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Álvaro Narva Gil Debates entorno al Estado 3º Informe de Lectura

Offe, C. (1982): “Democracia competitiva de partidos y Estado de bienestar


keynesiano. Reflexiones acerca de sus limitaciones históricas”, Parlamento y
Democracia. Problemas y Perspectivas en los años 80, Madrid, Fundación Pablo
Iglesias, pp. 101-114.

Posiblemente este sea el texto que más dudas me ha generado a la hora de aceptar las
ideas fuerza que defiende o en las premisas que se basa para afrontar su tesis.

La primera de todas mis reticencias es justamente desde las definiciones de las


que parte. Más concretamente me estoy refiriendo a la concepción de lo que el
denomina democracia de masas o democracia total, cuando explica que esta se sostiene
sobre “el sufragio universal e igualitario más una forma parlamentaria o presidencial de
gobierno” (Offe, 1982: 101). ¿Ya está? ¿eso es lo que define completamente una
democracia total? ¿realmente puede existir algo así como una democracia total? Pero,
sobre todo, ¿por qué concibe de tal forma esa definición de democracia de cara a su
artículo?

Una vez leído el texto completamente, a la conclusión a la que llego es que


necesita, precisamente, instrumentalizar un concepto de democracia tan laxo, como es el
de democracia total con esos cimientos, porque sino no sería posible afrontar la tesis
que vehicula todo el escrito. Es decir, si fuéramos más exquisitos, o rigurosos, a la hora
de definir el concepto de democracia, entonces la idea de que el capitalismo y la,
supuesta, democracia han sido compatibles no se sostendría, porque no habría
democracia definida de tal forma que pudiera imbricarse con el capitalismo. Encarar dos
conceptos tan problemáticos como el de capitalismo y democracia siempre pueden estar
abiertos a debate, ya que como dice Rosanvallon debemos rechazar la idea de un
“«modelo original» de democracia” (2006: 236). Pues definiciones de democracia hay
tantas como autores. Por eso no rechazo en su totalidad el artículo simplemente porque
no esté de acuerdo con esa definición que maneja. Acepto su criterio para poder dejarme
llevar por la tesis que expone, aunque no lo comparta.

Yendo a otro punto, brevemente, hay una explicación que él hace que me ha
recordado a la idea, vista en textos anteriores, de que el Estado y la sociedad civil
estaban continuamente en una fluctuación dialéctica (Mann, 1991; Skocpol, 1989), pero
esta vez usada entre la democracia y el capitalismo, pero no ya como una dialéctica sino
inmersos en “la lógica de la mutua contaminación (Offe, 1982: 103). Ambas partes

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necesitan dejarse influenciar por la otra, realizan concesiones o imposiciones mutuas


para poder crear esa mezcolanza y producir esa amalgama que no llega a algo ecléctico,
sino que sostiene una forma de organización que aunque pueda estar en retroceso, por
interpretaciones del propio Offe (1982: 114), ha funcionado durante varias décadas.

Finalmente, hay una idea que expone que sí rechazo en su totalidad, pero más
que nada por la ventaja que me da el tiempo que ha pasado desde que se redactó el
artículo. Me refiero al aserto que realiza cuando deja escrito que los nuevos
movimientos sociales “no exigen representación […] sino autonomía” (Offe, 1982:
107). A la vista está que, actualmente, los ya no tan nuevos movimientos sociales han
incidido en la representación, pero no de forma unilateral, sino que los propios partidos
se han encargado de que así sea, por el rédito electoral que podía ofrecerles. Y esto entra
directamente en relación con lo que dice Offe de que los partidos políticos tienen que
“homogeneizar su producto” (1982: 105), pero al mismo tiempo, un partido
atrapalotodo, al ofrecer muchos productos con una base tan heterogénea, estructural y
culturalmente (Offe, 1982), han sabido captar u cooptar esas demandas de los nuevos
movimientos sociales y mostrar representantes que pertenezcan a esos grupos
identitarios, para que estos no tengan únicamente a un representante, sino, además, a
alguien representativo de su identidad. Ahí está la diferencia entre representante y
representativo. Por lo que se puede afirmar que los nuevos grupos sociales sí que exigen
representación.

