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EL SECRETO OSCURO DE MI

PAPI
S E R I E:
« M I L P E C A D OS
I N C ON F E S A B L E S »
NICOLÁS HYDE
Copyright Nicolás Hyde ©2023
All rights reserved.
ISBN: 9798853523555
Sello: Independently published
Imagen de portada por VitalikRadko.
Se prohíbe la distribución total o parcial de este libro. Al adquirirlo se está de
acuerdo en no vender, copiar o distribuir el contenido de ninguna manera sin el
consentimiento previo del autor.
Los hechos narrados a continuación son producto de la imaginación del escritor
y, en ningún momento se trata de normalizar actos violentos, solo es un relato
perteneciente al Dark Romance Erotic, por lo que se recomienda discreción.
SINOPSIS
Amor y odio, dos palabras que, por mucho tiempo, fueron sinónimos para
Dulce.
Lo amaba y lo odiaba.
Por eso se alejó….
Sin embargo, cuando creyó que había superado su agonía, volvió, solo para
que esas palabras cobrasen su significado original y se desenredaran, volcando
su vida, convirtiendo su día a día en un torbellino de sensaciones que cada vez
fueron nublando más su raciocinio, hasta que sucumbió ante él, el único
hombre que amó y odió con toda su alma, el hombre que ayudó con su
crianza, un hombre prohibido: su padrastro.
Un relato picante y excitante, donde el tabú es el ingrediente principal.
INTRODUCCIÓN
LO MIRÉ DESDE MI POSICIÓN. Estaba impresionante, desnudo, con las
musculosas y potentes piernas abiertas, mostrándome su virilidad dura, grande
y gruesa que estaba totalmente erguida, esperándome, llamándome desde la
lejanía, pidiendo que la metiese en mi boca y la hiciese llorar de alegría.
―Vamos, gatita ―rugió con la voz vibrante, esa voz grave que me hizo
jadear cuando me acarició los tímpanos.
El sexo me punzó al escucharlo, al devolverle la mirada y saber que sus
pupilas estaban fijas en las mías, admirándome con hambre, con anhelo, con
furor.
Jaló de la cuerda ligada a la gargantilla que tenía alrededor del cuello, de
cuero grueso, rígida, que me quedaba justa, sin diseño, más que el aro metálico
en medio que servía para que él atara la cuerda, también de cuero, y me
dominase como se le diera la gana, tal como tanto nos gustaba.
Gemí y el sexo se me humedeció, empapando las braguitas de encaje blanco
con olanes en los bordes que dotaban de inocencia al conjunto, pese a que este
se transparentaba y mostraba mi rajita tierna con exquisites, así como mis
pezoncitos rosados que en ese instante estaban erguidos y expectantes.
Me relamí, observándolo con ardor, con los párpados entrecerrados y, como
me lo pidió, avancé en cuatro, moviendo las caderas, acortando el espacio que
nos separaba.
Admiré su cuerpo grande y musculoso sentado a la orilla de la cama de
nuestra habitación. Era un hombre impactante, un hombre que incitaba a lo
prohibido que, desde el primer momento, me cautivó y que luego corrompió
mi mente y alma.
Era mi hombre…
Y yo era suya…
Lo miré y me perdí en sus pupilas oscuras y dilatadas que presagiaban todo
lo que me haría, todo lo que quería hacerle a mi cuerpo.
Me deleité con esa imagen y ronroneé cuando aspiré su masculino aroma,
ese que se coló por mis fosas nasales y mandó una onda expansiva por todo mi
ser, una onda eléctrica que avivó mis nervios.
―¡Papi! ―susurré enajenada, casi sin poder respirar, agitada, cuando me
detuve entre sus piernas y tuve en primer plano la imagen idílica de su erección
maciza, obnubilando del todo mi cerebro.
CAPÍTULO 1
EXHALÉ TODO EL AIRE QUE TENÍA DENTRO DE LOS
PULMONES. Estaba más nerviosa que nunca. Las manos me sudaban, el
corazón me latía dentro del pecho con fuerza queriendo salirse de su cavidad,
la sangre me viajaba a los pies pretendiendo emprender la huida, tenía el
estómago revuelto y la garganta cerrada, ni siquiera podía tragar el nudo que se
me formó cuando bajé del taxi y vi la edificación de la casa en la que pasé mi
adolescencia. Tenía el cuerpo caliente con algunas perlas de sudor helado
bajándome por la columna vertebral, lo que solo provocaba múltiples
escalofríos que me removían desde los cimientos.
Llevaba más de un minuto parada cual tonta frente a la valla alta de hierro
que rodeaba la casa.
La casa en la que pasé mis años de pubertad, esa época en la que fui una
niñita caprichosa que le dio mil problemas a mis padres, era prácticamente una
mansión grande, hermosa, moderna y, en ese momento, representaba el lugar
al que no quería volver, bueno, quería, no obstante, tenía más de tres años
reteniéndome para no regresar, poniendo mil excusas para quedarme en el
internado, esperando que la distancia que puse despejara mi mente.
Hasta hacía un tiempo, unas semanas, para ser precisa, pensé que todo
quedó en el olvido, que estaba recuperada, que estaba curada de mi adicción,
sin embargo, al estar frente a esa valla alta con un diseño intrincado que me
recordaba a una enredadera de rosas espinosas, los nervios pudieron con mi
cuerpo y tuve que retroceder un paso antes de abrir la puerta del cercado.
La ansiedad se enroscó alrededor de mi alma, se me secó la garganta y mil
imágenes acudieron a mi memoria, imágenes de las que no estaba orgullosa,
momentos en los que fui otra, en los que el ardor me ganó pese a que solo era
una mocosa.
Sacudí la cabeza y no pude evitar admirar mi vestido veraniego desde arriba.
Observé mi cuerpo, me visualicé desde mi perspectiva, tratando de vislumbrar
si mi apariencia era la correcta.
Ya no era la niñita que salió huyendo del que fue su hogar por muchos años,
en absoluto. En ese entonces, mi cuerpo era el de una cría y ahora… Me costó
desarrollar, costó que mi cuerpo madurara, que las curvas peligrosas con las
que cargaba como arma de seducción se formaran para convertirme en una
mujer.
Sí, era diferente, poseía un cuerpo bonito, armónico. Tenía una estatura
promedio, ni muy alta, ni muy pequeña, lo que me iba de maravilla teniendo en
cuenta de que, pese a ser delgada, tenía unos buenos senos de unas tallas por
encima de lo que debería, así como un trasero respingón que me dificultaba
encontrar pantalones que se amoldaran a mi estrecha cintura. Mis piernas
torneadas se forjaron, así como mi culo, a base de ejercicio que tonificó mi
cuerpo, y pese a que era una nadadora bastante buena, no tenía la espalda
amplia. El deporte era parte de mi día a día, el deporte me disciplinó cuando
fui elegida para una beca deportiva en uno de los mejores institutos en el norte
del continente y, el deporte me salvó de convertirme en una inmoral, de
sucumbir ante el deseo que creció paulatinamente sin que me diese cuenta,
comiendo mi cabeza, encubriendo el odio y sacando a flote el amor, la
adoración y el deseo que él suscitó en mi interior.
Tragué el nudo que me cerraba las vías respiratorias.
No solo era mi cuerpo el que cambió, o mi cara, la cual dejó de parecer la de
una niñita con los mofletes regordetes, para afinarme las facciones, para
suavizarme la piel cuando la pubertad quedó atrás y los molestos granitos
dejaron de aparecer. Mi piel nívea resplandecía, me la cuidaba para que los
químicos de las piscinas no me afectaran, pese a que el sol hizo de las suyas y
acabé con una melena más rubia de lo que tuve incluso de pequeña. De las
pocas cosas que no cambiaron en mí, fueron mis grandes ojos de cervatillo,
mis ojos celestes que refulgían con la luz y que le daban a mi rostro un deje
candoroso y hasta virginal, que se incrementaba cuando batía mis pestañas
largas y rizadas que casi siempre llevaba pintadas con rímel negro para que no
se notara que eran rubias. Eso y mis labios carnosos y de un rosado rojizo me
daban un aire de muñeca de porcelana.
A decir verdad, me gustaba mi apariencia, me sentía bien luego de ser un
«patito feo», ser el cisne que podía conquistar a cualquier hombre, bueno, casi
a cualquiera… Sí, porque la realidad era esa, el hombre que me hizo huir, por
el que estaba nerviosa, estaba vetado.
Sacudí los hombros y uno de los tirantes del vestido celeste con flores
silvestres se bajó, mostrando mi hombro desnudo. Lo volví a su puesto.
Oteé la falda del vestido que me llegaba debajo de la mitad del muslo y, pasé
la mano quitando motas imaginarias de la tela.
Estaba dilatando el tiempo, lo sabía.
Me mordí el labio al alzar la cabeza y contemplar la casa. Inspiré hondo para
darme fuerzas, y sin más dilaciones, cogí el pomo de la puerta y abrí la verja.
Jalé las maletas y me adentré al caminito de piedras que serpenteaba el jardín
verde, con el pasto recortado, con los árboles tropicales y frutales a los
costados, dando sombra a las diferentes flores que ornamentaban sus raíces.
Era una casa preciosa, y por un momento, fui feliz al recordar cuando la vi
por primera vez, cuando me enamoré de su gran edificación, de saber que
tendría una habitación tan grande, y lejos de la de mi madre, de saber que
tendría mi espacio. Mis ojos se fueron al columpio de madera que colgaba de
la rama de uno de los árboles más cercanos a la casa, un columpio que fue
puesto ahí para mí, para que pudiera juguetear con él y mecerme tan alto, tan
fuerte, que pudiese alcanzar el cielo.
Sonreí, una sonrisa pequeña que no duró mucho, puesto que mis pasos me
llevaron a la puerta principal, una puerta de madera maciza, con un diseño
formidable y masculino, así como toda la fachada de la casa de paredes
blancas, ventanas grandes con marcos de madera del mismo tono que la
puerta, una casa de dos pisos, con jardín delantero y trasero, con una piscina
grande en la parte trasera, así como cinco habitaciones amplias con todo
incluido, cuatro baños, una enorme cocina, una sala para atender visitas, y una
más cómoda donde hay teatro y cine para disfrutar de diversas películas, así
como un estudio grande, lujoso y masculino desde donde trabajaba papi…
Me mordí el carrillo al pensar en las veces en las que, a través de la puerta
entreabierta del estudio, lo espié.
Sacudí la cabeza.
No, no podía seguir rememorando a mi vieja yo, debía ser fuerte, de lo
contrario, solo me demostraría que mis miedos de volver luego de tres años no
eran infundados.
Quería volver a casa, ver a mamá, ver a Pelusa, mi perro, ver a esas viejas
amistades que dejé cuando tuve la oportunidad, quería también verlo a él,
saber cómo estaba, saber si todavía removía mi corazón, si el odio de antaño
seguía en mi estómago.
Resoplé y me di cuenta de que de nuevo estaba alargando la situación, que
me estaba comportando como una niñita inmadura que no ha superado a su
primer amor, un amor prohibido que se enquistó en su corazón.
Con las manos temblorosas, toqué el timbre y esperé. No, no tenía llaves, las
había perdido hacía mucho tiempo. Hacía más de tres años cuando las eché a
un lago, con la esperanza de nunca volver, de apartar mis sentimientos oscuros
y dejar atrás a la chiquilla enamoradiza.
Esperé unos segundos antes de que el sonido del cerrojo de la puerta me
alertara y el corazón se me desembocara. El pecho me ardió y creí que me iba
a dar un paro cardiaco cuando la puerta se abrió en cámara lenta, al menos, así
se sintió.
El aire se me estancó en la garganta cuando lo vi, cuando nuestros ojos se
encontraron, cuando capté su esencia masculina, cuando mi alma se diluyó y
mis sentimientos regresaron con más fuerza al vislumbrar esos ojos azul
cobalto que me observaron sin reconocerme.
Ahí estaba frente a mí, tan guapo y arrebatador como siempre fue,
mirándome, observando a la mujer en la que me convertí.
―Papi… ―musité casi sin voz, en una especie de jadeo entrecortado que
sonó a súplica, a ruego… porque al final, era el hombre de mis sueños y de
mis pesadillas.
CAPÍTULO 2
CONOCÍ A GUILLERMO FIGUEROA A LA CORTA EDAD DE
NUEVE AÑOS. Mi madre fue la encargada de presentármelo. Sofía Linares,
hasta aquel entonces, viuda de Isaac Linares, es decir mi padre, era una mujer
joven, a la mitad de su veintena, una mujer de belleza incomparable, una mujer
alta, elegante, y hermosa como una modelo de las que se ven en pasarelas, de
hecho, pudo serlo, de no haber quedado embarazada a temprana edad.
Como Sofía decía, ni siquiera pudo disfrutar de su juventud, ir a la
universidad, en cambio, se dedicó a ser mi madre, a ser esposa, e incluso a
trabajar. Papá, en cambio, fue apoyado por mis abuelos y pudo cumplir su
sueño y graduarse de una carrera técnica a la tierna edad de veintidós años. Y
parecía que su vida iba bien, pese a las vicisitudes de ser padres a tan temprana
edad, en mis recuerdos los veía como una pareja ejemplar, un matrimonio
sólido, pese a que el maldito cáncer no tardó en arrebatarnos la felicidad de las
manos, sumiéndonos en un lugar oscuro, del que mamá salió primero,
rompiéndome por completo el corazón.
Tenía ocho años cuando mi padre murió, y a los meses, mamá me presentó
a Guillermo, «su novio». Lo odié desde el primer momento en que lo vi. Era
un abogado exitoso de veintisiete años, muy joven para tanto éxito, sin
embargo, lo suyo devenía de familia. Su padre, el gran Federico Figueroa era el
dueño de uno de los bufetes más grandes del país y, su hijo no tardó en seguir
sus pasos y hacerse socio del bufete, obteniendo reconocimiento y mucho
dinero casi al salir de la carrera. Una joven promesa que quedó prendado de su
joven y hermosa secretaria que, por azares del destino, quedó viuda, sola y con
una pequeña.
Pese a las pesquisas que hice durante algunos años, nunca logré averiguar si
su relación se remontaba a tiempo atrás de la muerte de papá, o si surgió
después de que mamá enviudara.
En cuanto mamá me presentó a Guillermo como su pareja, lo odié. Ni
siquiera lo vi bien la primera vez, no vi sus ojos azules y masculinos, no capté
su altura, su envergadura, su espalda ancha, ni sus hombros redondos, mucho
menos me fijé en esa sonrisa seductora que ofrecía a quien se atreviere a verlo,
o ese brillo especial que resplandecía en sus pupilas. En aquel entonces, era
una niña que estaba en duelo, una niña que ansiaba volver a ver a su padre, y
eso no cambió con su inminente boda, una boda que surgió de un día para
otro.
Tal como su anterior matrimonio, mamá se las arregló para salir con barriga
en las fotos, una barriga que no duró, puesto que mi hermanito o hermanita
no se quedó en su vientre.
El odio creció en mi interior junto con su embarazo, no lo voy a negar, en
aquel momento mis pensamientos eran oscuros, lúgubres y siniestros. Varias
veces deseé que mi padre estuviese vivo y mi madre muerta, deseé que aquello
solo fuese una pesadilla. Odié a mi madre, la odié por olvidarse de papá en
muy poco tiempo, por rezagarme cuando su embarazo tomó forma, por
olvidarme cuando tuvo el aborto.
La odié tanto… que no podía decirlo con palabras, así que, en su lugar,
comencé a sacar malas calificaciones, me hice rebelde, les gritaba a ambos, a
Guillermo más que a mamá, porque, por aquel entonces, era Guillermo, no
papi. Les decía muchas cosas, les adjuraba la muerte, y mucho más, hasta que
un día, en el que estaba furiosa, llorando porque mamá se estaba desesperando
conmigo, con el duelo de mi hermanito a poco tiempo de haber pasado,
gritándome que era una mala hija, que no me quería, que no sabía el daño que
le hacía, sobre todo, porque era la única hija que iba a tener después del
horrible aborto que tuvo en el que quedó imposibilitada de tener hijos,
Guillermo me agarró y me abrazó con fuerza, hasta que me calmé.
Ese día, en aquella discusión en la que no se puso de mi parte, pero
tampoco de la de mamá, fue clave para que comenzara a amarlo, porque aquel
día me sostuvo, me dejó que le golpease el pecho con los puños, que sacara la
rabia que tenía dentro con su cuerpo, me dejó descargarme, hasta que me
dormí sobre su torso, y se quedó conmigo hasta que amaneció.
Tenía casi once años cuando aquello pasó. Me avergoncé al despertar
encima suyo, cuando me aparté y lo vi bien por primera vez, como no hice
antes de aquel suceso.
Estaba recostado sobre el sillón más amplio de la sala, con las piernas largas
y musculosas abiertas, sin los zapatos, solo en calcetines, todavía tenía puesto
el pantalón negro del traje, pese a que la chaqueta quedó en el armario al lado
de la puerta que ocupaba para dejar la ropa de la oficina, bueno, las
americanas. La camisa blanca de botones estaba abierta en los primeros dos,
arrugada, y un círculo pequeño mojaba la prenda donde antes estuvo mi boca.
Sus antebrazos decorados de venas resaltadas estaban al descubierto y caían
laxos sobre el sofá.
Parpadeé consciente, por primera vez, de su cuerpo. Pudiese ser una
apreciación muy precoz, pero su cuerpo musculado se me hizo atractivo. Sabía
que hacía ejercicio, de él devino mi amor por la natación. Guillermo era un
buen nadador en su época universitaria, de haberle puesto más empeño, seguro
que hubiese sido ascendido a atleta nacional, pero le interesaba más el
Derecho.
Su cuerpo se me antojó formidable y el calor se me subió a las mejillas
cuando me di cuenta de que era un hombre atractivo y comprendí qué vio
mamá en él.
Su cuello estaba delimitado por el músculo esternocleidomastoideo
conformando una «V» que enmarcaba más la nuez de Adán. Tenía la barba
recortada, encuadrando su mandíbula que se afilaba hasta la barbilla, una
barbilla perfecta.
Subí a su boca, que estaba entreabierta. Tenía los labios un poco delgados,
de unos tonos más oscuros y rosados que su piel bronceada, esa piel tocada
por el sol.
Tragué saliva cuando las mariposas en mi interior se despertaron. Esa fue la
primera vez que sentí mi estómago de esa manera, nunca un hombre me gustó
a ese grado.
Su nariz larga y recta apuntaba directo a mi cara. Sus párpados estaban
cerrados, pese a que me sabía el color azul fuerte que poseían sus iris, era de
las pocas cosas que tenía presente de su apariencia. Sus cejas pobladas y
pronunciadas remarcaban su mirada y su frente era amplia. Tenía el cabello
casi negro, sedoso, con las puntas onduladas que cuando iba al bufete peinaba
con alguna especie de gel o goma que le dejaba el cabello en su lugar.
Era un espécimen masculino muy atractivo.
Me intimidó esa apreciación, no me gustó nada lo que se revolvió dentro de
mi cuerpecito pequeño, y ese sentimiento duró un largo tiempo, en el que
rehuí de él, pese a que ya no los trataba mal, y me encerraba en mi habitación
para intentar de olvidar lo que producía en mí cada vez que me miraba, cada
que me dirigía la palabra, cada que estaba cerca.
No, no fue de inmediato, no me enamoré por aquel abrazo dedicado a una
niña que estaba sufriendo por la pérdida de un padre, no fue eso, aunque sí
ayudó.
Sin embargo, saber que mis sentimientos eran incorrectos, hizo que lo
deseara más, y no ayudó que, pese a poner todo mi empeño en rezagar las
sensaciones que él despertaba en mi interior, las mariposas siguieran
revoloteando en mi estómago, que se multiplicaran e hicieran estragos en mi
psique.
Era un enamoramiento pueril, una chiquillada.
Y como niña, quise también obedecer a mi interior, así que, después de un
rato huyendo del sentimiento, comencé a acercarme, a seguirlo, a espiarlo, a
soñar con que él me notaba. Claro, eran pensamientos de una niña, de una
niña que deseaba a un hombre, cuando solo era una cría.
Así fue como me enseñó a nadar, como terminó por meterme a clases
profesionales, a llevarme a los entrenamientos. Así se convirtió en mi papi,
porque desde los doce comencé a llamarle de aquella manera después de un
día en el que se me salió sin pensar, y lo dejé no porque quisiera llamarle de
aquella manera, después de todo, yo ya tenía un padre, lo dejé porque a él
pareció gustarle, porque sonrió cuando lo llamé de aquella manera. Lo hice sin
pensar, porque estaba feliz.
Ese día… Me recogió de la práctica de natación. Había mejorado bastante, y
el instructor se acercó a Guillermo para hablar sobre mi avance, para decirle
que me quería meter en el equipo local. Cuando salimos del complejo
deportivo, me llevó a una heladería y me compró lo que quise como
recompensa por mi buen trabajo y recordé que papá hacía lo mismo cuando
me recogía del colegio, así que le agradecí con una frase que acostumbraba a
decir años atrás.
Fue un simple: «Gracias, papi», que marcó nuestra relación, que lo hizo feliz,
y a mí me amargó el paladar, pese a que ver su sonrisa amplia puso todo en
perspectiva.
Pese a que éramos más unidos de lo que era en aquella época con mamá,
puesto que ella no se repuso del todo de las peleas, de los conflictos en donde
me seguía riñendo por cualquier cosa, ese día en el que lo llamé «papi», me
hizo ver que no podía seguirme emocionando con Guillermo.
Lo amaba, para aquel entonces lo amaba como hombre, no lo veía como a
mi padre, lo veía como hombre, pese a que mi ingenua cabeza no comprendía
bien lo que ello significaba, solo sabía que me gustaba más allá del físico, más
allá del hecho de cómo me trataba, me gustaba su carácter, su personalidad, su
sonrisa canalla, sus ojos y lo que vislumbraba en ellos, su intensidad, su
masculinidad. Pese a que conmigo era amable, lo había visto actuar en otras
áreas. Era un hombre certero, serio en los negocios y el trabajo, un cazador, un
depredador de ser necesario, era duro cuando se requería, y solo conmigo era
sutil, ni siquiera lo era con mamá, de quien pasó un tiempo alejado cuando ella
se cerró.
Su relación se tensó cuando ella ya no pudo tener hijos. Los oí una vez, una
de esas veces en las que me inmiscuía donde no correspondía y escuchaba tras
las puertas. Estaban discutiendo. Mamá estaba harta, le decía que el
tratamiento no estaba resultando. Hasta ese momento, creí que mamá había
tenido algún problema médico resultado del aborto, y así era, pero no porque
no tuviese todo dentro o porque no le funcionara como «debía», era más un
estado mental ocasionado por la pérdida.
Guillermo le pedía que siguiera intentándolo, que el tratamiento hormonal
terminaría pronto y mil cosas más. Trató de convencerla de seguir en el
psicólogo, en terapia, pero ella no quiso, se negó por completo y eso ocasionó
que él le dijera que quería su propia familia…
Me dolió que no me viese como su hija, y a la vez, me alivió. Fue una
sensación incomprensible, una sensación que me encogió el corazón y me hizo
alejarme de la puerta, deseando no haber escuchado aquella discusión, pese a
que eso solo fomentó mi atracción hacia mi papi.
Saber que no me veía realmente como su hija, me quitó una carga, porque,
en secreto, no quería que pensase en mí de aquella manera.
Incentivada con esa idea, comencé a soñar, a creer que podía tener algo con
Guillermo. Quizá no en aquel momento donde solo era una adolescente, pero
pensaba que en el futuro podía darse cuenta de la mujer que era, en la que me
estaba convirtiendo. Tuve la falsa esperanza de ser algo más para él cuando
creciera, cuando madurase, cuando mi cuerpo se trasformara en el de una
mujer adulta, cuando me crecieran los pechos que en aquel entonces eran
inexistentes, y que aparecieron cuando maduré y mi cuerpo se llenó de curvas.
Las esperanzas se derrumbaron años después, para ser precisa, dos años
después cuando estaba por cumplir quince años y, esa vez sin querer, los
escuché, escuché cómo Guillermo le decía a mamá que ya no le importaba no
tener hijos propios, que nuestra familia estaba bien, que quería quedarse con
nosotras y ser feliz.
Estaban en la cocina. Mamá estaba haciendo la cena y Guillermo la cogió
por detrás, le apretó los pechos con deseo y se restregó contra el trasero
pequeño y respingón de mi madre, haciéndola jadear.
Se suponía que yo estaba nadando y, lo estaba, pero se me olvidaron los
tapones para los oídos y regresé por ellos, y los vi, los escuché y mi corazón se
rompió en mil pedazos cuando percibí el deseo que él sentía por mi madre,
cuando observé sus manos buscar darle placer.
Para aquel entonces, mi enamoramiento infantil mutó, mutó en deseo,
porque mis hormonas estaban despertando, porque verlo nadar conmigo, sin
camisa, observar sus músculos, su abdomen trabajado, su tabla de chocolate
claro, me perturbaba a niveles insospechados. Y saber que él deseaba a
mamá… hizo que el suelo bajo mis pies se abriera.
Fue como si me hubiese apuñalado el alma con inquina, y no pude más que
girarme y salir corriendo. Me zambullí en la piscina, me hundí y grité cuando
estuve arrodillada sobre los azulejos.
Cerré los párpados con fuerza y traté de olvidar su rostro lascivo, sus manos
apretando los pequeños pechos de mi madre, la forma en la que su cuerpo se
acoplaba al de ella, en la que su cadera se movía friccionando su erección
contra el culo de mi progenitora.
Casi me quedo sin aire cuando volví a la superficie, y ese día juré olvidarme
de Guillermo, volverlo un miembro de mi familia, el esposo de mi madre,
sacarme de la fantasía en la que estaba metida, sin embargo, todo fue en vano,
sí, lo fue, porque los años siguientes él seguía siendo mi papi, porque ni siquiera
pude llamarlo por su nombre, porque la única vez que lo intenté se puso triste
y me miró extrañado y asombrado, así que reivindiqué mis palabras para
hacerlo feliz, porque no podía ver su rostro masculino lleno de tristeza, porque
quería darle todo lo que él quisiera.
Entendí que estaba mal, que mis sueños eran una estupidez, que debía dejar
a la niña enamoradiza atrás.
Odié a mamá por quitarme ese futuro que no iba a ocurrir, la odié
demasiado, al punto que me volví gruñona con ella, que volví a tratarla mal.
Cuando me llegó la oportunidad de la beca deportiva, ni lo pensé. Era una
beca para un internado prestigioso, un instituto donde iban jóvenes
prometedores, que no solo se encargaba de atender a bachilleres, sino también
servía como una escuela técnica.
El deporte me ayudó a salir de casa, a correr lejos de aquella quimera
romántica que no podía obtener, que me perseguía cada vez que lo tenía cerca,
cada que dejaba que su aroma masculino me sedujera, cada que sus ojos azules
me miraban.
Cuando tuve la oportunidad de huir, la tomé y desde que salí en dirección al
internado, no volví, hasta que me creí fuerte, hasta que pensé que ese amor
infantil caducó.
Estaba equivocada y, verlo tan guapo como siempre, con esa camisa blanca
que resaltaba su piel bronceada, con su cabello despeinado y ondulado de las
puntas que caía sobre su frente sensual, observar sus labios y, sobre todo,
mirar sus ojos azules que brillaron con algo diferente al cariño que
vislumbraba en mi adolescencia, hizo que todo volviese y me abofetease con
fuerza, haciéndome ver la realidad, una realidad en donde todavía lo amaba
tanto como lo odiaba…
CAPÍTULO 3
―PAPI… ―musité quedo, las emociones revoloteando en mi interior, mi
corazón palpitando con fuerza, rogándome para que me sometiera ante esos
ojos azules que me observaron oscureciéndose, reconociendo mi cuerpo
curvilíneo, entornando los párpados cuando repasó mis piernas torneadas,
níveas, por mis muslos descubiertos gracias a la falda corta del vestido, por mi
cintura pequeña y acentuada y, sobre todo, se oscurecieron cuando notaron
mis pechos voluminosos y sin sostén, porque con aquel vestido con la espalda
al descubierto no podía ponerme uno…
Tragué saliva y la niebla del deseo y del amor que me alborotaba de niña me
envolvió por completo y no pude más que lanzarme a sus brazos cual cría,
abrazándolo con fuerza, poniéndome en puntitas para llegar a su cuello y
envolver las manos a su alrededor, pegando mis senos a su torso musculado,
dejando que mis deseos se desembocasen y el aroma masculino que
desprendía su piel me colmase las fosas nasales y un pequeño gemido saliese
de mis labios.
―¿Dulce? ―preguntó asombrado, confundido, rígido, solo sintiendo mi
cuerpo curvilíneo contra su piel.
Me mordí el labio y rogué para que no sintiese mis pezones erguidos tras las
capas de tela que nos separaban.
―Soy yo ―respondí en un hilo de voz, casi ronroneando por sentirlo, por
tenerlo enfrente, sabiendo que estaba perdida en su cuerpo, en su aroma, en su
ser.
Sus manos me aferraron y nos pegó por completo, haciendo que sintiese
más su torso, que mis pechos se aplastasen. Una de sus manos fue a mi espalda
alta, a mi piel caliente y desnuda, y la otra se fue a la curvatura de mi trasero,
casi llegando a tocármelo, tan cerca que me derretí por dentro y sin quererlo,
mis bragas se mojaron, sabiendo que era lo más cerca que había estado de mi
locura, de mi papi…
―Estás muy cambiada ―musitó con la voz grave, suave y sutil que fue como
droga auditiva, que me hizo temblar como una hoja en otoño, que me hizo
saber que estaba en casa, al lado del hombre que deseaba y amaba como jamás
lo había hecho con otro.
Tragué saliva y traté de saborear el momento, pese a que este no duró
mucho, puesto que Pelusa vino hacia a nosotros y ladró, sacándonos de ese
momento entre mágico, extraño y excitante.
Papi se separó y me miró, sus ojos azules estaban oscurecidos y trató de
sonreír con normalidad, pese a que había algo raro en su rostro, algo que no
pude reconocer y no me dio tiempo porque Pelusa demandó mi atención
poniendo sus patotas grandes y fuertes sobre la tela del vestido, jalándolo unos
centímetros, provocando que el escote se pronunciara y mis pechos estuviesen
más expuestos, situación que no pasó desapercibida para papi.
―¡Pelusa! ―exclamé encantada de ver al pastor alemán grande y fuerte.
Me agaché para contemplarlo, hincándome a su altura, y acariciándolo sin
reparo, mientras el animal me lamía las manos y movía su cola larga y peluda.
En secreto, le agradecí a mi cachorrito por darme una salida a aquel aprieto
en el que estábamos, porque estaba segura de que, de haber pasado un
segundo más pegada al cuerpo macizo de papi, hubiese hecho una locura,
como pedirle que me tomara y me hiciere suya, que me corrompiera, que me
hiciere gritar como solo lo había logrado en privado.
Acaricié a mi cachorrito, porque en mis memorias era solo un cachorrito
dulce y lloroncito que me pedía subir a mi cama cuando era tan pequeño como
una bola de pelo.
Lo sobé y entreví las pupilas de papi sobre mí. Alcé la mirada y me
sorprendí al verlo serio, con los ojos más oscuros que antes, con el rostro
ladeado y los párpados entornados.
Su oscuridad me sedujo y me quitó el aliento, dejándome clavada donde me
encontraba, hincada a sus pies, con el escote del vestido revelando mis pechos
con más rotundidad gracias a la posición sumisa en la que me encontraba.
Me relamí los labios y sentí que me estaba admirando de una forma
diferente.
Pelusa me lamió la mejilla, volviendo a rescatarme de esa mirada incisiva que
hizo que mi interior palpitase, pidiendo que ese hombre que nunca me
observó de aquella manera me cogiera del cuello y me alzara y me pusiera
contra la pared, abriéndome las piernas y llevándose mi virginidad, misma que
guardé para él.
Respiré con dificultad y traté de mantenerme cuerda, pensando que solo
eran imaginaciones mías, que esa visión de Guillermo, mi papi, deseándome,
era solo un espejismo.
―¿Dulce? ―preguntó una voz chillona y femenina por encima de las
escaleras.
Alcé el rostro y miré a mi madre, bajando los escalones como si se tratase de
una pasarela, haciendo ondear su cabello castaño cobrizo. Su cuerpo delgado
estaba enfundado en un enterizo blanco que resaltaba más su piel nívea y sus
ojos del color de la miel me observaron. Una sonrisa comedida se extendió en
sus labios.
―Mamá ―saludé, poniéndome de pie, haciéndole las ultimas carantoñas a
Pelusa, quien no dejaba de orbitar a mi alrededor, recordándome tiempos
mejores, cuando ambos éramos pequeños, cuando papi me lo regaló cuando
gané una medalla de oro en una de las competencias de natación, cuando
apenas era una adolescente.
Mamá se acercó y pasando al lado de papi, me agarró de los hombros y
como siempre hacía, me dio dos besos al aire.
―Hija, estás preciosa, aunque un poco gorda ―saludó con su usual tono
templado, el mismo que se acentuó con el paso de los años.
Sonreí quedo.
No, no estaba gorda, eso lo sabía, pero mamá le adjudicaba mi gordura a mi
cuerpo curvilíneo, y sus comentarios pasivo-agresivos eran pan de cada día,
estaba acostumbrada a que siempre remarcara mis defectos, ya no me dolían,
ya no era una niña para que el corazón se me estremeciera.
―Sofía… ―amonestó papi, con una advertencia velada.
Ella lo miró con la ceja alzada y le sonrió con dulzura.
―Está bien, basta de saludos y entra. Tienes que responder muchas
preguntas, jovencita ―indicó con un tono de voz entre molesto y afable,
confundiéndome un poco, aunque era mi madre, así que… era su tono usual
de voz.
CAPÍTULO 4
MAMÁ ME HIZO SUBIR A ASEARME ANTES DE REGRESAR A LA
SALA. Aproveché para darme una ducha rápida y ponerme algo menos
revelador, algo que me hiciere sentir más cómoda, pese a que muy en el
interior, quise ponerme algo muy ajustado para comprobar si la visión de papi
deseándome como mujer fue real o solo algo que mi cabeza me hizo creer.
Al final, me decanté por una sudadera un poco grande que usaba en los días
de entrenamiento cuando el frío comenzaba a surgir y al entrenador se le daba
por levantarnos bien temprano. Tenía el logo del internado en la parte de atrás,
sin embargo, mucha de mi ropa lo tenía.
Cogí los primeros short cortos y ajustados que encontré y me los puse,
dejando de lado el sostén, porque bajo la sudadera no se me miraba nada. Pese
a que las bragas sí me las puse, tampoco estaba tan loca para ir semidesnuda
por casa. En el internado, al ser solo un edificio de chicas, algunas optaban por
ir en bragas y camisas grandes, incluso teníamos un juego de salir desnudas a
nadar a la piscina cuando nadie se daba cuenta, pero no quería hacerlo en casa,
no quería que aquello fuera motivo para discutir con mamá, porque solo eso
lograría.
Para terminar, me hice una coleta alta y me puse unos calcetines gruesos y
bajé.
Los encontré en la sala, hablando muy bajo. Papi tenía el ceño fruncido y la
boca en una fina línea, mientras que mamá lo miraba con una extraña altivez
que me hizo tensarme.
¿Estarían peleando?
―Ya estoy ―anuncié para advertirles de que me encontraba cerca, no quería
tomarlos por sorpresa y que me juzgasen de entrometida, ya no era una niña
para estar viendo sus discusiones a través de las cerraduras de las puertas.
Papi carraspeó y se recompuso, poniendo una media sonrisa en su rostro
masculino, mirándome bajar las escaleras. Sus ojos recorrieron mis piernas
desnudas y luego subió con rapidez a mis ojos.
Me hice la desentendida y llegué a la sala.
Todo estaba tal cual lo recordaba, o casi, porque la realidad era que había
cosas diferentes, cosas sin mucha importancia, valga aclarar.
Me fui a sentar y mamá aprovechó para acercarse a papi y darle un tierno
beso en la mejilla, provocando que él la mirase por un segundo, y no pude
seguir admirando la escena dulce y decidí sentarme bien e invitar a Pelusa a
subir al sofá y acariciarlo.
―No… ―mamá no terminó la frase, pero miró a Pelusa con un poquito de
asco.
―Está limpio ―recordó papi, dando a entender que no tenía razón para
preocuparse.
Sonreí en agradecimiento y acaricié a mi perro, quien posó su cabezota
sobre mi muslo, dejándose tocar la barriguita.
Mamá resopló y se enderezó.
―Dime, cariño, ¿por qué no nos llamaste? Pudimos haber ido a traerte al
aeropuerto. Sabes que no me gustan mucho las sorpresas y…
―Y nos alegra que hayas venido ―concluyó papi, mirándome con una
sonrisa más taimada, una sonrisa que conocía bien.
Me mordí el labio y me sentí en casa al verlo, al saber que seguía siendo mi
papi, el mismo hombre del que hui hacía más de tres años, pese a que el
corazón se me estrujó, sabiendo que aquellos ojos lascivos con los que pensé
que me miró cuando entré en la casa, solo fueron parte de mi imaginación.
Me resigné, al final, había ido para demostrarme que podía volver a tener
una familia sin que eso significase que él siguiera haciendo revolotear las
mariposas de mi interior…
Tenía que demostrarme que ya no sentía nada por él, de lo contrario,
cuando volviera a clases y me graduara, no tendría a dónde regresar, necesitaba
volver, lo necesitaba a él…
CAPÍTULO 5
―ENTONCES, ¿cuánto tiempo planeas quedarte, Dulce? Sabes que quería
que vinieras de vacaciones conmigo, que pudiésemos tener tiempo a solas
―indicó Michael.
Suspiré y me dejé caer en la cama, poniéndome boca abajo, alzando las
piernas sin despegar las rodillas, solo jugando con mis dedos de los pies,
moviendo las pantorrillas.
―Ya te dije, bebé, quiero pasar un rato con mis padres. ¿Sabes hace cuántos
años no los veo? ―cuestioné retorica.
Resopló.
―Lo sé, pero te extraño. Extraño ver tu cuerpo desnudo, comerme tu
coñito virginal y cerradito… quiero comerte los pechos, lamerte los pezones y
hacerte correr… ―Su voz se hizo más ronca y no pude evitar sonreír al
recordar lo que hicimos hacía solo unos días, antes de que los exámenes
terminaran y las vacaciones comenzaran.
Pensé en ese día, en lo atrevida que me comporté, dejándolo entrar a la
habitación que compartía con Eda, misma con la que tuve que hacer un trato
para que nos dejase solos por una noche, mientras ella acampaba en el cuarto
de su novia.
Recordé los nervios que tuve al creer que podía tener mi primera vez con
Michael, las ansias por entregarme a un hombre, de dejar atrás el recuerdo de
Guillermo, de quitar esa posibilidad de ser suya, de pertenecerle por completo,
de anhelar sentir su dureza abriéndome para él, de suspirar pensando en lo
excitante que sería notar su semen en mi vientre y… Quería terminar con
aquello antes de regresar a casa, quería darle mi virginidad a Michael, el que se
suponía que era mi novio, o al menos el chico con el que tenía escarceos esos
últimos días, sin embargo, todo fue en vano porque al final todo terminó en
sexo oral, uno que no fue tan satisfactorio para mí, en especial porque no logré
excitarme por completo.
Había hecho todo bien. Preparé el ambiente, mi cuerpo, usé la ropa
adecuada, traté de no pensar en nadie más que en Michael y… no funcionó
como creí, pese a que unos minutos antes de que me desnudase estaba segura
y me movía con sensualidad.
Pese a ello, un pensamiento intrusivo se adueñó de mi mente y no dejaba de
pensar en lo decepcionado que estaría papi de saber que había tenido
relaciones con otro hombre, en saber que él no sería el primero en mi vida. Y
para más inri, no me concentraba en Michael, no me excitaba por completo la
idea de que él fuese mi primera vez, su cuerpo era fantástico, su rostro
armónico, era guapo, aun así… no pude, simplemente no pude.
Papi fue mi primer beso, así que también quería que fuera el primer hombre
que entrase en mi interior. El primero y el último…
* * *
AQUEL PRIMER BESO… un beso robado, un beso que estuvo mal, que no
debió ser. Guillermo estaba enfermo, muy enfermo ese día, había bajado las
escaleras tambaleándose y me lo encontré tratando de llegar a la cocina para
tomar un poco de agua. Tenía catorce cuando aquello pasó, todavía creía que
tenía oportunidad, así que, solícita, me dispuse a ayudarlo y lo llevé al sillón. Al
tocarlo, estaba caliente. Mamá no estaba, había ido a la oficina para encargarse
de los pendientes de papi, en aquel entonces todavía trabajaba, pese a que fue
el último año que lo hizo, después, se dedicó a ser «la esposa modelo». Lo llevé
al sofá, lo dejé acostado, él me retuvo de la muñeca.
―No me dejes solo ―musitó entre la niebla de la temperatura, delirante. En
ese momento no lo vi, pero después supe que estaba desvariando. Y de mayor
comprendí que lo que hice estuvo mal, que no debí creer que me lo decía a mí.
No pude dejarlo, en cambio, me acerqué y le pregunté qué quería, tocándole
el rostro, dejándome llevar por el impulso pueril de mirar sus facciones, de
apreciar su rostro masculino, de observarlo sin inhibiciones.
Me perdí en sus labios entreabiertos. Su mano seguía en mi muñeca y el
contacto con su piel era maravilloso. Su roce me produjo cosquillas y se me
secó la boca. Me relamí los labios y me acerqué a su rostro sereno y afiebrado.
No lo resistí, el pulso lo tenía por los cielos, me latía tan rápido el corazón que
parecía el vuelo de un colibrí. Me acerqué otro poco, busqué sus ojos, pero los
tenía cerrados y, sin permiso, puse mi boca sobre la suya.
Él se movió, me besó de regreso, más como un acto reflejo, pero lo hizo.
Me besó con delicadeza, saboreando mis labios con los suyos. Un gemido
corto salió de mi boca y me separé cuando sonrió, fue una sonrisa bobalicona,
ocasionada por la sensación y la fiebre, sin embargo, mi corazón estalló de
emoción y sentí que estaba en las nubes, que ese hombre tremendamente
guapo y varonil me pertenecía, que yo era suya, que le podía entregar mi alma.
Claro, eran las ideas de una niña tonta que no entendía que aquel hombre no
estaba consciente, que lo que acababa de hacer estaba mal, que no era más que
una cría tonta que no estaba pensando con claridad.
* * *
Y AL FINAL, aquel recuerdo, las ansias de regresar a sus labios cálidos que
aún recordaba, lograron que la velada junto a Michael se redujera a nada.
El entusiasmo previo dio paso a la frustración. Pese a que Michael dio todo
de sí, pese a que me desnudó con ansias, pese a que me besó todos los puntos
correctos, pese a que me succionó los pezones, pese a que me lamió el cuello,
pese a que su dedo corazón se metió entre mis pliegues y frotó mi clítoris, no
pude sentir nada, y no me quedó más remedio que fingir para que me dejase
en paz, y después, hacerle una felación en regla para que se corriese y no se
molestase como las otras veces en las que lo detuve porque no quería tener
sexo con él.
―Aún recuerdo tu boquita golosa alrededor de mi polla ―canturreó
Michael, jadeando en mi oreja.
Me aparté el móvil y me reacomodé en la cama, sin ánimos de rememorar
esa escena en la que trató de ahogarme con su miembro erguido, metiéndose a
lo más profundo de mi garganta. Lo bueno es que no tenía el pene tan grueso,
así que pude tragármelo como tanto quería.
―Yo también te imagino, desnudo, corriéndote en mi boca… ―susurré para
darle gusto.
―¿Qué me harías? ―preguntó excitado, su voz entrecortada me indicó que
estaba caliente.
Sonreí y quise jugar, no porque me gustase el sexo telefónico, de hecho,
Michael ya no me excitaba en absoluto, y menos después de ver a papi. Era
imposible no comparar a un dios con un mortal. Michael era guapo, un
australiano rubio de ojos verdes y piel bronceada que sabía nadar muy bien,
con un cuerpo envidiable y demás, pero un poco tonto, un poco malo en el
arte oral, sin saber qué punto tocar cuando su lengua pasaba por los pliegues
sensibles de una dama. En cambio, papi era un dios, y no lo decía solo por su
aspecto, sino porque poseía un aire erótico que atraía, era una especie de
embrujo que lo envolvía y hacía que su porte clásico, junto con esos ojos
azules, te atrajeran y te hicieran desear doblegarte ante tan magnífico ser.
―¿Qué te haría? ―pregunté reflexiva, imaginándome que no era con
Michael con quien estaba hablando, sino con papi.
No pude evitarlo, gemí.
―Dime… ―susurró Michael, encantado con la forma en la que mi voz
estaba saliendo.
Me relamí.
―Primero, te tocaría por encima de la ropa, mirándote a los ojos, jadeando
al sentir tu dureza, porque estarías durísimo con solo verme, con admirar mi
cuerpo vestido con la lencería que tú escogerías.
Bufó.
―Me encantaría verte con uno de esos sostenes que no tienen copa y solo
levantan las tetas, porque las tienes grandes y redondas, unas tetas que podría
follar…
―¿Sí?, ¿me follarías las tetas? ―pregunté visualizando a papi agarrándome
los pechos y moviendo las caderas para hacerse una rusa con mis senos
grandes y turgentes.
―Sí, quiero joderte las tetas a pollazos, quiero que tus tersos melones me
froten el mástil y luego quiero correrme en tu cara, enviando mi leche caliente
a tu boquita gruesa y a tus mejillas arreboladas.
―¿Eso quieres hacer? ―pregunté pellizcándome un pezón por encima de la
sudadera―. ¿Quieres correrte en mi cara, quieres follar mis tetas con tu polla?
―seguí, imaginándome a papi, a sus ojos azules oscureciéndose.
Cerré los ojos y me apreté el pecho, jadeando con solo imaginarme aquella
escena tan caliente, en la que, hincada, dejaría que papi me tomase de los
pechos y se saciara con ellos.
El sonido de la puerta abriéndose y el gruñido de Michael me alertó y di un
gritito suave, apartando la mano de mi pecho y abriendo los ojos, asustada.
La piel se me calentó cuando vi a papi parado en el umbral de la puerta, con
el rostro serio, la mandíbula tensa, los ojos oscuros y entornados,
observándome, con los brazos enrollados sobre sus pectorales.
―Te llamo después, Michael ―me despedí con prisas, y colgué,
recomponiéndome sobre la cama, sentándome, alborotada al ver el objeto de
mis deseos parado en el límite de mi habitación, mirándome fijo, circunspecto,
imperturbable.
Tragué saliva y me relamí.
―¿Qué hacías, Dulce? ―preguntó con la voz gruesa, severa, como si
estuviera regañándome.
El ceño se le frunció un poco y sentí que estaba riñéndome.
Bajé las manos a mi regazo, estaba temblando. Una parte de mi cerebro me
dijo que lo estaba engañando y que fui sorprendida y, por otro lado, me sentía
horrible al haber fantaseado con él.
Tenía las bragas empapadas, mis pezones rogaban por sentir sus manos, las
cuales estaban ocultas debajo de sus potentes bíceps.
―Yo… ―Me relamí los labios y traté de hallar un explicación―. Yo… estaba
hablando con alguien… ―respondí sin más, nerviosa, apretándome las manos,
sentadita en medio de la gran cama, esperando a que no me preguntase más, a
que no supiera que estaba fantaseando con él mientras hablaba con otro
hombre.
Se le tensó más la mandíbula.
―Ya me di cuenta, Dulce, pero no habló de eso… ―señaló más tenso,
entrando a la habitación, para después cerrar la puerta a su espalda, con
dureza.
Di un respingo con el sonido de la puerta y el vello se me erizó.
Me sentí como una niña atrapada haciendo una travesura, pero yo no estaba
haciendo nada malo, ¿o sí?
El cerebro se me abotargó y no estaba segura de nada.
―¿Escuché bien o estabas teniendo sexo telefónico? ―inquirió más enojado,
al punto que sus ojos estaban casi negros, agarró la silla del escritorio, la giró y
se sentó frente a mí.
Me mordí el carrillo y lo miré sin saber qué hacer, alterada, al tiempo que no
dejaba de sentirme excitada. Temí que las bragas humedecieran el short, que
oliera mi deseo en el aire, que mis pezones traspasaren la tela de la sudadera.
―Yo… ―Mi voz salió en un hilo, tan suave y temblorosa.
Lo miré asustada, temiendo que él supiera con quién realmente estaba
soñando.
Suspiró y se pasó la mano por el cabello, luego sacudió su cabeza.
―No deberías hacer esas cosas, Dulce ―apuntó más recompuesto, más
relajado, mirándome con un poco de ternura―. Estás muy joven, ¿sabes? Aún
tienes que terminar de estudiar, todavía te falta mucho por crecer y…
―¡Tengo diecinueve años, papi! ―exclamé enojada, porque entendí que su
enojo devino de la sobreprotección que quería ejercer sobre mí, porque me
seguía viendo como a una niña.
El cerebro se me calentó, la sangre me hirvió ante el enojo y la perspectiva
de que no me tomase como una adulta, que solo me viese como a la chiquilla
que hacía diez años conoció, me perturbó y me hizo sentir violenta, a la
defensiva.
Sus ojos se abrieron al verme enojada y después sonrió, fue una sonrisa
masculina, de esas capaces de bajar las bragas.
―Lo sé, sé que tienes diecinueve, Dulce, pero sigues siendo muy joven…
―Joven… ―apunté con mala leche―. No soy joven, papi. He vivido sola
―omití que en realidad no era así, pero quería probarle que no era una niña
que debía proteger, era una mujer―. Desde hace años he vivido sola, en otro
país, haciendo todo por mí misma, he viajado y he ganado medallas como
nadadora. He bebido, me ido a fiestas donde no hay niños, he salido con
hombres, ¿sabes? ―Alcé una ceja, retadora. Sus ojos se entornaron y la sonrisa
se le desdibujó―. He hecho más que solo sexo telefónico… ―concluí
sintiéndome victoriosa, hasta que se le apretó la mandíbula y se puso de pie,
haciendo que la silla se cayese al suelo, con brusquedad.
Se acercó y se agachó, agarrándome de la cara, con su mano grande y fuerte
en mi mandíbula. Sus ojos me observaron.
―¿Qué hiciste, Dulce? ―cuestionó con la voz dura, enojado, como nunca lo
había visto.
Tragué saliva, perdiendo toda la fuerza, sintiéndome pequeña a su lado,
pequeña e, irremediablemente, embrujada por sus ojos en los que apenas podía
vislumbrar el azul de sus iris.
―¿Sigues siendo una niña? ―siseó la pregunta, y sus ojos llamearon―.
Dímelo, dime si sigues siendo la tierna niñita de papi… ―susurró.
Su voz era tan oscura, que mi boca se abrió y por suerte no jadeé.
La electricidad me calentó el cuerpo, sentí que estaba por correrme, que mi
cuerpo se estaba preparando para ser dominado por aquel hombre tan distinto
a la imagen que tenía de papi…
―Yo… no… no he… no he tenido… ―Tragué saliva, con la boca reseca,
los labios entreabiertos, mirando esos ojos oscurecidos que me contemplaban
con ira y con un fuego difícil de identificar.
Sus dedos me acariciaron la mejilla, casi sin dejar de sostenerme en el
mismo sitio, con la cabeza alzada. Ni siquiera había notado que una de sus
rodillas estaba en la cama, que me estaba alzando el cuerpo hasta casi dejarme
hincada.
Su pulgar me acarició el labio.
―¿Eres virgen, Dulce? ―preguntó para confirmar lo que traté de decir
segundos atrás.
Me mordí el carrillo. El corazón me iba a explotar, estaba excitadísima ante
ese hombre dominante que se combinaba a la perfección con la imagen de
papi, que me hacía desearlo más.
Quería que me aventara contra la cama y se cerniera sobre mí, que me
dominara, que me azotara el culo por ser una niña mala que desobedeció a su
papi, que no se había guardado del todo para él, pese a que mi coñito era
suyo…
―Sí ―respondí en un jadeo.
Cerró los párpados un segundo, me soltó con suavidad y se alejó, volviendo
a su apariencia normal, incluso sonrió, como si todo lo anterior me lo hubiese
imaginado, como si verlo tan cerca de mi rostro fuese un sueño.
―Ahora, dime, ¿por qué no has venido durante tantos años? ―preguntó
más relajado levantando la silla del suelo y sentándose en esta como si lo
anterior no fuese extraño, incluso un poco perturbador, pese a que a mí solo
logró excitarme.
Pestañé completamente confundida, temiendo que todo aquello fuese un
sueño, un sueño que se esfumaría en cuanto cerrase los ojos y la luz del sol
bañase mi rostro con los rayos matutinos.
No, no lo había soñado, ¿o sí?
