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ROBIN GEORGE COLLINGWOOD (1889) Reino Unido

Este libro es un ensayo sobre la filosofía de la historia. El empleo que yo le doy al término "filosofía
de la historia" difiere de los anteriores, y para explicar qué cosa entiendo con él diré primero algo
acerca de mi modo de concebir la filosofía. La filosofía es reflexiva. La mente filosofante nunca
piensa simplemente acerca de un objeto, sino que, mientras piensa acerca de cualquier objeta,
siempre piensa también acerca de su propio pensar en torno a ese objeto. De esta suerte, a la
filosofía puede llamársele pensamiento en segundo grado, pensamiento acerca del pensamiento.
Cuanto hemos dicho, sin embargo, no quiere decir que la filosofía sea la ciencia de la mente, es
decir, la psicología. La psicología es pensamiento en primer grado: trata de la mente del mismo
modo que la biología trata de la vida. No se ocupa de la relación entre el pensamiento y su objeto;
se ocupa directamente del pensamiento como algo netamente separado de su objeto, como algo
que simple y sencillamente acontece en el mundo, como un fenómeno de tipo especial que puede
examinarse por sí solo. Pero la filosofía jamás se ocupa del pensamiento por sí solo; siempre se
ocupa de su relación con su objeto, y por lo tanto se ocupa del objeto en la misma medida en que
se ocupa del pensamiento. Para el filósofo, el hecho que reclama su atención no es el pasado por
sí solo, como acontece para el historiador, ni tampoco es el pensar del historiador acerca del
pasado por sí solo, como acontece para el psicólogo. Para el filósofo el hecho es ambas cosas en
su mutua relación. El pensamiento en su relación con su objeto no es puramente pensamiento sino
que es conocimiento. De esta suerte, lo que para la psicología es la teoría del puro pensar, es
decir, de los acontecimientos mentales abstraídos de todo objeto, para la filosofía es la teoría del
conocimiento. Allí donde el psicólogo se pregunta cómo piensan los historiadores, el filósofo se
pregunta cómo conocen los historiadores, cómo llegan a aprehender el pasado. Pero a la inversa,
es al historiador, no al filósofo, a quien compete la aprehensión del pasado como una cosa por sí;
le compete, por ejemplo, afirmar que hace tantos o cuantos años, tales y cuales sucesos
verdaderamente acontecieron. El filósofo se interesa por tales sucesos, pero no en cuanto cosas
por sí, sino como cosas conocidas por el historiador. Le compete, pues, preguntar, no qué clase de
sucesos fueron y cuándo y dónde acontecieron, sino cuál es su condición que hace posible que el
historiador pueda conocerlos. Dos etapas se presentarán a medida que progrese el estudio.
Primero se tendrá que elaborar la filosofía de la historia, no, ciertamente, en compartimento
cerrado, porque en filosofía no los hay, pero sí en condiciones de relativo aislamiento, en cuanto se
la considere como un estudio especial de un problema especial. La segunda etapa consistirá en
establecer las relaciones entre esta nueva rama de la filosofía y las viejas doctrinas tradicionales.
En tercer lugar y en conexión con lo que acaba de decirse, todo conocimiento adquirido por vía de
educación trae aparejada una ilusión peculiar, la ilusión de lo definitivo. Cuando un estudiante está
hi statu pupillar i respecto a cualquier materia, tiene que creer que las cosas están bien
establecidas, puesto que su libro de texto y sus maestros así las consideran. Cuando por fin sale
de ese estado y prosigue el estudio por su cuenta, advierte que nada está finalmente establecido, y
el dogmatismo, que siempre es señal de inmadurez, lo abandona. Considera, entonces, a los
llamados hechos bajo una nueva luz y se pregunta si aquello que su libro de texto y su maestro le
enseñaron como cierto, realmente lo es. ¿Qué razones tuvieron para creer que era la verdad? Pero
además ¿eran, acaso, adecuadas tales razones? Por otra parte, si el estudiante sale del estado
pupilar y no prosigue sus estudios, jamás logra desechar la actitud dogmática, circunstancia que,
precisamente, lo convierte en una persona especialmente inadecuada para contestar las preguntas
que arriba se han planteado. No hay nadie, por ejemplo, que con toda probabilidad conteste peor
esas preguntas que un filósofo de La segunda condición que debe reunir una persona para
contestar esas preguntas consiste en que no sólo tenga experiencia de pensar histórico, sino que
también haya reflexionado sobre tal experiencia. Tiene que ser no sólo un historiador, sino un
filósofo, y en particular que su preocupación filosófica haya concedido especial atención a los
problemas del pensar histórico. Ahora bien, es posible ser un buen historiador (aunque no un
historiador del más alto rango) sin que concurra esa reflexión acerca de la propia actividad de
historiador. Es aun más plausible ser un buen profesor de historia (aunque no la mejor clase de
profesor) sin tal reflexión. Sin embargo, es importante reconocer al mismo tiempo que la
experiencia es previa a la reflexión sobre esa experiencia. Los antiguos sumerios no dejaron tras
de ellos nada que podamos calificar de historia. Si por acaso tuvieron algo así como una
conciencia histórica, no dejaron de ella constancia alguna. Hace cuatro mil años, pues, nuestros
precursores en la civilización no poseían lo que nosotros llamamos la idea de la historia. Esto,
hasta donde nos es dado verlo, no era porque tuviesen la cosa en sí y no hubiesen reflexionado
sobre ella. Era porque no tenían la cosa en sí. La historia no existía. La historia tal como existe hoy
en día pues, ha surgido en los últimos cuatro mil años en las regiones del Asia occidental y en
Europa. ¿Cómo aconteció esto? ¿Cuáles son las etapas que ha recorrido esa cosa llamada historia
para llegar a existir? ¿Cuáles fueron los pasos y las etapas que, para llegar a existir, ha recorrido la
moderna idea europea de la historia? A los dioses se les concibe en analogía con los soberanos
humanos, como dirigiendo los actos de los reyes y jefes, según éstos dirigen los actos de sus
subordinados humanos. A la historia de este tipo propongo llamar historia teocrática, en cuya
designación la palabra "historia" no significa eso propiamente dicho, es a saber: historia científica,
sino que significa el relato de hechos conocidos para la información de personas que los
desconocen, pero que, en cuanto creyentes en el dios de que se trata, deben conocer los actos por
los cuales el dios se ha manifestado. La historia, en efecto, es una ciencia del obrar humano; el
objeto que el historiador considera es cuanto han hecho los hombres en el pasado, actos que
pertenecen a un mundo cambiante, a un mundo en que las cosas llegan a su fin y dejan de existir.