Mann, M. (2000): “¿Ha terminado la globalización con el imparable ascenso del


Estado nacional?”, Zona Abierta, pp. 295-318.

De todos los autores leídos, creo poder decir, acercándose el final de esta asignatura,
que Michael Mann es el autor con el que más concuerdo en sus escritos y del que más
procuro influenciarme a la hora de hacer una investigación respecto del Estado.
Transmite una gran honestidad en sus escritos, que otros autores ni se molestan en
mantener. Subraya las incurrencias que se puedan derivar de sus afirmaciones en frases
como “[m]e he arriesgado a realizar algunas generalizaciones” (Mann, 2000: 316).

Todo este ensayo lo que viene a reforzar es la posición de un analista que


procura exponer que hay que tener mucho cuidado a las conclusiones tan generalistas a
las que llegan muchos entusiastas (Mann, 2000), así como sus epígonos. Y lo deja claro
cuando explica que la realidad es tan multiforme que “las desigualdades entre los

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Estados-nación son cada vez mayores (Mann, 2000: 303); que el “ascenso del Estado-
nación ha sido de carácter global pero modesto y muy desigual” (Mann, 2000: 301); o
que “los Estados alojan, a su vez, escenarios regionales muy diversos” (Mann, 2000:
297). Todo este tipo de afirmaciones detallan una realidad inmensamente heterogénea
camuflada, incorrectamente, por generalizaciones que ahora tratan de ser refutadas por
autores como Mann. Por ejemplo, la instrumentalización conceptual que realiza de las
“cinco redes socio-espaciales de interacción social en el mundo” (Mann, 2000: 297) me
resulta sumamente útil de cara a entender el funcionamiento de todo este proceso de
globalización y su relación con la capacidad de los Estados-nación.

La cuestión que vehicula toda su investigación es si “¿puede el capitalismo


contemporáneo […] hacer irrelevantes todas estas diferencias y producir los mismos
efectos en todos los países? (Mann, 2000: 297); y poco a poco va permitiendo que
observemos que las respuestas no pueden reducirse a una conclusión binaria y
excluyentes de si o no (Mann, 2000: 310). Lo que podríamos considerar que es global,
esta sustentado por la “existencia de redes de interacción nacionales e internacionales”
(Mann, 2000: 301), o que incluso el término global hace referencia más rigurosamente a
una trilateralidad (Mann, 2000: 302). Y así pasa en todo su análisis. Es verdaderamente
difícil encontrar algo puramente perteneciente a una única red sin que esté influida o
condicionada por otra distinta a ella. Volvemos a esa mutua contaminación del texto
anterior. Por eso mismo él confirma que “aunque la economía capitalista es en la
actualidad significativamente global, su globalidad resulta ‘impura’” (Mann, 2000:
311), debido a que hay toda una multiplicidad de elementos y factores de carácter
internacional y transnacional. Y es que los detalles y contextos propios y diversos de
cada Estado-nación imposibilitan cualquier tipo de máxima por rigurosa que sea.

A pesar de todo, la máxima con la que me quedo de este texto es la que sigue:

“Con escaso sentido histórico exageran la fortaleza de los Estados-nación en el


pasado; con poco sentido de la diversidad global, exageran su actual decadencia;
y, finalmente, con poco sentido de su pluralidad, colocan fuera de juego a las
relaciones internacionales” (Mann, 2000: 316)

Empero, sobre todo, me guardo el consejo que concuerda con las posiciones de muchos
otros autores leídos, y es que “debemos cuidarnos de los globalistas y transnacionalistas
más entusiastas” (Mann, 2000: 316).

