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“JETTATORE”

Patricia Turnes
Lo último que recuerdo es la cara de la doctora diciéndome: “Tranquila, no es tan grave,
tiene arreglo…” mientras yo trataba de decirle que no, que me estaba muriendo y que
no había vuelta atrás.

Pero todas las historias tienen un comienzo, y esta también. Fabio se hizo fan mío y de
mi música gracias a Marcelo, nuestro amigo en común. Él fue quien le hizo escuchar por
primera vez uno de mis discos. A partir de entonces empezó a venir a todos mis recita-
les. Hacía todo lo necesario para que yo me sintiera cómoda cuando tocaba: acomoda-
ba la jirafa y el micrófono para que me quedaran cómodos, me afinaba la guitarra si era
necesario, me alertaba acerca de si algo sonaba mal y en ese caso iba y lo solucionaba.
Se sabía de memoria todas mis letras y además las cantaba.

El toque en la Galería Central estuvo soñado. Fue un hito en mi carrera musical porque
toqué con Damián y Carlos, dos de mis músicos favoritos. Me encantó ver nuestros
nombres escritos en un mismo póster. La gente nos escuchó con atención, no volaba
una mosca mientras tocábamos.

Cuando terminé Fabio me pidió un bis y además me preguntó, desde el público: “Mer-
cedes, ¿seguís con novio?” “Sí” dije yo. “¡Ah, qué lástima…!” dijo él. Me dio un poco de
vergüenza, ¡qué caradura que era! Mientras desenchufaba la guitarra y la guardaba
recibí las felicitaciones de varias personas. Una chica rubia que no conocía se me
acercó, me dio un abrazo y se declaró fan mía:
“Nos entregás todas esas cosas que te pasaron, las compartís con nosotros... Me parece
muy honesto lo que hacés. ¡Es muy valiente! ¡Tendría que haber más gente como vos!”.
Carlos me dijo que le gustaban mucho mis melodías y le encantaba que yo me tomara
la libertad de hacer canciones largas. Fabio me dio un abrazo. “¡Me siento tan orgulloso
de conocerte…!” me dijo, y agregó: “¡Tenés una pluma de oro Mercedes, son muy
buenas tus letras! ¡Sos la nueva Violeta Parra! Marce ya me había dicho: “Al principio te
molesta cómo toca ella, pero después te das cuenta que tiene una energía, tiene rabia,
va para adelante, ¡cuando querés acordar ya te metiste en su mundo y no querés salir!”.

Fabio no paraba de demostrarme su amor. Su parte negativa había desaparecido. Cantó


unos temas de Los Pericos y dijo que, junto con Mercedes Sosa y Fito Páez, eran lo
mejor que le había pasado a la música argentina. Me dio un poco de miedo su afirma-
ción, era un poco tajante. Tampoco entendí si era en serio o en joda, pero igual me puse
a cantar con él “Home, Sweet Home” de los Pericos. “Me mudé… dijo de repente-
¿cuándo vas a venir a visitarme a mi casa nueva?”. Era la tercera vez en el año que me
invitaba. “Voy a ver….” “¡Un día de estos me tiro por ahí!” le dije en plan respuesta auto-
mática. Volví a pedirle la dirección de su casa. “¡No podés preguntarme de nuevo cuál
es la dirección de mi casa! ¡Ya te la pasé!” sentenció. Parecía enojado conmigo. “¿Vas a
ir o no?”. Acto seguido, caminó unos pasos hacia atrás, dándome la espalda. Cuando se
dio la vuelta vi que en la mano tenía un pedazo de cartón que había sacado del bolsillo
de su camisa. Avanzó rápido hacia mí y lo puso cerca de mi nariz. “¡Tarjeta roja!” gritó
“¡Sos un payaso!” le dije, “¡Me vas a hacer llorar de risa!”. Luego me mostró un set de
tarjetas que tenía. Estaban protegidas por un nylon y las tenía a mano por si algo lo
sacaba de quicio. Se las había hecho cuando estaba con una lesión en una de sus pier-
nas: no podía jugar y le tocó ser juez de fútbol. “Se me ocurrió una idea- le dije- capaz
que puedo pasar por tu casa mañana de tardecita...” “Porque además quiero ir al
Teatro Florencio Sánchez a ver el espectáculo de La Compañía pero no me da para ir
sola hasta el Cerro. ¿Vamos? Si querés te paso a buscar y vamos desde tu casa.”

A él le encantó la idea. Fijamos las 17.30 hs. como el horario de encuentro. “Antes de
eso tengo que ir al programa de radio de Damián, me invitó” le dije “Es para una entre-
vista”. “Ah, ¿vas a su programa mañana?”. “¡Uh, la guitarra! ¡qué embole!” pensé en voz
alta. “De hoy para mañana tendría que dejar la guitarra en algún lado… ¡No tengo
ganas de andar por toda la Ciudad Vieja y el Cerro con la guitarra arriba”. “¿Por qué no
se la dejás acá al dueño de Central? Él te la puede guardar.” me sugirió Fabio. “Sé que
Damián va a dejar el teclado y la guitarra acá y al otro día los va a pasar a buscar…”
“Sí”, le dije. Fabio se ofreció a ir él mismo en bici hasta la radio desde su casa para
alcanzarme una guitarra para que yo tocara mis temas. Le dije “¡No, es demasiado! Le
voy a decir a Damián que mejor no toco en el programa, no quiero andar cargando.”
Igual me hizo sentir halagada su ofrecimiento, me sentí por un rato como una especie
de Madonna del subdesarrollo.

