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¡DISFRUTA LA LECTURA!
CONTENIDO
SINOPSIS: ________________________________________________________________ 4
ADVERTENCIA: __________________________________________________________ 5
CAPÍTULO UNO __________________________________________________________ 7
CAPÍTULO DOS _________________________________________________________ 19
CAPÍTULO TRES ________________________________________________________ 39
CAPÍTULO CUATRO _____________________________________________________ 49
RHEA WATSON _________________________________________________________ 65
EVIE KENT _____________________________________________________________ 66
SINOPSIS:
Las urracas bonitas complacen a su amo.
Las urracas bonitas nunca vuelan más rápido.

Las urracas bonitas no tienen elección.

Las urracas bonitas no tienen voz.

Las urracas bonitas se inclinan y se someten, o las urracas bonitas reciben el


látigo.

Una fatídica noche, una bandada de la Orden de las Urracas es convocada a


una prisión sobrenatural para calmar a los delincuentes más violentos por cualquier
medio.
Cuando Cato, Aedan y Geralt, los alfas leviatanes encarcelados, conocen a su
urraca, una bella pero ingenua humana, su canto les llama como ningún otro.

Con ella, su mundo se detiene. No más apocalipsis. No más perdición. Lo


único que importa ahora es reclamar y marcar a su nueva compañera...

Y luego rescatar a esta bonita urraca de una orden que la utilizará hasta que
caiga.
ADVERTENCIA:
CICHÉS Y DESENCADENANTES
Desencadenantes: cautiverio, ambiente carcelario, voyeurismo, violencia,
gore, menciones de agresión y abuso (no específicamente contra la heroína),
fantasías consentidas

Esta oscura novela de harén inverso tiene héroes que usan la palabra con
“C ” para describir la anatomía femenina. Los lectores que encuentren esa palabra
1

asquerosa están advertidos.


Clichés: Alabanza perversa, insta-love, una especie de pareja predestinada

1 Clítoris.
SERIE “BIRDS OF A FEATHER” (PÁJAROS DE UNA PLUMA)

La serie Birds of a Feather (Pájaros de una pluma) es un mundo


independiente de romance paranormal oscuro que une a Rhea Watson y Evie Kent.
Ambas son nombres de pluma de la misma autora, y cuando se unen, los lectores
pueden esperar múltiples héroes, villanos y antihéroes, junto con algunos temas de
romance oscuro.

Es posible que algunos libros no incluyan componentes románticos oscuros


en las relaciones mismas, pero pueden tener lugar en mundos/escenarios oscuros y
violentos con jerarquías sociales cuestionables. Tenga en cuenta los factores
desencadenantes según la lista.

Los romances de esta serie son de tipo menage (dos héroes) o harén inverso
(más de 3 héroes). Para más detalles, véase la reseña.
En este mundo, sólo un puñado de especies paranormales están “fuera”. Los
vampiros iniciaron la tendencia anunciándose al mundo humano, y los metamorfos
siguieron a regañadientes. Otras, sin embargo, son menos proclives a mostrarse,
incluidos los demonios, los ángeles caídos, los dragones y los dioses.
Aunque la mayoría de los libros de Birds of a Feather están ambientados en
la Tierra actual, los personajes pueden hacer viajes a otros reinos y mundos, incluido
el espacio.

¡Feliz lectura! Xoxo


CAPÍTULO UNO
CATO

—Muy bien, reyes de la mierda... —El chirrido de la puerta de nuestra celda


tuvo que ser intencionado, nada sonaba tan chirriante y odioso en estos tiempos, a
no ser que los cabrones la dejaran sin engrasar a propósito—. De pie.
Abrí los ojos al oír el murmullo que me rodeaba, e incliné la cabeza hacia atrás
contra la pared de arenisca con un suspiro, observando cómo Aedan y Geralt se
ponían en pie arrastrando los pies. Desnudos y esposados, igual que yo, estiraban
sus miembros musculosos, sus torsos tensos y sus espaldas tonificadas,
retorciéndose, arqueándose y gimiendo, pero esperaban.
Ninguno de los dos hizo un movimiento hacia la puerta abierta.
Como alfa de los alfas, yo dictaba cuándo y dónde nos movíamos.
Con siglos a nuestras espaldas, puede que fuéramos hermanos de sangre, hijos
del apocalipsis y del destino, pero la jerarquía del grupo permanecía intacta sin
importar el miserable reino en el que nos encontráramos.

Mi mirada se dirigió a los diez humanos con uniformes negros que nos
esperaban al otro lado de los barrotes de hierro salado. El mierdero con alzas en las
botas —para equipararse a sus compañeros de más de dos metros, por supuesto, el
pecado de la soberbia está muy presente aquí— se asomó a la puerta blandiendo una
picana2, con los sigilos demoníacos y enoquianos grabados en el metal. Demasiado
joven para su posición, demasiado débil para ejercer el poder ilimitado que le
otorgaba esta prisión, golpeó con la picana el marco metálico con una mueca de
desprecio.

—¿Quieres coger una urraca o no?

Mis ojos se entrecerraron y rechiné los dientes. Todos pensábamos que el


infierno era degradante, pero no había nada peor, literalmente, que ser controlado y
acorralado por putos humanos.

2Instrumento de tortura que se emplea para dar descargas eléctricas en distintas partes del cuerpo a
una víctima.
Hace diez días, el mayor volcán de la Isla del Éter entró en erupción. No fue
catastrófica, pero la ruptura de esta joya del Océano Pacífico agrietó la boca del
infierno en su interior, abriendo una puerta no sancionada entre el Infierno y la
Tierra, y de ella se derramó la legión oscura. Un grupo de los miles y miles de
personas que acampan en las bocas del infierno a lo largo de la fosa se abren paso a
través del magma y el fuego, deseosos de asaltar la Tierra, de contaminarla,
desesperados por satisfacer la aversión de nuestro Señor Lucifer por la humanidad.
Había reglas, por supuesto, para los demonios que deseaban caminar entre los
humanos. Lucifer había firmado tratados y todas esas tonterías.

Pero a la legión-

Los contratos humanos, las leyes humanas, significaban muy poco.


Borrachos de vino de hadas importado y con mucha sed de sangre, los chicos
y yo nos unimos a la división del caos. Nos deshicimos de demonios y otros hellions
para abrirnos paso y probar el mundo humano tras unas décadas en la fosa.
Desgraciadamente, la humanidad ha mejorado desde nuestra última y
espantosa visita.

Algunas especies sobrenaturales se habían revelado al mundo en general —


los malditos vampiros, estropeándolo todo— y se hicieron aliados.
En resumen, estaban preparados para nosotros.

No nos esperaban, claro, pero la Isla del Éter había sido un centro para la élite
sobrenatural y los señores del crimen humano durante siglos. Las prisiones ocupaban
el extremo sur de la isla boscosa, mientras que en el norte reinaba el libertinaje del
más alto nivel. Un paraíso en la Tierra para todo tipo de placeres pecaminosos.

Y no necesitaban que una legión demoníaca merodeadora se lo estropeara,


aparentemente. Los demonios anhelaban el dominio. Los infernales sólo querían
alimentarse de sangre, gritos y miedo.

Como hijos de leviatanes y aristócratas demoníacos, los tres encajamos en


algún lugar del turbio medio. No hubo exactamente un plan. Borrachos, drogados,
aburridos, vimos un hueco y lo tomamos, apuñalando y empujando y luchando por
salir.
Apenas cruzamos la línea de costa con sus aguas azules cristalinas antes de
ser golpeados por la infantería humana y los ataques aéreos, los hechizos para pelar
la carne de tus huesos y los magos sedientos de probarse a sí mismos. Lobos del
tamaño de osos y dragones con la eternidad en sus escamas. Sal, agua bendita y
trampas de demonios en la arena.

Maldita pérdida de tiempo, esta redada.

Mientras nuestra escolta humana nos miraba, yo jugueteaba con las esposas
doradas que me rodeaban las muñecas. A los capturados vivos se les había colocado
un collar, la insignia y la magia del metal ataban nuestros lados demoníacos —
supongo que es como quitarle las garras a un león— y se les había llevado a la prisión
sobrenatural masculina de alta seguridad de la Isla del Éter. Alojados en las antiguas
celdas subterráneas, esperábamos, en su línea de tiempo, mientras los humanos
arrastraban a chorros a la legión de vuelta al volcán y los obligaban a atravesar la
boca del infierno.
Atravesar la lava había sido... algo.

Hacerlo sobrio sería un dolor de cabeza.


Otro estruendo de esa tonta picana contra los barrotes de nuestra celda,
seguido de un intencionado.

—¡Muévete!

Un hombre pequeño con una polla pequeña, si no fuera por estas esposas, lo
destriparía primero.

En su lugar, me despegué del suelo y estiré mis miembros rígidos, con el culo
dormido, y luego me tomé unos momentos para crujir la espalda y la mandíbula
mientras mis hermanos de sangre se mantenían firmes. Nuestros captores humanos
nos reconocieron como una manada desde el principio, como muchos en la legión.
A veces, la única forma de sobrevivir a la cruda naturaleza del Infierno era aliarse,
y los lazos de sangre eran un medio muy permanente para ese fin. Afortunadamente
para nosotros, nunca habíamos caído.

Escapar de un vínculo de sangre es un asunto desagradable.


Aunque se dieron cuenta de que debíamos estar alojados juntos o nadie podría
dormir, todas las miradas se dirigieron inicialmente a Geralt para que tomara las
riendas. Le eché una ojeada mientras recorría la celda encajonada con un agujero en
la esquina y no mucho más. Con el pelo largo y blanco como el corazón de Lilith, la
piel negra como un humo sofocante, Geralt estaba construido como una montaña, el
más grande de todos, con las garras letales de su lado leviatán clavadas. Muchos no
se dieron cuenta, tanto en la legión como fuera de ella, de que no era el músculo lo
que hacía a un rey.

No, gobernar... ese poder era mucho más profundo, y mis hermanos lo
respetaban, lo percibían, desde el momento en que nos reencontramos en los rings
de lucha de gladiadores de Pandemónium hace eones, ya no los mocosos salvajes de
las endemoniadas mimadas, sino guerreros de la perdición atascados en la cuenta
atrás de los días hasta que comenzara el verdadero apocalipsis.

Geralt se elevaba por encima de casi todo el mundo con sus dos metros y
medio de altura, pero su evidente brutalidad ocultaba su corazón, su suavidad,
nuestro secreto mejor guardado. Por su parte, Aedan era el más delgado entre
nosotros, dotado de una fuerza sutil y una lengua afilada. De carne de marfil y ojos
como el fuego del infierno, sus ondas negras y entintadas empezaban a parecer
grasientas. Liviano y letal, parecía mayormente humano por cortesía de los puños
dorados, pero sus cuernos de leviatán, nudosos y retorcidos como astas de ciervo
dementes, le daban un metro extra en un lugar donde todos pensaban que el tamaño
importaba.

Es una pena parecerse tanto a los guardias que nos miran desde el otro lado
de los barrotes. Esposados como estábamos, nuestros lados demoníacos habían sido
sofocados durante días, acobardados por las runas y la magia del oro. Debilitados,
con los instrumentos de guerra embotados, algunos demonios de sangre pura se las
arreglaban para mantener sus ojos negros cada vez que se permitía al género
mezclarse y estirar las piernas, pero en su mayor parte, parecíamos hombres.

Al fin y al cabo, la forma más básica de un demonio no era más que las almas
atormentadas de los hombres, convertidas en eternas en la fosa. Retorcidas y
arruinadas, moldeadas en terrores, podían desplazarse y cambiar de forma a su
antojo.
No más.

No hasta que el volcán disolviera estas malditas esposas, al menos.

Algunos preferían la ventaja depredadora de la belleza. Los humanos caían de


buena gana en nuestros brazos cuando éramos encantadores, pero ¿dónde estaba la
diversión?
Para los híbridos, los guardias de la prisión vigilaban más de cerca. Mientras
nuestro lado demoníaco se rendía a los sigilos, el leviatán de nuestra sangre luchaba
contra la magia. Las garras de Geralt, la cornamenta de Aedan... todo ello combinado
con la gracia y la intriga de los pecaminosamente guapos ángeles caídos, hombres
que parecían dioses. Carne gris como la ceniza vieja, a caballo entre la fuerza
muscular de Geralt y la elegancia de Aedan, incluso yo conservaba un trozo de mi
yo apocalíptico, una sombría corona de cuernos que rondaba mi cráneo y que la
ingesta había intentado arrancar, sólo para darse cuenta de que era otra parte de mí,
un hueso del exterior que no podían quitar.
La corona en sí misma causaba ocasionales alborotos durante las salidas del
gen pop, pero no era nada que no pudiéramos manejar. Golpearse unos a otros
siempre había sido una forma de pasar el tiempo, por mucho que estos guardias
despreciaran las payasadas de la legión oscura. Los demonios guerreaban por el
rango, desesperados por una corona, por una pizca de atención y alabanza de Lucifer.
Aburrido, realmente.

La vida se había vuelto tan aburrida allí abajo, y ahora, aquí arriba, era más
de lo mismo.

Me acerqué al tipo de la puerta de nuestra jaula, cuya nariz apenas llegaba a


mi barbilla, y ladeé la cabeza, esperando a que la diferencia de altura le obligara a
mirar hacia arriba.

—Si sacas alguna mierda, monstruo —se mofó, palideciendo cuando enseñé
mis afilados caninos—, te meteré este atizador tan adentro del culo que veremos
cómo saltan las chispas en el fondo de tu puta garganta mientras gritas.
—Elocuente —reflexioné. Aedan y Geralt se colocaron en sus posiciones
habituales, flanqueados a ambos lados, Geralt inexpresivo, harto del tedio del
encarcelamiento, y Aedan resoplando, no porque le hiciera gracia, sino porque le
encantaba hacer que los humanos se estremecieran y se movieran para coger sus
armas al menor ruido.

Yo, mientras tanto, mantenía mis ojos en la mirada de esta pequeña rata, de
color marrón cobrizo, las motas de ámbar sugerían hadas, tal vez incluso ADN
élfico, en algún lugar de su linaje. Lástima que su belleza y su cerebro no se
extendieran por el árbol genealógico.

—Sabes, tu alma podría salir de las fosas. Tal vez. —Me acerqué más,
obligándole a retroceder para que la nariz no me besara la barbilla—. Y tal vez, sólo
tal vez, te dejen torturar una vez que hayas sufrido lo suficiente-
Un rayo me abrasó el pecho, la picana se clavó entre mis pectorales. Fue una
lástima —y una sorpresa— que no fuera directamente a por el apéndice que colgaba
de mis muslos, pero quizá tenía un código de caballeros. Aunque el chisporroteo
picó, palideció en comparación con todo lo que había sufrido antes.

Me mantuve firme.
Lo soporté.

Luego sonrió cuando se echó atrás, dejándome una quemadura negra en el


pecho, y me hizo un gesto para que saliéramos ya. Miré a la izquierda a Aedan, a la
derecha a Geralt, y luego olfateé y le di a este grupo una mirada despectiva de arriba
a abajo. Bien.

Nos rodearon en el pasillo, un par de guardias armados asignados a cada uno,


y luego un hombre entre nosotros mientras marchábamos junto a las celdas de los
infernales y los demonios. Algunos solos, los pobres cabrones, otros en parejas y
grupos. Algunos durmiendo. Otros aullando. Si estas malditas celdas estuvieran
insonorizadas desde hace muchos siglos, qué no haría por una sola noche de silencio,
un silencio con el que sólo podíamos soñar en el infierno, con la cacofonía del ruido
implacable de la legión oscura arrastrada hacia arriba.

—¿Están preparados para sacar algo de esa testosterona? —preguntó uno de


los guardias de Aedan. La figura de mi izquierda resopló, mientras que la de mi
derecha puso los ojos en blanco.
—En serio, malditos animales —murmuró—. Hay que criarlos como
sementales para conseguir algo de paz aquí.
Mi sonrisa se agudizó; si creían que permitir que los luchadores más grandes,
más malos y más malvados del género se follaran a una pobre urraca un par de veces
a la semana les traería la paz, se iban a llevar un duro despertar.