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Campillo, A. (2010): “Del Estado soberano a la globalización del riesgo”, El


concepto de lo político en la sociedad global, , Herder Editorial, pp. 211-251.

La última lectura de la asignatura viene a reafirmar la visión mayoritaria de los autores


vistos sobre comenzar cualquier análisis tratando de concebir una ambivalencia, y no
tanto dicotomías sobre presupuestos contrapuestos que terminan siendo aporéticos y no
pueden ser respaldados científicamente. Más concretamente, me refiero a la “dialéctica
recursiva” (Campillo, 2010: 213), o “dialéctica histórica peligro/riesgo” (Campillo,
2010: 216).

Campillo va, poco a poco, introduciéndonos en su visión cosmopolita, la cual


considera que es la opción óptima para encarar los problemas acuciantes de la
actualidad. Llegando, incluso, a hablarnos de “democracia cosmopolita” (Campillo,
2010: 227). Suelo ser bastante escéptico con las visiones de una sociedad global o
cosmopolitismo. Puedo entenderlo como una pretensión pero no como un objetivo real
o tangible. En todo caso podría compartir que se necesita de colaboración interestatal
para tratar de buscar salidas a problemáticas que afectan a la unidad del ser humano, ya
sean pandemias, crisis económicas, emergencias climáticas, etc.

Entonces, no podríamos hablar ni mucho menos de una democracia


cosmopolita, sino de acuerdos internacionales o interestatales, donde las soberanías
pueden agregarse en un organismo internacional pasajero, es decir, lo que dure el
problema en el que se pretenda actuar. Requerir un “nuevo régimen político
cosmopolita” (Campillo, 2010: 248) es apuntar demasiado alto para mí. Porque, desde
primeras, pongo en duda que haya una crisis del Estado como algo sintomático de que
vaya a desaparecer a corto, medio o largo plazo. Su capacidad adaptativa no tiene
parangón en la historia de la humanidad. Veo más factible un receso que un progreso a
un cosmopolitismo.

Sí que suscribo que la “estrategia multilateral es más realista que la estrategia


unilateral de Estados Unidos, cuyas catastróficas consecuencias hemos podido
comprobar en Irak” (Campillo, 2010: 250). El multilateralismo efímero me parece más
acorde a los procesos que se han dado a lo largo de la humanidad que una estrategia
cosmopolita que pretende ser el culmen del proyecto ilustrado y la noción de progreso

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llevada a su último extremo. Sin embargo, si me pongo a cavilar sobre ello, creo que ni
siquiera me parecería deseable un mundo con régimen cosmopolita.

Las novelas distópicas sirven mucho a la imaginación para concebir nuevos mundos,
pero no hay que tomarlas completamente al pie de la letra. No podemos afirmar
simplemente que la

estrategia cosmopolita es la única que puede afrontar con eficacia y con justicia
el triple reto de la seguridad física, la seguridad social y la seguridad ambiental
(Campillo, 2010: 251).

Esas sentencias que realiza Campillo sólo me crean desconfianza. No hay


absolutamente nada que me aporte el autor en el texto que pueda justificarle terminar
con el aserto de que es la única opción con viabilidad para poder mitigar los problemas
que afronta el nuevo siglo. Y ¿por qué no fundamenta esa afirmación final?
Básicamente porque termina siendo más un juicio de valor que la constatación de unos
hechos demostrables empíricamente. Se pasa de un análisis descriptivo directamente a
la prescripción. Desconozco si en el resto de la obra justifica más esta postura, pero
leyendo este capítulo no puedo estar en mayor desacuerdo.

BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA

Mann, M. (1991): “El poder autónomo del Estado: sus orígenes, mecanismos y
resultados”, Zona abierta, (57), 15-50.

Rosanvallon, P. (2006): “Democracia y desconfianza”, Revista de estudios políticos,


(134), pp. 219-237.

Skocpol, T. (1989): “El Estado regresa al primer plano: estrategias de análisis en la


investigación actual”, Zona abierta, (50), 71-122.

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