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ASTERO
IDTP . Curso 2008-2009
1ª Sesión.
Cuestiones introductorias.
Primera parte
Actividad preparatoria.
JESÚS DE NAZARET
La naturaleza de las fuentes de que disponemos no nos permite trazar la historia de Jesús,
como una biografía, desde dentro de la historia de su pueblo y de su tiempo. Sin embargo lo que
nos revelan sobre la persona y la vida de Jesús, desde el punto de vista de la historia, no es poca
cosa y merece un detenido examen. Por eso intentaremos primeramente reunir, entre los datos
históricamente innegables, los elementos más importantes y hacernos presentes en un primer
esbozo la figura y la historia de Jesús. Es evidente que al hacerlo renunciamos a todo
concordismo irreflexivo y debemos aplicar una crítica rigurosa para extraer realmente lo que,
con anterioridad a la interpretación de la fe, aparece inalterado y original.
Los comienzos de la actividad pública de Jesús están vinculados a la del Bautista y se sitúan,
si hemos de creer en una indicación aislada de Lucas (3, 23), alrededor de sus treinta años. Su
bautismo de manos de Juan es uno de los datos de su vida atestiguados con mayor seguridad. Sin
duda que la tradición ha transformado enteramente este acontecimiento en un testimonio de Juan
sobre Cristo; así no podemos deducir de él qué significaba este bautismo para Jesús mismo ni el
rol que tuvo en sus decisiones y en su evolución interior, pero no se puede negar el alcance de
2
este acontecimiento. Eso da una mayor importancia al hecho de que Jesús, sin poner nunca en
duda la misión ni la autoridad de Juan, no continúe su obra y la de sus discípulos en la estepa del
Jordán, sino que inaugura su propia actividad en Galilea, también él como profeta del reino
inminente de Dios. El instrumento de su acción ya no es el bautismo sino la palabra y la mano
compasiva. No nos es posible precisar su duración. Los tres primeros evangelios dan la
impresión de que la acción de Jesús había durado solamente un año, pero no podemos fiarnos de
su cronología. Por otra parte, aprendemos muchas cosas sobre la predicación de Jesús, sobre su
lucha con sus adversarios, sobre las curaciones y la asistencia prestada a los que sufren y
finalmente sobre el poder que irradiaba de él. El pueblo se aglomera en torno suyo, los discípulos
se ponen a seguirle, mientras que sus enemigos se agitan y son cada vez más numerosos. Hemos
de volver sobre todo esto. De momento, se trata solamente de trazar un primer esbozo de la vida
y de la obra de Jesús. El último momento crucial de su vida es la decisión de subir a Jerusalén
con sus discípulos para confrontar al pueblo con su mensaje, de cara a la perspectiva del reino de
Dios que viene. Al final del camino está la muerte en la cruz. Estos hechos en bruto,
indiscutibles, son inmensamente ricos. Encontramos en ellos, a pesar de su sobriedad,
indicaciones muy importantes sobre la vida de Jesús y sobre sus etapas.
Doc. 2 (TRESE, Leo J., La fe explicada, Patmos, Madrid, 1992, pp. 96-102)
¿Quién es Jesucristo?
El mayor don de nuestra vida es la fe cristiana. Nuestra vida entera, la cultura incluso de
todo el mundo occidental, están basadas en el firme convencimiento de que Jesucristo vivió y
murió. Lo normal sería que procuráramos poner los medios para conocer lo más posible sobre la
vida de Aquel que ha influido tanto en nuestras personas como en el mundo.
Y, sin embargo, hay católicos que han leído extensas biografías de cualquier personaje
más o menos famoso y todavía no han abierto un libro sobre la vida de Jesucristo. Sabiendo la
importancia que Él tiene para nosotros, da pena que nuestro conocimiento de Jesús se limite, en
muchos casos, a los fragmentos de Evangelio que se leen los domingos en la Misa.
Por lo menos tendríamos que haber leído la historia completa de Jesús tal como la
cuentan Mateo, Marcos, Lucas y Juan en el Nuevo Testamento. Y cuando lo hayamos hecho, la
narración de los Evangelios adquirirá más relieve si la completamos con un buen libro sobre la
biografía de Jesús. Hay muchos en las librerías y bibliotecas públicas. En estos libros los autores
se apoyan en su docto conocimiento de la época y costumbres en que vivió Jesús, para dar
cuerpo a la escueta narración evangélica.
Para nuestro propósito, bastara aquí una muy breve exposición de algunos puntos más
destacados de la vida terrena de Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Tras el nacimiento
de Jesús en la cueva de Belén la primera Navidad, el siguiente acontecimiento es la venida de los
Magos de Oriente, guiados por una estrella, para adorar al Rey recién nacido.
Fue un acontecimiento de gran significación para nosotros que no somos judíos. Fue el
medio que Dios utilizó para mostrar, pública y claramente, que el Mesías, el Prometido, no venía
a salvar a los judíos solamente. Según su general creencia, el Mesías que habría de venir sería
exclusiva pertenencia de los hijos de Israel, y llevaría a su nación a la grandeza y la gloria. Pero
con su llamada a los Magos para que acudieran a Belén, Dios manifestó que Jesús venía a salvar
tanto a los gentiles o no judíos como a su pueblo elegido. Por eso, la venida de los Magos se
conoce con el nombre griego de «Epifanía», que significa «manifestación». Por eso también, este
acontecimiento tiene tanta importancia para ti y para mí. Aunque la fiesta de Epifanía no es de
precepto en algunos países por dispensa de la ley general, la Iglesia le concede igual e incluso
mayor dignidad que a la fiesta de Navidad.
3
Pascua. La historia de la pérdida de Jesús y su encuentro en el Templo, tres días más tarde, nos
es bien conocida. Luego, el evangelista San Lucas deja caer un velo de silencio sobre la
adolescencia y juventud de Jesús, que resume en una corta frase: «Jesús crecía en sabiduría y
edad ante Dios y ante los hombres» (2,52).
Esta frase, «Jesús crecía en sabiduría», plantea una cuestión que vale la pena que
consideremos un momento: la cuestión de si Jesús, al crecer,. tenía que aprender las cosas como
los demás niños. Para responder, recordemos que Jesús tenía dos naturalezas, la humana y la
divina. Por ello, tenía dos clases de conocimiento: el infinito que Dios tiene, el conocimiento de
todo que Jesús, está claro, poseía desde el principio de su existencia en el seno de María; y, como
hombre. Jesús tenía también otro tipo de conocimiento, el humano. A su vez, este conocimiento
humano de Jesús era de tres clases.
Un navegante sabe que hallará determinada isla en un punto determinado del océano
gracias a sus mapas e instrumentos. Pero, al encontrarla, ha añadido el conocimiento
experimental a su previo conocimiento teórico. De modo parecido, Jesús sabía desde el principio
cómo sería el andar, por ejemplo. Pero adquirió el conocimiento experimental solamente cuando
sus piernas fueron lo suficientemente fuertes para sostenerle... Y así, cuando el Niño tenía doce
años, San Lucas nos lo deja oculto en Nazaret dieciocho años más.
Se nos puede ocurrir preguntarnos por qué Jesucristo «desperdició» tantos años de su
vida en la humilde oscuridad de Nazaret. De los doce a los treinta años, el Evangelio no nos dice
absolutamente nada de Jesús, excepto que «crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante
los hombres».
Luego, al considerarlo más despacio, vemos que Jesús, con sus años ocultos de Nazaret,
está enseñando una de las lecciones más importantes que el hombre pueda necesitar. Dejando
transcurrir tranquilamente año tras año, nos explícita la enseñanza de que ante Dios no hay
persona sin importancia ni trabajo que sea trivial.
Dios no nos mide por la importancia de nuestro trabajo, sino por la fidelidad con que
procuramos cumplir lo que ha puesto en nuestras manos, por la sinceridad con que nos
dedicamos a hacer nuestra su voluntad.
Efectivamente, los callados años que pasó en Nazaret son tan redentores como los tres
de vida activa con que acabó su ministerio. Cuando clavaba clavos en el taller de José, Jesús nos
redimía tan realmente como en el Calvario, cuando otros le atravesaban las manos con ellos.
«Redimir» significa recuperar algo perdido, vendido o regalado. Por el pecado el hombre había
perdido —arrojado— su derecho de herencia a la unión eterna con Dios, a la felicidad perenne
en el cielo. El Hijo de Dios hecho hombre asumió la tarea de recuperar ese derecho para
nosotros. Por eso se le llama Redentor, y a la tarea que realizó, redención.
Y del mismo modo que la traición del hombre a sí mismo se realiza por la negativa a dar
su amor a Dios (negativa expresada en el acto de desobediencia que es el pecado), así la tarea
redentora de Cristo asumió la forma de un acto de amor infinitamente perfecto, expresado en el
acto de obediencia infinitamente perfecta que abarcó toda su vida en la tierra. La muerte de
Cristo en la Cruz fue la culminación de su acto de obediencia; pero lo que precedió al Calvario y
lo que le siguió es parte también de su Sacrificio.
Todo lo que Dios hace tiene valor infinito. Por ser Dios, el más pequeño de los
sufrimientos de Cristo era suficiente para pagar el rechazo de Dios por los hombres. El más
4
ligero escalofrío que el Niño Jesús sufriera en la cueva de Belén bastaba para satisfacer por todos
los pecados que los hombres pudieran apilar en el otro platillo de la balanza.
Pero, en el plan de Dios, esto no era bastante. El Hijo de Dios realizaría su acto de
obediencia infinitamente perfecta hasta el punto de «anonadarse» totalmente, hasta el punto de
morir en el Calvario o Góigota, que significa «Lugar de la Calavera». El Calvario fue la cima, la
culminación del acto redentor. Nazaret, como Belén, son parte del camino que conduce a él. Por
el hecho de que la pasión y muerte de Cristo superaran tanto el precio realmente preciso para
satisfacer por el pecado, Dios nos hace patente de un modo inolvidable las dos lecciones
paralelas de la infinita maldad del pecado y del infinito amor que Él nos tiene.
Cuando Jesús tenía treinta años de edad, emprendió la fase de su tarea que llamamos
comúnmente su vida pública. Tuvo comienzo con su primer milagro público en las bodas de
Caná, y se desarrolló en los tres años siguientes. Durante estos años Jesús viajó a lo largo y
ancho del territorio palestino, predicando al pueblo, enseñándoles las verdades que debían
conocer y las virtudes que debían practicar si querían beneficiarse de su redención.
Aunque los sufrimientos de Cristo bastan para pagar por todos los pecados de todos los
hombres, esto no quiere decir que cada uno, automáticamente, quede liberado del pecado. Aún es
necesario que cada uno, individualmente, se aplique los méritos del sacrificio redentor de Cristo,
o, en el caso de los niños, que otro se los aplique por el Bautismo.
Mientras viajaba y predicaba, Jesús obró milagros innumerables. No sólo movido por su
infinita compasión, sino también (y principalmente) para probar su derecho a hablar como lo
hacía. Pedir a sus oyentes que le creyeran Hijo de Dios era pedir mucho. Por ello, al verle limpiar
leprosos, devolver la vista a ciegos y resucitar a muertos, no les dejaba lugar para dudas sinceras.
Además, durante estos tres años, Jesús les recordaba continuamente que el reino de Dios
estaba próximo. Este reino de Dios en la tierra —que nosotros llamamos Iglesia— sería la
preparación del hombre para el reino eterno del cielo. La vieja religión judaica, establecida por
Dios para preparar la venida de Cristo, iba a terminar. La vieja ley del temor iba a ser
reemplazada por la nueva ley del amor.
Muy al principio de su vida pública. Jesús escogió los doce hombres que iban a ser los
primeros en regir su reino, los primeros obispos y sacerdotes de su Iglesia. Durante tres años
instruyó y preparó a sus doce Apóstoles para la tarea que les iba a encomendar: establecer
sólidamente el reino que Él estaba fundando.
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Segunda parte
Actualidad del problema Jesús histórico – Cristo de la fe
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PRESENTACIÓN
2. Con esta Nota no se pretende juzgar las intenciones subjetivas del autor y
menos aún su trayectoria sacerdotal. La revisión del libro que el autor ha aceptado
emprender no excluye la clarificación sobre las razones que la han hecho necesaria.
De este modo respondemos a nuestra obligación de ayudar a los miles de lectores de
la primera versión a hacerse un juicio de la misma conforme con la doctrina católica.
Esta clarificación se centrará en algunas cuestiones de tipo metodológico y doctrinal1.
6
del sentido redentor dado por Jesús a su muerte; d) oscurecimiento de la realidad del
pecado y del sentido del perdón; e) negación de la intención de Jesús de fundar la
Iglesia como comunidad jerárquica; y, f) confusión sobre el carácter histórico, real y
trascendente de la resurrección de Jesús.
1. CUESTIONES METODOLÓGICAS
4. Los escritos del Nuevo Testamento son, ciertamente, documentos de fe, pero
«no [por ello] son menos atendibles, en el conjunto de sus relatos, como testimonios
históricos»2. Los autores sagrados no se han limitado a poner por escrito sus
experiencias subjetivas en torno a Jesús, ni tampoco han recreado a la luz de la
Pascua una figura diferente de la que aconteció en la historia. La verdad del relato
evangélico se fundamenta tanto en la asistencia del Espíritu Santo (inspiración) como
en el testimonio histórico directo: Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos (1 Jn
1,3). Por eso la Iglesia no ha dejado nunca de confiar en la historicidad de los relatos
evangélicos: «La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha creído y cree que los
cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente
lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la
salvación de ellos, hasta el día que fue levantado al cielo» 3. La historicidad del
testimonio evangélico no queda alterada porque se haya realizado con «aquella
crecida inteligencia»4 nacida de la Pascua, pues los autores sagrados, aun dejando su
propia impronta, «siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús»5.
parece sugerirse que para reconstruir la figura histórica de Jesús haya que
prescindir de la fe, bien porque la lectura creyente de la historia sea
simplemente una más entre otras posibles, bien porque se piense que la fe
conduce a una deformación de la historia7.
2
CEDF, Cristo presente en la Iglesia (20.2.1992), 5.
3
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Dei Verbum [= DV], 19.
4
DV 19.
5
DV 19.
6
«Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo. San
Juan afirma claramente que el Verbo, que «estaba en el principio con Dios», es el mismo que «se hizo
carne» (Jn 1,2.14). Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable: no se puede
separar a Jesús de Cristo, ni hablar de un «Jesús de la historia», que sería distinto del «Cristo de la
fe». La Iglesia conoce y confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Cristo no
es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos»: JUAN
PABLO II, Carta encíclica Redemptoris missio (7.12.1990), 6.
7
Importa recordar lo afirmado por la Congregación para la Doctrina de la Fe a propósito de
algunos escritos de E. Schillebeeckx: «El teólogo, cuando se dedica a una investigación exegética o
histórica, no puede pretender sinceramente que haya que abandonar las afirmaciones de fe de la
Iglesia Católica»: Carta al P. E. Schillebeeckx (20.11.1980), Nota Anexa I, A, 1 (ed. E. VADILLO, 43, 24
[= CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Documentos 1966-2007, ed. E. VADILLO ROMERO, BAC,
Madrid 2008, 227]).
7
6. Sorprende también comprobar cómo en esta obra se citan con igual autoridad
escritos canónicos y apócrifos (cf. p. ej. pp. 92-95). La consecuencia inevitable es la
confusión sobre el valor histórico de las fuentes empleadas, así como la asunción
acrítica del prejuicio liberal que considera la fe y su formulación (el dogma) como una
adulteración del auténtico dato histórico. No podemos olvidar que la fijación del Canon
tuvo como objetivo custodiar el testimonio auténtico sobre Jesús preservándolo de
posteriores interpretaciones adulteradas. La fe apostólica no inventó la historia de
Jesús, sino que la custodió, convirtiéndose en la garantía de su autenticidad. El criterio
para discernir, custodiar y transmitir la autenticidad de lo atestiguado fue su
conformidad con la predicación de los apóstoles. Por eso, quien prescinde de la fe
apostólica se cierra a una auténtica aproximación histórica a Jesús.
8
Así, por ejemplo, al describir el entorno familiar en el que Jesús niño creció, el autor habla de la
consideración que merecían los niños en la época y de la educación común que recibían: «A los ocho
años, los niños varones eran introducidos sin apenas preparación en el mundo autoritario de los
hombres, donde se les enseñaba a afirmar su masculinidad cultivando el valor, la agresión sexual y la
sagacidad» (p. 45). El autor viene a decir que en tiempos de Jesús a los niños se les educaba para
ejercer “la agresión sexual”, pero no indica las fuentes que le llevan a tal consideración.
9
La sociedad de la época de Jesús es descrita con expresiones como las siguientes: desigualdad
«entre la gran mayoría de población campesina y la pequeña élite que vivía en las ciudades» (p. 23),
fuerte presión de los impuestos, la obligación de los campesinos hacia la élite (cf. p. 24), tributos para
costear «los elevados gastos del funcionamiento del templo y para mantener la aristocracia sacerdotal
de Jerusalén» (p. 25), tribunales que «pocas veces apoyaban a los campesinos» (p. 29), etc. Sobre
ese panorama la predicación del Reino aparece, desde una perspectiva horizontal, como liberación de
la opresión social: «la actividad de Jesús en medio de las aldeas de Galilea y su mensaje del “Reino
de Dios” representaban una fuerte crítica a aquel estado de cosas» (p. 30); el comienzo de la actividad
pública de Jesús se justifica por el deseo que tiene de anunciar a las pobres gentes que «Dios viene
ya a liberar a su pueblo de tanto sufrimiento y opresión» (p. 83); «aldeas enteras que viven bajo la
opresión de las élites urbanas, sufriendo el desprecio y la humillación» (p. 103); el Reino de Dios
consiste «en la instauración de una sociedad liberada de toda aflicción» (p. 175); «lujosos edificios en
las ciudades, miseria en las aldeas; riqueza y ostentación en las élites urbanas, deudas y hambre
entre las gentes del campo; enriquecimiento progresivo de los grandes terratenientes, pérdida de
tierras de los campesinos pobres» (p. 181). Importa advertir que el autor, al hablar de sufrimiento y
opresión, no se refiere al pecado ni al dominio del Maligno (se indicará después qué entiende el autor
por Satán [símbolo del mal: cf. p. 98], o qué son los exorcismos y el perdón de los pecados), sino a la
injusticia y al poder opresor de los poderosos de este mundo, como por ejemplo, el rey Herodes, cuyo
reino está «construido sobre la fuerza y la opresión de los más débiles» (p. 179). Todo el capítulo
séptimo (“Defensor de los últimos”) recoge claramente esta tendencia.
8
evangélicos son adaptaciones posteriores cuando desmienten la propia tesis; son
históricos cuando concuerdan con ella.
2. CUESTIONES DOCTRINALES
10. Para el autor, el Jesús que realmente aconteció en la historia, es, ante todo,
un profeta. Los capítulos 3º (“Buscador de Dios”) y 11º (“Creyente fiel”) son muy
esclarecedores. Ciertamente, la obra comienza afirmando que «Jesús es la
encarnación de Dios», el «hombre en el que Dios se ha encarnado» (p. 7). Esas
afirmaciones aparecen también al exponer lo que los seguidores de Jesús, una vez
resucitado, predican sobre Jesús. Pero conviene advertir que para el autor todos estos
modos de hablar de Jesús pertenecen a los discípulos, quienes, después de la
Pascua, han buscado el nombre para Jesús acudiendo, unas veces, a la tradición
judía, y, otras, a la terminología presente en el mundo pagano10.
12. Para el autor, que Jesús sea Hijo de Dios es una afirmación «de carácter
confesional» (p. 303) que no tiene su origen en el Jesús de la historia. La respuesta a
la pregunta “¿Quién es Jesús?” «solo puede ser personal» (p. 463). Presentado Jesús
principalmente como un profeta, no extraña el silencio sobre su concepción virginal, la
10
«Pronto circularán por las comunidades cristianas diversos títulos y nombres tomados del mundo
cultural judío o de ámbitos más helenizados»: p. 450.
11
Aun sin ser magisterial, el documento de la Comisión Teológica Internacional, La conciencia que
Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1985), formula de manera precisa la enseñanza de la Iglesia,
tal como aparece en los Evangelios: «La vida de Jesús testifica la conciencia de su relación filial al
Padre. Su comportamiento y sus palabras, que son las del “servidor” perfecto, implican una autoridad
que supera la de los antiguos profetas y que corresponde sólo a Dios. Jesús tomaba esta autoridad
incomparable de su relación singular a Dios, a quien Él llama “mi Padre”. Tenía conciencia de ser el
Hijo único de Dios y, en este sentido, de ser, Él mismo, Dios»: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La
conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1985), Proposición 1ª (ed. C. POZO, BAC, 587,
382).
9
afirmación sobre los “hermanos” de Jesús en sentido propio y real (cf. p. 43, n. 11), la
negación de su conciencia filial y mesiánica, la explicación meramente natural de los
milagros (curaciones y exorcismos), o el vaciamiento de contenido salvífico del
lenguaje sobre la muerte y la resurrección.
13. El autor afirma que el empeño fundamental de Jesús habría sido «despertar
la fe en la cercanía de Dios luchando contra el sufrimiento» (p. 175). El rasgo principal
de Dios mostrado por Jesús ha sido la compasión. Aunque se habla extensamente de
este rasgo, en el libro la compasión no pasa de ser un sentimiento noble hacia los más
desfavorecidos, pero no es, en sentido estricto, un padecer con ellos y por ellos, en
favor y en lugar de ellos. Y es que, para el autor, Jesús no dió ni a su vida ni a su
muerte un sentido sacrificial y redentor (cf. pp. 350-351). Si Jesús no ha dado a su
vida y a su muerte un sentido redentor, entonces también la compasión se vacía de su
contenido originario12.
14. En esta misma línea, la última cena se presenta como una solemne cena de
despedida, con gestos simbólicos, cuya finalidad es que sus seguidores le recuerden
en el futuro. Con el pan y con el vino realizó unos gestos proféticos, «compartidos por
todos», convirtiendo «aquella cena de despedida en una gran acción sacramental, la
más importante de su vida, la que mejor resume su servicio al Reino de Dios... Quiere
que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo recuerden
siempre entregado a su servicio» (p. 367). Las palabras Haced esto en memoria mía
(1 Cor 11,24; Lc 22,21) «no pertenecen a la tradición más antigua. Probablemente
provienen de la liturgia cristiana posterior, pero sin duda ese fue el deseo de Jesús»
(p. 367, n. 85)13. La cena es para que sus seguidores recuerden siempre a Jesús.
«Repitiendo aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo y su presencia» (p. 367).
12
También sobre este punto, el documento de la Comisión Teológica Internacional, La conciencia
que Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1985), formula bien la enseñanza de la Iglesia: «Jesús
conocía el fin de su misión: anunciar el Reino de Dios y hacerlo presente en su persona, sus actos y
sus palabras, para que el mundo sea reconciliado con Dios y renovado. Ha aceptado libremente la
voluntad del Padre: dar su vida para la salvación de todos los hombres; se sabía enviado por el Padre
para servir y para dar su vida “por la muchedumbre” (Mc 14,24)»: COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL,
La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1985), Proposición 2ª (ed. C. POZO, BAC,
587, 384).
13
La conocida tesis de H. Lietzmann (Messe und Herrenmahl, 1926), según la cual la institución de
la Eucaristía no puede atribuirse históricamente a Jesús, ha conocido posteriores formulaciones dentro
de los seguidores de una reduccionista exégesis histórico crítica. Sobre estos planteamientos
equivocados, cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Notificación sobre algunas publicaciones
del Prof. Dr. Reinhard Messner (30.11.2000), Intr. (ed. E. VADILLO, 92, 5-7).
14
Contrariamente a lo que afirma el autor, la Iglesia enseña que Satán es un ser real de naturaleza
angélica y no una mitificación del mal: «Satán o el diablo y los otros demonios son ángeles caídos por
haber rechazado libremente servir a Dios y a su designio. Su opción contra Dios es definitiva. Intentan
asociar al hombre en su rebelión contra Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica [= CCE] 414).
10
16. De ello se deduce también el modo en que el autor entiende el perdón. «A
estos pecadores que se sientan a su mesa, Jesús les ofrece el perdón envuelto en
acogida amistosa. No hay ninguna declaración; no les absuelve de sus pecados;
sencillamente los acoge como amigos» (p. 205). La conversión es irrelevante (porque
“el perdón es gratuito”) y las “declaraciones” de perdón de los pecados por parte de
Jesús, no se consideran auténticas, porque en esas fórmulas «Dios aparece como un
“juez”» (p. 206), y no es eso lo que Jesús revela con su “perdón-acogida”. Jesús
habría practicado un “perdón-acogida”, pero no un “perdón absolución”. Por más que
se hable de acogida, al final el autor se aproxima más a una “acogida impuesta”, que
hace irrelevante la respuesta libre del hombre15.
e) Jesús y la Iglesia
f) La resurrección de Jesús
3. CONCLUSIÓN
19. Teniendo en cuenta cuanto se lleva dicho, se puede afirmar que el autor
parece sugerir indirectamente que algunas propuestas fundamentales de la doctrina
católica carecen de fundamento histórico en Jesús. Este modo de proceder es dañino,
15
Tal presentación, además de no encontrar justificación en los textos evangélicos, se opone a la
enseñanza de la Iglesia sobre la justificación del hombre y el perdón de los pecados, que requiere la
respuesta personal: cf. CCE 1489-1490.
16
Contrariamente a lo expuesto por el autor, la Iglesia enseña que «el Señor Jesús dotó a su
comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino» (CCE 765) y
que «en la vocación y en la misión de los doce apóstoles, según la fe de la Iglesia, Cristo fundó al
mismo tiempo el ministerio de la sucesión apostólica»: CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Notificación sobre algunas publicaciones del Prof. Dr. Reinhard Messner (30.11.2000), 13 [ed. E.
VADILLO, 92, 22].
17
La Iglesia, sin embargo, enseña que la resurrección de Jesucristo es un acontecimiento histórico
y trascendente: «La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente
atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente
trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios» (CCE 656).
18
El juicio de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el modo de explicar el P. Roger
Haight la resurrección de Jesucristo bien puede aplicarse a la exposición de J. A. Pagola: « La
interpretación del autor lleva a una posición incompatible con la doctrina de la Iglesia. Está elaborada
sobre presupuestos equivocados y no sobre los testimonios del Nuevo Testamento, según el cual las
apariciones del Resucitado y el sepulcro vacío son el fundamento de la fe de los discípulos en la
resurrección de Cristo y no viceversa»: cf. Notificación sobre la obra «Jesus symbol of God» del P.
Roger Haight, s.j. (13.12.2004), V [ed. VADILLO, 104, 24].
11
pues acaba deslegitimando la enseñanza de la Iglesia al carecer ―según el autor―
de enraizamiento real en Jesús y en la historia. En el libro no se quiere negar esa
enseñanza pero, de hecho, se muestra infundada.
19
Cf. Carta al P. E. Schillebeeckx (20.11.1980), Nota Anexa I, A, 1 (ed. E. VADILLO, 43, 24).
20
A la obra de J. A. Pagola cuadran bien las palabras de la Congregación para la Doctrina de la Fe
sobre algunas publicaciones del Prof. Dr. Reinhard Messner: «Las hipótesis sobre el origen de los
textos paralizan la palabra bíblica como tal. Viceversa, resulta evidente que la Tradición, en su sentido
definido por la Iglesia, no significa manipulación de la Escritura por medio de enseñanzas y de
costumbres sucesivas; al contrario, representa la garantía para que la palabra de la Escritura pueda
conservar su pretensión»: CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Notificación sobre algunas
publicaciones del Prof. Dr. Reinhard Messner (30.11.2000), 13 [ed. E. VADILLO, 92, 6].
12
2.-Lee el siguiente documento
Oriol Tuñí
La razón por la que la investigación sobre Jesús se refiere a una primera etapa es,
sin duda, el boletín bibliográfico de A. Schweitzer. Se trata de una obra que es, a la
vez, un seno balance crítico de los autores presentados. A. Schweitzer viene a decir
*
Razón y fe 1300 (febrero 2007), 117-126.
13
que el Jesús de cada autor tenía más del autor que de Jesús. O por lo menos esto
es lo que se deduce de sus críticas.
Digamos una palabra de esta primera etapa. Los múltiples autores presentados y
valorados por Schweitzer son muy diversos y sus aportaciones tienen una
importancia muy variable. Al lado de presentaciones sumamente superficiales y
poco críticas tenemos otras de una calidad innegable, cuyas aportaciones tendrán
vigencia hasta nuestros días. Sin embargo, a pesar de la notable diversidad, hay
una serie de aspectos en los que la inmensa mayoría están de acuerdo. Por encima
de todo, que Jesús de Nazaret y el Cristo objeto de la fe eclesial, no coinciden. En
una formulación que se ha repetido frecuentemente, se abre un profundo abismo
entre uno y otro. La presentación de la vida de Jesús que alcanza la investigación
histórica es muy distinta de la que se da de la mano de la fe eclesial, incluso si esta
segunda presentación se quiere ceñir a los datos que considera históricos. Es decir,
la historia, como disciplina académica, utilizando un instrumental que tiende a
respetar lo que se llama la «objetividad» de los datos alcanzados, obtiene unos
resultados sensiblemente más modestos que los que produce una presentación de
la vida de Jesús hecha de la mano de la fe eclesial.
Al lado de esta constatación, esta larga y dilatada primera etapa ofrece otros
aspectos positivos. En el fondo, ayuda a definir lo que ha venido a llamarse el
género literario de los evangelios. Para decirlo en la formulación de un renombrado
autor de finales del siglo XIX, «los evangelios nos enseñan más sobre los medios
culturales en que se escriben que sobre los sucesos que narran» (J. Wellhausen).
La primera etapa también es el caldo de cultivo que lleva a W. Wrede a definir el
evangelio según Marcos como un notable proyecto teológico, más que como una
narración biográfica . En una palabra, a pesar de que la losa del balance
bibliográfico de A. Schweitzer sigue pesando mucho, sin embargo el siglo XIX, en
su nuevo planteamiento sobre la recuperación de la historia de Jesús, representa
una etapa de gran maduración de un aspecto que no se había planteado nunca en
los términos en que la mayoría de los grandes autores lo abordaron.
Esta nueva etapa tiene un punto de partida cronológico: los antiguos alumnos de R.
Bultmann, reunidos en Jugenheim, escuchan atentamente la conferencia de E.
Käsemann el 20 de octubre de 1953. El tema es precisamente «El problema del
Jesús histórico» .En ella el inconformista y díscolo discípulo de Bultmann reivindica
no solamente la legitimidad de la investigación sobre Jesús, sino que aboga por la
necesidad de la misma. Según Käsemann, Bultmann no puede explicar por qué
aparece el género literario «evangelio». Como dirá un poco más tarde (1966), no
son las seguridades o la búsqueda de certezas lo que fuerza la investigación del
Jesús de la historia; es el mismo Nuevo Testamento el que lleva a ella .
Aquí se introduce una distinción fundamental, latente en muchas de las obras sobre
el tema, pero que no había sido considerada en el siglo XIX y que muestra una
cierta madurez hermenéutica: una cosa es la investigación histórica sobre la vida
de Jesús y otra muy distinta el interés del Nuevo Testamento en la realidad humana
14
de Jesús. Naturalmente que ambas cuestiones no están desligadas, pero conviene
distinguirlas .
Esta «nueva» investigación, mejor dicho, lo que se considera una nueva etapa del
Jesús histórico es el marco en el que conviene situar y leer la conocida instrucción
sobre la verdad histórica de los evangelios que se publicó paralelamente a la
Constitución Dei Verbum del Vaticano II . La fecha es significativa porque la
exégesis católica se apunta también a la investigación sobre el Jesús histórico: «Los
evangelios y la historia de Jesús» de X. Léon-Dufour se publica en 1963. Por parte
de la teología fundamental se establecen una serie de criterios de historicidad de
los relatos evangélicos, ampliando notablemente el criterio de desemejanza que
parecía ser el único utilizado por los discípulos de Bultmann.
Podemos decir, por tanto, que la segunda etapa de la investigación sobre el Jesús
histórico se da en continuidad con la primera, pero en una explícita profundización
de las implicaciones hermenéuticas y teológicas de la investigación. Tanto los
discípulos de Bultmann (E. Käsemann, pero también H. Conzelmann, E. Fuchs, H.
Braun, G. Bornkamm), como otros exegetas independientes (mayormente la
llamada escuela escandinava, N. A. Dahl, B. Gerhardson, H. Riesenfeld), como
también la exégesis católica (X. Léon-Dufour, R. Latourelle, H. Schürmann, R.
Marlé) e incluso judía (D. Flusser, Sh. Ben Horin, G. Vermès) se esfuerzan en
deslindar campos y en clarificar que la complejidad de la investigación se debe,
sobre todo, a temas tan complejos como el papel y sentido de la historia para la fe
o también a la posibilidad de considerar la historia en su mera facticidad o en su
capacidad de modelar el futuro.
Con esto llegamos a la llamada tercera etapa. El título, «la tercera investigación del
Jesús histórico», que debemos a T. Wright, ha sido popularizada por uno de los
representantes de la nueva etapa: M. Borg .
Esta tercera etapa nace en el marco de una renovada exégesis del NT a través de la
asimilación e incorporación de múltiples aspectos que pueden ser considerados
como nuevos. Enumeremos algunos: a) Un estudio sociológico del NT, que toma
más en serio no sólo las condiciones en que se escriben las obras, sino también las
mismas condiciones de vida del tiempo de Jesús; b) un uso mucho mas explícito de
obras extracanónicas (por ejemplo, el llamado evangelio de Tomás), o incluso una
valoración mucho mas positiva de fuentes no usadas como tales en la primera
etapa (como sería la secunda fuente sinóptica, como referencia a Juan B. y a la
cristología sapiencial [Q]); c) el uso de varios criterios de historicidad (mayormente
el de verosimilitud histórica), además del criterio de desemejanza, potenciado en la
etapa anterior; d) el carácter ecuménico o internacional de esta nueva etapa; e) el
tomar en serio el hecho de que Jesús era judío y que pertenecía al judaísmo de su
tiempo.
Los estudios publicados en esta nueva etapa son muy numerosos. Las imágenes de
Jesús que se han presentado son notablemente variadas, según el trazo que más
sobresale: un mago (M. Smith), un carismático (M. J. Borg), un exorcista (G. H.
Twelftree), un profeta social (R. A. Horsley), un sabio (D. Crossan), un profeta
escatológico (E. P. Sanders, J. Meier).
15
utilizarse en su literalidad . Lo cual resulta por lo menos curioso. Pero, además, se
ha recuperado una cierta ingenuidad en la investigación: parece que, sin decirlo, se
puede alcanzar la realidad «tal como realmente aconteció».
Reflexiones finales
16
cristianismo, sino que es el objeto de nuestra interpretación. Lo cual quiere decir
que el Jesús del Kerigma es más que el Jesús histórico. No es que no sea el Jesús
histórico, sino que va más allá del Jesús histórico, pero, en cambio, está
paradójicamente (teológicamente) proyectado en el Jesús histórico. Esta aportación
de la New Quest se hace de diversas formas y con diversos protagonistas (no
solamente discípulos de Bultmann). Pero se trata de una aportación hermenéutica
que la tercera etapa no va a recoger. La tercera etapa vuelve a la primera: se
intenta por todos los medios volver a la historia de Jesús «tal como realmente
sucedió». Sus resultados, hasta el presente, no son excesivamente alentadores.
Hemos aprendido, a lo largo de los años, que la historia es un concepto mucho más
complejo y problemático de lo que parece y se implica en los renovados esfuerzos
de la tercera etapa. La historia (siempre sistematizada porque nadie quiere oír
hablar de la historia de los «bruta facta») no es una realidad que pueda utilizarse
mecánica o automáticamente como criterio de verificación o de autentificación.
En este sentido ya hace más de cincuenta años que se nos recordaba que el
Cristianismo no está interesado en la historia como reconstrucción del pasado, no
apela al pasado como tiempo idílico y romántico. Porque, de hecho la historia de
Jesús no llevó a creer. Pero, en cambio, el Cristianismo, cuando quiere ofrecerse al
futuro apela al género literario «evangelio» que es, por lo menos en lo que se
refiere a la forma, un género literario biográfico.
Además, la historia, como narración de pasado humano, por una parte nos defiende
de la huida hacia delante, y por otra nos fuerza a no montar una «teoría» del
pasado humano como tal. En una palabra, la historia tiene una función crítica. En el
caso de Jesús, esta función crítica pone ante nosotros no sólo el «prae nos» (antes
de nosotros), sino también el «extra nos» (fuera de nosotros) del mensaje
cristiano. Como ya hemos dicho antes, el objeto de la fe es, de alguna manera,
anterior a nuestra misma confianza y, como tal, es una magnitud que no podemos
construir a nuestra medida.
Por otra parte, la historia tiene para algunos más valor que para otros. Esto es
verdad, y no como afirmación banal. ¿Qué papel tiene la historia de Jesús en el
Cristianismo? En el Nuevo Testamento (NT) algunos autores valorarán la historia
más que otros. O lo harán de forma diversa que otros. Pero, y aquí tenemos uno de
los aspectos más difíciles de sistematizar, cada autor dará a la historia un valor
determinado. Si se pretende imponer al NT el valor de la moderna historiografía
(«tal como verdaderamente sucedió»), como criterio último para autentificar o para
desmentir, va a ser muy difícil poder alcanzar el talante y mensaje de obras que se
han escrito con otros intereses históricos y confesionales.
