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El Último Suspiro

Escrito por Markan

Cada día se siente tan monótono, repetitivo y melancólico. Solo soy un hombre
desdichado con la vida, convertido en la sombra de lo que alguna vez fue. Mi nombre
resonaba por estas montañas con admiración, cuando me veían pasar exclamaban: “¡Es
Eduardo el grande!” Era el actor que marcó toda una época, de porte y rigidez que
desprendía respeto y orgullo a un pueblo pescador. Ahora solo soy un viejo vagabundo,
mendigando por las aceras de una villa hecha pedazos por la escasez.

Hay días en los que solo me dedico a dormir para no sentir hambre, me acurruco para
darme el calor y poco amor que podría quedar en mi desgastado cuerpo. Cada mañana que
la luz del sol se asoma para tratar de calentar mis frías manos, me pregunto: ¿Qué habré
hecho para merecer semejante castigo? Sentir como la muerte deambula el mismo camino
que yo, en busca de mi alma, añorando mi último suspiro para ofrecerme una despedida de
la tierra. Perecer suena bastante prometedor si lo piensas bien; no sentiría dolor ni hambre
nunca más, solo descansar sin preocuparme en volver a despertar de nuevo, en esta
pesadilla que intento llamar “vida”, despreciado por la gente que alguna vez aclamó mi
nombre. Ahora me ven como una mancha oscura en medio del frío cemento; una mancha
sucia y desagradable ante los ojos de la sociedad no merece que lo recuerden o si quiera lo
extrañen.

El sonido de la campana de la iglesia me alejó de mis sombríos pensamientos. Los pasos


del padre, llenos de esperanza, generan emoción en mi arrugado corazón, un corazón que
más que latir solo se dedica a evitar lo inevitable de mi muerte. Aquel hombre de cara
redonda, mejillas rosadas y sonrisa torcida, se acerca con un aura que desprende una
hermosa calidez, trayendo entre sus manos un tazón de sopa y colocándolo gentilmente
frente a mí, brindándome una mano amiga.

– Tenga, señor Eduardo. – Mencionó con su voz ronca por el frío de la mañana. – Tome
con mucho cuidado la sopa.

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Tomé el pequeño tazón con mis arrugadas y temblorosas manos, a la par que el hombre
se marchó, brindándome una cálida sonrisa. Hay días en los que quisiera entrar a misa y
escuchar como él nos recita las palabras del señor, pero el simple hecho de ser observado
por aquellos falsos creyentes, me parece inaceptable; sus ojos llenos de soberbia y
desagrado por mi presencia, me erizan la piel.

Los días pasaban sin pena ni gloria, cada mañana era igual a la anterior, sentía que
estaba en un bucle interminable de agonía, donde solo me hundía más y más en mi miseria.
Pero aquella tarde algo cambió, a mis oídos llegaron rumores sobre una serie de
desapariciones que ocurrieron recientemente. Algunos decían que se trataba de una figura
alta y encorvada que solo se llevaba a los niños, pues estos tenían almas inocentes.

Esas palabras me dieron escalofríos, el solo pensar en estar expuesto ante aquel ser
maligno, me hacía estremecer y sentía que me faltaba oxígeno. No podría huir de esa
criatura, mis piernas son delgadas y frágiles, no me permitirían correr mucho antes de
destrozarse. Esconderme tampoco era opción, no tenía un techo donde dormir, me echaba
en el camino para ver quien me daba algo de comer. Temía por mi vida, solo quedaba como
última alternativa esconderme dentro de la iglesia. La casa de Dios no puede ser profanada,
es un lugar sagrado al que ningún ser maligno se atrevería a entrar.

La paranoia me consume totalmente, el sol no se ha puesto cuando ya me encuentro


buscando una manera de protegerme. Nada garantizaba que esos rumores fueran ciertos,
podrían ser nada más que simples chismes inventados por la gente, como manera de
excusar la existencia de un secuestrador entre nosotros. Eso generaría mucha desconfianza,
destrozaría la poca seguridad que tenemos entre nosotros. Por lo tanto, solo me relajaré y
me quedaré en mi pequeña esquina, acurrucado, intentando alcanzar el sueño.