La prisión —más bien, la isla en su conjunto— funcionaba bajo la ilusa teoría


de que si cogían a los prisioneros más violentos y les permitían las visitas
conyugales, dejarían de pelearse. No se daban cuenta de que golpear a otros
demonios, arrancar dedos que volverían a crecer en uno o dos días, cortar gargantas
que tal vez se curarían antes de que el maldito se desangrara... todo era diversión y
juego. Una forma de pasar el tiempo. El deporte. Los alfas se enfrentaban, claro. Los
señores y los príncipes menores del escalón superior de los complejos estratos
sociales del Infierno tenían algo que demostrar —ganar o perder el título—, pero no
era nada comparado con el salvajismo al que nos enfrentábamos abajo.
Aquí, en las dos horas que el alcaide permitía a la legión mezclarse fuera de
nuestras celdas, las peleas estallaban constantemente. Los poderes aprendieron
rápidamente que podíamos cabalgar bajo el mismo estandarte oscuro, pero no
éramos hermanos de armas. Seguíamos teniendo necesidades. Derramamos sangre
para entretenernos. Rompimos cráneos para reírnos. Pero, sobre todo, aquí,
esperando a ser devueltos al infierno, estábamos todos jodidamente aburridos.

Y nadie quería que un demonio o un infernal se aburriera.


Reyes del Montón de Mierda: un título cariñoso regalado a mí y a los chicos
porque no perdimos. Ni un solo combate. Rara vez íbamos en busca de peleas, ya
que nuestra herencia de leviatán suponía una ventaja completamente injusta incluso
contra los demonios de pura cepa, pero seguro que acabábamos con ellos. Cuando
terminábamos, siempre había menos presos a los que escoltar de vuelta a la boca del
infierno. Esos cabrones deberían besarnos los pies en señal de gratitud.

Nos condujeron hacia arriba y hacia afuera de la zona de detención


subterránea, como lo hacían durante el tiempo de recreo, y mientras nuestros
guardias disparaban la mierda, con sus conversaciones en voz baja como ruido
blanco instantáneo, yo buscaba las ventanas. Enderezando los hombros, miraba a
través de los cristales enrejados cada vez que podía, hambriento de la costa
inexplorada más allá de los muros de la prisión, los kilómetros de vegetación hasta
la arena blanca y las aguas agitadas. Un horizonte negro e interminable me saludaba
esta noche, potencial en el espeso aire salado. Ansiosos como estábamos por acabar
con todo, antes de que sonaran las campanas del apocalipsis, la Tierra tenía muchas
posibilidades que explorar.

Nunca lo admitiríamos en voz alta, pero el infierno se había vuelto un poco...


rancio.

Mis hermanos y yo, anhelábamos más estos días. La eternidad era un tiempo
tan largo para sufrir el estancamiento.

—Deberías ver la putada que les han hecho a estos tres. —Tras pasar la última
ventana de este pasillo de piedra arenisca, miré fijamente hacia delante, trazando las
rutas, los puntos de referencia, las medidas de seguridad.
—He oído que es una voluntaria —añadió uno de los guardias de Geralt en la
parte de atrás, declaración que fue seguida por oleadas de risas bajas y crueles.
—Hombre, sabes que algunas de estas urracas tienen que estar jodidamente
locas, como esas tontas que vienen aquí a casarse con su compañero de prisión.
Mi guardia de la derecha se burló.

—Perra, él mató a su última esposa... ¿Qué te hace tan especial?


—De verdad, sin embargo. Los delirios que tienen estas hembras.

Apreté los dientes cuando los dos me empujaron para que me detuviera frente
a una enorme puerta de metal cargada de signos de contención demoníacos, con
ventanas tintadas de un solo sentido a cada lado. Mientras el cabrón de la picana y
el complejo de Napoleón se adelantaba para teclear el código de la cerradura digital,
yo barría nuestra nueva celda, que, desde este punto de vista, no parecía más que una
habitación de piedra redonda y vacía, quizá en la base de una torre de vigilancia.

Difícilmente un lugar apropiado para una criatura tratada con la misma


reverencia que las antiguas Vírgenes Vestales.
Desgraciadamente, por lo que había deducido a lo largo de los siglos,
información confirmada en este reciente viaje, las urracas rara vez gozaban del
respeto del culto virginal de la antigua Roma.
Demostrado ahora por el hecho de que nos empujaron a mí, a Aedan y a Geralt
a esta patética y polvorienta habitación redonda con ventanas por las que sólo ellos
podían mirar, riendo y charlando una vez más sobre los defectos de la especie
femenina. Perra. Zorra. Coño. Puta. Apenas lo que un miembro de la sagrada Orden
de las Urracas merecía, pero aquí estábamos.

En cuanto la puerta se cerró tras nosotros con una sinfonía de pitidos y clics,
la primera señal de tecnología moderna que ofrecía esta prisión, nos lanzamos a
inspeccionar. Busqué debilidades físicas en las paredes, en las grietas. Geralt golpeó
con sus enormes puños de garras negras la puerta, probando su resistencia. Aedan
daba golpecitos a lo largo de la falsa mampostería que ocultaba las ventanas, con la
mirada fija, sin pestañear, tan cansado de operar en el horario de la prisión. Todo
ello en un silencio puntuado únicamente por risas apagadas y conversaciones mudas,
las ventanas también necesitaban una buena insonorización.
Algo sobre poner a los monstruos enjaulados en una pequeña habitación para
que se carguen su agresividad en una urraca —al parecer, divertidísimo—. La única
diversión que tenían estos guardias, tal vez, sus vidas eran tan regimentadas como
las de sus prisioneros.
Con la mandíbula apretada y la frustración de no poder escapar fácilmente,
me agaché y pasé los dedos por el hueco donde el suelo se unía a la pared. Sólido, y
bastante chirriante, en realidad. La piedra arenisca se había convertido en una piedra
gris gruesa, cuya textura podía despellejar las rodillas si se golpeaba bien. Me senté
de nuevo sobre mis ancas, frunciendo el ceño. No era bueno para quien estuviera en
el fondo.

Mi polla se estremeció al pensar en la sangre en el aire.


¿Cuántas Urracas habían sangrado en este mismo suelo antes de hoy?
¿Cuántas habían gritado, suplicado y sangrado antes de que nos tocara a nosotros?
Un ceño fruncido oscureció mis facciones, Aedan y Geralt se callaron, pues
ambos percibieron sin duda el cambio de mi estado de ánimo, la forma en que la
oscuridad bailaba alrededor de mi corona de sombra con cuernos. Mientras que la
mayoría de los demonios no tenían reparos en violar a nadie, ya fuera por placer o
por poder, por castigo o por ganancia, nosotros preferíamos una hembra que chillara,
maullara y llorara porque la habíamos hecho correrse tan fuerte que no podría
mantenerse en pie durante una semana.
Todo lo demás era simplemente... aburrido. Una falta de respeto a lo divino
femenino. Previsible.
Fácil, sobre todo cuando la presa era tan quebradiza. Tan humana.

La leyenda de la isla decía que las urracas estaban dispuestas a todo, listas y
ansiosas a la primera de cambio. Una mirada y caen de rodillas, con la boca abierta
y los pechos desnudos...
La mayoría de las leyendas eran mentira, francamente, y toda la tradición en
torno a esta Orden de las Urracas olía especialmente mal. La organización se
remontaba a siglos atrás, presente durante nuestras visitas pasadas al reino una y otra
vez. La Isla del Éter tenía una reputación en nuestro mundo, lo que significaba que
tenían un lugar en los juegos que todos jugábamos.

Mujeres, sobrenaturales y humanas, traficadas. Robadas de sus hogares de la


infancia y criadas en la orden. Reclusas de la prisión femenina local con la esperanza
de una sentencia reducida. Voluntarias, aparentemente, el pensamiento irrisorio.
Todas con un único propósito. Todas ungidas y ritualizadas. Todas entrenadas para
servir a los hombres.

Aquí para calmar con su belleza a las bestias más asquerosas de la legión
oscura.
Apoyado en el muro de piedra, me eché hacia atrás y me puse de pie, haciendo
rodar los hombros, rechinando los dientes. Diez días aquí y estaba desesperado por
follar algo, pero no así. Geralt prefería cortejar y mimar. Aedan prefería burlarse y
provocar. Yo ansiaba la caza, acechar y correr a mi amante en la oscuridad de la
noche, donde nadie pudiera oírla gritar mi nombre...
Los pitidos y los chasquidos retumbaron detrás de mí, y me giré, despacio y
con precaución, mientras la puerta se abría. Aedan y Geralt retrocedieron, formando
una fila a mi lado, con los brazos cruzados, el aire electrizado por nuestro disgusto
compartido, espesado por el escepticismo.

Pues bien.

La puerta se abrió de golpe.


Y allí estaba ella.
Nuestra urraca.

Mis hermanos y yo nos pusimos rígidos, inmóviles como panteras en la noche,


fijos en el objetivo y esperando a abalanzarse con grandes garras asesinas. Respiré
hondo, el aire repentinamente teñido de flores de saúco e inocencia.

Enviaron sus sacrificios con los ojos vendados.

Geralt gruñó a mi derecha, rompiendo el rango primero, alejándose y


golpeando las paredes con sus puños, dándose la vuelta y chasqueando los dientes
contra ella. Aedan frunció el ceño por el rabillo del ojo, siguiéndole la pista, aquella
violenta respuesta poco característica de nuestro hermano más fuerte, firme y
normalmente más ecuánime.
Con las fosas nasales encendidas, Geralt se apretó contra la pared, con los pies
plantados, la larga melena blanca recogida en la espalda, las garras apretadas en la
piedra, como si tuviera que contenerse o atacaría. Con los dientes al aire, la polla
dura, miró a nuestra urraca con un estruendo bajo, y entonces me di cuenta.

Virgen.
Aedan inhaló bruscamente a mi izquierda, la realización compartida.

Una virgen voluntaria vestida de blanco, envuelta en tiras de tela de algodón


que rodeaban desde la parte superior de su cabeza hasta la punta de su nariz. Sus
labios, de color rojo rubí, estaban manchados de sangre ritual, y una fina línea se
extendía desde el centro de su regordete labio inferior hasta su afilada barbilla. La
tela serpenteaba alrededor de su cuello, con dos tiras que se entrecruzaban hacia
abajo y alrededor de sus pechos, envolviéndola, envolviéndola, vendándola...

Como un regalo para que los monstruos lo desgarren. El material se ceñía a


sus curvas, ceñido alrededor de su pecho, la caída de su cintura, el elegante oleaje
de sus caderas. Luego caía hasta el suelo en capas onduladas, dejando al descubierto
sus piernas al azar. Una piel blanca como la leche, como si nunca hubiera probado
el sol. Hombros y brazos desnudos, fuertes, los grupos musculares débilmente
definidos hasta las delicadas muñecas y los regios dedos. Uñas recortadas. Sin pelo:
ni un solo mechón en los brazos, ni en las axilas, ni siquiera en las piernas que yo
devoraba como nunca antes había visto a una mujer.
Y quizás no lo había hecho.
Nunca antes había aterrizado en mi regazo un espécimen tan divino, envuelta
y presentada de forma tan perfecta.
Acunó un ovillo de hilo rojo con ambas manos, con una sola hebra de hilo
detrás de ella, y retrocedí sobre mis talones, gruñendo a la ventana invisible, a las
voces silenciosas que murmuraban al otro lado de la puerta.

Algunas brujas terrestres se adentraban en el Purgatorio, a veces incluso en el


Infierno, con un ovillo encantado de hilo rojo como ese. Si perdían el camino a casa,
seguían el hilo.
Parecía cruel armar a las urracas con eso aquí, porque no importaba el infierno
que encontraran al otro lado de esa puerta, no podrían salir.
Ese tonto cordel nunca la llevaría a casa.

Pero ella no parecía darse cuenta de eso.


No, con su siguiente paso vacilante, desenredó más cordón rojo, este corderito
se adentró más en la guarida del lobo, la guarida del monstruo. La lujuria se
resquebrajó y se dispersó como un relámpago volátil, iluminando mi médula y
encendiendo un fuego salvaje en mi alma. Mis hermanos retumbaron y gruñeron, el
fuego se extendió, la posesión se extendió en el aire.

Necesito reclamarla. Aparearla. Marcarla.


Ahora.
El sentimiento se abrió paso entre nosotros, evidente en la postura de Aedan
y Geralt, con los puños cerrados y los ojos clavados en ella.
Nos pertenecía, esta urraca, y ni siquiera sabíamos su nombre.

Todavía no nos habíamos perdido en sus ojos.

Nunca le acaricié el pelo ni le di un puñetazo...


Pero no importaba.

Ya no importaba nada más que tomarla.

Durante siglos, nos habíamos saciado de amantes, tanto juntos como


separados, pero la canción nunca nos había golpeado. Dulce soprano, coro divino,
un señuelo para los himnos apocalípticos de nuestros corazones.

Los leviatanes ansiaban hembras fuertes. Los machos tenían el físico, la


malicia que acaba con el mundo, pero las hembras, nuestras compañeras, las
profecías sólo hablaban de ellas, de estas bellezas viciosas que destrozarían a la
humanidad, y en las cenizas de esta tierra quemada, darían a luz a una nueva
generación de monstruos.

El mundo les pertenecía. Los machos, los alfas, cazábamos y luchábamos,


follábamos y destruíamos, pero la divina femenina... Ella era el camino.

Y -yo-, nosotros queríamos esta.


Me enderecé, con los pelos de punta y los dientes al descubierto, cuando la
mano de un guardia se metió detrás de ella, pero sólo para agarrar la puerta y
arrastrarla hasta cerrarla. Pum. Se cerró de golpe y se encajó en su sitio con una
imponente sensación de finalidad. Con la polla tan dura como la piedra que nos
rodeaba, firme y desesperada por clavarse en ella, con la boca nadando de saliva ante
la idea de morderla justo donde se unían su cuello y su hombro, me abalancé con un
gruñido que hizo temblar las paredes y astillar el cristal unidireccional...

Luego, se lanzó a por la compañera que habíamos estado buscando durante


siglos, y la agarró antes de que pudieran arrancarla.
CAPÍTULO DOS
AEDAN

¿Por qué la necesitaba como si fuera mi último aliento?

No podía ser sólo porque estaba desesperado por un polvo.

Me gustaba follar, claro. Hombres, mujeres y todo lo que hay en medio: follar
aquí, allí y en todas partes era vivificante.

Pero esto se sentía como... más.

No estaba desesperado, en sí. Ya nos habíamos enfrentado a periodos de


cautiverio más largos, con la suerte echada y con la esperanza de un regreso glorioso,
en lugares mucho más malos y con una compañía mucho más mala.
Esto era diferente.
Era perfecta, nuestra urraca, y aún no le había visto la cara.

La lujuria se apoderó de mí, mi polla era un monstruo, sólo un eje de marfil


palpitante que sobresalía hacia ella como un sabueso olfateador atrapado por el olor.
Cato se abalanzó primero, y le seguí los pasos, con los ojos puestos sólo en ella, los
idiotas del otro lado del espejo unidireccional eran cosa del pasado. Lo
suficientemente cerca como para agarrarla del brazo y atraerla hacia mí, para plantar
mi violenta bandera en sus labios carnosos y hacerla chillar, nuestro intrépido líder
tenía la primera oportunidad, siempre. Con la piel del color de la ceniza caída, Cato
la poseía por derecho de nacimiento, por la realeza de su maldita alma, evidenciada
para siempre por la sombría corona que rodeaba su cabeza como un halo espinoso,
un gran “jódanse” para esos bastardos de alas blancas de arriba.

Es extraño, estar atrapado entre dos formas.

Como demonios, nos acicalamos como pavos reales sangrientos en la Tierra,


pasando fácilmente de monstruo a hombre, de bestia a dios, encantadores y
seductores para los mortales de todo el mundo. Incluso algunas personas
sobrenaturales caían en nuestros trucos, prendados de los pectorales cincelados y los
abdominales recortados y los hombros anchos que se ondulaban mientras los
golpeábamos contra una cabecera.
En el foso, dejamos que brille el leviatán que llevamos en la sangre, monstruos
del apocalipsis que se sitúan por encima de la chusma. Geralt, encapuchado y
envuelto en la oscuridad, un asesino enmascarado al que temían incluso los
demonios, con sus garras inquietantes, su voz profunda como el Tártaro y el doble
de letal. Cato, con una calavera literal por cara, con las cuencas de los ojos vacías y
una cúpula blanca y redonda, su corona aún más pronunciada en esa forma, las púas
letales y el mensaje claro. Carecía de boca como monstruo, una visible, al menos, la
mitad inferior de su rostro era pura sombra en la capucha de su manto real, dejando
que su presa imaginara lo que podría devorarla viva.