“Mercedes: contigo todos nos reímos por fuera pero lloramos por dentro” dijo Fabio.
“Me hiciste entender lo que es ser mujer, estar en la piel de una mujer… ¡yo quiero
hacer música contigo, tengo toda la infraestructura necesaria para eso! Tenés que
conocer mi casa. ¡Es re-linda!” agregó. “Bueno, mañana voy- le dije- A las cinco y
media de la tarde estoy por ahí.”
Intercambiamos los números de nuestros celulares. Media hora después, cuando
estábamos en la parada del ómnibus con mi pareja recibí un mensaje de Fabio. Decía:
“¡Sos la uno!”. Esbocé una sonrisa.

Yo había conocido a Fabio en un curso de periodismo años atrás. Lo primero que


pensé cuando lo vi fue: “Este tipo es un divagante”. En sus épocas de estudiante -unos
quince años atrás- le gustaban mucho los Stone Temple Pilots, Dinosaur Jr. y los Meat
Puppets. Todavía ninguno de los dos éramos artistas. Solíamos hablar de música en el
pasillo de la facultad, en los recreos o cuando faltaba algún profesor. Una vez caí con
un sacón largo de charol negro que había comprado en una casa de ropa usada. Él se
me acercó sigiloso por la espalda y me tironeó fuerte del saco. Me sentí un poco aco-
sada entonces, me daba miedo su vehemencia, además de que nunca sabías con qué
te iba a salir.

El sábado, después del programa de Damián emprendí la caminata por 18 de Julio


hasta lo de Fabio. La radio quedaba cerca del Obelisco y lo de Fabio en la Ciudad
Vieja. Cuando arranqué estaba frío pero el solcito aún calentaba. Estaba cerca de lo
de Fabio cuando de pronto se nubló y empezó a lloviznar.

Enfilé por la calle Juan Carlos Gómez y vi a unos vecinos de la cuadra que se habían
puesto a hacer asado en la vereda. En minutos arrancaron como hormigas: sacaron la
carne del fuego, iban y venían con sillas y cubiertos para desarmar sus tolderías. Más
abajo había un niño con una computadora sentado contra la cortina de un comercio.
Estaba solo. Luego vi la cabeza de Fabio, apareció por atrás de un container, había
salido a tirar unas bolsas de basura. Entramos. En un sillón estaba Roma, una amiga que
por su físico parecía una niña, aunque luego ella me aclaró que tenía veinticuatro años.

“¡Estoy muy contento de que hayas venido a verme! ¡En serio!” dijo Fabio. “¿Te mojaste
mucho?” me preguntó. “No, si recién empezó a caer la lluvia… es un chaparrón, ¡ya
para! ” le respondí. “¡Vení, abrazame! –me dijo-¡no tengas miedo! ¡Confiá en mí, dame
un buen abrazo de amiga!”. Se lo di. Me miró fijo, emocionado: “Vos ahora me querés.
Me conociste hace poco, pero siento que ya me querés. ¡Me lo demostrás!” dijo con-
tento. Y agregó, un poco contrariado: “Pero... ¡a mí nadie me quiere! me odia mucha
gente ahora… ”. “Yo le metí los cuernos a muchas minas, traicioné a varios amigos…” me
confesó “Por eso me tienen bronca…”.

Yo sabía que Fabio tenía mala fama. Pero la falta más grosera que había cometido, lo
que arruinaba definitivamente su reputación a nivel moral, era haberse acostado con
la novia de su mejor amigo. El dato me lo había chusmeado una compañera del club
que había sido novieta de él. Lo primero que pensé cuando supe de aquel episodio fue
que Fabio era una rata… ¡eso no se le hace a un amigo! No aguanté la curiosidad. Inte-
rrogué a Fabio sobre el suceso en cuestión, quería saber más: “¿Es verdad que estuvis-
te con la novia de tu amigo?” le pregunté. Fabio hizo un gesto confuso, movió la cabeza
para adelante y un poco para los costados, como un perrito de esos que hay en los
taxis. Por la tristeza en su mirada entendí que sí, que había sucedido. “Me costó la
amistad con Pedro” dijo “Eso fue lo más triste”. “No fue gran cosa acostarme con Irene”.
“Lo que pasa es que a mí me malinterpretan. Por ejemplo, si vos sos amiga de mi amigo
ya sos mi amiga. Como me pasó con Marcelo: vos eras amiga de él, ahora estás acá, ¡te
hiciste mi amiga! Si vos tenés una amiga capaz que en el futuro yo me hago amigo de
ella. ¿Eso es malo? ¡Es inevitable, esto es como un virus!”

Fabio me había advertido que cuando yo lo visitara él me iba a hacer un tour por su
casa. Y cumplió su palabra, dijo: “Ese sillón en el que estás sentada ahora es el sillón de
sentirse importante. Si te sentás ahí arriba te sentís una gran persona.” Pegada a la ven-
tana que daba a la calle había una mesita azul, sobre ella había una mini-máquina de
escribir. “Este es el rincón de pensar…” señaló.

Lo que él no se daba cuenta era que, además de que muchos lo odiaban por las cosas
de las que habíamos hablado, otros tantos lo veían como un JETTATORE. ¿El motivo?
Varias personas habían fallecido por distintas causas después de haber tocado en vivo
con él.

