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INDICE
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40
CAPÍTULO 41
CAPÍTULO 42
CAPÍTULO 43
CAPÍTULO 44
CAPÍTULO 45
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
«Debes ser el mejor juez de tu propia felicidad»
Jane Austen
CAPÍTULO 1
1751
A quella situación era injusta. Injusta y cruel. Su delito no era tan grave como
para recibir un castigo tan severo. Con las ropas mojadas y adheridas al cuerpo y
el hermoso recogido que le hiciera su sirvienta aquella misma mañana
completamente deshecho y goteándole sobre el cuello, estuvo segura que de que jamás en su vida
se había sentido tan humillada como en ese instante.
Si ya era terrible que su padre, el todopoderoso George Spencer, IV Duque de Marlborough,
la hubiera desterrado, de manera injusta según su parecer, a esas tierras oscuras y frías con la
única compañía de Sally, su doncella, y su querido Pulgas, un terrier de tres años y no más dos
kilos, lo que había ocurrido media hora antes era una catástrofe.
Después de cinco largas y agotadoras jornadas de viaje desde Londres, y cuando apenas
quedaban un par de millas para alcanzar su destino, la adversidad, a modo de rueda desprendida
de su eje, se interpuso en el camino de la comitiva que la conducía a lo que ella había llamado, su
prisión escocesa.
De repente, después de uno de los innumerables traqueteos que el carruaje había padecido
durante el trayecto, se escuchó el quejido de la madera antes de que uno de los ejes cediera y
quedara inclinado peligrosamente hacia un costado. De inmediato, el grito de las dos mujeres
escapó del interior, sobreponiéndose al estruendo producido por la tronada.
—Milady —se había dirigido a ella el atribulado conductor abriendo la puerta del carruaje, lo
que provocó que una ráfaga de lluvia helada entrara en la cabina—, mucho me temo que
debemos detenernos aquí hasta que amaine la tormenta —su expresión de preocupación y, por
qué no decirlo, de temor a la reacción de su señorita era visible a pesar de la escasez de luz—.
Con este temporal, y tal y cómo está el camino, es imposible reparar el daño.
—¡Eso es inadmisible! —protestó ella con su característico tono de soberbia—. Mi tía abuela
lleva esperándome días. Eso sin contar que estoy cansada, tengo ganas de asearme y que Pulgas
—dijo haciéndole una ínfima carantoña— necesita estirar las piernas. Tienes que arreglar este
desaguisado como sea y lo tienes que hacer ya.
—Ciertamente, Milady, por más que quisiera repararlo, es enteramente imposible hacerlo —
expresó el hombre sin poder detener el nervioso ademán de darle vueltas a su gorra—. No hay
visibilidad aquí afuera y no puedo calibrar el alcance de los desperfectos —carraspeó antes de
seguir hablando—. Puede resultar peligroso no ajustar correctamente la rueda; podría volver a
salirse y no estoy seguro de las consecuencias que eso podría acarrear.
—¡Está bien! —exclamó presa de su mal humor— ¿Cuánto queda para llegar a Stuart
Castle?
—Dos millas, Milady —contestó el pobre hombre cada vez más nervioso con la situación.
—De acuerdo. Pues ve andando hasta allí, le solicitas un transporte a mi tía y vuelves a
buscarnos.
—¡Pero eso es imposible, Lady Spencer! —el cochero se llevó las manos a la cabeza, como
si aquella fuera una de las locuras más grandes que hubiera escuchado nunca—. No puedo dejar
a dos damas en mitad de la nada a expensas de que cualquier desalmado pueda…
—¡Claro que puedes y lo harás!
—Señorita —intervino Sally que hasta entonces se había mantenido muda a causa del temor
—, quizá Martin tiene razón.
—Está visto que estoy rodeada de cobardes –haciendo un movimiento inesperado, salió del
carruaje llevando consigo al pequeño can—. Indícame el camino, iré yo.
—Pero Milady usted no puede… —gritaron sus dos empleados a un tiempo.
—¿Quién lo dice? —se acercó al hombre de manera amenazante y luego miró a su doncella
con ojos de reprobación—. Ahora no está mi padre aquí para decirme qué puedo hacer y qué no.
—Sin embargo, es nuestra obligación velar por su integridad —adujo el cochero.
Para ese momento, Elisabeth estaba completamente empapada y su enfado, ya de por sí
enorme, había aumentado de forma considerable.
—Soy suficientemente hábil como para cuidar de mí misma —escupió tal y como había
hecho con su padre días atrás, cuando la sentenció a ese viaje indeseable—. No necesito a nadie.
Desde aquella discusión había transcurrido treinta interminables minutos y todavía no
vislumbraba la silueta del palacio al que se dirigía. El ruedo de su falda, cargado del barro que
arrastraba a cada paso, le dificultaba su avance y la agotaba un poco más a cada zancada.
En algún momento de su camino le pareció oír por encima del sonido de la lluvia un ruido de
hojas al ser pisadas. Su fértil imaginación la llevó a fantasear con fieros animales acechándola y
se apresuró un poco más, a pesar de su cansancio.
Fue algo más tarde, cuando sus fuerzas estaban mermadas al extremo, que oteó la sombre de
una edificación a través de la cortina de agua que caía sobre ella. Lo había logrado. Ella sola, sin
la ayuda de nadie, como sabía que haría. Ella era una Spencer, una estirpe valiente y con
suficiente poder como para que nadie en su sano juicio se atreviera a importunarla. No obstante,
justo cuando traspasaba la verja que daba paso a la finca, volvió a oír un rumor semejante al
producido por las ramas al romperse. Se volvió a toda prisa, intentando identificar el origen de
aquel sonido y solo pudo distinguir una sombra adentrándose en los confines del bosque que
bordeaba la propiedad.
Con pulgas pegado a su pecho, el frío grabado en sus huesos y la humillación pesando sobre
sus hombros, acortó la distancia que la separaba de la casa de su tía abuela Anne, una mujer a la
que jamás había visto pero a la que precedía su fama de estricta severidad. Su valentía se
tambaleó un poco al pensar en lo que le aguardaba en su futuro más próximo, junto a la vieja tía
de su madre, aquel clima del infierno y sin más entretenimiento que su terrier. Iba a ser una
temporada inacabable, sobre todo si tenía en cuenta la amenaza de su padre: Si su
comportamiento no era el adecuado y tía Caroline así lo decidía, permanecería en esas tierras
escocesas hasta que ella lo creyera conveniente. Si en el proceso la anciana consideraba la
posibilidad de casarla con alguno de los nobles del lugar, tendría su bendición para arreglar el
enlace.
Un escalofrío, que no estaba segura si era producto de aquel pensamiento o del helor del
ambiente, la recorrió por entero. Cerró los ojos e inspiró varias veces para apartar aquellas
palabras que habían sonado a sentencia en sus oídos, se encomendó al Altísimo y con el ánimo
más calmado, aporreó la imponente madera que le daría paso a una nueva realidad.
No tardó en escuchar los goznes de la puerta al abrirse. Frente a ella, la rígida figura de un
hombre, que supuso que se trataba del mayordomo de la mansión, la observó con desaprobación.
—Soy Lady Spencer —anunció alzando la barbilla con altanería—. Anuncie mi llegada a mi
tía y muéstreme mis aposentos.
—Señorita —el hombre hizo una reverencia forzada a la vez que le daba paso—. Lady
Russell ha ordenado que pase al saloncito en cuanto llegue.
—¿Me ha visto bien? —preguntó con arrogancia—. No puedo presentarme de semejante
guisa ante mi tía.
El mayordomo miró por encima del hombro de Elisabeth, esperando encontrar el coche de
caballos que la había llevado hasta allí. En ese instante, ella recordó que su equipaje se
encontraba abandonado en el carruaje, junto al cochero y la doncella.
—¡Ah! Y será necesario que alguien vaya a recoger mis pertenencias. Hemos tenido un
percance en el camino a dos millas de aquí.
—Le ruego que aguarde un instante —si debía obedecer a alguien era a quien le pagaba el
sueldo y le daba cobijo—. Avisaré a la señora de que ha llegado.
Sin añadir una sola palabra más, el enjuto hombre desapareció de su radio de visión con una
rapidez impensable para su edad. Ella aprovechó el tiempo de espera para observar cuanto había
a su alrededor. Si bien lo que podía ver de la mansión no era ni de lejos tan esplendido como
todo lo que su familia poseía en Oxfordshire, debía reconocer que todo lo que veía era muy
hermoso. A los impresionantes suelos de mármol se le unían figuras humanas del mismo
material, muebles regios de factura magnífica, bellos elementos decorativos de porcelana y plata,
y cuadros colgando de sus paredes que representaban escenas de caza, bodegones y algún retrato
de caballeros y damas de otras épocas.
Pulgas, después de husmear lo que tenía más cerca, se tumbó a sus pies, cansado de la
actividad a la que lo había sometido su dueña. Elisabeth lo miró y en un arrebato de cariño, se
agachó para acariciar su pequeña cabecita. Ese fue el instante que aprovechó la tía de su madre
para aparecer por uno de los pasillos que daban al enorme hall, seguida de un hombre, militar por
la indumentaria, que la escudriñó de arriba a abajo de una manera poco elegante cuando ella se
puso en pie.
—Tía —hizo la reverencia que dictaba la buena educación—. Señor —inclinó la cabeza a
modo de saludo—. Por fin nos conocemos.
Lady Anne Russell no le manifestó ninguna muestra de cariño. Más bien todo lo contrario.
Sus ojos viajaron por su figura con evidente contrariedad antes de anunciar con voz firme y
aguda:
—Ahora entiendo a tu padre. No te preocupes, aquí haremos de ti una dama como Dios
manda. Puedes darlo por seguro.
CAPÍTULO 2
Aquello iba a ser un auténtico tormento, se lo veía venir. El agrio carácter de su tía no le iba a
dar tregua; al parecer se había encargado de buscarle quehaceres para no dejarla disfrutar de su
estancia. Estaba claro que su padre la había aleccionado bien con respecto a lo que debía ser su
vida en Stuart Castle.
***
Lady Anne no se limitó a realizar todo aquello que le había anunciado, ni mucho menos.
Muy al contrario, durante toda la visita se encargó de listarle todas las normas y horarios de la
casa que, cabe decir, eran muy estrictos. Elisabeth dudaba de ser capaz de recordar cada una de
las indicaciones sin equivocarse, aunque se esmeraría al máximo de sus posibilidades, con tal de
no despertar al mal humor que parecía ser habitual en la dueña de la casa. Cuanto antes
convenciera a su tía de que su comportamiento era ejemplar, antes podría regresar a su hogar,
con su familia y amigos. Ya estaba imaginando qué haría en cuanto pisara de nuevo la capital:
para empezar, retomaría las coloridas fiestas londinenses. Pero para ello debía alejarse de aquella
prisión, flanqueada por los bosques cercanos, el mar a su falda y la nada, ya que, por lo que había
entendido gracias a las explicaciones de su tía abuela, la población más cercana se encontraba a
cerca de tres millas.
Antes de adentrarse en los jardines colindantes a la mansión, hicieron un alto a mediodía para
tomar un tentempié en el comedor familiar, sugerencia de Lady Anne tras pasar revista a la
cocina, donde un delicioso aroma a pollo asado había levantado su apetito.
Viendo comer a su tía comprendió el porqué de su oronda figura. Mientras ella, hambrienta
también, se había limitado a un par de emparedados de pollo, tía Anne no consiguió aplacarse
hasta consumir seis, más un trozo de tarta de calabaza, un té con leche y azúcar, y un par de
galletas de mantequilla típicas de las tierras altas. Aquel festín pareció aplacar un poco el humor
agrio de la mujer, porque después del último sorbo a su infusión, le sonrió.
—Bien —dijo la anciana limpiándose la comisura de los labios con una delicada servilleta de
hilo blanca—. Ahora ya tenemos energías para pasear por los jardines, ¿no te parece, jovencita?
Elisabeth pensó que, sin duda, Lady Anne sí estaría repleta de energía con la cantidad de
comida que había ingerido, pero se guardó mucho de decirlo en voz alta. En vez de eso, le
devolvió el gesto, elevando la comisura de sus labios.
—Te recomiendo que cojas un chal antes de salir. El tiempo en Escocia es cambiante y,
aunque ahora no lo parezca, puede girarse una tormenta como la que sufriste ayer en menos de lo
que miramos al cielo.
—Como usted diga, tía.
Como si la hubiera estado escuchando, la señora Benning apareció de repente con un mantón
para cada una. Posiblemente, sabiendo que iban a salir a pasear, los tuviera ya preparados de
antemano, si no, no había explicación. Aparte del chal que el ama de llaves le entregó a su
señora, también le tendió un sobre color crema en el que se leía su nombre, escrito con una
caligrafía que dejaba mucho que desear.
Lady Anne se apresuró en abrirlo, daba la sensación de ser de vital importancia para ella, y
por extraño que le resultara, Elisabeth se dio cuenta de que el nerviosismo por conocer el
contenido de la misiva había acelerado los movimientos de la anciana hasta tal punto que sus
mejillas se colorearon a la vez que sus manos rompían el lacre que la sellaba. Mientras
contemplaba a la dueña de Stuart Castle recorrer las líneas impresas en aquel papel, la joven se
echó el chal por los hombros y se acercó a las puertas acristaladas que daban a un lateral del
jardín principal, convencida de que su tía no tardaría en unirse a ella. Mas al ver que pasaban los
minutos y aquello no ocurría, volvió sobre sus pasos hasta quedar de nuevo junto a la mujer.
—¿Malas noticias, tía? —se interesó al ver que el rostro de Anne había perdido aquella
insinuación de buen humor que mostrara unos minutos antes.
—Las peores —volvió a doblar la carta y se la metió en el bolsillo de su falda antes de repetir
—: Las peores.
—No me asuste tía. ¿Alguna desgracia que lamentar?
La anciana la miró altiva durante un instante antes de girar la cara hacia la vidriera que había
abierto la joven.
—Vamos —aquello era una orden en todo regla y Elisabeth se apresuró a obedecer. Por nada
del mundo quería contrariarla más.
Pasearon durante un rato por el jardín sin decir una sola palabra. Elisabeth, deseosa de no
aumentar el malestar de la mujer que andaba a su lado, ocupó el silencio en observar los parterres
plagados de flores de mil colores perfectamente ordenados, los esbeltos árboles alineados a cada
lado del camino, el verdor de la hierba que pisaban en su deambular… Debía reconocer que el
escenario era de una belleza extraordinaria; sin duda, en otras circunstancias podría disfrutar de
aquel entorno con otro talante, pero dadas las circunstancias, no consiguió sentirse emocionada
por lo que contemplaba.
Habían recorrido un buen trecho cuando Lady Anne se paró en seco y, meneando la cabeza,
espetó:
—¡Es una gran falta de respeto que no pienso tolerar!
La joven se llevó la mano al pecho. No tenía conciencia de haber cometido ninguna
infracción, pero con el carácter de su tía no podía estar segura.
—¿Tía?
—No soporto que me den plantón —Elisabeth la miró con los ojos muy abiertos sin entender
de qué hablaba. Una vez hubo dicho eso, engarzó su brazo con el de la joven y siguió andando
—. El capitán Presscott acude a casa cada miércoles a cenar, sin embargo, hoy me ha enviado
una carta excusándose, como si eso fuera de buena educación.
—¿Quién es el capitán Presscott, tía? —era cierto que no era muy correcto eludir una cita una
vez concertada, pero no entendía a qué venía tanto revuelo.
—Lo conociste ayer, niña —la miró con el ceño fruncido—. Era el caballero que me
acompañaba ayer cuando apareciste de aquella desafortunada guisa.
Ella lo recordaba vagamente. Sin embargo, sí recordaba con claridad la sensación de
desagrado que le causó. Secretamente se alegró de no tener que volver a ver a aquel individuo en
los próximos días. De todas maneras, seguía sin entender el enfado, un poco fuera de lugar para
su gusto, que mostraba su tía.
—Como estuvo aquí ayer, es de imaginar que hoy habrá tenido que atender a las obligaciones
que descuidó —razonó Elisabeth, elevando de forma delicada un hombro—. Por otra parte, si
siempre viene a cenar los miércoles, ¿qué hacía anoche en la mansión?
La joven seguía sin entender el interés que mostraba su tía por aquel hombre, y tras la
revelación de que la jornada anterior había cenado allí, todavía menos.
—Sabía que llegabas y quiso hacerme compañía hasta que aparecieras. Es un hombre muy
galante y atento. Por eso no entiendo su actitud de hoy.
***
Mientras tanto, en una de las cantinas del pueblo, a tres millas de donde se llevaba a cabo
aquella conversación entre tía y sobrina, John Presscott volvía a perder tras su última tirada de
los dados, y ya había dejado de contar cuántas iban. Le dio un empujón a la muchacha que se
había sentado sobre sus rodillas y a punto estuvo de tirarla al suelo.
—Vete de aquí, zorra. Desde que has llegado no hago más que perder. Me traes mala suerte.
Ella le dedicó una mirada incrédula y estiró los labios en una sonrisa irónica.
—Sería mejor que te olvidaras del juego si no sabes aceptar los designios del azar —y acto
seguido, dio media vuelta con la barbilla alzada y se acercó a otro hombre sentado a una mesa
contigua delante de una pinta de cerveza.
John la miró con desprecio y escupió en el suelo. En mala hora había decidido no presentarse
en casa de la vieja bruja esa tarde. Aunque bien pensado, tener que sufrirla dos días seguidos era
demasiado para él. Era cierto que desde que la conocía su estatus había mejorado
sustancialmente. Ella le obsequiaba con regalos que era imposible que pudiera conseguir de otra
forma. Pero aguantar sus insinuaciones, su coqueteo constante, obligándolo a él a una galantería
que le asqueaba era excesivo. Echó un vistazo a la bolsa que horas antes estaba cargada de
monedas, y en la que ahora solo quedaban unas pocas, y decidió que ya no quería que su
contenido se redujera más. No estaba dispuesto a volver con ella vacía al destacamento. No al
menos por haberlas dilapidado con los dados. No, si tenía que hacer otro gasto sería entre las
piernas de cualquiera de las mujerzuelas que se paseaban por el local de forma provocativa y que
utilizaban un lenguaje soez para provocar a la clientela.
Se levantó de la mesa de juego, alzando la mano como única despedida y escudriñó con los
ojos alrededor del local en busca de una puta que fuera de su agrado. Había dónde elegir, sin
duda. Por un instante, la imagen de la señoritinga pasada por agua que había llegado la noche
anterior a la mansión le cruzó la mente. Aquella sí que era una jaca que le gustaría montar. Sin
embargo, sabía que era un bomboncito intocable, si no quería caer en desgracia con la vieja que
le pagaba muchos de sus vicios. Haciendo a un lado aquel pensamiento, agarró del brazo a la
mujer que tenía más cerca y la arrastró sin delicadeza alguna hacia las escaleras que llevaban a
los destartalados cuartos destinados a follar.
Nada más traspasar el umbral, la tiró sobre el camastro de sábanas sucias y, mientras con una
mano le levantaba las faldas, con la otra le bajaba el corpiño para liberar los pechos manoseados
por mil manos. En cuanto los tuvo a la vista, ciñó la boca en uno de los pezones y lo mordió con
saña, provocando en la mujer un grito de dolor.
—¡Eh, cariño, no hace falta que me hagas daño! —se quejó ella.
La respuesta fue un bofetón que le dejó los dedos marcados en la mejilla.
—Calla, puta. Yo pago y tengo el derecho de hacer contigo lo que me dé la gana, ¿te enteras?
Sin esperar contestación, volvió a morderla, esta vez en el otro pecho. La mujer se removió
asustada. Conocía tipos como aquel, salvajes y depravados, y temió salir mal parada de aquel
encuentro. A manotazos, John desabrochó los botones de sus calzones y sacó de su encierro su
polla ya dura. Con ella en la mano, golpeó el sexo de la mujer varias veces antes de introducirse
en su cuerpo de una estocada.
—Sí —gimió sin tener en cuenta la mueca angustiada de la mujer.
Sin más, comenzó a moverse con rudeza y sin descanso. Volvió a recordar a la joven que
viera la noche anterior y arremetió con más ahínco. La muchacha que tenía bajo su cuerpo, a
pesar de estar acostumbrada a encuentros violentos, cada vez se sentía más dolorida; no solo la
penetraba como si quisiera romperla, no solo la mordía allí donde caía su boca, además, su mano
cerrada en un puño descargaba sobre su rostro una y otra vez hasta hacerle una brecha en el
pómulo que no tardó en sangrar.
No contento con lo que había hecho, John salió de ella y le dio la vuelta sobre el jergón y sin
miramientos, se hincó en su ano, causándole un dolor indescriptible que se tradujo en un grito
agónico.
S i quería ser justa con la realidad, y por más que la incomodara la idea, aquella
semana que había transcurrido desde su llegada no había sido tan desastrosa como
predecía en un principio. Si bien era cierto que su tía no se había mostrado cariñosa,
ni tan siquiera afable, también lo era que su trato había sido comedido, y en ocasiones, hasta
cordial.
Las reglas y horarios impuestos tampoco es que fueran tan estrictos como le había parecido
en un inicio. Sin duda eran más rigurosos que los que se contemplaban en Blenheim, su hogar,
pero no representaban un sacrificio tan grande como para que ella no pudiera seguirlos. Eso sin
mencionar que cada día disponía de algunos ratos que podía utilizar a su conveniencia. Esos
escasos momentos libres los aprovechaba para leer alguno de los libros de la extensa biblioteca
y, sobre todo, para pasear por los maravillosos jardines de la hacienda, siempre que la
climatología se lo permitiera.
Le gustaba perderse por las inmediaciones de la casa y, en ocasiones, acercarse hasta la linde
de la propiedad que daba paso a la arboleda. En una de esas escapadas, a través de la frondosidad
del bosque adyacente, creyó ver que se movía un cuerpo con rapidez. Pensó que debía de tratarse
de algún tipo de animal, aunque no sabía de ninguno que luciera aquel color ocre deslucido que
le pareció vislumbrar. Sin embargo, no tardó en olvidarlo: una bandada de pájaros la sobrevoló,
llamando su atención con sus gorgojeos. Sí, aquel lugar era muy hermoso. Era una lástima que
también fuera una reclusión para su intrépido y audaz espíritu.
Aquella tarde, al volver de uno de esos paseos, se encontró a su tía ordenando al personal un
sinfín de tareas. Se la veía excitada y más demandante que de costumbre.
—¿Ocurre algo, tía? —preguntó al acercarse a ella que, de pie en medio del enorme hall de
entrada, exigía a la señora Benning que cambiara las flores de uno de los jarrones.
—¡Ah, jovencita, ya has vuelto! —se dirigió a la joven al advertir su presencia—. ¿Qué tal
ha ido tu paseo?
Elisabeth la miró sorprendida al ver la sonrisa que le dedicó.
—Muy bien, tía Anne. Hoy me he acercado al comienzo del bosque. Es precioso e
impresionante.
—Sí, somos muy afortunadas de vivir aquí, ¿no te parece?
—Sin duda —mintió. Por bonito que fuera aquel lugar, ella se moría por volver a su hogar en
Londres o, en su defecto, a Blenheim Palace, la casa familiar—. Se la ve muy atareada, tía.
—Sí, por supuesto que lo estoy. Hoy es miércoles —dijo como si aquello lo explicara todo.
Elisabeth se dio cuenta entonces que esa era la noche en la que el capitán Presscott, ese
hombre que le había causado tan mala impresión, acudiría a cenar.
—Ya entiendo. Hoy viene su invitado.
—Así es. Y quiero que todo esté perfecto para cuando haga su aparición.
En ese momento, Molly, cargada con un enorme y precioso jarrón colmado de fragantes
rosas, apareció a sus espaldas.
—Milady, ¿dónde quiere que ponga esto? —Su voz discreta y la mirada esquiva.
—Allí, en aquella mesita, entre los candelabros de plata —le señaló la anciana con un
ademán nervioso. Luego, dirigiéndose a Elizabeth añadió—: Creo que ya está todo en orden; la
cena está en los fogones y tanto la entrada como el comedor y el salón están listos para nuestra
visita. Es hora de que vayamos a prepararnos nosotras también. Te recomiendo que elijas bien
qué vas a ponerte. La última vez que te vio el capitán no estabas demasiado favorecida, que
digamos. Demuéstrale la gran dama que eres —sugirió recogiéndose el bajo de la falda y
girándose de forma enérgica para dirigirse a la escalera—. No te retrases, jovencita. Si el capitán
es tan puntual como suele, llegará dentro de una hora. Espero que tengas tiempo suficiente para
estar preparada.
—Sin duda, tía. No se inquiete. Dentro de una hora, estaré lista para recibir al capitán. —
Aunque si pudiera elegir, de buen grado rechazaría tal encuentro.