CAPÍTULO 6
HABLÉ CON PAPI POR UNOS MINUTOS MÁS, le conté que no había
podido volver a casa porque siempre que hacía planes para regresar, me salían
diferentes cosas que no podía desatender.
―Para venir he tenido que decir que iba a practicar aquí, en casa, que no
dejaría que las vacaciones arruinaran mis tiempos y demás. Incluso el entrenador
me ha puesto varias rutinas y tareas para hacer en estos días ―indiqué con la
voz infantil, sentada sobre mis pies, mirando a la cama, y haciendo pucheros
para que me dejase de regañar, en principio, porque mucho de lo que dije era
mentira, a excepción de los entrenamientos, los cuales debía continuar.
Un gruñido fue todo lo que obtuve como respuesta.
―Es bueno que tengas pasión por lo que haces, Dulce, pero has pasado
años fuera de casa, años en los que ni siquiera llamabas seguido, y cuando lo
hacías… colgabas de prisa ―indicó con ese tono de voz condescendiente que
recordaba de tiempo atrás, pese a que no era del todo condescendiente, era
más bien un tono sutil y amable.
Sus ojos no se apartaron de mí, observándome de pies a cabeza, como si
fuese algo que debía estudiar.
Sí, estaba un poco intimidada y excitada, el corazón me galopaba dentro del
pecho y mil imágenes de mi cuerpo siendo sometido por el suyo, mucho más
grande y fuerte que el mío, me estaban haciendo sentir caliente. El calor
bañaba mi piel, las cosquillas en mi vientre crecían cada que él hablaba, cada
que se movía, y el sexo me palpitaba pidiéndole a mi cerebro que le rogara a
papi para que me convirtiera en su propiedad, en su mujer y que hiciere
conmigo lo que quisiera.
Lo sabía, todos aquellos pensamientos estaban mal en más de un sentido,
pero lo prohibido y lo inmoral de mis ideas, de las imágenes en donde me veía
siendo tomada por papi, me ponían más a tono.
Me relamí los labios.
―Sabes que he estado muy ocupada, papi. Ser atleta no es… sencillo.
―Lo entiendo, pero, aun así… ¡Casi no te reconozco hoy! ―exclamó
alzando un poco la voz, entre el asombro y algo que no supe identificar.
Levanté la cabeza y lo miré.
Sus ojos se quedaron fijos en los míos, me miró con apreciación. Bajó las
pupilas y recorrió mi cuerpo. Vi sus músculos tensarse, su respiración
descompasarse y le costó tragar saliva, lo pude observar con claridad cuando la
nuez de adán subió y bajó en su cuello masculino.
Todo en mi interior respondió ante ese magnetismo innato que papi ejercía
sobre mí.
―Estás muy crecida, Dulce, ya no pareces la misma niña pequeña que llevé
al aeropuerto hace tres años… ―comentó y su voz enronqueció al punto de
hacerme buscar sus ojos, entreabrir los labios y respirar por la boca, casi sin
poder llevar oxígeno a mis pulmones.
Me tenía en sus manos y estaba segura de que él podía observarlo en mi
semblante, en la forma en la que mi torso se elevaba junto con mis pechos
pesados, en la forma en la que estaba respirando de manera superficial.
Solo necesitaba que me tocase un poco y moriría en el más cruel de los
orgasmos, un orgasmo que me mataría del placer, que me arrojaría al cielo y
abriría las puertas del infierno, juntando el paraíso con el castigo divino.
Sacudió la cabeza y se levantó de la silla.
―Está bien, ya suficiente te increpó tu madre hace unas horas. Descansa, ya
habrá tiempo para charlar ―indicó metiéndose las manos en los pantalones
oscuros.
Me dio miedo bajar los ojos y descubrir su erección, si es que había. Temía
tanto una cosa como la otra, así que solo asentí como una muñequita y lo vi
irse de la habitación.
Dejé salir el aire cuando cerró la puerta. Estaba agitada, caliente, mojada.
Sin pensarlo, llevé una de mis manos dentro del short y las braguitas
empapadas y me froté el clítoris sin reparo, pasando el dedo corazón por el
botoncito hinchadito y creando la perfecta fricción.
Cerré los ojos y me imaginé a papi, observándome mientras me masturbaba
para él. Él era mi público, el dueño de mis jadeos, pese a que quise acallarme al
morderme el labio.
Estaba tan mojada, que la caricia creaba un sonido peculiar.
El aire no tardó en viciarse y detecté mi aroma único bailando a mi
alrededor, recreando mi sentido del olfato, excitándome más y más.
Me apreté el pecho izquierdo con la mano libre, me estrujé y pellizqué el
pezón y en poco tiempo alcancé el nirvana, corriéndome con espasmos
violentos que me hicieron doblarme sobre la cama y convulsionar sin dejar de
rozar con la yema del dedo corazón el clítoris, hasta que sentí mis jugos salir
de mi coñito y empapar por completo la ropa.
Jadeando, aguardé unos segundos en silencio, tratando de recomponerme,
sacando la mano de entre la ropa interior.
Escuché un ruido extraño al otro lado de la puerta, alcé la cabeza y agudicé
los oídos para percibir hasta el mínimo sonido.
Mi cerebro reprodujo el sonido que creí escuchar… era un sonido
particular, como una exhalación grave… ¿acaso fue Pelusa? ¿O… fue algo
distinto?
Me mordí el labio al pensar en otra alternativa más interesante, una que me
daba esperanzas.
«Y…, ¿si papi me está espiando?» ―me pregunté mordiéndome el labio.
Sin pensarlo dos veces, sabiendo que los cerrojos de la casa eran apropiados
para observar dentro de las habitaciones, e ignorando mi lado racional que me
decía que estaba actuando como una tonta porque aquella posibilidad era una
sandez, me levanté de la cama y sin prisas, casi bailando para él, me desnudé.
Primero me quité los short cortos y ajustados, sin doblar las piernas,
sacando más el culo, jadeando cuando me bajaron por las nalgas, apretándome
los glúteos con el elástico.
Lo estaba haciendo a propósito, así que en lugar de quitarme todo deprisa y
de manera brusca, doblé la prenda húmeda de los muslos, y la dejé sobre la
cama.
Seguí con la sudadera, sacándomela despacio, primero revelando mi vientre
plano y un poco marcado en los costados, para luego subirla, descubriendo
mis pechos desnudos, con las puntas rosadas erguidas.
Jadeé al tocarme por «equivocación» los pezoncitos y estimulármelos. Sonreí
con lascivia y doblé la prenda cuando me la saqué del todo.
Me pasé las manos por la nuca, desarticulando el cuello como si de verdad
estuviese cansada y necesitase estirar los músculos.
Bajé una mano y me apreté el pecho, me lo apreté y pellizqué el pezón con
suavidad, gimiendo cuando jalé la perla rosada y luego friccioné con los dedos
como si se tratara de un botoncito que había que estirar con delicadeza.
Tenía los pechos redondos, grandes, llenos, esperando a que alguien los
amasara y se los comiera con la boca caliente y húmeda, me imaginé lo rudo
que papi sería con ellos, porque dudé mucho que me quisiera tratar bonito, no.
Él sería uno de esos hombres que solo follan, que toman lo que les pertenece,
que dominan a sus hembras y las hacen sollozar del placer una vez tras otra.
Sí, él tenía una oscuridad oculta, latiendo en su interior, lo sabía, lo noté
tiempo atrás y, sus miradas, de no ser imaginarias, me lo confirmarían.
Esperaba que mi cabeza estuviese en lo correcto.
Mordiéndome el carrillo con picardía, procedí con la última prenda que me
quedaba: las bragas. Me las quité, así como con el short, incluso me puse en
pompa en dirección a la puerta, apretando las piernas para que no mirase mis
pliegues, pero los adivinase entre mis muslos.
Sonreí y me erguí, doblando las bragas y dejándolas encima de las demás
prendas. Me solté el cabello y, por un minuto, pensé en volver a masturbarme,
en subir a la cama, abrirme bien de piernas y mostrarle mi coñito virginal,
enseñarle cómo me gustaba ser tocada, que viese que no me quería ni meter
los dedos para no invadir ese pedazo de mi anatomía que le pertenecía desde
que maduré y lo quise a él entre mis piernas, pero no, quería que descubriera
mi vulva de cerca, que me contemplase completamente desnuda cuando
quisiera tomarme, así que, antes de girar, fui al armario de donde saqué una
toalla pequeña que me llegaba justo por debajo de la entrepierna. Me apreté los
senos y salí directo al baño, caminando lento con un bamboleo de caderas que
me puso más caliente.
Tenía un baño completo dentro de mi habitación, así que no tuve necesidad
de salir y ver si mi imaginación estaba en lo correcto, o había hecho todo aquel
espectáculo para nada.
Entré al baño y puse la bañera a llenarse, tomando del montón unas sales
aromáticas que estaban guardadas y que no sabía si servían, si eran nuevas o
llevaban desde que me mudé ahí. No importó, solo quería relajarme antes de
volver a la habitación y seguir masturbándome hasta que los orgasmos me
nublaran la mente y me desmayara pensando en papi.
CAPÍTULO 7
ME DI UN BAÑO LARGO Y RELAJANTE EN EL QUE CERRÉ LOS
OJOS y me dejé acariciar por la tibia agua que revitalizaba mis músculos. En
realidad, sí necesitaba destensarme un poco, calmarme y dejar mi mente en
blanco, aunque la escena de papi agarrándome de la quijada y exigiéndome que
le dijera si todavía era virgen me puso cardiaca una vez más, pero decidí
ignorarlo, de lo contrario, terminaría masturbándome de nuevo, y quería
guardar esos ánimos para después.
Pensé en todo lo que imaginé, en las escenas, en lo que podía ser mi cerebro
malinterpretando la situación… ¿De verdad papi me deseaba, o solo era mi
anhelo interponiéndose con la realidad?
Resoplé un tanto frustrada.
¿De verdad sus ojos se oscurecieron cuando Pelusa hizo que mi escote se
pronunciara? Si me deseaba, ¿qué le podía detener?
Me desinflé un poco ante esa perspectiva. Seguro que mamá y papi se
seguían amando, de lo contrario, no estarían juntos, no tenían excusas para
ello, no había hijos de por medio, no en realidad, ya que yo no era hija de
Guillermo, tampoco tenía a la sociedad de su parte, de hecho, a mamá no la
querían los padres de mi papi. Los Figueroa no pertenecían a nuestra clase
social, ellos eran riquillos y mamá… Mamá ni siquiera logró terminar la
universidad, ni siquiera les pudo dar nietos, porque de nuevo, yo no contaba.
La señora Leonor de Figueroa trataba muy mal a mamá, siempre le pareció
vieja para mi papi, pese a que ella era un año menor, le pareció «vieja y usada».
En alguna ocasión le escuché decirle a papi que se hubiese buscado una mujer
prístina, intachable, inmaculada. En aquel entonces oí sin entender a qué se
refería, pero cuando busqué la palabra y entendí que ellos querían una mujer
virgen para su hijo…
La señora Leonor era especial… recuerdo la primera vez en la que me miró
y me analizó.
―No te pareces en nada a tu madre ―reconoció con esa voz aristócrata, ese acento que no
sabría describir de otra manera.
Me hizo alzar la barbilla con dos de sus dedos y me observó. Sonrió medio
de lado, entre complacida y desinteresada, que junto con su mirada astuta me
hizo tensarme.
Era una mujer compleja. A ella le gustó que no me pareciera a mamá,
incluso alabó mi cabello rubio, mis ojos celestes y mi piel clara.
―Serás preciosa cuando crezcas, solo mantente pura para tu marido ―dijo guiñándome el
ojo, sonriendo con suficiencia.
No supe por qué me dijo aquello, y a ratos tenía la esperanza de que la
señora Leonor tuviese el presentimiento de que iba a ser la mujer de su hijo,
pero eso era muy ridículo, por mucho que la primera vez que la vi tuviese trece
y que para mi edad ella ya conocía a su marido, no podía ser que su mente
retorcida esperase que su hijo acabase con la hija de su nuera. Por mucho que
yo lo quisiera, aquello no era algo que se podía esperar, seguro solo lo dijo para
molestar a mamá.
Porque sí, los padres de papi odiaban tanto a mamá, que ni siquiera fueron a
la boda, y tardaron años en conocerme, en verla a ella, en aceptar un poco a
mamá, y digo un poco porque estaba segura de que papi se los puso de
condición para que se viesen a menudo.
Así que, en realidad, no tenía razones para que ellos siguieran juntos, solo
una, una razón que me hizo toparme de lleno con la realidad, darme de frente
con los hechos… Ellos estaban enamorados, y lo que creí ver, solo era mi
cerebro jugando conmigo.
CAPÍTULO 8
SALÍ DEL BAÑO RELAJADA. Después de tanta reflexión, me di cuenta de
que fui una tonta por creer que él podía sentir algo por mí, que las miradas que
interpreté como lascivas, seguro no lo eran.
Poner en perspectiva la situación, hizo que mi libido cayese en picado, que
sintiera más el cansancio del vuelo y las emociones, y que, al final, me rindiera
a lo evidente.
Quizás era lo mejor, de otra forma, hubiese tenido que encontrar una excusa
para salir corriendo, porque no pensaba estar con papi de una forma carnal, no
si eso implicaba herir a mi madre. La amaba, era mi mamá, y pese a que me
gustaba fantasear con pertenecerle a papi, no había forma en la que eso no la
destruyera, así que tenía que ser madura y dejar a la adolescente hormonada
que tenía un enamoramiento con su padrastro, cual película porno cutre y,
aceptar los hechos.
Me recosté en la cama solo vestida con la bata de baño y le di una patada a
la ropa sucia, pensando en lo idiota que fui al desnudarme de aquella manera
creyendo que él me estaría viendo a través de el cerrojo.
Oí las pesuñas de Pelusa raspando la puerta y me levanté de la cama para
abrirle. Lo encontré al otro lado, solo y moviendo su colita. Lo hice entrar y
sonreí al verlo tan contento.
Me acosté en la cama de regreso y, como cuando era niña y me dolía el alma
al verlos juntos y enamorados, me abracé a mi cachorrito.
Pelusa ya no era un cachorro, pero para mí siempre lo sería.
El perro me lamió la mejilla y se dejó hacer carantoñas de lo más a gusto.
―Al menos te tengo a ti para distraerme ―susurré y le di un beso pequeño
en la punta de su nariz.
El pastor alemán me lamió la mejilla y ladró una sola vez, reconfortándome.
* * *
ME LEVANTÉ AL SIGUIENTE DÍA, con la bata medio abierta, mostrando
mi escote en su máximo esplendor, sin Pelusa a mi lado. En la cama solo
estaba yo. Me desperecé y bostecé antes de quitarme las lagañas de los ojos,
todavía un poco aturdida.
Miré la cama, las sábanas revueltas bajo mi cuerpo, arrugadas y con algunos
pelitos, muestra inequívoca de que Pelusa durmió en mi habitación.
¿Acaso alguien le abrió la puerta del cuarto para sacarlo?
Extrañada, y con la esperanza de que hubiese sido papi quien, al venir a
despertarme, o a sacar al perro, me hubiese visto semidesnuda, con mis pechos
casi a su disposición, pudiendo observar mis senos grandes, suaves y llenos.
¿Me habría contemplado mientras dormía?, ¿se habría acercado para tocarme,
para sentir la tersura de mi piel?
El sexo me palpitó ante la perspectiva de haber sido tocada por papi, me
imaginé su mirada oscurecerse al abrir la puerta para sacar a Pelusa de mi
cuarto, para luego, acercarse, llevado por el deseo prohibido y obsceno de
rozar la piel nívea de su hijastra. La erección grande y dura le formaría una
tienda de campaña en sus pantalones. Se acariciaría por encima para aliviar la
incomodidad. Su virilidad le pediría tocarse, tocarme, y hacerme suya. Se
acercaría hasta estar a los pies de la cama, donde alzaría una mano y me
movería un poco para tenerme en mejor posición, para poder observar el
escote, para ver el delgado canalillo entre mis pechos. Contemplaría mis
montañas blancas y suavecitas, pasaría la yema del dedo índice por mis senos y
temblaría del placer, al tiempo que su instinto animal se despertaría y el deseo
de poseerme le dominaría.
Jadeé ante esa idea.
Me estaba tocando sin darme cuenta. Me había abierto la bata y me estaba
apretando los pechos con una mano, mientras la otra chapoteaba entre mis
pliegues empapados e hinchaditos, frotando el nudo de nervios.
Los rayos eléctricos atravesaban mi cuerpo, me pellizqué un pezón y gemí
más alto de lo que hubiese querido.
Él tal vez buscó jalar la bata para revelar uno de mis pezoncitos, quizá vio la
areola rosadita y se le antojó probar la perla del mismo tono, conocer a qué
saben mis pechos, tal vez se imaginó follándome mientras me succionaba los
pezones, mientras me hacía llegar a la cima con su miembro en mi interior,
ensanchándome para él, para que mis paredes virginales se acoplasen a su
dureza.
Me estremecí por completo, los músculos se me tensaron, los pies se
curvaron, arqueé la espalda y llegué a un delicioso orgasmo al imaginar lo que
papi hubiese hecho de haber entrado a la habitación y me hubiese visto medio
desnuda, solo para él.
Estuve unos segundos recomponiéndome, sabiendo que aquel sueño no era
más que eso, lo más probable es que, de haber sido él quien sacara a Pelusa, lo
hubiese hecho solo abriendo la puerta y luego cerrando, sin observarme.
También cabía la posibilidad de que fuese mamá, o la empleada que
contrataron para ayudarles en la casa.
Suspiré y más recompuesta, me fui al baño a asearme, para después buscar
otra sudadera que ponerme y otro short corto. No había traído tantos vestidos,
al final, casi siempre iba vestida de aquella manera dentro del campus del
internado, a excepción de las veces en las que estaba entrenando, o las otras
ocasiones en las que me iba a bares con las otras chicas del grupo y entonces
usaba vestidos cortos, ceñidos, escotados y demás. Me encantaba mostrar mi
cuerpo, me costaba mantenerlo, así que debía aprovechar estar delgada y tener
más curvas que el promedio de mujeres, en especial de las nadadoras. Incluso
muchas de las chicas del grupo me molestaban por ello, porque sus cuerpos
estaban hechos para nadar, con hombros más fuertes, espaldas más amplias, y
piernas más largas. Si algo les envidiaba era lo último, puesto que mis piernas
eran más llenas y al no ser tan alta… Claro, lo que ellas no entendían es que
justo eso no me dejaba ir tan rápido como ellas, mis pechos eran hermosos, al
tiempo que me dificultaban nadar con más rapidez, así como mi estatura
estándar. De ser más alta, o más recta, tendría mejores tiempos. Era como una
ballerina con curvas… no me terminaba de ver acorde a las demás.
Esa vez, me puse, además, un sostén deportivo y unas zapatillas para ir a
correr, necesitaba mantenerme en forma, cualquier desliz, y perdería lo que
había conseguido hasta ese momento.
Salí de la habitación y bajé las escaleras. En el segundo piso no había nadie,
la casa estaba bastante tranquila, y no era de extrañar. Papi trabajaba la mayoría
de los sábados, así que no había razón para que estuviese en casa, y mamá…
bueno, ella a veces salía. De hecho, me gustaba llamarles los sábados temprano
porque sabía que solo tendría que hablar con mamá y no con papi, así no
escucharía esa voz masculina y potente que me hacía temblar como gelatina,
incluso estando a tantos kilómetros de distancia.
Abajo, fui a la cocina y me serví un poco de zumo de naranja y me comí una
tostada que hice con rapidez. Saludé a la empleada que me confirmó que
ninguno de mis padres estaba en casa… Sí, lo dijo de aquella manera.
―¿Sabe dónde está Pelusa? ―pregunté después de acabar con mi desayuno.
La señora, de mediana edad, con el cabello castaño oscuro, la piel blanca y
rojiza en los pómulos, con los ojos grises y unos labios pequeños, me dijo que
Pelusa estaba en el jardín.
Le agradecí y fui por mi cachorro, dispuesta a llevarlo a correr para que así
sacase un poco de energía. Me alegré con solo observarlo tomar el sol,
recostado sobre el pasto bien recortado.
Miré la piscina y se me antojó darme un baño, sin embargo, tenía que seguir
la rutina.
Agarré a Pelusa y salí a correr, algo que al perro le sentó de maravilla, puesto
que no se quejó, pese a que tomé más velocidad cuando llegamos al parque y
lo dejé andar un rato sin el collar, dándole la orden para que no se alejase, algo
que hizo, puesto que estaba mejor amaestrado que yo.
Corrimos por bastante tiempo, hasta que se cansó y de regreso a casa ya no
quería andar.
―Vamos, ya falta poco ―indiqué haciéndole señas con las manos para que
se levantase del suelo y siguiera caminando.
Pelusa solo me observó con una mirada reprobatoria y bufó como si
entendiera bien lo que le decía y aun así decidiera ignorarme.
―¡Ja! Con que así estamos… ―rechisté poniendo los brazos en jarra.
Me miró y siguió tratando de respirar con normalidad, con la lengua de
fuera, despatarrado sobre la acera.
Negué con la cabeza, sabiendo que no se iba a mover, así que, haciendo
acopio de fuerzas, lo agarré y lo cargué como si fuese un perrito pequeño, pese
a que Pelusa pesaba lo suyo.
―Debes rebajar, Pelusa ―lo amonesté y seguí caminando con el perro
cargado sobre mi hombro, cual bebé grandote cuyas patas me llegaban casi a
las rodillas.
Cansada, con los pulmones chillándome del esfuerzo de cargar con Pelusa
por casi un kilómetro entero, llegué a la puerta de la casa.
Resoplé una vez tras otra.
En otras circunstancias, el peso de mi cachorrito no hubiese significado
tanto esfuerzo, pero no era lo mismo cargar con una pesa, que con un perro
que se mueve, que te respira en la oreja y que patalea cada tanto, mientras mis
manos trataban de sostenerlo para que no se cayera.
―¿Qué haces, Dulce? ―escuché su voz antes de sentir su presencia.
Di un respingo y subí la mirada de la acera.
Ahí estaba mi papi, parado frente a la cerca de hierro, con el auto
estacionado fuera de la casa, vestido con elegancia con un traje negro de tres
piezas, con una camisa blanca y una corbata azul que acentuaba más sus iris
azul cobalto.
Se me cortó la respiración al verlo. Me quedé sin poder decir nada, hasta que
despabilé al ver su ceja alzarse y sacudí la cabeza.
―Salimos a correr y se cansó tanto que ya no quiso seguir ―expliqué
mientras Pelusa se reacomodaba sobre mi hombro para observar a papi.
Papi se rio por lo bajo, una risa sutil, ronca y deliciosa que me acarició los
tímpanos. Lo noté más relajado.
Me cedió el paso y un tanto avergonzada y acalorada, sabiendo que en ese
momento no debía verme en absoluto glamorosa, y mucho menos bonita, pasé
por su lado y me metí a la casa sin soltar a Pelusa, con la esperanza de que no
oliese tanto a sudor, y que la ropa que llevase no me hiciere ver ridícula, pese a
que casi era lo mismo que usé el día anterior.
Noté sus ojos pegados a mi cuerpo, la sensación de ser observada por papi
era demasiado fuerte para creer que eran imaginaciones mías, pero no di pie a
que mi mente volase y creyera que me estaba viendo el trasero embutido en los
shorts ajustados que llevaba.
Dentro de la casa, llevé a Pelusa a su tazón de agua y lo dejé
recomponiéndose.
Gruñí.
―Necesitas más ejercicio, Pelusa ―apunté con los ojos entornados y la nariz
arrugada, queriendo que aquel regaño sacara la vergüenza de mi cuerpo.
El can me devolvió la mirada con suficiencia y siguió tomando agua como si
no le importase.
Se había convertido en un perro adulto bastante peculiar.
―Parece que los perros sí se parecen a sus dueños ―indicó papi pasando
por mi espalda, susurrándome en la oreja.
Un escalofrío me recorrió por completo cuando escuché su voz ronca y
melodiosa, esa voz que empapó mis bragas.
Cerré los ojos y me mordí los labios por un segundo, acalorada, por suerte,
no se dio cuenta de lo que ocasionó su voz, de las sensaciones que despertó en
mi cuerpo.
―Me voy a duchar ―musité en un hilo, sabiendo que estaba cerca, sacando
algo del frigorífico, ya que los tazones de Pelusa estaban en un pasillo al lado
de la cocina, justo antes de salir a la puerta que llevaba al jardín trasero.
Me relamí los labios y lo miré de soslayo, estaba entretenido deshaciéndose
de la corbata y tomando un trago largo de agua.
Salí corriendo hacia la habitación, antes de que aquella visión tan erótica de
su masculino cuello tragando agua me persiguiera en sueños y no pudiese
evitar gemir y pedirle que me dominase y me follase contra la encimera de la
cocina.
Me encerré en la habitación, agitada, con las piernas temblorosas, con los
latidos arrítmicos, con la cara caliente y sudada, con la imagen de su cuerpo
relajado contra la encimera, de su cuerpo trajeado, musculoso, grande y
masculino a pocos metros de donde me encontraba, vestido de esa manera tan
arrebatadora, aflojándose la corbata con los dedos delgados y gráciles que
seguro sabían dónde tocar para complacer a una mujer, mientras estiraba la
corbata y la nuez de Adán pronunciada se movía con cada trago de agua que
pasaba por su esófago.
Aquella imagen me hizo apretar los muslos y jadear con la idea de ser yo
quien se deshiciera de la corbata, de tocar su cuerpo fibroso y desnudarlo de a
poco, mientras sus ojos oscurecidos por el deseo me ordenasen hacerlo gozar
con mis manos y mi boca.
Me mordí el carrillo para no gemir, y en lugar de masturbarme como hice
esa mañana, me desnudé con prisa y me fui directo a la ducha, a refrescarme y
sacarme esas ideas obscenas de la cabeza.
No, no podía seguir soñando con papi, no podía imaginarme siendo follada
por él, siendo sometida a sus caprichos, no podía seguir con ese camino,
porque solo terminaría volviéndome loca.
Papi era un hombre prohibido, era el marido de mamá, un hombre que me
llevaba suficientes años para ser mi verdadero padre, un hombre que no estaba
interesado en la niña de nueve años que ayudó a criar, a la cual le enseñó a
nadar.
No, él no podía estar interesado en mí de forma carnal, de la forma en la
que yo lo deseaba.
CAPÍTULO 9
ME DUCHÉ CON AGUA HELADA PARA TEMPLAR MIS
PENSAMIENTOS, para alejarme del calor que dominaba mi vientre, que me
pedía masturbarme por segunda vez en el día, que me rogaba por pasar los
dedos por la rajita empapada, y no precisamente de agua, y jugar con ese
cúmulo de nervios que cosquilleaban demandando atención.
Estaba caliente, tanto, que los pezoncitos se me irguieron y arrugaron ante
la perspectiva de ser tomada por Guillermo, por mi papi…
¡Qué cojones!, ¡me ponía decirle por su nombre, o llamarle «papi»! Nunca
«papá», esa palabra estaba reservada para mi padre biológico, mi papá
verdadero.
Chillé cuando el frío del agua golpeó mi espalda y todas esas ideas quedaron
rezagadas. Me duché con un poco de prisa, sin pasar las manos por mi cuerpo,
esperando a que mi deseo carnal no despertase de nuevo.
Había sido mala idea volver a casa, lo entendí mientras me aclaraba el
cabello. No solo porque estaba claro que mi atracción por papi no había
cambiado, sino porque me sentía más deseosa de ser suya. De niña y
adolescente mi libido no era tan fuerte, en cambio, ese día y medio que llevaba
en casa… Desde que lo vi cuando me abrió la puerta… Mi sexo hervía en
lujuria, necesitaba sentirlo en mi interior, llenándome, haciéndome su mujer,
convirtiéndome en suya…
Salí de la ducha, enojada porque no podía regresar en ese momento al
campus, porque tendría que quedarme todas las vacaciones de verano en la
casa, esperando que mi mente morbosa no me descubriera y terminaran
echándome de la casa en la que pasé parte de mi niñez y adolescencia.
Me sequé, salí del baño solo con la toalla enrollada a mi cuerpo y busqué
algo que ponerme. Cogí otra sudadera ancha y corta que dejaba ver parte de
mi abdomen, esa vez no tenía el logo del internado, y unas mallas negras hasta
la rodilla. Me puse unas bragas sencillas para terminar. Me negué a usar sostén,
después de todo, había llevado muy pocos, y la mayoría eran deportivos, y
otros… otros eran lencería destinada a ser utilizada con los pocos vestidos que
llevé.
Tenía planes para ese tiempo, no todo se trataba de entrenar, e
ingenuamente pensé que con lo que llevaba de ropa era suficiente. No tuve en
cuenta de que nada de mi ropa anterior me quedase, nada. Cambié tanto de
tallas que era imposible que algo me entrase.
Cambiada, giré y vislumbré el desastre que dejé con la ropa tirada alrededor.
Refunfuñando, la recogí y salí de la habitación.
Afuera, me encontré con la señora Diana limpiando, pasando la aspiradora
por todo el segundo piso. Bajé las escaleras sin preguntarle donde dejar la ropa
sucia, dudé que hubiese cambiado de lugar, la casa seguía prácticamente de la
misma manera, a excepción de algunas mejoras hechas, creo que la mayoría en
la habitación principal. Temí que me dijera que ella las llevaría y que se diera
cuenta de que mis bragas y shorts estaban húmedos y olían a sexo.
Bajé de prisa por las escaleras y casi corrí hasta la cocina, esperando no
encontrar a papi, pese a que no escuché su voz o algún ruido cercano que me
alertara que estaba cerca.
Pasé por la cocina y me adentré a la puerta de la derecha, donde estaba la
lavandería. Mi cabeza daba vueltas. Hasta yo podía sentir el aroma dulce de mis
jugos. No era un olor fuerte, sin embargo, era muy evidente de qué se trataba.
En la lavandería, miré las prendas revueltas en mis manos.
Bufé y las dejé sobre la secadora. Abrí la lavadora, le puse jabón, activé el
mecanismo para que comenzase el ciclo y fui metiendo las prendas,
poniéndolas al derecho.
Agarré el vestido y lo metí, luego los shorts, las sudaderas, los calcetines que
no estaban tan sucios como quedaban en el internado. Por último, metí la
braga que quedaba, la última prenda que recogí de la habitación.
Se me frunció el entrecejo, y sin importar nada, metí la mano a la lavadora y
rebusqué. Debía haber dos más, en cambio, solo estaba la que me puse ese día
para correr, las otras dos no aparecieron pese a que sacudí la ropa y revisé con
cuidado.
Confundida, me dije que debí haberlas dejado en el suelo de la habitación,
así que cerrando la lavadora fui a revisar.
Me rasqué la cabeza cuando vi que la señora Diana estaba limpiando todo, y
no había señas de mis bragas. Ya había cambiado la ropa de cama, había
limpiado mi desastre y se disponía a limpiar el baño.
No quise molestarla, pero tenía el presentimiento que no las tenía ella, que
ni siquiera estaban en el cuarto.
El estómago se me revolvió, las mariposas revolotearon con fuerza y la idea
de que papi las tuviera me hizo calentarme como un volcán a punto de hacer
erupción.
Me mordí el labio. El corazón me palpitó en los oídos y la piel me hervía y
cosquilleaba. El sexo me latió y percibí la necesidad imperiosa de ser tocada,
de ser llenada, de tener sexo… Lo quería, lo necesitaba, me estaba derritiendo
ante aquella idea.
Me imaginé a papi entrando a mi habitación cuando me metí al baño la
noche anterior. Seguramente entró, vio mis braguitas dobladas y las otras en el
suelo y las tomó, se las llevó a la nariz y olió mi esencia dulce que lo hizo
ponerse bien duro y desear follarme con rudeza para enseñarme a ser una niña
buena.
La perspectiva de papi oliendo mis braguitas me puso cardiaca y deseé que
fuese verdad, pese a que cabía la posibilidad, una muy grande, de que la señora
Diana las tuviera junto con las demás prendas sucias.
Me mordí el carrillo y dejé ir esas sensaciones, pese a que las ansias de ser
dominada por papi seguían en mi interior, rasgando para salir a la luz.
Iba a volverme loca si seguía así, tan enérgica… tan lujuriosa…
Bajé de nuevo y me dije que debía relajarme un rato, así que fui directo a la
segunda sala, donde pensaba mirar una película, sin embargo, no alcancé a
llegar, puesto que un ruido proveniente de la puerta al otro lado del pasillo me
detuvo. Fue una especie de ruido grave que en ese instante no logré identificar.
Me acerqué con cuidado. El pasillo estaba bien iluminado gracias a las
cristaleras grandes por donde entraba la luz, no obstante, cuando me acerqué a
la puerta tuve la impresión de que todo se oscurecía.
La grande y fuerte puerta de madera estaba entreabierta y el ruido grave
volvió a surgir de su interior. Mis cejas se alzaron al reconocer el gruñido. Se
me abrieron bien los ojos y, con cuidado, me deslicé hacia un lado de la pared
y acerqué la cabeza a la pequeña rendija, observando, por medio de la puerta
entreabierta, por ese fino hilo que dejaba vislumbrar el interior de la oficina de
papi.
La oficina de papi era bastante oscura, tenía cristaleras grandes por donde se
adentraban los rayos solares como el resto de la casa, sin embargo, él siempre
tenía corridas las grandes y gruesas cortinas de color vino que le daban a la
estancia un aire lúgubre que se acrecentaba con los muebles de madera oscura,
las grandes libreras con cientos de libros, así como el bar en la esquina derecha
cercana a la puerta donde había toda clase de licores. Conocía aquel lugar por
mis incursiones cuando espiaba a papi, y no había cambiado nada desde hacía
tres años.
Él estaba sentado detrás del escritorio, ya no tenía puesto el saco, la corbata,
ni siquiera el chaleco, una de sus manos descansaba sobre el escritorio,
aferrándose con fuerza a la madera. El antebrazo estaba desnudo, con las
mangas de la camisa blanca enrolladas a la altura del codo, y las venas
resaltadas mostrando la fuerza que estaba ejerciendo sobre la superficie lisa del
escritorio.
Su espalda estaba tensa, erguida contra el respaldo de la silla grande de
cuero negro que lo hacía ver más imponente. Tenía los ojos cerrados y su
respiración truculenta hacía subir y bajar su torso marcado. Podía ver los
músculos tensos de sus pectorales a través de los botones que se había soltado.
Sin embargo, lo que más me atrajo fue esa expresión en su rostro, esa
expresión entre tensa y aliviada, con los párpados apretados, el ceño fruncido,
pero con la boca entreabierta, esa boca deliciosa de donde salían esos gruñidos
animales que me alertaron segundos atrás de lo que estaba haciendo en su
oficina.
Pese a lo anterior, el movimiento que más llamó mi atención no fue el de su
torso, sino el de esa mano perdida por debajo del escritorio, que se delataba
gracias al movimiento del brazo y hombro confirmando lo que estaba
haciendo.
Tragué saliva con dificultad, más caliente que nunca, sin poder despegarme
de esa imagen tan erótica, con su cabeza echada hacia atrás, con su cuello
expuesto, con la manera en la que se modificaba su rostro revelando que
estaba muy excitado.
Gruñía y bramaba, y de no estar pegada a su oficina, el ruido de la
aspiradora hubiese oscurecido el de sus gemidos masculinos.
La sangre se me calentó, sentí el retroceso del océano que anunciaba el
tsunami en mi interior, no obstante, no me moví, no busqué tocarme, estaba
tan hipnotizada por esa visión idílica de papi tocándose que no me moví en
absoluto.
Su mano se agitó con violencia, su rostro se compungió y apretó la
mandíbula mordiéndose los labios en el proceso. Se dobló cuando llegó al
orgasmo, contrayéndose y poniendo la cabeza sobre el escritorio.
Jadeé soltando el aire que estaba conteniendo y me alejé de la puerta con
cuidado, para no ser vista, pese a que dudé que él me hubiese escuchado, ya
que mi gemido salió muy suavecito.
Encantada con lo que acababa de ver, pese a que me sentía mal por haberlo
presenciado sin ningún pudor, me quedé pegada a la pared, respirando con
dificultad, con las bragas empapadas y el sonido de los jadeos masculinos de
papi en los oídos, resonando de forma cadenciosa, como si estuviese jadeando
en mi oreja.
Todo el cuerpo me respondió a ese sonido guardado en mi cabeza, ese
sonido que me puso el vello como escarpia, que me mojó las bragas recién
puestas, que agitó mi corazón con violencia e hizo que me costase respirar,
tragar saliva, que hizo que mi cerebro no pensase con claridad.
Fui cuidadosa de no hacer ruido, de quedarme pegada la pared tratando de
relajarme. Pese a que mi mente se empeñaba en traer el recuerdo de papi
corriéndose, llenando su mano con su semen.
De haberme dejado dominar por el deseo, en lugar de quedarme quieta tras
la puerta, hubiese entrado, me hubiese desnudado para él y le hubiese pedido
que se corriese en mi interior, que depositara su caliente semilla en mi útero.
Aquella idea me acaloró demasiado y me abaniqué con la mano para no
morir de sofoco.
Si seguía así, tarde o temprano cometería un error y me le terminaría
ofreciendo a papi, algo que no me podía permitir.
Resoplé, enojada con mi falta de juicio, al tiempo que me dije que solo me
estaba mintiendo, que estaba encantada con estar todo el día caliente,
anhelando que mis imaginaciones sobre papi fueran verdaderas, que la excusa
de no querer hacerle daño a mamá no era del todo real, que todo era una falsa
maquinada por mi cerebro para hacerme sentir que no era una mujer sin
escrúpulos, sin moral, una mujer que se enamoró de su padrastro, una mujer
que deseaba pasear desnuda frente a sus ojos y entregarme sin restricciones,
una mujer que deseaba pertenecerle a un hombre, porque sí, lo pensaba, lo
sabía, pero también quería huir del deseo ilícito que dominaba mi mente y
cuerpo.
CAPÍTULO 10
Guillermo…
ME DESHICE DE LA CORBATA AL ENTRAR EN LA OFICINA,
abrumado, con la piel caliente, con el miembro demandando algo que no
pensaba darle.
Arrojé el pedazo de tela celeste a uno de los sillones de cuero oscuro que
conformaban la sala del estudio y me aflojé los botones superiores de la
camisa. Me quité la americana y el chaleco y los arrojé al sillón, furioso,
enervado, con la sangre caliente que recorría mi cuerpo, misma que no dejaba
de engrosar cierta parte de mi anatomía.
¡Era una locura!, una estupidez… la más grande del mundo. No podía ser,
así de simple. No, no podía llevar excitado desde que la vi el día anterior.
Caminé con decisión hasta el minibar que tenía en la oficina y, agarrando
una botella de vodka, me serví un poco en un vaso, sacando de la pequeña
nevera dos cubos de hielo para rebajar el brebaje. Era muy temprano para
emborracharme.
Estiré el cuello, incómodo, la ropa me estaba estorbando, el miembro duro y
palpitante me exigía salir de las ataduras de la bragueta y explorar cierto coñito
virgen en el que no debía pensar.
Me llevé el vaso a la boca y le di un gran sorbo al vodka, dejando que la
abrasión reconfortara mi garganta y me refrescase las ideas.
Estaba enojado conmigo mismo, enojado por no poder controlarme, por
observarla más de lo debido, por celarla.
Desde que la vi parada frente a la puerta de la casa… ¡Joder! No la reconocí
en absoluto, ella no era Dulce, la pequeña niña que conocí cuando apenas tenía
nueve años, esa era una mujer distinta, una mujer que tenía un cuerpo digno de
ser venerado, una mujer que tenía una mirada resplandeciente, unos labios
mullidos y hermosos que podría besar, al tiempo que cuando los vi me los
imaginé alrededor de mi miembro, succionando como una gatita buena, en
cuatro, lamiendo y mirándome con esos ojitos celestes embriagados por el
deseo.
El anhelo de poseer su cuerpo me dejó quieto, pegado, sin saber qué hacer,
hasta que su vocecita dulce y erótica pronunció esas cuatro palabras y el
mundo se desmoronó bajo mis pies. Que me llamase «papi» hizo que mi
cuerpo se revolucionara, pese a que mi mente sufrió un colapso, en especial
cuando su gemido gatuno se metió en mis oídos y me torturó deseando poseer
su cuerpo y sacarle mil ronroneos a su boquita de fresa.
No, no me pude creer que aquella niñita enojada con la vida fuese la misma
mujer de pechos increíblemente sensuales que tenía enfrente. Fue verla y
desear follármela una vez tras otra, con esas piernas mullidas, largas para su
estatura, níveas, perfectas, con su cadera amplia y redondeada que se ajustaba a
una cinturita pequeña que podría coger para dominarla a mi gusto, con esos
pechos llenos en los que pude apreciar sus pezoncitos pequeños y erguidos a
través de la tela del vestido y que me hizo cuestionar de qué color los tendría y
cómo se sentiría meterlos a mi boca y escuchar sus gemiditos escapar de su
boca golosa cuando se los chupara y me volviese loco con sus tetas preciosas.
Y ver sus ojitos deslumbrantes…
¡Mierda!, me puse tan duro que no me pude mover hasta que se abalanzó
sobre mí y me restregó ese pedazo de tetas que juré podía follar de mil
maneras distintas, de estrujarlas con voracidad, con deleite, el mío y el de ella.
Sentirla así, abrazándome, su calor rodeándome, sus manos delicadas en mi
cuello, su respiración tibia en mi oreja, su aliento cálido en mi piel, de oler el
aroma que desprendía su cuerpo, ese dulce aroma embriagante que me hizo
apretarla más, y percibir sus senos completamente aplastados contra mi torso.
De no ser por Pelusa, hubiese hecho alguna tontería, pese a que el tonto
pastor alemán solo logró que el escote se pronunciara y alcanzara a ver lo
juntos que tenía los pechos, lo redondos y blancos que eran, lo suaves que
parecían, y mil ideas cruzaron por mi cerebro lascivo. Me imaginé agarrando su
cuerpo para follar sus pechos, para meterme entre esas cumbres blancas…
Esas imágenes recreadas por mi cerebro hicieron que todo mi cuerpo
respondiera ante la que se suponía que era mi hijastra, ante aquella niña a la
que le enseñé a nadar y mi mente no reconoció en esa espectacular y sensual
mujer.
No, esa era otra Dulce, esa era una mujer que me inspiró el deseo de cogerla
y llevarla al sillón para besarla, para llenarme del sabor de su piel, con el aroma
que desprendía y buscar todos sus sabores y olores. Quería llevarla al orgasmo,
oír su voz enmudecerse por la pasión, quería sus gemidos en mi oído, quería
sentir su cuerpo temblar, abarcarme, abrirse para mí.
De no haber llegado Sofía… hubiese caído en la tentación.
La pelea que tuvimos después con la que se suponía era mi mujer, me hizo
caldearme de otra manera.
―Debemos fingir, Guillermo ―apuntó molesta, observando las escaleras
por donde se acababa de perder Dulce.
―No quiero fingir, sabes que ya no tenemos nada, que solo estás viviendo
en esta casa porque te niegas a darme el divorcio, pese a que ya he iniciado el
trámite ―indiqué tensando la mandíbula, airado por la forma en la que me
tocó cuando le dijo a Dulce que subiera a «refrescarse».
Las manos huesudas con las uñas largas y esmaltadas de Sofía me producían
repugnancia, y ver cómo marcaba territorio ante su propia hija, me revolvió el
estómago. Supe que se dio cuenta de la mirada brillante con la que Dulce me
admiró, una mirada dedicada al que se suponía era su figura paterna y que ella
interpretó como se le dio la gana.
―Fue nuestro trato desde el principio, no entiendo por qué ahora te
comportas así ―indicó sentándose en el sofá, hablando con suavidad, pese a
que su voz se me hizo chillona y de mal gusto.
―No, ese no era nuestro trato, lo sabes. El trato era que seriamos pareja por
un tiempo. Sé que el arreglo mutó gracias al embarazo y por eso nos tuvimos
que casar, pero si recuerdas, yo no quería hacerlo, yo solo quería que alejaras a
las mujeres que mi madre enviaba todas las semanas, solo quería detenerla,
tener un poco de libertad, no casarme contigo ―apunté irritado, bajando la
voz, pese a que sonó tan apretada que no pasó desapercibida para ninguno de
los dos.
―Pues ahora te conformas, que no pienso divorciarme para que te vayas
con otra mujer ―alegó con la mandíbula apretada y sus ojos verdes llameantes.
Se me tensó el cuerpo.
―Tienes a Viktor, por Dios, ya déjame ―dije agarrando esa mano que se
quería colar entre mis piernas para tocarme el miembro.
Cogí su muñeca con fuerza y la dejé caer sobre su cuerpo, con repugnancia,
con el gesto ensombrecido y asqueado.
Antes de que ella pudiese replicar, Dulce bajó por las escaleras y cortó la
discusión, pese a que Sofía seguía haciendo alarde, tocándome cada que pudo,
algo que hizo que los ojos celestes, que ansié ver con más detenimiento, se
enfocaran en Pelusa.
Detesté que me estuviese ignorando, que respondiese a las preguntas de su
madre con la voz suave y que evadiera todo lo correspondiente a su lejanía.
Sofía, por supuesto, se ensañó con su hija, le hizo mil preguntas, la confrontó.
Me enervó su actitud, por supuesto que no lo quise hacer evidente, porque
sabía que la más perjudicada era Dulce.
Cuando esta subió para dormir, porque dijo que estaba cansada, Sofía no
esperó para volver a increparme con sus absurdas acusaciones.
―Ni se te ocurra acercarte a ella. ―Apuntó con su dedo.
―No digas tonterías ―dije con una convicción que ni yo me creí, porque lo
cierto es que no pude evitar ver a Dulce de forma distinta, porque ver sus
deditos acariciar la tripa de Pelusa me hizo pensar en lo bonita que tenía las
manos, lo delicadas que eran, lo calientita que debía tener la piel. No pude
evitar observar sus piernas torneadas, blancas, sin imperfecciones, o ver su
cuello femenino y preguntarme a qué sabría su piel.
―Se me ocurre porque a ella le gustas ―comentó furiosa Sofía, demandando
mi atención.
―Es tu hija, la conozco desde que tenía nueve ―rebatí harto de ella.
―¿Y eso qué? ―incordió a la defensiva, irguiéndose con soberbia.
Me puse de pie porque no iba a permitir que dijese más estupideces.
―Tiene diecinueve años, y su cuerpo te gustó, lo pude observar cuando
entró. La estabas apretando con deseo, la quieres. ―Se puso de pie, airosa.
Enrosqué las manos sobre mis pectorales y la vi desde mi estatura.
―Es muy bonita, tienes razón ―afirmé―. Además, seguro que ella no sería
un fracaso como tú, no sería una mujer que jura estar enamorada y al siguiente
minuto se mete con tres hombres, que dice que no puede quedar embarazada
porque tiene un problema psiquiátrico, cuando todo el tiempo ha estado con
métodos anticonceptivos ―siseé, mirándola directo a los ojos.
Retrocedió un paso.
―Lo sé todo, mi amor ―ironicé―. Y sabes, todo esto lo sabrá el juez que me
libere de ti, y seré libre para buscar a quien quiera.
―Pero no a mi hija ―profirió con las aletas de la nariz revoloteando por el
enojo, respirando como un toro embravecido.
Sus facciones se ensombrecieron y la hicieron ver tan fea como lo era por
dentro.
―Ella no es como tú, no es una mujer frívola, mentirosa, que engaña. No es
como tú. Y si algún día estoy con alguien, incluyendo a tu hija ―remarqué para
molestarla, porque en ese momento pensé que podía tratar a Dulce como
antes―, te aseguro que no tendrá nada que ver contigo.
Después de escupirle la última palabra, subí al segundo piso para ver cómo
se encontraba Dulce. La última pregunta de su madre la hizo descomponerse,
lo noté en su semblante, en la forma en la que tartamudeó cuando Sofía le
preguntó cuándo se iría, la voz de su madre la desconcertó, así que creí que me
iba a encontrar con una Dulce llorosa, o encogida, como tiempo atrás la veía
cada que ellas se peleaban o pasaba algo duro para ella.
Era muy sensible, y tenía razón de serlo. De sus padres le quedó la mujer
que no quiso nunca tenerla, que siempre renegó de su suerte, hasta que se
encontró al idiota de turno que le dio todas las comodidades que el padre de
Dulce no pudo darle, un idiota que pensó que podía tener un trato justo con
una mujer y que, en una noche de copas, borracho, la folló sin pensar,
creyendo que era un buen desahogo, y solo terminó embarazándola a la
primera.
Sí, ese idiota que se tuvo que casar con una mujer a la que no conocía, más
allá de ser su secretaria durante unos años, fui yo.
Me dije que iba a estar bien, que podría llegar a quererla, formar una familia.
La idea de tener hijos siempre me entusiasmó. No quería ser padre tan joven,
pese a que en realidad ya tenía una edad…, sin embargo, acepté casarme con
Sofía, lo acepté porque quería darle una familia al bebé que venía en camino.
Me dije que podía hacerlo, que podía enamorarme de ella. La cuidé, quise
querer a Dulce como mi hija, pero cada que trataba de hacer algo bueno por
ella, Sofía me detenía y me decía que ella no era mi hija, que no debía ni
reprenderla, ni halagarla, ni llevarla a clases. Lo único que me dejó hacer con
ella fue enseñarle a nadar, en más… todo le incordiaba, incluso llegó a reñirme
porque un día me presenté a su colegio para ver cómo iba y… ¡joder!, reventé
cuando supe que Sofía no iba a las reuniones para padres, o como se llamasen,
casi no se presentaba ni a recoger las notas ni a hacer nada, y cuando le dije
que me iba a hacer cargo, se desató una pelea de las gordas en las que me dejó
claro que Dulce era su hija, de nadie más.
De verdad quería una familia, traté de ser un buen esposo, traté de
disculparla cuando, con lágrimas gruesas en los ojos, me dijo que no podía
tener hijos porque su cerebro se negaba, porque su cuerpo no estaba
preparado. La disculpé y me dije que estaríamos bien, porque cuando no
hablábamos de Dulce, todo en nosotros parecía ir de maravilla. Ella se
comportaba amorosa, me trataba bien, en el sexo era salvaje, y no lo voy a
negar, teníamos una buena química en la cama, no la mejor, por supuesto, pero
creí que eso bastaba.
Y lo hizo, fue suficiente por un momento, pese a las críticas de mamá y de
todos los que me rodeaban, me quedé a su lado. Hasta que, años atrás,
descubrí que me estaba engañando, que tenía amantes. Lo descubrí sin
proponérmelo, un día hablando con un nuevo inversor en un hotel. Se suponía
que nos íbamos a ver en un restaurante, y así era, pero de último momento me
llamó para que lo hiciéramos en su hotel, y me llevé una gran sorpresa cuando
vi a Sofía besándose con otro hombre, uno mayor que ella, de unos sesenta
años, más o menos, lo reconocí después de que este se alejara de su boca y
después de magrearle el culo le sonrió. Era Viktor, un conocido de la familia.
No la increpé en el momento, pero le puse un investigador privado y me
contuve, la rechacé con mil estratagemas para no tener relaciones sexuales,
hasta que el investigador me dijo la verdad, me dijo que Sofía tenía varios
amantes, el fijo era Viktor. Al parecer, también tenía cuentas propias, cuentas
donde sus amantes abonaban dinero, así como le daban joyas y demás, de ahí
que siempre estuviese de compras, que su coche fuese tan caro, pese a que en
las cuentas nunca me salió tan alto el precio.
Sofía se aprovechó al máximo de mi desconocimiento, de mi deseo de
formar una familia, y cuando la increpé, solo logré que se pusiera a llorar y me
jurase que me amaba, que solo se sentía sola cuando iba a trabajar y por eso
necesitaba que otros hombres la amasen. Me propuso que estuviese también
con otras mujeres, que diversificáramos nuestros encuentros sexuales, me dijo
que podía llevarme a sitios distintos y mil tonterías más, sin embargo, su
cuerpo me asqueaba. Vi las fotos, sabía quiénes eran sus amantes, lo sabía
todo, desde sus manías sexuales, que conmigo evidentemente no ponía en
práctica, hasta que le gustaban mayores, hombres con mucho dinero, casados.
Entendí que se quería quedar conmigo porque ninguno de sus amantes la
aceptaría, porque ni uno solo se iba a divorciar por ella.
Le pedí el divorcio, claro que se lo pedí. Al principio quise hacerlo por las
buenas, incluso ofrecí darle una pensión para que se largase rápido y pudiese
iniciar una nueva vida. No quiso, se negó.
Recomendado por socios, abogados del bufete, los pocos que sabían del
caso, no pude salir de la casa, porque sabía que eso iba a poner en mal mi caso,
porque eso me perjudicaría, así que con ellos comenzamos a armar un plan,
uno donde pudiese ganar sin tener que darle absolutamente nada a Sofía.
