes curaciones que Marcos
ha referido después. El pueblo de Galilea no tiene un juicio claro y es incapaz de llegar a
una confesión decidida. No obstante su admiración hacia el gran benefactor y taumaturgo,
sigue perplejo y titubeante. Por ello Jesús no adopta ninguna postura frente a tales
opiniones populares y pregunta ahora resueltamente a sus discípulos: «Pero vosotros
¿quién decís que soy yo?» Pedro responde de modo claro e inequívoco: «Tú eres el Mesías.»
¿Ha fracasado con ello la respuesta que Jesús había querido? Los discípulos, que hasta
el último momento estaban sin entender ni comprender (8,17-21), ¿no han llegado
finalmente a la fe plena? O mejor ¿no les ha sido revelada por Dios, al menos a Pedro, esa
confesión? Tan habituados estamos a esta concepción, inducidos sin duda por la tradición
que Mateo (16,16s) ha consignado, que sólo con dificultad nos planteamos el problema que
se halla en nuestro texto de Marcos. ¿Acepta Jesús con complacencia la confesión
mesiánica de Pedro? ¿Por qué, entonces, impone inmediatamente a los discípulos la
prohibición de hablar sobre el particular, sin referencia alguna a la confesión de Pedro? Y
-cuestión todavía más desconcertante- ¿cómo es posible que el mismo Pedro un poco
después ponga objeciones a Jesús e intente apartarle de su camino hacia la muerte (v.
32)? Si se quería explicar esto con la revelación de los padecimientos de Cristo,
escandalosa e incomprensible para Pedro, sorprende que Jesús reaccione de un modo tan
extraordinariamente duro y al mismo discípulo, que un momento antes le ha honrado con la
confesión más alta, le reprende ahora como a «Satán», que no conoce los pensamientos
de Dios sino sólo los de los hombres (v. 33). La rápida sucesión de ambas escenas debe,
pues, tener un sentido para el evangelista. ¿Ha podido Pedro realmente descender de la
altura sublime de una confesión otorgada por Dios a la sima profunda de una tentación que
comporta rasgos satánicos?
Se comprende por lo mismo que muchos exegetas hayan optado por la solución
contraria, viendo en la confesión mesiánica del príncipe de los apóstoles una respuesta que
en modo alguno satisfizo a Jesús, la expresión de una falsa esperanza que Jesús reprime.
Pedro, y con El los otros discípulos, habrían acariciado el sueño de un reino mesiánico
terreno y político, que Jesús había rechazado y combatido con energía desde el comienzo,
desde que le tentó Satán en el desierto. Pero esta interpretación, que se va al extremo
opuesto, tiene también en contra graves dificultades. ¿Es que Pedro, y con él el círculo de
discípulos de Jesús, se han engañado más aún que la multitud? ¿Por qué, pues, sigue no
mucho después la transfiguración sobre el monte, en la que Dios mismo da testimonio en
favor de su Hijo amado delante de los tres discípulos entre los que se encontraba Pedro
(9,7)? En la mente del evangelista ¿no es esto una confirmación de la confesión de Pedro?
La escena de Cesarea de Filipo no puede haber tenido un sentido puramente negativo ni
siquiera para Marcos.
Tal vez pueda ayudarnos en este atolladero otra observación del propio Evangelio de
Marcos. Repetidas veces anota el evangelista que los demonios a los que Jesús quiere
expulsar, se dirigen a él -sin duda en plan de defensa- como al «Santo de Dios» (1,24) o
como al «Hijo de Dios» (3,11; 5,7). Jesús les prohíbe que le den a conocer (3,12),
seguramente que por un motivo distinto que a los discípulos. Mas para los lectores
creyentes estas confesiones demoníacas no dejan de tener importancia: lo que proclaman
los espíritus impuros con un propósito malvado no deja de ser cierto: Jesús es el Hijo de
Dios. ¿No debía la confesión de Pedro tener también para la comunidad de oyentes el
sentido de expresar su propia confesión? Ciertamente que lo que Pedro expresa entonces
se presta a malas interpretaciones. Jesús nunca se ha presentado -y Marcos lo sabe
exactamente igual que el cuarto evangelista Juan- como el Mesías en sentido judío; pues,
para los judíos el Mesías era el rey teocrático, el hijo de David (d. 12,36s), y Jesús no
quería ser un libertador terreno y nacionalista. Es posible que los discípulos compartiesen
esa falsa idea (cf. 10,37) y que tampoco Pedro se viese libre de la misma. Aun así, su
confesión no era completamente falsa, aunque todavía no estaba clarificada y depurada.
En todo caso, Pedro veía en Jesús más que las otras gentes del pueblo con sus distintas
opiniones. De este modo, su confesión representa, por una parte, una cumbre, aunque, por
otra, no resulte plenamente aceptable para Jesús y hasta pueda resultar peligrosa su
difusión entre el pueblo. Por eso, prohíbe Jesús a los discípulos que hablen de él con la
gente y empieza inmediatamente a descubrirles su verdadera mesianidad -en sentido
cristiano-, el misterio del «Hijo del hombre», que debe padecer y morir según el designio de
Dios.
De modo parecido están las cosas cuando el sumo sacerdote pregunta solemnemente a
Jesús si es el Mesías. Jesús no podía responder simplemente: «Sí», porque no se veía a sí
mismo como el libertador prometido en sentido judío; pero tampoco podía responder: «No»,
porque era realmente el libertador prometido por Dios, aunque de un modo que no
correspondía a las esperanzas judías y que las superaba al máximo. Esta verdadera
comprensión de la mesianidad de Jesús se desvela en ambos casos a través del título de
Hijo del hombre: el Hijo del hombre debe padecer y morir (8,31) antes de que Dios le exalte
a su diestra y regrese sobre las nubes del cielo (14,62). Así es como la Iglesia primitiva
entendió a su Señor y como entendió las palabras originales de Jesús por encima de todas
las discusiones
Si se considera así la escena de Cesarea de Filipo, no existe ninguna contradicción
esencial entre Mateo y Marcos. El evangelista más antiguo se preocupa más de las
circunstancias históricas y no puede dar por válida la confesión mesiánica de Pedro en todo
su alcance; pero sabe de su importancia para la Iglesia después de pascua. Es entonces
cuando queda excluida toda falsa interpretación y cuando la confesión de Pedro alcanza
todo su esplendor a la luz de la resurrección de Jesús. Desde aquí, en cambio, es desde
donde Mateo vuelve la vista exponiendo libremente -al igual que después del paso sobre
las aguas del lago, 14,33- el significado supratemporal de la confesión de Pedro; por ello le
da también un tono deliberadamente cristiano: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios
viviente» (16,16).
Pero ¿qué significa esta escena para los lectores cristianos del Evangelio de Marcos?
Nada menos que, al final del ministerio de Jesús en Galilea, y por boca del primero de los
discípulos, se les confirme su profesión de fe en Jesús como el Mesías prometido. Este era
el sentido oculto de su actividad en medio del pueblo de Israel, como queda reflejado en
todos los capítulos precedentes. Pero al mismo tiempo les hace caer en la cuenta de lo
difícil que resultaba semejante confesión en aquellas circunstancias históricas y lo expuesta
que estaba a falsas interpretaciones. En su manifestación y propósitos, Jesús nada tenía
que ver con la imagen que los judíos se habían hecho del Mesías. Por ello, y pese a toda la
admiración que despertaba, Jesús no encontró en el pueblo la verdadera fe, terminando su
espléndida actividad en Galilea con un fracaso externo. Así pudieron levantarse contra él
sus enemigos humanos y hubo de seguir el camino de la cruz. Su muerte, no obstante,
había de trocarse en la salvación para todos, según el plan salvífico de Dios; para todos los
que creen en el Mesías muerto en cruz y resucitado, tanto judíos como paganos. La
confesión mesiánica de Pedro necesitaba aún de un esclarecimiento, necesitaba sobre
todo de la revelación del misterio del dolor. Aún debía madurar en un conocimiento más
profundo, que durante el ministerio de Jesús en la tierra ya era ciertamente accesible a los
ojos creyentes, aunque sólo tras la resurrección de Jesús llegaría a la plena certeza de que
este Mesías es verdaderamente el Hijo de Dios.
...............
* Las especulaciones de que la escena se situó allí porque en aquel lugar de la antigua Panéade
se alzaba un santuario en honor de Pan, sobre la vertiente del monte que está encima de la fuente
del Jordán, y porque el lugar se consideraba como una entrada al mundo de los infiernos -cf. «las
puertas del reino de la muerte» de Mt 16,18- carecen de fundamento al no haber referencia alguna
a ese dato. Para la tradición judía el único indicio al respecto era que el río sagrado del Jordán
pertenecía a las «fuentes del abismo» (Gén 8,2).
(_MENSAJE/02-1.Págs. 216-223)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 17

PARTE SEGUNDA

LA OBRA REDENTORA DE JES0S


8,3 1-16,8

El balance del ministerio público de Jesús era negativo (8,27-30); pero en el plan salvífico
de Dios estaba previsto este fracaso externo: Jesús tiene que recorrer el camino de la cruz
(8,31) para dar su vida como «rescate por muchos» (10,45). Sólo así se llega a la redención
del género humano mediante la sangre del único, sangre con la que Dios pactará una nueva
alianza con el mundo entero (14,24). Desde aquí se comprende la conducta de Jesús, hasta
ahora bastante enigmática en numerosas ocasiones. Su apartamiento de las multitudes que
celebraban sus curaciones y hechos portentosos, aunque sin comprenderlos; sus órdenes
de silencio a los que había curado, quienes le proclamaban como taumaturgo, y a los
demonios que querían descubrir su misterio de una forma desleal; sus reproches a los
discípulos torpes... todo ello sucedió con vistas al destino de muerte que le había sido
señalado, y que a su vez cambia la suerte de los hombres pecadores, aunque siempre les
sea necesaria la conversión a Dios. Jesús penetra ahora en su camino
de muerte, y por ello su secreto mesiánico no puede permanecer oculto por más tiempo. Al
contrario, desde ahora se irán iluminando cada vez más las tinieblas en que está envuelta
su persona. A los tres discípulos de confianza va a desvelar Jesús su esencia divina y
oculta (la transfiguración: 9,2-13); el ciego Bartimeo puede reconocerle públicamente como
Hijo de David (10,46-52), Jesús entra en Jerusalén como el portador de la paz mesiánica
(11,1-11); habla inequívocamente de sí mismo como del Hijo de Dios en la parábola de los
viñadores homicidas (12,1-12), y de un modo más claro aún en su enseñanza sobre la
filiación davídica del Mesías (12,35-37), y delante del sanedrín termina por proclamarse
abiertamente como el Mesías esperado, identificándose con el Hijo del hombre a quien Dios
exaltará a su diestra (14,61s). El camino por la cruz a la gloria, que Jesús anuncia a sus
discípulos al comienzo de esta segunda parte, que por tres veces pone íntegramente ante
sus ojos, se realiza en el curso de la exposición que alcanza su vértice más alto con la
confesión del centurión pagano al pie de la cruz (15,39) y con el mensaje de la resurrección
que resuena sobre el sepulcro (16,6).
Mas la comunidad oyente no sólo ha de seguir el camino de su Señor, sino que debe
también comprender la obligación que sobre ella pesa de tomar parte en él. Ya en el primer
anuncio de la pasión se mezcla de forma indisoluble una serie de sentencias que exigen de
todo aquel que quiera tener parte en la gloria del ya inminente reino de Dios, el seguimiento
con la cruz, la entrega de la vida y la confesión del Hijo del hombre (8,34-9,1). Con el
segundo anuncio de la pasión (9,30-32) enlaza un largo discurso, dirigido a los discípulos
que disputan entre sí, pero que también señala a la comunidad unas indicaciones
fundamentales para su camino sobre la tierra (9,33-50). Al vaticinio tercero, y más largo, de
la pasión de Jesús (10,32-34) sigue una enseñanza a los hijos de Zebedeo, que deben
beber el cáliz de la pasión y ser bautizados con el bautismo de muerte antes de participar
en la gloria de Cristo, y unas palabras a todos los discípulos, según las cuales la ley
fundamental de la comunidad no es el dominio, sino el servicio (10,35-45).
Hay además otros fragmentos en los que la comunidad recibe importantes instrucciones
para su vida en este mundo. En una sección más larga, y anterior al tercer anuncio de la
pasión, se habla del matrimonio, de los niños y de las posesiones (10,1-31). A primera vista
parece como si Jesús resolviera un problema de entonces -la entrega de un acta de
repudio- y cual si se tratase de pequeños episodios de sus correrías apostólicas -bendición
de los niños, el joven rico-; pero las palabras que Jesús pronuncia en tales circunstancias
se hacen transparentes y actuales para la comunidad posterior. Para ella conservan toda
su vigencia las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, la importancia de
los niños, el peligro de las riquezas y la recompensa de la pobreza, al igual que las
advertencias contra el afán de poder y dominio. Posteriormente aún se presenta otra
ocasión para exponer ciertas cuestiones relativas a la fe y a la vida durante la última
estancia de Jesús en Jerusalén. Cuatro perícopas perfectamente dispuestas versan sobre
la postura frente al Estado y las autoridades, sobre la doctrina de la resurrección de los
muertos, el mandamiento máximo y el problema del Mesías (12,13-37). La conclusión de
estas enseñanzas la forma el gran discurso apocalíptico, que e] evangelista actualiza y
presenta a la comunidad como advertencia. exhortación y consuelo dentro de sus
circunstancias particulares (c. 13).
Sigue inmediatamente después la historia de la pasión, aunque tampoco ésta como
simple crónica de unos sucesos, sino como un relato largamente meditado, que no disipa
las tinieblas de este último estadio del camino del Hljo de Dios sobre la tierra, pero que a la
luz de la Escritura -que había vaticinado muchas de estas cosas- intenta comprender la
actitud de Jesús y de los hombres que tomaron parte en aquel acontecimiento. Mas con la
muerte en cruz y el sepulcro abierto irrumpe la certeza de la resurrección. Es una paradoja
del Evangelio del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, quien desde el abandono de la
muerte alcanza la proximidad más viva de Dios, que triunfa en medio de la muerte, y que
redime a los hombres mediante su sangre. En el conocimiento de su cruz, escuchando el
mensaje de su resurrección, la comunidad aguarda su venida en gloria.

I. EL MISTERIO DE LA MUERTE DEL HIJO DEL HOMBRE (8,31 - 10,45).

La sección primera está formada por los tres anuncios de la pasión (8,31; 9,31; 10,32ss)
y culmina con la afirmación de que el Hijo del hombre entrega su vida en rescate «por
muchos» (10,45). Después, pasando por Jericó, Jesús se acerca a la ciudad santa de
Jerusalén recorriendo así el camino que le lleva a la muerte. Pero en Jerusalén aún se le
concede un breve período de ministerio público, un período repleto de diálogos de la mayor
importancia, y en los que la comunidad puede aprender mucho para su fe en Cristo y su
vida en el mundo. Por lo que este ministerio jerosolimitano abarca una sección aún más
larga (10,46-13,37) y entronca con los últimos capítulos que exponen el acontecimiento de
la pasión (14,1-16,8).
Si mediante este triple anuncio de la pasión el evangelista nos descubre su propósito de
introducirnos en el misterio de la muerte del Hijo del hombre y de adentrarnos cada vez más
en el mismo, no podemos esperar en esta sección un relato históricamente coherente y
continuo. Las distintas piezas están ordenadas desde puntos de vista temáticos, y hasta es
posible que incluso unidades mayores hubiesen adquirido ya esta forma en la tradición
anterior al evangelista. Sería un error buscar el lugar preciso o el momento exacto de la
transfiguración sobre el monte; comprendemos lo que este acontecimiento debe significar
para cuantos escuchan las palabras sobre la necesidad que el Hijo del hombre tiene de
padecer y sobre la necesidad que tienen los discípulos de seguirle con la cruz. No deben
sorprendernos las múltiples, y en apariencia inconexas, palabras que Jesús pronunció en la
casa de Cafarnaún para instrucción privada de sus discípulos (9,33-50): son palabras del
Señor reunidas desde época temprana mediante palabras nexo, que tenían especial
importancia para la vida y ordenamiento de la comunidad. Debemos, pues, prestar atención
continua al tema que resuena una y otra vez, y subordinar los restantes temas a la idea
directriz de que estamos siguiendo al Señor que caminó hasta la muerte y que superó las
tinieblas del mundo; nosotros, hombres que tienen que luchar contra la debilidad humana y
las tentaciones del propio corazón, como los discípulos que, aquí más que nunca, nos
representan a nosotros que hemos escuchado la llamada del Señor.

1. EL PRIMER ANUNCIO DE LA PASIÓN (8,31-9,29).

a) Anuncio de la pasión y oposición de Pedro (Mc. 08/31-33).

31 Entonces comenzó a enseñarles que es necesario que el


Hijo del hombre padezca mucho, y sea rechazado por los
ancianos, por los sumos sacerdotes y por los escribas, y que
sería llevado a la muerte, pero que a los tres días resucitaría;
32 y con toda claridad les hablaba de estas cosas. Pedro,
llevándoselo aparte, se puso a reprenderlo. 33 Pero él,
volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, y
le dice: «Quítate de mi presencia Satán, porque no piensas a
lo divino, sino a lo humano.»

J/PASION/ANUNCIO-1: El anuncio de la pasión de Jesús está estrechamente ligado al


reconocimiento de su mesianidad por parte de Pedro. Por lo cual, la profecía de la muerte
se encuentra todavía bajo el planteamiento de la cuestión de quién es Jesús. Ni la gente
del pueblo, ni el mismo Pedro han comprendido el misterio de Jesús. El portavoz del círculo
de los discípulos reconoce ciertamente la incomparable grandeza de Jesús y la proclama
con el atributo máximo que tiene a su disposición: el atributo de la mesianidad; pero esta
indicación suscita justamente falsas interpretaciones. Para convertirse en una confesión
plenamente cristiana es preciso declarar antes el tipo especial de esta mesianidad de Jesús
y el camino que Dios le ha trazado. En la instrucción que sigue, y que se dirige
particularmente a los discípulos (cf. 9,30), a los doce (10,32), y con ellos a la comunidad, la
elección de otro título señala ya por sí solo el alejamiento de las esperanzas judías: Jesús
habla del Hijo del hombre. Ya antes Jesús se había designado así, y desde luego que en
un sentido misterioso y pleno de dignidad: como plenipotenciario de la autoridad divina para
perdonar pecados (2,10) y como Señor del sábado (2,28). De ese mismo Hijo del hombre
se dice ahora que debe padecer y morir. Lo que aquí se nos revela es la específica y
primitiva comprensión cristiana del Mesías muerto en cruz y resucitado.
Toda la profecía de los padecimientos, repudio y resurrección del Hijo del hombre está
formulada en el lenguaje de la primitiva predicación cristiana. Históricamente no constituye
problema alguno que Jesús viera venir sobre sí la pasión y la muerte. La incomprensión del
pueblo frente a su misión específica y la oposición de los círculos dirigentes a su mensaje y
ministerio eran tan patentes, que Jesús no pudo albergar la menor duda acerca del
desenlace de su misión en la tierra. Lo que no cabe señalar es cuándo adquirió esa
certeza. A la Iglesia primitiva lo que le interesaba en todo esto era establecer el
conocimiento anticipado, la presencia de ánimo y la decisión de Jesús para adentrarse en
ese camino de muerte (cf. Lc 9,51; Jn 3,14; 12,32s); más aún, le importaba descubrir a la
luz de la Escritura el plan divino que dirigía todos los acontecimientos. El «es necesario»
decretado por Dios se encontraba ya anunciado en la Escritura; para descubrirlo basta con
saber leerla a partir de su cumplimiento, después de los sucesos de la pasión y crucifixión
de Jesús (cf. Lc 24,26s.45s). Ateniéndose exclusivamente a la presente profecía no es
posible señalar los pasajes concretos de la Biblia en los que se pensaba de modo
particular; pero los mismos textos introducidos en el relato de la pasión nos descubren la
más antigua interpretación escriturística de la Iglesia primitiva. Destacan al respecto
algunos salmos: el Salmo 22, lamentación conmovedora de un hombre que se encuentra en
peligro de muerte y que, pese a todo, se abre a una profunda confianza en Dios; el Salmo
42, invocación anhelante del auxilio divino entre el oleaje de sufrimientos (monte de los
Olivos); y el Salmo 69, en que a todas las angustias personales viene a sumarse la burla de
los enemigos. En contra de una opinión muy divulgada, no parece que en estos anuncios
de la pasión, que Marcos tomó de una tradición precedente, haya una alusión latente al
poema del siervo de Yahveh que opera la reconciliación (Is 53). Pues no se expresa la idea
del sufrimiento vicario, de la muerte «por muchos». Esa idea la testifica Marcos en otros
dos pasajes: al hablar de la misión de servicio del Hijo del hombre (10,45) y en las palabras
del cáliz en la última cena (14,24).
De la mano de Marcos volvemos a una antigua consideración de la pasión de Jesús que
trasladaba al Mesías los padecimientos, persecuciones y burlas de los justos del Antiguo
Testamento. Una experiencia humana universal, que ya atormentaba a los hombres
piadosos de la antigua alianza, pero que lograron superar mediante su unión íntima con el
Dios oculto de la salvación, la acepta y resuelve el hombre Jesús, el «Hijo del hombre», de
tal modo que su carrera y triunfo se convierten en el camino de cuantos le siguen. Porque
Jesús es el «Hijo del hombre», a quien se le ha otorgado el poder soberano de Dios; la
esperanza de los oprimidos se convierte por él en certeza de liberación. La identificación
entre el Hijo del hombre dotado de plenos poderes y el Hijo del hombre que padece y
muere, no se encuentra todavía en la fuente de sentencias que Mateo y Lucas han
utilizado; pero de todos modos es antigua y Marcos la ha entendido de una forma profunda.
Marcos pone el máximo empeño en su teología del Hijo del hombre que cabalga por el
camino obscuro y misterioso de Jesús (14,21.41).
Contemplando la profecía con mayor detención, nuestra mirada se detiene en la
expresión «ser rechazado». Es una expresión dura que dice más que una condena judicial;
al Hijo del hombre le esperan la postergación y el desprecio (9,1>. Pero eso no es todo;
probablemente late aquí una cita implícita de la Escritura. El mismo verbo se emplea en el
pasaje de un salmo que tuvo gran importancia en la Iglesia primitiva: «La piedra que
rechazaron los constructores, ésa vino a ser piedra angular, esto es obra del Señor y
admirable a nuestros ojos» (/Sal/118/22s). El pasaje se cita al final de la parábola de los
viñadores homicidas (Mc 12,10s), que apunta ciertamente al asesinato de Jesús. La Iglesia
primitiva lo entendió así: los dirigentes judíos han rechazado al último enviado de Dios, al
Hijo de Dios en persona; pero Dios le ha confirmado y constituido en el fundamento de la
salvación. Los «constructores» son los hombres que hubieran debido reconocer la
importancia de aquella piedra. No sin razón menciona nuestro pasaje expresamente a los
tres grupos del sanedrín, el tribunal supremo judío: los ancianos, que formaban la nobleza
laica; los sumos sacerdotes, en cuyas manos estaba el culto del templo y también parte del
poder político, y los escribas o expositores de la ley, que gozaban de gran prestigio. Jesús
es rechazado por estos representantes oficiales del pueblo judío: idea pavorosa. Pero esto
no impide los planes salvíficos de Dios, como lo indica el pensamiento de la piedra angular.
En conexión con otros lugares bíblicos, que utilizan la misma imagen, surge así toda una
teología (cf. 1 Pe 2,6-8): la piedra rechazada por los hombres ha sido puesta por Dios en
Sión como piedra angular firme, escogida y preciosa: quien confía en ella no titubeará (Is
28,16). Pero la misma piedra se convertirá en piedra de escándalo y tropiezo para cuantos
la rechazan (Is 8,14s). Dios cambia el misterio de maldad en promesa de salvación, las
tinieblas en luz. Y justifica al que han rechazado los hombres resucitando al Hijo del hombre
que había sido crucificado.
El anuncio de la resurrección se encuentra en los tres vaticinios de la pasión del Hijo del
hombre; pero, extrañamente, los discípulos la pasan por alto una y otra vez. No viene al
caso una explicación psicológica, según la cual los discípulos no habrían prestado atención
a esa promesa, aterrados y confusos como estaban por las palabras acerca de los
padecimientos y muerte del hijo del hombre. La resurrección entra en el plan salvífico de
Dios y hay que mencionarla en esta fórmula de vaticinio. El trasfondo bíblico la subraya con
más fuerza aún que el propio acontecimiento: a diferencia de la formula que aparece en
1Cor 15,4, no se dice que será «resucitado», sino que «resucitará», y no «al tercer día»
sino «a los tres días». Desde luego que los matices lingüísticos no hacen mucho al caso
puesto que la idea sigue siendo la misma: es Dios quien en un período brevísimo de
tiempo, después de tres días o al tercer día, devuelve a la vida al que había sido matado.
En el Antiguo Testamento y en el judaísmo «tres días» (TERCER-DIA) es una expresión
corriente para indicar un breve período de sufrimientos y prueba, al que sigue un cambio de
situación con la ayuda y liberación divinas. «El Señor nos ha herido y él mismo nos curará;
nos ha golpeado y nos vendará. Él mismo nos devolverá la vida después de dos días; al
tercer día nos resucitará y viviremos en su presencia» (Os 6,2s). La Iglesia primitiva aplicó
también a la resurrección de Jesús otras palabras que hablaban de «tres días» (cf. Mt
12,40; Jn 2,20s). La idea decisiva es que «el tercer día trae un cambio hacia algo nuevo y
mejor; la misericordia y justicia divinas crean una nueva era de salvación, de vida y triunfo»
(LEHMANN). Esta es la panorámica que se abre al final de la profecía de la pasión, aunque
los discípulos sólo se percatasen de ella después de la resurrección de Jesús (cf. 9,10).
Ahora habla Jesús a sus discípulos de su camino personal de sufrimientos y muerte «con
toda claridad». Es éste un cambio que se inicia con la escena de Cesarea de Filipo; hasta
entonces Jesús había guardado su secreto para sí. Pero, al igual que los discípulos no
comprendieron entonces su ministerio mesiánico (d. 6,52; 8,17-21), tampoco ahora
vislumbran adónde conduce el camino de Jesús. Si no quieren, sin embargo, que su fe
naufrague, tienen que abrir sus ojos a la necesidad que preside los padecimientos y muerte
de su Señor. Mas esto no sólo vale para los discípulos en aquella situación histórica;
cuenta también para la comunidad que siente como algo duro e incomprensible la muerte
denigrante de Jesús. También a ella tiene que revelársele de modo total el sentido divino
de este acontecimiento al echar ahora una mirada retrospectiva. En el espejo de la
enseñanza a los discípulos reconoce la comunidad su propia resistencia, y la triple profecía
manifiesta de Jesús debe introducirla de un modo firme y profundo en los pensamientos de Dios.
PEDRO/SATANAS: El mismo discípulo, que en nombre de los otros había pronunciado
la profesión de fe mesiánica en Jesús, se convierte en adversario y seductor de Jesús. Le
toma aparte y empieza a reprenderle. Asistimos aquí a un duelo entre Pedro y Jesús, como
lo sugiere el mismo verbo empleado: con la misma energía y dureza con que Pedro
«reprende» al Señor por sus ideas de sufrimientos y muerte, «reprende» Jesús al príncipe
de los discípulos. Con la mirada clavada en ellos -Jesús se vuelve y «mira a sus
discípulos»-. Jesús condena como tentación satánica los intentos de Pedro por apartarle
del camino de la muerte. La dureza de esta reprimenda salta a la vista. La frase «Quítate de
mi presencia, Satán» se encuentra también al final del relato de las tentaciones en Mt 4,10,
que el primer evangelista tal vez ha tomado del episodio con Pedro. Pero ya el mismo
Marcos, que en dos ocasiones emplea la expresión «aSatán» -no «diablo»-, ha debido
descubrir la semejanza de situaciones entre la tentación del desierto y el conjuro de Pedro:
Jesús sería inducido a un mesianismo político, a unas ambiciones de poder y dominio
terrenos, que contradicen los pensamientos de Dios. Es la tentación más peligrosa que
asalta una y otra vez a los hombres (cf. Mc 14,37.42) y que deben superar mediante la
obediencia a la llamada de Dios. Tampoco la comunidad de Marcos parece haberse
habituado todavía a la idea de un Mesías que padece y muere, alimentando sueños de un
reinado terreno. La Iglesia no está llamada a un dominio político; su acción en el mundo es
el testimonio del amor y de la voluntad de paz (cf. 9,50), su camino terreno debe ser el
seguimiento del Señor crucificado. Jesús le dice de un modo tajante: «No piensas a lo
divino, sino a lo humano.» También la apertura actual al mundo, el compromiso de los
cristianos con el mundo encuentra aquí un límite: No deben renunciar al camino de Cristo.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 11-22)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 18

b) Seguir a Jesús en el dolor y la muerte (Mc. 08/34-09/01).

34 Y llamando junto a sí al pueblo, juntamente con sus


discípulos, les dijo: «El que quiera venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. 35 Pues
quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien
pierda su vida por mí y por el Evangelio, la pondrá a salvo. 36
Porque ¿qué aprovecha a un hombre ganar el mundo entero, y
malograr su vida? 37 Pues ¿qué daría un hombre a cambio de
su vida? 38 Porque, si alguno se avergüenza de mí y de mis
palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el
Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la
gloria de su Padre con los santos ángeles.»
9,1 Y les añadía. «Os lo aseguro: Hay algunos de los aquí
presentes que no experimentarán la muerte sin que vean
llegado con poder el reino de Dios.»

VIDA/SALVAR-PERDER: Esta serie de sentencias está dirigida a toda la comunidad. El


«pueblo», que en aquella circunstancia histórica no podía estar allí -Mateo y Lucas lo dejan
al margen-, representa a cuantos han de escuchar el mensaje de Jesús, y se menciona
especialmente a los discípulos para dirigirse a los creyentes. Difícilmente se alude a los
rectores de la comunidad. Lo mismo subraya la expresión «llamando junto a sí» que Marcos
emplea para impartir enseñanzas importantes al pueblo o a los discípulos y, mediante ellos,
a los que creerán más tarde (cf. 7,14; 10,42; 12,43). De este modo las palabras de Jesús,
que han sido reunidas de una tradición más antigua, pasan a ser una exhortación
permanente para todos los hombres. Todos deben considerar el camino del Hijo del hombre
como algo que les interesa a ellos mismos. Lo que Jesús dice acerca de sus padecimientos
y muerte no sólo debe iluminar lo que hay de oscuro en su propio destino, sino que también
debe indicar a sus discípulos el camino del seguimiento de Jesús Las sentencias segunda y
tercera sobre la ganancia y pérdida de la «vida» suenan como una explicación de la
existencia humana en general, como proverbios sapienciales que expresan la paradoja -lo
contradictorio- de la experiencia humana. Pero, insertas como están entre la sentencia
clásica sobre el seguimiento con la cruz y la que se refiere a la confesión de fe en el Hijo
del hombre, son también una exhortación al ordenamiento cristiano de la existencia entre
los discípulos de Cristo. Dentro de la existencia humana los padecimientos y la muerte son
inevitables; pero en el seguimiento de Jesús son también superables, pues que inducen a
la hondura y plenitud de una vida a la que el hombre íntimamente aspira.

CRUZ/SEGUIMIENTO SEGUIMIENTO/CRUZ La sentencia sobre el seguimiento con la cruz,


desgastada
por su empleo frecuentísimo, son unas palabras extremadamente duras, parecidas a aquel
ágrafo que no aparece consignado en los Evangelios entre las sentencias que nos han
transmitido del Señor: «Quien está cerca de mi, está cerca del fuego; quien está Iejos de
mí, está lejos del reino.» Jesús ha hablado de hecho en este lenguaje intimidante para
expresar la seriedad y grandeza de lo que exige el ser discípulo (cf. Lc 9,57s; 14,25-35). Su
invitación a seguirle va dirigida a los hombres animosos que, plenamente conscientes de lo
abrupto del camino y con toda libertad se deciden a seguirlo porque el objetivo final bien lo
merece. Considerando la palabra en su tenor original, se ve que la llamada al seguimiento
-«venir en pos de mí»- parece terminar en el oprobio y la muerte. «Cargar con su cruz» sólo
puede referirse en su sentido literal a los hombres de aquel tiempo: se trataría de seguir el
camino terrible de un hombre condenado a la crucifixión que toma sobre sus hombros el
pesado madero transversal sobre el que será clavado al tiempo que se fija sobre su cabeza
el motivo de la ejecución. Esta imagen, familiar a los hombres de aquel tiempo, equivale,
pues, a «arriesgarse a una vida tan difícil como el último recorrido de un condenado
muerte» (A. Fridrichsen). Se ha propuesto ciertamente otra interpretación: la «cruz» aludiría
a la letra hebrea taw o a la griega tau, que son parecidas a una cruz. En el Antiguo
Testamento y en el simbolismo posterior puede significar una señal de protección divina,
una marca de propiedad que exige de quien la lleva una entrega radical a la voluntad
divina. Así se dice en una profecía de Ezequiel: «Pasa por medio de la ciudad, por medio
de Jerusalén, y señala con la tau las frentes de los hombres que gimen y se lamentan por
todas las abominaciones que se cometen en medio de ella.» Mientras que los emisarios del
castigo divino hieren de muerte a todos los otros, los que llevan esa señal son perdonados
(Ez 9,4ss). El sentido, pues, de la palabra de Jesús sería éste: toma sobre ti la señal de
Dios como signo de tu entrega radical al servicio divino (*). Se trata ciertamente de una
interpretación profunda que no es ajena al espíritu de Jesús, de una interpretación
simbólica que seguramente era posible en el judaísmo de entonces; pero Jesús debería
haberla expuesto de una forma más clara. Jesús no se refiere a su camino que lleva hasta
la cruz, que ni siquiera una vez menciona en los anuncios de su pasión; sólo después de la
cruz y resurrección pensarían los cristianos en ello.

CRUZ/LLEVAR: La exposición más antigua de la metáfora se deja ya adivinar en la frase


segunda: «Niéguese a sí mismo.» Falta aún en la redacción original del logion, que aparece
en /Lc/14/27 (= /Mt/10/38); pero revela sin duda la intención de Jesús. En otro pasaje, y
dirigiéndose a un hombre que quiere ser su discípulo, Jesús le exige «odiar» a su padre y a
su madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y hermanas, e incluso «su propia vida»,
es decir, ponerlos en un segundo plano cuando lo requiere el seguimiento de Jesús (Lc
14,26). El seguimiento con la cruz significa, pues, la renuncia radical a las ambiciones
personales para pertenecer a Jesús y a Dios. Renunciando a la propia libertad por amor de
Jesús y del Evangelio, el hombre consigue la verdadera libertad sobre sí mismo. Quien
renuncia a disponer de sí mismo y se pone por completo a disposición divina, emprende
con Jesús un camino que lleva a la anchura y plenitud de la vida de Dios.
Las palabras acerca de la salvación y pérdida de la vida (v. 35) conservan toda su fuerza
mediante el concepto clave de «vida». Es un vocablo que en griego significa «alma», pero
que según el Antiguo Testamento expresa todo el hombre con su vitalidad, su voluntad de
vivir y sus manifestaciones de vida; modernamente diríamos que al hombre en su
existencia. Quien sólo quiere desarrollar su propio yo y salvar su existencia para si, perderá
esa vida y marrará irremediablemente su objetivo vital. Pero quien posterga y entrega su
vida terrena en el seguimiento de Jesús, salvará su vida y alcanzará su verdadero objetivo
vital. Generalmente se interpreta la sentencia cual si se hablase de la «vida» en un doble
sentido: la vida terrena y natural y la vida eterna junto a Dios. Interpretación que no es
falsa, pero que merma agudeza a la sentencia paradójica, ya que en ambos casos se
emplea la misma expresión. «La palabra psiche no contiene un doble sentido, más bien lo
elimina y supera, ya no se trata en absoluto de la existencia terrena del hombre, sino que
esa existencia adquiere ahora nuevas dimensiones: tras el presente y el futuro que
terminan una vez hay un futuro definitivo».
En Lc 17,33 la sentencia está formulada de tal modo que opone el fracaso de una
existencia vivida de una forma puramente terrena a la plenitud existencial de una vida
orientada hacia Dios. Pero en Mt. en cuanto sentencia de seguimiento incluye el motivo
«por mi causa», y Marcos agrega «por el Evangelio» (cf. 10,29), sin duda que para indicar
que esto no sólo vale para el tiempo de la vida de Jesús sobre la tierra, sino siempre,
mientras se anuncie el Evangelio. El discípulo de Jesús se pone por completo al servicio de
su Señor y del Evangelio. Lo cual quiere decir que, como Jesús y con Jesús desea cumplir
la voluntad de Dios de un modo radical, incluso si se le exige la vida terrena. La idea de
martirio, que aquí resuena inevitablemente, puede sin embargo trasladarse a la vida
cristiana como tal, cuando en ella la voluntad alcanza el desprendimiento supremo. En el
caso extremo de la entrega de la vida, Jesús esclarece lo que significa arriesgarse a un
camino que él ha recorrido personalmente por obedecer a Dios. También una vida de
servicio a los otros, una vida de amor, como la que Jesús ha reclamado, y de disposición al
sufrimiento, que semejante vida supone, constituye una realización del seguimiento de
Jesús según las exigencias del Evangelio.
La sentencia inmediata (v. 36s) afirma lo mismo, aunque poniendo aún más de relieve la
fragilidad de una existencia puramente «mundana». Resulta necio e inútil atesorar los
bienes de este mundo, ir a la caza de una ganancia material, sacrificando así la auténtica
existencia humana, la realización personal y la vida que se fundamenta en el origen
espiritual de toda vida, en Dios. La conocida traducción «si pierde su alma» no refleja el
tono cortante de la palabra, pues que se trata del ser o no ser del hombre. Ciertamente que
no se trata sólo de lo que la prudencia humana puede ver: ¿qué le aprovechan al hombre la
riqueza y el bienestar si debe morir? Se trata más bien de la existencia definitiva que se
pierde o se gana con la muerte corporal, se trata de la vida eterna junto a Dios. La idea
está perfectamente ilustrada con la parábola del rico cosechero (/Lc/12/16-21). La
insensatez de aquel hombre rico, que confía en sus bienes y que dice a su «alma» que se
lo pase bien y disfrute de la vida, no consiste en que con la muerte repentina debe
abandonar toda su próspera hacienda, sino en que había amontonado sus tesoros para sí
solo y no según Dios. Dios le exigirá su «vida» en un sentido pavoroso, porque para El ya
no hay ningún futuro.
El v. 37 entra probablemente como explicación. La vida humana, la existencia espiritual y
personal, es algo tan precioso que el hombre no puede ofrecer por ella un precio adecuado,
aunque se tratase del mundo entero. Antes se hablaba del valor inigualable del alma
humana; era una ideología demasiado griega que acentuaba en exceso la inmortalidad del
alma espiritual cuando el cuerpo muere. El hebreo piensa de un modo unitario. El hombre
como un todo vale más que el conjunto de bienes materiales. Vive desde su núcleo
espiritual y personal y está llamado en su realidad total, incluida su existencia corporal, a la
vida en Dios y con Dios. Encontrará la consumación de su vida terrena de una forma nueva
y en un mundo nuevo. El lenguaje figurativo de esta sentencia entronca con la ideología de
la vida comercial (ganancia, valor equivalente). Se expresan así adecuadamente las
cuentas y cálculos del hombre instalado en el mundo. En realidad, el hombre que sucumbe
a tales afanes de ganancia no gana nada, sino que pierde lo más precioso de cuanto
posee.
FE/CONFESARLA: La seriedad de la situación está reflejada en la frase siguiente que
trata de la confesión del Hijo del hombre (v. 38). La expresión griega que hemos traducido
literalmente por «avergonzarse» equivale a «no declararse en favor de»; no se trata, pues,
de un sentido psicológico, sino de una actitud objetiva, de una decisión. El hombre que en
su vida terrena no quiere tener nada que ver con el Hijo del hombre, le «niega», como se
dice en la tradición paralela (/Lc/12/09 = /Mt/10/33), y a su tiempo será también «negado»
por el Hijo del hombre. Se piensa en la situación creada por el juicio, y esto condiciona la
seriedad de la decisión que el hombre debe tomar sobre la tierra. Desde su origen, estas
palabras tienen significado ambivalente: quien reconoce o confiesa a Jesús delante de los
hombres será reconocido por el Hijo del hombre delante de los ángeles de Dios (= ante el
tribunal divino); quien le niega delante de los hombres será negado a su vez delante de los
ángeles de Dios (Lc 12,8s). El logion tiene una importancia nada insignificante por lo que
respecta a las exigencias de Jesús y a sus palabras sobre el «Hijo del hombre». A nosotros
nos basta aquí la interpretación de la Iglesia primitiva, según la cual Jesús hablaba de sí
mismo y de su función judicial escatológica. En el contexto de este rosario de sentencias
acerca del seguimiento doloroso, la palabra subraya el deber de la confesión de fe. La fe no
es un negocio privado que a nada obliga, sino que exige el testimonio y confesión delante
de los hombres, incluso cuando esto traiga consigo las persecuciones y la muerte. Si la fe
es una fuerza que debe sostener toda la existencia humana, no cabe abandonarla en la
hora de la tribulación como un fardo pesado. Que la perseverancia en la fe obtiene su
recompensa aparece ya a menudo en la misma vida terrena, pero se pondrá definitivamente
de manifiesto en el juicio de Dios. Con la vista puesta en el Señor, que fue crucificado y
resucitado, EL cristiano sabe que la perseverancia en las contrariedades crea la esperanza
y que la esperanza no defrauda (cf. Rom 5 4s).
La función escatológica del Hijo del hombre, expuesta en esta sentencia, se clarifica
todavía más mediante una ampliación: la vergüenza, juez y verdugo del hombre que niega a
Jesús sobre la tierra, volverá a aparecer «cuando (el Hijo del hombre) venga en la gloria de
su Padre con los santos ángeles». En el lenguaje de la primitiva predicación cristiana se
indicaba con ello la parusía (cf. 13-26s). Simultáneamente es el complemento necesario de
la imagen del Hijo del hombre que sufre y muere. La «gloria del Padre» se manifiesta en el
poder que ha confiado a su Hijo, y este poder se hace palpable con el acompañamiento de
las milicias angélicas. Estamos ante un lenguaje de figuras apocalípticas, ligado todavía a
una vieja imagen del mundo que nosotros hemos superado, pero que expresa la idea
siempre válida de que el Hijo del hombre humillado y despreciado antes por los hombres
intervendrá en el juicio divino revestido de poder. Su venida es el fin y el objetivo de la
historia universal, cualquiera sea el modo con que nos lo imaginemos, y la forma en que se
manifieste sobre los hombres el juicio divino que ellos mismos han merecido con su
decisión durante la vida terrena.
La serie de sentencias se cierra con una frase difícil que contempla la llegada del reino
de Dios en majestad como algo inminente. Seguramente que se ha insertado aquí porque
inmediatamente antes se ha hablado de la parusía. Pero el evangelista la ha separado de
la serie de sentencias mediante una fórmula introductoria que emplea a menudo: «Y les
añadía.» De hecho supone una profecía consolatoria frente a la amenaza del juicio de 8,38.
Para la comunidad la venida de Jesús en majestad significa la liberación de las
tribulaciones y necesidades (cf. 13,27).
Hace mucho que se discute si se trata de unas palabras auténticas de Jesús, de unas
palabras del Señor aplicadas a la situación de la comunidad o de una formación
comunitaria sobre la base, por ejemplo, de una máxima de algún profeta de los orígenes
cristianos. Se reconoce ciertamente una espera tensa de una realidad inmediata: la
comunidad aguarda la parusía para aquella misma generación (cf. 13,30) en la que todavía
viven algunos testigos del ministerio terreno de Jesús. En la formulación antigua se dice
que algunos de quienes escuchan las palabras de Jesús -(de «los aquí presentes»)- «no
experimentarán la muerte» hasta que hayan presenciado la llegada del reino de Dios con
poder. La sentencia, que Marcos encontró en la tradición precedente, alude ciertamente a
la parusía con la cual se hará realidad el reino en su consumación cósmica y que de hecho
ya «ha llegado» como una realidad permanente. El inciso «con poder» presenta el
acontecimiento como la plena revelación de la soberanía de Dios. La Iglesia primitiva
entendió la proclamación apremiante de Jesús sobre la llegada del reino de Dios como el
anuncio profético y directo de algo inminente, por lo que contaba con la inmediata parusía.
Esto se confirma también con la frase similar de 13,30 en el discurso escatológico. Quien
comprende adecuadamente el mensaje de Jesús sobre la venida del reino de Dios como
una llamada a la decisión y como una promesa irrevocable de Dios, no se escandalizará en
modo alguno por semejante actuación que tiene en cuenta las circunstancias de la
comunidad.
Otra cuestión es la de saber cómo ha entendido el evangelista las palabras de este
pasaje. La exégesis patrística y los comentaristas más recientes las relacionan con la
perícopa inmediata de la transfiguración. Si el evangelista señala con tanta precisión a
«algunos de los aquí presentes» y subraya que la transfiguración tuvo lugar «seis días
después» (9,2), está indicando con bastante claridad que para él la palabra transmitida se
ha cumplido con el acontecimiento del monte que iban a vivir tres de los discípulos. Habría
ciertamente un equívoco, pero un equívoco intencionado: la llegada del reino de Dios con
poder se manifiesta ya de un modo anticipado en la transfiguración de Jesús, que deja
traslucir algo de su majestad divina. La resurrección de Jesús, a la que apunta ante todo su
transfiguración (cf. 9,9s), es la primera confirmación y justificación de Dios en favor del Hijo
del hombre paciente y crucificado (cf. 8,31) y el fundamento y fianza de su venida con
poder. Si nosotros leemos la sentencia como remate de la serie relativa al seguimiento con
la cruz es porque existe la certeza consoladora de que el camino del discípulo de Cristo no
termina en los sufrimientos y la muerte, sino que conduce a la gloria en que le ha precedido
su Señor a través de la cruz.
..............
* La sentencia la estudia ampliamente A. SCHULZ, Discípulos del Señor, Herder, Barcelona
1967, p. 39-46.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 23-33)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 19

c) La transfiguración de Jesús (Mc. 09/02-08).

2 Seis días después toma Jesús a Pedro, a Santiago y a


Juan, y los conduce a un monte alto, aparte, a ellos solos. Y se
transfiguró delante de ellos, 3 de forma que sus vestidos se
volvieron tan resplandecientes por su blancura, como ningún
batanero en el mundo podría blanquearlos. 4 Entonces se les
aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. 5
Tomando Pedro la palabra, dice a Jesús: «¡Rabbí! ¡Qué bueno
sería quedarnos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías.» 6 Es que no sabía qué
decir, porque estaban llenos de estupor. 7 Se formó entonces
una nube que los envolvió, y de la nube salió una voz: «Este es
mi Hijo amado; escuchadle.» 8 De pronto, miraron a su
alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.

J/TRANSFIGURACION: La transfiguración de Jesús sobre un monte elevado, es, como


el acontecimiento de después del bautismo y el paseo de Jesús sobre las aguas del lago, la
historia de una teofanía que escapa a la consideración crítica de un historiador y que sólo
descubre su sentido a la fe. Pero, dada la multitud de motivos que en ella resuenan y en
razón de sus posibles relaciones, presenta grandes dificultades incluso para determinar de
forma inequívoca ese sentido creyente. Sin duda alguna que la transfiguración de Jesús se
narraba ya en la comunidad pospascual antes de que Marcos escribiese; él la ha tomado
insertándola en su Evangelio con determinadas miras. Cada evangelista ha puesto su
propio acento. Por lo que a Marcos se refiere, hemos de preguntarnos qué le ha inducido a
colocarla en este lugar y presentarla de esta forma. ¿Acaso la voz divina pretende
confirmar, corregir y ahondar la confesión de Pedro afirmando que Jesús no es el Mesías
en sentido judío, sino el Hijo amado y único de Dios? ¿Hay que contemplar la dura
enseñanza de que el Hijo del hombre debe padecer y morir a la luz esclarecedora de la
resurrección y de la gloria celestial que esperan a Jesús? ¿Deben cobrar ánimo y fuerza
los discípulos destinados al mismo camino doloroso de la cruz y la muerte por amor de
Jesús? ¿Acaso la certeza de la inminente parusía (9,1) debe robustecer y hasta proclamar
incluso un cumplimiento anticipado para los tres discípulos? Todas estas preguntas se
justifican en cierto modo después de cuanto llevamos dicho.
Si el sentido principal de toda la sección desde 8,31 tiende a la revelación del misterio de
la muerte de Jesús, ahí debemos buscar la motivación del pensamiento del evangelista,
cosa que nos confirmaría el diálogo sostenido por Jesús y sus discípulos «mientras iban
bajando» (v. 9-13). Estos versículos finales no pertenecen en su tenor actual al relato de la
tradición, sino que reflejan las ideas de la comunidad que Marcos ha recogido
intencionadamente. Con ello se subraya una vez más el hecho y necesidad de la muerte del
Hijo del hombre. Para el evangelista la importancia de la transfiguración sobre el monte
radica en que empieza por desvelar el misterio mesiánico de Jesús a los tres discípulos, y
que después de la resurrección (9,9) también podrá iluminárselo a toda la comunidad.
Durante la misma vida terrena de Jesús, y precisamente en su camino hacia la pasión, la
transfiguración descubre su gloria oculta, y lo hace de un modo que puede servir de
exhortación, amonestación y consuelo para la comunidad.
TABOR/MONTE: El acontecimiento no está delimitado en el tiempo y el espacio, pese a
que la indicación precisa de «seis días después» y la señalización del lugar como «un
monte alto» pudieran dar esa impresión. Pues, los «seis días» no pueden contarse desde la
conversación en Cesarea de Filipo, ya que entre ambos sucesos media la llamada,
temporalmente imprecisa, del pueblo con los discípulos (8, 34). El monte Tabor, en Galilea,
venerado tradicionalmente como el monte de la transfiguración, es desde luego un lugar
maravilloso en el que hoy podemos imaginar perfectamente el acontecimiento teofánico, la
revelación del mundo de Dios en medio de la realidad terrestre. El monte, que se alza de un
modo impresionante (562 m) sobre una vasta llanura, conduce a los que ascienden a su
cumbre, desde las bajezas de la vida y anhelos terrenos hasta la proximidad del cielo, a la
soledad, luminosidad y apertura de horizontes que predisponen a semejante revelación del
mundo celestial. Pero en tiempos de Jesús había tal vez hasta fortificaciones militares en
aquel monte, y sólo a partir del siglo IV se centra la tradición en dicho monte Tabor. Es inútil
buscar otros montes altos en el Norte; aquí se habla de un «monte alto», desde un punto
de vista exclusivamente teológico. También en 3,13 sube Jesús «al monte» para llamar a
sí a los hombres que se había elegido; y en 6,46 se reitera «al monte» para orar. La
soledad del monte significaba en aquellos tiempos el alejamiento del resto de los hombres y
la proximidad a Dios.
Pero el «monte alto» y los «seis días» sugieren además que la tradición anterior a
Marcos probablemente había tenido en cuenta ciertos motivos de la historia de Moisés. «Y
la gloria del Señor se manifestó sobre el monte Sinaí, cubriéndolo con la nube durante seis
días; y al séptimo llamó Dios a Moisés de en medio de la nube obscura» (Ex 24,16).
También en la historia de Moisés hay un dato relacionado con la transfiguración y es que
con la proximidad de Dios y de su gloria el rostro de Moisés se puso resplandeciente (Ex
34,29-35). Pero Marcos no habla de la faz luminosa; el primero que lo hace es Mateo, el
cual subraya con mayor fuerza aún la tipología mosaica. Marcos describe la blancura de los
vestidos de Jesús «tan resplandecientes por su blancura, como ningún batanero en el
mundo podría blanquearlos»; lo cual constituye más bien un rasgo de las descripciones
apocalípticas de la resurrección. Los justos y elegidos «serán revestidos de las vestiduras
de gloria, y esto son los vestidos de la vida del Señor de los espíritus» (Henoc etiópico
62,16).
También en el Apocalipsis de Juan los que han sido salvados llevan vestiduras blancas
(7,9) y a los que hayan vencido en la batalla de la vida terrena se promete que serán
revestidos de ropas blancas (3,5). La blancura resplandeciente es un símbolo de la gloria
del cielo, del fulgor divino, que, por lo demás, no son capaces de contemplar los ojos
terrenos. El totalmente otro del mundo transcendente divino se desvela, se hace visible por
unos momentos; se trata de una teofanía. Para indicar este cambio de la figura y rostro de
Jesús, emplea el evangelista un término -«se transfiguró»- que también se utilizaba en los
cultos mistéricos para indicar la divinización del hombre consecuente a la consagración
mistérica. Pero la transfiguración de Jesús no es un proceso que alcanza gradualmente su
plenitud, no es un acontecimiento simbólico espectacular, sino la irrupción de la realidad
divina escatológica, un acontecimiento operado por Dios, como indican la forma pasiva
(literalmente «fue transfigurado») y la imagen del batanero. No es una revelación que el
hombre pueda provocar y manipular a su antojo, sino una revelación que Dios otorga.
Después aparecen dos personajes celestes, «Elías y Moisés», dos varones de Dios, bien
conocidos en el Antiguo Testamento y en torno a los cuales giraban muchas ideas del
judaísmo. ¿Cuál es su significado en esta escena? ¿Son simples acompañantes para
hacer más impresionante el acontecimiento teofánico? Para eso también podían haber
servido unos ángeles. Los dos varones de Dios han sido elegidos de un modo particular.
¿Son testigos en favor de Jesús? Pero resulta que sólo hablan con él, no con los
discípulos. Su testimonio queda limitado a su aparición y a la importancia de sus personas.
¿Encarnan la ley y los profetas, como se ha pensado con frecuencia? Pero Elías no es un
profeta escritor y, además, el orden que Marcos -y sólo él- ha escogido habla en contra de
semejante interpretación. ¿Aparecen como precursores del Mesías? Pero si bien a Elías se
le ha visto bajo esa función (cf. v. 11s), resulta muy dudoso que el judaísmo atribuyese
entonces ese papel a Moisés. ¿Se les nombra por haber sido varones piadosos que fueron
arrebatados hasta Dios sin pasar por la muerte corporal? Además de Henoc y Elías, de
quienes lo testifica el Antiguo Testamento, el judaísmo atribuía también a Moisés semejante
asunción al cielo. Si hablan con Jesús proclamando así su comunión con él, el dato tal vez
podría significar que también Jesús pertenece a su grupo. Ciertamente que no será
arrebatado al cielo sin pasar por la muerte corporal, pero sí que será resucitado después de
su muerte. Seguramente que su función es la de señalar a Jesús como el más grande, el
esperado que colma todas las esperanzas. A estos testigos mudos, pero elocuentes para
oídos judíos, sigue el testimonio de Dios que declara a Jesús su Hijo amado y exhorta a los
discípulos a que le escuchen. Es aquí donde el acontecimiento teofánico alcanza su
cumbre más alta.
Pero entre tanto hay una interpelación de Pedro. Este discípulo está tan fascinado por la
maravillosa escena, que quiere levantar tres tiendas: una para Jesús, una para Moisés y
otra para Elías. Querría invitar a aquellos personajes gloriosos a que se quedasen, porque
querría asir la felicidad del momento aportando para ello su esfuerzo con el de sus
compañeros. Las tres «tiendas» recuerdan la fiesta de los tabernáculos, a la que iban
vinculadas fuertes esperanzas mesiánicas y escatológicas; en la semana festiva se
anticipaba el júbilo del tiempo de la salvación. Mas Pedro no desea levantar las tres tiendas
para sí y sus compañeros, sino para Jesús y los personajes celestes. Es una réplica de su
postura después del anuncio de la muerte de Jesús (8,32): allí conjuró al Maestro para que
abandonase su camino y proyectos; aquí intenta convencer a los personajes glorificados
para que prolonguen su permanencia. Marcos considera también este lenguaje como
carente de sentido, y lo explica en razón del temor religioso que había invadido a los
discípulos. La doble y contraria intervención de Pedro presenta para el evangelista una
indudable trabazón interna. También ahora podría responderle Jesús: «No piensas a lo
divino, sino a lo humano.»
En este punto de la incomprensión humana, que también resultaba evidente para los
lectores, interviene el mismo Dios. La nube que cae sobre los discípulos es el signo de la
presencia divina (cf. Ex 24,15-18), de una presencia benéfica que es revelación, promesa y
exhortación. La voz de Dios (cf. 1,11) revela a Jesús como a su Hijo amado, mayor que
Elías y que Moisés, y diferente del Mesías esperado por los judíos. A diferencia también de
la voz que se escuchó en el bautismo, esta vez la palabra no se dirige a Jesús sino a los
discípulos, y para éstos se agrega este importante inciso: «Escuchadle.» El tenor literal
recuerda la profecía de Moisés sobre el profeta que había de venir: «El Señor tu Dios te
suscitará un profeta de tu nación y de entre tus hermanos, como yo; a él deberéis
escuchar» (Dt 18,15); exhortación que viene refrendada poco después: «Mas el que no
quisiere escuchar las palabras que hablará en mi nombre, experimentará mi venganza» (Dt
18,19). La alusión al Mesías profeta, que el propio Moisés había prometido, da a la
aparición del legislador acentos nuevos. Mas para el evangelista esta exhortación tiene un
sentido muy concreto: también las palabras, difíciles de comprender, que Jesús ha
pronunciado acerca de su camino doloroso y del seguimiento de sus discípulos con la cruz,
se presentan a los discípulos y a la comunidad posterior como palabras de Dios a las que
es preciso obedecer.
Inmediatamente después el acontecimiento celestial desaparece de la vista de los
discípulos. Cuando miran en derredor no ven a nadie más que a Jesús... en su figura
habitual. Ha vuelto para ellos a su proximidad terrestre. Esta repentina desaparición del
fenómeno sobrenatural después de escucharse la voz de Dios tiene también un sentido
profundo: el objetivo de la revelación se ha alcanzado, ha resonado la exhortación divina:
«Escuchadle.» Como la revelación del cielo después del bautismo de Jesús, todo ello no ha
sido sino un rayo de luz que llega de arriba y que por unos instantes iluminó las
obscuridades terrenas. Lo que queda es la dura realidad terrena. Todavía no ha llegado el
tiempo de la consumación y de la gloria; antes hay que recorrer el camino de los
padecimientos y de la muerte. Junto con los discípulos, la comunidad recibe la enseñanza
de que el Hijo del hombre debe padecer mucho, ser rechazado y muerto. En el horizonte
brilla sólo, como una cinta de plata, la promesa de que después de tres días resucitará.
Jesús es el Hijo amado de Dios que no permanece en la muerte, sino que está llamado a la
gloria del cielo, a la culminación de su camino junto a Dios.
¿Cuál es, pues, para Marcos el provecho de este relato numinoso? Una revelación inicial
del secreto mesiánico de Jesús, el desvelamiento de su gloria oculta pese a la presencia de
la muerte; más aún: ¡es la justificación del camino fatídico de Jesús y la confirmación divina
de sus palabras! Esto constituye a su vez una llamada a la comunidad para que no rechace
la cruz de Jesús y le siga por su camino. Los tres discípulos son los testigos privilegiados
de esta revelación, como serán más tarde los testigos de la agonía de Jesús en el monte de
los Olivos (14,33s). Como la promesa de la venida del Hijo del hombre en la gloria (8,38),
de la llegada del reino de Dios con poder (9,1), se encuentra al final de la serie de
sentencias sobre el seguimiento de Jesús hasta la muerte, así la transfiguración en el
monte no hace sino confirmar aquella promesa. Abre los ojos a la justificación de Jesús y a
su investidura de poderes por parte de Dios, sin suprimir el anuncio de su pasión y muerte.
Por ello se encuentra este relato en el centro de la vida de Jesús en la tierra, en agudo
contraste con la profecía de su muerte.
¿Se trata de un episodio pospascual anticipado, como se ha pensado a menudo? No,
porque la propia estructura es distinta. Después de los acontecimientos pascuales el
Resucitado no se aparece a los discípulos rodeado de un fulgor supraterreno, ni llega
acompañado de personajes del cielo. La tradición tampoco conoce ninguna aparición a tres
discípulos. La voz de Dios, que confirma al Hijo y exhorta a los discípulos a escucharle,
pertenece, como la voz del bautismo, al tiempo del ministerio de Jesús en este mundo,
aunque sólo resulte inteligible a la luz de la pascua. Sólo después de los acontecimientos
pascuales narró la comunidad la transfiguración del monte de este modo; pero, desde el
punto de vista de la «historia de las formas» y de la «historia de la tradición», no cabe
deducirla de la pascua. Tampoco es un episodio de parusía ni un acontecimiento referido
directamente a la venida de Jesús en gloria. Pero en cuanto que ilumina la gloria pascual,
lo hace también sin duda respecto a la venida de Jesús en gloria; para Marcos y su
comunidad una y otra están estrechamente ligadas.
La enseñanza permanente para la comunidad no es la de refugiarse anhelante en el
mundo celestial, ni desear visiones que anticipen la felicidad del mundo futuro. El
evangelista, de un modo harto evidente, pone en guardia frente a esta tentación al
presentar la pretensión de Pedro como absurda y necia. Lo que la comunidad debe tener
ante sus ojos es más bien la necesidad de seguir a Jesús por el camino de los sufrimientos
y de la muerte. La mirada al transfigurado es sólo una incitación a creer en el crucificado y
a seguirle; es sólo un estímulo a mantenerse fuerte en las penalidades y persecuciones. No
es tiempo todavía de levantar unos pabellones en el cielo, sino de afrontar la lucha sobre la
tierra. Pero todo se puede superar con la obediencia al Hijo amado de Dios que nos ha
precedido en el camino que a través de los padecimientos y la muerte conduce hasta la
gloria de Dios.

d) El diálogo al bajar del monte (Mc. 09/09-13).

9 Y mientras iban bajando del monte, les prohibió referir a


nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre
resucitara de entre los muertos. 10 Y ellos guardaron el
secreto, aunque preguntándose a sí mismos qué era eso de
«resucitar de entre los muertos». 11 Le propusieron, pues,
esta cuestión: «¿Por qué dicen los escribas que primero tiene
que venir Elías?» 12 ÉI les contestó: «Elías, desde luego, ha
de venir antes, para restablecerlo todo; pero ¿no está escrito
acerca del Hijo del hombre que habrá de padecer mucho y ser
menospreciado? 13 Pues bien; yo os lo aseguro: Elías ya
vino, e hicieron con él cuanto se les antojó, conforme está
escrito acerca de él.»

El diálogo que Jesús mantiene con los tres discípulos al bajar del monte presenta unos
rasgos redaccionales más acusados aún que la misma perícopa de la transfiguración; con
lo que nos permite también una penetración más profunda en el pensamiento del
evangelista. La temática no está ligada directamente con la teofanía del monte, sino que
vuelve a conectar con 8,31. Las palabras no advertidas por los discípulos en la profecía de
Jesús sobre su muerte, respecto a la necesidad de que el Hijo del hombre resucitase
después de tres días, vuelve ahora al primer plano. La orden de Jesús imponiendo silencio
«hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos» (9,9), contribuye a ello
suscitando de momento en los discípulos las reflexiones de qué querría decir lo de
«resucitar de entre los muertos». Después esgrimen una objeción que reincide sobre la
necesidad de los padecimientos y vilipendio del Hijo del hombre. La alusión a las
esperanzas judías de que primero debía venir Elías, la relaciona sin duda el evangelista
con la aparición del gran profeta en la transfiguración de Jesús. De haber estado la
perícopa de la transfiguración íntimamente ligada con el diálogo que se desarrolla al bajar
del monte, el lector cristiano tal vez se habría esperado que Jesús dijese: «Elías acaba de
aparecer, con lo que esa esperanza se ha cumplido.» Pero la dogmática mesiánica del
judaísmo se presentaba de otro modo: de acuerdo con Mal 3,23s se esperaba que el
profeta Elías apareciera sobre la tierra antes del «día del Señor» estableciendo en Israel la
paz y la unión del pueblo: «Y él reunirá el corazón de los padres con el corazón de los hijos,
y el de los hijos con el de los padres.» La Biblia griega emplea ahí la expresión
«restablecer», que Jesús emplea también en su respuesta. «El restablecimiento de todas
las cosas» (cf. Act 3,21 y también 1,6), el establecimiento de la paz en Israel y el orden
pacífico sobre la tierra era la función que el judaísmo atribuía al regresado Elías.
Difícilmente puede Jesús haber confirmado esta esperanza conforme al texto griego. En
este diálogo el evangelista ha tenido en cuenta las discusiones que habían surgido en la
comunidad, como réplica al judaísmo sin duda, acerca de tales esperanzas sobre la venida
y actividad de Elías. De ser así ¿cómo se compagina la necesidad impuesta por Dios a los
padecimientos y muerte de Jesús, el Hijo del hombre? Penetramos así en las dificultades
surgidas del duro hecho de la muerte en cruz de Jesús; lo que nos conviene también a
nosotros, pues nos hemos habituado demasiado a este obscuro acontecimiento, realmente
incomprensible para la fe en el Hijo de Dios.
La orden de silencio a los tres discípulos -que Lucas no ha consignado- se acomoda tan
poco a la situación histórica, como las precedentes órdenes de silencio. Pues, si la profecía
de Jesús sobre su muerte -que estos tres discípulos y los otros habían escuchado- debía
iluminarles este hecho obscuro y alentarles para emprender ellos mismos su camino
doloroso, ¿por qué los tres testigos de la transfiguración no habían de hablar de la misma al
menos a sus compañeros? Pero la alusión a la resurrección le interesa al evangelista por
múltiples motivos: la transfiguración de Jesús anticipa su resurrección y, de hecho, sólo se
comprende junto con ésta. La elección de estos tres discípulos como testigos de la
resurrección de la hija de Jairo (5,37), de la transfiguración de Jesús y de su agonía en
Getsemaní (14,33), está en relación con los misterios de la vida y ministerio terrenos de
Jesús, que después de su resurrección no debían permanecer ocultos y que además
proporcionaban una clave para la comprensión de su persona. El que opera en forma
velada es el mismo Hijo de Dios dotado de plenos poderes, a quien corresponden la gloria
y autoridad divinas, aunque todavía deba atravesar la noche obscura de la pasión. Al
menos tres de los compañeros más antiguos y más íntimos de Jesús deberán atestiguarlo
más tarde, cuando la comunidad ya pueda comprenderlo gracias a la resurrección de
Jesús. Incluso en el momento en que los discípulos descienden del monte de la
transfiguración, la palabra de Jesús acerca de la resurrección del Hijo del hombre de entre
los muertos les está cerrada (*). La guardan en su pecho, pero discuten acerca de lo que
pueda significar eso de «resucitar de entre los muertos». Aquí, a diferencia de 8,31, se ha
introducido intencionadamente el «de entre los muertos» para expresar todavía con más
fuerza la penetración real de Jesús en el reino de la muerte y su salida del mismo, su
resurrección, por obra de Dios. Es la esperanza escatológica que el judaísmo alimentaba
para el fin de los tiempos, y que debía cumplirse en Jesús, pero inmediatamente después
de su muerte. Esta es precisamente la grande y asombrosa experiencia de la comunidad de
los discípulos que inflamó su fe y alegría pascuales. Cuando el acontecimiento se realizó y
los discípulos lo experimentaron mediante las apariciones del resucitado -y la confirmación
del sepulcro vacío-, la «resurrección de entre los muertos», la resurrección de la muerte,
por obra del poder divino, fue la afirmación que se les impuso a los discípulos y que les
reveló la inteligencia del acontecimiento y toda su importancia: este resucitado es el signo
de que Dios confirma y justifica a Jesús crucificado, de que con él irrumpe la era definitiva
de la salvación, lleva la historia a su consumación y da a los hombres la certeza de su
propia liberación.
Tras las discusiones entre sí, los tres discípulos se acercan a Jesús con un problema.
Los doctores judíos de la ley dicen que, según la Escritura, primero debe venir Elías. ¿Qué
fuerza tiene este argumento si Jesús habla de la resurrección del Hijo del hombre sin
referirse a la venida de Elías? Los discípulos han entendido, pues -y aquí se vislumbra el
horizonte de después de pascua- que se trata de una afirmación relativa al tiempo de la
salvación escatológica. Jesús empieza por ratificar la concepción judía que se apoyaba en
la Escritura. Cabría esperar que hubiese añadido inmediatamente: «Mas yo os digo que
Elías ha venido ya... » (así ordenará después Mateo el curso de las ideas). Pero, tras la
ratificación de las ideas judías por parte de Jesús, Marcos presenta la objeción de un modo
tajante: en tal caso ¿cómo se ha podido escribir sobre el Hijo del hombre que debía
padecer mucho y ser despreciado? Presenta las dificultades de la comunidad cristiana en
un lenguaje que aparece ya en la propia afirmación de Jesús (8,31). Después la comunidad
escucha la respuesta de labios de Jesús: Elías ya ha venido y los hombres hicieron con él
cuanto quisieron...
Es evidente (evidencia que Mateo pone aún más de relieve mediante la observación
aclaradora de 17,13) que aquí se está pensando en Juan Bautista. Para los cristianos él
era realmente el precursor del Mesías Jesús y podía por ello vérsele en la función que el
judaísmo atribuía a Elías, después de su segunda venida (cf. Mt 11,14; también Lc 1,17,
aunque en forma menos explícita) (**). La interpretación cristiana va incluso más allá de la
judía por cuanto que incorpora la muerte del Bautista en su función de precursor. El
argumento fluye, pues así: Si incluso hubo de sufrir el precursor, que fue perseguido y
asesinado por los hombres ¿cuánto más no habrá de sufrir aquél cuyo camino preparó
Juan? Difícil resulta la adición «conforme está escrito acerca de él», pues no se encuentran
esas palabras bíblicas sobre Elías. Se ha pensado en la persecución del Elías histórico
por parte de la reina Jezabel (lRe 19,1-3); pero en nuestro pasaje se trata del Elías que ha
de volver al fin de los tiempos. Tal vez el texto relativo al Elías histórico «quede aplicado
tipológicamente al Bautista, que encontró su Jezabel en Herodías». Como quiera que sea,
la Iglesia primitiva ha establecido un paralelismo y trabazón estrecha entre el destino del
Bautista y el destino de Jesús, y ha considerado esa relación como querida por Dios y
testificada en la Escritura. Se reconoce la controversia en torno al hecho obscuro de que
las personas elegidas por Dios para promover la salvación deben recorrer el camino de los
padecimientos y de la muerte. Hay otras palabras que hablan asimismo del repudio y
persecución de los profetas (Mc 6,4 y par; Mt 5,12; 23,31.35.37; Act 7,52). Existía toda una
tradición sobre las amargas experiencias de los hombres enviados por Dios, y a su luz
entendió mejor la Iglesia primitiva el destino de Jesús y de sus propios mensajeros de la fe.
Injusticias y persecuciones, padecimientos y muerte no han desaparecido tampoco en esta
época del mundo. La palabra de que Dios «todo lo ha hecho perfectamente», (Mc 7,37) es
una promesa que sólo encuentra su pleno cumplimiento en el mundo futuro. Una teología
optimista de la creación pierde de vista la situación del mundo histórico. No todo ha sido
aún restablecido; todavía la cruz es el signo de la existencia cristiana, todavía se impone a
la Iglesia la necesidad de seguir a Jesús por el camino de los padecimientos y de la muerte.
Eso es lo que Marcos ha dicho de manera inequívoca a su comunidad con la mirada puesta
en el camino de Jesús y en el propio camino de ella.
................
(*) También aquí vuelve a influir el «secreto mesiánico»: durante e] tiempo del ministerio de
Jesús en la tierra, los discípulos carecen de una verdadera comprensión de la persona de Jesús.
Por ello los tres discípulos escogidos sólo podrán hablar de esto después de la resurrección de
Jesús.
(**) Los evangelistas han dado diversas respuestas al problema de si Juan Bautista debía
considerarse como Elías. Marcos y Mateo lo han afirmado teniendo en cuenta su misión de
precursor. Lucas sitúa al Bautista todavía en la era de los profetas abriendo la nueva era con el
anuncio de la salvación por Jesús (16,16). En Juan se rechaza que el Bautista sea Elías mediante
la pregunta sobre su ministerio mesiánico (1.21.25).
(Págs. 33-48)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 20

e) Curación de un muchacho endemoniado (Mc/09/14-29).

14 Al volver a donde estaban los discípulos, los vieron rodeados de una gran
multitud, y a unos escribas que discutían con ellos. 15 Toda aquella multitud, al
verlo venir, quedó pasmada y corrió en seguida a saludarlo. 16 El les preguntó:
«¿De qué estabais discutiendo con ellos?» 17 Y uno de la multitud le contestó:
«Maestro, te he traído a mi hijo, que está poseído de un espíritu mudo; 18 y
cuando se apodera de él, lo tira por tierra, y el niño echa espumarajos y rechina
los dientes, y se queda rígido. Dije a tus discípulos que lo arrojaran, pero ellos no
han podido.» 19 Entonces él responde: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta
cuándo estaré entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?
Traédmelo.» 20 Y se lo trajeron. Y apenas vio a Jesús inmediatamente el espíritu
agitó al muchacho con violentas convulsiones, el cual, cayendo por tierra, se
revolcaba echando espumarajos. 21 Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo
hace que le sucede esto?» Él le respondió: «Desde la infancia; 22 y muchas
veces también lo arroja al fuego y al agua, para hacerlo perecer. Pero, si tú
puedes algo, ten compasión de nosotros y socórrenos.» 23 Replicó Jesús: «En
cuanto a eso de si puedes, todo es posible para el que cree.» 24 Al momento, el
padre del niño exclamó: «¡Creo! ¡Ayúdame tú en mi falta de fe!» 25 Viendo Jesús
que aumentaba el concurso del pueblo, increpó al espíritu impuro, diciéndole:
«Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Sal de él y no vuelvas a entrar en él
jamás.» 26 Y gritando y agitándolo con muchas convulsiones, salió de él. El
joven quedó como muerto, tanto que muchos decían: «Ya murió.» 27 Pero Jesús,
tomándolo de la mano, lo levantó, y el muchacho se puso en pie. 28 Cuando
Jesús entró en casa, sus discípulos le preguntaban aparte: «¿Por qué nosotros
no hemos podido arroJarlo?» 29 Y les contestó: «Esta clase de demonios sólo
puede ser expulsada por la oración.»

