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EMILE BREHIER (1876) Francia

Quisiera estudiar en esta conferencia, bajo cierto aspecto, el indudable renacimiento


filosófico que caracteriza al primer tercio del siglo XX, y al cabo del cual nos
encontramos. Vemos como, durante este período, la filosofía se esfuerza por volver a
ser una visión directa de la realidad, liberándose de la historia de su propio pasado,
que a lo largo de todo el siglo XIX ha constituido un enorme lastre para el pensamiento
filosófico. Quisiera, además, preguntarme cómo, en esas condiciones, piensan las
filosofías actuales mantener la continuidad del pensar, pues es esta una cuestión muy
delicada que no puede resolverse apelando a efectistas expresiones tales como «la
decadencia de Occidente» y las «llamadas al Oriente». No consiste la continuidad
filosófica en la permanencia de una misma doctrina, sino en la repetición o en el
renacimiento constante de un pensamiento cuya existencia es sólo posible en el
estado actual de pensamiento efectivo; es, pues, una tarea esencial del historiador de
la filosofía investigar cómo tiene lugar la interrupción y el restablecimiento de dicha
continuidad, por lo que mis consideraciones sobre la filosofía del presente tendrán sólo
por objeto mostrar cómo podría ser entendida una tarea semejante. Pero, a fin de ser
claro, antes de hablar de nuestro siglo, debo ante todo referirme con algún detalle al
que le precede. Por paradójico que pueda parecer, es el abuso o el uso desacertado
de la historia de la filosofía lo que, en el curso del siglo XIX, ha como interceptado las
influencias espirituales del pasado. Las ingeniosas combinaciones de que se han
valido para volver inofensivo al enemigo que llevaban consigo, o todavía más, para
convertirlo en aliado, muestran en cada caso la fuerza con que, en aquel momento, se
imponía tal concepción de la historia. He aquí una sucesión regular de dogmas que
tienen cada uno su fecha. Ahora bien, esta suerte de pasividad respecto de nuestras
propias opiniones ¿es como tal el resultado de semejante manera de concebir la
historia? ¿No sería dicha pasividad más bien la causa? Al reemplazar la adhesión libre
y personal por la fuerza irresistible e impersonal de la historia se arriba a una
seguridad en la afirmación que no podrá ser conmovida por ningún escepticismo.
Esta seguridad es propia de un pensamiento que busca el reposo y la estaticidad.
Pero ¿es esto lo que debe buscar? ¿No debe más bien sostener constante lucha
contra su tendencia a la inercia? Al hacerse estático el pensamiento muere; su
persistencia consiste en una repetición y renovación perpetuas e incluso en el propio
individuo no puede ser sino un continuo renacimiento. No aprehender en los sistemas
sino la mentalidad equivale, pues, a desmembrarlos entre sí y negar en el fondo toda
continuidad espiritual. Todo el renacimiento filosófico de nuestro siglo reconoce como
principio un movimiento contrario a aquél que reduce el pensamiento a la mentalidad.
Se trata de un esfuerzo por volver al espíritu, por hacer las convicciones filosóficas, no
una suerte de consigna que nos vendría impuesta por nuestra época y nuestro lugar
en el tiempo, sino una reflexión libre que se esfuerza por alcanzar la propia realidad.
Se observa que la dificultad estriba en que la orientación de la razón hacia la identidad
subsiste como una de las orientaciones posibles de lo real. Pero hay otra, la de la vida.
Y ¿por qué habrá de ser la una y no la otra la norma de nuestra acción? Nada hay más
claro a este respecto sino que estamos inmersos en una realidad que escapa a la
razón, que le es hostil y que es en ocasiones la que triunfa. Cabría, quizá, en vez de
resolver el problema de las relaciones de la razón con lo real, anularlo al mostrar que
no hay aquí más que un falso problema. La única realidad de las cosas espirituales
reside en su verdad, y esta verdad no es una «denominación extrínseca», una relación
con algo extraño, sino una «denominación intrínseca».  El conocimiento es el resultado
de sustituir por un conocimiento verdadero otro fragmentario y confuso; lo que
abusivamente se llama lo real, aquello con lo cual se exige al conocimiento racional
que concuerde, es el objeto de este conocimiento confuso.

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