Por eso seguíamos juntos, por eso nunca pensé en dejarla en mi casa,
además del hecho de que era mi casa, era mi maldita casa, no de ella.
Y la llegada de Dulce, no mejoraba la situación. A decir verdad, no esperaba
volver a verla. Creí que cuando regresara del mentado internado su madre ya
no estaría en casa, y con ello, pese a que me dolía la idea, no volvería a ver
aquella niña de cabello rubio y rostro dulce como el de un querubín que me
hacía desear tener hijos propios.
Quería a Dulce, siempre la quise, no como una hija, para mi desgracia la veía
ajena a mí, a mi familia. Sin embargo, verla tan cambiada, tan diferente…
Tuve que reprenderme varias veces para no excitarme cuando movía la boca
al responder las preguntas de su madre, o cuando cambiaba de posición y sus
piernas se amoldaban a su nueva postura y me hacía pensar en sus tiernos
muslos que podía ponerme alrededor del cuello mientras me comía su coñito.
Esa no era Dulce, la niña pequeña a la que le enseñé a nadar, en absoluto.
Me acerqué a su cuarto, e iba a tocar cuando escuché su conversación… y
todo dentro de mí cambió, haciéndome desear a Dulce de manera distinta.
CAPÍTULO 11
―YO TAMBIÉN TE IMAGINO, desnudo, corriéndote en mi boca…
―musitó Dulce, y tuve que agudizar el oído para entender bien sus palabras,
esa voz tan erótica y sensual que no se parecía nada a la que yo recordaba de la
pequeña rubia.
Tragué saliva y mi mano se quedó en el aire, a punto de llamar a la puerta.
Una extraña sensación me embargó. La sangre se me calentó y no supe si
estaba excitado o, por el contrario, enojado.
¿¡Qué cojones hacía Dulce hablando guarradas!?
Sin pensarlo, me acerqué un poco más a la puerta, cogiendo el pomo con la
intención de entrar, no obstante, de nuevo me detuvo su voz. Hubo una pausa
corta en la que no escuché nada, esa pausa en la que mi cerebro trató de digerir
lo que esas simples palabras dichas por Dulce provocaron en mi psique y en
mi cuerpo.
―¿Qué te haría? ―preguntó pícara y un gemido sensual escapó de su
boquita.
Me la imaginé gimiendo en mi oreja, diciéndome aquella pregunta mientras
sus manitas delgadas y delicadas pasearían por mi torso.
Tragué saliva.
―Primero, te tocaría por encima de la ropa, mirándote a los ojos, jadeando
al sentir tu dureza, porque estarías durísimo con solo verme, con admirar mi
cuerpo vestido con lencería que tú escogerías.
Su maldita voz de sirena puso en mi cerebro las imágenes de esa fantasía
que estaba proyectando para otro hombre. La idea me enervó, al tiempo que
mi miembro deseaba salir de su empaque y visitar a cierta rubia que me estaba
calentando el oído, que me estaba excitando con su simple voz y esa
proyección que su canto puso en mi cabeza.
Hubo otra pausa.
―¿Sí?, ¿me follarías las tetas? ―cuestionó Dulce, con la voz más suave y
femenina, casi en un gemido.
Volví a soñar con meterme entre sus cumbres suaves, mullidas y grandes,
esas que visualicé cuando Pelusa le bajó el escote del vestido y pude ver el
canalillo estrecho que dividía sus grandes senos.
La manera vulgar con la que se refería a sus pechos hizo que el pene me
pulsara y rogara por hacer realidad aquel idilio.
Agarré el cuello de la camisa y lo jalé. Me estaba sofocando. Tenía ganas de
masturbarme frente a su puerta, sin embargo, todavía conservaba un poco de
sensatez, y sabía que, si me tocaba pensando en Dulce, no habría vuelta atrás,
la desearía tanto, que tendría que tomarla. No podía sucumbir.
Cogí el pomo con más fuerza, pero, de nuevo, su vocecita indecente me
detuvo.
―¿Eso quieres hacer? ¿Quieres correrte en mi cara, quieres follar mis tetas
con tu polla? ―cuestionó gimiendo.
Todo el cuerpo se me tensó y superpuestas a las imágenes de Dulce
ofreciéndome sus pechos y su cuerpo para hacerla mía, vi a otro hombre, vi a
un hombre sin rostro, sin cuerpo, solo una sombra, una sombra que no me
pertenecía y que estaba follándose a mi Dulce, que se la estaba comiendo, que
estaba disfrutando de sus pechos, de ese par de montañas blancas de puntas
henchidas cuyo color desconocía, que estaba profanando su cuerpo, mientras
Dulce me miraba y gimoteaba solo para aquella sombra.
No pude más, todo mi ser reaccionó. El enojo se sobrepuso a la excitación y
entré sin siquiera pensarlo por un segundo…
Y… Quise increparla como un padre lo haría, quise que se diese cuenta que
era muy joven, muy dulce, muy susceptible a las manipulaciones masculinas,
quise y pensé en decirle muchas cosas, en su lugar, acabé preguntándole si era
virgen, si «seguía siendo la tierna niña de papi», una pregunta que en ese
momento me excitó, sobre todo, cuando escuché su respuesta, cuando supe
que seguía sin haber tenido relaciones con otro hombre, pese a que eso no
excluía que no hubiese hecho otras cosas, algo que no pensé en ese momento,
pero que después me llenó de furia y tuve que ir a nadar un rato para sosegar
mi alma y no pensar en otros tocando su cuerpo níveo, lleno de curvas en las
que me deseaba perder.
El apetito de hacerla mía creció. Me quise contener, quise llevar la charla a
otro plano, uno en el que no me excitara y me recordase que la vi crecer, que la
vi cuando tenía nueve, que la consolé muchas veces cuando su madre no pudo
hacerlo, que traté de convertirla en mi hija, pese a que eso no llevó a ningún
sitio. Quise recordar a Dulce de niña, pero verla ahí, sentada sobre sus piernas,
en esa cama de sábanas rosadas y femeninas, solo incrementó más mis ansias
por descubrir lo que tenía entre las piernas, además, toda la habitación olía a
ella, incluso pude ver unas braguitas blancas en el suelo junto con el vestido
que llevaba cuando llegó, solo lo hice por un segundo, pero la presión arterial
se me alteró y el pulso se desestabilizó. Todo mi cuerpo respondió ante aquella
imagen que mi cerebro capturó pese a que mis ojos solo lo enfocaron por un
segundo.
Me fui de la habitación antes de saltar sobre ella y robarme su virginidad,
robarme su pureza, porque la pude ver en sus ojos grandes, celestes y brillantes
que me detuvieron antes de hacer algo impropio, pese a que ese brillo que me
incendió por dentro cuando la cogí de la barbilla me hizo ver que ella lo
deseaba, quizás eran imaginaciones mías, quizá la anhelaba tanto que creí ver
lujuria en sus pupilas, de cualquier manera, salí de ahí casi corriendo y me fui
directo al estudio, donde tomé dos tragos de vodka, de mi vodka favorito y me
recosté en el sofá por un rato.
No pude mantener los ojos cerrados y el cuerpo relajado, cada que lo
intenté, las imágenes de Dulce debajo de mi cuerpo, gimiendo, sonrojándose,
entreabriendo esa boquita mullida y rosada, mirándome con deseo,
pidiéndome que la corrompiese, me mortificaron… Estaba caliente, necesitaba
bajar el sofoco. En mi cerebro la veía agitada bajo mi cuerpo, sonrojada,
llamándome «papi» de esa forma tan impúdica que me provocaba más, que
hacía que todos mis músculos se tensaran y luego buscase llenarla con mi
concupiscencia, hacerla jadear hasta que ya no pudiese y su cuerpo se liberase
en la más profunda de las catarsis. Sin embargo, lo que me hizo levantar e ir
directo a la habitación donde Sofía estaba cambiándose, fueron las imágenes
de otros hombres disfrutando del cuerpo delicado, curvilíneo y suave de
Dulce.
Estaba tan concentrado en huir de esa imagen que no vi a Sofía cuando
entré al cuarto, solo saqué mi ropa del armario y me prometí mudar todas mis
cosas a otro lugar.
Llevaba un rato durmiendo en el estudio, sin embargo, mi ropa no cabía en
otro armario, así que seguía en el de la habitación principal. No pude echar a
Sofía cuando nuestra relación terminó irremediablemente, así que tuve que
fingir que no me enojaba entrar al cuarto y verla ahí, tranquila.
Me dije que tenía que solucionar nuestro divorcio cuanto antes, que debía
acabar con aquella tortura.
Cogí lo necesario y me fui sin mirarla, pese a que ella me llamó más de
alguna vez, diciendo que debíamos hablar de Dulce.
Antes de bajar por las escaleras, me quedé un rato observando la puerta
cerrada de su cuarto, pensé en sus braguitas tiradas en el suelo, en lo suave que
parecía la tela, en lo blancas que eran. Pensé en lo excitante que sería
robárselas e inhalar su esencia femenina de la prenda. Suspiré al recobrar la
compostura y me dije que era una locura acercarme, así que solo seguí con mi
camino.
En el estudio, colgué mi ropa para el siguiente día y me quité la que llevaba
puesta, colocándome el bañador.
Fui directo a la piscina y nadé hasta que me cansé, hasta que sentí los
músculos un tanto adoloridos, hasta que las imágenes de Dulce bajo mi cuerpo
se diluyeron y solo quedó el cansancio.
No, no pensaba instigar el deseo de poseerla, no podía. Solo tenía
diecinueve años, yo era un hombre de más de treinta, casado con su madre, no
importaba que la relación no funcionase desde hacía muchos años atrás, eso
no quitaba que su madre y yo tuvimos algo, además, la conocía desde niña, no
quería que ese anhelo por adentrarme entre sus piernas fuese a más, no quería
pensar en ella como mujer, pese a que ya no podía ver a la niña que fue, a esa
niña enojada que me pegó en el pecho, desesperada por un poco de atención,
pidiendo llenar el vacío que su progenitor dejó cuando el cáncer se lo llevó.
Dulce ya lo había pasado muy mal en su vida para que llegase yo y le quitase la
inocencia que seguía rodeando su alma, no, no iba a hacerlo.
O eso me dije, porque, claramente, no logré contenerme…
CAPÍTULO 12
NADÉ POR UN BUEN RATO, no supe cuánto tiempo pasé en el agua, hasta
que el dolor muscular me hizo detenerme y salir de la piscina, escurriendo,
todavía con el cuerpo caliente por el esfuerzo, pese a que, por suerte, la noche
refrescó.
Me quedé sobre una de las tumbonas, sentado, sin siquiera secarme las gotas
de agua que perlaban mi piel y que pegaban mi cabello a la frente. Quería algo
de paz, quería esa quietud que desde hacía mucho no sentía, que el matrimonio
me robó.
Debí hacerle caso a todos aquellos que me dijeron que no me casase con
una mujer que apenas conocía, que me hiciese cargo de mi hijo de otra
manera, en su lugar, creí que hacía lo correcto y terminé unido a Sofía, a la
mujer equivocada, sin poder encontrar lo que tanto ansiaba.
Pensé en Dulce, en la niña y en la mujer en la que se convirtió. Por más que
quise, no pude verlas como una sola persona y eso me frustró. Me frustró
darle la razón a Sofía, saber que, por muy absurdas que fuesen las ideas de «mi
mujer», no estaban mal encaminadas.
Recordé cómo la traté al preguntarle si era virgen, la sensación que me
invadió cuando la miré a los ojos, cuando contemplé su sumisión, el deseo
brillando en sus pupilas, haciendo que sus iris se difuminaran cuando estas se
dilataron y su belleza fue comparable a la de Afrodita, porque solo una diosa
sería capaz de proyectar tanta luz y tanta sensualidad. Sus labios cuando
musitaron esas palabras con las que aseguró su pureza…
¡Dios! La sangre me recorrió las venas, calentándome más el cuerpo,
agitándome por completo, llenando los conductos cavernosos de mi polla, que
estaba lista para juguetear con Dulce, para hacerla gritar de placer, para ver
cómo se arquearía para mí al llegar al orgasmo.
Una parte muy grande de mi mente me incitó a ir a buscar a Dulce y
explorar el morbo detrás de yacer con mi hijastra, detrás de probar su cuerpo
delicado, tibio, suave y joven. Esa parte de mi cerebro me hizo rememorar
cada parte de su cuerpo que vi en esas pocas horas, ese cuerpo curvilíneo que
desnudo sería majestuoso y podría explorar por horas y horas. Sin embargo,
otra parte de mi cerebro, la sensata, se negaba a seguir ese juego, a ir tras
aquella chiquilla que conocí cuando apenas tenía nueve años.
«¡Por Dios, Guillermo, es una niña!» ―me regañé tratando de regresar a la
realidad, esa donde era un hombre adulto que le llevaba dieciocho años, que
estaba casado con su madre, que le enseñó a nadar. No solo era por la edad y
por su madre, sino también porque, de alguna forma, yo era su padre… Ella
me decía «papi», y pese a lo que esas cuatro letras provocaban en mi interior
cuando su exquisita y femenina voz la pronunciaba, para ella solo eran un
apelativo cariñoso para referirse a la única figura paterna que tuvo en su
adolescencia.
Resoplé al entender que no podría seguir pensando en Dulce de aquella
manera y tendría que alejarme de los sentimientos y sensaciones que ella
despertaba en mi como hombre.
Regresé a la casa después de secarme, me puse un pantalón de chándal y me
recosté en el sillón de cuero que se convertía en cama. El sillón no era la cosa
más cómoda del mundo, a veces hasta tenía dolores de espalda, sin embargo,
lo prefería antes de ir a dormir a uno de los cuartos para invitados con esas
camas pequeñas donde no cabían mis pies. Por supuesto, lo prefería mil veces
antes de dormir con Sofía. De ser un cretino, como a veces ella se empeñaba
en decirme, la habría sacado no solo de la habitación, sino también de la casa,
pero quería hacer las cosas bien.
Me dormí después de un rato dando vueltas y vueltas, sin poderme sacar a
Dulce de la cabeza, sin dejar de ver sus ojos celestes cada que cerraba los
párpados.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, fue por una llamada de mi
padre.
―Diga ―respondí con la voz rasposa.
―¿Vendrás a desayunar? ―consultó papá interesado, lo noté en su voz
particular, esa donde alargaba siempre la última silaba de la oración.
Me restregué los ojos y miré la hora en el móvil, apartándolo por un
segundo de mi oreja.
Eran apenas las seis y media de la mañana.
Carraspeé.
―Sí, me arreglo y voy para allá ―respondí con tranquilidad, rascándome la
cabeza.
―Bien, nos vemos en unos momentos ―indicó antes de colgar.
Al menos sonó un poco entusiasmado, lo que quería decir que no había
malas noticias, solo era papá siendo papá. Todo había que decirlo, mis padres
siempre fueron un poco… particulares. Fueron criados para destacar dentro
de la sociedad, para tener modales «exquisitos y refinados», para saber
comportarse, ambos eran así, por eso les choqueó cuando les informé que me
casaría con la que, hasta ese momento, era mi secretaria y que, dicho sea de
paso, estaba embarazada. Mamá casi se desmaya y me dijo que esa unión no
debía ser, que se había fijado en Sofía desde el principio y que su carácter y el
mío eran incompatibles, así como una serie de excusas que agregó con mucha
efusividad, recalcando, además, que no era virgen, que debía estar con una
mujer que de verdad fuese para mí, y así, hasta que les dije que, si no aceptaban
la unión, me deslindaba de la familia. Sí, a ese grado llegué, por suerte, su
descontento solo les hizo no ir a la boda y tardarse en conocer a Sofía y Dulce.
Recuerdo que mamá se acercó y me susurró en el oído:
―La niña me gusta, es bonita, pero la madre… Se ve desde lejos que solo es
una cazafortunas, una mala pécora que solo quiere quitarte lo que es tuyo,
Guillermo ―indicó con la voz apretada, tensa.
Y vaya que tenían razón…
Me duché en el baño que tenía el estudio, no era el más grande de la casa y
para mi desgracia no tenía el relajante jacuzzi del baño principal, pero servía
para asearme.
Al terminar, me cambié y arreglé. Me faltaba la corbata así que subí a la
habitación.
Sofía estaba dormida, con el antifaz de peluche verde chillón puesto sobre
los ojos.
«¿Cómo pudo gustarme por unos años?» ―me pregunté con las cejas
enarcadas, observando su cuerpo menudo sobre la cama, con las sábanas hasta
el cuello.
Negué con la cabeza. No tenía explicación para aquello. Saqué la corbata del
armario y salí de la habitación sin casi hacer ruido, no quería alertarla y que me
pidiera ir al desayuno con mis padres. Pese a que no soportaba a mis padres,
Sofía siempre quería ir conmigo a todos lados, incluso a la casa en la que crecí.
Comencé a acomodarme la corbata cuando iba caminando por el pasillo, y
me detuve al escuchar las pesuñas de Pelusa arañando la puerta del cuarto de
Dulce. Negué con la cabeza y fui a abrirle al can, antes de que le hiciera un
desastre a Dulce.
Abrí y el perro salió corriendo hacia el piso de abajo, directo al jardín
trasero, ni siquiera me saludó como tenía por costumbre, lamiendo mi mano
derecha con entusiasmo, esperando por algún premio.
Iba a cerrar la puerta cuando mis ojos se encontraron con su cuerpo sobre
la cama, totalmente dormida, con sus labios entreabiertos y mullidos de donde
exhalaba aliento caliente. Solo llevaba puesta una bata blanca de baño, una bata
que se abría y dejaba ver sus jugosos senos grandes. Tragué saliva al ver que
una de sus tetas estaba de fuera, completamente expuesta como una fruta
prohibida.
Sin pensar, con el corazón pitando en mis orejas, entré a la habitación. Mi
respiración era lenta y profunda y traté de no hacer ruido al caminar. Mis ojos
estaban concentrados en su pecho exuberante que, desnudo, revelaba su cima
de color rosa suave. Tenía los pezones rosados, delicados como toda su piel.
Me acerqué hasta quedarme a los pies de la cama, admirando su cuerpo por
completo. Estaba medio girada hacia la izquierda, con la mano derecha
estirada, lo que hacía que su torso se contorsionara un poco y la bata se
corriera mostrando esa cumbre blanca que quise tocar.
Me lamí los labios y tragué saliva con dificultad, más excitado de lo que
nunca estuve, con una erección potente dentro de los pantalones que me pedía
tocar su piel y saborearla con las manos, con la boca y con mi miembro
caliente que punzaba dentro de la bragueta.
La miré por unos segundos en los que todo se paralizó, hasta que de su
boca salió un gemido incitante en el que me llamó.
―¡Papi! ―jadeó la palabra y se removió, subiendo la mano derecha por su
torso hasta tocarse el pecho.
Mis párpados se abrieron al comprender que estaba teniendo un sueño
erótico… conmigo…
Retrocedí un paso, asustado por lo que acababa de oír, al tiempo que no
aparté los ojos de su mano derecha, la cual estaba estimulando el pezón que se
irguió colmado por sus atenciones, mientras se pellizcaba y gemía con
suavidad.
El corazón se me detuvo, el sexo me palpitó con fuerza, deseando
complacerla en ese instante, subirme a su cuerpo, besar su piel, pasar la lengua
para recolectar su sabor, para colmarme con su aroma femenino y dulce, como
su nombre, para hacer que se despertase en medio de un arrollador orgasmo.
Pero no, Dulce era mi hijastra, era la misma niña de nueve años que conocí
tiempo atrás, y… Quería hacer lo correcto.
Con el corazón desembocado en la garganta, conteniendo la respiración,
volví a acercarme, agarré su muñeca derecha tratando de no tocar su seno y
aparté la mano, para luego recomponer la bata, acariciando, sin querer, la piel
tibia y sedosa de su cima, de ese pecho desnudo.
Gimoteó y su cuerpo tembló.
―¡Papi! ―repitió y mis dedos pasearon por su seno, sin llegar al pezón, solo
recomponiendo la bata, o eso me dije, pese a que estaba muriéndome del calor,
de la excitación, de la necesidad de someterla y darle una buena razón para
llamarme en sueños.
Me agaché y me enfoqué en su carita de ángel, en su cabello rubio que
estaba desperdigado sobre la almohada, como un halo que adornaba su
cabecita. Era simplemente preciosa, la mujer más bonita que hubiese visto, la
más sensual y… Y me di cuenta de que tenía un aire maternal que no pude
evadir, que solo metió en mi mente la idea de la maravillosa madre que sería en
el futuro, de lo preciosa que se vería embarazada, de lo encantadora que sería
cuidando de sus hijos… No supe si fue su cuerpo o su rostro amable el que
me dio esa impresión, solo la vislumbré como la madre de mis hijos y eso me
hizo retroceder de nuevo.
Todo el cuerpo se me tensó, todo mi ser la reclamó al tiempo que rechacé la
idea, la rechacé por absurda, porque no tenía sentido.
Retrocedí otro paso, sin dejar de observarla, con el pecho congestionado de
una sensación caliente y helada a la que no le pude poner nombre, una
sensación que no adjuraba nada bueno, porque deseé hacer realidad aquella
visión donde la convertía en mi mujer.
No, eso era peor que soñar con Dulce debajo de mi cuerpo, mientras la
sometía a mis deseos profanos, eso era algo más que me asustó, porque no lo
sentí antes con otra mujer, ni siquiera con Sofía cuando estuvo embarazada y
su pancita me provocaba besarla y acariciarla a cada momento.
Aturdido y confundido, salí de la habitación de Dulce, con una erección
monumental que tuve que esconder cuando me despedí de Diana, la señora
del servicio, misma que me preguntó si iba a desayunar, por suerte, sin
mirarme.
Casi salí corriendo de la casa, huyendo de aquella quimera entre erótica y
romántica que no prometía darme paz hasta cumplir la fantasía de una u otra
manera.
La idea se me pegó a la cabeza como una canción que se repite pese a que
uno la repele.
Tuve el camino hasta casa de mis padres para serenarme, para quitarme de
la cabeza las imágenes del cuerpo de Dulce, para dejar de pensar en lo cálida y
tierna que era su piel, en esa textura esponjosa y agradable de su seno, en el
color rosado de su perla, para quitarme de la mente su carita de muñeca, de
querubín, con sus labios mullidos y rojizos, con su piel nívea e impoluta, con
sus pestañas rubias oscuras que caían sobre sus pómulos con gracia, con su
cabello casi blanco alrededor de su cabeza, haciéndola parecer un verdadero
ángel.
Era una mujer inalcanzable, preciosa, tanto, que me revolvió todo por
dentro, que me hizo pensar en las mil maneras en las que podía someterla,
hacer que sus labios rodeasen mi longitud, que succionaran la cabeza de mi
miembro al tiempo que sus ojos celestes se embriagaran al observarme. La
quería debajo de mi cuerpo, gimiendo, gritando, retorciéndose de placer, con
su vagina virginal apretándome la polla que enterraría en sus carnes hasta que
me rogase.
Y también la quería resplandeciente, embarazada, con mi hijo en sus
entrañas, creciendo, haciéndola ver tan maternal como debía ser, tan pura, tan
casta, tan…
Era demasiado para mi cabeza.
Me detuve frente al enrejado que rodeaba la casa de mis padres, inspiré y
exhalé varias veces, hasta que logré normalizar el pulso. Tuve que poner el aire
acondicionado del coche al máximo y esperar que eso terminase por bajar la
tremenda erección que, adolorida, deseaba salir de la cárcel que eran los
pantalones.
«Eres un degenerado» ―me dije y tras sacudir la cabeza y con ello esas ideas,
salí del coche para desayunar con mis padres.
De una u otra forma, me tenía que acostumbrar a la nueva Dulce, si no,
caería en la tentación de explorar su piel, de aprender el mapa que dibujaba su
cuerpo, con sus cumbres, sus planicies, sus vértices, con esos paisajes de vivos
colores que quería verificar si se enrojecían con la incitación.
Sí, debía de acostumbrarme antes de imponerme y corromper a mi hijastra.
CAPÍTULO 13
EL DESAYUNO CON MIS PADRES FUE COMO CUALQUIER OTRO,
estuve un rato charlando con ellos antes de ir a la oficina.
A decir verdad, no tenía alguna razón en específico para ir a la oficina, de
hecho, lo hice en automático, al menos eso me dije cuando me hallé
conduciendo directo al bufete. Sin embargo, lo cierto es que lo hice para
alejarme, aunque fuere por unas horas, de Dulce.
Tenía muy grabado en mi cerebro la imagen de su cuerpo cubierto
precariamente por esa bata de baño corta, de sus piernas expuestas, de su seno
desnudo que lo podía apreciar en mi mente sin esforzarme, podía verlo si
cerraba los ojos, la forma redondeada, con el peso del seno cayendo más hacia
la izquierda, con la areola redonda y rosa suave, con el pezoncito erecto y
pequeño que sus dedos se encargaron de agrandar y estimular. La visión era
tan erótica que la ropa me comenzó a sofocar, que la bragueta me molestó y
sentí el deseo de masturbarme en la oficina.
Estaba sudando pese al aire acondicionado, estaba acalorado, sin dejar de
pensar en Dulce y, por más que veía y veía los papeles, no podía entender lo
que en ellos se decía. El contrato de fusión de dos de las empresas más
grandes del país descansaba sobre mi escritorio y no pude hacer las
modificaciones que ambas partes querían, no pude ni siquiera verificar si los
datos de las empresas estaban bien puestos, si Marjory, mi secretaria, hizo bien
su trabajo o, por el contrario, tendría que realizar cambios.
Estaba tan caliente, tan excitado, que no lograba pensar en nada más que
Dulce, en su cuerpo, en su rostro de querubín, en el sabor que tendrían sus
labios, en cómo gemiría cuando embistiera su coñito virginal y sus paredes se
acoplasen a mi polla.
Cogí el cuello de la camisa y estiré la prenda.
Vi los papeles por un segundo y me dije que era una locura, que estar en la
oficina no cambiaba nada, que quizá volver a la casa y ver que Dulce no era la
diosa que mi cabeza estaba imaginando, me haría caer en la realidad, esa
donde, me gustase o no, era mi hijastra.
Con esa idea en mente, esperando tener razón, me puse en pie y salí de la
oficina, advirtiéndole a Marjory que me dejase libre el día, que a menos que
fuese algo importante, no me molestase.
Necesitaba tiempo, necesitaba ver a Dulce, saber que era real, al tiempo que
ansiaba que aquellas visiones de su cuerpo no fuesen como mi cerebro las
proyectaba.
Mi sentido común se estaba partiendo a la mitad, estaba por estallar, así
como mi cuerpo, que no dejaba de calentarse, de excitarse, de desear tener las
curvas de mi hijastra en las manos, sentir su aterciopelada piel, saborearla,
llenarla, hacerla MÍA…
Con prisa, conduje el coche por las calles de la ciudad, hasta llegar a casa. A
lo lejos, la vi. Al principio no estaba seguro de lo que estaba contemplando, así
que me bajé del auto y me quedé pegado frente a las puertas de la casa.
Dulce se acercaba, vestida solo con unas mallas y una sudadera que escondía
su cuerpo, excepto que esas mallas negras no disimulaban sus piernas
exquisitas, con esos muslos prietos y hermosos que no pude evitar ver y pensar
en lo increíble que sería meter la cabeza entre estos y paladear su esencia
directo de la fuente.
El pecho me pesó, me costó respirar al pensar en eso, así que me enfoqué
en otra cosa, en la forma en la que cargaba a Pelusa, como si fuese un
cachorro, la vi moverse con dificultad, apretar el paso y maniobrar con el
pastor alemán a cuestas que le hacía la tarea más difícil.
Sonreí al ver su inocencia, al comprobar que su nombre hablaba también de
su carácter. Me quedé como idiota, observándola, con el corazón retumbando
en mis tímpanos, con una sensación diferente en el pecho, una cálida y extraña.
Cuando la dejé pasar a la casa, las sensaciones previas se difuminaron y mis
ojos se fueron directo a su culo con forma de corazón, un culo grande, prieto,
perfecto. Sus nalgas se movieron con sensualidad, llamándome, pidiendo que
las tocase, que las amasase y las calentase con la palma abierta.
Todo mi sistema se saturó con el movimiento de caderas de Dulce, con la
visión voluptuosa de sus carnes magras agitándose frente a mí. Las mallas se
metían entre sus nalgas por unos centímetros, dibujando a la perfección ese
corazón que deseé vislumbrar sin tela de por medio.
La sangre se me calentó más que antes, la ropa volvió a incomodarme y
cuando se agachó para dejar a Pelusa en el suelo, la erección me protestó y me
demandó agarrar su cuerpo y follármelo como deseaba hacer desde que la vi el
día anterior, desde que volvió convertida en toda una mujer de curvas
exuberantes que deseaba recorrer con deseo, hasta dominarla y que solo con
mi cuerpo lograse encontrar el alivio.
Me acerqué para olfatearla, para comprobar su aroma femenino, y terminé
susurrándole en el oído, con la voz ronca, la primera tontería que se me cruzó
por la mente para justificar mi cercanía.
Los dedos me cosquillearon y quise poner la mano sobre la curvatura de su
trasero, bajarla y deleitarme con su perfecto culo, en cambio, seguí directo a la
cocina, anhelando enfriar mi cuerpo, coger una botella de agua del frigorífico y
enfriarme el paladar que quería degustar otra cosa.
Necesitaba calmarme.
Pese a que la vi en una situación de lo más estrafalaria, incluso risible, no
podía dejar de ver su cuerpo, de pensar en sus caderas, en su culo, en sus tetas
preciosas escondidas en esa sudadera sin forma. Verla tan bonita, con el
cabello atado, la piel sonrojada por el ejercicio, tratando de sostener a Pelusa
con sus delicadas manos, esas manos que seguramente podían hacer maravillas
de ejecutar otras tareas.
El corazón se me agitó al punto que lo tenía en la garganta, el pecho me
pesaba y me hacía más difícil respirar con normalidad. La erección pedía salir y
entrar en sus mieles.
Sacudí la cabeza y fui directo al frigorífico y al sacar la botella con agua me
quedé en la cocina, posando la cadera sobre la encimera.
Pensé en Dulce, en mi hijastra, en la niña de nueve años, en la mujer que me
tenía excitado desde el día anterior. Me enojé, no pude remediarlo, me irritó
saber que tenía enfrente a la mujer más jodidamente sensual que alguna vez vi,
al tiempo que no podía tenerla.
Porque no podía…
Desenrosqué la botella con agua y busqué quitarme la corbata mientras
trataba de regular mi temperatura para no morir del calor que me producía
tenerla cerca, colmarme con ese aroma dulce que despedía su piel, aumentado
por el sudor que resbalaba de su frente y corría por su cuerpo, dándole un
aspecto más arrebatador.
―Me voy a duchar ―susurró con suavidad, casi en un gemido.
Sentí sus ojos en mi cuerpo por un segundo, un segundo que no fue
suficiente para poder abrir los párpados y admirar ese brillo celeste que
proyectaba su mirada.
La vi correr hacia arriba y pensar en su cuerpo desnudo bajo la ducha me
irritó más.
Enojado. Dejé la botella con agua sobre la encimera, furioso, deseando subir
las escaleras y seguirla dentro de la ducha, al tiempo que, con esfuerzo, guie
mis pasos hacia un lugar donde podía estar solo.
Entré a la oficina y arrojé la corbata, la americana y el chaleco y me serví el
vodka, pero nada era suficiente, nada…
Por más que lo pensé y lo pensé, por más que quise sacarme de la cabeza su
cuerpo desnudo bajo el agua, sus manos enjabonando sus curvas voluptuosas,
sus dedos apretando sus pezones rosados como lo hizo esa mañana.
No pude más, el cerebro me hizo cortocircuito, y sin pensarlo, caminé
directo a la silla tras el escritorio, con las pulsaciones a mil, con la sangre como
lava hirviendo, contenida en un volcán a punto de hacer erupción peor que el
Krakatoa.
Me dejé caer sobre la silla, me quité algunos botones de la camisa, para
poder respirar con más normalidad. Cerré los párpados y las imágenes de
Dulce duchándose, dándose placer, tocando su cuerpo, con sus manos
resbalosas por el jabón, amasando toda esa piel que deseaba probar con mis
labios, mientras gemidos quedos, femeninos y eróticos salían de su boquita, me
hizo liberar mi polla de la prisión que era el pantalón y masturbarme sin
compasión.
Necesitaba más, quería tenerla, que mi mano apretando mi longitud fuese la
suya. Me la imaginé, mirándome con inocencia y sensualidad, así como lo hizo
en su habitación, observándome a la espera de que tomase su cuerpo y la
convirtiera en mía, que la dominara por completo, que me metiese entre sus
muslos y probara la resbaladiza hendidura en la que ningún otro hombre
estuvo.
Una capa ligera de sudor cubrió mi piel, me estaba quemando por dentro,
tocándome con furia, esperando acabar esa tortura en la que su cuerpo
desnudo y terso me sometió, pero no podía.
Gruñí, bramé y maldije para que nada de aquello fuese real, que las visiones
de Dulce tocándome no fueran ciertas.
Mi cerebro recordó su cuerpo esa mañana, la forma en la que su seno quedó
descubierto, esa manera tan candorosa, impúdica, pecaminosa, que me hizo
desearla más y más, que me hizo pensar en lo pura que era.
Gruñí y arañé la madera de la mesa, tratando de sostenerme a la realidad, no
obstante, me estaba calcinando por dentro, todo mi cuerpo la reclamaba, la
ansiaba.
Aumenté el ritmo, sabiendo que nada de lo quisiere sería mínimamente
comparable con lo que sentiría al tenerla, al tocar a la verdadera Dulce, al
adentrarme en su coñito, al explorar su cuerpo y hacerla rogar. Mi mano era
rígida, grande, fuerte y no me estaba dando aquella sutileza femenina que
exudaba Dulce por cada poro de su piel.
Recreé su abrazo, ese donde pegó sus senos grandes y mullidos a mi torso,
ese recuerdo donde gimió en mi oído, ese sonido que sentí con cada fibra de
mi ser, que mandó un escalofrío por mi cuerpo, tensándome, enviando
electricidad por cada parte de mi cuerpo, hasta que terminó en mi polla, y los
testículos se me templaron y me corrí en mi mano, en medio de gruñidos
bestiales.
Me encogí sobre el escritorio, sin poder amainar del todo el calor que me
acogió, la necesidad de poseer a Dulce, esa que se enquistó cuando la vi el día
anterior, como si fuese la primera vez.
Traté de respirar con normalidad, al tiempo que me terminaba de exprimir
para poder soportar un rato más, sabiendo que acababa de perder la cabeza,
que el último resquicio de voluntad por conservar la imagen de Dulce como
mi hijastra se esfumó cuando me masturbé pensando en ella, soñando con
hacerla MÍA.
CAPÍTULO 14
ME QUEDÉ UN RATO CON LA CABEZA PEGADA AL ESCRITORIO,
tratando de llenar de aire los pulmones, tratando de no pensar en lo que
acababa de hacer, en esa explosión intensa que me dejó sin aliento, con los
nervios agotados y el pulso por los cielos. Sin embargo, sentí que era
insuficiente, mi miembro todavía latía en mi mano, pidiendo más, exigiendo un
calor terso que mi palma no poseía.
Alcé la cabeza, alterado, sabiendo que algo dentro de mí acababa de
despertar, un hombre que desconocía desde que me había casado, ese
depredador que le gustaba dominar a mujeres y que, con la boda y el
embarazo, socavé en mi interior, sabiendo que ninguna mujer podía reventar
las ataduras si no me acercaba lo suficiente.
Tenía que hacer algo…
Mis ojos se entornaron y observé la puerta. No estaba cerrada por
completo, había una pequeña rendija entreabierta por donde se filtraba la luz
del día, esa luz de la que me privaba en la oficina para disfrutar de intimidad,
para dejar salir a ese hombre que por muchos años rehusé ser.
Ladeé la cabeza y alcé una ceja, pensativo, mientras la mandíbula se me
apretaba al considerar todo por lo que pasé en esas horas: la retención, el
deseo, el autoconvencimiento. Las palabras de Sofía vinieron a mí: «… le
gustas». Ella lo dijo, lo aseguró. Me tensé por un instante en el que aproveché
para limpiarme y arreglarme un poco.
¿Y sí… Sofía no estaba equivocada…?
Me relamí los labios degustando el sabor a vodka que conservaba en mi
paladar. Para ese punto, que fuese Dulce la que desató las cadenas del
depredador me importó muy poco, ni siquiera me interesó haberla conocido
cuando ella tenía nueve. No era esa niña, ya no más. Era una mujer, una mujer
que deseaba, una mujer que me provocaba, incluso cuando no quería hacerlo.
Todas las imágenes de su cuerpo, de su piel, de su aroma femenino, me
inundaron la psique y odié darle la razón a Sofía… Me supo mal reconocer
aquello, pese a que una sonrisa ladeada me hizo apreciar con otro cariz la
advertencia de «mi mujer». Sus ojos celestes, la manera en la que me observó el
día anterior cuando le exigí que me dijera si era virgen… Sí, a Dulce le atraía, y
no precisamente como su padre.
Me reacomodé en la silla y pasé la lengua por mis dientes, calculando mi
próximo movimiento.
¿Debía agarrarme a ese clavo ardiente?, o, por el contrario, ¿ser sensato y
abandonar la idea de hacerla mía?
Aquella simple palabra reactivó mi sistema con más fuerza. Quería a Dulce
para mí, quería ser el primero en su vida, ser el primero en escuchar sus
gemidos femeninos cuando alcanzare el éxtasis mientras un hombre se hundía
en su interior cálido y suave, quería ser el primero en inundar su coñito con mi
semilla y marcarla como mi propiedad. La quería… la necesitaba.
Los músculos se me engrosaron, todo mi cuerpo se preparó para someter a
la presa. La memoria muscular me demandaba salir y seducirla, hacer que
Dulce gritara bajo mi cuerpo, que su espalda se arqueara para mí y probar las
mieles de su ser.
Mi pecho subía y bajaba con pesadez, mi rostro se modificó y el deseo de
poseerla eclipsó cualquier pensamiento racional y sensato. El hombre que se
ilusionó cuando lo llamó «papi» por primera vez, salió de mi cuerpo, y solo
quedó el animal que deseaba a la bella jovencita que llegó a mi casa llena de
inocencia, sin saber que dentro estaba un lobo rapaz dispuesto a devorarla con
avidez y pasión.
Sus ojos deseando lo prohibido entre un padrastro e hijastra me guiaron, me
dijeron que ella también lo quería, y que como el hombre correcto que me
criaron para ser, tenía que complacerla.
Mi sonrisa canalla se agrandó, y supe que iba a hacer todo lo que estaba en
mi poder para hacerla mía, para no dejarla escapar, para mancillar aquel cuerpo
candoroso, suave, y femenino.
―¡A la mierda todo lo demás! ―exclamé con la mandíbula apretada,
estirando el cuello.
Me la iba a follar de todas las maneras posibles, la iba a hacer suplicar para
tenerme, la iba a poner de rodillas ante mí y la iba a dominar.
Dulce iba a ser mía y de nadie más…
CAPÍTULO 15
Dulce…
NO QUISE SALIR DE LA HABITACIÓN A LA HORA DEL
ALMUERZO. Mamá llegó a decirme que la comida estaba lista y… le dije que
me dolía un poco la cabeza, que ya luego comería algo.
Me ardía el estómago del hambre, pero la vergüenza me dominaba. Estaba
confundida, le temí a ese deseo insano que creció en mi interior cuando vi a
papi corriéndose, quería salir de casa, huir del sentimiento que me embargó al
observar su rostro lascivo, de las sensaciones que provocó, de la necesidad de
pertenecerle.
Estaba excitada, la visión de papi corriéndose en su oficina de esa forma tan
impúdica se repetía una vez tras otra dentro de mi mente, impulsándome a
buscarlo y… Y no podía dejar de pensar que, si él seguía con mamá, era
porque todavía se amaban.
No, no le iba a hacer eso a la mujer que me trajo al mundo. Estaba mal
desear a Guillermo. Él era su marido. Era mi padrastro, y yo… Yo estaba mal.
Traté de distraerme con cualquier cosa, hablar con mis viejas amigas, con las
que quedé al día siguiente para salir a despejar mi mente aturdida. Tenía que
salir de casa, hacer cualquier cosa para quitarme a mi papi de la cabeza.
No podía con aquella sensación que se enquistó en mi mente, mi cuerpo y
mi alma, esa que me espoleaba para salir a buscarlo y rendirme a sus deseos.
Sus ojos azul cobalto me perseguían, sobre todo esa mirada oscura y lasciva
que me dedicó cuando toqué a la puerta y sus pupilas oscuras me registraron
sin saber quién era.
No obstante, esas visiones eran una quimera, eran solo imágenes que mi
psique transformó para mortificarme, para hacerme creer cosas que no eran.
Deseaba a mi papi con fuerza, con ansia, como nunca quise a otro hombre,
pero estaba mal, por mamá, por ellos.
Cuando no pude más, bajé a la cocina por algo de comer. La señora Diana
ya no estaba en casa, de hecho, parecía que no hubiese nadie. Cogí lo primero
que hallé, y salí caminando en puntas hacia la habitación para que nadie me
advirtiera, sin embargo, me detuve en el pasillo que conducía a su oficina.
Me sentí como una niña traviesa que estaba haciendo algo inapropiado, algo
prohibido.
Me mordí el labio ante la indecisión de seguir mi camino, o ir directo a esa
oscura estancia que me llamaba y me pedía que me acercara para verlo, para
dejarme llevar por el ardor que se asentó en mi vientre desde que lo vi el día
anterior.
Sacudí la cabeza y fui a la habitación, corriendo, esperando que mi cuarto
me diese un momento de paz, que comer y llenarme la boca sirviera para
sosegar el hambre que crecía y crecía en mi sexo, que me pedía rendirme ante
la lujuria.
Cerré la puerta al entrar al cuarto y me senté en la cama, prendiendo la
televisión para ver cualquier estupidez, todo a fin de distraerme.
Hice lo que pude durante un largo rato, hasta que me rendí a lo evidente, a
la verdad más cruel. El deseo no desapareció, creció y creció. Tenía el sexo
empapado, mis senos se rozaban con delicia con la tela de la sudadera, y mis
ojos repasaban la puerta, ansiando que, en cualquier momento, papi entrase y
me tomara sin preguntar, sin importarle que le susurrara que me dejase porque
no podíamos hacerle aquello a mamá. Me imaginé resistiendo, al tiempo que le
regresaba el beso, ese beso robado y hambriento que me rogaba para que me
abriese para él como una rosa en primavera.
La piel me ardió, el corazón me pedía salir de su hueco y correr directo a esa
visión.
Apurada, con la respiración superflua, y sabiendo que en mis manos no
podría encontrar el alivio esperado, me levanté de la cama y me puse un traje
de baño.
El agua me ayudaría, el agua me calmaría, relajaría mi cuerpo y alma, y
pondría las cosas en su lugar, pese a que las imágenes profanas de papi
masturbándose volvían a mí. Una vocecita en mi cabeza se regocijaba al
decirme que se estaba tocando por y para mí, que su mano debía ser la mía, mi
boca, mi cuerpo, todo mi ser.
Ni siquiera me fijé que el traje de baño me quedaba muy justo, que no tomé
uno de los que empaqué en el internado, sino uno de mis viejos bikinis que
casi no cubrían mi cuerpo que, pese a estirar, los senos se me salían con
voluptuosidad del pequeño escote cuadrado, que casi se podían ver mi areolas
rosas, que mi sexo se dibujaba a la perfección a través de la licra azul oscuro
del bikini de una pieza que parecía tener un corte francés de lo estirado que lo
tenía de las piernas, todo gracias a que no era mi talla en ningún sentido, pese a
que en la adolescencia seguro me quedaba flojo.
Me puse una bata de baño encima y salí de la habitación, corriendo hasta la
piscina, donde me puse el gorro de natación, los lentes y me zambullí sin
pensar en nada más.
Comencé a nadar como loca, deseando quitar de mi mente las imágenes de
papi corriéndose, de su cuerpo tensándose antes de alcanzar el clímax, de su
rostro desfigurándose y dejándose llevar por el placer.
Nadé y nadé, casi como un acto mecánico, un acto de redención o castigo,
uno en donde me liberase de las ataduras de desear a un hombre prohibido.
Cuando no pude más, cuando todos mis músculos lloraban del esfuerzo, me
quedé flotando solo por unos minutos, dejando que mi cuerpo levitara sobre el
cielo, con los ojos cerrados.
―Deberías salir antes de que te enfermes.
Jadeé del susto al escucharlo. Mi cuerpo se hundió al tensarme y tuve que
nadar hasta la orilla más cercana. Saqué la cabeza del agua, y lo vi esperándome
en la orilla por donde planeaba salir. Estaba increíblemente guapo, con los
brazos cruzados a la altura de los pectorales, sus piernas largas y masculinas en
primer plano y no pude subir más a su rostro, porque la vergüenza me
embargó.
Si lo miraba a los ojos… lo vería llegando al clímax, no podría más con
aquel subterfugio y caería rendida a sus pies, como siempre quise hacerlo.
―Vamos, sal de ahí o te vas a congelar ―apuró y su voz me sonó algo ronca,
algo diferente…
Puse las manos sobre la orilla y traté de impulsarme como tantas veces hice,
pero no pude. Los músculos me temblaron y resbalé, casi dándome un golpe
en la orilla.
―¿Estás bien? ―preguntó preocupado.
Me removí incómoda, aturdida, y solo asentí, volviendo a poner las manos
sobre la orilla, aferrándome.
―Dame la mano, te voy a sacar ―indicó y vi su mano extendida.
Los lentes para nadar hacían que mis ojos no alcanzasen a verlo por
completo, pese a ello, el estómago se me revolvió, las mariposas revolotearon,
el corazón me dio un vuelco y la boca se me secó.
Sin poder contenerme a ese hechizo que me pedía tocarlo, cogí su mano y,
en un impulso, como si no pesase nada, papi me sacó de la piscina, haciendo
que mi cuerpo y el suyo quedasen a pocos centímetros.
Lo sentí antes de verlo, sentí su presencia que me atraía como un agujero
negro, distorsionando todo a su alrededor.
Alcé la cabeza, el sexo me punzó cuando lo vi, cuando miré sus ojos azules
oscurecidos, cuando admiré su gesto pétreo, cuando todo en mi se revolucionó
y empapé el traje de baño de algo que no era agua.
El deseo me apresó por completo.
Sus manos se fueron a los lentes y los alzó hasta ponerlos sobre la gorra de
baño. Sus dedos acariciaron mi piel con delicadeza y el escalofrío atravesó mi
cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, incendiando mi vientre bajo.
―¿Sabes que llevas horas en la piscina? ―cuestionó con la voz apretada,
mientras sus ojos no abandonaban los míos.
Tragué saliva con dificultad y me relamí los labios, ansiando probar los
suyos.
Sus manos cayeron de mi cabeza hasta meterlas en sus pantalones.
«No, no veas su entrepierna» ―me advirtió mi cerebro, ese mismo que no
sabía ni cómo respirar.
―Es el entrenamiento ―traté de justificar las horas que pasé en la piscina.
Ladeó la cabeza y sus ojos bajaron de los míos por todo mi cuerpo,
deteniéndose en mis labios, en mis pechos comprimidos por el bañador,
aunque eso también remarcó mis pezones erguidos por el ligero viento que
nos envolvió que, en contraste con mi piel caliente, puso mi vello en punta.
Bajó hasta mi entrepierna y sacó la punta de su lengua para humectar sus
labios de esa forma tan lasciva que casi me hace jadear.
―Ven, vamos a relajar tu cuerpo ―musitó por lo bajo, en un tono tan grave
y pecaminoso que no me dio tiempo a reaccionar cuando me cogió de la mano
y me arrastró hasta las tumbonas, sentándose primero y luego atrayéndome
entre sus piernas, dejando mi trasero a pocos centímetros de su bragueta que
logré notar abultada.
El aire se me escapó de los pulmones, todo mi cuerpo reaccionó a lo que
estaba haciendo, como si dejase de pensar, ni siquiera supe bien en qué
momento me sentó entre sus piernas.
―Has pasado toda la tarde en la piscina, no puedes hacerle eso a tu cuerpo,
Dulce ―regañó, o al menos eso parecía, pese a que sus palabras eran duras no
daban a entender que estaba molesto, no en realidad.
Miré a mi alrededor, el sol se había ocultado hacía mucho rato, las pocas
estrellas que permitían ver la contaminación lumínica titilaban en el cielo, y la
luna menguante se alzaba sobre el firmamento.
Ni siquiera Pelusa estaba cerca, aunque cuando llegué estaba dormitando en
la grama del jardín.
―Tienes una piel preciosa, Dulce ―susurró papi en mi oído, acercándose
más, soplando en mi oreja aquellas palabras que me calentaron más, que
obnubilaron mi mente.
Sus manos fueron a las mías e hizo círculos con las yemas de los dedos
sobre el dorso. Tenía las manos sobre mis muslos, lo que hizo que algunos de
sus dedos pasaran a tocarme las piernas por puro descuido.
Cerré los ojos. Su peculiar masaje me estaba mareando, al tiempo que el
fuego en mi vientre crecía y crecía.
Me mordí el carrillo para no gemir.
Subió sus manos firmes, masculinas y calientes por mis antebrazos. Su
cuerpo me cubría por completo, me estaba manejando a su antojo con la
sutileza de sus dedos.
No, no entendía qué estaba pasando, pero estaba medio adormilada, estaba
cansada y deseosa de ser tomada por esas firmes manos que rozaban con mi
cadera de tanto en tanto, mientras mis antebrazos se llevaban todo el placer.
Abrí los ojos y nos miré como si no estuviese frente a él.
Ambos estábamos en la tumbona, sentados, él detrás de mí, mi trasero en el
filo de la tumbona, en la esquina, ya que los dos estábamos en diagonal a esta,
de cara a la piscina, su cuerpo grande me sobrepasaba en altura y envergadura,
papi estaba vestido como antes, con su camisa blanca arremangada, con sus
pantalones oscuros ciñéndose a sus poderosas piernas. Las venas de sus
antebrazos se marcaban con cada movimiento circular con el que me
masajeaba.
Gemí sin poder evitarlo.
―Chist, relájate, dulzura ―canturreó en mi oreja, en un vibrato excitante que
hizo que el sexo se me estremeciera.
Sus manos subieron más, a mis brazos laxos, no tanto por el esfuerzo, sino
porque su voz hipnótica, junto con sus caricias mágicas, me estaban dejando el
cuerpo de gelatina.
Volví a gemir cuando aplicó un poco de presión.
―Papi ―dije en un hilo de voz y me removí llevando el trasero hacia atrás,
hasta sentir el bulto que se marcaba en su pantalón.
Un gruñido suave y animal brotó de su pecho y sentí que estaba tocando el
cielo con las manos.
«¿Es mi imaginación jugando otra vez conmigo?» ―me pregunté dudando
por un segundo, hasta que sus manos llegaron a mis hombros y se me olvidó
hasta mi nombre.
―Tienes una piel muy suave, dulzura, pero… ―Pasó los dedos por los
tirantes gruesos del traje de baño―. Te has marcado toda con el bañador
―indicó y sus pulgares se metieron bajo la tela de los tirantes―. Te los voy a
bajar para que no te sigan cortando la circulación ―musitó con la voz más
gruesa y solo asentí con otro gemido afirmativo muy suave.
Me bajó primero un tirante, liberándome de aquella prisión, maniatando mi
brazo para quitar el elástico de mi piel. Jadeé al sentir el aire fresco de la noche.
Sí, tenía el traje de baño encajado en los hombros, y también en otras áreas
que no pensaba revelarle, más por vergüenza que por temor a que me
desnudara para que mi sangre corriese por mis venas.
Sopló sobre las ranuras formadas en mi piel por la opresión de la tela y el
vello se me erizó por completo, así como los pezones que respondieron a su
aliento.
Repitió la acción con el otro tirante, despojándome así de la sujeción que
ejercía la prenda en la parte superior de mi anatomía, logrando que mis pechos
detuvieran el bañador con precariedad, partiendo mis senos y mostrando más
el escote de una forma tan obscena que dudé que no lo hubiese previsto de esa
manera.
―¡Papi! ―gimoteé cuando sus manos agiles y calientes se posaron sobre mis
hombros y comenzaron a darme un delicioso masaje.
―Chist, calla, gatita, y déjate llevar ―susurró más cerca de mi oreja, tanto,
que sentí el calor de su torso.
Sus dedos crearon más círculos para mis músculos cansados, para mi psique
entregada. Mis manos se resbalaron hasta sus muslos y me aferré a su
pantalón.
―Eso, dulzura, déjate hacer por tu papi ―gruñó por lo bajo, enviando un
rayo eléctrico por mi cuerpo, haciendo que mi espalda se arqueara y el traje de
baño bajase un poco más, hasta solo estar agarrado con fragilidad a mis
pezones erguidos.