El largo episodio, narrado de un modo gráfico y un tanto prolijo,


lo ha puesto Marcos intencionadamente en este lugar de su Evangelio. Por su estilo
pertenece a los grandes milagros de curación, y en parte sobre todo se relaciona con la
curación del poseso de Gerasa (5,1-20): allí se trataba de locura furiosa, aquí de epilepsia.
Estos extraños casos clínicos, que provocaban horror, se atribuían frecuentemente en
aquel tiempo a posesión diabólica. Pero al evangelista no le interesa este relato antiguo
como tal -en la segunda parte de su Evangelio no trae más episodios de curación, con la
sola excepción del Bartimeo, el ciego de Jericó (10,46-52)-; le interesan las enseñanzas
que de El se desprenden para la comunidad. Si expone la incapacidad de los discípulos
para terminar con aquel caso de posesión diabólica y al final, en su conversación privada
con Jesús, alude una vez más al problema, bien pueden esconderse detrás las dificultades
y discusiones suscitadas en la comunidad acerca de cómo se había de administrar el
carisma de la curación de enfermos y de expulsión de los demonios. Parece también que el
evangelista elabora diversas tradiciones (*). La solución final, de que para casos
especialmente difíciles es necesaria la oración, no se aviene con la amonestación a avivar
la fe confiada en la fuerza de Dios, presente en Jesús. Pero en este contexto de su
exposición algo que interesa decir sobre todo al evangelista es esto: el Hijo del hombre que
se encamina hacia la muerte sigue siendo el que actúa con los plenos poderes de Dios, y
en él debe alimentar la comunidad una fe inconmovible. No debe conformarse con la
«generación incrédula», sino que en medio del mundo que la rodea debe hacer frente a los
ataques contra la fe. Con Jesús y por Jesús la Iglesia supera las peores fuerzas del
maligno.
Los que bajaban del monte de la transfiguración se encuentran con una gran
muchedumbre del pueblo y con los escribas que sostienen una disputa con los otros
discípulos de Jesús... en agudo contraste. No se dice el motivo de la discusión; los
doctores de la ley aparecen simplemente porque se trata de una disputa. Por lo que sigue
podemos inferir que se hablaba sobre el poder para expulsar los demonios y sobre si Jesús
podría curar aquel grave caso de posesión. El padre quería presentar su infortunado hijo a
Jesús; pero se encontró sólo con los discípulos que nada pudieron hacer contra aquella
enfermedad. La gente esperaba ahora a Jesús; pero al verle «quedó pasmada». La fuerte
expresión griega indica un terror religioso, como el que invadió a las mujeres cuando vieron
al ángel junto al sepulcro vacío (16,5s). El evangelista no pretende sugerir con ello que
todavía se percibiese en el rostro de Jesús el resplandor de la transfiguración; se trata más
bien de la impresión que la presencia de Jesús produce otras veces en el pueblo, y
precisamente en los casos de expulsiones demoníacas (1,27; cf. 5,15). Corren, pues, a su
encuentro y le saludan. Con esta escena, que él mismo ha elaborado, Marcos quiere
preparar a los lectores para lo que sigue.
El padre expone a Jesús la enfermedad de su hijo. El muchacho está poseído por un
espíritu inmundo, que le invade repentinamente y le tira contra el suelo; la descripción de
cómo el muchacho echa espuma, le crujen los dientes y acaba totalmente rígido y agotado,
presenta un ataque de epilepsia. Al espíritu se le llama «mundo» -y «sordo» también, según
el v. 25-, porque el mozo sólo podía hablar con grandes dificultades, y los síntomas de la
enfermedad en el paciente se atribuían por entero al demonio. La conmoción de aquella
gente, por el horror que le causaban tales manifestaciones, apunta aquí a la posibilidad de
la expulsión o lanzamiento del demonio y en definitiva a la curación del muchacho. Los
discípulos no lo consiguieron, y late también ahí un reproche contra Jesús.
Jesús se queja contra la «generación incrédula», expresión que recuerda su respuesta a
la petición incrédula de un signo por parte de los judíos: «Esta generación perversa y
adúltera reclama una señal» (Mt 12, 39 y par Lc 11,29). Jesús condena la postura del
pueblo como simple afán de milagros y como una acogida meramente externa que sólo
busca ayuda para las necesidades materiales. La queja contra la generación incrédula e
inconstante no ha cesado de resonar en boca de los profetas desde los tiempos de Moisés.
Dios es un Dios fiel, pero «sus hijos, que él ha engendrado, han prevaricado contra él; una
generación depravada y perversa» (9t 32,5). «Y dijo:* Yo esconderé de ellos mi rostro, y
estaré mirando el fin que les espera; porque es una raza perversa, son hijos infieles» (Dt
32,20). Parece como si Jesús quisiera huir de los hombres, como si estuviera cansado; al
igual que se quejaban los profetas y estaban cansados por tener que cumplir su misión
divina en medio de un pueblo rebelde (cf. Jer 5,23; 9,1, etc.). El juicio pesimista de Jesús
sobre sus coetáneos, sobre «esta generación» que no quiere convertirse (Mt 12,41s y par),
que amontona sobre sí culpas y más culpas (Lc 11, 49ss), explica a la comunidad sus
propias y tristes experiencias; pero es también una amonestación para ella a fin de que no
se hunda en la misma actitud depravada y cerril.
Pero Jesús, que se ve frente a esta mezquindad y obstinación humanas, no se deja
arrastrar a la resignación, sino que permanece fiel a la misión que Dios le ha confiado de
anunciar y realizar la salvación. No es más que un lamento humano el que se escapa de su
corazón; sufre entre los hombres y, no obstante, se vuelve una vez más hacia ellos con
amor y compasión... Es una llamada a los predicadores y a todos los creyentes a no
capitular ante las contrariedades del mundo que les rodea y de su propio corazón. Jesús
manda, pues, que le traigan al muchacho, que ante sus mismos ojos sufre un nuevo
ataque. La pregunta de Jesús acerca del tiempo que padecía tales accesos permite al
padre exponer una vez más lo grave del caso. Su hijo tiene este mal desde su infancia, y la
epilepsia ha puesto con frecuencia en peligro la vida del muchacho que se lanzaba al fuego
o al agua. Mateo ha relacionado por ello la enfermedad con el sonambulismo; para Marcos,
en cambio, todo se debe a la maldad del demonio que quiere acabar con el muchacho.
Frente a la violencia destructora del maligno, la fe no puede sino afianzarse más.
Tras la queja contra la generación incrédula, la fe se convierte en el tema central. La
observación del padre desesperanzado: «pero si tú puedes algo...» la recoge Jesús que
advierte: «Todo es posible para el que cree.» En la súplica del hombre latía una duda
acerca del poder de Jesús para liberar al muchacho de sus padecimientos. De acuerdo con
ello, la respuesta de Jesús parece afirmar que El mismo quiere realizar la expulsión por la
fuerza de la fe. ¿Actúa Jesús por su propia fe, carismáticamente fuerte? De suyo la idea de
la fe de Jesús no es absurda, si se piensa en su sumisión humana a Dios, en su entrega a
la tarea salvadora que Dios le ha confiado (cf. 6,5), en su conciencia profética. Pero esa fe
no encaja en la imagen que el evangelista presenta de Cristo, sin que en ninguna otra parte
se hable de la fe de Jesús. La sentencia «todo es posible para el que cree» es más bien
una advertencia al padre del muchacho y a la comunidad cristiana (cf. 11,22s). El hombre lo
ha entendido así, pues exclama inmediatamente: «¡Creo! ¡Ayúdame tú en mi falta de fe!»
Son éstas unas frases existenciales del Evangelio, de singular actualidad
para todo hombre y que habla a los creyentes precisamente en su situación. Este hombre
tiene un deseo ardiente de creer, aunque es consciente de su debilidad; más aún, sabe que
en él en cuanto hombre anida más bien la incredulidad y que la fe sólo puede ser un regalo
del poder de Dios. Por ello su respuesta se convierte en una oración fervorosa. No existe fe
alguna, aunque proceda de la gracia de Dios, que no conozca los quebrantos y
desfallecimientos. Sólo Dios puede convertir la fe humana en una certeza indefectible e
inconmovible. En la realidad de este mundo, en medio de lo enigmático de sus fenómenos,
en las obscuridades de la pasión y de la maldad, en medio de la incredulidad de los otros
hombres que impugnan la verdadera fe, ni siquiera el hombre creyente está a resguardo de
la inseguridad y de la duda. En su posición existencial, al lado de la fe que mantiene y
quiere mantener, siempre habitará también una buena parte de incredulidad. La llamada
angustiosa de aquel hombre es también el grito del hombre moderno, el llanto y plegaria
que brota de su corazón son también la oración del hombre creyente de nuestro tiempo.
Una oración sincera que Dios escuchará, como Jesús se compadece de la necesidad de
aquel padre profundamente atribulado.
Al ver Jesús que la gente afluye y se agolpa en derredor realiza la expulsión sin pérdida
de tiempo. Evidentemente quiere evitar un mayor alboroto. El acontecimiento viene
presentado de modo parecido a los casos anteriores. A la voz poderosa de mando el
demonio debe obedecer, aunque salga a regañadientes, con un grito agudo y entre
violentas sacudidas del muchacho. Se consigna luego el resultado de todo ello: el paciente
yace completamente exhausto, como muerto. Es curiosa la reacción de la multitud; la
mayoría dice: Está muerto; nada de elogios clamorosos hacia la acción taumatúrgica (cf.
1,27). Esta reacción negativa sin duda que no le ha pasado por alto al evangelista: la gente
no da muestras de mayor fe por esta maravillosa expulsión del demonio que, habida cuenta
de la impotencia de los discípulos, debiera haberla impresionado más; sigue siendo la
generación incrédula. Mas para los lectores creyentes el hecho es una confirmación de la
grandeza y poder de Jesús. Su palabra de mando viene subrayada por un elocuente «yo»;
a diferencia de los discípulos, Jesús ordena al espíritu inmundo en tono soberano que
salga del muchacho y que no vuelva más. Cuando el demonio ha sido expulsado, Jesús
toma por la mano al muchacho que yacía inerte -como hizo con la hija de Jairo, a la que
despertó del sueño de la muerte (5,41)- y la hizo levantar. Se dice luego que el muchacho
«se puso en pie», también al igual que respecto a la niña resucitada (5,42). De este modo
quiso evidentemente el evangelista describir la curación al igual que la resurrección de un
muerto... Para el lector avisado esto era una alusión al poder de Jesús sobre las fuerzas de
la muerte.
El diálogo, que sostienen después los discípulos con Jesús, es un indicio elocuente de
que el evangelista aún quería dar una enseñanza particular a la comunidad. La «casa» y la
anotación «aparte» son recursos estilísticos del evangelista para reclamar la escucha
atenta de la comunidad a la respuesta de Jesús con la que concluye todo el relato (cf. 4,34;
7,17; 9,33; 10,10s; 13,3s). A la pregunta de los discípulos de porqué ellos no habían
podido curar al muchacho poseso, responde Jesús: «Esta clase de demonios sólo puede
ser expulsada por la oración.» Puesto que los lectores nada saben de una oración de Jesús
en aquella circunstancia, la respuesta está claramente destinada a la comunidad. A la fe, a
la que todo le es posible, debe seguir la oración que pone asedio al poder de Dios, no
ciertamente como un medio para disponer de él, sino como una llamada humilde y
apremiante que espera de Dios, con fe, lo que es humanamente imposible. El
emparejamiento de la fe libre de dudas y de la oración consciente de ser escuchada se
encuentra también en una pequeña colección de logia de Jesús, que Marcos ha reunido
después de la maldición de la higuera (11,23ss). Aquel pasaje confirma que se trata de una
fe carismática («capaz de trasladar montañas»), que los discípulos de Jesús deben
conseguir a través de la oración. Prueba asimismo que no se trata -o al menos no sólo- de
una indicación para el exorcismo de los demonios practicado con éxito, sino que en el fondo
se trata de una enseñanza profunda de cómo la comunidad debe confiar únicamente en
Dios en medio de las dificultades y tribulaciones. Justo cuando adquiere conciencia de la
debilidad de su fe y de sus propios fallos, encontrará en la oración la fe adecuada. Visto
así, la adición de un copista posterior «y por el ayuno» resulta una grave equivocación.
Mas si se entiende el ayuno como expresión de la debilidad humana, como participación en
los padecimientos de Jesús y, en consecuencia, como una oración más intensa, como una
llamada de socorro más fervorosa a Dios, entonces también esta adición está justificada.
Puede incluso avivar más aún la conciencia sobre el poder del maligno y sobre la
necesidad del hombre creyente. Lo decisivo es la actitud fundamental que el hombre
adopta frente a Dios: si quiere hacerse valer o si busca su refugio en el poder de Dios
cuando le oprimen las tribulaciones y necesidades. En su amor misericordioso Dios no
abandonará a los corazones atribulados: eso lo sabe la comunidad que contempla el
camino de Jesús hacia la muerte y su resurrección.
................
* Muchos suponen que Marcos reelaboró dos historias milagrosas o que conocía la historia en dos formas: la
primera centraba su interés en los discípulos (v. 14-19; cf. 28s); la segunda en el padre y en su postura de fe (v. 20-
27).
...............

2. SEGUNDO ANUNCIO DE LA PASIÓN (9, 30-50).


El segundo vaticinio de los padecimientos y muerte de Jesús señala una nueva sección,
cuyo destino a la comunidad resulta aún más claro. La conversación con los discípulos «en
la casa» (9,33) viene a establecer el marco para una especie de catecismo comunitario,
que contiene algunas sentencias de Jesús, diversas por su contenido pero homogéneas
por su destino a la comunidad. Los pequeños fragmentos están eslabonados mediante
ciertas palabras nexo, procedimiento antiguo para recordar las sentencias de Jesús y
transmitirlas a otros. Esta peculiar composición formada mediante palabras nexo (9,33-50),
ciertamente anterior a Marcos, muestra cómo la comunidad recordaba «las palabras del
Señor» (cf. Act 20,35) y las aplicaba a su propia situación. Mateo dispone en parte del
mismo material -aunque utiliza una fuente más amplia de sentencias- para redactar una
«regla de la comunidad», una instrucción sobre la conducta fraterna en la comunidad de los
discípulos (c. 18). La última disposición es ciertamente obra del evangelista. A través de
estas antiguas colecciones de sentencias y de su elaboración por parte de los evangelistas,
logramos indirectamente ciertos atisbos sobre la vida de las primitivas comunidades
cristianas y observamos cómo los predicadores y maestros -entre los que hay que contar
también a los evangelistas- instruían y aconsejaban con palabras del Señor. Se podría
estudiar la composición así formada, como un todo o en cada uno de sus elementos
particulares; vamos a intentar un resumen con fines de meditación.

a) El segundo anuncio (Mc/09/30-32).

30 Habiendo salido de allí, atravesaban Galilea, y él no quería que lo supiera


nadie; 31 porque iba enseñando a sus discípulos, diciéndoles: «El Hijo del
hombre será entregado en manos de los hombres, y le darán muerte; pero,
después de muerto, resucitará a los tres días.» 32 Pero ellos no comprendían
tales palabras; y sin embargo, les daba miedo de preguntarle.
Con la frase introductoria quiere el evangelista hacer el tránsito
de los fragmentos que acaba de presentar a un nuevo material de tradición y anunciar la
marcha de Jesús hacia Jerusalén. Pues en los capítulos siguientes acentúa la impresión,
de una manera planificada, de que Jesús está en camino hacia la ciudad santa. Según
10,1, llega a la región de Judea y al Este del Jordán; en 10,17 continúa su camino; en
10,32 ya se dice expresamente que la meta es Jerusalén; en 10,46 llega a Jericó; en 11-1
se aproxima a la capital a través de Betfagé y de Betania, y finalmente penetra en
Jerusalén y en el templo (11,1). Los datos geográficos son poco precisos, a veces obscuros
y hasta equívocos. Muchas piezas, como la instrucción a las turbas en 10,1, el diálogo con
los fariseos en 10,2ss, la bendición de los niños en 10,13ss, no encajan en este cuadro; y
el cambio de auditorio -el pueblo, los discípulos- confirma la impresión de que las perícopas
más bien se han reunido desde unos puntos de vista teológicos.
La subida a Jerusalén tiene un significado teológico porque allí debe cumplirse para
Jesús el destino de muerte que Dios ha dispuesto sobre él. Los discípulos entran también
en ese camino, «Jesús caminaba delante de ellos» (10,32); y la comunidad debe saber que
todo esto se lo dice también a ella su Señor mientras se encamina hacia la cruz. Lo cual da
a sus palabras una suma gravedad, especialmente si la comunidad debe reconocer en la
incomprensión de los discípulos y en su actitud contraria al Espíritu su propia imagen.
Lucas ha dispuesto esta marcha de Jesús a Jerusalén, que el Señor emprende con plena
conciencia y santa decisión (Lc 9,51), con una estructuración más vigorosa y mayor carga
teológica, bajo la idea dominante de que en Jerusalén se ha cumplido el destino de los
profetas y allí debe cumplirse también el del Mesías (cf. 13,32-35). En el texto presente
Marcos hace pasar a Jesús por Galilea, la patria del Evangelio y el escenario de sus obras
poderosas, sin detenerse y procurando a toda costa no ser reconocido. Es el abandono
definitivo de los lugares en que desarrolló su actividad, la interrupción de su proclama de la
salvación, porque ha sonado la hora de que el Hijo del hombre sea entregado y muerto. «Y
él no quería que lo supiera nadie.» Nadie puede impedir la marcha de Jesús, nadie puede
hacerle volver atrás. A diferencia de lo que ocurría cuando imponía las órdenes de silencio,
aquí no oímos nada sobre que se difunda la fama de sus propósitos. Si en los últimos
capítulos se vuelve a mencionar o a presentar al pueblo repetidas veces, ello se debe a
otras razones expositivas.
Comparado con el
primero, sorprende que en este segundo anuncio de la pasión no se mencione el «es
necesario», reflejo de la disposición divina. En lugar de eso, se dice categóricamente: «será
entregado». El obscuro suceso se ha convertido en una realidad y empieza ahora a
verificarse. Jesús ha tomado una decisión y se pone inmediatamente en camino. Pero el
misterio, humanamente incomprensible, persiste en toda su dureza opresiva: el Hijo del
hombre «será entregado en manos de los hombres». En 8,31 se dijo que sería rechazado
por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; es decir, por las autoridades
teocráticas del judaísmo. Ahora la forma de expresión es todavía más radical: el Hijo del
hombre, llamado por Dios a la gloria (8,38), es entregado a los hombres. El verbo griego no
indica aquí expresamente la traición que llevó a cabo uno de los discípulos de Jesús
-acción que describe el mismo verbo-, ni la simple entrega a un tribunal humano, sino algo
más profundo y vasto: la entrega del Hijo del hombre a la violencia de los hombres... porque
Dios lo permite y quiere. Eso es lo que indican la expresión semitizante «en manos de los
hombres» y la forma pasiva.
Es una fórmula preferida por la primitiva teología cristiana para expresar
la muerte expiatoria que Dios dispuso para su Hijo. «Fue entregado por nuestros pecados,
y resucitó para nuestra justificación» (/Rm/04/25). Entregado por Dios, Jesús se entrega
personalmente a la muerte (cf. Rom 8,32; Gál 2,20; Ef 5,2). En estos textos late
seguramente la idea de la muerte expiatoria y vicaria del siervo de Yahveh, del que se dice
en Is 53,6: «El Señor le ha cargado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros», y
más adelante: «Su vida fue entregada a la muerte» (Is 53,12 según la versión de los LXX).
En los anuncios de la pasión todavía no se encuentra el «por nosotros» o «por nuestros
pecados»; estos anuncios gravitan por completo en torno a la idea del «rechazado y
vilipendiado por los hombres», «entregado en manos de los hombres», lo que equivale a
decir en manos de los pecadores (cf. Mc 14,41). La total impotencia del Hijo del hombre, el
poder de la maldad humana sobre él, eso es lo que indica el «ser entregado», con alusión
clara desde luego al cántico del siervo de Yahveh (cf. también 1Cor 11,23). Los hombres
matarán al Hijo del hombre, pero cuando le hayan matado, Dios introducirá un cambio
inmediato: le resucitará. La indicación temporal «a los tres días» expresa esta intervención
inmediata de Dios (véase el comentario a 8,31).
De nuevo los discípulos no comprenden absolutamente nada. Ya no contradicen a Jesús,
ni siquiera se atreven a preguntarle, víctimas como son del terror y del pasmo. Sus
palabras -el anuncio completo de la muerte por obra de los hombres y de la resurrección-
es tan grande e incomprensible, que les invade el asombro, como les había ocurrido
después del apaciguamiento de la tempestad (4,41). La palabra de Jesús es intangible,
inevitable, como aquella otra que precedió a la negación de Pedro, y que este discípulo
recordará amargamente después de su defección (14,72). La comunidad debe saber que
Jesús la ha pronunciado refrendando el designio de Dios y descubriendo los pensamientos
divinos. Según esta palabra, la muerte de Jesús es un recuerdo indeleble de la malicia de
los hombres, y también del poder de Dios.
(Págs. 48-61)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 21

b) Discusión sobre el primer puesto (Mc. 09/33-37).

33 Llegaron a Cafarnaúm. Y estando ya él en la casa, les


preguntaba. «¿De qué veníais discutiendo en el camino?» 34
Pero ellos guardaban silencio; porque en el camino habían
discutido entre sí sobre quién era el mayor. 35 Y sentándose,
llamó a los doce y les dijo: «El que quiera ser primero, que sea
último de todos y servidor de todos.» 36 Luego tomó a un niño
y lo puso delante de ellos y, abrazándolo, les dijo: 37 «Todo el
que acoge a uno de estos niños en mi nombre, es a mí a quien
acoge; y quien me acoge a mí, no me acoge a mí» sino a aquel
que me envió.»

A pesar de la subida a Jerusalén (cf. v. 30), nos encontramos de nuevo en


Cafarnaúm, al Norte de Galilea. Pero el evangelista ha creado este marco para su colección
de sentencias, porque Cafarnaúm es la ciudad en que Jesús se halla «en casa» (cf. 2,1), es
decir, en la casa de Simón y de Andrés (1,29). Aquí la idea es también ésta:
Jesús, en el viaje que ha emprendido hacia el lugar de su pasión y muerte, vuelve una vez
más a la «casa» e imparte a sus discípulos nuevas e importantes enseñanzas. La
comunidad sabe que es ella también la destinataria de estas palabras de Jesús a los doce.
De camino, mientras el pensamiento de Jesús se sumergía por completo en su pasión, los
discípulos han discutido entre sí sobre quién era el mayor; tan lejos estaban del Maestro,
tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús. Es el mismo
contraste que media entre el primer anuncio de la pasión que hace Jesús y la oposición de
Pedro (8,31ss). Todos los discípulos son presa de la ideología humana llegando incluso a
disputarse el primer puesto. Pero Jesús -eso es lo que indica el evangelista con la pregunta
que les dirige- los conoce, y ellos permanecen callados. También la observación inmediata
de que se sentó -postura propia del maestro (cf. 4,1s; 13,3)- y llamó a los doce, es
aportación redaccional del evangelista. Indica así que tiene algo especial que decir (cf. 6,7)
a los representantes del pueblo de Dios (3,13ss). Los doce aparecen varias veces como
sus campañeros en el camino que le lleva a la muerte (10,32; 11,11; 14,17). Jesús los
introduce espiritualmente -y con ellos la comunidad- en ese camino. Se crea así el marco
para las palabras que siguen, que el evangelista toma de la tradición.
La sentencia de que el discípulo de Jesús
que aspire al primer puesto debe ser justamente el último y el servidor de todos, nos la
transmiten los Evangelios en una quíntuple redacción; tan importante era para la Iglesia
primitiva. En Marcos presenta aún otro tenor literal (grande-servidor, primero-esclavo de
todos) después del anuncio tercero de la pasión, cuando los hijos de Zebedeo solicitan de
Jesús los primeros puestos en su reino (10,43). Allí presenta un cierto clímax: todavía los
discípulos no han aprendido nada, sino que se irritan por la pretensión de sus compañeros
(10,41). El logion se repite en aquel pasaje -escogido también con particular intención- de
una forma más explícita y fuerte, adquiriendo una motivación más grave al remitirse al
ejemplo del Hijo del hombre que ha venido para servir y dar su vida en rescate (10,45).
Mateo ha comentado la palabra a su manera (18, 14) (*), mientras que Lucas traslada la
disputa sobre la primacía al lugar de la última cena (/Lc/22/24-27), con lo que la comunidad
puede comprender mejor que esta ley del servicio mira a su propia vida, y muy
concretamente a sus reuniones, al banquete del amor con el servicio de la mesa.
En el pasaje que nos ocupa la sentencia no presenta una construcción totalmente
regular. «Primero» y «último» ofrece el máximo contraste; pero todavía se añade, a modo
de aclaración, «y servidor de todos». Este motivo del servicio aparece en todos los textos,
exceptuando Lc 9,48c. La exigencia que Jesús presenta de este modo a cuantos quieran
pertenecer a la comunidad de sus discípulos y pertenecerle a él, ataca en lo más profundo
el afán de orgullo y poder en el hombre, y trastorna el orden que tantas veces prevalece
entre los hombres (cf. 10,42).
Por provocante que pueda resultar la palabra de Jesús, no pretende
desencadenar una revolución contra los gobernantes terrenos, sino crear un orden nuevo
que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina por
medio de su amor misericordioso, y Jesús ejerce el poder que Dios le ha confiado mediante
su servicio. La sociedad de los discípulos y la comunidad futura quedan puestas así bajo
una nueva ley, que parece contradecir los hechos de la convivencia humana tal como los
presenta a menudo la historia; pero que, sin embargo, constituye la auténtica liberación en
la lucha incesante de los hombres entre sí, en la batalla de los intereses de grupo, en la
guerra por el dominio y el poder. En las instituciones terrenas, en el Estado y en la
sociedad no se impondrá semejante orden, o sólo de un modo incompleto. Los jefes de
Estado como los primeros servidores del mismo y los ministros como encargados
responsables del pueblo, pueden demostrar buena voluntad y hacer mucho bien; pero no
pueden ejercer sus cargos del modo radicalmente servicial que piden las palabras de Jesús
a sus discípulos. Es una admonición a la comunidad que, mediante su entrega suprema al
servicio, debe mostrar su carácter ajeno al mundo y escatológico; cuanto más se aleje de la
palabra y ejemplo de Jesús, menos reflejará ese carácter y con mayor fuerza se enredará
en la forma humana de pensar y en su acomodación al «mundo presente» (Rom 12,2). En
esa culpa incurre la Iglesia, y cualquier abuso del ministerio eclesiástico, cualquier afán de
dominio sobre otros grupos, todo espíritu de contradicción y de arrogancia en sus filas no
hacen sino hundirla más...
Jesús toma a un niño y le pone en medio de los
discípulos; le abraza y le acaricia, detalle que Marcos también anota en la otra escena de
niños, cuando Jesús los bendice (10,16). Es evidente que el evangelista ha asimilado
ambas escenas. Lo que conocía por la tradición eran diversas palabras sobre los niños,
que él ha dispuesto en sendas escenas, como mejor le ha parecido. A ello tal vez
contribuyó también una temprana confusión de las palabras «pequeños» y «niños».
Cabe suponer que en la sentencia del v. 37 originariamente no se hablaba de «uno de
estos niños» sino de «uno de estos pequeños». Esta última expresión se encuentra en
otras palabras de Jesús (Mt 10,42; Mc 9,42 par Mt 18,6; Lc 17,2; además de Mt 18,10.14)
indicando a los sencillos discípulos de Jesús, que en la comunidad primitiva eran los
predicadores cristianos (Mt 10,42; Mc 9,42 o los miembros de la comunidad (Mt 18,10).
Frente al lenguaje denigrante y los ataques contra sus discípulos, Jesús toma la defensa de
aquellos a quienes ha hecho partícipes de sus tareas; Jesús los consideraba como a
enviados suyos, que según un antiguo axioma judío merecían exactamente el mismo honor
que quien les enviaba. Los discípulos están en la línea de la misión de Jesús que, en último
término, arranca de Dios; por ello, un ataque a los discípulos equivale a un ataque a Dios
mismo. Ya en la tradición, latente en la antigua colección de sentencias que Marcos
encontró recopilada, estos «pequeños» se habían convertido en «niños», y Marcos muy en
su estilo habría rodeado esa sentencia con una escena infantil. Llama especialmente la
atención en nuestro pasaje que un niño sea el representante de Jesús (v. 37b). Atendiendo
al verdadero sentido, la escena presentaría una estrecha semejanza con la del juicio final
en que Jesús se identifica con los atribulados y los que padecen necesidad (Mt 25,31-46).
La Iglesia primitiva ha debido entenderlo así, siendo esto un testimonio en favor de cómo
había juzgado la acogida de un niño indefenso y necesitado de protección.
En el contexto actual, creado por Marcos, en que se pone a un niño ante los ojos de los
discípulos, no como símbolo de la pequeñez y humildad cual ocurre en Mateo (18,3s), sino
como objeto de sus cuidados, la sentencia adquiere un significado distinto. Jesús quiere y
acaricia a dicho niño y se declara en favor suyo, cual si quisiera decir a los discípulos:
Vosotros aspiráis al primer puesto, pero quien desea pertenecerme debe respetar lo
pequeño e insignificante, pues, en un niño así encuentro yo al hombre mismo. Jesús es
amigo de los hombres pequeños y despreciados, para quienes el niño es como un símbolo.
En consecuencia, Jesús habría puesto aquí ante los ojos de los discípulos de un modo
indirecto su propio ejemplo, su propia postura y sus sentimientos personales (de modo
parecido a como lo hace en 10,45).
El ejemplo es instructivo porque muestra cómo la Iglesia primitiva aceptó y meditó las
palabras de Jesús y cómo las aplicó a su propia situación. Una palabra de Jesús,
originariamente situada en otras circunstancias y con distinto propósito, ha sido ya
reinterpretada en la tradición más antigua -leyendo «uno de estos niños» en lugar de «uno
de estos pequeños»- y tomada después por el evangelista que la inserta en un contexto
distinto. Siempre, sin embargo, el logion tiene un significado profundo que permanece
cercano al espíritu de Jesús.
...............
* Mateo habla a su comunidad de una forma nueva; para él el «reino de los cielos» tal vez está
ya referido a la Iglesia, al menos en el sentido de que ella es la imagen presente y el campo de
operaciones del reino futuro. Al niño se le presentó ya como símbolo del sentimiento humilde (v.
4).
...............

c) Uso del nombre de Jesús (Mc. 09/38-41).

38 Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que


estaba expulsando demonios en tu nombre -uno que no anda
con nosotros-, y queríamos impedírselo, porque no andaba
con nosotros.» 39 Pero Jesús dijo: «No se lo impidáis; pues
no hay quien haga un milagro en mi nombre y pueda luego
hablar mal de mí: 40 que quien no está contra nosotros, en
favor nuestro está.»
41 «Quien os da de beber un vaso de agua a título de que
pertenecéis a Cristo, os lo aseguro: no se quedará sin recompensa.»

En la serie de sentencias que Marcos ha encontrado es posible que siguiera


inmediatamente la del v. 41 con la fórmula de enlace de «en mi nombre». También
ideológicamente casa mejor con la hipótesis de «uno de estos pequeños» -en lugar de
«niño» del texto actual-, pues, probablemente, la sentencia sobre el ofrecimiento de un
vaso de agua mencionaba en su origen a «uno de estos pequeños» como objeto de tal
cuidado, según puede inferirse de Mt 10,42. Con ello en la antigua serie de sentencias se
daba una progresión: quien acoge con hospitalidad en su casa a «uno de estos pequeños»,
es decir, a un discípulo de Jesús, acoge al propio Jesús y, por lo mismo, a aquel que le ha
enviado; pero incluso quien sólo le da a beber un vaso de agua, recibirá su recompensa.
En la última sentencia Marcos ha reconocido atinadamente que se trata de los discípulos
de Jesús, y lo ha señalado inmediatamente mediante el pronombre personal «os». Es
posible que después se haya insertado aquí toda la escena del exorcista ajeno al grupo, al
que Juan se refiere, y que procedería de una tradición particular. La fórmula introductoria
del v. 38 delata la mano del evangelista, al tiempo que sorprende la interrupción de la serie
de sentencias mediante la inesperada observación del discípulo. Al evangelista le gustan
estos rasgos de vivacidad, como ya hemos visto en el marco por él creado -«en la casa»- y
en la escena con el niño. La palabra nexo «en mi nombre» podría haberle movido a esta
inserción. De todos modos también sería posible que ya la vieja colección de sentencias
hubiese reunido varias sentencias de Jesús bajo esta expresión nexo.
Con el exorcista desconocido Marcos ofrece una tradición propia (1). Juan, el hijo de
Zebedeo, no es mencionado aquí al acaso o de un modo caprichoso. En una tradición
peculiar de Lucas aparecen él y su hermano Santiago con rasgos de parecida impaciencia:
querían que bajase fuego del cielo sobre una aldea samaritana que denegó la hospitalidad
a Jesús y sus discípulos (Lc 9,54s). El suceso a que Juan se refiere no es impensable en
tiempos de Jesús, pues sabemos por otras fuentes de exorcistas judíos que empleaban
ciertas prácticas mágicas (2). Claramente se trasluce también cierto interés de la
comunidad. Por los Hechos de los apóstoles sabemos que el samaritano Simón el Mago
quería comprar, con dinero contante, al apóstol Pedro la facultad de hacer milagros (Act
8,18s). Semejante ideología mágica estaba muy extendida en aquel tiempo y es posible que
se haya afianzado al margen del cristianismo naciente. Sorprende la expresión de que el
exorcista extraño «no anda con nosotros» -literalmente «no nos sigue»-, pues en los
Evangelios sólo se habla del seguimiento de Jesús. Así pensará después la comunidad
sobre los sucesos de su tiempo. Pero la enseñanza, que Jesús imparte a sus discípulos,
responde a su espíritu, como la reprimenda de Lc 9,55. Es una palabra de tolerancia y
magnanimidad que apuntaba a la comunidad cristiana.
A primera vista la razón que Jesús aduce suena a oportunista: quien se apropia algo de
la fuerza de Jesús, luego no podrá hablar mal de él; con ello parece como si Jesús se
preocupase de ganar partidarios y amigos. Pero esta argumentación «razonable» -Lucas la
suprime- sólo debe llevar a la conciencia de los discípulos lo necio de su conducta. La
argumentación culmina en una sentencia que interesaba a la comunidad: «Quien no está
contra nosotros, en favor nuestro está.» Palabra de tolerancia en la que se manifiesta una
amplitud de espíritu que se alza por encima de las ideologías de grupo. Pero, desde el
punto de vista de la historia de la tradición, la frase constituye un enigma (3), pues que dice
justamente lo contrario de otras palabras de Jesús, contenidas en la tradición de las
sentencias que han conservado Mateo y Lucas: «Quien no está conmigo está contra mí, y
quien conmigo no recoge, desparrama» (/Mt/12/30 = /Lc/11/23). En otro contexto, en el que
Jesús habla de su batalla contra el mal, estas palabras tienen también su justificación y
sentido perfecto. Es preciso afinar y reflexionar para ver estos aspectos contrarios del
ministerio de Jesús. Mientras subsista este mundo histórico con sus manifestaciones
perversas y a menudo «demoníacas», es necesaria la lucha contra el mal. Por otra parte,
sin embargo, Jesús ha venido con amor y paciencia ilimitados a buscar el bien, doquiera se
encuentre. Así descubrimos en la aparición de Jesús junto a unos rasgos combativos su
esfuerzo por «salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). La postura que debemos adoptar
en cada caso sólo podemos saberlo por las circunstancias y situaciones concretas; de
todos modos las palabras de Mc 9,40 nos exhortan a que superemos la mezquindad
humana y nos abramos a todos los hombres que defiendan una causa buena, aunque no
estén inscritos en la comunidad de Cristo. La tolerancia de Jesús prohíbe toda cerrazón
ortodoxa. Mateo ha pasado por alto la tradición del exorcista extraño al grupo de los
discípulos, no por estrechez mental eclesiástica -véase en contra de tal hipótesis su cuadro
del juicio final, 25,31-46-, sino porque habría tenido que abordar la cuestión de los
taumaturgos de las propias filas, que obraban la maldad (7,22s; 13,41s). Es preciso, pues,
meditar las palabras de Jesús en cada una de las situaciones. Mas, en caso de duda,
debemos recordar que lo que a Jesús le interesa sobre todo es la unión de los hombres de
buena voluntad. La exclusión sectaria, la retirada al ghetto eclesiástico, la mirada
introvertida, son extrañas a su espíritu.
¿Quién es el hombre al que se le promete una recompensa hasta por el vaso de agua
que ofrece a los discípulos de Jesús? Para Marcos y su comunidad en este contexto sólo
puede ser alguien que está fuera, que está frente a Cristo y sus seguidores, aunque no de
un modo hostil. Presta ese servicio por causa de Cristo. Marcos -o un copista anterior- lo ha
explicado mediante el giro «a título de que pertenecéis a Cristo» -Jesús no ha podido
hablar así-; pero la antigua fórmula semítica «a título de que...» apunta a una frase antigua,
que Jesús podría haber pronunciado con ocasión, por ejemplo, del envío de los discípulos
a misionar (cf. Mt 6,7-13; Lc 10,5-11). La Iglesia primitiva lo ha aplicado a su situación
misionera, para la cual también Mateo lo aclara a su modo (10,42). Es una palabra que
tiene en cuenta las dificultades de los discípulos, pero que también debe alentarlos. Existen
hombres buenos que ayudan a los otros por motivos de humanidad, aunque no conozcan a
Cristo; en el juicio esos hombres experimentarán la misericordia de Dios. Como en el caso
del samaritano compasivo y en la escena del juicio final, Jesús alaba aquí un sentimiento
humanitario que en ocasiones avergüenza a los cristianos. Es en esos hombres en los que
piensa cuando dice: Quien no está contra nosotros, en favor nuestro está.
...............
1. El pasaje tal vez pueda aparecer como una formación de la comunidad, pues sólo dentro de la
comunidad se podía hablar del ministerio «en nombre» de Jesús (v. 39) y del seguimiento «con
nosotros». No obstante el episodio de Mc 9,16-20 conserva un recuerdo de que los discípulos
también intentaron la expulsión de los demonios en ausencia de Jesús, y puesto que la fama de las
obras de Jesús se extendía por todas partes, bien pudo un exorcista extraño haber intentado la
empresa. La fórmula actualizada para la situación posterior de la comunidad no excluye un
episodio histórico.
2. Es interesante la expulsión demoníaca de un cierto Eleazar, referida por FLAVIO JOSEFO
(Antigüedades VIII, 46s): «Puso bajo la nariz del poseso un anillo. en el que iba metida una de
las raíces que Salomón había recetado, hizo que el enfermo la oliese y así expulsó al espíritu
malo por la nariz. El poseso se desplomó inmediatamente y Eleazar conjuró entonces al espíritu,
por cuanto recitó el nombre de Salomón y las sentencias que él compuso, para que no volviera
más a aquel hombre.» p. 139-150.
3. Podría tratarse de una forma proverbial de expresión. De Julio César se ha conservado esta
sentencia: «Te oímos decir que tenemos por enemigos a todos cuantos no están con nosotros;
pero tú consideraste partidarios tuyos a cuantos no están contra ti»; véase en E.
KLOSTERMANN, Das Markusevangelium Tubinga 4, 1950, a propósito de este pasaje.
Sentencias parecidas perviven en boca del pueblo; también Jesús se ha servido de tales refranes
populares. Muchos intérpretes creen que se trata de un proverbio introducido posteriormente;
pero responde al espíritu de Jesús.

d) Palabras sobre el escándalo (Mc. 09/42-48).

42 «Si alguno es ocasión de tropiezo para cualquiera de


estos pequeños que creen, mejor sería para él que le ataran
alrededor del cuello una rueda de molino de las que mueven
los asnos, y fuera echado al mar. 43 Y si tu mano es para ti
ocasión de tropiezo, córtatela; mejor es para ti entrar manco
en la vida que, conservando las dos manos, ir a la gehenna,
al fuego inextinguible. 45 Y si tu pie es para ti ocasión de
tropiezo, córtatelo; mejor es para ti entrar cojo en la vida que,
conservando los dos pies, ser arrojado a la gehenna. 47 Y si
tu ojo es para ti ocasión de tropiezo, sácatelo; mejor es para ti
entrar tuerto en el reino de Dios que, conservando los dos
ojos, ser arrojado a la gehenna, 48 donde su gusano no muere
y el fuego no se extingue».

La nueva unidad sentencial está formada mediante la palabra nexo a scandalon


(«tropiezo»). Enlaza con lo que antecede a través de la palabra nexo «pequeños»; el
versículo 42 forma contraste con el v. 41: al anuncio de una recompensa por el buen
comportamiento en favor de los «pequeños» (los discípulos), sigue ahora una terrible
amenaza para cuantos den ocasión de tropiezo a «cualquiera de estos pequeños». El
enlace está, pues, justificado desde el punto de vista del contenido; pero la nueva trilogía
acerca de los miembros del cuerpo que ocasionan tropiezo sólo tiene una vinculación
externa con esa sentencia. Con el «tropiezo» que cualquiera ocasiona a un discípulo de
Jesús, se trata de una sacudida a la fe, de un poner en peligro la salvación de otro, cosa
que atraen sobre el autor el castigo más severo en el tribunal divino; de ahí la imagen
drástica del anegamiento en el mar. Con el tropiezo que procede de los miembros
corporales, se piensa en las tentaciones de tipo moral que le vienen al hombre de su misma
naturaleza y que debe superar radicalmente de raíz, mediante la «mutilación» de los
miembros, a fin de no incurrir en la condenación.
La palabra griega, que ha entrado en nuestra lengua bajo la forma de «escándalo», no
tiene la resonancia sensacionalista que ha adquirido entre nosotros. No se trata de la
conmoción que provoca en la opinión pública sino de un peligro interno que corre la
persona a la que se escandaliza. El vocablo, cuyos orígenes no se han esclarecido
plenamente, hace pensar en la caída ocasionada por un tropiezo o una trampa en el
camino. En el contexto de la sagrada escritura, ese «tropiezo», cualquiera que sea su
origen, representa un peligro para la salvación. En el entorno de Jesús había seguramente
hombres que disuadían su seguimiento a los «pequeños», los discípulos sencillos, y
querían destruir su fe y lealtad a Jesús. El Maestro ha observado lleno de cólera tales
manejos y ha pronunciado esa terrible amenaza. La «piedra de molino de las que mueven
los asnos» era una piedra notablemente grande que -a diferencia del molino de mano-, en
el tipo de molino fijo, descansaba sobre otra piedra y tenía un agujero en el centro. Esa
clase de molino se llamaba «molino de asno», o bien porque era movido por un asno o bien
porque la piedra inferior se llamaba «asno» a causa de su forma. Para un hombre que
extravía a los otros en la fe sería preferible, según la palabra de Jesús, que le colgasen al
cuello una de esas grandes piedras y lo hundiesen en lo profundo del mar. Es una imagen
muy conforme al lenguaje vigoroso de Jesús y cuyo sentido es éste: mejor es la muerte y el
exterminio que robar la fe a otro. La forma de expresión recuerda las palabras de Jesús
acerca del hombre que iba a traicionarle: «más le valiera a tal hombre no haber nacido»
(Mc 14,21). No se trata de sentencias condenatorias inapelables, pero son palabras que
pintan a la perfección la terrible realidad de un hecho. La imagen y el arcaísmo de la forma
lingüística señalan su origen en el pensamiento judío y no permiten dudar de que bajo las
mismas se esconde una palabra personal de Jesús.
La comunidad ha acomodado la palabra a su situación y entiende, bajo aquéllos cuya fe
sufrirá quebranto, a todos los creyentes que forman parte de la misma, y no o no
exclusivamente a los niños, y de un modo muy especial a los mensajeros de la fe. La frase
aclaratoria «que creen en mí» -y que falta en Lc 17,2- se debe seguramente al evangelista.
Siempre será algo terriblemente grave poner en peligro y destruir la fe en el corazón de los
hombres sencillos. En la tradición sentencial de Mateo y Lucas se agrega: «es imposible
que no haya escándalos, ¡pero ay de aquel por quien vienen (los escándalos)!». Jesús
contempla de un modo realista la situación del mundo; pero advierte a los seductores y está
decidido a proteger a quienes creen en él. La fe de la gente sencilla -cf. los infantes de Mt
10,25- es un bien que ningún hombre puede robar sacrílegamente. En ningún caso hay que
entender las palabras de Jesús como si uno no hubiese de reflexionar sobre la fe y
solucionar sus problemas. Se piensa en los seductores malintencionados o
irresponsables.
El grupo de sentencias relativas a los miembros del cuerpo que
pueden convertirse en causa de ruina moral, muestra el carácter radical de las exigencias
éticas de Jesús. Hablaba en serio cuando quería que se hiciese todo lo imaginable con tal
de tener parte en el reino de Dios (cf. Lc 13,24). Cuando está de por medio el objetivo final
no cabe indecisión alguna. En nuestro texto Jesús habla de «la vida» como el objetivo del
hombre, que le proporciona la verdadera salvación, y después habla en el mismo sentido
del «reino de Dios». El lenguaje es figurativo como lo demuestran las expresiones «entrar»,
«ser arrojado» y sobre todo la descripción del lugar de castigo. El «fuego» que «no se
extingue» es una imagen como «el gusano» que «no muere»; en realidad se trata de dos
imágenes incompatibles, pero que ya estaban unidas en un pasaje del Antiguo Testamento
que se cita en este v. 48 (Is 66,24). Allí se trata de los hombres ajusticiados por Dios, cuyos
cadáveres se amontonan en el valle de Hinnom, junto a Jerusalén. Yacen insepultos,
expuestos a la corrupción -¡el gusano!- o al fuego aniquilador. Del valle de Hinnom, en
hebreo gehinnom, que desde tiempos antiguos en Israel pasaba por ser el lugar del juicio,
se ha derivado la expresión griega gehenna para indicar el infierno. Del lugar histórico de
castigo se ha forjado ya en Is 66,24 el lugar de castigo escatológico; del fin temporal de los
malvados, el tormento eterno. Conviene tener idea clara de este lenguaje figurado de la
Biblia, a fin de no sacar falsas conclusiones respecto de la «condenación eterna». Las
imágenes, que copistas posteriores introdujeron también después de la primera y segunda
sentencias -los v. 44 y 46 que hemos suprimido en la traducción- no pretenden expresar
otra cosa que el juicio condenatorio de Dios. No «entrar en la vida», en la vida eterna de
Dios, no tener parte en su reino futuro, equivale para el hombre a fallar el objetivo
transcendente que se le ha señalado, y esto es la pérdida más espantosa que puede
sucederle a un hombre. Su vida terrena no tuvo sentido y con la muerte corporal cae para
siempre en el absurdo, en la «muerte eterna», en la aniquilación de su humanidad que
estaba destinada a la vida eterna.
No se dice en qué consisten las tentaciones de la «mano», el «pie» y el «ojo». Basta
saber que el hombre encuentra ocasiones de pecar en su propia constitución psicofísica.
Los miembros externos sólo se consideran como ocasión de pecado. En otro pasaje dice
Jesús que los malos pensamientos y deseos nacen de dentro, del corazón del hombre (Mc
7,21ss). En las palabras sobre los miembros corporales que son ocasión de pecado, se
contiene la experiencia de que también en el hombre que aspira al bien surgen tentaciones
que pueden llevarle a la caída en razón precisamente de su capacidad de ser tentado. Es
una advertencia a no sobrevalorar las propias fuerzas y una amonestación a resistir
inmediatamente y con decisión el ataque del mal. En el sermón de la montaña, Mateo ha
relacionado el ojo que extravía y la mano que induce al pecado con el adulterio (5,29s).
Muestra así cómo la Iglesia primitiva interpretaba de un modo concreto y aplicaba las
palabras de Jesús. De manera similar cada cristiano debe preguntarse dónde están para él
las posibles ocasiones de caída en el pecado y los peligros para su salvación. La palabra
del Señor le invita a una renuncia radical a las seducciones del pecado y al corte inmediato,
y a menudo doloroso, cuando está amenazada la salvación de toda su persona.
(Págs. 61-76)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 22

e) Palabras sobre la sal (Mc. 09/49-50).

49 »Porque todos serán salados al fuego. 50 Buena es la sal;


pero, si la sal se vuelve insípida, ¿con qué le devolveréis su
sabor? Tened sal en vosotros, y estad unos con otros en paz.»

SAL/FUEGO FUEGO/SAL Tenemos aquí un nuevo grupo de sentencias, unido al anterior


por la palabra nexo «fuego». Este elemento resulta enigmático en su brevedad dentro de lo
que sigue, pero un análisis más detenido demuestra que esta palabra extraordinariamente
vigorosa está empleada en un sentido distinto que en la imagen del infierno. Probablemente
se piensa en el rito de los sacrificios: según la ley mosaica toda ofrenda sacrificial debía ser
salada; por lo que la sal encarnaba la alianza con Dios (Lev 2,13). En la oblación incruenta
el trigo molido se mezclaba con aceite e incienso y después se entregaba al fuego (Lev
2,14-16). También en los sacrificios expiatorios los animales eran rociados con sal antes de
ser quemados (Ez 43,24). En la presente sentencia el recuerdo de estos ritos sacrificiales es
sólo lejano y simbólico; no es la salazón lo que se
entrega al fuego, sino que es el fuego mismo el que se convierte en «sal». Fuego y sal han
pasado a ser palabras simbólicas. De ahí que no pueda establecerse con precisión el
sentido del «fuego». Por lo general designa el juicio divino; pero, según Lc 12,49, Jesús ha
venido a «echar fuego sobre la tierra», y esto parece estar en relación con la separación
escatológica (cf. v. 51). El discípulo viene invitado a seguir a Jesús con su cruz (Mc 8,34), a
perder su vida por amor de Jesús (8,35), a dejarse destruir como una ofrenda sacrificial.
Sólo así podrá mostrarse como «sal», como alguien que tiene las disposiciones propias del
discípulo. No escapará a la prueba de los más duros padecimientos y persecuciones, que
llegan hasta la misma muerte. Tal parece ser. al menos para Marcos, el sentido de esta
imagen.
La frase inmediata sobre la sal tiene un paralelo en la tradición de los logia que han
conservado Lucas y Mateo, pero en una forma distinta y más ampliada: la sal inútil es
arrojada fuera. La redacción de Marcos habla sin duda de la sal que sirve para el
condimento; si pierde su fuerza, si se hace «insípida» no hay forma de devolverle su fuerza
específica. Si no se trata simplemente de expresar una imposibilidad bajo una forma de
proverbio popular -químicamente la sal nunca puede perder su fuerza, cosa que ya sabían
los antiguos-, hay que pensar en la sal obtenida de la naturaleza, por ejemplo del mar
Muerto, que por la acumulación de impurezas se hace inútil para el condimento. No se
especifica ninguna aplicación del proverbio. Mateo ha enlazado la palabra sobre la sal con
la palabra sobre la luz, aplicando esta unidad sentencial directamente a la comunidad de
los discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra... Ia luz del mundo...» (5,13-16). Que se
hable a los discípulos -a todos los discípulos de Jesús que vendrían después- resulta
evidente también en el contexto de Marcos; pero ¿qué se les quiere decir en concreto con
la sentencia de la sal? Lucas trae la sentencia al final de una composición que invita al
seguimiento radical, en conexión directa con otra palabra que reclama el abandono de
todas las riquezas (14,34s). Entiende, pues, la palabra como expresión de las disposiciones
propias del discípulo, e incluye la negación de sí mismo y las más duras renuncias.
También en el grupo de sentencias de Marcos debería tener este sentido la palabra de la
sal, si hemos interpretado debidamente el v. 49. La disposición del discípulo al sacrificio, el
servicio personal y lleno de renunciamientos que asume sobre sí al disponerse a seguir a
Jesús, es algo insoslayable y que con nada puede sustituirse. Otras interpretaciones de la
sal, como equivalente a sabiduría o doctrina, hay que dejarlas de lado, aun cuando no se
pueda establecer con certeza cómo entendió Jesús la sentencia originariamente.
La última palabra sobre la sal, en que ésta se interpreta como algo que debe hallarse en
los discípulos, y precisamente como una fuerza que habita dentro de ellos, puede confirmar
la exposición que acabamos de hacer. La exhortación: «Tened sal en vosotros», tal vez sea
la aplicación del proverbio. No hay que dejarse extraviar por la amonestación inmediata:
«¡Y estad unos con otros en paz!», pues ha debido ser añadida por el evangelista a fin de
redondear la serie de sentencias y volver así al principio, a la disputa entre los discípulos.
Si los discípulos toman a pecho todo esto que se les ha dicho, deberán superar también la
manía de discutir entre sí. Se trata de algo más: el seguimiento de Jesús que reclama todas
las fuerzas, las pruebas del discípulo en el mundo ¿permiten que haya aún entre ellos celos
y discusiones? Se trata de una palabra grave para todos los tiempos en los que la
comunidad de Cristo debe afianzarse y cumplir su misión en un ambiente que piensa de
distinta forma. Sólo la entrega suprema al servicio de Cristo y la armonía fraterna pueden
hacerla fuerte en el camino de su seguimiento de Cristo.

3. TERCER ANUNCIO DE LA PASIÓN (10,1-45).

Después del discurso a los discípulos, que se convierte en un discurso de exhortación a


la comunidad posterior, se advierte una cesura. Prosigue la marcha hacia Jerusalén
alcanzando la región de Judea al este del Jordán (10,1); pero las formas literarias cambian.
Las perícopas inmediatas son más amplias y tratan problemas importantes para la vida de
la comunidad: indisolubilidad del matrimonio, estima de los niños, postura frente a las
posesiones y riquezas. Sigue luego el tercer anuncio de la pasión, en el que se encierra
una enseñanza a los discípulos que prohíbe el afán de dominio y que establece el orden del
servicio en favor de la comunidad. Después de las secciones precedentes, esperaríamos el
último y más detallado anuncio de la pasión al comienzo de estas perícopas evidentemente
homogéneas; pero el evangelista ha debido posponerlo con un determinado propósito. Los
grandes e importantes temas para la vida comunitaria prolongan perfectamente la cadena
de sentencias de 9,33-50, porque en todo caso, y en forma de alocución a los discípulos
(cf. 10,10-12.23-31), se dirigen a la comunidad posterior, a la nueva familia de Jesús (cf.
10,30) y le proporcionan instrucciones concretas para su vida en el mundo, instrucciones
que permiten deducir con bastante claridad la dureza y carácter radical de las exigencias de
Jesús. La perícopa de los hijos de Zebedeo (10,35-45) sigue, no obstante, inmediatamente
al último vaticinio de Jesús sobre su camino de dolores y muerte, de modo parecido a como
la discusión de los discípulos sobre el primer puesto había seguido al anuncio segundo de
los padecimientos del Maestro. Así, este vaticinio de la pasión de Jesús, que ya preanuncia
de un modo más preciso el doloroso acontecimiento propiamente dicho, ha sido insertado
de manera consciente en medio de las instrucciones a la comunidad confiriendo una unidad
interna a esta sección.
a) Indisolubilidad del matrimonio (Mc. 10/01-12).

1 Y partiendo de allí, viene a la región de Judea y al otro


lado del Jordán; y de nuevo se reúnen en torno a él las
muchedumbres y, como de costumbre, se puso a enseñarles.
2 Se acercan a él también unos fariseos y, para tentarlo, le
preguntaban si es lícito al marido despedir a su mujer. 3 Pero
él les respondió: «¿Qué es lo que Moisés os mandó?» 4 Ellos
contestaron: «Moisés permitió redactar la carta de repudio
para despedirla.» 5 Entonces les replicó Jesús: «Mirando a la
dureza de vuestro corazón os escribió Moisés ese precepto. 6
Pero desde el principio de la creación: Varón y hembra los
hizo; 7 por eso mismo dejará el hombre a su padre y a su
madre, 8 Y serán los dos una sola carne; de manera que ya
no son dos, sino una sola carne. 9 Por consiguiente, lo que
Dios unió, no lo separe el hombre.» 10 Ya en casa,
nuevamente los discípulos le preguntaban sobre lo mismo. 11
Y les dice: «El que despide a su mujer y se casa con otra,
comete adulterio contra aquélla; 12 y si ella misma despide a
su marido y se casa con otro, comete adulterio.»

MA/INDISOLUBLE: La anotación geográfica del evangelista es imprecisa y


probablemente tiene más bien un valor teológico: Jesús llega a Judea, es decir a las
proximidades de Jerusalén. «Al otro lado del Jordán» o ribera oriental, podría indicar la ruta
de la marcha; por aquel camino y cruzando por los vados cercanos a Jericó habría
alcanzado Jesús esta ciudad, que se menciona en 10,46. En el fondo tal vez late una
noticia antigua, pero que Marcos ha introducido sólo de un modo complementario. Sus
miras teológicas se traslucen también en la observación de que iban con él grandes
muchedumbres y que enseñaba en su modo habitual. Esto choca con 9,30 y sobre todo con
la situación de viaje. Pero el pueblo tiene aquí la misma función que en 8,34, a saber, la de
llamar la atención de la comunidad reunida, y la enseñanza de Jesús subraya la
importancia de las palabras que pronuncia a continuación. Tampoco la inesperada
presencia de los fariseos debe plantear las cuestiones de su posible procedencia y de
porqué le proponen precisamente este problema de camino. Son los antagonistas que dan
mayor peso a su decisión.
El problema mismo resulta sorprendente, puesto que la ley mosaica le da una solución
clara: cualquier judío casado podía repudiar a su mujer mediante la entrega de una carta de
repudio; en el judaísmo sólo se discutía sobre los motivos que hacían posible semejante
repudio (*). La aclaración que hace el evangelista de que le preguntaban «para tentarlo»,
quiere subrayar su mala intención (cf. 8,11; 12,15). Toda la introducción está proyectada
desde el punto de vista de la comunidad que tenía el máximo interés en este problema y
que, en base a la decisión de Jesús, se había separado de la práctica judía y pagana, cf.d.
v. 10-12. En la contestación de Jesús sorprende que hable de que Moisés «os mandó», en
tanto sus interlocutores dicen «permitió». En Mt 19 las cosas discurren de modo distinto.
Marcos está más cerca de la intención original de la norma veterotestamentaria que
representaba una cierta protección para la mujer repudiada, pues mediante el documento
conservaba su honra y su libertad. De este modo la frase «mirando la dureza de vuestro
corazón» no se interpreta como una concesión a la debilidad de los judíos, sino como un
testimonio de reproche contra ellos, porque eran incapaces de cumplir la voluntad originaria
de Dios. Sólo los fariseos lo interpretan como una prueba de la benevolencia divina.
Jesús se remonta al relato del Génesis que para él expresa claramente la voluntad
decidida de Dios, antes de la promulgación de la ley mosaica. De los dos pasajes bíblicos
de Gén 1,27 y 2,24, se sigue que con la creación del varón y de la mujer iba vinculada la
voluntad de Dios de que la pareja humana se convirtiese en una unidad indisoluble. Uno y
otra han abandonado la comunidad familiar anterior, que en las circunstancias del hombre
antiguo le rodeaba y le brindaba una mayor protección que hoy, se han unido entre sí y
forman ya algo inseparable. El proceso ideológico se apoya en el tenor literal del texto
bíblico: con la creación de los dos sexos Dios ha querido esta unión, tan estrecha que de
ahora en adelante varón y mujer forman una sola carne. El acento descansa en el «una
sola», no en la «carne». Jesús lo subraya con su conclusión: en el matrimonio al marido y a
la mujer hay que seguir considerándolos como una unidad. Dios mismo aparece como
fundador del matrimonio -cosa que también pensaban muchos judíos incluso de cara a los
matrimonios concretos-, por ello el hombre no puede ya romper esta unidad.
La argumentación de Jesús, fundada en la Escritura, no resulta nada singular a la luz del
Documento de Damasco, que forma parte de la literatura qumraniana, pues también ese
reducido grupo del judaísmo consideraba el relato de la creación como una prohibición del
repetido matrimonio (4,21; cf. 5,1ss). Hoy debemos buscar el sentido de la decisión de
Jesús dentro del horizonte judío de su tiempo. Hay una condena tajante del connubio plural
propiciado por el apetito sexual o de una poligamia sucesiva, condena que se funda en el
orden de la creación, de la disposición natural de ambos sexos. Se reconoce la
personalidad del hombre que permite ver en la comunidad conyugal no sólo la liberación del
instinto sexual, sino la vinculación de una persona a otra, la realización personal del hombre
en el encuentro y comunión con el cónyuge. Es notable que en un tiempo y ambiente en
que la mujer era considerada por lo general -incluso en el judaísmo- como un ser inferior y
sometido al varón, la Biblia nos dé a conocer la dignidad humana según las miras de Dios;
el hombre, sea varón o mujer, ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gén 1,27).
De este modo el matrimonio se eleva a una comunión personal, que cuanto más se realiza
con mayor facilidad supera las dificultades y tensiones originadas por el instinto sexual. La
expresión «carne» no debe inducirnos a pensar que la unión sexual sea el elemento
primero y principal; pues, en hebreo esa palabra significa ante todo al hombre en su
completa realidad, aunque en el matrimonio ciertamente que la unión carnal -también como
expresión de esa totalidad y entrega absoluta- cuenta también. La hostilidad al cuerpo y al
instinto es ajena al judaísmo. La disolución de la sociedad conyugal la califica Jesús simple
y llanamente de «adulterio», ruptura de la comunión entre dos, que Dios quiso desde el
comienzo. No sin razón hablamos también nosotros de la «alianza matrimonial»; las
relaciones de Dios con Israel como el pueblo de su alianza las presentan los profetas bajo
la imagen de un matrimonio (especialmente Oseas 1-3). Ahora bien alianza es una
vinculación personal, firme y obligatoria que debe ser permanente. La obligatoriedad
perpetua, mientras dure la vida, no es así una imposición agobiante, sino una decisión libre
y liberadora, que es posible al hombre desde su constitución personal y que refleja su
dignidad.
Cómo la Iglesia haya aceptado y expuesto esta decisión de Jesús, nos lo muestra el
diálogo entre Jesús y sus discípulos que Marcos ha añadido para sus lectores. Los
discípulos vuelven a preguntar al Maestro sobre el tema «en la casa» (cf. el comentario a
9,33) y obtienen una información, que transmite a los destinatarios cristianos de Marcos,
procedentes del paganismo, una palabra de Jesús a sus coetáneos judíos. El derecho
matrimonial judío facilitaba -hasta en los menores detalles- sólo al varón la iniciativa de
disolución de su matrimonio, precisamente mediante la entrega de la carta de repudio. Las
fórmulas de la fuente de los logia (Lc 16,18; Mt 5,32) lo revelan claramente. Marcos, en
cambio, elige en 10,11s -al menos según la lectura que merece la preferencia- una forma
de expresión que prevé para la mujer la misma posibilidad que para el marido en orden a
intentar la separación, lo cual se debe al derecho matrimonial romano. De lo cual se
deduce, sin embargo, que Marcos quiere inculcar a sus lectores étnicocristianos cómo la
resolución de Jesús les obliga al mantenimiento real y estricto de la prohibición del divorcio.
Esta concreta exposición «legal» la confirma también Pablo en sus instrucciones a la
comunidad de Corinto. A los cristianos casados les ordena, no él sino «el Señor», que la
mujer no se separe de su marido y que el marido no despida a su mujer. Añade además
que si una mujer se ha separado, no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido
(1Cor 7,10s). El cristianismo primitivo conoció, pues, ya una «separación de mesa y lecho»
sin disolución del matrimonio; práctica que no está atestiguada por lo que respecta al
mundo judío y pagano.
Se ha combatido esta interpretación que la Iglesia primitiva dio a la solución radical de
Jesús. Originariamente Jesús habría declarado adulterio la separación matrimonial, a fin de
poner de relieve la seriedad y grandeza del matrimonio. Habría rechazado la práctica
separatoria frecuente entre los judíos, pero sin pretender dar un ordenamiento legal. Pero
las comunidades, que vivían en las circunstancias concretas de este mundo, necesitaban
unas instrucciones precisas, y así se habría llegado a la interpretación que la Iglesia
católica ha mantenido hasta hoy. Una prohibición absoluta de separación en caso de un
matrimonio válidamente contraído la rechazan tanto las Iglesias ortodoxas como las
reformadas. Para ello se remiten a la «cláusula de fornicación», contenida en Mt 5,32 y
19,9, cuya interpretación se discute todavía hoy, incluso entre los exegetas católicos, o se
apela a la superación radical del legalismo por parte de Jesús. También en el orden de la
nueva alianza puede fracasar un matrimonio por la debilidad y culpa de los hombres, caso
en que la prolongación externa de un matrimonio fracasado puede llevar a nuevas culpas.
El problema se ha complicado extraordinaria- mente por lo que respecta al carácter de las
enseñanzas morales de Jesús como al cambio de las circunstancias sociales de nuestro
tiempo, y no podemos estudiarlo aquí con más detenimiento. Pero hay algo sobre lo que no
cabe duda alguna: con la mirada puesta en la voluntad originaria de Dios creador, Jesús
quiso inculcar a los casados la máxima responsabilidad moral y que no disolviesen su
matrimonio; la Iglesia primitiva, por su parte, tomó muy en serio esta llamada obligatoria. La
exposición de la resolución de Jesús planteó ya entonces problemas y sigue preocupando
todavía a la Iglesia. En medio de la realidad de este mundo una interpretación complaciente
con las apetencias humanas llevaría fácilmente a una práctica muy parecida a la que Jesús
condenó en sus contemporáneos judíos; mas tampoco el manejo puramente legal y jurista
de su resolución respondería a sus intenciones. Hoy nos encontramos en esa dificultad
que, habida cuenta de la situación angustiosa de muchos matrimonios, se convierte en una
auténtica calamidad. La Iglesia de nuestro tiempo tiene que repensar todo el complicado
problema con un sentido de responsabilidad delante de su Señor, con la mirada puesta en
la salvación de los hombres y con confianza en el Espíritu Santo. Para nosotros esto se
convierte en un deseo apremiante de oración.
...............
* Se trataba de una explicación de Dt 24,1 «un motivo vergonzoso (o desagradable)» La
tendencia más rígida -la del viejo maestro Shammay- refería el texto únicamente a hechos
inmorales (adulterio); la más condescendiente -que era la de la escuela de Hilel- lo aplicaba a
todas las razones posibles, hasta al hecho de haber dejado quemarse la comida (Mishna).
....................

b) Jesús y los niños (Mc. 10/13-16).

13 Le presentaban unos niños para que los tocara; pero los


discípulos los reprendieron. 14 Cuando Jesús lo vio, lo llevó
muy a mal y les dijo: «Dejad que los niños vengan a mí, no se
lo impidáis; pues el reino de Dios es de los que son como
ellos. 15 Os aseguro que quien no recibe como un niño el
reino de Dios no entrará en él.» 16 Y él los abrazaba y los
bendecía poniendo las manos sobre ellos.

NIÑO/RD: Tampoco en esta perícopa cabe preguntarse por la situación histórica.


Difícilmente se llevaba a los niños pequeños, de los que aquí se trata sin duda, en los
viajes de peregrinación a Jerusalén. El episodio debería haber ocurrido en alguna estación
del viaje; pero no se da ninguna indicación geográfica. Los discípulos, que quieren proteger
a Jesús de la gran concurrencia -¿o se escandalizan por el deseo de un contacto mágico
de Jesús (cf. 5,27-31)?- sólo vienen presentados para dar mayor relieve a las palabras y
posturas de Jesús. El conjunto no constituye una escena idílica tendente a subrayar la
condescendencia de Jesús con los hombres y con los niños sino una importante solución
de principios para la comunidad. Se le indica cómo debe comportarse frente a los niños; tal
vez había también que resolver el problema de si los niños debían ser bautizados en edad
temprana. A juzgar por los tres logia de Jesús, que la tradición ha conservado acerca de
los niños, no cabe dudar de su postura netamente positiva en favor de los niños.
De estos logia sobre los niños (véase el comentario a Mc 9.31 en que originariamente los
«pequeños» indicaban ciertamente a los discípulos de Jesús), la sentencia: «Quien no
recibe como un niño el reino de Dios, no entrará en él», presenta el carácter más primitivo y
la mejor testificación, aun cuando su redacción y posición en el texto difieran. Marcos -y
Lucas tras sus huellas- trae la sentencia en la escena de la bendición de los niños; Mateo,
en la disputa de los discípulos por el primer puesto (18,3), y por lo que respecta a Juan se
sospecha una acomodación de la forma y sentido que aparece en la conversación con
Nicodemo (3,3.5). Tal vez incluso la auténtica palabra de Jesús, que la Iglesia primitiva
poseía, aproximadamente sonaba así: «Si no os hacéis como niños no podréis entrar en el
reino de Dios.» En el Evangelio copto de Tomás se encuentra este giro: «Jesús vio a unos
(niños) pequeños mamando. Y dijo a sus discípulos: Estos pequeños lactantes se asemejan
a los que entran en el Reino de Dios (logion 22), ciertamente que con un sentido gnóstico.
La otra sentencia: «El Reino de Dios es de los que son como ellos», fundamenta la
amonestación de Jesús: «Dejad que los niños vengan a mí.» Recuerda la fórmula de las
bendiciones (cf. Mt 5,3.10) y promete a los niños la participación en el futuro reino de Dios,
lo mismo que a los pobres, a los humildes, a los perseguidos. El marco de la bendición de
los los niños produce el mismo efecto artístico que en el problema de la indisolubilidad del
matrimonio. Lo que primero se transmitió fueron unas palabras de Jesús que tenían un
carácter normativo para la Iglesia primitiva; de las que se podían seguir nuevas
consecuencias para su vida y aplicarse a los nuevos problemas que surgían. Pese a todo lo
cual, una bendición de los niños es perfectamente posible en el ministerio terrestre de
Jesús, como se demostrará.
Jesús ha señalado la actitud infantil como ejemplar para cuantos anhelan el reino de
Dios. ¿Qué pretende indicar con ello? Ante todo debemos liberarnos de la idea de que con
ello se exprese la inocencia del niño. Ya la misma antigüedad pagana habló sobre el
particular menos de lo que se esperaría; este pensamiento es extraño al Antiguo
Testamento, mientras que el judaísmo tardío desarrolla diversas concepciones. Por una
parte, el niño no está obligado todavía a la observancia de la ley -hasta los 13 años de
edad, aunque ya antes había que ejercitarlo en su cumplimiento-; por otra, ya desde su
concepción o nacimiento tiene el «impulso malo». Ciertamente que Jesús no se refiere a la
actitud moral del niño, aunque una interpretación predominantemente psicológica apenas
hace justicia a su palabra. Mateo ciertamente que en su contexto de la disputa de los
discípulos por el primer puesto, cuando Jesús pone en medio de ellos a un niño, inserta a
modo de aclaración: «Por consiguiente, quien se haga pequeño como este niño, ése es el
mayor en el reino de los cielos»; pero esto es una interpretación personal suya que apunta
hacia aquella otra sentencia: «El que se ensalza será humillado» (Mt 23,12; cf. Lc 14,11;
18,14), un logion itinerante que en el fondo se refiere a la futura exaltación por parte de
Dios. Una actitud de humildad del niño resulta problemática; por el contrario, lo que es
indiscutible es su pequeñez, su escasa importancia -al menos en la estimación de los
mayores-, su minoría en el sentido de que no tiene desarrolladas sus facultades
espirituales, de la cual habla también Pablo (1Cor 13,11; 14,20; d. 3,1). Compárese con
otras palabras de Jesús, por ejemplo con las que pronuncia acerca de la «gente sencilla»
(Mt 11,25) o de los «pequeños» (Mc 9,42; Mt 18,10), y se comprenderá fácilmente que el
niño se ha convertido en un símbolo de los hombres sencillos que acogen las palabras de
Jesús con fe. Tal vez haya que decir de un modo más concreto aún: el niño llama: Abba!, a
su padre con espontaneidad y confianza infantiles, y esto es precisamente lo que deben
aprender los que desean entrar en el reino de Dios. En tal caso, Jesús habría sacado estas
palabras directamente de sus relaciones personales con Dios, exigiendo una actitud que él
mismo había vivido antes.
Así se comprende también el amor de Jesús a los niños: ellos tenían algo de la
espontaneidad y franqueza, de la confianza y abandono que resultan imprescindibles para
nuestras relaciones con Dios y para la acogida del mensaje de Jesús. ¿Por qué, entonces,
no podía poner él a un niño en medio de los discípulos y haber abrazado y bendecido a los
niños que le presentaban? Marcos utiliza en ambos pasajes la misma expresión cariñosa
(9,36 y 10,16), señal de que considera las dos escenas estrechamente vinculadas. Tal vez
la escena originaria sea la del niño puesto en medio, y la otra de la bendición de los niños
se haya montado después; podría indicarlo así la palabra en singular. Pero también es
posible el caso contrario, y nada impide incluso aceptar como un episodio histórico una
bendición de los niños mediante la imposición de manos. Tal costumbre la tenemos
atestiguada en el judaísmo: «Los niños se presentan a su padre, los discípulos a su
maestro, con el ruego de que ore por ellos y los bendiga. La imposición de manos sirve
para la transmisión de la bendición.» En Jerusalén, los niños, que habían ayunado con los
mayores, eran presentados a los escribas a fin de que éstos los bendijeran y orasen por
ellos.
Pero si las palabras de Mc 10,15 -cualquiera que sea su tenor original- tienen perfecto
sentido en boca de Jesús, más tarde la Iglesia primitiva, o el evangelista, ha asignado a la
escena un significado particular. A este respecto es instructivo el v. 14; Jesús desea que no
se impida a los niños acercarse a él, pues que a ellos les pertenece el reino de Dios. Él les
promete la salvación, forman parte de la comunidad de los salvados. Sobre la participación
de los niños en el mundo futuro, incluso la de los niños de padres paganos que vivían en
tierra de Israel, ya se había pronunciado el judaísmo; según una opinión los niños
pequeños no serían resucitados sino que dormirían un sueño eterno. La Iglesia primitiva, en
cambio, de la respuesta de Jesús debió sacar la consecuencia de que también los niños
pequeños son miembros de la comunidad, con pleno derecho y que alcanzarán el reino de
Dios igual que los cristianos adultos. En ese sentido habla también la práctica de acoger a
toda la familia y a sociedades domésticas enteras en la comunidad cristiana. El asunto
podía tener especial importancia para los matrimonios mixtos entre paganos y cristianos;
Pablo considera a los hijos de éstos como «santos» (1Cor 7,14).
SO BAU/NIÑOS: Se ha pensado asimismo que tras el texto late el problema del bautismo
de los niños. La fórmula «¿qué lo impide?» pertenecía al rito bautismal (cf. Act 8,36; 10,47;
11,17), y de la palabra de Jesús a los discípulos se habría deducido que no se debía
impedir el bautismo de los niños pequeños. Esto, sin embargo, no se puede asegurar con
toda certeza. A nosotros nos basta saber que la Iglesia primitiva quería solucionar sus
problemas a la luz de la conducta de Jesús. Si ella reconocía a los niños como miembros,
con pleno derecho, de sus comunidades y llegó a una gran estimación de los niños
partiendo de una palabra de Jesús, todo ello resulta también orientador para nosotros. Una
actitud infantil frente a Dios, la acogida del reino de Dios «como un niño», es decir, la
aceptación del mensaje de Jesús con fe y obediencia, la entrega a los niños que son los
herederos del reino de Dios, el tomar en serio su llamamiento a la salvación, la
incorporación a la vida comunitaria y la oración por los niños a quienes Jesús ha querido,
todo ello constituye una permanente exhortación para nosotros.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 76-92)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 23

c) Postura frente a las riquezas (Mc. 10/17-22).

17 Cuando salió de camino, corrió hacia él uno que,


arrodillándose ante él, le preguntaba: «Maestro bueno, ¿qué
haría yo para heredar vida eterna?» 18 Jesús le contestó:
«¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino uno, Dios.
19 Ya conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás
adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no
defraudarás, honra a tu padre y a tu madre.» 20 Él le replicó:
«Maestro, todas esas cosas las he cumplido desde mi
juventud.» 21 Jesús entonces, lo miró, sintió afecto por él y le
dijo: «Una cosa te falta todavía: anda, vende cuanto tienes y
dáselo a los pobres, que así tendrás un tesoro en el cielo; ven
luego y sígueme.» 22 Ante estas palabras, al joven se le
anubló el semblante y se fue lleno de tristeza, pues poseía
muchos bienes.