Jesús
Como hemos enunciado antes, la investigación del Jesús histórico ha hecho avanzar
notablemente el conocimiento de Jesús. Muchos de los temas fundamentales de su
vida y de su predicación han sido notablemente profundizados y clarificados. A ello
han ayudado el mejor conocimiento del Judaísmo ambiental (Qumran y los
targumim), los estudios sobre la predicación de Juan (el marco apocalíptico) y su
comparación con la de Jesús, una mayor información sobre las condiciones de vida
de Galilea, la piedad judía de la época, etc. Pero, al mismo tiempo, el hiato entre
Jesús y el Cristo continúa siendo patente. Este hiato es de diversa índole en los
autores del NT. Sin embargo, para los grandes autores (Pablo, evangelistas,
Hebreos, Apocalipsis) Jesús de Nazaret, el Jesús histórico, sigue siendo el criterio
último de la identidad cristiana, es decir, de Jesús el Cristo. Es decir, no sólo hay
17
continuidad entre Jesús y el Cristo: hay identidad entre ambos No se puede utilizar
el uno contra el otro, como ocurre a menudo.
Ejercicio
1 .-Lee los siguientes textos y relacionadlos con alguno de los siguientes momentos de
la investigación sobre el Jesús histórico (razona la respuesta):
a)La crítica ilustrada de Reimarus y Strauss.
b)La investigación liberal
c)La época escéptica sin búsqueda histórica de Jesús.
d)La segunda búsqueda.
e)La tercera búsqueda.
TEXTO 1: El conjunto de la exégesis se muestra de acuerdo en afirmar que no cabe ninguna duda de la
autenticidad de la primera, segunda y cuarta antítesis del sermón de la montaña... Es decisivo que con el
ε̉γὼ δὲ λέγω se reivindique una autoridad que se coloca al lado de la Moisés y contra ella... No se encuentra
ningún otro paralelismo en el terreno judío, ni puede haberlo. Porque el judío que lo hiciera se separaría de
la comunidad del judaísmo o bien traería la torá mesiánica y sería el Mesías... El carácter inaudito de la
frase demuestra su autenticidad... Es cierto que Jesús es un judío y que presupuso esa piedad, pero al propio
tiempo la destruyó con su reivindicación.
TEXTO 2: Imaginemos una joven comunidad que... honra a su fundador..., una comunidad preñada de una
serie de nuevas ideas... una comunidad... de personas en gran parte iletradas, incapaces por tanto de asimilar
ni expresar esas ideas en la forma abstracta del intelecto y el concepto, sino únicamente en el modo
concreto de la fantasía, corno imágenes e historias... tendría que surgir en esas circunstancias lo que surgió:
una serie de relatos sagrados para visualizar toda la masa de nuevas ideas suscitadas por Jesús, y de ideas
antiguas trasferidas a él como diferentes momentos de su vida. La sencilla armazón histórica de la vida de
Jesús... quedó envuelta en las más diversas y razonadas espirales de reflexiones y fantasías piadosas, al
trasformarse en hechos todas las ideas que el naciente cristianismo tuvo sobre su maestro desaparecido, en -
tretejidas con la trama de su vida.
TEXTO 3: Es cierto que, en mi opinión, ya no podemos saber nada, casi, de la vida y la personalidad de
Jesús, dado que las fuentes cristianas no se interesaron en ellas, que además son muy fragmentarias e
invadidas por la leyenda, y que no existen otras fuentes relativas a Jesús. Lo que en los últimos ciento
cincuenta años, aproximadamente, ha sido escrito sobre la vida, la persona, la evolución interior, etc. de
Jesús es fantástico y novelesco... En el presente libro no he tocado para nada esta cuestión, en último
análisis no porque nada de cierto se sepa al respecto, sino porque a mi juicio la cuestión realmente no tiene
importancia
18
TEXTO 4: Al margen de otras señas de identidad, Jesús fue un judío de Galilea, y el movimiento jesuánico
fue, al menos en los inicios, judeo-galileo o, en todo caso, judeo-palestino... Hay... dos vías de acceso a
Jesús: la historia del cristianismo primitivo, que cabe concebir como historia efectúa! de Jesús, y la historia
de Palestina, que fue el campo de acción de Jesús... Los accesos se complementan y en parte se solapan.
Jesús y los inicios del cristianismo primitivo forman parte de la historia del judaísmo palestino.
TEXTO 5: Hay que señalar por último que ambas fuentes [Mc y Q] se comportan de modo totalmente
homogéneo en relación con el material que ofrecen para ahondar en la personalidad moral de Jesús. Las dos
ofrecen una imagen espiritual armoniosa cuyo rasgo fundamental consiste en la viva conciencia de un Dios
que está presente en todo tiempo y lugar, se trata de un proceso vital que progresa multilateralmente y cuyo
principio dinámico es el factor religioso-moral.
2.-¿Cuál de los siguientes lemas crees que se ajustaría mejor a las actitudes de las cinco
etapas que aparecen en el ejercicio anterior?21:
a) No necesitamos saber nada de Jesús
b) Podemos saber algo de Jesús
c) Podemos saber mucho sobre Jesús
d) ¡Vamos a saberlo todo sobre Jesús!
e) Ya lo sabemos todo sobre Jesús, al menos lo que hemos de saber
21
Cf. GONZÁLEZ FAUS, J. I., La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 1984, p. 32.
19
2ª Sesión
La historia de Jesús de Nazaret.
Rafael Aguirre
1. Introducción
La investigación histórica sobre Jesús ha conocido diversas fases. Los discípulos de
Bultmann reaccionaron contra el escepticismo de su maestro promoviendo lo que se llamó "la
nueva búsqueda" del Jesús histórico [Käsemann 1954], mucho más cauta que la emprendida
por el racionalismo optimista del XIX, y motivada teológicamente: se buscaba anclaje para la fe
cristológica y los estudios los realizaban exégetas y en el marco de facultades de teología, fun-
damentalmente alemanas. Aquí hay que situar a los trabajos de Bornkamm, Conzelmann,
Schürmann, Cullmann, Jeremias (con matices), etc. La gran renovación de la cristología
posconciliar es muy deudora de esta exégesis sobre el Jesús histórico (Rahner, González
Faus, Sobrino, Boff, Ducoq, Moltmann, etc).
A partir de los años 80 del siglo pasado se abre paso una nueva orientación en los estudios
históricos sobre Jesús, sin que sea posible ahora explicar ni sus causas ni sus características
[Aguirre 1995; Bartolomé 2001; Witherington 1995]. Sí diré que esta famosa "third quest" o
"tercera búsqueda" es una investigación que procede fundamentalmente del mundo
anglosajón, que es muy interdisciplinar y que, en buena medida, se hace al margen de las
instituciones teológicas y de las referencias confesionales. La producción es enorme, de valor
muy desigual, pero es indudable que se han abierto perspectivas de sumo interés. En mi
opinión, la reflexión cristológica y eclesiológica no se ha confrontado aún con los resultados de
estas nuevas investigaciones bíblicas.
En las páginas que siguen me propongo nada menos que realizar una síntesis de lo que
desde el punto de vista histórico se puede decir con relativa solidez sobre Jesús de Nazaret.
Tarea complicada y más si debe hacerse en un espacio reducido, lo que obliga a seleccionar
algunos aspectos y no permite justificar suficientemente las afirmaciones que se hacen ni citar
ni considerar las opiniones de otros autores. Tampoco es posible abordar las cuestiones
previas y decisivas de carácter metodológico: las fuentes, su valoración y los criterios de
historicidad.
Quiero dejar bien claro que intento hablar desde el punto de vista histórico, evitando en lo
posible la criptoteología [Crossan 1999, XXIII], que es la que ha predominado en los estudios
Profesor de Teología Bíblica. Bilbao.
20
sobre el llamado "Jesús histórico”, y la autobiografía, y me refiero al conocido dicho de que los
estudios sobre Jesús han solido servir poco para conocer a este personaje, pero mucho para
conocer la mentalidad de quien los realizaba. Creo que lo que voy a decir está sólidamente
fundado y es racionalmente muy defendible, aunque, por supuesto, es también muy discutible.
Así es la naturaleza del saber histórico, que no se impone apodícticamente y que avanza por
tanteos y acercamientos progresivos. Esto es verdad siempre, pero mucho más cuando, como
en el caso de Jesús, las fuentes son escasas y muy interesadas, y su estudio además implica
con facilidad y en grado sumo la subjetividad de quien lo realiza.
Dada la naturaleza de los evangelios -los sinópticos tienen un esquema muy simple y muy
teológico de la vida de Jesús y, además, muy diferente a Juan-, probablemente no es posible
una presentación secuencia!, ordenada y cronológica de la vida de Jesús. Incluso es posible
que de lo que yo diga no resulte una visión sistemática y coherente de lo que Jesús hizo y dijo.
Puede deberse al carácter fragmentario de nuestras fuentes, también a la naturaleza simbólica
y poética del lenguaje de Jesús, tan maltratado por la teología posterior; pero hay otro factor:
los cambios y hasta las contradicciones que, con frecuencia, caracterizan el mensaje y los
comportamientos de los grandes carismáticos, que es un factor que suele aumentar su
prestigio entre sus seguidores [J.C. Sanders 1998]. Y, por supuesto, parece muy verosímil que
se diese una verdadera evolución a lo largo de la vida de Jesús en la comprensión de aspectos
centrales de su mensaje.
21
proceso de helenización, aunque Séforis y Tiberias mantenían una fisonomía
predominantemente judía (en Séforis no se han encontrado restos paganos para el siglo 1)
[Meyers 1997; Chancey 2001 ], pero era el lugar de residencia de la élite de funcionarios y
propietarios. Cuando posteriormente, el año 66 estalló la sublevación judía, ambas ciudades
adoptaron una postura pro-romana totalmente opuesta al campesinado galileo. Utilizando una
terminología técnica [Freyne 2000], se puede decir que Séforis y Tiberias no eran ciudades
ortogenéticas, nacidas como desarrollo de un entorno rural y en relaciones armoniosas con él,
sino heterogenétícas, es decir, en virtud de un influjo externo y que resulta un elemento extraño
que rompe los equilibrios tradicionales del entorno rural.
De hecho la situación del campesinado galileo del tiempo parece que era sumamente difícil.
Gravaban sobre ellos enormes cargas impositivas, con las que los herodianos financiaban su
política de grandes obras públicas; a esto hay que añadir los impuestos exigidos por el Templo
de Jerusalén. Las pequeñas propiedades agrícolas familiares no podían hacer frente a tal
situación. Consecuentemente se daban un proceso de concentración de la propiedad, de modo
que los pequeños propietarios se convertían en jornaleros, a veces incluso en esclavos, y la
emigración fuera del país era muy numerosa.
La ciudad siempre ejerce una cierta fascinación sobre su entorno social. Pero esta
fascinación puede ser de atracción por las nuevas formas de vida o de rechazo de los valores y
costumbres que se ven como algo ajeno y perjudicial. Esto último es lo que sucedía en la
Galilea del siglo I. Los sectores rurales veían con hostilidad a las ciudades introducidas por los
herodianos, que rompían sus formas tradicionales de vida y les perjudicaban económicamente.
Se puede decir que frente a una "economía de reciprocidad" de carácter tradicional, basada
en la familia como unidad de producción y consumo, los herodianos, pro-romanos imperialistas,
introducían una "economía de re-distribución" en la que un gran poder central (el Imperio y el
Templo) acumula una riqueza creciente, de cuyo reparto sale muy favorecida una élite.
La tensión campo-ciudad es clave para entender la función social de Jesús y su mensaje.
No es exagerado afirmar que la Galilea del tiempo estaba atravesada por una crisis con hondas
repercusiones culturales y económicas. Desde ahora quiero llamar la atención sobre el hecho
muy significativo y probablemente nada casual de que Jesús no aparezca nunca en los
Evangelios visitando los núcleos urbanos importantes.
En Galilea reinaba un acendrado espíritu judío, pero la región estaba abierta a una notable
influencia helenística. Basta una mirada al mapa para comprender que lo contrario sería
imposible. La ribera occidental del Lago, de especial importancia en el ministerio de Jesús,
estaba muy poblada y abierta a las relaciones con el entorno pagano. Cafarnaún, que fue algún
tiempo centro de operaciones de Jesús, estaba muy cerca de Tiberias, la capital, y de
Magdala/Tariquea, una localidad importante conocida por su industria de salazón de pescado.
Los pescadores de Cafarnaún y Betsaida, ésta ya en el territorio de Filipo, inevitablemente
debían tener relaciones con la cercana ribera oriental y pagana. Cerca de Cafarnaún pasaba la
vía que llevaba a la Decápolis, como sabemos por los datos del evangelio y por el
descubrimiento de una piedra miliar, que puede verse en la actualidad en las excavaciones de
la mencionada ciudad.
22
Desde muy pronto se suscitó una gran controversia en torno al origen de Jesús. Sectores
judíos le acusaban de ser hijo ilegítimo de María y el reproche, que en aquella cultura resultaba
gravísimo, quizá se refleje ya en los evangelios (Jn 8, 41). ¿Trataban así los judíos de
contrarrestar la fe de los cristianos en la concepción virginal? Caben diversas hipótesis y el
historiador probablemente no puede llegar a soluciones definitivas en esta cuestión, que no
deja de suscitar estudios [Meier 1998, 236-241; Chilton 2000], alguno serio, pero la mayoría
sensacionalistas y arbitrarios.
Cuando tiene ya en torno a 30 años Jesús aparece acudiendo a la llamada de Juan Bautista
que promueve un movimiento de conversión en el desierto, junto al río Jordán. Me permito una
hipótesis: considero inverosímil que Jesús permaneciese hasta ese momento en el domicilio
familiar y trabajando en el oficio paterno. En efecto, la hondura de su experiencia religiosa, su
capacidad de discusión y su conocimiento de las Escrituras parecen suponer que antes de ir
donde Juan Bautista ha precedido un periodo de búsqueda religiosa y de contacto con otros
grupos judíos. Es decir, un proceso semejante al que siguió Flavio Josefo, tal como describe en
su Autobiografía (II,10-12).
No hay duda de que Jesús se sometió al bautizo de Juan Bautista y de que esto supuso
una experiencia muy importante en su vida. Después se independizó, quizá con otros, de Juan
y durante algún tiempo parece que desarrolló una actividad bautismal (el dato de Jn 3,22
difícilmente puede haber sido inventado por la comunidad cristiana y el mismo Jn en 4,1-2 trata
de corregirlo). Pero pronto la predicación de Jesús y el movimiento que promovió aparece con
unas características propias y diferentes de las de Juan, como más tarde veremos.
4. El Reino de Dios
Es indudable que Jesús proclamó el Reino de Dios [Meier 1999, 293-592; Aguirre 2001,11-
52]. La expresión aparece numerosas veces en la tradición sinóptica, pero pronto cayó en
desuso en la iglesia (en Juan aparece 2 veces; en Pablo 7/8). Sí era una expresión conocida en
el judaísmo del tiempo, pero no excesivamente preponderante. Y hay una serie de expresiones
en torno al Reino de Dios (por ejemplo, "entrar en el Reino") que sólo aparecen en los
Evangelios.
Este dato es de vital importancia. El lenguaje no es el uso de etiquetas indiferentes o
asépticas, sino que procede de una determinada experiencia, que después contribuye a
cultivar. Jesús no hace una exposición sistemática en torno al Reino de Dios, utiliza un lenguaje
simbólico, poético y sugerente. Parte, por supuesto, de la comprensión judía, pero la va
matizando de una forma muy particular.
Hay salmos que celebran en el Templo de Jerusalén la realeza universal y permanente de
Dios: "¡Pueblos todos, tocad palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Porque Yahvé, el
Altísimo, es terrible, el Gran Rey de toda la tierra... ¡Tocad para nuestro Dios, tocad, tocad para
nuestro Rey, tocad! Es Rey de toda la tierra. Reina Dios... Sentado en su trono sagrado" (Sal
47; Cfr. Sal 93; 96-99).
Pero hay otra concepción del Reino de Dios que aparece en momentos de singular
tribulación del pueblo, en el momento del exilio, reflejado en el Deutero-lsaías, y en el momento
de la terrible opresión de los Seleúcidas, como se refleja en el libro de Daniel [Albertz, 550.
817-819]. En estos momentos el Reino de Dios se proclama en neto contraste con los reinos
opresores del presente, pretende suscitar la resistencia y esperanza de un pueblo que sufre y
se refiere a una intervención futura y liberadora de Dios, que cambiará la historia.
Daniel, en los capítulos 2 y 3, habla de la visión de una estatua enorme y terrible, con la
cabeza de oro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas
de hierro, sus pies parte de hierro y parte de arcilla. Representa a los diversos imperios que
han ido oprimiendo a los santos. Pero después, "sin intervención de mano alguna", se
desprende una piedra que pulveriza a la estatua enorme y terrible, y que acaba convirtiéndose
en un gran monte que llena toda la tierra. Se está refiriendo al Reino de Dios, "que jamás será
destruido y subsistirá eternamente" (Dan 2,44).
23
Para el Dt-ls, la proclamación del Reino de Dios equivale a anunciar la liberación a los
exiliados, el retorno a su tierra; es la buena noticia de la paz y de la salvación (52,7).
Es claro que a lo largo de la historia, quizá ya en la Biblia misma, Reino de Dios es una
expresión profundamente ambigua y con funciones sociales diversas y hasta contradictorias
[Aguirre 1998, 54-57]. En los profetas es la expresión del ansia de liberación de los oprimidos,
suscita su esperanza y tiene una fuerte carga socio-crítica.
En este punto me parece especialmente importante evitar el anacronismo y el
etnocentrismo, y situar estas ideas en el concepto de su tiempo, para lo que es especialmente
útil unos trabajos recientes de Theissen (2001) y, sobre todo, de Malina (2000). La religión de
Jesús, centrada en el Reino de Dios, es una religión política y voy a explicar en qué sentido. A
diferencia de lo que sucede en el mundo occidental de nuestros días, la religión en el mundo
mediterráneo del siglo I no era una variable independiente de la vida social, sino que se vivía
siempre incrustada en los dos grandes ámbitos de experiencia del tiempo, que eran el ámbito
de lo político, el mundo de la polis, de la vida pública, y el ámbito de la casa/familia, que no
equivale simplemente a lo que hoy entendemos como espacio privado. Había una religión
política, la religión oficial, la de la ciudad, los cultos públicos y una religión doméstica, la de la
casa. En el Imperio, junto a la religión oficial, con sus templos y divinidades, con su culto al
emperador, había una religión muy viva y muy diferente, con su culto a los antepasados, a los
lares y penates, con altares y ritos, en los que el paterfamilia tenía un papel muy especial.
El yahvismo era, ante todo, una religión política, la del pueblo de Israel, que impregnaba
toda su vida pública, pero también tenía, como no podía ser menos una dimensión doméstica
muy importante. (Otra cuestión, muy interesante por cierto, es la de la religión doméstica a lo
largo de la historia del pueblo judío, que con frecuencia se alejaba más de lo que se suele creer
de las pautas yahvistas y aceptaba usos del entorno pagano).
Pues bien, la religión de Jesús, centrada en el Reino de Dios, es una religión política en
este sentido aristotélico y pre-maquiavélico del término, porque se dirige a todo Israel y
pretende configurar la vida del pueblo. Lo que Jesús proclama es que ese Reino de Dios tan
anhelado, no sólo está cercano, sino que, de algún modo, está ya irrumpiendo en el presente.
"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca" (Me 1,15). "Si yo expulso a los
demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Mt 12,28).
Pero también hay una serie de dichos de Jesús (sin ir más lejos la petición "venga tu Reino"
de la oración del Padre Nuestro) que dejan ver que la plenitud del Reino de Dios es futura —
quizá sería mejor decir venidera—, y está orgánica y directamente vinculada con algo que ya
está dado en el presente y que es inseparable de su actuación. Este dato me parece
históricamente incuestionable; otra cosa es que se le considere a Jesús un iluso, un iluminado
o un profeta.
Esta vinculación entre pasado y presente del Reino de Dios está especialmente clara en
algunas parábolas, por cierto bellísimas. Es como un grano de trigo que alguien entierra en el
campo y que por su propia fuerza acaba dando una cosecha espléndida; o como la semilla de
mostaza, la más pequeña de todas las semillas, que se convierte en un árbol en las que
pueden anidar las aves del cielo; o como un poco de levadura, invisible al principio en medio de
la masa, pero que al final la hace fermentar a toda ella.
Todas estas son parábolas de contraste entre una situación en que aparentemente no hay
nada nuevo, los inicios son muy modestos, decepcionantes sin duda para las expectativas
mesiánicas del tiempo, y un final espléndido; pero ponen también de relieve que el futuro es el
desarrollo del presente, que, de algún modo, está contenido en él.
En la historia de la investigación hemos asistido a un gran bandazo, a base de forzar los
textos, eligiendo unos y eliminando otros, y de leerlos anacrónicamente. La llamada
"escatología consecuente", una exégesis fundamentalmente germana, basándose sobre todo
en el Evangelio de Mc, en quien se depositaba la máxima confianza al ser tenido por el más
antiguo y de mayor valor histórico, hacía de Jesús un apocalíptico que esperaba la irrupción
inminente del Reino de Dios entendido como una catástrofe cósmica y el fin del mundo
[Schweitzer, Ehrman, Allison]. Ahora, como reacción, una importante tradición exegética, sobre
24
todo norteamericana, basándose en una peculiar interpretación de la fuente Q [KIoppenborg]
(han perdido la confianza en Mc, al considerarla una obra fundamentalmente teológica)
[Wrede], hacen de Jesús un sabio que habla del Reino de Dios como una posibilidad abierta y
presente a todo ser humano para que viva de una forma mucho más libre y auténtica [Crossan,
Borg].
Para Jesús el Reino de Dios es una buena noticia; es un tesoro, cuyo descubrimiento llena
de alegría. Es notable la diferencia con su maestro Juan Bautista que subrayaba el aspecto
justiciero y amenazante de la venida de Dios.
El Reino de Dios no viene acompañado de signos apocalípticos, ni se identifica con la
fuerza histórica de un grupo ni con la expulsión de los paganos. Jesús invita a descubrirlo, a
aceptarlo, a acogerlo y a llenarse de alegría. Este momento que llamaría de pasividad, de
descubrimiento y aceptación del misterio que se ofrece, tan característico de la experiencia
religiosa, es central en Jesús. Y creo que no ha sido tenido en cuenta suficientemente por la
reciente teología en torno al Reino de Dios. Pero, por supuesto, para Jesús como buen judío la
aceptación del Reino de Dios debe fructificar en buenas obras en la propia vida. Y en esto es
también muy imperioso. Dejar pasar esta oportunidad es perder la propia vida.
Se ha dicho que Jesús pretende "la congregación escatológica de Israel" [E.P. Sanders
1985], es decir que el pueblo de Israel acepte esta intervención decisiva de Dios, que está en
trance de realización, que cambiará radicalmente la historia, pero que no supondrá su
abolición. Las imágenes de catástrofes cósmicas, en la medida en que puedan remontarse a
Jesús, son un género literario, que encontramos en los profetas, con el que se pretende
subrayar la importancia del momento que se está viviendo [Borg 1984].
El Reino de Dios será una situación teocrática e implicará una vida de renovada fidelidad de
Israel a Yahvé. Dentro del variado mundo de las esperanzas escatológicas judías, para Jesús
el Reino de Dios supondría la restauración de las doce tribus y probablemente la edificación de
un templo nuevo y glorioso [E.P. Sanders 1985]. Jesús no se dirige a los paganos y se mueve
en la línea de la escatología profética: todos los pueblos reconocerán a Yahvé cuando en Sión
resplandezca su gloria.
Hay un aspecto muy importante que suele pasar desapercibido: la proclamación del Reino
de Dios situado en su contexto histórico conllevaba necesariamente una carga de crítica
respecto de la teología imperial. Por tal entiendo la ideología que sacralizaba las estructuras del
Imperio Romano que absolutizaba la Pax Romana y divinizaba al emperador [Fears 1981].
Esta teología imperial se encontraba por todas partes: en las monedas, en las inscripciones,
en los monumentos, en las festividades y en las obras de los grandes autores. Proclamar el
Reinado de Dios como valor central y supremo suponía una crítica radical de la ideología
legitimadora del imperio que a los romanos no les podía dejar indiferentes.
(Se explica así que San Pablo, que quiere extender el cristianismo por el imperio, elimine
prácticamente la expresión Reino de Dios, que le hubiese acarreado un conflicto mortal para
sus pequeñas comunidades aún nacientes).
5. Valores alternativos
En medio de la gran disparidad existente en las investigaciones históricas sobre Jesús hay
un dato que reúne un consenso amplísimo: el reconocimiento de una cierta marginalidad de
Jesús que después se explica de diversas maneras. Está suficientemente claro que Jesús
adoptó actitudes un tanto contraculturales, que suponían un cierto desafío a los valores
hegemónicos. Al hablar de su actitud ante la ley volveremos sobre este punto.
Antes estas actitudes "contraculturales", radicales, se explicaban en virtud de la "ética
provisional" de quien esperaba un fin del mundo inminente. Hoy hay quienes las atribuyen al
influjo de la filosofía cínica tan crítica con su sociedad que pretende cambiar radicalmen te sus
valores [Crossan, Mack, Downing].
Pero en Jesús es el alborear el Reino de Dios lo que le lleva a ver y valorar la realidad de
una forma diferente. Así se explica que proclame bienaventurados a los pobres, a los que
lloran, a los hambrientos. No, por supuesto, porque estas situaciones sean un bien en si
25
mismas, sino por todo lo contrario. En la medida en que el Reino de Dios se afirme, estas
situaciones van a cambiar, lo que se traduce ya desde ahora en consuelo y esperanza.
El honor, el valor central en aquella cultura [Malina 1995, 45-84], que dependía
fundamentalmente del linaje y que se manifestaba en una serie de signos externos es
reinterpretado a la luz de la nueva experiencia del Dios que se acerca: "los últimos serán los
primeros"; "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir".
El dinero no es señal de la bendición divina, como lo consideraba la teología rabínica, sino
el mayor impedimento para entrar en el Reino de Dios.
Las estructuras patriarcales quedan relativizadas y cambia profundamente la consideración
de los niños y de las mujeres. En el punto siguiente tendremos ocasión de profundizar en este
aspecto, ciertamente clave, de la actitud de Jesús.
6. La Ley
Precisar la actitud de Jesús ante la Ley no es nada fácil, porque no hizo pronunciamientos
generales y, además, porque las grandes controversias que se dieron sobre el tema en la
Iglesia primitiva se refleja en los textos evangélicos dificultando la crítica histórica. Hay una
diferencia notable en cómo presentan las cosas el judeocristiano Mateo y el paganocristiano
Marcos.
Se trata, sin duda, de un problema de vital importancia en nuestro estudio y me atrevo a
sintetizar en una serie de puntos la actitud de Jesús.
Jesús fue siempre un judío fiel y, por tanto, respetuoso y cumplidor de la ley. En
general tiene una notable afinidad con el judaísmo abierto de Hillel, aunque en algún
caso, concretamente en lo referente al divorcio, se acerca más a la postura de Shamai.
Al rico que le pregunta qué tiene que hacer para alcanzar la vida eterna le
responde "cumple los mandamientos" (Mt 19,17) y, además, los enuncia: "No matarás,
no cometerás adulterio, no robarás..." (Mt, 19,18-19; Me 10,19). También es verdad
que el punto de partida de la predicación de Jesús y lo más importante de ella no reside
en la explicación de la ley.
Jesús radicaliza aspectos de la ley. No basta con no matar, sino que hay que evitar
otro tipo de agresiones menores e incluso los insultos. Pensemos también en la
prohibición del divorcio. Esta enseñanza de Jesús parecía no tener paralelo alguno en
el mundo judío de la época, pero se ha encontrado una doctrina muy similar en el Rollo
del Templo (1 Q Rollo del Templo 57,17-19; TQ 223). En el Documento de Damasco se
fundamenta la prohibición del divorcio en el orden primigenio querido por Dios en la
creación (Documento de Damasco 4, 20-21; TQ 83), que es exactamente lo que hace
Jesús (Mc, 10,5-9).
En la cuenta de esta radicalización ética hay que poner también la denuncia de
tradiciones humanas que ocultan y desvirtúan la intención profunda de la Ley (Mc 7,8-
13; Mt 23,23).
Jesús relativiza -sin que esto suponga su simple abolición- los preceptos rituales,
concretamente los referidos al sábado y a las normas de pureza. La Iglesia posterior,
por razones polémicas, acentuó este rasgo, que se remonta sin duda a Jesús. Hay
dichos que pueden proceder de él: "No es lo que entre de fuera sino lo que sale de su
boca lo que puede hacer impuro al hombre" (Mc 2,27; Mc 7,15; Mt 15,11); "Ay de
vosotros que purificáis el exterior de la copa y de los platos pero dentro están llenos de
robo y de codicia" (Lc 11,39; Mt 23,25; Ev. Tom 89); "Ay de vosotros que pagáis el
diezmo de la menta, del anís y del comino, y abandonáis la justicia, la misericordia y la
fe. Esto es lo que habría que practicar, aunque sin abandonar lo otro" (Mt 23,23; Lc
11,42).
Jesús aceptó la relación con gente tenida como impura, pecadores y
publícanos, probablemente prostitutas, y lo hacía sin importarle las críticas porque
quería anunciar y hasta visibilizar que el Reino de Dios se ofrece a todos y a nadie
excluye.
26
Relativizar los preceptos rituales y las normas de pureza era poner en peligro la
identidad étnica que estos garantizaban. En efecto, como saben bien los antropólogos,
las normas de pureza son barreras que separan a los judíos de los demás pueblos, a la
vez que suponen el control de los cuerpos de los miembros de Israel por parte de sus
autoridades religiosas.
Jesús promovió un movimiento de renovación intrajudío en un momento de una
crisis generalizada y grave en su pueblo. Habían surgido otros movimientos de
renovación, que se caracterizaban por radicalizar las normas de pureza, por reafirmar
la identidad étnica y que, por tanto, eran movimientos exclusivistas; se dirigían a una
élite de puros y elegidos. Es lo que caracteriza a los fariseos, nombre que quiere decir
"los separados"; los esenios de Qumrán traducían esta separación físicamente y se
iban al desierto, lejos de un pueblo y de unas instituciones corrompidas y
contaminadas; ellos eran el verdadero Israel que esperaba al Mesías.
El movimiento de Jesús se caracteriza por lo contrario, por ser inclusivo, por
buscar a la gente, por no marginar a nadie, por anunciar a todos la llegada de Dios y su
Reino. No es ninguna casualidad que esta actitud y este anuncio desencadenasen un
fuerte conflicto intrajudío.
También quiero apuntar que el desarrollo posterior del cristianismo, con la
apertura a los paganos, con toda la novedad que introdujo respecto a lo que fue el
horizonte histórico de Jesús, estuvo posibilitado, de alguna forma, por el carácter
inclusivo del más primitivo movimiento de Jesús y por su relativización de las fronteras
étnicas con las que Israel protegía su identidad.
Lo más característico de la interpretación jesuánica de la ley es la importancia dada al
amor al prójimo. "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?", le preguntan.
Responde: "El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y
amarás al Señor tu Dios... El segundo es amarás al prójimo como a ti mismo" (Mc 12,
28-31). Jesús está citando el mandamiento de Lev 19,18. Había grandes discusiones
en el judaísmo en torno a cómo había que entender "el prójimo" de este texto,
concretamente qué extensión tenía.
Cuando le preguntan a Jesús su opinión ("¿Quién es mi prójimo?") responde
con la parábola del buen samaritano (Lc, 10,29-37), que probablemente es histórica y
responde al más puro estilo de Jesús: replantea de forma provocadora la pregunta que
se le hace. La cuestión no es tanto "quién es mi prójimo", sino quién es capaz de
hacerse prójimo del hombre abatido en el camino. Es decir. Jesús invita a pensar la
moral y el amor desde las víctimas.
En el judaísmo del tiempo había quienes limitaban el prójimo a los miembros
del pueblo judío. Así los LXX traducen "prójimo" por "prosélito" en Lev 19,18, es decir
paganos convertidos al judaísmo. Sin embargo en el judaísmo helenista sobre todo,
pero también en el judaísmo palestino, había interpretaciones más amplias que se
abrían al amor al extranjero. Parece que es lo que piensa Jesús.
Es muy claro, sobre todo, cuando inculca la no violencia y el amor a los
enemigos, que sin duda proceden de Jesús y constituyen el culmen de su moral. Los
evangelios presentan unas formulaciones radicales y provocativas, que plantean
numerosos problemas tanto literarios como de aplicabilidad, en los que no podemos
entrar ahora. No se refiere sólo al enemigo personal, sino también al del pueblo como
tal (está muy claro que Mateo, el evangelista más judío, así lo entendió, porque en 5,41
se refiere a una imposición romana). Estas afirmaciones de Jesús se pueden y se
deben situar en el contexto judío de su tiempo, porque no son meras doctrinas
intemporales. Concretamente hubo un par de movilizaciones populares judías no
violentas frente a Pilato que resultaron eficaces (AJ 18,271 s; BJ 2,174. 195-198)
[Theissen 1985, 103-147].
La justificación teológica del amor a los enemigos es muy rica, pero me fijo sólo
en un aspecto: "Para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace
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salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos" (Mt 5,45). Se
encuentra aquí un motivo clave de la espiritualidad judía: la imitación de Dios [Aguirre
2001, 37]. Lo propio de Jesús es que se trata de imitar a un Dios que es bueno, que es
amor, y cuya bondad se manifiesta en la creación ("hace salir su sol...") y también en la
llegada de su Reino.
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inmundos y de recuperarlos para la convivencia humana pero esto tenía innegables
repercusiones sociales: los gerasenos lo consideran un desestabilizador peligroso y le piden
que se vaya (Mc 5,17); en otro caso se levantan reacciones muy distintas y mientras unos
sospechan que Jesús es el Hijo de David, otros, los fariseos, afirman que, "expulsa los
demonios por Beelzebul, príncipe de los demonios" (Mt 12,23-24). Se trata obviamente de
interpretaciones culturales pero que responden a intereses distintos y por eso son tan
diferentes.
Nos encontramos aquí con un caso del etiquetamiento negativo de Jesús, del intento de
estigmatizarle socialmente, es decir de desacreditarle ante el pueblo y de impedir su influencia;
un aspecto de grave conflicto que Jesús provocó en el sociedad judía.
8. El grupo de Jesús
Jesús convocaba a todos los judíos en vista del Reino de Dios. Ni rompió con el judaísmo ni
pretendió fundar una institución propia en Israel, ni, menos aún, aparte de Israel.
Pero el judaísmo del siglo I, sobre todo antes de la catástrofe del año 70, era enormemente
plural. Precisamente porque su unidad es étnica el judaísmo no necesita propiamente una
ortodoxia doctrinal; y en tiempo de Jesús había una diversidad muy grande de tendencias,
grupos, interpretaciones y movimientos populares.
En torno a Jesús se formó un grupo con características propias, como sucedía con los
maestros y profetas; encontramos gentes con diversos grados de vinculación con el maestro y
su movimiento.
• La creación de "los Doce" es muy probable que se remonte a Jesús (denominarles apóstoles
es, sin embargo, postpascual). Difícilmente puede ser una invención que quien traicionó a
Jesús fuese un miembro de este grupo.
En la más pura tradición profética, Jesús realizó una serie de gestos simbólicos a lo
largo de su vida, uno de los cuales fue la constitución de los Doce (otros gestos simbólicos
fueron la purificación del Templo, las comidas con pecadores y publicanos, los gestos con el
pan y el vino en la cena de despedida...). Es claro que los Doce hacen referencia a los doce
patriarcas y a las doce tribus, y la creación de este grupo simboliza la voluntad de Jesús de
congregar al Israel escatológico para la llegada del Reino de Dios.
• Hay también una serie de discípulos que son seguidores itinerantes de Jesús. Su número
sería variable y muchas palabras de Jesús se dirigen a este grupo que lleva una vida radical
y desinstalada; es evidente que entre estos discípulos hay un cierto número de mujeres, lo
que no deja de ser un fenómeno muy notable.
• Un tercer círculo está formado por lo que se suele llamar "simpatizantes locales", gentes que
permanecen en sus casas y vida cotidiana pero que acogen a Jesús y a sus discípulos y, de
algún modo, se identifican con ellos. Tengamos en cuenta que el ministerio itinerante de
Jesús se desarrolló fundamentalmente en un área no muy extensa de Galilea.
• Más allá de estos simpatizantes locales, Jesús alcanzó un eco popular muy amplio y positivo
en las zonas rurales de Galilea. Los evangelios están llenos de indicaciones tales como "su
fama se extendía por todas partes", "acudían a él muchedumbres", "se agolpaba la gente
junto a él", "se quedaban admirados de su enseñanza"...
No hay datos para pensar que este eco popular positivo disminuyese a lo largo de la vida
de Jesús. Durante su estancia final en Jerusalén, la gente (es cierto que puede tratarse,
sobre todo, de galileos que han peregrinado para la fiesta) le tiene por profeta, está pendiente
de sus palabras y es el favor popular con que cuenta lo que impide que las autoridades le
pueden detener.
Este eco popular de Jesús podía movilizar a masas relativamente importantes de gente y
éste es un factor clave de la peligrosidad de Jesús a los ojos de las autoridades (Jn 11,46-
53). Un profeta aislado y sin seguidores, por muy exaltados que sean sus planteamientos y
proclamas, no es peligroso y no causa mayor preocupación en los responsables del orden.