―Recuéstate sobre mi pecho, Dulce, vamos, deja que te masajeé un poco
más ―susurró y su voz era tan excitante, tan abrumadora, que solo obedecí y
me hice para atrás, restregándome contra su erección, poniendo la espalda
desnuda contra su torso, sintiendo el calor que emanaba de su cuerpo y la
suavidad de la tela de la camisa.
Sus manos estaban en mis brazos y me reconfortó los bíceps por unos
segundos, para luego subir a mis hombros y, sin detenerse mucho tiempo en
estos y bajar al escote. Las yemas de sus dedos acariciaron el borde de mis
senos alzados y apretados gracias al bañador.
Jadeé con más fuerza al sentir el calor de sus palmas bajando un poco más,
al sentir sus dedos rozando con el corte que creaba el bañador. Acarició con la
punta de sus dedos el comienzo de las areolas, pero no se entretuvo, siguió
haciendo círculos por mi escote, mientras me comía los jadeos y gemidos al
morderme el labio inferior.
―Papi… no… sé… si… ―traté de decir algo coherente, emerger mi lado
racional y sobreponerme a la tentación de ser tocada por papi, en contacto con
su cuerpo grande, musculoso e imponente que me estaba rozando mi cuerpo
con delicadeza, excitándome como nunca lo estuve.
El corazón me palpitaba en la garganta, mi sexo caldeaba y estaba
empapado por completo, la energía no dejaba de acumularse en mi vientre,
pidiendo que esas caricias sosegadas descendieran y tocasen mi interior.
―¿Quieres que me detenga, dulzura? ―preguntó bajando los dedos un poco
más, metiéndolos en el bañador, tocando los laterales de mis senos con
delicadeza.
Mis caderas se movieron sin que yo les diese la orden y papi ronroneó al
sentir el roce de mi trasero contra su bragueta abultada.
―No… lo… sé… ―reconocí casi sin aliento, sin dejar de mover las caderas,
ansiando que la tela del bañador cediera y me tocase los pechos como tanto
quería.
Sentí las tetas pesadas, infladas, esperando por más que las caricias circulares
que no terminaban de acoger mis grandes globos de carne.
Suspiré cuando uno de sus dedos rozó mi pezón y mi interior se estremeció
desde los pies hasta el sexo.
―Dime, Dulce, ¿dónde más quieres que te alivie? ―inquirió y su voz sonó
diferente, más oscura, más grave, más inquietante.
―Pa-pi ―musité y subí una de mis manos por su pierna, y apreté más mi
trasero contra su erección que deseaba sentir de otras maneras.
Su mano agarró mi pecho izquierdo con dureza y gemí, gemí apretando los
párpados al percibir su palma caliente contra el pezón.
El bañador terminó de ceder y…
―¡Guillermo!
El grito de mi madre desde el interior de la casa me puso alerta. Di un
respingo, abrí los ojos con gravidez y me aparté de papi, poniéndome el traje
de baño con urgencia, con tanta prisa que ni siquiera vi si metí mis pechos
bien en el bañador. Agarré la bata que dejé tirada horas atrás y me la puse con
prontitud, sin mirar atrás, solo sintiendo sus ojos en mis movimientos, solo
sintiendo su cuerpo a unos pocos centímetros del mío, analizándome.
Corrí hacia el interior, pasando por la cocina, donde mamá estaba
rebuscando algo en el frigorífico.
―¿Dónde está tu padre? ―preguntó al verme pasar corriendo.
―No lo sé ―grité la respuesta sin detenerme, subiendo por los escalones,
asustada con lo que estuvimos haciendo en la tumbona.
Al llegar al cuarto, cerré la puerta con apuro y me deslicé contra la madera,
sintiendo la culpa de mis acciones, la vergüenza y la excitación, todo al mismo
tiempo.
El recuerdo de sus manos abrumó la piel de mi cuerpo, aún notaba sus
dedos haciendo círculos sobre mis brazos, sobre mis pechos, aún percibía su
palma alargándose para tomar mi montaña nevada, para erguir el pico rosado.
Tragué saliva con dificultad y sacudí la cabeza, al punto del colapso, porque
sentir sus dedos solo me hacía darme cuenta de lo mal que estaba, de lo mal
que estábamos los dos.
Me mordí el labio inferior ante ese hecho… y giré el rostro hacia la puerta,
como si él estuviese afuera, deseando que así fuese, que me dijese que le dejase
entrar y se adueñara de mi mente, de mi cuerpo, de mi ser, porque con sus
caricias, descubrí que no me quería como su hija, que me deseaba incluso, que
quería sentir mi piel tanto como yo lo anhelaba a él.
Suspiré.
Pero no le podía hacer eso a mamá, ¿verdad?
CAPÍTULO 16
EL RESTO DEL DÍA REHUÍ VERLOS, rehuí bajar, rehuí todo. No quería
seguir de aquella manera, aislándome, necesitaba salir de la habitación que me
estaba sofocando, pero si lo veía, si miraba sus ojos azul cobalto… No, no me
iba a poder contener, no iba a salir huyendo otra vez.
Quería quedarme a su lado, dejarme seducir por sus dedos, por sus mimos,
quería descubrir su verdadero carácter, saber cómo era en la intimidad, quería
probar su boca, su lengua, su cuerpo, quería saber qué se sentía tenerlo dentro,
quería saber cómo se veía desnudo, quería descubrir el color de su piel, su
aroma masculino, su esencia, quería que fuese el primer hombre en entrar en
mí y el último, quería que me dominase, que me hiciera todo lo que siempre
soñó, quería lo prohibido, lo anhelaba con fuerzas, con desesperación.
Estaba mal, lo sabía, por eso no quería salir, por eso estaba refugiándome en
el interior de la habitación, con el cerrojo puesto, solo le abrí la puerta a Pelusa
que, de nuevo, durmió a mi lado, dejando que acariciar su pelaje me relajase.
Observé al pastor alemán durmiendo tranquilo con la respiración taimada,
la trompa abierta, mostrando su dentadura, y lo envidié un poco.
Días atrás, estaba confiada, creyendo que mi enamoramiento infantil quedó
atrás, y en ese momento, ni siquiera estaba pensando en Michael, al que le dije
que estaba agotada para no contestarle la videollamada en la que quería verme
desnuda, masturbándome para él.
No podía fingir que nada de aquello estaba pasando, que ya no quería hablar
con mi novio, que un solo vistazo de papi anuló la confianza que tenía, y me
dejó a su merced.
Estaba asustada por mis sentimientos, sin embargo, lo que más me retenía
era mi madre, la mujer que me trajo al mundo, la que estaba casada con
Guillermo, la que estuvo por tener a su hijo. Ella era su esposa, la que
calentaba su cuerpo por las noches, la que tenía el permiso legal de tocarlo, de
pasar sus manos por su cuerpo, y no yo…
Me dolió pensar en ellos teniendo intimidad, y recordé cuando decidí huir
de casa por primera vez, cuando los vi en la cocina, cuando papi le restregó su
erección a ella, cuando le dijo que era feliz a su lado.
El corazón se me estrujó, sentí los ojos irritados por las lágrimas contenidas.
No, no podía hacerle aquello y, por primera vez, me odié por no poder
sacarlo de mi corazón, y también lo odié a él, por tentarme, por no seguir
siendo el hombre que me enseñó a nadar, ese hombre que era inofensivo, en
cambio, él quería tocarme y yo deseaba que lo hiciera, que nos dejásemos
llevar. Pero no podía ser, por mamá…
* * *
AL DÍA SIGUIENTE ME LEVANTÉ TEMPRANO POR LA MAÑANA,
cuando nadie estaba despierto, saqué a pasear a Pelusa, a correr unos
kilómetros sin forzar mucho al pobre pastor alemán que no tardó en cansarse,
en sacar la lengua, agotado por el esfuerzo de darle una vuelta al parque.
El día se me antojó maravilloso, pese a que cuando estaba regresando a casa,
el nudo que se me formó en el pecho me hizo recular un paso. Tuve miedo de
entrar, de enfrentarme a sus ojos azul cobalto, a los de mi madre, esos ojos que
no se parecían en nada a los míos.
¿Se daría cuenta de lo que sentía por papi?
Sacudí la cabeza y entré a casa, arrastrando a Pelusa que seguía un poco
agitado por la caminata de regreso. El corazón se me detuvo cuando escuché el
ruido de los cubiertos en el comedor, cuando entendí que estaban
desayunando. Solté a Pelusa y salió corriendo directo al pienso de la comida y
del agua.
Tragué saliva con dificultad.
―¿Dulce? ―preguntó mamá.
Me relamí los labios, nerviosa.
―Sí, he vuelto de correr ―respondí tratando de elevar la voz.
―Ven acá, cariño, desayuna con nosotros ―pidió asomándose por el arco
del comedor, ya que no tenía puertas que dividieran como tal las estancias.
Me tensé al verla, llevaba un vestido veraniego, blanco, como casi toda su
ropa, un vestido que acentuaba sus curvas gráciles.
Puse la mejor sonrisa fingida que pude cuando sus ojos me estudiaron.
―Quizá debería ducharme primero, mamá ―indiqué para que me dejase
huir del calvario de tener que ver a papi, de tener que sentirlo, de percibir sus
ojos azules, de sentir esa atracción, ese deseo caldeándome el sexo.
Me mordí el carrillo.
―Luego lo haces. Casi no te he visto, cariño, así que ven, desayuna con tus
padres ―apuntó con retintín, enfatizando la palabra «padres», sin permitirme
contradecirla.
Abrí la boca para replicar, pero en su lugar solo logré que ella viniese a
cogerme de la mano y llevarme hacia el comedor.
Cerré los ojos por un segundo y me dejé llevar, con el corazón latiendo de
manera apresurada dentro de mi pecho, tapándome los oídos. El calor en mi
cuerpo se diluyó y deseé desaparecer de la faz de la tierra.
Cuando llegamos al comedor, los ojos de papi me repasaron de pies a
cabeza, devorándome con ese simple gesto, solo fue un instante muy corto que
mi madre no notó porque me estaba diciendo todo lo que preparó para el
desayuno. Un instante que me cortó el aliento, que calentó mi piel, que me
hizo sentir el fuego dentro de sus pupilas, que me hizo deleitarme con su
semblante sombrío, serio y un tanto petulante que me hizo desear jadear y
tocarlo.
Con los sentimientos revueltos, esperando que mi estado no se notase, me
senté al lado de papi, a su lado, frente a mamá.
El cuerpo se me tensó más, hasta llegar a ser doloroso. Papi me estaba
ignorando prácticamente, comiendo con tranquilidad, observando el móvil
cada tanto, como si necesitase revisar algún trabajo.
Su semblante gallardo me hizo salivar, me hizo desear meterme debajo de la
mesa y buscar la bragueta de su pantalón. Estaba tan elegante con su traje de
dos piezas en azul oscuro, con la camisa blanca desabotonada de los primeros
dos botones, dejando su cuello blanco e inmaculado a la vista, ese cuello
exquisitamente masculino, con la barba recortada para delinear su mandíbula
cincelada, y que solo terminaba enmarcando más su nuez de adán.
La boca se me hizo agua. Su postura indicaba poder, pese a que solo estaba
sentado, con la espalda erguida, con una mano en la taza de café que sostenía
mientras que con la otra observaba la pantalla del móvil.
Tragué saliva y me llené la boca con la fruta partida en pequeños cuadros.
No, no estaba bien lo que mi mente lasciva estaba elucubrando, no era
correcto desearlo, anhelar ser sometida por ese hombre frío que exudaba
poder, masculinidad y dominio y que solo cuando me tenía en sus manos se
volvía un volcán a punto de hacer erupción.
―Estaba pensando que tal vez deberíamos ir de compras, pasar una mañana
agradable solo las dos. Le diría a tu padre que viniese, pero Guillermo tiene que
ir a la oficina unas horas, ¿verdad, amor? ―consultó mamá, sacándome de mis
cavilaciones, mirando a su esposo con infinito cariño.
Un escalofrío me atravesó la espina dorsal cuando la palabra «amor» fue
pronunciada por mi madre, con ese énfasis tan propio de ella, que no me dejó
lugar a dudas de que lo amaba.
―Sí, tengo que ir a la oficina ―respondió sin más, para luego darle un sorbo
a su taza de café.
El corazón se me encogió al escuchar su voz tan seca, tan falta de matiz que
me dejó helada, que me abofeteó con dureza y me hizo volver a la realidad,
donde estaba en medio de una pareja que se quería…
Mamá sonrió más grande y en sus pupilas noté una chispa difícil de
clasificar.
Me pasé la fruta con dificultad y mis hombros cayeron sin remedio. El
estómago me dio un vuelco y pensé en que tal vez todo lo que pasó el día
anterior fue solo un sueño, pero no era así, no fue una fantasía más, no lo era.
Me gustaba su lado gélido, no podía negarlo, me atraía que fuese tan duro,
tan directo, sin embargo, algo dentro de mí me dijo que aquello no era lo que
estaba interpretando.
El aire se enrareció con cada segundo que pasó, mi cuerpo lo percibió, pese
a que mi mente estaba un tanto adormilada al estar sentada a su lado.
Seguí comiendo mientras mamá hablaba y hablaba sobre lo que podríamos
hacer, sobre lo que me compraría.
Necesitaba salir de ahí, resolver ese manojo de nervios, sensaciones y
sentimientos que Guillermo, mi padrastro, provocaba en mi interior.
―Tal vez debería llevarte a comprar algunos vestidos, solo te pones esas
sudaderas sin forma que te hacen ver más gorda y…
―¡Sofía…! ―exclamó papi en una advertencia velada que a las dos nos hizo
dar un respingo de lo grave que sonó su voz, grave y peligrosa, como si una
cuchilla cortase el aire.
El vello se me erizó y el pulso se me alteró por completo.
A mamá se le desdibujó la sonrisa y se le entornaron los ojos.
―¿No crees que se vería mejor con un vestido acorde a su edad? Quizá con
algo de escote, mostrando su cuerpo joven y voluptuoso que a su novio debe
de calentar… ―comentó mamá con retintín, con los ojos puestos en los de
papi.
Me quedé plantada en el asiento, con el tenedor alzado, todo en mi interior
se detuvo, se me estancó la sangre y la bilis arañó mi garganta.
Las pupilas de mi madre se dilataron y le sostuvo la mirada a papi por unos
segundos, hasta que acabó ese duelo inusual de miradas y mamá tragó saliva,
relamiéndose los labios como si no hubiese dicho aquella cosa tan horrible
sobre el cuerpo de su hija, como si no acabara de…
Parpadeé para tratar de aclarar las cosas, pero no entendí lo que sucedía.
―Hoy no puedo ―dije en un hilo de voz, sacándonos a los tres de esa
oscura tensión que nos envolvía, viciando el aire, tensándome los músculos.
―¿Perdón? ―inquirió mi madre, descolocada del todo, volviendo sus pupilas
a la normalidad, con un semblante menos intimidante.
Me relamí los labios y sentí la mano caliente y grande de papi sobre mi
rodilla, reconfortándome, haciendo que una estela de fuego me sobrecogiera
desde donde sus dedos firmes se afianzaron a mi rodilla, hasta hacer que mi
vientre se caldease. Solo fue un segundo, en el que aprovechó para beber otro
sorbo de café. Lo vi por un instante, un instante en el que capté más que su
porte distante, algo más que esa careta pétrea, vi una llama ardiendo en su
interior, la misma con la que me miró al entrar al comedor, la misma que le
hizo tocarme el día anterior, que le hizo palpar mis senos. Agradecí el gesto
con el que me calentó, agradecí saber que no fue un sueño, que no estaba
imaginándome las cosas. Su rostro no cambió, su mandíbula no se destensó,
pero supe que estaba a mi lado, que no era la causa de su tensión, no de la
manera que creí en un momento, sino de una forma distinta que no lograba
comprender porque no sabía el juego que estaba servido en la mesa, pese a
que parecía participar.
Carraspeé para apartar la incomodidad.
―Hoy no puedo, mamá, he quedado con mis amigas para salir y no creo que
vuelva hasta la noche ―dije para zafarme de tener que verla, porque en ese
momento, entre lo que pasó el día anterior, y lo que dijo papi, no quería estar
cerca de ella.
No, no quería estar cerca de mi madre, no quería jugar con ella a la buena
hija, cuando a todas luces no nos llevábamos bien, no congeniábamos, cuando
los tres estábamos sentados con una careta distinta.
No estaba segura de qué había sucedido entre ellos y tampoco quería
averiguarlo, solo debía mantenerme alejada, de los dos…
Parpadeó, agitando sus rizadas pestañas largas y oscuras y me miró con
extrañeza, irguiendo su espalda al máximo y luego sonrió, sonrió como si me
observara por primera vez.
―Está bien, lo entiendo, disfruta la salida con tus amigas. Y no te preocupes
por nada, cariño, solo lleva las llaves de la casa, puedes venir tan tarde como
desees, al final, ya no eres una niña, eres toda una mujer que merece divertirse
con personas de tu edad, con jovencitos ―apuntó encantada, degustando cada
palabra dicha.
El desconcierto se volvió a apoderar de mi semblante, pero lo disimulé
asintiendo y comiendo una vez más.
Papi no se inmutó, siguió tomando su café, viendo el móvil y poco más. Yo
traté de seguir con lo mío, comiendo para tener algo que hacer, mientras mi
madre siguió hablando de las «reuniones» que tenía en esa semana, y cómo
tendría que hacerme tiempo para ir conmigo de compras, ya que solo tenía esa
tarde libre.
―Bueno, ya que no iremos de compras, cariño, creo que le puedo decir a
una de mis amigas que me acompañe a un día de relajación ―meditó
acariciándose la barbilla, mordiendo su labio inferior de una forma extraña que
me hizo agitarme ante el escalofrío que me golpeó.
Desconocí a la mujer que tenía delante, esa que parecía cambiar de forma a
cada momento, que ya no se veía como la mujer que se casó con mi padre, que
juraba amarlo, ella… no era como la mujer de vestido blanco, elegante y
extraña que tenía enfrente.
―Lo que gustes, mamá ―concordé, levantándome de la mesa para ya no
escuchar su retahíla de pensamientos―. Tengo que ir a ducharme, así que
hablamos después ―dije para salir del apuro.
Confundida, dejé la servilleta sobre la mesa, me puse en pie y llevé los platos
sucios al fregadero, sintiendo la mirada de ambos en mi espalda, sabiendo que
acababa de sobrevivir a una extraña batalla acallada.
Subí a mi habitación con prontitud, y los escuché sin querer, escuché sus
susurros airados, esas voces disgustadas que hicieron eco en mis oídos y me
hicieron ver que estaba pasando algo más entre ellos.
«¿Será por mí?» ―me pregunté escéptica, pese a que la idea de estarme
metiendo en medio de un matrimonio se consolidó.
Tragué saliva y el peso de la culpa me hizo desvestirme sin prestar atención,
solo quitándome prenda por prenda, repasando esos tensos minutos en donde
mi cuerpo respondió a mi papi, en donde mi mente se rodeó de un gran
escudo para contener a mi madre que golpeaba las puertas de mi psique.
La pregunta se repitió en mi mente: ¿qué estaba pasando?
Me duché con agua bien helada, pasé las manos por mis curvas, por los
pechos, donde me tardé más, enjabonando mis cumbres nevadas, estimulando
los picos rosados, recordando el gesto imperturbable de papi, la llama que
ardía en sus pupilas, su mano en mi rodilla, calentándome.
Jadeé cuando bajé más la mano, cuando rocé el vientre plano, cuando estiré
los dedos y palpé el vértice del monte de venus, cuando exploré los pliegues
que formaban los labios vaginales, cuando me inmiscuí entre ellos y rocé el
clítoris con la yema del dedo corazón.
Jadeé y pensé en lo gratificante que sería si papi me tocase como la noche
anterior, cuando sus dedos amasaron mi carne con delicadeza y firmeza,
incitándome, dominándome sin que tuviese que ser duro.
Recreé esa escena, con nuestros cuerpos agazapados sobre la tumbona, con
mi espalda desnuda sobre su pecho, con mi cabeza sobre su hombro y sus
dedos explorando mis senos, avivando mis nervios, caldeando mi centro de
deseo, haciéndome gemir por más. De haber seguido, de no haber sido
interrumpidos por mi madre, me hubiese acomodado para que sus ojos
pudiesen ver mi cuerpo abierto a sus caricias, dispuesto a ser abrasado por las
llamas de la lujuria. Me hubiese perdido en sus ojos azules que mirarían mis
senos con voluptuosidad.
Me estabilicé poniendo una mano en la pared húmeda y fría, mientras la otra
se perdía entre mis jugosos pliegues vaginales, tocando ese nudo de nervios
que necesitaba liberarse de la tensión que tenía desde hacía dos días, desde que
lo volvía a ver y me perdí en el azul de sus iris.
Jadeé sin contenerme.
Temblé, sollocé y clamé por más, imaginándome que no era mi mano
delicada y femenina, sino la suya, esas manos que me mancillaron el día
anterior, que me apretaron, que me estimularon hasta que gemí para él, hasta
que me dejé llevar. Sus manos eran las que me estaban rozando el clítoris,
incitando aquel deseo prohibido y obsceno.
Alcé una rodilla y la acomodé contra la mampara de la ducha, recolectando
el fluido que salía de mi cavidad, esparciéndolo por mi centro, frotando el
botón rosado hasta que mis gemidos incrementaron de decibeles, hasta que el
cuerpo me tembló, hasta que el calor sobrecogió mi piel, hasta que la
electricidad sobresaturó mis nervios y todo explotó en mi interior, tensándome
por un segundo antes de llegar a la máxima liberación, donde papi me sometía
ante sus designios, donde nuestros cuerpos se entrelazaban y nos convertíamos
en uno.
Lloriqueé y susurré su nombre, poniendo la frente contra las baldosas de la
ducha, sin fuerza.
Aguardé por unos segundos en aquella postura, hasta que me recompuse y
me relamí, encantada con poder soñar un poco más con él, pese a que sabía
que no debía hacerlo. Mi mente era un hervidero entre lo que quería y lo que
debía hacer.
Quería ser suya, lo deseaba con todas mis fuerzas, a la vez, que sabía que no
debía… No debí haberme enamorado de él cuando era una niña, no debí
desearlo, no debí dejarme tocar el día anterior, tampoco debí soñarlo, no debí
hacer nada de aquello, en cambio, a cada momento olvidaba mi deber, mi
deber de hija, de mujer.
Me duché dejando que el agua se llevase la impudicia de mis actos, que mi
piel enjabonada limpiase el aroma a sexo que roció mi piel, que la calentó.
Al terminar, me sequé con la toalla y me miré al espejo. Mi piel resplandecía,
mis ojos estaban iluminados, mis labios estaban rojizos y llenos, mis mejillas
arreboladas, y mi cabello coronaba mi cabeza con mechones rubios cayendo
por el contorno de mi rostro y, todo por él, todos mis cambios se debían a él.
Cerré los ojos, dejé de ver el celeste de mis iris y vi los ojos de mi madre,
esos ojos tan diferentes a los míos. Estaría decepcionada si supiera lo que
causaba su marido en su hija, la relación insana que estaba surgiendo bajo su
propia nariz.
No, no podía hacerle eso, pese a sus comentarios extraños, pese a la forma
condescendiente con la que me hablaba, pese a lo pesada que se comportaba,
pese a sus críticas, pese a todo, era mi madre, la mujer que me dio a luz, la
mujer que estaba casada con el hombre de mis fantasías.
Expulsé el aire contenido y me envolví en la toalla, sabiendo que debía
alejarme de nuevo, que tenía que inventar una excusa para volver al internado,
que debía pensar seriamente la situación, observar todo como la adulta que
pretendía ser.
Desearlo no bastaba y, amarlo era un pecado… así que tenía que revertir
todo antes de que explotase, antes que la última atadura que me mantenía
cuerda me soltase y cayese al vacío, donde lo ignominioso aguardaba para
engullirme, para dejar que el País de las Maravillas me absorbiese y me
entregase en cuerpo y alma a Guillermo, a mi padrastro, a mi papi.
CAPÍTULO 17
APRETÉ LA TOALLA CUANDO ABRÍ LA PUERTA, relamiéndome los
labios, pensando en que al menos me llevaría conmigo el recuerdo de sus
manos en mis senos pesados, llenos y tan suyos. Tendría que terminar con la
mentira de mi relación con Michael y buscar un hombre que removiera el piso
bajo mis pies, al menos, una décima parte de lo que provocaba papi.
Alcé la cabeza y me quedé parada justo en el umbral de la puerta del baño,
observando esa escena que hizo que todo mi ser se calentase y mi piel se
quemase, que mi sexo llameara, que me mojara con solo verlo…
Papi estaba en mi habitación, sentado en la cama. Su mano sostenía mis
braguitas y se las acercó a la cara para olfatearlas, cerrando los párpados y
aspirando con placer, gimiendo por lo bajo, ronco, varonil y excitante. Todo su
cuerpo se engrosó al absorber mi aroma. Abrió los ojos y observó las bragas,
acariciando la prenda con la punta de los dedos, pasando el pulgar por la
humedad que decoraba la tela. Eran las bragas que me quité minutos atrás.
Se me desencajó la mandíbula, el corazón retumbó en mi pecho, me costó
respirar.
Alzó su rostro, ese rostro casi inexpresivo que revelaba a un hombre
dominante, un hombre que ardía por dentro por someterme. Sus ojos eran dos
témpanos de hielo que quemaban donde posaba las pupilas.
El aire se me atascó en la garganta.
Se levantó con lentitud, dobló mis braguitas con cuidado y se las metió en el
bolsillo interior de la americana, sin apartar sus ojos escrutadores de mi
cuerpo, observándome de pies a cabeza.
Se relamió los labios con lascivia, un acto tan carnal e impúdico que temblé
de excitación, que me mojó los muslos, que me hizo desear abandonar la toalla
que me cubría y revelar mi cuerpo desnudo que solo en sus manos podía
estallar colmada de placer.
No sonrió, solo me miró, solo admiró mi cuerpo, desde los pies descalzos,
subiendo por mis piernas desnudas, por los muslos precariamente cubiertos,
porque la toalla era muy corta, subió por el torso envuelto, por los pechos
apretujados, por el nudo que le hice a la toalla para que no me dejase desnuda,
ese nudo al que me estaba cogiendo para no dejarme llevar por el impulso de
desnudarme para él, de mostrarle mis curvas e hincarme a sus pies para que
hiciere conmigo lo que quisiera.
Subió por el escote en el que apenas se miraba el canalillo, y siguió hasta
conectar con mis ojos, en los que vislumbró mi sumisión, mi entrega.
Se acercó hasta que tuve que alzar la cabeza para captar sus ojos, para no
desconectarme de ese magnetismo tan excitante que me puso el vello como
escarpia, que irguió mis pezones.
Llevó una mano a mi mejilla y me acarició con sutileza, entrecerré los
párpados dejándome llevar por papi, por su sujeción. Me perdí en sus pupilas
dilatadas, en sus iris azules, y olvidé todo lo que estuve pensando segundos
atrás, creyendo que podía huir de él, de lo que teníamos.
―Escuché tus gemidos de gatita, esos ronroneos con los que me excitas
―susurró con la voz grave, deliciosa, como la mejor de las melodías, que entró
por mis oídos y me hizo temblar ante el escalofrío ardiente que me atravesó.
Me escuchó masturbarme, me oyó…
Parpadeé despacio, enajenada, con la boca entreabierta, expectante, sabiendo
que no me podía mover, pese a que el deseo me dominaba, solo quería
obedecerlo.
Se acercó más, bajando la cabeza hasta que su boca quedó a la altura de mi
oreja.
―Quiero escucharte gemir más… quiero que jadees para mí, cuando te
corras mientras te follo ―masculló con suavidad, con esa voz aterciopelada
capaz de hacerme llegar al nirvana.
Me mordí el labio para contener el gemido que trató de salir de mi boca. Su
aroma masculino colmó mis fosas nasales, su presencia inundó la habitación.
Su cuerpo a unos centímetros se me antojó demasiado afrodisiaco para
ignorarlo.
Era una muñeca en sus manos, una muñeca que, a la más mínima orden,
estaba dispuesta a dejarle pasar todas las barreras de su ser y dejarle hacer
conmigo lo que quisiera. Me tenía.
Su mano en mi rostro bajó por mi cuello, por mi hombro, hasta rozar mi
cintura, y me apretó contra su cuerpo.
Gemí al sentirlo, al sentir el calor que despedía su piel, al sentir la tela de su
traje.
―No vengas tarde y te enseñaré a gritar, a sollozar con urgencia, a liberarte
en la más dulce de las catarsis ―musitó con sensualidad, apretando mi cintura,
arqueando mi espalda.
―¡Papi! ―gemí una vez más, cerrando los ojos, a punto del colapso, con el
cuerpo abrasado por su sensualidad, por su masculinidad.
Lamió el borde de mi oreja y temblé de pies a cabeza. El sexo se me
estremeció y después, sentí el vacío cuando se alejó y me dio un beso casto y
rápido en la frente antes de girar e irse.
Lo vi alejarse, saliendo de mi habitación con elegancia, caminando como si
todo aquello no lo perturbara, arreglándose la americana.
Cerró tras su espalda y caí al suelo, con las piernas hechas de gelatina, con el
deseo insuflando mis pechos, mojándome el sexo.
Bajé las manos al piso, queriendo sentir algo más que mi propio cuerpo y la
toalla se desprendió, revelando mi desnudez, mi urgencia, mis labios inferiores
empapados, mis perlas rozadas erguidas. Tenía la piel caliente, la boca
entreabierta, esperando por esas caricias que no llegaron, pese a sus palabras,
su roce inocente reactivó con más fuerza mi sistema.
Lo deseaba, lo quería, quería a papi, quería ser suya, gritar su nombre al
llegar al orgasmo tal y como prometió.
No, no pensé en mi madre, ya no podía, el lazo que sostenía mi cordura
estaba por reventarse, y en ese momento, con su aroma rebosando en la
habitación, con su esencia como un fantasma que enarbolaba mis sentidos, no
tenía cerebro para reforzar ese lazo que sostenía más que mi cordura.
Tampoco quise tocarme, hacer de aquel acto algo vulgar que no satisficiera
mis nervios colmados de energía lasciva, un acto asqueroso que no se
compararía al más simple de sus roces.
Cerré los párpados y llené de aire los pulmones, con mil imágenes ardientes
de lo que pasaría esa noche, de lo que sucedería cuando nos encontrásemos…
Abrí los ojos, el aire en la habitación se hizo más ligero y la sombra del
encuentro encontró la luz y se difuminó.
¿Podía hacerle tal bajeza a mi madre?, ¿podría encontrar el calor de la pasión
en los brazos de su marido?
CAPÍTULO 18
Guillermo…
PASÉ TODO EL DÍA EN LA OFICINA, sin salir, combatiendo con los
demonios que me susurraban que fuese por Dulce, que observara sus labios
abrirse en mil gemidos cuando penetrase su cavidad virginal, cuando me
robase su inocencia y me quedase con ella tal y como el deseo insano me
pedía, ese deseo de poseerla y de resguardarla de todos los demás. La quería
encerrar en una habitación, desnuda, aguardando por mí, para jamás dejarla
salir. No quería que nadie más viese su luz, sus curvas donde cualquiera
desearía perderse, no quería que nadie la tocara, la oliese, la viese, la quería para
mí.
Comí en la oficina, alegando que tenía trabajo por hacer, poniendo la
primera excusa plausible que pensé, todo a fin de postergar lo inevitable,
porque sí, pasaría…
La deseaba demasiado para evadirlo, para creer que no haría nada al
respecto. El depredador que habitaba en mi interior se había zafado de las
ataduras en las que lo enjaulé y rondaba a la preciosa rubia que invadía mi
mente, que hacía que la sangre en mis venas corriese y colmase mi polla hasta
erguirla y engrosarla al máximo.
Por la tarde, luego de pasar un buen rato revisando los papeles que ni
siquiera vi por la mañana, endulzando el paladar con algunos tragos de vodka,
salí de la oficina.
Fui a la cocina, quería algún bocadillo antes de volver a encerrarme, antes de
pensar de nuevo en Dulce, en sus ojos celestes, en su sonrisa tímida y casta, en
las curvas de su cuerpo, en sus tetas preciosas de las que recordaba su forma,
su tersura, su color…
Me relamí cual lobo hambriento y bebí de un solo trago una botella de agua
con gas.
La casa estaba vacía, sola. Sabía que Sofía pasaba más tiempo fuera, que los
fines de semana eran el momento que ocupaba para ir a ver a Viktor, o a
cualquiera de sus amantes. Al principio, inventaba mil pretextos para salir de
casa, sin embargo, cuando le dije que sabía de sus «aventuras» se hizo más
descarada. A decir verdad, Sofía había cambiado demasiado desde nuestra
boda, la mierda se le subió a la cabeza y se creía algo que no era. El estatus que
le dio mi dinero la hizo creerse dueña y señora de un emporio que solo en su
mente existía, y sus amantes no hacían más que fomentar sus extravagancias,
su mala educación, su desfachatez. Si en algún momento pensé que formar
una familia con ella era buena idea, eso ya no existía, era imposible, no solo
porque llevaba mucho tiempo sin tocarla, y mucho menos desearla, sino
porque me asqueaba su actitud, sobre todo, cómo trataba a Dulce. Muchas
veces escuché cómo hablaba de su hija con sus amigas, cómo se refería a los
logros de Dulce, minimizando sus medallas en natación, sus buenas
calificaciones, y ver cómo le habló el día anterior…
El sonido del agua agitándose me desconcentró y me acerqué al jardín
trasero. Traspasé la puerta corrediza de cristal y seguí caminando hasta
quedarme a unos metros de la piscina, hipnotizado por lo que mis ojos
apreciaron.
Dulce… Estaba nadando, sin embargo, no fue la acción como tal la que
llamó mi atención. Sus movimientos eran gráciles, se movía en el agua con
elegancia, con fluidez, era ver una sirena. Estaba enfocada en su labor, en su
entrenamiento. Me quedé quieto, mirándola, viendo su cuerpo crear líneas
rectas con los brazos para romper la tensión del agua, así como la forma en la
que sus pies se movían para impulsar su cuerpo, o la manera en la que luego se
empujaba del borde de la piscina en cada vuelta que daba con precisión.
Sonreí, no pude evitarlo, sonreí con algo más que deseo. Estaba
increíblemente hermosa nadando, incluso con la gorra de natación y los lentes.
Era una escultura en movimiento, grácil, elegante y atlética, todo al mismo
tiempo.
No sé cuánto tiempo me quedé mirándola, embrujado por los movimientos
de su cuerpo, por la desenvoltura de sus extremidades, por la forma en la que
su boquita mullida se abría para aspirar aire…
El cielo se oscureció en un segundo y cuando creí que se iba a salir de la
piscina, se quedó flotando en medio del agua. La luz de la luna la bañó, como
un halo que iluminó su belleza y me cautivó al mostrarme su cuerpo, ese
cuerpo perfecto en el que vislumbré cada uno de sus montes, de sus valles, del
vértice entre sus piernas que me incitaba a lo indebido. Los músculos de la
espalda se me tensaron y entorné los párpados al verla flotar.
La excitación me sobrecogió cuando observé lo pequeño que le quedaba ese
traje de baño, cómo se ceñía a su piel, lo bien que marcaba sus curvas, sus tetas
preciosas que deseé devorar, así como su coñito pequeño en donde se estaba
metiendo la prenda.
Su cuerpo flotaba, mientras mi erección se engrosaba ante la imagen de sus
curvas exuberantes que me estimulaban. La vocecita del demonio en mi
interior susurró para que me zambullera a la piscina y la follara en ese mismo
lugar, rasgando el traje de baño con las manos y dientes y desnudándola para
después engullirla con ardor.
En su lugar, la llamé para que saliera del agua, para atraerla a la orilla, para
tocarla. Al principio me dije que solo le ayudaría a relajarse, que no iba a tocar
lo que no debía, pero cuando la saqué del agua y vi sus pezones erguidos,
cuando vi de cerca sus labios vaginales bien dibujados a través de la tela del
bañador… no me resistí y la llevé a las tumbonas.
No era la intensión masajear sus pechos, de hecho, me dije que solo quería
conocer la tersura de su piel, la calidez de su cuerpo, el perfume que emanaba
su cuello. No lo pensé bien, no consideré los demonios que llevaron mis
manos a bajarle los tirantes del traje de baño, a soplar sobre las marcas que
dejó la prenda, y mucho menos creí que sostendría su pecho con la mano
abierta.
Quise rugir al sentir su pezón erguido contra la palma de mi mano, cuando
la tuve excitada, con sus manos afincadas sobre mis piernas, apretando cada
que su cuerpo se quemaba con las lascivas caricias que mis dedos extendían
por sus tetas, esas caricias que controlé lo mejor que pude pese al picor en la
punta de los dedos que me susurraban en las orejas para que pellizcase sus
pezoncitos pequeños, para que los estirase, para apretar sus tetas y magrear sus
montes como tanto necesitaba.
¡Era mía, joder!
Su aroma me embriagó, su esencia femenina y dulce me cautivó, y su piel
tibia y suave me hizo temblar. Además, su trasero no dejaba de buscar mi
entrepierna, de rozarme con la voluptuosidad de su culo jugoso en el que
deseaba meter la cabeza y probar su elixir antes de embestirla y llevarnos al
paraíso, donde me correría en lo más profundo de su coño.
Para mi mala suerte, nada de aquello sucedió, fue tocar el paraíso con la
punta de los dedos y descender a la tierra cuando mi esposa se hizo escuchar
dentro de la casa, llamándome, como si tuviese algún derecho para hacerlo.
Dulce se alejó temerosa, se recompuso el traje de baño, dejando parte de sus
areolas fuera de la prenda, algo que solo me tentó más, que me hizo mantener
los ojos en su cuerpo hasta que se cubrió del todo y desapareció entrando por
la casa. Me dejó sentado, quieto, con las manos aún calientes por haber sentido
su piel, con el corazón alterado, pitando en mis tímpanos, mientras el demonio
en mi interior se relamía y me susurraba para que la tomase, la desnudara y no
dejase ninguna parte de su cuerpo sin probar, sin oler, sin dominar.
Me quedé con la imagen de sus curvas embutidas en ese bañador que
apretaba todo lo que deseaba explorar con las manos, los ojos, la boca, con
todos los sentidos.
No fui tras ella para no asustarla, sabía que pelear con lo que su mente
estaba triturando sería imposible en ese momento, seguro que la idea de que
Sofía nos descubriera la atemorizó demasiado, por eso salió corriendo, después
de todo, Dulce era una chica inocente, que solo se estaba dejando llevar por
los demonios que me hablaban y la seducían, no era consciente de su atractivo
angelical, de lo que su cuerpo provocaba en mí, no era sabedora de lo que su
perfume hacía en mi psique, ni de la forma en la que la deseaba, ella solo se
estaba dejando llevar, porque, pese a no merecerlo, le gustaba, porque era un
desgraciado que de alguna manera logró enamorarla.
Suspiré y me quedé en la tumbona, recostado, tratando de controlar las
pulsaciones, la respiración, reteniéndome para no correr tras Dulce y
arrinconarla contra su cama para follármela hasta desfallecer.
Sofía gritó mi nombre una vez más, la escuché, pero no atendí al llamado,
solo me quedé observando el cielo oscuro, con la luna brillando en lo más alto.
Al no responder, después de un rato, salió a la piscina, encontrándome en la
tumbona, con Pelusa al lado, mientras le sobaba detrás de las orejas y el animal
dormitaba sobre mi pecho, como muchas veces lo hizo. Desde que lo llevé a
esterilizarlo, estaba más flojo, más tranquilo, casi no le gustaba pasear, solo se
dedicaba a comer, dormitar y jugar cuando quería, y si a eso le sumaba que ya
tenía una edad…
Me pregunté si tenía que castrarme para llevar una vida más sosegada, pero
no, no quería aquello, yo quería a Dulce.
―¿Qué haces aquí? ―preguntó Sofía con retintín, con el ceño fruncido y los
brazos enredados a la altura de donde deberían estar sus tetas, pero tenía tan
pocas curvas… y en comparación con el cuerpo suave y cálido de su preciosa
hija… menos.
Fruncí el ceño y la miré con asco, me asqueaba verla, tenerla cerca, saber
que era tan descarada para no aceptar el divorcio.
―¿Qué quieres? ―respondí tajante con otra pregunta, porque ya me tenía
harto.
Bufó y miró hacia la piscina por un instante. Sus ojos se entornaron y se le
tensó la mandíbula.
―¿Dime que no estuviste con ella? ―inquirió colérica.
La miré con hosquedad por un segundo, para después ignorarla y seguir
acariciando a Pelusa, como si nada de aquello me importase. No le iba a dar el
gusto de ninguna forma. No le iba a restregar en la cara que su hija me
calentaba como nunca lo pudo hacer ella, que nos tocamos, que su trasero
respingón y perfecto estuvo masajeándome la erección, o que mis manos
estuvieron tocando la tersura de sus tetas grandes, pesadas y erguidas, tampoco
le iba a negar que quería follarla y hacerla mi mujer, que deseaba corromper su
cuerpo de una y mil maneras.
Sofía no merecía una respuesta, ni como madre ni como esposa.
Rabiosa al ver que pasé de ella, zapateó con furia, haciendo un berrinche,
bufando como un toro, y luego se fue, dejándome tranquilo.
Me quedé un rato más, hasta que Pelusa se cansó de estar fuera, con el
viento nocturno agitando sus pelos negros y cafés, y luego entró a casa,
arrastrándome al interior.
Dejé que se fuera tras ella, como yo no podía hacer, y me fui directo a la
oficina, donde me quité la ropa hasta solo quedar en bóxer, arreglé el sillón
para volverlo cama y me acosté, sin dejar de pensar en la textura de su piel, en
su aroma, en todo su ser, ese mismo que me impulsó a soñar despierto con
todo lo que le haría…
―Será mía… ―susurré, sin ocultar esa sensación, ese deseo de poseerla, el
anhelo de oír sus gemidos durante más tiempo, porque sí, la haría mía, y
cuando eso sucediera, no la dejaría ir.
Dulce iba a ser mía y solo mía, sería su primer y último hombre, el hombre
que la llevaría al cielo una vez tras otra, sin importar nada más.
CAPÍTULO 19
SENTÍ SUS MANOS DELICADAS Y FEMENINAS RECORRER MI
PECHO, pasar sus deditos por los pectorales, enrollar las yemas con el vello
corto que tenía en el torso, tenía poco vello, era delgado y muy oscuro. Sus
dedos masajearon con suavidad mi piel.
Gruñí por lo bajo.
Tenía los ojos cerrados, no quería despertar y verificar que aquellos dedos
no existían, que Dulce no estaba en la cama, sentada a mi lado, tocándome,
explorando mi cuerpo con timidez.
Quería disfrutar de esos segundos donde el sueño y la realidad se unen antes
de que la cortina frágil, transparente y blanquecina que divide los dos mundos
cae y te saca a la verdadera realidad, donde los sueños no existen, donde la
imaginación deja de funcionar.
Sus manitos femeninas bajaron dibujando los músculos de mi torso, los
cuadros del abdomen, hasta llegar al camino feliz.
Jadeé encandilado, con la erección creciendo y llenándose con cada mimo
tan gentil como la dueña de las femeninas manos.
Me imaginé a Dulce, con su cabello rubio, largo y ondulado cayendo por sus
hombros menudos, cubriendo parte de sus pechos llenos y pesados que la
gravedad no lograba someter, cubiertos por un camisón de ceda en color
crema que destacaría su piel nívea, esa piel tersa, caliente, que se sonrojaría al
contemplar el tamaño de la erección. Me imaginé sus ojos deslumbrantes,
celestes como el cielo cuando amanece, proyectando toda la dulzura que su
alma contiene, pestañeando con suavidad al observarme, como un ángel
compasivo admirando al demonio que quiere profanarlo. Una sonrisa taimada
ensancharía sus labios mullidos, rojizos, revelando sus dientes blancos, rectos,
impecables. Su pecho subiría con dificultad, tembloroso, con la respiración
entrecortada, la lujuria la consumiría de a poco al tocarme, al saber que la
erección creciente era obra de sus ligeros toques, de sus manos cándidas.
Su mano bajó más y rozó mi miembro por encima de la tela que nos
separaba que… Unas uñas largas pasaron por toda la longitud de mi polla y mi
cerebro salió de la bruma, la cortina de la realidad cayó sobre mi mente
atribulada por aquel sueño idílico.
Dulce no tenía las uñas largas, no así.
Abrí los parpados, espantado, porque aquel no era un sueño, era una
pesadilla.
Al lado, sentada, no estaba Dulce, sino Sofía, quien se mordía el labio
inferior con fuerza, desnuda, con las piernas abiertas y, mientras que con una
mano hurgó sobre la tela del bóxer, la otra la tenía entre las piernas, y se estaba
metiendo tres dedos al mismo tiempo.
―¡Qué cojones! ―exclamé y rodé lejos de ella, casi hasta caer al borde del
sofá cama.
La erección se me bajó de golpe, el estómago se me revolvió y atrás quedó
el delicioso sueño con el que mi mente transformó las caricias repulsivas de mi
esposa con las de un ángel, con las de Dulce.
Con la bilis arañando el esófago, me levanté y la miré con dureza, con los
ojos entornados, la mandíbula apretada.
Sofía sonrió triunfante. En sus ojos leí su espíritu retador, las ansias de
demostrar que entre nosotros todavía podía surgir algo, sin darse cuenta de
que lo único que acababa de demostrar era justo lo contrario.
―¿Te gusta lo que ves? ―preguntó abriendo más las piernas, pellizcándose
los pezones con brusquedad, jadeando con locura.
Negué con la cabeza, a punto de vomitar.
Agarré los pantalones, me los puse y salí de la oficina, directo a la
habitación. El móvil me sonó dentro de los pantalones antes de que alcanzara
a terminar de subir las escaleras. Saqué del bolsillo el aparato y leí el mensaje,
era un mensaje de mi secretaria en el que me notificaba que los representantes
de las empresas que harían la fusión querían reunirse ese día para agregar más
cláusulas al contrato.
Agradecido por poder salir corriendo de Sofía, cogí el primer traje que tenía
a mano y todo lo necesario para arreglarme, para después volver a la oficina,
por suerte, Sofía estaba en la cocina, «haciendo» el desayuno, canturreando una
canción que no logré identificar, y que tampoco me importó.
Al entrar a la oficina, cerré con llave y enojado al ver las sábanas sobre el
sofá cama, las arranqué del colchón y las tiré al suelo, asqueado con oler el
vestigio del perfume de su cuerpo, ese perfume dulce y amargo que me agitó el
estómago como si una ruleta rusa estuviese en los rápidos del Niagara.
Con el cuerpo extraño, me fui a duchar, tardándome más tiempo en
quitarme esa sensación acuciante que me ponía más incómodo de lo que
estuve en mucho tiempo.
Me raspé la piel y traté de refundir en lo más hondo de mi cerebro lo que
sucedió esa mañana; sus manos, sus uñas, su aroma, todo.
Al terminar, me vestí rápido y salí del estudio, llevando la ropa sucia a la
lavandería. Por norma lo hubiese dejado donde correspondía, dentro del baño,
pero no quería tener ningún recuerdo del encuentro.
Cuando salí, me encontré con Sofía, sirviendo todo en la mesa.
―Vamos, amor, ven a comer conmigo ―pidió coqueta, agitando sus
pestañas falsas.
Observé todo lo que puso en la mesa, los platillos, la fuente con fruta picada
y… Se me cerró el estómago, no quería, no…
El olor del café me hizo cerrar los párpados por un segundo.
―Tengo que ir a la oficina ―respondí brusco, con el gesto serio.
Sofía alzó una ceja y me observó de pies a cabeza, relamiéndose los labios.
Se me compungió el rostro al ver su gesto.
―Vamos, amor, ya va a llegar Dulce, y comeremos en familia ―enfatizó y
pude ver que en sus pupilas se removió algo, fue solo un segundo, un segundo
en el que la sangre se me heló y entendí que tenía algo planeado.
Asentí con irritación, no muy convencido de estar haciendo lo correcto, no
obstante, entendí que Sofía no estaba haciendo aquello porque sí. Sabía que
estuvimos en la piscina, que su hija huyó cuando la escuchó llamarme. Aquel
comportamiento inusual nos delató. Sofía entendió que su hija estaba así
porque estábamos haciendo algo reprobable, que Dulce saliese corriendo nos
puso en su mira, nos cogió.
Me senté y me serví un poco de fruta, pese a que casi no probé bocado, más
que tomar café, puesto que necesitaba estar bien despierto para prever sus
movimientos sin descubrir lo que Dulce me provocaba, no quería darle el
gusto, no quería que interviniera y pusiera a su hija de su lado… No, no me la
iba a jugar.
Antes de que terminásemos de desayunar, la puerta se abrió, el sonido
inconfundible del cerrojo cediendo nos alertó.
No quise alzar la cabeza, o hacer cualquier gesto que encendiera las alarmas
de Sofía, pero ella ya tenía sus planes, ella sabía cómo manipular la situación
para sacar la verdad, para hacer que su hija se sintiese incómoda por sus
palabras, para hacerme enojar ante su inconciencia, ante su falta de cariño por
su única hija. Supo bien cómo jugar con mi mente, y cuando Dulce se levantó
de la silla, dispuesta a terminar con el desayuno «familiar», me lo hizo ver…
La vimos alejarse. Estaba guapísima, por desgracia, no pude contenerme
tanto como me hubiese gustado, verla sonrojada por el ejercicio, con su cabello
rubio y húmedo pegándose a su frente, con sus ojos celestes que me miraban
de reojo, que me buscaban, que me hacían ver lo necesitada que estaba por una
de mis atenciones, y luego, cuando Sofía dijo una estupidez y tuve la necesidad
de reconfortarla, poniendo una de mis manos sobre su rodilla, cuando sentí la
suavidad de su carne, la calidez de su piel cubierta por la malla deportiva… El
corazón se me alteró más que cuando solo la vi, sentí el ansia de besarla, de
desnudarla y hacerla mía en ese momento, de escuchar sus gemidos, de tocar
su cuerpo y sentir sus manos, sus verdaderas manos, esas finas y delicadas que
se movían con soltura.
Dulce era un espectáculo andante, era una mujer preciosa en todos los
sentidos de la palabra. Era una diosa encarnada, con unas curvas
arrebatadoras, y un alma pura que refulgía luz y se proyectaba a través de sus
ojos de mirada cándida.
―No me cabe duda… ―siseó Sofía, limpiándose las comisuras de la boca,
enojada―. Le gustas, o más que eso, y lo peor, es que ella a ti ―rugió sin alzar
la voz.
La miré de soslayo, sorbiendo el último trago de café que me quedaba.
―Si de verdad te preocuparas por ella, te creería esta treta, pero no es así.
No te mientas y, en lugar de pensar estupideces, firma el puto divorcio, antes
de que se acabe mi generosidad y proceda de manera legal ―advertí sin
contemplaciones, llevándola hacia la única conversación que podía haber entre
nosotros.
Apartó el plato y me miró iracunda.
―El que no debería decir tonterías eres tú, amor… ―señaló con ironía―. Te
he dicho mil veces que no me pienso divorciar de ti, no tienes pruebas de
nada, la infidelidad no es causal de divorcio, lo he investigado ―siguió
hablando.
Sonreí guasón, y la miré por un instante, con la ceja alzada.
―Bien, que así sea. Si la infidelidad no es un motivo de divorcio… ―dejé la
frase inconclusa, con un subtexto marcado de lo que estaba diciendo, de la
advertencia velada, del reconocimiento de lo que estaba pasando por su cabeza
segundos atrás, alcé las cejas, encantado con sus palabras.
Me levanté de la mesa, dejando la servilleta de tela sobre esta. A Sofía se le
desfiguró el rostro y sus ojos ardieron.
―No le vas a hacer nada, es mi hija ―apuntó con acritud y el rostro
desfigurado al comprender mis palabras.
Alcé las cejas, sardónico.
―No te preocupes, tampoco pienso dejar pruebas ―musité con
tranquilidad, arreglando el traje que llevaba―. Tampoco soy tan idiota como
tú, que ha dejado muchas, que se cree que los hoteles son tan privados como
para no revelar información por una justa paga, o como para no entender que
hay muchos investigadores buenos, con excelentes cámaras… ―Me rasqué la
barbilla, regodeándome en su expresión airada, en sus ojos llameantes, en su
mandíbula apretada que ponía mil arrugas en su rostro―. Creo que a alguien
de los dos se le ha olvidado que el único abogado soy yo, y no tú. Además, no
te creas tan importante, no estaría con ninguna mujer solo para devolverte con
la misma moneda lo que hiciste, no, si lo hago, es porque la mujer me gusta,
porque ella sí despierta algo en mí, no como otras, que abusan del descanso de
un hombre para tocar lo que no deben, que fingen ser deseables cuando lo
único que provocan es repulsión. Cuidado, Sofía, porque yo me estoy
preparando para cualquier escenario posible, incluso para traer una orden
judicial para que te desalojen de mi maldita casa ―recalqué con énfasis en las
últimas palabras, sin elevar la voz, solo observándola con frialdad, desde mi
altura, haciendo que su cuello se estirara para mirarme.