No tengo idea de cuánto tiempo ha pasado, pero el frío se intensifica cada vez más. Mis
dientes chirrían y mi cuerpo está sufriendo pequeños espasmos por las bajas temperaturas.
Traté de conciliar el sueño, pero me resultó imposible, por lo que decidí caminar para tratar
de conseguir algún lugar mejor donde descansar, aunque mis esfuerzos parecen nulos.
Todas las calles se encuentran deshabitadas, además de acechar un frío desgarrador sin

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precedentes en cada esquina. Repentinamente, mientras caminaba, algo me hizo parar en
seco.

Experimentaba un revoltijo en mi estómago, una extraña sensación que no sabría


describir; sentía también un intenso dolor en mi cuello, como si lo sujetaran con grandes
cadenas o si alguien se balanceara en mi viejo cuerpo. El dolor se esparcía como un veneno,
desde mis hombros hasta mis pies. Caminar es algo imposible a estas alturas, mis piernas
sucumben por el peso que siento sobre mí. Poco a poco fui cayendo sobre las frías calles,
sin saber qué hacer ante esta horrible sensación. Y, para mi sorpresa, repentinamente me
encontraba frente a la iglesia del pueblo, sin lograr comprender cómo pude llegar hasta
aquí.

¿Será quizás la muerte? Tal vez ya está solicitando mi alma, y aunque realmente creí que
me quedaría más tiempo, quizás mi vida pueda mejorar. ¿Será acaso que mi destino
siempre ha sido la ruina? ¿Ser peor que una cucaracha que se arrastra en su suciedad? Temo
por mi vida, aun no estoy listo para partir, aún tengo muchos sueños que cumplir, sigo
anhelando tener otra oportunidad y poder hacer las cosas diferente. Sentía el peso de mi
cuerpo desaparecer, me volvía más ligero. Aun así, sigo sin poder levantarme del suelo, sin
las fuerzas necesarias para ponerme de pie.

Mirando por el rabillo del ojo, logro distinguir el cuerpo de una niña usando ropajes
viejos y desechos. Pero de ella destacaba un rostro tan limpio y tan pulcro, gozando de unos
penetrantes ojos negros. Su cabellera rubia, me sorprendió; las personas de este lugar no
poseían esas características físicas, lo que podía significar que era extranjera. Ella se
encontraba a mi lado, con sus ojos posados en la iglesia, ignorando mi presencia. Era
sumamente delgada, pero sus mejillas eran regordetas. Esa jovencita tenía una presencia
que me hacía temblar.

Ante mis ojos, pude ver como esa extraña jovencita repentinamente se convertía en un
ser de gran tamaño, delgado y de cuerpo encorvado. Sus brazos parecían las ramas de un
árbol, su cabello se había endurecido y parecía de alambre. Sus ojos eran totalmente negros,
su boca se había alargado, convirtiéndose en una perturbadora sonrisa. Esta criatura, que

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parecía sacada del mismísimo infierno, no apartaba sus ojos de la iglesia. Mi cuerpo estaba
paralizado por el miedo, bañado en mi propio sudor. Ese monstruo miraba expectante la
iglesia, dudaba que pudiera entrar en la casa de Dios, era tierra sagrada.

Pero sin ningún problema se adentró a la capilla. Como pude traté de levantarme, mis
piernas me temblaban y mi corazón palpitaba a más no poder, no tengo idea de cómo o qué
me llevó a hacerlo, pero cuando me percaté ya me encontraba en la entrada de la iglesia.
Los recuerdos de aquel amable sacerdote, quien velaba por mí y rezaba por mi bienestar,
llegaron a mi mente como un torbellino. Ese hombre se encontraba durmiendo
plácidamente en sus aposentos, mientras este monstruo quería entrar. Quería hacerle daño y
yo… ¡No podía permitirlo!