***
Sally se había lucido, como era su costumbre. Elisabeth, moviendo la cabeza a un lado y a
otro delante del espejo, admiró el trabajo que su doncella había hecho con su cabellera rubia.
Sabía que era bonita, todos los caballeros se ocupaban de decírselo en cuanto hablaban con ella,
pero debía reconocer que, con la ayuda de Sally, su belleza resplandecía como el sol en una tarde
de primavera. El vestido elegido también la ayudaba a mostrar su mejor imagen. Si bien no se
había decantado por uno de sus trajes de fiesta porque le parecía excesivo para una cena
informal, el conjunto de cuerpo rosa pálido y falda granate de satén que había escogido le
confería una imagen deliciosa.
A la hora convenida se miró por última vez en el bruñido cristal para cerciorarse de que su
imagen era perfecta. Pulgas, desde su sillón, levantó la cabeza y lanzó un ladrido agudo como
muestra de conformidad. Se acercó a su mascota para besarlo en su pequeña cabecita antes de
cambiar su actitud cariñosa por otra solemne y bajar las escaleras con toda la elegancia que la
caracterizaba.
Una vez en la planta principal se dirigió al saloncito desde donde se filtraban las voces de su
tía y de un hombre que supuso sería el capitán. Tal como intuido, al abrir la puerta entornada se
encontró a Lady Anne sentada en el sofá de estampado arabesco, su preferido, y a un caballero
ataviado con el uniforme de capitán del ejército de Su Majestad dándole la espalda. El rojo de la
chaqueta remarcaba su altura, pero no podía ocultar la vulgaridad de su postura.
—Querida, ya estás aquí —La mujer desvió la mirada ferviente que le dedicaba al capitán
para fijarla en ella—. Pasa, no te quedes ahí. Quiero presentarte como es debido al capitán
Presscott —concluyó volviendo de nuevo sus ojos al hombre que, en ese momento se giraba para
mirarla a ella.
Elisabeth, todavía con la mano apoyada en el pomo de la puerta, tuvo que reprimir la repulsa
que le produjo aquel rostro afinado, de labios estrechos, nariz aguileña y ojos malvados.
Haciendo acopio de todas las enseñanzas de urbanidad que le habían inculcado tanto su
institutriz como su misma madre, impostó una sonrisa, que le costó horrores mantener, e hizo
una ligera inclinación de cabeza. El hombre, dio unos pasos en su dirección e imitó el gesto. La
joven no tuvo más remedio que ofrecerle su mano y permitir que el capitán posara sus labios
viscosos sobre el dorso. La sensación desagradable que le produjo el contacto estuvo a punto de
echar al traste la falsa fachada que había creado para el encuentro.
—Capitán, esta es Elisabeth, hija de mi sobrina Caroline, duquesa de Marlborough. Ha
venido a pasar una temporada en estas tierras para despejarse del agobiante ambiente de Londres.
—No hace falta que lo moleste, tía —dijo ocultando lo mejor que pudo la inexplicable
aversión que sentía por ese hombre—. Podemos dar el paseo a caballo las dos solas en cualquier
momento que le apetezca, tía. Estoy segura de que el capitán debe tener muchas obligaciones que
atender como para dedicarnos tanto tiempo a nosotras.
Al escuchar aquello, el hombre sonrió ladino. Se le ocurrían algunas ideas sobre cómo perder
el tiempo con esa cachorrilla de sangre azul.
—No sería molestia y sí un placer, Milady. Pasear junto a unas bellas damas siempre lo es.
Elisabeth advirtió como los párpados de su tía se entrecerraban y un gesto bobalicón florecía
en sus labios. Sin embargo, en cuanto Presscott volvió su atención a ella, todo aquel despliegue
de admiración se diluyó como azucarillo en el té. Lady Anne sabía cómo disimular sus anhelos.
Durante la espera previa a la cena, la joven aprovechó que sus acompañantes comentaban
banalidades entre sí para observarlos con disimulo. Le llamó la atención el vestido elegido por su
tía, uno de color crema con adornos azul marino, a todas luces inadecuado para la edad y clase
social que ostentaba. Las caídas de ojos y las risitas casi adolescentes que se le escapaban por
cualquier comentario de aquel caballero, por supuesto, también estaban fuera de lugar. También
estudió la conducta del capitán, quien claramente estaba desempeñando un papel. Una mascarada
ruin y rastrera representada íntegramente para complacer a la anciana. A Elisabeth no le costó
adivinar que se sabía admirado por ella, circunstancia que él aprovechaba sin miramientos, si se
atenía a algunos detalles destacables: Sin ir más lejos, el anillo de oro con un gran zafiro en el
centro que llevaba en el anular izquierdo era una joya demasiado cara para un soldado, a menos
que proviniera de buena familia. Y él distaba de tener el aspecto de pertenecer a alguna. El
broche que prendía de su pañuelo, en exceso vulgar según su parecer, estaba fuera del alcance de
la economía de cualquier capitán, así que era difícil que él se lo pudiera costear. Y no eran los
únicos objetos que parecían fuera de lugar en su persona, había muchos más. A cada pieza de
valor que detectaba, a Elisabeth le iba quedando más claro que aquel sujeto se estaba
aprovechando del apego, por no llamarlo enamoramiento, que sentía su tía hacia él.
—Lady Elisabeth —llamó su atención el capitán—, está usted muy callada —afirmó,
dejando en evidencia su falta de tacto al señalar tal hecho.
—No tengo nada interesante que aportar a su conversación, así que me he limitado a
escucharlos con atención.
—¡Qué considerada! —exclamó su tía procurando ocultar su irritación porque Presscott
hubiera distraído su interés por ella a causa de la joven.
En cuestión de segundos, el ambiente en la sala se había tensado de forma notable. Por
fortuna, la llegada del señor Monroe, el mayordomo lo distendió.
—Señoría, la cena está servida.
***
La cena trascurrió sin más interés que la charla continua y agobiante de Lady Anne, a duras
penas dirigida a su sobrina, centrada como estaba en el capitán Presscott. Él fingía atención a
todo cuanto decía la anciana, sin embargo, Elisabeth lo había descubierto en más de una ocasión
con un ademán asqueado cuando creía que ninguna de las dos lo miraba. Así mismo, había
percibido la lujuria en sus ojos cuando los dirigía a ella, provocándole un rechazo instantáneo.
A lo largo de la velada se planteó una y otra vez la posibilidad de que su tía fuera tan ciega
como para no ver que aquel tipo solo buscaba en ella su dinero y sus contactos. Por ese motivo
barajó la idea de ser la encargada de abrirle los ojos. La rechazó con rapidez; no podía arriesgar
la precaria relación que la unía a su tía abuela remarcándole su ingenuidad. Al fin y al cabo, no
era asunto suyo. No obstante, sentía una curiosidad insana por averiguar si sus sospechas eran
acertadas o no.
—Ese anillo que luce en el anular es de una gran belleza, capitán. Debe haberle costado una
fortuna —lisonjeó dejando de lado las rígidas reglas sociales que impedían a las damas tratar
sobre temas financieros.
Su tía le lanzó una mirada reprobatoria, aunque con tintes avergonzados, que dejó a las claras
que la intuición que tenía era acertada.
—Sí —aceptó el hombre muy ufano admirando la pieza—, es muy hermoso. En cuanto a su
precio, debo reconocer que lo desconozco por tratarse de un regalo.
Lady Anne enrojeció hasta la raíz del pelo cuando Presscott dedicó una inclinación de cabeza
en su dirección, dejando con ello al descubierto que había sido ella la persona que se lo había
dado. Elisabeth enarcó una ceja a la vez que disimulaba una sonrisa irónica.
—Debe de tener grandes amigos.
—Sin duda. Los mejores —y repitió el gesto que hiciera un segundo antes mirando con
fingido agrado a Lady Anne.
En ese instante, el reloj que presidía la chimenea marcó las once de la noche. Como si esa
fuera la señal para abandonar el lugar, el capitán se puso en pie de forma acelerada.
—Señoras, debo marchar ya —anunció atusándose la levita roja del uniforme—. Por más que
la compañía no podría ser más grata, estoy obligado a llegar al cuartel antes de medianoche.
—¿Ya? —la voz de la anciana sonó decepcionada e infantil—. Sería muy agradable que
consiguiera un pase la próxima vez.
—Eso va a ser harto difícil, Milady, ya se lo he comentado en alguna ocasión. Las normas
del regimiento son muy severas y no permiten pasar la noche fuera –mintió como un bellaco.
Para él era ya casi una costumbre hacerlo.
Mientras Lady Anne mostraba un semblante acongojado ante la marcha del capitán,
Elisabeth no podía estar más contenta. Estaba deseando dejar de ver a ese hombre, de respirar el
mismo aire que él, de escuchar su monótona y siniestra voz… No obstante, todavía le quedaba
un trago amargo que pasar puesto que estaba obligada a despedirse de él, y eso significaba que
sus nauseabundos labios volverían a estar en contacto con la piel de su mano.
Lady Russell tiró de una banda de terciopelo granate rematada con una borla dorada y al
segundo el señor Monroe apareció por la puerta.
—¿Milady? —preguntó haciendo una reverencia.
—Haga que preparen el caballo del capitán.
—En seguida, su señoría.
Minutos más tarde, su tía y ella se quedaban solas en la sala; una con un gran alivio, la otra
con pesar.
—Ha sido muy mal educado por tu parte preguntarle al capitán por su anillo, Elisabeth —la
reprendió con severidad mientras dedicaba su atención a alisarse la tela de la falda, sin mirarla
siquiera.
—Discúlpeme tía. Me pareció una joya muy llamativa y no pude reprimirme.
—Con razón dice tu padre que eres muy impulsiva —la reacción airada de su tía estaba fuera
de lugar, cosa que terminó de disipar cualquier duda que Elisabeth pudiera albergar sobre la
procedencia del regalo.
—Él no ha parecido molestarse.
—Porque es un caballero.
A Elisabeth casi le da un ataque de risa al escuchar aquel apelativo referido a Prescott, pero
dado el temperamento que mostraba su tía en ese momento, le pareció más prudente evitarlo. De
todas formas, a ella no es que le importara demasiado las excentricidades de aquella mujer. Le
molestaba, eso sí, que aquel individuo de dudosa reputación se aprovechara de ella, una miembro
destacable de su ilustre familia. Fue por eso por lo que no pudo reprimir su siguiente comentario.
—No me lo ha parecido tanto cuando no se ha molestado en ocultar que el regalo provenía de
usted.
—¡Elisabeth! —a Anne casi le da un soponcio al verse descubierta.
—Tía —la retó con la mirada. No obstante, pronto se arrepintió y cambió el tono de la voz—.
Se nos ha hecho un poco tarde. Creo que ambas estamos cansadas y necesitamos reposar. Buenas
noches. —Y dicho eso, hizo una venia y se giró dispuesta a abandonar el salón.
—Tu desfachatez no tiene límites, jovencita. Esto no va a quedar así —amenazó la mujer a
su espalda.
—Como usted mande, tía —dijo ella hablando por encima de su hombro—. Buenas noches
—repitió antes de abandonar la sala.
Capítulo 4
M uy a su pesar, en los tres días siguientes, durante los cuales la lluvia no cesó
ni un instante, Elisabeth comenzó una batalla interna. De un lado contemplaba
la conveniencia de callar aquello que pensaba y por otro se sentía en la
obligación de poner sobre aviso a su tía acerca de los motivos ocultos que sospechaba movían al
capitán para con ella. El aburrimiento tuvo mucho que ver con ello, cabe decir. Ante la
imposibilidad de salir a pasear durante los ratos libres que le dejaban sus obligaciones, ocupó su
tiempo en hallar la manera idónea de hablar con la anciana sobre el tema sin que ésta se sintiera
ofendida. Hacerlo era un riesgo que, sin duda, podría poner a su tía en su contra y a saber cómo
se lo haría pagar.
La segunda mañana, mientras Sally la ayudaba a acicalarse, entró Molly a arreglar la
estancia, tal y como solía hacer a diario. Elisabeth lo meditó durante un instante, pero la parte
curiosa y atrevida de su carácter le ganó la partida a la prudencia. Al fin y al cabo, esa chica le
caía bien y estaba segura de que sería discreta.
—Molly —la llamó dándose la vuelta en la banqueta donde estaba sentada frente al espejo—,
¿cuánto tiempo llevas aquí?
—En diciembre hará tres años, Milady.
—¿Tres años? —abrió los ojos presa de la sorpresa—. ¡Pero si eres una niña!
—Tengo diecisiete años, señorita, edad suficiente para trabajar.
—Pero entonces… tenías catorce.
—Por aquel entonces yo ya estaba preparada para emplearme a las órdenes de un amo,
señorita. Fui muy afortunada de que Su Señoría me aceptara y poder entrar al servicio de Stuart
Castle. Sobre todo teniendo en cuenta que soy escocesa y no hay muchos ingleses que nos
quieran contratar.
—Y eso… ¿a qué se debe?
La muchacha se removió inquieta. Su madre, antes de dejarla marchar, le había advertido que
era mejor no hablar de la rivalidad existente entre las dos naciones, ni de nada que pudiera hacer
suponer que albergaba algún resentimiento hacia los que habían aniquilado su forma de vida. Por
otro lado, no podía dejar la pregunta sin respuesta y lo sabía.
—Después de la batalla que se libró en Culloden, nuestra gente no goza de grandes simpatías
entre los ingleses, señorita —contestó con un hilo de voz, temerosa de que aquella revelación
pusiera a la dama en su contra.
—Nunca entenderé el interés desmedido de los hombres por poseer las tierras ajenas —se
volvió de nuevo hacia el espejo y dejó que Sally, más seria que de costumbre, siguiera
atusándole el cabello.
Las dos doncellas, ignorantes de lo que pensaba la otra, llegaron a la misma conclusión:
Aquel comentario solo podía provenir de una mujer que lo tenía todo desde la cuna, con una vida
despreocupada y desconocedora de la dureza de la realidad de la gente sencilla.
—Prefiero hablar de temas más importantes que de los juegos que organizan los hombres
para divertirse.
Las muchachas no pudieron reprimir su estupor ante la mención tan frívola de lo que
representaba una guerra, coste de vidas humanas incluido y se miraron furtivamente con
complicidad.
—¿Y de qué desea hablar, Milady?
—Me preguntaba si tú sabrías desde cuándo visita el capitán a mi tía y si tienes información
de cómo se conocieron.
—Que yo tenga conocimiento, señorita, Milady y el capitán coincidieron en una reunión en
la mansión de Lord Bruce —si Elisabeth hubiera estado atenta, habría descubierto el rechazo de
Molly al nombrar al caballero— de eso hace ya algo más de un año. Desde entonces son
prácticamente inseparables. El señor Presscott suele venir todas las semanas a cenar y nunca falta
si Milady ofrece alguna recepción.
—Vaya —eso se ponía interesante: no sólo averiguaba que el capitán llevaba bastante tiempo
engatusando a su pariente, sino que acababa de averiguar que existía algo parecido a la vida
social en aquellas tierras perdidas de la mano de Dios—. ¿En casa de Lord Bruce?
—Sí, señorita —dijo Molly sin entender el repentino interés que mostraba Elisabeth.
—Creo que vas a tener que explicarme muchas cosas sobre la vida que hay por aquí. ¡Ay,
Sally! Ten más cuidado, me acabas de clavar una horquilla.
—Lo lamento, Milady —se excusó la joven sin sentirlo en realidad.
—No la entiendo —habló a la vez la doncella de su tía—. ¿Qué quiere decir con «la vida que
hay aquí»?
Con el paso de los días y más lentamente de lo que hubiera deseado, los sonidos de los
soldados en busca de supervivientes se fueron diseminando. Para entonces, él había perdido ya la
cuenta de las horas, días, semanas e, incluso meses (pues tal era lo que le parecía haber
permanecido en aquella tumba autoimpuesta). La herida de su costado hacía mucho que no
sangraba, pero se había convertido en una masa oscura, maloliente y horrible.
Una mañana, su paciencia llegó al límite. No podía continuar en aquel agujero, enterrado en
vida y sin hacer nada. Si tenía que enfrentarse a la muerte, lo haría, pero no escondido como un
ratón asustado. De un manotazo desplazó la vegetación que le habían servido de camuflaje,
preparado para recibir un balazo en el pecho si era preciso. Lo que encontró al otro lado no fue
un mosquete apuntando en su dirección, ni un grupo de casacas rojas esperando para arrestarlo;
lo que vio fue un cielo despejado y luminoso que le arañó las retinas, el bosque acogedor dándole
la bienvenida y un conejo mirándolo asustado.
—Vas a tener suerte, conejito, hoy no te voy a cazar —la voz áspera y casi irreconocible
salía de sus labios por primera vez desde que estalló la batalla—. Pero si sigues por aquí dentro
de unos días…
Era un buen reparto: el párroco fingiendo una beatitud que desmentía cuando bebía y pasaba
la borrachera maltratando a su pobre esposa; el alcalde del pueblo con sus aires de caballero,
cuando mantenía en su casa a un par de mozalbetes para su atención personal; el viejo médico,
que se las daba de erudito y en realidad no era más que un matasanos… Y luego estaba esa
damisela recién llegada de la ciudad. Se le notaba a simple vista que era una muchacha
acostumbrada a todos los lujos que el dinero pudiera comprar. Una señorita que se creía superior
al resto por el hecho de venir de Londres. Alguien que tenía por costumbre salirse siempre con la
suya… De buena gana la arrastraría a la vida que él llevaba, aunque solo fuera durante una
temporada, para que supiera qué era la realidad. La única dosis de humildad que había observado
en ella fue el mismo día de su llegada, con aquellos andares renqueantes por culpa del peso de la
falda mojada mientras mantenía aferrada a sus brazos esa rata que ella llamaba perro… De todas
formas, y aun a pesar de las condiciones lamentables que presentaba en aquellas circunstancias,
con la lluvia cayendo a plomo sobre ella, Neil tenía que reconocer que, a pesar de su lamentable
estado, en ningún momento había perdido su porte distinguido, con la barbilla alzada y la espalda
recta. Aquel desapacible día, en el que no esperaba encontrarse a nadie en el camino, lo
sorprendió toparse con una muchacha ricamente vestida (aunque su ropa estuviera echada a
perder por culpa de la tormenta) andando con dificultad y a la vez, con decisión. En aquella
ocasión no tuvo la oportunidad de verle el rostro, sin embargo, por lo poco que pudo distinguir,
le pareció bastante bonita. Ahora que tenía mejor perspectiva, a pesar de los más de cien metros
que los separaran y de la espesura de la vegetación, podía constatar que así era.
No era la primera vez que la veía con claridad. Sin contar aquella primera vez, la había
vislumbrado a través de las hojas de los árboles en varias ocasiones y en todas ellas se había
mantenido fiel a su primera impresión: era preciosa, altiva, frívola y malcriada.
Se le partió el corazón al ver cómo su hermana pequeña, Leslie, se acercaba a aquella joven
en un intento por arrancarle unas migajas de su atención.
«Debería saber que ella es tan hermosa o más que esa recién llegada y, sin duda, más
inteligente y menos caprichosa».
Recapacitó durante unos segundos lo que acababa de pensar y cayó en la cuenta de que lo
que le ocurría a la benjamina de la familia: simple y llanamente, necesitaba entablar amistad con
alguien de una edad semejante a la suya. Y debía reconocer que no era que abundasen mujeres de
esas características precisamente en aquel lugar. De todas formas, una cosa era que lo entendiera
y otra que le gustara su comportamiento sumiso y reverente. Si su instinto no lo engañaba, esa
muchacha podía representar una muy mala influencia para su hermana. Y sus corazonadas
raramente erraban.
Desvió la vista hasta su madre y alcanzó a escucharla invitando al reverendo a una cena en la
casa familiar a la que asistirían Lady Anne y su sobrina dos sábados más tarde. Se le revolvieron
las tripas. Si bien le constaba que no era la primera vez que aquello ocurría, saber que las
estancias en las que había crecido se llenarían de ingleses lo asqueó.
Uno a uno, los feligreses fueron despejando el espacio que quedaba frente a la iglesia. Los
que habían acudido en calesas se subían con toda su altivez a ellas. Los que lo habían hecho a
caballo, espoleaban a su animal hasta hacerlo levantar el barro del camino. Los humildes, los que
habían aparecido andando por los senderos que daban a sus granjas, retomaban la vuelta de la
misma manera ante la atenta mirada de Neil.
Permaneció en su escondite hasta que no quedó rastro de ninguno de los presentes. Solo
entonces reptó hacia atrás durante un trecho, hasta alcanzar la reconfortante frondosidad del
bosque. Allí, recuperó la verticalidad, dispuesto a regresar a su guarida.
CAPÍTULO 6
E l último cuarto de hora que había pasado en aquel pueblo era difícil de describir
sin avergonzarse. Tras la grata noticia de que se celebraría una cena de gala dos
semanas más tarde, su tía, sin mucha discreción, se había vuelto a separar del grupo
de señoras para acercarse hasta el capitán. Allí, de forma bochornosa, se había comportado como
una debutante delante del candidato más apetecible. Sus sonoras risas, acompañadas de gestos y
toqueteos inapropiados había despertado la curiosidad de todo el mundo, incluso de aquellos que
habían ocupado las últimas filas. Ella había intentado desviar la atención de las damas que tenía a
su alrededor utilizando su vida en Londres como excusa, narrándoles bailes y otros tipos de
distracciones propias de la gran urbe. Aquella artimaña había causado su efecto, por suerte,
aunque no sabía hasta qué punto.
Fueron las primeras en subirse a su transporte y lo hicieron con toda la ceremoniosidad que
se esperaba de ellas. Se despidieron de los presentes con una inclinación apenas visible de cabeza
antes de que el cochero arreara a los caballos.
Elisabeth se propuso no tocar el tema de la actitud de su tía para con el capitán. La vez que
intentó abordarlo, la dama había saltado de forma violenta a la defensiva y prefería no volver a
provocar ese tipo de reacción en la mujer que le daba cobijo. Así que la mitad del camino hasta
la mansión, lo dedicó a interesarse por los detalles de aquella cena que la sacarían de la
monotonía de su vida en las Highlands. Lo quería saber todo acerca de los anfitriones y de los
posibles invitados. Fue entonces cuando Lady Anne hizo un comentario que echó por tierra su
determinación.
—Los Bruce son una familia bien posicionada en estas tierras —comenzó a la vez que
estiraba el borde de uno de sus guantes para colocárselo mejor—. Han conservado sus
pertenencias, sin tener en cuenta que son escoceses, porque fueron leales a la legítima corona. En
cuanto a los invitados, estoy inclinada a pensar que asistirán algunos mandos del ejército que se
ocupa de mantener el orden y persigue a los pocos traidores que quedan. Con un poco de suerte,
encontraré alguno que sea del agrado de tu padre con el que puedas desposarte. Muchos ya
tienen esposa, pero todavía queda algún soltero nada desdeñable.
La sangre de Elisabeth entró en ebullición. Bastante la enfadaba ya que su progenitor tuviera
ese pensamiento en mente estando en Londres, donde había muchos más hombres entre los que
elegir, como para que su tía se propusiera una tarea semejante. Sería ella y solo ella la que
escogiera con quién contraer matrimonio. No en vano, era ella la que tendría que pasar el resto de
su vida con el elegido. Si se equivocaba, quería ser la responsable de su propio error y no pasarse
la vida lamentándose de vivir con un marido impuesto. Esperaba que, por lo menos, los primeros
tiempos como mujer casada fueran lo más felices posible. Si después las cosas se torcían… Ya le
habían hablado sobre lo que sucedía tras años de matrimonio: infidelidades, aburrimiento,
discusiones… Incluso si el amor había sido el impulsor de esa unión. Pero si ni siquiera existía
tal afecto en la primera etapa, la vida marital podía llegar a ser muy desagradable.
—¿Cómo el capitán Prescott, por ejemplo? —Replicó en un arranque de rabia.
Lady Anne se giró en el asiento hacia ella como impelida por un resorte. En sus ojos
habitaban una cólera y una furia muy poco elegantes.
—¡John no necesita ninguna esposa!
—¿Por qué no, tía Anne? —La retó, adoptando una pose altiva.
La anciana enmudeció durante unos segundos, tiempo que aprovechó para taladrar a su
sobrina con la mirada. Cuando habló de nuevo, lo hizo con una contundencia impropia de una
mujer de su edad.
—Porque lo digo yo y eso es suficiente —Elisabeth luchó por mantenerse callada. De verdad
que lo hizo. Pero sus esfuerzos saltaron por los aires cuando su compañera de carruaje añadió—:
Tú nunca podrías estar a su altura.
—No sé si estaría a su altura o no, pero le puedo asegurar que nunca permitiría que se
aprovechara de mí como lo hace de usted —espetó apretando los puños—. Está ciega si no ve
que solo revolotea a su alrededor pensando en el beneficio que puede sacar. De momento no
tengo conocimiento más que las de joyas que le ha regalado, sin embargo, daría mi mano derecha
a que hay mucho más.