Se quedó sentada en la silla cuando me alejé y subí a las escaleras, sabiendo
que ella estaba arriba, que necesitaba olerla para calmarme, que necesitaba
pedirle que volviese temprano porque ya no podía reprimirme las ganas de
hacerla mi mujer, de sucumbir ante el encanto de su cuerpo, de su alma
inmaculada que ni siquiera su madre había logrado deformar.
CAPÍTULO 20
Dulce…
ABRUMADA POR TODAS LAS SENSACIONES que las palabras de papi
dejaron en mi cuerpo, por esa parte de mi mente que me pedía salir detrás
suyo y buscarlo para que me tomase y me convirtiera en su mujer, pese a que
mi lado racional se negaba a mover un pie frente al otro, y me impulsaba a
seguir con los planes del día, a buscar refugio en la distracción, me quedé un
rato sobre el suelo, deseando apretarme los senos, masturbarme hasta que el
éxtasis borrase el pecado más grande de desear a mi padrastro, al esposo de mi
madre, no obstante, si me tocaba… si solo seguía ese instinto… no podría
detenerme hasta desmayarme y no quería que aquel acto tan glorioso, esa
escena de papi guardándose mis bragas, se volviese tan insulso, no quería
reducir sus palabras a meros alicientes.
Inhalé profundo varias veces, percibiendo el movimiento de mis pechos
pesados que sentían sus dedos recorrerlos como el día anterior, cuando al fin
nos sentimos, cuando su piel y la mía se unieron por unos segundos.
Quería, anhelaba esas caricias, quería la posesión que sentí de su parte
cuando me tomó el pecho, tratando de abarcar por completo el globo de
carne.
Me mordí el labio, y después de varios minutos en los que la excitación me
hizo ver mil escenarios distintos de nuestros cuerpos uniéndose para alcanzar
el éxtasis, me puse de pie.
Sin quitarme la humedad del sexo, me puse unas braguitas transparentes que
enmarcaban con un lacito rosado en la cumbre del monte de venus, esperando
que él las viese cuando la noche cayese y volviese a casa.
Me vestí pensando en volver a él, en volver a sus brazos, sentir su voz grave
y profunda, susurrada en mi oreja.
Agarré un vestido corto, veraniego, con la espalda encorsetada, de color
blanco, suave, que caía desde la cintura hasta la mitad de los muslos. Se parecía
mucho al vestido con el que me vio por «primera» vez, ese vestido que usé días
atrás, ese vestido que hizo que se fijara en mí, que dejase de ver a su hijastra y
se encandilase por la joven a la que quería tocar con sus manos, que quería
someter.
Me peiné y maquillé solo un poco, pese a que estaba tan excitada que mis
mejillas no necesitaban rubor, que mi piel resplandecía con furor, que mis
labios estaban rojos y mullidos de tanto que me los mordí.
Alisé el vestido y me calcé unas plataformas medianas de tela blanca, que se
anudaban en los tobillos, y después me planté frente al espejo y me miré.
Estaba bonita, mis ojos refulgían, pese a las pupilas dilatadas, en un cándido
color celeste. Tenía los pezones alzados y se notaban bajo la tela del vestido.
Llevé las manos a los pechos y me estiré las perlas, jadeando, entreabriendo la
boca para exhalar aliento caliente, mojando por completo las braguitas.
No, no iba a soportar hasta esa noche, pero no podía perseguirlo… No
debía…
Bajé las manos y resoplé. Estaba entrando a un callejón sin salida, donde
mis opciones se estaban reduciendo entre ser una buena mujer, una buena hija,
o dejarme llevar por lo que mi cuerpo anhelaba y codiciaba con tanto ahínco.
Sacudí la cabeza.
Necesitaba más que nunca la distracción del reencuentro con mis viejas
amigas.
* * *
CUANDO BAJÉ LAS ESCALERAS LA CASA ESTABA SOLA, no había
rastros de mi madre o de papi. Solo estaba Pelusa, jugando con uno de sus
juguetes en la sala, sobre el sofá, babeando la tela y ensuciándola con sus
patitas llenas de tierra. Me reí por lo bajo y negué con la cabeza. Mamá se iba a
enojar al encontrar las huellas del can sobre la tela de su sofá preferido.
―Te guardaré el secreto si prometes no decirle a nadie que estoy
encandilada con papi ―le susurré al perro cuando me acerqué para acariciarle
la cabeza.
Ladró como si me entendiese y luego de despedirme del pastor alemán, salí
de casa directo a la reunión que tenía con dos de mis mejores amigas, con las
cuales hablé de todo un poco, sin contarles la relación prohibida que se estaba
formando entre Guillermo, mi padrastro, y yo.
Al verlas, las abracé y hablamos durante horas, comimos de todo un poco,
desde postres, algún bocadillo, bebimos café helado, y recorrimos muchas
tiendas para comprar ropa y accesorios, pese a que yo solo hice una sola
adquisición en una tienda de lencería.
Mercedes bufó al ver el conjunto que compré.
―¡Tía, vas por todas! ―exclamó asombrada al ver la lencería tan pequeña y
reveladora, en la que seguro mis senos no cabrían con soltura.
Sonreí y me imaginé modelándola para papi, sacudiendo el trasero casi
desnudo, poniéndome en pompa para que mirase mis labios vaginales apenas
cubiertos por ese tanga color carne que se mimetizaría con mi piel.
―Te verás increíble, eso seguro ―apuntó Rosa, que estaba terminándose su
cappuccino, sorbiendo de la pajita.
―¿Lo creen? ―pregunté dudando, porque tal vez el conjunto se vería vulgar
en mi cuerpo voluptuoso.
―Joder, tía, si tuviera tus tetas grandes y antigravedad, andaría en bolas por
las calles ―aseguró Mercedes.
Rosa y yo nos miramos en complicidad y nos reímos ante la ocurrencia de
Mercedes.
―Pero si eso ya lo haces, y no tienes su cuerpo ―se burló Rosa con sorna,
dándole un juguetón codazo.
―Pero ¡qué dices! Si soy bien decente, no ves que estoy vestida como una
monja ―indicó observando su vestuario minúsculo.
Me reí casi resoplando por su desfachatez. Mercedes iba vestida con
microprendas que apenas cubrían su cuerpo menudo. Si bien casi no tenía
pechos y trasero, Mercedes era una chica atractiva, y sabía sacarle provecho a
sus pecas, a su piel morena tocada por el sol, a sus ojos castaños y su cabello
cobrizo en el que no se miraba la raíz porque se mantenía al día con los
retoques en el salón. Era guapísima, y siempre le gustó vestirse con prendas
muy pequeñas, en esa ocasión llevaba una de esas minifaldas que solo cubrían
su sexo, que más parecían un cinturón que una falda. La falda beige se
afianzaba en la cadera, dejando todo su abdomen plano al aire. El top, que en
realidad era un cardigán corto lo llevaba solo abotonado con el primer botón,
revelando todo el canalillo, y sus pezones erguidos marcaban el lugar donde
sus pechos pequeños tenían lugar. Su cintura delgada remarcaba más su
abdomen plano, e iba montada en unos tacones altos, lista para el ataque.
―Esa ni un ciego te la cree ―ironizó Rosa.
De las tres, Rosa era la más tranquila. Así como Mercedes, era preciosa,
tenía más curvas, era una chica curvy por la que muchos hombres babeaban.
Tenía unas caderas excepcionales, un trasero grande y unos senos medianos, su
rostro era el de una muñeca, con su cabello ensortijado, sus ojos verdes como
el jade, su nariz pequeña y su piel morena. Lo que más llamaba la atención de
Rosa era sus ojos alargados, como los de un gato egipcio, los de una diosa
antigua. Era preciosa y siempre estaba vestida a la moda. En esa ocasión
llevaba un vaquero ajustado que caía sobre sus piernas gruesas, hasta casi llegar
al tobillo, completando el atuendo con una blusa blanca de tirantes con olanes
que mostraban el escote con profundidad, hasta casi alcanzar la cintura.
También iba subida en unos tacones altos y delgados que solo hacían que los
movimientos de su cadera se realzaran y muchos hombres girasen y babearan
por tener en las manos su cuerpo.
Negué al ver el duelo de miradas de mis amigas.
―¿Me lo pruebo? ―pregunté para distraerlas y ambas asintieron
entusiasmadas.
Entramos a los probadores y sin pudor nos desnudamos para probarnos lo
que cada una cogió.
―¡Joder, de verdad que tetazas tienes, nena! ―profirió Mercedes al verme
desnuda.
―¿Quieres tocar? ―pregunté moviendo los pechos, molestándola.
Encogió los hombros y se acercó para amasarme los senos. Con Rosa
reímos al ver cómo se le agrandaban los ojos al sentirlos, al tocarlos con gusto
y placer.
―Quiero unos así ―musitó fascinada, pellizcándome los pezones, haciendo
que me excitara, solo un poquito, más por la fricción que por la inexistente
tensión sexual―. Vamos, Rosa, toca estás tetas. ¡Qué gustazo!
Asentí cuando Rosa alzó una ceja, pidiéndome permiso para tocarme. Las
manos curiosas de mis amigas me manosearon y se reían ante el mínimo
comentario, hablando sobre mi piel suave, sobre mis pezones rosados. Nos
comparamos los cuerpos frente al espejo. Yo admiré el trasero precioso de
Rosa, sus nalgas grandes y redondas con esa forma perfecta de corazón, y ella,
regodeándose, se inclinó y nos mostró su culazo, agitándolo y hablando sin
pudor sobre cómo le gustaba a su novio que le aplastase la cara con su trasero.
Mercedes no lo resistió y le pegó una nalgada que resonó y que hizo que una
dependiente se acercara a los probadores y preguntase si todo estaba bien. Nos
reímos por lo bajo y la misma Mercedes le dijo que se había pegado por error,
no especificó con qué o cómo, y la dependiente, confundida, respondió con un
escueto «Vale».
Estuvimos un rato en los probadores, jugueteando con el cuerpo de las
otras, pellizcando, tocando, acariciando como niñas traviesas. Nos probamos
lo que queríamos comprar y nos dimos una opinión sincera sobre las prendas.
―Joder, Dulce, es que te queda estupendo ―exclamó Mercedes cuando me
probé el conjunto que quería modelar para papi.
Vi mi reflejo en el espejo. El corpiño se me ajustaba bastante a los senos,
exponiéndolos como una fruta prohibida, cubriendo con exquisites los
pezones, pese a que una franja muy delgada de areola se mostraba en la línea
del sujetador. La tela era tan delgada y delicada que dejaba ver todo, y al mismo
tiempo cubría lo suficiente para no hacer de la prenda algo vulgar. Las
braguitas no me las podía probar por obvias razones, sin embargo, al tener
puestas las mías, se veía bastante bien.
―Vas a dejar loquito a tu hombre ―farfulló Rosa, con un asentimiento de
cabeza.
Sonreí al pensar en el hombre que quería enloquecer, al que quería ver jugar
con las prendas para despojarme de ellas.
Suspiré y asentí. Lo iba a comprar.
Salimos de los probadores y compramos todo lo que nos probamos, para
luego ir a comer a un restaurante. La tarde nos tomó por sorpresa, y el sol se
estaba ocultando cuando llegamos al restaurante y hablando de todo y nada,
comimos.
Era nuestro único día juntas, luego, Rosa se iría de viaje junto con su familia,
un viaje largo en el que visitarían muchos países, comenzando en Francia y
terminando en japón justo antes de que las clases en la universidad iniciaren.
En cambio, Mercedes se iba a ir con su novio a vivir a la costa. Se mudaría
para formalizar la relación.
Me alegré por ellas, aunque lo de Mercedes me hizo levantar las cejas. Solo
teníamos diecinueve años, y ella estaba tan confiada en que había conocido al
hombre de su vida que estaba dispuesta a cambiar todo lo que tenía. Sin
embargo, ella aseguraba que era su hombre indicado, lo sintió la primera vez
que lo vio, que la atracción sexual que la impulsó a tener sexo con él la primera
vez que se conocieron, creció y creció hasta convertirse en algo más, en algo
que no les dejaba quitarse las manos de encima cada que se veían.
―Es tenerlo cerca, oler su aroma tan masculino, sentir el calor de su piel y…
todo deja de existir, mi corazón bombea sangre con fuerza y mi cuerpo se
calienta. No me puedo despegar de él cada que estamos juntos y, no sé cómo
describirlo, simplemente no puedo alejarme, lo quiero a mi lado, y hay algo
dentro de mi interior que se siente en paz, no sé, es una sensación placentera
que se instala en mi pecho y que me hace sentir más feliz de lo que nunca
estuve.
―No te hacía tan enamorada ―se sorprendió Rosa, alzando sus ojos y
mirando a Mercedes de una nueva forma.
Asentí de acuerdo con esa impresión y luego nos contó su historia, esa
historia en donde conoció al amor de su vida luego de terminar su anterior
relación donde todo era sexo placentero, pero no pasaba nada más de ello. No
expuso las diferencias y cuando comenzó a hablar de lo que sintió al conocer a
su actual pareja, mi estómago se encogió y no pude evitar recordar el rostro de
papi, sus ojos demandantes y azules, su voz susurrada en mi oído que me pedía
que regresare temprano, la forma en la que miró mis bragas, el escalofrío que
me recorrió al sentirlo, al olerlo.
―Es como si todo mi ser respondiera al suyo… ―terminó por completar mi
pensamiento Mercedes y lo entendí.
Nos comimos el postre hablando más sobre «nuestras parejas». Cuando fue
mi turno, decidí comentarles lo que sentía por papi, sin decirles quién era.
―Nena, pero si se nota que te palpita el sexo por ese hombre ―se burló
Mercedes al oír mi historia.
―Estoy de acuerdo con Mercedes en esta ocasión ―apuntó con chulería
Rosa, burlándose un poco de mí.
―El detalle es que no debería estar con él. Es casado y… digamos que nadie
vería bien lo nuestro ―completé cabizbaja, metiéndome una buena cucharada
de helado a la boca.
Ambas se miraron, hablando entre ellas sin que entendiese lo que se dijeron
con los ojos.
―Nena, a veces tienes que seguir tu instinto, a veces tienes que ser un poco
egoísta. No quisiera estar en tu pellejo. Meterse en medio de un matrimonio…
―señaló Rosa, dudando sobre qué decir, o más bien cómo―. De cualquier
manera, debes hacer lo que te haga sentir bien, lo que sientas adecuado para ti,
sea terminar la relación antes de que te explote en la cara, o atenerte a las
consecuencias y seguir adelante.
Me mordí el labio y pensé en las dudas que tenía en ese momento. Pensé en
mamá, en lo complicada que era nuestra relación, en las dificultades que
pasamos, y lo frágil que era nuestro vínculo. Y después pensé en Guillermo, en
mi padrastro, en cómo me sentía estando a su alrededor, en ese deseo que me
dominaba cada que lo tenía cerca, cada vez que mi cabeza rememoraba sus
ojos, su voz, su esencia…
«¿Puedo tener algo con papi, aunque fuese solo sexual?» ―me pregunté, sin
saber que sería la última vez que lo hiciera, que esa noche todas las dudas en
mi interior quedarían socavadas y el deseo de ser su mujer, de convertirme en
su hembra y someterme a sus deseos, tomaría fuerza y eclipsaría todo.
CAPÍTULO 21
ME ESTIRÉ CUAL GATO, sonriendo. La noche había refrescado mucho
pese a que estábamos en verano, pese al calor que estuvo haciendo los días
previos. Mientras estuvimos en la discoteca, la lluvia oscureció el cielo y una
tormenta que no duró más de una hora bajó la temperatura.
Después de comer, del postre y de deambular por otras tiendas por unas
horas, las chicas quisieron ir a un bar discoteca, y ahí me mantuvieron por unas
horas, en las que bebimos algunos cocteles y hablamos con otras personas,
bailamos y nos divertimos.
Quise volver temprano, tal y como se lo prometí a papi, sin embargo,
Mercedes y Rosa me lo impidieron, haciendo que me quedase hasta la
madrugada. Me convencieron a punta de cocteles y chantaje emocional,
alegando, con justa razón, que esa era nuestra última noche juntas, antes de
que nos separásemos por mucho tiempo.
Estuvimos juntas hasta que unos minutos atrás ellas me dejaron a unas
calles de casa. Quería caminar para bajar el alcohol en sangre, para despejar mi
mente que no dejaba de darle vueltas a las palabras de Mercedes.
Caminé balanceando las compras, relajando los músculos del cuerpo. Cerré
los ojos y disfruté un segundo del ambiente casi mágico que me rodeaba, con
el olor a petricor que me inundaba las fosas nasales, el ligero viento que
soplaba y enredaba la falda del vestido, elevándola, revelando mis piernas por
completo, acariciándome los muslos, el trasero, la piel. Me sentí sobrecogida, y
no era a causa del poco alcohol que me quedaba en la sangre. Sentí que
caminaba en una nube de algodón, una nube en la que me quería hundir.
Sonreí al abrir los ojos, pero la sonrisa se me desdibujó al enfocar la vista.
Estaba a unos metros de la casa, y me detuve, me detuve por completo
cuando mis pupilas trasmitieron a mi cerebro aletargado la imagen que estaba
presenciando.
El odio se sobrepuso a la confusión. El estómago me dio un vuelco, el
corazón me martilló dentro del pecho, engrosando las venas, enviando sangre
hirviendo por toda mi anatomía. La mandíbula se me tensó, todo mi cuerpo se
templó ante lo que estaba apreciando, ante esa imagen desagradable que estaba
pasando frente a mis ojos.
Mis manos se hicieron dos puños firmes y comencé a negar con la cabeza,
sin comprender toda la escena. Mis ojos no me mentían, pero mi cerebro
quería pensar que lo estaba malinterpretando. No era así.
Mamá, mi madre, la mujer que decía estar enamorada del hombre al que más
amaba en el mundo, el hombre al que deseaba, de Guillermo, se estaba
besando con un hombre muchos años mayor que ella, un tipejo que no era ni
la mitad de hombre que papi.
La mandíbula me tembló.
La odié, la odié por serle infiel a mi papi, por ser una prostituta, una mala
esposa, una mala mujer, por estar frente a la casa, besándose con ese viejo feo.
No lo podía ver bien desde la lejanía, sin embargo, era hasta más pequeño que
mi madre. Por supuesto, el coche estacionado frente a la casa, un coche que no
le pertenecía a mi padrastro, lo decía todo. Era un auto de lujo, último modelo.
Su vestuario era opulento, el reloj enroscado en su muñeca huesuda
resplandecía desde la lejanía.
Mi madre, la mujer que decía estar enamorada de papi, estaba besando a ese
hombre, un beso asqueroso en el que su cuerpo se frotaba contra el enjuto y
poco agraciado del tipo, mientras una mano del sujeto manoseaba su trasero y
apretaba su carne con deseo, un deseo obsceno y asqueroso que me cerró la
boca del estómago y me hizo retroceder.
El morreo duró unos segundos más, en los que se estrujaron como si
quisieran follar en plena calle.
Apreté las manos en dos firmes puños.
¿Cómo podía hacerle aquello a su marido, al hombre que la aceptó con una
hija, y sin la posibilidad de tener su propia descendencia? ¡Cómo!
Se separaron y luego él abrió la puerta trasera del vehículo. Mamá lo miró
encantada, besando su boca en apenas un pico, para luego pasar a su lado, y
adentrarse en el auto, no sin que este le azotara el culo, y ella diera un gritito de
sorpresa.
Plantada, observé al señor subirse junto a mi madre. El vehículo arrancó y
se fue en dirección contraria a la que me encontraba.
Papi…
El corazón se me estrujó al pensar en él, al saber que mi madre le era infiel.
Ella salía de madrugada, dejándolo solo.
La imagen del matrimonio feliz que creí que tenían se desvaneció por
completo.
Aguardé unos minutos, sin poder moverme, con los pies pesados, tanto, que
cuando comencé a caminar para entrar en casa, sentí que podía aguantar la
gravedad del espacio.
Entré a la casa con un nudo en el pecho, una sensación amarga que me
estaba corroyendo por dentro. Traspasé la verja y abrí la puerta de la casa,
admirando la oscuridad que rodeaba el lugar. Solté las compras al pasar por los
sillones y me senté en uno por unos segundos, confundida, alisándome el
cabello con los dedos. La piel se me heló, no estaba segura de cómo actuar.
¿Debía decirle a papi?
Cerré los párpados por un segundo y cuando los abrí, la resolución cayó
calmando mi estómago. Con prisa, sin importarme que aún tenía puestos los
tacones y que ya me dolían los pies, subí por las escaleras y sin llamar, abrí su
cuarto. El pulso se me detuvo cuando observé la cama desecha, pero sin nadie
en ella.
―¿Dónde está? ―me pregunté en apenas un susurro, alterada, con el
corazón en la garganta, entendiendo que debía decirle todo, que tenía que
ayudarlo a salir de ese mal matrimonio, ayudarlo en todo lo que él quisiera.
Sacudí la cabeza y seguí buscándolo en las habitaciones contiguas, todas
estaban vacías, incluso vi en la mía, creyendo que quizá me estaba esperando.
No había nada, no estaba en ningún lado…
Y lo entendí.
Bajé con prisa por las escaleras, hasta casi doblarme el pie, derrapé al entrar
al pasillo y cuando estuve frente a la puerta de su oficina, me quedé quieta, con
el puño alzado, lista para tocar.
Resollé al tratar de tomar aire, estaba tan agitada que mi torso subía y bajaba
con premura, moviendo mis pechos y haciendo que la tela del vestido me
apretara.
―Papi… ―susurré por lo bajo y luego llamé a la puerta.
Esperé por unos segundos, segundos en los que cerré los párpados para
poder despejar mi cerebro. No sabía qué iba a decirle, no sabía cómo lo
tomaría, sin embargo, quería estar para él, ser su amiga, su compañera, su todo,
quería ayudarle, quería que se refugiara en mi cuerpo.
Amaba a papi, y deseé demostrarle que no estaría solo.
La puerta se abrió.
―¿Dulce? ―preguntó con la voz adormilada.
Abrí los ojos. Lo primero que vi fueron sus pies descalzos, sus piernas
desnudas, con el vello oscuro y suave en el que deseé meter los dedos, esas
piernas fuertes y largas que quería besar, solo un sexy bóxer negro cubría su
intimidad y se me cortó el aliento al ver, por primera vez, su miembro oculto
bajo la tela negra, pese a que el bulto era prominente entendí que estaba en
reposo. La boca se me secó y seguí subiendo, hasta llegar a su torso cincelado,
con los abdominales marcados, su piel era suave, pálida y tersa, subí hasta
llegar a sus pectorales hinchados, fuertes, duros, cubiertos de un manto suave y
delicado de vello oscuro. Deseé pasar la boca y lengua por su torso trabajado,
por todo su cuerpo.
Me topé con su cuello tenso, con la nuez de Adán remarcada por los
músculos de su garganta. Me relamí los labios al pensar en lo que sentiría al
pasar la lengua por su cuello, al sentir su sabor en el paladar, al dejarme
embriagar por su esencia masculina.
La respiración se me alteró, el pulso se me elevó y las bragas se me
humedecieron.
Sus manos estaban agarradas al marco y a la puerta, sosteniéndose en esa
actitud magnánima que lo hacía ver más alto. Además, sus brazos eran gruesos
y tenía los bíceps bien definidos.
―Papi… ―musité enajenada por su cuerpo, olvidándome de todo, alzando
los ojos hasta su rostro tallado por los mismos dioses.
Su rostro inexpresivo, sus ojos duros y oscurecidos en donde ya no vi el azul
de sus iris. Me observó con irritación.
―Has desobedecido, dulzura ―indicó con la voz grave, templada.
Pestañé sin comprender, pese a que su voz tan profunda me hizo temblar y
jadear.
Sin decir nada, me agarró de la muñeca y me hizo entrar, empujándome al
interior de su oficina, donde me quedé parada, expectante, con el corazón
galopando dentro de mi pecho, con la sangre irrigando lava caliente por todo
mi ser, respirando por pura inercia.
La puerta se cerró y sentí su cuerpo detrás, grande, fuerte, cubriendo mi
sombra.
La luz era tenue y cálida. Tenía solo una lámpara alumbrando toda la oficina.
―Me hiciste esperar, gatita ―susurró en mi oreja, en una advertencia clara,
pese a que solo logró que la tela del vestido me estorbara y todo mi ser
reaccionara a su voz, a su cercanía.
Cerré los ojos y mi respiración se hizo más pesada.
―Me tuviste cual tonto, aguardando para tener tu cuerpo… ―prosiguió y
una de sus manos acarició la falda del vestido, hasta subir a la cintura, de
donde me cogió con fuerza, pegándome a su cuerpo.
Gemí al sentir sus dedos largos y firmes sobre mi carne, calentándome.
―Te has portado mal, así que mereces un castigo ejemplar. ―Lamió mi
oreja.
Un relámpago me atravesó, electrificando mi sexo, llenando de energía mi
cuerpo. Estaba perdida…
CAPÍTULO 22
SU MANO EN MI CINTURA SE EXTENDIÓ Y APRETÓ MI CARNE
CON FUROR.
Jadeé con el calor de su palma, con su torso caliente en la espalda, ese torso
cincelado que quería sentir con la punta de los dedos y recorrer sus hendiduras
y sus montañas.
Me relamí.
―Quítatelo ―musitó arrugando la tela del vestido―. Deja que papi vea el
cuerpo desnudo de su gatita, que se recree con sus curvas exuberantes antes de
darle su castigo.
Su voz era un embrujo para mi psique perturbada, saturada de hormonas.
No hubo objeción por mi parte, estaba ida con su presencia, con sus palabras,
con él, con mi papi.
Gemí encantada.
Él se alejó deslizando la mano por mi espalda, caminando directo a su
escritorio. Lo miré, miré su cuerpo en movimiento, sus pasos como los de una
pantera elegante. Observé su espalda amplia y bien trabajada, sus caderas
estrechas. Cuando giró para sentarse en la silla, perdí la fuerza, las piernas me
temblaron y mis ojos se nublaron. Era grande… más grande de lo que creí. Su
erección prominente me hizo arder en la llama de la pasión.
Me mordí el carrillo.
Sus ojos oscuros me llamaron y nuestras miradas se encontraron. Tenía los
ojos casi negros, y su mirada era mordaz, exigente y férrea.
Tragué saliva al comprender que estaba esperando para que me desnudara.
Se acomodó mejor en la silla de cuero, tan grande y elegante como su
cuerpo. Ladeó la espalda, el codo lo afincó en el reposabrazos derecho y su
barbilla fue a su palma extendida.
Sus pupilas repasando mi cuerpo con hambre fue suficiente aliciente para
seguir la orden velada. Llevé las manos a la espalda, y deshice el nudo del corsé
del vestido. Mi respiración se hizo más y más pesada, al punto de que me
estaba mareando, no sabía si por saberme receptora de esos ojos que
llameaban de lujuria, o porque estaba inhalando más oxígeno del que debía.
Mis pechos subían y bajaban con rotundidad. Jadeé cuando la tela floja rozó
mis pezones.
Utilizando la punta de los dedos, bajé primero el tirante derecho, y luego el
izquierdo, y lo demás, lo hizo la gravedad, dejándome casi completamente
desnuda ante papi, que no dudó en erguirse para observar mi cuerpo expuesto,
y relamerse con el deseo insuflando su semblante.
Mis pechos caían pesados sobre mi torso, los tenían más tirantes que nunca,
y el contacto con el aire puso más rígidas las perlas rosadas que decoraban las
montañas nevadas.
―Ven aquí ―ordenó haciéndose para atrás, sin perder detalle de mis
movimientos.
El cuerpo me palpitó, sentí que en cualquier momento llegaría a un orgasmo
con solo saberme desnuda frente a papi, el mayor deseo de toda mi vida, el
hombre que quería que fuese mi primera vez, el hombre para el cual me
reservé, el hombre que debía poseerme y hacerme suya hasta la eternidad.
Con el corazón acelerado, me acerqué, saliendo del círculo en el que quedó
el vestido y caminando hasta su escritorio con sensualidad, llevada por el
anhelo de seducirlo, de hacerle ver que era suya y estaba dispuesta a cumplir
sus órdenes.
Con cada paso, acentué el movimiento de caderas, haciendo que sus ojos me
recorrieran con anhelo, que su deseo aumentare con cada rebote que los pasos
causaban sobre mis pechos grandes y pesados.
Rodeé el escritorio y papi se giró para no perderme de vista. Pasé los dedos
por la madera sólida, sin dejar de observar sus ojos oscurecidos, esos ojos
donde me estaba quemando.
Tenía los muslos empapados, y el sexo me palpitaba, pidiendo que me
desnudara del todo y me abriese para dejar que entrase en mi cavidad húmeda
y caliente.
Me paré entre sus piernas, alzó la cabeza y se relamió al ver mis senos
grandes, pesados y tensos.
Sus manos se fueron a mis caderas y enredó los dedos en la frágil tela de las
bragas. Creí que las iba a romper, vi la duda en sus pupilas que bajaron a la tela
de la única prenda que me cubría, pero que no dejaba mucho a la imaginación.
Se relamió y mi boca se entreabrió para poder respirar. En lugar de
arrancármela como tanto queríamos los dos, me alzó la prenda hasta que se
ajustó a mis pliegues.
Gemí y una de mis manos se fue a su cabeza, donde peiné sus cabellos.
―Súbete al escritorio, en cuatro, de espalda a mí ―indicó con la voz ronca,
más que antes, una voz que me cautivó, que me hizo temblar de pies a cabeza.
Jadeé y asentí, alejándome un paso para sentarme en el escritorio. Él me
siguió, cortando el espacio que había entre nuestros cuerpos, acercándose al
escritorio. Con las manos, me impulsé para arrastrar el trasero por la madera,
un gesto que plantó una sonrisa ladeada en su rostro, una sonrisa de
suficiencia, control y lascivia.
Pasó el dorso de sus dedos por mis muslos.
Ante su atenta mirada, subí las piernas al escritorio y con un giro grácil, me
di vuelta, poniéndome en cuatro, con mi trasero apuntando a su rostro.
―Baja el torso, quiero que tus senos se presionen con la madera ―apuntó
con su respiración resonando por toda la estancia.
Dejé salir el aire en un gemido femenino. Bajé los pechos y los pegué contra
la fría madera, lo que hizo que mi cuerpo se agitara al sentir la caricia en los
pezones. Extendí las manos y las dejé caer por el borde del mueble,
aferrándome a este, mientras mi cabeza descansaba sobre la fría superficie.
―Así… ―musitó abriéndome más los muslos, aunque ya los tenía abiertos,
ya que no cabía sobre el escritorio, pese a que era bastante grande.
Sentí algunos papeles en el dorso, pero casi no tenía nada encima, más que a
su hijastra…
Acomodé la cabeza para verlo. Estaba parado, con sus manos en mis
caderas, apretando más las bragas a mi sexo, hasta que la tela se metió del todo
en mis pliegues. Jadeé y temblé.
―Ahora, te tengo que castigar, dulzura. No puedes prometerle a papi que
llegaras temprano y mantenerlo caliente durante muchas horas, esperando que
su gatita venga a calmar su calentura ―explicó y abrió un cajón y de adentro
sacó mis bragas, las que tomó el día anterior, cuando entró a mi habitación
mientras me duchaba.
Mis ojos se abrieron.
―¿Las reconoces? ―preguntó con ironía, alzando una ceja. Asentí sin saber
si quería que respondiera―. Huelen a ti ―dijo llevándoselas a la nariz por un
segundo―, pero también a mí… Me he masturbado con ellas, y ahora… ―Las
hizo una bola y alargándose solo un poco, me las metió a la boca, reprimiendo
el gemido que salió de lo más profundo de mi ser.
Lo olí antes de saborearlo. Mis músculos internos se estremecieron y mi
sexo se mojó más. Olía a mí, por supuesto que ese aroma dulzón lo reconocí,
sin embargo, había otro, una esencia almizclada muy distinta a la mía, pero que
combinaba con mi dulzura. Pasé la lengua por la prenda y esta ahogó otro
jadeo cuando sentí lo dulce y salado de las bragas.
―Eso, pruébame… ―susurró, un susurro diabólico que me hipnotizó―.
Ahora, mi gatita dulce, voy a tener que darte unos azotes en el sexo, unos
azotes que te harán querer terminar. Lo puedo ver, estás mojadita, deseosa por
recibirme entre tus piernas, pero antes quiero castigarte sin llevarte al orgasmo,
después te probaré y luego… Luego ya veremos. Te has portado tan mal, que
no mereces mi polla ―apuntó con sorna, con esa media sonrisa que solo
oscureció más sus ojos y semblante.
Jadeé en protesta, pensando que me dejaría sin su miembro, ese que alzaba
los bóxeres en una tienda de campaña protuberante y de lo más tentadora.
Se rio por lo bajo, una risa grave que vibró en mis tímpanos y me dejó más
excitada, era la risa más hermosa y sensual que alguna vez escuché.
Sin dejar de observar mi agonía, una donde me moría de ganas por ser
tocada por él, sacó otra cosa de uno de los cajones del escritorio. Mis ojos se
abrieron bien al ver el fuete de cuero negro.
―Sabes, hace mucho tiempo no tenía tanto deseo de castigar a una mujer…
―comentó acariciando la vara larga y oscura, para luego darse un golpecito en
la palma, un golpecito que resonó en toda la oficina.
Jadeé removiéndome hacia delante, friccionando mis pechos contra el
escritorio.
Papi se rio al ver lo asustada y excitada que estaba con aquel artilugio.
Nadie me había golpeado en la vida, alguna nalgada me dieron, pero nada
fuerte, y mucho menos con un artilugio hecho para provocar cierto tipo de
dolor o placer, o lo que fuese.
Se llevó el fuete a la nariz y aspiró el cuero.
―Pronto olerá a tus jugos, a tu excitación…
Cerró los párpados y lamió el cuero, para después, sin que lo esperase,
alzarlo y darme de lleno en todo el culo. Grité de dolor, por el escozor que
dejó el fuete en mi trasero, por la excitación que ese simple golpe provocó,
haciendo que mi sexo se estremeciera.
Me moví hacia delante y sentí más la madera apretándome los pechos que se
derramaban a los lados de mi torso, haciéndome ver más tetona de lo que era.
―Eso, mi gatita, llora ―azuzó pasando el fuete por mis pliegues húmedos,
acariciándome de esa forma tan sutil y profana.
El vello se me puso como escarpia, todo el cuerpo me respondió a esa
sencilla fricción.
Alzó el fuete y me golpeó directo en el sexo.
Gemí de dolor, el picor me perforó hasta la vagina, mis músculos internos
vibraron con el golpe y mojé las bragas por completo, hasta que sentí una gota
de mi esencia empapando el monte de venus, resbalando por mi abdomen.
Respiré con dificultad, encantada con el castigo, pese a que la tortura estaba
siendo bastante dura en más de un sentido, porque esos azotes no me iban a
hacer terminar, porque solo estaba aumentando la llama que sobrecogió mi
interior.
Pestañé cuando papi me amasó el trasero poniendo sus manos grandes
sobre mis caderas, estirando un poco más las bragas, hasta que mis labios
vaginales se salieron por los lados.
Gemí.
Sus manos me cogieron con fuerza el culo.
―Joder, tienes un cuerpo de infarto, mi gatita. Tienes un culo
excepcionalmente precioso, y ni hablar de tus labios rosaditos… ―indicó para
luego alzar el fuete y pegarme en el trasero, primero en la nalga derecha y
luego, sin darme espacio para terminar de gritar por el escozor que dejó el
azote, hacerlo con la nalga izquierda, emparejando el picor de la piel.
Lloriqueé, pese a que todo mi cuerpo no dejaba de calentarse, mi sexo
palpitaba con furia, buscando más fricción, necesitando algo que calmase esa
sensación que me estaba poniendo frenética por sentir más.
Perdiendo la cabeza, me abrí más de piernas, y elevé más el culo.
Papi se río, y cerré los ojos al escuchar ese sonido tan excitante. Su risa me
encantaba.
―Creo que alguien está disfrutando demasiado del castigo ―comentó
locuaz, relamiéndose los labios, sacando la punta de la lengua con sensualidad.
Mordí las bragas y paladeé nuestros sabores cruzados.
Sin quitar la sonrisa, pasó el cuero por mi sexo, provocando un escalofrío
que me cruzó la columna vertebral y me hizo mover las caderas buscando más.
Chistó y el aire se cortó cuando el fuete se alzó y cayó directo en mi sexo.
Grité, incluso entre la tela de las bragas, mi grito se escuchó en la oficina, fue
un grito de dolor y placer. Mi sexo se abrió y cerró, ansiando algo que no
estaba en su interior.
Me tensé de pies a cabeza, cerré los ojos y disfruté de esa ardiente
sensación. La temperatura en mi vientre subió varios grados y las gotas con mi
esencia resbalaron por mi abdomen hasta caer sobre la madera.
El sonido del fuete golpeando contra la madera me hizo abrir los párpados.
Papi acababa de ponerlo sobre el escritorio, con fuerza. Lo miré, su cuerpo
estaba tan tenso como el mío. Su erección era más grande, como si eso fuese
posible, y todos sus músculos se marcaban, así como las venas.
―Debería follarte hasta que te desmayes, debería hacer que me la comas y
que te atragantes con mi polla, pero también quiero probarte, quiero saber a
qué sabes, quiero probar tu primer orgasmo con la lengua, quiero ir
ensanchando tu interior para luego no tener piedad de tu vagina virgen
―indicó sin buscar mis ojos, observando mi cuerpo con deseo, con la
excitación nublando sus ojos, respirando con violencia, con una mano sobre el
escritorio, y los dedos crispados afianzando la madera con brusquedad.
Gemí, consciente de su apetito, del deseo que enarbolaba la piel de su
pecho, justo por encima de los pectorales.
―¿Qué debería hacer primero? ―preguntó retorico, ladeando la cabeza, con
las pupilas fijas en mi sexo húmedo que, en ese momento, debía estar
totalmente visible gracias a que las bragas estaban empapadas.
Se puso detrás, afianzando las manos en mi cadera, hundiendo los dedos en
mi carne, hasta marcarme. Se agachó y llevó su nariz a mi sexo, aspirando mi
esencia.
Gemí al sentirlo, gemí con ese primer contacto que me estremeció una vez
más.
Se apartó un poco.
―Ya sé qué quiero, y lo vas a disfrutar, gatita ―advirtió relamiéndose los
labios como la bestia que sabe que ya tiene a la presa donde quiere.
Jadeé y me dejé llevar por el encanto de lo prohibido, por lo desconocido,
porque papi no iba a hacer nada de lo que estaba pensando, porque él quería
torturarme y sabía bien cómo lograrlo…
CAPÍTULO 23
Guillermo…
ESTABA HERMOSA SOBRE EL ESCRITORIO, con las tetas aplastadas
contra la madera, rebosando a los lados de su diminuta espalda. Quería
pellizcarla, succionar sus pezones, hacer que se corriera usando la boca y luego
adentrarme en sus carnes vírgenes hasta terminar en lo más profundo de su
vientre y escuchar su vocecita cantarina llamarme «papi». Maldita palabra que
me excitaba, que me ponía como una fiera.
Quería castigarla por hacerme sufrir por horas. Desde que entré en su
habitación, buscándola para saber si estaba bien luego de ese estúpido
desayuno, y al saber que se estaba bañando… ¡Mierda! Sus gemidos en la
ducha, el agua encubriéndolos…, fue demasiado para mi cerebro, y ver sus
bragas tiradas en el suelo, hizo que todo en mi interior hiciere cortocircuito,
que perdiera la cabeza. No pude con todo aquello, cogí las bragas, olí su aroma
peculiar y las revisé imaginándome cómo se vería con ellas, cómo su cuerpo
voluptuoso entraría en esa prenda que hasta parecía angelical, con esa tela de
algodón suavecita, con un moñito celeste por encima de donde se ajustaba al
monte de venus. Me senté sobre su cama, con el corazón en la garganta, con la
sangre viajando al sur de mi anatomía, tapándome los oídos. Me llevé las
bragas a la nariz y olfateé su esencia afrutada, deliciosa, dulce y sutil, todo al
mismo tiempo. Era la fragancia más exquisita que alguna vez degusté. Cerré
los ojos y me dejé llevar por unos segundos.
Y luego, ella salió cubierta por esa pequeña toalla que dejaba sus muslos al
aire. Sus manos apretadas a la sujeción en sus pechos me hicieron desear coger
la toalla, desnudarla por completo, oler su cuerpo como un animal y luego
follármela sin contemplaciones. Para mi desgracia, no tenía tiempo, así que
solo le dije que regresase temprano de su compromiso, que viniera a mí.
Cuando llegué por la tarde, la esperé, la esperé por muchas horas, caliente,
tanto, que dudé si debía masturbarme, recreándome con todas las imágenes
que tenía de Dulce, con esas imágenes arrebatadoras que me ponían cardiaco.
Me toqué pensando en su carita de angelito y en su cuerpo voluptuoso, pensé
en su pecho desprotegido, en su dulce areola rosada, en su pezoncito pequeño
y dulce que deseaba saborear y estirar con los labios, fustigar con la lengua y
recrearme con sus sugerentes gemidos que resonaban en mi cerebro. Me toqué
pensando en ella, en la textura de su piel cuando la toqué en la piscina, en la
forma en la que me frotó su trasero en la tumbona. Cogí con más fuerza las
braguitas y las restregué en mi polla, sintiendo la suavidad de la tela, su aroma
femenino y me corrí con violencia, manchando la tela blanca y virginal. Pese a
haberme corrido, no podía controlarme, quería más, necesitaba más…
Necesitaba sentir su piel, colmarme con su aroma, probar sus jugos, llevarla al
límite. No, no podía masturbarme otra vez, pese a que sabía que no tendría
suficiente hasta tenerla. Al final, me decidí por nadar, por nadar y nadar
durante un largo rato, hasta que, agotado, salí de la piscina, solo para
encontrarme con Sofia, quien no dejó de hablar sobre cómo Dulce debía
estarse divirtiendo con sus amigas, conquistando chicos en las discotecas,
follándoselos en los baños, gimiendo para ellos.
Se me tensó la mandíbula, la hija de puta logró meter imágenes obscenas de
su hija en mi cabeza. Sofía sabía bien cómo enojarme, cómo hacer que mi
rechazo creciera. Quería que aborreciera a Dulce, que me enojase con ella,
cuando logró justo lo contrario, porque supe que Dulce no haría tal estupidez,
porque ella se mantuvo virgen estando lejos, porque no dejó que otros
hombres entrasen entre sus piernas, y eso solo se debía a una cosa…
No le hice caso a mi mujer, en su lugar, la dejé hablando sola y me refugié en
la oficina, donde estuve aguardando por más tiempo. Incluso agudicé el oído
para escuchar cuando entrara a la casa. Nada.
Al final, harto, fui a la oficina a seguir trabajando. Me di cuenta de que
quizás estaba asustada, que la idea estúpida y romántica de que se guardó para
mí era una tontería, una estupidez de un hombre que deseaba corromperla de
un modo tan visceral y enfermo que le nublaban el juicio.
Enojado, más conmigo que con ella, fui a la oficina, puse el cerrojo en la
puerta, me desvestí y me fui al escritorio para tratar de adelantar el trabajo,
quedándome dormido sobre este. Hasta que su suave llamado me despertó y
todo mi ser reaccionó ante esa angelical imagen de Dulce viniendo a mí. Sus
ojos cuando me recorrieron, deseosos de explorar mi cuerpo, como yo
deseaba hacerlo con el suyo, fue suficiente aliciente para que mis ánimos de
follarla se reanudaran con más potencia, solo que antes debía calmar mis
nervios, debía hacerle lo que ella me hizo, tenía que castigarla para que
entendiese lo que su promesa rota logró.
Primero le hice que se desnudase. Me recreé en sus preciosas curvas, en sus
tetas turgentes que quería succionar. La boca se me hizo agua. Caminó con
una insolencia pueril hasta llegar frente a mí, casi desnuda, solo cubriendo su
sexo con esas braguitas que se estaban transparentando gracias a su excitación.
«¡Joder!» ―pensé al oler su aroma tan dulce, al saber que no solo era el
perfume que despedía su piel, sino también el de sus fluidos.
En ese momento pensé en darle vuelta, apartar las braguitas o arrancárselas
y luego penetrarla en una estocada que nos cortase a ambos el aliento, en
cambio, le hice subirse al escritorio y mostrarme su sexo jugoso que se
trasparentaba con elegancia entre las braguitas. Pude ver ese color rosadito tan
bonito, sus labios sin vello alguno. Tenía la piel más suave y nívea que alguna
vez vi. Era preciosa en todos los sentidos, y saber que su cuerpo era mío… me
puso más caliente.
No lo resistí, le di con el fuete en el culo, enrojeciendo su perfecta piel, y
después, martiricé su sexo húmedo. Escuchar sus gemidos acallados por las
bragas que metí en su boquita, las mismas con las que me masturbé, hizo que
todo el cuerpo se me tensara.
Sabía que Dulce aceptaría todo lo que le hiciera, sabía que ella se sometería a
la lujuria que nos unía, pero no creí que lo haría tan bien, que moviese sus
caderas, que aguardase por el siguiente azote, que me buscara con sus ojos
celestes que refulgían llenos de lascivia.
Cuando quise tomarla, solté el fuete. No me iba a contener si la penetraba
así, con su trasero en pompa sobre mi escritorio, con sus jugos cayendo sobre
la madera, la iba a follar como una bestia, y su coñito virgen no lo iba a
soportar, no podía hacerle aquello. Tampoco quería darle el gusto de hacerla
llegar con mi boca, había disfrutado demasiado los azotes para que eso
sucediera, en cambio, me decidí por algo que nos complacería a ambos.
Ese día, antes de volver a casa pasé por una tienda sexual, había preparado
todo para mi pequeña rubia de ojos celestes, quería que su primera experiencia
fuera placentera, que disfrutara hasta que quedara saciada, así que compré de
todo un poco, incluyendo el fuete que pensaba ocupar mucho más adelante,
pero que su desfachatez me hizo utilizar antes.
Sonriendo con la idea que tenía en mente, registré mi nuevo cajón favorito
del escritorio y saqué lo que necesitaba.
―¿Te gusta? ―pregunté mostrándoselo.
Los ojos de Dulce se abrieron al ver el artilugio que sostenía con dos dedos
y su respiración se alteró un poco más.
―Creo que sí, creo que a mi gatita le gusta lo morboso ―indiqué con ironía,
relamiéndome como un lobo que se degusta antes de cazar a su presa, pese a
que Dulce era la presa más mansa que alguna vez tuve entre las manos, una
presa que deseaba probar en más de un sentido, una presa que se sometía a
mis deseos, a la lujuria que nos estaba intoxicando.
El aroma de su excitación me tenía embriagado, mi polla pedía a gritos
follarse ese coñito tierno, sin embargo, no podía penetrarla así, sin lograr que
me calmase un poco.
Cogí sus bragas por el elástico y las hice un puño, metiendo más la prenda
en sus pliegues. Gimió y cerró los ojos al sentir la fricción de la tela sobre su
sobrecogido clítoris.
Reí con su desesperación. Sus manitos delicadas se aferraron más al
escritorio y sus uñas se encajaron en la madera. Siguiendo lo que necesitaba,
moví la prenda para frotar su botoncito rosado.
Dulce se movió, movió las caderas y gimoteó. Cuando supe que estaba por
llegar al orgasmo, solté las bragas, dejándola descansar por un segundo, antes
de preparar todo, cogiendo el móvil del escritorio, justo lo tenía al lado de su
rodilla izquierda.
Abrí la aplicación y la pequeña bala rosada comenzó a vibrar en mi palma.
Dejé salir el aliento, imaginándome cómo temblaría mi gatita ante tal estímulo.
Dulce me miró con interés, con las mejillas arreboladas, sin moverse, pese a
que nunca le di la orden, no lo necesitaba, ella solo se movería si se lo decía, lo
entendí cuando la vi salir de la ducha al ver cómo se paralizaba cuando me
acerqué con sus bragas en la mano.
―¿Quieres sentirla? ―pregunté al enseñarle la bala vibradora, ese pequeño
huevo rosado que se controlaba desde una aplicación.
Sus párpados se entornaron y pude ver el fuego que acogía su cuerpo. Cogí
la bala con dos dedos y la acerqué a su muslo interno, la pasé hasta llegar a sus
encajes. Dulce gimió.
―¡Que sensible eres, dulzura! ―medité con la respiración más truculenta, la
polla me palpitó cuando sus muslos temblaron y seguí subiendo, pasando la
bala por el perineo, subiendo…
Dulce gimió y se revolvió, sus pliegues se abrieron y cerraron como una flor
en primavera y me relamí degustando esa sensación que me alteró más el
pulso, que me hizo desear probar sus jugos directo de la fuente.
Tenía la boca hecha agua, el deseo de probarla me dominaba, solo me estaba
conteniendo porque quería hacerla sufrir, porque pasar tantas horas nadando
para no pensar en ella o tocarme y arruinar lo que tenía planeado, me hicieron
pasar excitado demasiado tiempo.
En un inicio pensé ser gentil, hacer que Dulce se corriera con mi boca, para
luego besarla por completo, comerme sus pechos de fresa, hacerla gemir en mi
oído, y al final, adentrarme en su carne, despacio, no sin antes haberla abierto
con los dedos, de a poco.
En cambio, estaba subiendo con la bala vibradora, metiéndola entre su
trasero, por encima de esas bragas completamente empapadas, subí hasta su
espalda, bajé por su cintura y la pasé por el dorso aplastado de su teta.
Gimió con las vibraciones. Apreté la bala contra su carne comprimida, y la
metí entre el escritorio y su cuerpo, buscando, a tientas, el pezón. Gruñí al
palpar su teta grande, caliente, suave, con la piel más tersa que alguna vez sentí.
La polla me palpitó, el corazón me galopó en la garganta.
Brusco, irritado por no tener más, apagué la bala y la saqué de debajo de su
cuerpo, robándole otro quejido acallado a esa boquita dulce.
Dejé el móvil un momento, y me puse entre sus piernas, cogí sus caderas y
abrí su trasero, metiendo la nariz para recrearme con su aroma dulce y
almizclado que tenía un deje frutal de lo más afrodisiaco. Cerré los ojos y
apreté la mandíbula para no sacar la lengua y probar su esencia. Me iba a
volver loco si lo hacía, lo sabía. Me la comería y perdería la razón, luego, sin
darle tregua, en medio del orgasmo, le arrancaría esas braguitas demoniacas
que no hacía más que aumentar mi libido y la penetraría en una certera
estocada en la que no me importaría rasgarla por dentro, romperla hasta
hacerla gritar. Podía escuchar el alarido que daría, y no quería hacerle daño, no
podía, pese a que el deseo de hacerlo palpitaba en mi interior.
Metí los dedos en sus nalgas, y tras otra inhalación, me aparté, para llevar la
bala a su sexo húmedo y calientito. Recoloqué la tela trasparente bien,
cubriendo sus labios mayores, hinchaditos y tintados por el placer. Sin querer
verla, alcé un poquito el elástico de un lado y ubiqué la bala entre sus labios
menores, justo debajo del clítoris para que incentivara su sexo con más fuerza.
Recoloqué las bragas para que estas la sostuviesen, y al mirarme los dedos
húmedos, los músculos se me tensaron.
¡Joder, la deseaba demasiado!
Admiré su cuerpo, sus caderas anchas, sus piernas torneadas, su trasero
respingón que no me cabía en las manos, pese a que las tenía grandes. Su
espalda delgada, su cintura estrecha que la postura acentuaba más. Rodeé el
escritorio y me perdí en sus pechos aplastados. Eran hermosos, tersos, suaves,
y tan dulces como su dueña que tenía las mejillas sonrojadas, sus párpados
entreabiertos que dejaban ver esos preciosos ojos celestes que me miraban con
deseo.
Metí la mano en su boquita y le saqué las bragas.
―Papi… ―susurró con esa vocecita de sirena, esa voz femenina que me
hizo palpitar la polla.
Sin decirle nada, me bajé los bóxeres y saqué mi erección grande, preparada
para penetrarla.
Jadeó, un jadeo tan excitante que me tensé más.
Cogí mi polla por la base y deslizando la palma por el eje, me masturbé
frente a su rostro. Sacó la punta de la lengua y se lamió los labios, hipnotizada
por el movimiento de mi mano, mientras me tocaba. Del prepucio salieron dos
gotas colmadas de líquido preseminal y su boquita se entreabrió, golosa,
deseando probarlas, sus ojos se obnubilaron y alzó la vista, rogándome para
que le dejase comerme.