Fabio era uno de los solistas de la escena que más seguido tocaba. Se presentaba pro-
medio cuatro veces por mes, ese factor también pesaba a la hora de hacer estadísticas.

Las personas que habían muerto después de tocar con él eran todas jóvenes, siempre
menores de cuarenta años. Úrsula se suicidó con pastillas luego de tocar con Fabio,
aunque dicen que su depresión se debía a que estaba hasta las manos con la merca.
Andrés tuvo un accidente: un auto lo atropelló, lo golpeó tan fuerte que falleció en el
acto. A Gabriel lo encontraron muerto en su cama, se había ahogado con su propio
vómito. Las cifras indicaban que a él eso le había pasado tres veces a lo largo de tres
años -a razón de un muerto por año-. No parece tanto, pero es demasiado si tomamos
en cuenta que a ninguno de nosotros –el resto de los músicos que lo conocíamos- nos
había sucedido nada parecido a lo largo de nuestra vida.

¿De veras traía mala suerte tocar con Fabio? Para mí habían sido sólo casualidades.
“Aunque no soy supersticiosa, ojalá que Fabio nunca me invite a tocar… ¡porque le voy
a tener que decir que no!” le confesé a Damián cuando nos despedimos después del
programa de radio, sintiéndome un poco culpable.

Fabio me presentó su dormitorio. “Tiene baño en suite” me aclaró. “Cuando vos quie-
ras podés instalarte a vivir acá unos días ¿Sabés? ¡Yo te invito!”. Por la ventana de arriba
se veían edificios antiguos, casi en ruinas, y el cielo gris lleno de nubes. Tenía algunas
plantitas en el balcón. “¡Qué linda vista!”. “Amo Montevideo. Antes no me pasaba...
Antes odiaba esta ciudad, no tenía ningún amigo. Ahora tengo pila de amigos acá, es
toda gente que vino de la mano de la música.” Fabio dijo que tenía muchos amigos y
que a la mayoría los conocía desde el liceo. Me contó que una vez por mes se reunía
con ellos: “Nos juntamos los viernes. Al principio eran los viernes de pescado. Luego
pasaron a ser los viernes de hamburguesas. Ahora son los viernes de panchos porque
nadie quiere cocinar… En esas juntadas a veces tomamos merca. Tomamos un gramo
entre varios. Yo acá guardo bolsas de merca pero nunca me las tomo. Todo el mundo
me tiene confianza. Dejan las bolsitas de merca en casa. Ellos saben que yo no tomo si
estoy solo en casa, no me gusta tomar solo. Si empezara a hacer eso ya me sentiría un
merquero.” “¿Para qué tomás merca?” le pregunté yo.” “Se hace con los amigos, para
divertirse” argumentó.

Fui sincera con él: “No comparto... No consumo ni siquiera alcohol desde que tengo
treinta. Nunca me gustaron las drogas. No hacen bien”. “Además soy vegetariana, me
cuido mucho”. “Bueno che… pero mirá que yo sólo consumo en reuniones… una vez
cada tanto” se defendió. “Pero qué- dijo Fabio- ¿vos no creés en los poderes de la auto-
destrucción? Ayuda a ser más creativo, para el arte es positivo…”.

Mientras hablábamos, Fabio se movía todo el tiempo. Se notaba que era un tipo ner-
vioso. Dudé incluso que respirara bien. Se puso a doblar ropa que había tirada sobre
una silla, la amontonó en una pila y la guardó en el ropero. Cuando le pregunté a Fabio
cómo hacía para ser tan ordenado me dijo que eso era lo que él mostraba pero que él
no era en verdad así. “Acá en el fondo tengo un cuarto enorme en el que guardo todas
mis porquerías: videos, cd´s, cassettes, revistas, cuadernos, instrumentos viejos. En
realidad soy un acumulador, tuve la suerte de tener siempre a alguien a mi lado –mi
madre, mi novia- que me ayudaba a tirar cosas. Si no fuera por ellas estaría tapado de
basura.”
Fabio me mostró su cocina. Me preguntó si quería tomar una grappamiel. “No tomo
alcohol, ya te dije.” “Entonces te voy a hacer un té de clavo de olor” me dijo. Mientras
ponía el agua en la caldera me contó que había aprendido a dar masajes. “¿Por qué no
trabajás de eso?” le pregunté. “Podría” dijo Fabio. “Cuando estás en temporada baja
con el periodismo vas y hacés masajes ¿no te vendría bien?”. “Pero ¿cómo hago para
cobrar? Siempre le hago masajes a la gente que quiero mucho. A mi madre le hice ma-
sajes antes de que se muriera el año pasado. La ayudé a aliviar sus dolores…” Fabio me
mostró todos los discos de música brasilera que había heredado de ella.

Le pregunté qué había de cierto con respecto a que él ahora vendía café y hacía refuer-
zos en su casa para sobrevivir. Me dijo que eso era solo un rumor. “Mirá, lo que pasó
fue que el batero de Mugre estuvo sin trabajo un tiempo. Entonces yo empecé a com-
prarle unos panes que él hacía. Con eso preparaba refuerzos más que nada para los
amigos, después del fútbol. Nada más… Me deben dinero de distintos diarios. Me
cuesta reclamar ese dinero, hasta que se me acaba totalmente la guita y ahí sí, tengo
que ir a llorarles la milonga. Lo que tendría que hacer sería poner un bar acá, ¡y sí! Sería
mi salvación.”