No lo vio venir. Como un rayo rasgando el cielo, la mano de la mujer atravesó el espacio que
las separaba e impactó con una fuerza inusitada en su mejilla. Elisabeth quedó conmocionada,
acariciando la zona del golpe, que dolía horrores, aunque menos que su orgullo. A lo largo de su
vida no recordaba que nadie la hubiera abofeteado. Su padre era más partidario de los castigos,
extremos muchas veces, que de la violencia. Aquel maltrato no era ya tanto físico, también se
trataba de un duro palo a su dignidad.
—Jamás vuelvas a hablarme de esa manera, ¿me oyes? No te inmiscuyas en mis asuntos o te
arrepentirás.
***
En el transcurso de los días que siguieron, la comunicación entre las dos mujeres fue
inexistente. Durante las comidas, que compartían a fin de no crear habladurías entre el servicio,
se mantenían cada una en un extremo de la mesa, sin conversar y sin siquiera dedicarse una
mirada. El resto de la jornada, cada una se ocupaba de sus cosas y trataban de no coincidir en
estancia alguna, cosa nada difícil pues ambas conocían la rutina de la otra. Incluso la costumbre
que habían impuesto por las noches, tras la cena, en la que la joven leía en voz alta para distraer a
la dueña de la casa se había perdido.
Las únicas distracciones de Elisabeth en esos días fueron los trabajos que le habían asignado,
de entre los cuales la contabilidad era su favorito y de sus ratos con las dos doncellas que se
ocupaban a diario de ella: Sally y Molly
Sin embargo, el miércoles, conocedora de la indeseable visita que tendría que soportar,
resolvió que necesitaba desahogarse durante un rato, y si para conseguirlo tenía que acabar con
aquella batalla de voluntades dando su brazo a torcer, lo haría. Además, intuyó que sería
demasiado violento mantener esa actitud de enfrentamiento con su tía estando delante el capitán.
Ya solo faltaba que la anciana se aviniera a concederle el favor que pretendía pedirle.
La encontró en la biblioteca, tras la gran mesa de caoba que utilizaba como despacho. Sobre
ella, los libros de cuentas que Elisabeth había repasado horas antes.
—Tía, ¿puedo hablar con usted?
—Si vienes a disculparte, desde luego.
De buena gana hubiera dado media vuelta y dejarla con las ganas de escuchar esas palabras
que deseaba oír. Pero sabía que necesitaba del consentimiento de su tía para lo que tenía
pensado, así que, tragándose su orgullo, cerró los ojos por espacio de un par de segundos y los
volvió a abrir impostando una sonrisa.
—Lamento lo que le dije. No debí hablarle de esa manera, lo reconozco —se estaba
humillando, sí, pero no sería sin dar una pequeña estocada que incomodara asimismo a su
interlocutora—. En especial porque es usted mi tía y, además, peina canas, dos circunstancias
que debería haber tenido en cuenta antes de abrir la boca.
Elisabeth notó cómo la mujer acusaba el golpe y cómo fruncía los labios en consecuencia; no
obstante, Anne no iba a permitir que supiera cuánto la había molestado con sus palabras, así que
ladeó la cabeza dando por buena la disculpa.
Llegados a ese punto, la joven no sabía cómo abordar su petición. En un acto nervioso, se
ahuecó la falda primero y la alisó con las manos después, mientras sus piernas se movían
inquietas sin su permiso.
—¿Hay algo más que quieras decirme, jovencita? —La pregunta era un simple formalismo
porque la actitud ansiosa de Elisabeth la había delatado.
—Bueno, tía —se retorció las manos. Realmente deseaba que le concediera lo que iba a
solicitarle—, en realidad, sí.
—Entonces, dilo de una vez y no te quedes ahí parada como un pasmarote.
—Me gustaría saber si me permitiría salir a montar. Hoy hace un día muy agradable,
comparado a los anteriores y me apetece hacer un poco de ejercicio.
—¿Tú sola?
—Ya sé que me dijo que lo haríamos juntas, y lo haremos, sin duda. Pero hoy está usted
ocupada, yo, sin embargo, he terminado mis tareas y siento que el campo me llama a gritos.
—No conoces el lugar.
—Le prometo que no me alejaré mucho. —Tenía que convencerla como fuera—. En todo
momento tendré el edificio a la vista, si eso la tranquiliza, tía.
Lady Anne la escrutó de arriba abajo durante un tiempo que se le hizo interminable, sin
permitir en ningún momento que las emociones se reflejaran en su rostro. Solo cuando estuvo
segura de que había conseguido alterarla lo suficiente, se decidió a hablar:
—Está bien —accedió al fin—. Ordenaré que ensillen a Preciosa. Es una jaca tranquila que,
además, conoce perfectamente el camino de vuelta a casa, por si fuera necesario —reseñó con un
tono irónico, devolviéndole la puya que le había lanzado ella unos minutos antes.
Henchida de contento, se despidió de la dama con una reverencia y una mirada sardónica.
Aquella amargada le había dado permiso para cabalgar, eso era lo importante; que en el proceso
había insinuado que era torpe y que podía perderse, era lo de menos.
Subió los escalones con rapidez, deseosa de cambiar su indumentaria por otra más acorde
con lo que iba a hacer. Entró en su dormitorio como un vendaval, con los ojos iluminados de
ilusión y la sonrisa vistiendo su rostro.
—Sally —llamó a su doncella, quien en ese instante pasaba los cordones por los ojales de
uno de los corsés de Elisabeth—, ¿dónde tengo mi traje de montar?
—¿Va a montar, señorita? —Se sorprendió tanto que dejó a un lado lo que estaba haciendo.
—Sí. Le he pedido autorización a la cacatúa de mi tía y me la ha concedido —soltó con
ironía a la vez que empezaba a desabrocharse los puños del vestido.
—No debería hablar así de ella —la amonestó la muchacha mientras sacaba de un arcón la
falda del conjunto que le había pedido—. Es una mujer mayor, es su tía… y lo que es peor, las
paredes tienen oídos —enumeró mirándola a través del espejo.
Elisabeth bufó con fastidio. Su doncella tenía razón; debía andar con cuidado si pretendía que
la calma tensa en la que se había convertido su vida en Stuart Castle continuara igual y no se
convirtiera en algo mucho peor. Se olvidó rápido del asunto porque lo que le interesaba en ese
instante, en realidad, era poder sentir el viento acariciando sus mejillas, por más frío que éste
pudiera estar.
Veinte minutos más tarde aparecía en la cuadra luciendo una falda de franela beige, una
camisa de impoluto blanco, chaqueta corta tan negra como el sombrero, y un elegante pañuelo
rojo anudado al cuello. Nada más entrar, reconoció el penetrante olor a caballo y heno que salía
de los establos, así como los relinchos ansiosos de alguno de los equinos. Por el pasillo central
apareció de repente saliendo de uno de los boxes, un chiquillo, apenas algo mayor que un niño,
tirando de las riendas de una yegua que daba sentido a su nombre, porque realmente era una
preciosidad. Emocionada, se acercó para acariciarla y dejar que la oliera antes de subir a su lomo.
Fue entonces que advirtió el tipo de silla con que la habían equipado.
—¿Qué es eso, muchacho? —preguntó señalando la montura con su fusta, arrugando la nariz.
—Una silla, Milady —el jovenzuelo, rojo como la grana, no sabía si aquello se trataba de
algún tipo de prueba.
—Eso ya lo veo. —Lo miró con severidad—. Ahora mismo la estás retirando y le pones una
silla de verdad —espetó mientras hacía restallar el vergajo en el aire.
—Pero Milady, esta lo es —dijo el muchacho acobardado.
Sintió un deseo fervoroso de lanzarse al galope en cuanto el frescor de la tarde le rozó la piel,
sin embargo, tuvo la fuerza de voluntad de contenerse hasta que perdió de vista la silueta de la
mansión. En ese instante, sin tener en cuenta las recomendaciones que le había hecho su tía,
espoleó a la yegua, que se lanzó a una carrera desaforada por el estrecho camino bordeado por el
bosque.
La joven, amazona experta, esquivaba las ramas de los árboles sin dificultad y localizaba con
rapidez la mejor senda para no ralentizar su marcha. Su deseo de libertad era tan enorme que no
le importaba el camino que seguía; su único afán era correr más deprisa, más yardas, más ágil…
Se detuvo al llegar a un campo delimitado por una lengua de arena que llegaba hasta el mar.
Con la misma agilidad con la que había montado, se bajó de la jaca, la amarró a un arbusto y
anduvo unos pasos hasta llegar al lugar exacto que separaba el verdor de la hierba de la ocre y
húmeda arena. Cerró los ojos y llenó los pulmones del inconfundible aroma salado que
desprendía la gran masa de agua que tenía delante, disfrutando de las sensaciones que le
inundaban los sentidos, creyéndose libre por primera vez desde que pisara Escocia.
CAPÍTULO 7
C uando despegó los párpados, sus ojos se centraron en la inmensa masa de agua
que se mostraba ante sus dorados ojos con su vaivén incesante. La densa arena la
separaba del salado elemento. Ni una barcaza a la vista, solo el mar y ella en
aquella fría, pero apacible tarde. Recorrió con la mirada la inmensa lengua de silicio que llegaba
hasta el océano y, de repente, lo vio. Aproximadamente a ciento cincuenta yardas, un hombre
sentado frente a la marea, vestido con lo que parecían harapos, remendaba una red hecha de
pedazos de otras muchas. Como si la hubiera intuido, el individuo se giró. No la localizó de
buenas a primeras, pero no tardó en hacerlo. Por la ropa que llevaba, Elisabeth tuvo el pálpito de
que la sombra que había vislumbrado en varias ocasiones en el bosque pertenecía a aquel tipo.
Por unos segundos, Neil se mantuvo sentado, con las manos ocupadas en su tarea, pero con
su atención fija en la muchacha. Ella tampoco pudo desprender la mirada de él durante todo el
tiempo que Neil la observaba. Sin previo aviso, él dejó caer de entre sus dedos el sedal y de un
salto se puso en pie.
Elisabeth se llevó la mano al pecho por la impresión. Aquel gigantón, con barba abundante,
cabello encrespado y postura intimidante avanzó un paso en su dirección. La inmovilidad inicial
de la chica dio paso a una loca carrera hasta la yegua, que por suerte estaba a escasos pasos de
ella, saltó sobre su grupa y la espoleó. Cuando se creyó a salvo, miró por encima de su hombro,
tratando de discernir cuánta distancia la separaba de aquel ser con apariencia temible. Logró ver
su silueta justo donde se acababa la playa, con los ojos fijos en su huida. Si le hubieran
preguntado, habría jurado que una sonrisa burlona asomaba por entre el laberinto de su barba;
por suerte, nadie la interrogaría sobre ese desagradable encuentro porque no pensaba a hablar a
nadie sobre él. Además, de hacerlo, tía Anne sabría que la había desobedecido y le prohibiría
volver a montar. Y si de algo no quería prescindir una vez retomado el hábito era de sentir la
fuerza y vigor de un caballo entre sus piernas.
***
El corazón de Elizabeth trotaba en su pecho al mismo ritmo que imprimía en la carrera de
yegua y que no aminoró hasta llegar a las caballerizas. El encuentro fortuito con aquel
zarrapastroso en la playa la había alterado mucho. No era exactamente miedo lo que había
sentido al verlo avanzar en su dirección; era más bien recelo, como si algo en sus movimientos la
advirtiera que en el futuro tendría una influencia determinante en su vida. Sin duda había sido
producto de su imaginación debido no solo a la sorpresa, sino al convencimiento de que sus
caminos ya se habían cruzado con anterioridad y de que, en esas ocasiones, él había permanecido
oculto por alguna razón que ella no alcanzaba a comprender. Si pretendía robarle, ¿por qué
siempre se mantenía en la distancia? Si lo que buscaba era una limosna, comida o ayuda de algún
tipo, ¿por qué nunca se había manifestado en tal sentido?
Con esas ideas enredando en su cerebro, entró en el establo, desmontó y le cedió las riendas
al muchacho que la había atendido antes, que las esperaba con la mano extendida. Elisabeth ni
siquiera le dio las gracias. Sin embargo, no fue por altivez o prepotencia; se trató de un mero
descuido porque tenía la cabeza en otro sitio: la playa desierta donde la había llevado su osadía.
Los pasos que la separaban de la mansión de poco le sirvieron para calmarse. Era ridícula su
reacción, al fin y al cabo, se trataba de un mendigo, de alguien sin importancia. Insuflando una
gran cantidad de aire, entró en el gran recibidor dispuesta a borrar de un plumazo la imagen de
aquel hombre… Y a punto estuvo de conseguirlo.
Al pasar frente a la salita donde su tía abuela solía recibir al capitán, comprobó que la puerta
estaba entornada. Asomó la cabeza por el hueco y se encontró con Anne depositando un ramo de
flores en un hermoso jarrón. La mujer, alertada por el sonido de las faldas de Elisabeth al chocar
contra la puerta, dirigió allí la mirada.
—¿Ya has vuelto? —Se volvió a concentrar en su tarea, aunque no había podido evitar que
su voz sonara sorprendida—. Muy corto paseo es el que has hecho, jovencita.
—No deseaba llegar tarde al compromiso de esta noche, tía.
—Me agrada saberlo. Ese debe ser el motivo por el que pareces alterada, supongo.
La joven había creído controlar su inquietud; al parecer no había sido así.
Con una inclinación mutua, se despidieron hasta volverse a encontrar más tarde. La joven
cerró la puerta y se lanzó a las escaleras casi a la carrera. Aprovechó el corto trayecto para
meditar cuán diferentes eran los puntos de vista de Lady Russell y el suyo propio, aun
descendiendo de la misma familia. Mientras una veía en el capitán todas las bondades que se le
podían atribuir a un hombre, la otra lo despreciaba hasta la náusea. Volvió a sopesar la
posibilidad de hablar con su anciana tía sobre sus sospechas, pero habiéndola oído un minuto
antes, se dio cuenta de que era una batalla perdida… por el momento.
Abrió la puerta de su habitación con ímpetu y halló a Sally cepillando con paciencia y maña
el vestido que había llevado ella esa misma mañana.
Como hija de una de las más prestigiosas familias de Inglaterra, Elisabeth había disfrutado
toda su vida de una existencia plácida, llena de caprichos y manías. Una de estas últimas era que
le resultaba imposible utilizar dos días seguidos el mismo vestido, pasara lo que pasase. Solo en
una ocasión había ocurrido semejante eventualidad y fue escasamente dos semanas antes, cuando
viajó desde Londres. En una de las paradas para pernoctar, el baúl que contenía sus ropas se
había quedado en el carruaje y se vio obligada a utilizar la misma vestimenta que el día anterior.
Casi sufre una crisis de nervios por aquel hecho. Por suerte, Sally la calmó dedicándole más
tiempo del habitual a cepillarlo y adecentarlo.
—Ah, señorita, ¿ya está de vuelta? No la esperaba tan pronto.
—Bueno, sí. No me apetecía seguir cabalgando. —Tiró sobre la cama el sombrero y los
guantes y empezó a desabrocharse los botones de la chaquetilla.
Sally la conocía muy bien y notó al instante que algo rondaba la cabeza de su ama. A pesar
de todas las extravagancias de la dama, la doncella, buena persona por naturaleza, la quería
mucho. Con precaución de no arrugar la tela, depositó lo que tenía en las manos sobre el sillón y
se acercó a Elisabeth para ayudarla a desvestirse.
—¿No se ha divertido entonces, Milady? —preguntó con preocupación al tiempo que
deslizaba las mangas de la chaquetilla por los brazos de la joven.
Elisabeth se quedó estática, meditando en ello. ¿Se había divertido? Sin duda. ¿Su paseo
había resultado gratificante? Por supuesto. ¿Había corrido riesgos excitantes? La sangre todavía
le bullía en las venas. ¿Se había sentido acechada por el peligro? Sí, pero un tipo de peligro que
no sabría cómo definir. Con todo, se forzó en responder a su doncella:
—Cabalgar de nuevo ha sido revitalizante, sin embargo… —bajó la falda del traje de montar
por sus piernas, tratando de disimular que andaba buscando alguna excusa por haber regresado
tan pronto. La cena con el capitán no serviría con Sally— he sentido un calambre en la pierna y
no he querido forzarme más de lo necesario —improvisó—. Prefiero reservarme para disfrutar de
mi montura en otra ocasión.
La doncella no terminó de creérsela, aunque, de todas formas, se preocupó por el bienestar de
su señorita.
—¿Y ya está bien?, ¿le sigue molestando la pierna?
—No, no, ya está perfectamente. Ha sido solo un leve tirón.
La conversación hubiera quedado así si a Elisabeth no se le hubiera ocurrido de forma
repentina una idea: Molly era del pueblo, conocía a todos sus habitantes, era más que probable
que supiera quién era el hombre de la playa.
—Sally, ¿puedes ir a buscar a Molly? Me gustaría hablar con ella antes de bajar a cenar.
—Por supuesto —con las manos llenas de la ropa que se acababa de quitar su señorita,
desapareció del cuarto al instante con una sonrisa; esa petición le dejaba a las claras que no había
existido ninguna lesión en cualquiera de las extremidades de Elisabeth.
En cuanto Elisabeth la vio salir, una risilla brotó de sus labios: su curiosidad iba a ser
satisfecha, estaba convencida.
CAPÍTULO 8
N eil se quedó con la mirada fija en la estela de polvo y barro que levantaron las
patas de la jaca de aquella joven inglesa que huía de él despavorida. Nunca antes
había tenido la posibilidad de verla desde una distancia tan corta. En las veces
anteriores, incluso el día que la vio junto a su familia en el pueblo, el follaje del bosque y las
yardas que los separaban le habían dificultado la vista. No así esa tarde. Cuando la descubrió tan
cerca de él, su primera reacción fue la de salir corriendo, tal como había hecho ella. Pero algo en
la actitud de la joven se lo impidió. Era extraordinario que una mujer de su posición se arriesgara
a cabalgar sola en un terreno que le era extraño. Su rostro mostraba más determinación que
miedo cuando se dirigió a su montura para escapar de él. Su rostro. En toda su vida había
contemplado uno tan bello. Si antes de ese encuentro le había parecido hermosa, comprensible
dado sus orígenes, esa tarde había podido comprobar que era mucho más bonita de lo que a priori
hubiera imaginado. ¿Y qué decir de su encantadora figura o la elegancia de sus movimientos?
Era una ninfa. Una ninfa enemiga, se obligó a recordar. Sin embargo, y muy a su pesar, estaba
seguro de que le costaría mucho olvidar ese encuentro.
Su intención al acercarse a la playa había sido fabricar una red a base de los desechos de las
que descartaban los pescadores en la arena, y utilizarla para pescar. Después de toparse con
aquella muchacha tenía claro que no podía permanecer por más tiempo a descubierto. No temía
que algún lugareño lo descubriese, aunque era mejor para todos que no fuera así. Lo que sí lo
alarmaba era la posibilidad de que aquella mujer con cara de ángel diera la voz de alarma y se
viera rodeado de soldados en pocos minutos.
Recogió aquello que le podía resultar de utilidad en otra ocasión, incluyendo las
rudimentarias herramientas que se había hecho con los desechos que arrojaba el mar, lo metió
todo en el hatillo que llevaba y corrió con todas sus fuerzas hasta alcanzar el refugio del bosque.
***
Sally encontró a Molly con su pelo rojizo envuelto en un pañuelo y un trapo en la mano,
enfrascada en la limpieza de la alacena destinada a la vajilla de las ocasiones especiales.
Supervisar que esas tareas estuvieran hechas era uno de los encargos que Lady Russell le había
encomendado a su sobrina, y ella siempre estaba al tanto de que se realizaran. Ese día, no
obstante, su ansia por salir a cabalgar la había distraído de alguna de sus funciones, esa en
concreto. Por suerte, Molly no la había olvidado.
—Lady Elisabeth desea verte —la informó su compañera nada más verla.
La joven se debatió entre el deber —sabía que Lady Anne se enfurecería tanto con su sobrina
como con el servicio si el trabajo no estaba hecho—y el deseo de acudir al requerimiento de su
joven señora. Tardó unos segundos en hundir los hombros y bajar la mirada al suelo. Por más
que le apeteciera dejar lo que estaba haciendo y averiguar que quería Elisabeth de ella, tenía la
obligación de acabar con la limpieza del aparador y su contenido; si la dueña de la casa notaba
que no se había hecho lo que estaba en el orden del día, podría haber consecuencias, y no solo
para ella, también para Milady.
—¿Podrás decirle que no puedo ir ahora mismo, por favor? Todavía me quedan dos estantes
por terminar y el tiempo se me echa encima. El capitán no tardará en llegar.
Sally echó una ojeada a los platos colocados de forma ordenada en una pila sobre el suelo y a
los que ya se habían colocado en su lugar. Sí, todavía quedaba trabajo por delante. Su señorita
tendría que esperar a hablar con Molly, por más interés que tuviera en hacerlo lo antes posible.
Lo más probable es que se tratara de una nimiedad y no estaba dispuesta a que su compañera
recibiera una reprimenda por el capricho de su ama.
—Está bien, le diré que la verás más tarde, cuando el capitán se haya ido. Me quedaría a
ayudarte para que acabaras antes, pero Milady me necesita para arreglarse, lo siento. —Elevó los
hombros como disculpa.
—Tranquila, lo comprendo.
—Se lo explicaré a Elisabeth, lo entenderá. Y ahora, si me perdonas…
—Sí, sí, claro. Ve.
Se despidió con un gesto de mano y regresó al cuarto de Elisabeth. La joven, sentada en el
butacón frente al espejo del tocador, pasándose una y otra vez el cepillo por su suave cabello
dorado, casi tanto como sus ojos, mostró su decepción al ver aparecer sola a su criada.
—¿Dónde está Molly?
—Ocupándose de la vajilla especial. No podía dejar el trabajo a medias, pero me ha
asegurado que vendrá a verla cuando el capitán se haya marchado.
—¡Vaya! Había olvidado que hoy tenía que encargarse de eso. ¡Qué contrariedad! —
Continuó cepillándose el pelo con pasadas lentas y la mente ocupada.
Durante el silencio que siguió, Sally sacó del armario el vestido blanco con florecitas
amarillas que su señorita iba a usar esa noche y lo colocó sobre la cama; luego cogió los zapatos
que iban a juego y los dejó en el suelo. Una vez hecho eso, se giró hacia ella con una sonrisa y
tomó de sus manos el cepillo que empuñaba Elisabeth.
—¿Quiere un peinado muy elaborado o prefiere algo más sencillo?
—Sencillo estará bien. No es que tenga un gran interés en mostrarme especialmente bonita
con la visita de hoy. Es un hombre detestable.
—No debería hablar así del amigo de su tía. Las paredes oyen y a ella no le gustaría saber la
pésima opinión que le despierta el capitán.
—Supongo que tienes razón. —Volvió a sumirse en sus pensamientos, centrados en el
hombre que había visto en la playa—. ¿Sabes? Creo que es mejor que Molly no venga esta
noche. Cuando se vaya el capitán —escupió con desagrado al mencionarlo— será ya tarde y se
despierta temprano para hacerse cargo de sus quehaceres. Me sentiría culpable si no descansase
lo suficiente por mi culpa. —Por mucho que deseara avasallarla a preguntas, su curiosidad
debería esperar; era cierto que le preocupaba alterar el sueño de la muchacha. Al fin y al cabo, al
día siguiente Molly podría saciar sus ansias de conocer cualquier detalle sobre aquel individuo, si
es que sabía de quién le hablaba.
Media hora más tarde, Elisabeth bajaba las escaleras, enfundada en el bonito vestido que
había elegido para la ocasión y que iban a juego con los escarpines forrados con la misma tela. El
peinado que le había hecho Sally era elegante, aunque sencillo y le dejaba el cuello al
descubierto, excepto por un par de tirabuzones que se escapaban del recogido.
Se unió a su tía, quien, sentada en el filo del sofá de la salita, se frotaba las manos sin
descanso. La mujer había escogido un atuendo muy poco acorde con su edad y constitución
física. El color lavanda resultaba demasiado juvenil para una mujer que ya no cumpliría los
sesenta años y cuyas formas redondeadas difícilmente se podían disimular. Por si fuera poco, los
volantes en las mangas remarcaban el contorno de sus brazos, haciendo más visible la carne que
sobraba. Como en otras ocasiones, Elisabeth estuvo tentada a hacerle notar lo bochornosa que
resultaba su indumentaria, pero no quiso enzarzarse en una nueva disputa con Anne, en especial
sabiendo que debía reservar sus fuerzas para soportar la presencia del impresentable ser que
cenaría con ellas más tarde. En su lugar, lo que hizo fue tomar asiento en el sillón que quedaba
junto al que ocupaba la anciana.