Yo era el más bestia, con un cráneo protuberante de aspecto canino, mis


cuernos nudosos y retorcidos, atados con la carne desollada de mis víctimas. Con un
cuerpo de centauro, fuerza bruta e instinto animal, era el perro rabioso de nuestro
trío: una sola mirada mía hacía que los demonios menores corrieran y los infernales
más débiles suplicaran.
Estúpidos puños de oro con sus encantamientos y sigilos, atrapándonos entre
dos formas, monstruos y hombres, el demonio que cambia de forma en nuestra
médula enjaulado. ¿Cuándo se volvieron los humanos tan astutos? ¿Desde cuándo
la comunidad sobrenatural de arriba se preocupa de que la caguemos en nuestras
visitas? En serio, es absurdo el modo en que giraba este mundo.

Se merecía vernos por primera vez en toda nuestra brutal gloria...


Cato extendió su brazo, bloqueándome de ella, y mientras gruñía y rechinaba
los dientes, obedecí, conteniéndome ante la violeta encogida en la puerta cerrada.
Geralt, mientras tanto, se paseaba de un lado a otro, con un ritmo constante pero cada
vez más rápido, con el aire caliente por su desesperación.
En realidad, es gracioso que nuestro hermano más ecuánime pierda la cabeza
treinta segundos después de olerla.

Nunca vas a dejar de vivir esto.

Pero, de repente, estaba justo en mi culo, gruñendo, con su aliento


empolvando mis cuernos y su enorme erección clavándose en mi cadera. Con el ceño
fruncido, me eché hacia atrás con un destello de fuego infernal en mis ojos rojos,
exigiendo sin palabras que me diera un poco de espacio, pero estaba demasiado
concentrado en ella como para que le importara mi burbuja personal.
Así que le di una palmada en la polla.
Lo hizo rebotar.

Geralt retrocedió y chasqueó los dientes.


Le soplé un beso, porque, en serio, respeto. Como si necesitara que me
pincharan con esa enorme cosa tan temprano en el juego.

El suave movimiento del gris ceniza en el rabillo del ojo me obligó a volver,
observando, cautivado, cómo Cato le quitaba las ataduras de algodón, primero de los
ojos, luego hasta la parte superior de la cabeza, desenrollándose rápidamente. El
pelo, grueso y negro como una tormenta de medianoche, caía sin contemplaciones
por su espalda, liso y áspero, y los ojos, como esmeraldas salpicadas de oro, brillaban
como el ichor de algún dios pretencioso. Todo ello unido a su rostro en forma de
corazón, su boca llena de sangre, el corte de rojo en la barbilla, las curvas femeninas
aún ocultas bajo el resto de su envoltorio...
Sublime.

La perfección.
Y si alguien que no fuéramos nosotros volviera a tocarla, le arrancaría la puta
columna vertebral y la llevaría como corbata.

Después de parpadear con sus gruesas pestañas, miró a Cato, a mí y luego a


Geralt. Cato, yo, Geralt, sus ojos se agrandaban con cada bucle, hasta que finalmente
dejó caer el ovillo de hilo rojo que sujetaba con ambas manos y se tambaleó hacia la
puerta, con un gemido que se le escapaba de la garganta, la elegante columna
pidiendo mi mordisco.

—¡Me he equivocado! —chilló la urraca, dándose la vuelta y golpeando la


puerta con los puños—. ¡Déjame salir! No quiero... ¡Por favor, me he equivocado!

Con una voz lujosa y rica, poseía una gravedad digna de la pareja de un
leviatán —esa voz irradiaría a través del apocalipsis, querida—, pero su miedo
cantaba al demonio que hay en mí.

Con el ceño fruncido, Cato apretó los dientes, los músculos de su fuerte
mandíbula anunciando la irritación como un neón estático. Luego le pasó un brazo
por la cintura y la apartó de la puerta. Hermoso como me parecieron sus gritos de
auxilio, sus súplicas para que la dejara ir, me apresuré a seguirla y le pasé una mano
por la boca suplicante, arrancando la música más dulce que jamás había escuchado...
por su bien, en todo caso.
Se retorcía y se contoneaba, una urraca muy luchadora, pero no podía escapar
de su jaula dorada de carne y hueso, de poder y ferocidad más allá de lo que pudiera
imaginar. Mientras Cato la empujaba hacia su pecho, yo le apretaba las mejillas,
amortiguando sus gemidos con la palma de la mano y marcando su carne con las
uñas.
—Calla, pequeña urraca —le instó Cato, respirando en su pelo, sus palabras
susurradas en su sien—, o te oirán.
Las fosas nasales se encendieron, sus esmeraldas doradas se humedecieron y
sus ojos se abrieron de par en par en busca de consuelo en esta sala redonda de piedra
y músculo. Finalmente se posaron en mí, y yo ladeé la cabeza con una sonrisa que
le decía que aquí no encontraría seguridad. Lentamente, su mirada se dirigió a los
cuernos de obsidiana que se enroscaban en mi cráneo, pulidos y con mucha clase en
este reino, sin encontrar ni un gruñido de carne muerta. No, sólo armas brillantes y
mortales que estas esposas no podían enjaular.
Su gemido vibró contra mi palma y le pellizqué la cara, casi como advertencia,
porque, joder, mi erección sólo podía endurecerse hasta cierto punto.
Un débil tirón posesivo surgió de Cato y Geralt, nuestros sentimientos
compartidos, nuestras emociones entrelazadas. Los juramentos de sangre de hace
siglos nos unían hasta el fin de los días, pero también lo hacían nuestros antiguos
linajes de leviatanes. Considerados impuros por algunos leviatanes, nos teníamos el
uno al otro, nacidos de demoníacas aristócratas con predilección por compañeros
más salvajes, más feroces, más violentos. A los ojos de las masas demoníacas,
estábamos destinados a ser generales en el futuro apocalipsis, pero nuestros nobles
compañeros demoníacos nos despreciaban por todo lo que teníamos, por todo lo que
podíamos hacer por cortesía de nuestros padres ausentes.

Los leviatanes fuimos profetizados para acabar con este mundo, pero hacer un
lío era mucho más divertido.

Normalmente.

Esta pequeña aventura con la boca del infierno dividida, todos nosotros
cagados y drogados, se había convertido en un tedioso error de cálculo del que estaba
desesperado por escapar.

Hasta ahora.
Hasta ella.
Una sombra se cernía sobre mí, Geralt estaba de vuelta y utilizaba esa enorme
montaña negra y humeante de cuerpo, puro músculo y jodidamente enorme, para
bloquearla desde las ventanas unidireccionales cercanas a la puerta.

—Si te niegas —empezó Cato de nuevo mientras le quitaba el pelo de la cara,


recogiéndolo y haciéndolo caer a un lado, dejando al descubierto su garganta y su
punto de pulso pálido y agitado—, y nos negamos, te castigarán.

No es un truco para ponerla de rodillas. Durante el tiempo libre, la legión


oscura se enteró de que algunos demonios habían rechazado a su urraca por alguna
razón en la última semana —bastardos caprichosos, los nuestros— y que luego la
urraca fue golpeada hasta quedar ensangrentada delante de ellos por los guardias de
la prisión. Tal vez para atraerlos, con sangre en el aire y gritos en abundancia. Tal
vez lo hicieron para castigarla por no ser lo suficientemente seductora. Tal vez sólo
necesitaban la excusa más endeble para excitarse.

No lo entendía, ni me importaba la lógica: lo único que sabía era que las


urracas eran maltratadas si no podían rendir.

—Pero di la palabra —siseó Cato, el cambio de su tono de atormentador


juguetón a amante serio me hizo enderezarme y tomar nota. Rápidamente dejé de
lado al sádico gallito de mi alma, concentrado en él y en ella, en lo que esto
significaba para todos nosotros—. Dime, pequeña urraca, aquí y ahora, que
realmente deseas escapar de este lugar...
Los azules brillantes de Cato se acentuaron con rayos negros, y pasaron de mí
a Geralt. Sin dudarlo, le dimos nuestro apoyo, siempre dispuestos a cualquier cosa
que nos ofreciera, especialmente si estaba a punto de volverse violento, sangriento
y horrible. Además, ahora teníamos un pajarito que proteger, uno que necesitaba
estirar sus alas y volar antes de ser coronado en el apocalipsis.

—Di tu verdad, urraca —murmuró Cato mientras arrastraba sus labios


seductoramente por su sien hasta su mejilla, el beso con la boca abierta una marca
posesiva en su alma—. Dime que quieres salir y no dejaremos más que cenizas —
Joder, sí—. Una palabra, urraca, para ti, para la forma en que nos cantas...

Sus negras cejas se fruncen, los labios tiemblan contra mi palma, sus ojos se
abren de par en par y brillan como si no se atreviera a parpadear y dejar caer las
lágrimas. Deliciosa. Hazlo, déjame lamerte. Déjame probar tu miedo.
Con un gruñido, Geralt volvió a pasearse por detrás de nosotros, con un humor
tormentoso y una sed de sangre eléctrica, el aire estaba cargado de ambas cosas.
Estaba listo, nuestro hermano, para romper cráneos y besar el suelo que ella pisaba.

—O quédate y juega —Cato pasó un suave pulgar por debajo de sus pestañas
inferiores, el ojo derecho y luego el izquierdo, recogiendo la humedad allí con un
suspiro—. Dales lo que quieren, mantén la paz, y te encontraremos cuando todo
termine. Pero si intentas huir ahora sin nosotros a tu lado, te harán daño, urraca.
—Te azotarán hasta los huesos —añadí, sólo para pintar una imagen amplia
en su mente. Me encantaban los buenos azotes, tanto como azotador como azotado,
pero este no era el momento, el lugar o la divina hembra destinada a mis juegos
habituales.
—Y carne —gruñó Geralt, con un acento mucho más jodidamente regio que
el nuestro, incluso en este reino—, es demasiado hermosa para ser partida por algo
que no sean nuestros dientes.
Puse los ojos en blanco. Poético imbécil.

Los ojos esmeralda de nuestra urraca, que se agitaban y se estremecían con


cada jadeo de pánico, recorrieron lo que podría convertirse en su tumba si no tenía
cuidado, y luego se cerraron con fuerza y fuerza, dejando salir unas cuantas lágrimas
que colgaban de sus pestañas. Cuando los abrió de nuevo, una resolución acuosa
brilló, tocando mi fibra sensible más de lo que me gustaría admitir.
Así que, con una ceja arqueada, una pequeña advertencia para que no dijera
nada jodidamente estúpido que forzara nuestra mano, aflojé la presión sobre sus
mejillas, y luego me aparté por completo. Una lengua rosa pálido barrió sus labios,
y ella asintió, mirando el techo como si fuera tan fascinante.
—Yo... yo puedo hacerlo —dijo con fuerza, con su insistencia temblorosa y
jadeante, absolutamente deliciosa—. Puedo hacerlo. Estoy bien.

Resoplé, mostrando una sonrisa afilada cuando ella volvió a mirarme.


—Ya veremos.

Nuestra urraca palideció, y tal vez si Cato no la hubiera rodeado con ambos
brazos por detrás, acariciando sus curvas, mapeando su figura, esas rodillas
tambaleantes podrían haber cedido finalmente. En cambio, se encontró atrapada en
el abrazo de un monstruo, un rey sin trono, sus manos barriendo sobre ella como si
ya la poseyera, mente, cuerpo y alma. Inhalé con fuerza cuando él la agarró por las
caderas y se abalanzó sobre lo que yo imaginaba que era un culo deliciosamente
alegre, haciendo que su deseo se manifestara para que no hubiera dudas sobre lo que
significaba exactamente “quedarse” y “jugar”.

—Dime tu nombre, urraca —le insistí, inyectando un poco de terciopelo en


mi tono. Por lo general, sólo eso hacía que un amante se volviera débil e inútil,
masilla en mi cruel mano, pero ella levantó la barbilla y negó con la cabeza.
—No.

—¿Por qué? —Geralt siseó, casi como si su respuesta le doliera. El desafío


brillaba en esas vetas doradas, y ella se cuadró conmigo mientras Cato continuaba
su áspera exploración sobre su vestido ritual vendado.
—Porque es mío —comentó. El desafío avivó el fuego infernal siempre
presente en mí, reduciendo a polvo lo último de nuestro reciente aburrimiento.

—Al final de esto, será nuestro —respondí, atrapando su barbilla entre el


pulgar y el dedo, pellizcando lo suficiente como para hacerla retorcerse—. Al igual
que tu corazón.

La pálida mirada de Cato se dirigió a mí, y sonrió mientras rozaba


delicadamente con sus dientes su hombro desnudo. Geralt, por su parte, soltó un
gruñido destinado a los dos. Nunca me ha gustado la forma de atormentar a los
amantes antes de darles el mundo, nuestro hermano, pero Cato y yo tampoco
soportamos que se dedique a decir tonterías líricas románticas, así que, ya sabes, lo
justo es lo justo.
Mientras las manos de Cato deshacían lentamente su vestido, dejando al
descubierto capa por capa, apreté las mías contra mi pecho e hice una pequeña
reverencia que estaba de moda en las cortes reales de este reino hace siglos.

—Te daremos nuestros nombres. —No tenía ni idea del don que suponía el
poder del nombre. Los demonios y las hadas se esforzaban por mantener sus
nombres en secreto, pero ella no me parecía una bruja, lo que significaba que la
probabilidad de que usara nuestros nombres para obligarnos a cumplir sus órdenes
era casi nula—. Los ofrezco libremente, sin precio.

Todo lo que me dio a cambio fue el monedero de su boca llena, su piel llena
de piedras y sus ojos aún desafiantes.
Hasta que Cato le quitó la correa de algodón que rodeaba sus pechos,
descubriendo unos pezones rosados y polvorientos lo bastante duros como para
cortar diamantes. El estruendoso paso de Geralt se detuvo, y mi mirada se desplomó
hacia las pequeñas criaturas que coronaban sus pesados pechos, flexibles y redondos,
buenos para atar.
—El monstruo que tienes a tu espalda es Cato —dije, con un tono ligero y de
conversación, una distracción justo antes de que le diera un golpecito en el pezón
derecho. Nuestra urraca chilló y se sacudió contra Cato, luego jadeó y rebotó hacia
adelante, probablemente cuando sintió mejor su polla entre sus nalgas—. Di su
nombre.

—C-Cato —susurró, tan rápido para ceder a mi demanda. Bien. No hay nada
más sublime que un amante con la cantidad justa de coraje y desafío cuando, en el
fondo, sólo era la chica más buena.

Al oír su nombre en la lengua de ella, Cato enseñó los dientes, desapareciendo


parte de esa suave contención cuando se acercó a ella y le lamió el hombro, subió
por el cuello y le arrancó el lóbulo de la oreja. La había desnudado hasta la cintura,
pero al parecer eso no era suficiente; Geralt intervino un momento después, con la
mandíbula desencajada y los ojos entrecerrados, y tiró de sus faldas, desgarrando las
rayas de algodón de las capas, cortándolas con garras más acostumbradas a despegar
la carne del hueso.
—Este impaciente de mierda es Geralt —le dije, mareado al ver que, por una
vez, se movía en espiral más rápido que el resto de nosotros—. Di su nombre.

—Geralt —forzó en un susurro aterrorizado. Nuestra urraca se encogió ante


él, su tamaño intimidaba incluso a los experimentados guerreros del foso, mientras
que el resto de él parecía un hermoso titán negro recién liberado de su jaula del
inframundo. Frustrado por su atuendo, se arrebujó de verdad, tan concentrado en la
tarea que tenía entre manos, en rasgar y acuchillar y desgarrar el obstinado algodón,
que no se dio cuenta de que los ojos de ella bajaban hasta su eje, para luego volver
a subir con la misma rapidez, con las mejillas encendidas.

Pero yo lo hice.
No me pierdo nada, cariño.

—¿No tiene la polla más grande que hayas visto nunca?


Su rubor se volvió nuclear, empeorado por mi sonrisa, por la forma en que su
incomodidad me emocionaba tan obviamente. Luego, como guinda del pastel, me
reí, deseando que el sonido se hinchara y rebotara en las paredes, y que la risa
resonara mucho después de que yo hubiera dejado de hacerlo.

