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El jinete polaco
Sentado junto a la ventana, al final del aula, mirando hacia el patio donde
hacían gimnasia las chicas, el libro de literatura abierto sobre el pupitre, porque
estamos en la clase del Praxis, el deseo de salir de allí cuanto antes, el reloj
que no avanza, el olor a tiza y a sudor de la clase, qué ganas de fumar, de que
este tipo sin corbata se calle o al menos no diga praxis cada cuatro palabras y
deje de fingir que no es un profesor sino uno de más de nosotros, qué urgencia
por caminar despacio bajo los árboles que hay a la salida del instituto, con los
libros en la mano, con el cigarrillo en la boca, y encontrarme con Marina, no
para mirarla casi de soslayo, no para intercambiar unas palabras que apenas
puedo pronunciar y seguir caminando luego y estar solo y marcharme a la
huerta de mi padre, sino para esperarla, como otros esperan a sus novias,
hacia las seis, en el Martos, después de poner unos discos en la máquina y de
pedirme un café con leche, o mejor un cuba libre, escuchar Jinetes en la
tormenta entornando los ojos para no ver nada más que el humo y oír ese
rumor de lluvia y cascos de caballos, esa voz de Jim Morrison, mirar desde el
fondo de la barra hacia las cristaleras de la entrada, por donde ella pasará
camino de su casa o de quién sabe dónde, con su macuto de gimnasia y sus
zapatillas de deporte, con el pelo recogido en una coleta […].