—Hoy cenaremos salmón con almendras, puré de patatas y guisantes —informó Lady Anne
para romper el silencio.
—Buena elección, tía.
—Eso creo yo. Es delicioso y ligero a la vez.
Elisabeth sonrió en respuesta. Lo que menos le interesaba en ese instante era el menú de esa
noche, aunque comprendía que a su tía le iba bien hablar de nimiedades, si tenía en cuenta lo
nerviosa que parecía. Sus manos no habían estado quietas ni un segundo desde que ella llegara.
—He pensado que un clarete maridaría bien con el pesca… —Lady Russell interrumpió
abruptamente lo que estaba diciendo y se puso en pie de un salto, algo que Elisabeth hubiera
dudado que pudiera hacer de no haberla visto—. ¡Ya está aquí John! Acabo de oír el relincho de
su caballo.
En efecto, unos minutos más tarde, el señor Monroe abría la puerta de la salita y anunciaba la
llegada del capitán, quien las encontró apropiadamente sentadas en sus butacas, con las espaldas
erguidas. Solo había una diferencia entre ellas: mientras una mostraba una radiante sonrisa, la
otra no podía ocultar el malestar que le provocaba el recién llegado.
Prescott hizo una reverencia exagerada y extendió las manos hacia la anfitriona mientras
caminaba con paso firme hacia ella.
—Lady Anne, cada día la veo más radiante y hermosa —la aduló. Únicamente a oídos de
Anne no sonó a mentira—. Debe contarme su secreto.
—¡Qué amable es usted siempre, John! —Se ruborizó como una quinceañera, lo que a todas
luces resultaba patético—. Debo darle las gracias a mi constitución, sin duda.
Elisabeth hubiera puesto los ojos en blanco si eso no resultara tremendamente ordinario. Por
el contrario, fingió una sonrisa dirigida a su tía. En ese instante, el capitán ladeó la cabeza y la
miró. Sus pupilas negras como la noche la recorrieron de esa manera tan impúdica que la hacían
sentirse sucia. Inclinó la cabeza a modo de saludo antes de sentarse en el mismo sofá que
ocupaba Lady Anne. En ese momento, Elisabeth se percató de algo que llamó su atención: el
pañuelo que envolvía el cuello del capitán no tenía ningún broche prendido. La joven era
consciente de que no debería preguntar al respecto, pero las palabras escaparon de su boca antes
de poder retenerlas.
—Capitán, ¿qué ha sido de su precioso alfiler?
Una insinuación de sonrisa apareció en los ruines labios antes de transformarse en una
mueca.
—Una gran desgracia, Milady —dijo con afectación, mirándola—. A principios de semana
mi regimiento tuvo que salir de patrulla por las inmediaciones de Inverness —se giró hacia
Anne, falsamente afligido—, nos habían informado sobre el avistamiento de un hombre,
probablemente un traidor, que merodeaba por los bosques adyacentes. Por precaución, dejé a
buen recaudo el broche, junto al resto de objetos que Milady había tenido a bien regalarme;
temía que, de haber un enfrentamiento, pudiera extraviarlos. Cuál fue mi sorpresa cuando, al
volver, todas mis pertenencias habían desaparecido.
Lady Anne se llevó una mano a la boca, sorprendida y horrorizada. Elisabeth se limitó a abrir
mucho los ojos, atónita ante la desfachatez de aquel hombre. Si algo tenía que agradecerle a su
madre era que le hubiera abierto los ojos con respecto a los hombres. En especial por aquellos
interesados en sacar un beneficio de su posición.
—¿Pero eso es horrible! —exclamó la anciana afectada por la noticia.
—Lo es. Si encuentro al culpable…
—No debería resultarle difícil hacerlo, ¿no, capitán? —lo retó la joven, cruzando los brazos
sobre el pecho en una franca pose de desafío—. Al fin y al cabo, son sus hombres. Es lógico
pensar que con pasar revista a sus enseres o averiguar si alguno ha gastado dinero de dudosa
procedencia debería ser suficiente.
—¡Elisabeth! —la reprendió su tía mientras el capitán la fulminaba con la mirada. La tensión
creada en un momento se disipó ligeramente cuando Lady Anne se puso en pie—. Si me
disculpan, vuelvo en seguida. No puedo permitir que su uniforme no luzca como es debido.
—¡Tía! —en esta ocasión fue Elisabeth quién le llamó la atención a la anciana.
Anne la miró como si fuera un bicho molesto y alzó la barbilla al pasar por su lado de camino
a la puerta.
Los segundos que siguieron a la marcha de Lady Russell transcurrieron en el más absoluto
silencio. Fue cuando el capitán se cercioró de que la anciana no podía oírlo que se dirigió a
Elisabeth con los dientes apretados y la mirada siniestra:
—Si vuelve a inmiscuirse en mis asuntos lo lamentará. —El índice apuntándola—. Es una
jovencita entrometida y si no se anda con cuidado puede salir escaldada. Se lo advierto una vez y
no soy un hombre al que le guste repetirse.
Elisabeth le aguantó la mirada sin inmutarse y sin contestar, pero no le cupo duda de que el
capitán hablaba en serio.
CAPÍTULO 9
L a cena supuso un castigo muy duro para Elisabeth. Las miradas cortantes y
amenazadoras del capitán eran como puñales que la atravesaban sin compasión, por
más que ella las ignorara tanto como le era posible. Su tía, ajena a la tensión que
soportaba la joven, entrelazaba un tema de conversación con otro, con la atención siempre
centrada en John y únicamente dirigiéndose a ella para reprocharle su falta de participación.
Elisabeth estaba deseando que la velada concluyese. Si antes tenía la sospecha de que aquel
era un hombre infame, ahora estaba completamente segura. Además, su instinto le decía que era
peligroso. Había leído en sus ojos el alcance de su maldad y no dudaba que sería capaz de
aniquilar a cualquiera que se interpusiera entre sus objetivos y él.
Al final de la velada, Lady Anne insistió en que fueran las dos juntas a despedir a Presscott a
la puerta. Lo vieron montar de un salto, girar la grupa y partir a galope sobre su zaíno corcel. En
cuanto lo perdieron de vista, oculto por la oscuridad del camino, la anciana se giró hacia ella.
—No tengo idea de lo que ha ocurrido entre el capitán y tú, ni sé si quiero enterarme. De lo
que sí estoy segura, es que no quiero tener que escoger entre uno y otra. Él me distrae, me gusta,
me ilusiona halagándome con sus palabras… ha resultado ser un revulsivo para mi triste vida de
viuda. Creo que es sincero cuando me muestra su devoción. Por extraño que te parezca, hay
hombres jóvenes que se sienten inclinados hacia las mujeres que los sobrepasan en años. Creo
que el caso de John es exactamente ese —Elisabeth mostraba su desacuerdo con gestos y
bufidos, sin embargo, su tía no la dejó hablar—. Tú eres mi responsabilidad, aunque no lo haya
escogido; eres parte de mi familia, eres una dama y te protegeré frente a cualquiera que pretenda
dañarte… Pero, insisto, no me hagas escoger entre John y tú.
—Si usted supiera, tía…
—Ahí radica el quid de la cuestión. —Meneó la mano como si espantara una mosca—. No
quiero saber, ni oír nada en contra del capitán Prescott.
—Pero, tía, él se está aprovechando de usted, ¿no lo ve? Hoy mismo, esa excusa de que le
habían desaparecido sus regalos, ¿quién se la cree? Yo no, desde luego. Era una estratagema para
conseguir lo que finalmente ha pasado, que usted le ha entregado otro alfiler, más valioso si cabe
que el que ya le había regalado.
Anne escuchó la diatriba dirigida a su capitán con aparente calma. Una vez Elisabeth, con el
pecho subiendo y bajando con rapidez, dejó de hablar, ella esbozó una sonrisa que no tenía nada
de diversión y le hundió el índice en el pecho.
—No. Me. Hagas. Elegir.
Y sin añadir nada más, se separó de ella para dirigirse con estudiada dignidad, a las escaleras
que conducían a los dormitorios. La joven la vio marchar sin dar crédito a la ceguera que parecía
padecer su tía con respecto al capitán. Se veía en una disyuntiva que no sabía cómo gestionar.
Por un lado, estaba el sentimiento de lealtad que sentía por su tía, a pesar de que en su opinión no
lo mereciera, y por el otro, el temor palpable a las consecuencias que podría acarrearle
desenmascarar a John.
Con ese dilema martilleándole la cabeza, se retiró a su cámara. Al abrir la puerta se encontró
a sus dos jóvenes sirvientas sentadas una frente a la otra jugando a naipes.
—Molly, ¿qué haces aquí? Le pedí a Sally que te dijera que podía esperar a mañana para
hablar contigo.
—Y lo hizo, Milady. Pero pensé que si me había hecho llamar sería por algo importante.
—No lo es, en realidad. Solo… —Dudó de la conveniencia de revelar el encuentro que había
tenido aquella tarde con el hombre de la playa. Al final, se decidió a hacerlo—. Verás, como tú
eres oriunda de estas tierras, supongo que estás al tanto de quienes viven por aquí.
—Cierto; conozco a casi todo el mundo… o eso creo yo.
—Esta tarde, cuando fui a cabalgar, llegué hasta la playa, y allí me tropecé con un hombre,
joven, creo, desaliñado, reparando una red. Yo diría que estaba utilizando retales de otras redes
abandonadas. Por alguna razón, me ha parecido que aquella imagen descuidada no se
correspondía con su naturaleza y siento curiosidad por saber quién puede ser.
—Señorita, no debía aventurarse hasta tan lejos usted sola —se sobresaltó Sally.
Elisabeth no le hizo caso y siguió observando con detenimiento a la otra sirvienta. No le
costó advertir cómo se tensaba Molly.
La joven doncella sospechó de inmediato que podía tratarse de alguno de los pocos hombres
que habían conseguido escapar de las garras del ejército inglés. Por supuesto, en su ánimo no
estaba delatar a ninguno de ellos. Menos aún a una noble inglesa… Sin embargo, tenía que
admitir que Elisabeth no parecía sentir animadversión por los escoceses. Con todo, prefirió
ocultar lo que se temía.
—No se me ocurre quién puede ser, señorita. Es probable que se tratara de algún viajero que
se detuvo con la intención de conseguir algo de pesca para la cena.
Elisabeth lo dudaba. No en vano tenía el presentimiento de que lo había visto en otras
ocasiones. No obstante, prefirió no insistir, aun a sabiendas de que era probable que Molly le
estuviera ocultando la posible identidad del individuo en cuestión.
—Está bien. Imagino que tienes razón.
No podía reprocharle a la muchacha que guardara silencio. Si, como intuía, se trataba de
algún proscrito escocés, era lógico pensar que no deseara denunciarlo. Decidió que estaba
demasiado alterada por lo ocurrido esa noche como para ahondar en el tema. Sentía curiosidad,
cierto, pero la amenaza de Prescott la había ensombrecido hasta el punto de convertir en una
estupidez cualquier otra consideración. ¿Qué importancia podía tener para ella que un pobre
diablo deambulara por los bosques?
***
John Prescott espoleó a su caballo hasta hacerlo resollar. Estaba irritado. No, estaba furioso.
La niña bonita se creía que iba a poder con él. A punto había estado la estúpida de dejarlo en
evidencia, poniendo en entredicho su liderazgo frente a la tropa. Pues lo tenía claro. Llevaba
demasiado tiempo detrás de la vieja. Mucho aguantado ya para que nadie, y menos una mosquita
muerta como aquella, desbaratara sus planes. Tendría que aumentar su presión, por más que lo
odiara. Si conseguía meterse en la cama de la vieja, habría vencido. A la anciana la tenía
comiendo de su mano. No sería difícil darle un último empujón y convencerla de que era
irresistible para él. Solo de pensarlo le entraron arcadas. Pero el fin justificaba los medios, y
conseguir una pequeña fortuna bien merecía cerrar los ojos y follarse a la gorda. Mientras tanto,
no obstante, decidió que se daría el gusto de cabalgar a una buena moza. Le habían hablado de
una puta nueva, joven, no más de catorce años, de tiernas carnes prietas. Todavía no la había
tastado y no tenía la intención de esperar a que todos sus hombres se la hubieran beneficiado
antes que él.
Cuando llegó a la cantina, las gotas de sudor le corrían por la espalda mientras unos cercos
oscuros de humedad se hacían visibles en las axilas de su chaqueta roja. De un manotazo, se
quitó el sombrero de tres picos y lo sacudió en el pantalón ruidosamente para hacer notar su
presencia, acaparando así la atención de todos los presentes. El silencio se adueñó del lugar
durante un breve segundo. El capitán lo rompió con un gesto de la mano que indicaba que podían
seguir con lo que estaban haciendo. El murmullo de un sinfín de voces volvió a oírse por todas
partes.
Antes de que hubiera llegado a su mesa de costumbre, ya tenía una gran jarra de peltre a
rebosar de buena cerveza caliente sobre ella.
—Tú —llamó a la mujer entrada en carnes con el pecho insinuado a través de la camisa
abierta que le había servido—, tráeme a la nueva.
La tabernera perdió el color. Conocía en carnes propias el tratamiento que daba a las putas
que pasaban por sus manos. Sin embargo, no podía negarse, so pena de sufrir las consecuencias
de su enfado. Aun así, con voz entrecortada, se atrevió a mencionar que fuera amable con la
muchachita.
—Es una puta, ¿verdad? Pues la trataré como tal. Y te sugiero que no vuelvas a decirme
cómo debo comportarme. —Bastante había tenido esa noche con la sobrina metomentodo de
Lady Anne.
La mañana siguiente reveló que había hecho caso omiso a la petición de cantinera.
***
Tras despedirse de su sobrina, Anne se había encerrado en la salita anexa a su dormitorio,
saboreando una copa de coñac mientras fantaseaba con las manos de su capitán deslizándose por
sus curvas. En su interior, había una voz, muy parecida a la de su sobrina, que le advertía que
aquel hombre no era de fiar. Por mucho que hubiera reprendido a Elisabeth por insinuar que la
desaparición de las joyas que le había regalado ella resultaba sospechosa, no podía dejar de
pensar que, tal vez, la joven tenía algo de razón. No era la primera vez que John utilizaba una
excusa parecida, aunque siempre se había tratado de la misteriosa desaparición alguna bagatela
sin importancia. En esa ocasión eran todos sus regalos los que se habían esfumado. Debía de
admitir, aunque solo fuera para ella misma, que sus pretextos resultaban, cuanto menos, dudosos.
De momento sus regalos, aunque de cierto valor, no habían resultado demasiado caros… y
así iba a seguir siendo. Si lo que pretendía John era aprovecharse de ella, se iba a llevar una
sorpresa. Tenía demasiados años y experiencia como para dejarse engatusar… en exceso. No
cabía duda de que ese hombre le gustaba. Mucho. Muchísimo; era galante, cortés y educado con
ella. Sin embargo, después de los comentarios de Elisabeth, y por mucho que le molestara, había
empezado a desconfiar de él.
Mientras daba un último trago a su copa, decidió que, por si acaso, sería ella la que se
aprovechara de la situación. Si para ello tenía que desprenderse de alguna baratija, que así fuera,
pero ese hombre le alegraría su anciano y orondo cuerpo, lo quisiera él o no.
CAPÍTULO 10
A partir de ese día, Elisabeth salió a cabalgar cada tarde con la esperanza de
volver a ver a aquel individuo que había despertado su curiosidad. Para tener el
tiempo necesario sin que su tía le reprochara nada, ordenó a Sally que la
despertara todas las mañanas una hora antes de lo que solía hacerlo, a fin de tener todas sus
tareas resueltas antes de salir. Repasaba las cuentas domésticas, se aseguraba de que los trabajos
de limpieza estuvieran al día, discutía con la cocinera los menús que le había sugerido Anne,
señalaba al jardinero las flores que debía recoger para decorar la mansión… Y lo hacía todo con
diligencia para conseguir tenerlo todo resuelto antes de sentarse a comer.
Durante sus paseos ecuestres, siempre regresaba a la playa donde lo había visto. Mientras se
dirigía a su destino, de forma inevitable escrutaba los caminos que cruzaba y escudriñaba a
través de los árboles con la esperanza de percibir su presencia. En ninguno tuvo éxito. Estaba
empezando a creer que toda había sido producto de su imaginación. Pero no, aquel hombre era
muy real y cada vez con más insistencia, sentía la fuerte necesidad de conocer su identidad. Era
un misterio que se moría por desentrañar, aunque no sabía cómo.
La buena noticia de que el capitán no acudiría a su cita periódica le alegró la semana.
Prescott había enviado aviso el viernes de que salía hacia las Tierras Altas de patrulla con su
regimiento. Al parecer, se había dado el chivatazo de que un grupo de disidentes se escondían en
las montañas. En su nota aseguraba que llegaría a tiempo para acudir a la cena en casa de Lord
Bruce, no así a la reunión que tenía con ellas el miércoles. Para su tía había supuesto una
pequeña decepción, mientras que para ella… No se le ocurría nada mejor que librarse de una
velada con aquel ser que a ella le parecía repugnante.
Lady Anne, sin poder ocultar la desilusión, pensó que una buena manera de soportar la
ausencia de su capitán era acercarse a las tiendas de Inverness y hacerse de algunos adornos con
los que dar una apariencia nueva a su indumentaria para la cita de ese sábado. A Elisabeth, que
siempre le habían encantado esas frivolidades, no la entusiasmó demasiado la idea; aquella
excursión suponía saltarse su paseo con Preciosa ese día. Con todo, no discutió. De hecho, y en
buena medida, estaba bien distanciarse de la obsesión por toparse con aquel andrajoso personaje
en la que había caído.
Partieron muy temprano, en cuanto terminaron de desayunar. La intención de Anne era
acercarse a las cinco tiendas de cintas y encajes de la ciudad, a las dos sombrererías que podían
ofrecerle artículos de calidad y por último a la modista; llevaba consigo un par de vestidos que
necesitaban un reajuste para amoldarlos a su figura. Elisabeth, si bien no tenía intención de
comprar nada, aprovecharía para echar una ojeada a la mercancía, a ver si algo llamaba su
atención. Quizás buscaría un bolso nuevo que conjuntara con el vestido que tenía pensado
ponerse para el refrigerio de los Bruce. La comitiva la cerraban Sally y Molly, dado que Helen,
la doncella particular de Lady Anne, había amanecido indispuesta, y por supuesto Joseph, el
cochero.
—Querida, tu consejo me irá de perlas para elegir las cintas que necesito —dijo la anciana
mientras subían al carruaje—. Tu buen gusto es una de tus mayores virtudes.
—Gracias, tía. Es muy amable.
—No es amabilidad; solo constato un hecho.
Después de esa corta conversación, se acomodaron en los asientos tapizados de terciopelo
granate y dorado: Elisabeth y Sally a un lado, y Molly junto a Lady Anne, en el de enfrente.
Sally se había llevado algo de costura para matar el tiempo y la anciana un libro, su gran
adicción. Por su parte, las otras dos mujeres, una frente a la otra, dirigieron sus ojos al paisaje
que se desarrollaba afuera. El día estaba encapotado y la densa neblina no permitía distinguir
mucho más allá del camino por el que transitaban.
De repente, como si se tratara de una aparición, lo vio. Estaba apostado al lado de la calzada,
con una suerte de arco sobre el hombro y un par de conejos colgando de su cinturón. Solo fue un
destello, porque inmediatamente, se camufló entre el follaje y desapareció de su vista. Elisabeth
se giró de forma automática hacia Molly.
—¿Tú también lo has visto? —Preguntó llena de ansiedad.
Molly negó con la cabeza varias veces, aunque su actitud revelaba que mentía. Su pose, de
repente rígida, y la manera en que sus ojos se desviaron a la anciana primero y a ella después se
lo confirmaron.
—¿Qué es lo que tenía que ver la chica? —Se interesó Lady Anne, dejando por un instante la
lectura.
Elisabeth echó mano de su imaginación y no tardó en inventarse una excusa:
—Un ciervo, tía. Un hermoso ciervo con una gran cornamenta que ha cruzado de un salto por
nuestro lado.
—Oh, hermosos animales, los ciervos. Qué pena no haber podido admirar su magnífica
figura —sonrió y, sin más, regresó a su novela.
Los ojos de la doncella y de Elisabeth chocaron y quedaron atrapados durante unos segundos.
Los de Elisabeth encerraban todas las preguntas que la joven deseaba formular; los de Molly
reflejaban la inquietud que le causaba responderlas.
Inverness era una localidad activa, con sus puestos callejeros repletos de mercancías y el
aroma a comida recién hecha flotando por todas partes. El cielo, encapotado desde que habían
salido de la mansión, amenazaba lluvia con mayor insistencia en la ciudad, y los rayos que se
oían a lo lejos advertían de la proximidad de una tremenda tormenta.
—Creo que lo más prudente será comenzar por la modista —propuso Lady Anne mirando el
cielo con preocupación—. Mis vestidos tienen que estar listos a la mayor brevedad posible si no
quiero llevar siempre los mismos.
—Como usted quiera tía —concedió su sobrina sin mostrar ninguna emoción en la voz.
Para cuando la modista hubo acabado de tomarle medidas a Anne, las nubes ya habían
comenzado a descargar sobre las calles de Inverness. Guareciéndose a duras penas bajo los
soportales, llegaron al establecimiento donde se vendían las cintas de las que habían hablado. Por
fortuna, solo lo separaban del de la modista un par de portales. Una vez acabaron sus compras
allí y salieron al exterior, el diluvio se había intensificado de manera considerable. Pensó que sus
compras acabarían ahí, pero su tía insistió en visitar las tiendas que les quedaban por ver, ya que,
según dijo, no se encontraban lejos. Una breve tregua del cielo les dio el tiempo suficiente para
llegar al siguiente comercio. Pero se trató de eso exactamente, una tregua. Al acabar allí, la lluvia
había arreciado y el viento se había enfurecido, arruinando su deseo de seguir con sus compras.
Sally fue la encargada de ir en busca de Joseph, quien paró el coche donde le había indicado
la muchacha y bajó de su pescante de un salto, provisto de una gruesa capa de lana con la que
cubrió a Lady Anne. La guio hasta llegar al carruaje seguido de cerca por Sally y las ayudó a
ambas a acceder al interior sin perder un segundo. Ese fue el instante que Elisabeth aprovechó
para hablar con Molly, ya que hasta ese momento no había podido quedarse a solas con ella.
—Tú sabes quién era ese hombre que nos hemos cruzado en el camino, ¿verdad? —preguntó
en voz baja, temiendo que alguien pudiera oírla.
—No sé de qué me habla, señorita.
—No disimules, lo has visto tan bien como yo. Es el mismo hombre que vi en la playa; tienes
que decirme quién es.
Molly, echó una mirada rápida a todas partes, sin saber qué hacer. Su señoría era muy buena
y amable, pero no quería poner en peligro a nadie hablando más de la cuenta.
—Necesito conocer su nombre —insistió Elisabeth apretándole la mano que quedaba más
cerca de ella.
—Está bien. No estoy segura de quién es, pero le diré lo que intuyo, aunque no aquí. No
ahora. —Miró de reojo a Joseph, que ya se acercaba tapándose con la capa para recogerlas—. A
medianoche, en su habitación. Procure estar sola —dijo a toda prisa.
Elisabeth asintió sin emitir una sola sílaba. Habían quedado. Por fin tendría una pista de
quién podía ser aquel misterioso hombre.
***
Neil no pudo contener la tentación de asomarse a la linde del bosque cuando oyó que un
carruaje se acercaba. Su pretensión era, como solía ocurrir, mantenerse oculto tras los arbustos,
pero una raíz que sobresalía del suelo, y que inexplicablemente no detectó, lo hizo tropezar,
dejándolo expuesto en mitad del sendero. Su única opción fue rodar hacia un lado del camino
para evitar que el carruaje lo aplastara bajos sus ruedas. Se puso en pie de un salto y alzó la vista
para ver quién había estado a punto de atropellarlo. No podía creerlo. Aquello sí que era
casualidad. La jovencita londinense. Y no iba sola, en esta ocasión. Le pareció contar cuatro
mujeres dentro del habitáculo del carruaje, pero solo dos se percataron de que él estaba allí: la
damita y una muchacha que tenía todo el aspecto de ser una criada. Ni aún la velocidad del
vehículo le impidió apreciar la sorpresa reflejada en los rostros femeninos; en el de la inglesa,
además, se percibía un ávido deseo de desentrañar secretos.
En cuanto el carruaje desapareció, el hizo lo mismo escabulléndose en la frondosidad del
bosque. Puede que la primera vez que se habían visto cara a cara, aquella damita no hubiera
alertado a nadie sobre él, pero esa circunstancia podía cambiar en cualquier momento.