—Oh, así es —susurré, apoyando las manos en las rodillas mientras me dejaba
caer en su línea de visión—. No estoy seguro de que hayas visto una polla antes, ¿eh,
pequeña virgen?
Visiblemente agitada, me miró fijamente a los ojos mientras yo sonreía,
siempre como el gato que atrapa, derrota y destripa al canario. Por qué una virgen se
ofrecería como voluntaria para convertirse en un miembro maltratado de la antigua
Orden de las Urracas estaba más allá de mí. Y aún más curioso: ¿por qué la orden
utilizaría a una virgen para servir a la legión oscura, nuestra miserable estancia en
este reino temporal en el mejor de los casos?

Las vírgenes tenían tanto valor en el mundo sobrenatural, desde las


propiedades de su sangre hasta su sabor al consumirlas. Esto... parecía un
desperdicio, pero como mierda me quejaría de encontrar a nuestra reina virginal por
casualidad.

—Podemos olerlo en ti, pequeña urraca —susurró Cato acaloradamente, con


los dientes brillando en la concha de su oreja mientras ahuecaba sus pesados pechos
y los apretaba, haciendo rodar sus pezones entre sus dedos para que ella gimiera—
. Inocencia, sin tocar, sin reclamar...
Hasta ahora. Añadí un segundo par de manos a sus pechos, encaprichado con
el tono rosa oscuro de sus pezones, con la forma en que palidecían cuando los
pellizcaba, con la forma en que se ponía de puntillas con pánico cuando los
pellizcaba con fuerza.

—Di su nombre —murmuré, acercando mi barbilla al maestro a su espalda.


Nuestra urraca tragó con fuerza, su garganta se agitó con un nudo que quise resolver
con mi pulgar.

—Cato —susurró, inclinándose finalmente hacia él, con los hombros pegados
a su pecho. La posesión me apretó como un lazo y desvié la mirada hacia Geralt, el
enorme monstruo que se cernía sobre nosotros, paralizado por sus labios.

—Tócalo. —Mi tono le dijo dónde. No su pecho esculpido ni su torso


definido. No sus cicatrices grises pálidas de batallas ya olvidadas, su brazo izquierdo
rebanado a la mierda. Ahí—. Y di su nombre.
Se acercó a él con una mano temblorosa, acariciando la cabeza hinchada de
su enorme polla, tocando la perla húmeda de su punta. Luego, con una profunda
respiración, le cogió el tronco, con la mirada hacia el suelo, lo suficientemente
sumisa como para hacernos gruñir a todos.

—Geralt.
Le arrebató la mano con un gemido, el jodido sentimental, y le besó la parte
superior. Suavemente. Sin dientes. Sin fuego. Sin malicia. Era el híbrido leviatán-
demonio más suave que había conocido, pero podía partir por la mitad a todo un
ejército en solitario. Lo había visto, riendo en el fondo mientras cortaba enemigos a
diestra y siniestra como un cuchillo caliente en la mantequilla. Un enigma, nuestro
hermano. Muy valorado en nuestro trío, por mucho que le tomáramos el pelo a diario.
La urraca levantó la mirada, y su boca se abrió con un suave jadeo cuando
Geralt le giró la mano para besarle la palma, y luego la tierna parte inferior de la
muñeca. Por encima de su hombro, Cato me miró a los ojos, y mi sonrisa se volvió
feroz al mismo tiempo que la suya se agudizaba. Sin previo aviso, me abalancé sobre
su garganta, poniéndole el collar y arrancándola de esa burbuja de amor que Geralt
siempre hacía sin siquiera intentarlo.

—Aedan —siseé mientras me acercaba a ella, perdiéndome en sus ojos anchos


y acuosos, en la forma en que el oro acuchillaba el verde como si fuera mucho más
que humana—. Dilo.
Se retorció, las manos volaron hacia mi antebrazo y tiraron sin éxito. Al
negarse a obedecer una orden directa, me apretó y se estremeció, pasándose la lengua
por los labios en un alarde de distracción que me hizo gruñir.

—A-Aedan.
—Más fuerte.

—Aedan —ofreció con un poco más de gusto, chillando mientras Cato se


ocupaba de sus pezones, pellizcando, arrancando y retorciendo. Geralt, mientras
tanto, me robó una de sus manos del brazo, para volver a besarlo, para mapear las
pálidas venas bajo su carne.

Yo, mientras tanto, apreté lo justo a los de su garganta, muy consciente de la


presión necesaria para hacer que su cabeza diera vueltas.
—Más fuerte.
—¡Aedan! —Mi nombre rebotó por toda la habitación como una bala perdida,
resonando y sonando. Hizo que me doliera la polla y que mi corazón cantara, y mi
mejilla se crispó, con una sonrisa feroz vacilando, porque si no le enterraba la polla
en el puto coño pronto, la perdería.

Del otro lado del cristal invisible surgieron risas ahogadas.


Todos nos quedamos quietos. El calor se encendió en manchas rojas en sus
mejillas, sus ojos se desviaron hacia allí, hacia ellos, y Cato enseñó los dientes. La
rabia me recorrió la espalda, y si no fuera por estas esposas, por toda la kriptonita
sobrenatural incrustada por todas partes en esta maldita prisión, les arrancaría la
cabeza y les follaría la boca abierta por deporte.

El aire crepitaba y siseaba, nuestra fuerza bruta se oponía a los sigilos, a los
hechizos que nos ataban, pero en lugar de perderla como lo habría hecho antes de
que ella entrara por la puerta, pensé en alguien ajeno a nuestro pequeño grupo, para
variar. Mientras Cato rodeaba con sus brazos a nuestra urraca, abrazándola,
reclamándola con algo tan simple como un brazo cortado a lo largo de su cuerpo,
entre sus pechos, y el otro ceñido a su cintura, cambié mi postura para que ella no
pudiera buscarlos. Aquellos verdes danzantes acabaron por fijarse en mí, ya sin
buscar las ventanas, y Geralt se colocó rápidamente a mi lado, tapando todos los
aullidos y el parloteo de los guardias.

—Pequeña urraca —ronroneó Cato mientras le acariciaba el pelo, y luego le


pellizcó la sien, el pómulo afilado—, esos ingratos ya no tienen importancia.
Ignóralos.

Nadie con cerebro desafiaría a Cato, pero lo había visto antes, y con esta
exquisita virgen, una humana que claramente no tenía ni puta idea de lo que estaba
haciendo con su preciosa vida, sentí que el mensaje necesitaba un empujón extra
para aterrizar de verdad.

—Y si no lo haces —le informé mientras Geralt le quitaba lo último de su


vestido, el grandullón distraído una vez más con su cuerpo—, te pintaré el culo en
carne viva antes de que empecemos.

Con los ojos cerrados, nuestra urraca asintió, pero en lugar de deleitarse con
su rendición, Geralt se limitó a gruñir, con una presencia repentinamente asfixiante.

—No puedo resistir mucho más tiempo —dijo con el ceño fruncido,
abriéndome un agujero en el cráneo—. Ya basta de estos juegos.
—Paciencia, hermano —insistió Cato antes de que pudiera darle un golpe en
la mandíbula—. La espera merece la pena.
Esta vez, cuando nuestra urraca se sonrojó, no fue de humillación. No, había
algo en la calidez del brillo rojo, en el aleteo de sus pestañas y en la mordida del
labio inferior que la halagaba.
Oh, cariño, podemos hacerte sentir tan bien.

Esto no fue nada.


Una gota en el océano de la adoración que los leviatanes masculinos rinden a
sus compañeras elegidas.

—¿No es misericordioso? —susurré, apartando algo de ese negro espeso de


su cara, pasándoselo por detrás de la oreja mientras me acercaba—. Cato es tu juez,
jurado y verdugo... De rodillas, urraca, para que sienta tu gratitud.
Esa palabra —urraca— salió con sorna, porque ansiaba su nombre real y mi
paciencia se estaba agotando. Aun así, había que jugar, y cuando empezó a plegarse
lentamente, la agarré y la hice girar.

—Continúa.

De vuelta a mí, nuestra urraca se hundió en el suelo y se puso de rodillas. Sin


que nadie se lo pidiera, apretó la base de la polla dura como una roca de Cato, pero
justo cuando se sentó más recta, con los labios entreabiertos, él le cogió la barbilla
con una mano. Acunándola, acariciando su mandíbula con el pulgar, se aferró a esas
impresionantes esmeraldas, y brevemente, se perdieron el uno en el otro. La
conexión se encendió, caliente y deseosa, la habitación se sumergió de repente en el
fuego del infierno.

El anhelo —la nostalgia— se me agolpó en las tripas, la sensación compartida


tan visceralmente por Geralt que parecía dolerle. Sus rasgos se ensombrecieron, y su
larga melena blanca se desparramó hacia delante mientras inclinaba la cabeza con
un gruñido, con sus mechones pidiendo su dulce caricia.
Realmente es ella, ¿no?

Nuestra.
El que habíamos estado esperando, cazando, desde que éramos jóvenes,
mestizos mimados que corrían salvajemente por las fincas de nuestras madres,
atormentando a los sirvientes y abrasando las malditas almas humanas por diversión.

Pues bien.

No hay nada más que considerar.


Una vez que termináramos aquí, seguro que no íbamos a volver a esa triste
celda.
Y no iba a ir a ninguna parte sin nosotros.

Doblando ligeramente las rodillas para que ella se sintiera cómoda, Cato la
dirigió hacia su polla, y luego gimió, echando la cabeza hacia atrás en cuanto sus
labios se cerraron alrededor de la punta. Con los ojos clavados en él, como si quisiera
leer su placer, rastrear su respuesta, nuestra urraca se llevó unos centímetros a la
boca, y luego se retiró. Fue una danza lenta, tierna e íntima; Geralt y yo casi nos
olvidamos.
Y eso simplemente no volaría, nena.

Ahora que Cato había probado por primera vez a nuestra nueva compañera,
era un juego limpio. Con la cabeza nublada por la lujuria, me acuclillé detrás de ella
y la toqué de verdad, trazando su figura, las hendiduras y las curvas. Sus antiguos
amos mantenían a las urracas bien afeitadas, desde las axilas hasta los brazos y las
piernas, hasta la hendidura de los muslos.
Con los dientes apretados y un control tenue, profundicé en su interior,
introduciendo dos dedos entre sus resbaladizos pliegues y acariciando su hinchado
clítoris.

—Cuando te hagamos venir —me burlé en su oído—, nos darás tu nombre.

Intentó sacudir la cabeza, pero la tarea resultó difícil con una enorme polla en
la boca, el eje de Cato brillando con saliva, su boca trabajando una mitad y su puño
la otra. Su núcleo se estremeció cuando separé sus labios inferiores, el aire
perfumado con su calor húmedo, su excitación espesa y obvia, tan evidente que
Geralt casi se pierde, su gruñido astillando algunos de los ladrillos grises que nos
rodeaban. Me dio una palmada en el hombro, con las garras cortando mi carne de
marfil, agarrando con tanta fuerza que me rompería la puta clavícula si no se ponía
las pilas pronto.
Pero, ¿quién podría culparle?

Estaba mojada y deseosa de nosotros.


El anhelo era mutuo.

Y eso siempre fue un cambio de juego.

—Tienes el coño más bonito que he visto nunca, urraca, y apenas he echado
un buen vistazo —retumbé. Jugueteando con su clítoris, acariciando y masajeando
sin importar lo mocosa que era con esos muslos apretados, luego lamí su columna
vertebral hasta la base de su cuello. Nunca nadie había probado, ni olido, ni sentido
tan jodidamente bien, tan vivificante que, si nos quedábamos sin ella, nos
arrugábamos y moríamos.

Mientras ella adoraba la polla de Cato, con los ojos encapuchados y pesados,
con un poco de baba goteando de las comisuras de la boca, pinté el cuadro más
bonito.

—Si estuviéramos solos —le dije, mirando entre Cato y Geralt, nuestras
mentes tan parecidas después de todos estos siglos—, te pondría de culo con la
mejilla en el suelo, los muslos bien abiertos, para que pudiéramos ver cómo te tocas.

Pero no estábamos solos.

Aunque le habíamos ordenado que los ignorara, ellos estaban allí, acechando,
observando, deleitándose con la destrucción de una urraca de una forma que esos
cabrones probablemente esperaban que fuera más violenta que ésta.
No se merecían un espectáculo como el que tenía en mente, para la próxima
vez.
La próxima vez, no se le escaparía ni una sola cosa pecaminosa.

Su gemido finalmente empujó a Geralt demasiado lejos, y por la mirada de


sus ojos, el rugido demoníaco que retumbaba en su pecho, era salir de su camino o
ser atropellado.

—Aquí, bastardo hosco. —Me puse de pie y señalé su figura arrodillada—.


Consíguenos su nombre, entonces.

A pesar del espacio concedido, Geralt me empujó a un lado, pero le devolví


el golpe con mi propio empujón, y luego con una embestida de mis cuernos que le
abrió el pecho de par en par. Mientras la carne de ónice se recomponía, Geralt se
abalanzó sobre mí, y ahí estábamos, dos idiotas gruñendo, empujándose, luchando,
con los puños volando y los dientes enseñados. Él se esforzó como siempre, y yo
hice lo que pude para no matarlo, como siempre.

—Hermanos —Cato lanzó un largo y lujoso suspiro, con sus manos


entrelazadas en el espeso pelo negro de nuestra urraca—. ¿Es realmente el
momento?
Nos separamos a trompicones, con los pechos agitados, los músculos
apretados y tensos, la adrenalina disparada y la sed de sangre despertada. Mi labio
partido se ensanchó con una sonrisa maníaca, y Geralt se quitó la mancha negra y
sangrienta de la mejilla con un giro de ojos y una sonrisa compartida entre hermanos.
Terminada la escaramuza, se puso de rodillas y luego se arrastró hacia nuestra urraca
por detrás, enorme e imponente, y se giró sobre su espalda.

—Ábrete bien, dulce urraca —le instó mientras se metía debajo de ella,
separando suavemente primero las pantorrillas y luego las rodillas, con intenciones
evidentes—. Déjame entrar.
Pero como un pájaro asustado, maulló alrededor de la polla de Cato y trató de
apartarse. Las manos en su pelo la mantenían en su sitio, el ritmo de Cato era lento
y amable, pero seguía siendo de su agrado. Sólo cuando él terminara con ella podría
escapar de él, y eso sucedería ahora.
—No me temas —dijo Geralt, adentrándose más entre sus muslos, con los
ojos puestos en el premio y las cejas blancas fruncidas con una determinación
férrea— El miedo es para las ovejas. —Le acarició las piernas y los globos de su
alegre culo, masajeándola, engatusándola como nunca lo haría. Él era de los que
atrapan más moscas con miel; yo prefería las redes y las trampas, la guerra verbal a
veces era incluso más excitante que el hecho en sí—. Tranquila, dulzura... abre para
mí.

Esta noche, la miel ha funcionado, porque allí estaba ella, arrastrando los pies,
haciendo sitio a este enorme monstruo mientras su cabeza se deslizaba por debajo
de ella. Geralt le levantó las piernas y le puso los pies sobre los hombros, y luego
subió, lamiendo su sexo resbaladizo con un gemido que hizo que mi polla se
retorciera. La saboreó profundamente, con la cara enterrada, y le rodeó los muslos
con las garras, manteniéndola allí sin importar cómo se retorcía y chillaba.
Arqueado, se arropó, con la piel llena de reveladores pelos de gallina, los pezones
tan apretados como los de ella y la polla desesperada por recibir atención.
Acompañado por esa larga y sedosa melena blanca, se dio un festín con nuestra
urraca como si fuera su primera comida, su última, devorando su coño mientras ella
gemía y jadeaba alrededor del eje de Cato.

Y me negué a quedarme al margen un puto segundo más.

Con los hombros hacia atrás y la erección balanceándose con cada zancada,
marché junto a Cato, sonriendo cuando sus ojos se abrieron y se lanzaron
inmediatamente hacia los míos. Durante unos instantes, disfruté del espectáculo, del
modo en que la longitud de Cato saqueaba perezosamente su boca, como si tuviera
todo el tiempo del mundo. Entonces, cuando su mano derecha se retiró, la sustituí
por la mía, enhebrando mis dedos en su pelo, tejiendo el control como un tapiz, y
luego la sacudí hacia atrás para que saliera de su boca con un ruido de succión
húmedo que la hizo sonrojarse.
—Di su nombre.

