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Álvaro Narva Gil Debates entorno al Estado 2º Informe de Lectura

Migdal, J. S. (2008): “Estudiar el estado”. Revista Académica de Relaciones


Internacionales.

Reflexionando sobre el texto de Migdal (2008) tomo como ideas más


beneficiosas: primero, la pretensión de que hay que concebir “un enfoque sobre el
proceso” (Migdal, 2008: 7), el cual nos permita entender los límites intrínsecos de los
Estados, relacionándolo con las respectivas sociedades; segundo, añadir un enfoque
cultural que dirigiría “a los investigadores hacia las creencias y los significados
compartidos que impiden el caos institucional” (Migdal, 2008: 11). El propio Castells
(2009) afirmaría que la lucha por el control de la sociedad está en las mentes; aserto que
engarza directamente con lo que dice Migdal de que “el control es ‘cultural’” (2008:
12).

En la gran mayoría de los textos que hemos leído, consigo ver la noción, inmersa
en ellos, de que ante un mismo proceso, los Estados, así como sus subunidades dentro
de ellas, no tienen por qué responder de la misma manera. De hecho, rara vez sucede
así. En el escrito de Migdal se usa en varias ocasiones el calificativo de intercambiable
para destacar la imposibilidad de seguir tratando a los Estados como extrapolables a
otros con los que poder compararse. Él explica que

Sabemos que la cultura es importante, que el estado es más que una


configuración de papeles o una estructura intercambiable; no podemos realmente
comprender cómo estudiarlo de forma comparativa, cómo hacer de él algo más que
una categoría residual gigante (Migdal, 2008: 13).

En gran medida, el ensayo me ha recordado al interaccionismo simbólico (Carabaña &


Lamo, 1978) de George H. Mead [1863-1931] a la hora de explicar lo que es la cultura,
así como su relevancia de cara a analizar un Estado. Si sostenemos la premisa de que
“los estados y las sociedades están en una relación mutuamente transformadora”
(Migdal, 2008: 25) y concebimos la cultura como una forma de construir significado a
través de la comunicación, en los medios y lo simbólico, entonces ese significado que
atribuimos a los objetos que nos rodean, derivado de una interacción social entre los
actores, estos nos sirven como un proceso de interpretación que se va modificando a
través de dicho proceso. La cultura se interpreta aquí como una construcción de sentido
insoslayable a la hora de enfrentarse a un análisis del Estado, ya sea con etnografías,
estudios micro o meso, etc. El fenómeno es mucho más complejo si tenemos presente

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que “las sociedades modernas no pueden evitar la existencia de narrativas múltiples; son
multiculturales de manera irrevocable” (Migdal, 2008: 34). Y precisamente esa idea de
cultura, enlazada con el interaccionismo simbólico, engarza simultáneamente con la
concepción de que existe una “auto-conciencia colectiva” (Migdal, 2008: 29).

Finalmente, me quedo con la defensa que hace Migdal de tratar descartar “los
enfoques que aíslan al Estado como una unidad de análisis” (2008: 37), que se podría
interpretar que hace referencia a perspectivas realistas o neorrealistas, marxistas, entre
otras. Y, por añadidura, me viene a la mente la idea de la teoría de la convergencia
cuando declara que tanto los culturalistas y los institucionalistas históricos han sido
excluyentes los unos con los otros, y de lo que se trata es precisamente de converger
enfoques que pueden llegar a hacer posturas y conseguir investigaciones más completas
de un fenómeno dado.

Jessop, B. (2014): “El Estado y el poder”. Revista internacional de filosofía


iberoamericana y teoría social.

Desde el inicio Jessop respalda lo visto en lecturas anteriores sobre que ningún
enfoque teórico puede capturar y explicar completamente la dinámica estructural y
estratégica del fenómeno del Estado y su poder (Jessop, 2014: 20). Además, subraya
también que el Estado tiene una naturaleza y unos vínculos diferenciales con la
sociedad, que dependen “de la naturaleza de la formación social y su historia pasada”
(Jessop, 2013: 26). Dicho con otras palabras, toca fijarse en la casuística y dejar a un
lado las leyes generales en ciencias sociales que socavan los matices y detalles que si se
obvian pueden provocar defectos en el análisis que nos alejarían de la comprensión del
objeto de estudio. Lo bueno que tiene es que expone desde un primer momento qué
instrumentalización del Estado va a manejar durante el ensayo, un factor del que
carecían otros escritos en clase y que facilita la comprensión de lo leído.

Lo que más me ha hecho reflexionar sobre el escrito de Jessop es la afirmación


de que “el Estado no es un sujeto ni una cosa” (2014: 21), pues me vino
instantáneamente la frase que afirmaba Mann cuando decía que podíamos “tratar a los
Estados como actores” (1991: 68). ¿Hay contradicción en interpretar a los Estados como
actores pero no como sujetos? ¿es algo binario o complementario? ¿es posible ser un
actor sin ser sujeto? Y a la inversa, ¿se puede concebir un sujeto sin ser actor?
Cavilando sobre ello, llegué a la conclusión de que no se puede interpretar a un Estado

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como sujeto porque no se trata de un ser con vivencias individuales, pero que sí puede
ser concebido como un actor, más bien como un actor de actores. Y que, estos últimos,
sí que pueden llegar a ser comprendidos separadamente como sujetos debido a que sus
intereses pueden converger y configurarse como un actor —ya sea un sector
burocrático, un think tank, una revista, grupo de presión, etc.—, al mismo tiempo que al
quedar configurados como un subactor del actor del Estado, sus intereses entran en
conflicto con otros subactores pertenecientes también al Estado; porque “[h]ay
principios de socialización que rivalizan entre sí” (Jessop, 2014: 24). Esto casa con la
idea de que “el Estado está socialmente integrado” (Jessop, 2014: 23), es decir, el
Estado es consustancial a la sociedad, el Estado es sociedad desde su génesis. Y es
precisamente por eso que un Estado por sí sólo no se puede entender como un sujeto,
ello sería una entelequia. A pesar de que los enfoques dominantes así lo han
interpretado durante mucho tiempo. Por todo ello, coincido con la idea de que el Estado
no es el que ejecuta el poder, es decir, “no es el Estado el que actúa” (Jessop, 2014: 34),
sino que son los subactores los que operan bajo esa categoría estatal.