“No deberías andar por el mundo con la espalda como la tenés… ¡estás hecha mierda!”
me dijo él. “Anoche te hice un masajecito antes de que tocaras y estabas toda contrac-
turada”. “Eso es porque hago casi todas las tareas domésticas en casa, por eso estoy
toda encorvada” “Ah, ¿sí? Y Víctor… ¿qué hace? Se la pasa fumando, ¿no?” “¡Qué se
yo!… A veces me caliento con él y pienso en irme a la mierda pero después me quedo.”
Automáticamente Fabio me aconsejó: “¡Separate! Pongo todo a tu disposición: mi
casa, mis cosas, lo que necesites. Acá podés quedarte todo lo que quieras…”. Y agregó:
“¿Sabés lo que tendrías que hacer vos? Pedirle un tiempo a tu novio, decirle que estás
confundida… Te venís a vivir conmigo el tiempo que necesites. Tomamos mate, come-
mos galletas de arroz, tenemos sexo, usamos preservativos y no hay problema. Sí,
primero tenemos que matar la tensión sexual que hay entre nosotros si queremos
hacer música juntos- ¿no te parece? Y después hacemos música. ¿Para qué sos artista
sino? ¡Los artistas podemos tomarnos ciertas libertades! Decile al flaco que necesitás
tomarte un tiempo, después de unos días volvés.” Era un vendedor de ilusiones, todo
lo que querías escuchar te lo decía. Parecía que hasta lo había guionado.

Cada tanto Roma empezaba a bailar y él la seguía. Ponían música brasilera en Youtube.
Me habló de un músico que había caído en desgracia hasta que Caetano Veloso lo res-
cató y lo hizo grabar. “Tenía la voz arruinada, pero Caetano lo obligó a grabar” dijo
Fabio sobre el cantante brazuca.

Mientras yo tomaba el té de clavo de olor él me mostró una luz roja especial que
giraba. La tenía colgada en una esquina del living. “Si apagás la luz este lugar se con-
vierte en una discoteca.” “Me lo regaló Nadia.” Fabio me contó que Nadia había sido la
mujer de su vida. Le pregunté por qué se había separado. “Ella quería cambiarme… Me
decía que yo tenía que encarar, que no podía estar siempre deprimido. En esa época
yo me tiraba todo el día en una cama a ver televisión, no hacía música, no hacía nada
por la vida. Encima no teníamos lugar donde vivir, no teníamos plata, me deprimo
mucho cuando estoy sin laburo. Era todo complicado. Después murió mi madre. Yo no
estaba para que nadie me exigiera… ¡Y ella me exigía! Me lastimaba que Nadia me
hablara mal, no podía tolerar más dolor. Corté la relación porque me hacía daño. Al poco
tiempo ella me llamó para vernos. Nos encontramos en una placita que quedaba cerca
de su casa. Nadia me confesó que estaba saliendo con un compañero de trabajo mío.
¡Me partió al medio! Yo me había preparado para volver con ella... ¡Fue tremenda la des-
ilusión! Desde entonces nos vemos seguido pero como amigos. No pudimos rehacer la
pareja...”

Fuimos a comprar yerba al supermercado que quedaba a dos cuadras de su casa. Aden-
tro del súper me contó que había pasado su niñez en Suiza. Sus padres se habían exilia-
do allá durante la dictadura. “Creo que por eso cada vez que escucho a Zitarrosa, a los
Olimareños o a Viglietti me emociono” dijo. En el súper había un espejo. Estaba frente
a la puerta de entrada, bien arriba, casi contra el techo. Seguro lo habían puesto ahí para
que las cajeras pudieran vigilar el panorama. Fabio me tomó por los hombros y me
señaló mi reflejo en lo alto. Me dijo: “¡Mirate! A veces es bueno mirarse al espejo”. “Estás
linda” dijo, y agregó “Los rulos te quedan bien.” Cuando estábamos en la góndola de la
leche y los yogures dijo que era alérgico a todos esos productos. “La intolerancia a la
lactosa empezó cuando vivíamos en Suiza”.

A la cajera Fabio le contó que yo era cantante y que también tocaba la guitarra, “Ella
tocó anoche, no sabés qué lindas canciones que tiene… Esta es Mercedes Ríos, así
como la ves ella es la próxima Laura Canoura! ¡Tiene una voz hermosa!” De paso le tiró
un piropo a la cajera también. No dejaba títere con cabeza.

Cuando volvíamos del supermercado nos cruzamos con un chiquilín que estaba senta-
do bajo un balcón. Estaba arrollado en un rincón como un bicho bolita, a tal punto que
yo -que ya lo había visto cuando iba para la casa de Fabio- pensé que el gurí tenía pro-
blemas motrices. Pero no: sólo era un niño más al que nadie cuidaba. Estaba aferrado a
su computadora. Fabio le preguntó si escuchaba música además de jugar a esos juegui-
tos. El botija dijo que no con la cabeza. “¡Hay que escuchar música también!” le dijo
Fabio. El chiquito le prestaba atención, abría los ojos bien grandes. “¡Ponete abajo del
techo! Te vas a mojar y además se te puede arruinar la computadora…” agregó. Pude ver
que el gurí sonreía, se notaba el amor en su mirada, el agradecimiento de que alguien se
hubiera preocupado por él.