29
Nos encontramos ya hablando del conflicto en la vida de Jesús, elemento absolutamente
central y clave hasta el punto de que desemboca en el hecho históricamente más claro de su
vida: en su crucifixión.
Los evangelios proyectan sobre la vida de Jesús los grandes conflictos que sostuvieron los
cristianos con la sinagoga, sobre todo a partir del año 70. Por tanto hay que adoptar una serie
de cautelas críticas para interpretarlos.
Contra lo que han solido decir autores muy famosos, aún recientes, es totalmente incorrecto
hablar de oposición de Jesús al judaísmo o de ruptura con él. Pero tampoco se puede negar,
como pretenden algunos judíos actuales, que Jesús provocó un importante conflicto intrajudío.
Por cierto que otros personajes también lo hicieron y con mayor intensidad que Jesús;
pensemos en el Maestro de Justicia de Qumran.
Es indudable que la actitud del grupo de Jesús se diferenciaba de la de otros grupos judíos
del tiempo. Antes he mencionado las diferencias de Jesús con Juan Bautista que el pueblo
captaba fácilmente. Juan es un asceta que se retira del mundo y anuncia un Dios justiciero;
Jesús, lejos de tener rasgos ascéticos, busca a la gente, convive con ella y anuncia un Dios
acogedor y cercano: "Porque ha venido Juan Bautista que no comía pan ni bebía vino y decís:
demonio tiene. Ha venido el hijo del hombre que come y bebe y decís: Ahí tenéis a un comilón
y borracho, amigo de publicanos y pecadores" (Lc 7, 33-34).
Recurriendo otra vez a un esfuerzo de síntesis, creo que en el conflicto de Jesús se pueden
distinguir tres aspectos.
• A Jesús hay que situarle respecto a la tensión existente en Galilea entre el campo y la ciudad,
entre las élites urbanas y el campesinado [Freyne 1994; Horsley 1987;Theissen-Merz, 198-
199]. La renovación de la vida social que Jesús identifica con el Reino de Dios encuentra
gran eco en el campesinado galileo, respondía a sus necesidades, pero no se identificaba
simplemente con la vuelta a los equilibrios tradicionales. Por el contrario, Jesús es
sumamente crítico con las élites urbanas, con los herodianos y con el nuevo tipo de
civilización que están introduciendo en Galilea. Creo que así se explica que Jesús, que
conocía bien las ciudades a través de su experiencia en Séforis, evitase visitar los núcleos
urbanos durante su ministerio que, por otra parte, se realizaba por entornos no muy lejanos
de ellos (hay que exceptuar la visita de Jesús a Jerusalén, que es evidentemente una ciudad
del todo singular).
Durante su estancia en Galilea, Jesús no se confrontó de forma directa con los
romanos, porque allí su presencia era prácticamente invisible.
• El gran conflicto de Jesús en Jerusalén fue con la aristocracia sacerdotal, y giraba, ante todo,
en torno a su actitud crítica respecto al Templo. A esto se añadía que su eco popular le
convertía en especialmente peligroso y consideraban necesario atajar su influencia. Juan
transmite una información histórica fidedigna cuando pone en boca de los sumos sacerdotes
las siguientes palabras: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales. Si le
dejamos que siga así, todos creerán en él; vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar
Santo y nuestra nación". En vista de lo cual deciden darle muerte y Jesús se escondió en
Efraim, una pequeña localidad en el límite del desierto, entre Judea y Samaria (11,47-54).
Lo que se suele llamar "la purificación del Templo", cuyo sentido exacto es difícil de
precisar, fue visto como un reto decisivo e inaceptable por parte de los sumos sacerdotes.
Fue la gota que desbordó el vaso y probablemente desencadenó los acontecimientos que
llevaron a la muerte de Jesús. Para entenderlo hay que tener presente que el Templo tenía
una función central ideológica, política y económicamente (atraía grandes sumas de dinero
de todos los judíos; en torno a las peregrinaciones se movían muchos intereses y servicios;
funcionaba como banco de depósitos). Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Quiénes
fueron los responsables de la muerte de Jesús? [Aguirre 1982].
Los evangelios presentan una comparecencia de Jesús ante el Sanedrín en pleno, que
le acaba acusando de blasfemo y decide darle muerte, al parecer emitiendo una sentencia en
tal sentido (Mc 14, 53-64 y par.). Es decir nos encontramos con un juicio de Jesús ante el
Sanedrín.
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En opinión de muchos especialistas, que comparto plenamente, esta escena es una
construcción teológica de la comunidad que pone en boca de Jesús su propia confesión
cristológica realizada a base de combinar Daniel 7,13 y el Salmo 110,1 (Mc 14,62). Hay
muchos datos que demuestran que no hubo un juicio de Jesús ante las autoridades judías y
que, por tanto, no fueron ellas quienes formalmente le condenaron. Sin embargo, debajo de
esta escena hay una cierta base histórica: la decisión de la aristocracia sacerdotal de eliminar
a Jesús, el recuerdo de una reunión conspiratoria para llevar adelante este propósito,
posiblemente algún interrogatorio a Jesús; pero no una reunión oficial del Sanedrín en pleno.
• ¿Tuvo Jesús algún conflicto con los romanos? Durante su estancia galilea Jesús no tuvo una
confrontación directa con los romanos, pero ¿qué pasó una vez en Jerusalén?; ¿intervino la
autoridad romana en la crucifixión de Jesús?
Hay una importante tendencia exegética que considera que el Evangelio de Marcos
tiene mucho de "apología pro-romanos": es un texto escrito en Roma y que encubre o
disimula la peligrosidad que los romanos descubrieron en la pretensión de Jesús y el conflicto
consiguiente.
Como hemos visto la proclamación del Reino de Dios tenía necesariamente una
resonancia de crítica política y de denuncia de la teología imperial que no podía dejar
indiferente a los romanos. Es indudable también que la decisión de crucificar a Jesús fue
tomada por el prefecto romano, como lo indica el uso de la cruz, que era un patíbulo romano.
Dados los usos imperiales, el prefecto de la remota Galilea podía con toda facilidad y sin
reparo alguno enviar al suplicio a un pobre hombre molesto, que encima contaba con la
enemistad de las autoridades de su pueblo.
Los textos de la comparecencia ante Pilato están muy reelaborados por razones
teológicas y apologéticas. No se puede excluir que hubiese un juicio y una sentencia romana
de muerte. Lo que se puede decir con mayor seguridad es que Jesús fue considerado
peligroso por los romanos, que no se limitaron a confirmar una sentencia emitida según el
código penal judío. Jesús había movilizado masas, había suscitado expectativas populares
intensas, que los romanos interpretaban como mesiánicas —de hecho algunos judíos
consideraron a Jesús un pretendiente mesiánico— y esto le convertía en un subversivo
peligroso con el que había que acabar cuanto antes.
En cualquier caso la autoridad sacerdotal judía estaba controlada por los romanos, que se
aseguraban su fidelidad y colaboración. De hecho el entente entre Caifás y Pilato fue
especialmente bueno y prolongado. Está muy claro que ambos colaboraron estrechamente
contra Jesús y su religión política, porque ambos poderes se vieron cuestionados por ella.
Aquí se plantean una serie de cuestiones muy importantes, pero también sumamente
discutibles e hipotéticas porque están relacionadas con la forma en que Jesús asumió el
desenlace trágico de su vida [Schürmann]. Recojo en una serie de puntos sintéticos lo que me
parece que se puede decir con más seguridad a la luz de las investigaciones críticas actuales:
a) En un momento dado y viendo cómo iban las cosas Jesús tuvo que contar con la
posibilidad de su muerte violenta. Es probable que, modificando su perspectiva primera,
interpretase su muerte como un servicio para la llegada del Reino de Dios.
b) En el judaísmo parece que no existía la idea de un Mesías sufriente. Jesús no interpretó
su muerte a la luz del Siervo sufriente de Isaías 53. Esto fue cosa de la Iglesia posterior.
c) Jesús celebró una cena de despedida con sus discípulos, en la que realizó un gesto
simbólico con el pan y con el vino, con el que quería expresar el sentido de su vida y de su
muerte, que presentía cercana [Aguirre 1997, 117-158].
d) Jesús en el momento de su muerte no se derrumbó. Además de su indudable experiencia
religiosa personal, la teología judía ofrecía recursos para afrontar una muerte como la suya
confiando en Dios.
e) La Parusía del Hijo del hombre o la Segunda Venida del Señor no se basa en palabras
del Jesús histórico, sino que son la reinterpretación cristológica, realizada por la fe postpascual,
de la esperanza en la venida del Reino de Dios [Aguirre 1997, 159-192].
31
En esta visión sintética sobre el Jesús histórico, cuya brevedad y rapidez más se lamenta a
medida que más avanza, y cuando llegamos casi al final se plantea una pregunta que aparece
varias veces en los evangelios y que, en nuestro caso, cumple casi las funciones de
recapitulación del recorrido realizado: ¿quien es Jesús? ¿Cómo situarle en el complejo y
variado judaismo de su tiempo? Algunos historiadores han creído posible definir a Jesús de
forma muy neta y clara: un rabí [Flusser], un sabio [Borg, Crossan, Mack], un mago [M. Smith],
un profeta [E. P. Sanders], un mesías revolucionario [Brandon], un carismático galileo [Vermes
1977], un apocalíptico [Ehrman]... A mí no me parece sensato contraponer históricamente estas
tipologías ni encerrar en una sola la figura tan compleja de Jesús.
Jesús tiene rasgos indudables de maestro, de sabio, de rabí. La gente y sus discípulos le
llaman con frecuencia "maestro". Su enseñanza tiene claros rasgos sapienciales: la referencia
a las aves del cielo y a los lirios del campo (Lc 12,22-31; Mt 6,25-34), a la providencia del Padre
(Lc 12,2-7; Mt 10, 26-31) o al Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos (Mt 5, 45), el
recurso a las parábolas, algunas de las cuales incluso tienen claros paralelos rabínicos.
Pero la predicación escatológica de Jesús, su anuncio de la llegada del Reino de Dios, le
asemeja a los profetas. Varias veces la gente equipara a Jesús con un profeta (Mt 16,14; Mt
21,11). Antes he hablado del trasfondo profético de su predicación en torno al Reino. No hay
que oponer la dimensión sapiencial y la profética que estaban en el judaísmo del tiempo mucho
más cerca, eran más compatibles, de lo que a veces se ha pensado [Marguerat].
Lo que no creo posible es comparar a Jesús con un apocalíptico. En efecto, no tiene una
visión dualista del mundo, ni espera que el eón futuro se afirme tras la destrucción del mundo
presente que estaría totalmente corrompido. El Reino de Dios ya está irrumpiendo, lo que
supone una visión más positiva de lo existente, y su plenitud conlleva una transformación
histórica, pero no una catástrofe cósmica y el fin del mundo. Además, Jesús, a diferencia de la
apocalíptica, no entra en especulaciones sobre el futuro ni en cálculos temporales.
Ahora bien, las tradiciones proféticas de Jesús experimentaron pronto, ya en el NT, un
nuevo proceso de apocaliptización, en el seno de comunidades que sufrieron persecuciones y
grandes dificultades. Como también las palabras del Jesús sabio experimentarán un desarrollo
sapiencial como se ve en el evangelio de Juan, en el de Tomás y en el Diálogo de la Verdad,
hasta llegar al gnosticismo. Ambos desarrollos, el apocalíptico y el gnóstico tienen su punto de
partida en Jesús de Nazaret, pero son desarrollos que van más allá de lo que fue él
históricamente.
El Jesús histórico, ¿se tuvo por Mesías? Mesías, que quiere decir ungido (en griego, Cristo),
podía tener muchos sentidos. Hay una comprensión, que podríamos llamar "mesiánico-
davídica", que era la esperanza en un rey de Israel victorioso, que derrotaría a los paganos y
restablecería la gloria del pueblo judío de una forma muy idealizada. Esta esperanza tenía un
cierto arraigo popular en tiempo de Jesús y está presente en los Salmos de Salomón, que son
del siglo I. Es claro que Jesús suscitó esperanzas mesiánicas de este estilo, pero él las rechazó
tajantemente y las vio como tentación. Su enseñanza se aleja y hasta se opone a este
mesianismo davídico. Pero queda el dato de que posteriormente se le designó como Mesías,
pese a que el escandaloso fracaso histórico de la cruz se oponía frontalmente a la imagen judía
del Mesías. Esto sólo es explicable por las expectativas mesiánicas que Jesús suscitó en vida.
Naturalmente cuando después sus seguidores pospascuales confiesan a Jesús como Mesías
están reinterpretando radicalmente este título a la luz de la vida, tan poco "mesiánica", de
Jesús.
De hecho lo que se suele llamar "el movimiento de Jesús" se diferencia notablemente de
los movimientos mesiánicos del tiempo y se asemeja, en cambio, a una serie de movimientos
proféticos que también se dieron por entonces, que suscitaban grandes esperanzas populares
y que, indefectiblemente, acababan mal por la intervención de las autoridades [HorsIey-
Hanson]. Quizá a los ojos de la autoridad romana no resultaba fácil distinguir entre movimientos
mesiánicos y proféticos, pero sus manifestaciones, inspiración ideológica y objetivos se
diferencian notablemente para una mentalidad judía, como también para un historiador
32
moderno. Y el dato es importante porque avala los rasgos proféticos de Jesús, como
personalidad que está en el origen del mencionado movimiento.
Como hemos visto. Jesús fue un taumaturgo popular y un exorcista. Utilizando una
categoría moderna diríamos que Jesús fue un líder carismático, es decir con una autoridad
basada en sus peculiares cualidades personales (no está basado en la tradición, no es
hereditaria, no depende de disposiciones legales y tampoco de acreditaciones académicas) y
que encuentra reconocimiento y adhesión en un cierto sector social. Jesús basa su autoridad
en su propia experiencia, considera que ha sido ungido por el Espíritu de Dios; probablemente
a lo largo de los Evangelios se pueden detectar experiencias religiosas históricas muy
especiales de Jesús, empezando por el bautismo, y que quizá podríamos interpretar con la
categoría antes mencionada de Estados Alterados de Conciencia (aunque a una exégesis
etnocéntrica y con una muy justificada prevención ante interpretaciones subjetivistas rayanas
en el fundamentalismo, le cueste aceptar este planteamiento). Esta autoridad de Jesús es
indudable y se refleja en su forma de hablar, de llamar en su seguimiento, de curar, en las
exigencias que propone. Es un fenómeno que la gente percibe inmediatamente: "quedaron
asombrados de su doctrina, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas" (Mc
1,21); "¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva expuesta con autoridad!" (Mc 1,27); "¿De dónde le
viene esto? ¿Qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?" (Mc 6,2); "¿Con qué autoridad haces
esto?" (Mc 11,28). Ya entonces este hecho recibió interpretaciones distintas y contradictorias:
unos decían que era un seductor, otros que el Mesías; unos decían que actuaba con el poder
de Beelzebul, otros sospechaban que era el Hijo de David.
A Jesús se le puede considerar un iluso fracasado, un soñador peligroso, el iniciador de un
camino ejemplar de vida, un hijo de Dios muy especial... Y el historiador no podrá quizá zanjar
esta polémica, pero sí puede afirmar que la innegable autoridad personal y moral que mostraba
hundía sus raíces en una honda y peculiar experiencia religiosa. La simple afirmación de la
resurrección es incapaz de explicar el origen de la cristología.
En esta experiencia religiosa intentó penetrar J. Jeremias con su famosa teoría sobre el
Abba de Jesús. Con esta referencia voy a terminar mi exposición. En pocas palabras, Jeremias
sostenía que Jesús usó, tanto para designar como para invocar a Dios, la palabra aramea
Abba, lo que consideraba un fenómeno único en el judaísmo del tiempo, y con esta palabra
procedente de la relación paterno-filial expresaba la conciencia de una relación de inaudita
confianza e intimidad con Dios, su padre. Añadía que Jesús siempre distinguía entre "mi Padre"
y "vuestro Padre", es decir, que reivindicaba para sí una filiación divina excepcional y superior
diferente de la de los demás seres humanos.
Se ha discutido y examinado mucho esta teoría de Jeremias [SchIosser]. No parece
sostenible que el uso del Abba por Jesús sea un caso único y en Qumrán se han encontrado
dos invocaciones a Dios con esta expresión. Tampoco creo que se puede demostrar que Jesús
distinguiese entre su filiación divina y la de los demás. Esta diferenciación puede proceder de la
comunidad cristiana posterior.
Lo que sí es cierto es que el Abba es muy característico de Jesús, que revela su
experiencia religiosa, de lo que fue muy consciente la comunidad cristiana que incluso en la
diáspora , donde no conocían el arameo, conservaban esta palabra en su idioma original (Rom
8,16; Gal 4,6).
A veces se ha interpretado de forma anacrónica el sentido del Abba. El padre, en aquella
cultura patriarcal, tenía unas connotaciones diferentes a las que tiene en la cultura occidental
de nuestros días [Guijarro 2000]. Llamar a Dios Abba implicaba, ante todo, respeto, sumisión,
imitación, obediencia y cumplimiento de su voluntad; en segundo lugar, implicaba confianza en
su experiencia y en su patronazgo y disposición a ponerse en sus manos.
Es muy notable que Jesús, que tanto habla del Reino de Dios, probablemente nunca habla
de Dios como rey [Vermes 1993; los lugares en que lo hace están en Mt y son secundarios:
Theissen-Merz 310]. En Jesús se da una curiosa combinación de religión política y de religión
doméstica. El Reino de Dios es el Reino del Padre: se acentúa el carácter de bondad del Dios
que se acerca y se abre el ámbito familiar -no el de la realeza ni el de la servidumbre- para
33
metaforizar las relaciones entre quienes lo aceptan. Esta conciencia de la fraternidad, al
principio vinculada a la aceptación del Reino de Dios, recibirá un impulso y una tonalidad nueva
cuando, tras la muerte de Jesús, las comunidades de sus seguidores dejen de anunciar el
Reino y proclamen al Señor Resucitado.
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35
3ª Sesión
La resurrección de Jesús
Primera parte
Nuestras ideas previas sobre este problema
a) Lee atentamente el siguiente texto (VV. AA., El dogma católico. Sexto año de
Bachillerato, Bruño, Madrid, 1967, pp. 88-89):
“Señor –le dijeron-, recordamos que ese impostor, vivo aún, dijo: después de tres días resucitaré.
Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero.” (Mt 28, 63-64)
b) Preguntas:
.Según el texto: .¿Qué es la Resurrección?
.¿Cuál es la finalidad de la Resurrección?
36
.¿Sabía Jesús que iba a resucitar? ¿Por qué?
.¿Se puede probar la Resurrección? ¿Cómo?
Segunda parte
Hermenéutica de la resurrección
SIGNIFICADO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS DE NAZARET 22
22
Texto elaborado por Javier Vitoria para un curso para la obtención on-line de la DEI en la Universidad
de Deusto.
37
Consecuentemente el término resurrección tiene un carácter análogo, y
debe evitarse comprenderlo en un sentido unívoco. Entenderlo de esta manera
conduce a hablar erróneamente de la vuelta de un muerto a la vida.
*Características de la resurrección.
38
un milagro consistente en el “retorno a la vida anterior” con la necesidad
de morir de nuevo) como en el caso del joven de Naim. Es algo tan
desconcertante y revolucionario, tan nuevo, que no disponen de
palabras para expresarlo. Balbucientes andan a la búsqueda de
innumerables expresiones para hacernos presentir un poco lo que han
percibido: Jesús ha resucitado, Dios le ha glorificado y exaltado, está
vivo... Es un acontecimiento nuevo y único» (E. Charpentier).
39
denominación significa negativamente que la visión del resucitado no fue ni
espiritual como sinónimo de no_corporal (recordemos la importancia que los
testimonios bíblicos dan a la corporalidad de Jesús), ni objetiva en cuanto haya
que comprenderse como una visión que entra literalmente por los ojos
(recordemos que el resucitado por su nueva condición se sustrae a las leyes
espacio/temporales).
40
novedad no puede constituir una sorpresa absoluta para el hombre, si quiere
que su anuncio lo alcance realmente. La resurrección, como respuesta salvífica
de fe, podrá desbordar e incluso transformar las expectativas humanas, pero
deberá enraizarse en el humus, tantas veces impuro y desnaturalizado, de las
esperanzas humanas, si quiere germinar realmente en el corazón del hombre.
La oferta misionera de la resurrección de Jesús encontró en el mantillo de las
esperanzas apocalípticas judías una primera tierra donde enraizarse, aunque
no surgiese espontáneamente de ella. Había algo que se lo impedía: Jesús y su
cruz, y el hecho mismo de que su resurrección no anunciase la de todos los
hombres simultáneamente, sino la resurrección de Jesús como primicia de la
resurrección universal. Y de aquí que aquella oferta surgiese como novedad y
en ruptura con aquellas esperanzas.
41
En la época que vivimos, ya no basta con testificar llanamente la fe en la
resurrección. Ni siquiera con argüir apologéticamente el hecho de la
resurrección como prueba de la divinidad de Jesús. Y la razón es obvia: el
clima cultural del mundo moderno cuestiona radicalmente la posibilidad misma
de un hecho con unas características como las asignadas a la resurrección de
Jesús. Este es uno de los retos concretos que nuestra cultura lanza al
cristianismo, que debe saber recoger convenientemente y responderlo
concienzudamente. No hacerlo de esta manera supondría dejar la fe atrapada
en el ámbito de lo privado, de lo no motivado, de lo irracional, y fallar así en la
responsabilidad que la misma fe impone a los cristianos: dar históricamente
razón de su esperanza. Con razón ha escrito K. Rahner: “ si la resurrección de
Jesús ha de predicarse hoy de forma fidedigna como el dogma fundamental del
cristianismo, hay que empezar (lógicamente) por mostrar el horizonte apriórico
en la existencia humana, dentro del cual pueda hacerse inteligible y 'aceptable'
la resurrección de Jesús”.
“La pregunta por el sentido por parte del hombre no se puede contestar
sólo desde dentro de la historia, sino que únicamente es posible hacerlo
desde el punto de vista escatológico. Por eso el hombre en todas las
42
realizaciones fundamentales de su ser se mueve implícitamente por la
cuestión de la vida y su sentido definitivo. Por supuesto que la
contestación sólo es posible al final de la historia. Ahora el hombre lo
único que puede hacer es escuchar y escrutar la historia por si descubre
signos en los que vislumbre este final o hasta en los que acontezca
anticipadamente” (W. Kasper).
Preguntas
43
3. En un libro de religión para tercero de educación primaria, el apartado “Debes
saber” plantea la siguiente cuestión: “¿cómo se produjo la resurrección de Jesús?”.
44
4ª Sesión
La cristología neotestamentaria
Actividad
Lee el siguiente texto y responde el cuestionario:
a)Dudas y aclaraciones.
b)¿En qué tres diferentes ambientes se desarrollaron las primeras reflexiones? ¿Qué
caracterizaba a cada uno de ellos? ¿Se parece en algo aquella situación a la que vivimos
hoy en día (concreta)?
c)¿Qué principios guiaron toda la reflexión?
d)¿Cuál era el centro de esa reflexión? ¿Por qué afirma el autor que es un hecho
sorprendente que el centro de la reflexión fuera ese?
e)¿Cuáles fueron los principales contenidos de esa reflexión?
f)¿Qué caminos salieron victoriosos y cuáles se quedaron en vía muerta? ¿Valoras este
hecho de forma positiva o negativa (razona la respuesta)?
g)¿Qué conclusiones saca el autor de esta reflexión primitiva para la reflexión
cristológica actual?
h)¿Qué conclusiones podemos sacar para nuestra vida personal y comunitaria de estas
primeras reflexiones cristológicas?
*
R. AGUIRRE, La reflexión de las primeras comunidades cristianas sobre la persona de Jesús, Madrid (1982).
45
Pero voy a acotar mi exposición al tiempo del Nuevo Testamento. No es poco.
Además en él se va prefigurando la evolución que culminarán los concilios posteriores
de Nicea y Calcedonia.
Nos encontramos con un proceso rápido, plural y profundamente original.
En efecto, el Nuevo Testamento es un fenómeno corto en el tiempo; desde las
primeras cartas de Pablo en torno al año 50 hasta los últimos escritos canónicos en
torno a mediados del siglo II apenas pasan 100 años, lo cual constituye una enorme
diferencia con el Antiguo Testamento, que recoge una literatura producida durante
casi diez siglos. Pero el Nuevo Testamento es producto de una experiencia breve,
intensa y muy creativa. Para nuestro tema es interesante notar que las más importantes
y antiguas afirmaciones sobre Jesús se encuentran en himnos y confesiones de fe, no en
prosa especulativa. Es decir, los primeros cristianos no ejercieron, en primer lugar, una
reflexión y una expresión teórica sobre Jesús, sino que vivieron y expresaron una
experiencia personal y comunitaria, total y radical, de su presencia y de su relevancia
vital.
Fue una experiencia muy plural. Los primeros cristianos procedían del judaísmo,
que era enormemente plural. Había distintos grupos religiosos con importantes
diferencias teológicas (fariseos, saduceos, esenios...). Existían grandes diversidades
culturales entre los judeo-palestinienses estrictos y los de la diáspora inmersos en
medio del pensamiento y de la civilización griega. Hoy se sabe que en Palestina misma
el pluralismo debido a la influencia del helenismo era mucho mayor de lo que se
pensaba en otro tiempo23. Había en Jerusalén una importante colonia judeohelenista, de
cultura y lengua griega, que contaba con su propia sinagoga y con una teología
diferente y específica. También hay que contar con «los temerosos de Dios», paganos
simpatizantes del judaísmo y frecuentadores de la sinagoga. En la comunidad cristiana
no sólo se reflejaba este pluralismo, sino que se acrecentaba porque pronto los paganos
empezaron a entrar en ella con sus costumbres y cultura, sin pasar previamente por el
judaísmo.
Se suelen distinguir tres tipos de comunidades: judeocristianas, cristianas-
judeohelenistas y paganocristianas. Se explica que en el Nuevo Testamento nos
encontremos con una evolución audaz y rápida en la interpretación de Jesús con
diferentes imágenes de él, con diferentes cristologías.
Conviene llamar la atención sobre la importancia del judeohelenismo, auténtico
eslabón intermedio entre el judaísmo y el mundo de cultura pagana. Los cristianos de
esta procedencia jugaron un papel decisivo en la difusión del Evangelio por el imperio.
En efecto, son ellos (cf. Hch 6,1 y ss) y no los judeocristianos, los primeros perseguidos
(Hch 8,1-25), y tienen que huir de Jerusalén, aprovechando esta circunstancia para
anunciar el Evangelio hasta que fundan la comunidad de Antioquía (Hch 11,19-26),
ciudad que habría de ser la plataforma misionera del «apóstol de los gentiles», Pablo, él
mismo judío de formación helenista. Pues bien, las comunidades de origen
judeohelenista iban a desempeñar un papel clave en la reinterpretación de la persona
de Jesús24.
23
M. HENGEL. Judentum und Hellenismus, Tübingen (1973).
24
En un campo en que la bibliografía es inmensa, la naturaleza de este trabajo explica que limite mis referencias al mínimo, a obras
directamente citadas o en relación inmediata con lo que se afirma.
El esquema de W. BOSSUET, Kyrios Cristos, Göttingen (1921) y de R. BULTMANN, Theologie des Neuen Testament, Tubingen
(1965), que pasa de la comunidad palestina al cristianismo helenista pre-paulino, situando en este último la gran creatividad
cristológica por influjo del pensamiento y religiosidad griega, no es aceptable. Hoy parece claro que la cristología tiene una raíz
46
Por último, se trata de un proceso profundo y original. En él influyen muchos
factores culturales y religiosos, que han sido estudiados con ahínco en el siglo pasado e
inicios de éste por la escuela comparada de las religiones. Pero, en mi opinión, este
proceso revela una poderosa capacidad de síntesis y asimilación en función de una
experiencia nueva y original que es la primera fe cristiana. Creo que esto hay que
reconocerlo independientemente de que se considere a esta fe objetiva o no.
Este proceso está dirigido por dos principios: por la experiencia histórica de Jesús de
Nazaret y por la experiencia pascual. Vienen señaladas por Pablo al inicio de la carta a
los Romanos: «... su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de
Dios con poder según el Espíritu de santidad por su resurrección de entre los muertos»
(Rom 1,3-4).
La experiencia pascual es un punto de partida nuevo para interpretar la persona de
Jesús. A partir de ella se supera la decepción y el escándalo de su muerte y se vence la
incomprensión anterior. La experiencia pascual es una experiencia de entusiasmo,
espiritual en el sentido teológico y antropológico del término, que prorrumpe
creativamente en himnos, doxologías y fórmulas de fe en Cristo.
Pero la Pascua no es un punto de partida sin antecedentes. Siempre supone la
referencia a Jesús de Nazaret. No se basa en un mito sino en el dato histórico de
Jesús. Más aún: todas las interpretaciones pascuales son, de alguna manera,
interpretaciones del Jesús histórico, de alguno de sus aspectos.
Esto se resume en el nombre que hizo fortuna: Jesucristo. Jesús es el Cristo de la
fe pascual. Pero la fe pascual no invalida la historia de Jesús. El Cristo es Jesús de
Nazaret. Si Jesús no es el Cristo resucitado no hay fe. Pero si el resucitado no es el Jesús
crucificado no hay fe cristiana.
A partir de una reflexión homogénea sobre Jesús con las categorías religiosas judías no
surge la cristología. La cristología no es el mero desarrollo de la jesuslogía 25. Pero la
cristología no es tampoco una pura innovación pascual desvinculada de la experiencia
del Jesús histórico. No hay cristología sin jesuslogía.
«Si confiesas con tu boca que Jesús es el Cristo y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Es ésta, quizá, una de las
primeras confesiones de fe26. En todo caso es indiscutible que Cristo es el centro de la
experiencia religiosa y de la predicación de la primitiva Iglesia.
Esto es algo, en principio, sorprendente. «El origen del culto a Cristo es el misterio
central de la comunidad primigenia palestinense», dice el famoso historiador de la
religión helenística A. DEISSMANN27.
mucho mas judía y que el papel del cristianismo judeo-helenista, existente ya en Palestina, fue decisivo.
25
La meritorísima obra de E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid (1981), quizá por su patente esfuerzo de
dialogo con el judaísmo, propende a minusvalorar la ruptura de Pascua. Esta cristología tiene una orientación muy diferente a las
citadas en la nota anterior, pero quizá también fuerza, a veces, los textos neotestamentarios y las tradiciones judías para empalmarlas
convenientemente.
26
O. CULLMANN, Christ et le temps, Neuchâtel. París (1947), p. 108.
27
Citado por M. HENGEL, El Hijo de Dios, Salamanca (1978), p. 83.
47
¿Por qué es sorprendente? Porque Jesús había anunciado el Reino de Dios, la
cercanía favorable de Dios a los hombres y su proyecto en la historia; su persona no era
objeto directo de su propio mensaje.
Pronto, sin embargo, el anunciador se convirtió en el anunciado. Y es que la causa de
Jesús —el Reino de Dios— era inseparable de su persona. Era él quien traía el Reino de
Dios. Su persona resultaba decisiva para la salvación. Ante él se jugaba el encuentro o
el rechazo de Dios. La comunidad cristiana primitiva comprendió muy bien que la
causa de Jesús sin su persona no tiene sentido y se derrumba. La resurrección no era
una mera forma de decir que «la causa de Jesús sigue para adelante» 28, sino que era la
reivindicación de su persona como realmente triunfadora de la muerte y como valor
absoluto y trascendente.
La fe cristiana es esencialmente la experiencia de la persona de Jesús. La cristología
va a nacer, a partir de esa experiencia, como la reflexión sobre la persona de Jesús
considerada valor absoluto y se va a expresar de muchas maneras.
Hay que tener presente el cuadro sincrónico en que siempre aparece esta reflexión
sobre Jesús. La identidad cristiana consiste en la vinculación a Jesucristo, pero
considerado en relación con Dios y con la salvación para el hombre. La reflexión y la
evolución cristológica va acompañada de la teológica (Dios) y de la soteriológica
(hombre).
Por eso cada título que la comunidad cristiana aplica a Cristo (Señor, Mesías, Hijo de
Dios...) en principio hay que situarlo en un esquema característico que le relaciona con
Dios y con la historia de la salvación.
Fundamentalmente el desarrollo de la cristología consistió en ir interpretando la
persona de Jesús con ayuda de los conceptos que les ofrecía su cultura. Comprender y
dar relevancia a algo o a alguien es situarle en la propia visión de la historia y del mun-
do. Para los primeros cristianos esto significaba interpretar a la luz del Antiguo
Testamento a Jesús, en quien veían su pleno cumplimiento. Esto produjo un pluralismo
de imágenes de Jesús porque tanto las esperanzas escatológicas judías como las figuras
de salvadores eran muy variadas. Surge así desde la cristología de Jesús hijo del
hombre, figura apocalíptica judía que pronto desaparecería, hasta la de Jesús Salvador,
epíteto tomado del mundo pagano y que sólo aparece en los estratos más recientes del
Nuevo Testamento (Lc 2,11; Jn 4,22; Hch 5,31; 13,23; Fil 3, 20; II Tm 1,10; Tito 1,4; 2,13;
3,6; II Pd 1,1.11; 2,20; 3,2.18; I Jn 4,14). En el medio y como más importantes están las
cristologías del Mesías, del Hijo de Dios, del Señor, del Logos, etc.
48
no eran consideradas adecuadas. Señalo dos de ellas de suma importancia por su
raigambre en el Antiguo Testamento y porque nos vinculan extraordinariamente al
Jesús histórico, quizá a lo que él mismo pensaba, y a la primerísima comunidad
cristiana.
a) Jesús el «justo»29
La idea del justo que es perseguido y burlado por los impíos, que sufre en silencio
mientras que el éxito parece sonreír a sus adversarios, pero que en medio de la
desolación confía y pone su suerte en manos de Dios está muy presente en el Antiguo
Testamento, sobre todo en numerosos salmos. Se pensaba que este justo al final sería
exaltado junto a Dios.
Parece que la primera interpretación teológica de la pasión para superar el escándalo
que producía fue a base de la idea del justo y de sus sufrimientos. En efecto, el relato de
la pasión está jalonado de citas y alusiones a los salmos del justo (Sal 22,2.8.19; 38,12;
69,22; 88,9...).
Pero también en otros lugares hay restos de una antiquísima cristología del justo
(Hch 3,14; 7,52; 22, 14; I Pd 3,18; I Jn 2,1).
Incluso es posible que el mismo Jesús interpretase su persona a la luz del destino del
justo del Antiguo Testamento, sobre todo a partir del momento en que debido a la
oposición de las autoridades tuvo que contar con su muerte. Jesús, que como todo
judío piadoso haría de estos salmos su oración habitual, fácilmente tenía que
identificarse con el justo y participar de su confianza en Dios y de su clamor justiciero30.
Sin embargo, la cristología de Jesús «justo» no prosperó y se explica: era inadecuada
para expresar la fe en el Hijo de Dios.
b) Jesús profeta
Fue tenido por profeta por la gente y por los discípulos (Mc 6,15; 8,27-28; Lc 7,39;
9,7-9; 24,19; Mt 21,11.46; Jn 9,17; 1,21). El mismo compara su destino con el de un
profeta, lo cual incluye el rechazo y el martirio (Mc 6,4 par; Lc 13,33; Mt 23,29-30 y 34-
37 par).
Pero Jesús no aparece como un simple profeta, sino que en varios textos es
presentado como el profeta escatológico. En determinados sectores judíos se esperaba
la venida del profeta escatológico, como cumplimiento de Dt 18,15, que era
considerado a veces precursor del Mesías y otras veces instrumento único y decisivo de
la salvación de Dios.
(Lc 9,19; 7,16; 24,21; se aplica Is 61,1-2 sobre el profeta escatológico a Jesús en Lc 4,16-
21; 7,25-27; Jn 6,14; 7,40; en Hch 3,11-26 y 7,37 Jesús cumple la profecía de Dt 18,15). En
esta misma línea Jn describe a Jesús inspirado en el modelo profético de Moisés31.
Muchos autores actuales piensan que la cristología del profeta escatológico no sólo
es la más antigua, sino que responde a la categoría con la que Jesús entendió su misión
y su persona32.
29
L. RUPPERT, Jesus als der leidende Gerechte?, Stuttgart (1972).
30
El libro citado en la nota anterior acaba diciendo que esta idea de Jesús Justo «puede mostrar bajo una nueva luz no sólo la más
antigua cristología de la comunidad primitiva, sino también la propia autocomprensión del Jesús histórico», p. 75.
31
E. SCHILLEBEECKX, Jesús, p. 407 y ss.
32
E. SCHILLEBEECKX, Jesús, p. 407, y ss.; J. BLANK, Jesús de Nazaret. Historia y mensaje, Madrid (1973), p. 92; F. HAHN,
Christologische Hoheitstitel, Göttingen (1966), página 350 y ss.; R. H. FULLER, Fundamentos de la cristología neotestamentaria,
49
También esta cristología desapareció pronto. No parecía suficiente llamar a Jesús
profeta. Además «los falsos profetas» se convirtieron en un problema muy serio en el
judaísmo y en el seno de la comunidad cristiana, por varias razones,
fundamentalmente por la grave crisis social desencadenada en torno al año 60 y que
iba a conducir a las dos guerras contra los romanos (año 66-70 y 130), lo cual
aumentaba los inconvenientes de esta designación.