JOVEN-RICO: Es evidente que en estos versículos el evangelista quiere decir algo a la


comunidad acerca de la postura frente a las posesiones, frente a las riquezas y la pobreza.
Para ello ha reunido varios fragmentos que la tradición atribuye a Jesús formando con ellos
una composición mayor, en la que pueden reconocerse tres partes: 1ª, el encuentro de
Jesús con un hombre rico (v. 17-22); 2ª, el diálogo de Jesús con sus discípulos acerca del
impedimento que representan las riquezas para alcanzar el reino de Dios (v. 23-27), y 3ª, la
pregunta de Pedro sobre la recompensa del seguimiento en pobreza y la respuesta de
Jesús (v. 28-31). El material de la tradición es de distinto tipo, pero objetivamente le
confiere unidad el tema de las riquezas y de la renuncia a los bienes terrenales. Es
importante advertir que la respuesta de Jesús en los fragmentos primero y tercero se refiere
directamente a la idea de seguir a Jesús. De este modo se prolonga para la comunidad el
tema del seguimiento con la cruz (8,34). Esta exhortación comprende también la actitud que
ha de adoptar la comunidad frente a los bienes terrenos y constituye la piedra de toque
para saber si cumple las exigencias radicales de Jesús. En el caso del hombre rico la
comunidad aprende lo peligrosa que es la fuerza de las riquezas incluso para los hombres
serios y esforzados, lección que acentúan las palabras de Jesús a los discípulos. Pero, al
final, el ejemplo de los discípulos más allegados a Jesús, que todo lo han dejado por su
amor, es una exhortación a emprender el mismo camino de pobreza.
El encuentro de Jesús con el joven rico -que así se le llama según Mateo 19,20- ha
preocupado mucho a los expositores, principalmente por lo que atañe al problema de los
consejos evangélicos. Frente al camino de los mandamientos, que a todos obliga, ¿no se
señala aquí un camino «superior» y que han elegido Ios miembros de las órdenes
monásticas con su voto de pobreza personal? ¿Se refiere esta perícopa al cristiano
ordinario en general, que vive en el mundo y que por lo mismo no puede renunciar a todos
sus bienes y posesiones? Esto sería una falsa interpretación. Por mucho que se valore la
decisión de los anacoretas y monjes que más tarde llevarían a la práctica la palabra de
Jesús de un modo literal, hay que decir sin embargo que la Iglesia primitiva no sacó esa
consecuencia. La comunidad de bienes en la Iglesia de Jerusalén fue un fenómeno
transitorio, que para nosotros tampoco resulta perfectamente claro. Como en todas las
perícopas precedentes, Marcos quiere dirigirse a toda la comunidad y a cada uno de los
cristianos. El inmediato diálogo de Jesús con sus discípulos evidencia esta orientación
general: Jesús advierte del poder de las riquezas que pone en peligro la salvación. El
ejemplo del hombre rico que, por causa de sus riquezas, se negó a seguir a Jesús, ilustra
ese peligro que acecha a todos los hombres desde sus posesiones. En ese sentido tiene
un alcance típico; pero considerando su caso concreto, hay que tener en cuenta la
situación personal del hombre.
La exégesis, que establece una diferencia tajante entre la observancia de los
mandamientos de la ley y el seguimiento de Jesús sacando de esa distinción unas
consecuencias radicales, induce a varios errores. Aquí no hay fundamento para una moral
doble ni para una distinción entre precepto y consejo. Precisamente la redacción de Marcos
lo demuestra con toda claridad frente al relato de Mateo que puede inducir más fácilmente a
una falsa interpretación. Al hombre rico Jesús sólo le propone una exigencia: la de seguirle
a El renunciando a todos sus bienes. A la observancia de los mandamientos agrega
expresamente: una cosa te falta aún; por lo que no deja a su arbitrio la llamada al
seguimiento. Para aquel hombre, en su situación concreta, no bastaba haber guardado los
mandamientos desde su mocedad; para ser discípulo de Jesús tenía que hacer todavía
algo más: repartir sus posesiones entre los pobres, porque tales posesiones le impedían el
servicio incondicional a Dios. La intención de Jesús apunta a ganarse a aquel hombre para
su seguimiento, y la comunidad debe aprender lo que exige dicho seguimiento.
Analicemos la escena con más detalle. Este tipo de hombre exaltado y propenso a las
exageraciones, que encuentra a Jesús de camino, presenta un contraste notorio con la
reserva y sobriedad de Jesús. El hombre se le acerca, se arrodilla y le saluda con el título
de «Maestro bueno». Jesús le replica secamente: Sólo uno es bueno, Dios. La frase se
explica por la situación. Las elucubraciones de si Jesús se tenía por un pecador, están
fuera de lugar. De todos modos Mateo ya había reflexionado sobre esta forma del saludo y
de la respuesta. Y lo cambia así: «Maestro, ¿qué haría yo de bueno para ganar la vida
eterna?», y Jesús le replica: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno?» Pero las
reflexiones dogmáticas son innecesarias si leemos la palabra en su contexto. Jesús rechaza
semejante adulación. Pero admite la pregunta del hombre, que buscaba honradamente,
como aquel doctor de la ley que pregunta a Jesús por el mandamiento supremo de la ley
(12,28). En el judaísmo de entonces no eran pocos los hombres a quienes inquietaba el
problema de qué era lo primero que debían hacer para tener parte en la vida eterna, en «la
vida del mundo futuro». La pregunta del joven rico va, pues, en la misma dirección que la
del letrado. Jesús se muestra reservado y recita sobriamente, casi rutinariamente, los
preceptos del decálogo. Si recuerda sólo los mandamientos de la «segunda tabla», los que
miran a las relaciones con el prójimo, ello se explica por la pregunta relativa al obrar, la
realización práctica de la voluntad divina. En ese terreno Jesús coincide con las
aspiraciones del judaísmo. Aunque deja de lado las obras de la adoración divina, siempre
late su exigencia de demostrar el amor divino mediante el amor al prójimo (cf. 12,33s). Es
curioso el orden en que aparecen los mandamientos, pues la honra de los progenitores -el
«cuarto mandamiento»- sólo se menciona al final, después del «No defraudarás». Tal vez la
mirada se dirige ya a las riquezas del hombre; en tono ascendente Jesús menciona al final
los preceptos especialmente importantes para un hombre acomodado. ¿Se refiere el «No
defraudarás» a la retención del justo salario (cf. Dt 24,14; Eclo 4,1; Sant 5,4)? Por otra
parte, en ciertas circunstancias y mediante el voto del korban, un judío podía sustraerse a
la obligación de atender a sus padres (cf. 7,10-13). Así las cosas, Jesús pone ante el
hombre el espejo de la conciencia rozando ya el punto que para él es crítico. Pero el
hombre resiste esa prueba, y puede responder tranquilamente que todo eso lo ha
observado desde su mocedad.
Sólo ahora se vuelve Jesús de lleno al que le pregunta; le mira cara a cara y se complace
en él: «Sintió afecto por él.» Clava entonces su exigencia en el corazón de aquel hombre:
«Una cosa te falta todavía: anda vende cuanto tienes...» Cuando Jesús llama a seguirle,
toma de lleno la iniciativa, toca al hombre en su punto más débil, porque Dios quiere a todo
el hombre. Es el mismo tono radical que resuena en las palabras con que exhorta a seguirle
con la cruz, pero aquí se dirige concretamente a ese hombre en su situación particular. Esta
presión a adoptar una resolución total y pronta, por la que un hombre se liga a Jesús y por
él se entrega al servicio de Dios, se advierte claramente en numerosas sentencias relativas
al tema (cf. Mc 1,16-20; Lc 9,57-62; 14,26), y forma parte de las peculiares relaciones del
discípulo, tal como Jesús las ha establecido. Se trata de las circunstancias originarias y
personales con que se encontraban los hombres a quienes Jesús llamó. Pero la Iglesia
primitiva ha trasladado ese seguir a Jesús, que en realidad sólo era posible en vida de él y
que iba ligado a su presencia en la tierra, al tiempo posterior a los acontecimientos
pascuales, y de las exigencias de Jesús a cada uno de aquellos hombres ha elaborado la
llamada permanente a todos los que creen en él. No todos tienen que dejar su hacienda,
como no todos deben dar su vida por Jesús y por el Evangelio; pero todos deben escuchar
la llamada del Señor que presiona al máximo y a cada uno de distinta forma. Si se quiere
entender esto como consejo, habrá que explicar que para un hombre determinado puede
ser un precepto. La distinción entre «consejo» y «precepto» sólo tiene sentido en cuanto
decisiones como la renuncia total a los bienes personales nunca podrán exigirse a todos los
creyentes.
En el caso presente el hombre rico se sustrae a las exigencias de Jesús; se marcha
apenado porque tiene muchos bienes. Nada se dice sobre la pérdida de su salvación; el
Nuevo Testamento se abstiene siempre de expresar tales juicios condenatorios. En la
intención dei evangelista lo que cuenta es presentar un ejemplo aleccionador a la
comunidad. En descargo de aquel rico puede decirse que en el judaísmo nunca
desapareció la concepción del Antiguo Testamento, según la cual las riquezas eran una
bendición de Dios, aun cuando en algunas épocas y en ciertos círculos también se había
visto la pobreza como un camino hacia Dios y se había considerado a «los pobres» en una
relación peculiar con Dios (cf. la primera bienaventuranza). Pero en nuestro caso no tiene
excusa el hombre que se aparta de Jesús; su tristeza -«lleno de tristeza»- delata su
resistencia, y su aflicción es una señal de que no puede separarse de sus tesoros.

d) Las riquezas, impedimento para entrar en el reino (Mc. 10/23-27).

23 Y mirando Jesús en torno suyo, dice a sus discípulos:


«¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen
riquezas!» 24 Los discípulos quedaron asombrados ante tales
palabras. Pero Jesús, replicando de nuevo, les dice: «Hijos,
¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! 25 Más fácil es que
un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en
el reino de Dios.» 26 Ellos se asombraron todavía más y
decían entre sí: «¿Y quién podrá salvarse?» 27 Fijando en
ellos su mirada, dice Jesús: «Para los hombres, imposible;
pero no para Dios, pues para Dios todo es posible.»

CAMELLO/AGUJA El caso particular viene enjuiciado ahora con vistas a la comunidad.


Marcos emplea como un recurso estilístico el gesto de volverse Jesús hacia los discípulos;
también en 3,34 mira Jesús en derredor y pronuncia una palabra de particular importancia
para la comunidad. La sentencia, que Marcos introduce de este modo, probablemente
sonaba así en el relato tradicional: «Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que
tienen riquezas; más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre
en el reino de Dios.» Este dicho de Jesús tomado de la tradición, lo ha ampliado y
comentado el evangelista bajo la forma de un diálogo con los discípulos. Mediante la
aparición de éstos se pone de relieve la transcendencia y gravedad impresionante de la
sentencia. Se llega con ello a una repetición (v. 24b) que apenas puede tener otro sentido
que recalcar al dicho. La reflexión complementaria «¿quién podrá salvarse?» es tal vez una
aclaración del evangelista -cuyo estilo y modos refleja la redacción- para la comunidad, que
seguía discutiendo la dura sentencia de Jesús. Pero la respuesta a la medrosa pregunta
acerca de la salvación, la indicación de que todo es posible a Dios, responde
perfectamente al espíritu de Jesús y encuentra confirmación en otras palabras suyas (cf.
11,23s; Mt 19,11).
La sentencia central de cuán difícilmente los hombres ricos, los acaudalados, entran en
el reino de Dios, refleja algo del realismo con que Jesús observaba y valoraba a los
hombres; pero también algo de las exigencias radicales que él les presentaba en nombre
de Dios. El tema de las riquezas y del bienestar, que ejercen una influencia perniciosa
sobre el hombre, penetra toda su predicación. «No podéis servir a Dios y a Mammón» (Mt
6,24; Lc 16,13); Dios reclama a su servicio al hombre entero, porque hay que pertenecerle
de una manera total e indivisa. Ahora bien, las riquezas inducen a olvidarse de Dios, a
confiar en los bienes conseguidos (Lc 12,16-20) y a despreciar a los pobres que nos
rodean (cf. Lc 16,19ss). El dinero hace codiciosos, orgullosos y duros (cf. Lc 16,14); a
menudo la injusticia va unida al dinero (cf. Lc 16,9).
Son sin duda ideas que alentaban también en el judaísmo; pero Jesús las presenta con
suprema claridad y agudeza bajo la llamada de la hora escatológica en que Dios establece
su soberanía. La propiedad y las riquezas como tales no equivalen a injusticia y robo; pero
en muchos «la seducción de las riquezas ahoga la palabra (de Dios)» (Mt 13,22), y
constituye una amenaza para la salvación cuando alguien «atesora riquezas para sí, pero
no se hace rico ante Dios» (Lc 12,21); así comentaba la Iglesia primitiva. Las palabras de
Jesús se completan con su conducta, que no condenó a todos los hombres acaudalados.
Abiertamente es alabado el jefe de aduanas, Zaqueo, que abrumado por la amabilidad de
Jesús que va a hospedarse a su casa, le promete de modo solemne: «Señor, voy a dar a
los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro
veces más» (Lc 19,8). Las limosnas no son pequeños dones de lo que nos sobra, sino
verdaderas contribuciones de lo que se tiene para ayudar a los pobres de un modo eficaz.
Los discípulos, habituados como estaban a considerar a los hombres ricos de entonces
-entre los que se contaban no pocos fariseos- como personas piadosas, quedan perplejos
ante las duras palabras de Jesús. Marcos utiliza a menudo tales expresiones de asombro
refiriéndose a los discípulos, en las que siempre late un cierto pasmo ante la grandeza y
exigencia divinas. De hecho, aquí se les manifiesta algo de la alienidad e
incomprensibilidad de Dios, se enfrentan aquí con el mensaje paradójico de Jesús, que
declara dichosos a los pobres, a los atribulados, a los hambrientos, porque de ellos es el
reino de Dios. Pero Jesús no retira nada de sus duras pretensiones, aunque se vuelva a
ellos con una expresión cariñosa («hijos»). El texto más breve del v. 24b -véase la
traducción- es seguramente el original frente a la redacción más larga que aparece en
varios manuscritos que insertan «para aquellos que confían en sus riquezas»; pero dentro
del contexto apenas tiene un sentido diferente. De todos modos hay una sentencia que
declara terminantemente lo difícil que es la entrada en el reino de Dios: «Esforzaos por
entrar por la puerta estrecha; que muchos -os lo digo yo- intentarán entrar, pero no lo
conseguirán» (Lc 13,24). La imagen está emparentada con la del ojo de la aguja, aunque
muestra también que no se puede establecer una imposibilidad absoluta. Jesús sólo quiere
indicar la dificultad y exhortar al máximo esfuerzo.
La imagen del camello y el ojo de la aguja no hay que desfigurarla en sus elementos
gráficos, como si en el griego se hubiesen intercambiado los vocablos «camello» y «cabo,
maroma» o imaginando que el «ojo de la aguja» señalase una pequeña puerta de
Jerusalén, contigua a la puerta principal y amplia. La sabiduría proverbial de los orientales
gusta de las hipérboles, es decir de la exageración intencionada, y Jesús se ha servido a
menudo de esas imágenes fuertes. ¿Quién toma literalmente la «paja en el ojo del
hermano» y la «viga en el ojo propio»? Una expresión rabínica posterior suena así: «¿Eres
tú acaso de Pumbedita, donde se hace pasar a un elefante por el ojo de una aguja?» Como
la fe puede «mover montañas» (1Cor 13,3; cf. Mc 11,23), así ningún rico puede entrar en el
reino de Dios. La imagen pone de realce esa dificultad, mas no pretende establecer una
imposibilidad absoluta.
La dureza de estas palabras de Jesús ha dado mucho que hacer a la Iglesia primitiva.
Esto se refleja en el pasmo y sobresalto de los discípulos y en su pregunta «¿y quién podrá
salvarse?». En Mateo los discípulos reaccionan sacudidos también por la condena del
divorcio que hace Jesús: «Si tal es la situación del hombre con respecto a la mujer, no
conviene casarse» (Mt 19,10). Pero en nuestro texto la pregunta es más profunda,
expresando la preocupación por obtener la salvación. De hecho expresa el problema
fundamental de las radicales exigencias éticas de Jesús (sermón de la montaña): ¿Es
posible llevarlas a la práctica? La respuesta de Jesús brota de las profundidades de su
pensamiento anclado en Dios. Esa respuesta revela que él no pretende traer ante todo y
sobre todo una nueva moral, sino un mensaje religioso: Dios está empeñado con su amor
misericordioso en dar al hombre la salvación, aunque de tal modo que también espera del
hombre la generosa respuesta del amor. El hombre que ha comprendido ese amor de Dios
ya no pregunta por la medida y límites de lo que se le pide; quiere amar a Dios con todo el
corazón, con todas las fuerzas, y demostrarlo con el amor a sus hermanos los hombres.
Sabe que se halla seguro en el amor de Dios, y no obstante ese amor le solicita
constantemente a hacer siempre algo más. En esa actitud sale de sí mismo y deja incluso
de preocuparse por su propia salvación. Hay una inquietud saludable por responder a las
exigencias de Dios y, no obstante, domina la certeza de que Dios quiere nuestra salvación.
Pues Dios es mayor y conoce nuestro corazón (1Jn 3,20); es fiel y bondadoso para
perdonarnos nuestros pecados (1Jn 1,9). De este modo ya la Iglesia primitiva intenta
resolver la tensión entre la promesa de salvación y las exigencias morales, aunque sin
suprimirla.
La sentencia de que todo es posible a Dios se encuentra ya en el Antiguo Testamento.
Es la que sostiene la promesa a Abraham de que una mujer entrada en años aún puede
concebir un hijo (Gén 18,14). A esa misma palabra, que se cumple de modo parecido en
Isabel, la madre de Juan Bautista, se remite el ángel Gabriel, cuando explica a María la
concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo (Lc 1,37). Pese a lo cual, la acción de
Dios, que supera las posibilidades humanas, no es una acción mágica y caprichosa, sino
que está siempre en el contexto de sus planes salvíficos. Al final de su disputa con Dios,
Job reconoce que ha hablado indiscretamente delante de Dios, a quien nada le resulta
imposible (Job 4,2s). Dios es siempre superior, su acción es prodigiosa para el hombre, y
sus prodigios son prodigios de amor. En nuestro pasaje la palabra apunta también a la
acción salvadora de Dios, que es incomprensible para el hombre. En las obscuridades de la
historia terrena, Dios coopera secretamente a nuestra salvación; sólo cabe confiar y
dejarse conducir por Dios. En la inseguridad de los caminos humanos existe la certeza de
que conseguiremos nuestro fin último. Es una palabra de consuelo para el creyente que se
esfuerza con honradez por obedecer las exigencias obligatorias de Dios.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 92-103)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 24


e) Seguir a Jesús en pobreza, y su recompensa (Mc. 10/28-31).

28 Pedro se puso a decirle: «Pues mira: nosotros lo hemos


dejado todo y te hemos seguido.» 29 Respondió Jesús: «Os lo
aseguro: nadie que haya dejado, por mí y por el Evangelio,
casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o
campos, 30 dejará de recibir cien veces más ahora, en este
mundo, en casas, y hermanos, y hermanas, y madres, e hijos, y
campos, con persecuciones: y en el mundo venidero, vida
eterna. 31 Pues muchos primeros serán últimos, y los últimos primeros.»

SGTO/PREMIO La observación de Pedro, en nombre de los discípulos, de que lo han


dejado todo por amor de Jesús, está en vigoroso contraste con la actitud del hombre rico
que se había negado a seguir a Jesús. De este modo, al tema del peligro de las riquezas
sigue ahora el tema de la pobreza apostólica. El portavoz de los discípulos no pregunta por
la recompensa, al menos en Marcos -en Mateo las cosas suceden de distinto modo-; la
impresión de que Pedro ha hecho esta pregunta sólo procede de la respuesta de Jesús. El
evangelista quiere centrar la atención en esta sentencia de Jesús, que la comunidad había
conservado al igual que la palabra sobre los ricos. Según la tradición -más antigua- de la
fuente de los logia, Jesús prometió una vez al círculo de sus discípulos más allegados, a
los doce, una recompensa especial, aun cuando no se pueda señalar con precisión el tenor
literal de la misma. La palabra original hablaba de un «sentarse sobre tronos para juzgar a
las doce tribus de Israel» -o para regirlas- (cf. Mt 19,28; Lc 22,30). En Marcos la promesa
empieza por dirigirse a todos cuantos lo hayan dejado todo por amor de Jesús y del
Evangelio («nadie... dejará de recibir»); habla, por tanto, a toda la comunidad o a quienes
en ella han renunciado a los bienes materiales y a la comunión familiar por causa de Jesús.
El propio Marcos ha recibido la palabra por tradición, como lo demuestran algunos rasgos
que son incuestionablemente suyos: 1) el doble giro «por mí y por el Evangelio» (cf. 8,35);
2) la observación restrictiva «con persecuciones»; 3) tal vez la repetida enumeración del v.
30, que los otros evangelistas suprimen. Por el contrario, la distinción entre «ahora, en este
mundo» y «en el mundo venidero» -distinción que falta en Mateo- ha debido penetrar en la
palabra originaria de Jesús antes de la elaboración de Marcos. Fuera de este pasaje
Marcos no habla nunca del mundo presente y futuro; aunque tampoco Jesús, a lo que
podemos colegir, ha empleado esta forma de lenguaje. Sus promesas se refieren siempre
al objetivo escatológico: el reino de Dios o la vida eterna. Originariamente, pues, la
recompensa de «cien veces más» debía significar la misma vida eterna; pero ya antes de
Marcos la comunidad había reinterpretado la palabra de Jesús y hablado de una
recompensa preliminar, en este mundo; recompensa que veía en el hecho de que los
discípulos de Cristo que habían renunciado a la casa, la familia y posesiones encuentra
una nueva familia y hogar en la comunidad.
Marcos ha aceptado esta interpretación y la ha subrayado a su manera. El fundamento
para ello se le brindaba en la escena de 3,34s: Jesús mira a los que están sentados a su
alrededor y los llama su madre y sus hermanos, señalando como parientes suyos a cuantos
cumplen la voluntad de Dios. La respuesta a Pedro desarrolla esas mismas ideas: todos
cuantos están ligados a Jesús, a su palabra y enseñanzas saben que reciben más de lo
que han perdido y se saben protegidos en la comunidad. No pocas veces los vínculos con
los parientes carnales, incluso con los miembros más cercanos de la familia, se rompen sin
querer y de forma dolorosa por la aceptación de la fe cristiana (cf. 13,12s; Lc 12,52s).
Seguir a Jesús exige en ciertas circunstancias abandonar a los parientes más próximos (Lc
14,26 y par) inmediatamente y para siempre (cf. Lc 9,61s). Los creyentes se consuelan con
la nueva familia que encuentran en la comunidad.
Pero en el curso de la exposición de Marcos, en el contexto del seguimiento con la cruz la
palabra dirigida a Pedro no sólo se considera un consuelo sino también una nueva
invitación. Los discípulos de entonces, en cuyo nombre habla Pedro, se convierten en
modelo de los discípulos de Cristo que vendrán después. Marcos rebaja incluso la
recompensa terrena del seguimiento mediante el inciso «con persecuciones». Aunque los
creyentes puedan hallar una cierta compensación en los muchos «hermanos, y hermanas, y
madres, e hijos», así como en la solicitud por sus necesidades materiales, que
experimentan en el seno de la comunidad; deben saber, sin embargo, que ahora es todavía
el tiempo de las persecuciones, de los padecimientos, del seguimiento con la cruz. La
verdadera «recompensa» está aún por llegarles; es la vida eterna que han de esperar en el
mundo venidero. Sólo entonces llegará el gran cambio: muchos que en la tierra habían
desempeñado los cargos más importantes, serán entonces los últimos; y otros, que habían
estado en la sombra, ocuparán los lugares de honor. En esta última frase -que en Lc 13,30
y en Mateo 20,16 aparece en otro contexto- podría también reflejarse el mismo propósito
del evangelista: recordar a la comunidad que en su constitución terrena ha de soportar con
Jesús el arrinconamiento y el oprobio. Es una de las sentencias cortantes y paradójicas (cf.
8,35) que encierran una afirmación fundamental de Jesús, pero que están formuladas de un
modo tan genérico que han podido insertarse en diversos contextos (logia itinerantes).
Pero este motivo de la recompensa ¿no es indigno y casi insoportable? ¿No se fomenta
con él la actitud de quien acepta sacrificios y renuncias terrenos a fin de obtener la mayor
recompensa celestial posible, la «felicidad eterna»? ¿Y no lleva esto a la fuga del mundo y
al enquistamiento de ghetto de las comunidades, como fuente de las frecuentes renuncias
de la Iglesia que se sustrae así a sus obligaciones en el mundo, a la acción social y a las
protestas necesarias contra la opresión de ciertos grupos en la sociedad? ¡Pensemos en
Sudamérica! De hecho no se pueden negar tales peligros y muchas culpas históricas de la
Iglesia hay que atribuirlas a esa forma de pensar. También las palabras de Jesús están
expuestas a una falsa interpretación. Mas si pensamos en la intención original quedan
excluidos los afanes de recompensa. Jesús ha empleado precisamente la imagen de un
premio cien veces mayor para alentar a la renuncia de los bienes terrenos por atender a la
llamada del Evangelio. Quiere precisamente liberar a sus discípulos del afán egoísta del
dinero y de las posesiones a fin de que se confíen por completo a Dios; deben administrar
los bienes terrenos de acuerdo con la voluntad de Dios, y eso quiere decir en favor de los
pobres y necesitados. Con ello no adquieren ningún derecho frente a Dios, sino que deben
esperar simplemente como un don de Dios todo aquello a lo que ellos renunciaron. La idea
judía de la recompensa queda transformada y hasta repudiada en la predicación de Jesús.
En su pensamiento quedan excluidos el afán de una recompensa siempre mayor, la
insistencia en las propias realizaciones. Jesús suscribe las ideas judías ya en 10,21: «así
tendrás un tesoro en el cielo», pero las supera en cuanto se remite a la libertad y grandeza
de Dios. Dios no se deja extorsionar, mas tampoco superar en su bondad. Aquel que se lo
da todo, recibirá de él mucho más (cf. Lc 6,38). Quien persigue la recompensa, cuenta con
ella y sólo piensa en lo que el bien le puede producir, ése todavía no se ha entregado de
lleno a Dios.
C/COMPENSACIONES: También el asentamiento en la comunidad como en la propia
casa encierra sus peligros. Quien en la comunión de los hermanos y hermanas de fe busca
una compensación efectiva por aquello a lo que ha renunciado o perdido, no comprende
realmente la llamada a seguir a Cristo con la cruz. Jesús se ha separado de sus discípulos
más cercanos para morir solo y abandonado por todos los hombres. La comunidad no es en
primer término un lugar de refugio para los solitarios, sino un lugar de reunión para todos
los que por amor de Jesús renuncian a sus propios deseos y quieren servir a los demás
hombres. No es un rincón de reposo al margen del mundo, sino un lugar de alistamiento
para salir al mundo. Y como tal debe también equipar y fortalecer a los creyentes, debe
infundirles la seguridad de que a su lado hay personas que tienen los mismos sentimientos,
que marchan por el mismo camino y que quieren cumplir el mismo encargo de Jesús en el
mundo. Una comunidad, que vive en medio de angustias y persecuciones, tiene necesidad
de esta seguridad y de este consuelo (cf. 1Pe 5,9); por ello ciertamente que la Iglesia
primitiva no interpretó mal a su Señor cuando, al lado de las exigencias increíbles de Jesús
supo reconocer siempre su constante bondad.

f) El tercer anuncio (Mc. 10/32-34).

32 Iban de camino subiendo a Jerusalén. Jesús caminaba


delante de ellos; ellos estaban asombrados, y los que le
seguían, llenos de miedo. Y tomando de nuevo consigo a los
doce, se puso a indicarles lo que luego le había de suceder:
33 «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será
entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo
condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, 34 y se
burlarán de él y le escupirán, lo azotaran y lo matarán; pero a
los tres días resucitará.»

J/PASION/ANUNCIO-3: Deliberadamente introduce aquí Marcos el tercero y más largo


anuncio de la pasión de Jesús. Ese anuncio confiere un acento especial al diálogo sobre la
pobreza al tiempo que es una magnífica introducción a la perícopa siguiente sobre el
dominio y el servicio; es también el contrapunto de todos los problemas y diálogos que
resuenan en esta sección. La comunidad sólo podrá comprender las decisiones y
exigencias de Jesús, si es consciente del camino de muerte que recorre su Señor, y que él
ha emprendido con resolución absoluta, sabiendo muy bien lo que iba a encontrarse. Este
renovado anuncio de su pasión, detallada en sus aspectos más humillantes, muestra
claramente que Jesús se halla muy cerca de la consumación de su muerte.
La observación de que continúa la subida hacia Jerusalén representa en 10,1 y 10,17, de
algún modo, una reanudación del relato y mantiene la unidad del relato del viaje. Nuevo es
el detalle de que Jesús los precedía (se piensa en los discípulos). Si los discípulos
«estaban asombrados» por ello; es decir, si ateniéndonos al valor del verbo griego, son
presa de un temor religioso (cf. 1,27; 10,24), ello quiere significar que este «caminar
delante» de Jesús tiene un sentido particular. Habrá que entenderlo de modo similar a la
frase que Lucas pone al comienzo de todo el viaje: «Tomó la decisión irrevocable de ir
hacia Jerusalén» (Lc 9,51). Con una resolución inflexible Jesús sube a la ciudad santa, a la
Jerusalén situada en un lugar elevado, aunque sabe que aquél es el lugar en que va a
cumplirse su destino de forma pavorosa. Se menciona una vez más a los que «le seguían»
-cosa que omiten algunos manuscritos-, entre quienes hay que contar al resto de la gente
que le acompañaba (cf. 10,1), aunque de nuevo se distingue expresamente a «los doce».
Estas puntualizaciones no están hechas al azar. Los que «le seguían» están referidos con
particular intención a los lectores, a los miembros todos de la comunidad... Estaban «llenos
de miedo», cosa que no se comprende muy bien referido a la situación histórica del pasaje;
pero el evangelista está pensando en los creyentes a quienes aterran los padecimientos y
oprobios. No en vano ha introducido en 10,30 «con persecuciones». Los discípulos, que
están asombrados por la resolución de Jesús que se les adelanta, prestan relieve a la
imagen de Cristo, quienes le siguen representan la situación y postura de la comunidad. El
conjunto constituye una imagen atinada del pueblo peregrinante de Dios, que sigue a su
Señor con actitud irresoluta, titubeante y hasta miedosa, pero que aun así va precedido por
«el promotor y consumador de la fe» (Heb 12,2).
A los doce, y sólo a ellos, les descubre Jesús las cosas que le están reservadas, porque
sólo ellos deben ser introducidos en el misterio de su pasión (cf. 8,31). Comparándolo con
los anuncios precedentes, sorprende que se señalen en éste las distintas etapas: judíos,
gentiles y tormentos del proceso. Ahora no se trata tanto de una instrucción (8,31; 9,31)
cuanto de un descubrimiento de aquello que sucedió de hecho y que se expondrá
detalladamente en el relato de la pasión (c. 14 y 15). Justamente con ese conocimiento, se
adelanta impávido Jesús a sus acompañantes. Las cosas que van a sobrevenirle se
presentan aquí en su desarrollo histórico: el proceso ante el gran consejo que desemboca
en la sentencia de muerte y en la entrega a los «gentiles», es decir, los romanos; siguen
luego los padecimientos oprobiosos que Jesús habrá de soportar: los escarnios y los
esputos, imagen del supremo desprecio, la flagelación y finalmente la muerte violenta.
Verdad es que las burlas al rey de los judíos por parte de los soldados romanos, entre las
que se alude expresamente a los esputos (15,16-20), aparece en la profecía de Jesús
antes de la flagelación (15,15); pero ello se debe a que para Marcos la flagelación está
estrechamente ligada a la crucifixión (cf. Ia forma de expresión en 15,15). Podría extrañar
que no se mencione también el tipo de muerte, es decir, la crucifixión, como el oprobio más
grave -la muerte de los esclavos y los malhechores-, como ocurre en Mt 20,19. Pero fuera
de la historia de la pasión, la Iglesia primitiva lo evita, probablemente porque en su
predicación muerte y resurrección se corresponden (cf. lCor 15,3s). La referencia a la
resurrección tampoco falta aquí -como en los anuncios anteriores de la pasión-, y la
apostilla «a los tres días» indica el cambio rápido introducido por Dios (cf. el comentario a
8,31). Lo único que el evangelista no señala esta vez es la reacción de los discípulos;
parece como si su resistencia (8,32) se fuera debilitando y se abstuvieran de cualquier
pregunta (cf. 9,32) ante el claro vaticinio de Jesús. Su voluntad resuelta de aceptar la
pasión y su clara presciencia deben impresionar a los lectores.
Llama la atención sobre el lenguaje especial de este último anuncio el doble empleo del
verbo «entregar». También en el griego se trata de un mismo verbo. Cabría preguntar si la
entrega a los sumos sacerdotes y a los escribas en este cuadro anticipado y detallado de la
pasión de Jesús no se refiere a la traición de Judas. En el texto griego vuelve a emplearse
el mismo vocablo (cf. 14,101 1.18.21). Con ello aún se harían más densas las tinieblas del
destino que espera a Jesús; uno de sus más íntimos compañeros, uno de los que se
sientan con él a la mesa, le va a traicionar (14,20s). Pero la forma pasiva de «será
entregado» permite también entenderlo como en 9,31: en estas palabras late la voluntad de
Dios que permite esta «entrega», esta impotencia y humillación del Hijo del hombre. Los
tres significados del verbo griego -«traicionar», «someter a juicio», «entregar» en un
sentido teológico-, coinciden y son muy adecuados para indicar el doble juego de la malicia
pérfida y la acción violenta de los hombres con la incomprensible paciencia de Dios, bajo la
que se esconde su plan salvífico. Las tinieblas de la pasión se hacen cada vez más densas
a medida que el pensamiento penetra mejor en los oprobios y tormentos que los hombres
maquinan y Dios permite, pero el Hijo del hombre ha entrado en lo más profundo de sus
tenebrosidades (cf. 15,34).
(_MENSAJE/02-2.Págs. 103-112)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 25

g) La petición de los hijos de Zebedeo (Mc. 10/35-45).

35 Entonces se le acercan Santiago y Juan, los dos hijos de


Zebedeo, para decirle: «Maestro, quisiéramos que nos hicieras
lo que te vamos a pedir.» 36 Él les preguntó: «¿Qué queréis
que os haga?» 37 Ellos le contestaron: «Concédenos que nos
sentemos, en tu gloria, el uno a tu derecha y el otro a tu
izquierda.» 38 Pero Jesús les replicó: «No sabéis lo que pedís.
¿Sois capaces de beber el cáliz que yo voy a beber o de ser
bautizados con el bautismo que yo voy a recibir?» 39 Ellos
respondieron: «Sí que lo somos.» Pero Jesús les dijo: «Cierto;
beberéis el cáliz que yo voy a beber y seréis bautizados con el
bautismo que yo voy a recibir. 40 Pero el sentarse a mi derecha
o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo; eso es para
aquellos a quienes está preparado.» 41 Cuando lo oyeron los
otros diez, comenzaron a indignarse contra Santiago y Juan. 42
Pero Jesús los llamó junto a sí y
les dijo: «Ya sabéis que los que son tenidos por jefes de las
naciones las rigen con despotismo, y que sus grandes abusan
de su autoridad sobre ellas. 43 Pero no ha de ser así entre
vosotros; al contrario, el que quiera ser grande entre vosotros,
sea servidor vuestro, 44 y el que quiera ser entre vosotros
primero, sea esclavo de todos; 45 pues aun el Hijo del hombre
no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos.»

La perícopa de los dos hijos de Zebedeo, que aparece en violento


contraste con el último y más detallado anuncio de la pasión de Jesús, presenta una gran
semejanza con la discusión de los discípulos por el primer puesto, después del segundo
anuncio de la pasión (9,33-37). También Santiago y Juan aspiran a la preeminencia,
queriendo ocupar los primeros puestos a derecha e izquierda de Jesús cuando sea
entronizado como soberano. Y de nuevo surge una disputa entre los discípulos; los otros
diez se irritan -cosa humanamente comprensible- por esta pretensión de los dos hijos del
pescador. El relato se presenta como una escena histórica, aunque analizado con más
detalle tiene las características de una composición literaria. Pues, las palabras de dominio
y servicio, el enfrentamiento de los violentos gobernantes terrenos con los discípulos, a
quienes se les impone servir, se encuentran en Lucas con otro tenor literal a propósito de la
discusión de los discípulos en la última cena (Lc 22,24-27). Marcos ha transmitido el
diálogo de Jesús con los hijos de Zebedeo, en el que se contiene un recuerdo histórico,
uniéndolo a las sentencias de los v. 43-44, independientes en la tradición; Mateo le sigue
en este ordenamiento. La libertad de la primitiva redacción cristiana se pone también de
manifiesto en el hecho de que Mateo no introduce la petición por boca de los dos
hermanos, sino por boca de su madre; evidentemente para dejar en mejor lugar a ambos
apóstoles. También la última sentencia del v. 45, que presenta al mismo Jesús como
modelo de servicio hasta la entrega de la propia vida, la ha elegido probablemente Marcos
en esta forma como conclusión del relato. En Lucas, Jesús habla de que se encuentra a la
mesa, en medio de sus discípulos, como el que sirve (22,27); tradición que, en el relato
joánico del lavatorio de los pies, adquiere una forma todavía más gráfica (Jn 13,3-10).
Como en muchas otras ocasiones, también en nuestra perícopa se evidencia que lo más
importante para la Iglesia primitiva era la tradición de las palabras. Ha conservado
firmemente las palabras de Jesús, las ha meditado y aplicado a su situación, y los
evangelistas subrayan esta intención con su redacción respectiva. La norma fundamental
del servicio, que Jesús establece para la comunidad de los discípulos, es el núcleo
consistente de la tradición, y la palabra viene confirmada por los hechos, las exigencias por
el ejemplo insuperable.
La petición de los hijos de Zebedeo refleja la orientación todavía terrena de sus
esperanzas y de la mayor parte de los discípulos. Un rasgo curioso es la forma astuta con
que traman su petición; primero quisieran obtener una especie de carta en blanco para su
deseo todavía silenciado. Mas Jesús les obliga a quitarse la máscara. Su deseo de
sentarse a derecha e izquierda de Jesús «en tu gloria», apenas puede entenderse si no se
supone que esperaban un reino mesiánico sobre la tierra. De todos modos, la Iglesia
primitiva ha referido «en tu gloria» al reino de Jesús, transcendente y escatológico (d. 8,38).
La petición de estos discípulos, que fueron los primeros llamados (1,19s) y los preferidos de
Jesús (cf. 5,37; 9,2), permite echar una mirada a sus esperanzas mesiánicas en vida de
Jesús. Estaban todavía poco iluminadas y probablemente presas en la imagen habitual de
los judíos de aquel tiempo, para quienes el Mesías -el Hijo de David- iba a establecer un
reino terreno. La misma idea mesiánica suponíamos también en Pedro a propósito de la
escena de Cesarea de Filipo (8,29s).
La respuesta de Jesús -algo menos tajante que la palabra dirigida a Pedro (8,33)-
descubre la mentalidad puramente humana de los discípulos. No han comprendido que en
el seguimiento de Jesús les está señalado el camino de los dolores y la muerte, antes que
puedan estar con Jesús «en su gloria». Les recuerda su propio camino: tiene que beber un
cáliz y ser bautizado con un bautismo; dos imágenes que descubren su sentido a la luz del
Antiguo Testamento. A menudo se habla del cáliz de la cólera o del vértigo que Dios da a
beber a su pueblo infiel de Israel o a los pueblos orgullosos del mundo. «Levántate,
Jerusalén, tú que has bebido de la mano del Señor la copa de su ira; hasta el fondo has
bebido la copa que causa vértigo» (Is 51,17). «Toma de mi mano esta copa del vino de mi
furor, y darás de beber de ella a todas las gentes a quienes te envío» (Jer 25,15). Es un
cáliz de aflicción y de amargura (Ez 23,33); todos los impíos de la tierra habrán de beber de
él (Sal 75,9). No es, pues, simplemente el «cáliz amargo del dolor», sino una imagen de la
còlera y del juicio de Dios. Si Jesús aplica esta imagen a su propia pasión (Mc 14,36 y par),
bien puede sugerir la idea de que asume sobre sí el juicio de Dios y que quiere soportar las
penalidades externas por amor de los hombres. También la imagen del bautismo indica una
extrema necesidad, un sumergirse en las olas de la tribulación: «todos tus torbellinos y olas
todas ya han pasado sobre mí» (Sal 42,8; d. 69,2s). Se puede hablar de un bautismo de
muerte, aunque las imágenes no apunten inequívocamente a la muerte física.
Cuán lejos están los discípulos de los pensamientos de Jesús lo pone de manifiesto su
respuesta de confianza en sí mismo: «Sí que lo somos (capaces).» Están dispuestos a
soportar las más duras pruebas y padecimientos a cambio de compartir la soberanía con su
Señor, y para ello confían en sus propias fuerzas. Todavía no han comprendido que es
necesario dejarse conducir por Dios y que nada cuenta el orgullo humano frente a los
embates más violentos. El deseo de dominio y poder es un estorbo para seguir a Jesús en
su camino. Por ello, les dice Jesús claramente que beberán como él el cáliz y
experimentarán el mismo bautismo; pero esto no justifica ninguna pretensión a los puestos
de honor. Esta respuesta suena como una profecía sobre el destino futuro de los
hermanos, y se ha concluido que Jesús les vaticina su martirio. De hecho Santiago sufrió
esa suerte bien pronto (Act 12,1s); en cuanto a Juan faltan noticias precisas, aunque se
aduce el presente pasaje en favor de sus tempranos martirio y muerte. El problema no deja
de tener importancia por lo que respecta a quien ha sido el autor del cuarto Evangelio,
aunque no es tan decisivo como antes se pensaba. Lo que Marcos quiere decir a su
comunidad es algo distinto: Dios dispone del hombre que se forja grandes planes, y
obligación del discípulo es someterse a la disposición divina. La distribución de los puestos
de honor y dominio en el futuro reino de Dios está, como el futuro todo, exclusivamente en
las manos de Dios.
La breve frase «eso es para quien está preparado» requiere una mayor consideración. El
concepto de «estar preparado» para las cosas futuras procede del lenguaje apocalíptico.
Se encuentra a menudo aun dentro del Nuevo Testamento (Mt 25,34.41; cf. Mt 22,4.8; 1Cor
2,9) y quiere indicar que Dios en sus planes ha ordenado con antelación las realidades
escatológicas; más aún: que la salvación y la condenación las establece él de forma
insoslayable (Rom 9,23). Pero en este lenguaje apocalíptico se le dice al hombre que no
debe inquietarse por ello. Si las ideas sólo girasen en torno a la recompensa, el reino y la
gloria venideros, sería una recaída en el falso pensamiento apocalíptico. Más bien se invita
al discípulo de Cristo a actuar en la hora presente; el futuro empieza para él en sus actos y
padecimientos sobre la tierra. Lo que Dios nos ha preparado debe espolearnos al amor (cf.
1Cor 2,9), al esfuerzo moral. Dios ha dispuesto de antemano las obras que nosotros
debemos realizar personalmente (cf. Ef 2,10). A los dos discípulos que aspiran a la
soberanía, y a todos cuantos quieran seguirle, Jesús les responde que deben dejar de lado
las aspiraciones de poder y confiarse por completo a las disposiciones divinas como hace él.
Las palabras sobre los poderosos señores del mundo, tal vez con un cierto eco de ironía
-«los que son tenidos por jefes»- en aquel momento histórico aludía muy particularmente a
los reyes déspotas y a los príncipes vasallos de Roma, de quienes los judíos tenían una
experiencia bastante exacta bajo los gobernantes de la casa de Herodes. La frase está
formulada de un modo circunspecto: se pavonean de su poder y subyugan a los pueblos;
sus grandes y sus funcionarios obran a imitación suya en cuanto que abusan de sus
poderes. Lucas acentúa aún más el contraste entre el ser y parecer: se hacen incluso
llamar «bienhechores» (22,25), recuerdo del culto a los soberanos con sus agasajos y
frases grandilocuentes. Pero idéntico espectáculo se repite en todas las latitudes en que
los hombres aspiran al poder y ejercen el dominio de una manera egoísta; esta inclinación
está profundamente arraigada en el corazón humano y lo corrompe al igual que las
riquezas. Jesús no es un politico revolucionario, pero quiere provocar la revolución interna
en sus discípulos. Les prescribe una ley fundamental que no sólo prohíbe semejante afán
de dominio sino que da a su comunidad como tal un sello completamente distinto.
Sociológicamente considerados, los discípulos constituyen en el mundo un grupo de
hombres, pero sometidos a la soberanía de Dios; grupo para el que vale la
sentencia.paradójica: el que se exalta será humillado (por Dios), y el que se humilla será
exaltado. Esta idea, que fluye del mensaje de Jesús (cf. Mt 18,4; 23,12; Lc 14,11; 18,14), se
esconde también bajo la exhortación ha «hacerse servidor y esclavo». La soberanía de
Dios, bajo la que todos están por igual, y la solicitud divina por los oprimidos, los pobres y
los despreciados -solicitud que Jesús ha mostrado en su predicación y en su conducta
toda-, exigen esa nueva actitud fundamental en la comunidad de sus discípulos. La
sentencia, que ha adoptado diversas formas en la tradición, y que ya hemos meditado a
propósito de la discusión de los discípulos por el primer puesto (9,35), aparece aquí en la
forma expresiva del paralelismo de sentencias y en marcado contraste con lo que ocurre
generalmente en las sociedades humanas. Con ello se da a la comunidad una palabra de
orientación, pero que también debe realizarse de un modo concreto en el camino; palabra
que vale tanto para las relaciones mutuas de los hermanos entre sí («servidor vuestro»)
como para la constitución de la co munidad en general. No es posible decir si Marcos ha
pensado también en algunos oficios particulares de la comunidad, como lo hace claramente
Lucas (22,26: «el que manda»).
Las palabras que acerca del servicio especialísimo de Jesús hasta la entrega de su
propia vida, que cierran la perícopa, merece nuestra consideración por muchos aspectos:
hablan del Hijo del hombre, de la misión de Jesús y de su muerte expiatoria. En ella se ha
condensado y formulado toda la cristología antigua, pero de manera que no desfigura el
pensamiento y conducta de Jesús. Pese a sus plenos poderes, no fue un dominador, sino
un servidor en medio de los hombres; ni siquiera dentro del círculo de sus discípulos ha
actuado como Señor. Un discípulo de los rabinos, que quisiera aprender las prescripciones
de la ley y las reglas para la exposición de la Escritura a los pies de un doctor de la ley al
tiempo que desease llevar una vida de conformidad con la ley, venía también obligado al
servicio personal de su maestro. Semejante pretensión no la exhibió nunca Jesús, y
además, en la última reunión con sus discípulos, ejerció un servicio, casi en forma
demostrativa, que no correspondía al señor de la casa (cf. Lc 22,27; Jn 13,13s). No es
improbable que con ello quisiera dar una muestra de su amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1).
La Iglesia primitiva tenía perfecto derecho a considerar los padecimientos de Jesús hasta
su muerte, que aceptó por obediencia a Dios, como el máximo servicio en favor de los
hombres. Si esta entrega de Jesús se ha interpretado en unión con las palabras del cáliz
(Mc 14,24) como una muerte expiatoria y vicaria, no por ello se ha falseado la intención de
Jesús.
Bajo la palabra del rescate o redención por muchos se encuentra sin duda una alusión a
la idea del siervo de Yahveh que sufre y expía, según el texto de Is 53. De aquel personaje
único se dice: «Ofreció su vida como sacrificio de expiación» (53,10); «mi siervo justificará a
muchos y cargará sobre sí los pecados de ellos» (v. 11), «ha entregado su vida a la muerte,
y ha sido confundido con los facinerosos, y ha tomado sobre sí los pecados de todos y ha
rogado por los transgresores» (v. 12). La expresión «rescate» parece interpretar la idea de
sacrificio expiatorio por el que un israelita quedaba libre de su culpa. Pero el Hijo del
hombre pone su vida, se entrega a la muertc «por muchos», para procurarles vida y
salvación. Este «por muchos» se ha interpretado ya en sentido universal en el mismo
poema del siervo de Yahveh; no sólo en favor del pueblo de Israel como ocurre en la
teología judía del martirio del tiempo de los Macabeos, sino en favor de todos los pueblos.
«Muchos» o «los muchos» significa en el lenguaje usual judío, la pluralidad, la multitud en
cuanto contrapuesta a uno. Es la idea de la sustitución: uno representa a los muchos, es
decir a todos, ocupa su lugar e intercede en favor de ellos. Así aparece ya en las fórmulas
de predicación más antiguas que han llegado hasta nosotros: «Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras...» (1Cor 15,3), sin que se hable expresamente de rescate.
No hay que forzar la idea del «rescate», ni preguntar a quién se ha pagado ese rescate, ni
entenderlo como contrato, exigencia de justicia o medida de castigo. De otro modo, se
llegaría a concepciones tan insostenibles como la de Dios insistiendo en la satisfacción y
exigiendo que un inocente muera por los culpables. Se trata más bien de una suprema
entrega personal, en cuanto que Jesús se entrega a la muerte por amor a nosotros, Dios
nos demuestra su amor supremo y nos acoge amorosamente en este uno que es su Hijo.
Pablo vuelve a desarrollar la imagen del rescate -que también en él no es más que una
imagen- de otra forma: Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley (Gál 3,13; 4,5)
utilizando al mismo tiempo la metáfora paralela de la «manumisión» por parte de Dios:
«Habéis sido comprados a precio»; es decir, sois libres y pertenecéis a Dios (lCor 6,20;
7,23) (*).
Es precisamente como conclusión y cima de la sentencia sobre el servicio donde la
imagen del rescate adquiere su justa perspectiva: la muerte de Jesús es su acción más
grande, puesta de un modo consciente, con la que corona su vida de servicio en favor de
los otros. La Iglesia primitiva ha recordado esta actitud de Jesús principalmente en la
celebración de la eucaristía, cuando escuchaba que Jesús con su sangre derramada «por
muchos» quería sellar la alianza perfecta y definitiva de Dios con la humanidad (cf. 14,24).
Pero comprendió también, como lo prueba la palabra que comentamos, la obligación que de
ahí se le derivaba: asi como Dios ha aceptado el sacrificio de su Hijo, del mismo modo
todos cuantos hemos entrado en esta alianza con Dios debemos estar prontos al mismo
servicio en el seguimiento de Jesús.

El pensamiento de la «redención» de todos los hombres por Jesucristo se expresa también en el


Nuevo Testamento de otro modo: se le puede considerar «autor de la vida» (Act 3.15) «salvador,
(Act 5.31). «autor de la salvación» (Heb 2 10; cf. 12,2) por cuanto nos ha precedido y ha hecho
posible el camino que conduce a la salvación. Tal vez esta idea responde mejor a nuestra postura
espiritual; lo importante es que Jesús no sólo aparece como modelo, sino que se le ha visto en el
significado insustituible que tiene para todos los hombres. En este uno ha recibido Dios a la
humanidad y le ha
prometido la salvacion (cf. Act. 4. 12).
(Págs. 112-121)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 26

Il. JESÚS EN JERUSALÉN (10,46-13,37).


Con 10,46 Jesús alcanza Jericó, la ciudad en que los peregrinos que llegaban por el
camino del Este (cf. 10,1) cruzaban el Jordán y entraban en la antigua vía hacia Jerusalén
(cf. Lc 10,30). La curación del ciego Bartimeo, un antiguo relato firmemente localizado en
Jericó, pertenece ya por su carácter a la nueva sección que trata de la entrada de Jesús en
Jerusalén y de su último ministerio en la capital. Esta sección permite establecer tres
subsecciones: 1) las obras simbólicas, de alcance mesiánico: curación del ciego Bartimeo,
entrada bajo las aclamaciones del pueblo, purificación del templo y maldición de la higuera;
2) diálogos y discusiones de Jesús con distintos grupos en la capital judía; 3) vaticinio sobre
la destrucción de Jerusalén y gran discurso escatológico.
Todo esto lo ha reelaborado el evangelista conforme a un plan. Los acontecimientos que
ocurren en la entrada de Jesús en Jerusalén evidencian la atmósfera tensa y cargada que
se respira en la vieja ciudad santa. El propio Jesús da a conocer su dignidad mesiánica
mediante una serie de acciones simbólicas; al mismo tiempo se afirma la resolución de sus
enemigos para eliminarle. Situación que se esclarece todavía más con las disputas entre
Jesús y los representantes más destacados del judaísmo. De todos modos, estos diálogos
tienen aún otro sentido: la de dar una explicación a la comunidad sobre los importantes
problemas ante los que Jesús ha tomado posiciones. Con ello cae el telón sobre la
actividad pública de Jesús. Sigue aún una instrucción privada a los discípulos sobre el
destino de Jerusalén y sobre el tiempo futuro, que aparece bajo el signo del fin; es el
tiempo en que vive la comunidad de Marcos. Es la comunidad la que recibe instrucciones
sobre su conducta en las tribulaciones que habrá de padecer con las persecuciones y
sufrimientos externos, aunque también internamente por obra de seductores y diversas
tentaciones. Es una enseñanza escatológica que se imparte a la comunidad para su vida en
este tiempo, siempre malo, del mundo, aunque en definitiva no se trata de instruirla sino
más bien de exhortarla y alentarla a mantener la actitud adecuada.
El material de tradición reunido en esta sección no está ordenado, como en ocasiones
precedentes, de un modo cronológico. Cierto que la entrada de Jesús en Jerusalén
pertenece a su vida y ministerio anterior a la pascua de la muerte; pero como Marcos y los
otros dos sinópticos sólo hablan de una entrada de Jesús en la Ciudad Santa -aunque
Jesús acudió repetidas veces a la capital (cf. el Evangelio de Juan y otros indicios de los
mismos en Lc 13,34 y en los otros dos sinópticos)-, muchos de estos debates se han
reunido en esta sección, aunque probablemente tuvieron lugar antes en la misma ciudad de
Jerusalén. El evangelista ha hecho una selección consciente, siempre con la mirada puesta
en el objetivo de su exposición y en las necesidades de la comunidad. También ha
elaborado teológicamente algunos detalles concretos del material, de tal modo que ya no
podemos reconstruir de un modo claro los episodios históricos, como la entrada y
purificación del templo, por citar un ejemplo. Pero la visión creyente da a la exposición una
profundidad de pensamiento, que echaríamos de menos en un relato puramente objetivo.
La agudización dramática del conflicto con los círculos dirigentes judíos, la rápida evolución
de aquellos últimos días en Jerusalén que conduce a la prisión y ejecución de Jesús, no
cabe ponerlas en duda; pero no es posible seguir el curso exacto de los sucesos. Por el
contrario, da la impresión de que estos días están repletos de acontecimientos sumamente
graves para el tiempo futuro; literariamente se observa asimismo un reiterado aplazamiento
de gran efecto hasta que los episodios de la pasión irrumpen y se desarrollan de forma
incontenible.

1. OBRAS SIMBÓLICAS DE ALCANCE MESIÁNICO (10,46-11,25).

Lo que sorprende en estas perícopas, que externamente presentan una estrecha


trabazón, es la repetida actividad de Jesús con una fin bien preciso. En la mente del
evangelista esto empieza ya con la curación del ciego de Jericó: Jesús no impide la
invocación a voz en grito de «Hijo de David», sino que da la vista a este hombre que cree y
que le sigue con fe. En la preparación de la entrada en Jerusalén Jesús da de antemano a
los discípulos unas instrucciones clarividentes, elige con toda intención un borriquillo sobre
el que nadie había aún montado y se deja acompañar por las multitudes del pueblo. El
comportamiento de la muchedumbre, especialmente sus gritos de aclamación, subrayan la
transparencia mesiánica de la escena de la entrada. Al dirigirse al templo maldice una
higuera que no lleva fruto, gesto aparentemente absurdo puesto que no era tiempo de
higos, pero que constituye una acción simbólica al modo de las de los profetas. Después
expulsa a los mercaderes del atrio del templo, demostración que tiene también un sentido
más profundo. Finalmente, con ocasión de la higuera que entre tanto se ha secado, da a
los discípulos unas instrucciones sobre la fe firme, la oración consciente de ser escuchada
y el perdón fraterno. Jesús y el pueblo, los discípulos y los enemigos aparecen en escena y
desarrollan sus respectivos papeles; pero todo lo domina la figura de Jesús, que actúa con
una majestad hasta entonces desconocida; pese a lo cual se ve rodeado por la malicia y el
odio de sus enemigos y por los obscuros nubarrones de los acontecimientos inminentes. El
propio Jesús ve acercarse su pasión y marcha decidido a su encuentro; los discípulos viven
unos signos que sólo comprenderán más tarde y escuchan unas palabras cuyo pleno
significado sólo descubrirán en las circunstancias y tribulaciones de la comunidad.

a) Curación del ciego de Jericó (Mc/10/46-52).

46 Llegan, pues, a Jericó. Y al salir él de Jericó, con sus discípulos y


numeroso pueblo, el hijo de Timeo, Bartimeo, mendigo ciego, estaba sentado
junto al camino. 47 Cuando oyó que era Jesús de Nazaret, comenzó a gritar:
«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» 48 Muchos lo reprendían para que
se callara; pero él gritaba todavía más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de
mí!» 49 Jesús entonces se detuvo y dijo: «Llamadlo.» Llaman, pues, al ciego,
diciéndole: «¡Animo! levántate, que te llama.» 50 Éste tiró entonces su manto y,
dando saltos, llegó ante Jesús. 51 Jesús se dirigió a él preguntándole: «¿Qué
quieres que te haga?» El ciego le respondió: «¡Rabbuní, que yo vea!» 52 Jesús
le dijo: «Vete; tu fe te ha salvado.» Y al momento recobró la vista y lo iba
siguiendo por el camino.

Las curaciones de ciegos desempeñan un papel especial


ya en la tradición más antigua (cf. 8,22-26). Las muchas enfermedades oculares del Oriente
tenían entonces pocas perspectivas de curación, y el destino de los pacientes era duro. Por
lo general no les quedaba otra salida que la mendicación (cf. Jn 9,8), a lo que se sumaba la
angustia interior derivada de semejante situación, de una vida en constantes tinieblas. De
este modo los ciegos aparecen como los representantes de la miseria y desesperanza
humanas.
Sin duda que el relato del ciego-Bartimeo contiene una tradición antigua. El nombre, que
es una formación aramea con el nombre del padre -bar Timai-, no tiene ningún significado
simbólico; también la fórmula de saludo Rabbuni («maestro», v. 51b; cf. Jn 20,16) es una
antigua forma aramea. Tampoco tiene especial interés la localización del suceso en
Jericó, la «ciudad de las palmeras» al Norte del mar Muerto, uno de los establecimientos
humanos más antiguos de Palestina, con la que en los Evangelios sólo se conecta la
tradición particular lucana del jefe de aduanas Zaqueo (Lc 19,1-10). Fuera de esto sólo se
menciona a Jericó en la parábola del samaritano compasivo (Lc 10,30). Marcos refiere esta
curación -la única en la segunda parte de su libro- no porque haya tenido lugar en la última
estación del viaje de Jesús a Jerusalén, ni siquiera para demostrar la no menguada fuerza
curativa o la no disminuida misericordia de Jesús. Esta curación está narrada de distinto
modo que la de Betsaida (8,22-26). Escuchamos los grandes gritos del mendigo en el
camino, en los que resuena por dos veces la invocación «Hijo de David». Fuera del diálogo
sobre la filiación davídica del Mesías en Mc 12,35-37, es la única vez que encontramos en
el Evangelio de Marcos esta designación judía del Mesías... y Jesús la permite. Muchas
personas de entre la multitud del pueblo reprendían al hombre, pero Jesús manda que se lo
acerquen. Alaba su fe -«tu fe te ha salvado»- con las mismas palabras que había dirigido a
la mujer de fe sencilla que sufría un flujo de sangre (5,34). El ciego sanado no se marcha
sin más ni más sino que sigue a Jesús en su camino.
Considerando estos matices narrativos, puestos por el evangelista, es precisamente
como descubrimos el sentido de la curación del ciego en este pasaje. Las turbas populares,
cosa que ya sabían los lectores mucho antes, acompañan a Jesús, pero sin una fe
profunda, ciegas por lo que respecta a su misión. El ciego Bartimeo, por el contrario, cree
en él como Hijo de David y como Mesías, de manera firme e inconmovible, aunque las
gentes se lo recriminan. Su fe está todavía tan poco iluminada como la de aquella mujer del
pueblo que tocó la fimbria del vestido de Jesús; pero cree en la bondad y en el poder de
Jesús en quien se le acerca la ayuda de Dios. Esa fe supera la perspicacia de los doctores
de la ley (cf. 12,35-37) al igual que la torpeza de la multitud. El ciego se ha formado su
propia idea sobre el «Nazareno» (cf. 1,24), su procedencia no le crea ningún obstáculo (cf.
6,1-6) y le habla lleno de confianza. Un hombre así de confiado puede haberse convertido
en discípulo de Jesús y aceptado la posterior confesión de fe de la comunidad en Jesús,
pero no, le sigue inmediatamente, y más tarde quizá perteneció de hecho a la comunidad,
como aquel Simón de Cirene que ayudó a Jesús a llevar la cruz (15,21). Para los lectores
cristianos el ciego pasa a ser el modelo del creyente y discípulo que ante nada retrocede y
que sigue a Jesús en su camino de muerte.
Mas para Marcos tiene también importancia especial la conducta de Jesús: ¡Es
sorprendente que no rechace el título de Mesías y ni siquiera el título de «Hijo de David»,
más peligroso políticamente! Pero una vez emprendido el camino de la muerte y cuando se
acerca el fin en que debe cumplirse el designio divino, pueden caer las barreras y puede
desvelarse el misterio mesiánico. La falsa interpretación de un libertador político no
impedirá por lo demás que Jesús sea ejecutado como tal; eso no sólo no impide sino que
da cumplimiento a los planes secretos de Dios: la muerte de Jesús a mano de los hombres
le convierte por voluntad divina en verdadero portador de la salvación. Jesús es el Mesías,
aunque en un sentido distinto del que los judíos esperaban. Evidentemente hay una línea
que va desde la invocación del ciego de Jericó a las aclamaciones del pueblo con motivo
de la entrada en Jerusalén: «¡Bendito sea el reino, que ya llega, de nuestro padre David!»
(11,10). Ese reino llega, pero de forma diferente de como lo esperaba el pueblo: como el
reino de Dios que abraza a todos los pueblos, a «los muchos» por quienes es derramada la
sangre de Jesús (14,24; cf. 10,45). Es un reino de paz, como lo testifica a los sabios la
entrada real y pacífica de Jesús en Jerusalén sobre un pollino. Jesús permite al ciego
Bartimeo y a la multitud que le acompañen en la entrada. La curación era sólo un signo de
la fe salvadora. Así como la fe ha curado al ciego, le ha «salvado» con ayuda de Jesús, así
también la fe, que conduce a la unión con Jesús y a su seguimiento por el camino de la
muerte, proporciona la verdadera salvación, la redención definitiva.
b) Entrada de Jesús en Jerusalén (Mc/11/01-11).

1 Y cuando van acercándose a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte


de los Olivos, envía a dos de sus discípulos, 2 y les dice: «Id a esa aldea que
está frente a vosotros y, apenas entréis en ella, encontraréis atado un pollino, en
el cual no se ha montado todavía nadie; Desatadlo y traedlo. 3 Y si alguien os
dice: "¿Por qué hacéis eso?", responded: "El Señor lo necesita, pero en seguida
lo devuelve otra vez aquí."» 4 Ellos fueron y encontraron un pollino atado delante
de una puerta, fuera, en la calle, y se ponen a desatarlo. 5 Pero algunos de los
que estaban allí les preguntaban: «¿Qué hacéis desatando el pollino?» 6 Ellos
les respondieron como Jesús se lo había indicado. y les dejaron hacerlo. 7
Llevan, pues, el pollino ante Jesús, echan encima del pollino sus mantos, y
Jesús se montó en él. 8 Muchos extendieron sus mantos sobre el camino; otros,
follaje que cortaban de los campos. 9 Y los que iban delante, igual que los que
iban detrás, gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!
10 ¡Bendito el reino, que ya llega, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las
alturas!» 11 Entró en Jerusalén, en el templo; y después de observarlo todo,
como ya era tarde, salió para Betania con los doce.

Este conocido episodio del domingo de ramos es más profundo de lo que solemos creer
en general llevados de la costumbre. Presenta tan fuerte estructuración teológica, que
apenas tiene sentido preguntarse por su exacto desarrollo y alcance histórico, por la idea
de las turbas acompañantes y por la impresión que produjo en la opinión pública. Los
intentos que hasta ahora se han hecho por atribuir a Jesús unos propósitos políticos en
base a esta acción, han fracasado; en el proceso seguido contra Jesús este suceso no
desempeña ningún papel. Numerosos grupos de peregrinos afluían a la ciudad santa con
motivo de la fiesta de pascua, y la entrada de Jesús no presentaba de suyo ningún carácter
violento o sensacionalista. Una conmoción mesiánica de las turbas que llegase al terreno
político podría deducirse a lo más de sus vítores y aclamaciones; pero éstos no nos los
transmiten los evangelistas de modo uniforme, y la coincidente aclamación -que los lectores
cristianos relacionaron con la dignidad mesiánica de Jesús en sentido cristiano- «¡Bendito
el que viene en el nombre del Señor!» es una frase tomada de los Salmos que podía
aplicarse a cualquier visitante del templo, una frase litúrgica como lo es el «¡Hosanna!». El
evangelista presenta todo el conjunto, llevado no del interés histórico, sino de determinadas
intenciones teológicas. Los otros dos sinópticos han puesto nuevos acentos a este relato,
desde su personal punto de vista. Aquí sólo nos preguntamos por el propósito de nuestro
evangelista.
Lo primero que echamos de ver es que Marcos ha insertado la entrada en Jerusalén
como un eslabón importante en una cadena de acciones de Jesús. La subida a Jerusalén
llega ahora a su meta. La penúltima estación está junto a Betfagé y Betania, en el monte de
los Olivos. La doble indicación geográfica, y precisamente en el orden indicado, no deja de
sorprender, pues Betfagé está más cerca de Jerusalén (*).
Llegados ahí, Jesús se detiene, manda por delante a dos discípulos y hace que le
preparen la cabalgadura. La entrada de esta guisa está planeada por él; más aún, prevé
con una ciencia milagrosa cómo encontrarán los discípulos el jumentillo, les da
instrucciones sobre el modo de actuar, y deja que estallen los honores y aclamaciones.
Esto merece una reflexión más detenida; pero consideremos el final del relato tal como nos
lo presenta Marcos. Jesús no sólo entra en Jerusalén sino también en el templo y lo
observa todo atentamente. No hay duda de que con ello se pretende preparar a los lectores
para el suceso del día siguiente: la purificación del templo. También ésta la ha planeado
Jesús de antemano; no es una acción espontánea, un arrebato del momento. La
descripción detallada de Jesús y su conducta está al servicio de la cristología de Marcos; el
Mesías e Hijo de Dios, que hasta ahora se ha ocultado, toma posesión de la ciudad de Dios
y del lugar destinado al culto divino, y descubre con esta acción su verdadero ser y
voluntad, con la plena conciencia de que este gesto iba a llevarle a la muerte.
En la escena preparatoria (v. 1-6) se han querido encontrar ciertos rasgos fabulosos;
pero la preparación de la cena pascual, descrita de idéntico modo (14,12-16) revela el
propósito de esta exposición: subrayar la voluntad de Jesús (14,12) de ordenarlo todo
según su pensamiento mediante su misteriosa presciencia. Se trata de un comportamiento
soberano: envía a dos de sus discípulos con un encargo bien preciso; se designa a sí
mismo -por única vez en el Evangelio de Marcos- como «Señor» (11,3; cf. 14,14: «el
Maestro»), y espera que se obedezcan sus deseos.
La presciencia difícilmente puede presentarle como «un hombre divino» según la
mentalidad helenista que atribuía una ciencia secreta a los hombres que recibían culto
divino; está más bien en la misma linea que su presciencia de la pasión y de sus distintos
detalles (10,33s). Jesús conoce las disposiciones de su Padre y los vaticinios de la
Escritura que él debe cumplir. Por ello, probablemente también la cabalgadura tiene una
oculta relación con la profecía de Zac 9,9: «¡Oh hija de Sión!, regocíjate en gran manera;
salta de júbilo, ¡oh hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey, humilde y montado en
un asno, en el pollino de una asna.» Jesús no pretende ser ningún libertador político que se
presenta con caballos y carros de guerra, sino que utiliza la montura real de los tiempos
antiguos (cf. Gén 49,11) y entra en Jerusalén como un príncipe de paz. El «pollino» podría
también ser un potro o caballo joven según el vocablo empleado; pero aquí significa una
cría de asna (**).
El pasaje de Zacarías en el griego del Antiguo Testamento presenta la expresión «un
nuevo (= joven) pollino»; tal vez esto indujo a la observación «en el cual no se ha montado
todavía nadie». En todo caso subraya la dignidad de Jesús, que utiliza un animal no
empleado todavía ni como montura ni como animal de carga; sobre él extienden los
discípulos sus vestidos. De este modo entra Jesús en la ciudad de Dios pobre pero lleno de
dignidad y rodeado de su pueblo.
Mateo descubre la oculta relación escriturística mediante una citación explícita y afirma
claramente que los discípulos actuaron de acuerdo con la indicación de Jesús. Para
Marcos lo importante es que todo se desarrolle como Jesús ha predicho a sus discípulos,
hasta en los detalles más nimios. No hay por qué preguntarse si Jesús era conocido, y
hasta qué punto, por la gente de Betfagé; en la disposición de la sala para la última cena
señala incluso a los discípulos al acarreador de agua que les indicaría el camino (14,14s).
Mediante estos rasgos narrativos se descubre a los lectores la importancia del momento,
reconocen la majestad de Jesús y se les introduce en el acontecimiento propiamente dicho.
Todo está en los planes de Dios y como tal ante los ojos de Jesús. La larga preparación da
a entender que la entrada en Jerusalén era una acción consciente y simbólica de Jesús.
Discípulos y pueblo contribuyen a su manera a poner de relieve la dignidad de Jesús.
Ahora que la comitiva se ha puesto en movimiento se mencionan tres acciones que tienen
un alcance simbólico: los discípulos colocan sus vestidos sobre el animal a modo de
montura, como se acostumbraba a hacer en casos honoríficos. En lugar de alfombras las
gentes tienden sus vestiduras en el camino delante de Jesús, lo cual es también una
costumbre oriental, pero que aquí, cuando aún faltan tres kilómetros de camino para
Jerusalén, tiene poco sentido. En el Antiguo Testamento se cuenta cómo en la exaltación
de Jehú a rey de Israel «tomando cada uno su propio manto, pusiéronlo debajo de los pies
de Jehú en forma de estrado» (2Re 9,13), en homenaje al rey. También el follaje que se
arranca de los árboles y que arrojan delante de Jesús sirve de alfombra. Acompañado del
entusiasmo popular, Jesús cabalga sobre el asnillo camino de Jerusalén, como el príncipe
pacífico y portador de salvación de la profecía de Zacarías (9,10).
Pero el sentido oculto de la escena lo proclaman los vítores de las gentes que iban
delante y detrás de Jesús gritando. Hosanna -hebreo hoshiah-na = «¡Sálvanos, pues!»- es
una exclamación de súplica y bendición, familiar al pueblo por el Sal 118,25. Este salmo,
que es una liturgia de acción de gracias, pertenecía a los llamados «salmos hallel»
(113-118), que se cantaban en las grandes festividades. En la festividad de la pascua este
canto acompañaba la degollación de los corderos en el templo; pero también en las
celebraciones domésticas se entonaban estos alegres cánticos en los que se alaba a Dios
por sus obras de salvación a lo largo de la historia de Israel. El versículo siguiente (Sal
118,26) era en su origen una fórmula de bendición sobre los peregrinos que entraban en el
templo, cantada por los sacerdotes: «¡Benditos en el nombre de Yahveh todos los que
llegan a la casa del Señor!» En el contexto presente se piensa en Jesús de una manera
muy particular; para los lectores cristianos «el que viene en el nombre del Señor» es
simplemente el enviado de Dios, el portador de la salvación. La expresión recuerda la
pregunta de Juan Bautista: «¿Eres tú el que tiene que venir o hemos de esperar a otro?»
(Mt 11,3). Mas como dicha expresión no está atestiguada como título mesiánico, debe
tratarse de una interpretación cristiana. Las muchedumbres del pueblo judío de entonces
seguramente que no relacionaron la aclamación con la profesión de fe en Jesús Mesías.
No se excluye, sin embargo, que se exalten las esperanzas mesiánicas. Pues, la
aclamación siguiente -al menos como nos la presenta Marcos- habla del «reino que ya
llega, de nuestro padre David». Originariamente no suena esta fórmula, porque en ningún
otro lugar se le llama a David «padre nuestro», título honorífico reservado al patriarca
Abraham. Pero en las esperanzas nacionales el retoño de David y el reino de justicia por él
establecido desempeñaban un papel importante. Así, se dice también en los Salmos de
Salomón, de época cristiana: «¡Mira Señor, y contempla! Vuelve a suscitar a su rey, al Hijo
de David... Reúne después a un pueblo santo al que rija con justicia» (17,23.28). Con la
observación de «nuestro padre David», quizá quiso Marcos indicar que tales esperanzas
alentaban entre los peregrinos de la fiesta. El reino «que ya llega» estaría aún por llegar,
aunque el evangelista lo señale como presente mediante el paralelismo de ambas
aclamaciones. Para él y para sus lectores cristianos ]a llegada del reino de Dios se realiza
con la venida de Jesús, aunque ciertamente en un sentido distinto de como lo esperaban
los judíos. La mención de David recuerda el grito del ciego Bartimeo en Jericó: «¡Hijo de
David, ten compasión de mí!» Será típico de la dialéctica de la fe cristiana en el Mesías el
que se cumpla en Jesús la esperanza mesiánica judía, aunque no del modo que
imaginaban los judíos de entonces. Esto, sin duda, motiva una formulación reticente muy
característica.
Un segundo hosanna redondea casi de modo litúrgico la aclamación de la multitud. Esta
vez se agrega «en las alturas», con lo que la mirada se dirige a Dios, que según la
concepción judía tiene su trono en las alturas del cielo. Así se dice también en los
mencionados Salmos de Salomón: «Nuestro Dios es realmente grande y majestuoso; habita
en las alturas» (18,10s). Con ello se rinde honor a Dios, pues sólo él puede establecer el
futuro reino. El evangelista no quiere rechazar la aclamación de aquellas muchedumbres
como alentadas por una esperanza falsa, al igual que no rechazó la invocación de
Bartimeo. Para él los únicos que de hecho reaccionan de un modo negativo son los
dirigentes de Jerusalén, en abierto contraste con el pueblo (cf. 11,18.32; 12,12). Pero estos
enemigos de Jesús en la escena de la entrada, tal como la presenta Marcos, ocupan un
puesto secundario. En líneas generales las aclamaciones están proyectadas para la
comunidad cristiana, o al menos a ella le resultan trasparentes, de modo que puede
comprender esta realidad: Jesús trae el reino salvífico de Dios, pero precisamente por ser
«el que viene en nombre del Señor», tal como Dios lo ha decretado. A Dios -«en las
alturas»- debe dirigirse toda plegaria, toda petición y acción de gracias; por ello,
esencialmente estas aclamaciones podían entrar en la liturgia de la Iglesia.
Si en Marcos -a diferencia de lo que ocurre en Mateo y en Lucas- no sigue
inmediatamente la purificación del templo, difícilmente puede indicar esto que para él el
pueblo se había dispersado. Lo único que quiere es distinguir perfectamente la entrada en
Jerusalén de la acción en el templo que para él, esclarecida como viene por el marco de la
maldición de la higuera, es un símbolo de la oposición al judaísmo oficial. En la retirada a
Betania se ve generalmente una medida de precaución de Jesús, quien no podía sentirse
seguro dentro de los muros de Jerusalén. No hay por qué discutir un recuerdo histórico de
que Jesús en los últimos días antes de la fiesta de pascua pernoctase con sus discípulos
en aquel lugar, ya fuera de la circunscripción en que debía comerse el cordero pascual. En
ese sentido habla también la unción de Betania (14,3-9). Pero ciertamente que para Marcos
el motivo no ha podido ser el miedo de Jesús a los judíos, cuando al día siguiente se les
enfrenta con toda valentía. Con el cambio de lugar (cf. 11,12.19.27) da más bien unas
pinceladas escenográficas que separan entre sí las distintas escenas, y que tal vez señalan
también a Jerusalén como el lugar del repudio del enviado de Dios. Esto es desde luego
importante para los que intervinieron en uno y otro caso. El «pueblo» viene presentado bajo
una luz positiva hasta el prendimiento secreto de Jesús (cf. 14,2). Para Marcos no es el
mismo pueblo el que clama «Hosanna» el día de los ramos y el que vocifera «¡Crucifícale!»
el día de viernes santo (cf. 15, 8-15). Otras fuerzas, como los peregrinos que llegan a la
fiesta desde Galilea pasan al primer plano; pero aquí está precisamente el misterio
tenebroso en torno al Hijo del hombre: que los dirigentes del pueblo le rechazaron (10,33) y
que uno de los doce le traicionó (14, 10s.18-21.43-45). Detrás del golpe contra Jesús no
está el pueblo veleidoso, sino una verdadera malicia y una alevosía incomprensible; pero él
«se va, conforme está escrito de él» (14,21).
................
* La tradición de Marcos parece atenerse sólo a Betania (cf. 11.11.12; 14,3). Algunos manuscritos omiten
Betfagé; pero está abundantemente testificado y Mateo sólo menciona este lugar (21,1). En la tradición judía se alude
frecuentemente a Betfagé -casa de los higos»- y siempre como un lugar que queda dentro de los límites de Jerusalén;
aunque no se indica su localización precisa. Tal vez la tradición cristiana osciló desde el principio; también cabe
suponer que Marcos no poseía ningún conocimiento geográfico exacto (cf también 7.31).
** También es posible que la exposición tenga como trasfondo el oráculo sobre Judá de Gén 42,10-12. Allí se dice
que el futuro soberano ata su joven asno a la vid. En la versión de los LXX se repite dos veces la expresión
equivalente a «pollino».
(Págs. 121-136)
BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 27

c) Maldición de una higuera (/Mc. 11/12-14).