—Cato —logró decir, con la voz cargada de deseo y tal vez un poco de
vergüenza. Tal vez no esperaba disfrutar de esto. Tal vez no había pensado que
nosotros consideraríamos su placer en absoluto.
Tiré de su cabeza hacia mi polla.

—Ahora, di el mío.
Agitó esas pestañas negras y húmedas, y entonces, de la nada, una pequeña
expresión de mocosa se dirigió a mí. Esos labios llenos y empapados de babas se
apretaron, casi como si estuviera a punto de decir: “Mío” pero entonces...

—Aedan —susurró. La necesidad de proteger y atesorar a esta criatura


arrodillada con mi vida me invade de repente. Endureciendo mis facciones,
negándome a dejar que viera esa debilidad, arqueé una ceja y apreté su pelo con más
fuerza.

—Y ahora el tuyo.

Ella tragó saliva y apenas sacudió la cabeza.


—No.

Excelente. Tan hambriento como estaba de ella, todavía no. No hasta que la
hayamos arruinado un poco más, estropeado a todos los demás amantes para que no
tuviera más remedio que quedarse.
—Lástima. —Entonces empujé entre sus labios ligeramente separados sin
previo aviso. Mientras que Cato había sido misericordioso, permitiendo que su puño
compensara sus carencias, yo siempre había sido el amo más cruel. Después de
golpear la parte posterior de su garganta, evaluando lo profundo que ella podía
realmente tomarme, la follé más rápido y más malo que él, sin espacio para su puño
con su boca llena de mi polla. Sus balbuceos y toses fueron ignorados, la baba en su
barbilla, su pecho, sus ojos abiertos y llorosos de nuevo. Con la mano de Cato a un
lado de su cabeza, la mía al otro, y Geralt clavándola en el sitio con su ciertamente
talentosa boca asaltando su sexo, estaba atrapada.

Indefensa.

Nuestra.
Sólo cuando sus ojos se pusieron en blanco, me detuve, retirándome y
devolviéndosela a Cato. Mi coronado hermano en la sombra le dio unos momentos
para recuperar el aliento, limpiándole la barbilla y las mejillas con los nudillos,
arrullándole palabras dulces en una lengua de leviatán que pocos entendían. Luego,
cuando las lágrimas dejaron de caer y su pecho dejó de agitarse, volvió a hacer lo
suyo con ella, de forma lenta y constante, e incluso se tomó un momento para rodear
con su mano temblorosa la base de su pene. No tenía ritmo, ni consistencia, y ella
casi se aferraba a él para mantener el equilibrio, moviendo la cabeza como podía,
luchando bajo todas nuestras atenciones.
Ella gimió cuando él se retiró, casi como si supiera que si no era la polla de
Cato la que tenía en la boca, era la mía, y nada en mí había sido nunca suave. Esta
vez, me permitió enroscar ambas manos en sus toscos mechones, y le follé la cara
con seriedad, con sus tetas agitándose y su núcleo estremeciéndose, sus manos
pegadas a mis muslos y sus uñas romas clavándose como si eso pudiera detenerme.

Cada vez que sentía el impulso de derramar mi semilla en su garganta, me


relajaba y se la pasaba a Cato de nuevo. Iba y venía, de uno a otro, mientras Geralt
se daba un festín con ella, sus gemidos y gruñidos llenaban la habitación, el
acompañamiento perfecto para sus gritos estrangulados.

Finalmente, se la entregué a Cato por el momento —pequeñas misericordias


y toda esa mierda— y me agaché junto a ella. Geralt la tenía convertida en un lío
sudoroso que se retorcía y rechinaba, y su pelo ya no era esa almohada sedosa y
pulcra, sino un mar blanco entrecortado bajo ellos.
—Para —murmuré, tocando su hombro y esperando. Sus ojos se abrieron de
golpe mientras levantaba nuestra urraca ligeramente de su cara empapada de
excitación, y yo levanté dos dedos. Literalmente, dos segundos, maldito obseso del
coño. Aquellos ojos negros se pusieron en blanco y la levantó, manejándola como si
no fuera nada, porque, en realidad, su cuerpo era ligero como el aire comparado con
el del resto de nosotros.

Aunque estaba tentado de pellizcar, mover y retorcer el clítoris, le introduje


dos dedos con la certeza de que Geralt ya la habría follado con su formidable lengua.
Ella se tensó alrededor de la intrusión, sus chillidos amortiguados por Cato, pero la
ignoré, mojando ambos dedos a mi gusto, seguidos por el pulgar. Luego, satisfecho,
me revolví, observando, con la bestia en mi alma salvaje al ver a Geralt abalanzarse
para reclamarla. Sus brazos se enroscaron más alrededor de sus muslos y, como si
presintiera hacia dónde se dirigía esto, la inclinó hacia delante, centrándose
realmente en la cresta de su coño mientras separaba sus alegres mejillas para mí.
Exponiendo el agujero fruncido allí.

Con el pulgar y dos dedos resbaladizos y pegajosos por su propio deseo,


introduje una punta sin previo aviso. Su grito hizo que Cato sisease, con las dos
manos en su pelo, y que las caderas se moviesen ligeramente mientras la follaba por
la cara con más ganas esta vez.

—No, no, zorra sin nombre —canturreé, metiendo un buen centímetro,


seguido rápidamente por otro, su culo era un infierno apretado que sabía que no
tendría el placer de destruir, esta vez. Cato era un cerdo de culo—. Ya no hay nada
fuera de los límites para nosotros.
Para mi sorpresa, respiró profundamente y se relajó lo suficiente como para
que le metiera los nudillos. Después de un poco de cautela —las vírgenes requerían
mucha más delicadeza de la que yo ofrecía a los amantes experimentados— fui a
por el segundo dedo, con Geralt tan metido en su coño que era un milagro que no la
hubiéramos roto todavía. Ella me devolvió el golpe, con los brazos libres pero el
resto de su cuerpo enjaulado, y me burlé, respondiendo con un descarado golpe en
una de sus mejillas, amando la forma en que se agitaba.

—Oh, para —dije, cambiando los dedos por el pulgar, preparándola con sus
propios jugos, trabajándola lo mejor que podía antes de que esa polla en su boca
encontrara inevitablemente su camino hacia aquí—. Deja de luchar, urraca.
Podemos oler tu deseo. —Denso y embriagador, superaba todos nuestros olores
naturales combinados, la habitación empapada de ella.
—Lo vemos en tus rubores —añadió Cato, cada palabra tensa, su resolución
de ser el rey gentil y misericordioso desvaneciéndose por el empuje.
—Te encanta que te llenen los tres agujeros —continué, muy consciente de la
forma en que sus músculos se tensaban y su cuerpo se agitaba, los signos evidentes
de su deseo se disparaban y manchaban la boca de Geralt—. Y apenas hemos
empezado contigo...

Un gemido estático sonó a través de unos altavoces invisibles, y todos nos


estremecimos, con los pelos de punta de Cato, la coronilla temblando y los ojos
gritando de forma sangrienta.
—Tienen diez minutos más, gilipollas —legó una voz masculina chasqueante
pero familiar desde el techo—, y luego se vuelve a la celda. Usen su tiempo
sabiamente.

La rabia colectiva estalló en nosotros como una bomba, y esta vez nuestra
urraca trató realmente de escapar, empujando y agitando, casi como si sintiera
nuestra ira y no quisiera participar en ella. A pesar del fuego en sus ojos, de los
tambores de guerra que latían en el punto de pulso de su cuello, Cato se dejó caer
para acunar su cabeza, murmurando dulces palabras para calmarla.

No importa cómo se enfurezca un leviatán, su compañero nunca fue el


objetivo. Nunca.

No se puede decir lo mismo de los demonios, naturalmente, pero al haber sido


criados por tres fuertes demonios matriarcales, sólo un demonio con el cerebro del
tamaño de una mosca de la fruta se volvería contra sus hembras. La mayoría de los
demonios masculinos no compartían nuestra opinión, pero esta hermosa criatura no
se había encontrado en compañía de esos imbéciles de sangre pura.

Había sido elegida por los hijos del Apocalipsis.

Y sería protegida y tratada como la reina oscura en la que un día se convertiría,


sin importar su humanidad, sin importar su fragilidad física. La queríamos toda.

Pero teníamos diez minutos para terminar esta farsa antes de que las cosas
dieran un giro sangriento ahí fuera.
Todavía agachado, Cato trabajó su clítoris con dos dedos, y yo dejé su culo en
paz, por ahora. Uniéndome a mi hermano coronado por la sombra, me senté sobre
mis talones mientras Geralt redoblaba sus esfuerzos, con las rodillas en alto, en una
tarea de cuerpo entero. Mientras el color goteaba desde sus mejillas hasta su pecho
y su ombligo, el calor se desprendía de ella en ondas invisibles, un brillo sudoroso
sobre su piel y los ojos cerrados como si estuviera luchando contra su propio placer
con todo lo que tenía, la agarré por la garganta.
Sus ojos se abrieron de golpe.

Apreté, mi afilada sonrisa hizo que se sacudiera y se estremeciera en su sitio.

Pero cuando finalmente se rompió, apretó los labios, mordiéndose con fuerza
el inferior mientras un chillido se alojaba en su garganta. Criatura obstinada, hasta
el final.
—Dilo —gruñí, tirando de ella hacia delante mientras Geralt lamía y lamía y
lamía, su clímax era el único aroma en la habitación ahora—. ¡Dánoslo!

Ella había hecho un trato.

Más o menos.
Un orgasmo por su nombre.
—Ahora, pequeña urraca —ladró Cato. A continuación, se introdujo entre sus
muslos forzosamente separados y le pellizcó el clítoris—. Tu nombre.

Por fin nos miró —realmente nos miró— con estrellas en los ojos, lágrimas
hinchadas y centelleantes como diamantes.
—Ileana.

—Ileana —siseé, sabiendo que nunca probaría el nombre de otra amante en


mi lengua mientras viviera.
—Ileana —ahogó Cato, su voz demoníaca y profunda, combustible de
pesadilla para los cabrones que escuchaban fuera.

—Ileana —declaró Geralt, pensativo y dulce mientras besaba el nombre de


nuestra compañera a lo largo de su muslo interior. Ella se agarró a mi brazo, con mi
mano aún enredada en su cuello, y luego se asomó tímidamente para ver cómo Geralt
la adoraba.

Y yo...

Joder.
Ya estaba enamorado.
CAPÍTULO TRES
GERALT

Ileana, Ileana, Ileana...

No había nombre más dulce.

No hay sabor más fino.

No compañero más brillante...


Mía.

No. Nuestra.
Acabaría con este mundo por ella. Empezaría el apocalipsis en este momento,
con eones de antelación a la destrucción y la perdición profetizadas, sólo para hacerla
sonreír. Cortaría gargantas y arrancaría espinas, rompería rodillas y desollaría a los
enemigos sólo para hacerla reír. Todo esto y más lo haría por ella y sólo por ella,
ahora y hasta el final de nuestros días, nuestros destinos entrelazados, nuestra
conexión eterna.

¿Ella también lo sintió?


Podía sentir el vínculo en el aire, el giro del camino de su alma por el sendero
menos transitado, oscuro y espinoso y peligroso, aunque el peligro nunca, nunca la
tocaría.

O le prendería fuego y bailaría en sus cenizas.


De momento, me centré en tragarme la rabia sin paliativos de que una pandilla
de machos humanos se atreviera a decirnos cuánto tiempo teníamos con nuestra
compañera. Esta temporada en la prisión había sido muy aburrida, llena de
hibernación en nuestra celda y peleas con el resto de la legión, contando los días
hasta que nos llevaran de vuelta a la boca del infierno y nos arrojaran de cabeza al
fuego, esta invasión un lavado y los planes para otro ya en marcha.
Todo eso cambió con ella.
Nuestra urraca.
Ileana.

Ya no podría volver atrás.


No podía abandonarla aquí.

Nunca, nunca, nunca.

Sin embargo, tenía mucho que aprender sobre los leviatanes y los demonios,
por no hablar de una mezcla de ambos como eran sus compañeros. Nuestra ira
colectiva la había sobresaltado, los diez míseros minutos asignados no eran nada,
un parpadeo en la forma en que mis hermanos y yo preferíamos hacer el amor.
Follar. Para Aedan y Cato, siempre era follar. Antes había rechazado el término, ya
que mi respeto por el género femenino era duradero y estaba muy arraigado.

Con ella, aquí y ahora, me di cuenta de que antes sólo era eso. Follar. Un celo
sin sentido, algo para pasar el tiempo antes de encontrar a nuestra pareja, en la Tierra
de todos los lugares, una pobre urraca atrapada en una jaula.

Una jaula para la que ella... se ofreció.


La noticia todavía me impactó, pero eso era una discusión para otro momento,
otro lugar. Un lugar mejor.

Por el momento, refrené mi ira, ya que nunca deseé su miedo. Que nos vea,
que nos ame, que se adentre en la perdición de este mundo con nosotros, tal y como
somos. Que nos abrace por lo que somos, cada parte de ella, porque nosotros
haríamos lo mismo con ella. Este apareamiento no era nada; sospechaba que ninguno
de mis hermanos la mordería adecuadamente aquí. Hacerlo me parecía... barato. No
sabía nada de ella, pero todo eso cambiaría una vez que abrieran la puerta. Malditas
sean las esposas de oro, nos llevaríamos a nuestra compañera de este miserable lugar
y nunca miraríamos atrás.
Su delicioso coño, embadurnado con su clímax, hinchado y tierno por mis
atenciones, se levantó de mi cara. Las manos de color gris ceniza la maniobraron,
Cato con su corona de sombras y su expresión concentrada la acomodó por mi
cuerpo, acomodándola al timón de mi dolorida polla. La urgencia cortó el aire. Nadie
dijo nada, pero el sentimiento resonó entre los tres hermanos unidos, la tensión
tirando de mi ombligo y enroscándose en mi corazón como espinas.

Teníamos que emparejarla ahora, o podríamos perderla por otra.


Ninguno de nosotros esperaba una alianza humano-sobrenatural en la Isla del
Éter.
Esperábamos inundar la costa y extender nuestra oscuridad hasta el continente
más cercano.

Y terminamos aquí.
A pesar de todos nuestros siglos de experiencia, la humanidad encontró la
manera de sorprendernos.
—Con cuidado, hermano —advirtió Cato, nuestros ojos se encontraron
brevemente, los suyos tan azules en la tenue iluminación, el negro de su demonio
interior cortando esos iris como un horizonte sombrío—. Despacio.

—Por supuesto —retumbé. No hacía falta decirlo, pero dejé que aliviara sus
propios temores por ella a costa mía. Para su primera vez, lo habría cambiado todo.
Me habría pasado el día adorando entre sus muslos, haciendo que se corriera una y
otra vez hasta que no pudiera aguantar ni un segundo más. Como si preparara un
sacrificio, la habría bañado en ambrosía, leche y miel. Masajeando sus músculos
tensos. La habría besado. La habría preparado como es debido, y la habría tumbado
en un lecho de pétalos de flores mientras Aedan y Cato resoplaban y ponían los ojos
en blanco, siempre poco impresionados por mi idea del romance.
Que se burlen.

Por fin lo entenderían: con ella, toda mi práctica suave y romántica tendría
sentido.

Y entonces ellos también lo harían. A su manera, estos tontos obstinados la


adorarían.

Nuestra realidad era tan cruda, tan sombría, pero se suavizó un poco cuando
Ileana apoyó una mano en mi pecho y luego se acercó tímidamente a mi polla. El
labio inferior hinchado se le enganchó entre los dientes, se calmó cuando la punta se
asomó a su entrada, inhalando bruscamente, y volvió a mirarme. Tal vez en busca
de apoyo. Tal vez en busca de permiso. Yo podía proporcionarle ambas cosas si lo
necesitaba, pero de repente se perdió en la humedad que rodeaba mi boca, y sus
jugos pintaron mis labios, mis mejillas y mi barbilla.
Los dejé estar, pues me encantaba su olor allí mismo. Mi dulzura. Mi belleza.
La comida, el vino y la sangre nunca tendrían el mismo sabor que antes, ahora que
la había probado.