Ahora bien, según el parecer de la metafísica griega predominante, las cosas de esa índole no
debían poderse conocer y, por lo tanto, la historia tenía que ser imposible. La misma dificultad
encontraban los griegos en el mundo de la naturaleza, porque era un mundo del mismo tipo. Si
todo cambia en el mundo, preguntaban, ¿qué hay en él que pueda asir la mente? Creían de fijo
que para ser posible un conocimiento verdadero era preciso que el objeto fuese permanente, ya
que tenía que tener alguna característica propia y, por lo tanto, no podía contener en sí el germen
de su propia destrucción. A medida que se hace más grande la tela en que el historiador traza su
cuadro, el poder atribuido al individuo disminuye. A Roma se la llama "la ciudad eterna". ¿Por qué?
Porque la gente todavía piensa en Roma de la misma manera que Tito Livio, es decir,
substancialistamente, no históricamente. El poder no altera el carácter de un hombre, solamente
exhibe lo que ese hombre ya era. ¿Cuál, entonces, era la utilidad de la historia? En el siglo xix la
ciencia se desarrolló independientemente de la filosofía. Como soy científico de profesión, sé de
sobra que estaré en peligro de engañarme a mí mismo; pero, de todas maneras, no hay más
remedio que comenzar a trabajar en la construcción de un puente. La ciencia natural de los griegos
se basaba en el principio de que el mundo natural se halla saturado o impregnado por la mente.
Los pensadores griegos consideraban la presencia de la mente en la naturaleza como fuente de
esa regularidad y orden del mundo natural cuya existencia hace posible una ciencia de la
naturaleza. Veían el mundo de la naturaleza como un mundo de cuerpos en movimiento. Los
movimientos, de acuerdo con las ideas griegas, se debían a la vitalidad del “alma”; pero una cosa
es el movimiento en sí mismo, según creían, y otra el orden. Concebían a la mente, en todas sus
manifestaciones, tanto en los asuntos humanos cuanto en otros cualesquiera, como el elemento
gobernante, dominador o regulador, que imponía el orden, en primer término en sí mismo y luego a
otra cosa que le pertenecía, primero su propio cuerpo y después lo que rodeaba a este cuerpo. La
idea renacentista de la naturaleza. El punto central de la antítesis radicó en la negación de que el
mundo de la naturaleza, el mundo estudiado por la ciencia física, sea un organismo, y en la
afirmación de que está desprovisto tanto de inteligencia como de vida. Los pensadores del
Renacimiento, lo mismo que los griegos, veían en el orden del mundo natural una expresión de
inteligencia; pero para los griegos esta inteligencia era la inteligencia de la naturaleza misma,
mientras que para los pensadores renacentistas era la inteligencia de algo diferente de la
naturaleza, el creador y gobernante divino de la naturaleza. Esta distinción constituye la clave de
todas las diferencias capitales entre la ciencia natural griega y renacentista. La mente filosófica
nunca piensa simplemente acerca de un objeto, sino que, mientras piensa acerca de cualquier
objeto, siempre piensa también acerca de su propio pensar en torno a ese objeto. De esta suerte,
la filosofía pueden llamarse pensamiento en segundo grado, pensamiento acerca del pensamiento.
El pensamiento en su relación con su objeto no es puramente pensamiento sino que es
conocimiento. Tenemos, pues, que la vida es el aspecto temporal del organismo, mientras que la
materia inorgánica es su aspecto espacial; en otras palabras, la vida es un género peculiar de
actividad o proceso que corresponde a un cuerpo compuesto de partes que, tomadas en sí
mismas, disfrutan de una actividad del orden inmediatamente inferior.

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