12 Al día siguiente, después que salieron de Betania, él sintió


hambre. 13 Y divisando a lo lejos una higuera con hojas, se
acercó a ver si encontraba en ella algo: pero, una vez llegado a
ella, nada encontró sino hojas, pues no era tiempo de higos. 14
Y dirigiéndose a ella, le dijo: «Nunca jamás coma ya nadie
fruto de ti.» Sus discípulos lo estaban oyendo.

El suceso de la higuera se considera uno


de los episodios más curiosos y enigmáticos del ministerio de Jesús. ¿No es una cólera sin
sentido la que invade a Jesús, y no constituye un hecho absurdo maldecir un árbol que no
lleva fruto en una época del año en que no cabe esperar ese fruto? Pero esta forma
racionalista de pensar lo único que demuestra es que hemos perdido el sentido para los
gestos-simbólicos. De los antiguos profetas se refieren numerosas acciones,
incomprensibles si no se descubre su simbolismo; por ejemplo, el paseo de Isaías medio
desnudo (Is 20,2-5), la inmersión de un cinturón en el Eufrates (Jer 13,1-7), pintar el plano
de una ciudad en un ladrillo (Ez 4,1-4), rasurarse la barba con una espada y dispersar y
quemar los pelos (Ez 5,1-4). Se trata de «parábolas reales», de acciones parabólicas, que
no sólo revelan un pensamiento, sino que predicen un acontecimiento, lo introducen y
anuncian de un modo efectivo. Por lo general se trata de profecías de juicio y desgracias,
no de simples vaticinios sino de «prefiguraciones creadoras del porvenir» (G. von Rad), que
esclarecen un acontecimiento que Dios ha querido y puesto en marcha.
En el estilo profético de Jesús es perfectamente posible que en alguna ocasión haya
ejecutado él alguno de tales signos, como la maldición de una higuera. La situación ha sido
creada por la comunidad que transmite el episodio o por el evangelista, haciendo que Jesús
tenga hambre, vaya a buscar los higos y, chasqueado, pronuncie la maldición. De la
higuera cubierta de hojas y que no tiene fruto difícilmente pueden sacarse conclusiones
sobre la época del año; por ejemplo, deducir que estamos en otoño, después de la segunda
cosecha. El propósito de Marcos resulta más claro enmarcando la purificación del templo
entre la maldición de la higuera (v. 14) y su agostamiento (v. 20s). Es un recurso literario
que el evangelista utiliza con frecuencia (cf. 5, 21-43; 6,12s con 6,30; 14,54 con 66-72).
Para él, pues, el que la higuera no llevase fruto y que se secase tienen una relación con la
acción de Jesús en el templo.
Pero ¿cuál es el sentido del gesto simbólico y profético de Jesús? Si se considera que
Jesús protesta y actúa contra la profanación del santuario judío y que los dirigentes del
pueblo buscan eliminarle por ello (v. 18), entonces debe tratarse de un juicio de castigo
contra el judaísmo incrédulo, «que no da frutos». La certeza de esta interpretación se
robustece si también aquí -como en el caso del pollino- hemos de suponer una citación
escriturística implícita.
Corrientemente se piensa en Jer 8,13: «Yo los consumiré enteramente dice el Señor: las
viñas están sin uvas, y sin higos las higueras, hasta las hojas han caído; y las cosas que yo
les di se les han escapado de las manos.» En este caso se trataría de un anuncio
encubierto de la destrucción de Jerusalén y del templo. Pero resulta problemático
interpretar semejante profecía del futuro como un anuncio directo del juicio de castigo. El
agostamiento de la higuera es un suceso actual que más bien refleja un proceso que ya
está en marcha. Más cerca encuentra otro pasaje del libro de Jeremías, no muy alejado de
la cita bíblica a la que se alude en la purificación del templo con la expresión «guarida de
ladrones» (Jer 7,11): «Ya mi furor y mi indignación está para descargar contra este lugar,
contra los hombres y las bestias, contra los árboles de la campiña y contra los frutos de la
tierra, y todo arderá y no se apagará» (Jer 7,20) 47. La ira de Dios se enciende ya ahora
contra el judaísmo obstinado, y más especialmente contra sus dirigentes, «los sumos
sacerdotes y los escribas» (v. 18), que no comprenden la acción de Jesús en el templo y le
cierran incrédulos sus corazones. Así las cosas, la acción simbólica de Jesús sería ante
todo la expresión del repudio contra los judíos incrédulos, y de momento aleja también la
amenaza del juicio punitivo externo. Mucho más terrible es el agostamiento interno, la
muerte de la verdadera fe, que pese a toda la piedad externa, pese al culto suntuoso, los
hace estériles y condenables a los ojos de Dios.
Esta exposición se confirma en cierto modo con la sentencia que Jesús dirige a los
discípulos junto a la higuera seca (v. 22s). La fe es la verdadera fuerza vital que produce
frutos; sin duda que una fe viva abierta a los signos y a la llamada de Dios. Ya la Iglesia
primitiva, antes que Marcos, había contemplado el episodio de la higuera seca en este
horizonte; pues, tenemos otra tradición particular en Lc 13,6-9, relativa también a una
higuera que no lleva fruto. Es una parábola contada por Jesús con la mirada puesta
evidentemente en el pueblo de Israel que no está dispuesto a la conversión. Dios le
concede todavía una tregua; pero si el pueblo no la aprovecha, le amenaza el juicio
punitivo, bajo la imagen de la higuera desmochada. Pero no es en modo alguno cosa cierta
que la «parábola real» de la higuera seca haya de interpretarse con la comparación de la
higuera estéril.
En la situación presente hay que añadir todavía dos observaciones: de estas palabras y
gestos de Jesús, tal como la Iglesia primitiva nos los ha transmitido, no se puede deducir la
imagen de un repudio definitivo de Israel, de una maldición eterna contra aquel pueblo, de
una condenación absoluta de todos los judíos. En nuestra sección la responsabilidad y
maldición recaen sobre los dirigentes que presidían entonces los destinos del pueblo, y la
imagen de la higuera estéril culmina en la exhortación a la conversión. No disponemos de
ningún juicio sobre la actitud creyente de cada uno de los judíos en particular, y la
maldición de Jesús alcanza sólo a quienes se cierran culpablemente a la llamada de Dios
que se escucha en Jesús. Seguramente que la Iglesia primitiva vio en la destrucción de
Jerusalén y del templo un juicio punitivo de Dios (cf. el comentario a Mc 13,1s.14ss); pero
este juicio temporal no justifica un juicio condenatorio para todos los tiempos.
Y una segunda observación: la comunidad de Marcos debía referir a sí misma todas las
palabras y acciones de Jesús. También para ella hay en la enseñanza y ministerio del
Señor una llamada, que no puede dejar de oírse, a estar siempre pronta a la conversión y a
la fe, a una fe cada vez mayor, hasta que sea capaz de trasladar montañas (v. 23). Los
sentimientos de venganza contra el Israel incrédulo equivaldrían a un desconocimiento
espantoso de las intenciones de Jesús; por el contrario, la actitud equivocada de los
dirigentes judíos de entonces es para los cristianos un examen de conciencia para saber si
ellos mismos satisfacen o no el deseo de Jesús que busca fruto en la «higuera con hojas».
La Iglesia primitiva comprendió que el reino de Dios sólo puede darse en un pueblo que
lleva sus frutos (Mt 21,43).
d) Purificación del templo (Mc. 11/15-19).

15 Llegan a Jerusalén. Y entrando en el templo, comenzó a


expulsar a los que vendían y compraban en él; también volcó
las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores
de palomas; 16 y no dejaba a nadie transportar objeto alguno
a través del templo. 17 Y les enseñaba diciéndoles: «¿Acaso
no está escrito: Mi casa ha de ser casa de oración para todos
los pueblos? Pero vosotros la tenéis convertida en guarida de
ladrones.» 18 Oyeron esto los sumos sacerdotes y los
escribas, y buscaban la manera de acabar con él; pero le
tenían miedo, porque todo el pueblo estaba maravillado de su
enseñanza. 19 Al atardecer salieron fuera de la ciudad.

Como ocurre con la entrada en Jerusalén, también en la


purificación del templo apenas resulta posible reconstruir las circunstancias históricas, el
desarrollo de la acción y los efectos inmediatos. Se ha querido hacer de este episodio, que
los cuatro evangelistas refieren de distinto modo, una gran cuestión; el plan originario de
una sublevación popular habría fracasado, y la exposición cristiana lo habría encubierto.
Pero en el proceso no se dice absolutamente nada de la purificación del templo, ni siquiera
a propósito de la palabra relativa a la destrucción y reedificación del templo, discutida en el
examen de testigos (Mc 14,58 y par). La acción no ha podido ser espectacular en un
sentido político, pues en otro caso los romanos que montaban la guardia en la fortaleza
Antonia habrían intervenido inmediatamente. Resultan baldías todas las conjeturas de cómo
Jesús haya podido cargar de un modo efectivo en la amplia explanada del templo, y
concretamente en el atrio de los gentiles, contra los numerosos cambistas y contra los
vendedores de animales para los sacrificios. Nada se dice de que le hayan ayudado en su
empeño sus discípulos y seguidores. Pero tampoco se nos dice nada de una resistencia
por parte de los interesados. Tal como lo expone Marcos, se trata una vez más de una
acción profética simbólica de Jesús. Al evangelista sólo le interesan el gesto de Jesús y la
reacción de los dirigentes judíos. No hay fundamento para poner en duda el suceso
histórico; pero, visto desde fuera, sólo tuvo unas proporciones limitadas y un carácter
apolítico. El celo por la casa de Dios, una idea profundamente arraigada en el Antiguo
Testamento (*) que Jn 2,17 aduce como justificación, ha debido de hecho mover a Jesús, y
puede explicar el «éxito» de Jesús, la ausencia de cualquier oposición seria. Pero todas
estas interpretaciones se quedan en la superficie; ni el evangelista ni los primeros lectores
cristianos tenían las ambiciones de los reporteros y televidentes hambrientos de
sensacionalismo.
No obstante lo cual, merecen interés la exposición realista y el adecuado conocimiento
de las circunstancias históricas del suceso. En cualquier caso no se describe el escenario
en los aledaños del templo, era sin duda bien conocido de la comunidad judeocristiana que
refería por primera vez este suceso. Las autoridades del templo habían establecido que los
cambistas y vendedores de animales para los sacrificios asentasen sus reales en el atrio de
los gentiles, que estaba separado del recinto interior del templo por un muro. Los cambistas
eran necesarios porque el tributo anual que todos los judíos debían pagar al templo, y que
era de medio siclo por cabeza -aproximadamente, un dólar- (cf. Ex 30,13), sólo se podía
hacer efectivo en la antigua moneda (tiria) del templo. Tanto para las autoridades del
templo que otorgaban el permiso como para los banqueros que percibían un beneficio,
aquello era además un verdadero negocio. También los animales para el sacrificio,
especialmente las palomas prescritas para los sacrificios de la gente pobre (cf. Lc 2,24),
tenían que estar a mano. Y he aquí un detalle que sólo Marcos refiere: Jesús no permitía
que nadie transportase objeto alguno por el recinto del templo. Sobre el sentido de esta
observación estamos informados por la literatura judía; así, se dice en un tratado de la
Mishna: «No hay que convertir (al monte del templo) en un atajo para acortar el camino»
(Berakhot IX, 5). Parece, pues, que debía tratarse de una mala costumbre que constituía
una falta de respeto al lugar sagrado. Marcos- a diferencia de 7,3s- no aclara esto a sus
lectores cristianos procedentes del paganismo; pero podían imaginar perfectamente el
tráfago comercial a todas luces que tenía lugar en el recinto del templo.
Nada se nos dice de los sentimientos de Jesús, observaciones por las que nuestro
evangelista siente una predilección bastante marcada (cf. 1,41; 3,5, etc.). Por el contrario
se dice de una manera objetiva y casi fría: «Y les enseñaba.» La intención del relato está
pues, lejos de cualquier exposición psicologista o dramatizadora. Marcos se ocupa de una
«doctrina» de Jesús, y en definitiva de una doctrina para la comunidad cristiana. El sentido
se deduce de las palabras bíblicas citadas. La expresión «casa de oración» hace pensar
por de pronto en la crítica de los profetas al culto, irritados contra el culto del templo
puramente exterior y contra el hueco homenaje de los labios (cf. 7,6s); pero la cita está
tomada de Is 56,7 y contiene una profecía para el futuro. El acento recae sobre el hecho de
que en el tiempo de la salvación todos los pueblos afluirían al monte del Señor y a su
santuario. Marcos ha conservado del texto profético el inciso «para todos los pueblos», que
Mateo y Lucas han omitido, tal vez intencionadamente, a fin de conectar la casa más
estrechamente con las palabras siguientes sobre la «guarida de ladrones» y subrayar así el
lado negativo. Pero, dado que Marcos trae esta cita de Jeremías y, además, hace preceder
una palabra de amenaza evidente con la maldición de la higuera, es que no quiere en modo
alguno rebajar la dura crítica de Jesús ni lo violento de su manifestación contra las
autoridades judías del templo; pero vincula la protesta de Jesús con una profecía sobre el
templo escatológico que está abierto a todos los pueblos y precisamente a los paganos.
Pero ¿en qué piensa Marcos al aducir la cita completa: «Mi casa ha de ser casa de
oración para todos los pueblos?» La respuesta la tenemos en las ya mencionadas palabras
sobre el templo de 14,58: «Yo destruiré este templo, hecho por manos humanas y en tres
días construiré otro, no hecho por manos humanas.» Por oscura que resulte esta palabra,
especialmente en su primera parte, una cosa es evidente al menos para la comprensión de
Marcos: el templo no construido por mano de hombre es la comunidad. Para el evangelista
etnicocristiano es importante que todos los pueblos, y precisamente los pueblos gentiles,
tengan cabida en él. Sobre el trasfondo del juicio punitivo contra el pueblo judío y de la
destrucción del suntuoso templo de Jerusalén (13,1s), la profecía de la casa de oración
para todas las gentes adquiere unos perfiles precisos: el nuevo templo tendrá un aspecto
completamente distinto; concretamente no será levantado por mano de hombre y nunca
más será profanado por un tráfago indigno y depredador.
También el templo de piedra tenía otro destino; sólo los hombres le han convertido en
una «guarida de ladrones». Para comprender esta dura expresión, es preciso volver a leer
la profecía en su contexto (Jer 7,1-15). Sería equivocado deducir de la palabra «ladrones»,
que en el griego también puede significar «guerrilleros», una alusión a los zelotas. La dura
expresión, elegida por el profeta con todo cuidado, fustiga la conducta impía e inmoral de
sus coetáneos judíos que llegaban a jactarse del templo y que pretendían encubrir sus
malas acciones con el culto oficial: «Enmendad vuestros pasos y vuestras obras, y yo
habitaré con vosotros en este lugar. No pongáis vuestra confianza en las expresiones
falaces de: ¡Este es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor!... Pero
qué, ¿este templo mío en que se invoca mi nombre, ha venido a ser para vosotros una
guarida de ladrones? Pues bien, yo, yo mismo, también lo veo así» (Jer 7,3s. 11). Se trata,
pues, de algo más que de suprimir las actitudes irreverentes en el templo o de una reforma
del culto oficial; se trata de una adoración a Dios nueva y distinta, de una conversión moral,
de cumplir la voluntad de Dios en la vida personal y social.
La expulsión de los vendedores y compradores del atrio del templo es una señal que
apunta al futuro. El verdadero templo será la comunidad escatológica, una «casa de
oración» y un lugar de santidad, de adoración moral a Dios. Así lo entiende Marcos. Juan
no sólo ha situado la escena al comienzo del ministerio de Jesús, sino que,
cristológicamente, también la interpreta de distinto modo. La concepción de la comunidad
como templo de Dios no es una idea completamente nueva; se encuentra también
claramente expuesta en los escritos de Qumrán. Esta comunidad judía particular se
considera a sí misma como «una casa santa para Israel y un lugar del Santísimo para
Aarón», «una casa de perfección y verdad en Israel» (Regla de la comunidad 8,5s.9). Mas
la comunidad cristiana debe ser una casa de oración para todos los pueblos.
¿Qué significa esto para la comprensión de la Iglesia y del culto? ¿No ha suprimido
Jesús todas las casas de Dios levantadas por mano de hombre, los edificios sagrados del
culto, y hasta el mismo espacio cúltico en el sentido más amplio, es decir, la adoración
propiamente cúltica de Dios, reclamando en su lugar una comunidad santa y viva en el
mundo, que deberá glorificar a Dios exclusivamente a través del esfuerzo moral, de las
obras de amor y del servicio al prójimo? La Iglesia primitiva no sacó esta consecuencia, que
tiende a una radical «desacralización» o «descultuación», como hoy oímos con frecuencia.
Los primeros cristianos de Jerusalén continuaron reuniéndose en el templo, en el «atrio de
Salomón» (Act 5,12) y en las casas destinadas a las asambleas de culto (Act 2,46); y ése
era también el uso en las comunidades paulinas (cf.1Cor 11; 14). Pero el culto recibió
entonces otra interpretación y otro centro de gravedad. Ya no se concebía un servicio de
Dios aislado de la vida en este mundo y del servicio a los hombres. Se requería una nueva
forma de oración en la entrega plena y confiada al Padre, una oración «en espíritu y en
verdad» (Jn 4,23s). La verdadera adoración a Dios, a la que deben llevar la oración y los
cánticos, el servicio de la palabra divina y las celebraciones eucarísticas, la constituyen una
vida cristiana, el testimonio del amor, la renuncia a los deseos egoístas. La propia
existencia corporal, realizada como «víctima viva, santa y agradable a Dios» (/Rm/12/01),
es el auténtico culto espiritual que se exige a los cristianos, un servicio divino en la vida
cotidiana del mundo según se ha dicho.
Con la purificación del templo no quiso Jesús establecer de nuevo un recinto sagrado,
separado a cal y canto de la vida diaria de los hombres, sino manifestarse precisamente
contra una ideología cúltica y ritualista demasiado estrecha, hacia la que se desvían
inevitablemente los pensamientos humanos. Desde la imagen general que la Iglesia
primitiva se hizo del comportamiento de Jesús, comprende perfectamente que Dios quiere
vivir en medio de ella y operar por medio de su testimonio. Mas tampoco sucumbe al culto
del otro ídolo de una secularización que, mediante la actividad humana y la asimilación al
mundo, pretende alcanzar lo que sólo se alcanza con el Espíritu y la fuerza de Dios. Por ello
da culto a Dios y saca fuerzas de su servicio divino, de la palabra de Dios y del sacrificio de
Cristo; pero sólo para actuar después entre los hombres que viven en el mundo y ofrecer
«sacrificios espirituales» (lPe 2,5).
La postura de Jesús frente a la piedad y el servicio divino fácilmente se presta a malas
interpretaciones. Su idea de Dios le hace protestar contra un culto que se realiza en
nombre de Dios, pero que sirve en realidad al egoísmo humano; y al mismo tiempo le hace
insistir en la adoración divina que nace del amor a Dios y empuja al amor a los hombres (cf.
12,28-34). Su protesta choca con los oídos sordos del judaísmo de entonces, dirigido por
los sumos sacerdotes y los escribas, y lo único que consigue es que éstos busquen el
modo de eliminar a tan incómodo amonestador. El pueblo está fuera de sí por la doctrina de
Jesús, pasmado de lo que hace y exige. Pero la comunidad cristiana debe comprender que,
con la crítica de Jesús, la profecía y enseñanza se han convertido para ella en un signo
perpetuo de advertencia. Por la tarde Jesús abandona la ciudad, y probablemente también
esto constituye para Marcos un signo de que Jesús se aparta de la antigua ciudad de Dios
y que los hombres, que no buscan a Dios con un corazón honrado, quedan abandonados a
sí mismos (cf. Mt 23,37ss y par, Lc 13,34s).
...............
* Este celo sagrado movía también a los patriotas judíos (zelotas); mas no se puede deducir de
ahí que Jesús persiguiese idénticos objetivos revolucionarios. Los siempre renovados intentos de
relacionar a Jesús con el movimiento zelotista fracasan frente a la imagen general de su persona y
actividad. Incluso se dan en él rasgos antizelotistas, cf. HENGEL, o.c, p. 385: «La polémica
antifarisaica de Jesús se dirigía también en parte contra los zelotas. como los representantes más
radicales del ala izquierda farisea» El alcance escatológico de la purificación del templo lo ha
visto claro G. BORNKAMM: Jesús «purifica el santuario para la inauguración del reinado
divino».
(_MENSAJE/02-2.Págs. 136-148)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 28

e) Diálogo con los discípulos sobre la higuera seca (Mc. 11/20-26).

20 Al pasar por la mañana, vieron que la higuera se había


secado de raíz. 21 Entonces Pedro, cayendo en la cuenta, le
dice: «¡Rabbí! Mira, la higuera que tú maldijiste se ha quedado
seca.» 22 Y contestando Jesús, les dice: «Tened fe en Dios. 23
Os aseguro que quien diga a este monte: "Quítate de ahí y
échate al mar" -y esto sin titubear en su corazón, sino creyendo
que se hará lo que dice-, lo conseguirá. 24 Por eso os digo:
Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis
obtenido y se os concederá. 25 Y cuando estéis orando, si
tenéis algo contra alguien, perdonadlo, para que también
vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros
pecados.» [26 Pero si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro
Padre que está en los cielos os perdonará vuestras faltas.]

Un diálogo con los discípulos expone con mayor profundidad la doctrina de Jesús a la
comunidad, como ocurre con frecuencia en Marcos (cf. comentario a 10,10). Su respuesta a
la observación de Pedro de que la higuera se había secado, constituye un manual de
oración para la comunidad que debe ser precisamente una «casa de oración» (v. 17). El
evangelista ha insertado la instrucción en el momento en que a la mañana siguiente Jesús
pasa con sus discípulos junto a la higuera que entretanto se ha secado. Este signo del
poder de Jesús lo utiliza como materia de contemplación para poner ante los ojos de la
comunidad la fuerza de la fe. Pero la exhortación a una fe resuelta viene subordinada en el
v. 24 a la oración, y la instrucción sobre el modo de orar va más allá del requisito de la fe (v.
25). Esta sentencia final en que se exhorta a la comunidad al perdón fraterno, confirma la
orientación de la misma a la comunidad que debe ser el nuevo templo de Dios. Hay, pues,
que leer estos versículos en los que se han reunido palabras de Jesús independientes en
su origen, dentro de una relación estrecha con la purificación del templo y con la cita que
Jesús hace de la Escritura.
Las palabras sobre la fe que traslada montañas -ajustadas por Mateo todavía más a la
higuera seca- es un antiguo logion del Señor sobre el que la Iglesia primitiva ha meditado
mucho. En otro pasaje, y en forma siempre distinta, se encuentra también atestiguado en la
tradición sentencial de Mt 17,20 y Lc 17,6. Común a esta tradición es la frase «tener fe
como un grano de mostaza», lo que según la aplicación proverbial del grano de mostaza
para indicar algo pequeño e insignificante (cf. Mc 4,31), quiere decir: incluso una «fe»
totalmente pequeña puede realizar cosas increíbles. Es evidente que aquí se habla de la
«fe» en un sentido especial; en nuestro pasaje esa fe se interpreta como libre de cualquier
tipo de duda. Lo cual es ya una interpretación de la Iglesia primitiva.
FE/FUERZA: En Lc 17,6 no se trata de las dudas, sino que se expone únicamente la
fuerza de la fe bajo una imagen algo diferente: semejante fe puede arrancar de raíz una
higuera y plantarla en el mar. La palabra era en su origen simplemente una metáfora
vigorosa (hiperbólica), muy del gusto de Jesús, que ponía de relieve la fuerza de una fe
carismática. Pues, una fe así no es algo que se pueda alcanzar por medios humanos, con
el entrenamiento y la revigorización de la voluntad, sino que es puro don de Dios. Lucas lo
ha entendido perfectamente, cuando en el v. anterior nos presenta la oración de los
discípulos: «¡Señor, auméntanos la fe!» (17,5), y Pablo sabe de este carisma cuando,
después de haber mencionado algunos otros, escribe: «Y si tengo tanta fe como para
mover montañas, pero no tengo amor, nada soy» (lCor 13,2). Por tanto, según el sentido
original del logion casi resulta contradictoria la exhortación que aparece en Marcos:
«Tened fe en Dios.» Pero sí que se puede pedir a Dios esa fe carismática, y así lo ha
entendido evidentemente Marcos, como vimos en 9,28s.
Mas ¿qué es fe en este sentido? Una confianza elemental e inconmovible en Dios, que
es mayor, más sabio y más poderoso que el hombre. Tal es también el significado primitivo
del verbo hebreo que todavía resuena en la antigua palabra deprecativa «amén»: un decir
amén a Dios, un estar y construir sobre el fundamento firme que son Dios y su palabra. No
se trata de una fe ciega que espera, de un modo irracional y emotivo, algo que es imposible
humanamente; sino una fe en el Dios que se revela, en cuya palabra, afirmaciones y
promesas confía el hombre de una manera inconmovible justamente porque es Dios. Esta
fe la ha esclarecido a la perfección el profeta Isaías, quien en una circunstancia sumamente
crítica, cuando Jerusalén estaba amenazada por enemigos poderosos, dice al pueblo:
«Pero si vosotros no creyereis, no subsistiréis» (Is 7,9). El rey Acaz se niega a esa fe, pues
recusa el signo que Dios le ha ofrecido (Is 7,10ss). Así pues, las palabras sobre la fe que
traslada montañas no constituyen una carta en blanco para una fe milagrera que tienta a
Dios, y que Jesús rechaza en otro lugar (Mt 4,6s). No es una fe mágica o autosugestiva
sobre la que el hombre pueda disponer, sino todo lo contrario: una fe que no está a nuestra
disposición, que Dios otorga, que «en cierto modo pone en movimiento la omnipotencia
bondadosa de Dios» (J. Schmid), porque el mismo Dios así lo ha querido y asegurado. En
todo caso presupone una confianza inconmovible, directa, infantilmente fuerte, en Dios
Padre. Con ello la palabra obliga además a reflexionar sobre lo que designamos por fe en
sentido religioso. ¡Qué fácilmente cedemos a la ilusión de tener fe cuando hacemos una
confesión, buscamos la suprema seguridad para las verdades de la fe o nos obstinamos en
nuestra idea de la fe! La verdadera fe se mantiene en medio de las tinieblas, en las
situaciones concretas de la vida en que todo está en juego, en el desvalimiento humano y
cuando ya no hay salidas de tejas abajo. Lo que ya no podemos decir es en qué situación
ha pensado originariamente Jesús. El «monte» no es sino la imagen de un gran estorbo,
«este monte» no hay por qué identificarlo, pues en labios de Jesús no es más que una
expresión de enseñanza intuitiva. Para la fe no hay estorbo alguno; pero sólo para la fe que
posee una fuerza carismática.
ORA/FUERZA: Esa fe tiene que estar viva en la comunidad, sobre todo cuando ésta se
reúne para orar. Las palabras sobre la oración de petición (v. 24) -que por la nueva
introducción podemos reconocer como una sentencia originariamente independiente- se
dirige a la comunidad de los discípulos; el cambio a la forma plural no es fortuito. Marcos
ha referido a la oración comunitaria la seguridad de ser escuchada, que en la tradición
sentencial de Mateo y Lucas se presenta en otro contexto y en forma diferente (Mt 7,7-11;
Lc 11,9-13). Esto ocurre en forma todavía más acusada en Mt 18,19: «Si dos de vosotros
se unieron entre sí sobre la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, les será otorgado por mi
Padre que está en los cielos.» De este modo la exhortación de Jesús a los discípulos para
que orasen al Padre con plena confianza y su promesa, hecha con la máxima seguridad, de
que el Padre los escuchará, las prolongó la Iglesia primitiva en las formas más variadas.
También en nuestro pasaje se trata de la oración de petición; pero el propósito de
Marcos se evidencia -como en la sentencia siguiente- en el vocablo que designa la oración
en general: quiere referirse a la comunidad como «casa de oración». Porque es la
comunidad escatológica de Dios, también vale para ella la promesa divina de escuchar las
súplicas. En todo caso debe creer con tal certeza que al orar esté ya convencida de que
obtendrá lo que pide, así según la lectura más probable. La misma idea aparece más tarde
en la primera carta de Juan (5,15), señal cierta de cuán profundamente había impresionado
a la Iglesia primitiva aquella promesa de Jesús. También ella tenía ya dificultades con la
promesa de que la oración sería escuchada, pues no todas las peticiones lograban su
cumplimiento (cf. 1Jn 5,14: pedir conforme a la voluntad de Dios).
Además del objeto adecuado de la oración de petición se requería la exclusión de
cualquier duda, y esto responde de hecho a la actitud personal de Jesús, que desde su
proximidad inmediata al Padre y con la más íntima certeza hizo la primera, que resuena
ciertamente de la forma más original en Mt 7,7-11. Orar es un proceso existencial entre el
hombre y Dios; demasiadas reflexiones sobre la oración de petición le arrebatan su fuerza.
El hombre que cree y ama pide simplemente como un niño a su Padre, que está seguro de
ser escuchado porque es su padre. Y la comunidad ora comunitariamente en las
dificultades y tribulaciones en las que se encuentra en medio del mundo como comunidad
cristiana, y debe por lo mismo creer con fe firme que será escuchada.
La última sentencia toca una condición que se menciona en el padrenuestro: si nosotros
oramos a Dios y le pedimos el perdón de nuestros pecados, también debemos perdonar a
los hombres que estén en deuda con nosotros. Estas palabras están también formuladas
en forma plural y tienen en cuenta la oración comunitaria. En la comunidad de los discípulos
de Jesús se exige un perdón auténticamente fraterno. Sin esa postura, la oración al Padre
es desleal e ineficaz. Esta idea va tan indisolublemente unida a la oración del padrenuestro,
que penetró muy hondo en la Iglesia primitiva y que evidencia una relación con las palabras
que comentamos aquí: «vuestro Padre que está en los cielos», «vuestros pecados», que
sólo aparecen en este lugar de Marcos. Se comprende que en muchos manuscritos
posteriores se haya añadido también la prolongación en forma negativa de Mt 5,15 (v. 26).
Marcos no ha formulado la palabra con el carácter tan rígido de condición con que lo hace
Mateo. Quiere presentar a la comunidad orante la infinita bondad y misericordia de Dios;
pero si pretende ser la casa escatológica de oración, debe también escuchar y obedecer
las exigencias de Dios que subraya Jesús. En la promesa del Señor hay siempre unas
pretensiones duras. Por sublime que sean las palabras acerca del templo abierto a todos
los pueblos, su realización pone a la comunidad a la que se dirige en la más grave
responsabilidad, y la higuera seca continúa siendo para ella una advertencia constante.

2. ENFRENTAMIENTO CON LOS CÍRCULOS DIRIGENTES (11, 27-12,44).


Numerosas discusiones de Jesús llenan los días transcurridos en Jerusalén. La sección
empieza con la pregunta acerca de la autoridad de Jesús que le hace el gran consejo. Se
menciona expresamente a los tres grupos que formaban el sanedrín (11,27; cf. 8,31),
poniendo así de relieve el carácter oficial de la pregunta. A lo largo de otras discusiones
Jesús se enfrenta también con los representantes de los grupos dirigentes del judaísmo de
entonces: saduceos y fariseos. Jesús rehuye una respuesta abierta a la pregunta sobre su
autoridad; pero en la parábola de los viñadores homicidas pasa al contraataque. La cita
bíblica del final (12,10s) pone al descubierto la situación: Jesús es la piedra rechazada por
los constructores, pero que Dios ha convertido en piedra angular. Con ello se cumple el
vaticinio de Jesús en 8,31: según el plan de Dios, el Hijo del hombre debe ser rechazado
por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas.
Después de esta aclaración fundamental, siguen las distintas discusiones con diversos
interlocutores. Los tres diálogos con fariseos, saduceos y un escriba particular, así como la
enseñanza final dirigida a los escribas en general (12,13-17), se mantienen todavía en una
conexión estrecha y responden tal vez a un preciso esquema rabínico de plantear las
cuestiones. Como quiera que sea, estas perícopas debieron quedar enlazadas muy pronto
en la tradición; en cuanto al contenido, tratan cuestiones de permanente importancia para la
comunidad cristiana. Se les añade y acomoda un breve discurso de aviso y amenaza a los
doctores de la ley (12,38-40), en el que también se menciona la explotación de las viudas.
Ello dio tal vez ocasión para intercalar también aquí la perícopa referente al óbolo de la
viuda (12,41-44). Como la escena se desarrolla en el ámbito del templo, pudo también
utilizarla el evangelista como remate de esta postrera actividad de Jesús en Jerusalén, que
los lectores deben representarse principalmente en el templo (cf. 11,27; 12,35). Con ello
adquiere la sección un redondeamiento literario. Late un exquisito matiz teológico en el
hecho de que los representantes oficiales del judaísmo rechacen a Jesús, y que una
sencilla mujer del pueblo recibe un magnífico elogio y se convierta en la representante de
aquellos que cumplen la voluntad de Dios con su conducta.

a) Discusión sobre la autoridad de Jesús (Mc. 11/27-33).


27 Llegan de nuevo a Jerusalén. Y mientras él andaba
paseando por el templo, se le acercan los sumos sacerdotes,
los escribas y los ancianos, 28 y le preguntan: «¿Con qué
autoridad haces tú esas cosas, o quién te dio esa autoridad
para hacerlas?» 29 Jesús les contestó: «Os voy a hacer una
sola pregunta. Respondédmela, y yo os diré con qué autoridad
hago todo eso. 30 El bautismo de Juan ¿era del cielo o era de
los hombres? Respondedme.» 31 Pero ellos deliberaban entre
sí, diciendo: «Si respondemos: "Del cielo", dirá: ¿Por qué,
pues, no creisteis en él? 32 Pero ¿vamos a responder: "De los
hombres"?» Tenían miedo al pueblo, pues todos tenían a Juan
por un verdadero profeta. 33 Y respondiendo a Jesús, le
dicen: «No lo sabemos.» Entonces Jesús les contesta: «Pues
tampoco yo os digo con qué autoridad hago esas cosas.»

J/AUTORIDAD La rendición de cuentas que pide el consejo supremo está relacionada


con la purificación del templo, que sólo por el ordenamiento que ha hecho el evangelista
aparece un tanto distante. Marcos no habla en este lugar de las enseñanzas de Jesús en el
templo, como lo hacen Mt y Lc. En el Evangelio de Juan «los judíos» reclaman a Jesús
inmediatamente después del hecho un signo que le acredite. Nuestro evangelista formula
de tal modo la pregunta que la «autoridad» de Jesús se convierte en el tema central; pues,
para él la autoridad divina de Jesús se ha puesto de manifiesto a lo largo de todo su
ministerio (cf. 1,22.27; 2,10). Con ello este interrogatorio oficial por parte de la autoridad
judía -se puede suponer perfectamente una delegación del consejo supremo- adquiere una
importancia que sobrepasa la situación presente. Jesús se enfrenta al judaísmo oficial y
renuncia a dar de sí mismo testimonio explícito, pues una sola palabra no podría convencer
a quienes se han opuesto a todo su ministerio con una actitud incrédula y negativa.
Difícilmente puede decir Marcos que Jesús haya escabullido de propósito la pregunta,
porque los dirigentes buscaban prenderle (cf. 12,13). Más bien quiere descubrir su cerrazón
incrédula y al mismo tiempo poner de relieve la condición superior de Jesús, como lo hace
en las disputas siguientes. Probablemente también la Iglesia primitiva ha argumentado de
modo parecido contra el judaísmo incrédulo.
La pregunta suena objetiva y fría; ambas partes consideran las dos posibilidades: Si
Jesús reivindica una autoridad propia para actuar así, ¿qué autoridad es ésa? O tal vez se
remita a una potestad delegada que algún otro le ha conferido. En tal caso Jesús se verá
obligado a declarar abiertamente a quién representa. Cabe suponer que los miembros del
consejo supremo habrían buscado después alguna acusación contra Jesús, como que era,
por ejemplo, un falso profeta o un seductor del pueblo. Mas nada de esto ocurre, porque
Jesús les propone una contrapregunta forzándoles a descubrir su postura interna. Les
pregunta si ellos consideran que el bautismo de Juan procedía de Dios -«del cielo»- o de
los hombres; lo cual equivale a decir si tenían a Juan Bautista por un profeta verdadero o
falso. La pregunta los pone en un gran aprieto, que el evangelista refleja mediante las
cavilaciones que se hacen entre sí o para sus adentros (en 2,6 dice más claramente de los
escribas: «Pensaban en su corazón»; en 8,16 de los discípulos: «Ellos comentaban entre
sí»). Si conceden que el bautismo de Juan era de Dios, Jesús podrá reprocharles su
incredulidad; tampoco se atreven a discutir ese bautismo, en razón del pueblo que tenía a
Juan por un verdadero profeta, enviado por Dios.
La formulación, un tanto desmañada, pone bien de relieve que tales cavilaciones no
parten del asunto mismo, sino que sólo giran en torno a su posición y prestigio personales;
un reproche duro pero justificado contra unos hombres que, a pesar del relumbrón que se
dan, no les preocupa la causa de Dios sino su propia persona. Su respuesta: «No lo
sabemos», es una salida que los desacredita como dirigentes del pueblo y -lo que es peor
aún- revela su falta de sustancia religiosa. Se desenmascaran, aunque para ello se sirvan
de palabras astutas y retorcidas. Sobre la base de esta respuesta Jesús deniega, a los
miembros del consejo que le interrogan, la información que de él deseaban. Deben darse
por vencidos. Esto es tan evidente que el evangelista no lo anota de un modo explícito; la
negativa de Jesús es el punto final, un final cargado de malos augurios.
No es preciso que el diálogo se haya desarrollado exactamente de este modo; esto
resulta incluso improbable por varios motivos: los miembros del consejo difícilmente habrían
descubierto su flaco delante del pueblo, y en el cuarto Evangelio la conversación discurre
de un modo completamente distinto. Pero con la transmisión de este choque de Jesús con
los representantes del consejo supremo, la Iglesia primitiva no quiso conservar simplemente
una escena histórica, sino descubrir más bien la disposición interna con que Jesús se
enfrentó al judaísmo oficial, y dar así a conocer la disposición permanente en que ella
misma se encontraba en su enfrentamiento con el judaísmo incrédulo. La escena presenta
una estructuración uniforme, y ha sido montada según un cierto esquema de la disputa
rabínica -pregunta, contapregunta, respuesta-. Aun así, no cabe considerarla como artificial
e inventada, pues la acción de Jesús en el templo necesariamente debió provocar una
reacción entre las autoridades del templo (cf. también Jn 2,18). Pero la respuesta de Jesús
trasciende la circunstancia histórica para convertirse en una toma fundamental de
posiciones; es decir, en el comportamiento de Jesús frente a los enemigos incrédulos.
ATEISMO/PRUEBAS: Hay también aquí algo que aprender para el enfrentamiento de la
fe con la incredulidad. No hay pruebas apodícticas para los hombres que no quieren creer.
En el diálogo teológico con el judaísmo la Iglesia primitiva se remitió para su fe en
Jesucristo también al testimonio del gran predicador Juan Bautista, como lo demuestran los
Evangelios en general. Pero tenía clara conciencia de que la vinculación entre Juan y
Jesús, el mutuo respeto y reconocimiento de los dos hombres que se presentaron en
nombre de Dios y la proclama de Juan señalando al que era mayor y que vendría después
de él, no bastaban para alcanzar el reconocimiento de la misión divina y de la mesianidad
de Jesús. Quien no se deja convencer por la imagen general que el Jesús terreno le brinda
con sus discursos y hechos, de que Dios habla y actúa por medio de él, tampoco puede ser
instruido por ninguna discusión. La fe cuenta con buenas razones; pero también la
incredulidad encuentra contrarrazones en que apoyarse. Sólo que los incrédulos no deben
pensar que puedan atribuirse en exclusiva la razón y la Lógica. Unos y otros deben poder
encontrarse de un modo conveniente y elegante.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 148-159)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 29

b) Parábola de los viñadores homicidas (Mc. 12/01-12).

1 Y comenzó a hablarles en parábolas. «Un hombre plantó


una viña, y la rodeó de una cerca, cavó un lagar y construyó
una torre; luego la arrendó a unos viñadores y se fue lejos de
su tierra. 2 A su tiempo envió un criado a los viñadores, para
percibir de ellos los frutos de la viña que le correspondían. 3
Pero ellos le echaron mano, lo apalearon y lo despidieron con
las manos vacías. 4 De nuevo les envió otro criado; pero a éste
lo descalabraron y llenaron de ultrajes. 5 Todavía envió a otro;
pero a éste lo mataron. Después, a muchos otros, a quienes
apalearon o mataron. 6 Todavía le quedaba alguien: un hijo
muy querido; lo envió, pues, a ellos en último lugar, pensando:
"A mi hijo lo respetarán." 7 Pero aquellos viñadores se dijeron
unos a otros: "Éste es el heredero. Vamos a matarlo y la
heredad será nuestra." 8 Y echándole mano, lo mataron y lo
arrojaron fuera de la viña. 9 ¿Qué hará el dueño de la viña?
Volverá, acabará con aquellos viñadores y arrendará la viña a
otros. 10 ¿Ni siquiera habéis leído este pasaje de la Escritura:
La piedra que rechazaron los constructores, ésa vino a ser
piedra angular; 11 esto es obra del Señor y admirable a
nuestros ojos?» 12 Ellos intentaban arrestarlo, pero tuvieron
miedo al pueblo; pues se habían dado cuenta de que por ellos
había dicho esa parábola. Lo dejaron, pues, y se fueron.

PARA/VIÑADORES-HOMICIDAS La verdadera respuesta de Jesús al gran consejo es


la parábola de los malos viñadores; pues, en la conexión redaccional (12,1) se dice
expresamente que Jesús empezó a hablarles en parábolas, a ellos, que son los mismos
interlocutores que en 11,27-33. Si sigue sólo una parábola, quiere decir que el giro «hablar
en parábolas» designa simplemente el lenguaje de las parábolas como tal, que debe
descubrir y enseñar algo, pero que produce un efecto distinto en los oyentes (cf. 4,10s).
Según la observación final, redaccional asimismo, los delegados del consejo conocieron
que la parábola la había dicho contra ellos (v. 12); de hecho la parábola es tan transparente
que parece excluir cualquier equívoco. De ahí que la peculiaridad del lenguaje «en
parábolas» no pueda consistir en que sea ininteligible (cf. 4,33), aun cuando en él exista
algo de oscuro en un sentido mucho más profundo: en los hombres insensibles produce
una obcecación (4,12) o endurecimiento del corazón (cf. también 4,33). Esto es lo terrible:
aunque la parábola sea racionalmente inteligible, no por ello conduce a la verdadera
inteligencia, conocimiento y conversión, sino que endurece a aquellos hombres en su
actitud malévola y hace que aquellos a quienes afecta no queden realmente afectados. Los
dirigentes judíos, a quienes con los malos viñadores se les pone ante los ojos una imagen
de su propia conducta, escuchan la advertencia (v. 9), pero no le prestan atención. Se
reafirman en la actitud en que han sido presentados y querrían deshacerse inmediatamente
de la persona de Jesús; sólo que temen al pueblo (v. 12). Es la idea de Marcos, que ya
pudimos reconocer en el capitulo 4, y según la cual el lenguaje parabólico de Jesús ejerce
una función crítica provocando inmediatamente la salvación o la condenación.
Pero ¿pronunció Jesús esta parábola en tal situación histórica? Desde hace largo tiempo
se han formulado en contra algunas observaciones críticas que tienen un notable peso. Se
advierten evidentes rasgos alegóricos: la viña que aquel hombre planta es Israel, como lo
podía comprender cualquier oyente judío de acuerdo con el célebre cántico de la viña de Is
5,1-7. El cuadro, según el cual el dueño plantó la viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar
y construyó una torre -es decir, una casa rural con su atalaya-, coincide literalmente con Is
5,1s según la Biblia griega. El repetido envío de criados alude inequívocamente a los
profetas que, según otras palabras de la tradición, fueron perseguidos y muertos (cf. Mt
5,12; 23, 31.37 y par Lc). El Hijo único y amado no puede ser otro que el propio Jesús; pero
¿se ha dado Jesús a conocer de una manera tan abierta, casi sin velos, ante sus enemigos
y en público como el Hijo amado de Dios? Todo esto, se dice, se explicaría más fácilmente
admitiendo que se trata de una formación de la comunidad cristiana, que ha querido
exponer en esta parábola la misión y destino de Jesús a la luz de la historia de la
salvación.
Otros exegetas suponen que la Iglesia primitiva, y respectivamente los evangelistas,
construyeron y explicaron alegóricamente un relato más sencillo en su origen y que
establecía una relación más velada entre el comportamiento de los malos renteros y el de
los dirigentes judíos. La parábola narrada por Marcos, y que él ya encontró en esa forma,
delata ciertas ampliaciones secundarias, especialmente en el v. 5. Pues, según una regla
que puede observarse frecuentemente, un narrador se atiene al número tres, de tal modo
que en su origen se trataba seguramente sólo de tres envíos. De hecho el Evangelio copto
de Tomás, descubierto recientemente (Logion 65), presenta esa forma de parábola más
simple: un hombre importante tiene una viña y la entrega a unos labradores para obtener de
ellos unos frutos. Primero les envía un criado, al que los viñadores golpean hasta casi
matarlo; luego a otro que corre suerte parecida, y finalmente a su hijo, que es el único que
muere. Así la historia pierde también una buena parte de su inverosimilitud interna; pues, en
la redacción de Marcos el dueño de la viña actúa de un modo increíblemente necio y a la
ligera cuando, después del asesinato de numerosos criados expone también al peligro a su
propio hijo. Mientras que en el relato más breve no está desprovista de fundamento la
suposición de que los renteros respetarían a su hijo. El raciocinio de los viñadores, para
nosotros incomprensible, de que con el asesinato del hijo y heredero podrían apropiarse de
la viña, se explica por las disposiciones legales de aquel tiempo, según las cuales
cualquiera podía ocupar y apropiarse de un bien, incluso de una propiedad raíz, que no
tuviese dueño. «La aparición del hijo les hizo suponer que el dueño había muerto y que el
hijo venía para tomar posesión de la heredad» (J. Jeremías).
Admitiendo esta interpretación, Jesús habría expuesto una parábola clara, que ponía
ante los ojos de los dirigentes judíos su maldad y les amenazaba con el juicio de Dios. A sí
mismo Jesús sólo se habría indicado de un modo indirecto como el último enviado de Dios,
pues en una verdadera parábola -a diferencia de lo que ocurre en una alegoría- los oyentes
no tienen que interpretar de un modo literal todos y cada uno de los detalles de la
narración. La hipótesis de que la Iglesia primitiva hubiese inventado la parábola -y
precisamente en forma de alegoría- presenta también sus dificultades: prescindiendo de la
gran fantasía creadora que se le atribuye, sorprende que presentase a Dios como a un
señor que se marcha al extranjero y que deje el destino de su Hijo en el más completo
desamparo (la cita bíblica del v. 10s se encuentra ya fuera de la parábola).
Si la comunidad cristiana conocía ya una parábola de Jesús del tipo indicado, su forma
actual tendría una explicación satisfactoria: describe la viña, imagen que Jesús habría
elegido ciertamente con la mirada puesta en Israel, según el tenor literal (griego) de Is 5,1s,
relaciona los criados con los profetas, califica al Hijo de único y «amado» conforme a la voz
celestial de 1,11 y 9,7; al hablar de los «otros» a los que pasará la viña piensa en los
paganos, y, sobre todo, mediante la cita escriturística final de la piedra angular pone de
relieve la transcendencia de su Señor. A juzgar por las citas bíblicas se podría incluso llegar
a decir que esto lo han hecho los judíos helenistas convertidos al cristianismo. Marcos pudo
adoptar esta versión alegórica para sus lectores. Mateo ha penetrado todavía más en el
terreno alegórico, pues en su redacción el dueño de la viña envía por dos veces a un gran
número de criados, que son injuriados, muertos o lapidados, igual que se dice en la
sentencia sobre Jerusalén: «¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a
los que fueron enviados a ella! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos... !» (Mt 23,37).
Tanto él como Lucas hacen morir al hijo fuera de la viña, tal vez con el pensamiento puesto
en la crucifixión de Jesús ante las puertas de Jerusalén (cf. Heb 13,12s). Si entramos de
este modo en la elaboración de la Iglesia primitiva y de los evangelistas, aprenderemos con
ellos a ver en el tenebroso suceso un acontecimiento divino, preparado ya en el plan divino
de la historia de la salvación.
La reflexión de la Iglesia primitiva se pone de manifiesto principalmente en la cita final del
Sal 118 (117) 22s. Procede literalmente de la versión griega del Antiguo Testamento y es
un pasaje que pertenecía al núcleo de la interpretación escriturística que hacía la Iglesia
primitiva, referida a Jesucristo. En Act 4,11 viene introducida en conexión con la muerte en
cruz y resurrección de Jesús: «a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó» (v.
10), subrayando después la importancia decisiva para la salvación de esa piedra angular:
«y no hay salvación en otro nombre alguno» (v. 12). Seguramente que ésta es también la
interpretación que late en el fondo de Mc 12,10s. En lPe 2,7 se aduce asimismo este pasaje
bíblico, aunque completado con otros dos textos sobre «la piedra», a saber: la piedra
preciosa y angular, puesta en los cimientos de Sión (Is 28,16); y la «piedra de tropiezo y de
escándalo» (Is 8,14). La misma piedra que sirve al creyente de apoyo firme, se trueca para
el incrédulo en tropiezo y ruina.
Merece la pena tratar de aclarar el contexto del mencionado pasaje del /Sal/118/22s en
el Antiguo Testamento. Es el mismo salmo del que proceden el Hosanna y las
aclamaciones de la entrada en Jerusalén (cf. comentario a 11,9); se trata, por consiguiente,
de una liturgia de acción de gracias para los peregrinos que entran en el templo. No pocas
veces la Iglesia primitiva ha utilizado determinados salmos o capítulos de los profetas con
distintas aplicaciones cristológicas. Los dos versículos aducidos después de la parábola de
los viñadores se insertan en una acción de gracias por la liberación de una grave
necesidad e intentan describir -bajo una imagen que tal vez era proverbial- el cambio
imprevisto de la desgracia a la salvación. El orante está persuadido de que debe agradecer
su liberación a Dios sólo, pues visto humanamente es un milagro. A propósito de la imagen
de la piedra, que los constructores desechan y que ahora ocupa un lugar destacado, se
discute si se trata de una piedra angular puesta en el fundamento o de la clave de bóveda
que corona el edificio (*). Aquí encaja mejor esto último: si los constructores ya están a la
obra y el edificio va subiendo, donde la piedra desechada puede ocupar un lugar más
importante es en la cúspide. La imagen de Is 8,14s y 28-16 es distinta: y tampoco el
simbolismo de la piedra es uniforme en el Nuevo Testamento. Resulta más interesante
saber que ya en el judaísmo el salmo 118 se había aplicado a Abraham, a David y tal vez
también al Mesías, el Hijo de David. Para la comunidad cristiana la piedra desechada por
los constructores, los jefes de Israel, y convertida por Dios en piedra angular o en clave de
bóveda, es su Mesías Jesucristo. La manera en que este pasaje bíblico viene aducido y
citado hace suponer que Marcos ya encontró este final de la parábola de los viñadores.
La cita, aunque el propio Jesús la tome en sus labios, sobrepasa el marco de la parábola
de los viñadores. La mirada se desvía de los malos renteros al Hijo asesinado, del que
ahora se afirma el milagro de su exaltación divina, es decir, su resurrección y su carácter
permanente y decisivo para la salvación. La comunidad no se contentaba con la mirada al
pasado ni descansaba en la muerte violenta del Hijo, sino que daba a la parábola una
conclusión que afianza su fe sobre el fundamento de lo que entretanto ha sucedido por
obra de Dios y que proclama el significado permanente y decisivo de Jesucristo.
...............
* En favor de la piedra de remate que se ponía sobre el pórtico, véase especialmente J.
JEREMÍAS: «Jesús ve preanunciado su destino en la palabra del salmo: de parte de los hombres
será desechado como una piedra inútil para la construcción, pero Dios hará de él la clave de
bóveda; sin metáforas: le ensalzará a "rey y Señor"».

c) La cuestión del tributo al César (Mc. 12/13-17).

13 Luego le envían algunos fariseos y herodianos para


cazarlo en alguna palabra. 14 Llegan, pues, y le dicen:
«Maestro, sabemos que eres sincero y que nada te importa de
nadie porque no te fijas en las apariencias de las personas,
sino que enseñas realmente el camino de Dios. ¿Es lícito
pagar tributo al César: sí o no? ¿Debemos pagarlo o no
debemos pagarlo?» 15 Pero él, sabiendo bien su hipocresía,
les dijo: «¿Por qué me tentáis? Traedme un denario para
verlo.» 16 Se lo llevaron y él les pregunta: «¿De quién es esta
figura y esta inscripción?» Ellos le respondieron: «Del César.»
17 Entonces Jesús les dijo: «Pagad lo del César al César, y lo
de Dios a Dios.» Y quedaron admirados de él.

TRIBUTO/CESAR: La famosa escena de la moneda del tributo no pretende mantener


una situación altamente peligrosa para Jesús y políticamente explosiva, de la que él ha
salido con una mayor sagacidad. Sin duda que también quiere mostrar su superioridad
sobre los enemigos falsos y pérfidos, que quieren «cazarlo» -como si se tratara de parar
una trampa a algún animal salvaje- en alguna expresión imprudente. Pero no es la situación
histórica, bastante imprecisa, sino la respuesta de Jesús que servirá de norma a la
comunidad, el verdadero fin de la perícopa transmitida. El evangelista ha encontrado
seguramente una colección de cuatro diálogos (12,13-37), con temas muy diversos pero
todos importantes. También en el judaísmo era frecuente presentar a un rabino cuestiones
parecidas. Se distinguían en tales planteamientos las cuestiones relativas a la exposición
de la ley, cuestiones sarcásticas, cuestiones fundamentales para el comportamiento moral y
cuestiones que se referían a las contradicciones aparentes entre dos pasajes bíblicos.
También las cuatro perícopas de 12,13-37 podrían seguir este esquema. En todo caso
Jesús viene presentado como el maestro que resuelve magistralmente problemas difíciles y
que da respuestas insuperables de un valor permanente. Marcos ha insertado esta
temprana composición en el marco de los enfrentamientos de Jesús con los círculos
dirigentes de Jerusalén. Para él eran probablemente «controversias», aun cuando esta
clasificación no responde en su origen a los cuatro fragmentos, y ni siquiera ahora conviene
a todos (cf. 12,28-34). Pero sirviéndose de este material, Marcos quiere mostrar también
cómo los miembros del gran consejo trabajan contra Jesús para terminar con él (cf. 14,1).
Así el evangelista enlaza la sección precedente con la nueva escena mediante la
observación de que los mismos miembros del consejo que se retiran derrotados (v. 12), le
envían algunos fariseos y herodianos para que le sorprendan en alguna palabra. Estos dos
grupos, mutuamente enfrentados, aparecieron ya juntos en 3,6; también entonces
-históricamente demasiado pronto- se reunieron en consejo para ver el modo de perder a
Jesús. Los herodianos, partidarios del gobernante de la casa de Herodes, dependiente de
Roma -véase el comentario a 6,14-, eran, pues, auténticos colaboracionistas; los fariseos
rechazaban en principio la soberanía de Roma como potencia extranjera, aunque se
doblegaban bajo la idea de que también los gobernantes paganos han recibido el poder de
Dios para proteger el orden, y habrán de rendir cuentas ante Dios. Sólo los zelotas querían
rechazar por la fuerza el yugo extranjero, porque únicamente Dios debía ser el rey de Israel.
Dada la distinta postura de los grupos judíos, la cuestión que le proponen a Jesús era
entonces de la máxima actualidad; pero lo era también para la Iglesia primitiva, que debía
tener ideas claras acerca de su postura frente al Estado pagano. Fariseos y herodianos
quieren inducir a Jesús a una manifestación que les permitiese acusarle ante los romanos
como amotinador del pueblo. Si, por el contrario, se decidía en favor del pago del tributo,
perdería las simpatías del pueblo, aunque difícilmente podían contar con ellas quienes
planteaban la cuestión. Con sus palabras aduladoras de que sabían que Jesús enseñaba
el camino de Dios sin acepción de personas, quieren evidentemente empujarle a una
declaración en contra del tributo. Todos los judíos eran uno en la fe de que Israel, el pueblo
escogido de Dios, sólo debía someterse a la soberanía divina. ¿No iba Jesús a sumarse a
esa fe y a rechazar, en consecuencia, las pretensiones del Estado pagano?
Con la doble pregunta se apunta a algo que es fundamental: ¿se debe pagar el tributo al
César reconociendo así su soberanía sobre Israel? Pues según la concepción antigua
general, uno se sometía al régimen en el poder mediante el pago de tributos e impuestos.
El tributo personal al César romano era en sí pequeño -un denario, como 0,25 dólares-;
pero tenía un significado fundamental y por ello resultaba extremadamente odioso a los
judíos. De ahí que los fariseos pregunten de una forma bien concreta: ¿Es lícito -pese a la
repugnancia interna- pagar el tributo al César? Quieren forzar a Jesús a una declaración
precisa. Jesús penetra su malicia y, al igual que en la cuestión de su autoridad, les obliga a
quitarse la máscara. Eso es exactamente lo que persigue su comportamiento: ellos mismos
tienen que mostrarle una moneda del tributo y reconocer así que se sirven del dinero del
César. Ellos mismos deben confesar que la moneda lleva la imagen e inscripción del César.
Tales monedas del César Tiberio, que entonces imperaba, se nos han conservado
(«Tiberio, César, hijo del divino Augusto, Augusto»). Con ello ya se han desenmascarado:
se doblegan a la soberanía romana. Si pretenden seducirle para que dé otra respuesta, eso
sólo puede deberse a mala voluntad.
Pero Jesús no rehuye tomar posiciones. El César debe percibir aquello a lo que tiene
derecho; derecho que subraya el vocablo griego -«devolver»-: hay que darle lo que le es
debido, pagar el tributo y, como indica la formulación general, cumplir todos los deberes con
el Estado. Jesús, sin embargo, no se contenta con esta respuesta, sino que añade por su
propia cuenta: «Y lo de Dios a Dios.» Ahí carga todo el acento: mucho más importantes aún
son los deberes para con Dios. De este modo Jesús va más allá de la pregunta centrando
la mirada en lo que para él es lo más decisivo: dar a Dios lo suyo, ponerse por completo a
su disposición. El Estado con su ordenamiento y sus pretensiones no es lo supremo; Dios
tiene sobre el hombre un derecho más antiguo y superior.
La importancia de estas palabras iluminadoras de Jesús no es fácil de comprender, y se
ha discutido en la exégesis (*). Sin duda que Jesús no quiere establecer dos órdenes
separados, uno humano y terreno y otro divino, que nada tendría que ver con las cosas de
la tierra. Dios reclama al hombre también en el campo social y estatal; pero no hay que dar
al Estado un valor absoluto, pues no tiene sino un valor limitado. Ya en la misma posición
judía frente al Estado pagano pueden advertirse algunas reservas: la autoridad estatal no
debe ofender el honor divino, pisotear sus mandamientos ni prohibir su culto; no debe
divinizarse a sí misma poniéndose en el lugar de Dios; ha de servir a la justicia y bienestar
de los hombres y dar cuenta de la administración de sus poderes. Pero Jesús formula
además de modo positivo la supremacía de Dios indicando que el Estado es sólo una
realidad dependiente y transitoria. Para Jesús las fuerzas terrenas del orden están en el
lugar histórico que Dios les ha señalado, y la historia se encamina hacia la meta a la que
Dios quiere conducirla: su reino escatológico de paz y de salvación. Así, esta palabra de
Jesús tiene el mismo sentido que su invitación a buscar primero el reino de Dios (Mt 6,33).
Jesús rechaza tanto un radicalismo político -el zelotismo- como el recluirse en la pura
interioridad y alejamiento del mundo. Su palabra es tan decisiva y tan abierta que conserva
toda su vigencia en las más diversas circunstancias y situaciones históricas, aunque en
cada caso requiera nuevas aplicaciones y decisiones.
Ya la Iglesia primitiva en las circunstancias cambiantes de su vida histórica hubo de
decidir en cada caso su postura y encontrar su camino. Pablo exigió una actitud positiva
frente al Estado romano como fuerza de orden (Rom 13, 1-7), y de igual modo otros autores
han inculcado la obediencia frente a las leyes y obligaciones cívicas (IPe 2,13-17; Tit 3,1s).
Pero el Apocalipsis de Juan, en un tiempo en que los Césares ambicionaban para sí
honores divinos y afirmaban la omnipotencia estatal, consideraba los poderes terrenos
como encarnación del poder satánico y como rivales de Dios (Ap 13), y pensaba que era
necesario resistirse a tales pretensiones hasta soportar la persecución sangrienta.
La situación histórica actual ha cambiado una vez más. Es verdad que la Iglesia se
presenta en todas partes abogando por la libertad y los derechos de los hombres,
especialmente de los socialmente postergados y oprimidos. Pero su misión específica no es
de tipo político; debe proclamar el mensaje y exigencias de Dios sobre los individuos y
sobre la sociedad. Lo cual significa una misión incorruptible de alertamiento moral, una
actuación libre de cualquier oportunismo y que sólo se preocupa del bien y de la desgracia
de los hombres. Si en el mundo de hoy, la Iglesia quisiera retirarse al terreno «religioso», a
su culto y a la solicitud por la salvación de las almas, no habría entendido adecuadamente
la palabra de Jesús: «Y dad a Dios lo que es de Dios.» La resolución apolítica de Jesús
encierra, no obstante, una exhortación insoslayable a la actuación responsable en favor de
la sociedad humana de acuerdo con la voluntad de Dios.
...............
* R. VOLKL dice atinadamente «No puede hablarse de que aquí vengan equiparados el César
y Dios, pues el Estado puede exigir lo que necesita para su existencia, mientras que Dios
demanda al hombre entero, el hombre debe entregársele por completo».
(_MENSAJE/02-2.Págs. 159-171)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 30

d) El problema de la resurrección de los muertos (Mc. 12/18-27).


18 Después vienen a él unos saduceos -los cuales afirman
que no hay resurrección- y le preguntaban: 19 «Maestro,
Moisés nos dejó escrito que, si un hermano muere dejando
mujer sin hijos, otro hermano suyo debe tomar esa mujer, para
dar sucesión al hermano difunto. 20 Pues bien, eran siete
hermanos; el primero tomó mujer, pero murió sin dejar
descendencia. 21 También el segundo se casó con ella, pero
murió sin dejar descendencia: y lo mismo el tercero; 22 y
ninguno de los siete dejó descendencia. Al final de todos,
murió también la mujer. 23 En la resurrección, cuando
resuciten, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la
tuvieron por mujer.» 24 Jesús les contestó: «¿No estáis en el
error, precisamente por desconocer las Escrituras y el poder de
Dios? 25 Porque, cuando resuciten de entre los muertos, ni los
hombres se casarán ni las mujeres serán dadas en
matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos. 26 Y
en cuanto a que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el
libro de Moisés, cuando aquello de la zarza, cómo le dijo
Dios: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios
de Jacob? 27 Él no es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis
completamente en el error.»

RS/SADUCEOS Los saduceos, que son los inmediatos interlocutores de Jesús,


rechazaban la fe en la resurrección de los muertos, que el judaísmo de entonces admitía en
general. Este grupo, formado principalmente por los círculos sacerdotales, mantenía una
postura teológica conservadora y sólo admitía como válida la ley del Antiguo Testamento
sin las explicaciones posteriores de la Escritura, la «tradición de los antepasados», cf. Mc
7,3. La negación, pues, de la resurrección de los muertos no se debía, o al menos no
predominantemente, al espíritu helenista y liberal, sino al aferramiento al tenor literal de la
Escritura, en la cual sólo Dn 12,2s afirma de un modo claro y formal la fe en la resurrección
de los muertos. Los saduceos postulaban, sin embargo, un fundamento en el Pentateuco, lo
cual explica la prueba bíblica que Jesús les brinda al final de nuestra perícopa.
El problema de la resurrección de los muertos constituía la diferencia esencial entre los
puntos doctrinales de fariseos y saduceos, como se desprende también del testimonio del
apóstol Pablo en Act 23,8; Pablo utiliza hábilmente la oposición entre fariseos y saduceos
para dividirlos. El historiador judío Flavio Josefo expone la doctrina de los saduceos de
modo que el alma perece con el cuerpo; pero dice también que contaban con muy pocos
seguidores (Antigüedades Judías XVIII, § 16s). De los fariseos, que después de la guerra
judía se adueñaron por completo del poder, sabemos que intentaban probar la resurrección
de los muertos con numerosos textos bíblicos (*), aunque no con el que aduce Jesús. En
tiempos de Jesús ya había arraigado entre el pueblo esta fe, que en la época de los
Macabeos ofrecía grandes ejemplos de consuelo y esperanza con sus martirios sangrientos
(cf. 2Mac 7), y que Jesús confirma. En este punto, como en muchos otros, Jesús estaba
cerca de los fariseos.
El problema de la resurrección de los muertos lo llevan los saduceos a un caso extremo.
Según un recurso estilístico, habitual entre los rabinos, es una «pregunta sarcástica», que
desde luego no pretende burlarse de la fe, sino poner de relieve sus dificultades y conducir
ad absurdum. Se presupone el llamado levirato, prescrito en Dt 25,5ss. El cuñado (levir),
el hermano soltero de un hombre que moría sin dejar descendencia varonil, venía obligado
por lo mismo a casarse con su cuñada; los hijos así nacidos se consideraban del primer
marido. La prescripción tenía su razón de ser en el antiguo estado de cosas
socioeconómicas, y concretamente de cara a la herencia de las posesiones agrarias. Ya en
tiempos del Antiguo Testamento había quedado abolida semejante prescripción, en razón
sobre todo de Lev 18,16; 20,21 (prohibición de las relaciones deshonestas con una
cuñada). Más tarde volvió a practicarse el levirato, pero después desapareció.
Probablemente ya en tiempos de Jesús sólo se trataba de un caso teórico; pero servía a
los saduceos para atacar la resurrección de los muertos. Según las concepciones de la
época se esperaban también en el mundo futuro intensas alegrías terrenas, ciertamente
que como expresión sobre todo de la plenitud de bendiciones divinas. La felicidad conyugal
y familiar se consideró siempre en Israel como una bendición de Dios, y así tropezamos con
sentencias tan sorprendentes como estas: «Las mujeres parirán entonces cada día» (R.
Gamaliel II, hacia el 90); «cada israelita tendrá entonces 600.000 hijos» (R. Eliezer, hacia el
150). Se concebía, pues, el mundo futuro de un modo análogo al mundo presente terreno,
aun cuando había razones para una representación más espiritual. Sólo desde este
presupuesto se comprende perfectamente la importancia radical y suprema de la respuesta
de Jesús.
RS/CORPOREIDAD: Al sarcasmo de los saduceos responde Jesús con toda seriedad:
No conocen realmente la Escritura, no han penetrado en su pensamiento profundo, ni
comprenden tampoco el poder de Dios que puede actuar de modo distinto a como supone
la razón humana. Esto último se pone de manifiesto por cuanto Dios ha ordenado las cosas
del mundo futuro de otra forma que las del mundo presente. La idea de la nueva creación,
que también era familiar al judaísmo, la acepta Jesús y la lleva consecuentemente hasta el
final. Afirma que en la resurrección ya no habrá relaciones sexuales y matrimoniales: los
varones no se casarán y las mujeres no serán dadas en matrimonio. Con ello se dice que la
«corporeidad» de los resucitados será completamente diferente de la terrena (cf. Pablo en
/1Co/15/36-50).
Estas importantes ideas las expone Jesús de un modo gráfico diciendo que «serán -unos
y otras- como ángeles en los cielos». También aquí se une Jesús a la tradición judía.
Según el libro de Henoc no se les dieron mujeres a los ángeles, «pues los seres
espirituales del cielo tienen su morada en el cielo» (15,7). Según el Apocalipsis de Baruc,
los justos resucitados habitarán en las alturas de aquel mundo, iguales a los ángeles y
comparables a las estrellas (51,10). Por lo demás, según la idea de ese Apocalipsis, sólo
poco a poco podrán adoptar todas las formas posibles que ellos deseen, desde la belleza a
la majestad, de la luz al esplendor de la gloria, hasta superar a los ángeles en su gloria
(51,12). En la alusión a los ángeles hay asimismo un ataque contra los saduceos que,
según Act 23,8, también negaban la existencia de los ángeles y de los espíritus (afirmación
no atestiguada en las fuentes judías).
RS/A-CONYUGAL MA/RS En el mismo pasaje Lucas emplea la expresión más fuerte de
«iguales a los ángeles». En la historia de la teología esto ha llevado a una desvalorización
de la sexualidad y del matrimonio; se ha visto el ideal en el estado asexuado y similar a los
ángeles, luchando por realizar ese ideal lo más posible ya aquí en la tierra. Las
consecuencias de tales ideas contrarias al matrimonio y al cuerpo, que fueron perniciosas
para la moral cristiana del sexo y del matrimonio, perviven hasta en nuestros días. No
puede darse una interpretación más equivocada de las palabras de Jesús; pues con la
doctrina de la resurrección de los muertos se introduce precisamente la corporeidad en el
acontecimiento de la redención reclamando una concepción unitaria del hombre que no
puede prescindir de su sexualidad. Según la fórmula de Marcos sólo se trata de una
comparación sobre la forma de existencia de los resucitados. Su peculiaridad excluye, por
lo demás, cualquier función sexual, y por lo mismo la procreación. La multiplicación del
género humano está limitada a la vida terrena, y sirve a su continuación. Según la ideología
de entonces, y según el planteamiento de los saduceos, se trata únicamente de procurar
descendencia. No entra en consideración el problema del amor matrimonial, del
perfeccionamiento personal de los cónyuges. Si la teología moderna, partiendo del
convencimiento de que el mundo futuro aportará la plena realización y perfección del orden
creacional, saca la consecuencia de que tampoco el amor entre marido y mujer no
desaparecerá en absoluto, sino que sólo será sublimado y esclarecido, no puede decirse
que vaya contra las palabras de Jesús.
Mas Jesús insiste resueltamente en el hecho de la resurrección de los muertos -o «de
entre los muertos», es decir, desde el mundo de la muerte-, y lo fundamenta en una prueba
escriturística particular. Se revoca al famoso pasaje en que Dios se acerca a Moisés en
medio de la zarza que arde sin consumirse y en que le revela su nombre (Ex 3,1-6.13-15).
Entonces Dios le dice: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y
el Dios de Jacob.» Con frecuencia se han entendido las palabras de Jesús como que Dios
es un Dios de vivos, y en consecuencia aquellos patriarcas deben de vivir aún y obtener
algún día la vida plena, es decir, la resurrección. Pero esta argumentación no responde
ciertamente al pensamiento de Jesús. Para los judíos Dios revelaba, con el argumento de
que es el Dios de los patriarcas, su constancia y fidelidad, su lealtad a la alianza que había
pactado con los patriarcas y a las promesas que les había hecho. Estas se referían a una
descendencia numerosa y a ]a permanencia del pueblo (cf. Gén 17,7). Mas para los
israelitas en una vida plena y total entra también la corporeidad; por ello, la promesa de
Dios no puede cumplirse en una vida que termina con la muerte corporal. De la fidelidad
divina a la alianza y de las promesas divinas de vida, deduce Jesús la resurrección final de
los muertos.
La doctrina de la resurrección de los muertos siempre suscitó dificultades entre los
griegos cultos, que creían en la inmortalidad del alma y consideraban el cuerpo como una
parte deleznable del hombre. En este punto fracasó Pablo con su discurso en el Areópago
de Atenas (Act 17,32), entre los cristianos de Corinto, procedentes del gentilismo tuvo
también que defender esta doctrina por otras razones. Hoy se arguye que la idea de que
vuelvan a la vida millones y millones de hombres es absurda, que el cadáver putrefacto se
disuelve por completo reintegrándose en el proceso circular de la naturaleza, etc. Según
muchos teólogos, la resurrección de los muertos procedería de la apocalíptica judía y
estaría vinculada a la imagen del mundo de entonces, por lo que sería una idea sin vigencia
ya para nosotros.
En todas estas objeciones, sin embargo, no se tiene en cuenta la afirmación fundamental
de Jesús de que la resurrección de los muertos pertenece a un orden completamente
distinto, a un mundo creado de nuevo, y que sobrepasa nuestras experiencias y
representaciones. En este aspecto Jesús se ha opuesto a las concepciones judías
generalizadas y ha purificado el contenido de la fe judía de las imaginaciones humanas. De
querer representarnos hoy una vez más la resurrección de los muertos bajo una modalidad
preponderantemente masiva, como un revivir de los cadáveres, como una supervivencia
sobre la tierra, como un nuevo comienzo de la vida interrumpida por la muerte,
reincidiríamos de hecho en las ideas apocalípticas judías. La fe en la futura resurrección de
los muertos, para nosotros inimaginable, forma parte de la fe en la transcendencia de la
existencia humana, que debe realizarse en Dios (cf. el comentario a Mc 8,35ss). Mas si
tomamos esta fe en serio, entonces la incardinación del hombre entero, incluida su
corporeidad, en la vida plena junto a Dios, no es sino consecuente y perfectamente lógica.
Pues sólo cuando Dios nos acoge con todo nuestro ser humano y nos hace participes de
su vida, es cuando la transcendencia afirmada por la fe deja de ser para nosotros un
mundo distinto que nos es extraño, convirtiéndose en la realización de nuestro mundo, una
realización que esperamos del poder, bondad y fidelidad divinos como el objetivo supremo
de nuestra vida humana.
...............
* Cf. P. BILLERBECK 1, p. 893ss. Rabbí Simay decía (hacia el 210): «No existe sección
alguna (en la Escritura) en la que no se indique la reanimación de los muertos; sólo que nosotros
no tenemos la fuerza para explicarla (en ese sentido)».
...............

e) El mandamiento principal (Mc. 12/28-34).