Calenté agua, hicimos un matecito. Empezamos a hacer una rueda: Fabio, Roma -su
amiga de pequeño talle- y yo. Apareció en la puerta un bichicome. Fabio intercambió
unas palabras con él, le dijo “Hoy no puedo prestarte atención Jacinto. Estoy con una
amiga que me vino a visitar. Me interesa mucho conversar con ella. ¿Sabés una cosa,
amigo? El sol y la conversación son los dos antidepresivos naturales más potentes. ¡No
te olvides de eso! ¡Cuidate!”. Le regaló unos cigarrillos armados al tipo, le dio fuego y se
fue.
A la media hora cayó un perrito negro y se paró al lado de la puerta que había quedado
entreabierta. Fabio le tiró un pedazo de pan y le preguntó si quería entrar para no mo-
jarse. El perro pareció dudar, entró un poquito para la casa pero después siguió su
camino.

Pasó un rato. Golpeó la puerta otro hombre con un aspecto bastante desaliñado y un
sobre de guitarra bajo el brazo. Le preguntó a Fabio si no quería comprar ese estuche.
Dijo que alguna gente le regalaba cosas porque sabían que él vendía. A Roma no le
pareció para nada bien que le comprara cosas a ese hombre: “Probablemente son
robadas. ¡No estoy ni ahí con comprarle nada a este tipo!” dijo. Mientras Fabio nego-
ciaba con él, Roma habló sobre su trabajo como niñera de un niño psicótico. “Es difícil
acompañarlo, a veces me pone triste”. Hacía una semana que ella había llegado a la
casa de Fabio. “Mis padres murieron cuando yo tenía veinte años en un accidente de
auto. Ahora tengo veinticuatro. Cuido a mis tres hermanos desde que pasó eso. Es
agotador. Vine para acá para no sentirme tan sola. Fabio me dijo que podía refugiarme
en su casa hasta que me sintiera mejor. No somos novios ni curtimos, solo somos
amigos. Él consiguió este sillón para que yo pueda dormir acá hasta que me sienta
mejor”. “Es bueno Fabio…” pensé, y se lo dije.

Fabio entró con el estuche. Lo había comprado. Acomodó el objeto recién adquirido
en la sala de ensayo. Caminaba de un lado para otro, no paraba nunca. Me mostró la
batería, el bajo y otros instrumentos que tenía ahí. “Esto es para cuando hagamos
música juntos. ¡Cuando quieras estás invitada!”. “Estoy triste… Es por la falta de
sueño” dijo Fabio. “Dormí de 6 a 9 de la mañana. A las 9 ya estaba de pie porque Gua-
dalupe de Casa Cultural me pidió que la ayudara con una mudanza que tenía que
hacer. Estuve cargando muebles para arriba y para abajo. Ahora estoy recontra cansa-
do. Me tendría que tirar a dormir una siesta pero no, porque ya le di mi palabra a Mar-
celo de que iba. Es la última función de La Compañía en Montevideo. Tenemos que ir.”
“Y vos tené cuidado con la mezcla: galletas de arroz, yogur,

manzana y mate. Puede ser una combinación peligrosa, ¡ojo!” “Mirá que vamos hasta
el Cerro… ¡No nos podemos bajar en el camino hasta que lleguemos al Florencio Sán-
chez! ¡Andá al baño antes de salir!”. “No fumes más cigarrillos de marca… ¡son una
mierda! ¡hacen mal!”- dijo- “¡Si vos no fumabas! ¡No fumes ahora!”. Me regaló una bol-
sita de tabaco y unas hojillas. “Si te dan muchas ganas de fumar, fumá esto, por lo
menos es más natural.” Era súper controlador y protector a su manera, parecía un
padre ansioso y un poco loco.

Cuando salimos lo ayudé a cerrar el portón. Había que empujar con fuerza con el pie
para que cerrara y encajara. Luego lo trancó con un candado gigante. Llamó a la
vecina: “¡Vecinaaaa, vecinaaaa!”. Cuando por fin llegó, él le preguntó por unos panes
que al parecer ella había estado cocinando “¿Cómo te quedaron?” “Bien… después te
convido” dijo la señora. Había un cartel que rezaba: “¡Cuidado con los perros!”.
“¿Dónde están los perros de tu vecina?” le pregunté. “No tiene perros, es para asus-
tar.” “¡Nos vamos, Ana!” gritó Fabio. Nos tomamos un ómnibus rumbo al Cerro con
Fabio y con Roma. Pagué su boleto y el mío con mi tarjeta STM. Era lo más práctico.
Nos sentamos los tres en los asientos que quedaban al fondo del bondi. Al rato Fabio
se levantó de su asiento y empezó a caminar por el corredor hacia adelante. Bailaba rap
y cantaba pero no pedía plata. Tres mujeres se asustaron de él. Todo lo que Fabio hacía
era porque tenía ganas, sin un motivo concreto. Las señoras se cambiaron para el asien-
to de los bobos como para estar más cerca del guarda. Fabio, en actitud provocadora
fue hasta adelante, habló con el guarda del bondi y le prometió que si llegaba antes de
las ocho al Cerro él le daría doscientos cincuenta pesos para recompensarlo. El tipo se
rió pero no le dio bola.

El ómnibus iba prácticamente vacío. Fabio volvió por el pasillo, se colgaba del pasama-
nos como si fuera una barra para ejercitarse. Se metió con unas chicas jóvenes, a una
le dijo: “¡Qué linda campera que tenés! ¿Me la prestás?”. Con Roma no decíamos nada.
Conversábamos entre nosotras pero lo veíamos.