Sonreí burlón y dejé de mover la mano.
―¿La quieres? ―pregunté sardónico, entreviendo su deseo, ese que le hizo
mover el trasero, un solo movimiento circular.
Alargó el cuello, alzando su cabecita, haciendo que su cabello rubio cubriese
parte de su espalda menuda. Asintió.
Me relamí al ver su carita angelical, al saberla tan entregada.
―¿Quieres hacerle una mamada papi? ―pregunté con la ceja alzada.
―Sí, papi, te quiero probar ―musitó alzándose otro poquito, enseñando el
escote pronunciado de sus tetas.
Gruñí como una bestia.
―Si eso quiere mi gatita… ―dije antes de acercarme, coger su cabello,
enredando los dedos en su melena rubia, levantando un poco más su cabeza, y
guiando mi polla hacia sus labios―. Cómetela sin usar las manos, quiero ver
cuánto quieres que te perfore el coño ―indiqué a unos centímetros de sus
labios.
Su exhalación me hizo temblar, afinqué bien las piernas en el suelo, respiré
por la boca, conteniéndome para no abrirle los labios y follarme su boquita.
Sus ojitos de corderito obediente fueron la los míos y ante mi entera
consternación, Dulce sacó la lengua y lamió la punta de mi polla, gimiendo al
degustar mi sabor.
―¡Mierda! ―bramé encantado.
Se acercó un poco más, alzándose con los brazos en flexión, sin dejar de
sacudir el trasero. No pude resistirlo y le propiné un azote en el culo.
Gimió y me besó la punta, restregando sus labios con impudicia. Se relamió
probando una vez más, gimiendo, para después, abrir esa boquita de fresa y
meterse la punta, con cuidado, mandando su aliento caliente a mi piel.
Me tensé, los músculos se me marcaron, la piel se me erizó y me aferré a su
cuerpo, mientras que con la otra mano busqué el móvil y encendí el vibrador,
provocando otro jadeo de su boquita, en el que aproveché para meterme de
lleno en sus calientes labios, que succionaron sin reprimirse, sin considerar la
invasión como violenta, al contrario, su cuerpo se estremeció y sus caderas se
agitaron, una de sus manos fue a la base de mi miembro y comenzó a comerse
mi polla como una profesional.
―¡Mierda! ―exclamé y no pude más, comencé a follarme esa boca golosa
con más necesidad, agarrándola del cabello, penetrándola con duras
embestidas en las que paralicé su cabecita, afianzándome de su cabello dorado,
mientras ella no dejaba de chupar y contenerse para no dejar que las arqueadas
le ganasen.
Sentí sus mejillas calientes y tersas, sus labios mullidos, su lengua mojada y
dulce, su garganta aterciopelada que me acogió y se apretó alrededor de mi
polla, haciéndome la mejor felación que una vez sentí, pese a que entendí a
que era porque ella estaba aguantando las arremetidas salvajes con la que me la
estaba follando, con la que estaba perpetrando su boquita en la que apenas
cabía.
Sus caderas se movieron, su culo respingón se agitaba con erotismo y sus
gemidos quedaron soterrados por mi carne que no quería bajar el nivel de cada
empuje.
No pude más y le di otro azote a ese culo perfecto. Adentrándome más en
su garganta, hasta que sentí que se estaba ahogando y salí de su boca. La saliva
chorreó por el tronco de mi pene y su boquita entreabierta estaba rojita e
inflamada.
Tragué saliva al verla, con los párpados entornados, los ojos celestes que
brillaban pese a la poca luz, buscándome, rogándome para que continuase,
para que volviese a entrar en su boca.
―¡¿Qué cojones me has hecho?! ―pregunté consternado al admirarla, tan
angelical como profana, tan hermosa, tan sensual, tan…
Y se me acabaron los adjetivos, pese a que las ganas de corromperla por
completo me mortificaron y me hicieron agarrarla del cuello para que se
hincase y… Después de ver sus ojos, esos ojos celestes y puros. Me perdí en
sus labios por primera vez, en un beso voraz y necesitado, en el que absorbí
sus gemidos, sus jadeos.
La necesitaba, necesitaba estar dentro de ella, follarla, o hacerle el amor,
pero tenerla para mí.
Dulce era el cielo en el infierno, era mi ángel y mi verdugo, era la mujer que
más deseaba y, estaba dispuesto a morir si tan solo sentía su interior caliente
acogiéndome.
CAPÍTULO 24
Dulce…
SE SALIÓ DE MI BOCA, quise protestar, quise volver a sentir su miembro
invadiéndome, atascándose en mi garganta, quería saborear más su sabor, dejar
que se corriese en mi lengua, que me tomase como más necesitaba, sin
embargo, se salió al ver que no podía respirar, que su longitud era mucho más
de lo que podía soportar. Me dolió que se retirase, pero cuando capté su
mirada, cuando vi sus ojos azules brillando, pidiéndome que le abriese mi
alma, entendí bien por qué lo hizo.
Me cogió del cuello y me alzó hasta que quedé hincada. La bala sobre mi
clítoris me estaba martirizando, el pulso lo tenía desbocado, casi no podía
respirar, mi cuerpo estaba caliente, tenía todo el sexo empapado, pero me
estaba reprimiendo para no correrme, no quería que un juguete me llevase a la
cima, no quería temblar sin sentirlo dentro, y entonces, sus ojos me caldearon
hasta que temblé como una hoja en plena ventisca y sus labios chocaron con
los míos en nuestro primer beso, un beso demoniaco en el que nos
acariciamos de una forma obscena y candente.
Papi se aferró a mi nuca y me impulsó a gatear sobre el escritorio, solo
utilizando las rodillas, como si de una penitencia se tratase, y tal vez lo era,
porque estábamos ardiendo en las brasas del infierno, a punto de explosionar
el cuerpo del otro.
Sus labios eran voraces, su lengua acarició la mía con vehemencia y
fogosidad, hasta tragarse mis gemidos, hasta calentarme más. Abrí los muslos
para no sentir con más urgencia las vibraciones.
―¡Papi, te necesito, necesito que me folles! ―pedí en medio del beso,
embriagada por todo lo que habíamos estado haciendo.
Se alejó cuando le dije aquello, en sus ojos capté el terror de mi petición, su
pecho subía y bajaba con brusquedad. Negó con la cabeza.
―Eres virgen, Dulce ―indicó como si eso significase algo para mí, como si
fuese lo más obvio del mundo.
Lo miré sin dar crédito a sus palabras, porque me había follado la boca con
la fuerza con la que necesitaba que se inmiscuyera en mi húmeda cavidad.
―Te necesito ―repetí con desesperación, acariciando su rostro,
acercándome para tratar de besarlo una vez más, anhelando su aliento,
anhelando su sabor, anhelando sentirlo más, conectar con el hombre de mis
sueños, aunque fuese solo esa vez, antes de que el piso bajo nuestros pies se
resquebrajase y todo terminara.
Tragó saliva y sus ojos se perdieron en mis labios hinchados y mancillados
por los suyos.
―No creo que pueda contenerme, si te toco… ―musitó con esa voz grave y
gutural que me hizo temblar, y sentir más las vibraciones sobre mi clítoris, esas
vibraciones que querían hacerme llegar al clímax.
Gemí, admirándolo, ofreciéndole mi cuerpo.
Atrevida, sin saber cómo se iba a tomar lo que pensaba hacer, bajé una
mano entre nuestros cuerpos, acaricié su gran erección, pero no me detuve, en
su lugar, me quité las bragas como pude, bajándolas y después levantando una
rodilla y luego la otra. Apreté los muslos para que el vibrador quedase en mis
pliegues vaginales. Gemí, desesperada al sentir más la incitación del juguete.
―No… me… importa… ―indiqué perturbada, cada vez más cerca de
correrme―. Te… quiero… dentro…, hondo…, llenándome… ―seguí,
temblando con fuerza, con la energía acumulándose en mi vientre,
arrancándome gemido tras gemido.
Entrecerré los párpados, y cuando logré quitarme las bragas, metí la mano
entre mis pliegues y tras mojar bien los dedos, la saqué de mi intimidad, con
un alarido entre la satisfacción y la desesperación.
―Solo te quiero a ti, papi ―musité, tratando de respirar con normalidad.
Sus ojos se ensombrecieron una vez más. Acerqué el vibrador y lo pasé por
sus labios, mojándolos con mi humedad, para luego lanzarme a ellos,
besándolo con la misma necesidad con la que me besó antes, probándome en
su boca. Rugió como una bestia desatada cuando paladeó mi sabor, ese que se
negó a sentir antes, pese a que desconocí la razón.
Enarbolado por el beso, por el sabor de mi sexo, me cogió de la espalda y
me alzó del escritorio, haciendo que enroscara las piernas sobre su cadera, y
nos abrazáramos.
Jadeé por la fricción de su piel tersa contra mis pezones, con su calor
masculino, con el vello fino que tenía en los pectorales que quería lamer como
si de un helado se tratase.
Me llevó hasta el sofá. Sus manos en mi trasero me magrearon el culo, y
gruñó cuando nuestros sexos se juntaron y mis jugos le empaparon la
longitud.
Nos frotamos. No podía más y me moví sobre su cuerpo, acariciando mis
pechos con su piel, y mis pliegues contra su polla dura y grande que rozaba
con la punta mis labios vaginales, friccionándonos con delicia.
―No me voy a poder contener ―repitió, alterado, con la voz más sombría,
tan excitante que gemí y acaricié su cabello―. No puedo, dulzura, me has
enloquecido y solo quiero romperte en mil pedazos.
―¡Hazlo! ―exclamé fascinada con aquella imagen de papi siendo rudo
conmigo.
Se me obnubiló la mirada y mi respiración se hizo más profunda. Me estaba
desesperando gracias a la excitación.
Negó con la cabeza, dejándome caer sobre el sofá, mientras su cuerpo
grande se quedaba sobre el mío, casi flotando, sostenido con las manos a los
lados de mi cabeza.
―No sabes lo que me pides, no quiero hacerte daño, por hoy, solo déjame
probarte, quiero saborear, quiero sentir ese sabor afrutado que emana de entre
tus piernas. Solo eso… ―indicó más para sí, como si se estuviese limitando.
No me dejó replicar, en su lugar, me volvió a besar, con más ganas,
mordisqueando con suavidad mi labio, pasando la lengua voraz por mi boca,
incitando más mi cuerpo.
Me arqueé cuando bajó al cuello, cuando lamió mi piel y gruñó al
saborearme, hincado entre mis piernas bien abiertas, esperando que cierta
parte de su anatomía se metiera entre mis paredes virginales.
Jadeé y mis manos se enredaron en su cabello oscuro, lacio y suave.
Su boca bajó más, lamiendo y torturando mi piel. Besó el inicio de mi
pecho, olfateó mis tetas, primero una, dibujando con su nariz la areola.
―Papi… ―exhalé febril.
Mis pezones estaban erguidos, esperando por sus caricias, incitados por su
tacto. Una de sus manos bajó a mi cadera, amasándome la carne, apretándome,
mientras que con la otra se sostenía.
Empujó la perla rosada con la punta de la nariz, gemí con el roce de
nuestras pieles. Y luego, su lengua ávida salió, dejando caer su aliento caliente
contra mi punta que se frunció.
Sollocé y me removí, esperando sentir algo entre las piernas, pero tenía su
miembro muy lejos de mi vórtice para sentirlo.
La punta de su lengua incentivó la areola y luego lamió el pezón. Un latigazo
caliente y lleno de energía me atravesó e hizo que me estremeciera, que mi
interior palpitara.
―¡Papi, te necesito, por favor! ―rogué encandilada, acariciando su cuero
cabelludo, mordiéndome el labio, moviéndome para que supiera lo necesitada
que me encontraba.
No me importaba si no me probaba, quería sentirlo adentrándose en mis
pliegues, los que guardé solo para él.
―Chist, gatita, ya llegara el momento en el que puedas acogerme ―dijo,
alzando la cabeza para que nuestros ojos se encontraran, para que me perdiese
en sus pupilas casi negras donde la llama del infierno ardía.
Su mano en mi cadera bajó y puso la palma sobre el monte de venus.
Temblé de excitación.
Sonrió, ladino, y volvió a descender sobre mi pecho, lamiendo la areola,
incitándome, hasta que se llevó al pezón dentro de su boca y comenzó a
succionar con maestría, chupando, lamiendo y mordisqueando ese epicentro
de nervios por el que la energía entraba para sobrecalentar mi núcleo, para
hacerme sentir más y más excitada, al tiempo que sus dedos, casi sin querer,
estaban explorando mis pliegues desnudos.
Gemí, lloriqueé y jadeé sin poder contenerme, súper excitada con su boca,
con sus dedos.
Apretó mi clítoris, lo masajeó y cuando estaba a punto de correrme, metió
uno de sus dedos entre mis labios, tensándome por un momento, hasta que
afianzó el pezón con los labios estirándolo y ese rayo eléctrico que metió en mi
cuerpo y llegó directo a mi sexo, me hizo alcanzar la cima tan ansiada.
Me tensé de los pies a la cabeza, hasta que la liberación llegó y mi cuerpo
palpitó desde adentro, temblando, haciendo que me afianzase a sus hombros, a
su espalda, que me arqueara, buscando no solo sus labios, sino también estallar
esa bola de fuego que mi vientre poco a poco fue haciendo más grande, hasta
que detonó y apreté su dedo con los músculos internos, hasta que me
estremecí por completo y caí laxa sobre el sillón, palpitando, con la boca
entreabierta, tratando de respirar.
Papi se alzó, su dedo todavía en mi interior, sintiendo las reminiscencias del
orgasmo.
Sus ojos se enfocaron en los míos, apenas abiertos, solo necesitando verlo,
saber que aquello era verdad, y no una fantasía más de mi mente. Pero no, era
real.
Tenía la mandíbula apretada, sus ojos estaban muy oscuros, y respiraba con
violencia, alterado al sentirme.
―No sabes lo magnífica que eres, dulzura ―apuntó y movió el dedo en mi
interior.
Gemí, sensible.
―Te quiero a ti ―dije apenas sin poder hablar.
―¿De verdad lo quieres? ―consultó incrédulo, observándome con deseo,
con los músculos tensos, moviéndose dentro de mí, hasta que otro dedo entró
en mi cavidad, abriéndome, produciendo cierto escozor que me hizo dar un
alarido y asentir, sabiendo que probablemente si me tomaba así, sin abrirme
más, me desgarraría, no obstante, lo necesitaba dentro.
Me aferré a sus hombros y asentí.
―Hazlo, rómpeme, hazme tuya, hazme tu mujer ―revelé mi deseo más
oscuro, ese en el que le di a entender que quería ser suya, pertenecerle y que
hiciera conmigo lo que quisiera.
Contuvo el aliento y me miró, me miró de una forma que no pude describir,
sacó los dedos de mi interior, no sin antes moverlos para estirarme un poco
más.
Nos miramos mientras se reacomodó. Me abrí más para darle espacio. Bajó
las caderas y guio su miembro a mi entrada.
Ambos respirábamos con violencia, su pecho bajó y sintió la punta de mis
cimas.
Jadeamos cuando lubricó su polla con mis fluidos, esos calientitos y viscosos
que le hicieron cerrar los ojos por un segundo.
―Dime cuando quieras que me detenga ―indicó casi sin voz.
Asentí, pero supe que no le iba a pedir tal cosa.
Llevó su mástil directo a mi entrada cerradita y comenzó a pujar. Mi boca se
abrió en un gemido de dolor que no dejé salir, pese a que las lágrimas se
agruparon en mis ojos, emborronando su perfecto rostro masculino.
Acaricié su rostro y parpadeé para que dos lagrimones gruesos rodasen por
mis mejillas, haciendo del momento algo mágico, erótico y sellando mi destino
a su lado.
―Sigue ―incentivé cuando se detuvo al verme llorar.
Tenía la mandíbula apretada, se estaba conteniendo, su pecho subía y bajaba
con brusquedad, su polla palpitaba, así como mi interior que se ciñó a su
longitud.
Se deslizó un poco más dentro de mí, abriéndome para él. Sollocé, pero
negué cuando sus ojos interrogantes me propusieron parar.
―Hazme tuya, papi ―dije fascinada por tenerlo dentro, olvidando el dolor y
ardor que me sobrecogieron porque él era mucho más grande que sus dos
elegantes y masculinos dedos.
Se tensó por completo cuando oyó mis palabras y mi voz aterciopelada, y en
un momento de total éxtasis, se introdujo por completo en mi interior,
llenándome, estirándome, haciéndome su mujer por el resto de los días.
Gemimos al unísono. La abrasión me envolvió, el dolor se volvió placer,
más que placer corporal, un placer mental, en el que al fin tenía lo que tanto
deseé.
Cerré los ojos y me deleité al sentirlo, al abrasarlo con mi interior, al tenerlo
gruñendo en mi oreja, al sentir su cuerpo aplastando el mío, luchando para no
moverse, y también con el dolor que le produjo sentir mi estrechez, porque
pude ver su mandíbula apretada cuando se metió hasta lo más profundo de
mis pliegues húmedos y calientes.
―¿Eres mía? ―masculló la pregunta en mi oído, abrazándome, metiendo
una mano bajo mi espalda, mientras que se sostenía con el codo de la otra.
Moví la cabeza, buscando sus ojos, y nos encontramos, en esa postura más
romántica que erótica, con nuestros cuerpos conectados por completo,
acostumbrándose al otro.
Con el poco aliento que tenía respondí:
―Soy solo tuya, eres mi papi…
Gruñó al escuchar mi respuesta y estampó sus labios con los míos,
comiéndome la boca, reacomodándose sobre mi cuerpo para comenzar a
mover su cadera, primero despacio, sin dejar de besarme, sin dejar de tocarnos,
porque mis manos exploraron su torso, su espalda musculada en la que pude
sentir cada estiramiento y tensión de músculos que hizo con cada vaivén en el
que prorrumpía en mi interior con empeño.
Jadeó, gemí y nos dejamos llevar.
El dolor y la abrasión seguía consumiéndome, pero era trasformado por mi
cabeza y se convirtió en pasión, y pronto comencé a gemir más y más fuerte,
enajenada con cada fricción entre nuestros sexos. Su pelvis martirizando mi
clítoris, sus testículos arremetiendo contra mi trasero, su polla follándome
como tanto deseé, mientras nos comíamos la boca con fruición, dominados
por la lujuria, por el placer.
A cada instante me fui acostumbrando más a su longitud, que poco a poco
me fue embistiendo con más fuerza, con más violencia, arrancándome gritos
de verdadero placer carnal, un placer ignominioso que nos consumía.
Me estremecí cuando la energía se acumuló en el vientre, cuando mis
extremidades se electrificaron, cuando mis nervios se calentaron, cuando el
roce de su dureza en mi interior hizo que todo estallara, que me arqueara una
segunda vez, que lo abrasara desde el interior, que lo enviara hasta lo más
profundo de mi ser, donde lo masajeé sin descanso, hasta que, con un gruñido
en mi oreja, se corrió y sentí sus estremecimientos, los mismos con los cuales
mandó olas de calor que repercutieron en mi vientre fértil, mismo que lo
estaba esperando desde hace años.
Jadeé enloquecida al sentir su cimiente caliente, llenándome, al saber que él
también me pertenecía, que éramos uno solo, que nuestros cuerpos se
reconocían.
Nos besamos una vez más, sin que él se saliera. Nos abrazamos, nos
tocamos, llenos de furia, deseando más, porque aquel momento, lejos de
dejarnos sin energía, fue un catalizador para más.
Nos buscamos con la boca, con las manos. Papi me apretó un pecho, me
pellizcó el pezón y sentí otro chorro de semen llenando mi vientre caliente con
su semilla. Moví las caderas y arañé su espalda.
Frenéticos, nos besamos, hasta que no pudimos más, hasta que tuvimos que
respirar. Lo abracé y lo invité a dejarse caer sobre mi cuerpo, en el que lo
acuné, deseando que nunca acabase nuestra conexión, que no se saliera de mi
interior.
Me giró un poco para quedar de costado, usando su bíceps de almohada.
Abrí los ojos, los tenía llorosos, no por el dolor que ya no sentía, sino porque
mi alma quedó expuesta ante él, y no estaba segura de sí lo sentido eran meras
impresiones mías o había aceptación por su parte.
Lo miré. Sus ojos estaban tan azules como siempre, quizás más, porque un
brillo cálido me reconfortó.
Alzó una de mis piernas y buscó adentrarse unos centímetros más en mi
interior, queriendo permanecer de aquella manera, pese a que su erección
estaba bajando.
―¡Papi! ―exclamé en un gemido, dejando salir el aire al sentir su dulce
invasión.
―Chist, quédate así, dulzura, ya eres mía, y te voy a cuidar ―propuso con
tranquilidad, y una sonrisa más taimada, con su característico sello canalla, pese
a que algo en mí se removió, las mariposas calientes me hicieron sentir
reconfortada, y sonreí, antes de acurrucarme contra sus pectorales, con las
manos sobre su pecho.
Besé su piel y me quedé pegada a su cuerpo, aspirando su aroma masculino,
la fragancia de nuestros sexos que llenaba la oficina. Su piel era tibia y tersa, y
sus brazos me rodearon por completo, arrullándome sin separarnos, sin cortar
la conexión.
Cerré los ojos, deseando que al despertar el sueño no acabase, que no fuera
solo una quimera, porque no iba a soportar una realidad en donde no le
perteneciera, en donde no fuese su mujer, en donde no pudiera darle mi
cuerpo.
Quería ser todo lo que otras no fueron para él, quería doblegarme a su
oscuridad, esa misma que le hizo azotarme el sexo, la que enrojeció mi culo, la
que le hizo penetrarme porque no resistió. Quería que fuese libre conmigo,
que hiciere lo que quisiere con mi cuerpo, pero solo con él mío.
Me apreté más a su torso desnudo, sintiendo su piel en la mía, el calor que
nos embargó, con su miembro todavía en mi interior, y me dejé vencer por el
cansancio, por su abrazo reconfortante, por el sonido de sus pulsaciones, por
la calidez de su piel, por todo su ser.
―Papi ―susurré antes de caer dormida.
CAPÍTULO 25
―DULCE… ―susurró. Su voz masculina y grave llegó a mis oídos como la
melodía más excitante que alguna vez escuché.
Me removí un poco y me acobijé con el calor de su sedosa piel. Pasé los
dedos por su fino y pequeño vello oscuro.
―Dulce, vamos, tengo que ir a la oficina ―musitó y me acarició la mejilla
con el dorso de la mano.
Parpadeé y traté de enfocarme. Inspiré hondo y su aroma masculino
mezclado con mi esencia dulce me colmó las fosas nasales y me agité por
completo, sintiendo su cuerpo desnudo pegado al mío.
Gemí encantada.
«No fue un sueño» ―pensé emocionada y tuve que morderme el labio
inferior para no gemir con más fuerza, un gemido diferente en el que le daría
mi corazón, algo que no sabía si iba a aceptar.
―Papi… ―murmuré pegándome más a su cuerpo, buscando su calor.
Me sentí frágil, sensible. Un cúmulo de emociones se enroscaron en mi
abdomen.
―Chist, tranquila, gatita ―dijo acariciándome el cabello, pasando sus dedos
por mi melena, desenredándolos―. ¿Te duele algo? ―preguntó dócil,
preocupado, su voz me hizo apretar los párpados.
Negué con la cabeza, sin querer decir nada.
No quería que el momento acabase, que el sueño hecho realidad se diluyera,
porque, si salía de sus brazos… La realidad tocó las puertas de mi mente, esa
realidad en la que él seguía casado con mi ingrata y espantosa madre, con la
mujer que se atrevió a defraudarlo, pese a todo lo que él hizo por ella, por
nosotras, y yo… Yo también estaba yendo en contra de él al no decirle la
verdad.
―Papi… yo… ―Comencé tratando de sacar la espina de mi corazón, sin
saber qué podía generar mi revelación. Quizá me ganaría su rechazo, no
obstante, no podía amarlo sin hacer todo por él.
Su mano se fue a mi mandíbula y con delicadeza me hizo subir la cabeza.
Nuestras miradas conectaron y el azul de sus iris me hizo temblar. Tenía los
ojos más hermosos y varoniles que vi alguna vez. Resplandecían, me miraban
con ardor, y con algo más que no quise saber qué era.
―Dime qué sucede, gatita. ¿Te duele algo? O es que… ¿te arrepientes?
―consultó y el brillo que antes iluminó sus pupilas menguó.
Su rostro se modificó, la media sonrisa ladeada con la que me recibió un
segundo atrás se desdibujó y la preocupación hizo que sus cejas se aplanaran y
su entrecejo se frunciera.
Negué para no preocuparlo de manera innecesaria.
―No, no es eso ―aseguré convencida y me senté, saliendo de sus brazos,
quedándome al borde del sofá que, pese a ser muy grande, no dejaba espacio
para que pusiera distancia del todo.
Dejé salir el aire de los pulmones. La angustia me sobrecogió y lo miré por
un segundo, me recreé con su masculino cuerpo, con sus pectorales hinchados,
con su abdomen marcado, con sus brazos grandes y fuertes.
Se quedó acostado, observándome con la ceja alzada, confundido por mi
reacción.
Inhalé profundo y me dije que debía sacarlo todo.
Encogí las piernas y me abracé a ellas, saliendo del embrujo que provocaba
su imagen en mi vientre, que estaba cálido solo por tenerlo cerca. Reposé la
cabeza sobre las rodillas y miré al frente, desviando la mirada de su escritorio,
donde todo comenzó.
Si tan solo se lo hubiese dicho antes… Pero no, fui irresponsable y me dejé
llevar por el deseo.
Cerré los ojos.
―Lo siento de verdad, Guillermo ―hablé con seriedad, tratando de poner
todas las piezas en orden, sin querer poner ni una pizca de flirteo a mi voz, por
eso ni siquiera lo llamé «papi», porque supe que tenía que ser sensata.
Se removió y su calor llegó a mi espalda. Una de sus manos se posó en mi
hombro.
―Yo… ―seguí al sentir su duda, cuando creí que iba a hablar―. Siempre me
has gustado ―indiqué sabiendo que era mejor iniciar por lo suave.
―No ne…
―Por favor, no me interrumpas, por favor ―supliqué con el nudo en la
garganta. Su mano se deslizó por mi espalda, suave, lánguida, y no supe
interpretar su reacción. Me dolió, las mariposas se acallaron y todo en mi se
constriñó llena de pena―. Déjame que saque todo, porque no sé si cuando
acabe… ―Resoplé molesta por ser tan cobarde, porque lo fui durante años y,
ahora que ya tenía lo que siempre quise, se me iba a escapar de entre los dedos
por culpa de mi calentura.
Sacudí la cabeza.
―Te he deseado durante demasiado tiempo, al punto de ser doloroso, al
punto de desear huir para no interferir en tu matrimonio, en la felicidad que
creí que tenían como pareja. Me alejé porque me dolía verlos juntos, porque mi
alma sangraba cada que te veía besarla, abrazarla. Me alejé porque los odiaba
tanto como los amaba ―grité contrariada, con el nudo más grande en la
garganta.
Me reacomodé para mirarlo, porque necesitaba tenerlo enfrente, porque ya
no era esa niña que salió corriendo. Pudiese ser que no fuera la mujer más
madura del mundo, que muchos me considerasen apenas una jovencita, pero si
lo quería, debía hacerlo bien.
Su rostro estaba casi sin expresión, observándome con sus ojos azules que
no quise saber si brillaban o no. Estaba callado, sentado a mi lado, uno frente
al otro.
No quise analizar de más su semblante, temí descubrir algo que quebrase mi
corazón para siempre, que rasgase mi alma y la volviese un fantasma.
―Hui porque te he amado desde que era apenas una adolescente ―confesé y
sus ojos se oscurecieron un poco―. Sé que no debió ser, que para ti… ―dejé
salir el aire―. Yo soy tu hijastra. Y mamá… Se supone que ella debió ser la
mujer ayer en tu escritorio, la mujer que despertase a tu lado, la que te besara el
torso y contemplara el sonido de los latidos de tu corazón. ―Negué
contrariada. Su boca se abrió y entendí que quería decir algo. Alcé la mano
para cortarlo―. Por favor, no me odies… ―imploré, llevando la palma hasta su
mandíbula para acariciarlo, admirando el azul cobalto de sus iris, perdiéndome
en sus pupilas oscuras y profundas.
Cerré los párpados por un instante.
―Ayer no venía para… lo que hicimos. ―Negué con vehemencia. Abrí los
ojos y vi los suyos, entornados y confundidos, quizá hasta un poco enojados―.
Me hubiese gustado hacer las cosas bien, por eso, pese a que quiero estar más
tiempo sintiéndote, tocándote en todos los sentidos en los que se siente a un
amante, no podía… Yo… No sé cuál es la relación que tienen ustedes, no sé si
siguen siendo el matrimonio feliz. No lo sé, y la verdad, lo único que me
importa es que tú lo seas, que tú seas feliz, ella… ―dudé cómo decirlo. Me
mordí el labio.
Papi ladeó la cabeza y sus ojos me escrutaron de una manera que no quería
ver.
Me desinflé.
―Ayer la vi…
―¿La viste? ―preguntó interrumpiéndome sin comprender esas palabras.
―Sí. Vi a mamá, la vi besándose con otro hombre, para luego entrar en su
coche e irse en la madrugada. Fue unos minutos antes de que entrase a la casa
y te buscase para decírtelo todo, porque no quería que ella… ―solté de
carrerilla, deteniéndome porque me dolió el corazón con más fuerza.
No, me negué a alzar la mirada, a ver su dolor, a saberse engañado, al saber
que su esposa le era infiel.
―Lo siento mucho, papi, lo siento tanto… ―supliqué sufriendo, con el
corazón encogido. Busqué sus manos y las agarré, besándolas con fervor.
Una de sus manos se soltó de mi agarre y me cogió de la quijada para que
alzase la cara y lo mirase. No pude descifrar su semblante, pero parecía
tranquilo. Me admiró por un instante y luego sonrió, una sonrisa de esas que
tanto me gustaban, una sonrisa que detuvo mi corazón e hizo que las
mariposas revoloteasen dentro de mi estómago, encandiladas con sus ojos
brillantes y oscuros, las dos cosas al mismo tiempo.
―Eres impresionante ―susurró acariciándome la mejilla.
Inhalé profundo y caí en cuenta de que ambos estábamos desnudos. Pestañé
aliviada con sus palabras y encantada con su aroma masculino que volvió a
aletear en mis fosas nasales, avivándome la piel, creando deliciosas cosquillas
en el centro de mi deseo.
―¿No estás enojado? ―pregunté un tanto temerosa.
Sonrió más grande.
―¿Contigo? ―Asentí―. En absoluto ―aseguró y sus manos fueron a mis
caderas.
Nos reacomodamos y me senté a horcajadas sobre su cuerpo, con las manos
sobre sus hombros redondos y duros. Jadeé al sentirlo en las puertas de mi
intimidad. El corazón me martilló dentro del pecho y la electricidad fue
creciendo en mi interior, calentándome, haciendo que mi vagina se lubricara y
mis pliegues se humedecieran.
―Papi… ―jadeé llamándolo cuando sus manos alcanzaron mi trasero y me
apretaron la carne con suavidad y delicia.
―¿Ya no me vas a decir «Guillermo» entonces? ―inquirió socarrón.
Me mordí el labio y agité las caderas en círculos, empapando su longitud
más que despierta.
―¿No te gusta que te diga «papi»? ―pregunté acercándome más, deslizando
los brazos por sus hombros hasta pegar los pechos a su torso musculado,
metiendo las manos en su cabello sedoso.
Me estaba calentando demasiado rápido, ni siquiera habíamos terminado de
hablar, sin embargo, tenerlo así, con sus manos acariciándome el culo,
abriéndome para que lo sintiese más, para que su erección se calentase más
con mis pliegues húmedos, era demasiado tentador para pensar con claridad.
―Me encanta, pero debo reconocer que mi nombre suena muy llamativo
con tu vocecita de sirena ―apuntó con esa sonrisa canalla que me estremeció.
Suspiré.
―¿Por qué no estás enojado o sorprendido? ―consulté volviendo a lo
importante, pese a que me negaba a detener el movimiento circular.
Me cogió de las caderas para inmovilizarme, la sonrisa se le desdibujó, pese
a que no parecía molesto, quizás un poco divertido a juzgar por el brillo
peculiar de sus ojos. Me repasó y se relamió al admirar mis labios
entreabiertos, aprovechando para subir una mano y aplastar más mis senos
contra su torso.
―No te muevas ―susurró y se acercó para lamerme los labios.
Jadeó y gemí encantada, cerrando los párpados por un segundo.
―Quiero disfrutarte ―musitó separándose un segundo, nuestras miradas
uniéndose, el calor de nuestros cuerpos sofocándonos en el más puro de los
éxtasis.
Gimoteé y me apreté más contra su pelvis, abrazando con los pliegues su
magnánima longitud.
Gruñó al sentirme, al saberme caliente, entregada.
―¿O acaso piensas torturarme hasta que te diga la verdad? ―indagó al ver
cómo me mordía el labio, y me alejaba para pellizcarme un pezón.
Sonreí y negué con la cabeza. No quería torturarlo, solo que estaba tan
caliente que ya ni sabía qué estaba haciendo.
Bajé las manos a sus pectorales y me detuve, sabiendo que no era momento
para dejarme llevar por la lascivia.
―Por favor, papi ―apremié para que me dijese todo, pese a que sonó a una
súplica para que me hiciere suya una vez más.
Bufó risueño.
―¡Eres una provocadora! ―Negó con la cabeza, pese a que su sonrisa me
indicó que estaba bastante tranquilo.
Me sentí mejor al verlo de aquella manera, al saberlo relajado, excitado, tan
encandilado como yo me sentía con él.
Inspiró y se puso serio, subiendo las manos a mi cintura, donde me cogió,
aferrándose a mi cuerpo, y tras una larga exhalación en la que dejó caer su
cabeza sobre el cómodo respaldo del sofá, comenzó a contarme la verdadera
historia, la historia de mi madre y mi papi, el hombre que me convirtió en
mujer…
Mil emociones me acogieron al escucharlo, pasé del asombro, al
desconcierto, a la irritación, al dolor, y mil cosas más. Mi gesto se modificó
tanto que ya no sabía qué expresión tenía mi rostro.
Nos quedamos quietos, aspirando el aroma del otro, el calor que
desprendían nuestras pieles, pese a que la excitación menguó y no pude ocultar
el odio que fue creciendo y creciendo. Sí, odié a mi madre con cada palabra
que salía de su boca, en especial cuando me contó lo que años atrás descubrió,
las infidelidades que ella cometió.
―No lo entiendo, no entiendo por qué te retiene a su lado. Es una bruja…
―grité enojada.
Papi sonrió encantado con mi enfado, sus ojos recorrieron mis ojos
llameantes, mi ceño fruncido, mi boca apretada en un puchero.
―Te ves preciosa enojada ―indicó fascinado, sus ojos trasmitían una paz
que yo no sentía.
Estaba disgustada, molesta y quería abrazarlo y protegerlo de las garras de
mi progenitora, de esa mujerzuela que osó maltratarlo pese a que él le fue
fiel… bueno, hasta que llegué yo y me metí en medio de ellos, aunque, por lo
visto, ella ya no estaba en su puesto de esposa. No me inmiscuí, ella dejó
bacante el puesto desde hacía mucho tiempo.
―La odio ―confesé. Abrió la boca para interrumpirme y negué―. No me
digas que no debería odiarla. La odio y la voy a seguir odiando. Aguanté que
durante muchos años me dijera cosas, sabía que estaba enojada conmigo, que
le molestó que me alejé de ella, o eso creí durante años, sin embargo, puedo
soportar que me diga cualquier tontería, pero no que te dañe a ti ―advertí
sintiéndome violenta, irritada, como casi nunca estuve.
La sonrisa de papi se amplió y arqueó una ceja.
―Estás preciosa cuando te enojas, pero no deberías preocuparte por mí. Soy
un hombre mayor, ¿sabes? ―indicó burlón, bajando una mano para apretarme
el trasero con fuerza, sacándome por un momento de la burbuja en la que me
metí―. No te voy a decir que no la odies, pero al final, ella es tu madre,
Dulce… ―comentó dudando. Advertí la vacilación en sus ojos, como si
quisiera agregar algo más, pero calló―. Además, he comenzado los trámites del
divorcio.
Me quedé quieta, mis párpados se abrieron al comprender lo que eso
significaba.
―Ya no serás mi papi… ―musité perpleja.
Se rio por lo bajo, esa risa tan masculina y grave que hizo que mi enojo se
diluyera y sonriera. Sus ojos se enfocaron en mi rostro, me repasó, y se relamió
al llegar a mis labios. Apretó la mano en mi culo y bajó la otra para emparejar
el calor en mi trasero, acomodando su palma en mi carne.
Inspiró hondo.
―Lo único bueno que me trajo estar con tu madre, fuiste tú, gatita. No sé si
merezco haber estado entre tus piernas, si voy a pagar en el infierno por haber
profanado a un angelito como tú. ―Me acarició el trasero y sus ojos se
perdieron en el movimiento de mis pechos pesados que subieron y bajaron
con cada inhalación y exhalación violenta. Me estaba excitando con rapidez―.
Y sé que tuve que haber sido un verdadero padre para ti, que tuve que cuidarte
de todos, incluso de mi lascivia, pero…
―¿Pero…? ―pregunté con la voz en un fino hilo, con los párpados
entrecerrados, casi sin aliento.
Moví las caderas en círculos lentos y precisos en los que percibí su longitud
irguiéndose, preparándose para penetrarme.
―Pero no puedo, te deseo demasiado ―dijo exaltado cogiéndome el trasero
para levantarme y luego dejarme caer sobre su erección grande y gruesa.
Gemí, sacando todo el aire que tenía en los pulmones, enardecida con la
sensación de tenerlo dentro, de sentir su duro mástil abriéndose paso entre las
paredes calientes, estrechas y empapadas de mi vagina.
―Papi… ―musité casi sin voz, arqueando la espalda, arañando sus
pectorales sin querer meter las uñas en lo profundo de su piel.
―No puedo alejarme de ti, dulzura, no puedo dejar de pensarte. Quiero
sentirte, quiero que seas mía ―profirió alterado. Nuestros ojos se encontraron
y el fuego en sus pupilas me consumió, calentándome más y más.
―Entonces no lo hagas, no te alejes ―alenté acercándome, subiendo las
manos hasta inmovilizar su rostro.
Subí las caderas, hasta que solo quedó la punta de su miembro en mi
interior, y luego, bajé despacio, creando un pequeño círculo con la pelvis,
moviéndome para sentirlo más, para abrazarlo con los músculos internos.
Temblamos y gemimos al mismo tiempo.
―Soy tuya, ¿lo recuerdas? ―inquirí volviendo a subir.
Sus ojos se ensombrecieron y me cogió del trasero con fuerza,
deteniéndome para luego embestirme con profundidad, arrancándome un
gemido.
Gruñó y se quedó en mi interior, con la mandíbula apretada, conteniéndose
para no follarme con fuerza.
Mi respiración se volvió profusa, la electricidad me recorrió, irrigando
energía a mis nervios, a los músculos, al epicentro de mi deseo.
―¡Dímelo! ―exclamó, retrocediendo hasta que solo quedó la punta en mi
interior.
Jadeé con esa magnífica fricción creada entre nuestros sexos que se
reconocieron. Se suponía que debía estar adolorida, pero por él… por él estaba
dispuesta a desgarrarme la piel, a quemarme viva, a morir en el más grande de
los placeres. Mientras fuera con él…
―Soy tuya, papi ―ronroneé complacida, para después dejarme caer sobre
sus labios y besarnos con entrega, sin importar nadie ni nada, solo siendo
nosotros.
Nos acariciamos con ardor, nos dejamos arrastrar hasta el mismo infierno,
en donde nos calcinamos.
―Fóllame, papi ―pedí y comencé a mover las caderas, a meterme su polla
dura y gruesa sin descanso.
Gruñó y jadeé.
Nuestros movimientos se acompasaron, y no paré hasta que el éxtasis me
sobrecogió, hasta que la sangre me hirvió y el volcán en mi interior estalló en
mil espasmos que lo abrazaron desde adentro, masajeando su longitud,
haciendo que temblase conmigo, pero no se corrió, en su lugar, bajó la boca a
mis pechos y los degustó con placer, los saboreó, succionó las perlas rosadas,
lamió y estiró los pezones, haciéndome jadear con su boca, prolongando más
el orgasmo, en el que aguardó en lo profundo de mi interior para que no
muriera en medio del paraíso al que me propulsó, en el que mojé sus muslos
con mi esencia, en el que grité su nombre, en el que lo llamé en medio del
sueño, para después, sin casi dejarme descansar, follarme con fuerza, como
tanto se lo pedí, alzando mis caderas y agitando las suyas con vehemencia,
volviendo a buscarme con su boca, esa vez, para besarnos con lujuria,
modernos los labios, fundir nuestros cuerpos en uno solo. Me apreté contra su
torso, mientras me follaba, creando un roce enloquecedor que no tardó en
alzarme de nuevo a la cima en la que estallé, arrastrándolo conmigo,
masajeándolo, hasta que sentí los efluvios de su esencia calentándome,
llenándome con regocijo, llamándome «gatita» con la voz apretada, gruñendo
para mí, bramando para que su hembra lo cobijara y lo dejara terminar en lo
más hondo de su vientre, hasta convertirnos en uno solo, una sola persona, un
solo corazón.
CAPÍTULO 26
DESPUÉS DE PASAR UNOS MINUTOS RECOMPONIÉNDONOS,
besándonos con más delicadeza, acariciándonos, papi se tuvo que ir a arreglar
porque no podía quedarse por más tiempo ya que tenía una reunión
importante.
Hablamos mientras enjabonaba su cuerpo, mientras huía de sus manos
porque no quería entorpecer su trabajo, porque no quería ser motivo de su
retraso, pese a que solo logré que jugueteara con mi cuerpo, que me mirase
con hambre, que pegase mi torso al suyo y me enjabonase las tetas con su
torso cubierto de jabón, que me pellizcara los pezones y me azotara el culo en
más de una ocasión.
Pese a ello, logré que hablase sobre cómo tenía planeado dejar a mamá,
llevaba bastante tiempo intentando divorciarse, pero ella se negaba y, por lo
tanto, no le quedó más remedio que acudir a los tribunales. Lo entendí y le
aseguré que estaba de acuerdo, que le ayudaría en todo lo que pudiera.
―¿Sabes lo que esto significa? ―preguntó cuando se estaba secando,
mientras me veía enjabonarme el cuerpo, con esos ojos oscuros y lascivos que
me estaban calentando más y más.
―No seas malo y mira a otro lado ―indiqué apretándome los pechos,
masajeándolos al tiempo que me los lavaba.
Sonrió burlón.
―Ponte seria, dulzura ―apremió y se metió a la regadera un momento, en el
que le puse el culo enfrente para que me azotara por mi majadería, algo que
disfrutó hacer, para luego volver a salir y terminar de secarse, para proceder a
ponerse la ropa interior, pese a que la erección grande formara una tienda de
campaña en la tela negra de los bóxeres.
Me relamí al verlo.
―¿Qué significa? ―pregunté tratando de ser una niña buena y no incentivar
más nuestra lujuria, aunque ambos estábamos muy excitados.
―Significa que lo nuestro debe ser un secreto ―respondió tras un largo
suspiro en el que sus ánimos decayeron un poco.
Detuve mis manos que estaban jabonando mis muslos y lo miré. Sonreí.
―Lo esperaba ―aseguré más tranquila al escuchar que no era nada grave.
Sus ojos ascendieron a los míos, sorprendido, con las cejas alzadas, sin ocultar
su sentir―. Sé dónde estoy parada, papi, sé que eres un hombre casado, que
soy tu hijastra, que lo nuestro… ―Exhalé sin querer terminar la frase, porque
no sabía si tendríamos un futuro juntos, o solo era algo temporal.
No importaba, siempre sería suya, él era mi papi, y yo era su mujer, a la que
podía dominar y pedirle lo que quisiera, era suya y de nadie más, y eso no
cambiaría en ninguna circunstancia.
Sus ojos se volvieron más azules, sin que lo esperase, en un movimiento
brusco y rápido, se acercó y me besó en los labios con fuerza, arrancándome
un gemido y embebiéndose con este. Me comió la boca con necesidad. Le
correspondí el beso, un beso corto, sentido, en el que algo dentro de mí
entendió que papi sentía algo más que atracción carnal por mí, lo que me hizo
tambalearme. El corazón me palpitó más deprisa y todo mi ser lo apreció en
más de un sentido.
―Volveré por la tarde. Voy a hacer todo lo posible por regresar antes, y…
―Se cortó sin saber cómo continuar.
―Te estaré esperando, preparada para ti, papi ―terminé por él, besándolo
con suavidad, un beso cortísimo, un pico en el que probé el sabor del
dentífrico, para después despedirnos porque procedió a vestirse en la oficina, y
así separarnos para no llegar tarde a su compromiso.
Suspiré cuando cerró la puerta tras su espalda, deseando que regresase y me
tomase como lo hizo minutos atrás, que me dejase probar su cuerpo como
tanto quería, o que cumpliera lo que pretendía hacer por la madrugada y que
gracias a la necesidad de sentir su erección perforándome las entrañas nos
detuvo y no dejé que su boca explorase mi anatomía.
Lo quería, lo necesitaba, y sería paciente, sería discreta, sería lo que él
necesitase, porque no había nada más que desease que hacerlo feliz.
CAPÍTULO 27
CUANDO TERMINÉ DE DUCHARME, salí y me puse la bata de baño de
mi papi, una bata gruesa y mullida en la que olfateé su aroma masculino. Cerré
los ojos y aspiré.
Salí de la oficina. Pese a la charla previa, el sexo mañanero y los juegos en la
ducha, era todavía bastante temprano. Sospeché que papi se despertó al
amanecer para manosearme antes de salir a la oficina y la idea de que fuese
así… me fascinó.
Que él quisiera tenerme en cualquier momento, me prendía más, me hacía
sentir especial, una chica afortunada.
Admiré su oficina por unos instantes. Mis bragas descansaban sobre el
escritorio. Caminé hacia este y me mordí el labio inferior al recordar lo que me
hizo, solo que esa vez me vi como una simple observadora del morbo que se
desató esa madrugada. Me vi abierta de piernas, en cuatro, con el torso pegado
al escritorio, en una posición de lo más obscena y… Temblé. Temblé excitada
al vislumbrarme en aquella postura, al pensar en que papi me vio el coño
desde esa posición.
Me relamí los labios, deseosa.
Sonreí ante la idea de repetir y abrirme de nuevo para papi, para que me
azotase, o me follase como él deseara.
Tenía mil ideas y posiciones que podríamos experimentar sin movernos de
su oficina, donde no solo pasaba trabajando. Papi fue muy contundente
cuando me explicó que ya no tenía nada con mi madre, que ellos no se tocaban
hacía mucho tiempo, algo que me hizo respirar y quitarme un peso de encima.
Pasé la punta de los dedos por la madera, contemplando el desastre que
dejamos. Recogí las braguitas y las observé por un momento, para luego
doblarlas y meterlas en el cajón del que vi que sacó lo que usamos horas atrás.
Mis párpados se abrieron en sorpresa cuando vi todo lo que tenía dentro del
cajón. No solo era el fuete o la bala vibradora que quedó sin batería luego de
ser abandonada sobre el escritorio, no, era todo un arsenal de artilugios, de
juguetes sexuales que papi tenía a la mano.
Jadeé, no pude evitar imaginarme lo que haría con las esposas de cuero, o
con los diferentes tipos de consoladores, o con el plug anal que terminaba en
una joya celeste con un corazón…
Pasé la mano por algunos juguetes y consideré hacer la travesura de
lubricarme el trasero y meterme el plug, para luego fotografiarme desnuda,
desde atrás y mandarle las fotos a papi, sin embargo, por muy candente que
fuese tal empresa, no podía hacerlo, no solo porque no tenía ni idea de cómo
se lograba dilatar el culo, sino porque quería que él lo hiciere, además, debía ser
cuidadosa, ser sensata. Si mamá nos descubría…, su ventaja sobre ella acabaría
y no sabía qué podía hacer mi progenitora para aferrarse a mi papi.
Metí el fuete y la bala vibradora en el cajón y encima de todo, las braguitas,
tanto las que me quitó el día anterior, como las que llevaba en la madrugada.
Guardé todo y arreglé un poco la oficina hasta dejarla decente. Levanté el
vestido del suelo y los zapatos que en algún momento de la madrugada me
quitó.
Salí de la oficina con una gran sonrisa en el rostro, misma que se desvaneció
cuando la señora Diana abrió los ojos al verme salir con mi ropa y zapatos en
las manos. La mopa que tenía para limpiar la oficina, porque justo iba a entrar
a hacer la limpieza, se cayó al suelo.
El corazón se me detuvo, la boca se me secó y la felicidad que antes
sonrojaba mis mejillas se esfumó, helándome el cuerpo.
Tragué saliva al darme cuenta de cuán reveladora era mi situación, sin
embargo, la señora Diana carraspeó y miró hacia la ventana, permitiéndome
escabullirme, pasando por su lado.
―Por favor no le diga a mi madre ―pedí en un susurro quedo.
―No he visto nada, señorita ―indicó y luego entró a la oficina con
tranquilidad, dispuesta a limpiar.
Tragué el nudo que se me formó y el alma se me cayó a los pies al entender
la fragilidad de nuestra relación, al saber que estábamos a un error de ser
descubiertos.
Llevé la ropa al cuarto de lavado y luego fui a la cocina, donde disfruté de
desayunar algo ligero. Mamá me encontró con la bata puesta, pero no le dio
importancia, ni siquiera se dio cuenta de que esa bata era más grande que la
que debía tener, o que olía a papi.
Alcé una ceja al comprender que para ella era invisible.
―¿Llegaste tarde, cariño? ―consultó sacando del frigorífico un zumo de
naranja, sirviéndoselo en una copa con un toquecito de licor.
Fruncí el ceño.
―No tan tarde… ―respondí esquiva.
―¿En serio? Pues no te vi cuando me levanté por una botella de agua en la
madrugada ―indicó tratando de investigar, y lo comprendí.
Mi madre quería saber si la había visto. No, no era muy astuta. Mi confianza
se elevó. Sofía solo estaba interesada en sí misma, no le importaba nada más.
Calculé la hora real a la que llegué y le sumé dos horas para que estuviese
confiada. Cuando le dije, sonrió y me dijo que se alegraba de verme socializar.
Ella estaba vestida como en la madrugada, recién duchada, y entreví que
llevaba un collar suntuoso, un collar que no vi antes.
Sonreí más grande, casi burlona, porque, pese a lo que papi creía sobre mí,
pese a mis reacciones, también era mujer, sabía cómo moverme en un mundo
de secretos, un mundo donde las niñas aprendemos desde temprano a encubrir
lo que realmente queremos hacer o decir. Y conocía a mi madre, pese a la
lejanía, ciertas cosas en ella no cambiaron, y las que lo hicieron… solo
digamos que empeoró.
Después de un lapsus muy corto en el que medí dónde me encontraba
parada con mi ella, me relajé, hasta que entró la señora Diana. La miré con
amabilidad y nerviosismo, mientras que mi madre le dio una serie de órdenes
sobre lo que quería que hiciera y cómo. La señora Diana asintió a cada orden
que le dio mi madre, sin embargo, se limitó a guardar silencio, su semblante era
respetuoso, no obstante, pude sentir su indiferencia.
De nuevo, admiré la dinámica entre ellas, admiré la forma en la que mi
madre veía a la señora Diana, por encima del hombro, con soberbia.
Seguí comiendo, mordiendo con pereza mi bocadillo, mientras mamá se
dedicaba a parlotear sobre mil cosas, avisando a la señora Diana sobre la
empresa que vendría a limpiar la piscina.
―Bueno, cariño, me voy a cambiar que voy al club a hacer ejercicio con mis
amigas. Ya sabes, tengo mil compromisos ―avisó mamá con petulancia,
admirando su manicura, sus uñas largas que terminaban en puntas filosas.
―Claro, descuida ―respondí como si comprendiera su sentir.
―Lo siento mucho, mi niña, de haber sabido que venías estas vacaciones…
―Suspiró con pesadez―. Pero bueno, seguro que hallarás algo que hacer.
―Sonrió con fingido cariño, para después despedirse con un beso al aire y salir
de la cocina en dirección hacia el piso superior.
Me quedé viendo su espalda cuando se perdió y dejé de fingir la sonrisa.
―¿Me permite un consejo, señorita? ―preguntó con gentileza la señora
Diana.
Erguí la espalda, me recompuse al escucharla y reconocer ese timbre de voz,
esa advertencia velada.
Asentí con seriedad.