28 Entonces se le acercó uno de los escribas que había


estado oyéndolos discutir y había visto lo bien que les había
respondido, y le preguntó: «¿Cuál es el mandamiento primero
de todos?» 29 Respondió Jesús: «EI primero es: Escucha,
Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, 30 y amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con
toda tu mente y con todas tus fuerzas. 31 El segundo es éste:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento
alguno mayor que éstos.» 32 Entonces le dijo el escriba: «Muy
bien, Maestro; con razón has dicho que Dios es el único y que
no hay otro fuera de él; 33 y que amarlo con todo el corazón y
con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al
prójimo como a sí mismo, vale mucho más que todos los
holocaustos y sacrificios.» 34 Entonces Jesús, viendo que
había respondido con tanta sensatez, le dijo: «No estás tú
lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevía ya a preguntarle más.

MDT-MAYOR: De nuevo procura Marcos enlazar la perícopa precedente con el nuevo


diálogo. Un escriba, que por las circunstancias debía pertenecer a las filas de los fariseos,
ha escuchado la polémica de Jesús con los saduceos, ha admirado su clara respuesta y
está de acuerdo con el. Y así plantea a Jesús una cuestión de un tipo bien distinto. Se
refiere al cumplimiento de la ley divina, del mejor modo posible, en la realidad de la vida
cotidiana. Esta vez no se dice que Jesús haya sido sometido a prueba o que se pretenda
sorprenderle en alguna palabra. Es un diálogo de escuela o doctrinal; sólo Mateo vuelve a
convertirlo en una cuestión disputada con que los fariseos quieren tentar a Jesús (22,34s;
cf. también Lc 10,25). La respuesta de Jesús, con la que el escriba se muestra plenamente
de acuerdo y a la que aporta su reflexión, según Marcos, era de extraordinaria importancia
para la Iglesia primitiva. El mandamiento del amor es el meollo de la ética cristiana y
encuentra un eco muy fuerte en la paraklesis (o discursos de exhortación) de la Iglesia
primitiva. Lucas trae la declaración de Jesús en otro contexto poniendo todo el acento en el
cumplimiento del precepto del amor (/Lc/10/25-37). Es una resolución fundamental de
Jesús, cuya importancia apenas puede sobrevalorarse, para la vida del hombre, para las
relaciones entre religión y moralidad, para el comportamiento del individuo y de la
humanidad toda.
El problema del mandamiento máximo y compendio de todos interesaba muy
particularmente al judaísmo. Pues desde que la religión judía fue evolucionando cada vez
más hasta convertirse en una religión legalista, desde que los judíos veían su distintivo de
pueblo de Dios principalmente en la tora que se les había dado, en la ley de Moisés sobre
el Sinaí, que determinaba toda su vida, de un modo dichoso al par que agobiante, se había
hecho inevitable el problema de cómo podían observarse los numerosos preceptos en la
vida cotidiana y cómo se podía cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la salvación, a pesar
de la debilidad humana. A través de la exposición farisaica de la ley de Moisés, que
rodeaba a esa ley como una valla protectora, cada vez iban aumentando más los
mandamientos y prohibiciones. Para entonces se contaban 613 mandamientos, entre los
cuales 365 -tantas como los días del año- prohibiciones y 248 -según el supuesto número
de miembros del cuerpo- prescripciones positivas. Se distinguía entre mandamientos
grandes y pequeños, pesados y ligeros; pero la gente se preguntaba también cómo se
podría resumir toda la tora en una breve sentencia. El célebre rabino Hilel, que vivió antes
de Jesucristo, respondió así, según una tradición judía: «Lo que a ti te resulta molesto, no
se lo hagas tú al prójimo; ahí está toda la ley, todo lo demás es interpretación.» El rabbí
Akiba, que murió por su fe en la sublevación de Bar-Kochba -hacia el 135 d.C.-, señalaba el
amor al prójimo; y Simlay -hacia el 250 d.C.-, la fe. La entrega a los semejantes para
cumplir la voluntad de Dios contaba, pues, ya en el judaísmo con una tradición. Idea y obra
de Jesús es la unión indisoluble entre amor a Dios y amor al prójimo.
La pregunta del escriba «¿Cuál es el mandamiento primero de todos?», estaba
planteada, pues, con toda seriedad y sin segundas intenciones. En ella resuena el
interrogante angustioso de muchos contemporáneos de Jesús acerca del camino de la
salvación, y con el que ya nos hemos encontrado a propósito del hombre rico (10,17).
Interesante es también la petición de un discípulo al rabbí Eliezer (hacia el 100 d.C.) en su
lecho de muerte: «Maestro, enséñanos los caminos de la vida, para que por ellos seamos
dignos de la vida del mundo futuro.» Jesús responde con la misma seriedad, pero también
con una seguridad soberana. Su respuesta está formada por citas bíblicas que en el
Pentateuco aparecen separadas. La primera es el comienzo del shema, así llamado por la
primera palabra: «¡Escucha!» (Dt 6,4s). Unido a otros dos pasajes bíblicos el shema había
pasado a ser la profesión de fe judía, que se recitaba cada día mañana y tarde, ya en
tiempos de Jesús, según una buena tradición. Era una confesión de fe monoteísta, pero
que además obligaba a servir a ese Señor y amarle «con todo el corazón y con toda el alma».
Estas apostillas, que hacen más comprometedor el amor a Dios, difieren en número -en
el Antiguo Testamento eran tres los giros- y en forma entre los distintos evangelistas.
Subrayan en conjunto la intensidad y totalidad del amor y no requieren, así lo parece,
ninguna explicación particular. Pero la exégesis judía se ocupó de tales matizaciones, y es
buena prueba de su voluntad de tomar en serio la llamada de Dios el hecho de que los
explicase de la manera más concreta posible. Como la palabra hebrea correspondiente a
«alma» puede también significar «vida», se incluyó hasta la exigencia de dar la vida por
Dios. Así se refiere del ya mencionado rabbí Akiba que, cuando le llevaban al martirio y le
arrancaban ya la carne a pedazos, era la hora del shema, y que se puso a recitarlo. Sus
discípulos quisieron impedir este esfuerzo a su martirizado maestro, pero él les dijo: «A lo
largo de toda mi vida me ha preocupado este versículo de con toda tu alma, si incluye
también el alma (la vida); y ahora que me es posible ¿no iba a cumplirlo?»; el otro giro «con
todas tus fuerzas» se aplicaba corrientemente a la hacienda, a las posesiones materiales.
A-DEO/A-H: Jesús califica el mandamiento del amor a Dios como el «primero»; pero le
une inmediatamente, como segundo, el amor al prójimo, según Lev 19,18. No vamos a
explicarlo aquí con más detalle. Según la concepción veterotestamentaria, el «prójimo» era
el compañero de religión, aunque según Lev 19,34 se le equiparaba también al extranjero
que tenía su residencia en la tierra de Israel. La exégesis rabínica limitó más tarde el
precepto del amor a los israelitas y a los prosélitos propiamente dichos; pero no faltaron
otras voces que reclamaban la ampliación del mandamiento del amor a todos los hombres.
Según otros pasajes de los Evangelios, especialmente la parábola del samaritano
compasivo (Lc 10,30-37), Jesús adoptó una postura universalista, y exigió aceptar a
cualquier hombre necesitado, independientemente de su pertenencia al pueblo y religión
que fuesen.
CULTO/A-H: Aquí no se expone esta interpretación del mandamiento del amor al prójimo;
todo el interés recae en la conexión entre el amor de Dios y el amor al prójimo. «No hay
mandamiento alguno mayor que éstos». De ese modo se equipara el amor al prójimo con el
amor a Dios; es más, en el amor al prójimo es donde el amor de Dios tiene su campo de
operaciones y donde consigue mantenerse. Según la consecuencia que saca el escriba, y
que Jesús alaba, de que este doble amor está por encima de todos los holocaustos y
sacrificios, y por lo mismo también sobre la adoración cúltica de Dios, habría que decir
incluso que la realización del amor de Dios en el amor al prójimo constituye el verdadero
núcleo de la resolución de Jesús. Por lo demás, no puede negarse un cierto enfrentamiento
a la adoración cúltica y unilateral de Dios en las enseñanzas y gestos de Jesús. En la
parábola del samaritano compasivo se vitupera a los representantes del culto del templo; en
Mc 7,6s se censura el culto de labios afuera; y la purificación del templo muestra de modo
gráfico la dura crítica de Jesús al culto que hasta entonces venía practicándose en el
templo, mezclado con las debilidades humanas, y sus exigencias de un nuevo servicio
moral a Dios.
Mas del doble precepto del amor a Dios y al prójimo tampoco se puede deducir que el
amor de Dios se agote en la mera filantropía (cf. el comentario al 12,41-44). La vinculación
de ambos preceptos apenas está atestiguada en el judaísmo; así, escribe Filón de
Alejandría: «Existen, por decirlo así, dos doctrinas fundamentales, a las que se subordinan
las innumerables doctrinas y leyes particulares: en lo que a Dios se refiere, el mandamiento
de la adoración divina y de la piedad; por lo que hace al hombre, el mandamiento del amor
al prójimo y de la justicia» (Sobre los distintos mandamientos II, § 63). Pero la vinculación
consecuente y la mutua subordinación del amor a Dios y al prójimo con la claridad y
resolución con que Jesús las ha expuesto, son algo único.
El escriba reflexiona sobre la respuesta de Jesús, reconoce su profunda verdad y saca la
consecuencia de que este amor a Dios y este amor al prójimo es superior a todos los
sacrificios del templo. Por ello obtiene la aprobación y elogio de Jesús: «No estás tú lejos
del reino de Dios.» Como en otros lugares el reino de Dios aparece como una realidad
introducida por Dios y ya inminente (1,15), aquí sólo se puede pensar en la participación de
este escriba en el mismo. Se encuentra en el mejor camino para entrar de una vez en el
reino de Dios. Mateo ha omitido este desenlace del diálogo, cosa comprensible en su
planteamiento del mismo como disputa. Marcos evidencia una postura más ecuménica: a
pesar de los frecuentes ataques contra los doctores de la ley (2,6; 3,22, etc.), a pesar de la
advertencia a guardarse de los mismos, que también Marcos consigna (12,38s), hay
algunos que se abren a la predicación de Jesús. La comunidad no debe cerrarles las
puertas; hay que reconocer el bien doquiera que se encuentre. La observación final de que
ya nadie osaba plantear más cuestiones a Jesús, no se refiere ya especialmente a esta
última escena, sino que subraya más bien el fin de las disputas anteriores al tiempo que
redaccionalmente introduce en la perícopa inmediata en que la pregunta parte del propio
Jesús poniendo en evidencia a los escribas.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 171-184)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 31

f) Filiación davídica del Mesías Mc. 12/35-37a).

35 Tomando entonces Jesús la palabra, decía mientras


enseñaba en el templo: «¿Cómo dicen los escribas que el
Cristo es hijo de David? 36 David mismo dijo, inspirado por el
Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra,
hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies. 37a EI
mismo David le llama "Señor"; entonces ¿a título de qué es hijo suyo?».

Jesús muestra su superioridad sobre los hombres rectores del judaísmo no sólo en las
atinadas respuestas que da a las preguntas que le formulan, sino también en una pregunta
que él mismo propone y a la que ellos deben una respuesta. Así ha entendido Marcos este
final de las disputas; tal prolongación responde a la observación intermedia de que nadie
osaba ya preguntarle. En todos estos diálogos el evangelista persigue, junto al contenido
objetivo temático, una tendencia cristológica: Jesús se presenta como un maestro
insuperable que da unas enseñanzas perennes a los judíos de su tiempo y -lo que es más
importante- a la comunidad. También esta perícopa contiene una de esas doctrinas
sumamente importante para la comunidad cristiana, pues se refiere a la persona misma de Jesús.
J/HIJO-DE-DAVID: En el contexto del Evangelio de Marcos apenas puede caber duda
de cómo interpretó la Iglesia primitiva la pregunta que Jesús plantea sobre la filiación
davídica del Mesías, y por consiguiente, cuál era la respuesta que ella le daba, pese a las
diferencias de las citas bíblicas implícitas: para la Iglesia el Mesías que reconocía en Jesús
era el Hijo de Dios. También el problema conexo- que en la exégesis había recibido
diversas respuestas- de si le consideraba Hijo de David, hay que resolverlo seguramente
en sentido positivo: genealógicamente la Iglesia aceptaba tal filiación, aunque no en el
sentido de las esperanzas mesiánicas judías, según las cuales el Hijo de David se
presentaría como rey y libertador político. Para ella el Mesías descendía del tronco de
David y cumplía así la antigua profecía (2Sam 7,14, etc.), aunque su presencia y actuación
no respondía a las esperanzas nacionalistas; más bien representaba una desilusión para
las mismas y, desde luego, las superaba con mucho: como Hijo de David era al mismo
tiempo el Hijo de Dios.
El título «Hijo de Dios» no aparece, por lo demás, en nuestra perícopa. De acuerdo con
la cita bíblica el Mesías viene designado como «Señor», y según el planteamiento de la
cuestión, como Señor de David. La argumentación de Jesús no es difícil de entender:
según la opinión judía más generalizada, que aquí se atribuye a los escribas (v. 35), el
Mesías debía ser hijo de David. Después Jesús cita el versículo de un salmo que se
aplicaba al Mesías, afirmando expresamente que lo había pronunciado David (v. 36). Se
presupone, pues, el convencimiento judío de que los salmos habían sido compuestos por
David. Ahora bien, en ese salmo Dios -el «Señor» que aparece en primer término- dice «a
mi Señor», al Señor del poeta del salmo, es decir, de David: «Siéntate a mi diestra...» El
Hijo de David viene, pues, designado como «Señor» por su padre, lo que no deja de ser un
tratamiento sorprendente (v. 37).
A juzgar por la forma podría tratarse de una cuestión de haggada, como solía decirse.
En la misma se citaba un pasaje bíblico en apariencia contradictorio, contradicción que tras
la conveniente exégesis aparecía infundada; los dos pasajes bíblicos son correctos,
aunque relacionados de distinto modo. De todas formas aquí sólo se cita un texto bíblico;
pero respecto del otro extremo de la cuestión, que el Mesías es Hijo de David, no se
requería una cita explicita. La solución de la contradicción aparente está en que Jesús
ciertamente había «nacido del linaje de David según la carne», pero fue «constituido Hijo
de Dios con poder según el Espíritu santificador a partir de su resurrección de entre los
muertos», como se decía en una fórmula antigua adoptada por Pablo (Rom 1,3s).
El «sentarse a la diestra de Dios» se refiere por consiguiente a la entronización de Jesús
al lado de Dios después de su resurrección.
Sin duda que con ello surge la pregunta de si nuestra perícopa contiene una palabra
histórica de Jesús delante del pueblo o sólo fue redactada dentro de la comunidad
cristiana. Hay graves razones que apoyan esta segunda hipótesis: en Cesarea de Filipo
Jesús prohibió a los discípulos que le designen como Mesías (8,30), y personalmente
nunca se pronuncia sobre la fe mesiánica de los judíos. El texto bíblico citado, que es el Sal
110 (109) 1 -casi literalmente según la versión de los Setenta-, no se aduce en la literatura
judía en un sentido mesiánico, pero desempeña un papel importante en la Iglesia primitiva
(Act 2,34, lCor 15,25; Ef 1,20; Col 3,1; Heb 1,3.13, etc.). Toda la visión de la filiación
davídica de Jesús, de su descendencia de la familia de David y de su entronización como
Señor y Mesías responde pues plenamente a la cristología primera de la Iglesia primitiva,
que bien podría haber sido también el lugar de origen de nuestra perícopa.
Si nosotros suscribimos esta interpretación crítica, no por ello negamos su fundamento
histórico en el ministerio de Jesús; ocurriría aquí como con muchos otros títulos
cristológicos de los Evangelios: Jesús no se ha designado personalmente de ese modo,
sino que más bien descubre y expresa de manera indirecta sus pretensiones; pero la
comunidad postpascual esclareció después estas pretensiones de Jesús y las convirtió
para los creyentes en una palabra que atribuye literalmente al propio Jesús. Esto no
constituye nada ilícito ni improbable de la exposición de los Evangelios que aclaran la
postura de Jesús para los creyentes.
Sobre el fundamento de su fe, en la resurrección y constitución en poder de Jesús, la
Iglesia primitiva se enfrenta al problema de cómo compaginar las esperanzas mesiánicas
judías con los hechos de la vida de Jesús y con el hecho de la resurrección, decisivo para
su fe, y cómo hacérselo comprender a los judíos. También para ella el Antiguo Testamento
era palabra inspirada por Dios -cf. v. 36: «David, inspirado del Espíritu Santo»- y descubría
su verdad a la luz del cumplimiento. Un buen argumento de que Jesús había exhibido unas
pretensiones mesiánicas, aunque no en el sentido de la esperada filiación davídica de los
judíos, lo constituía la escena ante el gran consejo (Mc 14,61s), pues esa pretensión fue el
motivo -porque los judíos no la entendieron bien o no la expusieron debidamente- de que
Jesús fuese entregado a los romanos y ejecutado por éstos como rey mesiánico y político.
Pero al formular la confesión de Jesús ante el gran consejo (14,42), se puede reconocer
una vez más la interpretación de la Iglesia primitiva, pues en ese pasaje se combinan los
textos de Dan 7,13 con el mismo Sal 110,1. De este modo cabe reconocer en todas partes
un fundamento que proporcionan la actitud y las palabras de Jesús, y al mismo tiempo una
interpretación creyente de la Iglesia primitiva a la luz de la Escritura. Sobre este fenómeno
importante para la reflexión de la fe, se nos aparece como en altorrelieve la cuestión,
cristológicamente central, de la filiación davídica; el Jesús terrestre sólo puede ser
comprendido desde el Señor resucitado.

g) Hay que guardarse de los escribas (Mc. 12/37b-40).

37b Y el pueblo, muy numeroso, lo escuchaba con agrado.


38 En su enseñanza decía: «Guardaos de los escribas, que se
complacen en pasearse con amplias vestiduras, acaparar los
saludos en las plazas, 39 y ocupar los primeros asientos en
las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; 40
que devoran las casas de las viudas mientras fingen
entregarse a largos rezos. Ésos tendrán condenación más severa.»

ESCRIBAS/CRITICA: La transición del problema de la filiación davídica al discurso de


exhortación es obra del evangelista. La observación de que las turbas escuchaban con
gusto a Jesús podría también constituir el remate de la perícopa precedente, pues se
espera una reacción a la pregunta formulada por Jesús. Pero los invitados a responder
serían los escribas. En lugar de esto Marcos opone la actitud del pueblo a la de aquellos
doctores de la ley que ya no aparecen más (cf. v. 34c). El detalle corresponde a la
tendencia del evangelista de distinguir al pueblo de sus hombres rectores. Sólo éstos son
los responsables del repudio y entrega de Jesús (cf. 11,32; 12,12; 14,1s). El pueblo
reconoce a Jesús como maestro, y la comunidad debe aprender, como aquella multitud
popular, a escuchar con gusto a Jesús y a prestar atención a la doctrina concerniente al
mismo como Mesías y como Señor.
Al final de estos discursos Jesús procede severamente con los escribas. También de la
tradición que ha conservado Mateo, el cual compone todo un discurso de amenazas contra
los escribas y fariseos (cap. 23), y de la que nos ofrece Lucas, quien en parte utiliza el
mismo material en otro contexto, pero separando las palabras contra los fariseos de las
dirigidas contra los escribas (11,39-52), resulta evidente que ya desde los primeros tiempos
se habían reunido estas graves manifestaciones de Jesús contra aquellos hombres
influyentes. No hay razón alguna para poner en duda que Jesús haya manifestado tales
críticas repetidas veces, críticas que le granjearon un odio a muerte en dichos círculos.
Marcos toma de esa tradición sólo unas cuantas palabras decisivas contra los escribas.
Según otra fuente, Jesús les habría lanzado abiertamente a la cara palabras parecidas.
Esto encaja con la imagen que sus contemporáneos se habían hecho de él como de un
profeta (cf. 6,15; 8,28); era un defensor indomable de la causa de Dios contra los
influyentes y poderosos de su pueblo. En nuestro texto se echa de ver cómo Marcos utilizó
tales ataques de Jesús, al tiempo que los redactaba. Advierte al pueblo, que le oía
gustosamente. a que se guarde de los escribas. Su conducta orgullosa y antisocial, descrita
con cierta torpeza estilística, hace que se les mencione abiertamente. Jesús les reprocha
en concreto la manera fastuosa de presentarse -se alude a una túnica suntuosa que los
escribas llevaban como signo de su dignidad-, y después su afán de honores: ponen
empeño en ser saludados en las plazas públicas y buscan los primeros puestos en las
sinagogas y en los banquetes (cf. Lc 14,7). Pero el reproche de Jesús va más adelante:
«Devoran las casas de las viudas»; es decir, se hacen pagar bien sus recomendaciones y
consejos explotando sin escrúpulos la hacienda de las viudas. Muchos intérpretes piensan
que se trata de que se hacían sustentar por las mujeres y que abusaban de su hospitalidad.
El despojo y trato injusto de las viudas y los huérfanos son ya una queja y reproche
frecuente en los antiguos profetas (cf. Is 1,17.23; 10,2; Jer 7,6; 22,3).
Finalmente, Jesús fustiga su santidad aparente, porque mediante largas oraciones
quieren ganar fama de gran religiosidad. Parecida crítica escuchamos también en el sermón
de la montaña de Mateo (6,1-18). Jesús era un defensor incorruptible de los pobres y de los
oprimidos, y un acusador implacable que desenmascaraba cualquier falsa piedad. Y,
puesto que los escribas, como dirigentes del pueblo, estaban especialmente obligados a
una conducta ejemplar, Jesús les amenaza con un juicio de Dios más severo.
A esta crítica debe también someterse la comunidad de Cristo. Quien proclama las
exigencias de Dios, quien quiere destacar mediante una vida santa, corre el mismo peligro
de hipocresía y fracaso ético, especialmente en lo social. A quien mucho se le ha dado,
Dios le pedirá también mucho, y a quien mucho se le ha confiado, tanto más se le exigirá
(Lc 12,48).

h) La ofrenda de la viuda (Mc. 12/41-44).

41 Estaba sentado frente al tesoro y observaba cómo la


gente echaba en él monedas de cobre, y muchos ricos
echaban mucho. 42 Llegó también una pobre viuda que echó
dos monedas muy pequeñas, equivalentes a un cuarto de as.
43 Llamó entonces a sus discípulos junto a sí y les dijo: «Os
aseguro que esta viuda pobre echó más que todos los demás
en el tesoro. 44 Porque todos ellos echaron de lo que les
sobraba; pero ésta, de su pobreza, echó todo cuanto poseía,
todo lo que tenia para vivir.»

VIUDA/OFRENDA: Este pequeño episodio presenta un profundo contraste con el


precedente reproche a la piedad aparente de los escribas. La pobre viuda con su espíritu
de sacrificio y su adoración práctica de Dios avergüenza a la gente de largas oraciones y
de palabras altisonantes. Marcos ha insertado aquí esta historia, independiente sin duda en
la tradición, a fin de poner un ejemplo ante los ojos de la comunidad, el nuevo templo de
Dios. Mateo, a quien preocupaba más la disputa con los escribas, la ha omitido; pero
Lucas, el evangelista «social», no la ha dejado escapar, siguiendo la pauta de Marcos.
Dentro del recinto del templo, en el llamado atrio de las mujeres, se encontraba una sala
-la cámara del tesoro- en la que había trece cepillos en forma de trompeta. Los recipientes
servían para recoger las ofrendas con distintos fines, incluso para las ofrendas libres sin
ninguna finalidad concreta. Los visitantes del templo no depositaban ellos mismos el dinero
en los cepillos, como ocurre entre nosotros, sino que lo entregaban al sacerdote
encargado, el cual lo depositaba en el arca correspondiente, según el deseo del donante.
Esto explica cómo Jesús pudo advertir la ofrenda de la viuda. Ella indicó la cantidad y su
destino al sacerdote y Jesús pudo oírlo. Por los detalles ella aportaba su modestísima
cantidad como ofrenda libre sin objetivo concreto, para lo que estaba previsto el cepillo
decimotercero. Con el dinero allí recogido se ofrecían los holocaustos; la mujer no quería,
pues, sino hacer una obra en honor de Dios. Las ofrendas para ayuda de los pobres se
depositaban en otro lugar o se recogían en un bote.
La enseñanza que Jesús imparte a los discípulos, y con ellos a la comunidad posterior,
es clara: la verdadera piedad es una entrega a Dios, un ponerse por completo a su
disposición. Esta mujer no dio de lo superfluo, sino de su misma pobreza y de lo que le era
necesario. Todo lo que tenía, tal vez -según la expresión griega- lo que necesitaba aquel
día para su sustento, lo da sin reservas. Las dos monedillas judías más pequeñas indican
que aún podía haberse quedado con algo, pero de hecho lo entregó todo a Dios y con ello
a sí misma. Una persona así no puede por menos de mirar por las otras personas
indigentes y, si es necesario, comparte con ellas hasta el último bocado. La mujer ama a
Dios «con todas sus fuerzas», según la interpretación judía, es decir con toda su hacienda
terrena, con todos sus bienes y posesiones (véase el comentario al mandamiento principal).
Hay también testimonios extracristianos valorando al máximo la intención y el hecho, sin
tener en cuenta el montante de la cantidad ni la grandeza externa de una acción. Lo
específicamente cristiano se pone de manifiesto a la luz del mandamiento supremo: el
hombre se da a sí mismo por amor, se ofrece a Dios en sacrificio, y por Dios también a los
hombres.
Es un bello testimonio del primitivo pensamiento cristiano que se haya conservado el
recuerdo de un episodio tan insignificante, se haya seguido refiriendo y que Marcos haya
elegido precisamente la escena como cierre de ministerio público de Jesús y de sus
enseñanzas en el templo de Jerusalén.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 184-193)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 32

3. EL GRAN DISCURSO ESCATOLÓGICO (13,1-37).

Las disputas y discursos de Jesús en el templo han terminado. Ahora podría esperarse
que ante los ojos de los lectores del Evangelio se desarrollase el drama de la pasión, al que
tiende toda la exposición; cabría esperar que el capítulo 14 siguiese inmediatamente al
capítulo 12. Se ha pensado que el gran discurso escatológico del cap. 13 -el discurso más
largo del Evangelio de Marcos- tal vez se haya insertado sólo más tarde en unas
circunstancias -después del año 70- en que la comunidad se encontraba profundamente
inquieta por las cuestiones escatológicas, a causa de los acontecimientos externos -la
destrucción de Jerusalén- y de los seductores de sus propias filas, los espíritus exaltados
que presentaban como inminente el fin del mundo. La hipótesis es posible, aunque no se
impone necesariamente. Como venimos viendo, todo el Evangelio está orientado a la
comunidad y a su vida en el mundo. Una y otra vez el evangelista, mediante breves
instrucciones a los discípulos, ha querido decir a la comunidad algo particularmente
importante para su fe y su situación histórica. ¿Y no debía reunir también en un discurso las
palabras y enseñanzas de Jesús relativas al futuro, cuando el propio Jesús había traído un
mensaje eminentemente orientado al futuro escatológico? Las palabras de Jesús, que
siempre había predicado a su generación coetánea en un tono apremiante y profético ¿no
debía encuadrarlas el evangelista en la situación de su comunidad y aplicárselas, cuando
ya la situación del mundo había cambiado? ¿Y qué lugar del Evangelio habría sido más
adecuado que el final del ministerio público de Jesús, antes de que la pasión y muerte
cerrase definitivamente su boca?
Tal vez sea necesario ver una conexión todavía más estrecha con la pasión de Jesús:
antes de que la comunidad comparta el camino de los padecimientos y muerte de su Señor,
que con él y tras él debe recorrer (cf. 8,31-38), tiene que recoger y escuchar los vaticinios,
exhortaciones y consuelos que su Señor le dirige, a fin de entenderse mejor a sí misma
como la comunidad de Cristo y poder ser dueña de su situación. Ya antes se ha referido
Marcos a la proximidad de la parusía y del reino futuro (9,1); esta proximidad de lo que llega
fácilmente se prestaba a falsas interpretaciones, como proximidad temporal que suscitaba
una conmoción apocalíptica, o como un vaticinio falso capaz de inducir al engaño y la
desesperación. La situación que se presupone en Mc 13 no puede estar muy lejos de la
que se presenta en 9,1.
Si en esta instrucción secreta a los discípulos (13,3), la mirada del evangelista se dirige,
con más fuerza aún que hasta ahora, a la comunidad y a su situación histórica temporal,
ello explicaría la intensa elaboración redaccional del discurso. En esta forma Jesús no lo ha
pronunciado; pero este proceso redaccional ¿es distinto del que venimos conociendo hasta
ahora (cf. el comentario a 9,33-SO; 10,1-45; 11,27-12,37), y con más claridad aún en los
grandes discursos del Evangelio de Mateo? Se discute hasta qué punto se han conservado
las palabras originales de Jesús y hasta dónde alcanza la intervención redaccional; los
trabajos más recientes asignan al evangelista una labor importante, incluso aceptando el
material apocalíptico judío.
Aquí no podemos entrar en tales debates; el lector creyente, que comprende y reconoce
como legítima la interpretación actualizada de la tradición de Jesús por obra de la Iglesia
primitiva, no tiene por qué inquietarse al respecto. Los Evangelios han nacido de la
predicación apostólica y, por su misma finalidad, deben seguir sirviendo a la predicación. La
Iglesia primitiva al aplicar el mensaje de Jesús a su tiempo no hace sino responder de su
fidelidad a la palabra de su Señor, que en cuanto profética sólo llena su función cuando
habla a cualquier época y a un determinado círculo de oyentes. Con ello está dicho al
mismo tiempo que no tenemos por qué mantenernos aferrados a la interpretación del
discurso escatológico vinculada a la imagen del mundo y a las circunstancias históricas de
aquel entonces, si es que queremos comprender el mensaje de Jesús para nuestro tiempo
y nuestro horizonte ideológico. Intentamos, pues, entender este discurso desde el lenguaje
del evangelista a su comunidad e interpretarlo para nuestro tiempo.
De cara a este esfuerzo hay una observación de gran importancia: con toda su
actualización a las circunstancias de aquellos tiempos, con toda la espera inminente del fin,
de la parusía, condicionada por los acontecimientos históricos, en este discurso se trata de
algo más que de una simple instrucción sobre lo que afecta a la comunidad, sea lo que
fuere. Se trata más bien de preparar a la comunidad para el futuro y de llevarla a la postura
adecuada al presente, a las virtudes escatológicas que al presente se le exigen para
afrontar el futuro. En nuestro tiempo esto es precisamente de la máxima actualidad, puesto
que la humanidad de hoy dirige su mirada al futuro tal vez como nunca antes lo ha hecho y
se pregunta cómo podrá solucionar los problemas cada vez más angustiosos de su
desarrollo. La esperanza cristiana tiene aquí una gran misión, pero que debe repensarse
una vez más y protegerse de falsas posturas.
Tras una lectura atenta de todo el discurso se puede reconocer claramente que no
pretende ningún descubrimiento apocalíptico de acontecimientos futuros, sino que intenta
dar consejos y consuelo para el momento presente. Los consejos a que se orientan los
vaticinios y descripciones son: estad atentos (v. 5.9.23.33); no os angustiéis de antemano
(v. 11); manteneos firmes (d. v. 13); no confiéis en falsos profetas (v. 21); velad (v.
33.35.37). Con ello se mezclan los motivos consolatorios: debe suceder según la voluntad
de Dios (v. 7); el Espíritu Santo es vuestra fortaleza (v. 11); al final está la salvación (cf. v.
13); Dios ha acortado el tiempo de la tribulación (v. 20); Jesús lo ha predicho (v, 23); los
elegidos serán congregados (v. 27). Estos motivos derivan en parte de la apocalíptica judía,
pero tienen también su fundamento en las palabras de Jesús, sobre todo el motivo
fundamental de que todo debe discurrir según el plan salvador de Dios (cf. comentario a
8,31). Hemos de meditar las ideas de Jesús, válidas para la situación actual y para la
Iglesia primitiva, sin entrar en las cuestiones de detalle que tienen más bien un interés
exegético histórico.
Acerca de la estructura del discurso conviene observar lo siguiente: el anuncio de la
destrucción de Jerusalén (v.1-2) no se encuentra aislado ni sin relación con el gran
discurso inmediato. Cierto que la pregunta de los discípulos «¿Cuándo sucederá esto?» (v.
4) es imprecisa; pero la intención del evangelista es conectar ese acontecimiento histórico
con la pregunta acerca de los acontecimientos finales. Probablemente la guerra judía y la
destrucción de Jerusalén habían suscitado en la comunidad el interrogante sobre el «fin» y
había que darle una respuesta mediante el gran discurso. El discurso propiamente dicho
presenta una estructura unitaria y progresiva en los v. 5-27: acontecimientos más remotos
(«Mas todavía no es el fin», «esto será el comienzo del doloroso alumbramiento») v. 5-13;
la gran tribulación, v. 14-23; los acontecimientos que seguirán a la gran tribulación y la
llegada del Hijo del hombre, v. 23-27. Con el anuncio de la parusía el discurso ha
alcanzado su punto más alto y su objetivo. Lo que sigue después son enseñanzas y
exhortaciones que miran a la esperada parusía: la parábola de la higuera, v. 28-29;
vaticinios sobre el tiempo preciso, v. 30-32; exhortación a la vigilancia con la parábola del
portero, v. 33-37. Justamente en esta disposición que obedece a un plan y en su
concepción unitaria es donde se pone de manifiesto el propósito del evangelista de cara a
la comunidad. Es curioso, sin embargo, que no se hable de la destrucción del mundo, de la
resurrección de los muertos y ni siquiera del juicio final. El tema propiamente dicho es la
parusía, la venida del Señor. Por ello, podemos designar también esta página como el
«discurso de la parusía», que intenta responder a las cuestiones de la comunidad en el
Espíritu de Jesús y sobre el fundamento de su predicación escatológica.

a) Vaticinio sobre la destrucción del templo (Mc. 13/01-02).

1 Mientras iba saliendo él del templo, le dice uno de sus


discípulos: «Maestro, mira qué piedras y qué construcciones.»
2 Y Jesús le contestó: «¿Ves esas grandes construcciones?
Pues no quedará piedra sobre piedra que no sea demolida.»

Como de costumbre, Marcos enlaza el discurso con una situación determinada, que aquí
es la destrucción del templo. Ya anotamos su interés por presentar los últimos discursos de
Jesús en la mayor conexión posible con el templo; por ello se descubre también aquí su
mano. Un discípulo innominado muestra su admiración por las magníficas construcciones
del templo; pero Jesús le responde con una profecía inequívoca acerca de su destrucción.
TEMPLO-JUDIO: El de entonces, llamado templo de Herodes, era realmente un edificio
suntuoso. Después de la destrucción (586 a.C.) del templo primero, construido por
Salomón, al volver el pueblo de su cautiverio de Babilonia a las órdenes de Zorobabel se
había construido otro durante los años 520-515, que no alcanzaba ni con mucho el
esplendor del primero (cf. Esd 5-6). Sólo el rey Herodes I consiguió levantar un santuario
grandioso y de extraordinaria belleza. En torno al núcleo del viejo templo se estableció una
especie de «grandioso caparazón», por emplear la expresión del historiador judío Flavio
Josefo. Surgió una segunda galería, el frontis del vestíbulo hasta una altura y anchura de
100 codos y se elevaron también las estructuras del templo propiamente dicho. En su
ornamentación se emplearon el alabastro, el mármol y el oro en abundancia. Estas obras se
prolongaron durante varias décadas (cf. Jn 2,20, que habla de 46 años) y sólo terminaron
definitivamente poco antes de la guerra judía. En el Talmud está escrito: «Quien no ha visto
el santuario en su construcción, no ha visto jamás un edificio suntuoso» (Sukka 51b).
Este templo magnífico, del que los judíos se sentían orgullosos, a pesar de su antipatía
hacia Herodes I y sus sucesores, iba a ser destruido según palabras de Jesús. En la
exégesis se discute hasta hoy si se trata de una profecía de Jesús, es decir, de una
verdadera predicción, o más bien de un vaticinium ex eventu, de una exposición después
del suceso. En contra de esto último habla el hecho de que la destrucción no se presente
como un incendio, según aconteció de hecho. Por otra parte, el tenor actual del texto lleva
la marca de la redacción de Marcos. Podemos incluso señalar con precisión la fuente de
esta formulación: la ya mencionada sentencia sobre el templo, de 14,58. La existencia de
tal afirmación en boca de Jesús no hay por qué ponerla en duda. Por lo demás esa
sentencia es doble: habla de la destrucción -en el texto griego, se usa el mismo verbo que
en 13,2: «demolido»- y de la reconstrucción de otro templo, del templo espiritual de la
comunidad. Podemos admitir tranquilamente que Marcos haya formado este vaticinio sobre
la pauta de aquellas palabras relativas al templo; pero esto confirma que Jesús ha hablado
de algún modo de la demolición y reconstrucción del templo jerosolimitano. Esta opinión
confirma su carácter profético; pues, tampoco los profetas han presentado jamás los
acontecimientos futuros de una forma tan concreta y detallada como han sucedido
realmente, sino sólo mediante sugerencias y rasgos típicos. Jesús se mueve, pues, en la
tradición profética, ya que mucho tiempo antes también los profetas habían vaticinado la
caída del templo (de Salomón); por ejemplo Miq 3,12; Jer 26,6.18. Asimismo, algunos
videntes judíos habían anunciado la destrucción del templo herodiano antes de que
ocurriese. Según el relato de Flavio Josefo, cuatro años antes de estallar la guerra judía, se
presentó en la fiesta de los tabernáculos un cierto Jesús, hijo de Ananías, y empezó
repentinamente a lanzar una lamentación sobre Jerusalén y sobre el templo (Guerra judía
VI, § 300S). Apenas es posible que Jesús haya hablado en público de un modo tan claro;
pues sin duda se habría atraído el furor y la persecución del pueblo, como aquellos profetas
tardíos. Sin embargo, una alusión al destino que amenaza a Jerusalén se encuentra ya de
un modo oscuro en las palabras procedentes de los logia (Lc 13,34s; Mt 23, 37s). Los
evangelistas, y especialmente Lucas, han aclarado la profecía de Jesús después de su
cumplimiento (cf. Lc 19,41-44; 21,24).
Es posible que también Marcos haya tenido en cuenta el acontecimiento; así se
explicarían mejor las dificultades y cuestiones que suscitaba en la comunidad así como la
respuesta intencionada mediante el inmediato discurso. La catástrofe de Jerusalén y del
templo, que a los contemporáneos les parecía como un terrible juicio de Dios, suscitó en la
comunidad cristiana la cuestión de si no sería el comienzo del final, y los apocalípticos
exaltados sembraban la inquietud en la comunidad. Marcos se ha opuesto a esas
consignas engañosas, aun cuando personalmente estuviese persuadido de que la parusía
no se encontraba en un futuro lejano. Pero sabía también que Jesús no había señalado
ningún término preciso, sino que sólo había querido exhortar a la vigilancia y preparación
constante.
El acontecimiento histórico es siempre oscuro y polivalente; la fe ha de escuchar siempre
la voz de Dios en medio de los acontecimientos temporales, pero no ha de arriesgar
respuestas categóricas a la pregunta de qué es lo que Dios persigue con ellos. De ahí que
las explicaciones cristianas posteriores de la catástrofe de Jerusalén y del templo, en el
sentido de que el pueblo judío había sido rechazado para siempre y dispersado por todo el
mundo, sean interpretaciones que no están justificadas, son peligrosas; más aún, en contra
de la fe cristiana y del Espíritu de Jesús, han aportado su carga de lágrimas y culpa a las
horribles persecuciones de los judíos. La palabra y profecía de Jesús invitan más bien
constantemente a la propia reflexión y a escuchar siempre la voz de Dios en los
acontecimientos históricos que hoy vivimos.

b) Comienzo de las tribulaciones (Mc. 13/03-13).

3 Y mientras él estaba sentado en el monte de los Olivos,


enfrente del templo, le preguntaban a solas Pedro, Santiago,
Juan y Andrés: 4 «Dinos: ¿Cuándo sucederán estas cosas, y
cuál será la señal de que todas están a punto de cumplirse?»

5 Jesús entonces comenzó a decirles: «Mirad que nadie os


engañe. 6 Muchos vendrán amparándose en mi nombre, y
dirán: "Soy yo", y engañarán a muchos. 7 Pero, cuando oigáis
fragores de guerras y noticias de guerras, no os alarméis. Eso
tiene que suceder, pero todavía no es el fin. 8 Efectivamente,
se levantará nación contra nación, y reino contra reino. Habrá
terremotos en diversos lugares, habrá hambres. Eso será
comienzo del doloroso alumbramiento. 9 »Pero vosotros estad
sobre aviso: Os entregarán a los tribunales del sanedrín,
seréis azotados en las sinagogas, y tendréis que comparecer
ante gobernadores y reyes, por mi causa, para dar testimonio
ante ellos. 10 Pero primero, el Evangelio tiene que ser
predicado a todos los pueblos. 11 Y cuando os lleven para
entregaros, no os preocupéis de antemano de lo que habéis
de decir, sino que aquello que se os dé en aquel momento,
eso diréis. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino
el Espíritu Santo. 12 Y entregará a la muerte el hermano al
hermano, y el padre al hijo, y los hijos se levantarán contra
sus padres y les darán muerte; 13 y seréis odiados por todos
a causa de mi nombre. Pero quien se mantenga firme hasta el
final, éste se salvará.
PARUSIA/TRIBULACIONES La escena que sirve de introducción al gran discurso de la
parusía está estrechamente ligada a las palabras sobre la destrucción del templo; pues,
para el evangelista tiene interés advertir que Jesús estaba sentado en el monte de los
Olivos «enfrente del templo», es decir, mirando sus grandiosas construcciones, y que allí
fue donde le preguntaron los discípulos. Se trata, desde luego, de una de las panorámicas
más bellas del templo; también Lucas había presentado a Jesús, cuando la entrada en
Jerusalén, contemplando la ciudad desde allí y llorando sobre ella (19,41). El grupo de los
cuatro discípulos -las dos parejas de hermanos que fueron llamados los primeros (cf.
1,16-20), aunque aquí en otro orden: en primer término los tres preferidos y después
Andrés (5,37; 9,2)- representa a todos los discípulos. El hecho de que sólo se nombre a
estos cuatro se debe seguramente al propósito de llamar la atención sobre el carácter
esotérico, secreto e íntimo de esta instrucción. Con ello la comunidad debe darse cuenta de
que recibe unas enseñanzas destinadas no a su predicación misionera sino a su propia
comprensión y a su propia vida interna.
También la doble pregunta de los discípulos está formulada según el planteamiento del
problema que se hace la comunidad. El acontecimiento sobre el que interrogan se ha
dejado intencionadamente en un terreno impreciso: «estas cosas», «todas (estas cosas).»
Por el contexto la primera pregunta se refiere al momento de la destrucción del templo; pero
en la segunda se amplía la panorámica y también la expresión «están a punto de
cumplirse» apunta a los sucesos escatológicos. El acoplamiento, sin embargo, de las dos
preguntas induce a pensar que se intenta una relación entre la destrucción del templo y la
consumación escatológica. Si se pregunta por la «señal» de que «todas (estas cosas)»
deben «cumplirse», puede muy bien expresarse la expectación de que la destrucción del
templo sea esa «señal», pero justamente como un problema: ¿Es correcta esa expectación
o existe alguna otra «señal»? La repetición de «estas cosas» y «todas estas cosas» vuelve
a darse en los v. 29 y 30. Según el v. 29 podemos «darnos cuenta» de que la parusía -o el
Cristo de la parusía- «está cerca, a las puertas», y según el v. 30 no pasará «esta
generación» sin que se haya cumplido «todas estas cosas». Desde su punto de vista, el
evangelista debió atribuir a la destrucción del templo, y respectivamente a la misteriosa
«abominación de la desolación» del v. 14, un carácter cierto de «señal».
Sobre el problema de la «señal» es necesaria una reflexión teológica. En otros pasajes
de la predicación de Jesús no se da ninguna señal determinada para conocer el final
escatológico, ni siquiera en 9,1. Por el contrario, según Lc 17,20, Jesús rechaza que el
reino de Dios llegue «aparatosamente»; como en Mc 13,32 niega que alguien sepa «el día
aquél o la hora». Esto responde también a todo el tipo de su predicación, que alude
proféticamente a la proximidad de lo que llega, pero dejándolo al conocimiento y disposición
de Dios (cf. también 10,40). Pero en la apocalíptica judía se han buscado de hecho
determinados signos del fin del mundo, se ha señalado época y se han marcado términos.
Así, en 4Esd 6,7, el vidente apocalíptico pregunta: «¿Cómo será la división de los tiempos?
¿Cuándo es el final del primero y el comienzo del segundo?»; y en el v. 11s pide a Dios: «Si
he hallado gracia delante de tus ojos, muestra a tu siervo el final de tus señales» (cf. 9,1-6).
Presupuesto indispensable para ello es la idea de que el plan universal de Dios está
regulado desde el comienzo hasta en sus menores detalles con todas las señales y
acontecimientos; de suyo, este plan está oculto a los hombres, pero se «desvela» a
algunos sabios o videntes elegidos, que son precisamente los apocalípticos.
El cristianismo primitivo no permaneció insensible a tales ideas, y hasta nuestro
evangelista parece estar influido por ellas. Pero, frente a la expectación y cálculos falsos
que ponían en conexión directa la ruina de Jerusalén con el fin universal, ha alzado su voz,
obligado por las palabras y el espíritu de Jesús. Así, en el planteamiento de la cuestión y en
varias otras imágenes el discurso revela la penetración de numerosos rasgos de la
ideología de su tiempo; pero, leído con mayor detenimiento, se advierte que conserva la
postura de Jesús, que se mantuvo ajeno a esta forma de pensar humana y apocalíptica.
Quien saca del discurso «señales» apocalípticas, es decir, datos históricos que permiten
señalar el fin, cae en una forma de pensar ya superada o en una nueva exaltación, como
ocurre en numerosas sectas.
El discurso de Jesús empieza con la enumeración de las cosas que deben suceder, pero
no indican todavía el fin. Como puntos de articulación destacan los dos imperativos: «Mirad
que nadie os engañe» (v. 5) y «¡Estad sobre aviso!» (v. 9). Surgirán seductores que se
presentarán a sí mismos como los portadores de la salvación escatológica, como el Cristo
de la parusía. Hasta qué punto destacaban estas gentes en la comunidad o al margen de la
misma, no lo podemos decir; sin embargo la advertencia a guardarse de los falsos «cristos»
y de los falsos profetas vuelve a aparecer con una descripción más exacta de su
presentación (v. 21s) y unida al motivo de «estad sobre aviso; os lo he predicho todo» (v.
23). Esto suena como una reanudación del discurso y como cierre de la advertencia
introductoria. De todo lo cual puede deducirse perfectamente que la comunidad había
vivido la experiencia de tales gentes.
El anuncio de guerras cerca y lejos, de terremotos en diversos lugares y de epidemias de
hambre pertenece a la descripción de la tribulación futura. Son rasgos típicos y
tradicionales que se encuentran ya en los antiguos profetas (por ejemplo, Is 13,13; 14,30;
24,18ss; Ez 5,12) y en los escritos apocalípticos (lHenoc 1,6; 4Esd 13,30ss), y que después
fueron adoptados por el Apocalipsis cristiano de Juan (6,8; 11,13; 16,18), La descripción va
unida a un motivo que deriva de Dan 2,28: es necesario -según el plan de Dios- que
sucedan estas cosas (cf. también Ap 1,1). La expresión «doloroso alumbramiento» procede
asimismo de la apocalíptica. La imagen de la mujer con dolores de parto se encuentra a
menudo en el Antiguo Testamento (Os 13,13; Jer 6,24; 22,23, etc.) y en el Apocalipsis de
Isaías había alcanzado un significado escatológico: «Como la que concibió da gritos,
acongojada con los dolores del parto que se acerca, tales somos nosotros delante de ti,
Señor» (Is 26,17, y de modo parecido Is 66,7ss). En el libro de Henoc (62,4) se describe
con esta expresión el dolor de los poderosos de la tierra delante del trono del Hijo del
hombre, y en un cántico de Qumrán (3,7-12) la tribulación del autor y tal vez también de la
comunidad. En los rabinos «el doloroso alumbramiento del Mesías» es una expresión fuerte
para indicar el tiempo último y malo. Para Marcos estos «dolores» tienen un significado
parecido a la gran «tribulación» de que se habla en el v. 19 (cf. v. 24); pero las cosas aquí
mencionadas son sólo «el comienzo», que sin embargo obliga a prestar atención.
Más importante aún es el estar sobre aviso. Con esta exhortación (v. 9) se introduce una
nueva descripción, que presupone las circunstancias históricas judías y que afectan
directamente a los discípulos. Se les entregará a los tribunales del sanedrín, que tenían
también el derecho a imponer el castigo de la flagelación. Aunque también los arrastrarán a
los tribunales de los gobernadores romanos y de los «reyes», es decir, los príncipes
vasallos de los romanos, por causa de Jesús. El «para dar testimonio ante ellos», no hay
por qué relacionarlo con el testimonio de la fe ante quienes presiden los tribunales (cf. Mt
10,18), sino que también puede significar: en testimonio contra ellos delante del tribunal
divino (cf. 6,11). Pero, como transición al v. 10, aquí da la impresión que se piensa sobre
todo en que su confesión sirva a la predicación del Evangelio. En el v. 10 se amplia el
panorama: antes debe anunciarse el Evangelio a todos los pueblos. Esto responde a la
postura universalista del autor, que entiende la comunidad como «casa de oración para
todos los pueblos» (11,17), y a su idea de que el Evangelio debe ser proclamado en todo el
mundo (d. 14,9). Lo de «primero», como los giros «pero todavía no es el fin» (v. 7) y «eso
será el comienzo del doloroso alumbramiento» (v. 8), constituye un elemento retardante en
la descripción, aunque no elimina la expectación de algo próximo, pues el evangelista sólo
conoce el mundo del imperio romano.
En el v. 11, que cierra el cuadro judicial iniciado en el v. 9, ha entrado un motivo de
consolación que alude a la presencia del Espíritu Santo. En realidad no serán los discípulos
quienes hablen, sino el Espíritu Santo que aquí aparece en una función puesta también de
relieve en las sentencias joánicas sobre el Paráclito: protector y defensor en el juicio (cf. Jn
16,8-11). De ese Paráclito ha hablado mucho el judaísmo, sobre todo con la vista puesta en
el juicio divino. En la tradición sinóptica éste es un pasaje único, con palabras que no
pueden denegarse a Jesús si ha pensado en las persecuciones de sus discípulos. En
nosotros produce una certeza que deriva de la confianza absoluta de Jesús en Dios y que
se ilumina con las sentencias sobre la fe que traslada montañas y con la oración que está
segura de ser escuchada (11,23s). Son palabras de permanente vigencia para las
persecuciones, y cuya verdad han experimentado innumerables confesores de la fe cristiana.
Introducidos por la palabra nexo «entregar», siguen aún otros cuadros en que hasta los
familiares más íntimos se entregan mutuamente a los tribunales y a la muerte. Si esto
quiere decir que los discípulos serán odiados por todos a causa del nombre de Jesús,
muestra claramente que se trata de traiciones y odios por motivos de fe. El
desmembramiento de las familias, la lucha de todos contra todos, la disolución de todo
orden, son cosas que pertenecen a las pavorosas descripciones apocalípticas. «Y los hijos
se levantarán contra sus padres» parece referirse a Miq 7,6; pasaje que late también en el
fondo de la antigua sentencia de Lc 12,52s. La imaginería apocalíptica ha entrado en la
tradición de las persecuciones adquiriendo así un nuevo sentido, un nuevo valor. En las
persecuciones increíbles que los discípulos de Jesús habrán de padecer hasta en el seno
mismo de sus familias, se anuncia un oscuro acontecer, permitido por Dios, que caracteriza
como mala la presente era del mundo, pero que señala a los discípulos de Cristo el camino
de la cruz de su Señor. El odio se ceba en ellos como en su Señor (cf. Jn l5,l9s), y la
hipérbole de que serán odiados «por todos» subraya la tenebrosa situación del mundo.
No obstante la sección más trágica se mezcla con una palabra de consuelo. La
exhortación a «mantenerse firmes» se encuentra frecuentemente en los apocalipsis; ya en
Dan 12,12 se dice: «¡Bienaventurado el que se mantenga firme...!» Por lo demás, en los
escritos judíos se piensa aguantar y sobrevivir a los tiempos calamitosos; así, en 4Esd
6,25, se dice casi literalmente lo mismo que en nuestro pasaje: «Pero quien escape a todo
lo que te he predicho, se salvará y verá mi salvación.» Esta es la mentalidad apocalíptica:
Dios salva a los elegidos a través de las tribulaciones. En Marcos la palabra tiene otro
sentido: Quien se mantenga firme hasta el final -que aquí quiere decir: quien conserve la
fidelidad hasta el martirio y la muerte-, ése obtendrá la salvación. Lucas ha interpretado así
la sentencia: «A fuerza de constancia poseeréis vuestras vidas» (21,19). Es la misma idea
que se encuentra en el pasaje sobre el perder y salvar la vida (Mc 8,35). Los cristianos no
quieren sobrevivir físicamente, sino mantenerse interiormente firmes, aunque ello les cueste
la vida. «Constancia», firmeza o paciencia, como solemos traducir de forma deficiente la
palabra griega, es una clara postura cristiana, una virtud escatológica que también se nos
exige en la literatura epistolar, especialmente la paulina (Rom 5,3s; 8,25, etc.) para nuestra
existencia actual en el mundo.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 193-208)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 33

c) La gran tribulación (Mc. 13/14-23).

14 »Cuando veáis que la abominación de la desolación ha


sido instalada donde no debe -entiéndalo bien el que lee-,
entonces, los que estén en Judea huyan a los montes, 15 y el
que esté en el tejado no baje ni entre a recoger cosa alguna de
su casa, 16 y el que vaya por el campo, no vuelva hacia atrás
para recoger su manto. 17 ¡Ay de las que estén encintas y de
las que estén criando en aquellos días! 18 Rogad para que eso
no sea en invierno. 19 Porque serán aquellos días una
tribulación, como no la ha habido semejante desde el principio
de la creación que Dios creó hasta ahora, ni la habrá. 20 Y si el
Señor no abreviara aquellos días, nadie se salvaría; pero, en
atención a los elegidos que él eligió para sí, abrevió esos días.

21 »Y entonces, si alguien os dice: "Mira aquí al Cristo" o


"Míralo allí", no lo creáis; 22 pues surgirán falsos cristos y
falsos profetas que harán señales y prodigios, para engañar,
si fuera posible, a los elegidos. 23 Pero vosotros estad sobre
aviso; de antemano os lo he dicho todo.

TRIBULACION-GRAN: En la descripción de lo que incumbe a la comunidad, se abre


ahora claramente un nuevo período que, por la expresión que se encuentra en el v. 19, bien
podemos designar como la gran tribulación. Esta sección resulta difícil de entender, tanto
en conjunto como en sus distintos pormenores, y las exposiciones de los exegetas difieren
hasta hoy notablemente. Una vieja concepción, según la cual en cada una de las distintas
partes del discurso de la parusía se mezclarían las descripciones históricas con las
escatológicas a través de la perspectiva profética de Jesús, en que todo confluye y se
interfiere, puede darse hoy por superada. Cabe reconocer con bastante claridad una
descripción progresiva y coherente. De ahí que hoy se enfrenten en líneas generales una
interpretación histórica y otra escatológica de nuestra sección. El problema central lo
constituye la enigmática expresión «la abominación de la desolación», tomada del libro de
Daniel, y que se puede traducir de un modo más claro como la abominación que es causa
de desolación. ¿Se trata de una realidad escatológica, por ejemplo de la figura del
Anticristo, como admiten muchos intérpretes, o se piensa en algún suceso de la guerra
judía, como la conquista de Jerusalén o la destrucción del templo? Hay que tener en cuenta
que, según la construcción griega, se piensa en una ser masculino. Las interpretaciones
históricas tienen el defecto de que difícilmente, si es que lo consiguen, pueden señalar
algún personaje determinado al que convengan tales atribuciones. Por otra parte, el cuadro
inmediato que habla expresamente de los montes de Judea y tiene en perspectiva las
condiciones de vida palestinenses, parece estar a favor de una interpretación histórica. Por
lo demás, también la hipótesis del Anticristo tropieza con graves dificultades.
En los Evangelios sólo en este pasaje se alude a esta figura de la expectación
escatológica cristiana. Una descripción personificada del Anticristo sólo se encuentra en
forma expresa en /2Ts/02/03-10 («el hombre de la impiedad»). Más importante aún es la
observación de que el Anticristo ocupa aquí el primer plano antes de tiempo, pues se habla
después de los falsos cristos y los falsos profetas. Según 2Tes 2,8, el Anticristo será
vencido y eliminado directamente por el Señor, por el Cristo de la parusía.
De adoptar la interpretación escatológica, la exposición sería una vista panorámica del
futuro, del tiempo inmediatamente anterior al final, que aquí se nos daría con los medios
tradicionales en el género apocalíptico. Mas, si nos decidimos -siguiendo el análisis que
goza de mayor aceptación en la actualidad- por la interpretación histórica de la sección y
entendemos la destrucción del templo como un suceso ya ocurrido, la sección adquiere
también un sentido adecuado dentro de todo el discurso: con la forma estilística del
vaticinio y empleando el lenguaje apocalíptico habitual, se expone ante los ojos de los
cristianos el terrible acontecimiento; pero también se les dice que no deben seguir las
consignas de los falsos profetas (v. 21s). Jesús se lo ha dicho todo de antemano (v. 23);
pero no ha dado a entender que la parusía llegue inmediatamente después. Hasta el v. 24
no se dirige la mirada de un modo concreto hacia el futuro; mas, de acuerdo con la espera
inmediata (de la que también participaba Marcos), para quienes la destrucción del templo
-la abominación que es causa de desolación- era también una señal de alerta, un signo
cierto, se dice después de una forma genérica: «Pero en aquellos días, después de aquella
tribulación...»
La parusía, pues, no tiene por qué seguir inmediatamente, aun cuando el evangelista no
la vea demasiado lejana. Esta interpretación cuenta con muchos argumentos a su favor.
Sólo que resulta dudosa la pretendida función que aquí habría desempeñado una «hoja
volante apocalíptica», aparecida ya antes; que de nuevo habría entrado en circulación
hacia el año 70 d.C., y de la que habrían abusado algunos cristianos exaltados. Semejante
fenómeno moderno no está atestiguado en la antigüedad. La descripción típica, contenida
en los v. 14c-20, que sin duda utiliza un documento anterior, hay que explicarla de otro modo.
Con esta u otra exposición, la sección tiene para los lectores cristianos su importancia,
que para nuestra situación histórica es sin duda distinta que para la comunidad cristiana
que vivió sobresaltada la guerra judía. Los consejos sobre la huida y las imágenes que en
ellos se emplean hoy apenas nos dicen nada... ¿dónde se podría huir hoy ante la amenaza
de una catástrofe? Tampoco las imágenes terroríficas que aquí se utilizan, y que están
tomadas de las representaciones apocalípticas de aquel tiempo, nos dicen mucho más.
Para nosotros la imagen realmente apropiada sería la explosión de una bomba atómica.
Permanece sin embargo la conciencia de que en la historia existen fuerzas maléficas y que
la humanidad está amenazada por una potencia del mal, a la que debe hacer frente la fe.
¿Qué significa el mal en la historia de la humanidad? ¿ Qué lugar ocupa la infelicidad en la
historia de la salvación que la fe tiene por cierta? ¿Qué uso debemos hacer nosotros de la
estrecha visión de los cristianos primitivos sobre el tiempo que se prolongaba y sobre las
catástrofes que se iban multiplicando? En esta dirección vamos a intentar leer el texto y
sacarle provecho.
El giro «la abominación de la desolación» se encuentra en tres pasajes del libro de
Daniel (9,27; 11,31; 12,11), en todos los cuales se refiere a la erección del altar de Zeus en
el templo de Jerusalén por obra de Antíoco Epífanes el año 168 a.C. «Abominación»
designa en el Antiguo Testamento un ídolo y después cualquier horror pagano. La
«desolación» se entiende en Dan 12,11 de la profanación del templo; pero, según Dan
9,26s, puede también incluir la destrucción de la ciudad: «Y un pueblo con su caudillo
vendrá, y destruirá la ciudad y el santuario.» Ahora bien, una de las características de la
ideología apocalíptica es la renovada interpretación de los textos y constante aplicación a
nuevas situaciones. Lo que ocurrió una vez se convierte en anuncio de nuevos sucesos
futuros. El año 40 d.C. quiso el emperador Calígula erigir una estatua suya en el templo de
Jerusalén; pero no pudo lograrlo. Es posible que con todo ello volvieran a recordarse los
textos del libro de Daniel; pero la ocasión también pudo ser alguna circunstancia posterior,
por ejemplo después de estallar la guerra judía.
No hay por qué excluir la posibilidad de que los profetas cristianos pintasen un cuadro
aleccionador con colores apocalípticos, que entroncaba con aquellos antiguos textos y que
aconsejaba la huida. Por lo demás, no hay por qué relacionar la huida de la comunidad
cristiana a Pela, en la ribera oriental del Jordán, testificada históricamente (EUSEBIO,
Historia de la lglesia III, 5,2s) con la que aquí se aconseja hacia los montes de Judea. El
evangelista ha debido utilizar alguna descripción apocalíptica y profética que llamaría la
atención sobre un profanador del santuario («instalada donde no debe»). La advertencia:
«Entiéndalo bien el que lea», podría proceder de él mismo, y en el caso de que tanto él
como sus lectores tuviesen ante los ojos la destrucción de Jerusalén y del templo, podría
desembocar en este sentido: «Comprendedlo bien: la profecía ya se ha cumplido.» Para él,
el desolador sería el romano, y concretamente tal vez el conquistador Tito. Pero no
tenemos plena seguridad de ello.
La invitación a huir a los montes es otro motivo antiguo. Al estallar las luchas religiosas
bajo el rey Antíoco IV, los Macabeos en unión de los judíos fieles a la ley huyeron a los
montes (1Mac 2,28), a fin de concentrarse allí para la lucha. En el documento del que
Marcos se sirvió la imagen de la huida sólo debía subrayar la gran tribulación. Tal vez no
haya que dar demasiada importancia a la mención de «los que estén en Judea»; Judea era
una región montañosa, y los montes se mencionan como el lugar de refugio que en ese
trance se desea y necesita de forma apremiante. El apremio de la huida y lo terrible de la
situación se ponen de relieve en otras dos imágenes que se explican por las circunstancias
de Palestina. El que esté sobre el tejado -un tejado plano en el que podía estar
cómodamente-, ya no debe bajar, sino que si la casa está en la ladera de un monte huir
inmediatamente de allí sin entrar en la casa para tomar nada. Cualquier demora puede
costar la vida. Quien está en el campo, que no regrese a casa para recoger algo tan
imprescindible en las frías noches de Palestina como un manto o sobretodo. Se profiere
una lamentación, un «¡ay!», por las mujeres embarazadas y las que amamantan, que se
ven estorbadas por su mismo estado o por la preocupación del lactante. Finalmente, hay
que rogar para que la huida no ocurra en invierno, cuando los torrentes se desbordan y
dificultan la marcha. Todas estas indicaciones no hay que tomarlas al pie de la letra, sino
como imágenes que describen la situación angustiosa, y como giros que ya estaban
acuñados. Así, con el consejo de no volver atrás se ha podido pensar en la huida de Lot de
la ciudad de Sodoma (cf. Gén 19,17). Las exclamaciones de dolor pertenecen al estilo
apocaliptico -y a menudo se encuentran en nuestro Apocalipsis- y la invitación a orar
evidencia el desvalimiento del hombre en tales circunstancias.
El sentido de toda esta explicación queda todavía más claro con la mención inmediata de
la gran tribulación. Por su tenor literal enlaza directamente con Dan 12.1, y de allí se ha
introducido en los escritos apocalípticos la idea de una época increíblemente terrible, que
precederá al fin. Idea que viene expuesta siempre bajo nuevas imágenes, con catástrofes,
guerras, epidemias, fenómenos extraordinarios de la naturaleza... Es sorprendente la frase
«como no..., ni la habrá»; pues en Dan 12,1 sólo se contempla el pasado. Tal vez sea un
añadido de Marcos que entiende la tribulación como un preliminar de la parusía (cf. v. 24).
Con estas palabras seguramente que se sobrevaloran las penalidades de la guerra judía;
pero si se trataba de una profecía, bien se podía describir la realidad recurriendo de un
modo consciente a los rasgos apocalípticos.
También la frase siguiente sirve sólo para subrayar la indecible angustia. Pues, el
abreviar el tiempo es también un motivo típicamente apocalíptico: «EI mundo corre con
fuerza hacia el fin» (4Esd 4,26); «por ello vienen días en que los tiempos corren más
deprisa que los anteriores» (Apocalipsis de Baruc 20,1). La idea de que Dios ha abreviado
el tiempo «en atención a los elegidos» cabe también encontrarla en los escritos
apocalípticos: «Pero él prueba a aquéllos de tu linaje que le han adorado, en la hora
duodécima del fin, a fin de abreviar la era de la impiedad» (Apocalipsis de Abraham 29,13).
En un midrash judío se dice que los antiguos vaticinios deben cumplirse, pero que pueden
reducirse a un tiempo más breve (Cantar de Ios Cantares, Rabba 2,8).
Todas estas imágenes y representaciones se ha apropiado Marcos del mismo modo que
lo hizo el vidente del Apocalipsis, quien ofrece unos cuadros mucho más detallados.
Podemos y debemos considerarlas caducas para nuestra visión del mundo; pero la idea
esencial que Marcos ha querido reflejar con ellas, a saber, lo tenebroso y amenazador que
late en la historia y que es un signum de este mundo, esa idea sigue vigente. Tampoco la
invitación a la huida hay que tomarla literalmente; ello equivaldría a invalidar la exhortación
anterior a mantenerse firme (v. 13); pero con la imagen de la huida se nos quiere decir algo
distinto: vigilancia y prontitud para actuar.
Una actitud vigilante y critica es necesaria porque los falsos profetas aparecerán (v. 21
s). A las penalidades exteriores se suma la angustia interior de las consignas engañosas y
de las acciones seductoras. Pues, esos falsos cristos y falsos profetas harán «señales y
prodigios» para extraviar a los mismos elegidos de Dios. Detrás de esta advertencia se
encuentran sin duda ciertos sucesos históricos del tiempo del evangelista. Las expresiones:
«Mira aquí al Cristo» o «Míralo allí», señalan con el dedo a los cristianos exaltados que
daban la parusía por cosa hecha. Algo parecido se encuentra también en los logia, pues
Mateo agrega una palabra aún más clara: «Si os dicen pues: "Mirad que está en el
desierto", no salgáis; "Mirad que está en la habitación secreta", no lo creáis» (/Mt/24/26); y
en Lucas las mismas palabras se escuchan en otro contexto (/Lc/17/21). La realización de
signos y prodigios pertenece de igual modo a la imagen de los falsos profetas (cf. ya Dt
13,2-4). Por Mt 7,22 se puede deducir que en la Iglesia primitiva surgieron de hecho tales
gentes con obras prodigiosas. Aquí, por tanto, puede descubrirse un propósito histórico
temporal de Marcos; mas para la historia posterior de la Iglesia la amonestación sigue
vigente: «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos con piel de
oveja, pero por dentro son lobos rapaces» (Mt 7,15).
La advertencia final demuestra que para los cristianos la perplejidad, la inseguridad
interna, la debilidad de la fe son todavía más peligrosas que las necesidades y
persecuciones externas. Las palabras de Jesús: «De antemano os lo he dicho todo», tienen
en este contexto el sentido concreto de privar de su carácter de confusión y seducción a los
fenómenos de entonces; pero conservan su fuerza tonificante, porque las falsas consignas
y los rumores peligrosos siempre pueden turbar la mirada de la fe. También lo crepuscular
pertenece al mundo histórico, que en su desarrollo se ve acompañado por la fuerza funesta
del mal, pero sin que jamás pueda escapar a la voluntad y al plan salvador de Dios.

d) La parusía del Hijo del hombre (Mc. 13/24-27).

24 »Pero en aquellos días, después de aquella tribulación,


el sol se obscurecerá y la luna no dará su brillo, 25 las
estrellas irán cayendo del cielo, y las potestades dei cielo
serán sacudidas. 26 Entonces verán al Hijo del hombre venir
entre nubes con gran poderío y majestad. 27 Y entonces él
enviará a los ángeles y reunirá a sus escogidos desde los
cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo
del cielo.

La exposición se acerca a su punto más alto: después de la gran tribulación seguirá la


parusía del Hijo del hombre. Esta afirmación suena tan sencilla como cargada está de
problemas. Ya hemos visto que Marcos compartía, en cierto modo, esa expectación de algo
próximo, pues de lo contrario no habría conectado tan estrechamente las secciones. Pero
con la indicación imprecisa de «en aquellos días» introduce un tiempo intermedio, porque
es consciente de la incerteza del término (cf. v. 32). Es significativo que no emplee aquí su
palabra preferida -hasta 42 veces la usa- de «en seguida». Así pues, desde nuestra
posición histórica podemos emplear «aquellos días», como ya lo hizo Lucas, para quien
antes deben cumplirse «los tiempos de las naciones» (21,24). Pero además hay que
preguntarse si el «fin» por excelencia se señalará y será introducido por una tribulación
increíble. Eso es lo que pretendería sancionar la «teoría de la catástrofe»: la historia
humana está condenada al fracaso; mas cuando todo se haya enmarañado, Dios
intervendrá para convertirlo todo en bien. Esta consecuencia no se sigue necesariamente
de la exposición, porque en ella sólo se adopta un esquema apocalíptico. La idea de una
nueva creación, expresada en otros pasajes (cf. Act 3,20s; Mt 19,28; Ap 21,1.5) deja
espacio a la hipótesis de que Dios no reniega de su creación (cf. Ap 4,11) y que permite a
las facultades humanas un desarrollo en la historia, hasta que al final realice la
consumación. De la sección precedente nos parece que la única conclusión segura es el
reconocimiento de que hemos de contar en la historia también con el poder del mal. Acerca
del proceso histórico y del fin de nuestro mundo histórico la revelación no quiere darnos
ningún dato concreto. Por nuestra parte, desde luego que podemos y debemos esforzarnos
por planear el futuro y agotar todas las posibilidades en orden a la mejora de las
estructuras sociales y del bienestar de la humanidad. Sólo el futuro último, la consumación
de la creación, se los ha reservado Dios en exclusiva.
MUNDO/FIN: Esta perspectiva no se verá puesta en entredicho por la exposición que
sigue. Lo que aquí se describe no es la destrucción del mundo, sino una escena cósmica
que llama la atención sobre la parusía según las concepciones de entonces. El sol, la luna
y las estrellas vienen nombrados con la misma simplicidad que en el relato de la creación.
Pero ahora dejan ya de prestar sus servicios: el sol se obscurece, la luna deja de alumbrar
y las estrellas caen del cielo: afirmaciones que se escuchan ya en el Antiguo Testamento
(Is 13,10; 34,4). Allí pintan ios juicios punitivos antes del «día del Señor», pero todavía no
apuntan a un futuro metahistórico ni al fin del mundo. En los apocalipsis tardíos se anuncia
la disolución del orden cósmico siempre en relación con el paso del eón presente al eón
futuro, ampliándose el cuadro del caos con otros rasgos. El sol brilla por la noche y la luna
por el día, los árboles destilan sangre, las piedras gritan... (4Esd 5,4ss). Se trata de
recursos estilísticos para describir lo extraordinario y pavoroso de aquel tiempo. Con las
«potestades del cielo» se indican siempre los astros que pasaban por ser las fuerzas del
orden cósmico; su perfecto ordenamiento empezará a ceder, «serán sacudidas» (cf. Heb
12,26s). Tales imágenes no se califican como juicios punitivos; únicamente preparan el
gran acontecimiento al que tiende la exposición.
«Entonces» aparece el acontecimiento esperado: «Verán al Hijo del hombre venir entre
nubes... » (Mateo: «sobre las nubes») Esas nubes con las que llega el Hijo del hombre de
un modo imprevisto, son también un símbolo ya acuñado. Las nubes, como todo el pasaje,
están tomadas de la visión de Dan 7,13: «Yo estaba, pues, observando durante la visión
nocturna, y he aquí que venía con las nubes del cielo uno que parecía un hijo de hombre.»
Allí este personaje celestial es llevado ante el trono del Altísimo, aquí por el contrario el Hijo
del hombre baja del cielo. No es posible negar la acogida y reinterpretación cristianas de la
visión de Daniel. Se mantiene el lenguaje simbólico de la Biblia, porque sólo así se puede
describir el acontecimiento transcendente; pero se trata ya de un nuevo campo ideológico
abierto a la comunidad cristiana por la resurrección de su Señor. El «Hijo del hombre», al
que según Dan 7,14 se le ha dado el poder de Dios, es Jesucristo que permanece junto a
Dios y que ya ha entrado en su gloria; ahora con su venida (parusía) como soberano se
revela a todos y congrega en torno a sí a su comunidad. Para ello envía a los ángeles,
rasgo que no se encuentra en Daniel, pero que pertenece al cuadro cristiano de la parusía
(cf. Mc 8.38; Mt 13,41; 25,31). Pero es curioso que aquí los ángeles, a diferencia de lo que
ocurre de ordinario en los apocalipsis judíos, en el de Juan y en Mt 13,41, no asumen
funciones judiciales, sino que congregan a los elegidos de los cuatro puntos cardinales.
La reunión de los elegidos es asimismo herencia de la expectación judía; sólo que en el
Antiguo Testamento se pensaba en la reunificación de las tribus separadas de Israel o en la
vuelta al país de los israelitas dispersos (Dt 30,4; Ez 34,12ss; Is 27912s; 43.5s; Zac 2.10;
8,7s). La apocalíptica dirige la mirada a los escogidos de todo el mundo (1Hen 57); la
comunidad cristiana, a los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52). En la idea de
que el Señor se reúne con su comunidad (cf. ITes 4,17) culmina nuestro cuadro de la
parusía. Es posible que en las conmociones cósmicas haya también una alusión al juicio
contra los pueblos impíos, contra los hombres infieles; Mateo subraya: «Se golpearán el
pecho todas las tribus de la tierra...» (24,30). Pero esta perspectiva no ocupa en Marcos el
primer plano; su exposición dirigida a la comunidad es una profecía de amonestación y
consuelo, como también destaca Lucas: «...levantad la cabeza, porque vuestra liberación
se acerca» (21,28).
Si entendemos la sección no como una exposición de las circunstancias y sucesos
cósmicos que preceden inmediatamente y acompañan a la parusía, sino como una
afirmación cristológica y eclesiológica, ya habremos ganado mucho. Pero desde la visión
crítica actual se nos plantean nuevas cuestiones: ¿Ha hablado el propio Jesús tan
claramente de su parusía? Los textos relativos a la parusía delatan la elaboración teológica
de la Iglesia primitiva, que identifica de manera inequívoca al «Hijo del hombre» con Jesús,
se remite con plena conciencia a la profecía del libro de Daniel y refiere muchas palabras
de Jesús, originariamente con otro propósito, a su parusía, como las parábolas del Señor
que vuelve a su casa o el ladrón nocturno. Apenas cabe discutir este proceso de
concentración y aplicación cristológicas, y también en nuestro pasaje, cercano a las
afirmaciones de 8,38 y 14,62, la formulación parece remontarse a la Iglesia primitiva. Pero,
aun dentro de esta interpretación crítica, no hay fundamento alguno para atribuir a la Iglesia
primitiva un falseamiento de la revelación traída por Jesús. Pues, para ella la resurrección
de Jesús coincidía con la revelación de Dios en Jesucristo, y reflexionando sobre lo que su
resurrección significa para él mismo, para la comunidad y para la humanidad, pudo
interpretar cristológicamente las palabras de Jesús sobre el futuro reino de Dios: es el
propio Jesús quien trae el reino perfecto cuando aparece como el Hijo del hombre «con
poderío y majestad».
La investigación moderna va todavía más adelante y llega a una reflexión fundamental:
¿basta con dejar de lado las afirmaciones vinculadas a la imagen cósmica de entonces y
los pasajes apocalípticos, o hay que eliminar toda la representación de la parusía, de una
futura aparición de Jesucristo, considerándola como objetivación de una manera de pensar
que para nosotros ya no tiene vigencia? Lo que la parusía quiere afirmar ¿no ha ocurrido
ya realmente con lo que nosotros entendemos por resurrección y soberanía de Jesús?
Cierto que esta soberanía de Jesús es una soberanía oculta, perceptible sólo por la fe,
pero ¿no basta la hipótesis de que nosotros la tengamos por segura mediante la fe y que
se nos revelará de una forma nueva cuando nosotros mismos entremos en la
transcendencia de Dios y alcancemos a Cristo para «estar con él» (cf. Flp 1,23)?
Es éste un problema que la exégesis no puede resolver por sí sola, porque afecta a la
comprensión radical de las afirmaciones bíblicas necesariamente ligadas a una
determinada imagen del mundo y difícilmente separable de la misma. Debe tenerse en
cuenta que la parusía se halla estrechamente asociada a la esperanza firme de una
resurrección y un juicio, mantenida por Jesús y, de hecho, constituye una interpretación
cristológica nueva de aquellos hechos de Dios ordenados a una plena perfección. Hay el
peligro de reducir las dimensiones universales, cósmicas y escatológicas del reino de Dios
anunciado por Jesús. El reino futuro, que Jesús ha anunciado, lo traerá el Señor resucitado
según la conciencia creyente de la Iglesia primitiva, y, a su vez, también puede decirse que
ese reino le presenta a él mismo como a quien lo ha expuesto y realizado de una manera
simbólica en su ministerio terreno. De este modo, parusía y futuro reino de Dios son
inseparables para la Iglesia primitiva, y esta esperanza adquiere en aquella manifestación
su firme expresión y su apoyo seguro.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 208-222)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 34

e) Parábola de la higuera (Mc. 13/28-32).