Otro factor que considero que merece ser remarcado es la “condición de filtro”
(O’Donnell, 2008: 29) que se ve reflejado en Jessop al ser asertivo cuando dice que

el interés común o la voluntad general son siempre asimétricos. Marginan


algunos intereses al mismo tiempo que privilegian otros. Nunca hay un interés
general que abarca todos los posibles intereses particulares (Jessop, 2014: 27).

Y es aquí donde se revela la contingencia a la que están sujetos todos los fenómenos
sociales que estudiamos. No se trata de caer en un subjetivismo o relativismo pueril. El
enfoque estratégico-relacional por el que aboga Jessop destaca dicha contingencia, una
incertidumbre que podría ser delimitada hasta cierto punto, en el que el ejercicio y
efectividad del poder del Estado se muestran afectados por constantes cambios en una
situación de reequilibrio permanente; tratando de evitar visiones reduccionistas que
limiten “el poder del Estado al poder de clase” (Jessop, 2014: 33). Por eso considero
que entender que “el poder del Estado es una condensación institucionalmente mediada
del equilibrio cambiante de fuerzas políticas” (Jessop, 2014: 35) es un gran avance en el
intento por comprender la gran cuestión de: ¿qué es el Estado?

Pereira, L. C. B. (1998): “La reforma del Estado de los años noventa. Lógica y
mecanismos de control”. Desarrollo económico, 150(38), pp. 517-550.

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Para lo que me ha servido este ensayo es para otorgarme de una serie de


conceptualizaciones de las que carecía y ni siquiera me había planteado, además de
refutar algunos mitos que también habían sido puestos en cuestión en anteriores
lecturas, pero no con tanta claridad y explicación. A continuación, voy a exponerlos
brevemente.

La premisa de que hay 4 tipos de propiedad, remodelando esa dicotomía entre lo


privado y lo público. Por una parte estaría la propiedad pública no estatal (Pereira, 1998:
271), por ejemplo las ONGs como instituciones cuasi públicas (Pereira, 1998); y por
otra parte, la cuarta forma de propiedad sería la “propiedad corporativa” (Pereira, 1998:
272). Todo este esquema articula una nueva forma de enfrentarse a la dicotomía entre lo
publico y lo privado, alterando incluso el dilema Estado-mercado, quedando como algo
falso (Pereira: 1998: 276). Si aceptamos estas distinciones y premisas, ya no se trata de
una elección binaria asemejando lo publico al Estado y lo privado a la ausencia de
Estado. Puede que haya habido una reducción del Estado en determinadas áreas, pero
eso no puede hacer que directamente pensemos que ha disminuido su papel o que haya
perdido fuerza, pues “[e]n muchas áreas el Estado continúa teniendo un papel regulador
esencial” (Pereira, 1998: 276).

Llegamos la distinción entre gobernabilidad y gobernancia (Pereira, 1998: 279),


sin duda crucial para tratar de entender otras facetas de la eficacia y funcionamiento
óptimo de los aparatos gubernamentales.

Empero el punto que más me ha llamado la atención, sobre todo como


politólogo, es la concepción que se plantea sobre el mandato imperativo. Pereira afirma
que “el mandato imperativo es más bien fruto del democratismo corporativista que de la
democracia” (1998: 284), y que no tiene sentido en los regímenes democráticos
actuales. Si bien en un primer momento me convenció su explicación, al releerlo vuelvo
a mostrarme reacio a dicha interpretación. Ya que si simplemente de accountability
tenemos como máxima medida, como en el caso español, el que vuelvan a ser relegidos
o no, ya sabemos el nivel de corrupción y discrecionalidad política que hay, sin mayores
repercusiones. De hecho, es precisamente por la ausencia total de mandato imperativo
por lo que los programas políticos carecen de total utilidad en el presente, ni para un
estudio académico ni como herramienta para pedir explicaciones a los políticos que
votamos. La herramienta última de accountability tiene que ser, si o si, el mandato
imperativo, pues son los militantes los primeros en elegir al político que les va a
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representar, y, a su vez, deben ser ellos mismos los primeros y últimos en sentenciar si
continúa en su puesto o no una vez terminado el mandato o durante una legislatura, si
así se considerara. Sin una libertad política colectiva constituida desde abajo, es
imposible cualquier posibilidad de accountability. No se trata de pares de extremos
como lo presenta Pereira, el mandato imperativo es necesario, y nada tiene que ver con
reducirlo a que se obedezca absolutamente todo lo que digan los votantes, como si no
tuvieran capacidad de discernir ante una coyuntura política que necesariamente tenga
que pasar por concesiones mutuas con otro partido político de otro signo ideológico.

Bibliografía complementaria:

Carabaña, J., & Lamo, E. (1978): “La teoría social del interaccionismo simbólico:
análisis y valoración crítica”. Revista española de investigaciones
sociológicas, 1(78), pp. 159-204.

Castells, M. (2009): Comunicación y poder. Madrid, Alianza.

Mann, M. (1991): “El poder autónomo del Estado: sus orígenes, mecanismos y
resultados”. Zona abierta, (57), pp. 15-50.

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