Sin embargo la idea de Jesús profeta se mantuvo en un sector del judeocristianismo
que profesaba una cristología adopcionista y que se desgajó de la gran iglesia 33. De este
judeocristianismo pasó al islamismo, en cuya literatura, incluido el Corán,
frecuentemente aparece Jesús como profeta34. Esta dimensión profética de Jesús es una
de esas dimensiones olvidadas y preteridas en la tradición de la iglesia, una de esas
«posibilidades cristológicas preniceas», que debemos recuperar.
De paso diré que, probablemente, el nacimiento del Islam es un indicio del fracaso
del cristianismo en el mundo medio-oriental y semítico, quizá como contrapartida a su
rápido y espectacular éxito en el mundo occidental. Se ha dicho que «en el Corán, la
tradición judeocristiana ha adoptado un semblante árabe»35. El judeocristianismo fue la
línea o la posibilidad, en parte, muerta y, en parte, sofocada del primitivo cristianismo.
El destino de la consideración profética de Jesús es una buena muestra de ello.
2. El Señor
Nos encontramos ahora con un título de Jesús que no ha perdido su vigencia para
nosotros. En la liturgia se le sigue invocando a Dios «por medio de nuestro Señor
Jesucristo». Por eso, en este punto me voy a detener un poco más, aunque siempre
dentro del esquematismo impuesto por el espacio disponible.
Además, la designación de Jesús como Señor permite ver la continuidad de la
cristología, ya que es un titulo que se mantiene desde el principio hasta el final, y
también las modificaciones que experimenta de unas comunidades a otras 36. En Oriente
la divinidad recibía el título de Señor. El uso penetró en el helenismo a través de las
religiones de los misterios. También el emperador recibía culto en Oriente con esta
designación, uso que penetró en Occidente por medio de Alejandro Magno, los
seleúcidas y los tolomeos. Después de Calígula aparece el culto al emperador romano,
que hasta entonces se había opuesto a tal fenómeno, y en tiempo de Nerón y
Domiciano estaba extendido y era obligatorio.
Sin embargo, la confesión de Jesús como Señor no se deriva de las religiones de los
misterios helenistas ni del culto al emperador romano. Hoy parece claro que esta
confesión se originó en la primitiva comunidad cristiana de habla aramea en Palestina.
En este primer momento Jesús es el Señor cuya venida próxima como juez en la
Madrid (1979), p. 145.
33
Sobre las diversas clases de judeocristianismo J. DANIELOU, Theologie du judéo-christianisme, Tournai (1958), pp. 17-20 y J.
GONZÁLEZ Luis, El judeo-cristianismo y la actitud del judaísmo ortodoxo en los primeros siglos, Cultura Bíblica 36 (1979), pp.
141-150. Sobre la cristología judeocristiana: A. VIVAN, Cristologia dei Giudeo-cristiani, Riv Bibl 22 (1974), pp. 237-256; R. N
LONGENECKER, The Christology of Early Jewish Christianity, St. in Biblical Theol., II, Londres (1970). p. 17; P. SMULDERS,
Desarrollo de la cristología en la historia de los dogmas y en el magisterio eclesiástico. El judeocristianismo, Mysterium Salutis
III/1, pp. 417-425.
34
El Corán 2,136; 3,84; 19,30; 33,7.
Indicaciones interesantes en S. LEGASSE, Paul et le judéo-christianisme hetérodoxe, Quaerere Paulum, Miscellánea hom. a Mgr.
Dr. L. Turrado, Salamanca (1981), pp. 195-216.
35
J. JOMIER en la introducción a El Corán. Ed. Nacional, Madrid (1980), p. 14.
36
F. HAHN, Christologische, pp. 67-125; J. GNILKA, Jesus Christus nach frühen Zeugnissen des Glaubens, München (1970), pp.
79-94.
50
parusía se invoca. Del culto procede la expresión aramea «Maranatha», «¡Ven, Señor!»
(I Cor 16,22; Apoc 22,20; Didajé 10,6)37. Está en la línea de la primera cristología que se
distinguía por su orientación al futuro, por el anhelo de la próxima venida de Jesús
como Señor y como Hijo del hombre 38. También en Pablo (I Ts 1,3; 2,19; 3,13; 5,23; I Cor
1,7.8; II Cor 1,14; Fil 3,20; I Ts 4, 15.16.17; 5,2; I Cor 4,4s; 5,5; Fil 4,5) y en los sinópticos
(Mc 13,33-37; Mt 24,42) hay numerosos textos que reflejan este sentido primitivo de la
invocación de Jesús como Señor.
Este uso antiguo está en continuidad con la designación que se le dirigía al Jesús
histórico en su vida terrestre. En efecto la palabra aramea Mar (Señor) era una
invocación de dignidad o un título usado para dirigirse a un rabino, a una persona de
autoridad o a un hombre religiosamente relevante 39. Parece claro que a Jesús le
llamaron así40.
En la comunidad cristiana judeohelenista el título de Señor iba a adquirir un sentido
nuevo. El Señor no es tanto el que se espera en el futuro, sino el exal tado y siempre
presente junto a Dios. Para ello el elemento clave fue la aplicación a la resurrección de
Jesús del salmo 110,1. «Sepa toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y
Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2,36). Es claro que el
Señor no trasciende aún un sentido mesiánico.
Pero el hecho de traducir la palabra aramea Mar al griego kyrios significaba dar un
paso decisivo. ¿Por qué? Porque la Biblia griega de los LXX había traducido Yahvé por
kyrios. Se discute la razón por la que se eligió esta palabra. Probablemente en el
judaísmo hebreo en vez de Yahvé, nombre que por respeto se evitaba absolutamente,
se había introducido Adonai, que quiere decir mi Señor 41. Y esto explica que los
traductores griegos tradujesen Yahvé por Kyrios (Señor). El caso es que el nombre que
se utilizaba para Yahvé en el Antiguo Testamento los cristianos lo utilizaban para
Jesús. Esto va a provocar que se diga de Jesús en el Nuevo Testamento lo que se decía
de Yahvé en el Antiguo Testamento: El camino estaba abierto para encumbrar
insospechadamente a Jesús como Señor.
«El día del Señor» en el Antiguo Testamento es el día de Yahvé (Am 5,18; Sof 1,14).
En el Nuevo Testamento la expresión designa el día de Cristo (I Cor 1,8; 5,5; II Cor 1,14;
Fil 1,6.10; 2,16; I Ts 5, 2; II Ts 2,2; II Pd 3,10). En el Antiguo Testamento la salvación se
ve en el nombre del Señor Yahvé (Joel 3,5), mientras que el Nuevo Testamento aplica
este texto al Señor Jesús (Hch 2,21; cf. v. 22s). En Mc 1,3 la cita de Is 40,3 sobre la
preparación del camino del Señor se refiere no a Yahvé sino a Jesús, pero es interesante
37
Sobre el sentido imperativo de Maranatha, cf. F. HAHN, Christologische, pp. 100-103.
38
F. HAHN (seguido siempre por Fuller) sostiene que la primera cristología espera el retorno de Jesús que han cono cido en la tierra
y no considera a Cristo exaltado y glorioso. W. THUSING, Erhöhungsvorstellung und Parusieerwartung in der ältesten
nachösterlichen Christologie, Stuttgart (1969), ha rebatido esta idea mostrando que la más antigua cristología cuenta ya con la idea
de la exaltación de Cristo.
R. SCHNACKENBURG, Cristología del Nuevo Testamento, Mysterium Salutis III/1; p. 272: «es inverosímil que la primitiva
comunidad creyera exclusivamente en un ocultamiento de Jesús que sólo significase su residencia en el cielo hasta su pronto
regreso... el origen pascual de su fe confiere al Jesús "oculto" una posición distinta de la que se atribuye a las figuras judías que
también se ocultaban al fin de su vida y habían de regresar al fin».
39
Aun con diferencias entre ellos que no hacen al caso, esto se desprende con claridad de G. VERMES, Jesús el Judío, Barcelona
(1977), pp. 119-130. F. HAHN, Christologische, páginas 74-95 y J. GNILKA, Jesus Christus, pp. 85-87; E. SCHILLEBEECKX, Jesús,
pp. 455-457.
40
Vid. autores de la nota anterior.
41
Se introdujeron las vocales de Adonai en el tetragrama de Yahvé, lo que condujo, en un tiempo posterior en que se desconocía el
hebreo, a leer equivocadamente Jeová.
51
notar que cambia en la segunda parte del versículo «rectificad las sendas de Dios» por
«rectificad sus sendas», sin duda para no identificar a Jesús con Dios 42.
De suma importancia para este tema es el himno litúrgico primitivo que Pablo
recoge en Fil 2,6-11 y cuyo tema es precisamente el conferimiento a Jesús del título de
kyrios43.
El himno tiene una estructura de descenso primero y ascenso después. Parte de la
preexistencia de Jesús junto a Dios44 y presenta el abajamiento de Jesús con una
graduación literaria muy bien conseguida que encuentra su último y más escandaloso
escalón en la muerte de cruz (v.8); a partir de ahí comienza el segundo movimiento del
himno en el que Dios va encumbrando a Jesús hasta que llega a la adoración como
Señor por parte de todo el universo.
«El, a pesar de su condición divina,
no se aferró a su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
haciéndose uno de tantos.
Así, presentándose como simple hombre,
se abajó, obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz.
Por eso Dios lo encumbró sobre todo
y le concedió el título que sobrepasa todo título;
de modo que a ese título de Jesús
toda rodilla se doble
—en el cielo, en la tierra, en el abismo—
y toda boca proclame que Jesús, el Mesías es Señor
para gloria de Dios Padre.»
Se le confiere a Jesús el nombre de Señor (v.11) que era propio de Dios y, asimismo,
a Jesús se le deben la adoración e invocación que a Dios se le tri butaba en el Antiguo
Testamento (v.10-11 cf. Is 45, 23). El señorío de Jesús tiene una dimensión cósmica
(v.10). Ejerce el poder de Dios en el mundo, pero no se le identifica con El sino que se le
distingue (cf. v.11). Pero ciertamente se abre el camino para la reflexión posterior sobre
la relación de Jesús con el Padre y sobre su divinidad.
En I Cor 8,5s encontramos una profundización respecto a Fil 2,6-11. Los cristianos de
esta ciudad pagana se veían confrontados con los dioses y señores de los cultos
idolátricos. Pablo les dice: «Aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo
bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no
hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual
somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos
nosotros».
Aquí se afirma que Jesús es el Señor anterior al mundo y mediador de la creación.
También se afirma el papel del Señor en la salvación («por el cual somos nosotros»). En
42
F. HAHN, Chrislologische, p. 118.
43
La bibliografía sobre Fil 2,6-11 es inmensa. La última monografía sobre este texto: O. HOFIUS, Der Christushymnus Philipper
2,6-11. Untersuchungen zu Gestalt und Aussage einer urchristlichen Psalms, Tübingen (1976). Amplias bibliografías en los
comentarios de J. GNILKA, Der Philipperbrief, Freiburg-Basel-Wien (1968), pp. 111-147 y J. F. COLLANGE, L'Epitre de Saint Paul
aux Philippens, Neuchâtel (1973), páginas 75-97.
44
Es una opinión casi unánime que este himno presupone le preexistencia de Jesús. Opinión contraria en S. VIDAL, Fil 2,6-11: su
lugar teológico Quaerere Paulum, p. 153.
52
este texto de I Cor es patente el tono polémico. Cristo es el Señor y no los ídolos ni los
mediadores de la religión griega.
La confesión de Jesús, como Señor, alcanzaba su carácter polémico más agudo en
confrontación con la religión imperial que obligaba a todos los ciudadanos a confesar al
César como Señor. El único señorío de Jesús se oponía frontalmente a la divinización
del emperador y a su pretensión de dominio absoluto sobre su súbditos. La situación
angustiosa en que se encontró la comunidad cristiana perseguida en el siglo I se refleja
claramente en el libro del Apocalipsis. Aunque en esta obra se mantiene el uso de kyrios
para designar a Dios, hay dos lugares centrales en que se llama a Jesús «Señor de
señores y Rey de reyes» (17, 14; 19,16)45. Las actas de los mártires reflejan con claridad
que la comunidad cristiana mantenía la confesión de Jesús Señor en contraposición con
el culto imperial y su César Señor46.
El final de esta evolución se encuentra en el evangelio de Juan cuando Tomás
confiesa ante Jesús resucitado: «Señor mío y Dios mío» (20,28).
3. Hijo de Dios
La exégesis reciente se inclina con claridad a rechazar la opinión que buscaba en los
theios anēr griegos o en mitos helenistas el origen de la aplicación de este título a Jesús;
se piensa que tiene un origen judío 47. Hay que contar con una doble raíz histórica. En
primer lugar, aunque Jesús no usó este título sí tuvo una experiencia privilegiada de
ser hijo de Dios, lo cual constituía un elemento central de su existencia y de su
religiosidad, y que se expresaba en la forma peculiar con que se dirigía a Dios
llamándole Abba48. En segundo lugar, aunque no está claro que al rey Mesías se le
aplicase el título de Hijo de Dios, ciertamente sí se consideraba que tendría a Dios
como padre de una forma especial 49, sobre la base de la afirmación del salmo: «Tú eres
mi hijo; yo te he engendrado hoy» (S 2,7).
Este salmo se aplicó a Jesús muy pronto y se consideraba que había sido hecho Hijo
de Dios en sentido mesiánico a partir de la resurrección (Rom 1,3-4; Hch 13,33-34)50.
Pronto se fue profundizando esta confesión. Comienza un proceso que retrotrae la
filiación divina de Jesús de la resurrección a un tiempo anterior. Una tradición presente
en los sinópticos considera que Jesús ha sido constituido Hijo de Dios en el momento
del bautismo. Cierta línea judeocristiana entendió esto de forma adopcionista como si
Jesús no hubiese sido antes Hijo de Dios y sólo en el bautismo fuese adoptado como
tal. Probablemente para conjurar este peligro surgieron dos tradiciones primitivamente
independientes51. Según una, Jesús es Hijo de Dios desde el momento mismo de su
45
F. HAHN. Christologische, p. 123. El título de Señor aplicado al rey tiene un origen oriental. Ya en el s. II apa rece como
traducción griega de un antiguo título del Faraón. Las apoteosis del emperador como Señor pasaron a Occidente por medio de
Alejandro Magno, los Seleúcidas y los tolomeos. Los emperadores romanos se opusieron a esta designación, aunque Augusto la
toleraba en Oriente y tras su muerte fue considerado Divino y se construyó un templo en su nombre. Después de Calígula, sin
embargo, recibieron el título de Señor y el culto correspondiente. Se explica la confrontación con los cristianos de tiempo de Nerón
y Domiciano. Cf. Gnilka, pp. 79 y ss.
46
Mart Pol 8,2; Passio Sanctorum Scilitanorum, pp. 5 y siguientes.
47
Creo que las magníficas obras de Hahn y Hengel, pese a las diferencias que mantienen en la explicación y en el sentido primitivo
de Hijo de Dios, dejan claro su origen judío. Parece difícil mantener la otra opinión, en su día representada por Bousset y Bultmann.
48
Sobre este punto, sobre todo, los trabajos de J. JEREMIAS, Abba. Jesus et son Père, París (1972); Theologie du Nouveau
Testament, París (1971), pp. 81-88; Le message central du Nouveau Testament, París (1966), pp. 7-30.
49
F. HAHN, Christologische, pp. 284-287.
50
M. E. BOISMARD, Constitué Fils de Dieu (Rom 1,4), R. B. 60, (1953), pp. 1-7.
51
G. SCHNEIDER, Christologische Aussagen des «Credo» im Lichten des Neuen Testaments, Trierer Theologische Zeitschrift 89
(1980), pp. 282-292.
53
concepción por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18-25; Lc 1,35). Según otra, Jesús es Hijo
de Dios preexistente antes de la creación e incluso desde toda la eternidad.
A la vez la filiación divina se fue entendiendo no como sinónimo de la mesianidad,
sino como algo que afectaba al mismo ser de Jesús. Este proceso corresponde al paso
paulatino del judeocristianismo arameo al cristianismo judeohelenista y, por fin, al de
Origen pagano.
¿Por qué acabó teniendo tanta importancia este nombre de Hijo de Dios? 52. Por su
capacidad para expresar la relación de Jesús con Dios y la salvación que ofrece a los
hombres. Esto lo desarrolla Pablo y, sobre todo, Juan. Aquí me limito a una breve evo-
cación de los textos teológicos con que aparece relacionado el título de Hijo de Dios53.
Jesús es el Hijo enviado por el Padre, lo cual supone la existencia previa de Jesús, es
decir, su preexistencia (Rom 8,3; Gal 4,4; Jn 3,17; I Jn 4,9.14). Más aún: Jesús es el Hijo
entregado por su Padre y entregado a la muerte, fórmula escandalosa que se encuentra
en Pablo y en Juan (Rom 8,32; Gal 2,20; Jn 3,16). Jesús es el Hijo en unión íntima con su
Padre, del que procede y al que retorna, lo cual le capacita para ser el revelador
perfecto de Dios (Jn 1, 18; 3,12s 35; 5,20). Por fin, esta designación se presta muy bien
para expresar la función salvífica de Jesús: «Los predestinó a reproducir la imagen de
su Hijo para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29; cf. I Cor
1,9; Gal 3,26; 4,6).
52
M. HENGEL, El Hijo de Dios, pp. 25 y ss.; 88; 126; J. I. GONZALEZ FAUS, La credencial básica de la identidad cristiana:
Dimensiones de la Divinidad de Jesús, en Este es el hombre, Santander (1980), pp. 21-47.
53
Vid. las dos obras citadas en la nota anterior.
54
Una buena visión de conjunto F. MUSSNER en Mysterium Salutis II/1, pp. 505-511.
54
Vinculado con este tema se confiesa la función cósmica de Cristo que ya aparecía en
Filipenses 2,6-11 (I Cor 15,24ss.; Ef 1,10.20-22; 4,8-10; Col 1,15-20).
Se conecta a Jesús con toda la historia humana, considerado como principio
universal de salvación, nuevo Adán. «Como por el primer hombre vino el pecado y la
muerte para todos, por otro hombre. Cristo, irrumpe sobreabundantemente la gracia y
la vida» (Rom 5,12-21). «De la misma forma que llevamos la imagen terrena del primer
hombre, llevaremos también la imagen transformadora del hombre celestial,
Jesucristo» (I Cor 15,45-49).
El final como el principio alcanza su máxima profundidad en la afirmación de la
preexistencia de Jesús. Esta es una categoría muy lejana para nosotros, que quizá nos
resulte mítica. Hay que comprender cómo y para qué se plantea.
Depende de la idea de la Sabiduría de Dios, que había adquirido una importancia
muy grande en el judaísmo del siglo II antes de nuestra era, sin duda por influjo del
helenismo. De la Sabiduría se habla en textos poéticos o en himnos parecidos al
prólogo de Juan (Pr 1,20-33; 8-9; Ecl 24; Sab 7,22ss; Bar 3, 9ss), se la considera como una
característica de la divinidad, en buena medida cuasi-personificada y divina (Sab 7,25-
26), monogenes (hija única) (Sab 7,22), mediadora de Dios en la creación (Job 28, 1-27; Pr
8, 22-31; Ecl 1,1-9; 24,3-9; Bar 3,15-38; Sab 7,17. 21-26; 9,9) y, por tanto, preexistente a la
creación; a veces se dice que fue creada por Dios (Ecl 24,9), pero otras veces se la llama
emanación de su gloria y reflejo de su luz (Sab 7,25-26), se afirma que sale de Dios,
viene a los hombres y retorna a Dios (Sab 9,10; Pr 8,31; Bar 3,12); la Sabiduría está
íntimamente relacionada con la Palabra de Dios, que es su expresión y que, en
ocasiones, parece identificarse con ella55.
Ya en la antiquísima tradición (Q) Jesús es visto como enviado por la Sabiduría e
identificado con la Sabiduría de Dios, al menos de forma implícita56.
Cuando de Jesús se dice que es «imagen de Dios» (Col 1,15), «resplandor de su
gloria e impronta de su esencia» (Heb 1,3) se está aplicando a Jesús lo que era propio
de la Sabiduría en el Antiguo Testamento. Y la reflexión continúa en esta línea cuando
le considera anterior a la creación y preexistente.
También es Juan quien presenta el final de la evolución de esta cristología cuando
identifica a Jesús con la Palabra de Dios o Logos, que vivía junto a Dios, que era Dios y
que vino a los hombres (1.1ss). El logos de Juan no depende de la filosofía griega sino
de la especulación judía sobre la Sabiduría que, a su vez, se relacionaba e incluso
identificaba con la Palabra de Dios y con la Torá.
Pero Juan afirma algo que hace saltar todas las categorías judías: «la Palabra se hizo
carne» (1,14). No se dice que se hizo hombre o que tomó un cuerpo. Elige un término
mas material: carne. Como para evitar tendencias docetas, que consideran la encarna-
ción del Logos una simple apariencia, desviación a la que podía dar pie la misma
teología de Juan y que este evangelista combate decididamente en varios lugares.
Es claro que se abre así el camino para que la reflexión cristiana posterior
confesando a Jesús Hijo de Dios, Sabiduría y Palabra de Dios encarnada, lleguen
también a confesar con claridad la divinidad de Jesús57.
55
R. E. BROWN, El evangelio según San Juan II, Madrid (1979), pp. 1495-1502 desarrolla muy bien este tema, así como las
relaciones entre la Sabiduría y la Torá y el uso de Memrá como sustituto de Yahvé en los targumîm. Todo ello es muy importante
para entender la evolución de la cristología que desemboca en el prólogo de Juan. Mi presentación del tema es necesariamente
esquemática.
56
E. SCHILLEBECKX, Jesús, pp. 398-400.
55
5. Carácter polémico de la reflexión cristológica primitiva
57
No pretendo entrar ahora en el problema de cuándo se llega a afirmar explícitamente la divinidad de Jesús. Cullmann dice que
cuando se utilizó ocasionalmente «Dios» aludiendo a Jesús en algunas de las epístolas del Nuevo Testamento, su uso jamás excede
la idea del Señor exaltado y revelación encarnada. Cf. Cristología del Nuevo Testamento, Buenos Aires, 1965, p. 360. Ya en el
Antiguo Testamento hay usos de la palabra «Dios» que no pueden compaginarse con el monoteísmo judío y que tienen su origen en
la inercia de la corte israelita para utilizar el antiguo lenguaje de los jebuseos. Cf. Sal 45,7; 8,6; 58,2; Ex 4,16; 7,1; I Sam 28,13; Zac
12, 8; Is 9,5.
58
W. KRAMER, Christos, Kyrios, Gottessohn, Zurich-Stuttgart (1963), pp. 37 y ss.
56
judaísmo59. Se difundió incluso fuera de Palestina, entre los cristianos de origen
pagano, donde ya no resultaba inteligible; en ese ambiente Mesías se tradujo al griego
(Cristo) y perdió su sentido de título, connotativo de una función, convirtiéndose en
nombre propio de Jesús. También para nosotros Cristo es un nombre propio para
designar a Jesús.
Ya he señalado antes el carácter polémico de la proclamación de Jesús como Señor.
Polémico con otros dioses y mediadores de la divinidad (I Cor 8, 6s); polémico con los
poderes cósmicos que atenazaban con su miedo la vida de mucha gente en el mundo
pagano (Fil 2,6-11); polémico con el emperador que pretendía convertirse en Señor
absoluto de sus súbditos (Hch 25; Apoc 19,16; 17,14). A diferencia de los títulos
anteriores, éste alcanza su plenitud de sentido en el mundo pagano. Jesús resulta
también crítico y polémico con el poder imperial y con las religiones helenísticas. Si
hay cristianos que conocen la persecución y la expulsión de la sinagoga por confesar a
Jesús como Mesías e Hijo de Dios, también hay cristianos que experimentan los ultrajes
y la muerte por confesar que no era el César sino sólo Jesús el Señor.
La fe en Jesús tiene expresiones culturales diferentes pero es siempre la
proclamación original, crítica y escandalosa de un crucificado como clave de la historia,
fundamento de la vida personal y colectiva, luz de todos los hombres, referencia que
relativiza todo lo demás, presencia de Dios en el mundo.
Inevitablemente se planteaba el problema de las relaciones de Jesús con lo que el
judaísmo —desde diferentes puntos de vista— consideraba los medios salvíficos
queridos por Dios: la Torá y el sistema cultual con el sacerdocio y el Templo.
Conocemos la importancia de la Ley para los judíos, sobre todo en la tradición
farisea que era la más influyente. No hay duda de que Jesús tuvo una cierta actitud
crítica ante la exacerbación legalista de determinados círculos religiosos. Pablo
desarrolla este aspecto polémicamente: «El hombre no se justifica por las obras de la
Ley sino por la fe en Jesucristo» (Gal 2,15).
Pero hay algo menos conocido que, sin embargo, propició una mayor elaboración
cristológica. En el judaísmo la estima de la Ley había conducido a identificarla con la
Sabiduría divina de modo que se le aplicaba toda la especulación existente sobre ésta.
Se pensaba que la Ley era anterior a todas las cosas y medio de Dios para la creación de
ellas, era vista como la luz de los hombres y el medio de la salvación. Pues bien, todo
esto ahora se va a decir de Jesús. Cuando Pablo afirma que «Cristo ha venido a sernos
de parte de Dios sabiduría, justicia, santificación y redención» (I Cor 1,30) atribuye a
Cristo todas las funciones salvíficas que los judíos piadosos atribuían a la Torá-
sabiduría. «Tras esta ruptura había un pensamiento cristológico, consecuente hasta el
máximo. Para sus contemporáneos judíos tuvo que suponer necesariamente un mortal
escándalo el que la sabiduría divina no fuese ya procurada por el cuerpo jurídico
recibido por Moisés en el Sinaí, y venerado desde muy antiguo, sino por un seductor
del pueblo que había acabado en la cruz. Nosotros no podemos imaginarnos
suficientemente la magnitud del escándalo implícito en la cristología y la soteriología
paulinas, precisamente porque se habían alimentado de fuentes judías60.
La otra gran institución salvífica era el culto del Templo de Jerusalén. En tiempo de
Jesús y hasta el año 70, en que fue destruido por los romanos, el templo y el culto eran
la institución teológica y socialmente central del pueblo judío. La aristocracia
59
G. VERMES, Jesús, p. 165.
60
M. HENGEL, El Hijo, pp. 102 y ss.
57
sacerdotal era la clase dirigente y el Sumo Sacerdote era la autoridad máxima del
pueblo.
Quienes creían que Jesús ha cumplido las esperanzas judías y ha llevado a plenitud
las instituciones religiosas necesariamente tenían que plantearse el problema: ¿Cómo
ha llevado Jesús a la perfección el culto y el sacerdocio?, ¿fue Jesús sacerdote?, ¿ofreció
sacrificios?
Hay un escrito del Nuevo Testamento que desarrolla la cristología de Jesús Sumo
Sacerdote: la Carta a los Hebreos. Brevemente delineo las líneas principales de una
concepción original y actual en grado sumo61.
¿Cómo eran consagrados los sacerdotes en el Antiguo Testamento? Por medio de
separaciones rituales, que les alejaban del mundo de lo profano y les acercaban a la
esfera de lo sagrado. Era toda una serie de normas de selección y pureza ritual. La
separación se verificaba en el grado mayor el día del Yóm Kippur, el día solemne de la
expiación, cuando el Sumo Sacerdote solo y ese día sólo podía entrar en el Santo de los
Santos a ofrecer el sacrificio por los pecados del pueblo. Pero este sacrificio, hecho de
sangre de animales, había que repetirlo año tras año porque era ineficaz y no lograba
acercar de verdad a los hombres a Dios.
Mediante una transformación radical de las categorías veterotestamentarias
cultuales, la Carta a los Hebreos dice que Jesús es el Sumo Sacerdote definitivo y su
muerte es el sacrificio de expiación auténtico. Jesús —que era socialmente un laico
(Heb 7,13-14)— es el Sumo Sacerdote consagrado no mediante separaciones rituales
sino mediante una solidaridad total con sus hermanos, los hombres (2,14; 4,15). Su sa-
crificio no es la ofrenda ritual de dones y animales sino la entrega existencial de sí
mismo, que culmina en la pasión (5,7ss; 9,14; 10,1-11). A Dios se le encuentra no en el
boato del altar del Templo de Jerusalén, sino en el drama histórico del que es cruci-
ficado en el Calvario, fuera de la ciudad. El sacerdocio y los sacrificios ya no son
necesarios y quedan abolidos o, lo que es lo mismo, quedan desritualizados y
existencializados (10,10.14.18; 13,16).
En la designación de Jesús como Sumo Sacerdote encontramos esa raíz común de la
confesión cristológica de la que procede su carácter polémico: es la confesión del
crucificado. Hay que situar la cruz en las circunstancias de aquel tiempo. Para los
judíos era una «maldición de Dios el colgado del madero» (Dt 21, 23; Gal 3,13). Para los
romanos era el «Summum suplicium»62, propio de esclavos, que no se podía aplicar a
los ciudadanos romanos y que era tenido por el más vejatorio e infamante 63. Así se
comprende lo que dice Pablo: «Predicamos a un Mesías crucificado, escándalo para los
judíos, locura para los gentiles» (I Cor 1,23).
La cristología primitiva se sirve de categorías tomadas del Antiguo Testamento, lo
que supone que Jesús está en continuidad con él y es su cumplimiento. Pero a la vez,
Jesús rompe y trasciende el Antiguo Testamento. Lo hemos visto en la cristología del
Sumo Sacerdote, del Mesías, de la confrontación con la Sabiduría-Tora.
El pensamiento cristiano primitivo era abierto a la historia. Sitúa a Jesús como
cumplimiento de la historia, no fuera de ella. Usan valiente, libre y creadoramente las
61
Me remito a los magníficos y numerosos trabajos de A. VANHOYE, Situation du Christ, Hebreux 1-2, París (1969); Prêtres
anciennes, prêtres nouveaux, París (1981); así como los numerosos cursos que ha impartido en el Instituto Bíblico de Roma que han
aparecido policopiados. Entre ellos destaco: Textus de sacerdotio Christi, Roma (1968-1969); Lections de sacerdotio in Heb 7,
Roma (1970); Testi del Nuovo Testamento sul sacerdozio (1975-1976).
62
Cicerón, In Verrem 2,5, p. 168.
63
M. HENGEL, La Crucifixion dans 1'antiquité et la folie du message de la croix, París (1981), especialmente cap. V.
58
categorías culturales de su tiempo para interpretar a Cristo. No era fácil. En ocasiones
habrá que proceder a reinterpretaciones profundas, lo que no estuvo exento de peligros
y se realizó en medio de enormes polémicas. Pero era el precio que había que pagar
para entender a Jesús, para anunciarle inteligentemente en aquel ambiente.
Pero el pensamiento cristiano primitivo es también crítico con la historia porque es
algo nuevo, no la mera paráfrasis o la simple legitimación de lo existente.
Creo que en esto tenemos que aprender de los primeros cristianos e interpretar a
Jesús a la altura de la cultura contemporánea con libertad, creatividad y valentía,
sabiendo que la fidelidad no es la repetición muerta de fórmulas antiguas. Pero
realizando una interpretación que ponga de relieve la estructura polémica de la
confesión cristológica que no puede ser ortodoxia burocratizada ni letra muerta. Jesús
Mesías no se puede confesar de verdad más que denunciando a los falsos mesías que
pretenden reducir y engañar al pueblo. Reconocer a Jesús como Señor significa entrar
en contradicción y en conflicto con tantos que quieren erigirse en señores de este
mundo.
64
Para Barth, de la afirmación de la divinidad de Jesús depende la realidad misma de la salvación. «La divinidad de Cristo es la
divinidad de Dios... Toda restricción o debilitamiento implica una puesta en cuestión de la reconciliación realizada por Cristo»,
(Dogmatique, IV, 1,1, p. 188). «¿Si Dios no esta verdadera y realmente en Cristo, qué sentido puede tener hablar de la
reconciliación del mundo con Dios realizada en él? Sin embargo, lo que nos atrevemos a hacer es enorme y prodigioso cuando
realmente, sin reservas y sin restricción, afirmamos que Dios estaba verdadera y totalmente en Cristo» (id., p. 192).
59
Pero esto planteaba un problema más profundo: ¿cómo tenía que ser Dios para que sea
posible que se entregue realmente a los hombres en Jesús?, ¿cómo tenía que ser Dios
para que el hombre Jesús fuese algo realmente suyo?65.
El problema no se resuelve diciendo que Jesús es Dios y ya está, como si pudiéramos
dar por sabido de antemano quién es Dios. Jesús crucificado obliga a modificar, a
romper diría, la idea natal de Dios. Como dice GONZÁLEZ FAUS «el problema no es que
Jesús es el Hijo de Dios, sino de qué Dios es Hijo Jesús».
A partir de la fe en Jesús se desencadena la visión de Dios como Trinidad. Parecen
fórmulas abstrusas y lejanas. Pero en realidad sólo esta visión de Dios permite que su
amor llegue a los hombres realmente en Jesús. Dios no es el motor inmóvil, ni la razón
universal que dirige el universo, ni un déspota absoluto e impasible en su olimpo. Dios
es amor, apertura, invitación a participar en su vida. Dios no sólo envía a su Hijo, sino
que lo entrega a la muerte y, por tanto, sufre en la historia porque El, Dios, se juega
algo importante en ella.
65
J. I. GONZÁLEZ FAUS, La credencial básica.
60
regresar allí de donde ha salido. Son evidentes las ventajas de este planteamiento: dejar
clara la divinidad de Jesús y la acción de Dios en el mundo a través de El.
Como digo, este tipo de cristología se ha impuesto en la Iglesia y en la conciencia del
pueblo cristiano. El credo que confesamos en la misa responde a una cristología
descendente: afirma reiteradamente la preexistencia de Jesús («nacido del Padre antes
de todos los siglos... engendrado, no creado»), su divinidad («Dios de Dios, Luz de
Luz, Dios verdadero... de la misma naturaleza que el Padre...»), su función en la
creación («por quien todo fue hecho...»), su nacimiento milagroso («por obra del
Espíritu Santo se encarnó...»). De su vida histórica de hombre sólo se hace una rápida
alusión («fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato...»).
Pero esta cristología también tiene sus limitaciones y sus peligros: el de no tomarse
totalmente en serio la humanidad de Jesús, como si fuese un dios que se reviste
meramente de la forma humana para hacerse presente en el mundo. Esto lleva a una
visión espiritualista de Jesús, que trivializa u olvida sus repercusiones sociales y
políticas y que no valora suficientemente la importancia del seguimiento histórico de
Jesús.
Por eso es necesario armonizar la cristología descendente que parte del Hijo de Dios
con la ascendente que parte de la consideración histórica de Jesús. La identidad
cristiana pasa por la vinculación con el Señor resucitado y por el seguimiento histórico
de Jesús crucificado. Sólo si hay resurrección podrá haber fe. Pero sólo si asume el
estilo histórico de vida de Jesús esa fe es cristiana. La cristología tiene que incluir el
relato y la reflexión sobre la vida real de Jesús de Nazaret con todo su escándalo y
contingencia.
Cada época está confrontada no sólo ni primariamente con fórmulas cristológicas
anteriores, sino con la experiencia del Señor y con la vida de Jesús. Debemos aprender
de los primeros cristianos a interpretar la persona de Jesucristo con creatividad, con
categorías culturales nuestras, que resultan significativas hoy (aunque no podamos,
evidentemente, perder de vista lo que los creyentes anteriores a nosotros han consi-
derado como expresión firme de la verdad de Cristo). En esta tarea tenemos que
remitirnos a la existencia real de Jesús de Nazaret y no sólo a las interpretaciones que
de ella hemos recibido (aunque sólo a través de las interpretaciones de los autores del
Nuevo Testamento tengamos acceso a esa vida real). La vida de Jesús no deja nunca en
reposo a las confesiones cristológicas, les muestra sus limitaciones y fronteras, tanto a
las confesiones más tempranas como a las de Nicea y Calcedonia.
Por último, quiero señalar que el pensamiento bíblico tiene una flexibilidad y un
sentido histórico que debemos recuperar los que estamos influidos por una mentalidad
helenista más estática66. La Carta a los Romanos dice de Jesús que era «Hijo, nacido del
linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de
Santidad por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,3-4). Es decir, Jesús era Hijo
de Dios pero tenía que llegar a serlo y, en realidad, sólo después de la Resurrección es
Hijo en plenitud. Este concepto dinámico de la filiación de Jesús creo que encaja bien
con la antropología moderna. El hombre no es sino que se hace o, si se prefiere, es pero
tiene que hacerse. La misma relación paterno-filial no es un puro hecho biológico dado
de una vez para siempre, sino una relación personal que tiene que llegar a ser a través
de la vida. También Jesús tuvo que llegar a ser Hijo de Dios por medio de una entrega
66
J. I. GONZÁLEZ FAUS, La credencial básica, pp. 42-47.
61
cada vez más plena, una profundización en la voluntad de su Padre, una fidelidad
probada en las dificultades. Más aún: el objetivo último de esa filiación de Jesús es que
todos nosotros lleguemos a ser hijos de Dios por medio de El (Gal 3,26; 4,6s; Rom 8,29).
Se puede decir que, de alguna manera, el Hijo de Dios no lo es en plenitud hasta que su
filiación no sea plenamente compartida por nosotros sus hermanos (Rom 8,29).
Algo semejante vale para la confesión de Jesús como Señor. El Nuevo Testamento
nos dice que Jesús es el Señor (Rom 10,9), pero también nos dice que tiene que ser el
Señor (I Cor 15,25-28). En efecto, ¿podemos decir que «Jesús es ya plenamente el Señor,
cuando existe la dominación, existe la opresión del hombre por el hombre, y existen
mil demonios que todavía esclavizan a los hombres?»67.