28 »Aprended de la higuera esta parábola: «Cuando sus


ramas se ponen ya tiernas y comienzan a brotar las hojas, os
dais cuenta de que está cerca el verano. 29 Igualmente
vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, daos cuenta
de que él está cerca, a las puertas. 30 Os aseguro que no
pasará esta generación sin que todas estas cosas sucedan. 31
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán 32 En
cuanto al día aquel o la hora, nadie lo sabe, ni los ángeles en el
cielo, ni el Hijo, sino el Padre.
PARA/HIGUERA: Después de presentar el cuadro de la parusía, surge la pregunta de la
que arrancó todo el discurso (v. 4). Si la larga exposición se considera una composición
perfectamente trabada, entonces la comparación de la higuera y las palabras inmediatas
sobre el «cuándo» surgen como una especie de resumen en el lugar adecuado; pero estos
versículos, que originariamente no constituían una unidad sino que reunían diversos
elementos de la tradición, son también un compendio intencionado desde el punto de vista
de la Iglesia primitiva o del evangelista. Aquí se confirma que, en los acontecimientos
expuestos, el evangelista ve como una especie de «señal» y que contempla la parusía a no
mucha distancia, aunque no determinable en términos precisos.
La comparación de la higuera se entiende fácilmente desde la imagen: después de la
época de las lluvias la higuera echa unas hojas singularmente grandes, suaves y bien
visibles, indicio seguro del verano que irrumpe de modo súbito en Palestina. Mediante el v.
29 la comparación se relaciona con «estas cosas», es decir, con cuanto acaba de
exponerse. Con ello el evangelista se remite de nuevo a los acontecimientos anteriores a la
parusía, pues ésta o el reino perfecto de Dios que llega con ella o el mismo Cristo de la
parusía, están ya evidentemente «cerca, a las puertas». La parábola sin duda que se debe
a Jesús; pero puede suponerse que en él significaba algo distinto. Lucas nos ha
conservado una comparación parecida, que habla de los signos observables, y
concretamente de los signos del tiempo (12,54ss). Pero allí se trata de cosas que pueden
verse durante la presencia y ministerio terrestres de Jesús. Allí Jesús reprocha a los
«hipócritas» que sepan juzgar el aspecto de la tierra y del cielo, pero no «el momento
presente». En el contexto del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios esto sólo puede
significar que en su actividad, en su predicación y doctrina, en sus curaciones y
expulsiones de demonios (Lc 11,20) se anuncia y perfila el cercano reino de Dios y se
exigen ya al presente la conversión y la fe.
Para Marcos y su comunidad, que esperaban el retorno de su Señor, la mirada se desvía
hacia el tiempo intermedio, que para ellos es presente y tiempo de decisión. Los indicios de
la presencia de Jesús se convierten en la concentración cristológica en otros tantos signos
o señales de su parusía. Esto es una aplicación de la predicación de Jesús al tiempo de la
Iglesia teniendo en cuenta las circunstancias de ésta. Por lo demás, a través de la
expectación próxima fluye una interpretación condicionada por el tiempo: en los sucesos
que Marcos tiene ante los ojos -según la exposición historicista: los sucesos de la guerra
judía- se anuncia ya la parusía. Esta aplicación a unos hechos concretos, no se nos impone
pero tampoco es arriesgada, puesto que Marcos tiene perfecta conciencia de lo
indeterminado del momento. Algo similar le ocurre a Pablo, que estaba animado por la
esperanza de la pronta aparición del Señor, pero que no la convierte en un punto doctrinal,
sino que se contenta con dar una amonestación escatológica a sus fieles (cf. 1Cor 7,29ss;
Rom 13,11-14; ITes 5,1-11, Flp 4,47).
La espera de algo inminente se perfila con mayor claridad en la sentencia de que «esta
generación» no pasará sin que hayan acontecido «todas estas cosas» (v. 30). Con la
expresión «todas estas cosas» se indica ahora -como en el v. 4b- toda la serie de
acontecimientos, incluida la parusía. La sentencia está emparentada con Mc 9,1, y es tal
vez un desarrollo de la misma, y desde luego coincide en el contenido objetivo con aquel
logion: algunos coetáneos de Jesús vivirán aún tales sucesos. Hasta entonces «esta
generación» no habrá desaparecido. En la predicación de Jesús se habla a menudo de
«esta generación», siempre en sentido negativo: es una generación mala, «adúltera»,
incrédula (Mc 8,12.38; 9,19). Con todo, no se califica de ese modo a todo el género
humano o al judaísmo en general, sino a la generación de entonces, según lo testifica el
significado constante de esta expresión. Interpretaciones tan agudas de este enunciado
como: el pueblo judío aún subsistirá cuando llegue la parusía, o bien, la maldad del género
humano no habrá cesado, apenas tienen alguna probabilidad. Pero sobre la base de la
predicación profética de Jesús, que tal vez volvieron a tomar en sus labios los primitivos
profetas cristianos, se puede ver en todo ello la proximidad del plazo, aunque sin fijarlo. Lo
decisivo aquí es la certeza de su venida.
La sentencia inmediata (v. 31) asegura solemnemente, aunque de forma general, que las
palabras de Jesús no dejarán de cumplirse. Es impresionante el contraste de que el cielo y
la tierra faltarán, pero no las palabras de Jesús. La parte primera no tiene un significado
independiente, cual si afirmase la destrucción del mundo, sino que sirve únicamente para
poner de relieve el carácter indefectible de las palabras de Jesús. También aquí se ha
debido acomodar una palabra más antigua al contexto e intención del evangelista, pues el
mismo motivo se encuentra en la sentencia: «Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que
una tilde de la ley caiga» (Lc 16,17; d. Mt 5,18); una sentencia que, por consiguiente, ponía
de relieve la santidad y validez de la ley. Tal vez Marcos encontró ya el enlace entre los
versículos 30 y 31 mediante la palabra nexo «pasar» o faltar. Mas la afirmación del v. 31
conserva toda su fuerza, aun prescindiendo de esta conexión; con cada una de sus
aplicaciones la Iglesia primitiva ha proclamado su fe de que las palabras de Jesús
conservan siempre su verdad y obligatoriedad, ya se trate de sus exigencias morales o de
sus promesas proféticas. No hay que entenderlas servilmente al pie de la letra -ni siquiera
puede ser éste el sentido de la «tilde de la ley»-, sino que hay que comprenderlas en su
espíritu y aplicarlas a cada una de las situaciones.
Cualquier falsa interpretación del v. 30 fijando el momento exacto queda eliminada por el
v. 32: el día o la hora están reservados al conocimiento exclusivo del Padre. La solemne
aseveración del v. 31 no sólo apunta al versículo precedente sino que se conecta con la
nueva sentencia. «Mantiene un equilibrio entre los dos logia (v. 30.32) 4ue se completan y
se explican recíprocamente y les presta un acento más enérgico» (R. Pesch). Es indudable,
sin embargo, que existe cierta discrepancia entre el v. 30 y el v. 32, posiblemente
intencionada. En la predicación de Jesús quedan expuestas estas dos realidades: la
esperanza de una irrupción inmediata del reino de Dios en toda su perfección, y el
desconocimiento del tiempo y la hora. Se puede discutir si Marcos, al aludir a una
esperanza de acontecimientos próximos, en «esta generación», sólo tiene por incierta la
fecha próxima en que se producirán o si partiendo del v. 32 quiere también poner en
entredicho la misma proximidad de tales acontecimientos. Probablemente, y a pesar de la
confesión de ignorancia, la esperanza de Mc tiende a considerar como no muy lejana la
parusía. Pero ha tomado tan en serio las palabras formuladas en el v. 32 como lo
demuestra también el recuento de las horas en la parábola del siervo que vigila la puerta (v.
35): los discípulos no saben realmente cuándo llegará su Señor; puede ocurrir a cualquier
hora, incluso a una hora bastante tardía.
Siempre ha sorprendido la formulación tajante de que nadie en absoluto -ni los ángeles ni
siquiera el Hijo- sabe la hora. La palabra plantea algunos problemas teológicos: por una
parte, Jesús es «el Hijo» en sentido absoluto, uno de los títulos cristológicos más sublimes,
expresión de su máxima proximidad a Dios en el Evangelio de Juan, al igual que en la
«exclamación de júbilo» (Mt 11,27; Lc 10,22); por otra parte, se le atribuye un
desconocimiento que no deja de extrañar. Y si la sentencia, a causa de esta afirmación, se
considera inconcebible en la Iglesia primitiva -algunos manuscritos han suprimido «el Hijo»,
por razones evidentemente cristológicas-, otros críticos encuentran improbable este título
en boca de Jesús. Un verdadero escrúpulo cristológico contra el desconocimiento de Jesús
mientras estaba en la tierra, no tiene consistencia, si se toma en serio la encarnación del
Logos divino, y la resolución de si Jesús mismo se ha designado como «el Hijo» en este
sentido absoluto o si sólo la Iglesia primitiva le llamó así, apenas tiene importancia. La
actitud reservada de Jesús para hablar de sí mismo, la ha desplegado legítimamente la
Iglesia primitiva después de su resurrección hasta darle una articulación clara, como hemos
visto en la parábola de los malos viñadores y en el que allí se llama Hijo. Pero la afirmación
principal del versículo, es decir, que el conocimiento de las realidades escatológicas está
reservado a Dios, encuentra un firme apoyo en la predicación de Jesús. También las
parábolas de los criados, entre las cuales Marcos toma la comparación del portero, dejan
entrever a pesar de su reelaboración y acomodación de sentido por parte de la Iglesia
primitiva, una cosa bien clara: que Jesús ha dejado sin señalar el momento preciso del fin.

f) Exhortación a la vigilancia (Mc. 13/33-37).

33 »Estad, pues, sobre aviso y velad; porque no sabéis


cuándo será ese momento. 34 Es igual que cuando un hombre
va de viaje: al dejar su casa y dar a sus criados los poderes,
encarga a cada uno su trabajo, y al portero le manda que vele.
35 Velad, pues; porque no sabéis cuándo va a venir el señor
de la casa. si al atardecer o a medianoche o al canto del gallo
o al amanecer. 36 No sea que, viniendo de improviso, os
encuentre dormidos. 37 Lo que a vosotros estoy diciendo, a
todos lo digo: Velad.»

VICIA/Mc. 13/33-37: El remate de la instrucción escatológica consiste en unas breves


palabras de exhortación, cuyo único propósito es simplemente éste: ¡Velad! La mano del
evangelista se reconoce aquí de forma todavía más patente que hasta ahora; por ello,
también su verdadero propósito de dirigirse a la comunidad se manifiesta a las claras. No
ha pretendido hacerle ningún descubrimiento sobre el futuro, sino inducirla a tomar ya
desde el momento presente una actitud cristiana. Para ello se sirve de una parábola, que
Jesús utilizó una vez con el fin de preparar a sus oyentes para el futuro, como hiciera
también con la comparación de las señales del tiempo, y moverlos a la respuesta inmediata
que reclamaba su mensaje. Una vez más la Iglesia primitiva ha aplicado la parábola de
Jesús a su situación en el tiempo intermedio que va de los acontecimientos pascuales a la
parusía.
En su forma actual la parábola presenta algunos rasgos notables. Como la exhortación
se orienta por completo a velar, todo se centra en torno al portero, a fin de que deje pasar
al dueño cuando regrese. La mención de los otros criados con los encargos que se les
asignan, es perfectamente superflua; aparecen como figuras secundarias sin ninguna
función específica al regreso de su señor. Pero con la vista sobre la comunidad
reconocemos el propósito del evangelista: entre los siervos deben reconocerse todos los
creyentes, que deberán dar cuenta de sus obligaciones personales delante de Cristo, su
Señor, pero que son amonestados también en conjunto a la vigilancia. Al final esto resulta
inequívocamente claro, cuando se dice: «Lo que a vosotros estoy diciendo, a todos lo digo:
Velad.» Los discípulos a quienes Jesús se dirige representan a todos los futuros creyentes;
a todos ellos se les exige la misma actitud de vigilancia.
Bien se puede, pues, suponer que en la parábola originaria sólo se hablaba del portero.
El relato contaba de un señor que se ausentaba y que volvería en un momento
indeterminado, pero que había de entrar en su casa inmediatamente que regresase, para lo
cual encargaba al portero que permaneciese en vela. En Marcos se trata de un señor que
se marcha fuera del país; por ello resulta extraño que sólo se cuente con su regreso
durante la noche. Lucas refiere en otro contexto de un señor que sale a un banquete y es
esperado por sus criados que a su regreso le abren inmediatamente, apenas llama a la
puerta (Lc 12,36), caso en que encaja mejor la situación nocturna. Mas Lucas no menciona
allí al portero sino a los criados en general, un lujo por lo demás innecesario en el cuadro
presentado, pero que se explica por el hecho de estar dirigiéndose a todos los discípulos
de Jesús.
Por todo ello, de estas dos parábolas de Marcos y de Lucas se puede inferir una
parábola originaria que trataba de un portero, el cual permanecía en vela para abrir a su
dueño tan pronto como regresase (del banquete). El rasgo del señor que viaja al extranjero
se encuentra en otras dos parábolas, a saber, en la de los viñadores homicidas (12,1) y en
la del dinero entregado para su explotación o de las minas (Mt 25,14; Lc 19,12); y en ambas
conserva muy buen sentido. Marcos ha debido introducir este rasgo en el presente pasaje
-en el griego la palabra sólo aparece aquí- porque está pensando en la situación
postpascual. La parábola originaria puede reconstruirse dejando de lado esta añadidura y
la otra de los criados. Sonaría así: un hombre deja su casa y encarga al portero que
permanezca en vela porque volverá durante la noche a una hora indeterminada. Cabe
preguntar si la parábola primitiva señalaba cada una de las vigilias nocturnas como
aparecen en el v. 35: a última hora de la tarde, a la medianoche, al canto del gallo o de
madrugada, como se dividía entonces la noche en espacios de tres horas. La división judía
sólo conocía originariamente tres vigilias nocturnas; pero para entonces se había impuesto
en Palestina la división romana, y las expresiones utilizadas aquí tienen sabor popular. En
la parábola de Jesús la enumeración de las distintas vigilias no era ciertamente necesaria,
pero tenía perfecto sentido tratándose de la constante vigilancia del portero. Por ello no hay
que eliminar la reflexión de la Iglesia primitiva sobre la parusía que se retrasaba.
Se discute qué sentido tenía la parábola en boca de Jesús y si quiso indicar algo en
particular. Pero se puede admitir sin dificultad que intentaba invitar a sus oyentes en
general a la vigilancia con la vista puesta en el inminente reino de Dios. En Marcos la
intención es clara; pero es notable la formulación en la que resuena el convencimiento de
que el «señor» (=Cristo) puede retardar su llegada. Como hemos visto, el evangelista
esperaba más bien la pronta parusía; pero esto no era para él un dato absolutamente firme,
por ello admite también la posibilidad de un plazo más largo. De este modo enseña también
y recuerda a sus lectores: Vosotros no sabéis cuándo llegará el Señor de la casa. Lo único
importante es que no os durmáis, sino que permanezcáis en vela y dispuestos a recibirle.
Puede presentarse -a pesar de las señales- repentinamente, y por lo mismo, de un modo
inesperado. Esto puede significar: antes de lo que vosotros esperáis pero también: más
tarde de lo que suponéis. Pero el momento exacto no se determina. La cuestión es que
discípulos y creyentes velen y estén siempre preparados.
Esta apremiante exhortación final, que se repite tres veces, entra de lleno en la postura
radicalmente escatológica de la Iglesia primitiva, aun cuando la exigencia de velar tenga un
eco diverso según la intensidad de la expectación. Objetivamente entra también la
exhortación a estar dispuestos y preparados para el día del Señor. La doble exhortación a
la vigilancia y a estar preparados aparece con frecuencia, especialmente en Mateo y en
Lucas, y se intercambian mutuamente los términos, no siempre en consonancia con la
imagen antepuesta (cf. Mt 25,13). Tales exhortaciones pueden también ampliarse, como
sucede en Lucas al final del discurso escatológico: los cristianos no deben embotar su
corazón con la glotonería, la embriaguez y los cuidados de la vida, sino que deben orar en
todo tiempo para obtener las fuerzas que les mantengan firmes (Lc 21,34ss).
Todo esto es una prueba de que siempre debemos ordenar la vigilancia escatológica de
acuerdo con las circunstancias históricas y las exigencias de cada tiempo, y que siempre
debemos llenarla de contenido, bien sea renunciando a las seducciones de un mundo que
se aparta de Dios o bien en el cumplimiento de nuestros deberes terrenos, y siempre
dispuestos a cumplir los deseos de Jesús, ya sea resistiendo a las corrientes peligrosas, ya
en la oración y el sufrimiento. La constante vigilancia del cristiano es todo un programa de
acción.

III. PASIÓN, MUERTE Y RESURRECClON DE JESÚS (14,1-16,8).

J/PASION/RELATO-MC: Se han definido los Evangelios como «relatos de la pasión


precedidos de una larga introducción». Si esto vale para todos los Evangelios, conviene de
modo muy particular al Evangelio de Marcos. Toda su exposición, principalmente en la
segunda parte, después de la escena de Cesarea de Filipo, está orientada al
acontecimiento de la pasión en que Dios cumple su plan salvador. Después de la
introducción de los discípulos en el misterio de la muerte de Jesús y de la actividad postrera
del Maestro en la capital judía, así como del gran discurso escatológico, el evangelista
acomete por fin ahora el relato de ese acontecimiento. Su lenguaje continúa sin patetismo
alguno. Muchas cosas dolorosas que los cristianos posteriores han meditado con profunda
emoción -la flagelación y la fijación con clavos a la cruz- se mencionan brevemente; eran
cosas conocidas para los hombres de entonces por tratarse de medidas ejecutivas de una
justicia ruda, y para ellos menos conmovedoras que las razones secretas que condujeron a
la condena y ejecución de Jesús, y que el profundo misterio de que el Hijo de Dios hubiera
de aceptar aquel tétrico tormento. La dimensión profunda de sus dolores se manifiesta
sobre todo en el huerto de los Olivos, en que Jesús atraviesa de antemano los abismos de
la agonía con un sacudimiento psíquico, y se da a conocer una vez más en su última
palabra sobre la cruz que expresa su infinito desamparo y su aparente lejanía de Dios.
Mas todo esto hay que verlo al mismo tiempo bajo la luz de la profecía bíblica que se
cumple en él y que él mismo quiere cumplir de una manera consciente. Las causas secretas
del suceso se desarrollarán sobre todo en el proceso de Jesús, no por mero interés
histórico, que no falta, sino principalmente para descubrir las fuerzas impulsoras, las
acusaciones infundadas, la maldad de los dirigentes judíos y la debilidad del juez romano.
Visto humanamente, el proceso constituye un increíble error de la justicia, considerado
desde Dios, era un conflicto necesario en el que Jesús se ha metido a causa de su misión y
de sus exigencias; pero un conflicto necesario con el que Jesús tiene que cumplir su misión.
Junto al acontecimiento propiamente dicho de la pasión, en el relato han entrado algunos
temas importantes para la comunidad, principalmente la última reunión de Jesús con sus
discípulos. Esta reunión está enmarcada en la cena pascual y alcanza su cúspide en la
institución de la eucaristía. Pero hay también otras palabras que conservan especial interés
para el evangelista: el anuncio de la traición, de la dispersión de los discípulos y de la
negación de Pedro. El bochornoso abandono de los discípulos -trasfondo necesario de la
teología pasionaria del Hijo del hombre- se expresa también en la escena del monte de los
Olivos y se convierte en amonestación a la comunidad con la sentencia de la «tentación»
(14,38). En la misma dirección se encuentra la negación de Pedro (14,66-72).
A lo largo del relato de la pasión de Jesús operan diversas tendencias, desde las
teológicas a las apologéticas y parenéticas; aunque sin duda prevalece la cristológica, la
mirada a la persona de Jesús. Para Marcos el Cristo que padece es sobre todo el que
acepta el destino que le ha sido impuesto (14,21.41), El Hijo del hombre que vendrá una
vez entre las nubes del cielo (14,62) y el Hijo obediente al Padre (14,36), que después de
su muerte será reconocido por el centurión pagano como «Hijo de Dios» (15,39). Mas en el
relato mismo de la pasión viene presentado también como el justo perseguido y como un
mártir atormentado según la teología comunitaria anterior a Marcos; por el contrario,
apenas si se subraya la conexión con el siervo de Yahveh de Is 53.
La historia de la pasión debió formar dentro de la tradición sinóptica el relato más
antiguo, elaborado ya desde el principio. Aun así, la exposición que Marcos nos presenta
delata un largo proceso tradicional en el que varias piezas entraron sólo más tarde en el
relato originariamente más breve, como por ejemplo el episodio de la unción, la preparación
de la cena pascual, la escena de Barrabás, las burlas al rey de los judíos... Se ha intentado
entresacar el relato primitivo, pero sin que se haya conseguido un resultado uniforme y
seguro. Para nuestras reflexiones es importante saber que en este relato continuado nos
enfrentamos en gran parte con episodios aislados que debemos valorar como tales y
enjuiciar de distinto modo de acuerdo con la tradición y la redacción. Esto nos lo confirman
las exposiciones de Mateo y de Lucas, que introducen numerosas otras escenas y rasgos
peculiares.
En conjunto, pues, la historia de la pasión no presenta en primera línea un interés
histórico tal como nosotros lo entendemos -cómo ha ocurrido todo de hecho y en qué orden
se han desarrollado los sucesos-, sino que teniendo en cuenta la historia y aceptando
numerosas tradiciones particulares, quiere llevar a la comunidad creyente a una inteligencia
más profunda de aquel acontecimiento único y digno de ser meditado, acontecimiento que
por lo demás está firme e innegablemente anclado en la historia. Sucede así que también el
relato de la pasión, especialmente la vista ante el gran consejo y el comportamiento de las
autoridades judías, así como el desarrollo de la última cena y muchos otros episodios
particulares hasta el grito de Jesús al morir y la visita de las mujeres al sepulcro, se
encuentran todavía hoy bajo el fuego cruzado de la crítica.
El lector creyente, sin embargo, no perderá de vista el verdadero propósito del
evangelista entre el fárrago de las discusiones históricas; propósito que no es otro que el
de presentar a la comunidad el camino de muerte de su Señor, conservar en ella su legado
de las últimas horas y exhortarla al seguimiento de Jesús por el camino que le ha sido
trazado. Toda la exposición está elaborada con vistas al misterio del Hijo del hombre,
aunque no carece de panorámicas esperanzadas (cf. 14,9.25.28.58.62); pero sólo al final,
con el mensaje de la resurrección sobre el sepulcro vacío, se descorre por completo el velo.
Lo que leemos en 16,9-20 es una adición tardía que falta en los mejores manuscritos y
que compendia otras tradiciones, especialmente Lucas, por lo que con toda seguridad no
procede de la mano del evangelista. Es una conclusión «canónica», es decir, aceptada en
el canon del Nuevo Testamento, que coincide con la predicación general de la Iglesia
primitiva y que mantiene un sentido kerygmático, como lo tiene también otra conclusión
conservada en varios manuscritos: el mensaje santo e imperecedero de la salvación eterna.
Podemos dividir la historia de la pasión según Marcos en las secciones siguientes: 1º. De
la conspiración a muerte de los enemigos al prendimiento de Jesús (14,1-52); 2º. La vista
ante el sanedrín y el proceso ante Pilato (14,53-15, 15); 3º. Pasión, crucifixión y sepultura
(15,16-16,8).
(_MENSAJE/02-2.Págs. 222-235)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 35

1. CONJURA A MUERTE DE LOS ENEMIGOS DE JESÚS (14,1-52).


La primera parte de la historia de la pasión se abre con la conjura a muerte de los
enemigos de Jesús, a la que responde el ofrecimiento del traidor Judas Iscariote para
entregarles su Maestro. En esta unidad tradicional ha insertado Marcos el relato de la
unción en Betania (14,3-9). Con ello el lector no sólo se familiariza con la situación externa
sino que también viene preparado interiormente: Jesús prevé su muerte y la acepta como la
consumación del camino que le lleva a su glorificación y al triunfo del Evangelio. Surge así
una imagen llena de contrastes, en la que sobre un trasfondo obscuro destaca una promesa
luminosa. La última reunión de Jesús con sus discípulos nos le muestra de igual modo como
quien todo lo prevé y decide, según lo habría hecho cuando entraba en Jerusalén
(14,12-17, cf. 11,1-6), que sabe la traición y su destino fatídico (14,18-21), y que durante la
cena con sus discípulos realiza una acción profundamente significativa, que apunta por igual
a su muerte y al reino futuro. Esta institución de la cena, que después de la muerte de Jesús
tendrá para la comunidad la máxima importancia, la ha encajado Marcos de tal modo en el
relato de la pasión que por la conexión de la eucaristía con la muerte de Jesús pone también
de relieve el carácter simbólico y escatológico de aquélla (14,25), lo que constituye a su vez
una nueva visión esperanzadora. La marcha al monte de los Olivos
nos entra de lleno en las tinieblas del acontecimiento de la muerte y nos lleva directamente
a la pasión: anuncio de la dispersión de los discípulos y de la negación de Pedro, soledad y
angustia mortal de Jesús en el huerto de Getsemaní y, finalmente, la aproximación del
traidor y el prendimiento de Jesús. Todos los discípulos huyen (14,50) y también un joven
que estaba por los alrededores (14, 52). Completamente abandonado por los suyos, es
llevado preso y empieza su camino doloroso.

a) La conjura de los dirigentes judíos (Mc. 14/01-02).

1 Dos días después eran la pascua y los ázimos. Los sumos


sacerdotes y los escribas andaban buscando cómo arrestarlo
con astucia y darle muerte. 2 Pero se decían: «Durante la
fiesta, no: no sea que haya algún motín del pueblo.»

La indicación cronológica «dos días después» no enlaza con un suceso narrado


anteriormente, sino que anticipa un acontecimiento y equivale a decir: dos días antes de la
fiesta. Esta viene aquí designada con la doble expresión de «pascua» y «ázimos». La
pascua se refería sólo al primer día de la semana de fiestas, y más concretamente a la
tarde de ese día en que se comía el cordero pascual. La fecha de la pascua se fijaba en la
luna llena después del equinoccio de primavera (= al 14/15 de nisán) y se observaba
ciudadosamente. Pero la víspera había que retirar de las casas todo pan con levaduras (cf.
14,12), y durante toda la semana sólo se comía pan ázimo.
No se indica una sesión del gran consejo con una sentencia oficial de muerte contra
Jesús; sólo en Mateo se expone así (26,3s). Marcos nombra únicamente a los sumos
sacerdotes y a los escribas -sin «los ancianos»; cf. 8, 31; 11,27- como los verdaderos
enemigos de Jesús, al igual que en 10,33; 11,18. Después sigue consecuentemente el
cuadro cronológico: 14,12 día de la preparación de la pascua; 14,17 víspera de la pascua
por la tarde en que se comía el cordero pascual; 15,1 mañana del día de la muerte
indicando asimismo la división horaria (15,25.33.34.42). De este modo el acontecimiento de
la pasión empieza para él dos días antes de la fiesta de pascua y se desarrolla con una
señalización horaria precisa hasta que dos días después de la muerte de Jesús estalla el
mensaje de la resurrección. También en esto se pone de manifiesto para Marcos el plan
decretado por Dios. Las maquinaciones criminales de los enemigos de Jesús para perderle
las había mencionado dos veces (11,18; 12,12); su obstinación se recrudece antes de la
fiesta. Mediante estas repetidas observaciones (cf. también 14,55) recrimina al máximo la
maldad de los dirigentes judíos: la muerte de Jesús es para ellos una cuestión decidida
desde largo tiempo atrás. De ahí que ahora para ellos sólo se trata de cómo llevar a efecto
su plan, al tiempo que se subraya que quieren echar mano a Jesús con engaño.
La observación explicativa del v. 2 presenta, por lo mismo, una cierta tensión, pues los
cálculos se refieren, según parece, al tiempo, al momento adecuado. El temor de que
precisamente en la fiesta de pascua pudiera estallar un motín no carecía de fundamento;
pues de hecho, en esa gran fiesta se repitieron las sublevaciones al excitarse fácilmente las
esperanzas mesiánicas y los sentimientos nacionalistas entre los miles de peregrinos que
acudían a la festividad (FLAVIO JOSEFO, Guerra judía I, § 88). Por otra parte, el
subrayado propósito de prender a Jesús con astucia se comprende teniendo en cuenta una
decisión de la Mishna, según la cual ciertos malhechores debían ser ejecutados
precisamente con ocasión de una fiesta de peregrinación (Sanhedrin Xl, 3). Pero quizás
haya que traducir el giro griego con más precisión por «no en la aglomeración de la fiesta»
(cf. Jn 2,23; 7,31). Así se explicaría bien la decisión contraria de los dirigentes judíos: no
entre el tumulto festivo, sino secretamente. Leyendo inmediatamente después los v. 10-11
se comprende perfectamente lo oportuna que debió resultar a los enemigos de Jesús la
oferta de Judas Iscariote. También de éste se dice que «andaba buscando» cómo entregar
a Jesús «oportunamente» lo que equivale a en secreto.
Como ya hizo en los días del ministerio en Jerusalén el evangelista se esfuerza por
establecer una separación entre los dirigentes del judaísmo y el pueblo. Aquéllos no sólo
gestionan la muerte de Jesús de un modo bien planeado, sino que para ello están
decididos a emplear todos los medios. Quizá no temían tanto un amotinamiento popular que
pudiera hacer fracasar sus propósitos, cuanto las consecuencias políticas de una
intervención de los romanos y la merma de los últimos restos de su autoridad (cf. Jn
11,47-53). Mas para Marcos entra en el destino secreto del Hijo del hombre el ser
entregado con engaño y perfidia, con sigilo y a traición, y ser prendido como un salteador
en la obscuridad de la noche (cf. 14,43-49).

b) Unción en Betania y ofrecimiento del traidor (Mc. 14/03-11).

3 Y hallándose él en Betania, en casa de Simón el leproso,


mientras estaba recostado a la mesa, vino una mujer con un
frasco de alabastro, lleno de perfume de nardo auténtico muy
caro; rompió el frasco y le derramó el perfume sobre la
cabeza. 4 Había algunos que entre sí comentaban indignados:
«¿A qué viene este derroche de perfume? 5 Pues podía
haberse vendido este perfume por más de trescientos
denarios y habérselos dado a los pobres», y severamente se
lo echaban a ella en cara. 6 Pero Jesús dijo: «Dejadla. ¿Por
qué la molestáis? Ha hecho conmigo una buena obra. 7
Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros, y cuando
queráis les podéis hacer bien; pero a mí no me tendréis
siempre. 8 Ella hizo lo que pudo: se ha adelantado a ungir mi
cuerpo para la sepultura. 9 Os lo aseguro: Dondequiera que
se predique el Evangelio por todo el mundo, se hablará
también, pura recuerdo suyo, de lo que ella ha hecho.»
10 Entonces Judas Iscariote, uno de los doce, se fue a ver a
los sumos sacerdotes con miras a entregárselo. 11 Ellos, al
oírlo, se alegraron y prometieron darle dinero. Y él andaba
buscando cómo entregarlo oportunamente.

UNCION/BETANIA BETANIA/UNCION La historia de la unción en Betania entró pronto


a formar parte de los relatos que corrían entre la comunidad. Está firmemente ligada al
lugar, ya mencionado en el episodio de la entrada en Jerusalén (cf. 11,1.11s), y que
quedaba a unos 3 kilómetros en la ladera oriental del monte de los Olivos. El estilo refleja
ciertas peculiaridades semíticas y las ideas se explican también desde la mentalidad judía.
No hay, pues, fundamento alguno para negar su historicidad. Sólo la fijación cronológica no
es completamente segura; en Jn 12,1 se coloca el banquete «seis días antes de la
pascua». En Marcos, y de acuerdo con 14,1 da la impresión de que fue dos días antes de
la fiesta; pero ya hemos visto que el episodio ha sido introducido entre 14,2 y 14,10, y que
en el episodio mismo no se indica dato alguno. La proximidad a la pascua de la muerte
resulta del propio relato. Marcos no da más nombres que el del anfitrión; según Jn 12,2s, la
mujer que ungió a Jesús era María, la hermana de Marta y de Lázaro; y Judas, el traidor,
fue el que se irritó por aquel derroche (Jn 12,4). El relato de Marcos es sin duda más
antiguo y original.
Simón, por sobrenombre «el leproso» por haber tenido antes la enfermedad -que no hay
por qué entender como la lepra propiamente dicha- da un banquete a Jesús. Los asistentes
se «recostaban» sobre almohadones en torno a la mesa (cf. 14,18; Jn 13,23ss). Jesús
tampoco había rechazado otras veces tales invitaciones (cf. 2,15s: Lc 7,36; I1, 37; 14,1); en
esos banquetes las mujeres sólo servían. Por ello resultaba algo desacostumbrado que
durante la comida entrase una mujer y ungiese la cabeza de Jesús con un ungüento
precioso (acto de la máxima estima y veneración). El aceite, guardado en un vaso de
alabastro -son muchos los frasquitos para unciones que han llegado hasta nosotros- viene
descrito como extraordinariamente valioso. Se trataba de «auténtico» aceite de nardo (*),
que se obtenía de la planta del nardo originaria de la India, y más en concreto triturando
sus raíces; de ahí lo elevado de su precio de trescientos denarios (más de 50 dólares). Se
comprende el disgusto de los presentes por este «derroche»; pero el Maestro toma la
defensa de la mujer contra tales reproches y pronuncia unas palabras que explican por qué
la comunidad conservó el episodio y siguió refiriéndolo.
Para entender bien la respuesta de Jesús y el desarrollo de las ideas hay que tener
presentes algunas opiniones judías. El judaísmo tenía en gran estima la limosna y las obras
de misericordia; entre éstas se valoraban más aquellas en las que un hombre hacía
efectivamente algo en favor de otro, le dedicaba el esfuerzo de sus manos, que no la
simple entrega de dinero. Entre las obras de misericordia se contaba también el enterrar a
los muertos (recuérdese al anciano Tobías: Tob 1,17ss; 2,3-7), y es posible que la acción
de la mujer se considere aquí como tal servicio de misericordia: mediante la unción Jesús
recibe ya de antemano una honrosa sepultura. En tal caso, las palabras de Jesús, que
coinciden con la mentalidad judía, supondrían un elogio y explicación: la mujer ha hecho
una obra de misericordia superior a la limosna (v. 6); ha llevado a cabo una acción
misericordiosa, que pronto no tendrá oportunidad de realizar (v. 7), se trata de la obra de
misericordia de enterrar a los muertos (v. 8). Entendida así, la observación de Jesús
aparentemente dura de que los judíos siempre tendrán pobres entre los que puedan hacer
el bien, pierde su dureza. Por lo demás, una palabra similar se encontraba ya en Dt 15,11:
«Nunca faltarán pobres en la tierra de tu morada», que en dicho contexto no hace sino
fundamentar y agudizar el deber de preocuparse de los pobres.
Para la comunidad cristiana las palabras de Jesús tienen además otra significación: la
mujer ha demostrado a Jesús su alta consideración y merece elogios. Se ha pensado que
con este acto de la unción Jesús viene reconocido por rey, pues la unción regia era una
imagen familiar para los hombres de aquel tiempo. En Marcos -y en Mateo-, la mujer
derrama el precioso perfume sobre la cabeza de Jesús, en Juan sobre sus pies (Jn 12,3),
por lo que se convierte más bien en un acto de amor humilde (cf. Lc 7,38). Pero la idea de
una unción regia no viene sugerida de ningún otro modo; la mirada se centra en el hecho
de que el cuerpo de Jesús ha sido ungido para la sepultura. Recuérdese que, según Mc
16,1s, la mañana de pascua las mujeres van al sepulcro con perfumes para embalsamar el
cadáver de Jesús, sin que tengan ya ocasión de hacerlo; así se comprende la idea de la
comunidad: la mujer ha tributado a Jesús un honor que también hubieran deseado prestarle
los cristianos después de pascua, el honor adecuado que correspondía a Jesús como Hijo
de Dios. Es, si se quiere, el fundamento de una veneración cúltica a Jesús, de un culto al
Señor que había muerto ignominiosamente, pero a quien Dios había resucitado.
Esta intención viene a confirmarla en cierto modo en el v. 9, que habla del anuncio del
Evangelio en todo el mundo. Se refiere primero a la mujer que con un sentimiento sincero
ha tributado a Jesús ese servicio amoroso. La expresión traducida «para recuerdo suyo»
difícilmente tiene relación con el giro. frecuente ya en el Antiguo Testamento, de «en
memoria», es decir, para que Dios se recuerde de ella en el juicio; más bien se trata del
recuerdo que la comunidad hará de ella y de su acción, que aun sin ella saberlo, encerraba
un significado tan profundo.
Pero el pensamiento de la predicación del Evangelio en todo el mundo (cf. 13,10) es al
mismo tiempo una visión consoladora y de triunfo para la comunidad, después de la
indicación velada, aunque insoslayable, de Jesús de que su muerte y sepultura eran
inminentes. La tumba de Jesús no es el acontecimiento último; su mensaje no sucumbe, su
Evangelio penetra en todo el mundo. Pero donde el Evangelio es anunciado hay siempre
un pensamiento sobre los días en la tierra, sobre el ministerio terrestre, los padecimientos y
la resurrección del Señor. Es sobre todo en las celebraciones eucarísticas cuando se
piensa en la actividad de Jesús, en el establecimiento de la nueva alianza con su sangre
(cf. 14,24; Lc 22,19; lCor 11,25), en su comunión permanente con la comunidad. Tal es
seguramente también el «lugar» originario del recuerdo de la mujer, que ungió su cuerpo de
antemano para la sepultura convirtiéndose en modelo de toda la comunidad. La historia
demuestra que la Iglesia primitiva, pese a todas sus obligaciones de misericordia con los
pobres, que procuraba cumplir, no menospreció la veneración cúltica de su Señor,
ciertamente que no de un modo aislado a la manera de las comunidades cúlticas
helenistas, sino como expresión de la comunión con su Señor crucificado y resucitado, de
la cual le llegaba la fuerza para actuar en el mundo y para soportar los padecimientos y
persecuciones.
Los esfuerzos de Judas Iscariote para entregar su Maestro a los sumos sacerdotes
presentan una imagen de claroscuro violento. Se acentúa que era «uno de los doce», más
acusado aún según el tenor literal de la expresión griega con el artículo: «el uno de los
doce». Se percibe ahí el temblor de la Iglesia primitiva ante el enigma siempre insoluble de
que uno de los que formaban el círculo más íntimo de discípulos pudiera haberse
convertido en el traidor; sentimiento que aún se percibe mejor en el Evangelio de Juan
(6,70s; 13,21). La Iglesia primitiva se esforzó ya por encontrar los motivos de tal acción, que
ha seguido preocupando más aún a la exégesis posterior. En Marcos el motivo del dinero y
de la avaricia sólo se siente en el hecho de que los príncipes de los sacerdotes prometen
dar dinero al traidor. En Mateo trata ya con ellos del precio y las treinta monedas de plata
recuerdan la palabra profética de Zac 11,12. En Juan, Judas viene marcado como con
fuego con el calificativo de «ladrón» por cuanto era un administrador infiel de la bolsa
común (12,6). No es posible señalar con mayor precisión los motivos que impulsaron en
realidad a aquel hombre (entre los que se sugieren las fallidas esperanzas mesiánicas). A
Marcos le basta la triste afirmación de que buscaba una ocasión oportuna para entregar a
Jesús, después de aliarse con los príncipes de los sacerdotes que querían llevar a Jesús a
]a muerte.
...............
* Se discute el significado del vocablo griego que sólo aparece aquí en todo el Nuevo
Testamento. Algunos intérpretes lo derivan de un nombre o de una palabra aramea para el
alfóncigo, cuyo aceite era uno de los ingredientes del perfume. Esta palabra rara es interesante
para la historia de la tradición, pues aparece también en Jn 12,3.
...............

c) Preparación de la cena pascual (Mc. 14/12-16).

12 EI primer día de los ázimos, cuando se sacrificaba el


cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres
que vayamos a preparar para que comas la pascua?» 13
Envía entonces a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la
ciudad y os encontraréis con un hombre que lleva un cántaro
de agua. Seguidlo; 14 y donde él entre, decid al dueño de la
casa. "El Maestro pregunta: ¿Dónde está mi sala, en la que
voy a comer la pascua con mis discípulos?" 15 y él os
mostrará una gran sala en el piso de arriba, arreglada ya con
almohadones y dispuesta; preparádnosla allí.» 16 Se fueron,
pues, los discípulos, llegaron a la ciudad, lo hallaron conforme
les había dicho él y prepararon la pascua.

J/MU/FECHA: Históricamente es un hecho seguro que Jesús murió un viernes -lo más
probable del año 30, o tal vez del 33-; era «víspera del sábado» (Mc 15,42 y par; cf. Jn
19,31.42). Pero desgraciadamente no sabemos en qué día cayó aquel año la pascua -la
noche del 14 al 15 de nisán-, y por lo mismo no sabemos si Jesús fue crucificado el día 14
o el 15 del mes de nisán. En esto difieren los sinópticos y Juan entre si. Mientras que,
según los sinópticos, parece que Jesús celebró la cena pascual con sus discípulos -es
decir, el 14 de nisán por la tarde- y que murió el primer día de la semana festiva -el día 15
de nisán-; en Jn 19,28 se dice que el proceso de Jesús ante Pilato se desarrolló la víspera
y Jesús fue ajusticiado la tarde de ese mismo día (cf. Jn 19,14), es decir, a la hora en que
se sacrificaban los corderos pascuales en el templo y los judíos se disponían a celebrar la
cena pascual en sus casas.
Hasta ahora todas las tentativas que se han hecho por resolver estas diferencias no han
dado ningún resultado satisfactorio. También la hipótesis de que Jesús se habría
acomodado al calendario solar esenio, testificado en Qumrán, y según el cual la pascua
-¿sin cordero?- se celebraba siempre la tarde del martes, tropieza con dificultades. Este
problema histórico tiene su importancia por cuanto que, según la exposición sinóptica Jesús
llevó a cabo la institución de su cena en el marco de la cena pascual judía; mientras que,
según Juan -que no relata la institución de la eucaristía- la última cena de Jesús no habría
tenido ese carácter. Si, según él, Jesús murió a la hora en que los judíos sacrificaban los
corderos junto al gran altar de los holocaustos, Jesús aparece como el cordero pascual del
Nuevo Testamento, idea confirmada por la cita de Jn 19,36. ¿Ha sido el cuarto evangelista
quien ha elegido una fecha distinta de la muerte de Jesús en razón de ese simbolismo, o
han sido los sinópticos los que han señalado como cena pascual la última cena de Jesús
sin fundamento histórico, cuando sólo se trataba en la práctica de una cena de despedida,
aunque siempre bajo el signo y dentro de la atmósfera de la fiesta judía de la pascua?
Hasta hoy los exegetas no han llegado a un acuerdo en si hay que seguir la cronología de
los Sinópticos o de Juan. Por lo demás aumentan las voces que otorgan la preferencia a los
datos joánicos y quieren explicar de otro modo la exposición de los sinópticos por ciertos
propósitos teológicos de la comunidad.
Esta discusión científica hace ver la ventaja de no leer el relato de Marcos simplemente
con los ojos del historiador, sino prestando también atención a los motivos profundos que
regulan la exposición. La inserción de la última cena en el marco de la pascua podría
deberse también a una intención teológica, a saber: la de entender la institución de Jesús
como la nueva pascua cristiana al tiempo que como la «abolición» de la pascua judía (H.
Schurmann). De hecho los rasgos pascuales aparecen sóLO antes y después de la
institución eucarística; claramente en la perícopa sobre la preparación del banquete y
después, con menor claridad, en la breve observación de que los discípulos, «cantado el
himno» (14,26), salieron para el monte de los Olivos; pues este himno encaja
perfectamente en el desarrollo de una cena pascual: era la segunda parte de los salmos del
hallel, que se cantaba después de comer el cordero y tras la tercera copa de vino. El relato
de la preparación de la cena pascual es, no obstante, muy peculiar y, desde el punto de
vista histórico, apenas puede pertenecer al material tradicional más antiguo.
Hace tiempo que se cayó en la cuenta de las analogías que median entre nuestro relato y
la preparación de la entrada de Jesús en Jerusalén (11,1-6). Allí observábamos que se le
atribuía a Jesús una presciencia milagrosa y una autoridad soberana. También aquí
aparecen las mismas cualidades, e incluso con mayor fuerza: Jesús envía a dos de sus
discípulos y les predice que al entrar en la ciudad se encontrarán con un acarreador de
agua al que deben seguir, hasta encontrar la casa en que podrán preparar la cena de
pascua. El dueño de la casa ya lo sabe, y tiene preparada y bien dispuesta una sala en el
piso superior, perfectamente apropiada para que Jesús celebre el banquete con sus
discípulos. Los dos enviados no tienen más que cuidar de los últimos detalles, como poner
la mesa con todo lo que requería la festividad: las «lechugas amargas» que, según Ex 12,8,
formaban parte de la minuta pascual, además de las fuentes con zumos de diversos frutos,
que con su color rojizo recordaban el barro que los israelitas tuvieron que trabajar en Egipto
para hacer ladrillos. Finalmente había que preparar vino en abundancia, pues para esta
festividad se prescribían cuatro -entonces tal vez sólo tres- copas rituales. No hay palabra
alguna que aluda a lo más importante de esta comida sagrada, ni aquí ni en lo que sigue: a
saber, el cordero pascual que antes debía sacrificarse en el templo y que después debía
ser consumido por la pequeña comunidad que celebraba la pascua, comunidad que por su
número bien podía estar formada por Jesús y sus discípulos. ¿Es esto un indicio de que la
Iglesia primitiva no sabía con certeza si Jesús había celebrado la cena pascual judía con
sus discípulos? Tampoco Lc 22,15 puede resolver esta cuestión.
El evangelista quiere mostrar ante todo cómo Jesús, sabiendo lo dispuesto por Dios
preparó de manera consciente la última hora de su convivencia con Ios discípulos. Los dos
discípulos enviados -que, según Lc 22,8, fueron Pedro y Juan- lo encuentran todo como él
les había dicho. Lo que importa es eso y no los detalles. Dado el carácter esquemático de
la narración no tiene objeto preguntar de dónde conocía Jesús al dueño de la casa; tal vez
de encuentros anteriores en la misma sala del piso alto, o quizá se trataba de una
precaución tomada mucho tiempo antes a causa de la concurrencia de forasteros en la
ciudad, o que por la situación de la sala pudiese tener lugar la reunión en el mayor secreto
posible... No conocemos el lugar de la última cena; la localización tradicional en Sión, al
sudoeste de Jerusalén es insegura y poco probable, habida cuenta del camino a través del
valle del Cedrón hasta el monte de los Olivos. La sala que hoy se muestra -en estilo gótico-
es de la época de las cruzadas. También la hipótesis de que se trata del mismo local en
que después se reuniría la comunidad de Jerusalén, la casa de María la madre de Juan
Marcos (Act 12,12), y que posiblemente el acarreador de agua fuese el propio Marcos, no
pasa de ser una mera suposición. En lugar de tales elucubraciones, en las que se
interesaron las épocas y los peregrinos de tiempos posteriores, deberíamos reconsiderar el
sentido de la narración en su conjunto: al tiempo que se prepara el local para la última
reunión de Jesús con sus discípulos, debe prepararse el lector al mismo acontecimiento: y,
en tanto que Jesús todo lo prevé y ordena, se llama la atención del lector y se le dispone el
ánimo para la sagrada institución de Jesús en su despedida.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 235-249)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 36

d) Jesús anuncia la traición (Mc. 14/17-21).

17 Al atardecer, llega con los doce. 18 Y mientras estaban


recostados a la mesa comiendo, Jesús dijo: «Os aseguro que
uno de vosotros me entregará, uno que está comiendo
conmigo.» 19 Ellos comenzaron a entristecerse y a preguntarle
uno tras otro: «¿Acaso seré yo?» 20 Pero él les respondió: «Es
uno de los doce, el que moja conmigo en el plato. 21 Porque el
Hijo del hombre se va, conforme está escrito de él; pero ¡ay de
ese hombre por quien el Hijo del hombre va a ser entregado!
Más le valiera a tal hombre no haber nacido.»

CENA-PASCUAL/JUDIA: De acuerdo con la computación judía del tiempo, la vigilia


pascual empezaba a la puesta del sol. Entonces era cuando se celebraba la fiesta pascual
doméstica con una comida ritual que recordaba la liberación de los antepasados de la
esclavitud de Egipto. Este acontecimiento de liberación debía hacerse presente con todo
ello y mediante una haggada de pascua, una instrucción del padre de familia sobre el
sentido de aquella comida formada por el cordero pascual, los panes ázimos y las lechugas
amargas. Cada generación debía considerarse cual si ella misma hubiese sido sacada de
Egipto; gravedad, alegría y esperanza se mezclaban en esta festividad particular. Mas para
la comunidad cristiana en lugar de la liberación de Israel entraba la idea de la redención por
la sangre de Cristo: «Ha sido inmolado nuestro cordero pascual: Cristo», escribe Pablo
(ICor 5,7).
De este modo Marcos presenta sin duda el cuadro de la fiesta pascual, aunque
llenándolo de un nuevo contenido. Si la última cena ha sido o no una cena pascual, lo
importante para la comunidad era exclusivamente lo peculiar y nuevo que Jesús realizó
entonces. Sus palabras y su acción en aquel último encuentro con sus discípulos era lo que
se conservaba y seguía narrándose; en parte ciertamente que como un recuerdo
conmemorativo, pero lo más importante, la institución de la eucaristía, como memorial
perpetuo, como actualización de la comunión con el Señor que había ido a la muerte y que
volvería alguna vez (cf. ICor 11,26). Marcos construye su escueto relato con perfecta
trabazón, de tal modo que a la traición por parte de uno del circulo de los doce siga la
institución de la eucaristía, que culmina a su vez en la visión del futuro reino de Dios.
Mediante una breve transición (v. 17) el evangelista conecta el relato precedente con el
acontecimiento de la última cena. A última hora, es decir al anochecer, llega Jesús con los
do ce. Los discípulos aparecen con esta designación porque son los representantes de
toda la comunidad (cf. 3,14; 4,10; 9,35), y porque inmediatamente después se señalará con
dolorosa sorpresa a Judas como a «uno de vosotros» (v. 18), como «uno de los doce» (v.
20). Nada sabemos de cómo transcurrió la cena; en el v. 18 sólo se dice: «Estaban
recostados a la mesa comiendo.» Esto indica que el anuncio de la traición formaba una
unidad narrativa independiente; Lucas lo trae en otro lugar, inmediatamente después de la
institución de la eucaristía (Lc 22,21). Por eso se ha discutido mucho si Judas recibió o no
el pan y vino eucarísticos. Según Jn 13,27-30 ya había salido durante la cena, pero como el
cuarto evangelista no relata la institución de la eucaristía, no aparece claro cuándo ocurrió
la salida de Judas. Combinando los relatos de Marcos y de Juan parece imponerse la
hipótesis de que ya había abandonado la sala del banquete antes de la acción sagrada.
Lucas habría re£erido el anuncio de la traición inmediatamente después de la institución
eucarística sólo por motivos redaccionales; aunque no existe plena certeza sobre el
particular. La Iglesia primitiva no estaba tan interesada como nosotros por la comunión de
Judas; para ella era mucho más opresivo que uno de los doce hubiese sido traidor a Jesús.
El anuncio de Jesús alude a un pasaje de los Salmos: «Hasta el amigo en quien había
confiado, el que comía mi pan, levantó contra mí su calcañar» (Sal 41,10). Hasta la traición
de Jesús por parte de uno de sus discípulos más allegados pierde para la Iglesia primitiva
algo de su negrura incomprensible a través de la cita bíblica (cf. Jn 17,12). Profundamente
impresionados, los discípulos empiezan a preguntar: «¿Acaso seré yo?» Según Marcos,
Jesús no desenmascara al traidor, ni mediante una palabra al mismo (Mt 26,25) ni haciendo
una indicación a ningún otro discípulo (Jn 13,25s). Reafirma simplemente su vaticinio y
pone ante los ojos de todos los discípulos lo pavoroso de la acción con un «¡ay!». La frase
«mojar en el plato» podía significar en el marco de la cena pascual que el dueño de la casa
empapaba un trozo de las hierbas amargas (lechuga) en la salsa y ofrecía el bocado a uno
de los comensales. Pero éste no es el sentido ciertamente, porque cada uno de los
participantes en la comida pascual tenía su propio plato con salsa, y el giro no puede decir
otra cosa sino que todos comían en común de un plato (cf. Jn 13,26s). Era simplemente
una forma gráfica de decir: «uno que está comiendo conmigo» (v. 18).
Para Marcos la expresión «Hijo del hombre» constituye el centro teológico: el Hijo del
hombre «se va», emprende el camino que se le había predicho y trazado en la Escritura. El
verbo griego incluye el matiz del alejamiento, aquí en el sentido de la ausencia por muerte,
por defunción. Se emplea a menudo en el Evangelio de Juan donde, de acuerdo con la
conciencia que de sí tiene el Jesús joánico, incluye la idea del retorno al Padre (Jn 7, 33;
8,14.21; 13,3, etc.). En Marcos aparece únicamente el aspecto oscuro del destino fatídico
que el Hijo del hombre asume sobre sí. No hay por qué buscar, como ni tampoco en 8,31,
un lugar determinado de la Biblia que anuncie este destino, aun cuando para la Iglesia
primitiva ese pasaje sería la profecía de Is 53 sobre el siervo de Yahveh que expía y
reconcilia (cf. ICor 15,3). Mas aquí no hay por qué volver sobre ello; basta con saber que es
algo que se impone al Hijo del hombre, que debe cumplirse su hora, en la que «va a ser
entregado en manos de los pecadores» (14,41). El «¡ay!» es forma estilística de los
profetas, una sentencia de exhortación y amenaza con la que se expresa lo deshonesto y
peligroso de semejante acto para la salvación. La grave afirmación: «Más le valiera a tal
hombre no haber nacido», no equivale sin más ni más a la condenación eterna del traidor;
se trata de una forma judía de hablar, testificada en otros lugares, una hipérbole parecida a
la de 9,42. Pero detrás de ella late la amenaza del juicio eterno (cf. Jn 17,12); la frase
descubre todo el horror que provoca la acción de Judas y el infeliz destino a que se expone
«aquel hombre». Para la Iglesia primitiva este horror se reafirma con el fin terreno del
traidor, de cuyo suicidio se tenía conocimiento, aunque sobre el mismo hubiese distintas
versiones (cf. Mt 27,3ss; Act 1,18s).

e) Institución de la eucaristía (Mc. 14/22-25).

22 Y mientras estaban comiendo, tomó pan, y, recitando la


bendición, lo partió, se lo dio y dijo: «Tomad; esto es mi
cuerpo.» 23 Tomó luego una copa, y dando gracias, se la dio,
y bebieron todos de ella. 24 Y les dijo: «Esto es mi sangre,
sangre de la alianza, que es derramada por muchos.» 25 Os
aseguro que ya no beberé más del producto de la vid hasta
aquel día en que lo beba nuevo en el reino de Dios.»

EU/INSTITUCION: La nueva introducción: «Y mientras estaban cenando» (cf. v. 18),


indica que Marcos está insertando en su exposición un relato originariamente
independiente. Por lo mismo, el anuncio de la traición y la institución de la eucaristía no es
preciso que formasen una unidad; eso viene a significar también el hecho de que no se
cuente todo lo relativo a esta última cena de Jesús. Pero la acción que Jesús realiza
después, y que Marcos refiere con palabras escuetas, tiene para la Iglesia primitiva el más
alto significado. A juzgar por cuanto sabemos, desde el comienzo celebró regularmente la
«cena del Señor» (ICor 11,20) o el rito de la eucaristía; Pablo lo testifica revocándose a la
tradición que había recibido (lCor 11,23). Puesto que no se ha logrado explicar esta
celebración peculiar de la comunidad primitiva, que también se denominaba «partir el pan»
o fracción del pan (cf. Act 2,42.46; 20,7; ICor 10,16) por otros motivos o iniciativas de los
primeros cristianos, no se justifica exponer el relato de la institución, contenido en los
Evangelios en el marco de la última cena, como un relato fundacional posterior que
explicaría dicha práctica (leyenda cultual etiológica). La primitiva celebración cristiana se
remonta a la voluntad y acción de Jesús, que dejó este legado a sus discípulos en la hora
de su despedida. Por lo demás, la distinta formulación de las palabras de Jesús en los
cuatro relatos de que disponemos -los sinópticos y Pablo en ICor 11,23-25- imponen la
aceptación de que tales relatos no han conservado literalmente las palabras de Jesús, sino
que al propio tiempo quieren interpretar su acción.
De las distintas fórmulas que presentan las palabras institucionales de Jesús derivan
numerosos problemas que aquí no podemos debatir en su totalidad. Un análisis reposado
descubre que existen dos tipos de redacción: la forma de Marcos y Mateo, y la de Lucas y
Pablo, aunque con algunas diferencias dentro de cada uno de los grupos, especialmente
entre Lucas y Pablo. Se discute por ello cuál es la fórmula más antigua; pero si antes
prevalecía la sentencia que daba la primacía a la forma de Marcos -de la que Mateo es
independiente-, hoy aumentan las voces de quienes declaran más antigua la forma de
Lucas y Pablo. Se ha intentado incluso reconstruir un relato primitivo, bien según Marcos o
según Lucas y Pablo. Por grande que sea el interés e importancia que todo esto supone en
orden a conocer la intención de Jesús, bien podemos renunciar a tales esfuerzos, pues en
el relato de Marcos -como en el Evangelio entero- podemos ver la interpretación de la
comunidad de la que arranca el evangelista y para la que escribe, y estamos persuadidos
que no falseó la intención de Jesús sino que la aceptó y explicó.
Vamos, pues, a limitarnos a la interpretación teológica que nos ofrece Marcos, sabedores
por lo demás que el tenor literal, el orden por lo que respecta al reino futuro -en Lc 22,16-18
antes de las palabras sobre el pan y el vino de la eucaristía- y los apoyos de dicha
interpretación teológica difieren más o menos de los otros relatos.
La institución de la eucaristía se realiza con un acto de Jesús acompañado de unas
determinadas palabras. Marcos emplea cinco verbos para describir la acción de Jesús
sobre el pan; y cada uno de esos verbos merece atención. «Tomó» el pan como quien
preside la comida, al igual que correspondía al padre de familia pronunciar en todas las
comidas la bendición sobre el pan. Pero aquí no se trata del comienzo de la cena, sino que
ya estaban comiendo. En la cena pascual llegaba, pues, el momento en que empezaba la
parte más importante de la comida después de la haggada de la pascua, la primera parte
del hallel -canto del Sal 113-114- y después de beber la segunda copa. Sin embargo
también en otros banquetes había una parte preliminar anterior a la parte principal de la
comida. En el gesto de «tomar» el pan, unido a lo que sigue, se sugiere, al mismo tiempo, la
decisión de Jesús de hacer algo especial y nuevo.
Pronuncia inmediatamente las palabras de bendición («recitando la bendición») sobre el
pan, como hacía siempre entre los judíos el padre de familia; era una acción de gracias por
los dones de Dios, que entonces probablemente todavía se formulaba de una manera libre
y que más tarde adquirió una forma fija de oración de la mesa. Jesús, pues, se acomoda a
una costumbre judía, aunque ha podido expresar alguna idea propia, como su especial
unión con el Padre. Más tarde no hay duda de que el padrenuestro pasó a ser la oración de
la mesa que la Iglesia rezaba en la celebración eucarística. Sólo al referirse al cáliz, emplea
Marcos el verbo griego que significa «dar gracias». Después, el sustantivo correspondiente
«eucaristía», pasaría a significar la acción litúrgica en su totalidad.
El relato prosigue e introduce un hecho capital: Jesús partió el pan. Los panes ázimos de
la cena pascual consistían en grandes discos planos, como el pan de los judíos en general,
en ocasiones bastante correosos, que era preciso romper o desgarrar. Lo que Jesús hizo
no tenía, pues, nada de particular, y no hay que buscar en el gesto un simbolismo profundo,
como sería una alusión a su muerte violenta. La fracción del pan hay que unirla con el
enunciado inmediato, con el acto de «dar» y entenderla como una acción unitaria: Jesús
distribuye a sus discípulos los fragmentos ya troceados.
Según la mentalidad judía, todos los que recibían del padre de familia un trozo de pan y
lo comían también tenían parte en la bendición que aquél había pronunciado. Primero
distribuía los fragmentos, después él mismo tomaba uno y empezaba a comer; era la señal
de que la comida se había iniciado y que todos podían comer. Mas aquí nada se dice sobre
que Jesús comiera del pan que había distribuido. Por el contrario no debió hacerlo, pues
expresamente hace a los discípulos la invitación: «Tomad» (Mateo añade: «y comed»), por
lo mismo no dio la señal de empezar a comer haciéndolo él personalmente. Romper y
distribuir el pan tenía ya según el rito judío, que se practicaba en todas las comidas, pero
sobre todo en este acto especial de Jesús, un marcado carácter de comida comunitaria:
todos comen del mismo pan, y esta relación comunitaria pasará a ser una idea fundamental
para la inteligencia de la celebración eucarística que tuvo la Iglesia primitiva (cf. Act
2,42.46; lCor 10,17; 11,20s.33).
Pero la peculiaridad del pan ofrecido sólo se expresa y se da a conocer a los comensales
mediante la palabra -«y dijo»-: les estaba dando algo nuevo y jamás oído. Esta palabra
sobre el pan se relaciona de manera indisoluble y absoluta con el gesto y, a su vez, se
esclarece mediante ese mismo gesto: «Esto es mi cuerpo.» Se ha pensado que pudiera ser
una «palabra indicativa», como la palabra que se había pronunciado sobre el pan en la
haggada de la pascua: «He aquí el pan de la miseria que comieron nuestros padres que
salieron del país de Egipto», o «Este es el pan de la miseria». Pero ahí la repetición del
«pan» indica que se trata de una interpretación que hace presente el pan de entonces; en
la palabra de Jesús, por el contrario, se trata de algo más: este pan es su cuerpo. Sólo a
través de la palabra sobre el cáliz resulta evidente que el cuerpo de Jesús se contempla
aquí en el contexto de unos sucesos especiales: es el cuerpo de Jesús entregado a la
muerte (Lucas: «Que es entregado para vosotros»).
El problema de cómo hay que entender el «es» preocupó profundamente a los teólogos
en la época de la Reforma; pero en las lenguas semíticas no se expresa esta palabra
«cópula», y por ello se trata de un planteamiento alicorto del problema. Lo que importa es la
comprensión de toda la frase en el contexto de la acción de Jesús. Un debilitamiento de la
afirmación, en el sentido de que Jesús hubiese querido simplemente comparar el pan con
su cuerpo, o llamar la atención sobre su muerte inminente, queda excluido por el tenor
preciso de la frase, sin ningún «como» o «por decirlo así». Pero es importante que dé a
comer a los discípulos ese pan que él llama su cuerpo; por ello hay que sobreentender el
«por vosotros» de la redacción de Pablo y Lucas, que está contenido en el «tomad», el cual
falta, a su vez, en Pablo y en Lucas. El cuerpo de Jesús, el cuerpo que es entregado a la
muerte, está para los discípulos allí, se les da para su salvación, como explica Pablo en
otro pasaje: «el pan que partimos, ¿no es tener parte en el cuerpo de Cristo?», del mismo
modo que «la copa de bendición que bendecimos, ¿no es tener parte en la sangre de
Cristo?» (ICor 10,16). La eucaristía del pan y la de la copa (cáliz) se esclarecen
mutuamente y só1o en su unidad expresan por completo el pensamiento de Jesús.
Entre la comida del pan eucarístico y la bebida de la copa, si se trataba de una cena
pascual, se consumía el cordero (cf. lCor 11,25: «después de haber cenado»). Pero de esto
no se dice nada en Marcos, y aunque la «cena del Señor» estuviera originariamente
enmarcada en una simple comida de refección, la doble acción eucarística se colocó desde
el comienzo al final y como un solo hecho. Así aparece ya en Corinto.
La otra acción de Jesús la describe Marcos casi con las mismas palabras que la del pan;
sólo el «partió» falta naturalmente aquí, y para indicar la oración aparece ahora la palabra
griega equivalente a «dar gracias». En la cena pascual la «copa de bendición» era la copa
tercera; ahí se comprendía toda la acción de gracias en el banquete conmemorativo. Pero
también en una simple comida se designa también así la última copa que se vaciaba con
una acción de gracias a Dios. Los cristianos aceptaron esta nomenclatura para la copa de
la celebración eucarística, para ellos de especialísimo interés, porque les recordaba el
sentido de la institución de Jesús (cf. lCor 10, 16a). Esta copa pasaba de mano en mano y
era por lo mismo un cáliz de comunión. En la cena pascual fue regla -más tarde- que cada
comensal tuviera su propia copa; sin embargo no se excluye la bebida del mismo cáliz en
tiempos de Jesús, especialmente tratándose de la «copa de bendición». En el gesto
peculiar de Jesús esto es característico: les da el cáliz, y ellos beben todos de una misma
copa. Y tampoco ahora bebe él, no porque rehusase tomar vino, sino porque la copa, que
contiene la sangre «de la alianza», está destinada a los discípulos. Debe darles una
participación en su sangre y en la alianza con Dios que esa sangre sella.
De este modo las palabras de Jesús sobre ese cáliz tienen una importancia singular.
Marcos presenta una forma, que no es imposible en el arameo, pero que resulta muy
peculiar. Ello se debe a que la expresión ya acuñada de «sangre de la alianza», y adoptada
aquí, designa al mismo tiempo la sangre de Jesús. La expresión procede de Ex 24,8, donde
la alianza de Dios con Israel en el monte Sinaí viene sellada mediante la sangre de los
corderos que se asperja sobre el pueblo; sacrificio único de alianza que conserva su
significado para todo el tiempo futuro. Pues, este pacto que Dios otorga a su pueblo
elegido, debe mantenerse y cumplirse al final (en sentido escatológico) con toda su fuerza
salvadora y con una comunión perfecta entre Dios y su pueblo.
Las relaciones de alianza se vieron entorpecidas una y otra vez en el curso de la historia
por culpa de Israel; por ello prometen los profetas una nueva alianza, y especialmente
Jeremías: «He aquí que viene el tiempo, dice el Señor, en que yo haré una nueva alianza
con la casa de Israel y con la casa de Judá; alianza no como aquélla que contraje con sus
padres el día que los tomé por la mano para sacarlos de la tierra de Egipto... Ésta será la
alianza que yo estableceré, dice el Señor, con la casa de Israel después de aquellos días:
imprimiré mi ley en sus entrañas y la grabaré en sus corazones, y yo seré su Dios, y ellos
serán mi pueblo» (Jer 31,31-33). Por ello se dice en la fórmula de Lucas y Pablo: «Esta
copa es la nueva alianza en mi sangre.» Las dos fórmulas de las palabras del cáliz
coinciden en la idea de la alianza: la alianza del Sinaí que ya indicaba algo por encima de sí
misma -de un modo tipológico-, se cumple ahora; y ésta es la nueva alianza de que habló
Jeremías. Así es como entendieron los cristianos el acto de Jesús, aunque no conste con
certeza cuáles fueron sus palabras exactas acerca de la alianza.
La nueva alianza, que Jesús promete a su comunidad, tendrá su fundamento y sello en
su sangre. Esta era la idea peculiar que sólo podía ponerse de relieve con la muerte de
Jesús, y que sólo podía expresarse de modo patente con su cumplimiento. El propio Jesús
la ha revelado con esta institución de despedida, descubriendo así su pensamiento sobre el
sentido de su muerte, aun cuando la Iglesia primitiva las haya aclarado. La relación con el
acontecimiento de la cruz la expone el inciso que califica a la «sangre»: «que es
derramada.» Es absurdo pensar en un derramamiento del vino o en la libación de la sangre
del cordero pascual. La forma verbal -participio de presente- se explica por la referencia al
hecho inminente: la sangre «que va a ser derramada». Lo inmediato e inminente se les
presenta a los discípulos como algo ya presente y se les aplica la fuerza salvadora de ese
hecho.
La idea de sacrificio entra a través del recuerdo del sacrificio de la alianza del Sinaí. Pero
el carácter expiatorio de la muerte de Jesús lo pone de relieve sobre todo el complemento
circunstancial «por muchos». Mediante este giro se incluye la idea del siervo de Yahveh. de
Is 53, que sufre y muere vicariamente «por muchos». «Ha tomado sobre sí los pecados de
los muchos y ha rogado por los transgresores» (Is 53,12). «Los muchos» es una expresión
semítica que indica el conjunto en cuanto contrapuesto a uno, y equivale por lo mismo a
«todos». Uno es el que intercede vicariamente por todos los que con sus pecados se han
hecho culpables y están separados de Dios. Es una idea que resalta de modo muy
particular en ese cántico de la segunda parte del libro de Isaías, y que después tampoco
desaparece de la teología martirial de la época macabea, sobre todo porque ya en el mismo
Antiguo Testamento el siervo de Yahveh presenta rasgos universales. No sólo se convertirá
en alianza para el pueblo (de Israel), sino en «luz de las naciones» (Is 42,6; 49,6) y
«provocará la admiración en la multitud de las naciones» (Is 52,15). «Los muchos», cuyos
pecados toma sobre sí, no reciben una interpretación uniforme en el judaísmo, aunque en
la era cristiana por lo general sólo se circunscriben al pueblo de Israel; pero en la
interpretación cristiana son todos los hombres, el mundo entero.
Si bien en Lucas y en Pablo la fórmula reza «por vosotros», es decir, por los discípulos,
aplicándose la fuerza salvífica universal de la sangre de Jesús a los comensales presentes,
el resto de los hombres no queda excluido de esa acción salvadora de Cristo. La muerte de
Jesús tiene un valor insustituible para toda la humanidad, su muerte es el fundamento de
una alianza con Dios que jamás será abolida (cf. Heb 8,6-13). En ella, Dios se ha
comprometido en favor de la humanidad entera con todo su amor y voluntad de salvación y
de un modo irrevocable. Esta convicción sólo ha madurado después de pascua en la Iglesia
primitiva; pero Jesús ha abierto ya sus perspectivas con la institución de la eucaristía, y la
cena del Señor hace presente y fructífera la entrega de su vida para todos y en todos los
tiempos.
En la fórmula de institución de la alianza se introduce desde luego otra palabra que
anuncia el cumplimiento definitivo de aquella en el futuro reino de Dios (v. 25). Esta
proyección escatológica constituye una parte esencial de la acción sagrada instituida por
Jesús. Su pensamiento en la muerte inminente sólo así alcanza su objetivo y sentido
supremo: su muerte está al servicio de la venida del reino de Dios anunciado por él. Esto
no quiere decir que mediante su muerte sacrificial quisiera forzar o apresurar («acercar») la
llegada del reino de Dios. Semejante interpretación iría en contra del carácter imprevisible
del reino futuro, que Jesús ha subrayado en toda su predicación (cf. 10,40, 13,32). Pero su
muerte es el requisito indispensable para que la soberanía y salvación de Dios pueda llegar
a todos los hombres e irrumpa por fin de lleno ese reino divino. Sólo a través de su muerte
-y resurrección- puede realizarse según el plan salvífico de Dios la salvación proclamada en
el Evangelio (cf. 8,31). Todavía en la hora de su despedida, con la conciencia clara de su
partida, la mirada de Jesús sigue fija en el futuro reino que él ha anunciado durante su
ministerio terrenal y que, mediante su palabra y sus signos ha dejado entrever como una
realidad ya presente e imperecedera. A él mismo le invade la certeza de que vivirá la gloria
escatológica del reino de Dios con sus discípulos.
De ahí el tono resuelto de su lenguaje: «Os aseguro...», palabra profética y majestuosa
en la misma forma estilística que 9,1. El acento no recae tanto en la seguridad de que ya no
beberá del zumo de la vid, cuanto sobre la continuación «hasta el día en que lo beba nuevo
en el reino de Dios». Mateo añade «con vosotros». «Nuevo» apenas puede significar que
habrá después otra clase de vino, sino más bien llamar la atención sobre la novedad y
peculiaridades del reino futuro. Ese reino perfecto de Dios pertenece a un orden distinto
que el histórico-terreno de ahora. El banquete no ha de entenderse literalmente, sino que
es una expresión para indicar la comunión perfecta -que ya jamás cesará- de los discípulos
de Jesús con su Señor y con el mismo Dios.
Es posible que esta palabra de Jesús no la haya pronunciado al final, sino que toda la
celebración, la última cena, se encontrase bajo esta idea, como lo presenta Lc 22,16-18.
Mas para la comunidad que celebraba la eucaristía era el remate y conclusión más lógicos,
y para el relato de la pasión de Marcos una visión luminosa. La comunidad, que celebraba
la cena del Señor en recuerdo de la última noche de Jesús con sus discípulos, como una
conmemoración que hacía presente su muerte y con la mirada puesta en su futura venida
(cf. lCor 11,26), ha debido referir también la acción de Jesús en tales circunstancias; su
servicio divino era el Sitz im Leben para enmarcar dicha tradición. En tal sentido puede
dejarse de lado la cuestión de si ya antes se refería en el marco de un relato de la pasión.
En todo caso el evangelista Marcos cuenta la acción de Jesús de tal modo que la
comunidad podía sentirse directamente aludida. Ello explica también por qué ha podido
renunciar a la repetición del mandato «Haced esto en memoria de mí». Pues la comunidad
lo hacía puntualmente en sus celebraciones de la fracción del pan o de la cena del Señor, y
no necesitaba para ello de la palabra expresa de Jesús. A Lucas le interesaba la orden de
Jesús (Lc 22,19) porque le había presentado hablando sólo a los discípulos presentes
-«por vosotros»-, y para Pablo, que repite el mandato en las dos acciones eucarísticas
(1Cor 11,24.25), era todavía más interesante, pues quería recordar a la comunidad de
Corinto el actualizador anuncio de la «muerte del Señor» en sus celebraciones (v. 26). De
la ausencia del mandato de reproducir la acción no puede, pues, sacarse la conclusión de
que Jesús sólo quisiera hacer algo único que quedaba limitado a la hora de la despedida.
La Iglesia primitiva, que celebraba la eucaristía, tenía sus buenas razones para entender la
acción de Jesús en el cenáculo como una institución que se le había confiado a ella como
un legado sagrado. La mirada de Jesús al reino futuro era justamente para ella un estímulo
a considerar constantemente en tales banquetes la muerte del Señor «hasta que él
venga».
(_MENSAJE/02-2.Págs. 249-264)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 37

f) Predicción de las negaciones de Pedro (Mc. 14/26-31).