***
Esa tarde, las horas se le hicieron eternas. Ni siquiera podía entretenerse revisando las
compras realizadas en Inverness, pues ya habían quedado previamente con un recadero para que
se las entregaran al día siguiente. Las labores estaban al día; no tenía ninguna distracción en el
horizonte… Por si fuera poco, salir a montar a Preciosa tampoco era una opción a causa del
chaparrón incesante que caía. Desesperada, tomó un libro de la biblioteca, pero al cabo de media
hora lo volvió a colocar en su sitio; en todo ese tiempo no había logrado pasar de la primera
línea. Sus ojos se desviaban cada poco hacia el reloj de la chimenea, pero, a su parecer, las
manecillas parecían estáticas. Y así siguió hasta la hora de cenar.
—Querida —llamó su atención Lady Anne al observar cómo jugueteaba con la comida sin
llevarse ningún bocado a la boca—, ¿se puede saber qué te pasa? Estás ausente.
—Perdóneme tía. —No sabía qué pretexto dar que resultar convincente. Se decidió por sonar
frívola—. Estaba pensando en que debería haberme comprado aquella cinta de terciopelo granate
que hemos visto, quedaría genial como complemento en el vestido rosa.
—Tienes razón, le daría una nota de color muy interesante —acordó Lady Anne mientras
cortaba un trozo de pollo—. Podemos volver en otra ocasión y te haces con ella.
—Suena bien.
A partir de ese momento, Elisabeth se esforzó en mostrar interés a cuanto le decía su tía,
cuando en realidad, lo que deseaba era que dieran las doce y encontrarse con Molly en su
habitación.
Mientras tanto, la doncella se debatía entre la lealtad que le debía a Elisabeth y la fidelidad
que sentía por su gente y su causa. Si por su falta de discreción los ingleses descubrían a uno de
los suyos, no se lo perdonaría en lo que le quedara de vida.
***
Atenta como estaba a cualquier sonido que proviniera de los pasillos, Elisabeth, con su fiel
terrier Pulgas en el regazo, detectó enseguida los golpes que Molly dio en su puerta. Abrió con la
precaución de no hacer ruido y la dejó pasar con un gesto de cabeza. Con el movimiento, el
perro, de un salto, se bajó de sus brazos y subió al sillón donde solía dormir; ese día, su dueña lo
había mantenido más tiempo despierto de lo habitual. En cuanto la doncella estuvo en medio de
la habitación se giró hacia ella.
—¿Y bien? —la instigó a hablar—. ¿Me vas a decir lo que sabes?
—Milady, ya le dije que no puedo estar segura. Es solo un presentimiento.
—Por favor, compártelo conmigo —pidió, acompañando sus palabras con un puchero.
Molly, todavía con la sombra de la duda sobrevolando su voluntad, dejó escapar un suspiro
de rendición. Cerró los ojos y se encomendó a Dios; esperaba no equivocarse con respecto a
Elisabeth.
—El cuerpo del hijo de Lord Bruce nunca fue hallado. No estaba entre los caídos durante la
batalla de Culloden ni se lo localizó en las redadas que se realizaron tras ella. —Sus ojos velados
por el remordimiento que la afligía ante la sola idea de estar poniendo al joven Bruce en peligro
—. Muchos dicen que algunos cadáveres estaban tan irreconocibles que era imposible asegurar a
quien pertenecían y que, lo más probable era que alguno fuera el suyo. No obstante, otras voces
proclaman que él y algún otro lograron escapar.
—¿El hijo de Lord Bruce? —La sorpresa la obligó a dar un paso atrás con la mano en el
pecho—. Pero… ¿No son los Bruce leales al rey Jorge?
—Lord Bruce, sí. —Muy a su pesar, se le escapó un gesto de desagrado—. Su hijo, por el
contrario… no lo era —concluyó alzando el mentón con orgullo.
CAPÍTULO 11
Con cara de fastidio, su tía movió la cabeza, mostrando su acuerdo. Debía admitir que su
sobrina tenía razón, era un desatino que una mujer de su posición se rebajarse a ir al encuentro de
un hombre de una posición tan inferior a la suya.
A pesar de estar rodeadas, nadie pareció darse cuenta de su intercambio de palabras, nadie a
excepción del capitán, que tenía la mirada fija en ellas dos.
Tras los saludos de rigor, comenzaron a formarse corrillos. Elisabeth estaba rodeada de un
grupito de jóvenes, todos ellos interesados en conocer su opinión sobre las Tierras Altas y en si
se iba acostumbrando a la vida allí. Al ir a contestar una de esas preguntas, algo detrás del
muchacho que le hablaba llamó su atención: Prescott lucía en su corbatín el broche que, según él,
le había desaparecido. Desvió los ojos a sus manos y allí encontró también los anillos
desaparecidos. Se puso furiosa. Estaba convencida de que la supuesta pérdida de aquellos objetos
había sido un ardid para conseguir un nuevo regalo de manos de su tía.
—Si me perdonan —se excusó con los que estaban con ella—, me gustaría saludar como es
debido al capitán.
—Por supuesto, Lady Elisabeth —contestó uno de los caballeros que la rodeaban—. Tengo
entendido que suele visitar la casa de su tía —apuntilló, destilando ironía en su tono.
Que se murmurara acerca de un miembro de su familia a sus espaldas la enfurecía y aquel
comentario delataba que aquellos individuos lo hacían. Aunque no podía culparlos, su tía no era
precisamente discreta. Les dedicó una sonrisa de compromiso y cogiéndose el bajo de su falda
celeste, se aproximó al hombre que detestaba que charlaba animadamente con el grupo de su tía.
Al llegar hasta ellos, inclinó la cabeza a todos antes de hablarle directamente a él.
—Vaya, capitán —comenzó con un fingido tono de interés—, observo que ha recuperado las
piezas que le habían desaparecido —concluyó señalando su pechera.
—¡Elisabeth! —exclamó Anne, disgustada por la falta de tacto que mostraba.
—Sabes de sobra que eso es imposible. Si realmente es él, no debe dejarse ver abiertamente,
y tú siempre vas acompañada de alguien… Correríais un riesgo demasiado grande.
—¡Pero es mi hijo!
—¿Crees que no me doy cuenta? —preguntó Lady McGuire con desánimo—. Pero el peligro
que correríais ambos, en especial él, no es asumible.
—¿Qué puedo hacer para ayudarlo? ¿Qué puede hacer él para deshacerse del acecho del que
es víctima?
—No lo sé. Pensaré en ello, no te preocupes. De todas formas, no quiero que te hagas
ilusiones. Tal vez no se trate de Neil.
—Debería huir —aventuró Lady Bruce con la voz enturbiada por el sufrimiento sin hacer
caso de la última declaración de su hermana—. Si yo pudiera darle el dinero que necesita para
irse de Escocia… Podría emigrar… quizás a América. Allí le resultaría fácil desaparecer.
—Pero Meg, si hiciera eso no lo volverías a ver.
—Lo sé. ¡Claro que lo sé! Pero no viviría con el miedo a que lo encuentren y… ¡A saber qué
harían con él esos ingleses!
—Te entiendo. Yo también sufro por él. No te preocupes, entre las dos encontraremos la
manera —la reconfortó con tono suave—. Y ahora que ya te he contado lo que he oído, será
mejor que volvamos. Alguien puede notar nuestra ausencia.
—Sí, será lo mejor.
Al ver que se movían, Elisabeth, con un sigilo extremo para evitar ser descubierta, se deslizó
hacia el lado contrario al que se dirigían ellas. Observó la imagen de las dos, encorvadas y tristes
caminando cogidas del brazo. Estaba segura de que, al llegar junto al resto de invitados,
volverían a mostrarse despreocupadas para que nadie adivinara su verdadero estado de ánimo, y
eso la apenó.
Pensó que ella debería hacer lo mismo, volver a la mansión. Sin embargo, la conversación
que había oído la tenía tan intrigada que necesitaba unos instantes para meditar sobre ella. Tras lo
escuchado tuvo la corazonada de que, efectivamente, el hombre de la playa era Neil Bruce. Una
vez estuvo segura de que las dos hermanas se encontraban de nuevo en la sala con los demás,
salió de su escondite y comenzó a pasear sin rumbo fijo por el jardín, ajena al frío de la noche.
No supo si realmente había detectado un ruido detrás de unas matas de helechos que había a
su espalda o simplemente lo había imaginado. De todas formas, se giró con rapidez.
—¿Quién anda ahí?
No obtuvo respuesta, pero sí la confirmación de que no estaba sola. Una figura impresionante
surgió de entre los matorrales y se la quedó mirando con fijeza: Neil Bruce.
***
No había podido resistirse. Desde que supiera que sus padres darían una cena en honor a la
joven inglesa, había estado dándole vueltas a la posibilidad de colarse en los jardines y
contemplarla… a ella y a su familia, ya que desde aquel domingo que los observó en la iglesia,
no había tenido la oportunidad de volver a verlos.
Para él fue una sorpresa ver a su madre y su tía escabullirse a hurtadillas y refugiarse en el
logar más recóndito del jardín para hablar. Y todavía lo fue más escuchar lo que decían. Sintió
que se le partía el corazón cuando su madre se desmoronó al pensar en sus penurias. Por más que
se hubiera puesto del lado de su padre, su madre seguía queriéndolo y aquella era la prueba.
Aunque, en realidad, no la había necesitado. Sabía de sobras lo que su madre sentía por él. Por
desgracia, y a pesar de compartir su deseo de reunirse con ella, no volverían a estar cara a cara.
Aquella idea lo crucificó. Pero su madre había puesto de manifiesto una idea que él ya había
estado barajando con anterioridad; sería su salvación, si pudiera llevarla a cabo: América.
No se percató de que había alguien más en el jardín hasta que su madre y su tía
desaparecieron por el ventanal de la sala. En ese momento, una figura solitaria había comenzado
a caminar con aspecto pensativo. Sintió como un fogonazo de inquietud… y de interés al
comprobar que se trataba de la inglesa. Estaba claro que había escuchado la conversación de las
dos mujeres. ¿Qué haría ella con esa información?
Entonces tomó una decisión, se arriesgaría con ella. Por extraño que pareciera, siendo él un
escocés perseguido por la milicia inglesa y ella hija de una de las más importantes familias
británicas, confiaba en ella. Cuando apareció frente a la chica, rogó por no haberse equivocado.
CAPÍTULO 12
E lisabeth estaba atónita, tanto que era incapaz de articular palabra o moverse ni
lo más mínimo. Delante de ella estaba Neil Bruce, ya no cabía ninguna duda.
Cuando pudo superar su asombro, recayó en la gravedad que suponía para él estar
en aquel lugar y con tanta gente merodeando. Si alguien lo descubría sería su fin.
—¡Lord Bruce! —exclamó cuando logró encontrar la voz.
—No me llame así, señorita. Perdí el dudoso privilegio de utilizar ese nombre hace ya
mucho.
Se lo quedó mirando, embelesada, estudiando su fisonomía y su figura. Era un hombre
esplendido, a pesar del desaliño que presentaba. Se moría de ganas de conocer su historia. Era
inaudito que un caballero de su posición renunciara a todo, incluso a su vida, por unos ideales.
—No debería estar aquí —le aconsejó la joven echando un vistazo por encima de su hombro
—. Si lo descubren…
—Conozco los riesgos que corro. Sin embargo, esta fue mi casa hace años… no pueden
arrebatarme también el placer de pasearme por sus jardines de vez en cuando.
Al oír sus palabras, Elisabeth se dio cuenta de que se encomendaba a ella. Con la
información que le había facilitado, que frecuentaba la casa de su familia, había puesto en sus
manos su vida. De ella dependía que siguiera siendo un hombre libre o no y se dio cuenta de que
por ella no perdería la libertad. Él pareció captar el momento exacto en que Elisabeth tomaba la
decisión de guardar silencio.
—No obstante, usted no debería pasear sola de noche, ni tan siquiera en los jardines de gente
tan ilustre —continuó, remarcando las últimas palabras— como con sus anfitriones. Ya ha visto
que cualquiera puede colarse en ellos —concluyó haciendo una reverencia.
—Dudo que alguien, a excepción de usted, fuera tan osado como para irrumpir en este lugar.
—No sabe de lo qué es capaz un hombre desesperado y hambriento.
—Tiene razón, no lo sé. —Durante unos segundos, no dijo nada más. Al cabo, añadió—:
Pero no me importaría que alguien me lo contara.
La invitación estaba hecha. Neil no supo si aquello era una muestra de valentía o de
estupidez. ¿Qué mujer en su sano juicio le pediría a un proscrito que le contara su historia?
Sonrió para sí; esta, sin duda. Al parecer, la primera imagen que se había formado de ella estaba
errada por completo. Sería interesante averiguar qué escondía aquella hermosa y dulce cara.
—Supongo que no —acordó él acercándose un paso—. Pero no aquí. No ahora.
—Y, ¿cuándo cree usted que sería un buen momento? —replicó Elisabeth sin apartarse.
Decididamente, aquella mujer era una insensata, ni siquiera sabía realmente la clase de
hombre que podía ser y sin embargo…
—Será mejor que vuelva a la casa, señorita —dijo Neil señalando las ventanas iluminadas
por las velas—, deben estar echándola de menos y no creo que tarden en venir a buscarla.
Elisabeth giró la cabeza para comprobar si se había movido alguien de la sala con la
intención de ir a buscarla. Nadie lo había hecho. Cuando se volvió hacia él para asegurarle que se
equivocaba, se encontró con la nada. El jardín estaba vacío. Neil había desaparecido con tal
sigilo que pareció como si hubiera estado hablando con un fantasma. Se quedó mirando durante
unos minutos la negrura que cubría la noche y suspiró con resignación antes de emprender el
regreso a la reunión. En el último momento, cuando sus pies estaban a punto de atravesar el
umbral de cristal, miró por encima de su hombro, como si algo la llamara a gritos en silencio. De
haber podido, habría jurado que la silueta del hombre con el que acababa de charlar un momento
antes, la saludaba desde la distancia.
—¿Dónde se había metido, Elisabeth? —le salió al paso Leslie al verla aparecer—. La he
estado buscando. Ha desaparecido tan de repente que pensé que se había indispuesto.
—No… Bueno, tal vez un poco. Me dolía ligeramente la cabeza y preferí tomar el aire antes
de que se convirtiera en una jaqueca.
—¡Qué curioso! —Exclamó la joven Bruce—. Debe haber sido el vino, porque a mamá y a
tía Mary les ha ocurrido lo mismo.
Al escuchar sus nombres, las dos mujeres voltearon la cara con una rapidez inusitada y la
miraron con una mezcla de curiosidad y alarma. Al parecer, ellas no habían recaído en su falta.
Ni ellas ni nadie, por lo visto, porque después de las hermanas, el resto de los presentes también
se paró a mirarla.
—¿Se encuentra mal, Milady? —preguntó el capitán ocultando su regocijo al pensar que era
posible que su malestar se debiera a su… advertencia.
Un murmullo de voces se unió a la pregunta.
Pasó el resto de la velada más bien ausente. Se esforzó en disimular, a base de sonrisas y
asentimientos de cabeza, que su mente se hallaba en otro lugar, como si realmente estuviera
siguiendo la conversación que se mantenía a su alrededor, sin estar segura de haberlo conseguido
del todo. Sentía el impulso de pedirle a Leslie, sentada a su lado, que le hablara de su hermano,
pero sabía que hacerlo era imposible sin levantar sospechas. No recordaba que ninguno de los
presentes lo hubiera mencionado ni esa noche ni con anterioridad, y resultaría extraño que una
recién llegada conociera la existencia de alguien al que nadie nombraba y que era un proscrito,
además de haber sido repudiado por su padre. Por mucho que le molestara, tendría que esperar a
que él diera señales de vida, a pesar de que se muriera por saber cualquier cosa sobre aquel
hombre.
***
—Tenemos que quedar una tarde para tomar el té —dijo Leslie a modo de despedida—.
¿Qué le parece venir la próxima semana? Y no se olvide de traerse a su mascota. Estoy deseando
conocer a ese perrito tan simpático que me ha descrito.
—Gracias por el ofrecimiento —sonrió al recordar a Pulgas, que se había quedado en casa—,
pero tendré que consultarlo con mi tía.
La joven Bruce sonrió también, le pidió que esperara alzando la mano y se dirigió a Lady
Russell.
—Milady, nos sentiríamos muy honradas mi madre y yo si accediera a venir a tomar el té con
nosotras cualquier tarde de la semana que viene —miró a su madre para asegurarse de que estaba
de acuerdo y al ver su cara de aprobación, concentró su atención en la anciana.
—Estamos muy ocupadas, no obstante, intentaremos hacer un hueco en nuestra agenda —
concedió Anne sin demasiado entusiasmo.
Y por alguna razón que escapaba de su entendimiento, Elisabeth se sintió feliz ante la idea de
compartir un rato a solas con la madre y la hermana de Lord Bruce hijo, aun a sabiendas de que
no podría hablar de él.
***
Neil, escondido entre los árboles del camino, observó cómo el carruaje en el que viajaba la
joven inglesa salía de la finca de su familia y tomaba el camino hacia Stuart Castle seguido de
otros vehículos que lo hicieron con dirección a sus respectivos hogares.
Aquella muchacha… tenerla tan cerca había sido todo un reto. El aroma que desprendía, el
brillo de sus ojos, sus labios carnosos… eran irresistibles. Para su desconcierto, había tenido una
potente erección al tenerla delante. Su impulso había sido el de comportarse como el animal en el
que algunos creían que se había convertido: tirarla sobre el manto de hierba, subirle las faldas y
follarla hasta hacerla gritar su nombre. Sin embargo, él no era una bestia y ella, por añadidura,
era una dama que no se merecía un trato tan salvaje, por muy inglesa que fuera. Además, en las
pocas palabras que habían intercambiado, había comprobado que era una joven con la que el
placer físico no era el único del que se podía disfrutar.
Rememorarla le provocó una nueva erección. Debía estar volviéndose loco. O tal vez era que
la soledad le estaba jugando una mala pasada después de cinco años… Pero no. No se trataba de
eso y lo sabía. Aunque no tanto como a la inglesita, había tenido cerca a otras muchachas,
muchas de ellas de una belleza extraordinaria y nunca se había sentido tan excitado. Sabía que lo
más sensato era poner distancia entre ellos, no volver a cruzarse en su camino… Sin embargo,
dudaba de ser capaz de seguir su propio consejo.
En ese momento, arrancándolo de sus pensamientos, se oyeron los cascos de un caballo
solitario. Achicó los ojos, tratando de comprobar de quién se trataba. Una mueca de odio se
perfiló en su rostro cuando comprobó de quién se trataba: Prescott. Lo siguió con los ojos hasta
que desapareció en la bruma nocturna mientras sentía cómo la bilis subía hasta su boca. Odiaba a
ese engendro despreciable; no podía remediar que todo su ser se revelara cada vez que veía cómo
el asesino de tantos compatriotas, de tantos amigos, caminaba por su casa, por sus tierras, por su
país con tanta desfachatez e impunidad. Se la tenía jurada y por su vida que aquel desgraciado se
las iba a pagar.
***
El breve camino de vuelta estuvo presidido por un silencio casi sepulcral. Helen, a
consecuencia del sonido amortiguado que hacían las ruedas sobre el camino, dormitaba en su
asiento. Anne, a tenor de las cabezadas que daba, parecía hacer lo mismo. Aquella circunstancia
le ofrecía a Elisabeth la oportunidad de recrear el momento vivido con Neil.
Se sorprendió a sí misma al darse cuenta de lo mucho que le apetecía volver a compartir su
compañía. Asimismo, se dio cuenta de que, a pesar de haberlo visto bien dos veces ya, no sabía
si se trataba de un hombre apuesto, dado que su rostro se escondía detrás de una abundante y
desordenada barba. Tampoco tenía claro si era esbelto o no por culpa de los harapos que lo
cubrían. Sin embargo, a tenor de su altura y de la anchura de sus hombros llegó a la conclusión
de tenía un cuerpo digno de admirar. De repente, se sintió acalorada al pensar en él, a la vez que
sentía como un cosquilleo desconocido le atravesaba las entrañas.
Cuando llegó a su destino seguía desorientada; ignoraba qué le acababa de ocurrir, pero la
sensación había sido tan placentera que deseó que se repitiera de nuevo.
CAPÍTULO 13
—Es posible —tuvo que reconocer mientras un escalofrío la recorría entera—. Pero deseaba
continuar la charla que comenzamos anoche y no se me ocurría mejor manera que salir en su
busca.
—Una señorita como usted no debería querer relacionarse con alguien como yo. Recuerde
que soy un proscrito —dijo con voz profunda y sin dejar de mirar sus ojos, casi invisibles a causa
de la oscuridad reinante.
—Ya lo sé. Sin embargo, no me pregunte porqué, me interesa mucho conocer qué lo llevó a
esta situación.
—Es una historia larga y es tarde. Su tía debe estar muy preocupada por usted. —Cogió las
riendas de Preciosa—. La acompañaré hasta el camino para que pueda llegar sana y salva a su
casa.
—Se lo agradezco mucho. —Durante unos instantes se mantuvo en silencio—. Pero tengo
que advertirle que soy muy persistente y no pararé hasta haber mantenido una conversación con
usted y me haya explicado cuanto quiero saber.
—Buena suerte con eso.
—¿Me está diciendo que no me lo va a contar? —preguntó extrañada a la vez que se le
formaba un delicioso mohín.
—Usted misma lo ha dicho, señorita.
—Elisabeth, mi nombre es Elisabeth.
—Muy bien, Beth, no creo que sea de su incumbencia cómo he llegado hasta esto —dijo
extendiendo la mano libre hasta abarcar cuanto los rodeaba.
D os semanas más tarde seguía sin haber logrado dar de nuevo con Neil; su nivel
de frustración estaba llegando a cotas insoportables. La noche en que se perdió,
su tía la recibió con una gran reprimenda seguida de un fuerte abrazo que la
descolocó; era la primera muestra de cariño por parte de la mujer, algo que, desde luego, no
hubiera sospechado nunca después de haberla desobedecido.
—Me has dado un susto de muerte, chiquilla —confesó la dama mientras le frotaba los
brazos convenciéndose de que estaba ilesa—. Estás a mi cargo, eres parte de mi familia, y si te
pasara algo, yo…
—Estoy bien, tía, no se inquiete. Me distraje siguiendo a un cervatillo que pasó por delante
de mí —improvisó—. Me adentré en el bosque y me ha costado mucho volver a salir de allí.
—El bosque es peligroso, muchacha. No son solo los animales los que acechan… Podrías
haberte encontrado con algún indeseable y…
—Por fortuna, no ha sido así —dijo, y en su mente se formó la imagen de Neil.
—Sí, ha sido una auténtica suerte, gracias a Dios —suspiró la anciana separándose de ella—.
A partir de ahora, será mejor que no salgas a cabalgar.
—Pero tía, he aprendido la lección. —Se alarmó ante la perspectiva de no montar de nuevo
—. No volveré a salirme del camino conocido, se lo prometo.
—Está bien, ahora no es el momento de hablar de eso. Debes estar agotada —chasqueó los
dedos y al instante, el ama de llaves se presentó ante ellas—. Ahora, ve a tu habitación a
descansar. La señora Benning se encargará de subirte algo de cena.
—Muchas gracias, tía.
—No me las des —dijo recuperando su habitual seriedad—. Mi obligación es velar por ti.
—De todas formas, gracias.
—Está bien, las acepto —accedió intentando reprimir una de sus escasas sonrisas—. Hasta
mañana, Elisabeth.
—Hasta mañana, tía.
Desde entonces, sus salidas con Preciosa eran escasas. Lady Anne accedió a dejarla montar
de nuevo, aunque con algunas condiciones: por un lado, si las inclemencias del tiempo lo
permitían, y por otro, arrancándole la promesa de que no volvería a adentrarse en el bosque bajo
ningún concepto. Ella aceptó de buena gana; era la manera de salirse con la suya. Con lo que no
contaba era con que la climatología se pusiera en su contra. Por culpa de la lluvia no había tenido
más que dos ocasiones para subirse a lomos de su yegua, ambas infructuosas a su parecer dado
que no había dado con Neil, y tras las que había regresado más frustrada si cabía.
Esa era la razón por la que se paseara por los pasillos como alma en pena. Ni siquiera Pulgas,
con su incansable deseo de jugar, conseguía mejorar su estado de ánimo. Se pasaba sus horas
libres mirando por la ventana, intranquila por cómo estaría Neil; con aquel tiempo del demonio,
a saber si se encontraba bien o había caído enfermo. Se preguntaba a menudo si tendría un buen
escondite, si podría salir a cazar para alimentarse… si la echaba de menos tanto como ella a él.
Porque tenía que reconocerse a sí misma que, a pesar de haber coincidido con aquel hombre en
pocas ocasiones, se sentía atrapada por su persona.