Confesar a Jesús es una responsabilidad para que se despliegue la fraternidad entre
los hombres, que le haga a Jesús Hijo de Dios en plenitud y para que se realice la
libertad y la justicia que le convierta a él, a Jesús, en Señor de todo lo creado.
Esto nos está recordando una cosa decisiva: que con ser muy importante el
problema científico de la cristología, quizá lo más sentido y más agudo hoy sea el
problema hermenéutico de reformular y rehacer en el ambiente cultural actual aquella
experiencia transformante de Cristo que hicieron los primeros cristianos y que se
encuentra registrada en el Nuevo Testamento 68. La cristología nace de la experiencia
del Señor resucitado y del seguimiento de Jesús crucificado, de esa experiencia vive y a
ella debe retornar.
67
J. I. GONZÁLEZ FAUS, La credencial básica, p. 46.
68
G. SEGALLA. Metodologie per accostare il pensiero cristologico del N. T., Riv Bibl XXII, (1974), p. 154.
62
5ª Sesión
La formación de los dogmas cristológicos
69
BOFF, Leonardo, Jesucristo el liberador. Ensayo de Cristología crítica para nuestro tiempo, Sal
Terrae, Santander, 1983, pp. 193-205.
63
Otra corriente afirmaba la divinidad de Jesús, pero aclarando que
Jesús no es sino la encarnación del Padre y, por consiguiente, fue el
Padre quien padeció y murió (patripasionismo).
Otros decían que Jesús pertenece a la esfera divina, pero
subordinado al Padre (subordinacionismo).
Según el arrianismo. Jesús es el Logos, que está junto a Dios, pero
fue creado como el primero de entre todos los seres. Dios es uno y único
y su unidad no puede ser comprometida con el carácter divino de Jesús.
Otro grupo afirmaba la filiación divina de Jesús, al igual que lo hacen
muchos textos del Nuevo Testamento, pero entendiéndolo en el sentido
de filiación adoptiva (adopcionismo), no en el sentido de que Jesús fuera
el Hijo eterno y Unigénito del Padre.
Hubo otra corriente que defendió denodadamente, incluso con las
armas y con intrigas de corte, la afirmación de que Jesús sería
únicamente semejante a Dios, pero no igual a El en su naturaleza (el
omoioúsios de Arrio). Hubo en el Concilio de Nicea una encarnizada
batalla a cuenta de una «i» —omooúsios (igual) u omoioúsios (semejante)
—, en la que incluso participó el pueblo en plazas y mercados. Dicho
Concilio (a. 325) resolvió la polémica, afirmando de forma solemne e
irreformable que «Jesús es Hijo de Dios, Dios de Dios, luz de luz. Dios
verdadero de Dios verdadero, nacido, no creado, de la misma sustancia
que el Padre, por quien todo fue hecho, lo que hay en los cielos y lo que
hay en la tierra». Como puede verse, la fe se opone siempre a todo lo
que pueda significar una disminución de la divinidad de Jesús, el cual es
verdadero Dios.
Pero todavía queda por responder la pregunta: ¿Cómo se relacionan
entre sí estas dos realidades —Dios y hombre— en un ser concreto y
único? Y al respecto se produjeron no pocas disputas entre los diversos
teólogos y las diferentes escuelas. Hubo, sin embargo, dos corrientes
que ganaron la máxima celebridad en la antigüedad y cuyas soluciones
han influido en la piedad y en la teología hasta nuestros días: la escuela
de Alejandría y la escuela de Antioquia, en el Asia Menor.
64
Pero tales afirmaciones corren el riesgo de no salvaguardar
suficientemente la dualidad existente en Jesús. De un modo latente, se
manifiesta en esta escuela alejandrina el peligro monofisita, es decir: a
fuerza de acentuarse la unidad hombre-Dios en Jesús, la naturaleza
divina acaba absorbiendo totalmente a la naturaleza humana. En Cristo
habría, pues, una sola naturaleza, la divina, y, lógicamente, una sola
persona, la del Verbo eterno; posición esta que fue defendida en primer
lugar por Eutiques. El hombre Jesús de Nazaret pierde su independencia
y su realidad histórica, lo cual significa reducir nuevamente el misterio
de Cristo. Y, de hecho, en Alejandría se enseñó esta reducción de la
realidad humana de Jesús en favor de la divina. Apolinar de Laodicea,
haciendo uso de un principio de Aristóteles (Met., 1039, a, 3ss), según el
cual dos naturalezas completas no pueden formar una unidad,
argumentaba: para que exista una unidad profunda e intima en Jesús
entre Dios y el hombre, como de hecho ocurre, es preciso que una
naturaleza sea incompleta. Y esa naturaleza es, evidentemente, la
humana. Apolinar, pues, defendía que, mediante la encarnación, el Logos
había sustituido al espíritu humano. El hombre está compuesto de cuerpo,
alma y espíritu. En Jesús, sin embargo, el espíritu habría sido sustituido
por el Logos.
Contra Apolinar, que de tal modo disminuía al hombre Jesús, se alzó
S. Gregorio Nacianceno con un principio fundamental: aquello que Dios
no ha asumido, tampoco lo ha redimido. Ahora bien, si el Logos no
asumió el espíritu humano, éste no fue redimido. Y el pecado —
completaba la argumentación otro gran teólogo, Teodoro de Mopsuestia
— habita especialmente en el espíritu. Por lo tanto, más que el cuerpo,
era el espíritu el que tenia necesidad de ser asumido para poder ser
redimido.
Ya con anterioridad había afirmado Arrio, dentro de la misma
tendencia, que, mediante la encarnación, el alma humana había sido
sustituida por el Verbo. Nos hallamos, de nuevo, ante una reducción
heterodoxa de la humanidad de Jesús. Otros opinaban que, mediante la
encarnación, lo que había sido sustituido por el Verbo fue la inteligencia
humana (mononoetismo). Otros afirmaban que lo había sido la voluntad
humana (monoteletismo). Y otros, en fin, enseñaban que el principio
operativo en Jesús provenía únicamente del Verbo (monergismo). Sólo
Jesús-Dios es el que actúa, no el Jesús-hombre.
Todas estas teorías fueron rechazadas por la ortodoxia, porque no
conseguían mantener la difícil tensión de la fe en Jesús como verdadero
hombre y verdadero Dios. La unidad en Jesús es íntima y profunda, pero
no debe ser concebida de forma que lleguen a eliminarse los términos
Dios-hombre. Un presupuesto erróneo en todas esas teorías radica en el
hecho de que todas ellas entienden la perfección humana de un modo es-
tático, identificándola como cerrazón y aislamiento en sí misma. Los
posteriores debates cristológicos mostrarán exactamente lo contrario: la
perfección humana reside precisamente en su apertura total e infinita que
le permite llegar a ser colmada por Dios. A pesar de todo, el
monofisismo, que tiende a acentuar excesivamente la naturaleza divina
de Jesús, constituye una constante tentación para la teología, y de un
modo especial para la piedad popular. Jesús vino a lo que era suyo —la
65
humanidad— y la gran tentación de los fieles consiste en permitir que se
hagan realidad aquellas tristes palabras de San Juan: y los suyos no lo
recibieron tal como él quiso manifestarse, es decir, como hombre, como
hermano y participe de nuestra doliente y frágil condición.
66
individual y concreto, hasta el punto de postular la presencia en Jesús de
una dualidad de personas.
Ambas escuelas elaboran la cristología a partir de la idea de la
encarnación. Pero la encarnación no debería ser el punto de partida, sino
el punto de llegada. Si hacemos de ella el punto de partida, entonces toda
la discusión irá dirigida a dilucidar en qué medida haya que atribuir las
acciones de Cristo a una u otra naturaleza, de qué manera se
interpenetran hasta el punto de constituir el ser individual e histórico
Jesús de Nazaret, y qué hay que entender por naturaleza humana y por
naturaleza divina. ¿Podemos saber quién es Dios? ¿Y qué es el hombre?
¿Acaso no partimos de unos misterios para tratar de explicar otros
misterios? No es posible iluminar unas tinieblas luminosas con otras
tinieblas menos luminosas. El fundamento de nuestra fe en la divinidad de
Jesús reside en su modo profunda y radicalmente humano de
manifestarse y actuar en este mundo. Para explicar al Jesús histórico,
como término de un largo proceso de reflexión, hay que decir que Jesús
es la encarnación del propio Dios, su aparición diafánica y epifánica
dentro de la realidad humana e histórica.
67
Esta fórmula dogmática no pretende tanto explicar cómo concurren
Dios y el hombre para formar un solo y mismo Jesús, cuanto asegurar los
criterios que han de estar presentes en cualquier intento de explicación,
a saber: ha de afirmarse simultáneamente la humanidad completa y la
divinidad verdadera de Jesús, sin dividir su unidad fundamental. La
intención del Concilio no es de orden metafísico o doctrinal, sino
soteriológico. El Concilio, en el fondo, quiso afirmar lo siguiente:
a) Que si Jesús no es Dios, entonces no vino a través de él ninguna
salvación. Seguimos en nuestro pecado y sin la seguridad del futuro.
b) Que si Jesús no es hombre, entonces no nos ha sido dada a
nosotros la salvación.
c) Que si la humanidad no es «de-Dios» (en la misma medida en que
mi propio ser es mío, y no por cierta acomodación del lenguaje),
entonces no se ha realizado plenamente la divinización del hombre, y
Jesús no es verdaderamente Dios.
d) Que si la humanidad venida «de-Dios» no es verdadera humanidad
ni permanece como tal, entonces en Jesús no se ha salvado el hombre,
sino otro ser.
En eso consiste el carácter definitivo, irreformable e imperecedero
de este dogma cristológico. Para expresar semejante verdad, el Concilio
hizo uso del modelo de comprensión griego, empleando las palabras
'naturaleza' y 'persona'. Naturaleza divina y humana no es sino el nombre
para designar todo lo que constituye al ser humano y al ser divino;
designa aquello que Jesucristo tiene en común con el Padre (divinidad) y
con nosotros (humanidad). La naturaleza es entendida por el Concilio en
sentido abstracto, como sinónimo de esencia o de substancia. Por su
divinidad, Jesús es de la misma esencia que el Padre y, por su
humanidad, de la misma esencia que hay en cada hombre. El portador y
sujeto de estas dos naturalezas, sin embargo, es la Persona del Logos, de
tal forma que es ella la que confiere la unidad del único y mismo Jesús.
Esta unidad personal es tan íntima que las cualidades de ambas
naturalezas —divina y humana— pueden ser atribuidas a la misma
Persona del Verbo; y así, puede afirmarse que Dios nació, sufrió y murió,
o que Jesucristo es todo-poderoso, etc. Las dos naturalezas abstractas,
por tanto, existen concretamente unidas a la Persona divina del Verbo
eterno.
Por eso, la tesis central del Concilio de Calcedonia consiste en
afirmar la unidad del ser concreto de Jesús: un solo y mismo Señor, etc.
Persona (hipóstasis), en la fórmula dogmática, tan sólo pretende expresar
el principio de unidad del ser, aquello que hace que algo sea uno, es
decir, que aquél que nació de Dios y de la Virgen es un solo y mismo ser
y no dos, como pensaban los nestorianos. El principio de unidad de un
ser no es un nuevo ser. Por eso, la falta de persona humana en Jesús (en
el sentido de la metafísica clásica) no implica la falta de cosa alguna en la
humanidad de Jesús. La persona no es un ente o una «cosa» en el
hombre, sino un modo de existir del hombre, en cuanto que el hombre se
sustenta a sí mismo y afirma ontológicamente su ser. Jesús-hombre, a
causa de su unión con Dios, es sustentado y afirmado con la misma
sustentación y afirmación ontológica de Dios. El portador de las dos
68
naturalezas, divina y humana, es la misma y única Persona divina. Pero
¿cómo se da esa unidad de naturalezas a través de la Persona?
Es éste un problema que no fue siquiera tocado por el Concilio de
Calcedonia y que sigue abierto a las especulaciones de fe de los
teólogos. El Concilio no reflexionó acerca de la relación entre persona y
naturaleza, como tampoco abordó el problema capital: ¿Cómo puede
haber una naturaleza humana que no sea al mismo tiempo una
personalidad? En Jesús, según los términos de la definición de
Calcedonia, tan sólo subsiste la personalidad divina, y no la humana. Con
ello, ciertamente, no pretende el Concilio enseñar que Cristo no tuviera
un centro consciente y un yo humano. Lo que ocurre es que, para el
Concilio, eso no era considerado propio de la persona, sino de la
naturaleza humana. Lo propio de la persona consiste en ser portadora y
sustentadora de los actos libres. Ahora bien, en Jesús-hombre, eso lo era
la Persona eterna del Hijo. Esa Persona eterna asumió en sí la «persona
humana» de Jesús, persona que no quedó aniquilada, sino totalmente
realizada, no en si misma, sino en el seno de la Persona divina (unión
enhipostática, como suele expresarse en la tradición patrística). En su
existencia concreta, el hombre-Jesús nunca se definió a partir de sí
mismo, sino siempre a partir de Dios. El fundamento de su vida no residía
en sí mismo, sino en la Persona divina. Este es el sentido profundo
expresado por el Concilio de Calcedonia en las rígidas fórmulas de
'naturaleza' y 'persona'.
Es posible que este dato pueda hoy haberse perdido de vista porque
las palabras naturaleza y persona hayan asumido, en nuestra concepción,
diferentes significados. El concepto de naturaleza no es para nosotros un
concepto estático, como lo era para el mundo antiguo, sino esencialmente
dinámico. La naturaleza humana surge a medida que va emergiendo una
prolongada historia biológica en que la cultura, la educación y el medio
ambiente han colaborado en la elaboración de lo que hoy somos. La
naturaleza, en el hombre, la constituye todo lo que es dado, física,
psíquica, histórica, sociológica y espiritualmente. Todo aquello que
antecede y posibilita una decisión libre. La persona es esa misma
naturaleza de ese modo determinada, en cuanto que se posee a si misma
y se realiza dinámica y relacionalmente en comunión con la totalidad de
la realidad que la rodea. Por lo tanto, en un primer momento, la persona
es una ultima solitudo, como perfectamente lo expresaba Duns Scoto,
porque es posesión de sí, autoconsciencia y autonomía interior. La
persona está en sí misma y para sí misma. La persona es un yo. Sin
embargo, en un segundo momento (no cronológico, sino lógico), la
persona es esencialmente comunión, relación y diálogo. El yo únicamente
existe y subsiste si se abre a un tú. La palabra originaria no es 'yo', sino
'yo-tú-nosotros'. Sólo a través del 'tú', se descubre el 'yo' en cuanto tal.
La persona es, evidentemente, autonomía y libertad. Pero no libertad con
respecto a los demás, sino para los demás. Cuanto más libre es una
persona para los otros, y especialmente para el Gran Otro (Dios), más se
hace persona. Como se ve, no existe una distinción real entre naturaleza
y persona. Persona es la propia naturaleza en cuanto que es consciente
de sí misma, se abre, se posee y se dispone a relacionarse; en cuanto
69
que puede, como más adelante veremos, identificarse con aquél con
quien se relaciona.
A partir de esta perspectiva, en la que ha profundizado de un modo
especial la reflexión moderna, se hacen tangibles los limites del modelo
de interpretación cristológica de Calcedonia. La fórmula de Calcedonia no
tiene en cuenta la evolución acaecida en Cristo, tal como la atestiguan los
evangelios sinópticos. Tampoco repara en las transformaciones que
tuvieron lugar con la Resurrección, donde el Logos-carne pasó a ser
Logos-Pneuma-Espíritu. La encarnación, tal como la ve Calcedonia,
dificulta la comprensión de la kénosis de Dios en Jesús, es decir, cómo
Dios se humilla y se hace anónimo. Y, sin embargo, es preciso que
respetemos y acatemos el anonimato de Dios en Jesús, y que tratemos de
entender lo que significa teológicamente.
También se advierte en la fórmula calcedonense la ausencia de una
perspectiva universal y cósmica. Es una cristología sin Logos. La
encarnación no afecta tan sólo a Jesús de Nazaret, sino a toda la
humanidad. Como dice la Gaudium et Spes, «por su encarnación, el Hijo
de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre» (n. 22). Y por su
resurrección, ésta se extiende a todas las dimensiones del cosmos, como
lo subrayaban los Padres griegos y latinos bajo la influencia del pensa-
miento platónico.
Pero hay una limitación de un carácter más profundo: al hablar de dos
naturalezas en Jesús, una divina y otra humana, el Concilio de Calcedonia
corre el grave peligro de situar dentro del mismo horizonte y en el
mismo plano a Dios y al hombre, al Infinito y a lo finito, al Creador y a la
creatura. Dios no es un ente como puede serlo el hombre, sino que es
aquél que trasciende a todos los entes y todos nuestros conceptos. La
unión de dos naturalezas en un solo y mismo ser no significa la fusión de
dos esencias y la unificación de dos dimensiones. Dentro del horizonte de
comprensión de lo que significa para nosotros hoy 'hombre-persona',
vamos a tratar de releer el mensaje de Calcedonia, a fin de conquistar
para nuestro lenguaje el sentido profundo y verdadero de la fórmula
conciliar que afirma que, en Jesús, subsisten a un mismo tiempo el verus
homo y el verus Deus. Veremos cómo la encamación no significa
simplemente que Dios asume y penetra la realidad humana concreta de
Jesús de Nazaret, sino que éste asume y penetra igualmente, de un modo
activo, la realidad divina de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
La encarnación es la plenitud de la manifestación de Dios y la plenitud de
la manifestación del hombre.
70
6ª Sesión
La cristología medieval y las cristologías contemporáneas
Primera parte
Preguntas sobre el texto
1.-¿Por qué han sido estas y no otras las preocupaciones que han hecho avanzar la
reflexión cristológica durante las últimas décadas?
2.-¿En qué medida han sido recibidas todas estas ideas por los creyentes en general? ¿A
qué ha sido debido? ¿Qué consecuencias ha tenido esa recepción?
La cristología contemporánea*
0.Introducción. Una tradición viva
Una semilla germina y se convierte en árbol frondoso. La chispa de una idea madura
hasta hacerse un pensamiento plenamente desarrollado. El joven enamorado descubre
profundidades cada vez más hondas de su amada, pero le resultan inefables; con todo,
las palabras de amor, una vez pronunciadas, hacen más intensa la relación. La nueva
interpretación de una ley revela algo más de su riqueza original. Todas estas
experiencias han servido para iluminar el desarrollo doctrinal, ese cambio en la herencia
intelectual cristiana que tiene lugar cuando los seguidores de Jesucristo viven su fe en
nuevas situaciones. La comprensión de Jesús crece mediante la oración y la reflexión en
el contexto de nuevas iniciativas y respuestas dadas por la comunidad de creyentes.
Diferentes maneras de expresar el significado de la fe se han desarrollado de acuerdo
con las variaciones culturales. De este modo, la doctrina se profundiza. Tanto si
tomamos la imagen del mundo de la naturaleza como la de la psicología humana o el
orden social, las analogías del árbol, el enamorado o la interpretación de la ley sugieren
algo vivo en la historia, apuntan a una vigorosa comunidad de fe que transmite, no una
tradición muerta, sino una tradición viva.
Con esto no pretendemos sugerir que el desarrollo doctrinal sea una imparable marcha
triunfal que. en línea recta, va de una verdad a otra: todo lo contrario: la memoria
histórica muestra desvíos, pasos atrás y flagrantes olvidos de la comunidad en la
asimilación de su herencia. Pero sí queremos centrar la atención en el hecho de que los
creyentes cristianos, guiados por el Espíritu de Dios, a lo largo de dos mil años nunca
han dejado de expresar su fe en Jesucristo, su afecto por él y la comprensión de su
significado con palabras y hechos coherentes con los tiempos y lugares en que vivían.
El desarrollo de la historia de esta comunidad implica, pues, dos elementos: lo viejo con
lo nuevo, o lo que nos ha sido dado históricamente con la actual forma de entenderlo.
Al principio de un ensayo sobre la educación, el pensador religioso judío Martin
Buber escribió estas cautivadoras líneas que nos ofrecen otra analogía para nuestra
situación como comunidad con una tradición viva:
«La raza humana empieza en cada hora. Es algo que olvidamos con demasiada facilidad ante
la imponente realidad de la vida pasada, de la llamada historia universal, del hecho de que
cada niño nace con una determinada disposición de origen histórico, es decir, heredada de
las riquezas de toda la raza humana; y también nace en una determinada situación de origen
*
Una selección de textos tomados de: Elisabeth JOHNSON, La cristología hoy. Olas de renovación en el
acceso a Jesús, Sal Terrae, Santander, 2003.
71
histórico, es decir, producida a partir de las riquezas de los acontecimientos mundiales. Este
hecho no debe ensombrecer otro no menos importante, a saber: que, a pesar de todo, en esta
hora como en todas las demás, lo que no ha sido invade la estructura de lo que es, con diez
mil rostros que nadie había visto antes, con diez mil almas aún por crecer, pero dispuestas a
hacerlo -un acontecimiento creador como nunca lo hubo, la novedad que surge, el poder
potencial original-. Esta potencialidad, que fluye sin control, aunque gran parte de ella se
despilfarra, es la realidad niño: este fenómeno de unicidad, que va más allá del mero hecho
de engendrar y nacer, es el don de recomenzar una y otra vez» **.
En esta apasionada descripción del potencial creativo de los nuevos seres humanos
se destaca la importancia tanto de lo antiguo como de lo nuevo. Cada niño o niña recibe
la riqueza del mundo a la vez que ofrece al mundo algo que nunca se había visto antes.
Como comunidad con una tradición viva, los cristianos se sienten igualmente
privilegiados. Los creyentes de hoy reciben una herencia enormemente rica, tejida de
luchas y avances de la nube de testigos que los precedieron, y deben a la vez testimoniar
la buena nueva haciéndola creíble para su propio mundo y su propio corazón. Para
evitar el estancamiento y que la fuente se seque, una tradición viva debe ser transmitida
en buenas condiciones.
Todo esto sirve para presentar la disciplina teológica que reflexiona sobre el
significado de Jesucristo. Ya en los primeros siglos del cristianismo tenemos un
sorprendente ejemplo del desarrollo doctrinal en una Iglesia viva. Y también se da hoy
en la teología católica una actividad que indica que el desarrollo todavía no ha
concluido. A menudo se aborda este tema planteando la pregunta sobre Jesús como él
mismo hace en los evangelios sinópticos. En la narración de Marcos se dice:
«Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesárea de Filipo, y por el camino les
hizo esta pregunta: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?". Ellos le dijeron: "Unos, que
Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas". Y él les preguntaba: "Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?"» (Marcos 8,27-29).
La mayoría de los cristianos conocen la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo» (v.
29); y la de Marta: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo»
(Juan 11,27); y las respuestas de las primeras generaciones de discípulos, cuyas
reflexiones forman el testimonio neotestamentario. Pero la pregunta no se agota con
estas respuestas. Se repite a lo largo de los siglos y pide la contestación de cada
generación de creyentes y de cada discípulo. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Esta
pregunta no es la única manera de abordar el tema del significado de Jesús, y hay
momentos, como veremos, en que podría no ser la mejor. Pero es una buena pregunta y
nos invita a pensar tanto personal como colectivamente.
La cuestión propiamente dicha no es académica, sino que surge de una experiencia
de salvación. A la persona que se encuentra con Jesucristo le sucede algo
extraordinariamente bueno. Fundamentalmente, pone en orden su relación con Dios. Y,
en consecuencia, consigo misma, al recuperar su integridad interior y experimentar la
sanación del cuerpo y del espíritu. Además, mejoran sus relaciones con los demás, y la
paz se convierte en una posibilidad real. La persona experimenta un nuevo impulso,
rebosante de esperanza en el futuro; una esperanza incluso contra toda esperanza. La
comunidad surge de la unión de aquellos que han recibido de este modo los dones del
Espíritu de Cristo. Dado el profundo impacto de Jesucristo en sus vidas, de inmediato se
preguntan: ¿quién es él? La experiencia de salvación que viene de Dios en Jesús hace
que la persona de Jesús resulte sumamente interesante.
**
Martin BUBER. «Education», en Between Man and Man, Macmillan, NewYork 1966, p. 83.
72
La respuesta a esta pregunta tampoco ha sido académica. En la fe y la piedad
personales, en la doctrina oficial, en la liturgia y en la forma de vida de la gente, la
respuesta es siempre una cuestión de fe. Como la fe de un pueblo peregrino está siempre
históricamente inculturada, los discípulos de todas las generaciones han formulado sus
respuestas en modelos de pensamiento e imágenes comunes en sus respectivas culturas.
También la Iglesia universal ha pronunciado su respuesta cristológica en cada época
como un acto eclesial. Todos y cada uno de los creyentes sentimos hoy que hemos sido
configurados por las respuestas de nuestros padres en la fe. Herederos de dos mil años
de una tradición viva, somos como «pigmeos a hombros de gigantes», que podemos ver
a lo lejos gracias a la estatura de aquellos que nos han transmitido la tradición. Ahora
llega nuestro tumo. Nuestro tiempo se enfrenta a nuevas crisis, demandas y desafíos
críticos, y el significado de Jesucristo se intensifica de nuevo al afrontar las necesidades
en diversos lugares del mundo. Como personas bautizadas que recibimos la gracia del
Espíritu Santo que mora en nosotros, se nos pide que demos nuestra respuesta
cristológica personal de palabra y de obra; también a la Iglesia universal se le pide que
responda con el lenguaje de nuestro tiempo. Nosotros no vamos a contestar al margen
del tejido de la Iglesia, sino fieles a la verdad transmitida por una tradición viva. Un
breve recorrido por la historia pondrá de relieve aquello que nuestros antepasados en la
fe nos han legado con sus respuestas a la cuestión cristológica, y destacará aquellos
factores que, en el mundo, han dado un nuevo impulso al continuo proceso de búsqueda
de una respuesta.
73
releyeron sus Escrituras buscando en ellas ayuda para interpretarlo. Descubrieron la
promesa divina encarnada en figuras como la del Mesías, el Hijo de Hombre, el Siervo
Sufriente, la Sabiduría, el Hijo de Dios, etcétera. Usaron estos símbolos evocadores para
explicar el significado de Jesucristo e incluso emplearon algunos de ellos como títulos
cristológicos. Así fueron descubriendo que la vida de Jesús, y especialmente la cruz,
daban un nuevo significado a los símbolos. Por ejemplo, el Mesías dejó de ser
simplemente el rey victorioso del linaje de David, y pasó a ser el crucificado y
resucitado.
En los años cuarenta y cincuenta del siglo I se formaron por todo el mundo
mediterráneo comunidades de creyentes que reflejaban diferentes características,
coherentes con sus diversos contextos culturales y sociológicos (Judíos o gentiles,
perseguidos o en paz, de provincias o cosmopolitas). Algunos de sus miembros tomaron
la pluma para poner por escrito cómo entendían a Jesús con interpretaciones configu-
radas por la predicación y otras experiencias de sus Iglesias locales. Esto dio como
resultado una diversidad de matices en las respuestas a la pregunta básica: ¿Quién decís
vosotros que soy yo? Algunas de las respuestas clave son:
Pablo: Jesús es el Cristo crucificado y resucitado.
Marcos: Jesús es el Mesías sufriente.
Mateo: Jesús es el nuevo Moisés, maestro de la nueva ley.
Lucas: Jesús, lleno del Espíritu Santo, es el Salvador de todos.
Juan: Jesús es la Palabra de Dios hecha carne.
Estos escritores -diferentes por lo que respecta a la cultura, el lugar y el tiempo en
que viven, y también por los temas en los que insisten- ponen de manifiesto que desde
el principio hubo más de una cristología en la comunidad cristiana. Todos profesaban la
misma fe, pero cada uno de ellos la expresaba de manera distinta. Al unir sus escritos,
se formaron las Escrituras cristianas, fundamento de la cristología actual porque
transmiten la memoria y el testimonio de las primeras comunidades.
b)Cristología conciliar (siglos II-VII)
Cuando la Iglesia se extendió por el mundo helenístico más amplio, empleó, tanto en la
predicación como en el pensamiento, categorías filosóficas propias de la cultura medite-
rránea. La filosofía griega se basaba en el conocimiento de la forma de actuar o
funcionar de las cosas para plantear la cuestión de lo que las cosas son en sí mismas,
formulándolo en términos como «naturaleza», «subsistencia» y otros. Mientras que las
primeras comunidades bíblicas se habían concentrado en lo que Dios había hecho por
ellas a través de Jesús y, en consecuencia, en quién era Jesús desde una perspectiva
funcional, las posteriores comunidades helenísticas, compuestas en su mayoría y casi
exclusivamente por gentiles (no judíos), empezaron a preguntarse por Jesús desde una
perspectiva ontológica. Dicho de otro modo: de la proclamación de su actividad -Jesús
salva- pasaron a hacerse preguntas por el orden del ser: ¿quién es él en sí mismo, y
cómo ello le permite actuar como nuestro Salvador? Sabían que venía de Dios, pero su
reflexión les llevó a preguntarse cuál era su relación su relación con el Dios uno y
único, llamado Padre. ¿Hay dos Dioses? Impensable. ¿Es Jesús un dios menor? Es
posible; pero entonces ¿cómo podría realmente salvar? ¿Cómo podría Jesucristo ser
Dios, y Dios Padre ser Dios y, no obstante, que sólo hubiera un único Dios? Además, se
agudizaron las cuestiones referentes a su relación con la raza humana. Si de verdad
procede de Dios, ¿es un hombre verdadero? ¿Es su cuerpo realmente de carne y hueso?
¿Tiene un alma humana, con una auténtica psicología humana? Si no es así, ¿es la
encamación sólo aparente? Pero si es así, ¿hay en él realmente dos personas, una
humana y otra divina? Si es verdaderamente humano, ¿cómo podemos considerarlo a la
74
vez verdaderamente divino y, no obstante, una persona? Todas estas preguntas se
formularon en el lenguaje de aquel tiempo y, en consecuencia, los cristianos se
implicaron en las controversias.
El debate sobre la identidad de Jesucristo se animó de tal forma que un obispo, al
volver de comprar un trozo de pan, escribió que «¡hasta el panadero quería discutir
acerca de si había una o dos naturalezas en Cristo!».
Había dos tendencias en litigio. Por una parte, unos querían minimizar cualquier
identificación entre Dios y el ser humano Jesús, ya que, al fin y al cabo, éste es tan sólo
una criatura. Es, indudablemente, una criatura superior -afirmaba el sacerdote Arrio-,
pero Dios no puede compartir su ser con nada finito o limitado. Llamar «Dios» a Jesús
sería deshonrar a Dios, al mezclar lo divino con las limitaciones de la carne. Así, «Dios»
se aplica a Jesús sólo como título de cortesía. En el año 325, en el concilio de Nicea, los
obispos de Oriente declararon que este enfoque era falso. En el credo que escribieron -el
credo niceno, que aún hoy se recita y se canta en la Iglesia- se confiesa que Jesús es
«Dios de Dios, Luz de Luz. Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado;
de la misma naturaleza que el Padre». Si esto no fuera cierto, sostenían. Jesús no nos
salvaría, porque el pecado es tan fuerte que ninguna criatura puede vencerlo: «sólo Dios
salva».
Por otra parte, algunos pensadores hicieron tanto hincapié en la divinidad de
Jesús que perdieron de vista su humanidad real. Algunos ejemplos muestran
cuan lejos llegó esta tendencia:
«Cuando comía, no lo hacía para conservar la salud de su cuerpo, que se mantenía unido por
una energía sagrada, sino con el fin de que los que estaban con él no concibieran una
opinión diferente de él» (Clemente de Alejandría).
«Nuestro Señor sintió la fuerza del sufrimiento, pero sin dolor; los clavos que agujerearon
su carne pasaron como un objeto pasa a través del aire, sin dolor» (Hilario de Poitiers).
«Los seres híbridos se forman cuando diferentes propiedades se combinan en un ser; por
ejemplo: de un burro y una yegua nace un mulo, y la mezcla del blanco y el negro pro duce
el color gris. Pero ningún ser mixto contiene los dos extremos íntegramente, sino sólo en
parte. Ahora bien, en Cristo hay un ser que es mezcla de Dios y hombre; por consiguiente,
ni es totalmente hombre ni sólo Dios, sino una combinación de Dios y hombre» (Apolinar,
obispo).
El concilio de Constantinopla, celebrado en el año 381, consideró también que esta
afirmación era falsa. Los obispos de Oriente argumentaron que Dios nos salva
asumiendo todo lo que pertenece a la naturaleza humana; lo que no es asumido en la
encamación no queda redimido. De este modo, la auténtica e integral humanidad de
Jesús se convierte en una verdad salvífíca.
Entre estas dos tendencias extremas, la Iglesia luchó por mantener un
reconocimiento pleno de la identificación de Jesús tanto con Dios como con los seres
humanos. Como escribiera el papa León I, «negar la verdad de la naturaleza humana de
Cristo es un mal tan peligroso como negarse a creer que su gloria es igual a la del
Padre». Finalmente, en el año 451, tras años de debates y episodios de conductas poco
decorosas, el concilio de Calcedonia afirmó esta verdad de fe. En términos helenísticos,
los padres conciliares confesaron que Jesucristo es «consustancial con el Padre según la
divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad», «verdaderamente Dios y
verdaderamente hombre [compuesto] de alma racional y cuerpo», uno y el mismo Cristo
manifestado en dos naturalezas que confluyen en una sola persona.
75
Durante este periodo no hubo grandes controversias sobre Cristo, aunque si aparecieron
algunos debates menores. El cambio principal se debió a la introducción del nuevo
proceso de razonamiento y síntesis propio de la escolástica. En el contexto sociológico
del feudalismo, Anselmo de Canterbury investigó por qué Dios se hizo hombre y tuvo
que morir para salvarnos: ¿acaso no pudo hacerlo de una manera distinta? Con una
argumentación brillante Anselmo sostiene que Jesucristo muere para satisfacer por el
pecado, evitando así que el orden universal se altere para siempre.
En las universidades, nuevo escenario de la teología, los maestros explicaron el
esquema de las dos-naturalezas-en-una-sola-persona con la ayuda de la filosofía de
Aristóteles, recientemente redescubierta. Imbuidos de piedad, algunos pensadores
quisieron honrar a Jesucristo razonando según el principio de perfección, de acuerdo
con el cual no era correcto negar a la naturaleza humana de Cristo ninguna perfección
que pudiera haber tenido. Consiguientemente, lo consideraban el perfecto marino, el
perfecto matemático, ¡incluso el perfecto canonista!
Al final de este periodo, los reformadores protestantes pidieron que se abandonasen
las especulaciones metafísicas escolásticas sobre la constitución interna de Cristo, con el
fin de volver a una confesión de Jesucristo más existencial y fundamentada en la Biblia,
pues fue él quien nos alcanzó la salvación en la cruz, y su gracia nos salva ahora sin
mérito alguno de nuestra parte. Lutero argumentó que conocer a Cristo es conocer sus
beneficios, no los intríngulis del dogma.
76
cristología estaba paralizada y en un estado lamentable. El uso de manuales que
explicaban a Cristo aplicando una lógica deductiva daba la impresión de que lo
conocíamos de una forma completa y definitiva. Esto impedía que aparecieran nuevas
perspectivas. Además, el enfoque de los tratados tendía a ignorar la riqueza de la
Escritura con su narración de los acontecimientos de la vida de Jesús, tales como su
bautismo, las oraciones que dirigía a Dios y el abandono en la cruz. Todo ello había
quedado relegado a la devoción o a la meditación y no influía en los esfuerzos
intelectuales realizados para entender y confesar a Jesucristo. La cristología se limitaba
a repetir la vieja interpretación neoescolástica sobre las dos naturalezas en una sola
persona, sin una genuina comprensión contemporánea. El resultado de la suma de todos
estos elementos fue que la cristología, por lo general, hizo caso omiso de la verdadera
humanidad de Jesucristo, en la que está implicada una verdad bíblica y dogmática.
Como señal de que la cristología estaba moribunda, Rahner aplicó el interesante criterio
de la controversia: «En la cristología católica», se lamentaba, «hay muy pocas
controversias vivas -¿hay alguna en realidad?- que apasionen y exciten el interés
existencial del cristiano ferviente. Hemos hecho del dogma calcedonense un fin en sí
mismo, pero siempre debería ser considerado un principio de reflexión, ya que introduce
la riqueza del misterio de la presencia de Dios en el centro de nuestra historia de
sufrimiento».
Desde 1951, los importantes cambios producidos tanto dentro como fuera de la
Iglesia han reavivado la pregunta «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». El concilio
Vaticano n. si bien no se centró de manera significativa en la cristología, sí exhortó a la
Iglesia a dialogar con los gozos y las tristezas, las esperanzas y las angustias del mundo
moderno. Cuando quisimos entablar este diálogo, nos encontramos con un
mundo muy distinto del mundo medieval, donde el diálogo, en general, había estado
presente por última vez. En la historia intelectual moderna de Europa destacan tres
cambios que han ejercido particular influencia en la teología católica desde el concilio
y, por consiguiente, en la cristología.
En primer lugar, desde el punto de vista cronológico, está la llamada «vuelta al
sujeto». Este cambio, asociado con la obra del filósofo alemán Immanuel Kant, centra
por completo la atención en la persona humana como sujeto libre en el proceso de su
devenir. En consecuencia, la experiencia humana se convierte en una importante norma
del conocimiento humano, lo cual pone en cuestión el predominio de la autoridad y la
tradición. A este cambio se suma la fascinación por la historia y los métodos históricos,
por el modo en que se han formado las cosas a lo largo del tiempo.