26 Y cantado el himno, salieron hacia el monte de los Olivos.


27 Díceles Jesús: «Todos quedaréis escandalizados, porque
escrito está: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas. 28
Pero, después que yo resucite, iré antes que vosotros a
Galilea.» 29 Entonces le dijo Pedro: «Aunque todos se
escandalicen, yo no.» 30 Dícele Jesús: «Yo te lo aseguro: Hoy,
en esta misma noche, antes que el gallo cante la segunda vez,
tres veces me habrás negado tú.» 31 Pero él repetía con
insistencia: «Aunque tenga que morir contigo, jamas te
negaré.» Y de la misma manera hablaban todos.

La ida al monte de los Olivos la atestiguan todos los evangelistas. La estancia de Jesús en
el huerto de Getsemaní, al pie del monte de los Olivos y el prendimiento de Jesús, allí
perpetrado, pertenecen al estrato firme de la tradición. Lucas y Juan afirman que Jesús se
retiraba allí frecuentemente con sus discípulos. El huerto estaba situado en la ladera
occidental del monte de los Olivos, todavía dentro de los límites de Jerusalén, en que debía
celebrarse la cena pascual. También el canto del himno se explica bien en el marco de la
festividad pascual: era la segunda parte del hallel (Sal 115-118) que se cantaba después
de la tercera copa de vino. Ciertamente que los cánticos eran frecuentes entre los
comensales; pero su mención expresa es sin duda un indicio de que el narrador está
pensando en la celebración judía de la pascua.
Durante este recorrido a través del valle del Cedrón, camino del monte de los Olivos (cf.
Jn 18,1), coloca el evangelista otros dos anuncios dolorosos de Jesús: la desbandada de
los discípulos y la negación de Pedro. En el Evangelio de Juan estas palabras dirigidas a
Simón Pedro las pronuncia Jesús todavía en el cenáculo (13,36-38) y allí también las trae
Lucas (22,34). Se trata una vez más de tradiciones particulares que se introdujeron en el
relato continuado de la pasión y en cuya forma expositiva se patentiza la labor de reflexión
de la Iglesia primitiva. En el centro del anuncio de que los discípulos recibirán escándalo, es
decir, de que zozobrarán en la fe (cf. 9,42), hay una cita bíblica. Está tomada de Zac 13,7,
según el texto hebreo, pues la versión de los Setenta reza de otro modo: «¡Hiere al pastor y
dispersa las ovejas!» El que habla es Dios, que permite que hieran al pastor, al hombre de
su confianza, con lo que los «pequeños», los israelitas sin inteligencia, se dispersan y así
llegan a reflexionar. Son palabras perfectamente adecuadas para exponer el destino de
Jesús y de sus discípulos y que empiezan a hablar a la luz del cumplimiento. Por ello, se
remonta de múltiples modos a la reflexión de la Iglesia primitiva sobre la Escritura. El pasaje
sólo se menciona aquí, pero los capítulos de Zac 12-14 tienen un papel importante en la
teología bíblica de la Iglesia primitiva (cf. 12,10ss la lamentación sobre el «traspasado»).
Tampoco se excluye, pues, una interpretación posterior de la huida de los discípulos (cf. Mc
14,50); para la Iglesia primitiva era un hecho fehaciente que Jesús tenía ante sus ojos el
futuro (cf. 10,33s), y por ello no tuvo ningún inconveniente en atribuirle las palabras de la
profecía. En Jn 16,32 el vaticinio suena de otro modo; pero Lucas lo ha omitido
intencionadamente; más aún, en lugar de tal anuncio, se dice de modo bien significativo
que los discípulos «siguieron» a Jesús en su camino hacia el monte de los Olivos (22,39).
Este evangelista no quiere saber nada de una huida de los discípulos: los discípulos
permanecen en Jerusalén durante y después de la pasión de Jesús, y allí viven asimismo
las apariciones del Resucitado. Lucas quiere con ello mantener la continuidad entre el
tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia, y sin duda también dejar en buen lugar a los
discípulos.
La frase inmediata (v. 28), que falta en un fragmento de papiro antiguo, pero que sin
duda alguna es originaria, hay que verla en estrecha conexión con la agobiante profecía. A
la dispersión del pequeño rebaño sigue su reunión, aunque ésta sólo se realizará después
de la muerte del pastor y de su resurrección por obra de Dios. De suyo, la frase se explica
por 16,7 en que las mujeres reciben junto al sepulcro el encargo: «Id a decir a sus
discípulos y a Pedro, que él irá antes que vosotros a Galilea, allí lo veréis, conforme os lo
dijo él.» Por ello, aunque posible resulta difícil la interpretación del texto griego en el sentido
de «él os conducirá a Galilea», puesto que en 16,7 se escucha la promesa de que volverán
a verle sólo en Galilea.
Probablemente Marcos ha introducido aquí las palabras del mensaje pascual, así como
en los anuncios de la pasión (8,31; 9,31; 10,33) aparecía siempre la resurrección, sin que lo
advirtiesen los discípulos. Es una visión luminosa que pone claridad entre las tinieblas de la
pasión. Pero, en conexión con las palabras alusivas a la dispersión de las ovejas, también
la referencia a Galilea, que no se amplía en 16,7, gana en claridad: en Galilea tendrá lugar
la reunión de los dispersos y deberá constituirse la comunidad postpascual mediante la
aparición del Resucitado. Con ello ciertamente que no se ha pretendido indicar que allí
tendría lugar la parusía; por el contrario, tal vez se incluya la idea misionera (cf. Mt 28,19s).
La reunión de los dispersos no es sólo una nueva convocatoria del pequeño rebaño de
entonces, sino que en el horizonte de la Iglesia primitiva se amplía a la comunidad de los
discípulos, a la admisión de los pueblos paganos, al triunfo del Evangelio en el mundo (cf.
13,10; 14,9; además de Jn 11,52).
La intervención de Pedro (v. 29) enlaza con las palabras de Jesús acerca del escándalo
que sufrirán todos los discípulos (v. 27a) y se convierte en una afirmación presuntuosa: con
él no cuenta la palabra de Jesús. Pedro confía en sus propias fuerzas y se considera una
excepción. Por eso, el vaticinio de Jesús sobre su triple negación le afecta de un modo
mucho más duro: precisamente él que alardea de su firmeza fallará del modo más
vergonzoso. En esta exposición se advierte la mano del evangelista: formalmente la escena
está montada de un modo parecido a 8,31-33: anuncio de Jesús, intervención de Pedro,
duro reproche y humillación de Pedro por parte de Jesús. El evangelista esta vez sólo tiene
que tender un puente a una palabra de Jesús que ya había encontrado y que
originariamente no presentaba ninguna relación con el anuncio de la dispersión de los
discípulos (cf. Jn 13,36ss; 16,28).
El anuncio de que este discípulo destacado negará a Jesús, permite reconocer una vieja
tradición a través de una formulación bien elaborada y de un lenguaje gráfico. Sólo que
Marcos difiere de los otros evangelistas en que hace hablar a Jesús del doble canto del
gallo, cuando los otros sólo hablan de uno. Ambos son una forma popular de indicar las
primeras horas de la madrugada. El primer canto del gallo correspondía aproximadamente a
las tres de la mañana, cf. Mc 13,35. El segundo canto del gallo en la tradición que Marcos
ha adoptado sólo es sin duda una figura retórica para destacar mejor la triple negación... ¿o
debía el primer canto del gallo servir de advertencia a Pedro?
«Negar» es una palabra dura; según el logion de Lc 12,9, aquel que niegue al Hijo del
hombre, aquel que no se declare en favor suyo, será negado a su vez ante los ángeles de
Dios. Mas Pedro se exalta en la sobrevaloración de sí mismo: antes morirá con Jesús que
negarle. En Marcos esta protesta orgullosa del discípulo está expresada con la mayor
fuerza, y el evangelista añade que lo mismo hicieron los otros discípulos. El orgullo y
ceguera humanos de los discípulos forma, para él, parte del misterio tenebroso de la pasión
a que Jesús se somete. Jesús no vuelve a replicar, y su silencio contribuye todavía más a
hacer reflexionar al lector hasta qué grado de obcecación puede empujar el orgullo
humano. También el martirio es una gracia que sólo se puede obtener humildemente (cf. Jn
21,18s).

g) Oración y agonía de Jesús en Getsemani (/Mc. 14/32-42).

32 Llegan a una finca llamada Getsemaní, y dice a sus


discípulos: «Sentaos aquí, mientras yo voy a orar.» 33 Luego
toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a
sentir terror y angustia; 34 y les dice: «Mi alma está triste
hasta la muerte; quedaos aquí y velad.» 35 Y adelantándose
un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se
alejara de él aquella hora. 36 Y decía: «¡Abbá! ¡Padre, todo te
es posible: aparta de mí este cáliz! Pero no lo que yo quiero,
sino lo que tú.» 37 Vuelve luego y los encuentra durmiendo; y
dice a Pedro: «Simón, ¿estás durmiendo? ¿No pudiste velar
una sola hora? 38 Velad y orad, para que no entréis en
tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.»
39 Y de nuevo se alejó y oró repitiendo las mismas palabras.
40 Cuando volvió, otra vez los encontró durmiendo, pues sus
ojos estaban muy cargados de sueño; y no sabían qué
responderle. 41 Vuelve por tercera vez y les dice: «¡Dormid ya
y descansad! ¡Se acabó! Llegó la hora; ya el Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los pecadores. 43 Levantaos,
vamos; el que me va a entregar ya está cerca.»

La hora de Getsemaní, en que Jesús ha entrado en una angustia de muerte y ha


padecido en su interior la crueldad del destino que se cernía sobre él, aunque
imponiéndose a todo con la oración, impresionó profundamente a la Iglesia primitiva. Su
terrible agonía la describe la carta a los Hebreos con toda sinceridad (5,7s), y hasta en el
Evangelio de Juan, donde la «elevación» de Jesús sobre la cruz se entiende como una
glorificación, no deja de tener su eco, aunque breve, la hora de Getsemaní (12,27s). Las
diferencias de matices de estos pasajes evidencian hasta qué punto están ligados a la
consideración y reflexión creyentes. Otro tanto ocurre en el Evangelio de Marcos, tampoco
aquí debemos esperar una descripción de las circunstancias históricamente exacta. La
indicación geográfica «Getsemaní» -o getsemane: «prensa de aceite»-, una finca que
difícilmente podía ser un huerto cercado, en la ladera del monte de los Olivos que mira a
Jerusalén es sin duda una tradición antigua que conservaba vivo el recuerdo del lugar en
que prendieron a Jesús. También debió relatarse bien pronto la angustia mortal de Jesús y
su perseverancia en la oración; pero esto se hacía de distintas formas, como lo atestigua la
exposición de Lc, notablemente diferente (Lc 22,3946).
El relato de Marcos contiene huellas evidentes de una elaboración redaccional: los tres
discípulos, elegidos también por Jesús para testigos de la resurrección de la hija de Jairo y
de su propia transfiguración, los ha podido introducir el evangelista. Así como habían vivido
la transfiguración de Jesús como señal de su glorificación, así ahora debían ser también
testigos del momento más angustioso de sus padecimientos. La intensa oración de Jesús,
que sostenía con la ayuda de Dios (cf. Lucas), y que originariamente se presentaba sólo en
un acto, viene ahora expuesta en un triple proceso. La angustia mortal de Jesús se formula
mediante la palabra de un salmo, como otras palabras de los Salmos exponen más tarde su
pasión. La amonestación a los tres discípulos adormilados se convierte en exhortación a
toda la comunidad para cuando se sientan tentados y en peligro contemplen a su Señor en
el huerto de los Olivos. La oración de Jesús, reproducida primero en lenguaje indirecto (v.
35), se expone después con palabras textuales (v. 36), que evocarían en la comunidad el
recuerdo del padrenuestro. Jesús ya había hablado a los hijos de Zebedeo del cáliz de la
pasión y de la muerte (10,38). Incluso la palabra sobre la entrega del Hijo del hombre (v.
41b) puede deberse al evangelista, que ya en 9,31 empleó una fórmula parecida y que
quiere poner de relieve la «hora» del Hijo del hombre.
Se ha pensado que Marcos reelaboró dos relatos anteriores a él formando una narración
única. Pero cabe también explicar de otro modo su exposición peculiar no demasiado
bruñida con luces ofuscantes; cabría explicarla, por ejemplo, mediante la adición de nuevos
motivos y del trabajo redaccional. Tales problemas crítico-literarios tienen para nosotros
menor interés que el reconocimiento de que no se trata del relato de un testigo presencial.
Por ello no tienen ya razón de ser los viejos intentos por explicar la dificultad de cómo la
comunidad pudo tener noticia de las palabras que Jesús pronunció en su oración. Los
narradores más antiguos no se preguntaron si los discípulos medio dormidos, y
especialmente Pedro, pudieron percibir o escuchar algo de las palabras de Jesús. Se sabía
la angustia mortal de Jesús y también sus narraciones con el Padre, y de acuerdo con ello
se formuló la oración de Jesús. En conjunto la narración se formó mucho después y se
insertó antes del prendimiento de Jesús.
Leyendo con los ojos del evangelista este grave episodio con que ahora se abre la
pasión de Jesús, comprenderemos su profundo significado. Ya la invitación a los discípulos
a que se sienten allí, sin duda no lejos de la entrada de la finca, hasta que Jesús haya
orado, tiene significativos acentos. Hasta que llega el traidor, Jesús, quiere pasar el tiempo
en oración personal, apartado de los discípulos. El Hijo del hombre entra en la soledad
absoluta en la que ora a su Padre. Su actitud recuerda la tentación en el desierto (1,13) y
más aún su oración en un lugar solitario al comienzo de su ministerio público (1,35).
Entonces oró de madrugada pidiendo claridad para su camino; ahora lo hace en plena
noche para hacer frente al fin. Toma sin embargo a los tres discípulos de más confianza
aproximándolos más al lugar de su oración.
Ya en ese breve recorrido, y todavía en presencia de los discípulos, le invade una
angustia pavorosa, pues sólo después les invita a que permanezcan allí y a que velen (v.
34). Pueden y deben tener conocimiento de esta angustia y debilidad extremas de Jesús;
algún día tendrán que anunciar tanto sus terribles padecimientos como su resurrección. La
angustia mortal de Jesús se expresa y reviste con la palabra de un salmo. La frase «mi
alma está triste» se encuentra repetidas veces; en el Sal 46,6.]2 se expresa el aprieto
interno del orante que suspira por la proximidad de Dios; en el Sal 43,5 el orante se lamenta
frente a sus poderosos enemigos y recurre a Dios para que haga valer su derecho. Pero
Jesús añade además: «hasta la muerte», no porque prefiriese morir, llevado de su profunda
tristeza (cf. Job 3), sino porque había alcanzado ya los abismos de la muerte (cf. Lc 22,44).
Algo parecido se dice en un salmo de Qumrán: «Mi alma estaba conturbada dentro de mí
hasta el anonadamiento» (Himnos 8,32).
Nada se dice de que Jesús buscase un consuelo humano con la proximidad de los
discípulos; ellos deben velar. Esta vela no tiene en el relato kerygmático el sentido, por
ejemplo, de que deban acechar, anunciar cualquier cosa sospechosa y menos aún
rechazar al enemigo. Está en relación con el reproche hecho a Pedro (v. 37) y con la
exhortación a la vigilancia y a la oración (v. 38). Apunta a la vigilancia interior en la hora de
la crisis. Tampoco se dice que los discípulos deban velar con Jesús, aunque sea eso lo que
responde a la situación, sólo Mateo lo añade. Marcos evita semejante indicación porque
para él el Hijo del hombre vela y ora, sufre y lucha a solas. Por ello, Jesús se retira todavía
un poco incluso de los discípulos de mayor confianza, se postra en el suelo y ora. También
los grandes varones de la antigua alianza se separaban de sus acompañantes cuando
comparecían ante la presencia de Dios: Abraham, por ejemplo, se separa de sus criados
(Gén 22,5), y Moisés de los ancianos (Ex 24,12-18). El gesto de postrarse expresa el
rebajamiento humilde delante de Dios; hincadas las rodillas, su rostro se inclina hasta el
suelo, como se dice frecuentemente en el Antiguo Testamento y como todavía hoy se
puede ver orar a los orientales. El contenido de la oración lo describe primero Marcos con
palabras propias; si es posible -con mayor reserva que en el discurso directo-, que se aleje
la «hora» de Jesús, que pase de largo. Con ello no tanto se piensa en la hora presente de
la angustia mortal como en la «hora» futura reservada al Hijo del hombre (v. 41), la hora
oscura en que el poder de las tinieblas prevalece sobre Jesús (cf. Lc 22,53).
La oración en lenguaje directo responde perfectamente al espíritu de Jesús. «Padre» o
«Padre mío» era la advocación con que Jesús se dirigía a Dios. El evangelista añade la
traducción griega, como lo hace Pablo en Gál 4,6 y en Rom 8,15. «Padre (nuestro)» es
también la forma con que la comunidad se dirige a Dios, y que ha aprendido de Jesús. Así
la oración de Jesús en el huerto de los Olivos debe recordarle su propia oración; y le dice
que Dios Padre siempre puede ayudar al hombre en sus más graves necesidades. «Todo
te es posible», como ya Jesús había dicho a sus discípulos en Mc 10,27, es una palabra
que ha pasado del Antiguo al Nuevo Testamento (Gén 18,14; Job 42,2; Zac 8,6; Lc 1,37).
Jesús ruega al Padre que aparte de él este cáliz. Con este cáliz no se indica el tormento
psíquico presente sino la pasión que se aproxima. El cáliz, que originariamente era la
imagen de la copa de la ira o del vértigo que Dios da a beber a sus enemigos (cf.
comentario a 10,38), puede también indicar la muerte que Dios puede imponer a sus fieles.
Así, en el libro apócrifo Martirio de Isaías dice el profeta Isaías a los profetas que estaban
con él, antes de ser aserrado: «Sólo para mí ha preparado Dios este cáliz» (5,13). Jesús
retrocede ante el tormento de la muerte, pero agrega: «¡No lo que yo quiero, sino lo que
tú!» Sigue siendo el siervo obediente de Dios o, como declara Heb 5,8; «Y aunque era Hijo
de Dios, por las cosas que padeció aprendió la obediencia.» La voluntad de Dios no puede
desviarse; la expresión es todavía más fuerte que en la petición del padrenuestro, según la
redacción de Mateo; no cabe deseo alguno contra la voluntad del Padre sino un doblegarse
a sus disposiciones.
Los discípulos dormidos constituyen un doloroso contraste con Jesús que persevera y
lucha en la oración. El reproche del Maestro se dirige a Pedro, que tanto había alardeado
momentos antes (v. 31); quería ir con Jesús a la muerte, y ahora ni siquiera puede velar
una hora. Una vez más evita Marcos el «conmigo», no porque debiera velar por causa de
Jesús, sino porque él mismo estaba en peligro. Otro tanto cabe decir de todos los otros
discípulos y de los creyentes posteriores. De este modo, la palabra de advertencia a los
discípulos (v. 38) abre la situación de entonces a la postura general del cristiano en el
mundo, y se convierte en una amonestación a todos: «Velad y orad para que no caigáis en
la tentación.»
PATER/TENTACION CARNE/ESPIRITU Aparece aquí la misma idea que en el
padrenuestro, la misma palabra para indicar una situación peligrosa para la salvación que
puede resultar sobrehumanamente fuerte: la «tentación» no se refiere a este o aquel
pecado, sino a la apostasía de Dios y, en consecuencia, a la pérdida de la salvación. El
razonamiento anejo -que falta en Lucas- se quiso atribuir en tiempos pasados a influjo de la
teología paulina a causa de la antítesis entre «espíritu» y «carne». Pero ya en el Antiguo
Testamento se encuentran frases similares; así en Is 31,3: «Los egipcios son hombres y no
Dios, y sus caballos son carne y no espíritu.» La mentalidad judía al respecto aparece
ahora claramente en los escritos de Qumrán. Allí se habla de la «carne de la debilidad, de
la maldad, del pecado», y se describe un estado de lucha en que el hombre sucumbe sin la
ayuda de Dios. No se hará justicia a esta manera de pensar, si no se considera la
obscuridad que aquellos hombres en su situación histórica sentían sobre sí y no se
comprende su actitud ante los acontecimientos que les hacían esperar el fin como
inmediato. Y, sin embargo, no se trata de un pesimismo absoluto: el «espíritu» que está en
el hombre puede fortalecerse en su debilidad, robustecido por Dios, cuando el hombre se lo
pide. Dios viene en ayuda de la «carne débil», del hombre en su debilidad. Por ello, la
palabra tiene un alcance supratemporal, es una palabra válida para todos los cristianos,
cualquiera que sea su situación, una palabra existencial para cada hombre que reconoce
honradamente su propia posición. Y es una justificación de la plegaria, una invitación a orar
como Jesús ha orado.
Se alcanza así el punto más alto de la exposición, los dos versículos siguientes sólo
sirven para mostrar una triple insistencia de Jesús en la oración. Ora del mismo modo que
lo ha hecho antes (v. 39), después de lo cual encuentra una vez más dormidos a los
discípulos, su cansancio viene a ser una especie de excusa (v. 40). Después de la tercera
vez sólo se menciona su retorno a los discípulos haciéndoles una observación que puede
entenderse como una pregunta cargada de reproche -«¿Dormís ya y descansáis?»- o como
una exclamación amarga
La palabra siguiente del texto griego filológicamente discutible, señala una pausa o
cambio de situación, nuestra versión: «Basta ya», coincidente con el Sufficit de la Vulgata,
es sólo una de las varias posibilidades. Lo importante para el evangelista es la palabra
sobre el Hijo del hombre, que en unión con el v. 21 subraya su visión cristológica: el Hijo
del hombre abraza el destino que se le ha señalado; ahora ha sonado la hora. Con el
requerimiento a levantarse y a ponerse en marcha, no para huir sino para salir al encuentro
del traidor, muestra el evangelista que Jesús afronta decidido su futuro. La angustia mortal
de Jesús ha sido superada y vencida con la oración al Padre. Sereno y digno, Jesús sale al
encuentro de quienes quieren prenderle y llevarle preso.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 264-276)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 38

h) Prendimiento de Jesús y huida de los discípulos (Mc. 14/43-52).

43 Y, en seguida, mientras todavía estaba él hablando, se


presenta Judas, uno de los doce, acompañado de un tropel de
gente con espadas y palos, de parte de los sumos sacerdotes,
de los escribas y de los ancianos. 44 El que lo iba a entregar
les había dado una contraseña: «Aquel a quien yo bese, ése
es; arrestadlo y llevadlo bien seguro.» 45 Y. apenas llegado, se
acerca a él y le dice: «¡Rabbí!» Y lo besó. 46 Ellos entonces le
echaron mano y lo arrestaron. 47 Pero uno de los presentes,
sacando la espada, hirió al criado del sumo sacerdote y le quitó
la oreja. 48 Entonces Jesús tomó la palabra y les dijo: «¿Como
a un ladrón habéis salido con espadas y palos a prenderme?
49 Día tras día estaba yo ante vosotros en el templo
enseñando, y no me arrestasteis; pero se han de cumplir las
Escrituras.» 50 Entonces, abandonándolo, huyeron todos. 51 Y
un joven, llevando sólo
una sábana sobre el cuerpo desnudo, iba siguiéndolo. Ellos le
echan mano; 52 pero él, dejando la sábana, se escapó desnudo.

J/PRENDIMIENTO: También la exposición del prendimiento de Jesús evidencia una


tradición evolucionada. Realmente todo está contado al llegar al v. 46; entonces empiezan
los detalles particulares: la resistencia de uno de los presentes (v. 47), la respuesta de
Jesús al tropel armado (v. 48-49), la huida de todos los discípulos (v. 50) y el episodio del
mancebo (v. 51-52). De pretender este relato darnos el curso de los acontecimientos, sería
poco acertado: difícilmente se concibe que los alguaciles permitan a un detenido que les
arengue, arenga que más bien debería dirigir a los mandantes. Tampoco se comprende
que los discípulos hayan esperado tanto tiempo, sino que con toda seguridad escaparon
tan pronto como Jesús fue preso. Nada se nos dice de una verdadera resistencia, no se
identifica al que empleó la espada, ni siquiera se dice que fuese uno de los discípulos. Que
fue Pedro lo afirma por primera vez Jn 18,10. Comparando los cuatro relatos de los
evangelistas, se advierten notables diferencias; no disponemos de un cuadro
históricamente fiel. Pero Marcos no pretende escribir un reportaje y, una vez que se
comprende su intención, su exposición no carece de un cierto arte narrativo, a pesar de su
sencillez: primero, la escena con el traidor que entrega a Jesús con un gesto de amistad,
provocando así la inmediata detención de su Maestro después, la reacción débil, ineficaz y
casi ridícula de uno de los asistentes; en contraste con la astucia del traidor y con el
empleo de la violencia, la palabra de Jesús, serena y llena de dignidad; finalmente, las dos
escenas de huida que demuestran, de modo bien gráfico, el abandono de que es objeto Jesús.
Con todo ello, no cabe duda que precisamente Marcos aprovecha la tradición antigua. Se
ha prohibido a sí mismo hacer reflexiones sobre el espadazo (cf. Mt 26,52ss) o sobre el
hecho de que Jesús sanase la oreja herida (Lc 22,51). El episodio del joven que huye
desnudo no deja repercusión alguna. El mismo prendimiento de Jesús que en Jn 18,4-9
permite subrayar una vez más su dignidad y su fuerza, viene descrito con unas sencillas
palabras. Nuestro evangelista renuncia a los rasgos simbólicos (cf. Lc 22,53b), si es que no
se quiere considerar como tal el beso del traidor.
Vamos ahora a seguir la exposición con un cierto mayor detalle. Apenas ha pronunciado
Jesús la palabra sobre la «hora» y la proximidad del traidor, cuando todo sucede «en
seguida». No hay por qué preguntarse por las circunstancias de si los otros discípulos no
advirtieron nada o si los tres a quienes Jesús habló se levantaron o no. Lo importante es
que, «mientras todavía estaba él hablando», irrumpe el traidor con el tropel de gente
armada. Ahora es cuando se nombra personalmente al traidor y se le vuelve a designar
como «uno de los doce» (cf. 14,20). El vaticinio de Jesús durante la cena se ha cumplido;
pero no sólo ese vaticinio; también el otro de que el Hijo del hombre sería rechazado por los
ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas (8,31). Pues, en la descripción del tropel del
prendimiento, Marcos hace hincapié en el dato de que lo enviaban esos grupos
representados en el gran consejo. Los enumera expresamente, aunque en otro orden,
porque las fuerzas impulsoras son los sumos sacerdotes y los escribas. Espadas y garrotes
son el armamento normal; los siervos del sanedrín tenían mala fama por sus garrotes, como
sabemos por una canción burlesca del Talmud. Marcos menciona también las armas en
razón de la palabra de Jesús del v. 48.
El «beso de Judas» como señal convenida de antemano, lo tienen muchos exegetas por
improbable, porque no hacía falta alguna; una palabra a las fuerzas de la policía habría
bastado. El cuarto evangelista no lo menciona. Mas no por ello deja de ser histórica tal
forma de saludo; Judas y los enemigos de Jesús querían ir sobre seguro en aquel
encuentro nocturno (cf. v. 44). El abuso del saludo amistoso lo pone Marcos de relieve con
una expresión fuerte; pero renuncia a cualquier respuesta por parte de Jesús. El gesto
hipócrita lleva al prendimiento inmediato de Jesús. Sólo ahora sigue la reacción de «uno de
los presentes». No hay por que dar vueltas en torno a esta expresión, cual si pudiera
tratarse de alguien distinto de los discípulos. En el curso del relato los acompañantes de
Jesús sólo entran en cuenta cuando Jesús ha sido ya prendido. No se desarrolla una lucha;
pero uno de los presentes saca la espada y hiere al siervo del sumo sacerdote. Es un
episodio que no cambia el curso de los acontecimientos. Sólo en Mateo y en Juan da Jesús
una respuesta al violento; Marcos se ha abstenido de cualquier comentario.
En cambio trae unas palabras de Jesús a quienes le prenden: «¿Como a un ladrón
habéis salido con espadas y palos a prenderme?» Evidentemente es ésta también una
respuesta del cristianismo a los dirigentes judíos, responsables del prendimiento de Jesús.
La detención secreta de Jesús por parte de las autoridades judías es un hecho indiscutible.
Lo más que cabe preguntarse, teniendo en cuenta el relato del cuarto Evangelio, es si junto
a los siervos y alguaciles judíos no tomó también parte en la acción una cohorte romana a
las órdenes de un tribuno (cf. Jn 18,12). Pero históricamente resulta más probable que la
acción la llevaran a cabo las autoridades judías quizá después de haber dado cuenta de la
misma a las fuerzas romanas de ocupación. Con la respuesta da Jesús quiere Marcos
mostrar lo indigno y alevoso del comportamiento del sanedrín: diariamente Jesús ha
enseñado en público en el mismo templo y no le han detenido.
Los lectores del Evangelio ya están preparados: a menudo se ha dicho que los jefes del
pueblo buscaban perder a Jesús, pero que temían al pueblo (11,18; 12,12; 14,1s). Han
salido contra él como contra un ladrón; por esta expresión difícilmente puede deducirse que
Jesús fuese prendido como un rebelde o un sedicioso, aunque se designe como «ladrón» a
Barrabás en Jn 18,40, y que seguramente lo era según Mc 15,7. No sabemos qué clase de
gente eran los dos hombres que fueron crucificados con Jesús, y que también reciben este
calificativo (Mc 15,27) El bandidaje estaba entonces muy extendido por Palestina; por lo
que la expresión se comprende perfectamente. Marcos ve en la respuesta de Jesús la
misma humillación y oprobio que la que hubo en su crucifixión entre dos «ladrones». Es
decir, el oprobio, la vergüenza, el repudio por parte de los dirigentes del pueblo que están
reservados al Hijo del hombre (cf. 8,31).
Sigue después la huida de los discípulos; todos ellos abandonan a Jesús. A la
humillación de parte de los enemigos corresponde el abandono por parte de los amigos. Un
joven, que seguramente dormía por los aledaños, no sigue al tropel que llevaba preso a
Jesús; lo que se dice realmente es que seguían a él, a Jesús. Con ello se indica, sin duda
que aquel mancebo era un discípulo de Jesús, que después perteneció a la comunidad.
Pero el evangelista sólo describe de un modo gráfico la escena que tuvo lugar entonces:
vestido sólo con una sábana, el joven es apresado, pero él soltando el lienzo huye. Tal vez
los primeros lectores estaban al tanto de lo que el evangelista quiso decir, como ocurre por
ejemplo con Simón de Cirene, el que fue obligado a llevar el madero de la cruz de Jesús y
de quien el evangelista agrega el dato de que era padre de Alejandro y de Rufo (15,21). En
este caso se puede justamente suponer que se trataba de miembros de la comunidad
posterior. Pero acerca de la opinión, expresada a menudo, de que el joven del prendimiento
fuese Juan Marcos, es decir, el propio evangelista, hay que reconocer que no cuenta con
una base firme. Después de la desbandada de los discípulos este pequeño episodio viene
a indicar que incluso aquel «seguidor» de Jesús le abandonó. El Hijo del hombre hace su
duro camino completamente solo.

2. PROCESO CONTRA JESÚS (14,53-15,15).

Sobre el proceso de Jesús se han escrito obras voluminosas y las discusiones sobre el
mismo no han cesado. Quien afronta el problema histórico de este proceso, que incluso hoy
se ha querido volver a abrir, tropieza con dificultades casi insuperables. Eso se debe a que
las únicas fuentes de las que disponemos son los Evangelios; no se han conservado las
actas del proceso, redactadas ciertamente después y de forma ficticia en una obra apócrifa
llamada Actas de Pilato. Ahora bien la exposición de los Evangelios no sólo es
fragmentaria, sino que además difiere notablemente de un relato a otro. Surge la pregunta
de cómo los cristianos pudieron tener conocimiento exacto de la sesión secreta judía y del
proceso ante Pilato. Al historiador y al jurista los Evangelios le resultan incluso
sospechosos de determinadas tendencias, debidas a la visión posterior creyente de la
comunidad y de los mismos evangelistas, y que se acentuaron por las tendencias históricas
que se advierten frente al judaísmo y al Estado romano. A medida que se valora el
testimonio y fidelidad históricos de los Evangelios, el juicio oscila entre la plena aceptación
de los pormenores allí referidos -suavizándose entonces las diferencias entre los distintos
relatos- y el completo rechazo, concretamente de la acción judía contra Jesús; también se
somete a crítica el proceso ante Pilato. Una obra fundamental, que estudia los problemas
con profundidad científica, y que estudia los datos de los Evangelios con seriedad histórica
y los somete a crítica, es la que ha escrito J. Blinzler. La posición contraria puede estar
representada por P. Winter, quien desde su punto de vista judío, aunque recurriendo a los
trabajos críticos de los exegetas cristianos, considera los relatos evangélicos como un
falseamiento tendencioso de la realidad histórica. Entre una y otra hay numerosas
posiciones intermedias, que aquí no vamos a exponer una por una.
¿Es posible leer con provecho espiritual el relato procesal de Marcos, sin necesidad de
perderse en esta disputa científica? El lector creyente no puede dejar completamente de
lado tales cuestiones; pues, justamente en el proceso de Jesús se expresa la voluntad y
actividad del Jesús terrenal, y a los cristianos creyentes no puede serles igual que los
judíos obrasen bien, cualesquiera que fuesen sus motivos, entregando a Jesús al tribunal
romano, y que el juez romano actuase de un modo justo condenando a Jesús como
insurrecto y sedicioso a morir en la cruz. Es preciso resolver por lo menos si se trata de un
error de la justicia, do uno de los errores más terribles y de más graves consecuencias de
la historia. Pues, si llevan razón quienes consideran justo el juicio del procurador romano,
en tal caso el cristianismo todo sería un engaño sin igual, una ideología surgida después,
que apenas tendría que ver algo con el Jesús histórico (*). El cristianismo primitivo quiso
poner en claro la injusticia humana que Jesús había padecido mediante el examen
posterior de lo ocurrido en el proceso, y acabó yendo mucho más lejos. Pues llegó al pleno
convencimiento de fe que Dios mismo había hecho justicia a Jesús, que le había resucitado
de entre los muertos y que le confiará sus plenos poderes cuando le introduzca en la
parusía como Señor y juez del mundo (cf. Mc 14,62).

Esta latente acción procesal, este proceso de Dios contra el mundo incrédulo, lo ha
expuesto Juan desde su visión teológica (cf. Jn 16,8-11). Pero también Marcos y su
comunidad saben ya de esta realidad honda; nuestro evangelista la expone a su modo
cuando subraya el plan salvífico, según el cual el Hijo del hombre debe ser «rechazado»
por los hombres, y nos presenta a Jesús como el justo que padece siendo inocente y
penetra en las tinieblas más profundas, pero que hasta en el más completo abandono sigue
siendo el Hijo amado de Dios y a través de la muerte más infamante llega a la
resurrección.
Quien ve las cosas así comprenderá que a la Iglesia primitiva no le interesaba el
protocolo de unas sesiones judiciales. Tampoco quería, por otra parte, dar un relato
fantástico, sino mostrar las cosas con una veracidad histórica que demostrase la inocencia
de Jesús, incluso en una narración humana e histórica. Pero en la medida en que se
prueba esa credibilidad desaparece el interés histórico propiamente dicho y la exposición
tiende a poner en claro la latente realidad teológica. A ésta hemos de prestar interés
especial, sin perder de vista el problema de si el convencimiento de la Iglesia primitiva
sobre la inocencia de Jesús y la culpabilidad de sus jueces está fundamentado.
...............
* Tales afirmaciones vuelven a aparecer una y otra vez y las han divulgado incluso los medios
de comunicación masiva -como el serial de la Süddeutsche Rundfunk («El secreto del Rabino
Jesús») -enero-marzo de 1970-; pero carecen de fundamento científico.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 277-284)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 39

a) Sesión nocturna del sanedrín (Mc. 14/53-65).

53 Condujeron entonces a Jesús a casa del sumo sacerdote, y se reúnen todos


los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. 54 Pedro lo siguió de lejos
hasta dentro del patio del sumo sacerdote, donde se quedó sentado con los
criados, calentándose a la lumbre. 55 Entre tanto, los sumos sacerdotes y todo el
sanedrín andaban buscando algún testimonio contra Jesús para darle muerte,
pero no lo encontraban; 56 porque, aunque muchos testificaban falsamente contra
él, los testimonios no concordaban. 57 Surgieron entonces algunos que
testificaron falsamente contra él, diciendo: 58 «Nosotros le hemos oído decir: "Yo
destruiré este templo, hecho por manos humanas, y en tres días construiré otro, no
hecho por manos humanas."» 59 Pero ni aun así concordaba su testimonio. 60
Entonces el sumo sacerdote se levantó ante la asamblea e interrogó a Jesús:
«¿No respondes nada a lo que éstos testifican contra ti?» 61 Pero él callaba y no
respondía nada. De nuevo el sumo sacerdote le pregunta y le dice: «¿Eres tú el
ungido (el Mesías), el Hijo del Bendito?» 62 Jesús respondió: «Pues sí, lo soy; y
veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo entre las
nubes del cielo.» 63 Entonces el sumo sacerdote, rasgando sus vestiduras,
exclama: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? 64 Acabáis de oír la
blasfemia. ¿Qué os parece?» Todos ellos sentenciaron que Jesús era reo de
muerte. 65 Entonces algunos se pusieron a escupirle y a darle puñetazos,
tapándole la cara, mientras le decían: «¡Haz de profeta!» Y los criados la
emprendieron con él a bofetadas.

La disposición que el evangelista ha dado a esta tan discutida sesión nocturna del
sanedrín, el tribunal supremo judío, se reconoce ya en la misma construcción formal. Al
igual que en la perícopa de la resurrección de la hija de Jairo y de la mujer que padecía
flujo de sangre (5,22-43), introduce un episodio -aquí la sesión del sanedrín- en medio de
otro, que en este caso es la negación de Pedro (cf. v. 54.66-72). Mediante el v. 54 se
prepara ya al lector, por lo menos, para lo que después va a ocurrir en el atrio. Los dos
sucesos se contraponen de un modo intencionado: mientras Jesús comparece ante sus
jueces terrenos y es maltratado, le niega el discípulo que había afirmado solemnemente
estar preparado a ir con él hasta la muerte. La estructura de la sesión judía se resiente
fuertemente del proceso ante Pilato: numerosas acusaciones, silencio de Jesús,
interrogatorio por parte del juez, respuesta de Jesús, condena, burlas e injurias. Se
conserva sin embargo el carácter propio de cada uno de los procesos y se subraya
cuidadosamente el colorido de cada uno. Parece que el proceso romano, más antiguo,
sirvió en cierto modo de modelo para la sesión del tribunal judío. En ésta se reconoce la
mano del evangelista al poner de relieve la constitución del sanedrín con sus tres grupos (v.
53), es decir, el sanedrín en pleno (v. 55; cf. 15,1), la «búsqueda» o intento de perder a
Jesús (11,18; 12,12, 14,1), el testimonio falso y desacorde de los testigos que se presentan
(v. 56.57.59) e incluso en la formulación de las palabras acerca del templo (v. 58), que él ha
interpretado para la comunidad.
No puede negarse que aparece aquí una visión marcadamente cristiana que quiere
demostrar la inocencia de Jesús en la fracasada audiencia de los testigos, y más tarde
confronta la respuesta de Jesús -sin duda el punto más importante- con la pregunta del
sumo sacerdote y que hace desembocar toda la sesión en una escena vergonzosa de
burlas. Se comprende perfectamente que los autores judíos tengan por imposible
semejante conducta de la suprema autoridad judicial judía. A ello se suman algunas
consideraciones externas de notable valor. Incluso si la sesión no se celebró según el
derecho penal posterior (farisaico) de la Mishna, que tendía a proteger al inculpado en la
medida de lo posible, sino según el derecho procesal más antiguo y severo (saduceo),
difícilmente se concibe que semejante proceso capital se haya celebrado durante la noche
y en una festividad. También la rápida convocatoria del sanedrín en pleno -71 miembros- y
la conclusión del proceso en una sola sesión presentan dificultades. Dificultades que
suscita a su vez el dato un tanto impreciso de la sesión matinal (15,1) y el hecho de que
Lucas hable sólo de ella, lo que proyecta ciertas dudas sobre la referida sesión nocturna.
En Juan se habla sólo de un interrogatorio preliminar en casa de Anás (18,13.19-23), y
sólo brevemente de una conducción de Jesús a casa de Caifás, el sumo sacerdote en
funciones (Jn 18,24).
¿Pronunció el tribunal judío una sentencia de muerte formal? ¿Hubo, pues, dos
procesos, uno judío y uno romano? ¿Se llegó en el sanedrín, tras el establecimiento de la
pena capital a que Jesús era acreedor, a tomar la resolución de acusar a Jesús ante el
tribunal romano? Todas estas cuestiones resultan complicadas y de difícil solución. Sólo de
un hecho no cabe dudar: que la mañana después de su prendimiento Jesús fue presentado
ante el juez romano y acusado como presunto sedicioso.
No tenemos por qué resolver aquí la cuestión debatida; pero, aun siguiendo la opinión de
que durante la noche no hubo una sesión formal del tribunal judío, el sanedrín no queda
libre de la responsabilidad de haber entregado a Jesús al juez romano, de haber entregado
al Hijo del hombre en manos de los gentiles, según la fórmula teológica de Marcos (10,33).
Es verdad que se discute si los judíos tenían entonces la competencia judicial de sangre,
es decir, el derecho a ejecutar una pena capital; pero con ello no se hace más que desviar
la cuestión a otro terreno. Según Jn 18,31 carecían entonces de ese derecho, y aunque se
sigue discutiendo la cuestión, son muchas las voces que confirman la veracidad del dato
joánico.
El sanedrín no condenó a Jesús como un soliviantador político, y si fue ejecutado como
tal por los romanos, según se afirma, las autoridades judías se hicieron culpables por su
colaboración en un juicio injusto. No obstante sigue en pie la cuestión de cuál fue el crimen,
merecedor de la pena capital, que el supremo tribunal judío atribuyó a Jesús; cuestión que
apenas puede resolverse históricamente de un modo satisfactorio. Si entendemos la
«blasfemia contra Dios» en un sentido amplio -la Mishna introdujo algunas precisiones al
respecto-, se trataría de un conflicto religioso entre Jesús y el judaísmo dirigente. Era un
conflicto a muerte, según Marcos y otros autores del cristianismo primitivo (cf. Jn 19,7)
necesario, derivado de la misión de Jesús y de la incredulidad judía frente a esa misión. En
este sentido, y aunque también venga impuesta por la visión cristiana de los
acontecimientos, la exposición de Mc no sólo conserva su valor de testimonio, sino su
fundamento histórico. En este aspecto vamos a meditarla ahora con mayor detenimiento.
Después de su prendimiento, Jesús fue conducido «a casa del sumo sacerdote», donde
se habían reunido los miembros del sanedrín. El palacio -o vivienda- del sumo sacerdote,
en que podría pensarse de primeras se encontraba según la tradición en la ciudad alta -en
Sión-. Mas como no consta en ningún otro lugar que el sanedrín se reuniese allí para sus
sesiones, hay que pensar más bien en el local habitual de las convocatorias, local cuyo
emplazamiento preciso no se ha logrado establecer con seguridad. Al evangelista le
interesa subrayar que estaban presentes «todos» los sumos sacerdotes, los ancianos y los
escribas; es decir, la representación oficial del judaísmo. El «patio» del sumo sacerdote -la
palabra también puede designar el «palacio»- donde Pedro entra, aparece aquí como un
patio interior en que los criados habían encendido un fuego para protegerse del frío de la
noche. Este detalle sólo sirve como preparación a las negaciones de Pedro. Si antes se
nos ha dicho que Pedro «lo siguió de lejos», es que la huida no debemos entenderla como
un abandono de Jerusalén y el inmediato retorno a Galilea. Mas, a pesar de todas estas
observaciones, si bien faltan las indicaciones topográficas precisas y los datos sobre el
tiempo -aproximadamente entre las dos y las tres de la madrugada- y sobre el modo y
medios en que se reunieron los miembros del sanedrín a tales horas, podemos descubrir
quo el evangelista no piensa en darnos un cuadro gráfico de los hechos sino algunos de
sus aspectos teológicos.
La audiencia de los testigos era un requisito esencial en los procesos judíos, como puede
verse ya en la historia de Susana: deben presentarse al menos dos testigos cuyas
deposiciones coincidan hasta en los detalles; el acusado o la acusada no tiene por qué ser
interrogado (Dan 13); pero puede seguir una nueva «prueba» de los testigos (Dan
13,51-59). Más tarde se requerían otras «investigaciones» -siete preguntas acerca de las
circunstancias- y se permitían numerosas «pruebas» a discreción, respecto de los detalles.
Marcos sin embargo presenta la audiencia de los testigos sólo de modo sumario cargando
el acento en algunos puntos importantes: «todo el sanedrín andaba buscando» algún delito
capital para condenar a Jesús, aunque sin éxito; hubo «muchos» testigos, pero deponían
falsamente y sus afirmaciones no coincidían. Sólo se cita un testimonio concreto, la
destrucción del templo, mencionada ya repetidas veces (cf. 13,2).
Sin duda Marcos reelabora aquí una tradición antigua. Jesús ha debido pronunciar
alguna vez palabras alusivas a la destrucción, pero cuyo tenor literal no podemos
reconstruir con las distintas lecciones textuales que presentan notables diferencias. Una
redacción más atenuada tenemos en Mt 26,61: «Yo puedo destruir el templo de Dios...»,
distinta a su vez es la forma de Jn 2,19 y Act 6,14. Marcos subraya de nuevo que se trataba
de un testimonio falso. Da también inmediatamente una explicación con el inciso -que sólo
se encuentra en él- del templo «hecho por manos humanas» y el otro «no hecho por manos
humanas». Es evidente que está pensando en el edificio de la comunidad de Dios; la
comunidad como «nuevo» templo, como construcción escatológica de Dios, es una imagen
que aparece también en los textos de Qumrán.
¿No pudo Jesús haber hablado efectivamente del fin del templo de piedra con su culto
sacrificial, y de un nuevo templo (espiritual) que surgiría inmediatamente -«en tres días»-,
bajo el que entendía a la comunidad? Quizá se trataba de un mashal, de un enigma, como
los que gustaba emplear (cf. 7,15). Pero nosotros sólo lo hemos recibido a través de la
interpretación de la Iglesia primitiva y de los distintos evangelistas: en Marcos referido a la
comunidad (cf. también 11,17), en Jn 2,21 a la muerte y resurrección de Jesús. Tampoco
podemos establecer las circunstancias históricas en que Jesús pronunció esa palabra
sobre el templo. ¿En la purificación del templo de Jerusalén? ¿En un vaticinio sobre la
destrucción del mismo templo? ¿En alguna otra ocasión?
Que semejante sentencia resultase altamente escandalosa para los dirigentes judíos, y
en particular para los sumos sacerdotes, es algo que se comprende muy bien. Por lo
mismo, bien pudiera haber desempeñado un cierto papel en la sesión; pero este argumento
no se menciona en la polémica judía más antigua que conocemos contra Yeshú, un antiguo
pasaje del Talmud de Babilonia (Sanh 43a). Aquí más bien un heraldo clama cuarenta (!)
días antes: «Será condenado a la lapidación por haber practicado encantamientos y haber
seducido a Israel haciéndole apostatar.» Y se añade después: «Como nada se alegó en su
defensa, le colgaron (!) la víspera del día de Pascua.» De este modo difícilmente puede
sustentarse la hipótesis de que ese supuesto ataque al templo se adujese como acusación
ante el juez romano (cf. también Lc 23,2). Marcos introduce aquí el logion del templo
únicamente para ilustrar la audiencia de los testigos, que también se escucha después en
las burlas de los judíos al crucificado (15,29), aunque sin ningún acento político.
La audiencia de los testigos termina sin resultado alguno, lo que pone en aprieto al sumo
sacerdote. Por ello quiere inducir a Jesús a alguna afirmación comprometida, se adelanta y
le pregunta: «¿No respondes nada a lo que éstos testifican contra ti?» Pero el silencio de
Jesús hace fracasar también este intento. Se ha pensado que este silencio, que se repite
ante el juez romano (15,4s), pretenda recordar el pasaje de Is 53,7, donde se dice del
siervo de Yahveh: «Y no abrió su boca... como va la oveja al matadero...» Pero esta alusión
bíblica no es segura; en nuestro contexto conduce a la solemne pregunta del sumo
sacerdote que interroga a Jesús si es el Mesías, el Hijo del Bendito. Es ahora, finalmente,
cuando el presidente del tribunal, que busca con todo el tribunal una causa de
condenación, cuando pulsa el registro adecuado. Jesús afronta la pregunta y con su
respuesta, que es un reconocimiento de su mesianidad no ciertamente en el sentido judío
sino en la interpretación cristiana, hace posible la condena a muerte.
Tanto la pregunta como la respuesta se siguen discutiendo ¿Cuál es el sentido exacto
que tiene la pregunta en boca del sumo sacerdote y qué pretendía con ella? La primera
parte resulta bastante clara: se trata de saber si Jesús es el ungido, el Mesías. De acuerdo
con la imagen habitual entre los judíos, el Mesías era el esperado Hijo do David, el rey
Salvador. Pero el sumo sacerdote agrega otro título honorífico: «el Hijo del Bendito», es
decir, de Dios. No obstante, «Hijo de Dios» no era una designación habitual del Mesías
entre los judíos, aun cuando fuera posible teniendo en cuenta 2Sam 7,14 y Sal 2,7.
¿Quiere interrogar el sumo sacerdote acerca de alguna pretensión ulterior de Jesús? Esto
resulta muy improbable, dado que los judíos no atribuían al Mesías ninguna dignidad divina
y tampoco Jesús debió proclamarse nunca abiertamente como Hijo de Dios. Su modo de
hablar que aparece en el Evangelio de Juan es una interpretación cristiana. Difícilmente,
pues, pudo el sumo sacerdote formular la pregunta con el propósito de culpar a Jesús de
blasfemia contra Dios. Lo que pretendía sonsacar a Jesús, ante todo, era la pretensión de
ser el Mesías. Después habría seguido preguntándole hasta poder declararle culpable de
alguna pretensión falsa y oportuna.
Pero la respuesta de Jesús le ahorró ese trabajo: Jesús no sólo se confiesa Mesías, sino
que además expresa su pretensión con palabras que para la mentalidad judía entraban en
el terreno reservado a Dios. Se designa a sí mismo como el Hijo del hombre; ellos le verán
estar «a la diestra del Poder [= Dios] y viniendo entre las nubes del cielo». Esta confesión
une dos pasajes bíblicos: el Sal 110,1 y Dan 7,13, y eso de un modo tan especial que
ambos episodios dependen del mismo verbo «ver», aun cuando ello no sea posible en un
solo acto. Todo hace suponer que en la afirmación principal «Veréis al Hijo del hombre...
viniendo entre las nubes del cielo» (cf. 13,26), se ha insertado la otra: «Sentado a la diestra
del Poder.» En el tiempo intermedio antes de que el Hijo del hombre venga con el poder
divino, comparte la soberanía divina al lado de Dios. Dentro de este contexto también
resulta claro que Jesús con su venida como Hijo del hombre quiere indicar su función
soberana y judicial: el que ahora está delante del tribunal judío aparecerá un día como juez
en nombre de Dios. De este modo late en la respuesta de Jesús una clara amenaza a sus
jueces humanos. Pero también se comprende por qué el sumo sacerdote cree escuchar
una blasfemia contra Dios, y en señal de ello se desgarra los vestidos, según estaba
prescrito. Y es que el juicio escatológico estaba reservado a Dios; la afirmación de un
Jesús soberano y juez divino tenía que sonar escandalosa- mente en los oídos judíos.
Nadie podía atribuirse semejante pretensión: sólo Dios en persona podía reservársela a su
Mesías.
En este pasaje se hace patente el conflicto entre judaísmo y cristianismo: la afirmación de
Jesús sólo se puede aceptar con la fe cristiana; para los que no creen es una blasfemia
contra Dios. Si reconsideramos una vez más en este aspecto la pregunta del sumo
sacerdote y la respuesta de Jesús, apenas cabe ya dudar de que la Iglesia primitiva ha
tenido parte en esa formulación. Ya la pregunta del sumo sacerdote ha sido forzada de cara
a la concepción cristiana -«el Hijo del Bendito»- y sólo los dos pasajes bíblicos combinados
reflejan adecuadamente la confesión cristológica de la Iglesia primitiva. Y. a pesar de ello,
todo el episodio se sitúa en el horizonte histórico: el sumo sacerdote interroga acerca de la
mesianidad de Jesús; Jesús se confiesa Mesías, aunque corrige la esperanza de los judíos,
rechazando una falsa concepción terrena y política, y se atribuye un mesianismo de
dignidad divina en el sentido del «Hijo del hombre» de Dan 7,13 y del Señor exaltado a la
diestra de Dios (cf. 12,25-27).
Sin duda que la Iglesia primitiva no sabía, o no sabía exactamente, cómo había hablado
Jesús en el interrogatorio ante el tribunal judío; pero sí que sabía del repudio incrédulo de
Jesús por parte de los dirigentes judíos, un repudio surgido de la más profunda oposición y
que los llevó a entregarlo en manos de los paganos Y esto bastaba para estructurar la
mencionada oposición del modo indicado. Todo el sanedrín reconoce a Jesús reo de
muerte. No se dice expresamente, sino de un modo discreto, que los miembros del consejo
lo condenaron a muerte: proclaman contra él que es reo de muerte. No se expresa, pues,
de manera absoluta una conclusión formal del proceso con la sentencia de muerte, lista
para su ejecución ulterior.
La escena inmediata de las burlas ilustra el crimen de blasfemia del que, a los ojos de
aquellos judíos, Jesús se había hecho culpable. Teniendo en cuenta las circunstancias,
son los mismos miembros del tribunal los que le escupen por desprecio y le escarnecen
como a falso profeta cubriéndole el rostro, golpeándole y preguntándole quién le ha
golpeado. De ellos se distinguen los criados que la emprenden con él a bofetadas. Por lo
demás, históricamente apenas se concibe esta escena ante el supremo tribunal judío. Pero
el evangelista y la tradición primitiva cristiana anterior a él la han referido para poner de
relieve la oposición insuperable y alentada por las pasiones entre la incredulidad judía y la
fe cristiana en el Hijo de Dios. No puede excluirse un núcleo histórico. Bien podría haber
ocurrido como lo cuenta Lucas: que Jesús hubiera sido escarnecido y maltratado durante la
noche por el cuerpo de guardia (cf. Lc 22,63-65). Ni a partir de la profecía bíblica de Is
50,5s; 53,7, se explica la escena adecuadamente.

b) Negaciones de Pedro (Mc. 14/66-72).

66 Estando Pedro abajo, en el patio, llega una de las criadas


del sumo sacerdote, 67 y, al ver a Pedro, que se estaba
calentando, lo mira atentamente y le dice: «También tú
andabas con el Nazareno, con Jesús.» 68 Pero él lo negó: «Ni
sé ni entiendo lo que tú estás diciendo.» Y se salió fuera, al
vestíbulo. 69 La criada, mirándolo, comenzó otra vez a decir a
los presentes: «Ése es de ellos.» 70 Pero él lo seguía
negando de nuevo. Poco después, los presentes volvieron a
decirle a Pedro: «Realmente, tú eres de ellos; pues también tú
eres galileo.» 71 Pero él se puso a maldecir y a jurar: «¡Que
no conozco a ese hombre del que estáis hablando!» 72 En
aquel momento cantó un gallo por segunda vez. Entonces
recordó Pedro aquello que Jesús le había dicho: «Antes que el
gallo cante por segunda vez, tres veces me habrás negado
tú.» Y rompió a llorar con grandes sollozos.

PEDRO/NEGACIONES: Al escarnio de Jesús por parte de sus enemigos se une la


negación de Pedro. El episodio, preparado ya en el v. 54, es simple, aunque está narrado
de un modo que impresiona.
Las numerosas diferencias de detalle, que puedan establecerse comparándolo con los
otros Evangelios, no afectan a la tradición antigua. Los hombres de entonces no habrían
comprendido por qué un episodio así no debía narrarse con algunas variaciones. Para ellos
no tenia importancia el que la segunda vez hubiera dirigido la palabra a Pedro la misma
criada (Mc) u otra distinta (Mt), ni que la tercera vez lo hubiesen hecho los circunstantes,
algún «otro» (Lc) o un individuo determinado (Jn): un pariente de Malco. En Marcos y en
Mateo, Pedro cambia de lugar después de la primera negación: se aleja del fuego
encendido en el patio interior refugiándose en el zaguán de la entrada. Sólo ellos subrayan
también el climax en la tercera negación refiriéndose a las imprecaciones y juramentos de
Pedro. Juan lo cuenta de otro modo. Pero lo esencial está igualmente certificado en todos
los evangelistas: la triple negación que termina con el canto del gallo y que da cumplimiento
al vaticinio de Jesús. Los intentos por negar la historicidad del episodio, como si el relato
pretendiese exponer de forma simbólica las vacilaciones de Pedro -tres virajes en su vida- o
su debilidad humana, suenan a elucubraciones y producto de una fantasía ilustrada. Es
difícil imaginar que la Iglesia primitiva, aun en los círculos menos afectos a Pedro, hubiese
podido inventar semejante historia. Cierto que la palabra de Lc 22,32 habla de la fe de
Simón que no sucumbirá, y que la frase «cuando luego hayas vuelto» puede haberla
introducido Lucas más tarde. Pero ¿ha desaparecido la fe de Pedro? Nada nos dice sobre
el particular la historia de la negación, aunque aparezca claramente que en la hora de la
prueba fue cobarde y débil.
En el relato de Marcos hay una gradación buscada. Frente a la criada que reconoce a
Pedro y le acusa de ser seguidor de Jesús, «el Nazareno» -sin duda por razón de
procedencia-, Pedro se muestra ignorante y tranquilo: no quiere entender de qué le está
hablando. La segunda vez, cuando ella le descubre en el atrio y comunica a otros su
sospecha, Pedro vuelve a negarlo. Mas cuando los circunstantes se meten con él porque le
reconocen como galileo -a causa de la pronunciación-, Pedro empieza a maldecirse y a
jurar que no conoce «a ese hombre». Las imprecaciones y juramentos así como la
designación despreciativa de Jesús muestran hasta qué punto estaba Pedro desconcertado
y era presa del pecado. Entonces el canto del gallo le hace reflexionar y, profundamente
conmovido por su caída, rompe a llorar.
De este modo la narración está perfectamente construida, aunque subordinada al
conjunto. Marcos sin duda la ha dispuesto así de una manera consciente. Lo que quiere
mostrar es que el vaticinio de Jesús se ha cumplido. Ello se echa de ver mediante el
recuerdo de Pedro. Los mejores manuscritos nada dicen del primer canto del gallo, aunque
todos mencionan el segundo. Esto produce en la narración una cierta sorpresa; pero los
cristianos deben ver que el vaticinio de Jesús se ha cumplido literalmente. Inmediatamente
muestra el evangelista la actitud negativa de Pedro en abierto contraste con la postura
valiente de Jesús. Mientras el Maestro reconoce ser el Mesías, el Hijo del hombre, lo que
le acarrea una sentencia de muerte y el ser escarnecido como blasfemo, el discípulo
reniega ante una criada y unos siervos de su comunión con Jesús. Finalmente, el
evangelista subraya una vez más la amonestación a la comunidad, que ya debía haberla
tomado muy en serio cuando Jesús pronunció su vaticinio: construir sobre las fuerzas y
capacidad personales resulta falaz y peligroso. Un pequeño tropiezo basta para dar al
traste con el orgullo humano; es necesario seguir a Jesús humildemente por su camino y
pedir fuerza para no sucumbir a la tentación (cf. 14,38).
(_MENSAJE/02-2.Págs. 284-297)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 40


c) Proceso ante Pilato (/Mc. 15/01-05).

1 Y en cuanto amaneció, los sumos sacerdotes con los


ancianos y escribas, es decir: todo el sanedrín, después de
preparar la conclusión del acuerdo, ataron a Jesús, y lo
llevaron y entregaron a Pilato. 2 Pilato lo interrogó: «¿Eres tú el
rey de los judíos?» Él le contesta: «Tú lo dices.» 3 Y los sumos
sacerdotes lo acusaban con insistencia. 4 Pilato le preguntaba
de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te
acusan.» 5 Pero Jesús ya no respondió absolutamente nada,
de forma que Pilato quedó maravillado.

PILATO/PROCESO El proceso ante Pilato pertenece al substrato más antiguo del relato
de la pasión. Si se narraba la ejecución de Jesús en la cruz, era necesario mostrar también
cómo se había llegado a dicha condena por parte del juez romano. Mas para ello el antiguo
relato se atenía a lo estrictamente necesario, y Marcos no va más allá; sólo el episodio de
Barrabás está narrado con alguna mayor tensión. El relato del proceso, si es que se le
puede llamar así, es fragmentario, poco claro y, a poco que se analice, está montado con
propósitos teológicos. Todo gira en torno a la pregunta de si Jesús es «el rey de los judíos»
(v. 2.9.12). La pregunta debía aclararse, porque el «título», el letrero que aparecía sobre la
cruz, daba esa razón como causa de la condena (15,26). Sin embargo sabemos
extraordinariamente poco sobre el desarrollo del interrogatorio. A la pregunta directa del
juez romano Jesús responde afirmativamente; a las numerosas acusaciones de los
príncipes de los sacerdotes, y pese a que Pilato le requiere a que tome posiciones, no
responde nada. Tras esta exposición hay que suponer una intención particular.
Mediante el giro «y en cuanto amaneció», quiero el evangelista enlazar la sección
precedente con el proceso ante Pilato. La indicación cronológica que era de madrugada
-«amaneció»- se conecta aparentemente bien con el segundo canto del gallo (14,72); pero
en realidad empieza un nuevo relato que Marcos quiere relacionar con la sesión del tribunal
judío. Eran las primeras horas de la mañana -hacia las seis- cuando el gran consejo llegó a
la «conclusión del acuerdo». La expresión griega sin embargo puede significar también que
hubo una reunión para deliberar, lo que ha inducido a creer que el sanedrín celebró
después una segunda sesión. Pero, a juzgar por el tiempo transcurrido resulta poco
probable, dejaría sin señalar el contenido de la resolución y chocaría con la exposición de
Lucas, según la cual no hubo más que una sesión: la de la mañana (Lc 22,66).
Marcos lo presenta de tal modo que la sesión nocturna se prolonga hasta las primeras
horas de la mañana cuando el sanedrín toma el acuerdo de entregar a Jesús al tribunal
romano. Con esto no se quiere decir que tal exposición responde al curso histórico de los
hechos (véase la introducción al proceso de Jesús). Lo que interesa al evangelista es
poner de relieve que la suprema autoridad judía, el sanedrín en pleno, como ha dado a
entender al enumerar de forma intencionada los distintos grupos en él representados, ha
entregado a Jesús a la justicia romana. Con ello pone en evidencia a los príncipes de los
sacerdotes, responsables políticos; pero la entera representación del pueblo se encuentra
detrás de este acuerdo y coopera así a la condena de Jesús por parte de los gentiles.
Hacen atar a Jesús, no sólo por razones de seguridad, sino también como señal de que le
tienen por un criminal peligroso, por un agitador. La expresión «entregaron» tiene aquí ante
todo el sentido del lenguaje procesal de «acusar a alguien ante un tribunal» (cf. 13,9.11);
mas para Marcos conserva también el eco teológico más profundo de que el Hijo del
hombre ha sido entregado a manos de los pecadores (9, 31; 10,33; 14,41).
Las sesiones judiciales romanas empezaban con el despuntar del día. A diferencia de lo
que ocurría en la práctica judía, donde contaban sobre todo las deposiciones de los
testigos, en el tribunal romano se escuchaba primero al propio acusado; en las provincias,
cuando no se trataba de un ciudadano romano, esto se hacía en forma más breve que en
los procesos acusatorios contra un ciudadano romano, reglamentados con todo detalle.
Sólo más tarde oímos las acusaciones de los sumos sacerdotes (v. 3), y esto sólo de un
modo sumario. Se pone ahí de manifiesto una vez más que al evangelista no le preocupa
describir el curso exacto de los sucesos, sino poner de relieve lo que considera más
importante. Se presupone la acusación por la pregunta que Pilato formula: «¿Eres tú el rey
de los judíos?» Debieron, pues, acusar a Jesús de pretender ser el rey de los judíos, lo
cual a los ojos de Pilato equivalía a ser un cabecilla y agitador político. Lucas, que pone la
acusación al principio, explica: «Hemos encontrado a este hombre pervirtiendo a nuestro
pueblo, prohibiendo pagar los tributos al César y diciendo que él es rey, el Mesías.» Pilato
a lo sumo ha podido preguntarle: «¿Te haces pasar por el rey de los judíos?» Pero Marcos
emplea a propósito aquella otra fórmula para dar así a entender cuál era la pregunta
decisiva.
No puede pasarse por alto el paralelismo con la pregunta del sumo sacerdote -momento
culminante en la sesión del sanedrín-; pero también son evidentes las diferencias: allí la
pregunta interroga acerca del Mesías, del Hijo del Bendito en sentido religioso; aquí la
pregunta versa sobre el rey de los judíos en un horizonte político. Algo parecido ocurre con
la respuesta de Jesús: allí es una clara confesión de mesianidad -«Lo soy»-, aunque
completada por una interpretación cristiana; aquí, es una respuesta con reservas -«tú lo
dices»-, que contiene una afirmación, pero subraya el sentido de reserva. Pues Jesús no
puede declararse sin más ni más «rey de los judíos» en el sentido de quien le interroga,
aunque lo sea en otro orden de cosas. El reconocimiento de una realeza de Jesús por parte
de los primeros cristianos no puede tampoco excluirse de Marcos. La condena, y más aún
los escarnios, de Jesús como «rey de los judíos» (15,16-20; cf.15,32), contienen para él,
sin duda de ningún género, una verdad encubierta, como las palabras de los demonios que
Jesús rechazaba. Sólo que Jesús -a diferencia de lo que ocurre en el Evangelio de Juan-
no explica su realeza al gobernador romano. La respuesta escueta dice bastante; aquel
gobernante no podía entenderlo.
Las numerosas acusaciones de los príncipes de los sacerdotes evidencian su deseo de
llevar a Jesús a la muerte, pero no se expresan con detalle. Estilísticamente tienen la
función de hacer más extraordinario e impresionante el silencio de Jesús. Jesús no
contestó absolutamente nada, hecho que se pone aún más de relieve con la admiración de
Pilato. Seguramente que este silencio de Jesús responde a su conducta real delante del
juez romano (cf. también Jn l9,9s); pero debe tener asimismo un sentido teológico. ¿Qué
significa el silencio de Jesús para la Iglesia primitiva y para nuestro evangelista? Podría
pensarse dentro de este contexto en el cántico del siervo paciente de Yahveh (Is 53,7);
pero esa relación escriturística no aparece clara. Podría darse también un desprecio de los
judíos que, al igual que los falsos testigos ante su propio tribunal, sólo aportan acusaciones
infundadas y calumniosas. Pero en su teología del Hijo del hombre, Marcos ve las cosas
todavía con mayor profundidad: Jesús no hace ningún intento por debilitar las acusaciones
que contra él se formulan a fin de recorrer el camino que se le ha trazado. En la admiración
de Pilato tal vez se sugiere también que irradiaba de Jesús una dignidad y majestad oculta.
Pero el relato es demasiado descarnado para poder afirmar con certeza esa interpretación
en el sentido joánico. El silencio de Jesús pertenece a la imagen del Hijo del hombre, el
cual, desconocido y despreciado por los hombres, calumniado y odiado, asume obediente
los sombríos padecimientos, sabedor de su destino y de la voluntad del Padre.

d) Indulto de Barrabás y condena de Jesús (Mc. 15/06-15).

6 En cada fiesta, les dejaba en libertad un preso, el que


ellos pidieran. 7 Había entonces uno, llamado Barrabás,
encarcelado con los sediciosos que en el motín habían
cometido un homicidio. 8 Y cuando la multitud subió, se puso
a pedirle el indulto que les solía conceder. 9 Pilato les
contestó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» 10
Pues bien sabía que por envidia se lo habían entregado los
sumos sacerdotes. 11 Pero los pontífices soliviantaron al
pueblo, para que les soltara más bien a Barrabás. 12
Respondiendo Pilato de nuevo, les decía: «¿Qué voy a hacer,
pues, con ese que llamáis rey de los judíos?» 13 Ellos gritaron
de nuevo: «¡Crucifícalo!» 14 Pilato les replicaba: «¿Pues qué
mal ha hecho?» Pero ellos gritaron cada vez más fuerte:
«¡Crucifícalo!» 15 Entonces Pilato, consintiendo en dar
satisfacción a la plebe, les soltó a Barrabás, y entregó a
Jesús, después de mandarlo azotar, para que lo crucificaran.

La historia de Barrabás, que sólo desempeña una función marginal en el proceso de


Jesús, era importante para la Iglesia primitiva porque descubre algo de los motivos que
indujeron al gobernador romano a condenar a Jesús. Su carácter episódico, sospechoso
para el historiador, más bien contribuye a ocultar los verdaderos motivos. ¿Ha cedido Pilato
a la presión del populacho y se ha dejado arrastrar con plena conciencia a una decisión
equivocada e incluso a un asesinato legal? La imagen de Pilato, tal como la conocemos
por las fuentes profanas, no apoya semejante impresión. Era un hombre que despreciaba a
los judíos y que no retrocedía ante la violencia y la crueldad. Ya al tomar posesión de su
cargo -el año 26 d.C.- provocó un incidente, pues hizo llevar a Jerusalén las imágenes de
Tiberio, que figuraban en los estandartes, para colocarlas allí. Pero los judíos bajaron hasta
su residencia en Cesarea, alborotaron durante cinco días y, cuando Pilato mandó a los
soldados que con las espadas desenvainadas rodeasen a la multitud, gustosos ofrecieron
sus cuellos. Cambió entonces de actitud y el César acabó por ordenar que las imágenes se
colocasen en Cesarea. Más tarde estalló una nueva sedición cuando Pilato quiso financiar
los trabajos de una conducción de agua con el tesoro del templo. El procurador distribuyó
entre la multitud a los soldados vestidos de paisano, los cuales degollaron a numerosos
judíos. Tras un acto de violencia, que tuvo lugar después de la muerte de Jesús, y sobre la
base de una reclamación de su superior Vitelio, legado de Siria, hubo de justificarse en
Roma y acabó por ser depuesto (35 d.C.).
El indulto habitual de un preso con ocasión de una fiesta judía, indulto que no está
certificado en ningún otro lugar, no parece corresponder precisamente a un hombre así.
Conviene sin embargo ser cauto con los juicios apodícticos. Pilato estaba advertido con la
constante y encarnizada resistencia de los judíos, y como hombre frío, calculador y político,
bien podía conceder a la voluntad popular la suerte de un judío que estaba acusado de
sedición. En este sentido merece alguna fe la exposición joánica, según la cual Pilato
estuvo sometido a la presión política (Jn 19,21s).
El relato de Marcos muestra su tendencia a atribuir a los sumos sacerdotes la culpa de la
condena a muerte de Jesús. Ellos son los que instigan al pueblo para que pida el indulto de
Barrabás y la crucifixión de Jesús. Por lo demás, la condescendencia de Pilato frente al
clamor del populacho no constituye una justificación ni una honra para el procurador y juez
romano. Pero el relato tampoco persigue el objetivo de dejar plenamente limpio de culpa al
romano. También aquí laten por debajo unas ideas teológicas: Jesús es postergado a un
sedicioso y homicida y condenado a la muerte de los criminales. El Hijo del hombre cae «en
manos de los pecadores» y sucumbe a la acción conjunta de la debilidad y malicia
humanas. Para Marcos también Pilato pertenece al grupo de hombres culpables de la
muerte de Jesús, pero que con su acción no han hecho más que llevar a efecto el plan
secreto de Dios. El motivo apologético de dejar establecida la inocencia de Jesús por boca
del juez romano aparece con mayor fuerza en los relatos de Lucas y de Juan (cf. Lc
23,4.14.22, Jn 18,38; 19,4.6); y más tarde se podrá también advertir claramente la
tendencia a inculpar a los judíos en favor del representante del imperio romano. Sin duda
que todo esto ha influido también en el relato de Mc; mas no debemos perder de vista su
orientación teológica.
Desde luego que no puede probarse la amnistía regular de un preso con motivo de una
gran festividad; pero hay ciertos indicios de semejante práctica. El historiador romano Livio
habla de una amnistía más amplia con ocasión de una fiesta (v. 13,8); y en un papiro se
nos ha conservado el protocolo de una sesión judicial, del año 85 d.C., en Egipto: un
procurador libera a un malhechor por deseo del pueblo. Más importante aún es un pasaje
de la Mishna, en que se mencionan cinco grupos para los que se debe sacrificar el cordero
pascual; entre ellos hay uno «al que se ha prometido sacarle de la cárcel» (Pesahim VIII,
6a). Dado que a los presos de una cárcel judía se les llevaba a la cárcel su parte del
cordero pascual, debe tratarse de prisioneros en un calabozo romano.
Tendríamos, pues, que representarnos la escena descrita por Marcos ya antes de la
tarde de pascua: una multitud popular se dirige a la fortaleza Antonia -al palacio de
Herodes, si es que el gobernador romano residía allí- y le reclamaba su «derecho». Pilato
intenta persuadirles para que escojan la liberación de Jesús, el «rey de los judíos» y
solucionar de este modo un asunto dificultoso para él. Se dice también que sabía que los
príncipes de los sacerdotes habían entregado a Jesús a su tribunal «por envidia». La
expresión sólo aparece aquí en Marcos, y quiere decir sin duda que estaban celosos del
gran prestigio de que Jesús disfrutaba entre el pueblo, y que en todo caso perseguían unos
motivos egoístas y oscuros. Pero los príncipes de los sacerdotes instigan «al pueblo», es
decir a los jerosolimitanos que les eran afectos, a que pidan la libertad de Barrabás.
Acerca de este Barrabás, que en Mt 27,18 algunos manuscritos le llaman también
«Jesús» -Barrabás sería entonces como un apellido: «hijo de Abás»-se han dado algunas
indicaciones que parecen probables: pertenecía a un grupo de hombres que evidentemente
hacía poco que habían provocado un amotinamiento y cometido un homicidio. Estas
pequeñas sublevaciones eran entonces muy frecuentes y por lo general los romanos las
ahogaban inmediatamente en sangre. No sabemos nada más concreto acerca de este
grupo levantisco ni de su importancia. Una combinación con los datos de Lc 13,1 o las
especulaciones acerca de una «sublevación en la fiesta de los tabernáculos», resultan
extremadamente problemáticas. Con ello no se dice en modo alguno que Jesús estuviese
relacionado con tales rebeldes. Si la Iglesia primitiva quería encubrir una actividad
subversiva de Jesús, mal aconsejada habría andado en el mero hecho de referir el episodio
de Barrabás.
En Marcos la acción encaminada a la amnistía pascual parte del pueblo, lo cual parece
más congruente que el ofrecimiento que Pilato hace de forma espontánea según Mt 27,17 y
Jn 18,39. Con tal motivo lo único que hace el procurador romano es intentar liberar a Jesús.
Pero la multitud del pueblo, embaucada por los sumos sacerdotes, reclama el indulto de
Barrabás. La ulterior pregunta de Pilato sobre qué debía hacer con Jesús desata el grito de
«¡Crucifícalo!». Es el único pasaje del Evangelio en que la «multitud» se muestra tan hostil
a Jesús; pero hay que tener en cuenta que aquí sólo se trata de un determinado sector,
adicto a los sumos sacerdotes, difícilmente del pueblo en general que tan gustosamente
había escuchado a Jesús en el templo (Mc 12.37), y menos aún del pueblo de Galilea, la
patria de Jesús. En Marcos toda la responsabilidad recae sobre los sumos sacerdotes; pero
este grito de «¡Crucifícalo!», que adquiere caracteres de un clamor fanático tras la
renovada intervención del gobernador en favor de Jesús, sigue siendo un signo pavoroso
de hasta dónde pueden llevar el odio y la demagogia. Para Marcos equivale al pleno
cumplimiento de la predicción de Jesús de que el Hijo del hombre sería «rechazado». Pilato
cede a la presión del pueblo, deja libre a Barrabás y «entrega» a Jesús para que sea
crucificado. El término indica aquí la ejecución de la sentencia. Nada se nos dice del
pronunciamiento formal de la sentencia, pero sí de una orden de que Jesús fuese azotado.
Sorprende la brevedad con que se cuenta el curso del proceso. Ella confirma la idea de
que la Iglesia primitiva no quería brindar el desarrollo exacto del proceso, sino sobre todo
presentar la pasión de Jesús. Y, pese a conocer lo terrible de aquel tormento, el relato más
antiguo no se detiene en las torturas físicas, que sin duda debieron padecer también
muchos otros hombres, sino que pone el acento en la injusticia que se cometió con su
Señor inocente: Barrabás el sedicioso queda libre; Jesús tiene que emprender el camino
hacia la cruz.
La flagelación aparece en conexión estrecha con la crucifixión; de hecho era el primer
paso hacia la misma para debilitar a los condenados y hacerles todavía más intolerables los
tormentos de la crucifixión. La flagelación romana -que también podía imponerse (cf. Lc
23,22) o aplicarse como castigo independiente para lograr una confesión, como tal vez es el
caso de Jn 19,1- consistía en el azotamiento con el «flagelo» (flagrum), un látigo de
correas de cuero o de cadenillas de hierro, rematado en las puntas con piedrecillas o con
bolitas de hierro. Probablemente tuvo lugar en el interior del pretorio. Con ella empiezan los
padecimientos físicos de Jesús, a quien nada se le escatimó de los dolores que los
hombres han preparado para los hombres. Los escritores romanos aluden también con
horror y espanto al castigo de la cruz; era la muerte de los criminales, los esclavos y los
rebeldes.