Con la excusa de la invitación que le hiciera Leslie la noche de la cena, acudió a casa de los
Bruce con su tía, una semana más tarde de lo acordado. Estaba deseando sonsacarle a su amiga
alguna información sobre su hermano. Tras la consabida infusión, acompañada, cómo no, de un
buen surtido de pastas y sándwiches, y con mucha diplomacia, persuadió de tal forma a la joven
para que le mostrara la mansión que había terminado creyendo que era idea suya enseñársela.
—Este es mi cuarto —dijo orgullosa Leslie al abrir una de las puertas—. ¿Qué te parece?
Estoy pensando en cambiar el color de las cortinas. Tú qué me aconsejas.
—Es precioso, Leslie; muy agradable y amplio. Yo no lo tocaría.
—¿En serio?
—Completamente.
Tras la indispensable revista al dormitorio de la joven Bruce, siguieron recorriendo el pasillo
de las habitaciones hasta llegar a una que la muchacha pasó de largo.
—¿Qué hay detrás de esta puerta? —preguntó Elisabeth parándose delante.
—Nada –su respuesta sonó nerviosa, y el hecho de que la tomara del codo para instarla a
seguir, le confirmó que lo estaba.
—No me puedo creer que no haya nada —insistió intentando mover el pomo.
—Bueno, sí, hay algo, pero…
—Me encantaría verlo, por favor, Leslie —pidió fingiendo un puchero.
—¡Está bien! Lo hago porque somos amigas. Pero si mi padre se entera de que hemos
entrado aquí, lo pagaré muy caro.
—Yo no pienso decirle nada, ¿y tú?
—Por supuesto que no —afirmó con una risilla cómplice.
Ambas miraron a los lados, comprobando que nadie las veía, y solo cuando estuvieron
seguras, Leslie movió la manivela. La puerta, que, extrañamente no estaba cerrada con llave,
cedió con un ligero crujido que las obligó a volver a mirar a todos lados para asegurarse de que
nadie había oído aquel sonido. El interior encerraba, sin duda, un dormitorio masculino.
Dominaba el color verde musgo y sobre los pies de la cama, descansaba un tartán de ese mismo
color mezclado con rayas rojas y negras que Elisabeth dedujo, representaban a su clan. Miró con
curiosidad a Leslie señalando el trozo de tela.
—Era la habitación de mi hermano, Neil —explicó llevándose las manos unidas al pecho—.
Está tal y como la dejó al partir para unirse a las tropas escocesas —se encogió de hombros con
los ojos brillantes por las lágrimas no derramadas—. Mi padre ordenó que nunca, nadie, bajo
ningún concepto, volviera a traspasar ese umbral. Dijo que su hijo había muerto para él. Y lo
cierto es que no sé si verdaderamente es así o si sigue con vida. Desde aquel fatídico día, no
hemos vuelto a saber de él —sonrió con tristeza y reprimió romper a llorar haciendo gala de un
esfuerzo sobrehumano—. Creerás que estoy loca, pero en ocasiones tengo la sensación de que
está cerca, de que nos observa desde algún lugar escondido —meneó la cabeza como si quisiera
restarle importancia a sus palabras—. No me hagas caso, por favor. A veces digo tonterías.
Elisabeth se acercó a ella y le tomó las manos que tenía aferradas a su pecho.
—No creo que sean tonterías. Lo que creo es que le echas mucho de menos. Eso te honra.
—Por favor, no le digas a nadie que hemos estado aquí ni que te he hablado de Neil. Es un
tema tabú en esta casa. Para mi padre es una vergüenza que su hijo…
—Te lo prometo —la interrumpió al comprobar lo afectada que se la veía.
Y estaba decidida a cumplir su promesa, pasara lo que pasara.
***
Neil, muy a su pesar, no había podido dejar de pensar en aquella señoritinga londinense que
se mostraba tan diferente a lo que él había imaginado en un principio. Era un sinsentido, pero,
muy a menudo, siempre, a decir verdad, al cerrar los ojos, veía su imagen, su sonrisa, aquella
naricilla respingona y graciosa…
Por más que se enfadara consigo mismo, debía reconocer que, por su culpa, se había vuelto
descuidado. En una ocasión, en su afán de vislumbrarla en la distancia, había llegado incluso a
acercarse tanto a la linde del bosque que bordeaba la casa donde habitaba que a punto estuvo de
ser descubierto.
Había sido testigo de la visita de la joven a la casa de su padre y, por más que le pesara, le
emocionó que tuviera tratos con su familia.
Era de locos. Ella era inglesa, por el amor de Dios, y él un escocés decidido a recuperar la
tierra de sus ancestros. No tenían nada que ver, y sin embargo…
Había sido testigo de una de sus salidas a lomos de su yegua y, en esa ocasión, hizo un
esfuerzo titánico para no acercarse a ella. No sabía si sería capaz de volver a aguantarse las ganas
si la veía de nuevo sin la protección que le proporcionaba la distancia. Estaba convencido de que
saldría a su encuentro, dejando de lado toda su habitual prudencia. Era terrorífico pensar que los
cinco penosos años que había pasado escondido y al margen de todos podían acabar en un
instante por culpa de la fascinación que aquella muchacha había despertado en él. Aun así, su
corazón le decía que lo arriesgaría todo por estar otro rato con ella de presentarse la ocasión.
***
Habían sido unos días bastante convulsos para Elisabeth, con el deseo de ir al encuentro de
Neil bullendo en el pecho y padeciendo la imposibilidad de hacerlo por culpa del clima, contra el
que era imposible luchar. Sin embargo, era terca y no pensaba desistir de su empeño. Al fin y al
cabo, el único aliciente que tenía realmente en aquellas tierras era volver a verlo.
Las noches de los miércoles continuaban siendo su personal castigo semanal. La repulsión
que le provocaba Prescott iba en aumento cada vez que lo veía. En cada encuentro descubría en
él algo que la desagradaba un poco más. Con frecuencia, cuando creía que nadie lo miraba,
Elisabeth lo había descubierto observando la sala con ojos codiciosos. Esa mirada cambiaba al
posarlos sobre Anne; entonces su gesto revelaba, sin disimulo, la aversión que sentía por ella. A
pesar de ello, Elisabeth había decidido no intervenir, siempre que le fuera posible. Tenía la mente
demasiado ocupada en el joven Bruce como para atender los asuntos entre su tía y aquella
cucaracha con chaqueta roja.
***
Aquella mañana, la persistente lluvia que caía sin tregua las jornadas anteriores paró de
forma milagrosa. El cielo, amaneció de un inusual color azul cobalto, libre de nubarrones grises
y mostrando solo algún puñado algodonado diseminándose en lo alto. Ansiosa como estaba,
corrió a reunirse con su tía en el comedor con la idea en mente de suplicarle, si era necesario, que
la dejara disfrutar de aquella tregua climática, para poder cabalgar con Preciosa, dejando de lado
sus quehaceres habituales —cosas que bien podían llevarse a cabo sin su supervisión—.
—Es harto irregular que salgas a estas horas con todo lo que tienes pendiente.
—Por favor, tía, se lo ruego.
—Me hago cargo de las ganas que tienes, pero…
—Por favor —repitió con los párpados bajados y un puchero adornando sus labios.
—¡Está bien! —accedió cogiendo su preciosa taza de porcelana—. Pero no lo tomes como
norma.
Elisabeth saltó de su silla, se colocó detrás de la de su tía y, desde allí, la sorprendió con un
abrazo muy fuerte y un beso en la mejilla.
—Gracias, gracias, gracias.
—Anda, zalamera —sonrió Anne a la vez que intentaba que no se derramara el contenido de
su taza—, siéntate y termina tus tostadas y tus huevos revueltos. Sin desayunar sí que no voy a
permitir que te muevas de casa.
La joven la obedeció al instante, sentándose de nuevo frente a su plato, que no tardó en dejar
limpio. Se aseguró de que no quedara ni una miga antes de ponerse en pie otra vez, volver a
besar a su tía y correr escaleras arriba para cambiarse la ropa que llevaba por la de montar. Tenía
la corazonada de que ese día tendría suerte.
CAPÍTULO 15
Hacía más de cinco años que no se relacionaba con nadie, a excepción del bueno de Mac, el
hombre que lo había cobijado en su peor momento, y estaba harto de tanto aislamiento. Seguir
como hasta entonces era la única posibilidad de continuar vivo y lo sabía. Pero pesaba ya
demasiado en su ánimo no poder charlar con normalidad con nadie. Mac cada día estaba más
achacoso, más sordo, más ciego, resumiendo, más viejo y su conversación decaía día a día.
Hablar con Beth le había devuelto parte de su humanidad. Se había agarrado a ese pensamiento
para explicarse a sí mismo el deseo irrefrenable que sentía por estar de nuevo frente a ella,
hablar, escuchar su armoniosa voz cargada de ese acento tan británico…
Ese día, al acabar de tapar la oquedad que daba paso a su hogar, alzó los ojos al cielo y
sonrió. Si algo había aprendido durante los días en que había estado observando a Beth en la
lejanía era que no desaprovecharía la oportunidad que le daba el cielo para salir a montar, lo más
probable que para salir en su busca.
No pensaba desaprovechar la ocasión.
Por una vez, se olvidaría de la precaución que lo caracterizaba y saldría a su encuentro.
***
Elisabeth recorrió el paseo que rodeaba la propiedad hasta llegar al camino que terminaba en
la playa. Al contrario de lo acostumbrado, llevaba a Preciosa al trote, dándose la oportunidad de
otear el bosque con suficiente calma por si veía señales de Neil. A mitad del trayecto, un
movimiento a la derecha llamó su atención y detuvo al animal para averiguar si se trataba de
Neil. En efecto, una masa grande de color pardo se desplazaba entre los árboles a su derecha.
Tiró de las riendas para guiar a su yegua hacia allí a la par que estudiaba con más atención la
frondosidad que se abría ante ella. Lo descubrió a solo cien yardas del camino, erguido, con las
piernas ligeramente abiertas y los puños apoyados en la cintura, mirándola con fijeza desde un
diminuto claro del bosque.
—La estaba esperando, Beth —saludó con una enérgica inclinación de cabeza.
—¿Cómo sabía que vendría? —Preguntó, parando a su montura a escasa distancia de él.
—No lo sabía. Sin embargo, estaba seguro de que lo haría.
Elisabeth hizo el intento desmontar, pero unas manos fuertes y grandes la tomaron por la
cintura antes de que lo consiguiera y, como si de una pluma se tratara, la depositaron de pie en el
suelo.
—Gracias, pero no hacía falta —manifestó sin mirarlo mientras sacudía su falda con las
manos.
—Yo creo que sí hacía falta.
Para Neil, cogerla, aunque fuera un instante, había sido todo un regalo. Para Elisabeth, sentir
el calor que desprendían sus palmas, una inesperada sensación de excitación. Se quedaron uno
frente a la otra, mirándose a los ojos, sin poder moverse, hipnotizados. Fue ella la que rompió
aquel extraño momento volviéndose hacia Preciosa.
—Será mejor que la ate a una rama. —El rubor cubriéndole las mejillas.
Él no replicó. Se limitó a mirar cómo lo hacía sin perderse ninguno de sus movimientos,
atesorando esas imágenes que no sabía cuándo volvería a contemplar.
Una vez que se aseguró de que Preciosa estaba bien sujeta y con follaje a su alcance, se
volvió para enfrentar a Neil, que seguía con los ojos pegados a ella.
—Venga —extendió su brazo hacia la joven—, sentémonos en aquella roca.
Elisabeth asintió con una sonrisa y lo siguió al lugar que le había indicado.
—Bien —soltó nada más sentarse—, y ahora, ¿me va a explicar su historia?
—Depende.
—¿De qué depende? Me prometió que…
—No, no se lo prometí; aunque bien es cierto que me comprometí a hacerlo.
—Entonces, ¿de qué depende que cumpla con lo pactado?
—De que usted también me haga una confesión: ¿qué hace en Escocia?
—Me parece justo.
—Pues empiece.
—Eso sí que no es justo —se quejó creando un mohín con los labios.
—A ver qué le parece esto: yo le revelo un dato y usted hace lo propio. ¿Hay trato? —
preguntó Neil extendiendo la mano.
—Hay trato —respondió ella quitándose el guante y estrechándosela. Al hacerlo, sintió una
calurosa sacudida en todo su cuerpo que le puso los vellos de punta.
—Soy escocés —inició de su narración—, y como escocés, amo a mi tierra, a mi cultura, a
mi país y sus gentes. Esa es la razón de que, durante toda mi vida, haya renegado del dominio
que sus compatriotas ejercen en lo que yo considero mi casa.
—Me parece muy valiente por su parte confesar algo tan delicado y comprometedor a una
total desconocida. Una inglesa, para mayores señas.
—Lo sé.
—¿Y por qué lo hace, entonces?
—Mi intuición me dice que puedo confiar en usted.
Se sintió alagada ante aquella declaración y no pudo frenar que el rubor enrojeciera su rostro.
Una ráfaga de viento removió su larga melena expandiendo a su alrededor la fragancia a lilas
que siempre la acompañaba. Neil aspiró con los ojos cerrados y al abrirlos la encontró
concentrada en él. De nuevo se quedaron mirándose como si nada más en el mundo existiera
aparte de ellos dos.
Neil carraspeó y ladeó los ojos hacia el suelo, seguro de que, si no lo hacía, acabaría
besándola.
—Bien, ha llegado su turno –le recordó antes de volver a fijar la vista en ella.
Elisabeth, le habló brevemente sobre el incidente con el vizconde y de su bochornoso
comportamiento. Del terrible disgusto que había sufrido su padre ante la posibilidad de que lo
sucedido pudiera llegar a trascender, con el consiguiente descrédito que eso supondría para la
familia. Terminó su explicación reconociendo que fue su propia estupidez la que provocó que
Lord Marlborough no tuviera otro remedio que castigarla de alguna manera y la que le pareció
más adecuada fue enviarla allí, con tía Anne.
—Y eso es todo.
—Parece que tenemos el mismo problema.
Molly se encogió sobre sí misma al mismo tiempo que sus ojos se humedecían. Era como si
le hubieran golpeado en el estómago al oír esas palabras.
—Sí, señorita, hubo centenares de bajas antes, durante… y después de aquel frío, fatídico y
desgraciado día de abril. No creo que nadie pueda olvidarse de algo como aquello.
—¿Qué fue de los supervivientes escoceses? —le cogió las manos mostrando el interés real
que la movía.
—¿Qué supervivientes? —respondió la muchacha esbozando una mueca de dolor—. De los
pocos que quedaron con vida, una buena cantidad estaba gravemente herida o mutilada. Otros
fueron aniquilados o hechos prisioneros. No sé qué fue peor… —dijo para sí—. Solo un número
muy reducido consiguió despistar a los dragones durante un tiempo, pero cuando los
localizaron… no tuvieron compasión de ellos.
—Pero alguno lograría escapar, ¿verdad?
—Espero que sí —se llevó de inmediato las manos a la boca al darse cuenta de la gravedad
de lo que acababa de decirle a una inglesa—. Quiero decir…
—No te justifiques, Molly —la tranquilizó apretando con más fuerza su agarre—, lo
entiendo. Era tu gente, personas que tal vez conocías…
—Perdóneme, señorita, pero debo marchar —dijo Molly liberando sus manos—. Ya he
permanecido fuera de mi cuarto mucho tiempo y alguien puede notar mi falta.
Elisabeth detectó la incomodidad de su voz y se apiadó de ella. No es que estuviera contenta
con la cantidad de información recibida; ansiaba saber mucho más, en especial todo lo que
tuviera que ver con Neil y que pudiera haber llegado a oídos de la doncella a modo de rumor. Sin
embargo, decidió no forzarla más. Ya habría tiempo para conseguir que Molly le revelara
cualquier otro detalle que pudiera ser relevante.
—Está bien, ve a descansar. Mañana procuraré no cargarte con trabajos pesados para
compensarte por tu falta de sueño.
—Gracias, señorita, pero no hará falta.
—Insisto.
—Gracias, entonces.
—Hasta mañana, Molly.
—Hasta mañana, Milady.
***
Dado que la lluvia no daba un respiro y, por lo tanto, Beth no iba a aventurarse a cabalgar
bajo esas condiciones climáticas, estaba seguro de ello, decidió visitar a su único amigo en más
de cinco años: Mac. Llevaba meses sin pasar por su choza y el sentimiento de culpabilidad le
ardía en las entrañas. El hombre era un anciano que vivía solo y que no contaba con más
compañía que la de un lebrel, casi tan viejo como su amo, y la de él mismo, cuando se dignaba a
aparecer por su casa. Aunque no era la culpa el único motivo que lo movía a desplazarse hasta
allí: necesitaba exorcizar sus temores producidos por haber confiado en una inglesa. Así también,
precisaba con toda su alma del sabio consejo de su amigo para aclarar el barullo de emociones
que bullía en su interior con respecto a ella. Por un lado, seguía opinando que era una señoritinga
rica y malcriada que jamás se había tenido que enfrentar a la realidad de la vida… Pero por otro,
la imagen que le había ofrecido las escasas ocasiones en que había hablado con ella era bien
distinta. En esos pocos momentos compartidos, Beth se había mostrado más sensible, más
humana, sin dejar que por ello de ser una auténtica dama.
Con sigilo, se desplazó por la espesura del bosque eludiendo los caminos para evitar ser
detectado por cualquiera que anduviera por ellos. Se encontraba a más de ciento cincuenta yardas
del claro donde se erigía la destartalada cabaña de Mac cuando comenzó a oír los ladridos de
Big, su perro, posiblemente porque ya lo había detectado a él. Mientras recorría el último trecho,
mojado por la lluvia y casi sin aliento, un fugaz fogonazo iluminó su memoria: el día que
apareció en ese mismo lugar agotado, hambriento, herido, asustado y tan mojado como estaba en
ese instante. Aquel día, tan derrotado como estaba, casi no le hubiera importado si de aquella
casita aparecía un regimiento inglés y acababa con su sufrimiento. En vez de eso, fue un hombre
rudo, aunque afable, quien le diera la bienvenida. Mac se ocupó de él, lo alimentó, le enseñó
cómo valerse por sí mismo en el bosque, cómo localizar un lugar seguro donde resguardarse,
cómo cazar para alimentarse… y llegó a jugarse el pellejo por salvarlo de los dragones,
ocultándolo en un hueco bajo las tablas del suelo cuando aquellos se presentaron en su hogar en
busca de fugitivos. Tenía mucho por lo que estarle agradecido; pero por sobre todo lo demás,
tenía que agradecerle su sincera amistad, la única que todavía le quedaba.
De repente, vio una masa enorme de pelo correr a su encuentro y, antes de darse cuenta, ya lo
tenía de pie frente a él, con las patas delanteras ancladas en sus hombros y la gran lengua rosada
paseando por su rostro.
—Eh, ¿cómo estás, muchacho? —le preguntó al can como si él fuera a responderle.
—Neil, ¿eres tú? —la voz, más achacosa de lo que recordaba, de Mac se dejó oír a través del
sonido de la lluvia.
Comieron casi en silencio. Las pocas palabras que se escucharon fueron las de Neil y se
refirieron a lo exquisito que era lo que estaba comiendo. Pero una cosa llevó a otra:
—Hacía demasiado tiempo que no comía algo tan bueno. Yo lo tengo difícil para cocinar; es
peligroso hacerlo sin correr el riesgo de que descubran mi rastro por culpa del fuego.
—No serán manjares, pero mis guisos alimentan a base de bien. Así que ya sabes, puedes
quedarte aquí tanto tiempo como quieras, chico.
—Me niego a ponerte en peligro otra vez. Bastante te arriesgaste en el pasado.
—Soy viejo. De algo tengo que morir. Si lo hago por ocultarte a los ojos de esos… ingleses
—escupió—, será una buena manera de acabar.
—Prefiero no pensar en esa posibilidad, si no te importa, así que terminemos con nuestra
comida.
—Eso, eso, que me has despertado la curiosidad. Quiero saber todo lo concerniente a la joven
que has conocido.
Al acabar sus cuencos, Mac volvió a rellenar el suyo y lo bajó al suelo para que comiera Big.
Mientras tanto, Neil dejaba el suyo en un cubo de madera lleno de agua para limpiarlo más tarde.
El anciano se dirigió al estante que había sobre la chimenea, tomó la pipa que había fabricado
muchos años atrás y la cargó de una picadura que bien podía ser tabaco, pero que no lo era. De
inmediato, el aroma especiado se extendió por toda la sala.
—¿Y bien? Me intriga la manera en que te las has apañado para conocer a alguien, sobre
todo si se trata de una mujer.
—Ya, yo también me pregunto cómo ha podido ser eso posible —se frotó la cara con los
dedos y terminó echando el cuerpo hacia adelante para apoyar los codos en sus rodillas—. Más si
tenemos en cuenta que es hija de uno de los hombres más ilustres de Inglaterra: Sir George
Spencer, IV Duque de Marlborough.
Mac soltó un silbido a la vez que abría los ojos tanto que asemejaron dos pozos grises y
profundos.
—Tú no te andas con chiquitas, muchacho. Eso es picar muy alto. ¿Sabe quién eres? ¿Le has
contado alguna cosa sobre ti? Ya conoces el peligro que entraña que tu identidad salga a la luz.
—Sí, sí y por supuesto que sí —respondió a cada una de sus preguntas sin poder evitar el
movimiento nervioso de su pierna izquierda.
—¿¡Le dijiste quién eres!? —La pregunta vino precedida de una inclinación hacia adelante
que revelaba su preocupación.
—No hizo falta, ella lo adivinó, aunque no sé muy bien cómo.
—¿Es posible que alguien te delatara?
—Mac, de más está decirte que no tengo tratos con nadie, así que debió imaginárselo atando
cabos. Sin duda, oyó hablar de mí… del hijo de Lord Bruce, y sacó sus propias conclusiones.
—Esto es un mal asunto, chico. De todas formas, tengo la impresión de que te fías de ella,
¿me equivoco?
—Por extraño que parezca, sí, lo hago —se pasó la mano por el pelo hasta llevarla a su nuca
—. Si hubiera querido delatarme, ya lo habría hecho.
—O no. Cabe la posibilidad de que esté recabando información antes de hacerlo. O ya lo ha
hecho y están esperando el mejor momento para echarte el guante… No sé. Hay un sinfín de
posibilidades.
—Pero no contemplas que simplemente sea digna de confianza, ¿verdad?
—¡Está bien!, puede que tengas razón y yo sea un paranoico, pero es que me preocupo por ti.
—Y te lo agradezco Mac, mucho. Sé que no hay nadie en el mundo en quien pueda confiar
más que en ti, sin embargo…
—Ay, muchacho, me da en la nariz que te tiene embrujado.
Neil desvió la mirada al fuego, y negó con la cabeza.
—Puede ser. Aun así, me fío de ella —alegó volviendo la mirada a su amigo—. Y ahora,
¿qué me aconsejas que haga?
—Cuando una mujer te coge por las pelotas, como parece que es el caso, solo puedes
encomendarte al Altísimo para que no te las arranque de cuajo —meneó la cabeza dibujando una
sonrisa pícara—. Sigue como hasta ahora, ya que parece que, de momento no hay nada que
temer, pero no bajes la guardia. Recuerda que es inglesa.
Neil hubiera deseado que Mac le marcara un camino claro a seguir con respecto a Beth, sin
embargo, le había dejado a él el peso de la decisión. Se arriesgaría con ella, entre otras cosas,
porque no encontraba otra forma de seguir disfrutando de su compañía, a la que se había vuelto
adicto, para su desconcierto.
CAPÍTULO 17
—Es cierto. Me duele la cabeza —continuó con la excusa que había esgrimido un rato antes
—. Intentaré descansar, a ver si de esa manera se me pasa.
—Perdone la impertinencia, Milady, pero no sé si es buena idea dejar a su tía a solas con el
capitán.
Elisabeth la reprobó con la mirada; una cosa es que ella tuviera ese tipo de pensamientos,
pero no permitiría que el nombre de un familiar quedara en entredicho.
—Tú lo has dicho, es una impertinencia, y te aconsejo que no vuelvas a hacer comentarios de
este tipo ni conmigo ni con nadie, ¿queda claro?
—Perdóneme, señorita yo solo…
—No hay nada más que hablar —zanjó el tema haciendo un gesto con la mano—. Ya puedes
retirarte, Sally. —Apreciaba a su doncella, de verdad que lo hacía, pero, en ocasiones se tomaba
unas libertades que estaban por encima de su posición. Elisabeth la despidió con un ademán
mientras se sentaba en el sillón junto a la ventana y tomaba el libro que reposaba sobre la mesita.
La muchacha salió de aquel cuarto con la sensación de que había molestado a su ama de alguna
manera que no era capaz de comprender.
