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Julián Marías
El que hace filosofía parte naturalmente de una tradición, de algo que está
ahí. Los presocráticos y los demás que hacen filosofía la hacen porque la hay ahí,
porque la encuentran existencia, porque encuentran en la realidad social algo que
es la filosofía – en los países en que ha existido filosofía; en otros no ocurre esto,
naturalmente... En los países en que existe una tradición filosófica que procede de
otros países: nosotros tenemos una tradición que viene de Grecia y que no ha
continuado en Grecia, sino muy limitadamente, pero se ha transmitido de Grecia al
mundo romano y al mundo europeo posterior etc., de modo que nos sentimos en
esta tradición.
Por otra parte el hombre necesita una cierta seguridad, una cierta
instalación para poder proyectar. Incluso para proyectar la inseguridad el hombre
necesita un terreno, un suelo en que poner los pies y apoyarse, por tanto, hay una
cierta seguridad. Pero si esta seguridad es muy grande, entonces se propende a
una visión de la persona como cosa, como algo meramente real, íntegramente
real, por consiguiente menos problemático. Entonces se empieza a desvanecerse
la condición tal de persona y se atenúa la evidencia que tengo de quién soy yo.
Esto me parece que es el núcleo del problema y en eso consiste el dramatismo
intrínseco de la vida humana: la necesidad de seguridad respecto de ambas
preguntas y el hecho de que en la medida que uno aparece con una respuesta
satisfactoria, la otra resulta problemática y permanece en su problematicidad y,
alternativamente, el hombre oscila entre apoyarse en la primera o en la segunda y
justamente en eso consiste lo que es vivir, vivir humanamente.
Pero hay una condición fundamental que hay que tener en cuenta. Ustedes
comparen el hombre que espera: que espera la revelación – cualquier tipo de
revelación – o el hombre que se atreve a poner la mano en eso latente e intentar
desvelarlo, con un acto de audacia, con una cierta impiedad. Como saben
ustedes, los filósofos griegos fueron acusados con frecuencia de impiedad, de
algo impío: el poner las manos en eso que está ahí, latente, y tratar de desvelarlo,
de descubrirlo.