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internacional.
Card. Jozef Tomko
Con afecto saludo a los diáconos, los religiosos y las religiosas, los
seminaristas, los miembros de los movimientos y de las
asociaciones, especialmente a las de adoración eucarística.
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Es el mismo asombro que invadió a los Apóstoles en el Cenáculo.
En aquel clima solemne, pero también triste en previsión de la
pasión, Jesús manifestó su amor infinito a la humanidad y realizó lo
que había prometido. Como nos relata san Juan, «antes de la fiesta
de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de
este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1), es decir, hasta el
límite. Y entonces dejó a los suyos no un recuerdito, no una imagen,
no un don aunque fuera memorable, no un objeto querido, sino a sí
mismo. Y además escogió la forma de pan y de vino para significar
que quería convertirse en nuestro alimento, en apoyo de nuestra vida
y fuente de nuestra existencia eterna. Se dio a sí mismo en alimento
por nosotros para poder quedarse con nosotros en una unión
totalmente singular e íntima, en analogía con el alimento que entra
en el circuito vital de nuestro cuerpo y a través del metabolismo vital
se transforma en vida nuestra y energía. De manera semejante Jesús
mismo quiso entrar en una comunión muy íntima con nosotros: «El
que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. Lo
mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre,
también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 56-57). Esta
estupenda realidad debe inspirar y transformar nuestra vida y
nuestras comuniones eucarísticas en encuentros vitales que inspiren
nuestras actividades.
Conclusión