***
Neil abandonó el refugio de Mac bien entrada la noche; por fortuna había dejado de llover y
la luna llena le alumbraba el camino que, de todas formas, conocía de memoria. Las sombras que
dibujaba su luz alumbraban sus pasos favoreciendo su avance, cosa que lo hacían todavía más
seguro que durante el día. Su intención inicial fue dirigirse a su cueva, pero en el último
momento, después de un largo trayecto, se desvió de su camino para acercarse a la linde de la
mansión donde habitaba Beth. Por sus continuas observaciones, sabía que aquella noche, como
todos los miércoles, Prescott estaría cenando allí. Era consciente de que corría un gran riesgo
acercándose tanto, sin embargo, una corazonada condujo sus pasos hasta el mismo límite entre la
propiedad y el bosque. Perpetrado detrás del enorme tronco de un alerce que ocultaba su
presencia, se dedicó a espiar los movimientos que se producían en la casa, visibles gracias a la
cantidad de velas encendidas en el interior, en especial en lo que debía ser el comedor. Le
pareció ver dos figuras sentadas en sendos sillones: una oronda y la otra con chaqueta roja.
Achicó los ojos en busca de Beth sin obtener resultado hasta que una luz se encendió en el
segundo piso que hasta ese momento había permanecido a oscuras. Observó la silueta de la joven
moverse por la alcoba con la elegancia que la caracterizaba. Un momento más tarde, la vio abrir
la puerta a una muchacha más o menos de su edad quién, de inmediato, la ayudó a deshacerse del
vestido que llevaba. Los ligeros cortinajes no impidieron que fuera testigo de una visión que lo
dejó aturdido y excitado. En toda su vida no había visto algo más bello que el rostro de Beth, de
eso hacía ya un tiempo que estaba convencido, pero poder admirar su cuerpo, aunque fuera en la
distancia, era como si el cielo se hubiera abierto para dejar entrever a un ángel. Su mano se
dirigió a su sexo, que había tomado vida en cuanto la doncella había deshecho el primer lazo del
vestido de su señora, y se acarició con fruición mientras la contemplaba en sus idas y venidas. El
orgasmo le llegó en el momento en que Beth, con un libro en las manos, desaparecía abrazada
por el gran sillón en que tomó asiento.
***
Prescott estaba deseando acabar con aquella velada de una vez por todas. Estaba harto de las
bromas e insinuaciones de aquella zorra vieja, de la que solo le interesaba el dinero u objetos
valiosos que pudiera sacarle. Al parecer, ella tenía otros planes porque estaba más pegajosa que
de costumbre, y eso era difícil de creer ya que solía ser empalagosa hasta el hartazgo.
—Milady —aprovechó un instante de silencio para levantarse del sillón en el que había
pasado la última media hora e hizo una reverencia—, creo que ha llegado el momento de irme.
—Siéntese, John —La voz de Anne sonó contundente al lanzarle la orden—. Todavía hay un
tema que deseo tratar con usted.
Logró disimular el fastidio que le produjo aquel mandato y volvió a sentarse perfilando una
sonrisa impostada.
—Usted dirá, Lady Anne —pidió con falsa sumisión.
—Creo que ha llegado el momento de quitarnos las caretas —comenzó en tono duro—. Soy
realista, no puedo ser tan ilusa como para creer que sus constantes atenciones hacia mi persona
sean motivadas por su inclinación hacia mí. Tal como me señaló mi sobrina, sé que su interés
viene dado por lo que pueda sacar de esta relación, ya sea en forma económica o por los
contactos que pueda conseguir gracias a nuestra amistad.
—Milady, ¿cómo puede pensar…?
—Dejémonos de monsergas, John. No soy una cría y usted no es un hombre enamorado ni
muchísimo menos. Así que hablemos con franqueza. —La determinación que demostraba Anne
le obligó a reconocer que había mucha verdad en sus palabras.
—¿Qué se supone que tenemos que hablar?
—Voy a hacer un pacto contigo —propuso desprendiéndose del trato cortés que había
utilizado hasta el momento—. Tú quieres algo de mí y, hasta ahora, lo has conseguido en gran
medida. Ahora ha llegado el momento de tener mi recompensa. Propongo que, a partir de hoy,
recibas la cantidad periódica que fijemos y, a cambio, te metas en mi cama no menos de dos
veces al mes, empezando por el miércoles de la semana que viene. No pretendo que tomes la
decisión sin meditarla previamente, por lo que no voy a exigirte que nuestro acuerdo comience
hoy, pero quiero una respuesta dentro de siete días, sin excusas ni aplazamientos. Creo que he
sido explícita con mis deseos —concluyó levantándose, no sin cierto esfuerzo, y haciendo un
gesto con la cabeza—. Y ahora, ya puedes irte. Creo que tienes mucho en qué pensar.
El capitán la imitó situándose frente a ella. Se cuadró al estilo militar, tomó la mano que le
ofrecía y le besó el dorso, ocultando el odio, mayor que nunca, que sentía en ese instante por ella.
—Milady.
—Hasta la semana que viene, John. Espero que, para entonces, hayas tomado una decisión
que nos beneficie a ambos.
Ni tan siquiera se le pasó por la imaginación que Prescott no aceptara. Si bien siempre había
sospechado que su amistad estaba basada en el interés, desde que Elisabeth lo había puesto de
manifiesto, resultaba imposible evitar pensarlo. Pero le gustaba tanto aquel hombre…
John arrancó el sombrero de las manos a Monroe, salió hecho un basilisco por las puertas de
la mansión y esperó en lo alto de las escaleras hasta que el mozo de cuadras le acercó su caballo.
La vieja gorda le había jodido el chollo que le había costado tanto conseguir. No, había sido la
zorra de su sobrina, con sus insinuaciones y frases maliciosas, la que había acabado con aquel
cómodo y beneficioso vínculo que mantenía con Anne. Por más que ya había barajado en el
pasado la posibilidad de tener que hacerlo, pensar en meterse entre las piernas de la vieja lo
asqueaba. Cada vez que la veía le costaba más continuar representando aquella farsa. Y ahora,
tendría que fingir aún más. Presa de la más absoluta repulsión, su mente formó una sentencia:
Aquella mocosa entrometida se las iba a pagar.
Salió al galope, huyendo de aquella casa y de las dos mujeres que la habitaban, desesperado
por olvidar los últimos minutos vividos en su interior. Tenía que desquitarse y sabía muy bien
cómo hacerlo.
En su loca escapada, no fue consciente de que dos pares de ojos observaba su marcha.
***
A Elisabeth le resultaba imposible concentrarse en la lectura del libro que tenía a medias; las
dos frases lapidarias que le había lanzado el capitán al salir del comedor, no se lo permitían.
Cansada de leer la misma línea una y otra vez, colocó la marca en la página y dejó el volumen
sobre la mesita que había junto al sillón en el que estaba reposando. Bueno, reposar era una
manera de decirlo, porque su cabeza hacía cualquier cosa menos descansar. Un ruido en el
exterior llamó su atención y fue hacia la ventana para averiguar de qué se trataba. La noche se
había quedado muy apacible, después de las tormentas que habían azotado la zona durante días.
La luna brillaba redonda y majestuosa en lo alto de un cielo exento de nubes, así que se decidió a
abrir las puertas acristaladas e inclinarse hacia el jardín para conocer el origen del sonido que
acababa de escuchar. Los grandes portalones de la mansión se cerraban dejando a un agitado
Prescott en el porche de entrada. Parecía refunfuñar para sí mientras sus pies recorrían el soportal
de lado a lado sin descanso. Al poco, el mozo le acercó su caballo. El capitán saltó sobre él y se
lanzó en una loca carrera que lo alejó veloz de la hacienda.
Elisabeth observó la marcha del capitán con agrado. Saberlo en la misma casa que ella la
desestabilizaba y era una sensación que no le gustaba en absoluto. Las palabras que le había
dedicado al salir del comedor volvieron a martillearle el cerebro provocando, además de la
determinación de desenmascarar a ojos de su tía a ese farsante, una cierta alarma. Esperaba que
la advertencia que le hiciera en casa de los Bruce o la que destilaba de sus palabras de esa misma
noche no tuvieran mayores consecuencias. Regresó al interior de su alcoba a sabiendas de que no
podría dormir. En un arrebato, decidió ir a caminar por el jardín, a pesar de las bajas
temperaturas, con la intención de aligerar su mente. Con suerte, después del paseo, el sueño no le
fuera tan esquivo. Se echó un chal de lana por los hombros, se cambió las zapatillas por un
calzado más adecuado y bajó las escaleras con sigilo, rogando no encontrarse con ningún
miembro del servicio ni, por supuesto, con su tía. Llegó sin incidentes a una de las salidas
secundarias de la casa y abrió la puerta vidriada. De inmediato un frío intenso le recorrió el
cuerpo erizándole la piel. Miró a su alrededor en busca de algo que le sirviera de abrigo y lo
encontró sobre un sofá: una manta de cuadros escoceses de algún clan que no podía identificar.
Se arropó cubriéndose incluso la cabeza y dio un paso al exterior.
***
Neil no se lo podía creer. Había estado a punto de regresar a su guarida al ver aparecer al
capitán con aquel aspecto furioso en lo alto de las escaleras que daban a la mansión. Pero un
movimiento en el piso de arriba lo distrajo de su idea: Beth, asomada al marco de la ventana con
aquel camisón tentador lo detuvo.
Un momento después, Prescott galopaba de forma alocada, pasando por su lado sin verlo y
Beth desaparecía de su vista. Aun así, permaneció escondido con la esperanza de que la joven se
mostrara de nuevo desde su habitación.
CAPÍTULO 18
E lisabeth caminó por la hierba húmeda alumbrada por los haces de luna que
guiaban sus pasos; no quería que el ruido de las piedras al chocar con sus pies
alertara a los de la casa. Su mirada vagaba por las sombras de los árboles y, en
ocasiones, se dirigía al astro brillante que tenía sobre su cabeza y que la estaba tranquilizando
con su belleza. De repente, le pareció advertir una oscilación de ramas justo donde comenzaba el
bosque. El corazón le empezó a bombear con fuerza; el capitán podía haber vuelto con alguna
excusa y encontrarla allí no significaría otra cosa que problemas. No obstante, su instinto le dijo
que era otro el que merodeaba por aquel lugar. En un arranque de valentía se encaminó al lugar
de donde provenía el movimiento.
—Neil, ¿es usted? —musitó abrazándose a la frazada que la protegía del frío.
La figura de Neil se dejó ver entre los árboles sin alejarse por ello del refugio que
representaban.
Aliviada al darse cuenta de que su intuición era acertada, anduvo la distancia que la separaba
de él. En cuanto estuvo a su alcance, Neil tiró de su mano para ocultarla tras unos troncos.
—¿No sabe usted que es peligroso para una joven caminar sola de noche?
—No soy yo la que se pone en peligro.
Con la ceja alzada y una sonrisa de suficiencia, Neil le recorrió el cuerpo con la mirada. A
pesar del chal y la manta que llevaba encima, se vislumbraban sus piernas a través del suave
camisón. Elisabeth, turbada por el escrutinio, se estrechó la tela al cuerpo con más fuerza al
tiempo que bajaba la vista a sus zapatos.
—Le aseguro que usted se arriesga mucho más —susurró acercándose a ella, pero sin llegar a
tocarla—. Cuénteme, ¿qué la ha llevado a salir a estas horas al jardín?
—No podía dormir —confesó volviendo la mirada a él.
—¿Algún problema que la atormente?
Elisabeth estuvo a punto de negarlo, pero necesitaba revelarle a alguien sus tribulaciones y
no se le ocurría a nadie mejor que él para hacerlo.
—Al parecer tenemos bastantes cosas en común, aparte de un padre déspota y una familia
presa de los convencionalismos.
—¿A qué se refiere?
—A que ambos aborrecemos al capitán Prescott, me temo.
—Yo lo hago, desde luego, pero ¿cuál es su motivación?
—¿Sin contar con que es un ser repugnante, manipulador, deshonesto, grosero e hipócrita?
—¡Vaya! —rio bajito dejando ir volutas de vaho—. Veo que es cierto que lo aborrece.
—No se hace una idea de cuánto.
El silencio se extendió entre ellos durante unos segundos sin que sus miradas se separaran.
Transcurrido ese tiempo, Neil extendió la mano y señaló el lugar donde habían estado sentados la
noche anterior. Elisabeth entendió su gesto y se dirigió allí. Se sentó dejando espacio para él y
abrió la manta con la que se había cubierto, imitando la escena del día anterior. Neil sonrió
agradecido y tomó asiento junto a ella. Permanecieron sin hablar un tiempo más, con la vista
perdida en el horizonte lleno de troncos que se abría frente a ellos.
Fue Elisabeth, presa de una sensación de irrealidad que no sabía cómo gestionar, la que
emitió las primeras palabras:
—Por fin ha dejado de lloviznar —inició una conversación insustancial para romper el hielo.
—Por suerte, así ha sido.
Otra vez apareció el silencio, que se alargó más de lo que cualquiera de los dos hubiera
deseado. Nuevamente fue ella quien lo rompió:
—¿Es esta una buena ocasión para que me conteste a la pregunta que le hice en el jardín de la
casa de sus padres?
—¿A qué se refiere?
—¿Qué ha estado haciendo desde que acabó la guerra?
Neil se agitó inquieto. No le resultaba agradable hablar de ese tema, y menos con ella, pero
entendía su curiosidad.
—Creo que antes debería conocer qué viví en el campo de batalla, en Culloden, así
entendería qué me empujó a adoptar esta miserable vida.
—Me parece una buena idea —acordó ella arrebujándose un poco más en la frazada.
—Si en algún momento, la crueldad de lo que le cuento la incómoda, dígamelo y pararé mi
relato.
—Gracias, por su consideración. Sin embargo, creo que no llegaré nunca a entender lo que
ocurrió allí si no me lo explica alguien que lo vivió por sí mismo.
—De acuerdo, pero insisto, si es demasiado violento para usted…
—Adelante —lo animó con la cabeza.
Neil tomó aire sonoramente y la miró de refilón. Los recuerdos de aquel día seguían vívidos
en sus retinas y el dolor que le causaban continuaba siendo desgarrador. Aun así, pensó que, tal
vez, hablar de sus demonios, sacarlos al exterior, podría aliviarlo de su carga, a la vez que a ella
le servían para comprender la magnitud de lo sucedido.
—Podría hacer un informe detallado de los acontecimientos previos a ese 16 de abril, o de
los hechos acaecidos en el campo de batalla, en resumen, aquello que recogerán en el futuro los
libros de historia, mas me limitaré a darle mi visión.
—Eso es exactamente lo que le pido, su enfoque personal. Me gustaría saber cómo un
hombre como usted, culto y de buena posición, ha podido soportar esta vida durante tantos años.
Y creo que, como ha dicho usted mismo, hay que remontarse a la contienda para ver las cosas
con perspectiva.
—Está bien —sacó la mano de la manta y se frotó la frente con los dedos antes de retomar la
palabra—. La noche previa marchamos hacia Nairn, donde se encontraba el destacamento inglés
celebrando el cumpleaños de su jefe en mando, con la esperanza de hallarlos borrachos y
vulnerables y así poder vencerlos. Lo cierto es que estábamos agotados y hambrientos;
comíamos poco y mal, y nuestras jornadas eran muy largas. Aquel día, sin ir más lejos, solo
habíamos comido un pedazo de bizcocho rancio, así que aquella marcha no hizo sino
extenuarnos todavía más. Y lo peor fue que, a algo más de dos millas, el sol empezó a despuntar
sin que nosotros hubiéramos alcanzado nuestro objetivo, por lo que nos vimos obligados a
retroceder. Muchos de los hombres se dispersaron en busca de algo que echarse al estómago o
tratando de hallar un lugar donde reponer fuerzas. En mi caso, pudo el cansancio al apetito y,
junto con cuatro compañeros nos refugiamos bajo un árbol con la intención de dormir, aunque
solo fuera un rato. —Los recuerdos eran tan dolorosos que tuvo que detenerse antes de tomar el
impulso suficiente para volver a hablar—. Nos arracimamos entre los huecos de sus raíces,
tapándonos con nuestros tartanes. Me quedé dormido en cuanto mis posaderas tocaron el suelo.
No puedo calcular el tiempo que pasé allí, pero no fue mucho, se lo aseguro. Nuestros cañones
nos despertaron anunciando el avance de los casacas rojas e indicando que teníamos que entrar
en acción. —Negó con la cabeza mientras chasqueaba la lengua con desánimo—. Por desgracia,
algunos de nuestros soldados, si es que se les puede llamar así, estaban tan agotados que no
oyeron el aviso.
—¿Cómo es eso posible? El ruido que produce un cañón es ensordecedor.
—Estaban alejados del campo de batalla, exhaustos; todavía no entiendo cómo yo fui capaz
de oírlos.
T res días esperó sin éxito a que la lluvia, incesante durante ese periodo,
amainara. Su corazón se encogía cada noche imaginándolo en su punto de
encuentro, mojado y expectante, sin que ella pudiera salir a reunirse con él. La
noche había caído frente a ella, que se quedó mirando la oscuridad que reinaba en el exterior
abrazada a sí misma. Desde que se separara de él, no había habido un instante en que sus
palabras no retumbaran en sus oídos, estrujándole el alma. Era difícil imaginar las escenas que
Neil le había narrado y, sin embargo, tenía la certeza de que eran tal y como él las había
descrito… o peores. Lo más probable era que se hubiera guardado para sí parte de los horrores
que se vivieron en aquel campo. Se preguntaba qué hizo después de aquella barbarie, cómo
consiguió eludir a los hombres que, a buen seguro, andaban buscando a los supervivientes. Así
mismo se acrecentó la curiosidad por saber qué había sido de aquellos pobres desgraciados. Por
la poca información que había logrado recabar, no habían corrido buena suerte ni mucho menos.
Ardía en deseos de escabullirse de aquella casa y correr al lugar donde, tal vez, él estaría
aguardando, mas con el aguacero que caía no era posible hacerlo; resultaría complicado explicar
sus ropas húmedas y cubiertas de barro al día siguiente.
Tres noches ya sin verlo… Una eternidad. Sus labios dejaron escapar un suspiro a caballo
entre la desesperación y la nostalgia. Estuvo tentada de olvidarse de todo y correr hasta el
bosque; ya encontraría una excusa que ofrecer… Pero un rayo de cordura le recomendó que no
se expusiera. Su tía era rígida y si llegaban a sus oídos sus paseos nocturnos, capaz era de
encerrarla en su habitación para evitar que volviera a escaparse a horas intempestivas. Era
preferible aguantarse las ganas el tiempo que durara ese clima infernal y poder escabullirse en el
futuro siempre que lo deseara.
Se acomodó en el sillón, frente al ventanal, sujetando a Pulgas sobre su regazo mientras lo
acariciaba suavemente en el lomo. El perro se lo agradeció enroscándose entre sus piernas y
emitiendo un leve ladrido. Ella permaneció allí, con la vista perdida en la negrura, hasta que el
cansancio la venció y sus ojos se entornaron primero para cerrarse después. No pudo precisar si
la última imagen que habían detectado sus pupilas era cierta o producto de un sueño, pero podría
asegurar que vio a Neil entre los árboles con la vista fija en su ventana.
***
Noche tras noche había acudido al mismo lugar, aún a sabiendas de que, con la que caía, era
más que improbable que ella apareciera. No obstante, la simple idea de que Beth se presentara en
su lugar secreto y no lo hallara se le hacía impensable. Era consciente del mal aspecto que
mostraba; siempre tenía el mismo problema cuando el clima se ponía en su contra. A la humedad
chorreante de sus raídas ropas había que sumar el cansancio y el hambre. Aquello tenía una
explicación lógica: por mucho que se empeñara en cubrir la entrada de su guarida, cuando la
lluvia era tan intensa, se filtraba el agua por entre el ramaje y no lo dejaba dormir más allá de
unos cuantos minutos de un tirón. Por el otra parte, con la madera empapada de la que disponía
no había opción de encender un fuego sin que la humareda no alertara de su posición, por ese
motivo, se tenía que conformar con los alimentos que le proporcionaba el bosque, que, a aquellas
alturas del año, no abundaban precisamente.
Apostado en el lugar desde donde mejor se vislumbraba las puertas acristaladas del
dormitorio de Beth, la observó mirar a la noche, en concreto al lugar en el que habían compartido
confidencias. Un sentimiento de felicidad, ya olvidado, anidó en su pecho. Aquella jovencita a la
que él había tildado de consentida, se estaba revelando como alguien con mucha sensibilidad y
empatía. Seguía siendo una señorita refinada y caprichosa la mayor parte del tiempo, pero no
cuando estaba con él. En los escasos momentos que habían compartido, se mostraba cercana,
sencilla y muy humana. Al estar tan cerca de ella, había podido percibir cómo se encogía de
angustia con cada frase que él revelaba… Pero se percató de mucho más: el aroma a lilas que
desprendía su cuerpo volando a su alrededor, su calor pegado a su costado, su cuerpo blando
apoyado en el suyo… Todas esas sensaciones lo habían embriagado de tal manera que tuvo que
recurrir a toda su fuerza de voluntad para no ladear la cabeza y adueñarse de sus labios, esos
labios generosos y sonrosados que lo tentaban como nunca nada antes lo había hecho.
Antes de echar un último vistazo a su ventana, elevó la mirada al cielo, permitiendo que las
gotas heladas le empaparan el rostro, sin que le molestara recibir aquella ducha de vida. Con una
sonrisa coló la mano en su ajado espurran y rozó con la punta de los dedos la pequeña figurilla
de madera que había tallado para Beth. Inmerso en la intensa conversación sobre la batalla, se
había olvidado de dársela; se aseguraría que ninguna distracción le impidiera entregársela la
próxima vez que se vieran. Fijó los ojos en la estampa que ofrecía Beth, recostada en un sillón.
Parecía dormir. Suspiró con resignación, insensible a que la inmisericorde lluvia recorriera su
espalda. Era hora de alejarse de allí y volver a su guarida para soportar otra noche de insomnio,
agua y frío. Sin embargo, la perspectiva no lo molestó demasiado; se llevaba el recuerdo de Beth
asomada al cristal grabado en las pupilas. Esa imagen lo ayudaría a aguantar las horas oscuras
mientras rogaba al cielo que dejara de descargar para poder volver a tenerla a su lado.
***
Elisabeth no se lo podía creer al despertar. En algún momento de la noche se había
desplazado hasta su lecho, pero no recordaba ni cómo ni cuándo. Se destapó con premura y bajó
las piernas hasta la mullida alfombra que cubría el suelo. Se puso sus mullidas y confortables
zapatillas de gamuza y corrió a la ventana para asegurarse de que, realmente, la sensación que
tuvo durante la noche no era producto de su imaginación. No lo era: ya no llovía y un sol débil,
pero decidido, presidía un cielo celeste y casi sin nubes. Se preguntó cómo era posible que el
clima en aquella zona fuera tan voluble, mucho más que en Inglaterra, pero no gastó mucho más
en pensar en ello. Si el tiempo se mantenía de aquella guisa por la noche, podría reencontrarse
con Neil, y ese pensamiento eclipsaba cualquier otro.
Echó un vistazo por el cuarto, extrañada de no ver a Sally allí; su resfriado había mejorado de
forma notable y el día anterior ya había vuelto a ocuparse de su arreglo diario. Sin embargo,
aquella mañana no había ni rastro de ella ni de que hubiera pasado con anterioridad por allí.
Caminó hasta la cabecera de la cama junto a la que estaba la campana de aviso. En el preciso
momento en que su mano iba a asirla, unos ligeros golpes que ella conocía muy bien sonaron en
la puerta.
—Adelante —pidió dándose la vuelta.
Sally apareció cargada con los zapatos que había usado Elisabeth la última noche que acudió
al bosque y que se había encargado de guardar en el fondo del armario para que nadie reparara en
ellos.
—Buenos días, señorita. Veo que ya está despierta. Vine antes, pero la vi tan plácidamente
dormida que preferí esperar un poco más para despertarla.
—Gracias, Sally. Ciertamente, necesitaba descansar. —Señaló el bulto que la doncella
llevaba en sus manos como muda pregunta.
—Oh, lo siento, señorita. Me di cuenta de que estaban algo embarrados y los llevé a pulir. No
entiendo qué hacían en el fondo del ropero. Yo nunca los pongo ahí.
Las mejillas de Elisabeth se cubrieron de un inoportuno rubor que intentó disimular
volviendo la vista al lecho.
—Seguro que lo hiciste y no lo recuerdas.
—Me extraña mucho —dijo convencida ladeando la cabeza—, pero eso debe haber sido; no
encuentro otra explicación.
Mentalmente, Elisabeth se amonestó por su descuido. Sally era la encargada de su vestuario y
era muy hábil con su trabajo, no solía cometer errores. Tendría que ser más cuidadosa en el
futuro si pretendía que sus paseos nocturnos permanecieran en secreto. Un descuido por parte de
Sally podía pasar desapercibido, pero estaba segura de que un segundo levantaría las sospechas
de la doncella.