–¡No puedes pasar! – Grité con toda la voz que quedaba en mi garganta, extendiendo
mis brazos como una especie de escudo. Deseaba proteger al sacerdote, así perdiera mi vida
intentándolo. Mi muerte no afectará al pueblo, pero la de ese buen hombre los destrozará.
Pude ver directamente los ojos de aquella espeluznante criatura, completamente
oscurecidos, con su tamaño irreal y su macabra presencia que hacían estremecer cada parte
de mi cuerpo.

La extraña criatura ignoró mis suplicas, mientras avanzaba directamente hacia mi


persona. Mi pulso estaba descontrolado, lágrimas caían de mis mejillas por el miedo.
Cuando estuve cara a cara con la bestia, pude ver como esta se convertía en polvo y se
adentraba en mi interior. Sentía como se movía por mis venas y me quemaba por dentro, mi
sangre estaba ardiendo como fuego; estaba calcinando mi interior. Como pude trate de
entrar para advertir al sacerdote del peligro al que se enfrentaba, caminando por los pasillos
en busca de su presencia, hasta finalmente llegar a su habitación, para justo escuchar algo
que me heló la sangre: “Vamos dulzura, no llores pequeña.”

Sin pensarlo dos veces, me adentré en la habitación, solo para encontrarme con una
escena que me revolvió el estómago: Aquel hombre que tanto veneraba, yacía sobre aquella
niña que hace un par de minutos cargaba sobre mi espalda. Lloraba pidiendo clemencia, por
los deseos impuros que anhelaba un depravado. Él me miró sorprendido, esos ojos que

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antes desprendían calidez ahora solo mostraban vergüenza y miedo. La pequeña jovencita
sollozaba en silencio por la experiencia traumática.

– Señor Eduardo, n-no es lo que parece… – Decía tartamudeando con la intención de


excusarse, mientras dejaba ver por completo su nerviosismo. – Yo… ¡Solo le enseñaba el
camino de Dios! – Esas últimas palabras despertaron algo en mí, una llama de ira que
deseaba calcinar todo a su paso. La mención de Dios en la boca de un pederasta me daba
asco, ensuciaba el nombre de un ser divino. Sentí como mi cuerpo caía en un trance, mis
piernas se movieron solas y sin pensarlo dos veces me abalancé sobre él.

Él me miraba con miedo y decepción, mientras que yo ahora no sentía nada por ese
hombre. Se encontraba en un altar, pero ahora caía como plomo y se rompía cual cristal.
Mis manos se posaron en su cuello y empezaron a cerrarse a su alrededor, impidiendo su
respiración. Aquel par de mejillas rosadas, ahora perdían su color. Presenciaba como el
hombre en quien creí, era reclamado por la muerte. Un par de minutos que me parecieron
eternos, con sus ojos se apagándose y su espíritu liberando su cuerpo. Antes creía que un
alma bondadosa como la del sacerdote tendría un lugar asegurado en el paraíso, pero ahora
estaba convencido que ardería en las llamas del infierno, junto a mí. Había pecado, le había
dado fin a la vida de un hombre.

Miré en dirección a la niña, ella se veía asustada y temblaba en un rincón. Me acerqué a


ella, pero de un momento a otro, sentí como mi cuerpo se sentía más débil. Aquella
tenebrosa criatura salía de mi cuerpo y se paraba ante aquel infante. La pequeña, parándose
erguida, miraba a los ojos de la criatura con determinación. Ese mismo espectro por el cual
temí, se unía a ella como un abrazo. Los ojos de la pequeña me miraban con gratitud y
tristeza, para arrodillarse ante mí y brindarme una cálida sonrisa.

– Gracias, señor Eduardo. – Me sentía cansado, tenía mucho sueño y poco a poco perdía
las fuerzas. – Es hora de descansar. – Mientras sentía como la llama de mi cuerpo se
apagaba poco a poco, decidí que era la hora, dejando escapar así mi último suspiro.

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