Cuando esta vuelta al sujeto afectó a la cristología, suscitó el interés por las
experiencias originarias de la fe, un interés real por Jesús como auténtico sujeto
humano, una persona real de la historia con sus rasgos personales y su propia vida.
También despertó un renovado interés por las experiencias de los discípulos que
fundaron la fe cristiana y por nuestras experiencias como seguidores de Jesús hoy en
día. Todo ello plantea la siguiente pregunta: ¿qué tiene que ver Jesucristo con que
nosotros lleguemos a ser personas plenamente humanas y libres?
El segundo cambio importante implica la vuelta a la negatividad de muchas
experiencias humanas. Dos guerras mundiales, el Holocausto, el Gulag, el colonialismo,
la codicia y el narcisismo del capitalismo, la tortura como instrumento de la política de
Estado, la opresión política, el «apartheid», la crisis ecológica, la amenaza del desastre
nuclear...: estos y otros males han hecho que centremos la aten-^0^1 en el sufrimiento
de las personas en la historia y en quienes actualmente son víctimas de la misma. El
pensamiento actual muestra una nueva sensibilidad tanto hacia lo irracional como hacia
la patología humana, individual y social.
77
En la cristología, el impacto de este cambio se percibe en la recuperación de la
relevancia del ministerio de Jesús con su predicación sobre el reino de Dios, un símbolo
con implicaciones sociales y políticas. La interpretación de la cruz trata de descubrir el
significado de esta pregunta: ¿por qué Jesús no murió de forma natural, sino que fue
ejecutado? También se ha redescubierto el valor de lo demoníaco y lo apocalíptico
como elementos simbólicos de pensamiento. La buena nueva de que Dios viene a
salvamos adquiere un nuevo y específico poder. En el método cristológico se produce
un cambio completo cuando se plantea esta pregunta: ¿de qué modo la praxis, el «hacer
la verdad en el amor», o la acción en pro de la justicia, se convierten en un camino de
conocimiento de Jesucristo?
Un tercer cambio trascendental es la transformación de todo el planeta en un mundo
pequeño e interconectado. Desde las telecomunicaciones hasta los medios de
destrucción masiva, todos los pueblos y todos los seres vivos se ven afectados por las
acciones de todos. Nos percatamos de cuan interdependientes somos, aun cuando
todavía no disponemos de las estructuras necesarias para aprovechar y desarrollar esta
realidad en una dirección positiva. Mientras unos tratan de dominar, otros luchan por
una nueva humanidad transcultural en la que se valoren las particularidades étnicas y, al
mismo tiempo, la raza humana sea apreciada como única. En este contexto, las
religiones se reencuentran y caen en la cuenta de la sabiduría de cada una de ellas,
especialmente frente a los poderes mortíferos de este mundo.
En la cristología, este cambio de conciencia ha dado origen a una nueva serie de
preguntas: ¿qué significa la unicidad de Jesucristo como Salvador del mundo en el
encuentro con las religiones del mundo? ¿Es posible creer que Dios ha actuado
decisivamente en Jesucristo para salvar a todo el mundo y, al mismo tiempo, creer que
judíos, musulmanes. hinduistas, budistas y personas de otras confesiones religiosas
pueden continuar siendo lo que son, siguiendo los caminos de salvación en que se
encuentran? ¿Quién decimos que es Cristo, habida cuenta del hecho de que millones de
personas no siguen ningún camino religioso y, no obstante, esperamos que serán
salvadas por la misma misericordia de Dios revelada en Jesucristo?
En los capítulos siguientes exploraremos la respuesta que la teología está dando a
estos grandes cambios en la experiencia y la conciencia humanas. La confluencia de la
experiencia contemporánea con la herencia de la fe no es fácil. La comunidad católica
tiene ahora en la cristología sobradas controversias, vivas y apasionadas, que despiertan
el interés de los cristianos. ¡Rahner seria hoy un hombre feliz! Estos debates sobre la
interpretación de Jesucristo son signos de una tradición viva en una Iglesia que, con su
fe, ha salido del gueto en que se encerró y ha entablado un auténtico diálogo con los
problemas contemporáneos. Desde mediados del siglo XX, los temas de cristología han
ido surgiendo de manera más o menos secuencial, como olas que rompen en una playa.
Al estudiar estos nuevos desarrollos de la cristología, no lo hacemos por mero interés
intelectual -aunque constituyen una fascinante historia-, sino, sobre todo, porque, guia-
dos por la Escritura y la tradición que nos transmiten la fe de nuestros antepasados,
tenemos la responsabilidad de contestar a la gran pregunta cristológica aquí y ahora: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Es interesante apuntar que a mediados del siglo xx,, mientras las denominaciones
protestantes estaban profundamente enzarzadas en la controversia sobre la
interpretación de la Escritura y, en consecuencia, sobre cómo entender al Jesús his-
78
tórico, en la cristología católica -que se había concentrado durante siglos en el dogma-
se producía un resurgimiento en este campo doctrinal. La primera ola de renovación en
la cristología católica se alzó claramente en la década de 1950 y principios de la de
1960, durante la conmemoración, en 1951, del 1.500 aniversario del concilio de
Calcedonia. Los teólogos contribuyeron con la mejor aportación que podían hacer, a
saber: escribiendo ensayos. Su profundo estudio de la doctrina de Calcedonia sobre
Cristo llevó a una nueva apreciación de lo que allí se afirmaba y a un análisis de las
deficiencias en la comprensión de la doctrina conciliar. Teólogos europeos como Hans
Urs von Balthasar, Piet Schoonenberg, Bernhard Welte y Bernard Lonergan, un
canadiense que enseñaba en Roma, se unieron en esta empresa a Karl Rahner, cuyo
influyente artículo ya hemos mencionado.
Calcedonia había definido que era preciso confesar que la identidad de Jesucristo
comprendía dos naturalezas, humana y divina, que confluyen en la unidad de una sola
persona. El problema, según estos teólogos, no radicaba en dicha confesión como tal. El
problema estaba en la manera en que se había enseñado y entendido este dogma, pues la
teología había olvidado el misterio de salvación que se estaba salvaguardando con el
lenguaje de esta doctrina, y había simplificado en exceso sus conceptos y distinguido
demasiado sus ideas.
Por un lado, estaba el tema de las dos naturalezas de Jesucristo. No se tuvo en
cuenta, especialmente en los manuales, el hecho de que estas categorías apuntaban a una
realidad misteriosa. Más bien, las dos naturalezas se entendían como dos variedades de
una misma entidad básica, dos especies de un mismo género, del mismo modo que
manzanas y naranjas son dos tipos dentro de la categoría de la fruta. Sencillamente, se
había pasado por alto que la naturaleza divina es un misterio sagrado que constituye una
clase aparte y que no es en modo alguno comparable con la naturaleza humana ni con
ninguna otra. En consecuencia, cuando la gente (incluidos los teólogos) decía que Jesús
tenía dos naturalezas, implícitamente estaba pensando que cada una de ellas constituía
la mitad de la imagen total de Jesús. Jesús se había hecho, por así decirlo, mitad divino
y mitad humano (50/50), pero no verdaderamente divino y verdaderamente humano, al
100/100, como había definido Calcedonia.
Por otra parte, estaba el problema de comprender el término «persona». ¿Qué es una
persona? El significado actual de esta palabra, en la era post-freudiana, es muy diferente
del que tenía en el pensamiento del siglo V. Hoy esta palabra suele connotar una entidad
psicológica, un centro individual de conciencia y libertad, que se constituye en relación
con otras personas en una comunidad. Sin embargo, la palabra griega hypostasis, usada
originalmente en la definición doctrinal, no es un término psicológico, sino filosófico,
que connotaba algo ontológico, en el orden del ser. Significaba subsistencia, la raíz
metafísica de algo, el fundamento firme en el que se asienta y existe un individuo
determinado. En nuestro idioma no hay una palabra que pueda traducir exactamente su
significado. De manera que ha habido una indefinición semántica por lo que respecta al
significado de la palabra «persona», que se ha perdido bajo el sentido del dogma
eclesial. La mentalidad moderna ha dado una perspectiva psicológica a la confesión
según la cual Jesucristo es la segunda «persona» de la Santísima Trinidad, dejando así
poco o ningún espacio para la actividad de su verdadera psicología humana.
La primera ola de renovación cristológica tuvo como objetivo descubrir de nuevo las
afirmaciones de fe originales del antiguo dogma, a saber: al tratar de Jesús tratamos del
único Dios verdadero, que es uno de nosotros y que es Dios y hombre en una unidad
inquebrantable -y todo ello por nuestra salvación-. Dada la tendencia básica, en la
reflexión católica de entonces, a pensar en Jesús más como divino que como humano,
este esfuerzo tuvo como resultado la recuperación de la auténtica humanidad de Jesús
79
tal como se había definido dogmáticamente. En lugar de utilizar la filosofía escolástica
clásica, que definía a la persona como «sustancia individual de naturaleza racional»,
estos teólogos aplicaron la filosofía existencial que se desarrollaba por aquel entonces
en Europa. Su enfoque es aún marcadamente filosófico, pero de una manera más
novedosa. Se suele llamar teología trascendental, porque trata de dar significado al
dogma uniéndolo con la antropología y con la existencia humana analizada mediante
métodos trascendentales.
[El resultado] de esta aproximación ha seguido afectando a la Iglesia desde que se
iniciara en la década de 1950 y principios de la década de 1960. El hecho de que Jesús
es verdaderamente humano sorprendió al principio un poco a los católicos. Se ha
tardado tiempo en reconocer plenamente lo que siempre debería haber formado parte de
nuestra conciencia y oficialmente era parte de la doctrina. El Concilio Vaticano II
afirmó con fuerza, en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et
Spes 22), esta recuperación de la humanidad de Jesucristo, declarando en un hermoso
pasaje:
80
elevados a una dignidad sin igual. Así, todo aquello que desfigura o hace daño a un ser
humano es un insulto al mismo ser de Dios. Karl Rahner lo expresa de una manera más
poética cuando afirma que, dado que la Palabra de Dios está en medio de nosotros,
podríamos decir que cada uno de nosotros es una pequeña palabra de Dios. La Palabra
de Dios pronunciada en medio de nosotros nos revela nuestra propia belleza, pues cada
uno de nosotros es una pequeña palabra, y juntos proclamaremos algo grande. Rahner
nos compara también con una letra del alfabeto; cuando estemos todos reunidos,
formaremos una gran palabra para gloria de Dios: «La naturaleza humana es la
gramática de la autoexpresión de Dios». Nuestra naturaleza humana está hecha de tal
manera que Dios puede hablar en y a través de nosotros. Todo ello fluye de la
encamación, que es una realidad y no una ficción de Dios. El hecho de que Dios se
hiciera uno de nosotros nos lleva a reconocer el valor de todos los seres humanos, dota-
dos de una excepcional dignidad, precisamente por ser humanos.
Karl Rahner, en su pionero ensayo de 1951. se preguntó si el concilio de Calcedonia
debería ser el final o el principio para la reflexión cristiana. Argumentó que nuestra
reflexión debe partir de él, en lugar de considerarlo como un logro y punto de llegada.
Toda una generación de pensadores católicos se unió a él en la búsqueda del sentido de
Calcedonia. El resultado ha sido la recuperación de la plena humanidad de Jesucristo
como dogma, y una nueva revalorización de la incomparable dignidad de cada ser
humano.
En la década de 1950 se abrió paso con fuerza una subcuestión particular dentro del
tema más amplio de la verdadera humanidad de Jesús, a saber: la cuestión del
conocimiento que él tenía de las cosas y, en particular, de sí mismo. Un planteamiento
ingenuo puede llevamos fácilmente a un doble vínculo: si Jesús sabía que era la Palabra
de Dios, entonces ¿cómo pudo ser verdaderamente humano? ¡Que cada uno piense qué
género de vida humana llevaría si supiera que es Dios! Esto nos haría salir de los límites
dentro de los cuales se vive la vida humana. Ahora bien, si Jesús no conocía su propia
identidad, entonces por fuerza no era Dios, pues Dios lo sabe todo. Los estudiosos
católicos comprendieron inmediatamente que el proyecto de recuperación de la
comprensión de la verdadera humanidad de Jesús tendría éxito o fracasaría,
especialmente en las mentes de los católicos, en función de la respuesta que se diera a la
cuestión del autoconocimiento de Jesús.
Y ¿a qué conclusión llegaron los estudiosos?: ¿sabía o no Jesús que era Dios? A la
luz de las reflexiones de los teólogos, la respuesta es: sí y no. Sí, en el nivel subjetivo;
Jesús es quien es, y tiene un conocimiento intuitivo de ello. No, en el nivel objetivo;
tiene que ir aumentando concretamente ese conocimiento durante su vida, hasta el
último momento. Dicho de otro modo: Jesús sabía quién era implícitamente, pero no en
unos términos y conceptos claros. Consideremos esta cuestión desde una perspectiva
más histórica. ¿Pensó este judío del siglo I que era Yahvé? No, pues si un judío del siglo
I hubiera pensado que era Yahvé, habría sido tenido por idólatra o por loco. Antes de
que los cristianos pudieran profesar que Jesús era Dios, su idea de Dios se tuvo que
transformar y adoptar una forma trinitaria. Hay otro modo de considerar esta cuestión:
cuando Jesús oraba, ¿hablaba consigo mismo? No, sino que dirigía su oración a Yahvé,
el Dios de Israel al que llamaba Abbá. En el nivel de las palabras y conceptos claros del
conocimiento categórico, Jesús no pensaba que era Dios. Aun cuando siempre fue el
Mesías, fue entendiendo cada vez mejor su mesianismo a lo largo de su vida. Lo que la
Iglesia hizo en las décadas posteriores a la crucifixión y la resurrección, y ciertamente
81
en los siglos de los primeros concilios, fue explicitar lo que estaba ya implícito en la
persona y el ministerio de Jesús. A partir de ello, la Iglesia fue deduciendo y elaborando
sus doctrinas. Pero Jesús no gozó en vida del beneficio de la posterior reflexión sobre él.
De hecho, lo que configura necesariamente la percepción cristiana de su identidad es la
resurrección. Antes del acontecimiento de la resurrección faltaba todavía la prueba
necesaria para poder formular una confesión completa de su identidad personal. Este
planteamiento es histórico y, claro está, deja espacio en la historia para que la verdadera
humanidad de Jesús actúe, incluso psicológicamente.
Como conclusión, reflexionemos sobre una observación hecha por Cirilo de
Alejandría, obispo y teólogo que «defendió enérgicamente la divinidad de Cristo:
«Hemos admirado su bondad en el hecho de que, por amor nuestro, no se negó a
abajarse hasta el punto de cargar con todo cuanto pertenece a nuestra naturaleza, entre
lo que se incluye la ignorancia». Cirilo nos anima a ver esta ignorancia con realismo,
porque es la prueba decisiva de la encamación. ¿De verdad creemos que Dios nos ha
amado tanto que se identifica con todo lo que es propio de nuestra vida humana,
incluida la ignorancia? Si es así, estamos vislumbrando las profundidades del
autovaciamiento de Dios en la encarnación. El modo bipolar de entender el
autoconocimiento humano es, sencillamente, un constructo teológico que tal vez pueda
ayudarnos a pensar acerca de cómo es posible tal autovaciamiento.
82
lación de Dios, si luchó por determinados objetivos y defendió ciertos valores, entonces
la significación de estas realidades para los creyentes son inestimables. Lo que él hace,
en lo concreto, importa; encarna el modo de ser de Dios en este mundo que sirve de
modelo para nuestro modo de ser discípulos hoy. En otras palabras, Jesús no sólo tiene
una naturaleza humana en abstracto,, sino una historia humana muy concreta. Tenemos
que establecer un diálogo entre esa historia y nuestra vida actual.
El resultado es una cristología narrativa. Su método consiste en descubrir el relato de
Jesús en la historia para, a continuación, establecer una correlación entre este relato y la
situación actual de la comunidad de discípulos. Cuando la exégesis bíblica
contemporánea estudia los evangelios, lo que destaca como elemento más importante es
el ministerio de Jesús. Es interesante que durante siglos la cristología católica no se
ocupara muy extensamente de las actividades del Jesús adulto, sino que centrara su
atención en su nacimiento y su muerte. Si alguien lo duda, basta con que piense en los
misterios tradicionales del rosario, donde la meditación salta de los misterios gozosos a
los dolorosos, sin detenerse a contemplar lo que sucedió entre unos y otros. La segunda
ola de la renovación ha recuperado el ministerio histórico como realidad
intrínsecamente importante para la cristología.
Aquí se produjo un giro: de una cristología «desde arriba» a una cristología «desde
abajo». En el Evangelio de Juan, en la cristología patrística y medieval, y en la primera
ola de la renovación que se centró en el dogma sobre Jesucristo, la reflexión empieza en
el cielo, «arriba». Partiendo de la creencia en que es la Palabra de Dios, seguimos su
bajada a nuestro mundo, admirándonos del amor de Dios, que es capaz de identificarse
hasta tal punto con nosotros y nuestros problemas. En la cristología de los evangelios
sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), y también en esta segunda ola de la renovación que
trata de contar el relato de Jesús, la reflexión empieza en la tierra, «abajo». Partiendo de
los recuerdos históricos de Jesús de Nazaret y su impacto, estudiamos su subida, a
través de la muerte y la resurrección, hasta la gloria de Dios, y este estudio nos desafía a
seguir su camino en nuestra vida como comunidad de creyentes. En este enfoque, Jesús
es llamado en primer lugar profeta y mensajero de Dios -y más que profeta: el mayor de
los profetas, el profeta escatológico que trae la palabra definitiva de Dios al mundo, una
palabra de amor compasivo y liberador.
La reflexión sobre Jesucristo ante todo desde las Escrituras ha tenido como resultado
una cristología práctica y narrativa que sitúa la historia de Jesús en correlación crítica
con la vida actual de los creyentes. Esa historia tiene tres momentos: ministerio, muerte
y resurrección. El ministerio, a su vez, está formado por tres elementos: su predicación,
su forma característica de comportarse y su manera de relacionarse con Dios. Por
último, la correlación tiene lugar de tres maneras, relativas a lo que la Iglesia cree, hace
y reflexiona sobre la historia de Jesús.
4.Jesucristo y la justicia
83
unidas al carácter de la teología posterior al Vaticano II, vuelta hacia nuestro
atormentado mundo, han llevado a la cristología al contacto inmediato con los temas del
discipulado, es decir, del seguimiento de Jesucristo. La cuestión «Y vosotros ¿quién
decís que soy yo?» nos invita a dar una respuesta con la vida práctica, lo mismo que con
la reflexión. Además, las preocupaciones prácticas actuales van más allá de lo personal
y lo interpersonal para incluir lo estructural y lo cósmico; como debe ser, si la victoria
sobre los «poderes y principados» conseguida en Jesús crucificado es significativa para
todo el universo y no sólo para los individuos aisladamente.
¿Cuál es el dinamismo de nuestra confesión de fe en Jesucristo que produce la
acción en pro de la justicia como elemento constitutivo de esa fe? ¿Cuál es la relación
entre cristología y justicia social que está surgiendo como una nueva intuición en la
imaginación cristiana de nuestro tiempo?
En cuanto empezamos a analizar esta relación, se hace más compleja, debido al
pluralismo existente en la teología actual. En el siglo I diversas experiencias culturales
llevaron a diferentes comunidades cristianas a articular la significación de Jesús de
varios modos, y como resultado surgieron las cristologías de Pablo, Marcos y Juan. La
Iglesia se encuentra hoy, como Iglesia mundial emergente, en una situación similar,
pues da testimonio de diversas cristologías nacidas de la experiencia de los creyentes en
los distintos continentes. Para encontrar un camino a través de este pluralismo y llegar
al núcleo de la cuestión sobre la relación de la cristología con la justicia social, podemos
tomar prestada una página de Karl Rahner, según el cual todas las cristologías
pertenecen, en último término, a uno de los tipos fundamentales: un tipo ascendente o
histórico-salvífico, comúnmente llamado «cristología desde abajo», y un tipo
descendente o metafísico, comúnmente llamado «cristología desde arriba». Ambos no
son mutuamente excluyentes y la Iglesia necesita los dos para la plena confesión de su
fe. No obstante, son distintos, ponen el acento en diferentes temas bíblicos y doctrinales
y tienen método de pensamiento diferentes.
Para ilustrar la inquebrantable relación entre Jesucristo y la justicia social en cada
uno de estos modelos de pensamiento, podemos examinar algunas doctrinas clave de
autoridades eclesiales. De por sí, esto pone de relieve un aspecto del dinamismo de una
tradición viva, a saber: una vez que una idea seminal en el desarrollo teológico alcanza
un cierto estado de madurez, sus intuiciones comprobadas empiezan a ser usadas en el
lenguaje común de la enseñanza de la Iglesia. Así son preservadas y transmitidas a
generaciones futuras.
La primera ola de renovación cristológica está claramente presente en la primera
encíclica de Juan Pablo II sobre Jesucristo como redentor de la raza humana. En ella
presenta el papa un tipo de cristología descendente, centrada primariamente en la
encamación redentora de Jesucristo y su efecto salvífico sobre toda la raza humana. Su
argumento depende fundamentalmente de la realidad de la verdadera humanidad de
Jesús, pues por esa humanidad Jesús está unido a todos los demás seres humanos y nos
da a cada uno de nosotros una dignidad sin igual que exige la justicia para todos. Por
otro lado, la segunda ola de renovación en la cristología modela las cartas pastorales
sobre la construcción de la paz y la justicia económica escritas por la Conferencia
Episcopal Estadounidense. En estas cartas los obispos esbozan un tipo de cristología
ascendente que se inspira en el ministerio del Jesús terreno, cuyo momento culminante
está en su muerte y resurrección. Sin el ejemplo concreto de Jesús y los valores
enunciados en su predicación, la argumentación de los obispos pierde su poder de
persuasión cristiano. Con todo, aun cuando siguen diferentes líneas de pensamiento,
ambos enfoques coinciden en apelar al dinamismo intrínseco de la pregunta «Y vosotros
¿quién decís que soy yo?», que pone a los creyentes en el camino del seguimiento de
84
Jesucristo, de la solicitud y el compromiso por el prójimo que sufre, de la crítica y el
cambio de los sistemas que causan ese sufrimiento. El descubrimiento de la lógica de
sus diferentes argumentos muestra que ambos enfoques impulsan a la Iglesia en la
misma dirección, desde el fundamento de la confesión de la fe en Jesucristo hasta el
desafío de la acción en favor de la justicia.
5.Cristología de la liberación
6.Cristología feminista
*
Expresión tomada del título de un artículo de Gustavo GUTIÉRREZ, «Teología desde el reverso de la
historia», en La fuerza histórica de los pobres, Sígueme, Salamanca 1982. pp. 215-276. [Nota del editor].
85
cristológica, «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», recibe una respuesta con una
dimensión nueva cuando se contesta desde la experiencia de las mujeres creyentes.
Tipos
Hay muchos tipos de teología feminista, pero, a grandes rasgos, podemos dividirlos
en dos categorías: teología feminista revolucionaria y teología feminista reformista. La
escuela revolucionaria de pensamiento está formada por mujeres que, al examinar la
tradición cristiana, la encuentran tan dominada por los varones que la consideran
irremediablemente irredimible. Por lo general, estas mujeres han optado por abandonar
la Iglesia, y éste es un fenómeno creciente, al menos en algunos países. Expurgan los
elementos de dominación masculina que hay en la religión y forman grupos de oración
y culto comunitarios en los que la sororidad [sister-hood] es el gran valor, y la
divinidad a la que se dirigen es la diosa. Obviamente, las teólogas feministas
revolucionarias no están interesadas en la teología católica típica, y menos aún en la
reflexión sobre Jesucristo.
Por otro lado, aun cuando coinciden en que la tradición cristiana ha estado dominada
por los varones, las teólogas feministas reformistas encuentran razones para esperar que
pueda ser transformada, pues esa tradición contiene también poderosos elementos li-
beradores. Por eso optan por permanecer dentro de la Iglesia y trabajar por su reforma.
Dentro de este grupo hay muchas aproximaciones diferentes (fundamentalista,
simbólica, liberal), pero resulta interesante que la mayoría de las teólogas feministas
católicas como, por ejemplo, Rosemary Radford Ruether, Elisabeth Schüssler Fiorenza,
Anne Carr y Margaret Farley, trabajan con el modelo de la liberación en el sentido de
que tratan de desmontar el patriarcado y luchan por la justicia equitativa, especialmente
para los desposeídos.
7.Dios y la cruz
El mundo está hoy lleno de sufrimiento en una medida que supera todo lo
imaginable. Esto hace que nuestro tiempo sea el momento adecuado para afrontar un
debate que es el resultado de los nuevos desarrollos de la cristología. A la luz de la
historia de Jesús, de su ministerio inmensamente compasivo hacia las personas que
sufren, y especialmente de su muerte ignominiosa en la cruz, se plantea necesariamente
la pregunta: «¿Qué relación tiene Dios con todo este sufrimiento? ¿Lo quiere? ¿No lo
quiere, pero lo permite? ¿Le afecta? ¿Sufre Dios cuando sufren las criaturas a las que él
86
ama? En la situación en que se encuentra nuestro atormentado mundo, ¿puede Dios
amar sin participar de alguna manera en el sufrimiento? ¿Qué dice la cristología, y
especialmente la cruz, sobre la relación de Dios con nuestra situación?».
En un lado del debate actual sobre este tema están los teólogos que sostienen
enérgicamente que Dios sufre por amor, tanto en la muerte de Jesús en la cruz como en
los continuos Auschwitz de la historia. En el otro lado están quienes argumentan con
igual firmeza que el sufrimiento de Dios no hace ningún bien a nadie; más bien, Dios es
Ser, pura vitalidad que hace que todo viva. Cuando los seres humanos a los que Dios
ama sufren, Dios está presente con ellos, los ama compasivamente en su experiencia de
sufrimiento, desea la vida para ellos y actúa para producirla cuando las fuerzas humanas
se han agotado. La Escritura y la tradición ofrecen un rico trasfondo sobre el que se
desarrolla actualmente esta discusión teológica, en cuyo centro hay una interpretación
de Jesucristo visto desde la oscuridad del dolor y la muerte de los seres humanos.
[El resultado de este debate ha sido muy rico]. Moltmann y Schillebeeckx,
representantes de una controversia mucho más amplia sobre el sufrimiento, nos
presentan un Dios que está mucho más implicado en el dolor de la historia que el Dios
del teísmo cristiano clásico. Ambos están interesados en mostrar que las victimas de la
historia, quienes sufren excesivamente, al final son ensalzadas por el Dios vivo.
Cualquiera que sea el sistema filosófico que se prefiera -e incluso aunque no se prefiera
ninguno-, es evidente que pensar sobre Dios desde la cruz nos hace abandonar una
visión apática de Dios y nos hace alejamos de un Dios distante del sufrimiento humano,
para adherimos al Dios que está vigorosamente implicado en el sufrimiento y actúa para
vencerlo.
De esta forma de reflexión ha surgido un nuevo título para Jesucristo, a saber: Jesús
es la Compasión de Dios. La tradición ha empleado otras cualidades divinas para
denominar a Jesús: la Sabiduría, la Palabra, la Verdad, etcétera. En nuestro tiempo, con
nuestra conciencia de la naturaleza compasiva de su ministerio, y con nuestra
interpretación de la cruz como el acontecimiento en que la solidaridad de Dios con
quienes sufren llegó a su punto culminante e insuperable, podemos decir que la cualidad
de la Compasión divina se encarnó en él.
Esta forma de reflexión arroja luz también sobre la llamada a la comunidad de
discípulos: estamos unidos con Dios en Jesús cuando nos solidarizamos
compasivamente con las personas que sufren. Si Dios está ahí, resistiendo al mal y
queriendo la vida allí donde se hace daño a las personas, entonces los seguidores de
Jesús tienen que solidarizarse del mismo modo. Según un axioma tradicional, para vivir
una vida ética recta hay que «hacer el bien y evitar el mal». En nuestro tiempo se ha
producido un cambio de acento, leve pero radical y decisivo, que nos hace percatamos
de que esto no es suficiente. De hecho, tal axioma podría servimos para eludir nuestra
responsabilidad. Porque, a la luz de la compasión de Dios revelada en Jesús, tenemos
que «hacer el bien y resistir al mal». Con estas palabras se dirige una llamada a nuestra
conciencia cristiana, para que no ocultemos nuestro rostro al mal, no demos un rodeo
para libramos de él ni finjamos que no está ahí; por el contrario, debemos enfrentarnos a
él en toda su amplitud, a pesar de nuestros sentimientos de impotencia o insignificancia,
y comprometemos en su transformación. Las personas que sufren son el lugar privile-
giado donde hay que encontrar al Dios de la compasión.
87
8.Salvación para todo el mundo
[Por otro lado], la teología cristiana de los últimos siglos se centró tan intensamente
en la redención de la raza humana que perdió de vista casi por completo el gran tema
bíblico y patrístico: Jesucristo es también el Salvador del mundo entero, del mundo
natural y de todas sus criaturas. El punto focal estaba en la liberación del pecado
personal; lo cual era ciertamente apropiado, pero parcial, en la medida en que se
descuidaba el tema de la creación en la cristología. Las circunstancias actuales están
llevando a un redescubrimiento de esta importante dimensión de la redención. La crisis
ecológica aflige al mundo en muchas partes. ¿Qué tiene que ver Jesucristo con todo
esto? ¿Acaso no es el Redentor del mundo entero? ¿Cómo se convierte la creación en
parte intrínseca de nuestra confesión cristológica? De nuevo los teólogos están
investigando los tesoros de la tradición y descubriendo valiosas intuiciones.
88
Segunda parte
Ejercicio conclusivo
Después del recorrido que hemos realizado por la reflexión cristológica de la Iglesia, te
propongo esta sencilla actividad
70
PUÉRTOLAS, Francisco y PUÉRTOLAS, Ramón, Religión. 3. Primaria, Santillana, Madrid, 1999,
pp.41-43.
71
CRESPO, V. y OTROS, RELIGIÓN 3, Ediciones Paulinas, Madrid, 1997, p. 28.
89
TEXTO A
90
91
92
TEXTO B
93
7ª Sesión
Origen y sentido de la doctrina trinitaria
Preguntas sobre el texto72
1.-Dudas y aclaraciones
2.-¿Qué lugar ocupa la doctrina trinitaria en nuestro imaginario sobre Dios y en nuestra
forma de relacionarnos con Dios?
3.-¿Cambiaría algo en nuestra religiosidad si desapareciera esta doctrina? ¿Por qué crees
que esto es así?
4.-¿Cómo hemos llegado los cristianos a formular esta peculiar imagen sobre Dios?
5.-¿A qué desviaciones se ha visto sometida esta doctrina? ¿Tienen alguna actualidad?
6.-¿Por qué la Iglesia mantuvo un empeño tan grande en mantener esta doctrina?
7.-¿Cómo es la imagen de Dios que se desprende de la doctrina trinitaria?
8.-En todo caso ¿en qué medida se ajusta nuestro lenguaje sobre Dios a su verdadera
realidad?
*****
CAPÍTULO 1
En el principio está la comunión de los tres, no la soledad del uno
1.De la soledad del uno a la comunión de los tres
¿Cómo es el Dios de nuestra fe? Muchos cristianos se imaginan a Dios como un ser infinito,
omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que vive solo en el cielo y tiene a sus pies toda la creación.
Es un Dios bondadoso, pero solitario. Otros le conciben como un padre misericordioso o un juez severo.
Pero siempre piensan que Dios es solamente un ser supremo, único, sin posibles rivales, en el esplendor
de su propia gloria. Podrá estar con los santos, con las santas y los ángeles en el cielo. Pero todos ellos
son criaturas; por muy grandiosas que sean, no dejan de haber salido de las manos de Dios; por tanto, son
inferiores, solamente semejantes a Dios. Pero Dios estaría fundamentalmente solo, porque hay un solo
Dios. Ésta es la fe del Antiguo Testamento, de los judíos, de los musulmanes y comúnmente de los
cristianos.
Necesitamos pasar de la soledad del Uno a la comunión de los divinos tres, Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Al principio está la comunión entre varios, la riqueza de la diversidad, la unión como expresión de
entrega y donación de una persona divina o las otras.
Si Dios significa tres personas divinas en eterna comunión entre sí, entonces hemos de concluir que
también nosotros, sus hijos e hijas, estamos llamados a la comunión. Somos imagen y semejanza de la
Trinidad. En virtud de esto, somos seres comunitarios. La soledad es el infierno. Nadie es una isla.
Estamos rodeados de personas, de cosas y de seres por todas partes. Por causa de la santísima Trinidad,
estamos invitados a mantener relaciones de comunión con todos, dando y recibiendo, construyendo todos
juntos una convivencia rica, abierta, que respete las diferencias y beneficie a todos.
La fe cristiana no niega la afirmación: sólo existe un Dios. Pero comprende de forma distinta la unidad
de Dios. Por la revelación del Nuevo Testamento, lo que existe de hecho es el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Dios es Trinidad. Dios es la comunión de los divinos tres. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se
aman de tal manera y están tan interpenetrados entre sí que están siempre unidos. Lo que existe es la
unión de las tres divinas personas. La unión es tan profunda y radical que son un solo Dios. Es algo
similar a tres fuentes que constituyen un único y mismo lago. Cada fuente corre en dirección a la otra;
entrega toda su agua para formar un solo lago. Es algo similar a tres focos de una misma lámpara, que
constituyen una sola luz.
72
Texto extraído del libro BOFF, Leonardo, La Trinidad es la mejor comunidad, Ed. Paulinas, Madrid,
1990.
94
Es preciso cristianizar nuestra comprensión de Dios. Dios es siempre la comunión
de las tres divinas personas. Dios-Padre nunca está sin el Dios-Hijo y el Dios-Espíritu
Santo. No es suficiente confesar que Jesús es Dios. Hay que decir que él es el Dios-
Hijo del Padre ¡unto con el Espíritu Santo. No podemos hablar de una persona sin
hablar también de las otras dos.
Dios es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en comunión recíproca. Coexisten desde toda la eternidad;
nadie es anterior ni posterior, ni superior ni inferior al otro. Cada Persona envuelve a las otras, todas se
interpenetran mutuamente y moran unas en otras. Es la realidad de la comunión trinitaria, tan infinita y
profunda que los divinos tres se unen y son por eso mismo un solo Dios. La unidad divina es comunitaria,
porque cada persona está en comunión con las otras dos.
¿Qué significa decir que Dios es comunión y por eso Trinidad? Sólo las personas pueden estar en
comunión. Implica que una esté en presencia de la otra, distinta de la otra, pero abierta, en una
reciprocidad radical. Para que haya verdadera comunión, tiene que haber relaciones directas e inmediatas:
ojo a ojo, rostro a rostro, corazón a corazón. El resultado de la entrega mutua y de la comunión recíproca
es la comunidad. La comunidad resulta de relaciones personales, en las que cada uno es aceptado como
es, cada uno se abre al otro y da lo mejor de sí mismo.
Pues bien, decir que Dios es comunión significa que los tres eternos, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
están vueltos unos a los otros. Cada persona divina sale de sí misma y se entrega a las otras dos. Da la
vida, el amor, la sabiduría, la bondad y todo lo que es. Las personas son distintas (el Padre no es el Hijo ni
el Espíritu Santo, y así sucesivamente), no para estar separadas, sino para unirse y poder entregarse unas a
otras.
En el principio está no la soledad del uno, de un ser eterno, solo e infinito. En el principio está la
comunión de los tres únicos. La comunión es la realidad más profunda y fundadora que existe. El amor, la
amistad, la benevolencia y la entrega entre las personas humanas y divinas existen por causa de la
comunión. La comunión de la santísima Trinidad no está cerrada sobre sí misma. Se abre hacia fuera.
Toda la creación significa un desbordamiento de vida y de comunión de las tres divinas personas, que
invitan a todas las criaturas, especialmente a las humanas, a entrar también ellas en el juego de la
comunión entre sí y con las personas divinas. El mismo Jesús lo dijo muy bien: "Que todos sean una sola
cosa; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros" (Jn 17,21).
"Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios, en su misterio más
íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad,
filiación y la esencia de la familia, que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el
Espíritu Santo " (Juan Pablo II en Puebla, el 28 de enero de 1979, hablando a la
Asamblea del CELAM).
Hay muchas personas que se sienten intrigadas por el número tres de la Trinidad, ya que afirmamos
que Dios es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo; por tanto, tres personas divinas. La dificultad se agiganta
más aún cuando decimos: los tres son uno, es decir, las tres personas son un solo Dios. ¿Qué matemáticas
son ésas, en las que tres es absurdamente igual a uno? En función de este tipo de raciocinio, dejan de
tener fe en la Trinidad y abandonan el núcleo mejor del cristianismo. Y entonces dicen: lo más normal
sería, entonces, admitir tres dioses o quedarse simplemente con un solo Dios.