3. VÍA CRUCIS, MUERTE Y RESURRECCIÓN (15,16-16,8).

El corte que hemos introducido después de la condena de Jesús, para seguirle ahora en
su camino doloroso bajo el peso de la cruz, es un corte artificial que sólo sirve para facilitar
la visión de conjunto. En la exposición de Mc sigue inmediatamente la escena de los
escarnios por parte de los soldados romanos, tras este breve inciso se sale inmediatamente
del tribunal camino del lugar de la ejecución. Esto coincide con el hecho de que Marcos no
está interesado por un relato formal del proceso -ni una vez se menciona la sentencia-, sino
que sólo quiere presentar la pasión de Jesús. Por ello tampoco debemos esperar ningún
dato sobre los detalles de la ejecución, sino más bien un cuadro de los padecimientos de
Jesús que se expone a la comunidad, padecimientos que en su dimensión profunda se
presentan precisamente como los del condenado inocente, del justo perseguido, del Hijo de
Dios que muere en el mayor desamparo. Además de todos los padecimientos físicos, tiene
también que soportar burlas y escarnios, y hasta experimentar el abandono por parte de
Dios. Pero con su muerte, que se anuncia con un gran grito, se opera un cambio: el velo del
templo se desgarra, el centurión pagano confiesa: «Este hombre era hijo de Dios», y la
presencia de las mujeres cita ya al lector para la mañana de pascua. Jesús recibe una
sepultura honrosa y, tras el reposo sabático, sigue la visita de las mujeres al sepulcro en el
que resuena el mensaje de la resurrección.
También en esta última parte de la historia de la pasión no puede por menos de
reconocerse un montaje teológico. La comunidad recibe una explicación ilustrada, que se
remonta al acontecimiento histórico, de su profesión de fe, de que Jesús «murió y fue
sepultado, y resucitó al tercer día» (cf. lCor 15,3s), no sin la aclaración, cierta sólo para los
creyentes, de que «murió por nuestros pecados». Todo esto no se dice de forma explícita
en el relato; pero el otro inciso, que leemos en aquella antigua fórmula de fe, «según las
Escrituras», sí que se expresa ya en la medida de lo posible en el relato posterior de la
pasión y muerte de Jesús, y no por medio de citas de cumplimiento formales, pero sí en una
alusión implícita a la Escritura, incluso en la palabra postrera de Jesús, que es la palabra
de un salmo en lengua aramea. Hay referencias veladas a los salmos, que expresan los
padecimientos de los justos y que la Iglesia primitiva entendió en un sentido mesiánico, es
decir, en relación con su Mesías moribundo. Estos salmos pasionarios de los justos
perseguidos y humillados cargan el acento principalmente en los sufrimientos internos, que
la Iglesia ha experimentado profundamente.
Marcos tuvo que añadir muy poco a este relato que seguramente ya encontró formado.
Deja que el acontecimiento hable por sí mismo con un lenguaje llano. Sólo cabría esperar
que, después del mensaje de la resurrección que las mujeres escuchan en el sepulcro,
hiciera seguir un relato de las apariciones (cf. lCor 15,5), sobre todo después del encargo
para los discípulos, y para Pedro en particular (16,7), en que se les prometía ver al
Resucitado en Galilea. Pero ahí se interrumpe el relato de Mc. Se ha conservado otra
conclusión posterior, bien porque no se encontró nada más después de Mc 16,8 o bien
porque no quiso sustituir con ella el primitivo final de este Evangelio. Apenas es posible
dudar de que el relato de la pasión intenta servir, a su modo, a la predicación, que había
encontrado su eco más grave en aquella antigua fórmula de fe.

a) Jesús escarnecido como rey de los judíos (Mc. 15/16-20a).

16 Los soldados lo condujeron entonces dentro del palacio,


es decir, al pretorio, y convocan toda la cohorte. 17 Lo visten
de púrpura y le ciñen una corona de espinas que habían
entretejido; 18 y comenzaron a saludarle: «¡Salve, rey de los
judíos!», 19 al mismo tiempo que le golpeaban la cabeza con
una caña, le escupían y, doblando las rodillas, le hacían
reverencias. 20a Cuando acabaron de burlarse de él, le
quitaron la púrpura y le pusieron sus propios vestidos.
J/ESCARNIOS Después de la condena de Jesús, el cuerpo de guardia romano ejercita
con él su petulancia haciendo objeto de sus burlas crueles al «rey de los judíos». Lucas
pasa por alto la escena, sin duda no sólo para evitar una segunda burla después del
escarnio de Jesús por obra de los judíos, sino también por consideración a los romanos.
Juan trae la «coronación de espinas» en el curso de la sesión judicial, según él, Jesús
viene presentado al pueblo como un pobre rey de burlas (Jn 19,2-5). Como esta escena
tiene para el cuarto evangelista un sentido profundo -«Aquí tenéis al hombre»-,
seguramente que la ha anticipado por esa razón. Sólo después de la condena podían
atreverse unos soldados romanos a practicar una conducta tan petulante con un preso. La
escena es históricamente digna de crédito y perfectamente imaginable en el tiempo
intermedio hasta la ejecución. Pertenece sin duda al relato de la pasión anterior a Mc y
demuestra que la Iglesia primitiva conservaba un recuerdo doloroso y vivo precisamente de
tales humillaciones de su Señor. No debió serle muy difícil conocer este episodio, que tuvo
lugar en el interior del pretorio, pues los soldados pudieron haberlo contado.
«Toda la cohorte» no es la guarnición permanente de la fortaleza Antonia, sino la escolta
que el gobernador había llevado consigo desde Cesarea; pues, como motivo de las
grandes festividades, que fácilmente podían degenerar en amotinamientos y sublevaciones
a causa de la gran afluencia de peregrinos, solía abandonar su residencia junto al mar para
acudir a la capital. No cabe decidir de forma segura si en Jerusalén residía en la fortaleza
Antonia o en el palacio de Herodes más retirado del templo. La gran plaza enlosada que
hay se señala como el Litóstrotos (Jn 19,13), habría sido -si la localización es correcta- el
lugar del tribunal en las proximidades de la fortaleza Antonia. Entre los soldados romanos
tal vez se encontraban también tropas auxiliares sirias, bien conocidas por su odio contra
los judíos. Así se explicaría aún mejor los groseros y odiosos escarnios de Jesús como el
«rey de los judíos»; los propios judíos evitaban esta designación y preferían hablar del «rey
de Israel» (15,32).
El episodio está contado de una manera gráfica: los soldados visten a Jesús una tela
purpúrea, tal vez un viejo manto de soldado de color rojo y le colocan sobre la cabeza una
corona tejida de espinas. Abrojos y zarzales abundan en Palestina. No hay por qué pensar
en grandes espinas taladrantes; muchos exegetas creen que el casquete de espinas no
produjo a Jesús ningún hematoma sanguinolento. Los soldados estaban más interesados
en una acción de burla que en añadir nuevos dolores corporales. El manto de púrpura, la
diadema y el cetro eran las insignias regias que los soldados imitaron en el «rey de los
judíos» con cosas ridículas. Así le dieron una caña, primero en la mano seguramente (Mt
27,29), hasta que se la quitaron golpeándole con ella la cabeza. Se burlaban de él con una
«genuflexión», como la que debían practicar los grandes y personajes ilustres ante un rey.
Pero la escena terminó de modo grosero escupiéndole por desprecio y golpeándole con la
caña. Todo esto viene referido sin paliativos, aunque sin exageraciones, y sobre el
comportamiento de Jesús no se dice ni una sola palabra. Es la víctima indefensa de unos
rudos soldados.
En la antigüedad conocemos varias parodias similares, de casos aislados y de usos
regulares. Según Filón de Alejandría, con ocasión de la entrada de Agripa en la capital
egipcia un tonto, de nombre Carabás, fue coronado con una corona de papel, cubierto con
un manto y provisto de una caña en la mano, y después se imitó una audiencia solemne;
todo ello para burlarse del rey judío. En las fiestas saturnales, según un relato martirial
antiguo, un soldado hacía el papel de Cronos y debía después morir como ofrenda en
honor del dios. Entre los persas se dejaba campar por sus respetos a un malhechor, cual si
fuese un rey, hasta que se le flagelaba y colgaba. Pero establecer cualquier tipo de
conexión entre los escarnios de Jesús y estos usos es un error de la investigación,
empeñada en ver por todas partes razones míticas o supersticiosas. La historia de Carabás
es naturalmente parangonable, pero no puede aducirse para explicar las burlas de Jesús
por la semejanza de nombre con Barrabás.
Para la Iglesia primitiva y para Marcos la escena burlesca tiene el valor de la tradición
porque conservaba el recuerdo doloroso de los escarnios de Jesús como rey de los judíos.
Como tal fue llevado a la cruz: pospuesto a Barrabás, condenado por el juez romano,
escarnecido por los soldados, objeto de las burlas de los judíos bajo la misma cruz y
expuesto a la vergüenza ante el mundo por el título que pendía sobre su cabeza. Y, a pesar
de todo ello, era y es para la Iglesia primitiva soberano y rey, a quien el propio Dios entregó
su poder. Marcos no destaca con mayor relieve este aspecto, porque le interesa una
dimensión todavía más profunda: Jesús es el Hijo de Dios, a quien los hombres han de
irrogar el mayor oprobio, porque Dios así lo ha decretado para llevarlos a la conversión por
medio de la maldad de ellos y de su amor oculto. Pero Marcos quiere también avergonzar a
sus lectores que se resisten al seguimiento de su Señor vilipendiado.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 297-312)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 41

b) Vía crucis y crucifixión (Mc. 15/20b-27).

20b Luego lo sacan para crucificarlo. 21 Y a un hombre que


pasaba por allí, que volvía del campo, Simón de Cirene, padre
de Alejandro y de Rufo, lo obligan a llevarle la cruz. 22 Lo
conducen, pues, al lugar llamado Gólgota, que quiere decir
lugar «de la Calavera». 23 Le daban vino mezclado con mirra,
pero él no lo aceptó. 24 Luego lo crucifican y se reparten sus
vestidos, echando suertes sobre ellos, a ver qué le tocaba a
cada uno. 25 Era la hora tercera cuando lo crucificaron. 26 Y
encima estaba escrito el título de su causa: El rey de los judíos.
27 También crucifican con él a dos ladrones: uno a su derecha
y otro a su izquierda.

J/CRUCIFIXION: En un lenguaje sobrio, que describe los hechos de forma escueta y se


abstiene de expresar cualquier sentimiento, se narra ahora la ejecución de la sentencia.
Marcos debió agregar al relato antiguo, en el mejor de los casos, la observación de que
Simón de Cirene era padre de Alejandro y de Rufo, la explicación del nombre «Gólgota» y
el dato de la hora en que se efectuó la crucifixión. En los relatos de la pasión de los otros
Evangelios han penetrado numerosos detalles; así, en Lucas el diálogo con las hijas de
Jerusalén (Lc 23,27-31); en Mateo, una reflexión sobre la bebida narcótica (Mt 27,34); en
Juan, una discusión sobre la inscripción de la cruz y ciertos detalles sobre la repartición de
los vestidos (Jn 19,19-24). Se echa de ver una meditación creciente sobre el vía crucis y la
crucifixión de Jesús a la luz del Antiguo Testamento. También en Marcos podemos
reconocer ciertas resonancias teológicas, pese a la breve mención de los hechos.
Una descripción del tormento de la cruz era innecesaria para los hombres de entonces.
En el lugar de la ejecución se hallaban, por lo general, palos que servían como madero
vertical de la cruz; por el contrario, el madero horizontal debían llevarlo personalmente los
propios condenados. Con los brazos extendidos se les clavaba o ataba al palo horizontal y
finalmente eran izados sobre el madero vertical. El camino hacia el lugar de la ejecución,
con el pesado leño sobre los hombros, resultaba para los condenados un suplicio
penosísimo, debilitados como iban por la flagelación. El lugar se encontraba fuera de los
muros de la ciudad; también Jesús «padeció fuera de la puerta» (Heb 13-l2).
El nombre de ese lugar se nos ha transmitido de manera uniforme como «Gólgota» y con
la traducción de «Calavera», probablemente por la figura que presentaba, que semejaba
una bóveda craneana. Su emplazamiento en la iglesia actual del Sepulcro es digno de
crédito, aunque se discute el trazado del llamado segundo muro; pero la tumba en que se
depositó el cadáver de Jesús y que, según Jn 19,41, se hallaba en un jardín sobre él mismo
lugar, está todavía mejor atestiguada. Recientemente se han descubierto detrás del santo
sepulcro otras tumbas judías, y esto es un indicio seguro de que el lugar quedaba
extramuros de la ciudad. Con el cabezo rocoso. que se denominaba Gólgota -formación
lingüística aramea- se han conectado después numerosas especulaciones. Se decía que
allí estaba enterrada la calavera de Adán, que era el centro de la tierra, y también el lugar
del sacrificio de Isaac (el monte Moria de Gén 22,2); y las especulaciones cristianas
coincidieron con las judías en señalar la roca sagrada como el lugar en que se encontraba
el altar de los holocaustos. Pero en realidad, el Gólgota, la «Calavera» no era más que la
colina de los ahorcados de nuestras ciudades medievales.
Jesús debía estar tan debilitado que los soldados obligaron a un hombre, que
casualmente venía del campo, a llevar el madero de la cruz de Jesús. No existía ningún
fundamento jurídico para semejante prestación personal; pero los soldados no se
preocuparon de tal requisito. La primitiva tradición cristiana ha conservado el nombre de
ese hombre: Simón. Sin duda había vivido antes en Cirene -Norte de África- donde había
una floreciente colonia judía, y como muchos otros judíos piadosos ya en su ancianidad se
había establecido en Jerusalén (cf. Act 2,10; 6,9). Sólo Marcos nombra a sus dos hijos,
Alejandro y Rufo, que seguramente eran cristianos conocidos en la comunidad (¿romana?,
cf. el nombre de Rufo en Rom 16,13). Marcos expresa la acción de llevar la cruz con el
mismo verbo que en la sentencia de Jesús sobre el seguimiento (8,34); Lucas lo expresa de
forma más clara: «y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús» (Lc
23,26). Este Simón se convierte así en modelo para los lectores cristianos. Juan pasa por
alto este detalle y, de acuerdo con su cristología, dice que Jesús llevó personalmente su
cruz (19,17). Aunque esto bien puede referirse al comienzo del camino doloroso; pero el
dato en nuestro evangelista delata un sentido para los detalles históricos.
El vino aromatizado con mirra era una bebida estupefaciente para que el delincuente
resistiese los terribles dolores. Está atestiguada como una costumbre judía, aunque no
consta entre los romanos. Es posible que unas mujeres judías hubiesen preparado esta
amarga bebida y se la entregasen a los soldados para que se la dieran a Jesús. Pero Jesús
no toma el vino; cosa que para el evangelista es un signo de que Jesús quería soportar con
plena conciencia los dolores y la muerte. Mateo anota que lo gustó, aunque no quiso
beberlo (27,34). La bebida posterior con el vinagre rebajado (15,36) tiene otro sentido,
aunque pronto se relacionó con el Sal 69(68),22; una y otra se entendieron, de acuerdo con
ese salmo doliente, como una tortura de Jesús. Una vez más con el vino mirrado Marcos se
atiene a la verdad histórica; pero da también un sentido teológico al gesto de rechazo de
Jesús.
La crucifixión propiamente dicha no viene descrita; el tacto y el sentido de las formas se
lo prohibían a la Iglesia primitiva. Pero se describe la última pobreza de Jesús en un
episodio cuya veracidad histórica no hay por qué poner en duda: en el sorteo de los
vestidos de Jesús por los soldados. A ello tenían derecho el piquete de soldados
encargados de la ejecución. Este reparto y sorteo de las vestiduras de Jesús recordaba a
la Iglesia primitiva un pasaje de aquel salmo (22 en hebreo, 21 en la versión griega) que
parecía señalar de un modo particular los padecimientos de Jesús. Es la oración atribulada
de un hombre atormentado, pero que es escuchado y salvado de la angustia más profunda
y en la última parte ofrece a Dios un sacrificio de acción de gracias. Ya en Marcos las
palabras están acomodadas al texto griego (Sal 21,19), aunque no se cite expresamente el
cumplimiento de la Escritura.
Esta es la manera con que la Iglesia primitiva. y Marcos con ella, exponía la pasión de
Jesús: para los lectores avisados los hechos aparecían bajo una nueva luz a través de las
palabras de la Escritura y se les abría el abismo del designio divino que permitía
comprender un poco del terrible acontecimiento.
La obra de la crucifixión -la hora tercia o tercera = las 9 de la mañana- posiblemente ha
entrado después, por obra del evangelista o de algún copista temprano. El dato viene
después del reparto de los vestidos, menciona de nuevo la crucifixión (cf. v. 24a), y choca
además con Jn 19,14 donde se dice que era la hora sexta cuando se promulgó la
sentencia. Una hora intermedia tal vez daría el momento histórico del suceso. En Marcos se
descubre un esquema que procede por grupos de tres horas (cf. v. 33). ¿Se alude de este
modo al plan divino que late bajo todo ello?
Suprimiendo el v. 25, Jesús podría haber sido crucificado lo más pronto hacia el
mediodía, e inmediatamente después habrían sobrevenido las tinieblas.
Para el relato antiguo era más importante el motivo de la condena que se había fijado
sobre la cruz, por encima de la cabeza del crucificado. En Marcos y en Lucas no aparece el
nombre de Jesús aunque no debía faltar. Al antiguo relato le interesaba sobre todo la
designación de «rey de los judíos», que marcaba a Jesús como un agitador político, pero
que decía la verdad en un sentido más profundo. Así lo ha comprendido el cuarto
evangelista, lo ha reelaborado en su relato del proceso y lo ha subrayado para los lectores
prestando especial atención al título de la cruz (la escritura en tres lenguas, la objeción de
los judíos, Jn 19,19-22).
En todos los relatos evangélicos se menciona a los dos hombres crucificados con Jesús;
no cabe dudar del hecho de que Jesús fue fijado al madero y que murió entre otros dos
condenados. Más difícil resulta contestar a la pregunta de quiénes eran aquellos
ajusticiados. En Mc y Mt se les designa como «ladrones»; en Lc 23,33, como
«malhechores». La expresión griega de Mc aparece también en Flavio Josefo para designar
a los sediciosos políticos; esto sin embargo no es motivo suficiente para tener a tales
hombre por rebeldes que hubiesen tomado parte en el motín recordado en 15,7. El indulto
de Barrabás no apoya tal hipótesis; como quiera que fuese, el relato antiguo no sabía de
ellos nada más, y los considera como ladrones comunes.
También en el hecho de que Jesús fuera crucificado entre dos malhechores se reconoció
el cumplimiento de la Escritura, concretamente de un pasaje del cántico del siervo de
Yahveh: «Fue contado entre los malhechores» (Is 53,12). Pero sólo Lucas cita
explícitamente este texto, y no en el relato de la pasión sino dentro de la última cena, en el
cenáculo (Lc 22,37). En Marcos sólo algunos manuscritos agregan esta cita de
cumplimiento al final de nuestra sección -como v. 28-; pero el versículo no pertenece
seguramente al texto original, sino que debió introducirlo algún copista posterior
fundándose en el mencionado pasaje de Lucas. El relato antiguo dejaba hablar
simplemente a los hechos, y su lenguaje era ya por sí solo bastante duro: el Hijo de Dios
fue ejecutado como un vulgar malhechor.

c) Padecimientos en la cruz y muerte de Jesús (Mc. 15/29-37).

29 Y los que pasaban por allí lo insultaban, moviendo la cabeza y


diciendo: «¡Eh! Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres
días: 30 sálvate a ti mismo bajando de la cruz.» 31 Igualmente,
también los sumos sacerdotes se burlaban de él, juntamente con los
escribas, diciéndose unos a otros: «Ha salvado a otros, y no puede
salvarse a si mismo: 32 ¡El Mesías, el rey de Israel: que baje ahora
mismo de la cruz, para que veamos y creamos!» También los que
estaban crucificados con él lo insultaban.
33 Llegada la hora sexta, quedó en tinieblas toda la tierra hasta la
hora nona. 34 Y a la hora nona clamó Jesús con voz potente: Eloí,
Eloí, lamá sabakhthaní. Lo cual quiere decir: «¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has desamparado?» 35 Y algunos de los que por allí
estaban, decían al oírlo: «Mira, está llamando a Elías.» 36 Corrió
entonces uno a empapar una esponja en vinagre, y poniéndola en la
punta de una caña, le daba de beber, diciendo: «;Dejadlo! Vamos a
ver si viene Elías a bajarlo.» 37 Entonces Jesús, lanzando un potente
grito, expiró.

Las horas que Jesús pendió de la cruz están llenas de los insultos y escarnios de los
hombres. Una vez más la Iglesia primitiva no ha descrito los dolores corporales sino que se
hace eco de sus padecimientos internos. La clave de estos sufrimientos psíquicos la
encontró en el Sal 22(21), donde según el texto griego se dice: «Todos los que me veían se
mofaban de mí, movían los labios y sacudían la cabeza diciendo: Ha confiado en el Señor,
que le libre y le salve, si es que le quiere (salvar)» (v. 8s). Las coincidencias son evidentes:
mofas (insultos), menear la cabeza y el tema «salvar». Del mismo salmo procede también la
última palabra de Jesús, que viene transcrita en lengua aramea y en su versión griega. Se
trata del comienzo del salmo y es de enorme importancia para la situación de Jesús. Frente
a las burlas de los hombres, de los que se mencionan tres grupos, brota el grito de oración
de Jesús que expresa su abandono por parte de Dios; unas y otro según el salmo de
lamentación interpretado mesiánica- mente. En conexión con ello está la falsa interpretación
de que Jesús llama a Elías, con la que enlazan a su vez el acto de abrevar a Jesús con
«vinagre» y su postrer grito. Se trata evidentemente de tradiciones antiguas sobre la
defunción de Jesús. Entre los insultos de los hombres y el clamor de Jesús pidiendo ayuda
se encuentra la anotación de las tinieblas, que difícilmente puede deberse al propio
Marcos. En lo esencial el evangelista es deudor de este cuadro a la tradición; la pregunta
única es saber cómo lo entendió él.
En la expresión «los que pasaban» -también Simón viene del campo-, la tradición ha
conservado el recuerdo de que el Gólgota no estaba lejos de la puerta de la ciudad, por la
que entraba y salía mucha gente. Dato que habla también en favor de la víspera del día de
pascua. Pero la indicación no tiene especial relieve, como tampoco el «todos los que me
veían» del Sal 21,8; sus burlas se traducen aquí por «insultos», tal vez no sin cierta
intención, pues la correspondiente palabra griega se emplea frecuentemente para indicar la
blasfemia contra Dios (cf. Mc 2,7; 3,29; 14,64) y en el mencionado pasaje del salmo se
utiliza otro vocablo. Para Marcos se trata de una blasfemia contra el Hijo del hombre que
vendrá algún día con la majestad divina.
El sacudir la cabeza, gesto que expresa una compasión burlona (cf. Job 16,4; Eclo 13,3),
procede del versículo del salmo. Pero se expresa el contenido de las burlas, donde destaca
la alusión retrospectiva a la palabra sobre el templo (14,58). ¿Ha desempeñado en la
sesión del tribunal judío un papel más importante del que permite suponer la exposición de
Marcos? La fórmula es aquí más escueta, suficiente para el evangelista que ya ha
recordado dichas palabras, pero significativa para el antiguo relato porque refleja una
inculpación judía contra Jesús, y que todavía iba a seguir preocupando al cristianismo
primitivo (cf Act 6,14). ¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!, es la burla mordaz que se
lanza contra quien ha puesto su confianza en Dios (Sal 22,9). Dios no le aporta salvación
alguna, tendrá que salvarse a sí mismo.
Los otros dos grupos de blasfemos burlones ha podido introducirlos por primera vez el
evangelista, que una vez más inculpa a los sumos sacerdotes y a los escribas, emplea a
menudo el giro «unos a otros» o «entre sí», iguales en el texto original (4,41; 8,16; 9,34) y
que ya empleó el vocablo «burlarse» (10,34; 15,20). Es «rasgo fino que Marcos observa»
(Lagrange) que, al no considerarlo conveniente con su dignidad, no lanzan sus escarnios a
voz en grito, sino que se burlan entre sí. «Ha salvado a otros» es una alusión a las
curaciones de Jesús (cf. 3,4; 5,23.28; 6,56); a las que los dirigentes judíos no habían
prestado ningún crédito, y por ello no se habían dejado conducir a la fe. Ellos solicitaron de
Jesús «una señal venida del cielo» (8,11) y una prueba de su autoridad (11,28). En opinión
de ellos, Jesús se atribuyó falsamente la dignidad de Mesías y de rey de Israel. Marcos
pensará en la confesión de Jesús delante del sanedrín (14,62). Se añade lo de «rey de
Israel» en razón del título de la cruz; pero los príncipes de los sacerdotes no dicen «judíos»,
sino que emplean el viejo título honorífico de «Israel». Finalmente, se menciona también a
los otros dos ajusticiados que también insultan a Jesús. Jesús está rodeado de burlas e insultos.
Las tinieblas que cubren «toda la tierra» desde la hora sexta a la hora nona, no son un
oscurecimiento natural del sol. Ya los antiguos sabían que tal eclipse no era posible
durante la fase de luna llena, que era la de la fiesta de pascua. Por ello piensan otros
exegetas en un oscurecimiento debido a una tempestad de arena -«noches de siroco»-;
pero apenas cabe buscar una explicación natural. Como indica la expresión «toda la tierra»,
incluso traduciendo «todo el país», puede indicarse un acontecimiento simbólico, la tristeza
de la creación por el drama que se desarrolla en el Gólgota. Las tinieblas solares eran para
los hombres de entonces sucesos pavorosos y fatídicos al tiempo que signos, por lo cual
pasan a ser un rasgo habitual en los cuadros apocalípticos. En el profeta Amós se dice:
«Sucederá en aquel día, dice el Todopoderoso, que el sol se pondrá al mediodía y haré
que la tierra se cubra de tinieblas en pleno día» (8,9). No es preciso suponer que las
tinieblas durante la muerte de Jesús en la cruz hayan entrado directamente de ese pasaje
en el antiguo relato de la pasión; pero que éste se inclinase hacia los rasgos simbólicos se
echa de ver también en el desgarrarse del velo del templo después de la muerte de Jesús
(v. 38). Marcos, que personalmente no acusa esa tendencia -a diferencia de Mateo-, ha
aceptado la anotación y, dentro del contexto de su teología de la pasión, la ha entendido
seguramente como una expresión más de la obscuridad profunda que rodea la muerte de Jesús.
El punto más alto de la pasión de Jesús se alcanza con el grito atormentado con que llora
su desamparo por parte de Dios. Aquí la Iglesia primitiva ha conservado incluso el tenor
semítico del Sal 22,2, no según el texto hebreo, sino en lengua aramea. Esta tradición se
remonta, pues, seguramente a la comunidad judeocristiana que todavía hablaba arameo;
también en algunos otros pasajes ha conservado Marcos algunas palabras arameas (5,41;
7,34; 10,51). Mateo ha alterado el tenor literal, presentando la invocación a Dios en hebreo
(Elí), probablemente porque así se explicaba mejor la confusión con «Elías». Se discute si
Jesús pronunció personalmente su oración en hebreo o en arameo. Pero el hecho de que
la comunidad primitiva transmitiese la palabra de Jesús en la lengua aramea que ella
entendía, hace suponer que no sólo quería mostrar a Jesús recitando ese salmo de
lamentación, sino que también tomaba muy en serio el contenido de ese versículo
introductorio. No hay, pues, que rebajar el peso de tales palabras diciendo que Jesús rezó
el salmo, en el cual se pasa del más profundo desamparo a la acción de gracias y al himno
de alabanza por la liberación, debatiéndose desde el alejamiento de Dios hasta la plena
confianza, o que en su oración cargó el acento en el final de ese salmo. Nadie puede saber
las ideas que pasaron realmente por el alma de Jesús; pero lo que la Iglesia primitiva quiso
expresar introduciendo la palabra del salmo es la profunda angustia anímica de Jesús y su
abandono por parte de Dios. Para Marcos son las heces del cáliz al que Jesús se refirió en
Getsemaní rogando al Padre que lo alejase de él. El desamparo de Jesús en esta hora
tenebrosa tiene caracteres abisales. Con «voz potente» clama desde su tribulación
indecible «al que podía salvarlo», como dice Heb 5,7.
Algunos de los asistentes que lo oyen suponen que ha llamado a Elías. Los crucificados
pendían a no mucha altura del suelo y eran vigilados por los soldados. No se dice que fuera
una falsa interpretación malintencionada. Si aquella gente hubiese entendido debidamente
que Jesús invocaba a Dios, hubiese encontrado aún mayor motivo de burla, dada su actitud
malévola. Hay que suponer que se trata de un recuerdo verídico. La confusión con el
nombre de Elías se explica bien, al menos si Jesús pronunció la invocación a Dios en
hebreo; tal vez el resto del versículo del salmo lo recitó de modo que el pueblo no lo
escuchó. En el judaísmo Elías pasaba por ser el auxiliador en muchas necesidades. Aquí
queda excluida la significación mesiánica del gran profeta, al que se esperaba como
precursor del Mesías y como restaurador de todas las cosas (cf. Mc 9,12). Jesús lo llama,
así piensa aquella gente, como auxiliador en las necesidades. Inmediatamente corre uno,
empapa una esponja en «vinagre» y dice: «Dejadlo, vamos a ver si viene Elías a bajarlo.»
Desde el punto de vista histórico debe tratarse de una bebida refrescante, consistente en
vinagre muy rebajado (posca) que los soldados llevaban consigo. En la Iglesia primitiva la
acción se interpretó, bajo el recuerdo del Sal 69(68)22 -«mezcláronme hiel en la comida y
en mi sed me abrevaron con vinagre»-, como un nuevo tormento. En Marcos y en Mateo no
está completamente claro el motivo que impulsó al abrevador. Puede haber sido un
sentimiento de compasión hacia el sediento, aunque también ha podido ser el propósito de
alargar su vida. En Mateo no es el que empapa la esponja y la acerca a los labios de Jesús
quien habla, sino los otros: «¡Déjalo! vamos a ver si viene Elías a salvarlo.» La palabra
tiene asimismo un tono burlón. Lucas asigna el hecho a los soldados con mala voluntad
(23,36). Juan también lo explica de distinto modo (19,28).
Los crucificados pendían durante largo tiempo en la cruz; el saliente sobre el que
cabalgaban sostenía los cuerpos hasta que al fin sobrevenía la muerte, generalmente por
asfixia. Por ello, resultan tan sorprendentes en el caso de Jesús el rápido desenlace y el
grito fuerte que lanza antes de morir. Sobre la causa física de la muerte de Jesús se ha
discutido mucho. Hay médicos que diagnostican como tal el agotamiento; otros, un shock
traumático o un colapso cardíaco. La Iglesia primitiva no se ha interesado por la cuestión;
pero apenas cabe dudar de la muerte rápida y del gran clamor.
¿Cómo ha entendido Marcos ese clamor de Jesús moribundo? ¿Es el mismo que se
articuló con la palabra del salmo a que acaba de referirse (v. 34)? ¿Lo ha interpretado,
pues, como expresión de la angustia, desamparo y hasta desesperación más profundos?
Mateo habla inequívocamente de un nuevo clamor (27,50). Si Marcos lo entiende también
así, es posible que haya interpretado este nuevo grito inarticulado de Jesús como un signo
de superación y de victoria. En ese sentido habla la inmediata reacción del centurión
romano que confiesa: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios.» Jesús, pues, habría
sido liberado del más profundo abandono de Dios y ya en su muerte habría manifestado su
justificación por parte de Dios. A la luz del salmo, cuyo comienzo recitó Jesús, es probable
esta interpretación, pues al final del mismo se habla de que Dios libra al atribulado. No se
puede atribuir a Marcos simplemente una interpretación psicológica, como si Jesús
recitando aquel salmo ya hubiese alcanzado la confianza victoriosa en Dios. Marcos no
quiere atenuar en modo alguno las tinieblas densísimas ni la angustia interna del Hijo del
hombre, mas quiere también expresar en el acto mismo de la muerte la liberación y
justificación de parte de Dios, el libramiento del Hijo de Dios del poder de la muerte.
No nos es posible establecer con certeza cuál fue la última palabra de Jesús en la cruz
entre «las siete palabras» formadas después mediante la adición de las frases que nos han
transmitido los distintos evangelistas. Cada uno de éstos ha dispuesto a su modo las
palabras del Crucificado y cada uno ha dado su propio sentido a la última palabra o grito de
Jesús. Lucas nos presenta a Jesús muriendo con la palabra serena y piadosa del salmo:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (23,46, según el Sal 30,6). En Jn 19,30
Jesús pronuncia una palabra majestuosa: «Todo se ha cumplido.» Los ensayos por reducir
las distintas tradiciones e interpretaciones a un orden histórico, que les dé sentido, siguen
siendo problemáticos (*). Lo único que consta es aquel potente grito, del que habla la
tradición más antigua, grito que resultaba extraordinario en un crucificado y que conmovió a
los circunstantes.
Deberíamos respetar el misterio y postrarnos ante la majestad de este moribundo, tanto
si queremos considerarlo como la última revelación de la humanidad de Jesús o como un
signo oculto de su proximidad a Dios y de su divinidad. En la frontera de la muerte el
misterio de una vida humana se condensa o se desvela. En la muerte de este hombre nos
enfrentamos una vez más con todo el misterio de su persona y de su ministerio sobre la
tierra. Por ello ambas meditaciones tienen su razón de ser; de nuestra propia sensibilidad
dependerá que nos ilumine la hondura de su humanidad o la oculta grandeza de su
divinidad.
...............
* Interesante es la hipótesis de TH. BOMAN: Jesús habría dicho eli atta = «Tú (eres) mi Dios»,
y los judíos habrían entendido: eliyya tha = «¡Elías, ven!» Las palabras de Jesús serían una cita
de Sal 118,28 (salmo del hallel), pero la Iglesia primitiva las habría interpretado como del salmo
22, donde aparece la expresión en el v. 11. De ahí las diversas interpretaciones que después
dieron los evangelistas. En su origen la última palabra de Jesús habría sido una llamada jubilosa
al Padre. Hipótesis ingeniosa, pero que no se impone, porque las palabras de Jesús sólo se nos
han conservado en la interpretación de los evangelistas.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 313-326)
BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 42

d) Acontecimientos que siguieron (Mc. 15/38-41).

38 Y el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo. 39 Al


ver el centurión, que estaba allí frente a Jesús, de qué manera
había expirado, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de
Dios.» 40 Había además unas mujeres que miraban desde
lejos, entre las cuales estaban también María Magdalena,
María, la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, 41
las cuales, cuando él estaba en Galilea, lo seguían y le servían,
y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén.

TEMPLO/VELO: La importancia de la hora en que Jesús rinde su espíritu la subrayan un


par de hechos que la Iglesia primitiva nos ha transmitido. Y una vez más hemos de
preguntarnos qué sentido tienen para Marcos. El primero es el desgarramiento del velo del
templo, hecho que evidentemente se ha interpretado de manera simbólica. Surge ahora la
cuestión de saber si se trata del velo interior que separaba el santo del santísimo o del velo
exterior que pendía en la parte frontal del templo. Según el vocablo griego ambas
interpretaciones son posibles. Pero, habida cuenta del fuerte simbolismo del dato, muchos
intérpretes piensan en el velo interior. Pero, aun prescindiendo de que su rotura no podía
conocerse públicamente, también conserva el simbolismo por otras razones el velo exterior,
visible a quienes visitaban el templo. Según una tradición judía, cuarenta años antes de la
destrucción del templo se apagó la lámpara del lado occidental y aunque por la tarde se
cerraron las puertas del templo, a la mañana siguiente aparecieron abiertas. Lo cual se
interpretó como un signo de mal agüero. No hay por qué suponer una relación directa de
esta tradición con el suceso referido por Marcos; pero tal vez sirva para esclarecer el
pensamiento de la Iglesia primitiva: el velo que sustraía al santuario a las miradas profanas
y que debía proteger la santidad del templo, se desgarra; el ordenamiento cultual hasta
entonces vigente llega a su fin; cesa la antigua alianza.
En las especulaciones judías este velo (exterior) del templo tiene otro sentido simbólico,
pues representa al universo creado. Pero este sentido cósmico y la importancia de la
muerte de Jesús de cara al universo, aparecen sobre todo en Mateo que relaciona con
dicha muerte otros acontecimientos: se produce un terremoto, las rocas se parten, se abren
los sepulcros y muchos cuerpos de los santos que dormían resucitan; signos todos de un
acontecimiento escatológico de alcance cósmico, de la salvación final. Marcos ve sin duda
el desgarramiento del velo del templo simplemente como un signo de Dios o como una
señal fatídica que marca el final del culto antiguo.
CENTURION/CRUZ: De acuerdo con todo esto la confesión del centurión pagano
adquiere un alto valor positivo para el mundo gentil, y especialmente para los lectores
cristianos del Evangelio de Marcos procedentes del paganismo. Este testigo imparcial de la
muerte de Jesús confiesa: «Realmente este hombre era Hijo de Dios.» E1 carácter especial
de su muerte -probablemente se piensa en el potente grito- ha impresionado al pagano que
estaba frente a la cruz, y manifiesta su impresión en unas palabras que, habida cuenta de
su forma de pensar, apenas pueden significar otra cosa que «era realmente un hombre
extraordinario, un hombre divino»; en Lucas «era un justo, es decir, un hombre inocente».
Pero la comunidad cristiana, llevada de su propia fe, deduce de tal manifestación la
profesión de fe en la filiación divina de Jesús. Para Marcos lo más importante es la
atribución a Jesús de una dignidad que sólo a él convenía (cf. 1,11; 9,7; 12,6) y que nunca
antes le había dado hombre alguno (el sumo sacerdote únicamente le había preguntado si
lo era). Por ello, esta profesión de fe del centurión pagano, al momento de la muerte de
Jesús, constituye un hito importantísimo, la afirmación de un cambio profundo, un eco
anticipado de la plena confesión de fe de la comunidad que tiene conocimiento de la
resurrección de Jesús. En la muerte de Jesús se desvela el misterio de su persona: su
filiación divina.
Las mujeres, que contemplan la escena de lejos y a las que se llama por su nombre,
tienen otro significado: aparecen como las representantes de la comunidad creyente. Estas
mujeres, mencionadas por sus nombres personales, «seguían» ya a Jesús en Galilea y le
han prestado sus servicios; después se alude a otras que habían subido con él a
Jerusalén. Los discípulos de Jesús no podían aparecer después de su desbandada; pero
no faltan personas fieles que al menos asisten «desde lejos».
Marcos ha encontrado ya establecida esta tradición. Las tres mujeres, cuyos nombres se
dan, vuelven a aparecer nuevamente en el relato de la visita al sepulcro (Mc 16,1) y en el
mismo orden: María Magdalena (= de Magdala); otra María, a la que se determina mejor
como madre de Santiago el Menor -por su estatura o también por su edad- y de José; y
finalmente, Salomé. A María Magdalena se la menciona en todos los episodios del sepulcro
en los que ocupa un lugar fijo. La otra María es probablemente la madre de dos «hermanos
del Señor», de tal modo que sus hijos se identificarían con Santiago y José, nombrados en
Mc 6,3. Lo que no se demuestra es que esta María fuera la mujer de Clopás o Cleofás,
padre de los hermanos del Señor, Simón y Judas, según una noticia posterior (cf. Jn
19,25). Su esposo era posiblemente un pariente próximo de la madre de Jesús. En Mc 16,1
se la nombra sólo, con una indicación más breve, «la de Santiago», sin duda porque poco
antes ya la había presentado el evangelista (15,40). Según Mt 27,56 la Salomé de aquí es
seguramente la madre de los hijos de Zebedeo, pues así se la designa en el mismo pasaje,
aunque sin dar su nombre. Si se menciona a estas mujeres tanto aquí, cerca de la cruz de
Jesús, como en la mañana de pascua, cabe reconocer una tradición que unía la pasión y
resurrección de Jesús con la tumba vacía mediante la visita de tales mujeres.
Que algunas mujeres hayan seguido a Jesús en Galilea y le hayan servido cuidándose
de su sostenimiento, sólo lo dice aquí el Evangelio de Marcos; pero lo confirma otro pasaje
independiente del tercer Evangelio (cf. Lc 8,2-3). En dicho pasaje Lucas menciona también
a otras mujeres, entre ellas a Juana -la esposa de Cusa-, recordada asimismo en el relato
del sepulcro (24,10) junto con las otras mujeres. Según Jn 19,26 al pie de la cruz estaban
también la madre de Jesús y la hermana de su madre.
Según la manera de pensar judía las mujeres no contaban como testigos; no obstante
para la Iglesia primitiva eran importantes por el papel histórico que habían desempeñado en
el descubrimiento del sepulcro vacío; también se menciona a dos de ellas en el sepelio de
Jesús, aunque probablemente se trata de un relato particular. Para Marcos que unió estas
tradiciones, las mujeres han acompañado a Jesús a lo largo de todo su camino: en Galilea,
cn la subida a Jerusalén, y desde la cruz a la sepultura, hasta que en la mañana pascual se
les comunica el mensaje: «Ha resucitado, no está aquí» (16,6). Ellas fueron las testigos
mudas, pero elocuentes para la fe, de aquel acontecimiento extraordinario y único.
e) Sepultura de Jesús (Mc. 15/42-47).

42 Llegada ya la tarde, por ser la parasceve, o sea, víspera


del sábado, 43 José de Arimatea, miembro ilustre del
sanedrín, el cual también esperaba el reino de Dios, se fue
resueltamente ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. 44
Pilato se extrañó de que ya hubiera muerto. Llamó entonces al
centurión y le preguntó si efectivamente había muerto ya. 45
Informado de ello por el centurión, concedió benévolamente el
cadáver a José. 46 Éste, después de comprar una sábana, lo
bajó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo depositó en un
sepulcro que estaba excavado en una roca; luego hizo rodar
una piedra sobre la puerta del sepulcro. 47 María Magdalena
y María, la madre de José, estaba mirando dónde quedaba depositado.

J/SEPULTURA: El relato del sepelio de Jesús merece plena confianza, pues está
firmemente asentado en la tradición, atribuye la noble acción a un miembro del sanedrín,
que no aparece en ningún otro pasaje, y describe las circunstancias de un modo
históricamente digno de crédito. La indicación del tiempo -«llegada ya la tarde»- alude aquí
a los últimos instantes de luz, pues con la puesta del sol empezaba un nuevo día, que como
se dice expresamente era sábado. En tal día de descanso sólo podían hacerse con los
muertos las cosas más indispensables, por ejemplo, el lavatorio del cadáver. Además,
según la opinión judía, los ajusticiados no debían permanecer en el palo durante la noche
(Dt 21,22s); parece que los romanos tenían en cuenta esta opinión (cf. Jn 19,31). Los
cadáveres de los ajusticiados eran arrojados en fosas comunes; pero Jesús fue colocado
en una tumba individual, gracias a la intervención de José de Arimatea.
Entonces no había cementerios en el sentido que nosotros damos a la palabra, sino que
las tumbas se excavaban en las haciendas que se obtenían para ello, aunque siempre
fuera del lugar habitado.
JOSE-DE-ARIMATEA: Sólo un hombre influyente podía obtener el cadáver de un
crucificado. José de Arimatea viene presentado como miembro ilustre del sanedrín que tuvo
la audacia de pedir el cuerpo de Jesús a Pilato. Su lugar de origen Arimatea no ha podido
establecerse con seguridad, pero probablemente estaba en Judea; tal vez era Rentis, a 12
km al nordeste de Lida. Se dice de este hombre que «esperaba el reino de Dios»;
evidentemente le había impresionado la predicación de Jesús; según Jn 19,38, «era
discípulo de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos». Pero ahora demuestra un
auténtico valor, pues Pilato era bien conocido por su dureza. Si el gobernador se admira de
que Jesús haya muerto tan pronto, el dato resulta perfectamente digno de crédito ya que
los crucificados pendían a menudo durante largo tiempo de la cruz. El centurión, sin
embargo, le confirma que la muerte de Jesús ya había acaecido. Después de rescatar el
cadáver José compró una sábana; la expresión no indica necesariamente que envolviera el
cuerpo de Jesús en un solo gran.lienzo, y por lo mismo no está en contradicción con la
referencia de Juan de que el cadáver de Jesús «lo envolvieron en lienzos» o vendas
(19,40; d. 20,6). Lo que no se menciona para nada es su embalsamamiento; para Marcos
conserva todo su valor la palabra de la unción en Betania (14,8).
El cadáver de Jesús es depositado en una tumba excavada en la roca. Tales sepulturas
en forma de grutas eran las preferidas; a través de una abertura baja se entraba en una
cámara mortuoria, cuyas paredes estaban provistas de nichos para recibir los cuerpos. Los
otros evangelistas dicen además que era una tumba nueva (Mt), en la que nadie había sido
depositado (Lc) y que se encontraba en un huerto cercano (Jn). La entrada de la tumba
roqueña la cerró José de Arimatea con una gran piedra, una piedra redonda, que
preocupaba a las mujeres cuando éstas visitaron el sepulcro (16,3s). Otros detalles
carecen de interés para el relato primitivo; sólo anota uno: que María Magdalena y María la
(madre) de José vieron dónde había sido depositado el cuerpo de Jesús. Si la segunda de
las Marías viene aquí designada de modo distinto que en 16,1, y sólo se menciona a dos
mujeres, es buen indicio de que el relato del entierro de Jesús se narraba originariamente
aparte. Para el evangelista, sin embargo, la última observación sirve de enlace para la
historia del hallazgo de la tumba vacía.
En la literatura polémica contra el cristianismo primitivo nunca aparece la idea de que
Jesús hubiera sido depositado en las fosas comunes destinadas a los malhechores. Es
verdad que entre los relatos sinópticos de la sepultura de Jesús y la exposición joánica hay
ciertas tensiones, y que no todo resulta claro dentro de aquellos mismos relatos; pero en
líneas generales la tradición del sepelio de Jesús es firme y fidedigna. Ya el cristianismo
primitivo demostró un interés histórico por el asunto, y la veneración del santo sepulcro se
convirtió en un anhelo cordial de la cristiandad posterior.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 326-333)

BIBLIA NT EVANGELIOS MARCOS 43

f) El sepulcro vacío y el mensaje de la resurrección (Mc. 16/01-08).

1 Pasado ya el sábado, María Magdalena y María, la de


Santiago, y Salomé compraron sustancias aromáticas para ir a
ungirlo. 2 Y muy de mañana, en el primer día de la semana,
van al sepulcro, apenas salido el sol. 3 Iban diciéndose entre
ellas mismas: «¿Quién nos rodará la piedra de la puerta del
sepulcro?» 4 Pero, levantando la vista, ven que la piedra, que
por cierto era muy grande, estaba ya retirada. 5 Y cuando
entraron en el sepulcro, vieron a un joven, sentado a la parte
derecha, vestido con una túnica blanca, y se quedaron
pasmadas. 6 Pero él les dice: «Dejad ya vuestro espanto.
Buscáis a Jesús, el Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no
está aquí; éste es el lugar donde lo pusieron. 7 Pero id a decir a
sus discípulos, y a Pedro, que él irá antes que vosotros a
Galilea; allí lo veréis, conforme os lo dijo él.» 8 Ellas salieron
huyendo del sepulcro, porque estaban
sobrecogidas de temor y estupor. Y nada dijeron a nadie,
porque tenían mucho miedo.

TUMBA-VACIA: La historia del hallazgo de la tumba vacía por las mujeres desempeña
hoy un papel importante en las discusiones sobre la resurrección de Jesús. Muchos
investigadores la tienen por una leyenda tardía, que sólo se inventó después de los relatos
de las apariciones para apoyar el hecho de la resurrección. Otros ven la dificultad en el
hecho de que en Jerusalén seguramente que se hubieran llevado a cabo ciertas
investigaciones, de haberse presentado los primeros cristianos diciendo que Jesús el
crucificado había resucitado de entre los muertos. El hecho del sepulcro vacío no parece
que se discutió en la polémica contra los judíos. Se adoptaron otras explicaciones: los
discípulos de Jesús habían robado ocultamente el cadáver de Jesús (Mt 28,15; cf. 27,64;
28,13) o bien que el hortelano lo había puesto sin mala intención en otro lugar (cf. Jn
20,15). Crece así el número de investigadores que reconocen un núcleo histórico en el relato.
Por lo demás, la investigación crítica no considera la exposición actual como una
reproducción directa del acontecimiento histórico de aquel primer día de la se mana
-mañana del domingo-, pues el relato contiene numerosas tensiones y dificultades: ¿por
qué querían las mujeres embalsamar el cadáver de Jesús al tercer día de estar depositado
en el sepulcro? Debió de temerse una rápida descomposición. La aparición de los ángeles,
que los distintos evangelistas refieren de modo diferente, parece ser más bien un recurso
estilístico para exponer el mensaje de la resurrección. También resulta curiosa la actitud de
las mujeres: no obedecen el encargo del ángel de que vayan a los discípulos y les refieran
el hecho. Los otros dos sinópticos han cambiado el final de la narración. Por ello se
investiga la historia tradicional del relato y se pretende llegar a un relato más antiguo;
aunque también aquí difieren las opiniones. ¿Se trataba originariamente de un breve relato
que contaba cómo las mujeres habían descubierto el sepulcro vacío y habían huido presas
del asombro y del miedo? ¿Se introdujo sólo más tarde la aparición del ángel en la
afirmación de la resurrección?> ¿o bien se narró siempre el mensaje del ángel y sólo
posteriormente se añadió el encargo para los discípulos, que las mujeres no cumplieron?.
No podemos discutir aquí estos problemas; pero no cabe poner en duda la visita de las
mujeres al sepulcro y su descubrimiento de la tumba vacía. Conociendo la manera de
exponer del evangelista no nos extraña que el relato se presente en una forma concebida
de cara a la predicación.
Sólo después de transcurrido el severo reposo sabático pueden las mujeres comprar
perfumes. Como el sábado terminaba con la puesta del sol, resultaba ya demasiado tarde
para correr aún al sepulcro. Por ello las mujeres se levantan muy temprano al día siguiente.
El dato sobre «el primer día de la semana» es notable, porque en todas partes se habla de
la resurrección de Jesús «al tercer día» o «después de tres días». Estas son fórmulas de
predicación, mientras que aquí se trata de un dato cronológico exacto. Por consiguiente, el
relato difícilmente puede derivar de aquella profesión de fe. Ese primer día de la semana
-así lo afirma la antigua tradición- las mujeres fueron al sepulcro, aunque su propósito no
esté muy claro. ¿Querían ejercer simplemente un acto complementario de piedad? ¿Su
visita no tenía más objetivo, como dice Mateo partiendo sin duda de reflexiones parecidas,
que el de «ver el sepulcro»? Mateo se ha creado ciertamente una dificultad más con la
historia de los centinelas y del sellado del sepulcro (27,62-66). En Marcos no se llega de
hecho a ningún embalsamamiento del cadáver de Jesús, de tal modo que el piadoso
propósito embalsamador de las mujeres no invalida la palabra profética del Maestro en
14,8. Pero Marcos difícilmente ha podido inventarse las tres mujeres, pues son las mismas
a las que se ha nombrado en la escena de la crucifixión (15,40).
Su preocupación, durante el camino, sobre quién les removería la piedra resulta
comprensible, aunque cabe preguntarse por qué no se habían hecho esta reflexión antes
de salir para el sepulcro. Aunque debía tratarse de una piedra rodante que un solo hombre
podía mover y que, por tanto, también podían hacerlo tres mujeres reuniendo sus fuerzas.
Mas tales reflexiones lógicas pierden de vista el sentido de la narración. Si sometemos la
escena a un minucioso análisis crítico, también sobra la explicación aclaratoria de que «era
muy grande»; pues ya antes habían mirado y visto que la piedra había sido removida.
Algunos manuscritos han cambiado el orden de los hechos. Estos versículos son más bien
un recurso literario que acrecienta la tensión: las mujeres llegan al sepulcro, entran y no
hallan ya el cadáver de Jesús.
Del joven con vestiduras blancas, que por las circunstancias se deduce que es un ángel,
un emisario de Dios, debió de hablarse ya desde el comienzo. Si el relato destinado a la
comunidad debía revelar un significado de fe, era indispensable que se aludiera a la
resurrección de Jesús, y, precisamente con esta misión, el ángel hace resonar el mensaje
de la resurrección en el sepulcro vacío. Es un ángel anunciador o un intérprete del
acontecimiento que está testificando la tumba vacía. Semejante concepción no sólo se
explica perfectamente en el modo de exponer de la Biblia, sino que viene impuesta teniendo
en cuenta las diferencias que aparecen en los otros evangelistas. En Lucas son dos
jóvenes los que hablan a las mujeres profundamente inclinadas hasta el suelo con palabras
que difieren notablemente de las que trae Marcos. Falta el encargo de decir a los discípulos
que marchen a Galilea, de acuerdo con la intención teológica de Lucas de dejar a los
discípulos en Jerusalén. En Juan, María Magdalena ve a los dos ángeles sentados uno a la
cabecera y otro a los pies del lugar en que había estado depositado el cadáver de Jesús,
pero no le anuncian el mensaje de la resurrección, sino que ella lo conoce por la aparición
de Jesús.
El encuentro del ángel con las mujeres lo refiere Marcos de acuerdo con el estilo de tales
escenas de anuncio: las mujeres se espantan al ver a aquel mensajero del otro mundo, y él
las tranquiliza: «Dejad ya vuestro espanto.» Sigue luego el anuncio; la primera parte puede
ser tanto una afirmación como un interrogatorio: «¿Buscáis a Jesús Nazareno (cf. 10,47;
14,67), el crucificado? Ha resucitado, no está aquí.» Por sí sola la tumba vacía no es un
testimonio directo e inequívoco de la resurrección de Jesús; pero en la palabra del ángel
pasa a ser un testimonio elocuente: «Mirad el lugar donde le pusieron.» Si la escena del
ángel se considera como una exposición concreta y gráfica de lo que significa la tumba
vacía, no por ello pierde ésta su valor certificante, aunque de todos modos para la fe en la
resurrección de Jesús sólo ocupa un lugar secundario.
Esto responde plenamente a la concepción de la Iglesia primitiva; pues, en la antigua
fórmula de fe de 1Cor 15,3ss no se menciona la tumba vacía -aunque si se dice que Jesús
fue sepultado, lo que equivale a afirmar que había entrado de lleno en el reino de los
muertos-; sino que son las apariciones del Resucitado las que fundamentan la fe. Sólo en
conexión con las apariciones de Jesús muerto en cruz y resucitado, adquiere la tumba
vacía su verdadero sentido y su valor de testimonio. Para la ideología de los hombres de
entonces el cuerpo de Jesús, si realmente había resucitado, no podía ya reposar en el
sepulcro. Mas no se ha llegado a través de tales reflexiones a la historia de la tumba vacía;
históricamente, más bien ha debido ocurrir así: en la mañana pascual las mujeres
descubren en Jerusalén la tumba vacía y, en unión de los discípulos, llegan a la fe en la
resurrección de Jesús cuando tienen lugar las apariciones. La reconsideración del asunto
hace que también la tumba vacía se convierta en testimonio para la Iglesia primitiva, y este
testimonio se expresa en el anuncio del ángel (*). La fe pascual no la ha suscitado la piedra
muerta, sino Jesús vivo; pero la tumba es un documento terreno de un acontecimiento
supraterreno.
El mensaje de la resurrección propiamente dicho se articula de un modo parecido a su
formulación en la primitiva predicación cristiana: el Crucificado ha resucitado, o mejor, ha
sido resucitado, es decir, suscitado a la vida por Dios, y alcanzó su objetivo. No ha
regresado a la vida terrena, sino que ha sido elevado a una nueva dimensión, a la forma de
ser celestial y escatológica. En Jesús se cumple de manera eminente su propia palabra:
«Quien pierda su vida la pondrá a salvo» (8,35). Lo que en esta sentencia se dice para los
seguidores de Jesús se manifiesta y hace posible en el acontecimiento de la resurrección
del Crucificado, del autor de la salvación; pues, sólo porque Jesús, el que fue muerto por
los hombres, ha sido resucitado por Dios, puede cumplirse aquella palabra que él pronunció
para los creyentes en él. Resuena así en la tumba vacía el mensaje de la resurrección, que
para la comunidad creyente no sólo tiene un sentido histórico referido a Jesús, sino que
adquiere un significado inmediato para ella: con la fe en la resurrección de Jesús encuentra
ella su propia salvación, contempla ante sí su futuro definitivo que se le abre precisamente
sobre la base de la resurrección de Jesús. Es cierto que esto no se expresa directamente
en las palabras del ángel; pero, en cuanto éstas tienen resonancias del kerygma pascual,
para los oyentes revive todo el mensaje de salvación que han aceptado y que condiciona
su existencia cristiana.
El encargo del ángel, que las mujeres deben dar «a los discípulos y a Pedro», pertenece
al mensaje pascual porque apunta a las apariciones del Resucitado. Sin éstas, como
hemos visto, no se hubiera llegado ni a la firme fe pascual ni a la plena inteligencia del
Resucitado y de la realidad de la resurrección. Si comprendemos el carácter anunciador del
relato, el problema de si este encargo a las mujeres entraba en algún relato primitivo se
convierte en algo secundario. En tal caso habría que admitir que después siguieron de
hecho otros relatos de apariciones. Mas en el relato actual de Marcos esa imprescindible
aparición del Resucitado a sus discípulos, y en especial a Pedro, quien históricamente fue
el primero que gozó de tal aparición (cf. 1Cor 15,5; Lc 24,34), se nos presenta al menos
como una promesa en el encargo del ángel y se expresa a modo de anuncio. Por ello, en
16,8 podemos ya imaginar necesariamente la conclusión del Evangelio de Marcos: se ha
anunciado todo lo esencial para la fe.
La formulación del encargo responde a la palabra de Jesús en la última cena, con la que
anunció a los discípulos que tras su desbandada, y una vez resucitado, iría antes que ellos
a Galilea (14,28). El ángel recuerda expresamente este vaticinio de Jesús. El evangelista
encontró una palabra similar en la tradición o en la primitiva predicación cristiana y la ha
acomodado en los dos pasajes de su Evangelio. Poco importa si lo insertó primero en el
relato de la última cena o en nuestro lugar. En cualquier caso el sentido es claro: en Galilea
han de tener lugar las apariciones del Resucitado. Todavía no se ha dado una respuesta
uniforme al problema de si esto corresponde o no al curso histórico de los acontecimientos,
cuestión que depende de si la tradición de Galilea o la de Jerusalén (Lc, Jn) merece la
preferencia de cara a las apariciones. Incluso si el encargo del ángel a las mujeres sólo se
ha formulado teniendo en cuenta el hecho de las apariciones de Jesús en Galilea, conserva
su carácter de anuncio y, por lo mismo, su valor indirecto de testimonio.
Se ha querido explicar históricamente la actitud de las mujeres, que huyen del sepulcro
presas de temor y espanto, en el sentido de que originariamente sólo se hablaba del
descubrimiento de la tumba vacía. Entonces el «temor y estupor» -dos expresiones fuertes
en griego- serían la reacción natural ante el estremecedor descubrimiento que habían
hecho las mujeres. En el Evangelio de Juan, María Magdalena, que al principio sólo piensa
en una remoción del cadáver de Jesús, empieza a llorar (20,11.13.15); lo cual es una
reacción más comprensible. Además, si tal explicación fuese correcta, deberíamos más bien
esperar que las mujeres corriesen inmediatamente a referírselo a los discípulos (cf. Jn
20,2). La reacción descrita en el pasaje que nos ocupa, se explica más fácilmente si las
mujeres habían vivido una experiencia de otro tipo, justamente la aparición de un ángel con
el anuncio incomprensible de la resurrección de Jesús. Marcos nos presenta una reacción
totalmente similar cuando la resurrección de la hija de Jairo: «quedaron maravillados con
enorme estupor» (5,42). Es el éxtasis provocado por un mysterium tremendum: un salir
de sí debido a un acontecimiento sobrenatural. En todo caso, así ha debido entenderlo
Marcos. De ese modo se explica también que las mujeres «a nadie dijeron nada»; el
«miedo» que aparece en la última frase como explicación del hecho, no es otra cosa que el
estremecimiento numinoso de que son presa (cf. 4,41, después de calmada la tempestad:
«quedaron sumamente atemorizados»). Sólo los otros evangelistas han introducido ciertos
equilibrios: «se alejaron de prisa del sepulcro, con miedo, pero con gran alegría, y fueron
corriendo a llevar la noticia a los discípulos» (Mt 28,8); «regresaron, pues, del sepulcro y
anunciaron todo esto a los once y a todos los demás» (Lc 24,9). Apenas cabe ya entrever
el hecho histórico.
La última frase -con la partícula «porque»- resulta dura, aunque no imposible. Todavía
hoy se discute si puede terminar así todo el Evangelio o si no había una continuación, que
se ha perdido o que ha sido sustituida por otra conclusión del libro. Ambos pareceres
cuentan con razones en su favor. Una continuación no es absolutamente necesaria, puesto
que ya se ha anunciado la resurrección de Jesús y se han indicado al menos las
apariciones; pero la mayor parte de los lectores esperaba sin duda saber todavía algo de
las apariciones de Jesús. Necesidad a la que da satisfacción la parte final del Evangelio,
que no procede del evangelista sino de copistas posteriores. Pero, aunque no
dispusiéramos de esa conclusión y el Evangelio de Marcos terminase para nosotros en
16,8, no dejaría de ser una conclusión impresionante: en el pasmo de las mujeres se refleja
el mensaje incomprensible, vigoroso y sobrecogedor: Jesús ha resucitado.
...............
* Es doctrina casi común de los exegetas que la fe pascual de la comunidad primitiva la
suscitaron las apariciones del Resucitado y no el sepulcro vacío Pero «con el hallazgo de la
tumba vacía por obra de las mujeres llegó a la comunidad creyente el acontecimiento salvador de
la resurrección de Jesús. Para hacerlo patente, se puso el mensaje de la resurrección en boca del
ángel junto al sepulcro. De este modo la tumba vacía se convirtió en el signo de la acción
escatológica de Dios en Jesús» (RUCKSTUHL. o.c., p. 53; el subrayado es del propio autor).
...............

CONCLUSIÓN CANÓNICA DE MARCOS (Mc. 16/09-20).

9 Habiendo resucitado al amanecer, en el primer día de la


semana, se apareció primeramente a María Magdalena, de la
que había expulsado siete demonios. 10 Ella fue a anunciarlo
a los que habían estado con él, que estaban sumidos en la
tristeza y en el llanto. 11 Ellos, cuando oyeron decir que vivía
y que lo había visto ella, se resistieron a creer.
12 Después de esto se manifestó, en otra figura, a dos de
ellos, que iban de camino y se dirigían a un caserío: 13
entonces éstos regresaron a dar la noticia a los demás. Pero
tampoco a ellos los creyeron.
14 Finalmente se manifestó a los once, mientras estaban a
la mesa, y les reprendió su incredulidad y su dureza de
corazón, por no haber dado crédito a quienes lo habían visto
resucitado.
15 Luego les dijo: «Id por todo el mundo y predicad el
Evangelio a toda la creación. 16 El que crea y se bautice, se
salvará; pero el que se resista a creer, se condenará. 17 Estas
señales acompañarán a los que crean: en virtud de mi nombre
expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, 18 tomarán
en sus manos serpientes, y, aunque beban algo mortalmente
venenoso, no les hará daño, impondrán las manos a los
enfermos y éstos recobrarán la salud.»
19 Así pues, el Señor Jesús, después de hablarles, fue
elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. 20 Ellos luego
fueron a predicar por todas partes, cooperando el Señor con
ellos y confirmando su palabra con las señales que la acompañaban.

Esta sección final, añadida en época posterior, que falta en los manuscritos más antiguos
y que muchos padres de la Iglesia desconocen, resume los relatos de las apariciones que
relatan los otros Evangelios, especialmente los de Lucas y Juan. El estilo aparece en parte
quebrado y tampoco las ideas son profundas, aunque son interesantes para conocer el
pensamiento de la comunidad posterior. Se reconocen dos secciones: la primera menciona
brevemente las apariciones de Jesús a Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los once.
El acento recae ahí en la incredulidad de los discípulos a quienes el Señor reprocha el no
haber dado fe a quienes le habían visto. Es una clara amonestación a los creyentes que
vendrán después para que crean a los testigos de la resurrección, aunque personalmente
no hayan visto al Señor (cf. Jn 20,29).
La segunda parte recoge el discurso de misión del Señor resucitado. Con la exhortación
a misionar por todo el mundo va unida la tesis de que fe y bautismo son requisitos
necesarios para la salvación. Se promete además a los predicadores la facultad de hacer
prodigios que deben apoyar y confirmar su predicación misionera. Finalmente, Jesús se
separa de los discípulos con la ascensión al cielo -tomada del doble relato de Lucas en sus
dos obras- y está sentado desde entonces a la derecha de Dios. Hacia él mira la
comunidad con quien el Señor colabora en su misión sobre la tierra. Son imágenes
perfectamente definidas de la primitiva Iglesia católica, empeñada en una misión universal.
MAGDALENA: La aparición del Resucitado a María Magdalena, que difícilmente encaja
con el relato del hallazgo de la tumba vacía a causa de la indicación cronológica «de
mañana, en el primer día de la semana», está tomada de Jn 20,11-18, sin ningún pormenor.
María Magdalena viene también presentada según Lc 8,2, texto donde se dice que Jesús
expulsó de ella siete demonios. Lo cual, por otra parte, no quiere indicar la condición de
gran pecadora -difícilmente puede identificarse con la pecadora de Lc 7,36-50 sino más
bien lo grave de una enfermedad funesta de la que Jesús la había curado. El autor sólo
quiere presentársela al lector, sin que le preocupe una descripción más detallada de su
persona. Por eso, no menciona tampoco sus lágrimas cuando no encontró el cadáver de
Jesús; mientras presenta a los acompañantes de Jesús gimiendo y llorando como en un
duelo mortuorio. No creen el mensaje de la mujer.
La palabra que hemos traducido por «aparecerse» es distinta que la de los otros textos y
expresa una visión corporal realista, al igual que toda la sección quiere presentar los
hechos de una forma realista y masiva.
El episodio de Emaús, referido en Lc 24, aparece también recapitulado con parecida
sobriedad. Este precioso y profundo relato está abreviado refiriendo únicamente que Jesús
se apareció «con otra figura» a «dos de ellos», es decir de los acompañantes de Jesús
antes mencionados y que sin duda considera como un grupo mayor cuando se dirigían al
campo. Así pues, según la concepción del autor, Jesús habría adoptado de propósito la
apariencia de un «forastero». Nada dice de que los ojos de los discípulos de Emaús se
abriesen al partir el pan. Lo único que le importa una vez más es el hecho de que los otros
discípulos no les prestaron ningún crédito.
Finalmente, el autor menciona la aparición de Jesús a los «once», con la que se refiere
evidentemente al relato de Lc 24,36-43, en que también se habla de la incredulidad de los
discípulos. Según la concepción de este desconocido compilador posterior, Jesús les
reprocha aun ahora su incredulidad y dureza de corazón, sobre la base una vez más de que
no prestaron fe alguna a quienes le habían visto resucitado. Con un propósito apenas
velado quiere presentar a los lectores la necesidad de una fe bien dispuesta. Mas con ello
los discípulos aparecen bajo una luz poco favorable. Esto es lo que ha movido a un copista
posterior a insertar aquí una justificación. El pequeño diálogo entre Jesús y sus discípulos,
conservado en un manuscrito griego del siglo IV/V, es digno de consideración por su textura
espiritual y su visión tenebrosa del mundo y del poder de Satán. He aquí el texto:

Y ellos se disculpaban y decían: Este eón de iniquidad y de incredulidad está sometido a Satán, que no
permite que lo que está bajo los espíritus inmundos comprenda la verdad y fuerza de Dios [el texto está
incompleto]. Por ello, revela ya ahora tu justicia, le decían ellos a Cristo. Y Cristo les replicó: Se ha
cumplido el límite de los años para el poder de Satán. Pero se avecinan otras cosas terribles. Y por los
pecadores fui yo entregado a la muerte, a fin de que se conviertan a la verdad y no pequen más, y para
que hereden la gloria espiritual e imperecedera de la justicia en el cielo.

El envío de los discípulos a predicar, que sigue después, pertenece también para Mateo
(28,16-20) y para Lucas (24,47) a la aparición pascual del Resucitado. El autor de la
conclusión apócrifa de Marcos le ha dado una forma especial que presenta la acción
misionera universal y abarcando la creación entera. No es que se piense que los discípulos
hayan de predicar también a la creación irracional, puesto que a la predicación responde en
la frase inmediata la fe, que cada hombre debe prestar. Pero se subraya la penetración
triunfal del Evangelio, al igual que en el himno a Cristo de 1Tim 3,16 se dice: «proclamado
entre los gentiles, creído en el mundo».
Esa Iglesia está firmemente convencida de que sólo se salvará el que crea y se bautice;
el que no crea está condenado en el juicio de Dios. Atención especial se pone también en
los prodigios concomitantes, en que se expresaría una experiencia de la Iglesia misionera.
En ella se daban fuerzas carismáticas extraordinarias; se ha observado que las curaciones
y milagros mencionados aquí aparecen también en los Hechos de los Apóstoles. Pero la
dureza del juicio condenatorio contra los incrédulos, entre los que no se distingue a los
malintencionados de los que tienen excusa, y la insistencia en las obras milagrosas que
acompañan a la misión, son rasgos condicionados a la historia, a los que no hemos de dar
un valor absoluto ni para todos los tiempos.
Al final se menciona la ascensión de Jesús al cielo y su entronización a la diestra de
Dios. La visión lucana del arrebato corporal de Jesús se ha impuesto, aunque sólo se
tratase de una forma de representar el hecho que los otros evangelistas no conocen. Mas
para la imagen del mundo, entonces imperante, no ofrecía ninguna dificultad al tiempo que
permitía dar una idea a la comunidad del alejamiento de Jesús de sus discípulos y
simultáneamente de su permanente proximidad. El Señor que está sentado a la derecha de
Dios permanece unido sobre la tierra a su comunidad que continúa su obra y la ayuda con
su cooperación; cooperación que el autor vuelve a ver sobre todo en los signos que
corroboran la predicación misionera.
El ímpetu misional, que arrancó del Resucitado, aparece también claramente en otra
conclusión, mucho más corta, del Evangelio de Marcos que se encuentra en cierto número
de manuscritos: Ellas refirieron brevemente a los compañeros de Pedro todo lo que se les
había anunciado. Posteriormente también Jesús mismo, por medio de ellos, llevó desde el
oriente al ocaso, el mensaje sagrado de la salvación eterna.
El Evangelio, que Jesús anunció durante su ministerio terrenal, sólo había de convertirse,
mediante su entrega a la muerte, en la fuerza motriz y salvadora del género humano. Pero
la comunidad, que después de la muerte de su Señor siente que pesa sobre sus hombros
el deber de predicar el Evangelio, se sabe enviada no por sus propias fuerzas sino por la
suprema autoridad del Resucitado. Es el propio Señor quien prolonga su predicación por
medio de la comunidad, la cual está segura de su triunfo porque el Señor ha resucitado de
entre los muertos.
(_MENSAJE/02-2.Págs. 333-347)

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