―No se confíe con su madre. Pueda que parezca desinteresada, pero es una
mujer con experiencia, y ustedes están jugando con fuego, sobre todo, porque
lo hacen bajo las narices de una leona que no soporta perder.
Tragué saliva con dificultad. El gesto profundo de la señora Diana me alertó
y aplastó mi confianza, comprendiendo que mi madre llevaba más tiempo en
el mundo de las mujeres, ese mundo lleno de secretos, sutilezas, engaños, y
cuchilladas por la espalda, y ella no jugaba limpio.
CAPÍTULO 28
LA SEÑORA DIANA HIZO QUE TUVIESE DUDAS, que pensara en
estrategias para ocultarnos de mi madre, para que no nos descubriera hasta que
papi se divorciara de ella y al fin saliera de su vida.
Pensé y pensé.
Saqué a Pelusa a correr, hice la rutina de ejercicios, pese a que no pude
entrar a la piscina gracias a que la empresa llegó a limpiarla.
Pasé la tarde sola, solo en compañía de mi adorable pastor alemán al que le
gustaba pasar echado bajo la sombra en el jardín, y tuve que subirlo a mi
habitación para que no molestase a los hombres que llegaron a limpiar la
piscina. Pelusa se quedó tranquilo cuando le hice mil carantoñas.
Aproveché para leer los mensajes que tenía de Michael, tenía muchos
mensajes del que se suponía que era mi novio, el hombre al que debí
entregarme, con el que pude tener una relación falsa, y del que me olvidé con
demasiada rapidez. Estaba claro, no tenía nada para él, y alargar la situación me
pareció absurdo, como terminar por mensaje, así que le llamé.
Fue… incómodo, no quería hacer aquello tan impersonal, pero tampoco
podía seguir atándolo. Al final, Michael se enojó y como crío molesto, confesó
haberse follado a muchas mujeres durante las vacaciones al punto de perder la
cuenta. Aderezó sus insultos llamándome frígida, que ningún hombre me iba a
querer, y que si seguía acercándose a mí era porque mi cuerpo de «puta» lo
atraía. Pese a que me enojé, lo dejé desahogarse, dejé que me llamase como se
le diera la gana, al final, solo ratificó mi deseo de desprenderme de alguien
como él, de seguir al lado de un verdadero hombre.
Después de colgar con Michael, mientras él seguí hablando pestes de mí, me
quedé un rato observando el encielado del cuarto y sentí que me quitaba otro
peso de encima, me sentí liberada, como si pudiese respirar mejor. Fue… una
sensación agradable aceptar la realidad, esa realidad en la que no quería estar
con otros hombres, en la que ya no me podía seguir mintiendo.
Después de un momento, hablé con mis amigas por mensaje, y también
logré charlar un rato con Rosa y Mercedes, justo antes de que ambas se fueran
a sus nuevos destinos.
Dormité por la tarde. Nunca sentí la casa tan grande y vacía, nunca
dimensioné lo que sentiría durante esas largas horas que pasaría lejos de papi,
en ese tiempo que parecía alargarse de formas extrañas.
Al final, cuando estaba atardeciendo, me puse un traje de baño, uno de dos
piezas, ajustado, con la esperanza de que él me viese con esas prendas
minúsculas conformadas por triángulos de tela negra, un negro tan fuerte que
contrastaba con mi piel.
Admiré mi cuerpo voluptuoso en ese pequeñísimo traje de baño. Tenía las
tetas turgentes, los pezones se entreveían a través de la tela del sujetador, que
apenas lograba cubrir las areolas y parte de la redondes de los pechos. El
canalillo se me marcaba con elegancia, y la tira que debía sujetar mis tetas por
debajo me apretaba donde no era, sin embargo, si me bajaba la prenda a su
lugar, se me salían los pechos por encima y terminaba mostrando los pezones.
Pensé en el fácil acceso que tendría papi para quitar todo lo que estuviese en su
camino. Las braguitas del bikini eran pequeñas y se metían entre las mejillas de
mi culo, quedando un triángulo por encima de estas, enseñando más la forma
de corazón de mi trasero. A decir verdad, aquel bikini me quedaba de
maravilla.
Me hice una coleta, me puse bloqueador y pensé en la delicia que sería que
papi esparciera la crema por mi piel, recreándose con mis montes, valles y
vértices. Me atreví a untarme una capa suave de loción en las zonas en donde
el traje de baño cubría mi cuerpo, solo un poco, y lo necesario para que papi
no paladease el regusto de la crema bloqueadora en mis zonas sensibles.
Cuando bajé, el ocaso comenzaba a cambiar los colores del cielo, no estaba
oscuro, pese a que el sol ya había cambiado de posición. Pelusa me admiró y
correteó a mi alrededor hasta que jugué un rato con él.
La señora Diana hacía unas horas terminó con su trabajo, así como los que
llegaron a limpiar la piscina. Estaba completamente sola y la idea de
desnudarme y esperar a papi en las tumbonas se me hizo demasiado excitante,
no obstante, tenía que practicar.
Al final, me metí a la piscina luego de los ejercicios previos y nadé. El roce
continuo del agua en mis pechos y el sexo me puso más caliente. Rara vez
sentía aquella sensación tan ardiente cuando estaba entrenando, pero ese día
estaba tan ansiosa de sentir ciertas manos masculinas que cada movimiento
bajo el agua lo sentí como una caricia.
Lo vi antes de que hablase, antes de que se acercase a la piscina.
―Pareces una sirena ―mencionó parándose al borde, con los brazos
enroscados sobre los pectorales, admirándome con los ojos oscurecidos.
El atardecer iba ganando terreno, pese a que su cuerpo viril resaltaba gracias
a la poca luz de sol que lo iluminó y lo hizo ver más profano.
Me quedé quieta, a mitad de la piscina, deteniéndome para recrearme con su
estampa tan arrebatadora, respirando con dificultad, y no precisamente por el
ejercicio.
Nadé casi flotando, acercándome para verlo mejor, para sentirlo. Lo
necesitaba cerca. El sofoco en mi cuerpo aumentó, el agua se calentó a mi
alrededor, o quizá solo era mi piel deseando el candor de la suya.
―¡Estás preciosa! ―exclamó encantado, agachándose.
Una de sus manos fue a mi rostro y me quitó un mechón de cabello que se
adhirió a mi mejilla.
Nos miramos, el fuego reflejado en nuestras pupilas. Sus ojos recorrieron
mis labios entreabiertos, la forma entrecortada en la que estaba respirando, y
mis pechos flotando sobre el agua. Su sonrisa canalla se hizo presente y jadeé,
jadeé de gusto, por saber que lo estaba excitando con ese simple gesto.
―Creo que mamá no ha regresado ―comenté con la voz aterciopelada,
enajenada con la idea de retozar de nuevo a su lado.
―Ah, ¿sí? ―inquirió con la ceja alzada, pícaro.
Me mordí el carrillo y asentí, jugando también.
―Me puedo salir, y podemos ir a tu oficina, o a mi cuarto ―propuse
flotando más despacio, sabiendo cómo moverme bajo el agua para acentuar el
tamaño de mis tetas que no pasaron desapercibidas por sus ojos lujuriosos.
―O podría meterme y follar a la sirenita de melena dorada… ―Entrecerró
los ojos y, sin ningún pudor, se relamió los labios al otear mis pechos con
lascivia.
Gemí y asentí, sin poder contestar porque el deseo me estaba ganando y
cuando lo tenía cerca, dejaba de pensar con claridad.
Papi me guiñó el ojo, se irguió con elegancia y, con tranquilidad, comenzó a
desabotonarse la camisa que llevaba puesta esa mañana. Ya no traía ni la
corbata ni la chaqueta, ni siquiera iba calzado. En algún momento antes de
llegar a la piscina se sacó buena parte de la ropa, solo quedándose con la
camisa y el pantalón.
Se desabotonó despacio, sabiendo que me lo estaba comiendo con los ojos,
que estaba disfrutando del espectáculo, al punto de aferrarme al borde de la
piscina porque desconfié poder seguir flotando mientras tenía al hombre de
mis sueños enfrente, desnudándose para mí. Me iban a fallar las fuerzas tarde o
temprano.
Sonrió como un majadero, con sus ojos más oscuros que antes, casi sin que
pudiese admirar ese azul cobalto que me tenía con el pulso alterado.
La camisa se abrió y dejó ver su cuerpo bien trabajado, sus músculos
marcados y sus pectorales hinchados.
―Sabes, después de la reunión por la que tuve que irme temprano esta
mañana, he tenido que bajar al gimnasio para desfogarme y así dejar de pensar
en follarte de una y mil maneras ―confesó con tono seductor.
Jadeé y cerré los párpados por un momento, instante que aprovechó para
tirar la camisa al lado de la toalla que tenía sobre la tumbona. Al ser del mismo
color, la toalla camufló la prenda y yo me perdí en su cuerpo impecable y
masculino, ese cuerpo capaz de provocar infartos y orgasmos.
―Yo también te he pensado ―admití con la voz más suave, más excitada, y
estaba segura de que mi entrepierna estaba mojada con algo más que agua.
Me mordí el labio.
Su semblante se ensombreció y me admiró con deseo. Con rapidez, se
desabrochó el botón del pantalón y se bajó el cierre para después quitárselos
con prisa y, sin que pudiese ver a dónde los tiró, de un clavado perfecto entró a
la piscina.
Me giré un poco para saber dónde estaba, pero no lo vi, hasta que sentí sus
manos en mi cadera, apretándome la carne con brío y luego emergió a mi
espalda.
Grité exaltada y encantada, girando el torso para ir en busca de su boca,
alzando una mano para coger su barbilla y besarnos con ansias, con
desesperación, comiéndonos las bocas. Lamí sus labios y él me mordió el
inferior, gemimos y llevé el trasero a su erección grande y fuerte que se encajó
a la perfección entre mis mejillas traseras.
Nos frotamos como dos desquiciados, al tiempo que una de sus manos se
fue a mis necesitadas tetas y sin ningún reparo, me sacó la derecha para tocarla,
amasarla y pellizcarme los pezones, arrebatándome gemidos trémulos que me
estaban enloqueciendo.
―Fóllame ―pedí desesperada, moviendo con impaciencia las caderas,
suspirando en medio del beso.
Me alejé de su rostro, lo suficiente para perderme en sus manos y gemir con
el pellizco con el que alargó mi pezón.
―Todavía no te he probado y quiero hacerlo ―musitó acercándose más a mi
cuerpo, restregando su miembro entre mis mejillas.
Reposé la cabeza en su pecho y me dejé llevar por sus manos que me
rodearon para apresarme las tetas y mancillármelas entre apretones, pellizcos y
masajes de lo más eróticos.
El pulso se me aceleró más y más, saber que estábamos tocándonos en la
piscina me estaba alterando demasiado, al punto que comencé a gimotear y
sollozar, restregándome contra su bulto como si me estuviese penetrando.
―Así, gatita, entrégate a papi ―ordenó con la voz grave y profunda, esa voz
sensual que me hizo gemir con más fuerza.
Temblé. Una de sus manos bajó por mi cuerpo y se coló por la braguita del
bikini. Sus dedos sondearon mis pliegues empapados de mis fluidos que
mantenían mi cuerpo lubricado pese al agua que nos rodeaba. Pasó la punta de
los dedos por el clítoris al tiempo que pinzaba el pezón y gemí casi sin voz,
aullando.
―Vamos, dulzura, córrete para papi ―bramó enardecido, frotando con
pericia ese cúmulo de nervios que me hizo estremecer con fuerza.
Lo cogí del brazo y tirité para él, temblando de pies a cabeza, gimiendo cada
vez más fuerte, hasta que me quedé sin voz, y lo busqué para que nos
fundiésemos en un beso necesitado. Exploté en mil pedazos. La energía en mi
vientre bajo estalló y todo mi ser sintió la sobrecarga de vigor que el orgasmo
produjo, donde mis músculos se tensaron para luego liberarse en la más cruel y
dulce de las catarsis.
Resollando, casi sin aliento, con sus dedos acariciándome más
lánguidamente, me separé de su boca, observando sus ojos azules que me
miraban con deseo, oscurecidos.
La noche nos encontró semidesnudos en la piscina.
Jadeando, nos miramos, hasta que un sonido proveniente del interior de la
casa nos alertó.
Giré la cabeza y en ese preciso instante, con el más profundo terror, admiré
a mi madre saliendo por las puertas corredizas, sonriente. Sin pensar, me
pegué al borde de la piscina para que no observara mis pechos desnudos. Papi
fue más rápido y se sumergió en el agua, protegiéndose con mi figura,
aferrándose a mis caderas.
―¿Estás nadando, cariño? ―preguntó mamá sin acercarse, con una sonrisa
falsa en los labios, una sonrisa que parecía refinada a simple vista.
La piel se me heló, sentí el agua congelada a mi alrededor. El corazón me
latió deprisa de una forma desquiciante. Me tensé de pies a cabeza,
aterrorizada de que se acercara más y viese a mi papi magreándome el trasero,
porque el muy ladino, en lugar de quedarse quieto y contener el aliento, me
estaba tocando el culo, apretando las braguitas contra mi sexo, creando la
perfecta fricción para enloquecerme y hacerme ronronear, sobre todo porque
estaba sensible y receptiva.
Tragué saliva.
Papi se las ingenió para rodearme y meter la cabeza entre mis pechos, lo que
me hizo cambiar la postura y alejarme del borde un poco, doblando los
antebrazos para protegerme de la vista de mi madre, mientras él emergía entre
mis senos para meter la nariz en el canalillo y respirar.
Un escalofrío fogoso me atravesó y tuve que morderme el labio para no
delatar que el miedo se diluyó gracias al calor que provocó papi cuando bajó
por mi cuerpo y con un rápido movimiento de manos, me agarró de las
caderas y llevó mis muslos a sus hombros, para después pasar la nariz por mi
intimidad como si pudiese olfatearme debajo del agua.
Contuve el jadeo y traté de sonreírle a mi madre, quien estaba entretenida,
admirando el jardín.
―Creo que los limpia piscinas dejaron todo desordenado ―se quejó
observando la red que no estaba en el lugar de siempre. Negó con la cabeza
con irritación.
Me estremecí cuando papi metió la lengua entre mis pliegues, por encima de
las braguitas, incitándome, para luego manejar mi cuerpo y salir otra vez a
respirar entre mis pechos, justo aspirando el aire que pasaba por mi estrecho
canalillo.
―Luego lo ordeno ―dije con la voz temblorosa, tratando de que se fuera y
nos dejase en paz.
Bufó.
―Ese no es tu trabajo, cariño… ―apuntó con suficiencia―. De cualquier
manera, mañana le diré a Diana que haga una limpieza a fondo.
Y en ese justo momento, papi aprovechó para apartar las bragas y lamerme
por completo, metiendo su deliciosa y caliente lengua entre mis pliegues que
vibraron ante su arrebato.
Me quedé inmóvil, solo cerré los párpados con fuerza, mordiéndome los
labios, sintiendo el latigazo de la lengua voraz de papi rozando con mis
pliegues vaginales que estaban cada vez más calientes.
―En fin, tengo que subir a la habitación para ducharme y cambiarme.
Tengo noche de chicas ―mencionó entusiasmada, aplaudiendo por un
segundo en el que se me salió un gemido suave que ella no escuchó gracias a
su escandalo infantil.
Papi seguía mortificándome con sus labios, con su lengua, moviendo mis
caderas con sus manos, sin hacer esfuerzo alguno. Me sacudí por completo,
estaba caliente, empapada, mi sexo palpitaba de deseo y, para colmo, la
situación morbosa de estar siendo follada por papi mientras mi madre estaba
cerca, me prendió demasiado, pese a que también estaba temerosa. Yo no era
temeraria, sin embargo, estaba por correrme frente a sus ojos, con su marido
lamiéndome el sexo, metiendo su lengua en mi cavidad empapada y febril.
―Está bien, mamá ―dije para que se fuera, tratando de hablar con
normalidad.
―Bien, vendré tarde, así que avísale a tu padre cuando vuelva de la oficina
―indicó para luego despedirse con un beso al aire, guiñándome el ojo como
una colegiala.
Suspiré cuando se alejó y dejé salir el aire, corriéndome finalmente, con papi
besándome el sexo, lamiendo, y torturando mi clítoris y mi cavidad, solo
subiendo para respirar aire entre mis pechos, los cuales besó con cada subida.
El volcán en mi centro hizo erupción, mi sangre se volvió lava y me
estremecí cuando papi metió dos dedos en mi rajita y me folló con fuerza, sin
dejar de mancillar mi clítoris con su boca glotona.
Temblé y me estremecí, al punto que cerré los muslos alrededor de su
cabeza y me afiancé al borde de la piscina, casi metiendo las uñas en el
cemento.
Caí laxa liberando a papi del agarre de mis piernas, momento que aprovechó
para salir a respirar, agitado por haber estado tanto tiempo bajo el agua, pese a
que sus ojos sombríos me dijeron cuánto le gustó comerme.
Apenas tenía los párpados abiertos, pero no dudé en observar su semblante
masculino, su boca abierta para meter aire a sus pulmones, su rostro mojado,
con el cabello cayendo sobre su frente, y la forma en la que sus pupilas
dilatadas me observaban, dejándome ver la llama que ardía en su interior.
―Incluso con el agua, sabes delicioso ―profirió papi, con la voz ronca,
cogiéndome de la cintura, atrayéndome a su pecho.
Sonreí pícara y me acerqué con brusquedad para lamerle los labios y luego
alejarme, sabiendo que esa noche acababa de comenzar, sabiendo de que
teníamos todo el tiempo del mundo para probarnos, todo gracias a mi querida
madre, que pensaba salir con sus «amigas».
―Fóllame ―pedí bajando una mano, metiéndola entre nuestros cuerpos
para sacar su potente erección de la envoltura, al tiempo que rodeé sus caderas
con los muslos y me ensarté su polla grande y fuerte en mi estrecho coño.
Abrí la boca en un gimoteo sordo en el que me deshice de placer, el placer
de sentirlo hasta lo más hondo de mi interior.
Papi gruñó, un gruñido animal que me sedujo y obnubiló nuestras mentes
pecaminosas que no se detuvieron a pensar en nada más que en la lujuria que
nos dominaba.
Nos quedamos quietos por un instante, en el que mi sexo pulsante fue
suficiente para sosegar, por el momento, el deseo. Nos miramos y sonreímos,
sabiendo que estábamos demasiado acalorados para detenernos.
Agarrándome de sus hombros, comencé a subir y bajar por su eje,
metiéndome esa caliente y gruesa longitud hasta lo más profundo de mi ser.
Aulló y gemí, intensificando la fricción de nuestros sexos, moviéndome cada
vez con más furia, hasta que el chapoteo del agua resonó en mis oídos, hasta
que mis pechos rebotaban sobre la superficie.
Me calenté más y más, hasta que sentí que era capaz de evaporar el agua a
nuestro alrededor. El agua se meneaba con nuestros cuerpos ansiosos de más,
algo que incrementó cuando papi me cogió del culo y sin contemplaciones,
comenzó a follarme con fuerza, adentrándose en mi canal con fuertes envites,
hundiéndose hasta lo más hondo para luego salir casi por completo, creando la
perfecta fricción que no solo nos estaba enloqueciendo, sino haciéndonos
perder el juicio por completo.
Nos buscamos hasta que nos besamos y así acallar mis gemidos y sus
bramidos fieros. Lo abracé y restregué mis pechos contra su torso. Mi clítoris
recibió su dosis de roce con su pelvis y sus testículos colisionaban con mi
trasero, de una forma tan escandalosa que solo estaba minando nuestras
poluciones.
Arañé su espalda, sus manos se afincaron en mis carnes, en mi trasero.
Los rayos eléctricos me atravesaban desde la punta de los pies, mi
temperatura iba en aumento y mis oídos se cerraron con los latidos
apresurados. Nuestras bocas y lenguas completaban las sensaciones. El calor
en mi vientre subió y subió, hasta que me estremecí con fuerza, tensándome
una vez más, haciendo que cada mina en mi interior estallase al mismo tiempo
y todo mi ser explotó por los aires, corriéndome en un brutal orgasmo en el
que retuve su miembro en lo más recóndito de mi vagina y lo masajeé con
fruición hasta lograr que papi se corriera, enviando latigazos calientes de su
semilla hasta mi vientre que lo recibió con codicia.
Temblamos, jadeando en los labios del otro, sintiendo los espasmos del
orgasmo con deleite, mientras tratábamos de recomponernos, porque
acabábamos de tocar el cielo, porque sabíamos que era el principio.
Lo besé en los labios, sin querer abrir los ojos y nos quedamos quietos por
unos segundos, recomponiéndonos.
Cuando oímos el taconeo de mamá bajando las escaleras, papi volvió a
sumergirse y la vi salir de la casa, sin siquiera despedirse.
Papi salió del agua y nos miramos con avidez.
―Parece que estaremos solos ―musité extasiada, guiñándole un ojo,
coqueta, al tiempo que sus ojos se entornaban y su sonrisa canalla extendía sus
apetitosos labios, prometiéndonos mil cosas con ese simple gesto.
CAPÍTULO 29
ESE FUE EL COMIENZO DE NUESTROS ENCUENTROS
PROFANOS, de nuestro toqueteo a plena vista, encubriendo todo con
acciones hasta pueriles.
Ese día, después de salir del agua, me desnudé para él y lo comí como tanto
quería, como tanto deseaba. Me dejó probar su erección mientras estaba
sentado en una de las tumbonas. No se corrió en mi boca, porque quería
hacerlo en mi calientito coño, como dijo él, así que terminé entrando a la casa
escurriendo algo más que agua.
Cuando estábamos por meternos a la casa, descubrimos que Pelusa estaba
durmiendo sobre los pantalones de papi, lo que hizo que su pelaje negro se
confundiera con la prenda.
Retiramos cualquier evidencia de nuestro encuentro, y nos fuimos a dar una
ducha caliente en la que no dejamos de tocarnos, de frotar y rozar nuestras
partes sensibles, pese a que no hicimos más que eso.
Papi pidió una pizza mientras buscaba en su cajón el perfecto consolador
para meterme en el coñito y dejármelo durante toda la cena, en la que
charlamos animados, mirándonos con deseo, incitando al otro utilizando frases
con doble sentido. Pese a que nos vestimos, no nos fue difícil volver a la carga.
Llevaba un vestido trasparente que él escogió para mí, uno donde se miraba
hasta el color de mis pezones y, a contraluz, si abría las piernas, como me hizo
hacer papi para meterme un consolador pequeño que vibraba con sutileza, se
me veía el sexo con elegancia.
Sonreí cuando escogí su ropa y cogí solo unos bóxeres blancos que
acentuaban más el color de su piel y que no tardaron en mojarse cuando me
metí bajó la mesa y succioné su polla por encima de la ropa, provocando que
papi gimiera, pese a que el gusto no me duró mucho y me llevó a su oficina,
donde estuvimos follando como conejos, torturando al otro con caricias.
Papi probó las esposas ese día conmigo, mientras me hacía poner los pechos
contra su escritorio, atándome a las agarraderas de los cajones, y luego
torturándome con el consolador, que me sabía a poco después de haber
probado a un hombre de verdad, después de haber tenido su miembro dentro,
llenándome en más de un sentido.
Rogué e imploré hasta que me azotó con la mano, cerniendo una tormenta
eléctrica sobre mi sexo ofuscado que no dejaba de estremecerse y cerrarse en
torno al juguete con el que me atormentó.
Cuando ya no pudo más, volvió a follarme como un animal, como la bestia
que sabía que era solo conmigo, gruñó y me hizo correrme dos veces antes de
seguirme y dejar su candente polución en mis entrañas ávidas de su esencia.
Con las piernas hechas de gelatina, me dejó en esa postura por unos
minutos y cuando regresó, me llevó al sofá que convirtió en cama, donde nos
estuvimos regalando besos y caricias más propias de una pareja enamorada. Su
sonrisa dulce y sus ojos brillantes fueron la cereza del pastel.
Y después de esa noche…, simplemente no podíamos quitarnos las manos
de encima, no podía dejar de imaginarme mil escenarios a su lado, escenarios
que luego poníamos en práctica, sin importar que mamá estuviese cerca o no.
Dejé de usar ropa interior por completo y, cuando nos encontrábamos, papi
verificaba cuán caliente estaba al levantar las falditas cortas que comencé a usar
con más asiduidad y, procedía a meter sus dedos en mi sexo mojadito, o
exploraba mis pliegues empapados que siempre estaban ansiosos por tenerlo.
Y cuando usaba sudaderas, tendía a meter la mano bajo la prenda y buscar mis
pechos para pesarlos, incitarlos, e incluso metía su cabeza para lamerme los
pezones, para succionarlos y hacerme palpitar con ese simple gesto tan
libertino.
La adrenalina de ser atrapados nos hizo hacer mil tonterías, como esa vez en
la que, mientras desayunábamos «en familia», comencé a masturbarlo con el
empeine del pie, pasando, las medias blancas deportivas que llevaba puestas y
que él mismo me compró porque me quería ver con prendas dulces, entre sus
piernas, tocando su erección, mientras hablaba sobre mis planes para la
universidad, o para lo que me quedaba después de terminar el técnico.
Reconocí que no tenía nada pensado, y me relamí la miel de los labios después
de saborear el trozo de panqueque que me metí a la boca, mirando a papi, que
no dejaba de proyectar su semblante gélido, pese a que su polla punzaba entre
los dedos de mi pie, pese a que tuve que morderme los labios al ver cómo
carraspeaba y se recomponía en su asiento.
A mamá no le importó lo que dije, ni lo que hice, solo dijo que tenía que ir
con sus «amigas» al club y se fue sin casi despedirse, más que fingir darle un
beso en la mejilla a papi, y digo fingir porque él le hizo la cobra y se escudó en
su taza de café.
La despedí con un movimiento de mano, para después meterme bajo de la
mesa y hacerle una buena felación a mi dios encarnado y tragarme su esencia
con placer.
Sí, nos volvimos descuidados, nos volvimos dos amantes sin freno. Nos
necesitábamos, nos queríamos y hasta comenzamos a dormir juntos, casi
siempre en su oficina, así corríamos menos riesgos, porque yo podía explicar
qué hacía en el piso inferior, pero él no podía decir que hacía arriba, cuando ya
todas sus cosas estaban organizadas en la oficina.
Nos volvimos tan descuidados, que en algún momento comencé a
modelarle modelitos de lencería por toda la casa, tentándolo, paseando con
pequeñas prendas que casi no me cubrían el cuerpo. La primera vez fue
cuando me probé la lencería que compré con Rosa y con Mercedes, me la puse
antes de que él llegara, después de que la señora Diana terminara sus labores, y
cuando lo sorprendí sentada en el sillón, con una pose sensual, dejé que se
lanzara sobre mi cuerpo y me desvistiera como la bestia salvaje que era
conmigo, devorándome en la sala, abriéndome bien de piernas hasta que grité
y llené sus labios con mi ardiente elixir que degustó con ansias para después
besarme y hacerme probar mi sabor dulce y exótico. Luego de ese encuentro,
lo seguí haciendo, comprando modelitos para después ser rasgados por sus
manos y dientes, desnudándome en todos los sitios de la casa, follándome con
dureza, con devoción, dejándome probar su erección, pese a que pocas veces
me dejó saborear su semen caliente, casi siempre buscaba terminar en mi
vagina. Le ponía mucho penetrarme de mil maneras distintas, probar con los
juguetes, esposarme e inmovilizarme para maniatar mi cuerpo.
Y, por supuesto, hicimos más que solo follar como dos conejos. Papi se
interesó verdaderamente en mí, hablábamos durante horas, desnudos, en la
cama, con mi cuerpo sobre el suyo, mirándonos con atención. También vimos
películas y lo escuché cuando me habló de su trabajo, de lo que le gustaba
hacer, de sus aficiones. Nadamos juntos, una actividad que teníamos en
común. A él le gustaba leer, y comenzamos a leer libros en voz alta para el
otro. Papi escogía qué leer, a veces él leía y otras era yo.
Supe que era más que deseo cuando me cuidó cuando me llegó el período
casi a la siguiente semana de estar juntos, y sus caricias y arrumacos me
reconfortaron. También lo vi en sus ojos azules que me contemplaban
mientras dormía, mientras comía y me regalaba ese brillo especial que hacía
que las mariposas en mi interior revoloteasen y se multiplicasen, y un calor
especial, que nada tenía que ver con el sexual, me acunó cuando estábamos
juntos.
Era algo más… Por mi parte, lo amaba, lo amaba demasiado, al punto de ser
doloroso. En cuanto a él… no lo sabía. En sus pupilas me reflejaba, sentía el
calor de sus brazos, de sus besos, pero no podía afirmar que me amara, y
tampoco lo escuché decirlo. Y lo entendí, al final, yo llevaba más tiempo en
aquella relación que él. Tenía años amándolo, mientras que él solo llevaba
conociéndome esas semanas, conociendo a la mujer que era y no a la niña que
fui.
Todo estaba perfecto, me sentía en una nube rosa, grande y esponjosa de la
que no pensaba caerme, hasta que un agujero se abrió bajo mis pies y la
oscuridad me tragó y lo único que pude pensar en ese momento es que debí
seguir el consejo de la señora Diana, en lugar de dejarme llevar por mi
concupiscencia.
CAPÍTULO 30
ESCOGÍ EL VESTIDO ADECUADO PARA LA VELADA, un vestido azul
eléctrico que llevé para salir a la discoteca, cosa que al final no terminé
haciendo más que una vez, gracias a que tanto Rosa como Mercedes hicieron
diferentes planes a último momento, dejándome sola en la ciudad, pese a que
me alegraba, tanto por ellas como por mí, aquel vestido perdió su utilidad con
su partida, hasta ese día.
Por la tarde, entré a la página web del internado. El anuncio de la fecha de
reintegro a clases estaba en lo alto de la web. El corazón se me hizo pequeño,
los latidos se ralentizaron y mi boca se abrió en un resoplido triste. Me quedé
paralizada al saber que tenía muy poco tiempo para quedarme a su lado. Por
desgracia, ser atleta me obligaba a estar unas semanas antes que los demás
estudiantes del internado. El grupo entero de natación estaba enojado porque
nos dieron muy pocas vacaciones, porque pronto tendríamos que volver, sin
embargo, al ser la mayoría de último año… no podíamos regresar tarde, y para
colmo, se acercaban las competencias para participar en los equipos nacionales
de nuestros respectivos países, lo que tenía muy nerviosas a algunas cuyo
deseo era competir en los Juegos Olímpicos bajo la bandera de sus países. Yo
ya no estaba segura. No estaba jugando cuando le dije a papi que no sabía qué
hacer al salir del técnico. Podía terminar la carrera de Medicina Deportiva en
una universidad local, sin alejarme de papi, porque quería quedarme a su lado,
y si me metía al equipo nacional de natación femenina…
Era todo un lío, así que, en lugar de darle más vueltas, preferí hacer de esa
noche una velada interesante para papi y para mí.
Mamá me dijo, al mediodía, que pensaba quedarse con una amiga hasta muy
tarde, lo dijo de carrerilla cuando bajaba por las escaleras poniéndose los
pendientes. Tenía pensado pasar todo el día fuera según me dijo. Como las
anteriores veces, pensé en aprovechar las horas a solas con papi.
Cuando terminé de practicar, subí a la habitación, me di un largo baño con
sales aromáticas en las que consentí mi piel humectándola y dejándola con un
suave y dulce aroma a frutos rojos, un aroma que se compaginaba a la
perfección con mi esencia natural. Relajada, salí de la bañera y me dispuse a
arreglarme. Primero me sequé el cabello que, por suerte, no había sufrido el
maltrato de no haber usado el gorro de natación en muchas ocasiones,
ocasiones en las que me metía con papi a la piscina y para no verme «fea»,
decidí no usarlo, arriesgándome a arruinar mi cabello. Lo peiné en sinuosas
hondas y lo amarré en un moño flojo, soltando algunos mechones. Luego me
maquillé con delicadeza, solo remarcando el celeste de mis iris y poniendo un
poco de color en mis labios, lo justo para provocarlo.
En la habitación, me decidí por el vestido azul brillante, que tenía finos
tirantes que sujetaban a mi cuerpo la tela pesada, pero que caía con
movimiento fluido ciñéndose a mis curvas pronunciadas. Tenía un escote
bonito en pico, que dejaba ver el canalillo, mis tetas se exponían casi del todo a
los ojos de quien me viese. Era un vestido que nunca usé, pese a que lo
compré hacía más de un año. Los triángulos que conformaban el escote en «V»
apenas me cubrían las areolas, luego el vestido se ajustaba desde debajo de los
pechos hasta la mitad de los muslos, teniendo un escote en la espalda bastante
pronunciado. Era un vestido de fácil acceso, por eso lo elegí.
Completé el atuendo con unas sandalias negras de tacón alto y cuando
estuve lista, bajé las escaleras y preparé todo para la noche, encendiendo las
velas que dejé bien colocadas antes de subir a bañarme.
El aroma a cereza me colmó las fosas nasales y suspiré.
Pelusa estaba comiendo y le advertí que se estuviese tranquilo, sin embargo,
no le cerré la puerta corrediza que llevaba hacia el jardín por si le apetecía ir a
dormir bajo la luz de la luna, como llevaba haciendo desde que el calor
aumentó y para que el can no se impacientara le dejábamos la puerta abierta.
Saqué el vino que guardé por la tarde en el frigorífico y cogí dos copas, así
como los bocadillos que preparé junto a la señora Diana, quien me miró con la
ceja alzada cuando entendió lo que quería hacer, sin embargo, me ayudó sin
reservas.
En ese tiempo, con la señora Diana establecí una relación amistosa. No
estaba segura de cómo me veía ella, o si las horas en las que pasábamos
hablando fueron solo «parte» de su trabajo, por supuesto, nunca charlamos
sobre mi relación clandestina e impúdica con mi padrastro, era un tema tabú
para nosotras, sin embargo, ella tenía una hija unos años mayor que era
gimnasta y estaba por convertirse en entrenadora, una situación que nos hizo
charlar de muchas cosas.
Cuando acomodé todo en la sala, me senté y tras servirme una copa de vino
dulce y delicioso que escogí tras la recomendación de la señora Diana, me
relajé y esperé.
A los minutos, antes de que terminase de oscurecer, papi entró a la casa.
Escuché el característico sonido que hacía la puerta del jardín delantero. Con
lo clandestino de nuestra relación, me volví sensible a los sonidos, todo para
detectar cuando mamá estuviese cerca.
Dejé la copa sobre la mesa frente a los sofás y me levanté sintiéndome
elegante, sensual, una sensación que me calentó y me preparó para papi, no
solo en el sentido sexual, sino porque deseaba someterme en todos los
sentidos de la palabra.
Mil imágenes sobre lo que pasaría esa noche acudieron a mi mente,
sobrecargándome de electricidad los nervios, que no solo tenía a flor de piel,
sino que estaban intranquilos ante la necesidad de ser poseída por el hombre
que más deseaba sobre la faz de la tierra.
Acomodé los tirantes del vestido y el dobladillo, al tiempo que me acerqué a
la puerta un poco nerviosa y excitada.
Me relamí y cuando entró, nuestras miradas se encontraron. Sus ojos azules
se oscurecieron cuando me repasó de pies a cabeza, despacio, admirando cada
parte de mi anatomía, desde los pies calzados en esos tacones altos que
estilizaban mis piernas, subió por las pantorrillas, por los muslos suaves, por
las caderas, por la cintura, inspiró hondo al llegar a mis senos casi descubiertos,
a mis pezones marcados, subió a mi cuello delgado, a mis labios turgentes y
mojados de vino. Entró con cautela, como si estuviese midiendo mi reacción,
con la idea de atacarme y follarme contra la primera pared que encontrara.
Sonreí y pestañeé como niña buena, cerrando el espacio entre nosotros.
―¿Cómo te fue hoy, papi? ―pregunté llevando las manos a sus pectorales,
acariciándolo con sutileza para después proceder a quitarle los botones de la
chaqueta del traje azul de dos piezas que llevaba puesto.
Gimió por lo bajo, un gemido masculino, ronco y delicioso que hizo que el
corazón se me agitara con fuerza.
Miré hacia arriba, perdiéndome en sus ojos que estudiaban los movimientos
de mis manos femeninas que se movían sobre su anatomía para despojarlo de
la chaqueta.
―¡Estás preciosa! ―exclamó con la voz profunda, encandilado.
Sonreí y me puse de puntillas para darle un suave beso, en el que apenas hice
contacto con sus suculentos labios. Cerró los ojos y aspiró mi aroma por un
segundo, cuando abrió los párpados tenía las pupilas dilatadas.
Me cogió de la cintura con fuerza, deteniendo mis manos por un momento,
las mismas que estaban desatando su corbata.
―No sabes lo que estás provocando en mí, gatita ―advirtió en un gruñido
bestial que me hizo temblar.
―Ah, ¿sí?, ¿qué te provoco, papi? ―inquirí pícara, sabiendo que le gustaba
que fuese un poco rebelde, solo para que el juego de cazarme fuese más
interesante y terminara por azotarme el culo como tanto le gustaba hacer.
Se humectó los labios con la punta de la lengua, en un gesto infernal que me
incendió el sexo, sobre todo por su gesto, por sus ojos entornados.
Mi respiración se volvió profusa y pesada, lo que llamó su atención e hizo
que se tensara al verme los pechos.
―¡Joder! ―bramó apretándome con fuerza, conteniéndose.
No me amedrenté por la forma en la que las aletas nasales se le expandían
con cada respiración. Me mordí el carrillo y seguí con lo mío, y le quité la
corbata, dejándola junto a la chaqueta, sobre el perchero de madera que estaba
justo al lado de la puerta.
Nos miramos, comiéndonos con los ojos, deseando al otro.
Suspiré encantada, fascinada con su porte de depredador que provocaba un
placentero efecto en mi cuerpo, en mi psique, uno en el que me sentía
femenina, delicada y, en especial, deseada.
Deslicé las manos desde sus pectorales hasta su nuca y alzándome sobre la
punta de las sandalias me acerqué a papi, quien me agarró del culo con furor,
apretando mi carne con necesidad.
Gruñó y gemí.
―Vamos a comer primero algo ligero, quiero ir despacio ―propuse
admirando sus ojos, sus labios, la tensión de sus músculos que solo querían
dominarme y liberarse en mi interior.
―Dime que estás calientita para mí ―suplicó pese a que su voz sonó rasposa
y vigorosa.
Me relamí y sonreí con malicia.
―Si quieres, puedes comprobarlo ―azucé, sabiendo que tenía hasta los
muslos empapados, que podía subirme el vestido y penetrarme sin previos,
porque quería ser colmada por su virilidad.
Rugió haciendo vibrar mis tímpanos con ese sonido tan animal que solo
incitó mis partes sensibles.
Sus manos grandes arrugaron el vestido, subiéndomelo por los muslos,
hasta que sus dedos curiosos descendieron y se metieron entre mis nalgas para
hurgar mi cavidad empapada.
Jadeé y aulló al sentir mi acuciante sofoco.
―Estás preparada ―apuntó fascinado, sondeando el anillo de nervios que
conformaban la entrada de mi vagina.
Entrecerré los ojos a causa de la pasión, seducida por ese sutil movimiento
que me despertó más, que casi me hace tener un orgasmo, más por tratarse de
él que por la acción en sí.
―Papi… ―clamé suave, con la voz aterciopelada, temblando.
―Vamos, mi gatita, quiero cumplir tu deseo antes de esposarte y follarte
durante horas hasta que ya no pueda ―indicó reacomodando el vestido, para
luego agarrarme con la mano húmeda y llevarme al sillón.
Se sentó con elegancia y masculinidad, me cogió de la mano y me sentó
sobre su muslo. Nos miramos con fervor por un segundo. Me acerqué más y le
acaricié el cuello con la palma, cortando el espacio entre nuestras bocas,
besándolo con adoración, despacio, deleitándome en el placer de sus labios, en
su textura, en su sabor, en las cosquillas que fueron creciendo en mi piel y se
esparcieron por todo mi ser, repercutiendo en mi sexo que cosquilleaba de
excitación.
Una de sus manos me sostuvo rodeándome por la espalda, mientras la otra
hacía círculos pequeños en el dorso de mi muslo.
Nos separamos cuando nos faltó el aire, enajenados, con los ojos nublados
por la pasión.
―¿Quieres vino? ―pregunté lamiéndole los labios por un segundo, en un
arrebato que lo hizo sonreír y asentir a la pregunta.
Sin despegarme más que lo necesario, rellené mi copa de vino y le serví la
suya.
Brindamos en silencio, solo chocando los cristales de las copas y bebimos
pequeños sorbos, sin quitar los ojos del otro, admirándonos.
Podía sentir a la perfección su erección grande y fuerte en la cadera, pero no
se movió, como dijo, quería darme gusto, ir despacio.
Aproveché para coger unos bocadillos y darle directo en la boca,
degustando la comida de sus labios, suspirando cada que sus manos tocaban
más de la cuenta, fuese bajando de mi espalda al trasero, o subiendo por el
muslo, hasta alzar más el vestido, pese a que, sentada, casi no me cubría nada.
―No sé qué me has hecho, Dulce, pero me tienes embrujado ―musitó
absorto, con un tono de voz que no supe identificar bien, pese a que el sexo
me latió al escuchar sus palabras.
Me perdí en la oscuridad de sus pupilas, en ese halo azul que le daba a su
mirada un aire arrebatador, capaz de hacerme correr si tan solo me quedaba
más tiempo prendida a su mirada.
No lo resistí, no podía, tenía que sentirlo, abriéndome, poseyéndome.
Dejé mi copa en la mesa y luego le quité la suya. Acaricié su rostro y con un
fluido movimiento, me puse sobre su cuerpo a horcajadas, dejando que el
vestido se subiera hasta solo cubrirme el coño.
Gruñó con suavidad, y sus manos se fueron a mi cintura.
―Te necesito ―susurré jadeante.
―¿Quieres que te folle? ―preguntó casi sin voz.
Asentí respirando por la boca entreabierta. Sus ojos se fueron a mis labios y
sin perder el tiempo, nos acercamos para fundirnos en un beso necesitado,
anhelado y, pese al deseo que nos corroía, nos besamos con tranquilidad,
degustando el sabor del otro, el regusto del vino. Nuestras lenguas jugaron, me
pegué a su cuerpo y sentí la erección, su polla dura que estaba comenzando a
mojar por encima de la bragueta de lo empapada que me encontraba.
Jadeamos, gemimos, y nos dejamos seducir por la vorágine del deseo, de ese
deseo insano que nos llevó a besarnos cada vez con más ansias, sin acelerar del
todo el ritmo.
Papi bajó su boca por mi cuello, lamiendo y mordisqueando mi sensible piel,
haciendo que mi cadera creara círculos concéntricos y que el vestido se me
subiera más y más.
Mis manos se fueron a su cabello, el cual peiné. Acaricié su cuero cabelludo
y arañé su espalda cuando bajó más y comenzó a regar besos por el escote,
creando más calor y necesidad en mi núcleo.
Estaba a las puertas de un desastre nuclear en el que explotaría. Las
retenciones en el núcleo eran insuficientes para que los átomos en mi interior
no se descontrolasen.
Mi respiración se hizo más y más pesada, al punto que mis propias tetas
buscaron su boca. Su sonrisa en mi piel me hizo jadear.
Una de sus manos subió de mis caderas, de donde me apretaba más contra
su protuberante erección, hasta llegar a la espalda desnuda. Me encajó los
dedos y gemí, arqueándome para él, mientras sus dientes jalaban el vestido y
sacaba uno de mis pechos, para después, sin demora, devorarlo con fruición,
metiéndose el pezón rosado a la boca. Succionó, lamió e incentivó más la perla
rosada que decoraba mis montañas nevadas. Lamió con brutalidad, y luego
pinzó el botón entre sus labios para estirarlo y sacarme un gritito de
excitación.
El calor en mi sexo se alzó hasta niveles insospechados. La represa que
habitaba entre mis piernas estaba por derramarse sobre su pantalón.
―¡Papi! ―rogué casi sin voz.
Pícaro, jaló el vestido desde la espalda reventando los finos tirantes y
dejando mis pechos desabrigados. Gemí por la impresión, encantada con el
gruñido con el que me despojó de la parte superior del vestido, ni siquiera me
importó que lo rompiera.
Me restregué con brío contra su erección, arrancándole un aullido, que solo
acrecentó su succión. Su boca fustigó mis pechos, al tiempo que sus manos se
fueron a mi culo y me magreó el trasero con deleite, azotándome de vez en
vez.
Grité con cada latigazo de sus palmas, con cada temblor que provocaba en
mi carne que reverberaba en mi sexo caliente y húmedo que palpitaba cada vez
más rápido.
―Papi… Papi… Papi… ―rogué y grité eufórica cuando me mordió el
pezón y me hizo temblar de pies a cabeza, a solo una lamida más de llegar a la
cima, cuando todo se precipitó y mi corazón se detuvo.
―Así los quería encontrar, par de degenerados ―gritó mamá desde la
puerta.
CAPÍTULO 31
ASUSTADA AL ESCUCHAR SU VOZ, me alejé de la boca de papi y me
cubrí los senos con las manos, al tiempo que me encogía contra su cuerpo,
como una niña aterrorizada que busca cobijo para protegerse de las tinieblas.
Papi lo tomó todo con más calma, se relamió los labios y miró a Sofía con el
ceño fruncido, harto de ella, airado por su interrupción. Sus manos no dejaron
de cogerme del culo con posesión, pese a que todo su cuerpo se tensó, su
ceño se frunció y sus ojos se oscurecieron gracias al odio.
―Lo sabía, lo supe desde el inicio ―siguió gritando mamá, iracunda,
perdiendo las formas. Azotó la puerta a su espalda y entró caminando a pasos
largos y pesados.
Papi me movió con calma y me puso tras su espalda, protegiéndome de la
ira de mi progenitora.
Temerosa, porque al final, era mi madre, no solo una mujer a la que su
marido le fue infiel, me encogí más. Tenía el estómago revuelto, fue como si
me echaran un valde de agua helada. Todo rastro de excitación quedó
sosegado por su aparición.
―Zorra de mierda, ¿cómo te atreves a tocar a mi esposo? ―profirió mamá y
trató de abalanzarse sobre mí.
―No la toques ―cortó papi y se interpuso entre nosotras, cogiendo de la
muñeca a mamá, sin hacer fuerza, solo deteniendo su mano que iba directo a
mi rostro, con los dedos extendidos, queriendo arañarme la cara.
Papi se levantó y apartó a mamá sin tocarla, solo con su semblante
intimidante, incluso Sofía, con toda la petulancia y arrogancia que poseía, se
detuvo al verlo de aquella manera, no solo me estaba protegiendo, no, era más
que eso.
Giré con cautela, sin dejar de cubrir mi desnudez. Para ese momento tenía
más mechones de cabello sueltos, el vestido se deslizaba por mi cuerpo y no
había forma de cubrirme las tetas con la tela, y para colmo, se me veía el
trasero, porque no podía bajarme la tela con un poco de elegancia.
―Parece mentira que mi propia hija me dé tal puñalada por la espalda
―escupió siseando, con la cara deformada por el enojo, pese a que se contuvo
y dio un paso atrás―. Mírate, eres solo una zorrita que cae rendida a los pies de
un hombre que sabe cómo comerte el coño y follarte hasta el amanecer,
porque sí, cariño, sé lo bien que folla Guillermo ―siseó remarcando el apelativo
con el que siempre me llamaba.
Mi corazón se partió al entender todo, al saber bien dónde me encontraba,
al comprender que solo era una mujer despechada.
Por un segundo, todo se paralizó y la vi bien, vi a la mujer que me trajo al
mundo, completamente enojada por descubrir que su marido le era infiel, una
mujer cuyas facciones que antes admiraba, se volvieron grotescas, era la cara
de una mujer muy distinta a la imagen que tenía de mi madre, y comprendí que
ya ni siquiera la veía como mi familia.
Todo se reanudó, pese a que mis oídos se ensordecieron y solo observé sus
labios moverse con fealdad ante sus gritos iracundos.
Como pude, con dignidad, me levanté del sillón, sin dejar de mirarla,
sintiendo un poco de lástima, porque yo sabía todo de ella, porque esa mujer
parada frente a mí no estaba peleando por amor, ni por el de su esposo, ni por
el de su hija, estaba así porque le convenía, porque le era beneficioso, fuese
para su bolsillo o para sus intereses en general.
La odié por no ver al hombre que pudo tener, por no ver a Guillermo como
algo más que una cuenta bancaria, que el estatus de su familia. La odié por
serle infiel, por ser desvergonzada, por no dejarlo ir cuando ya no había nada
que los uniera. La odié por no ser mi madre, por fingir durante años tenerme
una pizca de cariño, cuando no era cierto. La aborrecí por todo lo que era, por
lo que hizo, por sus actos, por sus palabras.
La encaré, calmada, con una pena profunda en el alma.
―¡Ya basta! ―exclamé sosegada, solo elevando la voz lo suficiente para
sonar firme, agarrando el vestido contra mis pechos para que no se cayera, al
tiempo que tenía la espalda erguida y la miraba sin casi sentir nada, porque mis
emociones se diluyeron cuando sus ojos me observaron con incredulidad―.
Déjalo ir. No te comportes como una hipócrita sin educación, y déjanos en
paz.
Papi se giró para mirarme y nuestros ojos se encontraron. Parecía estar
enojado, sin embargo, en cuanto conectamos, pude ver ese brillo especial en
sus pupilas que me trasmitió paz.
―Eres una zorra descarada. Bien me imaginé que lo ibas a seducir y como el
imbécil que es, no se pudo resistir a follar un coñito joven y rosadito ―se burló
con vulgaridad.
La bilis me arañó el esófago.
―Puede que sea descarada, pero lo hice porque lo amo, lo amo como no he
amado a nadie más ―aseguré bajando una mano para agarrar la de papi, y darle
un apretón, observando sus ojos.
Pese a su gesto que antes me parecía gélido, entendí que solo estaba
tratando de apaciguar la situación, sus ojos azul cobalto me lo dijeron en lugar
de su boca.
Respiré y en silencio, le pedí permiso para seguir, poniendo mis ojos en mi
acalorada e irritada mamá.
―Pero, dime, madre, ¿cuál es tu excusa para estar con otros hombres?, ¿acaso
sabes qué es el amor, o solo te guías por el dinero? ―inquirí templada,
queriendo poner todas las cartas sobre la mesa, cansada de fingir que no sabía
nada.
―¡Eres una…!
―Cállate, Sofía ―la interrumpió papi, girando para enfrentarla, al tiempo
que me daba un ligero apretón para reconfortarme, luego se volteó y me miró
con un sentimiento que no supe descifrar, o que me dio miedo reconocer. Me
regaló una media sonrisa y me guiñó un ojo―. Sube a tu habitación, déjame
que arregle este lío, gatita ―advirtió, poniendo toda su atención sobre mí,
dándole la espalda a mi madre. Su mano subió y me acarició la mejilla, para
luego besarme la frente.
Sofía gritó horrorizada, o fingiendo estarlo y trató de increparlo, pero
ninguno de los dos le puso mucha atención, en su lugar, le pregunté a papi si
estaba seguro, y cuando asintió, pese a que se me encogió el corazón, le hice
caso, no sin antes darle un tímido beso en los labios, que solo hizo que Sofía se
enfureciera más y buscara cogerme para pegarme.
Guillermo no lo permitió y antes de que todo se saliese de control y papi
dejase de ser paciente, subí a mi habitación, escuchando los berridos de la
mujer que me trajo al mundo, berridos en los que me decía que me fuera, que
era una puta, una bruja, y mil cosas más, no obstante, sus palabras, por primera
vez en años, no me dolieron en absoluto, no como esas veces en las que decidí
obviarlas por mi bienestar, porque si no me iba a deprimir como me pasaba
cuando era una niña, cuando pensaba que papá no tuvo que morir, sino ella.
No, sus palabras no me hicieron sentir pequeña, no me quebraron el alma
como otras veces, y es que, por primera vez, Sofía ya no me podía hacer daño.
Suspiré al entrar a la habitación y me acosté en la cama, mirando el techo y
esperando que papi subiera pronto y me abrazara, fundiéndonos en los brazos
del otro, recreándonos con el perfume de nuestra otra mitad, porque para mí,
papi era el hombre de mi vida, y no importaba cómo nos habíamos conocido,
no me importaba su pasado, la diferencia de edad, o el juicio social que
enfrentaría por estar con mi padrastro. Yo lo amaba, y por él, estaba dispuesta
a todo.
CAPÍTULO 32
Guillermo…
SOFÍA SIGUIÓ PARLOTEANDO, gritando, pegándome en la espalda para
que le hiciera caso, sin embargo, aguardé hasta que mi gatita subió a su
habitación para girarme y desatar la furia contenida, esa furia que aumentó
cuando escuché el trato que le daba a mi dulzura.
No, ya no la soportaba, perdí la paciencia, por completo, y Sofía estaba por
romper mi cordura y hacer brotar de mi interior a una bestia que nada tenía
que ver con la que desató Dulce.