En primer lugar, la Trinidad (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) no es una cuestión de número. No
estamos en matemáticas, donde las cantidades se suman, se restan, se multiplican o se dividen. Estamos
en otro campo de pensamiento. Cuando decimos Trinidad no queremos hacer una suma de 1+1+1=3. La
misma palabra Trinidad es una creación de nuestro lenguaje, que no se encuentra en la Biblia. Empezó a
utilizarse después del año 150; comenzó primero con Teodoto, un hereje, y fue luego asumida por el
teólogo laico Tertuliano (murió en el 220). En Dios no hay número. Cuando hablamos del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo nos referimos siempre a un único. Lo único es la negación de todo número. Lo Único
significa: sólo existe un ejemplar, como si en el firmamento hubiera sólo una estrella, o en el agua un solo
pez y en la tierra un solo ser humano y nadie más. Entonces debemos pensar así: sólo existe el Padre
95
como Padre y nadie más; sólo existe el Hijo como Hijo y nadie más; sólo existe el Espíritu Santo como
Espíritu Santo y nadie más. Rigurosamente hablando, no deberíamos decir "tres únicos", sino siempre: el
único es único, tanto el Padre, como el Hijo, como el Espíritu Santo. Pero para facilitar nuestra manera de
hablar, decimos con poca precisión: "tres únicos" o también "Trinidad".
Pero no podemos pararnos en este tipo de reflexión; en caso contrario, diríamos con toda razón:
¡entonces existen tres dioses, porque está tres veces el único! Así estaríamos en el triteísmo. Aquí importa
introducir la otra verdad: la interrelación, la inclusión de cada persona, la perijóresis. Los únicos no están
entonces vueltos sobre sí mismos, sino que están eternamente relacionados unos con otros. El Padre es
siempre el Padre del Hijo y del Espíritu Santo. El Hijo es siempre el Hijo del Padre junto con el Espíritu
Santo. El Espíritu Santo es eternamente el Espíritu de Hijo y del Padre. Esta interacción y compenetración
entre cada único hace que exista un solo Dios-comunión-unión.
Y es bueno que así sea, tres personas y un único amor, tres únicos y una sola comunión.
Si hubiera un único solo, un solo Dios, existiría, en definitiva, la soledad. Por detrás de todo el
universo, tan diverso y tan armonioso, no habría la comunión, sino solamente la soledad. Todo terminaría
como la punta de una pirámide: en un único punto solitario.
Si hubiera dos únicos, el Padre y el Hijo, habría primeramente la separación: uno sería distinto del
otro. Luego estaría también la exclusión: uno no sería el otro. Faltaría la comunión entre ellos y, por
tanto, la unión entre el Padre y el Hijo.
Pues bien, con la Trinidad alcanzamos la perfección, ya que se da la unión y la inclusión. Por la
Trinidad se evita la soledad del uno, se supera la separación de dos (Padre e Hijo) y se va más allá de una
exclusión de uno del otro (el Padre del Hijo, el Hijo del Padre). La Trinidad se permite la comunión y la
inclusión. La tercera figura revela la apertura y la unión de los opuestos. Por eso, el Espíritu Santo, la
tercera persona divina, fue comprendido siempre como la unión y la comunión entre el Padre y el Hijo,
siendo la expresión de la corriente de vida y de interpenetración que vige entre los divinos únicos durante
toda la eternidad.
Por consiguiente, no es arbitrario que Dios sea la comunión de tres únicos. La Trinidad muestra que,
por debajo de todo lo que existe y se mueve, habita una dinámica de unificación, de comunión y de eterna
síntesis de los distintos en un infinito total, vivo, personal, amoroso y absolutamente realizador.
¿Por qué negar a las personas la verdadera información, aquel derecho fundamental
de cada uno a saber de dónde vino, adonde va y cuál es su verdadera familia?
Venimos de la Trinidad, del corazón del Padre, de la inteligencia del Hijo y del amor del
Espíritu Santo. Y peregrinamos hacia el reino de la Trinidad, que es comunión total y
vida eterna.
Quedarse únicamente en la fe en un solo Dios, sin pensar en la santísima Trinidad como la unión
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es peligroso para la sociedad, para la política y para la Iglesia. Al
contrario, decir que Dios es siempre comunión de las tres divinas personas permite fomentar la colabora-
ción, las buenas relaciones y la unión entre los diversos miembros de una familia, de una comunidad y de
una Iglesia. Veamos los peligros de un monoteísmo (afirmación de un solo Dios) rígido, fuera de la
comprensión trinitaria. Él puede engendrar y justificar el totalitarismo político, el autoritarismo religioso,
el paternalismo social y el machismo familiar.
1. El totalitarismo político
Ha habido gente que decía en otros tiempos: Lo mismo que existe un solo Dios en el cielo, tiene que
existir también un solo jefe en la tierra. Así es como surgieron los reyes, los líderes y los jefes políticos
que dominaban ellos solos a sus pueblos, alegando que imitaban a Dios en el cielo. Dios solo gobierna y
dirige el mundo, sin dar explicaciones a nadie. El totalitarismo político creó, por parte de los líderes, la
prepotencia, y por parte de los liderados, la sumisión. Los dictadores pretenden saber ellos solos lo que es
mejor para el pueblo. Quieren ejercer ellos solos la libertad. Todos los demás deben acatar sus órdenes y
obedecer. La mayor parte de los países son herederos de una comprensión semejante del poder. Se ha
metido en la cabeza del pueblo. Por eso es difícil aceptar la democracia, en la que todos ejercen la libertad
y todos son hijos de Dios.
96
2. El autoritarismo religioso
Están también los que dicen: Como hay un solo Dios y existe un solo Cristo, así también debe existir
una sola religión y un solo jefe religioso. Según esta comprensión, la comunidad religiosa está organizada
en torno a un solo centro de poder, que lo sabe todo, que habla de todo, que lo hace todo; los demás son
simples fieles, que han de adherirse a lo que el jefe determina. Los evangelios, por ejemplo, no piensan
así: está siempre la comunidad y, dentro de ella, los coordinadores para animar a todos.
3. El paternalismo social
Algunos se imaginan a Dios como un gran padre. Con su providencia atiende a todo y retiene sólo en
sí todo el poder. Los grandes señores de este mundo dominan apelando al nombre de Dios-amo, en la
sociedad y en la familia. Se olvidan de que Dios tiene un Hijo y que convive con el Espíritu Santo en
igualdad perfecta. Dios Padre no sustituye los esfuerzos de los hijos e hijas. Nos invita a colaborar. Sólo
la fe en un Dios-comunidad y comunión ayuda a crear una convivencia fraterna.
4. El machismo familiar
Dios, por ser Padre, es representado como masculino. Lo masculino asume entonces todos los valores,
rebajando a lo femenino y a la mujer. Surge así el dominio del macho y una cultura machista. Esta cultura
hizo tensas todas las relaciones y privó a todos de expresar su ternura, especialmente a las mujeres,
relegadas a ser tan sólo fuerza auxiliar del hombre. Dios es un Padre que engendra; mostró en su
revelación rasgos femeninos y maternales. Por eso se le comprende también como Madre de bondad
insondable. Pensando siempre en los tres juntos, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como iguales y con la
misma dignidad, quitamos el soporte ideológico del machismo, que tan perjudicial ha sido para nuestras
relaciones familiares.
La fe en la santísima Trinidad es un correctivo para nuestras desviaciones y una poderosa inspiración
para vivir bien en el mundo y en las Iglesias.
Si Dios es trinidad de personas, comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
entonces el principio creador y sustentador de toda unidad en los grupos, en la
sociedad y en las Iglesias tiene que ser la comunión entre todos los participantes, es
decir, la convergencia amorosa y el consenso fraterno.
El Padre, el Hijo y el Espíritu siempre están juntos: crean juntos, salvan juntos y juntos nos
introducen en su comunión de vida y de amor. En la santísima Trinidad no se realiza nada sin la
comunión de las tres personas. En la piedad de muchos fieles hay una desintegración de la vivencia del
Dios trino. Algunos sólo se quedan con el Padre, otros sólo con el Hijo y, finalmente, otros sólo con el
Espíritu Santo. De esta manera surgen desviaciones en nuestro encuentro con Dios que perju dican a la
propia comunidad.
Otros se quedan sólo con la figura del Hijo, Jesucristo. El es "compañero", el "maestro" o "nuestro jefe".
Especialmente entre los jóvenes y en los cursillos de cristiandad se ha desarro llado una imagen
entusiástica y joven de Cristo, hermano de todos y líder que entusiasma a los hombres. Es un Jesús rela-
97
cionado sólo por los lados, sin ninguna dimensión vertical, en dirección al Padre. Esta religión crea
cristianos vanguardistas, que pierden contacto con el pueblo y con el caminar de las comunidades.
Hay sectores cristianos que se concentran solamente en la figura del Espíritu Santo. Cultivan el
espíritu de oración, hablan en lenguas, imponen las manos y dan cauce a sus emociones interiores y
personales. Estos cristianos se olvidan de que el Espíritu es siempre el Espíritu del Hijo, enviado por el
Padre para continuar la obra liberadora de Jesús. No basta la relación interior (Espíritu Santo), ni
solamente hacia los lados (Hijo), ni sólo la vertical (Padre). Hay que integrar las tres. ¿Qué sería de
nosotros si no tuviéramos un Padre que nos acoge? ¿Qué sería de nosotros si ese Padre no nos diese a su
Hijo para hacernos también hijos? ¿Qué sería de nosotros si no hubiésemos recibido al Espíritu Santo,
enviado por el Padre a petición del Hijo para morar en nuestra interioridad y completar nuestra salva ción?
¡Vivamos la fe completa, en una experiencia completa de la imagen completa de Dios como trinidad de
personas!
El cristiano comienza y termina el día con la oración de "Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo".
Se trata de algo mucho más importante que una profesión de fe en el Dios cristiano, que es siempre el
Dios trino; es una alabanza a las tres divinas personas, por haberse revelado en la historia y habernos
invitado a participar de su comunión divina. La respuesta humana a la revelación de la santísima Trinidad
es el agradecimiento y la glorificación. En primer lugar, quedamos entusiasmados, pues percibimos que,
con la existencia de las tres divinas personas, estamos envueltos en la vida y en el amor que irradian de su
comunión íntima. Luego empezamos a pensar cómo son las tres personas en comunión, qué cualidades
posee cada una de ellas y cómo se relacionan con la creación.
Jesús nos reveló su secreto de Hijo y su relación íntima con el Padre en una oración cargada de la
alegría del Espíritu: "Yo te alabo, Padre, señor del cielo y de la tierra... Nadie conoce al hijo sino el Padre;
y nadie conoce al Padre sino el hijo y aquel a quien el hijo se lo quiera manifestar" (Lc 10,21-22). Así
también nosotros nos acercamos a la santísima Trinidad por la oración, por la adoración y por la acción de
gracias.
¿Qué estamos diciendo cuando rezamos "Gloria"? Gloria es de suyo la manifestación de la Trinidad
tal como es: comunión de los divinos tres. Gloria es revelar la presencia de Dios trino en la historia. La
presencia siempre trae alegría, fascinación y sentimiento de comunión. Saber que Dios es comunión de
tres personas que se aman infinita y eternamente en descubrir la belleza de Dios, su esplendor y la alegría.
Un Dios solo carece de belleza y de humor. Tres personas unidas en la comunión y en la misma vida,
entregadas unas a otras eternamente, causan un enorme asombro y una íntima alegría. Esta alegría es
mayor cuando nos sentimos invitados a la participación.
Cuando rezamos el "Gloria" queremos devolver la gloria que descubrimos de Dios. Gloria con gloria
se paga. Agradecemos que la santísima Trinidad quiera manifestarse, venir a morar con nosotros. Le
damos gracias al Padre porque posee un Hijo unigénito y nos ha creado como hijos e hijas en el Hijo, en
la fuerza del amor del Espíritu Santo. Quedamos contentos, porque nos ha enviado a su propio Hijo para
ser nuestro hermano y salvador. Agradecemos que el Padre y el Hijo nos entregaran el Espíritu Santo, que
nos ayuda a aceptar a Jesucristo y nos enseña a rezar diciendo "Padre nuestro", santificándonos e
introduciéndonos en la comunidad trinitaria a partir de nuestro propio corazón hecho templo del Espíritu.
98
Muchas veces, al acostarme por la noche, me he preguntado: ¿Cómo es Dios? ¿Qué nombre
expresa la comunión de los divinos tres? Y no he encontrado ninguna palabra ni he visto
ninguna luz. Comencé entonces a alabar y glorificar. Y en aquel momento mi corazón se llenó
de luz. Y ya no pregunté más: estaba dentro de la misma comunión divina.
Decimos de ordinario que la santísima Trinidad es el mayor misterio de nuestra fe. ¿Cómo es que tres
personas pueden ser un solo Dios? En efecto, la santísima Trinidad es un misterio augusto ante el cual
vale más callarse que hablar. Pero hemos de entender correctamente lo que queremos decir cuando ha-
blamos de misterio. Normalmente se entiende por misterio una verdad revelada por Dios que no puede ser
conocida por la razón humana: ni se conoce su existencia ni —después de reve lada— se conoce su
contenido.
En esta acepción el misterio significa el límite de la razón humana. Ésta intenta entender, pero cuando
se han agotado sus fuerzas renuncia a las reflexiones y acepta humildemente, por causa de la autoridad
divina, la verdad revelada. Este concepto de misterio fue asumido en una época de la Iglesia en la que los
filósofos querían sustituir la revelación divina por la filosofía; en el siglo XIX hubo algunos pensadores
que se atrevieron a decir que todas las verdades del cristianismo no eran más que verdades naturales, por
lo cual era posible prescindir de las Iglesias y asimilar las llamadas verdades reveladas en los sistemas de
pensamiento.
La comprensión más original y correcta del misterio viene de la Iglesia antigua. Misterio significaba
entonces no una realidad escondida e incomprensible al entendimiento humano, sino más bien el designio
de Dios revelado a unas personas privilegiadas, como los grandes místicos, las personas santas, los pro-
fetas y los apóstoles, y comunicado a todos por medio de ellos. El misterio debe ser conocido y
reconocido por los hombres y las mujeres. No significaba el límite de la razón, sino lo ilimitado de la
razón. Cuanto más conocemos a Dios y su designio de comunión con los seres humanos, más nos
sentimos invitados y desafiados a conocer y a profundizar.
Y podemos profundizar durante toda la eternidad sin llegar Jamás al fin. Subimos de un peldaño de
conocimientos a otro peldaño, abriendo cada vez más los horizontes sobre lo infinito de la vida divina, sin
vislumbrar nunca un límite. Dios es así vida, amor, sobreabundancia de comunicación, en la que nosotros
mismos quedamos sumergidos. Esta visión del misterio no provoca angustia, sino expansión del corazón.
La santísima Trinidad es misterio ahora y lo será por toda la eternidad. Nosotros lo conoceremos cada vez
más, sin agotar nunca nuestra voluntad de conocer y de alegrarnos con el conocimiento que vamos
adquiriendo progresivamente. Conocemos para cantar, cantamos para amar, amamos para estar juntos en
comunión con las divinas personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
"Dios puede ser aquello que no podemos entender" (san Hilario). "¡Qué
profundidad de riqueza, de sabiduría y de ciencia la de Dios! ¡Qué incomprensibles son
sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!... De él y por él y para él son todas las
cosas. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén " (epístola a los Romanos
11,33.36).
Siempre que hablamos de la santísima Trinidad hemos de pensar en la comunión de los divinos tres,
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Esta comunión significa la unión de las personas y la manifestación, de esta
forma, del único Dios trino. ¿Cómo se da esta comunión entre las divinas personas? Los teólogos
ortodoxos han acuñado una expresión que comenzó a divulgarse a partir del siglo VII, especialmente por
san Juan Damasceno (muerto en el 750): perijóresis. Como no existe una buena traducción en ninguna
99
lengua moderna, creemos conveniente mantenerla en griego. Pero hemos de entenderla bien, ya que nos
abre una comprensión fructuosa de la santísima Trinidad. Perijóresis quiere decir, en primer lugar, la
acción de envolver cada una de las personas a las otras dos. Cada persona divina penetra en la otra y se
deja penetrar por ella. Esta interpenetración es expresión del amor y de la vida que constituyen la
naturaleza divina. Es propio del amor comunicarse; es natural que la vida se desarrolle y quiera
comunicarse. De la misma manera, los divinos tres se encuentran desde toda la eternidad en una infinita
eclosión de amor y de vida, uno en dirección al otro.
El efecto de esta mutua interpenetración es que cada persona mora en la otra. Este es el segundo
sentido de perijóresis. En palabras sencillas, esto significa: el Padre está siempre en el Hijo,
comunicándole la vida y el amor; el Hijo está siempre en el Padre, conociéndolo y reconociéndole
amorosamente como Padre; el Padre y el Hijo están en el Espíritu Santo como expresión mutua de vida y
de amor; el Espíritu Santo está en el Hijo y en el Padre como fuente y manifestación de la vida y del amor
de esta fuente abismal. Todos están en todos. Lo definió muy bien el concilio de Florencia en el año 1441:
"El Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo. El Hijo está todo en el Padre y todo en el
Espíritu Santo. El Espíritu está todo en el Padre y todo en el Hijo. Ninguno precede al otro en eternidad,
ni lo supera en grandeza, ni le sobrepuja en poder".
Así pues, la santísima Trinidad es un misterio de inclusión. Esta inclusión impide que entendamos a
una persona sin las otras. El Padre debe comprenderse siempre junto con el Hijo y con el Espíritu Santo, y
así sucesivamente. Alguno podría pensar: ¿Habrá entonces tres dioses, el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo? Los habría si uno estuviese al lado del otro, sin relación con él; los habría si no hubiese relación e
inclusión de las tres divinas personas. No existen primero los tres y luego su relación. Los tres conviven
sin principio y se entrelazan eternamente. Por eso son un solo Dios, un Dios-Trinidad.
¿Cómo se reveló la santísima Trinidad? Hay dos caminos que debemos seguir. En primer lugar, la
santísima Trinidad se reveló en la vida de las personas, en las religiones, en la historia y, luego, en la vida,
pasión, muerte y resurrección de Jesús, y en la manifestación del Espíritu Santo en las comunidades de la
primitiva Iglesia y en el proceso histórico hasta los días de hoy. Aun cuando los hombres y las mujeres no
supieran nada de la santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo habitaban desde siempre en la
vida de las personas. Siempre que las personas seguían las llamadas de sus conciencias; siempre que
obedecían más a la luz que a las ilusiones de la carne; siempre que realizaban la justicia y el amor en las
relaciones humanas, estaba presente la santísima Trinidad. Porque Dios trino no se encuentra fuera de
esos valores a que aludíamos. San Ireneo (murió por el año 200) dijo acertadamente: "El Hijo y el
Espíritu Santo constituyen las dos manos por las cuales nos toca el Padre, nos abraza y nos moldea cada
vez más a su imagen y semejanza. El Hijo y el Espíritu Santo han sido enviados al mundo para morar
entre nosotros e insertamos en la comunión trinitaria".
La santísima Trinidad, en este sentido, no estuvo nunca ausente de la historia, de las luchas y de la
vida de las personas de todos los tiempos. Hemos de distinguir siempre entre la realidad de la santísima
Trinidad y la doctrina sobre ella. La realidad de las tres divinas personas ha acompañado siempre a la
historia humana. La doctrina surgió luego, cuando las personas captaron la revelación de la santísima
Trinidad y pudieron formular doctrinas trinitarias.
La revelación misma de la santísima Trinidad en toda su claridad sólo vino por medio de Jesucristo y
por las manifestaciones del Espíritu Santo. Hasta entonces, en las religiones, en los profetas del Antiguo
Testamento y en algunos textos sapienciales aparecían algunas alusiones trinitarias. Con Jesús irrumpió la
conciencia clara de que Dios es Padre que envía a su Hijo unigénito, encarnado en Jesús de Nazaret en
virtud del Espíritu Santo; él formó la santa humanidad de Jesús en el seno de la virgen María y llenó a
100
Jesús de entusiasmo para predicar y curar, así como envió a los apóstoles para dar testimonio y fundar
comunidades cristianas. Sólo podremos entender a Jesucristo si lo comprendemos tal como nos lo
presentan los evangelios: como Hijo del Padre y lleno del Espíritu Santo. La Trinidad no se revela como
una doctrina, sino como una práctica: en los comportamientos y palabras de Jesús y en la acción del
Espíritu Santo en el mundo y en las personas.
¡Padre, extiende tu mano y sálvanos de esta miseria! Y el Padre, que escucha el grito
de sus hijos e hijas oprimidos, extendió sus dos manos para liberarnos y abrazarnos en
su seno bondadoso: el Hijo y el Espíritu Santo.
101
CAPÍTULO 3
La razón humana y la santísima Trinidad
La venida del Hijo y del Espíritu Santo inauguró un tiempo nuevo en la humanidad. Los primeros
cristianos, al ver las acciones y las palabras de Cristo y estando atentos a las manifestaciones del Espíritu
Santo, llegaron a la conclusión de que Dios-Padre los había enviado y que los tres eran el Dios en
comunión e intercomunicación.
Al principio, no había reflexión teológica sobre esta convicción. El ambiente litúrgico fue el primer
lugar de expresión de la fe trinitaria. Las doxologías, esto es, las oraciones de alabanza y de acción de
gracias, constituyeron las oportunidades primordiales en las que los fieles atestiguaron la presencia del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Las oraciones antiguas, lo mismo que las nuestras de hoy,
terminaban siempre con el "Gloria al Padre, por el Hijo, en la unidad del Espíritu Santo".
Estaba, además, la práctica sacramental. Se celebraba de forma solemne el bautismo y la eucaristía.
Siguiendo el mándalo del resucitado, conservado en Mateo (28,19), los cristianos bautizaban "en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'. Los primeros formularios de misas (anáforas o canon)
se estructuraban siempre de forma trinitaria. El Padre es siempre el fin y el objetivo de toda celebración.
En ella se celebran los misterios de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús, se recuerda
la venida del Espíritu en pentecostés y su actuación en la comunidad y en la historia. Y todo esto se hace
para insertar a las personas en la comunión trinitaria.
También conocemos los primeros credos (llamados "símbolos" en la Iglesia antigua). Allí había ya
una clara conciencia trinitaria. El rito actual del bautismo todavía conserva la misma estructura de
expresión de fe que el rito del siglo II en Roma. Allí se dice: "Creo en Dios, Padre todopoderoso..., y en
Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor... Creo en el Espíritu Santo". Todavía hoy los cristianos suelen
comenzar y terminar el día haciendo la señal de la cruz; es una expresión de fe en el Dios cristiano, que es
siempre la comunión y la copresencia de las tres personas.
Finalmente, a partir del siglo III empezaron las reflexiones teológicas. En primer lugar, se pensó sobre
la verdadera naturaleza de Cristo, la misma del Padre; por eso es igualmente Dios, como y con el Padre.
Luego se llegó a la idea clara de que también el Espíritu es igualmente Dios como y con el Padre y el
Hijo. Solamente el año 381, en el concilio de Constantinopla, se definió con todas las palabras que Dios
es tres personas en la unidad de una misma naturaleza de amor y de comunión.
A lo largo de la historia los cristianos han desarrollado tres modalidades principales de presentar de
forma más sistemática el misterio de la santísima Trinidad. ¿Por dónde empezar? Veamos cada una de
estas formas: la griega, la latina y la moderna.
Los griegos partían de la persona del Padre. Veían en él la fuente y el principio de toda la divinidad y
de todas las cosas que existen. Lo dice bien el credo: "Creo en Dios Padre todopoderoso". Este Padre está
lleno de inteligencia y de amor. Al expresarse a sí mismo, engendra de sí al Hijo como la expresión
suprema de su naturaleza. Es su palabra, reveladora de su misterio sin principio. Al proferir la palabra (el
Hijo) emite también el soplo: espira al Espíritu Santo, que sale del Padre simultáneamente con el Hijo. De
esta manera el Padre entrega a las dos personas toda su sustancia y su naturaleza. De esta forma los tres
son consustanciales, es decir, poseen juntos la misma naturaleza y por eso son Dios.
102
Los latinos partían de la única naturaleza divina. Esta naturaleza es espiritual. Por eso está llena de
vitalidad y de dinamismo interior. Este principio espiritual, en cuanto que es eterno, sin principio y sin
fin, se llama Padre. En cuanto que el Padre se conoce a sí mismo, se proyecta hacia fuera como palabra,
engendra al Hijo. En cuanto que el Padre y el Hijo se vuelven el uno hacia el otro, se reconocen y se
aman, espiran juntos (como de un solo principio, como en un solo movimiento) al Espíritu Santo. Si los
griegos acentuaban en el credo la expresión Padre ("Creo en Dios Padre todopoderoso"), los latinos se
detenían más en Dios ("Creo en Dios, Padre todopoderoso"); solamente luego pasaban a la persona del
Padre.
Los modernos prefieren partir de las relaciones entre las tres divinas personas. Parten decididamente
de la novedad cristiana. Dios es, desde el principio, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero las tres personas
están de tal manera interpenetradas unas en las otras, mantienen entre sí un lazo de amor tan íntimo y tan
fuerte, que son un solo Dios. Son tres amantes de un solo amor o son tres sujetos de una única comunión.
Cada una de estas visiones tiene sus ventajas. En un mundo donde se tiende a venerar muchos dioses y
fetiches es aconsejable partir de la unidad de la naturaleza divina. En una realidad en donde se acentúa
demasiado la unicidad y lo absoluto de Dios y la concentración del poder político y religioso es
conveniente partir de la trinidad de personas en comunión. En una sociedad de egoísmo, en donde no hay
comunión suficiente para humanizar las relaciones ni se respetan las diferencias, está indicado partir de
las relaciones iguales, amorosas y unitivas entre las tres personas. Entonces aparece con claridad que la
santísima Trinidad es la mejor comunidad y que es el programa de liberación de los cristianos.
A los filósofos les agrada ver en Dios al absoluto. Este lenguaje tiene un inconve-
niente: establece siempre un dualismo fundamental entre lo absoluto y lo relativo, entre
la eternidad y el tiempo, entre Dios y el mundo. Los cristianos preferimos hablar de la
comunión de las divinas personas, que es siempre inclusiva, ya que engloba también a
la humanidad, al mundo y al tiempo.
Después de ciento cincuenta años de reflexiones, discusiones y encuentros de obispos, la Iglesia llegó
a fijar las palabras-clave con las que expresar su fe en la santísima Trinidad sin errores ni distorsiones. Es
verdad que las expresiones parecen frías y formales. Pero tienen que completarse con el corazón, que se
inflama al saber que es el receptáculo dentro del cual moran las tres divinas personas.
Naturaleza divina una y única: Para señalar lo que une en la Trinidad y hace que las personas sean un
solo Dios, la Iglesia utilizó la palabra naturaleza (sustancia o esencia). La naturaleza es la esencia de Dios
en su aspecto dinámico; por tanto, es aquello que constituye a Dios como Dios, distinto de cualquier otro
ser posible. Esta naturaleza es numéricamente una y se encuentra presente en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu Santo.
Persona es aquello que distingue en Dios, o sea, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Entendemos por
persona la individualidad que existe en sí, vuelta hacia los otros en una existencia singular, distinta de las
otras. Así el Padre es distinto del Hijo, aunque no sea otra cosa distinta del Padre, ya que posee la misma
naturaleza. Es propio de cada persona estar abierta a la otra y entregarse totalmente a ella, de tal forma
que el Padre está todo en el Hijo y en el Espíritu Santo, y así cada persona respectivamente.
Procesiones designa la manera y el orden según los cuales una persona procede (de ahí "procesiones")
de la otra. Existen dos procesiones: la generación del Hijo y la espiración del Espíritu Santo. Se dice que
el Padre se conoce a sí mismo absolutamente: esta operación es tan absoluta en el Padre que engendra al
Hijo. El Padre no causa al Hijo, sino que le comunica totalmente su propio ser. El Padre y el Hijo se
contemplan y se aman. Este amor hace que los dos espiren al Espíritu Santo, como expresión de amor del
Padre y del Hijo.
Relaciones son las conexiones que existen entre las tres divinas personas. El Padre en relación con el
Hijo posee la paternidad; el Hijo en relación con el Padre posee la filiación; el Padre y el Hijo en relación
con el Espíritu Santo poseen la espiración activa; el Espíritu Santo en relación con el Padre y el Hijo
posee la espiración pasiva. Las relaciones permiten distinguir a una persona de la otra. Pero las personas
se distinguen también por su propia personalidad.
Misiones designan la presencia de las personas divinas dentro de la historia; así se dice que el Padre, al
engendrar al Hijo, proyectó toda la creación; el Hijo se encarnó para divinizarnos y redimirnos; el Espíritu
103
Santo recibió la misión de santificarnos y de reconducirlo todo al reino de la Trinidad. Con estas palabras
vislumbramos un poco del misterio divino de comunión y de infinito amor.
No se nos han revelado las palabras, sino las personas: el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo. Las palabras solamente valen cuando nos recuerdan y nos llevan a las
personas divinas. Por eso es preciso usarlas con unción y con amor. De lo contrario,
somos como camellos que se quedan ciegos antes de llegar al oasis de aguas
abundantes.
La fe cristiana profesó desde el comienzo que el Dios revelado por Jesús es Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Inicialmente no hubo problemas, ya que los cristianos no habían sentido todavía la
necesidad de profundizar en las implicaciones de su fe. ¿Cómo compaginar la fe en un solo Dios, tal
como se creía en el Antiguo Testamento, con la fe del Nuevo Testamento, que afirma la Trinidad en
Dios? En la Iglesia de ayer y todavía en nuestros días perduran tres formas erróneas de entender la
santísima Trinidad: el modalismo, el subordinacionismo y el triteísmo. Veamos cada una de ellas.
El modalismo es el error según el cual la santísima Trinidad representa tres modos (de ahí
"modalismo") de presentarse a los hombres el mismo y único Dios. Dios sólo puede ser uno y habita en
una luz inaccesible. Sin embargo —dicen los modalistas—, cuando se revela a los seres humanos, aparece
bajo tres máscaras distintas. Cuando se dice que Dios crea, aparece bajo la máscara de Padre. Cuando se
dice que Dios salva, aparece bajo la máscara de Hijo. Cuando se dice que Dios santifica y reconduce toda
la creación al reino de los cielos, se trata del mismo y único Dios que aparece bajo la forma de Espíritu
Santo. Dios es Trinidad solamente para nosotros. En sí mismo, es solamente un Dios único y solitario.
Con esta comprensión errónea se renuncia a la idea típicamente cristiana de Dios como comunión de los
tres únicos: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Iglesia, ya desde antiguo, condenó siempre esta forma
de representar a la santísima Trinidad.
El subordinacionismo significa que el Hijo y el Espíritu Santo están subordinados (de ahí
"subordinacionismo") al Padre. Solamente el Padre es plenamente Dios. El Hijo es la criatura más excelsa
que creó el Padre. Pero no es Dios. Todo lo más posee una naturaleza semejante a la del Padre, pero
nunca es igual ni de la misma naturaleza que el Padre. Lo mismo se dice del Espíritu Santo. Depende del
Padre y no es Dios. Algunos llegaron a decir que el Hijo es solamente adoptivo, pero nunca unigénito ni
de la misma sustancia del Padre. En esta comprensión se pierde la igualdad entre las tres divinas personas,
así como la divinidad de cada una de ellas. La Iglesia, especialmente en el concilio de Nicea (año 325),
condenó esta doctrina.
Está, finalmente, el triteísmo. Algunos cristianos decían: Sí, existen tres personas divinas. Pero son
tres dioses distintos, separados unos de otros. Esta doctrina fue rechazada. ¿Cómo puede haber tres
infinitos?, ¿tres absolutos?, ¿tres eternos? Las tres personas están eternamente relacionadas y en
comunión entre sí, hasta el punto de ser un único Dios-amor-y-vida.
Estos errores han obligado a los cristianos a profundizar en su conocimiento de la santísima Trinidad,
manteniendo siempre la unidad del amor y la trinidad de las personas que aman.
104
8ª Sesión
El Padre, el Hijo y el Espíritu
Primera parte
Preguntas sobre el texto73
*****
Capítulo 7
La persona del Padre: Misterio de
ternura
Jesús dijo: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera manifestar" (Mt
11,27). El Padre es un misterio insondable. El Padre es invisible. Se vuelve visible mediante su Hijo (Jn
1,18; 14,9). Por tanto, dependemos de Jesús, el Hijo unigénito, para poder vislumbrar alguna faceta del
rostro del Padre. En primer lugar, Jesús deja bien claro que el Padre es un misterio de ternura. Lo llama
Abba, que quiere decir: "Mi papá querido". Jesús goza de tanta intimidad con él que dice: "Todo lo mío es
tuyo, y lo tuyo mío" (Jn 17,10), y también: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10,30). Con-
siguientemente, "el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14,9).
En segundo lugar, el Hijo muestra cómo actúa el Padre, construyendo el Reino, dando vida, siendo
misericordioso y mostrando su providencia. La gran causa del Padre es el establecimiento del Reino. Esto
significa que la muerte ya no reinará más, que las divisiones no prevalecerán, que imperará la justicia y la
fraternidad universal. Jesús quiso reforzar con su practica el cumplimiento de esta causa del Padre: "El
Hijo no puede hacer nada de por sí que no vea hacerlo al Padre" (Jn 5,19). En el Reino se da la victoria
definitiva de la vida. El es un Dios de la vida, que toma siempre partido por los que necesitan de la vida.
Tanto el Padre como Jesús se empeñan en engendrar vida, y vida en abundancia (Jn 10,10). Por eso dice
muy bien Jesús: "El Padre resucita a los muertos y los hace revivir; así también el Hijo da la vida a los
que quiere" (Jn 5,21). Con los que perdieron la vida por el pecado, el Padre se muestra misericordioso,
como se indica muy bien en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32). El sigue amando siempre a los
ingratos y a los malos (Lc 5,36), porque su naturaleza es amor, y cuando no ve correspondido su amor,
ofrece la misericordia. Además de eso, es un Padre lleno de providencia. Cuida de los cabellos de cada
cabeza humana, hace crecer los lirios con todo su esplendor y vela por los pajarillos del cielo (Mt 6,26).
Finalmente, el Padre se muestra como es en relación con su Hijo Jesús. Nos ha amado tanto que nos
ha entregado a su propio Hijo. El Hijo se reveló como el mayor promotor del Reino, se empeñó por la
vida de los más débiles, cuidando a los enfermos, consolando a los afligidos y resucitando a los muertos;
73
Texto extraído del libro BOFF, Leonardo, La Trinidad es la mejor comunidad, Ed. Paulinas, Madrid,
1990.
105
ejerció la misericordia plenamente con la pecadora pública y con todos los que pedían perdón por sus
pecados. La ternura de Jesús para con todos los que le buscaban era un reflejo de la ternura del Padre. Por
eso podía decir: "Todos los que el Padre me da vendrán a mí. Al que viene a mí no lo rechazo" (Jn 6,37).
No rechazó a los niños, ni a Nicodemo, que lo buscó de noche; ni a los fariseos que le invitaban a comer,
ni a la mujer samaritana, ni a los que le pedían ayuda gritando desde lejos. Acogió a todos, imitando al
Padre celestial, que acoge a todos como a sus hijos e hijas.
El Padre es aquel que eternamente es, incluso antes de que existiera cualquier criatura. Si, por
hipótesis, pudiésemos imaginar que no ha habido creación y que no existe ningún ser creado, aun así el
Padre sería Padre. El Padre es Padre no fundamentalmente por ser creador. Podría haber un creador que
fuese un Dios uno y único, una única persona infinita, sin ser Padre. El Padre es Padre por ser Padre del
Hijo unigénito, por estar desde toda la eternidad en comunión con el Hijo en el Espíritu Santo, por estar
"engendrando" en virtud del Espíritu al Hijo eterno. En una perspectiva trinitaria, la paternidad es propia
del Padre. Al engendrar al Hijo, el Padre proyecta hacia fuera de sí a todos los que son imitables suyos y
de su Hijo. En el Hijo engendrado son pensados todos los hijos e hijas creados a imagen y semejanza del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Existe, por tanto, una dimensión eterna y filial de la creación. El
Padre, con el amor que engendra al Hijo, da origen en él a todos los demás seres en el Hijo, por el Hijo,
con el Hijo y para el Hijo (Jn 1,3; Col 1,15-17). Todos los seres participan de la filiación del Hijo
unigénito, así como de la espiración del Espíritu Santo.
Puesto que todos nosotros existimos en el Hijo (cf Rom 8,29), todos somos hermanos y hermanas.
Cristo, Hijo eterno, es "el primogénito entre muchos hermanos" y hermanas (Rom 8,29). Por tanto, Dios
es Padre y nosotros somos hermanos y hermanas, no ya en primer lugar porque Dios sea creador y nos
haya creado a todos, sino porque es Padre del Hijo unigénito (Rom 15,6; 1 Cor l,3; 2 Cor 11,31;Ef
3,14).Y nosotros hemos sido proyectados en el Hijo eterno por el Padre en el mismo movimiento de amor
con que el Padre "engendró" al Hijo en unión con el Espíritu Santo. De esta forma nosotros no somos
meras criaturas exteriores al misterio trinitario. Nuestras raíces de fraternidad se hunden en el propio
misterio de la fecundidad del Padre. Para marcar la diferencia entre el Hijo eterno y sus hermanos y
hermanas, la teología utiliza las expresiones "Hijo unigénito" e "hijos e hijas adoptivos". El Hijo no es
creado, sino engendrado de la misma sustancia de amor y de comunión del Padre junto con el Espíritu.
Nosotros, hermanos y hermanas del Hijo unigénito, hemos sido creados de la nada a imagen y semejanza
del Hijo por el Padre, junto con el Espíritu. De todas formas, el Padre del Hijo es nuestro Padre. Con
razón Jesús nos enseñó a llamarlo "Padre nuestro, que estás en el cielo". El Padre no está nunca sin el
Hijo. Y el Hijo jamás está sin los demás hijos e hijas adoptivos del Padre, es decir, sin sus herma nos y
hermanas. Esta visión impide todo autoritarismo y paternalismo, basados sólo en la figura de Dios
creador, Padre del universo. Este Padre engendró primeramente al Hijo y en él a todos nosotros. De ahí se
deriva que la comunidad de iguales, hermanos y hermanas, es la verdadera representación de la Trinidad.