—Dime cuándo debo frenar, Ileana. —Mi susurro la sobresaltó y la hizo


retroceder para que mi polla se deslizara justo en su resbaladiza entrada. Se puso
rígida, con los ojos abiertos de par en par por el pánico, y a pesar de la necesidad
que me destrozaba por dentro, y de la cuenta atrás del reloj, le robé unos preciosos
segundos para barrer su espeso pelo negro sobre los hombros, para deleitarme con
sus ojos dorados y esmeralda, para pellizcar su afilada barbilla—. Utilízame.
Libérate.

La virginidad era una cadena condenatoria en este mundo. Nuestros primos


sobrenaturales la buscaban y pagaban generosamente por ella. Su orden la utilizaba
en su beneficio. No me importaba si no se había apareado ni una sola vez en su vida
o se había acostado con mil amantes antes que nosotros. Ahora era nuestra. Deshazte
de la maldita cosa y vuela.

Unos dedos familiares rozaron mi polla, pero no los suyos. No, estos eran
mucho más fríos, mucho más firmes. Confiados. Aedan. Mientras yo le acariciaba
los muslos, Aedan me sostenía en alto y Cato se agachaba a su lado, facilitándole el
acceso a mi pene mientras el tiempo, o la falta de él, apretaba esta miserable
habitación como una niebla tóxica. Ileana jadeó cuando la estiré, y cerré los ojos,
con el placer agudizándose en mi interior y agregando a mi cerebro, y luego luché
contra el violento impulso de subir y oler la sangre virgen en el aire. Con todo lo que
poseía, me resistí a tomarla como realmente deseaba, porque no habíamos pasado el
día preparándola. Un solo orgasmo era inaceptable, la verdad sea dicha.
Una segunda mano me presionó de repente el pecho y miré las dos suyas, tan
pálidas en comparación con mi carne de obsidiana, mientras ella se estabilizaba y
luego se relajaba por sí misma. Una criatura valiente. Fuerte. Segura de sí misma,
empujando hacia abajo, haciendo una breve pausa cada vez que se estremecía, todos
nosotros conteniendo la respiración hasta que se hundió.

—Qué urraca más valiente —alabó Cato, con nuestros pensamientos


alineados. Sonriendo, estudiándola a través de una mirada encapuchada, le acarició
la mejilla y le besó el hombro. Ella no lo conocía lo suficientemente bien como para
averiguar los matices, pero a él le gustaba ella. Profundamente. Si no fuera un trozo
de su cuerpo, le habría arrancado la corona de cuernos y se la habría puesto en la
cabeza.
—¿Cómo coño has conseguido esa polla en tu primer intento? —dijo Aedan.
A pesar de su habitual sorna, mi hermano lo dijo como un cumplido, y cuando se
asomó a su lado izquierdo para mordisquearle el cuello y acariciarle el pecho, lo hizo
para adorarla, no para curiosear. No para sonsacar información. No para prolongar
la agonía con mis pelotas al borde de la implosión y la lujuria demoníaca en mi
corazón surgiendo y...

—¿Q-Quieres tener esa conversación? —murmuró Ileana, sus pestañas


revoloteando, sus manos enroscándose sobre mis pectorales—, o...

—O —Las manos de Cato descendieron en cascada por su figura, trazando


sus encantadoras curvas hasta llegar a sus caderas—. Mucho o, diosa.

Y ahí estaba.
Mi hermano real se ha ido.
Juntos, él y Aedan la mecían, ayudándola a encontrar un ritmo suave que, si
bien no era tan lento como el que merecía una virgen cabalgando sobre mi
sustancioso fuste, servía para las circunstancias. Yo, mientras tanto, acariciaba sus
muslos y me fijaba en sus ojos, me mirara o no. De vez en cuando nuestras miradas
se encontraban, y ella se estremecía, sumergiendo un dedo del pie en la oscuridad
antes de volver a salir, insegura pero curiosa.
Podría morir feliz, aquí, ahora, enterrado en lo más profundo de una criatura
que era una belleza sin igual.
Un día, pronto, encontraría su leona interior y rugiría, demostrando de una
vez por todas por qué había sido elegida por las manos del Destino para ser nuestra
pareja.

Para cuando volvió a sonrojarse, sus pezones se pusieron tensos y sus ojos se
cerraron, Cato dejó a Aedan para que siguiera bailando. Se puso de pie, y cuando
dirigió esa furiosa erección hacia ella, Ileana ya tenía la boca abierta, lista y
esperando por él. Se miraron a los ojos, una hazaña impresionante si ella intuía que
él gobernaba el grupo con un puño justo. No había miedo. No hay terror. Sólo deseo.
Se entregaron a él cuando le metió la polla hasta el fondo una, dos, tres veces, y
luego se retiró y se apresuró a pasar por detrás de ella. El pánico se reflejó en sus
rasgos y, mientras Aedan retrocedía, la abracé contra mí, bañando su cuello con los
besos más dulces, con mi brazo rodeando su espalda baja como un lazo.
—Normalmente no nos precipitaríamos —insistió Cato mientras se
acomodaba entre mis muslos abiertos, sus caderas abiertas aún más, su espalda
arqueada a su favor—. Pero si no te acoplamos completamente, hay espacio para que
algún otro bastardo te robe.

Ileana se agitó y maulló cuando él le abrió las nalgas, y luego me miró a mí.
—¿M-Me robaste?

—Nunca —susurré, una promesa que mantendría hasta el fin de los tiempos.
Dejó escapar un suave suspiro, y luego se aquietó cuando Cato se lamió los dedos y
se introdujo suavemente en su apretado agujero.

—Las compañeras son muy valoradas en la sociedad leviatana —le dijo


Aedan, de repente junto a mi cabeza y ahuecando su barbilla, acariciando sus labios
ligeramente separados con el pulgar—. Honradas. Apreciadas. Eres como ninguna
otra, Ileana. —Incliné la cabeza hacia atrás, impresionado: nunca había sonado tan
enamorado. Nunca había tratado a una amante con tanta ternura. Nunca el afecto
había hecho que sus ojos fueran pesados y su voz rica. Era un monstruo, todos lo
éramos, pero para ella, en ese momento, era la salvación—. Eres nuestra, Ileana.
—Y te reclamaremos así —añadí mientras Cato cambiaba sus dedos por su
polla debajo—. Y te juro que destruiremos a todos los que se interpongan entre
nosotros.

Esos guardias de la prisión dejaron de existir en el momento en que la vi. Que


escuchen mi declaración. Que se preparen para la batalla si se atreven a alejarla de
nosotros cuando el reloj expire.
Parpadeó hacia abajo, con las mejillas encendidas, y luego me pasó un dedo
tembloroso por la mandíbula, para luego retroceder y chillar cuando Cato se abrió
paso dentro de ella. Aunque nunca la lastimaríamos seriamente, ni siquiera si lo
rogara, esto no podía ser...

Debe haber sido mucho, dos grandes pollas para su primera vez.
Así que, mientras Cato la reclamaba allí, Aedan y yo la calmábamos aquí. Él
le acariciaba el pelo y le masajeaba los hombros, usando esa lengua afilada que tiene
para bien. Yo me ocupé de sus caderas, de sus muslos temblorosos y de sus miradas
frenéticas, y me acerqué de vez en cuando para besarla. Sin empujar la lengua. Sin
chasquidos de dientes. Sólo una suave unión de nuestros labios que la hacía
derretirse y gemir, sus dedos retorciéndose dulcemente en mis mechones blancos, y
luego sacudiéndolos con cada centímetro que Cato ganaba.
—Diosa —gimió con ese último empujón, todos nos sacudimos cuando
finalmente se hundió en casa—, eres una maravilla.

Realmente, nuestra compañera era extraordinaria. Lo había hecho tan bien


para su primera vez...

Parpadeé para alejar una pizca de la niebla amorosa mientras ella se


acurrucaba en mi pecho.

¿Era su primera vez?

Tomar dos híbridos leviatanes demoníacos como este, en tan poco tiempo, sin
más lágrimas que las de protesta al inicio.
No.
¿Cómo podía oler tan deliciosamente intacta si no era virgen? Su pureza saturó
el aire en el momento en que apareció en la puerta; lo olí a una milla de distancia.
En mi profesión fuera de la legión oscura, fuera de retozar con Aedan y Cato, me
alejé de ese olor. Aquellos que lo tenían no merecían mi malicia, mi salvajismo, por
mucho que mi cliente pujara por conseguir mi mano.

El instinto nunca me había llevado por el mal camino. No con mis hermanos
de sangre, mis vínculos eternos. No con mi trabajo como asesino. No en mi elección
de rechazar los avances románticos de las mujeres que la precedieron.
Y seguramente no me había llevado por le mal camino con Ileana.

Así que, con los ojos cerrados, perdido en el olvido de su cuerpo, acaricié y
acuné lo que pude, obsesionado con su piel tersa y sus curvas, su tono muscular
emparejado con la suave feminidad. En cuanto Cato bajó el ritmo, me levanté,
nuestra urraca enjaulada entre nosotros, atrapada en una prisión de placer mientras
trabajábamos sus nervios, decididos no sólo a marcarla con nuestro olor y nuestra
semilla, nuestros mordiscos posesivos destinados a otra noche, sino a asegurarnos
de que se sumergiera en el abismo al menos una vez más antes de que esto terminara.

Una mano de marfil se interpuso de repente entre nosotros y Aedan la dirigió


hacia arriba. No tiró, ni arrancó, ni tiró. Suavemente, guió a Ileana hacia arriba, y
Cato se echó hacia atrás para permitirle el movimiento, el espacio suficiente para
que mi hermano de sangre se pusiera sobre mí y se introdujera en su boca gimiente
y quejumbrosa.
Allí.

El placer se aprieta en mi interior.

Completamente reclamada, cada agujero tomado, nuestro olor y nuestras


magulladuras por toda su carne, pronto a ser llenada con nuestra semilla...

—Tres minutos, reclusos —llegó el recordatorio más inoportuno desde algún


altavoz oculto—. No se vengan dentro de ella.

Malditos. Los gruñidos llenaron la habitación, la indignación y la rabia


ardiendo como un infierno con la pobre Ileana atrapada en sus llamas. Habíamos
oído a través de la vid que a ningún demonio de la legión se le había permitido
vaciarse dentro de una urraca, estos humanos tan absolutamente aterrorizados por
los híbridos monstruosos.

O, tal vez, en caso de que una urraca se quedara embarazada, perdería su valor
durante nueve largos meses, sin poder comerciar, usar y comprar...

Apreté los dientes y la penetré con más fuerza, decidido a hacerla mía,
nuestra, tan profundamente en los próximos tres minutos que ningún hombre o
bestia pudiera rebatir nuestro vínculo de pareja. Cato respondió de la misma manera,
rechinando y moliendo, como si fuera consciente de que sus habituales empujones
bruscos y sus brutales bombeos podrían ser demasiado para nuestra Ileana. Por
encima, las caderas de Aedan se sacudían en ráfagas más agudas, su culo se
flexionaba y apretaba, hasta que finalmente la tiró hacia atrás por el pelo y derramó
su semilla sobre sus pechos rebotantes.

Mejor así, en realidad, para pintarla con su olor más íntimo al aire libre para
que el resto de la legión pudiera olerlo en ella cuando saliéramos de este lugar.

En cuanto se alejó, paseándose por detrás de Cato para bloquearnos las


ventanas, clavé mis ojos en los de mi hermano con corona de sombra. Agarró a
nuestra urraca por el hombro y la penetró con fuerza, mientras yo me balanceaba a
su lado, con las pollas deslizándose una sobre otra dentro de ella, los ojos de Ileana
entornados y la boca abierta, las mejillas sonrojadas y los pezones tan jodidamente
tentadores.
Pero había un asunto más urgente.
¿Seguimos las reglas?

Arqueé una ceja y levanté la barbilla hacia la puerta. Con un zumbido grave,
Cato sonrió y negó con la cabeza.

No, entonces.

Mis labios coincidieron con los suyos, torcidos y desafiantes. Hoy se acabó,
tanto nuestro encierro en esta tediosa instalación como el cautiverio de Ileana dentro
de su orden. Las reglas ya no se aplicaban. Nadie, ni humano ni dios ni el propio
Lord Lucifer, podía decirnos cómo debíamos marcar a nuestra pareja. Cuando
estuviera hecho, cuando atravesáramos la luz de la luna, llevando su cuerpo exhausto
por los senderos pedregosos hasta el muelle, la alejaríamos de todo esto.

Darle tiempo para curarse de los horrores que su triste orden le había infligido.
Campeona de su ascenso, de urraca a reina.
Está decidido.

Y sólo un tonto con ganas de morir se interpondría en nuestro camino.


Nos movimos cada vez más deprisa, montando a nuestra querida hasta que el
ritmo de Cato decayó, con el éxtasis retorciéndole las facciones y ahogando su
nombre en los labios. Ella se estremeció y se agitó entre nosotros, con ese sonrojo
revelador que le marcaba el pecho, las mejillas, sus gritos chillones y sus ojos muy
abiertos, y eso fue mi perdición. Sentirla correrse alrededor de mi polla una última
vez antes de que el reloj expirara... Me vine.
Con el cuerpo palpitando, la llené con mi semilla, con el placer y la promesa,
el vínculo de apareamiento estrangulando mi corazón y dejando un nudo del tamaño
del Purgatorio en mi garganta.

Gritos y maldiciones surgieron desde el otro lado del cristal unidireccional,


amortiguados, pero claramente enfurecidos, y me empujé sobre los codos mientras
Ileana se retorcía, todos nosotros agitados, jadeantes, temblorosos y débiles por
nuestro clímax compartido.
La adrenalina corrió por mis venas como una cerilla encendida.

Ahora comenzó la lucha.


Es hora de demostrar a nuestra pareja que somos dignos de su amor, que
podemos protegerla de todos los enemigos.
Sus uñas se clavaron en mi pecho cuando los gritos se amplificaron y los
cerrojos de la puerta chasquearon y sonaron, pero justo cuando estaba a punto de
consolarla, de prometerle que no tenía nada que temer, Ileana se volvió hacia mí con
una sonrisa escandalosamente oscura, sus esmeraldas una tormenta de fuego dorado,
su expresión digna de cualquier reina apocalíptica.
Tal vez...

Tal vez incluso la reina apocalíptica.

Espera.

Todavía un poco aturdido, con la felicidad, la sed de sangre y la adrenalina,


fruncí el ceño hacia ella.
¿Qué?
CAPÍTULO CUATRO
ILEANA

En contra de la creencia popular en esta lúgubre celda de piedra, no era, de


hecho, virgen.

Aunque había una retorcida sensación de asombro, adulación y sinceridad en


la forma en que estos hermosos monstruos me trataban cuando pensaban que yo lo
era, algo nuevo e intrigante, un tirón en mis entrañas que había aprendido a no
ignorar desde mi caída.
Mientras Cato se retiraba con ternura de mis magulladas nalgas, la puerta que
antes estaba cerrada y enrejada se abrió de golpe, los últimos cerrojos muertos se
soltaron con estrépito y el metal golpeó la piedra. Siguió una tormenta de botas, los
guardias entraron y un puño se cerró alrededor de mi antebrazo, fuerte, poderoso,
aterrador...

Si hubiera sido humana.

Me sentí como el batir de las alas de una mariposa, pero me moví como si él
tuviera autoridad sobre mí, agitándome hacia atrás con un chillido, desnuda y
chorreando. La escena se desarrolló como un flash-back: tranquilidad tras un
glorioso polvo en grupo, luego guardias y botas y gritos. Un momento de paz y otro
de guerra. Mis monstruos cargaron, Geralt se abalanzó desde el suelo, Cato salió en
estampida por la derecha, Aedan cargó por la izquierda con sus cuernos dispuestos
a corromper...

Luego una lluvia de disparos.


La guerra apenas me afectaba, pero la visión de mis adorables morenos
salpicados de agujeros de bala, los diez guardias disparando como si sus vidas
dependieran de ello...
Bueno, si no habían sellado su destino antes cuando fallaron mi prueba,
ciertamente lo hicieron ahora.