Fabio llegó, se acostó al lado nuestro a lo largo de tres asientos y apoyó su cabeza en
las piernas de Roma. Durmió un rato. Cuando se
despertó se quejó de que tenía hambre. Le regalé una manzana que saqué de la cartera.
Se la comió. Él me dijo que a cambio me hacía un micromasaje de brazo. Acepté. Dijo
que él quería filmarme un video-clip, que no tenía problema. Hablábamos de eso
cuando nos dimos cuenta de que habíamos llegado a destino.

Desde la terminal del Cerro nos tomamos un ómnibus hasta el Florencio Sánchez. Nos
pagó las entradas a mí y a Roma para ver el espectáculo de La Compañía. “¡Sos el típico
macho heteropatriarcal!” le reprochó su amiga. Después que Fabio pagó nos trataba
como si fuéramos de su propiedad, nos mandoneaba y nos empujaba de lo lindo.
¡Lamentable! Su amiga no se quedó callada, le preguntó “¿Para qué pagaste vos?”. “Es
con plata ganada en el Casino. Hay que gastarla rápido a la plata que uno gana de esa
manera” se explicó él. Su comportamiento no se justificaba pero igual lo dejamos pasar.

El espectáculo de La Compañía estuvo sorprendente. Todos los que habían actuado


sobre el escenario parecía magos, manipulaban objetos como cuerdas y vidrios de un
lado para el otro con trayectorias misteriosas y sonidos que sorprendían. La gente
estaba en silencio total.

Después de la obra todos se sirvieron vino del que ofrecían para brindar. Nos sentamos
en la puerta del teatro. Ahí apareció un perrito parecido a un pitbull. Era de color blanco
y tenía una herida profunda en el cuello. Analicé la personalidad de cada uno de noso-
tros según lo que hacía con el perrito: Manuel le daba besitos en la boca sin medir las
consecuencias -ternura total-, Fabio le hacía gruñidos y jugaba con el cachorro -pelea-
dor, divertido- yo más bien lo acariciaba, le hablaba -maternal-.

De ahí nos fuimos todos en masa para una pizzería que quedaba en la esquina de Soria-
no y Salto. Nos dividimos en varios grupos y viajamos en taxis todos desde el Cerro.
Roma venía con nosotros en el auto. Yo iba sentada entre medio de ellos dos. Mientras
el taxi entraba a los accesos hablamos de las nuevas costumbres sexuales en Monte-
video. Según Fabio, en verano se había puesto de moda dar nalgadas. “¿No te gustan
las nalgadas?”. “La verdad es que no me interesan en lo más mínimo. ¿En serio está de
moda eso? ¿Me estás jodiendo?” “En serio. Varias chicas me lo pidieron”.

Se siguió haciendo el vivo un rato más y nos decía: “Ahora que les pagué las entradas
las puedo manosear…” y me tocaba la pierna o la partecita que queda atrás de mi
brazo entre mi codo y mi hombro, lo cual no me resultaba nada erótico sino ridículo.
Me tocó los tríceps y dijo “¡Esa zona de las mujeres yo la toco. ¡Está entre las tetas y
el culo y nadie la conoce!”. Me vi en la necesidad de aclararle la verdad: “¿Sabés qué?
Esa NO es una zona erógena de las mujeres. Para eso te recomiendo que toques la
oreja por ejemplo ¡eso es mucho más efectivo! Yo tenía un compañero del liceo que
hizo un trabajo fino conmigo. Todos los días me saludaba con un beso en el cachete.
Pero él se extralimitaba, porque cada vez que lo hacía me acariciaba la oreja. “Lo peor
fue que le dio resultado: a fin de año caí en sus brazos.”

Llegamos a la pizzería en la que habíamos quedado en encontrarnos con nuestros


amigos de La Compañía. Me hice cargo del costo del viaje porque Fabio ya había
pagado nuestras entradas. Fabio dijo que tenía que irse a un cumpleaños. Por supues-
to me invitó a ir con él: “¡No comas pizza que te engorda Mercedes! ¡Vení al cumplea-
ños de este amigo con nosotros, va a estar bueno! ¡Si te quedás con ellos te vas a abu-
rrir! ¡Mi amigo hace un guisito de lentejas riquísimo” repitió. Tenía los argumentos
más alucinantes para todo. No conocía a ninguno de sus amigos, así que le dije que
no. Habíamos estado todo el día juntos pero en aquel momento lo abandoné.

En la pizzería compartimos mesa con todos los que habían actuado en la obra. Pero
además de ellos había como diez personas más, motivo por el cual no se profundizó
en ningún tema. Cada micro-grupete habló entre sí, con lo cual yo no pude saber nada
de nadie. Manuel y Marcelo se pusieron a hablar con Ignacio, un músico amigo de
ellos que había venido desde Colonia. De ahí nos fuimos caminando por la calle Cane-
lones. Pararon todos en el bar Antártico. Nos quedamos ahí afuera, pasaban una
música machacona, espantosa. Tenía una barra afuera desde la cual también vendían
bebidas, parecía que estábamos en la puerta de un baile de Punta del Este, cuando en
realidad se trataba de un bar de murguistas. Todo el humo de la gente que fumaba
estaba concentrado ahí. Yo sugerí que nos fuéramos para el Clash. “Yo a Mercedes le
hago caso porque ella es una mujer madura, con criterio” dijo Marcelo. Y todos fuimos
para ahí.