Y si existe la autoridad, ésta será para reforzar a la comunidad, al servicio de ella, en medio de ella y
siempre con ella.
Es fascinante saber que existíamos antes de existir. Que estábamos en la mente del
Padre. Que hemos sido eternamente amados. Que también sobre cada uno de
nosotros el Padre dijo lo que dijo, lo que dice y lo que dirá siempre a su Hijo unigénito:
"Tú eres mi hijo y mi hija muy amados. En vosotros puse todo mi cariño".
106
37. El Padre maternal y la Madre paternal
Cuando la fe cristiana profesa que Dios es Padre del Hijo eterno junto con el Espíritu Santo, quiere
manifestar que en él experimentamos el misterio absoluto del que todo viene y hacia el que todo va. El es
la fuente de toda fecundidad. Pues bien, esta idea puede expresarse tanto por el término Padre como por el
término Madre. Las palabras son diferentes, pero el concepto (lo que se piensa) es el mismo. Al decir
Padre y Madre eternos queremos también expresar que lo femenino y lo masculino, que son imagen y
semejanza de Dios según el Génesis (1,27), encuentran en la santísima Trinidad su última raíz y
justificación. Quizá haya cristianos poco acostumbrados a este tipo de terminología, ya que somos
herederos del predominio de lo masculino y de un lenguaje sexista de Dios. Realmente, si consultamos la
Biblia, veremos que Dios es presentado también con los rasgos propios de la madre. Ya el buen papa Juan
Pablo I decía acertadamente: "Dios es Padre, pero es más todavía Madre". El concilio de Toledo del año
675 enseña que "hemos de creer que el Hijo no procede ni de la nada ni de otra sustancia, sino que fue
engendrado y nacido del seno del Padre, esto es, de su sustancia". Aquí se hace una referencia al seno;
pero es la mujer y la madre la que posee seno. Dios es Padre maternal o Madre paternal. En otras
palabras, la fecundidad de Dios se expresa mejor por las dos fuentes humanas de fecundidad que son el
padre terreno y la madre terrena. Los dos expresan dignamente lo que es Dios en su misterio que da
origen a todo, el Dios que subyace a todo el proceso de generación y aparición del nuevo ser.
El profeta Isaías en el Antiguo Testamento presentaba a Dios bajo la figura de una madre diciendo:
"¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas?" (Is
49,15). Lo mismo ocurre con Dios, con mucha más razón. La actitud primordial de la madre es la de
consolar y enjugar las lágrimas de los hijos e hijas. Así, el mismo profeta dice: "Como a un hijo a quien
consuela su madre, así yo os consolaré a vosotros" (Is 66,13). Una de las características básicas de Dios
es ser misericordioso. En la mentalidad hebrea, misericordioso significa "tener entrañas maternales". El
padre del hijo pródigo revela rasgos maternales: corre al encuentro del hijo, lo abraza y lo cubre de besos.
Del mismo modo podemos decir: Dios es solamente Padre eterno si muestra también características
maternales. Solamente es Madre de ternura infinita si revela también dimensiones paternales. En el Padre
y en la Madre eterna nos sentimos plenamente acogidos, en el Reino de la confianza de los hijos y de las
hijas, libres y felices, miembros de la familia divina.
La revelación que el Hijo encarnado nos ha hecho del Padre eterno nos permite entrever alguna cosa
de su realidad inmanente. Nosotros solamente conocemos al Padre mediante la revelación del Hijo (Mt
11,27), en cuanto que el Padre representa, por excelencia, el misterio abismal. Cada una de las personas
es misterio. Pero en el Padre el misterio destaca como misterio. Quede asentado que el misterio divino es
siempre un misterio de comunión, de vida y de amor. No es una realidad que nos asusta, sino una realidad
que nos fascina y nos invita a participar de su felicidad. La fe dice que el Padre es el prin cipio sin
principio. Como las demás personas es una fuente que hace manar vida desde toda la eternidad. El
comunica esta vida en plenitud. Por eso creemos que el Padre "engendra" al Hijo en el Espíritu Santo.
Como ya hemos visto anteriormente, el término "engendrar" no significa un desdoblamiento del Padre; es
la forma como el Padre se revela en el Hijo eterno y muestra en él su fecundidad. El Padre también está
junto con el Espíritu Santo, "espirándolo" en la unión con el Hijo unigénito. Esta "espiración" no significa
que el Padre cause junto con el Hijo a la tercera persona, el Espíritu Santo. El Espíritu Santo une al Padre
y al Hijo en el amor que interpenetra a las tres divinas personas. Porque los divinos tres están siempre
juntos, rezamos igualmente a los tres la misma oración: "Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu
Santo".
Todo el misterio trinitario es impenetrable a la razón humana. No solamente ahora que estamos aquí,
en la tierra, sino también en la eternidad y para siempre. Sin embargo, este misterio está siempre abierto a
la comprensión y a la comunión. Por esto él es Padre, en la medida en que es sin raíz y es la raíz de todo
107
lo demás; pero también es Hijo, en la medida en que se revela y se muestra hacia fuera como verdad. Es
también Espíritu Santo en la medida en que lo unifica todo y se entrega como amor. Cuando hablamos del
Padre, nos referimos al último horizonte de todo, a aquel que lo contiene todo y lo ilumina todo. A partir
de él es posible acoger a la persona del Hijo y del Espíritu Santo. Ellos están siempre juntos y son
simultáneos. Pero para poder entender algo de la santísima Trinidad, aunque sólo sea bajo frágiles signos
y leves alusiones, tenemos que empezar siempre por el Padre. Él es el primero entre los simultáneos
cuando queremos establecer cierto orden entre las personas trinitarias. En primer lugar, el Padre; en
segundo, el Hijo, y en tercero, el Espíritu Santo. Este lenguaje es nuestro como expresión de nuestra fe.
Pero hemos de saber que, en realidad, nadie es anterior o superior, sino que los tres son co iguales,
coeternos y coamorosos. Pero es en la persona del Padre donde este misterio, igual en cada una de las
personas, se muestra de una forma singular.
El ojo puede verlo todo, pero no puede verse a sí mismo. Cada río remite a la fuente, pero la
fuente no remite a nada. Mana por sí misma. Esto se parece al misterio del Padre. El Padre es el
origen escondido que lo permite todo y del que todo tiene comienzo. El está siempre presente,
aunque invisible; presente para producir vida y defender a los que se sienten amenazados en su
vida.
La santísima Trinidad está presente toda entera en la creación. Cada persona divina aparece en su
distinción y propiedad específica. ¿Cómo aparece el Padre en cuanto Padre en nuestro mundo? Ya hemos
dicho que en el Padre entrevemos el carácter de misterio abismal de toda la santísima Trinidad. El Padre
representa al primero y al último, el origen y el fin. El Padre significa la fecundidad, la generación y el
origen último de todo lo que puede existir. Él es, fundamentalmente, el principio sin principio, junto con
los simultáneos: el Hijo y el Espíritu Santo. Decir que el Padre es el origen y el principio de todo es decir
algo incomprensible para nosotros. Nuestro conocimiento es siempre de aquello que ya comenzó y que ya
tuvo un origen. Por eso llegamos siempre después; nunca podemos presenciar el origen de nosotros
mismos. Nosotros vivimos siempre a merced de un misterio. Entonces todo lo que tiene algo que ver con
el origen, como el surgir de una nueva vida y el aparecer de cualquier ser nuevo, tiene que ver con el
Padre, fuente y origen de todo. Todo lo que nos desafía y se nos presenta como un misterio es para
nosotros una señal del Padre en la creación.
Es un misterio la existencia del universo; no tendría por qué existir, y sin embargo existe. Es un
misterio la vida humana personalizada, la trayectoria individual de cada existencia, lo que ocurre en las
profundidades del corazón humano, el sentido último de todo lo que existe. Todas estas investigaciones
que vienen envueltas en la penumbra del misterio remiten al misterio del Padre. El Padre está presente en
tales experiencias. Está presente en nuestro propio misterio, ya que andamos siempre en busca de un
último puerto feliz o de un abrigo último. Se trata de un interrogante incansable: ¿De dónde venimos?,
¿qué hacemos aquí, en la tierra?, ¿hacia dónde caminamos? Intuimos más de lo que sabemos, ya que
permanecemos en el misterio indescifrable. Es el Padre que habita en nosotros, cuando suscitamos
semejantes preguntas.
Otras veces nos vemos inmersos en crisis radicales; nos sentimos perdidos. O bien se trata de un
pueblo postrado, ya que ha sido vencido y se ha visto privado de su identidad. Tiene que recomenzar todo
de nuevo y rehacer los caminos. En una situación de crisis semejante, Jesús exclamó a Dios llamándolo
"mi querido Papá" (Mt 26,39.42); el pueblo de Israel, al verse libre de la esclavitud, descubrió a Dios
como Padre (Is 63,16). Hizo la experiencia de Dios, que escucha el grito de sus hijos oprimidos. Se reveló
como el goel, esto es, como Dios-Padre, vengador de los oprimidos injustamente.
Particularmente, los pobres y los humillados sienten a Dios como Padre y protector, ya que sólo Dios
está a favor suyo. El mismo Jesús, Hijo del Padre, hizo de ellos los primeros destinatarios de su mensaje
liberador. Es que en su intimidad con el Padre descubrió la dimensión liberadora del misterio del Padre.
Hizo lo que siempre hizo el Padre, lo que el Padre hace y hará en la historia: toma partido por los
vencidos injustamente para tomarlos bajo su custodia y protección. El Padre, por consiguiente, se hace
presente en aquellos cuyo carácter filial queda más negado. Aparece en todos aquellos que se proponen y
luchan por un mundo más fraterno (todos hijos y todos hermanos).
108
CAPÍTULO 8
Al lado del Padre y en eterna comunión con El está el Hijo. Él es la total expresión del Padre. El
Padre se reconoce en el Hijo, en su eternidad y en su misterio de ternura. El Hijo mues tra la distinción en
Dios y, al mismo tiempo, la comunión. Por eso el Padre y el Hijo están siempre juntos, conociéndose,
reconociéndose y entregándose mutuamente. Para llevar la creación a su plenitud, pasando por la
redención, el Hijo se encarnó. Por su encarnación se nos reveló el misterio de comunión que es el Dios
trino. Ya lo hemos considerado: en medio de las personas, actuando de forma liberadora, el Hijo nos
revela al Padre; el dinamismo transformador que irradiaba de él significaba la presencia del Espíritu
Santo. ¿Cómo Jesús de Nazaret, aquel hombre pobre y solidario con todos los que sufren, nos reveló a la
segunda persona de la santísima Trinidad, el Hijo? Si tomamos los evangelios tal como están escritos, no
es difícil percibirlo: el Hijo está allí con toda su presencia densa, como revelador de los secretos del
Padre, como mediador de la plena liberación para todos, empezando por los pobres, en la fuerza del
Espíritu que habita en él. Sin embargo, los textos actuales del Nuevo Testamento recogen, además de las
palabras y de las prácticas de Jesús, las reflexiones que las primeras comunidades cristianas hicieron
sobre el acontecimiento Jesús. Actualmente no es fácil distinguir entre lo que procede del Jesús histórico
y lo que se deriva de sus seguidores. Lo importante reside en el hecho de que tanto Jesús como las
reflexiones de los primeros cristianos atestiguan con claridad que estamos ante el Hijo de Dios. Este Hijo
de Dios plantó su tienda en medio de nuestra miseria.
En primer lugar, Jesús se muestra Hijo de Dios en la oración. Invoca siempre a Dios como Abba, papá
querido. El que llama a Dios Padre suyo es porque se siente su Hijo. Nos enseñó también a nosotros a
llamarlo Padre y a vemos como hijos e hijas y, por tanto, como hermanos y hermanas entre nosotros. En
segundo lugar, Jesús se comporta como Hijo del Padre. Asume la representación del Padre: así como el
Padre trabaja hasta ahora, también el trabaja (Jn 5,17). Así como el Padre es misericordioso, también lo es
él: perdona los pecados, convive con los pecadores y les da la certeza del perdón del Padre. En tercer
lugar, obedece al plan del Padre, que es la instauración del Reino, hasta la muerte, incluso cuando se ve
tentado; resiste con fidelidad frente a todas las persecuciones; e incluso desde lo alto de la cruz, en el
mayor abandono, se entrega confiado al Padre.
En el entusiasmo que provoca entre el pueblo, en su coraje por superar las tradiciones caducas, en la
vida que suscita por donde pasa, deja entrever que el Espíritu habita en él y que así también lo revela al
mundo. De este modo Jesús es el Hijo del Padre en el Espíritu y también nuestro hermano mayor y mejor.
La lógica de las manos es más convincente que la lógica de las palabras. Para
revelarse como Hijo del Padre eterno. Jesús prefirió la práctica a la gramática. Realizó
gestos liberadores, perdonó pecados y resucitó muertos. Más que decir: "Yo soy el Hijo
de Dios", Jesús se portó como el Hijo de Dios.
¿Quién es el Hijo eterno en sí mismo? La fe nos dice que es el unigénito del Padre, de la misma
sustancia que el Padre. No es creado, sino "engendrado sin comienzo y sin principio", "subsiste en el
Padre desde toda la eternidad y para toda la eternidad". Permanece para nosotros en la penumbra del
misterio la manera con la que el Padre "engendra" al Hijo, sin ser por ello anterior a él, ya que el Padre y
el Hijo son coiguales e igualmente eternos. Lo que podemos decir con toda certeza es que el Padre y el
Hijo viven en la misma naturaleza-comunión. Son distintos para poder entregarse mutuamente y vivir una
comunión eterna. San Juan dice que el Hijo es la Palabra. Expresa toda la realidad del Padre. Pablo afirma
que es "imagen de Dios (Padre) invisible" (Col 1,15). Todo el carácter misterioso de Dios se comunica y
se manifiesta en el Hijo. El es la inteligencia del misterio compartido por las tres divinas personas. Por
eso, el Hijo es por excelencia la revelación y la comunicación divina, tanto dentro de la Trinidad como
dentro de la creación. Todo lo que el Padre tiene se lo da al Hijo. Excepto el hecho de que el Padre es
109
Padre. El Hijo recibirá también del Padre la capacidad de espirar al Espíritu Santo. El Padre y el Hijo
juntos permiten la aparición del Espíritu Santo. Cuando usamos estas expresiones de "generación",
"espiración", "dar origen", "permite la aparición", hemos de confesar inmediatamente nuestras
insuficiencias; no son palabras adecuadas, ya que dan la impresión de sucesión y de causalidad, siendo así
que todo ocurre en la dimensión de la eternidad, en donde no hay comienzo ni fin. Por eso es importante
que acentuemos la simultaneidad de los divinos tres. Los tres coexisten y están en comunión entre sí
eternamente. En ellos subsiste siempre la perijóresis, es decir, la interpenetración de vida, de donación y
de amor. Entonces podemos decir: el Hijo, al ser "engendrado" por el Padre, recibe simultáneamente al
Espíritu Santo, que descansa sobre él y se une siempre a él. En virtud de esto, el Hijo y el Espíritu Santo
vienen juntos hacia la creación, a fin de llevarla a su plenitud y liberarla integralmente. Junto con el
Espíritu Santo, el Padre se relaciona y se revela al Hijo. Y el Hijo, junto con el Espíritu Santo, descubre la
innascibilidad del Padre y nos la revela a nosotros.
El Hijo está encarnado dentro de nuestra historia. Con eso confiere un carácter de hijo y de hija a
todas las criaturas, especialmente a las humanas. En cierta forma, ahora que el Hijo resucitado está de
regreso dentro de la Trinidad, algo de nuestra naturaleza ha quedado eternizado y ha sido hecho de-
finitivamente partícipe de la vida de comunión y de amor eternos. Si él es el Hijo del Padre unido al
Espíritu, nosotros somos hijos e hijas en el Hijo, y todos somos hermanos y hermanas en virtud del
mismo Espíritu.
Por muy siniestra que pueda parecer la trayectoria humana, hay algo de ella que ha
sido absolutamente preservado y radicalmente realizado: la santa humanidad de Jesús,
asumida por el Hijo eterno e introducida definitivamente en el seno de la Trinidad, Hay
algo nuestro, de nuestro corazón, de nuestro deseo infinito, que por Jesús está para
siempre a salvo.
El Génesis nos revela que somos imágenes y semejanzas de Dios en cuanto que somos varones y
mujeres (Gen 1,27). Esto supone reconocer que las raíces últimas de nuestra realidad personal, tanto
masculina como femenina, se encuentran en el misterio del mismo Dios. Las personas divinas no son
sexuadas. Están más allá de estas determinaciones creadas. Pero los valores y dimensiones que se
comunican a través de lo masculino y de lo femenino son también valores divinos. En virtud de esta
consideración, podemos pensar en la dimensión femenina y masculina de cada una de las personas
divinas. En Jesús encontramos la integración perfecta de lo femenino y de lo masculino. Primeramente de
lo masculino, ya que Jesús no fue mujer, sino varón. Pero como todo varón, él incluía también dentro de
su realidad la dimensión femenina, que expresó perfectamente. Todo el dinamismo de Jesús, su capacidad
de decisión en favor de los pobres, primeros destinatarios de su mensaje; su coraje al enfrentarse con las
oposiciones y con la misma muerte, revelan su dimensión masculina, presente también en la mujer, pero
de forma distinta. Lo femenino expresa la dimensión de ternura de la existencia humana, masculina y fe-
menina; el cuidado, la misericordia, la sensibilidad ante el misterio de la vida, especialmente con los que
tienen menos vida; la interioridad en la oración. Los relatos evangélicos nos presentan a Jesús como
alguien que había integrado el anima (dimensión femenina) dentro de su animus (dimensión masculina).
Primeramente elabora una relación profundamente humana y tierna con las mujeres que pasan por su
camino, varias de las cuales son discípulas suyas (Lc 10,38-42). Siempre toma la defensa de la mujer
desamparada, como la adúltera, la mujer siro-fenicia que pide ayuda, la samaritana, la mujer encorvada y
la que sufría hemorragias.
Con actitudes muy femeninas se inclina sobre los pobres que encuentra en su camino; se llena de
compasión (se conmovían sus entrañas) frente al pueblo abandonado (Mc 6,34), no esconde las lágrimas
cuando se entera de la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,35). De forma muy femenina dice que quiso
juntar a los hijos de Jerusalén como una gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas y ellos no
quisieron (Lc 13,34).
Esta dimensión femenina de Jesús pertenece a su humanidad. Esta humanidad fue asumida
hipostáticamente por el Hijo eterno. Esto significa que algo de lo femenino ha quedado divinizado para
siempre. La mujer está también llamada a participar de la vida de eterna comunión y a encontrar en cada
una de las personas de la santísima Trinidad un prototipo para sus anhelos de perfección y de crecimiento.
110
Todo ser humano tiene dentro de sí la dimensión femenina y masculina,
tiene ternura y vigor. Es un desafío de la vida el integrar estas dos dimensiones
de tal forma que seamos plenamente humanos, siendo así un reflejo de Dios.
Jesús asumió e integró dentro de sí lo masculino y lo femenino. El Hijo eterno,
encarnado en él, santificó y divinizó para siempre estas dos dimensiones.
El Hijo fue enviado al mundo por el Padre junto con el Espíritu Santo. El no solamente ilumina a
todas las personas que vienen a este mundo (Jn 1,9), sino que nos visitó en nuestra propia carne,
haciéndose hermano nuestro en nuestra situación de pobreza y de opresión. ¿Cuál es el sentido último de
la venida y de la misión del Hijo entre nosotros? ¿Cuál es la intención del eterno? Hay dos corrientes que,
históricamente, se han disputado la mejor interpretación. La primera corriente parte del credo, que dice:
"Por nuestra salvación (el Hijo) bajó del cielo y fue concebido del Espíritu Santo". En esta visión la
encarnación se debió al pecado de la humanidad que nos separaba de Dios. El pecado ocupa aquí todo el
centro. En función de la redención de este pecado, el Padre nos envió a su propio Hijo. Nos preguntamos:
¿Es digno de Dios dejar que el pecado ocupe un puesto tan central? ¿No es acaso Dios y su gloria el
centro de todo? Debido a estas preguntas, la segunda corriente parte de otra comprensión basada en el
prólogo de san Juan, en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses y en algunas afirma ciones de la
epístola a los Hebreos. Allí se afirma que "todo fue hecho por él (el Verbo), y sin él nada se hizo" (Jn
1,3). San Pablo dice que el plan de Dios es "recapitular todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Por eso
mismo podía decir también que "absolutamente todo fue creado por él y para él" (Col 1,16), y que "todo
lo sometió bajo sus pies" (Heb 2,7-8). En otras palabras, la encarnación no es una solución de emergencia
para reconducir la creación a su dirección primitiva, de la que se había derivado. La encarnación del Hijo
pertenece al misterio de la creación. Sin la venida del Hijo todo se quedaría sin cabeza, esto es, sin un
último sentido y sin una última coronación.
Nos parece que esta segunda corriente interpreta mejor los misterios divinos en consonancia con la
propia glorificación divina. El Hijo verbifica, es decir, hace participar de su naturaleza de Verbo a todo el
universo, hace a todos los seres de la creación, incluso a los infrahumanos, hijos e hijas. Por causa del
pecado de los hombres, que contaminó también las relaciones con la naturaleza, la encarnación se dio
bajo la forma de humillación y no de gloria; pero esta modalidad no cambia en nada la esencia del plan de
la santísima Trinidad de incluir en su comunión al universo entero.
Esta visión se encuadra mejor en una comprensión realmente divina de la creación. Como ya vimos, al
proyectarse en el Hijo y revelarse en él, el Padre proyecta y revela también a los imitables posibles de sí
mismo y de su Hijo, que podrían ser creados algún día. En este sentido, ya dentro de la santísima Trinidad
está la creación como proyecto. Está la santa humanidad de Jesús, con la capacidad de acoger la plena
comunicación del Hijo, cuando fuera enviado a entrar dentro de nuestra historia. Y él vino. Con ese
acontecimiento comienza nuestro fin bienaventurado: ¡Estamos ya dentro de la santísima Trinidad!
Todo lleva las marcas del Hijo porque todo fue hecho en él, con él y para él.
El sapo que está en medio del camino, la estrella del cielo, la partícula atómica
son filiales porque están en el Hijo. Son también nuestros hermanos y
hermanas. Y ésa es la razón por la que los respetamos y amamos como a
nosotros mismos.
111
CAPÍTULO 9
La persona del Espíritu Santo: Misterio de amor e irrupción de lo nuevo
El Espíritu Santo es aquel que supera la relación yo-tú (Padre-Hijo) e introduce el nosotros. Por eso el
Espíritu Santo es por excelencia la unión entre las personas divinas; es la persona que revela para nosotros
con mayor claridad la interrelación eterna y esencial entre los divinos tres. En la historia, el Espíritu se
muestra como una fuerza volcánica, como un vendaval que toma a las personas y las arrastra a hacer
obras grandes. Así ocurre con los líderes carismáticos como los jueces, con los profetas, con el siervo
doliente que lucha por el restablecimiento del derecho y de la justicia, con los reyes in vestidos de poder
para proteger al pueblo, con el mesías, portador de todos los dones del Espíritu. Podemos resaltar algunas
características del Espíritu.
El es la fuerza de lo nuevo y de la renovación de todas las cosas: crea orden en la creación, hace surgir
al nuevo Adán en el seno de María, impulsa a Jesús a la evangelización, resucita al crucificado de entre
los muertos, anticipa a la humanidad nueva en la Iglesia y nos trae, al final, el nuevo cielo y la nueva
tierra.
El Espíritu es el que actualiza la memoria de Jesús, el liberador. No deja nunca que las palabras de
Jesús se queden muertas, sino que sean continuamente releídas, adquieran nuevos significados y
fomenten nuevas prácticas.
El Espíritu es el principio liberador de las opresiones de nuestra situación de pecado, que la Biblia
llama con el nombre de "carne". La "carne" expresa el proyecto de una persona vuelta hacia sí misma, que
se olvida de los otros y de Dios. El Espíritu es el continuo generador de libertad (cf 1 Cor 3,17), de
entrega a los demás y de amor. El Espíritu es el padre de los pobres, infundiéndoles esperanza para
sacudir las opresiones que soportan, haciéndoles soñar siempre con un mundo reconciliado y justo y
luchar para realizarlo. Finalmente, el Espíritu es la fuerza creadora de diferencias y de comunión entre las
diferencias. Es él el que suscita entre las personas los más diversos dones y en las comunidades los más
diferentes servicios y ministerios, como se enseña en la epístola a los Romanos (c. 12) y en la primera a
los Corintios (c. 12). Pero esta diversidad no deriva en desigualdades y discriminaciones. Todos bebemos
del mismo Espíritu (1 Cor 12,13). Los dones no se dan para la autopromoción, sino para el bien de la
comunidad (1 Cor 12,7).
El Espíritu se derramó sobre todos. Él habita en los corazones de las personas, dándoles entusiasmo,
coraje y decisión. El consuela a los afligidos, mantiene viva la utopía en las mentes humanas y en la
imaginación social, la utopía de una humanidad totalmente redimida, y da la fuerza para anticiparla,
incluso a través de las revoluciones dentro de la historia. El es una persona divina junto con el Hijo y el
Padre, emergiendo al mismo tiempo que ellos y estando esencialmente unido a ellos en el amor, en la
comunión y en la misma vida divina.
¿Cómo se relaciona el Espíritu Santo, tercera persona divina, con el Padre y el Hijo? El Nuevo
Testamento nos ofrece dos datos: por un lado, dice que Jesús lo enviará de parte del Padre (Jn 15,26); por
otro, dice que el Espíritu procede del Padre (Jn 15,26). ¿Cómo hemos de entender esta vinculación del
Espíritu con el Padre y el Hijo? Esta cuestión dividió a la Iglesia hasta el punto de que en el año 1054 se
produjo en ella una división, que perdura hasta nuestros días: la Iglesia romano-católica y la Iglesia
ortodoxo-católica. Detrás de las diferentes interpretaciones hay visiones distintas de Dios, de la Iglesia y
de la sociedad. Los griegos, como ya hemos visto, parten del Padre como fuente y causa suprema de toda
la divinidad. El Padre pronuncia su palabra (el Hijo) y junto con ella sale simultáneamente el soplo
(Espíritu Santo). Aunque la fuente sea la misma (el Padre), la palabra y el soplo son distintos. Hay
112
también dos maneras distintas de proceder ambos del Padre, lo cual hace que el Padre no tenga dos hijos,
sino un Hijo unigénito y un solo Espíritu.
Los latinos parten de la naturaleza divina, que es la misma y única en cada una de las personas. El
Padre, al engendrar al Hijo, se lo entrega todo (cf Jn 16,15), incluso la capacidad de espirar
conjuntamente al Espíritu Santo. Por la comunión el Padre y el Hijo son una sola cosa (cf Jn 10,30) y un
solo principio de espiración del Espíritu Santo. De lo contrario, el Padre tendría dos hijos o habría dos
causas para el Espíritu Santo. Por eso los latinos dicen que el Espíritu procede del Padre y del Hijo
(Filioque) como de un solo principio.
Esta comprensión de los latinos es rechazada por los griegos porque, según ellos, sacrifica la cualidad
específica del Padre: la de ser la causa única y la fuente de toda la divinidad. El Hijo participaría entonces
de esa cualidad exclusiva (sería una especie de segundo Padre), y así la paternidad dejaría de ser exclu-
siva. La intención de las dos corrientes es la misma: garantizar la plena divinidad e igualdad de las
personas del Hijo y del Espíritu Santo. Los griegos consiguen esta comprensión haciendo proceder al Hijo
y al Espíritu Santo de la misma y única fuente que es el Padre. Los latinos intentan lo mismo, pero por
otro camino, al insistir en el hecho de que las tres divinas personas son consustanciales, es decir, tienen
juntas la misma naturaleza. El Espíritu Santo tiene la misma naturaleza que recibió el Hijo del Padre.
Como el Hijo la recibió del Padre, también él la entrega junto con el Padre al Espíritu Santo. Por eso,
dicen los latinos, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
Lo que importa, en definitiva, es afirmar que el Espíritu Santo es Dios como el Padre y el Hijo. Por
eso decimos en el credo que "con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por
los profetas".
Las discusiones sobre la, forma con que el Espíritu Santo procede y se relaciona con el Padre y el Hijo
dividieron a la única Iglesia en dos expresiones históricas: la Iglesia romano-católica y la Iglesia
ortodoxo-católica. En dos concilios ecuménicos, el de Lyon (1274) y el de Florencia (1439), se intentaron
fórmulas de conciliación. En Lyon se dijo claramente que el Espíritu procede del Padre y del Hijo, no
como de dos principios o causas, sino como de un solo principio. El Padre y el Hijo están tan unidos, ya
que tienen la misma naturaleza-comunión y la misma vida, que constituyen una sola fuente. En Florencia
se explicó que puede decirse también: el Padre espira al Espíritu Santo a través del Hijo, o también por el
Hijo. El Hijo no es como una causa instrumental, sino que por la mutua comunión de amor participa del
origen del Espíritu Santo. Las explicaciones no lograron acabar con las divisiones ni anular las mutuas
sospechas de herejía. Las disputas continúan hasta hoy.
Entre tanto, los teólogos consiguieron profundizar significativamente en el tema. Así se cuestiona con
razón si la terminología empleada es adecuada o no: causa, procesión, espiración. Parece como si el
Espíritu Santo viniera en tercer lugar y estuviera subordinado al Padre, o al Padre y al Hijo. Realmente,
no existe en la santísima Trinidad ninguna subordinación, ya que los tres divinos son coeternos,
coinfinitos y coiguales. En ellos no se da un antes o un después, un arriba o un abajo. Tenemos que partir,
como parte el Nuevo Testamento, de las tres personas: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, siempre
en relación y en comunión. Son simultáneos y siempre vienen juntos. Para evitar malentendidos, en vez
de hablar de causa, principio y procesiones, sería mejor que habláramos de mutua relación y de
reconocimiento. Cada persona está siempre relacionada con las otras dos, ya que por la perijóresis (por la
interpenetración) cada una lleva dentro de sí a las demás. Cada persona se determina y se distingue por la
relación propia que establece con las otras dos. Entonces hemos de decir: el Espíritu Santo revela la
autoentrega que se hacen el Padre y el Hijo. Este amor es lo propio del Espíritu Santo. El Espíritu
reconoce al Padre en el Hijo. El Espíritu ve al Hijo como la suprema expresión del Padre. El Espíritu
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Santo es la alegría de la relación de inteligencia y de amor entre el Padre y el Hijo. Si quisiéramos
mantener la terminología consagrada, podríamos decir también: el Padre "engendra" al Hijo con la
participación del Espíritu Santo y "espira" al Espíritu Santo con la participación del Hijo. El Espíritu
Santo junto con el Hijo atestiguan la innascibilidad del Padre y así participan también ellos de la
eternidad, ya que todo entre las divinas personas circula en un flujo y reflujo de eterna vida y de amor
vital.
Más que en relación con el Padre y con el Hijo, la reflexión teológica vio muy pronto dimensiones
femeninas en el Espíritu Santo. Empezando por el nombre Espíritu Santo, que en hebreo es femenino. En
las Escrituras el Espíritu aparece siempre asociado a la función generadora y al misterio de la vida. El
evangelio de san Juan nos dibuja la actuación del Espíritu Santo en una terminología típicamente
femenina. Él nos consuela como paráclito, exhorta y enseña como hacen las madres con sus hijos
pequeños (Jn 14,26; 16,13). No permite que nos quedemos huérfanos (Jn 14,18). Nos enseña a balbucear
el verdadero nombre de Dios Abba, que quiere decir "papá". Él nos transmite también el nombre secreto
de Jesús, que es Señor (1 Cor 12,2). Finalmente, como hacen también las madres, él nos educa en la
oración y en la forma de pedir las cosas verdaderas (Rom 8,26).
Ya en el Antiguo Testamento el Espíritu se presenta asociado a funciones femeninas. El mismo aletear
del Espíritu por encima de las aguas del caos primitivo de la creación, antes que hubiera orden,
simbolizaría, según buenos intérpretes, el incubar generador de todo tipo de vida. En la literatura sapien-
cial, como es sabido, la sabiduría es amada como una mujer (Si 14,22) y es presentada como esposa y
como madre (Si 12,26), identificada a veces con el Espíritu (Sab 9,17). Hay representaciones trinitarias en
las cuales el Espíritu Santo es colocado entre el Padre y el Hijo, en forma de mujer. En las Odas de
Salomón, un escrito del cristianismo sirio, la paloma del bautismo de Jesús, que es una de las
representaciones del Espíritu Santo, es llamada madre. Hay padres de la Iglesia que llamaron al Espíritu
Santo la madre divina de Jesús-hombre, ya que la concepción en el seno de la virgen María se dio por
obra y gracia del Espíritu (Mt 1,18). Macario, gran teólogo cristiano de Siria (muerto el año 334), nos ha
dejado este hermoso texto: "El Espíritu es nuestra Madre, porque el paráclito, el consolador, está pronto
para consolarnos como una madre consuela a sus hijos y porque los hijos renacen de él y son así los hijos
de esta Madre misteriosa que es el Espíritu Santo". Efectivamente, el Espíritu está presente en la primera
creación; actúa, además, en la nueva creación, viniendo sobre María y haciéndole concebir al Hijo
encarnado; baja sobre Jesús en el bautismo y lo impulsa a la misión; resucita a Jesús de entre los muertos
(He 13,33; Rom 1,3), desciende sobre los apóstoles y así da comienzo a la Iglesia misionera. En el cuerpo
de Cristo, que es la Iglesia, el Espíritu como Madre concibe nuevos hermanos y hermanas de Jesús y llena
de vida con carismas y servicios a las comunidades cristianas. Repetimos lo que dijimos ya
anteriormente: el Espíritu tiene dimensiones masculinas y femeninas, pero está más allá de los sexos. Los
valores que descubrimos en lo femenino, que están presentes en la mujer y en el varón, encuentran en el
Espíritu Santo una de sus fuentes eternas.
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48. Misión del Espíritu Santo: unificar y crear lo nuevo
El Espíritu Santo fue enviado juntamente con el Hijo a la tierra para santificar a todas las criaturas y
reconducirlas al seno de la Trinidad. ¿Quién acogió esta venida del Espíritu Santo? ¿A quién vino él
personalmente y en total entrega? La reflexión teológica no ha precisado de forma clara este punto
todavía. Sabemos ciertamente que el Espíritu está en la vida de todos los pobres y de todos los justos de la
historia, que se encuentra más densamente en la comunidad de los fieles, que actúa particularmente en los
sacramentos y que presta una asistencia infalible al Papa, cuando éste habla para toda la Iglesia, para
expresar la fe de esta misma Iglesia de forma conscientemente vinculante para todos los fieles. Pero ¿no
podríamos concretar mejor la presencia personal del Espíritu en el tiempo, como lo hacemos y lo sabemos
con referencia al Hijo? El Hijo fue acogido por la santa humanidad de Jesús: tal es la esencia del misterio
de la encarnación, la unión inseparable e inconfundible entre la realidad humana y la realidad divina en
Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y hermano nuestro carnal. ¿No podríamos buscar también algo semejante
en referencia con el Espíritu Santo? Efectivamente, la reflexión respetuosa de los cristianos puede
elaborar una hipótesis (un teologúmeno) que no ofenda a las otras verdades de la fe y que avance en el
conocimiento y en el amor de la santísima Trinidad. No se trata de ninguna doctrina oficial que pueda
enseñarse en las aulas de la catequesis. Se trata de un esfuerzo, marcado por la unción y por el respeto, de
115
ver más profundamente los misterios de Dios, que nos desafían siempre y que nos invitan a una
penetración mayor. Expongamos esta hipótesis teológica.
Hay un texto de san Lucas que nos parece iluminador; hablándonos de María, dice: "El Espíritu Santo
vendrá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño que nazca será santo y se
le llamará Hijo del altísimo" (1,35). Aquí se dice que el Espíritu ha de venir sobre María, como vino de
hecho. "Cubrir con su sombra" es la expresión bíblica para decir que el Espíritu planta su tienda en María,
es decir, que tendría allí una presencia palpable (cf Ex 40,34-35). Con razón el concilio Vaticano II llama
a María "sagrario del Espíritu Santo" (LG 53). La presencia del Espíritu en María la convierte en madre;
transforma su maternidad de humana en maternidad divina. Por eso lo que nace de ella es "Hijo del
altísimo". El concilio dice: "María es como plasmada por el Espíritu Santo y formada una nueva criatura"
(LG 56). Decir que es "como plasmada por el Espíritu Santo" supone reconocer una relación única con la
tercera persona de la santísima Trinidad. Se realiza entonces la mayor dignificación de la mujer, a
semejanza de la del varón con Jesús. El varón y la mujer son imagen y semejanza de Dios, de la santísima
Trinidad (Gen 1,27). Ambos participan de la divinidad, cada uno a su manera, pero real y verda-
deramente. Nosotros, hermanos y hermanas de Jesús y de María, participaremos en unión con ellos, y de
una forma propia a cada uno.
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Segunda parte
Síntesis final
1.-Escribe qué ha supuesto este curso para ti. Los descubrimientos que has realizado, las
dificultades con las que te has encontrado, los contenidos que no has llegado a
comprender o a aceptar, etc.
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