Derribados por la fuerza implacable de todo aquello, mis monstruos se


arrastraron tras de mí a pesar de estar absolutamente acribillados. De las heridas
rezumaba una sangre negra y espesa, un líquido parecido a la tinta de calamar, pero
mucho más viscoso y teñido de oro. Ladeé la cabeza cuando dos guardias me sacaron
a rastras, impresionados por la forma en que ese olor a divinidad brillaba bajo la
apagada iluminación superior.
Tal y como pensaba.

Defendían el lado más suave de la cultura leviatán, una raza de monstruos que
esperaba la Gran Guerra, la guerra que acabaría con todas las guerras entre el Cielo
y el Infierno, sombras del apocalipsis. A pesar de su terror, valoraban a sus
compañeras mucho más que sus propias vidas, y las aclamaban como futuras reinas,
líderes de su sangrienta carga que un día ahogaría este reino en una tormenta de
sangre y fuego.

Pero también eran en parte demonios.

No hay que confundir el rezago negro, el salvajismo en sus almas retorcidas,


cortesía de los seguidores más crueles de mi hermano.
Curioso. Los demonios eran fáciles. Los leviatanes, mucho más complejos.

Nunca había conocido a una criatura de ambos mundos, y menos a tres.


No es de extrañar que me intriguen tanto...

Apreté los dientes mientras me arrastraban con poca amabilidad por el umbral.
Antes de que el resto de los guardias retrocedieran, con las armas en alto y una
formación risible, vi a mis monstruos resurgir de las cenizas, con las heridas cosidas,
el asesinato en sus ojos y la guerra en sus gruñidos.

Pero entonces el último guardia se escabulló, arrancando un tajo de algodón


por el camino y arrojándolo hacia mí. La puerta se cerró de golpe, con un fuerte
cerrojo y grabada con sigilos diseñados para contener lo más oscuro de este mundo.
No significan nada para mí.

Sólo una tonta filigrana en una deprimente puerta de un deprimente edificio


en la deprimente y patética Isla del Éter.

Los puños, las rodillas y los hombros golpearon la puerta, con sus rugidos
estremeciéndose bajo los pies, y mientras ocho de los diez guardias mal entrenados
rearmaban su equipo, dos se quedaron atrás conmigo. Con el ceño fruncido, arrastré
lo que quedaba de mi bata de sacrificio por el pecho y entre los muslos, borrando la
mayor parte del blanco pegajoso, su olor colectivo y su semilla llena de propiedad y
orgullo. En aras de esta farsa, antes había codiciado mi modestia, rehuyendo de los
guardias, de la indiscreta mirada masculina que acosaba a toda urraca entregada aquí
esta noche.
Ahora, estaba ante ellos desnudo y agradablemente dolorida, mi máscara se
deshacía un trozo cada vez con los menos follones que daba.

Algo me llamó la atención.


Rojo.

Hilo.

La bola que se entrega a cada urraca antes de entrar en su propio infierno


privado para la noche. Una broma, algo sin duda sugerido por un superior que tenía
algún conocimiento superficial de por qué las brujas de Hécate y Lilith usaban un
cordón rojo para guiarlas al Purgatorio en primer lugar.
Lo aparté con una patada a un lado con una mueca.
—Entonces, ¿fue todo lo que esperabas y más, voluntaria?

Levanté lentamente la mirada hacia el guardia que se atrevía a dirigirse a mí,


que no tenía ni idea de la mina que acababa de pisar. Era tan joven, apenas un adulto
según las leyes humanas, pero rebosante de bravuconería y falsa confianza. El asco
me invadió el vientre y ladeé la cabeza, clavando los ojos en los suyos hasta que
parpadeó primero.
Voluntaria.

Una urraca voluntaria era un puto oxímoron si alguna vez había escuchado
uno.

Las voluntarias fueron traficados y secuestrados, y se les puso la etiqueta para


que sus compradores se sintieran bien. Nadie, excepto yo, quería estar aquí esta
noche. Las reclusas de la prisión hermana recibían sentencias reducidas si se unían
a la Orden de las Urracas, y las traían hasta aquí para que los hombres con picazón
las violaran en la oscuridad de la noche, tal vez incluso las pintaran bonitas y las
llevaran en autobús hasta la élite en el extremo norte de la isla para un poco de
libertinaje forzado.

—¿Qué coño estás mirando?


Me quedé mirando con más fuerza, la divinidad manchada de mi médula se
filtró en el falso verde que había adoptado para mi actuación.
La Orden de las Urracas creó una imagen tan bonita y noble para sus chicas.
Prestaban un servicio. Debían ser respetadas y adoradas, alabadas y mimadas.
Habiendo pasado por todo el proceso los últimos dos meses, conocía el juego mejor
que mis hermanas esta noche. Conocía las patrañas con las que alimentaban a sus
nuevas víctimas, las mentiras que nos susurraban al oído para que este mundo
pareciera menos aterrador.

Como lechones mimados llevados al matadero, estas urracas de la Isla del


Éter.

La ilusión se rompió en el momento en que nuestro triste autobús llegó a la


entrada principal de la prisión. Los guardias, como estos, siseaban veneno desde el
principio, mirando con desprecio y riendo. Puede que no lleguen a follar con urracas
—aunque imaginé que algunos lo hicieron antes de arrojarlas de nuevo al autobús al
amanecer—, pero obtuvieron sus propios placeres retorcidos de esto, del vitriolo
esparcido sobre estas mujeres antes de que se enfrentaran a los verdaderos
monstruos.

Sin embargo, después de mi caída, me convertí en una acólita de Lilith.

Amiga de Hera, Frigg, Artemisa y las Morrigan.

He volado con Furias y Valquirias.


Me enfurecí con Eris y Shiva.

Y ahora, para añadir a la lista, me acosté felizmente con hijos del apocalipsis.
Estos insignificantes humanos tendrían que esforzarse mucho, mucho más si
quisieran provocar un miedo real en mí.

—Bien, pues vuelve al autobús, perra.

Tiré a un lado el algodón roto y húmedo, con los pies plantados mientras este
niño con uniforme de guardia intentaba instarme a seguir adelante.
—No.

Su compañero se alejó unos pasos, mientras éste se quedó boquiabierto como


si yo hubiera insultado a su madre. Nos dijeron que cuando terminara, nos
acompañarían de vuelta al autobús para esperar al resto de las urracas, y luego nos
llevarían al cuartel general en los bosques del centro de la Isla del Éter. Algunas de
las chicas temían que, por el aspecto de los guardias y las historias que habían
escuchado, podría haber una parada en el camino, otra infracción de conducta, otra
tormenta de abusos.
No.

—¿Qué acabas de decir?


Mostré una sonrisa dentada digna de la mismísima Lilith, y luego agité mis
pestañas negras.

—No hasta que consiga lo que es mío.

A primera hora, había gritado por esos diez hombres. Suplicado por
misericordia. Insistió en que había cometido un error.
Una actuación.

Una prueba para ver si eran ciertas las mentiras que se le cuentan a las urracas,
de que, si las mujeres sagradas rechazábamos a un pretendiente, nuestros
adiestradores nos llevarían a un lugar seguro. En ese caso, era un fallo de los
hombres, no de la urraca.

No hubo suerte.
¿Cuántas urracas antes que yo habían golpeado con su puño esa misma puerta,
suplicando refugio, sólo para desmoronarse y lamentarse mientras esos hombres
reían al otro lado?

Uno era demasiado.


Yo había ofrecido a estas diez almas la redención; ellas sellaron su propio
destino.
—No, en serio, ¿qué coño acaba de salir de tu boca? ¿No?

Rodé los hombros un par de veces y luego crují el cuello en cualquier


dirección. Era extraño que los infiernos hubieran sido los que rescataron a su urraca.
Ellos sabían la verdad, lo que estas amebas harían si las rechazaba. No sólo habían
evitado a una pobre urraca una severa paliza, sino que se habían ofrecido a...
liberarla. A mí. En mi nombre, me ofrecieron una opción: quedarme y jugar como
había hecho durante dos meses sin que ninguno de mis tres monstruos se diera
cuenta, o ponerme firme. Si hubiera hecho eso, habrían arremetido. Habrían luchado
por mí.

Desde mi caída, había sufrido la amargura de muchas promesas rotas, pero su


declaración de liberarme no era una de ellas.
Eso fue bastante inesperado, pero me encantó un monstruo, un carnicero, un
señor, un guerrero que dejaría de lado sus oscuros deseos por el bien de su amante.
Al parecer, era una de mis muchas manías.

Un pecado antes de mi caída.

Preferencias sobre las que no he podido opinar.

Perversiones. Fetiches. Deseos. Necesidades.


Después de esta noche tenía unos cuantos más en mi arsenal.
Afilando la sonrisa, corté los últimos hilos de esta máscara y desvelé mis alas.
Un negro abrasado brotó de mi espalda, ojos que apenas podían contener el divino
oro sangrante. Donde antes se encontraba una urraca humana completamente jodida,
desaliñada y magullada, un ángel caído ocupaba su lugar.
Una soldado de un antiguo coro que eligió caer porque estaba harta de la
sumisión.
Que se dio cuenta después de que tenía el poder de dar su rendición practicada
sólo a aquellos dignos de ella.
En los últimos cinco años, los amantes fueron y vinieron.

No eran nada comparados con las bestias que aullaban al otro lado de esa
puerta.

Infiernos que olían la inocencia en mi carne, el control del cielo débil pero
allí, desvaneciéndose por el año. En el gran esquema de la inmortalidad, todavía era
nuevo. Recién renacida. Pensaban que era virgen, y quizás en un sentido metafórico,
lo era hasta esta noche. Hasta ellos.

Pero yo no era virgen a la violencia y la sangre, a la batalla y al dolor.


Los ojos se abrieron a mi alrededor.
—Oh, mierda...

Le arranqué la cabeza al guardia más cercano, arrancándosela de los hombros


como se arranca el tallo de una manzana. Antes de que su compañero pudiera
apuntarme con el revólver, le arranqué el brazo y se lo clavé en el pecho.

Las balas rebotaban en mis alas, los pasillos eran una sinfonía de ecos de
disparos.

Este mundo creía que los caídos eran débiles.


Sí, nuestras alas se quemaron en el choque, engullidas por el fuego del Cielo,
que ardía tres veces más que el fuego del infierno.

Pero al final volvieron a crecer. Manchadas. Más duras. Más furiosas. Casi
tan fuertes como las plumas de mis hermanos en los coros sagrados, pero superando
con creces los dones de mortales e inmortales por igual en esta placa de Petri de un
mundo.

La plata atravesó mi muslo. El hierro atravesó mi pantorrilla.


Heridas simples que se curan en segundos.

Me giré y volé, cada golpe de estas alas negras desataba un huracán, volcando
guardias y polvo y telarañas y excrementos de rata por igual. Los gritos me
serenaron. La sangre manchaba las paredes, los suelos, el techo, la piedra arenisca
teñida de rojo. Uno a uno, los disparos se fueron calmando, hasta que sólo quedé yo,
el batir de mis alas y diez hombres muertos.
Partes del cuerpo esparcidas, ojos quemados por mi tacto, lenguas arrancadas
de sus sucias bocas...
Un cuadro que se repetirá en toda la Isla del Éter esta noche, con Hera y Frigg
infiltrándose en esas lujosas fiestas, diosas iracundas que están allí para masacrar
verdaderos monstruos. Las tres Furias en las instalaciones principales de la Orden,
desmontando ladrillo a ladrillo, cráneo a cráneo, y llevando a las asustadas urracas
a Artemisa, Freya y Afrodita para que las curen.
Lilith aplasta a los líderes de la organización bajo sus tacones de suela roja.
Eris se asegura de que su influencia —la lucha y la locura— se haga sentir en toda
la isla.
Esta noche se había estado gestando durante un año, una unión de lo divino
femenino para abolir la Orden de las Urracas en su propio corazón. Mañana, al día
siguiente, al otro, cazaremos a los grandes apostadores de todo el mundo, liberando
a todas las urracas, humanas y sobrenaturales, hasta que su legado no sea más que
polvo.
Me había ofrecido como voluntaria para este puesto en particular.

El resto de aquellas damas, amándolas como yo, no podían hacer de humanas


despistadas durante mucho tiempo, ni podían sufrir los abusos y las mentiras.
Habiendo pasado un milenio a las órdenes de un comandante angélico, sabía mejor
que nadie cómo mantener la boca cerrada y hacer lo que me decían. No importaba
la rabia de mi corazón, sólo yo podía interpretar el papel durante el tiempo necesario.
Un poco de influencia divina por aquí, unas cuantas preguntas
cuidadosamente plantadas por allá, y me encontré en esta prisión esta noche, en el
momento y el lugar exactos para ver cómo arde todo.
Me enfrenté a la puerta con el ceño fruncido, un pesado silencio que ahora
pendía de ambos lados.
Aunque podía actuar como una tonta ciega durante semanas, no esperaba que
nada de esta noche me conmoviera. Sí, la situación de las urracas me tocó la fibra
sensible y avivó mi rabia. Este encargo tenía una cualidad profundamente personal
para todos nosotros, pero no pensé...
No esperaba sentirme.
Con la cabeza ladeada, escuché el suave arrastre de las garras sobre la piedra,
el sordo rumor de los monstruos que se agitaban al otro lado de la puerta. Inútiles
sigilos tallados y pintados me devolvían la mirada, un galimatías para los caídos y
nuestra etérea calaña, pero condenatorio para mis bestias de dentro.

La propiedad había sido un pecado antes de la caída.

La posesión, la necesidad, los celos, son vicios por los que merece la pena
perder unas cuantas plumas blancas.

Los míos ya no estaban, renacieron negros y malditos, pero aun así me rebelé
contra el deseo de mi corazón. Dejémoslos ahí. Alguien los encontraría en algún
momento, ¿no? Con una mueca, me di la vuelta, pero el primer paso me rompió el
corazón.
Mierda.

Un amor que era más que familiar, más que fraternal, más que un vínculo
entre guerreros: todo era tan nuevo para los caídos. Otros me habían advertido de
ello, de la batalla que iba a estallar en mi propia mente, de la resistencia, la culpa y
la vergüenza. En la Ciudad Plateada te inculcan que el amor entrelazado con la
lujuria es una distracción, un pecado contra nuestro padre celestial.

Se sentía mal.
Pero mis compañeros caídos habían dicho que lo haría, y eran tan
malditamente felices con las criaturas que amaban.

¿Por qué yo no?

¿Por qué no merecía ese mismo vínculo con otro?


Suspirando, me dirigí a la puerta, aunque mis pies arrastraran todo el camino.
Después de limpiarme rápidamente la sangre fresca de las mejillas, los labios y la
barbilla, pasé los dedos por las costuras y retrocedí dos pasos para arrancar la puerta
de sus goznes. Una rápida patada y la puerta se estrelló contra la sala circular de
piedra, doblándose en el centro y chocando con fuerza contra la pared del otro lado.

Durante unos instantes, no hubo nada, y entonces aparecieron tres monstruos,


cada uno de los cuales me miraba como si me hubieran salido seis cabezas.
La culpa me apretó el corazón, me dio náuseas y me hizo sentirme insegura
sobre mis propios pies.
Pero una respiración profunda y disminuyó.

Porque allí estaban, tres hombres con esposas doradas que me habían hecho
sentir.

Cato con su sombría corona de cuernos, la pieza flotando alrededor de su


cabeza como un halo que necesitaba ser corregido. Rey, majestuoso, tenía la más
hermosa piel gris oscura y unos brillantes ojos azules acuchillados con un negro
demoníaco. Los tres tenían la definición muscular por la que babeaban las mujeres
humanas, aunque la de Cato no era jactanciosa ni llamativa, sólo fuerza y músculo
en bruto hechos para la guerra. Rasgos faciales robustos y una confianza en la forma
en que se mantenía, en la forma en que se sentía como un señor y me hacía sentir
como su dama, su reina. Nos miramos a los ojos más de una vez esta noche. No
importaba cómo me follara, si era despiadado o amable, su mirada inquebrantable
decía más de lo que las palabras podrían decir.
La cornamenta de obsidiana se elevó detrás de él, Aedan se acercó a la vista,
evaluándome con una sonrisa curiosa. A diferencia de su hermano, su fuerza era
sutil, su cuerpo esbelto, su lengua punzante. El cerebro de la orgía, por así decirlo,
con la piel de marfil y las sedosas ondas negras que espolvoreaban suavemente la
parte superior de sus fuertes hombros, todavía anhelaba pasar mis dedos por ellos,
el deseo aumentaba cuanto más tiempo nos mirábamos. Este inspiró a la descarada
que hay en mí, me hizo juguetona y desafiante.