En el camino a Marce lo amenacé, le dije: “Si me entero de que alguno de ustedes


anda consumiendo merca... ¡los mato antes de que se mueran!”. Yo estaba convencida
de que la mayoría de las personas que se habían suicidado en los últimos meses lo
habían hecho porque estaban hasta las manos con la merca. Marcelo dijo que los
pibes que se habían matado hacía poco -tanto Úrsula como Alejo- no lo habían hecho
por la merca sino porque eran depresivos. “No estoy de acuerdo- le discutí- estaban
deprimidos porque consumían demasiada cocaína.” Se lo advertí “¡Yo voy a cuidar a la
gente que queda, no quiero que se mueran…!”. “Lo de Úrsula- dijo Manuel- fue porque
tocó con Fabio. Él es yeta. ¡Nadie lo quiere cerca!” “¡Por favor!” dije yo, defendiéndolo.
Y seguí con el tema: “Me dijeron que Silvio, el amigo de ustedes, está consumiendo
merca. Me lo dijo un informante calificado”. “Lo que pasa...” dijo Manuel en tono de
broma “es que Mercedes está juntando información y va a escribir una novela sobre
todos nosotros”. “Ella investiga, nos saca información a todos para después escribir un
libro sobre todo lo que averigüe…”. “¡Sos un maldito desconfiado!” le dije. Al rato Mar-
celo, Manuel y el batero dijeron que se iban para 18. Damián y yo seguimos por San
José hasta la puerta de su edificio. La noche se había acabado para mí. Me tomé un
109 de regreso a casa.

A la semana me volví a cruzar con Fabio en el Auditorio del Sodre. Se trataba de un me-
ga-espectáculo en el que tocaban varias bandas. Mirábamos a Mandrake Wolf tocar
con Los Druidas. “¡Estás muy abrigada Mercedes! ¡Sacate la campera así estás más
cómoda!” dijo. Él era así, cargoso. Le hice caso para que dejara de molestarme. Le
conté acerca del recital de Juan Wauters que había visto unas horas antes. “¡Estuvo
tremendo!”. Fabio, que se lo había perdido, aseguró que él era amigo personal de este
músico uruguayo que ahora vive en Estados Unidos. Dijo que le escribiría. “¡Voy a ver
si le consigo un toque acá en Uruguay!” me dijo. “¡Le voy a proponer que toque conmi-
go!” dijo de pronto. Recordé lo que se rumoreaba de Fabio, lo de que estaba enyetado.
Pensé: “Ojalá que Juan Wauters tenga la agenda ocupada... ¡ojalá que no pueda tocar
con él!”. No quería que mi cantautor favorito falleciera tan joven, pero no dije ni mu.

Esa misma noche me escribió mi amiga Melina. Fabio le había mandado una solicitud
de amistad por facebook. Me contó que ellos habían chateado varias veces desde
entonces: “Comimos juntos, me trajo unos refuerzos hechos por él, nos seguimos las
historias por Instagram.” A ella le había caído bien él. “Pero también me da miedo...”
dijo. “¿Qué te da miedo?” le pregunté a Melina. “Una amiga mía estuvo con él y dice
que como amigo es súper, pero como amante es un rayado. Además… ¡tiene mala
fama! Ya sabés lo que dicen de él. No quiero morir... Todavía me quedan muchas cosas
por hacer. Mi ex hablaba mal de él… Aunque ahora que pasó un tiempo me di cuenta
de que mi ex hablaba mal de casi todo el mundo.” Le expliqué a Melina que lo que se
decía no era que Fabio trajera mala suerte como amante. Según la leyenda urbana, él
era un peligro solamente para los que tocaban con él. “Sí, ya sé... Pero igual me da
miedo... Vos que tenés intuición... ¿pensás que me podría traer mala suerte tener una
amistad con él?”.

Melina me contó una primicia: “Fabio tiene planeado invitarte a tocar con él en un boli-
che que queda en la cancha de bochas del Parque Rodó”. “¿Y por qué no me lo dijo a
mí?” le pregunté. “Porque todavía no está seguro de si a vos te puede interesar. Te lo
va a plantear en estos días”. “¿Ves? ¡Esto es lo que temía que pasara! Pero como no me
gusta tener prejuicios con respecto a las personas... ”. “¿Cuando te invite le vas a decir
que sí?” preguntó Melina, intrigada. “¡Obvio! No creo que me pase nada, no hay que
entrar en el pensamiento mágico, no es bueno ser supersticioso. En el fondo el que
tuvo mala suerte fue él, ligó mal pobre ¡debe ser feo que la gente te asocie con algo tan
horrible como la muerte! Aunque no parezca, él es una buena persona. Si me invita yo
voy a tocar con él porque me cae bien. No quiero que sufra más por todos estos rumo-
res que hay sobre él.” “Tenés razón, él es bueno, tenemos que ayudarlo a derribar el
mito” dijo Melina. “O al menos se tiene que acabar la mala racha”. Y agregó: “Además
creo que el día en que uno tiene que morir está marcado de antemano. Si te tenés que
morir es porque está está marcado de antemano. Si te tenés que morir es porque está
escrito en tu destino ¡no va a ser porque toques con Fabio!”

Tal como me había advertido Melina, Fabio me llamó un domingo y me invitó para que
armáramos una fecha juntos en el boliche del Parque Rodó. Lo que me había adelanta-
do Melina se hizo realidad: empezamos a comunicarnos por whatsapp, peloteamos
distintas fechas y quedamos en que lo mejor sería tocar hacia finales de octubre.

