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La jirafa (Juan José Arreola)

Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un


árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la
jirafa.
Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su
realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones.
Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más
parecen de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros
de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante
un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a
estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con
veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como
una lima de acero.
Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente
su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos
del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo.
Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el
agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone
entonces al nivel de los burros.
Alguien soñará (Jorge Luis Borges)

¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser
don Quijote sin dejar su aldea y sus libros. Soñará que una víspera de
Ulises puede ser más pródiga que el poema que narra sus trabajos.
Soñará generaciones humanas que no reconocerán el nombre de Ulises.
Soñarán sueños más precisos que la vigilia de hoy. Soñará que podremos
hacer milagros y que no los haremos, porque será más real imaginarlos.
Soñará mundos tan intensos que la voz de una sola de sus aves podría
matarte. Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios,
no agresiones o dádivas del azar. Soñará que veremos con todo el cuerpo,
como quería Milton desde la sombra de esos tiernos orbes, los ojos.
Soñará un mundo sin la máquina y sin esa doliente máquina, el cuerpo.
La vida no es un sueño pero puede llegar a ser un sueño, escribe Novalis.
Lámparas de Hojalata (Álvaro Mutis)
Mi labor consiste en limpiar cuidadosamente las lámparas de hojalata con
las cuales los señores del lugar salen de noche a cazar el zorro en los
cafetales. Lo deslumbran al enfrentarle súbitamente estos complejos
artefactos, hediondos a petróleo y a hollín, que se oscurecen en seguida
por obra de la llama que, en un instante, enceguece los amarillos ojos de
la bestia.

Nunca he oído quejarse a estos animales. Mueren siempre presas del


atónito espanto que les causa esta luz inesperada y gratuita. Miran por
última vez a sus verdugos como quien se encuentra con los dioses al
doblar una esquina. Mi tarea, mi destino, es mantener siempre brillante y
listo este grotesco latón para su nocturna y breve función venatoria. ¡Y yo
que soñaba ser algún día laborioso viajero por tierras de fiebre y aventura!
“Literatura” (Julio Torri)
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir
una hoja de papel, la numeró y se dispuso a relatar un abordaje de
piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del
sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida màs que
a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y
oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía
gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblada en esos instantes de
albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y
empavorecedores.
“El murciélago” (Eduardo Galeano)

Cuando era el tiempo muy niño todavía, no había en el mundo bicho


más feo que el murciélago. El murciélago subió al cielo en busca de
Dios. Le dijo: Estoy harto de ser horroroso. Dame plumas de
colores. No. Le dijo: Dame plumas, por favor, que me muero de frío.
A Dios no le había sobrado ninguna pluma. Cada ave te dará una-
decidió. Así obtuvo el murciélago la pluma blanca de la paloma y la
verde del papagayo. La tornasolada pluma del colibrí y la rosada del
flamenco, la roja del penacho del cardenal y la pluma azul de la
espalda del Martín pescador, la pluma de arcilla del ala de águila y
la pluma del sol que arde en el pecho del tucán. El murciélago,
frondoso de colores y suavidades, paseaba entre la tierra y las
nubes. Por donde iba, quedaba alegre el aire y las aves mudas de
admiración. Dicen los pueblos zapotecas que el arco iris nació del
eco de su vuelo. La vanidad le hinchó el pecho. Miraba con desdén
y comentaba ofendiendo. Se reunieron las aves. Juntas volaron
hacia Dios. El murciélago se burla de nosotras - se quejaron -. Y
además sentimos frío por las plumas que nos faltan. Al día
siguiente, cuando el murciélago agitó las alas en pleno vuelo, quedó
súbitamente desnudo. Una lluvia de plumas cayó sobre la tierra. Él
anda buscándolas todavía. Ciego y feo, enemigo de la luz, vive
escondido en las cuevas. Sale a perseguir las plumas perdidas
cuando ha caído la noche; y vuela muy veloz, sin detenerse nunca,
porque le da vergüenza que lo vean.
“El adivino” (Jorge Luis Borges)

En Sumatra, alguien quiere doctorarse de adivino. El brujo


examinador le pregunta si será reprobado o si pasará. El candidato
responde que será reprobado…
“La honda de David” (Augusto Monterroso)

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el
manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus
amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él-y así lo comentaban
entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos-un nuevo David.

Pasó el tiempo.

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros
contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho
más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había
dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se
ponían a su alcance, en especial contra PArdillos, Alondras, Ruiseñores y
Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba,
con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen


hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello y afearon su
conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los
ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo
se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la SEgunda Guerra Mundial David


fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar
él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar
escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
“El espíritu nuevo” Leopoldo Lugones

En un barrio mal afamado de Jafa, cierto discípulo anónimo de


Jesús disputaba con las cortesanas. -La Magdalena se ha
enamorado del rabí-dijo una. -Su amor es divino - replicó el hombre.
-Divino?...¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos
profundos, su sangre real, su saber misterioso, su dominio sobre
las gentes; su belleza, en fin? -No cabe duda; pero lo ama sin
esperanza, y por esto es divino su amor.
“Aguafuerte” (Rubén Darío)

De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un


recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras,
trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que
resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de
chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas,
resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas
barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un
reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones
resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente,
haciendo saltar una lluvia enrojecida.

Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos


delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el
principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los
brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los
músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los
torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las
llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla
dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la forja,
como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y
sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y
tersos que estaban desnudos hacían resaltar su bello color de lis,
con un casi imperceptible tono dorado.
“Soledad” (Álvaro Mutis)

En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes


árboles, rodeado del húmedo silencio esparcido por las vastas
hojas del banano silvestre, conoció el Gaviero el miedo de sus
miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que le acechaba
tras sus años llenos de historias y de paisajes. Toda la noche
permaneció el Gaviero en dolorosa vigilia, esperando, temiendo el
derrumbe de su ser, su naufragio en las girantes aguas de la
demencia. De estas amargas horas de insomnio le quedó el
Gaviero una secreta herida de la que manaba en ocasiones la tenue
linfa de un miedo secreto e innombrable.

La algarabía de las cacatúas que cruzaban en bandadas la rosada


extensión del alba, lo devolvió al mundo de sus semejantes y tornó
a poner en sus manos las usuales herramientas del hombre. Ni el
amor, ni la desdicha, ni la esperanza, ni la ira volvieron a ser los
mismos para él después de su aterradora vigilia en la mojada y
nocturna soledad de la selva.

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