Nadie había alentado antes la rebeldía.

Nadie había tolerado mi desafío sin hacerme sufrir.


Y, en cierto modo, me había hecho sufrir, pero había algo tan delicioso en la
caída libre en el pecado que me tenía hambrienta de más.

Geralt estaba de pie frente a sus compañeros infernales, el más alto, ancho y
dulce de todos. Su piel, como las vastas profundidades del espacio, negra como el
negro, donde ni siquiera las estrellas más valientes brillaban, era un baño de
contradicciones. Pelo blanco hasta las nalgas tensas, muslos como troncos de árbol,
perfectamente esculpidos y tan poderosos.
Sin embargo, en sus brazos, me sentía segura.

Lo suficientemente seguro como para considerar por primera vez en mi


existencia... quedarme dormido en los brazos de otro.

Lo cual era ridículo.


¿Quién diría que un híbrido de leviatán y demonio es seguro?

Pero Geralt me devolvió a una época más sencilla, antes de que me asignaran
un coro de combate, antes de que la guerra me endureciera el corazón de forma tan
brutal. Con él, me imaginaba en un campo de flores silvestres, corriendo, riendo,
saboreando las dulces flores y bailando bajo el sol, y él estaría allí conmigo, sin
juicios, sin críticas.

Cada macho llamaba a una necesidad en mí, un pecado que había reprimido
hasta que finalmente arrojé mi espada, mi escudo, y me rebelé.
Con el corazón apesadumbrado, mi comandante me había empujado desde las
puertas de lo divino, con lágrimas en los ojos, todo nuestro coro moroso al verme
caer. Nadie dijo nada. Nadie se preocupó por mí, pero yo sabía que, en el fondo, a
todos nos dolía la separación.

Porque había estado en el otro lado, una vez, viendo a un ángel rebelde caer
en picado, con sus alas en llamas, sus gritos desatando tormentas cataclísmicas sobre
la humanidad de abajo.
Todos elegimos nuestro destino. Como Lucifer, elegimos no servir.

Y mis elecciones me llevaron aquí, a ellos.

Tragándome el nudo en la garganta, con la emoción escociendo en el fondo


de mis ojos, me apoyé en el marco de la puerta y les impedí entrar. Desnuda, sin el
disfraz humano, me presenté ante ellos con ojos dorados y alas negras e irrompibles,
con la carne apenas marcada por sus pasiones y curándose a cada segundo.

—Hijos de los leviatanes —empecé, recurriendo al guerrero que había


bramado a través de las legiones y mantenido a raya a las hordas de mundos mucho
más allá del nuestro, mucho más allá del suyo también—. Hijos de los demonios. —
Los tres se enderezaron y sus pollas se alzaron con ellos. La necesidad se retorcía en
mi interior, hurgando entre mis muslos como sus lenguas y dedos lo habían hecho
recientemente. La mirada de ellos, su excitación tan clara, tan obvia, tan para mí...
Pero todavía había mucho que hacer, y necesitaba estar segura antes de dar la espalda
a tres poderosos monstruos—. ¿A quién sirves?
Me tensé en el silencio que siguió, casi demasiado consciente de la forma en
que sus miradas recorrieron mi figura, tomando el matiz dorado de mi piel, los
miembros más fuertes y los ojos más brillantes.
¿Los había juzgado mal?

¿Una mentira del demonio?

¿Un truco?
¿Tendría que bajarlos tal y como lo había hecho...?

—A ti —roncó Geralt. Cato y Aedan gruñeron, el sonido era cruel, como el


de una manada de lobos peleando por una presa reciente, pero sus asentimientos, sus
puños cerrados, la forma en que Geralt se movía y Aedan giraba los hombros y Cato
rebotaba sobre las puntas de los pies como si se preparara para un asalto total...
Lo decían en serio.

A mí.
Hemos venido a la Isla del Éter para liberar a las urracas y hacer sufrir a sus
amos. En teoría, también debería castigar a los machos que las utilizan, no sólo a los
titiriteros. Sin embargo, estos tres me llevaron a unos niveles tan sublimes, que mis
orgasmos de esta noche fueron más agudos y vibrantes que cualquiera de los que
había experimentado desde mi caída, ya fuera por mis propias manos o por las de un
amante inferior. El sentimiento se tejió alrededor de mi caja torácica, haciendo de
mi corazón un nido acogedor por primera vez en mi larga vida. El parentesco se
encendió entre nosotros, con los ojos encendidos por el caos, la oscuridad y la
posesión.
Para mí.
Un ángel caído sin importancia real.

A mí.
Antes de la caída, la fuerza bruta y la fría lógica habrían sido mi juego.
Después de todo, estos tres eran fuertes, su ascendencia de leviatán seguía luchando
con los encantos demoníacos de sus puños. Inteligentes. Capaces. Un equipo
inquebrantable. Obsesionados. Todo eso tenía mérito.
Pero, a fin de cuentas, los quería para mí.

Nunca en mi vida había creído que podría encontrar el amor, ni lo merecía.


Pero la atracción entre nosotros era innegable.

Así que me arriesgué.


Entré en la celda, justo en el umbral, y le tendí la mano a Cato. Aunque estaban
unidos, todavía había una jerarquía entre ellos que merecía ser reconocida. Mi bestia
coronada se adelantó sin dudar, ofreciéndome su mano derecha.

Y solté el brazalete de oro, la ruptura se combinó con un silbido de niebla roja,


el hechizo se rompió.

A continuación, el brazalete izquierdo.


Luego esperamos.
Sólo cuando se echó hacia atrás hice un gesto para que Aedan ocupara su
lugar. Le quité las dos siguientes esposas, seguidas de otras dos mientras Geralt se
cernía sobre mí. Sin sus cadenas, la vida brillaba en sus ojos, los matices de su carne
eran más ricos, el resorte en sus pasos era evidente. Esas ridículas esposas doradas
eran cosas insignificantes, pero los hechizos y las runas habían jodido mucho a mis
monstruos, ¿no es así?

Pues bien.
Aquí estábamos, con todas nuestras máscaras y cadenas caídas, y...

Me estremecí y aspiré con fuerza cuando Cato se acercó a mí y se arrodilló.


Allí estaban de nuevo esos ojos, tan vibrantes, tan autoritarios, clavados en los míos
mientras yo le acariciaba suavemente la fuerte mandíbula y el grano de sus
desaliñadas mejillas. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su preciosa boca, y
las sombras se hincharon en su coronilla, ocultando el pelo plateado recortado. Cada
vez más rápido se arremolinaban, creando una tormenta en miniatura allí dentro, con
rayos y todo, sus ojos repentinamente negros y puros.

Precioso.
—Cato... —Cerré los labios mientras él bajaba, rozando mis muslos, la parte
posterior de mis rodillas, mis tonificadas pantorrillas. Bajó, bajó, bajó, hasta llegar
a mis pies.

Donde besó la parte superior de ambos.


Todavía en silencio, el gesto me hizo llorar por fin, se levantó y retrocedió,
dejando espacio para que Aedan siguiera en su lugar, aquellos cuernos le obligaron
a levantar mis pies hacia él de uno en uno, sus besos emparejados con un chasquido
de dientes mucho más afilados alrededor de mis tobillos. Geralt volvió a ser el
último, pero los otros dos nunca lo trataron como si fuera menor. No, observaron,
casi con aprobación, cómo esta montaña de hombre me besaba los pies, luego las
rodillas, luego los muslos, luego la cresta de mi feminidad.
Cuando llegó a su altura completa, de alguna manera había crecido más. Los
otros se acercaron, ganando al menos 30 centímetros cada uno, mis monstruos
gruñendo, agitándose, cambiando en sutiles cambios y deslizamientos ante mis ojos.
El poder crepitaba a nuestro alrededor, el aire se encendía como un cable vivo, los
extremos deshilachados, la corriente mortal.
—Quemen este lugar hasta los cimientos —susurré con voz ronca, con la
mirada saltando de un macho a otro, obligada a inclinar la cabeza hacia atrás sólo
para coincidir con ellos. Luego apreté una mano en el pecho de Cato, en el de Aedan
y luego en el de Geralt, dejando que sintieran realmente mi pulso sobre sus
corazones, permitiendo un tufillo de vulnerabilidad en una noche que se suponía que
era todo picardía, engaño y sangre.

Abrazaron mi simple toque, sus enormes manos se deslizaron sobre las mías,
alcanzándome cuando me retiré de nuevo hacia la puerta. Cato me siguió primero,
poniéndose rígido con un gruñido bajo cuando le agarré el bíceps, demasiado sólido.

—Trae a mis urracas —insté, nuestros ojos se fijaron, nuestros corazones


latiendo en perfecta sincronía—. Ni una pluma fuera de lugar para mis chicas —
Asintió con un gesto seco y un destello de dientes, la tormenta que se estaba gestando
dentro de su corona negra con cuernos se estaba descontrolando. Entonces, justo
cuando se adelantó, me agarré más fuerte, nuestros cuerpos se rozaron en la puerta,
el calor era palpable—. Libera a los prisioneros que consideres dignos de tu
misericordia.
—Como quieras, diosa —retumbó, y la declaración fue seguida de un beso
que me hizo batir las alas y elevar el corazón. Un brazo de acero me rodeó la cintura
y me estrechó contra él. El beso de Cato fue profundo y apasionado, y tan
deliciosamente diferente al anterior. Dominante, sí, pero la dominación era su
lenguaje del amor, no la crueldad. Ahora me besaba como si reconociera mi fuerza,
física y de otro tipo, sus dientes afilados y su lengua audaz, como si supiera que
podía soportarlo.

Y entonces se marchó, alejándose a grandes zancadas y dejando mi cabeza en


vilo, sustituida rápidamente por un gruñido de Aedan. Me reclamó con un beso
mordaz y un fuerte tirón de pelo, y su mano libre rozó mis alas sin control, erizando
las plumas, acariciando la articulación, aprovechando la oportunidad de volver a
encontrarme. Todo el tiempo, di lo mejor de mí. ¿Quería una mocosa, una retadora,
una amante que le pusiera los pies en el fuego? Que así fuera. Había anhelado esa
aceptación abierta durante siglos.
De un extremo a otro, Geralt ocupó el lugar de Aedan en un abrir y cerrar de
ojos. Mi monstruo de la montaña me levantó de los pies, mis alas se agitaron como
si pensaran que debíamos flotar para seguirle el ritmo, pero intuí que Geralt nunca
me dejaría caer. Jamás. Y si lo hiciera, estaría allí conmigo, con el fuego
devorándonos, con nuestros gritos de pura risa, con los corazones entrelazados y los
espíritus tan jodidamente vivos.
Por ahora, ofreció un respiro. Igual que antes, Geralt fue un momento fugaz
de ternura. Incluso con el tinte metálico en el aire, con la sangre esparcida por mi
cuerpo desnudo, me besó de una manera tan dolorosamente dulce que me hizo doblar
los dedos de los pies. En sus brazos, pude dejarme llevar, sólo un poco.

Me puso de nuevo sobre mis propios pies con un cuidado tan encantador,
alisándome el pelo tras el abuso de Aedan y pasándome el pulgar por los labios
hinchados con una sonrisa de satisfacción. Luego, tras pellizcarme la barbilla y
clavarme los ojos, marchó tras sus hermanos, con las sombras acumulándose y la
oscuridad aferrándose a su forma escultural. Nerviosa, me llevé una mano al corazón
acelerado. Qué sencillo sería apresurarse a seguirlos, detenerlos en su camino y
exigirles que volvieran a follarme hasta el último centímetro de mi vida inmortal.
De forma adecuada.
Como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.

Pero la noche no había terminado, y mis hermanas de armas sin duda estaban
cumpliendo sus tareas con creces.

Así pues, troté tras el trío, terminando en el centro, con las alas recogidas, pero
listo para ir a la defensiva.

Preparado para estirarme frente a mis monstruos para que esas balas de ahí
atrás sean las últimas que perforen su carne esta noche.

Al final del pasillo con todas las ventanas que daban a la oscura costa, una
puerta se abrió de golpe. Los guardias salieron a toda prisa, con las armas
desenfundadas, y el chillido de una alarma lejana se escuchó al abrirse la puerta y se
silenció cuando se cerró de golpe. La mayoría de ellos habían procesado a un autobús
lleno de urracas asustadas a primera hora de la tarde, y nos habían silbado las cosas
más desagradables. Ladeé la cabeza, desafiándolas a que hicieran el primer
movimiento.

Lo hicieron.
Ellos dispararon primero, una lluvia de balas que zumbó por el pasillo. Sin
dudarlo, salté delante de mis monstruos y les di la espalda a los humanos, con las
alas negras desplegadas lo suficiente como para cubrir todo el ancho del espacio,
con las balas rebotando y golpeando la piedra arenisca. Les fruncí el ceño por encima
del hombro, desafiándoles a hacer lo peor contra un hijo de la divinidad.
Gruñidos, rugidos y aullidos aterradores surgieron, violentos y repentinos, y
cuando volví a enfrentarme a mis monstruos, florecieron en sus formas más
verdaderas. Su ascendencia de leviatán salía a la superficie, eludiendo las máscaras
glamurosas de hombres impresionantes con mandíbulas cortadas y pectorales
esculpidos y hombros robustos hechos para rastrillar con mis uñas.
Los infiernos de las fosas más profundas se enfrentaron a mí. La corona de
Cato rodeaba ahora un cráneo desnudo, sus ojos inquietantes y huecos, negros y sin
vida. Una capa envuelta en la niebla se ceñía a su cuerpo de dos metros y medio, y
la oscuridad se lo tragaba hasta la cavidad nasal abierta. A su izquierda, Aedan
demostró ser el más bestial de sus hermanos, y se alzaba tan alto que tenía que
agacharse para acomodar su cornamenta llena de carne. Con la cabeza esquelética
de un lobo y el cuerpo de un centauro del viejo mundo, haría que cualquier
improbable superviviente de su ira tuviera pesadillas durante el resto de su corta y
miserable vida.
Geralt había perdido hasta la última pizca de ternura. Unas cuchillas de poco
más de medio metro de largo, afiladas con puntas mortales, formaban sus dedos.
Unos ojos rojos brillaban bajo su sombría capucha, su exquisita desnudez cambiada
por una armadura y una capucha negras de asesino, esas botas hechas para aplastar
cráneos. Él también tuvo que agacharse para caber en el pasillo, agachado, sus manos
eran armas más mortíferas que antes, su aura era de puro depredador.
—Vaya, vaya —susurré mientras otra ronda de balas rebotaba en mis alas—.
Ustedes tres limpian bien.

Respondieron con un coro primitivo de gruñidos salvajes y gruñidos de grava,


mirándome como si fuera un premio regalado por los dioses, como si quisieran
comerme, follarme, amarme hasta el fin de los tiempos.

Y después de esta noche, estaba bastante inclinado a dejarlos.

Con una sonrisa maníaca, me volví hacia nuestros atacantes y cargué, la


sinfonía monstruosa en mis talones acentuada por los cascos de Aedan tronando
sobre la piedra, las dagas de Geralt arrastrándose por la pared, la merecida corona
de Cato un faro de fuerza en la noche...
Y una deliciosa dosis de amor, risas, gritos, sangre y disparos en el aire.
FIN
RHEA WATSON

Rhea Watson es una autora canadiense de harenes inversos a la que le


encantan los buenos romances paranormales. Escribe héroes alfa con capas y
exteriores rudos que se derriten por sus fuertes e independientes almas gemelas.

En su tiempo libre, Rhea cultiva su jardín de hierbas, se somete a todos los


caprichos de su gato y ve las series de Netflix como si fuera su trabajo diario.
EVIE KENT

Evie Kent es una autora de romances paranormales oscuros a la que le


encantan los antihéroes posesivos y las heroínas de carácter fuerte. Ha sido
#teamvillain desde que tiene uso de razón, y cree que el lado oscuro es
definitivamente más divertido.

Su obra se inclina hacia la oscuridad suave, y presenta romances al nivel de


las almas gemelas con comienzos dudosos, junto con una pizca de angustia y una
cucharada de perversión.
TRADUCIDO, EDITADO Y CORREGIDO POR:

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