Mis ojos se concentraron en Sofía, quien dio un paso atrás al verme, al ver
cómo me había tensado, desde los pies a la cabeza. Tenía la mandíbula
apretada, y estaba a punto de gritar, solo me contuve por Dulce, porque ella no
se merecía aquello, porque ella era mía y nadie le haría daño, ni siquiera la
hijaputa de su madre.
―Basta, cállate de una buena vez. Me tienes harto, ya no te soporto, y te
puedo asegurar de que, si te escucho decir otra cosa de Dulce, te echaré de la
casa a como dé lugar ―advertí con un tono gélido, un tono que no reconocí en
mi voz.
Sofía tembló al escucharme, sus ojos se abrieron grandes y retrocedió otro
paso.
―Así está mejor ―indiqué y luego le hice una seña para que se sentase.
Atemorizada, hizo caso y se sentó en el sofá.
Roté los hombros y destensé el cuello, debía coger los resquicios de
paciencia que conservaba, tenía que pensar con claridad para deshacerme, de
una vez por todas, de la cruz que significaba Sofía. No, no podía seguir a su
lado, ni siquiera valía la pena. Estaba dispuesto a entregarle lo que me pidiera a
cambio de alejarme de su lado, a cambio de tener a mi lado a la mujer que
quería, sin secretismos de por medio, sin miedo a ser descubiertos, sin el temor
a la represalia. Ya no soportaba más seguir viviendo bajo el mismo techo que
Sofía, ya no soportaba más su aroma, su voz chillona, su rostro, sus
expresiones. Solo quería una vida relajada al lado de Dulce, a su lado, sentía
una paz que nunca concebí con otra mujer, observar sus ojos celestes me
llenaba, me hacía sentir mil cosas y, por supuesto, me calentaba como nunca lo
estuve con otra mujer. El deseo de tenerla a mi lado era más grande que
cualquier otra cosa.
―Dime, ¿cuál es tu precio? ―pregunté serio, apoyándome sobre el sillón,
mirándola bien, con asco, con repulsión.
El corazón me latía en la garganta, el regusto metálico de la sangre en el
paladar se intensificó, todo gracias a que me tuve que morder la lengua cuando
trató de coger a mi gatita y arañarle la cara con sus repugnantes uñas afiladas.
Estaba a una sola de sus tonterías de perder por completo la calma, lo único
que me reconfortaba era el perfume de Dulce que todavía colmaba mis fosas
nasales, así como podía sentir su tacto terso en la punta de los dedos, su piel
sedosa en las palmas, podía sentirla tranquilizándome con su esencia, pese a
que no estaba cerca.
―¿Q-qué? ―cuestionó temerosa, perdiendo toda su osadía, porque claro,
ahora ya no estaba contra la jovencita que no sabía cómo salir de sus ataques
vulgares, ahora estaba sola conmigo, y sabía que yo no perdía.
―Dime cuánto quieres para largarte, para dejarnos en paz ―indiqué por lo
bajo, poniendo las manos sobre las rodillas, acercándome con aire intimidador
que la hizo tragar saliva.
Ni siquiera estaba parpadeando, solo quería cogerla y echarla de la casa,
sacarla, pese a que la bestia me pedía que fuese a más, que la obligase a
ponerse de rodillas frente a mi dulzura para pedirle perdón, para que subiese
como la perra que era y le lamiera los pies a su hija para que mi gatita pudiese
sanar su corazón, para que viese a su madre como la bestia sin alma que era.
La detestaba desde hacía demasiado tiempo, sin embargo, escuchar sus
insultos… Eso me enervó, en especial cuando se acercó con todas las ganas de
golpearla, de humillarla.
El estómago me dio un vuelco cuando recordé sus palabras.
Quería vengar a Dulce, hacer pagar a Sofía por su altanería, pero iba a hacer
algo mejor y deshacerme de ella de una vez por todas.
―Y-yo… Yo…
―Por una vez en tu vida, piensa bien lo que vas a decir. Ya no me valen tus
mentiras absurdas. Sé que has estado con Viktor más días, que te fugas por las
noches para estar con él, que estás prendada de su billetera ―interrumpí para
advertirla de mis movimientos y así evitarnos tiempo en la corte, estaba
dispuesto a poner las cartas para que saliera de nuestras vidas esa misma
noche. Su rostro enrojeció, sus labios se fruncieron y estaba a punto de volver
a explotar, hasta que observó mis ojos, mi ceja alzada, esa expresión en mi
rostro con la que la reté―. Lo sé todo, sé los escarceos que tienes con el
conserje del hotel donde te ves con tu adorado Viktor, o la relación clandestina
que tienes con Adán Stone, un hombre que te usa solo como su putita,
mientras conserva a su mujer, que a todas luces tiene mucho más de lo que tú
le puedes ofrecer ―pullé su ego―. Sé todo, cariño ―escupí la palabra con
asco―. Sé todo para destruirte, para avisar a tus amantes, con pruebas, que no
eres lo que dices, que solo los utilizas para engrosar esa cuenta bancaria que
tienes en el extranjero. Sé que quieres que Viktor se divorcie, para así tener lo
que le correspondería por derecho a su mujer y que crees que mereces. Sé que
no soportas estar lejos de tu conserje, porque él te trata cómo lo que eres. Lo
sé, sé todo, y tengo pruebas, estoy forrado de evidencia. Así que, sí, puedo
destruirte, sabes que ya inicié el trámite de divorcio, pero no me basta con
ello… ―Sonreí burlón.
Sus hombros se hundieron y comenzó a hiperventilar al comprender su
desventaja.
―Te di tiempo, fui paciente por Dulce, porque no quería que supiera quién
es su madre en realidad, pero ahora que sé que eso no te importa… ―sugerí
ante la actitud que tomó esa noche, revelando que no le interesaba en absoluto
el bienestar de su hija.
―Yo… Ella… ―balbució sin saber qué decir o hacer.
―No trates de jugar a la madre preocupada, me quedó más que claro al
comprobar tu reacción cuando nos encontraste, lo único que te importó fue tu
estatus, no si tu hija estaba bien. Así que, haznos un favor, a los tres, y dime
qué quieres para no arremeter en tu contra. No quiero alargar el divorcio, no
hagas las cosas difíciles, y sé inteligente por una vez en tu puta vida ―siseé
tensando más el gesto.
Sofía miró hacia otro lado, su mandíbula tembló de impotencia al saberse
acorralada, al entender que no se iba a poder defender de todo con la excusa
de mi relación con su hija, no iba a poderse escudar, al final, ella tenía todo por
perder.
Erguí la espalda y me acomodé en el sillón, dispuesto a escuchar sus
peticiones, hacer concesiones, y entablar un acuerdo que nos separara del todo
ante la ley de una vez por todas.
CAPÍTULO 33
Dulce…
PELUSA ARAÑÓ LA PUERTA PARA ENTRAR. Me levanté medio
adormilada y lo dejé entrar, no sabía cuánto tiempo había pasado, pero el
cansancio de las emociones me venció.
Pelusa entró y nos acostamos en la cama. Le acaricié el pelaje y dormité a su
lado, sintiendo la respiración pausada del can sobre mi abdomen, el cual ocupó
de almohada.
Cerré los ojos por un rato y cuando volví a despertar, lo vi en el umbral de
la puerta, sonriéndome, con los brazos entrelazados a la altura del pecho, con
la espalda recostada sobre el marco, con las piernas cruzadas una frente a la
otra. Estaba hermoso, parecía una visión, y en la inconsciencia del duermevela,
creí que era un espejismo, que era una proyección de mi cerebro.
―Eres hermosa ―susurró observándome, encantado. El brillo en sus ojos
detuvo mi corazón y me sacó de la ensoñación.
Sonreí tímida y me di cuenta de que estaba sola en la cama, que Pelusa me
dejó sola, seguramente para ir a despatarrarse al jardín, su lugar favorito.
Algunos rayos solares se colaban por las ventanas de la habitación, creando un
ambiente mágico, iluminando su rostro con sobriedad, haciendo que sus ojos
parecieran más azules, que su sonrisa me deslumbrara y el corazón me
palpitara con ímpetu.
Remoloneé en la cama y lo invité a acompañarme con un gesto delicado en
el que deslicé la mano por el lecho para que se acostase a mi lado.
Negó con la cabeza, divertido, pero, complaciente, se adentró al cuarto,
cerrando la puerta y se desvistió sacándose la camisa y los pantalones, así
como los zapatos y los calcetines, acurrucándose a mi lado solo en ropa
interior oscura que marcaba su paquete con exquisites.
Suspiré cuando me arropó con sus manos, metiendo una de ellas por debajo
de la camisa grande de pijama, la única prenda que cubría mi desnudez. Sus
dedos calientes hicieron círculos en mi trasero y subió la camisa hasta que
quedó en mi cintura.
Alcé la pierna y me pegué a su erección.
―Hueles de maravilla ―musitó olfateándome el cabello.
Besé sus pectorales y pasé las manos por sus abdominales, palpando cada
uno de sus músculos que se elongaban y encogían con cada respiración.
Me estiré para acomodarme, para que nuestros cuerpos se acoplaran por
completo.
―Tú también hueles delicioso ―mascullé con la voz un poco ronca, todavía
adormilada, pese a que mi cuerpo se estaba despertando con cada mimo de
sus dedos, con cada sensación que provocaba en mis zonas erógenas.
Papi me incitaba a más, me hacía calentarme en segundos, me hacía
responder a su excitación, a su cuerpo, a su mente, como si solo fuera una
prolongación de su ser. Y me encantaba esa sensación en la que nos
compaginábamos a la perfección, una sensación de pertenencia que nos unía
como uno solo.
Suspiré fascinada con su calor.
El corazón me palpitó con fuerza, llevando sangre caliente a mis
extremidades, a mi sexo que pulsó con desesperación cuando su erección se
rozó con mi cavidad tibia que cosquilleó.
Mis pezones se irguieron al sentirlo, al percibir su calidez, la suavidad de su
piel que hacía contraste con sus duros músculos.
―¿Qué pasó? ―pregunté necesitando saber qué ocurrió con Sofía, porque
temí que las cosas siguieran igual, que ella lo retuviera y que lo nuestro siguiera
en la oscuridad.
No tenía mucho tiempo a su lado, y quería disfrutarlo, quería que nos
perdiéramos en los días que me quedaban de vacaciones, que saliéramos a
comer, a bailar despacio, pegados, que corriéramos desnudos por la playa y me
follara sobre la arena, que me hiciere suya de las formas que quisiera, o que no
saliéramos de casa en días.
Después de ser descubiertos, no quería ocultarme.
Tragué saliva cuando inhaló hondo.
―He llegado a un acuerdo para divorciarme de ella ―respondió con
tranquilidad, metiendo tras mi oreja un mechón rebelde.
―¿De verdad? ―lo interrumpí mirando sus ojos azules que me recibieron
brillantes y serenos.
―Sí, de verdad. De hecho, ha dejado la casa hace unos momentos ―explicó
relajado, apretando mi trasero con su palma extendida sobre mi carne, rozando
mi sexo con el suyo.
Subí una mano y acaricié su mejilla con delicadeza. Cerró los párpados con
el arrumaco y jadeó por lo bajo, tan masculino como solo él podía ser.
―Tendremos que buscar una casa nueva, ya que parte de sus requisitos fue
quedarse con la casa entre otras cosas, además, faltará hacer todo el papeleo y
luego presentarle al juez el acuerdo para que lo homologue, sin embargo, ya
soy libre ―indicó con un tono sugestivo que me hizo temblar y excitarme más
y más.
La humedad creció en mi centro, empapando su ropa interior. Me perdí en
sus ojos y el calor en mi pecho me arrulló, sabiendo que estaba más que
excitada, estaba enamorada.
Me apretó el trasero con brío y gemí de placer.
―¿Eres mía, gatita? ―preguntó con la voz ronca, con los ojos obnubilados
que bajaban a mis labios para después subir a mis ojos, y entendí por fin ese
brillo, ese brillo en su mirada que hablaba de su deseo, del deseo de poseerme,
de tener más que solo mi cuerpo.
―Lo soy, papi, soy tuya, lo era desde antes, y lo seguiré siendo por el resto
de mis días ―aseguré ronroneando como su gatita, gimiendo con cada fricción
entre nuestros sexos.
Sonrió, una sonrisa perversa.
Con un movimiento rápido, nos giró, poniéndome a horcajadas sobre su
cuerpo.
―Demuéstramelo ―rugió la orden.
Encantada, sonreí y me dejé desnudar por sus manos que casi me arrancan
la camisa.
Con las palmas sobre sus pectorales, mirándolo con las emociones
alborotadas, con el pulso acelerado, entre la excitación y la adoración, descendí
hasta sus labios y lo besé con vehemencia, con devoción, me perdí en sus
suculentos labios, en su aroma masculino, en su sabor único, en su esencia
inconfundible que deseaba fundirse con la mía.
Nos besamos por unos minutos, un beso sentido, anhelado, que cada vez
fue elevando la temperatura de nuestros cuerpos, que se volvió voraz.
Sus manos se prendieron a mi trasero, subiendo de tanto en tanto a mi
espalda.
Me rocé con sus pectorales, aplastando mis pechos con su cuerpo, incitando
mis pezones con su piel caliente.
Ronroneé y gruñó.
―Vamos, gatita, complace a tu papi ―aulló la orden, interrumpiendo el
beso, azotándome el trasero para luego magrearme con fuerza.
Jadeé y me perdí de nuevo en sus ojos, con la mirada nublada por la pasión,
excitada al punto que no quería previos, solo necesitaba sentirlo, llenándome,
haciéndome suya una vez tras otra.
Sin embargo, quería tocarlo con las manos, besar su piel, así que en lugar de
solo sacar su palpitante polla y metérmela en mi acuoso canal, volví a besarlo,
esa vez con más ansias, pese a que no me entretuve tanto en su boca y bajé por
su mandíbula, mordiendo su perfilada barbilla, para después lamer su cuello y
succionar su piel como una vampiresa en busca del elixir de su hombre.
Restregué los pechos con su erección, aprisionándolo entre mis montañas
nevadas. Jadeó masculino al saber que estaba desesperada por su cuerpo y se
reacomodó, cruzando las manos tras su cabeza, observándome fascinado,
mientras lo miraba entre las pestañas. Bajé por su torso, besando sus
pectorales, succionando y lamiendo su piel, marcándolo como mío, porque lo
era, papi me pertenecía tanto como yo a él.
Gemí cuando sonrió.
Lamí su pezón pequeñito y moreno, como la leche con café. Se tensó y
gruñó cuando mordisqueé con tiento su pezoncito.
―¡Joder, gatita, que boquita tienes! ―exclamó hipnotizado por mis ojos.
Besé su piel y pasé al otro pezón para lamerlo, para incentivar su lujuria. El
miembro le pulsó y mis pechos lo calmaron cuando los moví para él, para que
el roce de mis tetas apaciguara sus nervios o, por el contrario, los electrificara,
así como tenía los míos.
Bajé más, dejando un reguero de besos por todo su abdomen, hasta que
llegué a su entrepierna, a ese bulto enorme que contenía su erección.
Pícara, le sonreí y con los dientes cogí la pretina del bóxer y se lo bajé,
sacando su polla de la jaula.
Gruñó, cerrando los ojos, tensándose por un segundo.
Me acomodé para dejar libre una mano y no gatear sobre su cuerpo, y cogí
su dureza con la palma, por la base, para después besar su punta, sin apartar
los ojos de los suyos.
Abrió la boca y sacó todo el aire que tenía en los pulmones, en una
exhalación que hizo vibrar su cuerpo.
Mi corazón se revolucionó y me mojé al saberlo tan excitado y entregado,
porque me estaba dejando hacer lo que quisiera con su cuerpo.
Me relamí y saqué la lengua para lamer su líquido preseminal que me supo a
gloria. Gemí y temblé, cerrando los ojos por un instante en el que degusté su
sabor.
Papi bramó y su cuerpo trepidó al mismo tiempo que el mío.
Al abrir los párpados me enfoqué en sus ojos entrecerrados, y volví a
lamerlo, esa vez, desde la base, lubricando su tronco con mi saliva, y
terminando en un beso donde restregué mis labios con su punta rosada y
colmada de sangre.
Fascinada, me lo metí a la boca, succionando solo la punta, moviéndome
sobre su eje para lamerlo y mortificarlo, enredando la lengua con su carne dura
y deliciosa.
Gemí y papi tensó la mandíbula, apretando los dientes, reteniéndose para no
cogerme y follarme, lo intuí al ver sus ojos oscurecidos, al saberlo tenso.
Succioné al sacarlo de mi boca, haciendo un peculiar sonido que fue
ambrosía para mis tímpanos.
―¿Quieres mi coñito, papi? ―pregunté maliciosa, sonriendo como una
libertina, volviendo a ponerme a horcajadas sobre su erección sin esperar
respuesta porque sus ojos me llamaron, sus ojos llameantes que me
dominaron, incitándome a metérmelo a lo más profundo de mi ser.
Gimoteé cuando nuestros sexos se unieron y, para provocarlo más, hice
círculos con la cadera, combinando mi saliva en su polla dura con mis fluidos
que no tardaron en empapar su envergadura.
―¡Joder, dulzura! ―exclamó rígido y sin resistirse más a mis encantos,
desenroscó sus manos y con un fluido movimiento que me sorprendió, me
cogió el culo con fuerza, alzándome para luego encajarse en mi interior hasta
el fondo.
Grité, un grito entrecortado que me hizo aferrarme a sus pectorales, y
perderme en sus ojos golosos y oscurecidos por la lujuria.
―¡Papi…! ―musité casi a punto de correrme, sabiendo que sentirlo dentro
era suficiente para mí.
Sonrió, esa sonrisa canalla que me gustaba, y en otro movimiento rápido, me
puso bajo su cuerpo, y después se dejó caer en mis labios, besándome con
desenfreno, lamiendo y mordiendo mis labios, explorando mi boca con la suya,
mareándome con su ataque, pese a que solo se hundió más en mi intimidad, en
especial cuando alzó uno de mis muslos para que le rodeara con una sola
pierna y así adentrarse más en mi canal empapado.
Sollocé de placer, y le arañé la espalda.
―Es mi turno, dulzura ―murmuró al separarse de mi boca e ir a mi
garganta, arqueándome para después bajar a mis pechos y fustigarme los
pezones con su lengua, solo un pequeño momento que me alteró demasiado y
me hizo apretar su dureza con mi interior.
Gruñó y volvió a buscar mi boca, al tiempo que se salió casi por completo y
me embistió con fuerza, sacándome el aire, creando mil nudos en mi vientre
bajo, calentándome, desatando un incendio en mi sexo que me electrificó el
cuerpo con cada arremetida violenta en la que me estaba castigando y
premiando, tal como solo él sabía hacerlo.
Gemimos, lloriqueé, gruñó, nos abrazamos, palpitamos para el otro, nos
volvimos un amasijo de extremidades en el que le arañé la piel de la espalda,
los bíceps, el torso, y su trasero perfecto que se movía con cada arremetida en
la que se metía y friccionaba nuestros sexos, desde a fuera, torturando mi
clítoris con su pelvis, y sus testículos con mi culo, en un golpeteo frenético que
me llevó al primer orgasmo de la noche, un orgasmo del que no pude bajar y
que me hizo correrme con furor, un orgasmo que rompió la represa y me hizo
calar la cama, un orgasmo que me cargó las extremidades y me hizo temblar y
arquearme hasta que se me taponaron los oídos y estallé con un grito
femenino en el que temblé con fuerza, como una hoja en medio de un
tornado.
Papi no me soltó, su aullido cuando masajeé su polla dura con los efluvios y
estremecimientos del nirvana fue lo único que traspasó la barrera que
insonorizaba mis oídos, y que volcó mi corazón al reafirmar que papi me
pertenecía, que solo en mi cuerpo encontraba la paz tan ansiada.
Se detuvo un momento en el que nos besamos con más cariño, pero sin
dejar de ser efusivo, sin dejar de rasgar nuestras pieles, de movernos de tanto
en tanto, porque la desesperación por sentir su esencia calentándome y
llenándome me hizo mover las caderas, buscar colisionar con las suyas, sin
importar lo sensible que me encontraba.
Nos movimos como dos bestias. Sus penetraciones eran profundas y
certeras, llegando al punto más susceptible de mi interior. Su boca bajó y me
lamió, besó y mordisqueó el cuello hasta que un tsunami se presentó en las
costas de mi sexo y nos engulló a ambos en la vorágine del éxtasis en el que
alcanzamos el cielo juntos, palpitando al mismo ritmo, completándonos.
Gemí encantada cuando lanzó chorros con su esencia caliente que fueron
directo a mi vientre, llenándome, caldeando mi ser de una forma celestial que
me hizo quedarme laxa sobre la cama, con papi respirando el aroma de mi
cuello, liberado, resoplando su aliento sobre mi piel erizada, juntos, para nunca
más despegarnos.
* F I N *
EPÍLOGO
Tiempo después…
LO MIRÉ DESDE MI POSICIÓN. Estaba impresionante, desnudo, con las
musculosas y potentes piernas abiertas, mostrándome su virilidad dura, grande
y gruesa que estaba totalmente erguida, esperándome, llamándome desde la
lejanía, pidiendo que la metiese en mi boca y la hiciese llorar de alegría.
―Vamos, gatita ―rugió con la voz vibrante, esa voz grave que me hizo
jadear cuando me acarició los tímpanos.
El sexo me punzó al escucharlo, al devolverle la mirada y saber que sus
pupilas estaban fijas en las mías, admirándome con hambre, con anhelo, con
furor.
Jaló de la cuerda ligada a la gargantilla que tenía alrededor del cuello, de
cuero grueso, rígida, que me quedaba justa, sin diseño, más que el aro metálico
en medio que servía para que él atara la cuerda, también de cuero, y me
dominase como se le diera la gana, tal como tanto nos gustaba.
Gemí y el sexo se me humedeció, empapando las braguitas de encaje blanco
con olanes en los bordes que dotaban de inocencia al conjunto, pese a que este
se transparentaba y mostraba mi rajita tierna con exquisites, así como mis
pezoncitos rosados que en ese instante estaban erguidos y expectantes.
Me relamí, observándolo con ardor, con los párpados entrecerrados y, como
me lo pidió, avancé en cuatro, moviendo las caderas, acortando el espacio que
nos separaba.
Admiré su cuerpo grande y musculoso sentado a la orilla de la cama de
nuestra habitación. Era un hombre impactante, un hombre que incitaba a lo
prohibido que, desde el primer momento, me cautivó y que luego corrompió
mi mente y alma.
Era mi hombre…
Y yo era suya…
Lo miré y me perdí en sus pupilas oscuras y dilatadas que presagiaban todo
lo que me haría, todo lo que quería hacerle a mi cuerpo.
Me deleité con esa imagen y ronroneé cuando aspiré su masculino aroma,
ese que se coló por mis fosas nasales y mandó una onda expansiva por todo mi
ser, una onda eléctrica que avivó mis nervios.
―¡Papi! ―susurré enajenada, casi sin poder respirar, agitada, cuando me
detuve entre sus piernas y tuve en primer plano la imagen idílica de su erección
maciza, obnubilando del todo mi cerebro.
―¿Eres mía, dulzura? ―cuestionó con los ojos fijos en mi boca, sacando su
lengua deliciosa para hidratar sus labios masculinos.
Temblé de excitación.
―Soy toda tuya, papi ―ronroneé y pasé la nariz por su tronco erguido,
aspirando su aroma varonil, su esencia almizclada que incentivaba mis papilas
gustativas.
Sonrió canalla y se acomodó mejor.
―Muéstramelo ―canturreó como tantas veces le gustaba decírmelo,
sabiendo que aquello me ponía eufórica, que me encantaba enseñarle cuánto lo
deseaba. Me soltó la correa para que pudiese hacer lo que quisiera y la tiró a un
lado de la cama.
Gemí y me acerqué más a su entrepierna, hasta quedar hincada, poniendo
mis manos sobre sus rodillas, pasando la coleta hacia atrás en un movimiento
sutil de cabeza. No quería que el cabello me molestase.
Me relamí gustosa, observando su polla grande, gruesa, rosada y brillante a
causa del líquido preseminal. Subí los ojos a los suyos y sonreí, pícara.
Bajé sin perder detalle de sus ojos oscurecidos, de su semblante serio, pese a
que la pasión hacía que sus gestos se volvieran más masculinos, pecaminosos.
Me mordí el labio antes de besar la punta, un beso delicado, para después
sacar la lengua y probar su sabor.
Jadeé de placer, llevando una de las manos hasta mis pechos colmados, me
pellizqué el pezón por encima del sostén que no dejaba nada a la imaginación,
que solo hacía que el roce de la tela me estimulara las perlas rosadas.
―Eso, tócate para papi ―aulló por lo bajo, soltando el aire que tenía en los
pulmones, alterado, con los músculos tensos y marcados.
Me perdí en sus abdominales delineados, en sus pectorales hinchados, en su
cuerpo escultural.
Subí a sus ojos cuando bajé la boca y comencé a besar su polla, desde la
base, metiendo la lengua en medio de sus testículos, espoleando sus nervios
con cada beso, lamida y succión, para después volver a la punta y metérmelo a
la boca, hasta lo más profundo de la garganta, aguantando la respiración,
lubricando su mástil con mi saliva. Succioné y lo masajeé con el interior de las
mejillas, con la lengua, con la garganta. Lo devoré como quería, mientras mi
cuerpo se electrificaba, se calentaba.
Me pellizqué los pezones, me apreté las tetas, ronroneé cuando se desesperó
y me cogió de la coleta para follarme la boca. Tenía las braguitas empapadas,
así como los muslos, y su acto impetuoso solo logró espolearme y hacer que
me palpitara el sexo.
Estaba matándome.
Se tensó, y cuando entendí que se estaba conteniendo, me saqué su
miembro de la boca, succionando con fruición. Lo miré y le guiñé el ojo.
Papi estaba agitado, con la respiración pesada, sonora, haciendo eco en
nuestra habitación. Un escalofrío me atravesó al saberlo tan necesitado de mis
caricias.
Llevé mi mano a la espalda y me deshice del sostén, dejando mis tetas al
aire, algo que atrajo su atención a mis montañas nevadas de picos rosados.
Sonreí y abriendo la boca dejé caer un hilo de saliva transparente para
lubricarme la suave piel de entre mis senos.
―¡Joder! ―bramó fascinado y su miembro se movió como si tuviese vida
propia.
Me reí por lo bajo, fascinada con su reacción, para luego frotarme los senos
con lascivia, gimoteando, moviendo las caderas, para después acercarlos a su
miembro y, utilizando las dos manos, lo rodeé con las tetas, apresando su
dureza entre mis pechos grandes.
Gemí y gruñó.
―Mierda, estás suavecita… ―musitó cerrando los párpados por un segundo,
inspirando hondo.
Me mordí el carrillo. La sangre se me calentó más y más, y comencé a
moverme para frotar la tibia y tersa piel de mis pechos alrededor de su mástil
grande que me atravesaba hasta sacar la punta y golpearme la garganta con
cada envite con el que me moví con brío.
Sollocé al sentir su calor, al sentir las pulsaciones de esas venas engrosadas
que colmaban su dureza.
―¡Joder! ―farfulló dejándose llevar, moviendo las caderas con fuerza,
cogiéndome de los pechos para detenerme y follarme en esa posición, con
energía, cogiéndome las tetas, apretándolas contra su erección, al punto que lo
estaba comprimiendo con mi cuerpo, sin embargo, papi seguía empujando,
moviéndose como un salvaje.
Se me enarboló el cuerpo al captar su gesto descontrolado, al observar sus
facciones desmadejadas por el placer, por sentirme en esa posición.
Cuando aumentó el ritmo de las embestidas, a punto de explotar, saqué la
lengua, solo un poco, abriendo la boca en dirección a la punta rosada que
sobresalía de mis montañas y cuando se tensó del todo, estallando en un brutal
orgasmo en el que se corrió en mi pecho y cara, me embebí con su esencia,
jadeando, hipnotizada con su ardor, con su cuerpo, con sus resoplidos
masculinos que eran música para mis oídos.
Apreté sobre sus manos cuando perdió fuerza, cuando cerró los párpados y
se quedó quieto, llevando aire a sus pulmones, hasta que la última gota de su
esencia se derramó sobre su punta.
Traviesa, le quité las manos, para después recolectar las gotas gruesas y
espesas de su polución, utilizando los dedos para llevarlos a mi boca.
Entreabrió los párpados al escuchar mis gemidos y aulló al observar cómo
me comía su semen, lloriqueando, moviéndome sobre el suelo, como si
estuviese cabalgándolo, con los ojos entrecerrados por la lujuria.
―Mierda, gatita, creo que estás muy juguetona ―exclamó embelesado,
admirándome con hambre.
Gimoteé y mi interior se apretó, sintiendo el regalito que me metí para él
minutos atrás, cuando me puse la lencería y me entretuve con mis sinuosas
curvas, sabiendo cuánto le gustaba que explorase con los juguetes que compró
para mí.
Sin que me lo pidiera, me levanté y me puse sobre su cuerpo, a horcajadas,
sintiendo su miembro en la entrada de mi humedad cubierta por las braguitas
con holanes.
―¿Me vas a castigar, papi? ―pregunté melosa, lamiéndole la mejilla salada.
Me gustaba lamerlo, probarlo, degustar su aroma, todo de él…
Gimió y me cogió el culo, apretando mis nalgas con sus manos extendidas
para abarcarme, pese a que mi carne se colaba por sus dedos prensados que
pretendían marcarme.
Ronroneé y me moví sobre su eje.
Bramó porque estaba sensible, pese a que su nivel de recuperación era
sorprendente y comenzaba a hincharse para mí.
―Debería castigarte por tu insolencia ―comentó moviéndome sobre su
cuerpo, dejándome besar su cuello, degustar su piel.
No dije nada, en su lugar, exterioricé mi opinión agitando las caderas,
moviéndome en círculos, friccionando mi sexo sobre el suyo.
―¡Joder! ―bramó y con un movimiento rápido y animal, me giró para poner
mi espalda contra la cama.
Grité de la emoción y, con rapidez, me prensó las manos a las esposas que
había en el respaldo de la cama, preparadas para someterme cuando él quisiera.
Exaltados, nos miramos, sus pupilas estaban dilatadas, sus iris azules
brillaban como dos halos en donde ardía fuego azul, un fuego capaz de
calcinarme si así lo quería. Mi respiración se descontroló y mis pechos
acariciaron sus pectorales.
―Estás preciosa ―musitó acariciándome las mejillas con el dorso de la
mano, perdiéndose en mis facciones, en mis ojos rasgados por la lujuria
contenida en mi alma―. Tienes la piel sonrojada, los labios hinchados, hueles a
deseo, a hembra, mi hembra ―se corrigió, y como hice minutos atrás, me
lamió la mejilla.
Gemí.
―Tuya, solo tuya ―aseguré encandilada, con la voz suave.
Aspiró mi esencia y buscó mi boca, para devorarme con furia, con
vehemencia, con entrega. Nos comimos los labios del otro, blandimos una
lucha acallada donde nuestros gemidos eran la perfecta sinfonía para el
momento.
Su mano bajó por mi cuerpo, tocó mis curvas, incentivando más la llama
que habitaba en mi centro. Tocó mi muslo, subió por mi cadera, por mi
cintura, hasta llegar a mis pechos desnudos, donde pellizcó un pezón con
delicadeza, magreando mi carne, subió más, hasta llegar a mi cuello, donde
cogió el aro del collar, cortándome el aliento, solo para dominarme por
completo, dejándome quieta cuando bajó su boca y, así como hice con él, me
lamió y succionó la piel, pero sus caricias eran más proactivas y enérgicas. Su
boca no solo buscó espolear mi ardor, llenando de energía mis nervios, sino
que también quería marcarme, regando deliciosas sugilaciones por mi cuello
expuesto. Bajó más y me fustigó los pezones con su boca voraz.
Me arqueé, me removí tirando de las esposas, abriendo las piernas para
sentir su dureza sobre la tela fina y delicada de las braguitas. Me estaba
volviendo loca con sus pausas en las que me pinzaba las perlas rosadas con sus
labios y luego succionaba con arrebato.
Estaba tan mojada gracias a su cálido aliento, al estímulo de su boca, que la
humedad de mi sexo alcanzó mi trasero, justo donde cierta joya estaba
caldeándome las entrañas.
―¡Papi! ―gimoteé cuando siguió bajando, cuando su boca serpenteó por mi
abdomen, cuando llegó al monte de venus y estiró las braguitas para
olfatearme.
―¡Mierda, Dulce! ―exclamó al ver la joya celeste con forma de corazón
metida en mi culo.
Jadeé temblorosa.
―¡Papi…! ―repetí mi letanía favorita, deshaciéndome con sus ojos que me
recorrían el cuerpo con el deseo insuflado.
Tras un gruñido animal, me abrió bien de piernas, poniendo mis muslos
sobre sus hombros, y hundió su cabeza entre mis pliegues, aspirando mi
esencia, pasando la punta de la nariz por mi rajita, para después proceder a
repetir la acción con su lengua larga y mojada que combinó su saliva con mis
fluidos que inundaron la habitación con un deje frutal y almizclado.
Jadeé y me removí, subiendo las caderas para buscar su lengua que no tardó
en fustigar mi clítoris. El roce de las bragas con sus labios me hizo girar en una
espiral, casi sin aliento, sabiendo que pronto caería en la madriguera del conejo
blanco de Alicia en el País de las Maravillas.
Todo mi cuerpo hervía con sus caricias. Mi sangre corría por mis venas con
prisa y, mi piel estaba completamente sonrojada. El corazón me latía en la
garganta, y el sexo me pulsaba cada que hacía presión con su lengua en la
entrada.
Se me cortó la respiración cuando apartó las bragas y sin contemplaciones,
me folló con la boca, al tiempo que comenzó a mover el plug estimulando mi
anillo apretado, arrancándome gemidos entrecortados, hasta que los
escalofríos se sucedieron y me estremecí en uno de los más dulces de los
orgasmos, corriéndome con fuerza, temblando, palpitando, arqueándome,
dejando que la bola de fuego en mi vientre estallara con ímpetu, quemando
todo mi ser a su paso, hasta que caí laxa sobre la cama.
Me quedé quieta, con los músculos relajados, tratando de llevar aire a mis
pulmones, pero papi tenía mejores planes para seguir con nuestra noche y me
quitó las bragas con cuidado, maniatando mis piernas para hacerlo. Sonrió al
ver mejor la joya y la removió, arrebatándome un suspiro entrecortado.
Reptó sobre mi cuerpo, dejando besos fugaces que me hicieron gemir con el
calor de sus labios.
Cuando llegó a mi boca, probé mi elixir y gemí. Nos besamos con más
tranquilidad, y dejé que me acomodara las piernas para adentrarse despacio en
mi cuerpo, abriéndome con su perfecto grosor.
Farfulló al saberme más apretada.
Gimoteé cuando nos separamos y nos miramos. El brillo especial de sus
pupilas hizo que el corazón se me acelerara de dos formas distintas, porque al
mismo tiempo me llenó con su virilidad.
―¿Te hice daño? ―preguntó con cariño y algo de temor.
Sonreí y negué con la cabeza.
―Estoy bien ―aseguré y moví las caderas para hacerle saber que quería más,
que deseaba aquella unión.
Gruñó por lo bajo y comenzó a penetrarme con suavidad, en un vaivén
delicioso, con el que pude sentir cada parte de su miembro rozar mis paredes
que se ceñían a su polla.
Lloriqueé con cada arremetida, con cada impulso. Nuestras miradas no se
separaron, hasta que fue aumentando las estocadas y mi pelvis cobró vida,
creando círculos concéntricos en los que, al encajarnos por completo, me
rozaba el clítoris con su pubis.
―Papi… Papi… Papi ―sollocé enloquecida con la fricción de su cuerpo
sobre el mío, con la conexión entre nuestros sexos que se amoldaban al del
otro, con el plug completando el estímulo.
Sus bramidos fueron cobrando vida, así como cada envite que nos estaba
alzando a la cima, que nos estaba incendiando, creando esa bola de energía en
nuestros vientres. Me tensé antes que papi, mis pies se encogieron, la
electricidad recorrió mis extremidades, incendiando mis nervios con rapidez,
hasta que grité y la liberación me alcanzó, apretando su dureza en lo más
profundo de mi intimidad, donde, gracias al masaje del orgasmo, se dejó llevar,
gruñendo en mi oído, y derramando su calor espeso en mi vientre,
enarbolando mis sentidos que solo lo buscaron.
Me soltó las manos sabiendo que necesitaría tocarlo para saber que era real,
y porque también quería sentirme.
Nos abrazamos y besamos con necesidad, volviéndonos un amasijo de
piernas y brazos. Arañé su espalda y subí la pierna, pegándome a su cadera
para evitar que se saliera de mi interior.
Cuando nos faltó el aliento, nos separamos y me atrajo a su pecho,
acostándose en la cama, resoplando, cansado.
Respiré acalorada, una fina capa de sudor me cubría el cuerpo, y el aroma de
la habitación me colmó las fosas nasales, apenas un resabio de la pasión que
nos consumió.
Mi interior seguía lleno, no quise sacarme la joya, quería sentirlo más, dejar
que me volviera a dominar, que sacara su artillería pesada y sometiera mi
cuerpo de una y mil formas. Lo necesitaba tanto como el aire, porque papi era
mi todo, porque él era mi hombre, el hombre que quería complacer en todos
los sentidos.
―¿Estás bien, gatita? ―preguntó y escuché a la perfección la preocupación
en su voz, pese a que la encubrió tratando de masajear mi espalda.
Reposé la quijada sobre su torso, alzando la cabeza. Lo contemplé por un
momento, observé esos ojos azules que me tenían loca, enamorada, que hacía
latir mi corazón y propulsaban el aleteo de las mariposas en mi estómago, así
como el calor que recubría mis entrañas.
Lo amaba, lo amaba de verdad.
Alcé una mano y dibujé sus facciones con cariño.
―Ya te lo dije, estoy perfecta ―afirmé emocionada.
―No sé, creo que deberíamos bajar la intensidad… ―comentó reflexivo,
ayudándome a ponerme frente a él, para no torcerme el cuello.
Ronroneé cuando volvió a abrazarme.
―Sabes de sobra que nada de lo que hagamos va a afectarlo ―indiqué, con
el ceño fruncido, haciendo un puchero con la boca, fingiendo molestia infantil.
Chistó y sonrió.
―No lo sé, todavía está muy chiquito ―indicó deslizando su mano en mi
cintura a mi abdomen plano.
Sí, tenía tres meses de embarazo y todavía no se me notaba ni un poco. El
médico decía que era normal, pese a que Guillermo se preocupaba por todo,
incluso había creado una dieta especial para que siguiéramos y le ordenó a la
señora Diana que no me dejara hacer nada, que me cuidase cuando él no
estaba en casa. Casi me cargaba cuando tenía que levantarme de la cama, y lo
de nadar por mucho tiempo quedó relegado, gracias al temor que sentía por
haber perdido a su primer hijo. Cuando lo comprendí, le hice caso y dejé de
renegar como niña pequeña, sabiendo que debía hacerlo sentir tranquilo,
seguro.
Nuestro pequeño estaba bien, era una mujer sana, fuerte y muy saludable,
papi no tenía razones para preocuparse, no obstante, salí tan rápido
embarazada que la sorpresa lo hizo actuar con más cuidado.
Ni siquiera pude volver a la universidad cuando las náuseas matutinas
atacaron. Al principio creímos que era algún bicho ya que nos fuimos de
vacaciones por unos días a la playa, donde casi no salimos de la habitación en
la que hicimos toda clase de perversiones, pero no. Sí, crecía algo en mi
vientre, sin embargo, no era un bicho. Al tercer día en el que vomité todo lo
que comí y lo que no, dos antes de regresar a la universidad, Guillermo me
llevó al hospital, intranquilo. Cuando estuve por desmayarme entre la
deshidratación y el esfuerzo, me cargó como mujer desvalida y corriendo me
llevó a urgencias.
Después de meterme suero y demás para hidratarme, me hicieron varios
exámenes para saber qué tenía y… Cuando nos dieron la noticia de nuestra
paternidad, ambos nos quedamos en shock, paralizados, sin saber cómo
reaccionar. Se suponía que debía volver a clases, que tenía que terminar la
carrera, en cambio, quedé embarazada, casi que en una de las primeras veces
que tuvimos sexo después de tener mi período, en las primeras semanas de
nuestra relación clandestina, puesto que ya tenía un tiempo cuando me
hicieron los análisis.
Asombrados, y con todas las indicaciones médicas necesarias, así como las
recetas de vitaminas y el calendario de consultas próximas, salimos del
consultorio, callados.
«―Haremos lo que quieras ―soltó aquella frase antes de entrar al coche.
Alcé las cejas sin comprender, hasta que lo miré bien y entendí que me
estaba dejando escoger qué hacer con el embarazo, con el bebé, con nuestro
futuro. Me asombré bastante cuando discerní todo, cuando vislumbré que sus
palabras, pese al dolor que rasgó su voz, querían adentrarse en mi cabeza para
que supiera que, sin importar qué, él me iba a apoyar.
Pasada la primera impresión, sonreí y lo abracé.
―¡Vamos a ser papás! ―exclamé ilusionada y, como una mujer con las
hormonas alteradas, me puse a llorar.
Sus brazos me rodearon y me prometió que me daría todo lo que quisiera.
―Me has hecho el hombre más feliz del mundo ―musitó, cogiéndome con
delicadeza para no aplastarme contra su cuerpo, pese a que hice justo lo
contrario y me aferré a su espalda, pegándome por completo».
No fue difícil tomar una decisión después de las noticias. Dejé el internado,
el equipo de natación, lo hice de esa manera porque no quería despegarme de
papi, no quería negarle ver el progreso de nuestro hijo creciendo en mi vientre,
no quería que su aroma se diluyera de mi piel, quería tenerlo. No, tampoco fue
una excusa para cazarlo, no quería casarme solo porque iba a tener a su hijo,
no quería desbaratar su vida, pese a que él lo hizo por mí.
Nos mudamos de la casa, misma que le dejó a Sofía como parte del acuerdo,
así como unos cuantos miles de euros para que firmara rápido los papeles de
divorcio. Al final, ninguno de los dos quería saber de ella. Yo ya no la sentía
como mi familia, nuestro lazo quedó roto, no precisamente por haberme
metido con su exmarido, pese a que jugó un papel importante, sino porque ella
no quiso ser mi madre durante mucho tiempo.
La nueva casa era preciosa, grande, en una zona acomodada para familias,
Pelusa estaba fascinado con el nuevo jardín y con la piscina que era más
grande. Había más habitaciones, habitaciones que Guillermo quería llenar con
bebés, porque decía que quería tener mil hijos conmigo.
Nos sentíamos dichosos, felices de seguir con nuestras vidas, con una vida
llena de luz, una en la que ya no nos estábamos ocultando, ni siquiera de su
familia, quienes parecieron tomárselo con más calma de la que calculé, sobre
todo, su madre, la gran señora Leonor de Figueroa, quien feliz me abrazó y me
dijo que mi alma si era prístina, tal como merecía su hijo. No sé si alguna vez
papi le dijo que era virgen, no obstante, estaban emocionados con la llegada de
su nieto, y eso bastó para calmar las aguas.
Cuando Guillermo me propuso matrimonio, le dije que le iba a responder
cuando naciera el bebé, pese a que la respuesta, al menos para mí, era obvia.
Lo amaba, lo amaba con todas mis fuerzas, y no, no estaba renunciando a nada
por él.
Si hubiese querido, hubiese regresado a la universidad, él me lo dijo, pero no
iba a hacerle aquello. Cuando recibí la beca no me ilusioné porque amara el
deporte, mis motivos fueron muy distintos. Ni siquiera me dolió o tuvo mayor
significado desprenderme de esa faceta de mi vida, porque podía seguir
metiéndome al agua, al tiempo que podía hacerlo feliz, era un «ganar ganar».
Quería dedicarme a mi pequeño y a él, quería ser su mujer en un sentido
más normativo de la palabra, quería hacerlo feliz, porque yo era feliz a su lado,
porque ver sus sonrisas canallas me doblegaban, me hacían calentarme de mil
formas diferentes, porque estar a su lado, era avivar mi alma, recomponerla.
Me abracé a papi y hundí la nariz en su piel.
―¿Sabes que te di mi primer beso? ―pregunté olfateando su torso, con las
mariposas revoloteando dentro de mi pecho, al tiempo que bajé una mano y
me acaricié el vientre, llena de ilusión, sabiendo que ese era mi lugar en el
mundo.
―Ah, ¿sí? ―preguntó intrigado, besándome la coronilla.
Sonreí melosa y le conté esa historia que guardé en mi alma como uno de
los mejores recuerdos que tenía, pese a lo impropio de la acción, pese a que
me aproveché de su enfermedad.
Papi me apretó el trasero cuando escuchó el relato y bramó por lo bajo,
entre molesto y alegre, porque, pese a todo, le agradaba haber sido el primer
hombre en tocar mis labios, incluso si él no lo recordaba en absoluto.
La luz brilló y enardeció mi interior. Sí, ese era mi lugar.
―Te amo ―susurré cansada, besando su pectoral.
Sus manos me acariciaron la espalda con calma, con dulzura.
―Yo te amo más, gatita ―musitó con delicadeza, pese a que sus palabras
fueron ambrosía pura.
Gemí de placer, un placer más candoroso, menos carnal, un placer que no se
podía describir con palabras, pese a que se sentía como la calidez del sol en un
día de invierno.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
EPÍLOGO
SOBRE EL AUTOR
OTROS RELATOS
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en las que me podéis etiquetar.
SOBRE EL AUTOR
Soy un ciudadano del mundo, enamorado de la silueta femenina y adorador
de sus hermosas y cándidas almas que me dejan sin aliento, de ahí que me
encante escribir relatos eróticos en donde ellas son las protagonistas de mi
prosa.
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Nicolás Hyde
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1. Atada a ellos
Desde que lo vi la primera vez… Me gustó, me pareció el
hombre más atractivo y varonil del mundo. Pero era un hombre
prohibido, un hombre en el que nunca debí fijarme. Sentir su
mirada imponente, su aroma masculino, su esencia dominante…,
pudo conmigo y me dejé llevar por su propuesta indecente, una
propuesta emocionante e inquietante.
«Un relato corto que te hará estrujar la sábana de tu cama y suspirar de
excitación».
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2. Un pacto con el Diablo
Elisa estaba harta de su vida, de que las personas la pisotearan, de
hacer todo por los demás, sin recibir nada a cambio. No quería
caer en los embrujos y promesas de otros. No quería ceder ante
nadie, ya no más.
¡Ya no podía con su vida mediocre!, y estaba dispuesta a hacer lo
necesario para obtener lo que quería, incluso venderle su alma al
mismo demonio, o para el caso, su cuerpo.
Y tú, ¿dejarías entrar al diablo en tus bragas?
«Un relato ardiente que te quemará en las brasas del infierno».
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3. EL AMANTE PROHIBIDO
Paula siempre fue una mujer con mucha suerte, a la que la vida le
sonrió. Con un buen trabajo, un físico envidiable, sensualidad y
mucho más…
No obstante, su vida da un vuelco cuando se enamora y su
matrimonio no corre con la misma dicha… Con un esposo que la
deja abandonada a la mínima oportunidad, y un hijastro joven,
rebelde, y guapo…
La vida para Paula nunca fue tan difícil, en especial porque tiene que soportar
las miradas lascivas de cierto joven que hace que su cuerpo tiemble.
Un relato donde la seducción incita a lo prohibido.
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4. ÁNGEL
Desde que la vi por primera vez, me pareció una mujer
despampanante, guapísima, como ninguna otra, sin embargo, pese
a su sonrisa discreta y displicente, no podía engañarme, aquella
mujer de cabello dorado, ojos como las esmeraldas y cuerpo de
infarto, no me correspondía de ninguna manera, ¿o sí lo hacía… y
solo tenía que saber cómo subyugarla?
Después de todo, Ángel no era una mujer cualquiera, no, ella era
una bailarina exótica de lo más sensual, y la vecina más «buena» que tenía.
«Un relato erótico que te someterá a sus deseos…»
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5. LA CURIOSIDAD NO MATÓ AL GATO, SOLO LO
HIZO RONRONEAR
El viejo dicho dice que «la curiosidad mató al gato»…, en mi
caso, la curiosidad me llevó a un mundo nuevo de aventuras, un
mundo lleno de erotismo, sensualidad y muchos jadeos.
Todo comenzó con una carta, y terminó con un orgasmo.
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6. LA SOCIEDAD DEL CÍRCULO ROJO
Múltiples sueños me llevaron hasta ese momento, el instante en
donde cumplí mi mayor fantasía: Ser la presa…
Vestida con una elegante capa roja y larga me preparé para
comenzar el juego en el que dos apuestos y fuertes «lobos» me
cazarían y cumplirían con mi más fervoroso deseo.
Un retelling excitante entre caperucita roja y dos lobos feroces.
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7. SOLO UNA NOCHE.
Después de una complicada ruptura, Adriana decide pasar
página y dar rienda suelta a sus deseos, olvidándose así de todo
aquello que atormenta su mente.
Dispuesta a bailar al son de los acordes de la música que suena
en la discoteca, se encuentra con las hábiles manos de un hombre
que estará dispuesto a borrar todos esos pensamientos que la
atribulan.
Un relato lleno de pasión desenfrenada.
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8. CATARSIS
ANTOLOGÍA ERÓTICA
Antología erótica con muchos relatos sensuales, llenos de
pasión, seducción, recubiertos por el romance oscuro. La cual
recoge los anteriores relatos, además de «Sé mía» un relato corto e
intenso que te hará suspirar con sus escenas cargadas de erotismo.
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9. LA TENTACIÓN DE MI HERMANO
Cuando sus padres murieron no le quedó más remedio que
aceptar la propuesta de su hermano, diez años mayor, e irse a vivir
al extranjero, a su lado.
Cecil dejó todo atrás: sus estudios, sus amigos, su novio, y
emprendió una nueva aventura, o al menos eso creyó, hasta que se
dio cuenta de que la vida con su hermano no sería lo que pensó.
No, no iba a aceptar sus reglas, no iba a dejar que le dijese cómo
vestirse o que la insultara. Era una chica con el corazón rebelde y la piel
caliente, una chica que pensaba apagar su calor a como diese lugar, incluso si
caía en lo moralmente reprobable.
Un romance erótico oscuro y prohibido no apto para todo público.
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10. EL IDILIO DE MI TÍO
La vida de Susan da un vuelco cuando su padre muere y su
madre se ve obligada a aceptar una oferta de trabajo en el
extranjero, dejando a su hija al cuido de Xavier, el hermano de su
fallecido marido, a quien Susan no conoce.
Lo que no sabe es que Xavier no es un hombre cualquiera, no,
él solo quiere jugar con su nueva muñequita y cobrar venganza.
«Un relato oscuro subido de tono, no apto para todo público».
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11. LA FANTASÍA DE PAPÁ

Era incorrecto, estaba mal, no debía suceder y, sin embargo, pese


a saberlo, la deseaba, la anhelaba como jamás lo hizo con otra
mujer.
Cuando Celeste le preguntó si podía llegar a quedarse con él,
Dominic no lo pensó dos veces. Tenía muchos años sin ver a su
hijastra, pese a que siempre se mantuvieron en contacto, recordaba
con gran cariño a la niña de trece años que dejó atrás cuando se
divorció de su madre, no obstante, en ningún momento esperó encontrarse
con la mujer sensual y extrovertida en la que se convirtió aquella chiquilla a la
que tanto cariño le tenía.
¿Podrá Dominic resistir la tentación de probar la fruta prohibida que es
Celeste, su hijastra?
Un relato de romance erótico donde sus principios serán cuestionados, y su amor
transformado.
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12. EL JUEGO DE MI MARIDO
La primera vez que se lo propuso, creyó que estaba jugando, que no era más
que palabras destinadas a insuflar su deseo, a caldear sus
encuentros íntimos, no obstante, no fue así, y cuando menos lo
esperó, el juego se hizo realidad, llevando a Lisa a un mundo
nuevo, donde la mente retorcida de su marido sería la que dirigiría
su andar.
Un relato lleno de tabú, de erotismo oscuro, en el que Lisa será
la protagonista de un juego retorcido que caldeará su cuerpo y
perturbará su alma.
¿Podrá Lisa resistir al erótico juego que le propone su marido?
◄►
13. DOMÍNAME
Ariana siempre fue una mujer fuerte e inteligente, una mujer que
le gustaba defender sus principios y sus derechos, hasta que lo
conoció a él y todo su mundo cambió, deseando que aquel
hombre la dominase y cumpliese sus fantasías más perversas, esas
fantasías que ni siquiera se atrevía a confesarse en su fuero interno.
Un relato picante donde el juego de rol traspasa a la realidad.

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