Él se encargó de hacer el afiche, hizo un dibujo con una estética bastante Halloween,
en colores naranjas y negros con unas calaveras sonrientes. Lo escaneó y me lo mandó.
Me pareció lindo. Le di el okay. Yo armé el evento, escribí un texto simple y lo difundí
por las redes: “Mercedes y Fabio hacía tiempo que tenían ganas de tocar juntos. Se
admiran mutuamente y ahora se van a sacar las ganas”. Puse links a los últimos discos
que habíamos sacado. Varios amigos nuestros pusieron asistiré.

Llegó el día del toque. Fabio tenía una camisa negra de pana prendida hasta el último
botón, le quedaba linda. Hacía frío a pesar de que ya estábamos en primavera. Yo me
había puesto un vestido rojo con lunares que había comprado en una liquidación. Para
ese toque practiqué dos horas por día todos los días durante un mes. Fabio no fumaba
ni tomaba antes de los toques, en eso era muy profesional. Yo pedí un jugo de naranja.
Luego de un rato se llenó el lugar. Primero tocó Fabio, hizo algunas canciones que eran
nuevas y muchos de sus hits de cuando era una especie de ídolo adolescente. Inter-
preté canciones nuevas, las que yo pensaba que irían para mi siguiente disco. A la
gente parecieron gustarles. Cuando terminé aplaudieron a rabiar.

Al terminar el toque, pila de amigos nos elogiaron. Se me acercó un cantautor joven


que yo admiraba mucho que se llamaba Juan Cruz. Hablamos un rato y él me propuso
armar una fecha juntos antes de que terminara el año. Era la primera vez que él me iba
a ver. Para coronar la noche, el dueño del local nos pagó una cuantiosa suma de dinero
que me dejó pensando por qué mierda yo nunca había cobrado así antes. “¿Qué más
puedo pedir?” pensé. ¡Estaba feliz! Evalué entonces que el toque con Fabio a mí solo
me había traído suerte y se lo dije a Melina que también había ido a verme.

Paré un taxi para volverme a casa. A Fabio le servía que yo lo alcanzara hasta 18 de
Julio. Pusimos nuestros equipos e instrumentos en la parte de atrás del vehículo. Ni
bien subimos sentí un tirón debajo de la panza. Al principio pensé que se debía al
esfuerzo que había hecho al cargar el amplificador desde la cancha de bochas hasta el
auto. Pero a los cinco minutos se me hizo claro que era algo más grave, porque me
doblaba del dolor. “Vamos hasta 8 de Octubre y Abreu” le dije al conductor del taxi “Me
siento mal. Creo que se entra por atrás” indiqué. “Tranquila” dijo el hombre. Fabio me
pidió que le compartiera el número de mi padre o el de mi madre. Aunque me
doblaba de dolor le compartí los dos. Yo me quedé en la emergencia y Fabio siguió en
el taxi hasta su casa para dejar nuestros equipos. Cada vez me dolía más. “Okay. Yo
les aviso. Dejo los equipos en casa y más tarde vengo para acá, ¿ta? Vos no te preocu-
pes....”

Me atendieron enseguida. Una doctora me palpó y le dijo algo al oído al enfermero.


A mí no me hablaba, era como que no existía. Hablaron un rato entre ellos y luego sí,
ella se dirigió a mí. “Te vamos a operar”. “¿Qué?” “Pero… ¿cuándo? ¿ahora?” pregunté
alterada. “Es urgente” dijo ella “¡No podemos esperar!”. “¿Un teléfono de contacto?”
me pidió el enfermero. Le pasé el de mi padre. Me daban ganas de gritar bien fuerte
pero apenas me quejaba, no tenía fuerzas. Sentía que había superado el umbral del
dolor. Les pregunté qué tenía pero ellos no me dijeron nada.

Desde donde estoy ahora no puedo ver a nadie y nadie puede verme a mí: ni los doc-
tores, ni mi padre, ni mi madre, ni Damián, ni Carlos, ni Melina ni Fabio. Por más que
grito nadie puede oírme. Esto es el vacío absoluto. Tenía razón la gente que hablaba
mal de Fabio.
PATRICIA TURNES

Patricia Turnes estuvo alejada un tiempo de la narrativa para dedicarse a la música. Su primer
disco se llamó Lentes oscuros (2017) y el segundo, Yo tenía una vida, apareció a fines de 2018 y
está disponible en feeldeagua.net—. Hace poco volvió a escribir cuentos. Antes, había editado
Últimos días con mi familia (Cauce, 2001) y las novelas Pendejos (Planeta, 2007) y Amor y amis-
tad entre ovejas negras (Planeta, 2010).

IRENE GUIPONI + MENTAH

“Un nudo, sostiene además de una nalga peluda y un pezón que nunca fue censurado, nues-
tras sienes en constante coitocerebral. Nuestra identidad(s) es guasa, entendemos que lo
serio no es importante, que lo prolijo no es alabable, como motor tenemos lo impulsivo y la
teoría es discutida, (siempre), antes de lo estético pero después de la necesidad de hacer”.
ESTE ZINE ES TUYO / Nº1
La Kiosquera Publicaciones
2019

Texto: JETTATORE - Patricia Turnes


Fotografía: Irene Guiponi + Mentha

Diseño y maquetación:
Ana Lucía Vasquez
Camila Caballero

Corrección de texto:
Pilar González

100 ejemplares impresos


EDICIÓN PARA DESCARGA LIBRE

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