Se mantuvo ocupada la mayor parte del día con sus tareas habituales, pero, al llegar la tarde,
también aprovechó la tregua que brindaba el cielo para salir a caminar por los alrededores
seguida de Pulgas, que llevaba mucho tiempo sin poder disfrutar de los jardines. El perro la
seguía con sus cortas patitas y moviendo el rabo allá donde ella iba. Sin pretenderlo, sus pasos la
condujeron a su lugar secreto. Sin embargo, en el último momento, cuando solo quedaban unas
pocas yardas para llegar, se dio cuenta de lo que hacía y varío el rumbo. Por nada del mundo
deseaba que alguna mirada indiscreta descubriera el lugar donde se reunía con Neil. Era un sitio
especial, exclusivo para ellos dos. Tomó otra senda que se abría a un campo de hierba en el que
podría juguetear con su mascota. Ya acudiría esa noche a ese punto concreto de la hacienda, y
con una meta determinada: reunirse con Neil.
***
La sobremesa se alargó más de lo acostumbrado. Su tía tenía que darle una noticia,
acompañada de alguna que otra recomendación. Esperó a los postres antes de hablarle del
asunto: ese miércoles el capitán Prescott pasaría la noche en la mansión. Le aconsejó que ese día
se retirara pronto y se mantuviera en su cuarto hasta la mañana siguiente.
—Espero que no te incomode, querida.
—En absoluto, tía, todo lo contrario —dijo con sinceridad. Al darse cuenta de que sus
palabras sonaban a alivio, matizó—. Sin embargo, y si me permite el atrevimiento, me pregunto
el porqué de su recomendación.
Anne se mostró esquiva, dando una explicación que Elisabeth entendió de inmediato que se
trataba de una mentira. Ya habían hablado de política con anterioridad delante de ella —una
mujer de la edad de su tía sí que tenía la potestad de hacerlo— y dudaba mucho que fueran a
sacar un tema que no pudieran escuchar sus oídos. De todas formas, no discutió. Por el contrario,
le pareció una sugerencia perfecta. De esa manera, soportar la presencia de Prescott no se
alargaría en exceso.
***
Esa misma noche, cuando por fin tuvo la oportunidad de deslizarse al exterior, sus pies
volaron por el césped mientras se desplazaba a la linde del bosque, temiendo no encontrarlo allí.
Era tarde y Neil bien podía interpretar en su tardanza un signo de que ella no iba a acudir. Sin
embargo, allí estaba, en el mismo lugar de siempre, aguardando su llegada.
—Pensé que se habría marchado.
—Sabía que vendría. —Miró sus manos cargadas por su frazada y sonrió—. Ya veo que no
se ha olvidado de traerla.
—No, no lo he hecho —reconoció al tiempo que sus mejillas se tintaban de un rojo escarlata.
—Sentémonos, pues —dijo tomándola del codo con una mano mientras con la otra señalaba
el tocón donde se habían acomodado otras veces.
Elisabeth experimentó una sacudida de regocijo y ardor al sentir en su brazo la áspera palma
de Neil. Era una sensación desconocida que la dejó conmocionada, pero que se vio eclipsada por
la turbación de percibir la tibieza del cuerpo masculino cuando él se sentó junto a ella.
El joven, con una hábil maniobra, desplegó la manta y la extendió sobre ellos. Al hacerlo, su
brazo rozó los hombros de la muchacha, provocando que cada poro de su piel tomara vida.
Aturdida por la profusión de emociones que le provocaba Neil, no supo qué decir. A él pareció
ocurrirle algo semejante, porque también enmudeció. Pasaron minutos antes de que él se
decidiera a romper el silencio:
—Le he traído un regalo.
—¿Un regalo? —Lo miró atónita. ¿Cómo era eso posible en su situación?—. Pero… ¿cómo?
—Es una bagatela sin importancia —anunció a la vez que introducía la mano en su sporran y
la sacaba envolviendo la talla que había elaborado para ella.
A pesar de la escasez de luz, Elisabeth pudo apreciar lo que contenía su puño cuando lo
abrió. Con delicadeza, lo deslizó de su mano a la de ella.
—Es… Es… ¡Pulgas! —La sorpresa no le permitía hablar con normalidad—. ¿Cómo es
posible? Usted no lo ha visto nunca, ¿o sí? —preguntó ladeando la cabeza para mirarlo de frente.
—Lo confieso, la he espiado desde la distancia en muchas ocasiones. La he observado
mientras correteaba perseguida por su perro; me pareció que algo así le agradaría.
La confesión de Neil bailoteó entre ellos. Sus palabras revelaban una miríada de cosas, aun
no habiéndolas mencionado en realidad.
—Es preciosa —afirmó Beth llevándose la figurita al pecho—. Es lo más hermoso que nadie
ha hecho para mí.
—Le agradezco el cumplido, sin embargo, no puedo terminar de creerla. Es un simple trozo
de madera.
—Convertida en obra de arte gracias a sus hábiles manos —refutó con seguridad.
Sus miradas quedaron conectadas durante varios segundos, ambos presos de unos
sentimientos extraños y desconocidos que no sabían cómo exponer con palabras.
CAPÍTULO 21
Con renuencia, Beth abandonó el tocón y, con pasos lentos, se encaminó a la zona que
separaba el bosque del jardín. En el último momento, cuando sus pies estaban cerca de la hierba,
Neil aferró su muñeca y la obligó a girarse hacia él. Tirando de ella, la estrelló contra su fornido
pecho y la envolvió con sus brazos. Con lentitud, la joven elevó los ojos hasta encontrarse con
los de él. Sus labios se entreabrieron y fue la señal que necesitó Neil para inclinar la cabeza y
atraparlos con los suyos. Se fundieron en un beso apasionado, desesperado. Ninguno de los dos
estaba preparado para el impacto que les produjo. Si el anterior había sido incendiario, este
arrasó con su razón. Un rayo de cordura, que Neil maldijo entre dientes, consiguió poner
sensatez a sus deseos.
—Buenas noches, Beth —dijo sobre sus labios.
—¿Beth?
—Se me ha olvidado decirte que, si mañana no podemos encontrarnos, el miércoles será
imposible. Prescott dormirá en la mansión. Por favor, no vengas. No te arriesgues
innecesariamente, te lo ruego.
—También tú. Recuerda el tipo de hombre que es. —Con el ceño fruncido y cara de
preocupación, le acarició el mentón con uno de sus callosos dedos—. Me preocupa que estés
bajo el mismo techo que ese indeseable durante toda una noche.
—Tendré cuidado, te lo prometo.
La respuesta de Neil fue una simple inclinación de cabeza. Un instante después, volvió a
desaparecer absorbido por la oscuridad.
Elisabeth corrió por el verde manto hasta alcanzar la puerta acristalada por la que había
salido. El corazón se le detuvo cuando la encontró cerrada. Por un momento pensó que estaba
perdida, que la habían descubierto. Mas, cuando su mano aferró la maneta de la puerta, está
cedió sin dificultad. Sin duda, alguien la había cerrado sabiendo que ella estaba en el exterior.
Una oleada de inquietud se extendió por sus venas; esperaba que nadie hubiera sido testigo de su
encuentro secreto. Sin pensar en su propia seguridad, le inquietó la idea de que cualquiera con
malas intenciones descubriera a Neil y sus visitas a la hacienda. Su libertad dependía de seguir
oculto a ojos de todos.
Haciendo alarde de la mayor cautela, cerró la puerta por la que acababa de acceder a la casa,
dobló la manta, que colocó donde la había cogido, y, antes de dirigirse a su dormitorio, eligió un
libro al azar pensando que sería una buena coartada si se topaba con alguien en su camino.
Para su alivio, hizo el recorrido sin tropiezos. Sin embargo, al escurrirse dentro de su
estancia, se llevó una sorpresa: Molly. Su figura se recortaba bajo los débiles rayos de luna que
se filtraban a través de las pesadas cortinas de cretona. Elisabeth se fijó en el movimiento
nervioso de sus manos, que no dejaba de frotarse. Al divisarla, la doncella se aproximó a ella con
el rostro angustiado.
—Señorita, me ha tenido muy preocupada.
—¿Por qué? —preguntó Elisabeth fingiendo tranquilidad, aunque el corazón le golpeaba las
costillas con saña.
—Puede enfermar aventurándose a pasear a estas horas —dijo arrebatada—. Hace mucho
frío, eso sin mencionar que la humedad puede afectarle los huesos y los pulmones.
—Me abrigué bien —afirmó conmovida por la preocupación que destilaban las palabras de la
muchacha—. Hasta me hice de una frazada para guarecerme del helado viento. No debes
preocuparte por mí, Molly. Sé lo que hago.
—No estoy yo tan segura —rebatió la muchacha negando al mismo tiempo con la cabeza, sin
medir las consecuencias de sus palabras—. ¿Qué se le había perdido a usted en el jardín a estas
horas?
Elisabeth depositó sobre los pies de la cama el libro que llevaba en las manos mientras
buscaba una excusa creíble. Cuando por fin la halló, giró el cuerpo hacia Molly.
—No podía dormir. Tampoco me apetecía quedarme encerrada leyendo o esperando a que
me venciera el sueño. Por descontado, deambular por los pasillos ni se me pasó por la
imaginación. Por nada del mundo quería perturbar el descanso de la casa. —Una vez empezado a
mentir, ya no podía parar—. Sin pensarlo demasiado, me decidí por el jardín y debo reconocer
que ha sido un paseo revitalizante que me ha agotado lo suficiente como para estar deseando
meterme en la cama. —Lo dijo como clara invitación a que la muchacha abandonara la estancia,
sin que resultara impertinente.
—¿Me promete que no lo volverá a hacer? —Su voz sonó preocupada.
—No puedo prometerte que no haré algo que ha sido tan agradable. Pero, si te quedas más
tranquila, intentaré abrigarme mejor la próxima vez.
La intención de Molly fue objetar de nuevo, sin embargo, se dio por vencida cuando
Elisabeth se dio la vuelta y empezó a desprenderse del abrigo.
—Buenas noches, señorita.
—Buenas noches, Molly —la despidió con la mano, antes de inclinarse para aflojar los lazos
de sus zapatos.
En cuanto la puerta se cerró tras la doncella, Elisabeth suspiró aliviada. Por fortuna, la había
engañado tan bien que no sospecharía el verdadero motivo de su paseo nocturno. De todas
formas, se dijo, en el futuro tendría que ir con más tiento si quería mantener su secreto a salvo.
CAPÍTULO 22
A
cayó la noche.
pesar de que amaneció lloviznando y con el cielo de un color gris plomizo, las
horas terminaron por mejorar el día hasta convertirlo en apacible y menos frío
que los anteriores; aun así, la temperatura no era ni de lejos agradable cuando
Elisabeth repitió el ritual de otras veces: cenó con Anne, que se mostraba exultante ante la
perspectiva de la velada que le esperaba al día siguiente. La joven no entendía tal entusiasmo; al
fin y al cabo, para ella no era más que otra noche cualquiera al lado de un hombre que no le
despertaba ninguna simpatía. De todas formas, no se permitió el lujo de dejar entrever su
desagrado, dado que, de hacerlo, su tía la hubiera reprendido de forma severa. Después, esperó
paciente hasta que su tía manifestó su deseo de retirarse. Se desvistió con la ayuda de Sally y
aguardó con paciencia hasta ver salir a Helen de la habitación de la anciana, prueba inequívoca
de que Anne ya no aparecería hasta el día siguiente. Con todo, todavía permaneció un rato más
vigilando desde su puerta entornada; no quería correr el riesgo de que la descubrieran. Se decidió
a ir al encuentro de Neil cuando estuvo segura de que todos en la casa se habían retirado a sus
aposentos y tenía vía libre.
Conocía tan bien la mansión que, como en las otras ocasiones, no necesitó de más
iluminación que la que proporcionaba la luna a través de las estrechas rendijas que dejaban
algunas cortinas. Anduvo con sigilo, observando cada rincón por si se tropezaba con algún
sirviente, escarmentada por lo que había ocurrido la noche anterior con Sally. Una vez en la
estancia desde la que accedía al exterior, tomó la manta entre sus brazos y se deslizó al jardín. En
esa ocasión tuvo la precaución de ajustar la puerta acristalada para que nada denunciara su
escapada.
En cuanto sus pies, cubierto por las botas de montar, tocaron la terraza que daba al jardín,
descendió los tres peldaños que la separaban del manto verde que se abría delante de ella y
comenzó una rápida carrera, ajena a la humedad y barro que recogía el bajo de su ropa. Se
detuvo cuando vio la imagen de Neil diluida entre las sombras. Al instante, se aproximó a él con
paso más calmado y a la vez más decidido hasta quedar a escasos centímetros de su cuerpo. Neil
no se contuvo. No podía. Alargó su mano y la tomó por el codo hasta pegarla a su cuerpo,
dejando la manta entre los dos. Con un brusco movimiento, arrancó el cobertor que los separaba
y lo lanzó al suelo antes de volver a encerrar a Beth entre sus brazos, provocando en la joven una
sacudida de expectación. Un instante después, sus labios caían con ansia, con desesperación,
sobre los de Beth. Su alegría fue máxima al sentir como su dulce boca respondía a su beso con
igual intensidad que la que lo arrastraba a él. Se forzó a detenerse al notar cómo su hombría
crecía de forma alarmante con el contacto. Beth, su Beth, le robaba el sentido. Pero él, por más
apartado de la sociedad que estuviera, mantenía sus principios férreamente anclados en su
carácter y nunca se permitiría tratarla de una manera inadecuada, por más que su cuerpo clamara
por hacerlo. No obstante, nada le impedía saborear su boca, adorar sus formas, acariciarle el
rostro con sus manos callosas…
Se agachó para recuperar la manta. Al alzarse, la tomó de la mano y la guío al lugar que
habían convertido en su refugio. Una vez allí, en contra de lo que su sangre le exigía, se limitó a
sentarse a su lado, pasarle un brazo por los hombros y acurrucarla contra su pecho. El delicioso
aroma a lilas que desprendía su cabello lo sacudió de tal manera que pensó que sería incapaz de
contener el punzante deseo que sentía.
A ella le pasó algo parecido. Su fuerte olor a bosque, a tierra húmeda y masculinidad la
extasiaba como nunca nada antes. Su cuerpo hervía sin que ella conociera la razón. Era una
sensación desconocida, agradable y exigente a la vez. Deseaba fundirse a él con tanta
desesperación que se le escapó un gemido de frustración. Al notar la vibración sobre su pecho,
Neil creyó enloquecer. Era consciente de que si continuaba aferrándola contra su cuerpo de
aquella manera terminaría por cometer una locura. Y no lo podía permitir. Beth se merecía
respeto y veneración, no ser objeto de lujuria desmedida. Ser consciente de ello le llevó a la
memoria que Beth recibiría una visita indeseable la noche siguiente.
—He estado pensando en lo que me dijiste ayer. —La mano que mantenía sobre el hombro
de ella comenzó a pasearse de forma perezosa y sensual por el brazo.
—Si no hay más remedio… Pero ve con cuidado, te lo ruego. Si es posible, cierra con llave
tu dormitorio y ajusta la ventana con pasador.
Ella sonrió divertida por la vehemencia de sus palabras.
—Con la temperatura que hace, te aseguro que mi ventana está fuertemente cerrada. En
cuanto a la puerta… mi tía es enemiga de las puertas bloqueadas en los dormitorios; creo que le
pasó algo cuando era joven, aunque nunca me lo ha contado. Ella opina que los buenos modales
son suficiente para evitar que alguien entre en una estancia en la que no es bienvenido.
—¿Cómo se puede ser tan…? —se calló por respeto a Beth—. Con un hombre como John
Prescott merodeando por la casa, ninguna habitación está segura. Si no puedes echar el cerrojo…
no sé, pon una silla debajo del pomo; haz lo que sea preciso para dificultarle el acceso a tu
alcoba. –Su preocupación era genuina.
—Lo tendré en cuenta, te lo prometo.
El silencio se alzó entre ellos durante unos instantes. Cuando Beth pensó que el tema ya
estaba olvidado, Neil volvió sobre él.
—Sigo sin comprender qué razón puede tener tu tía para invitarlo a pasar la noche en la
mansión. —Neil tenía un mal presentimiento y su instinto, después de verse obligado a
sobrevivir gracias a él, estaba muy afinado.
—Si te soy sincera, yo también me lo pregunto —confesó de manera reflexiva mientras se
acurrucaba contra el pecho de Neil… un poco más—. ¿Qué temes que pueda ocurrir?
—No lo sé. Confío en que nada. Pero después de las cosas que le he visto hacer o de los
horrores que ha protagonizado y que han llegado a mis oídos… Cualquier cosa es posible.
Recuerda que te amenazó. Te sugiero que no te interpongas en su camino; suele librarse de
cualquier obstáculo que lo entorpezca sin importarle cómo lo hace.
La realidad que encerraba la afirmación de Neil la sobrecogió. Estaba empezando a
sospechar que cualquier villanía que ella pudiera achacarle a Prescott estaba muy lejos de la
brutalidad que era capaz de ejercer, en realidad. Sin poder evitarlo, temió que las advertencias
que le había hecho el capitán con tanta inquina se materializaran…
Permanecieron abrazados durante un tiempo indefinido, fundiendo sus respiraciones en besos
acalorados y abrazos que sabían a poco. Como solía ocurrir, fue Neil el que, cada vez menos
dueño de sus actos, puso fin a su encuentro por temor a no poder refrenar sus instintos y
traspasar una barrera que se le antojaba infranqueable.
—Se me va a hace eterna la espera —se sinceró Beth entre besos.
—Sí, supongo que tienes razón. No en vano estás más acostumbrada que yo a asistir a
veladas sociales. —Con un gesto rayano al absurdo, juntó sus manos sobre su pecho de forma
virginal—. Ahora me gustaría que me dieras tu opinión en otro asunto; uno esencial.
—Usted dirá, tía.
—Acompáñame a mis dependencias. Quiero que me ayudes a elegir el vestido adecuado para
lucir perfecta esta noche.
Elisabeth accedió con una inclinación de cabeza, sin poder dejar de preguntarse sobre el
misterioso motivo que movía a su tía a poner tan especial esmero esa noche. Lejos estaba de
imaginar las pretensiones a las que aspiraba la anciana para después de la cena.
CAPÍTULO 23
E l atuendo elegido por su tía era una auténtica abominación. Ni siquiera sería
apropiado para una joven con un cuerpo atlético y estilizado, cuanto menos para
una mujer cuyas redondeces resultaban más que evidentes. De un rojo rubí, con
adornos de pasamanería negros y dorados en los bajos de la falda, el escote —demasiado
generoso, cabe decir— y los puños. La falda, dada su complexión, la hacía parecer más una mesa
camilla que una elegante dama. Elisabeth tuvo que reprimir una exclamación cuando Anne se lo
mostró.
—Y bien, ¿qué te parece? —quiso saber la anciana mostrando un entusiasmo digno de una
colegiala.
—¿Es quizá uno de los que mandó reformar en Inverness? —No entendía cómo le había
pasado desapercibido ese despropósito.
—No. Éste lo estreno hoy. Hace tiempo que lo mandé confeccionar por si se presentaba la
oportunidad de utilizarlo. Hoy ese día.
Elisabeth se retorció los dedos, temerosa de no utilizar los términos adecuados para
expresarse. No deseaba desairar a su tía, y menos aún enfadarla, pero tampoco podía permanecer
callada sin decirle lo que realmente pensaba.
—El vestido es precioso, sin duda —se sintió una hipócrita mintiendo de una forma tan
descarada—, sin embargo, creo que es un tanto excesivo para una informal cena en casa. —Si
por ella fuera, lo echaría directamente a la chimenea que en ese momento caldeaba la habitación
—. Tal vez, algo más discreto no confundiría al capitán, quien, sin duda, se sentiría deslumbrado
en el caso de que lo recibiera llevando tal indumentaria.
—¿Tú crees? —Con el ceño fruncido a causa de la duda que Elisabeth acababa de sembrar en
su mente, acarició con suavidad la prenda—. ¿Te parece excesivo?
—Me parece que sí, tía. —Excesivo, grotesco, vulgar…
Si bien Anne pretendía estar atractiva para Prescott y ese traje le parecía muy seductor,
decidió que, tal vez, su sobrina nieta tenía parte de razón. Al fin y al cabo, la joven había estado
frecuentando los ambientes más selectos de Londres hasta unas semanas antes. Ni se le pasó por
la cabeza que la intención de Elisabeth fuera otra que hacerla quedar bien ante John.
—Está bien, pues ayúdame a elegir el que creas más oportuno —pidió mientras se acercaba
al ropero y abría de par en par sus puertas.
Elisabeth aprovechó que su tía le daba la espalda para suspirar aliviada. De no haberla
persuadido, la mujer hubiera hecho tanto el ridículo como ella por haber permitido que lo llevara.
Cuando, algo más tarde, Helen entró en los aposentos de Anne para asistir a su señora y vio
el cambio de ropa, miró a Elisabeth e inclinó levemente la cabeza en señal de aprobación. Al
parecer, a ella tampoco le gustaba mucho la primera elección de Anne.
***
Retrasó todo lo socialmente correcto unirse a su tía y su invitado en el salón. Cuando por fin
lo hizo, los encontró sentados uno junto al otro con las manos entrelazadas. Anne mostraba una
sonrisa resplandeciente mientras que la de John era a todas luces forzada. Al verla, el capitán se
puso en pie de inmediato y le mostró respeto con una reverencia.
—Oh, querida, ya estás aquí. —El tono de Anne sonó un tanto molesto, pero Elisabeth no se
dio por enterada.
Se acercó a ellos con la mano extendida como era lo adecuado, a la espera de que Prescott se
la tomara. Él se la llevó a los labios de forma mecánica; no obstante, la rudeza con que lo hizo
sobresaltó a la joven. La recuperó con rapidez, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no
frotarse el dorso en la falda para borrar la desagradable sensación que había sentido.
Tomo asiento frente a la pareja y, tratando de sonar como de costumbre, le preguntó al
capitán acerca de su semana. No tuvo que soportar por mucho tiempo la insustancial charla
porque Monroe no tardó en aparecer anunciando que la cena estaba servida.
El despliegue de delicadas viandas era tal que hasta John mostró su sorpresa. Abundaban los
frutos del mar: desde ostras frescas hasta langosta hervida con salsa de mantequilla, pasando por
salmón asado con verduras. En cuanto a las carnes, había tanto cordero como faisán o venado.
¿Y qué decir de los postres? Había tal surtido de ellos que resultaba muy difícil decidirse por
cuál comenzar. Y, a pesar de la profusión de tantos manjares exquisitos, a Elisabeth se le
revolvió el estómago. ¿Qué comería Neil esa noche? ¿Debería guardar algo para llevárselo la
noche siguiente? ¿Se molestaría si lo hacía? ¿Era justo que ella disfrutara de toda aquella comida
mientras él a duras penas tenía nada que llevarse a la boca? Se obligó a no pensar en ello,
temerosa de que se le notara la preocupación que la afligía. Por descontado, no logró apartarlo de
su mente, pero sí disimular tan bien que ninguno de sus compañeros de mesa pareció darse
cuenta de su zozobra.
Tal como habían acordado su tía y ella, en cuanto la cena hubo concluido, se disculpó ante la
pareja y se retiró a su habitación. Hacerlo fue una liberación. Cada día le costaba más trabajo
camuflar la aversión que sentía por ese hombre.
Sally la esperaba sentada junto a la chimenea, abstraída con la cambiante danza de las llamas
mientras sus manos se entretenían acariciando el sedoso pelaje de Pulgas. Al verla aparecer, la
muchacha se incorporó de golpe y se apresuró a ayudarla a desvestirse. Elisabeth se negó a que
se ocupara de su pelo declarando que ya lo haría ella misma. Necesitaba estar sola. La doncella,
con cierta sorpresa, recogió el vestido color melocotón que su señorita había elegido para esa
noche y se despidió de ella con una genuflexión. Una vez a solas, la joven se dejó llevar por sus
cavilaciones. Se daba cuenta de que su actitud hacia Sally era distante en los últimos tiempos y
eso debía cambiar de inmediato. La muchacha no tenía la culpa de las tribulaciones sentimentales
que la azotaban desde que Neil había irrumpido en su vida. Una cosa llevó a la otra y su mente
no tardó en inundarse de imágenes del hombre que la hacía suspirar y cuyos besos la
trastornaban. Con el cepillo deslizándose por sus guedejas doradas, se aproximó a la ventana y
dirigió la mirada al bosque, aun sabiendo que él no estaba allí, tal era su anhelo por verlo. Pulgas
se frotó contra sus piernas demandando una caricia. Ella se agachó para ofrecérsela antes de
dejarlo sobre su sillón favorito y volver la mirada a la oscuridad reinante en el exterior.
***
No se había podido resistir. A pesar de saber que aquella noche no se reuniría con Beth, tenía
la esperanza de verla, aunque fuera a través de los cristales de su habitación. No se engañaba,
tenía bien presente que la osadía de presentarse en las inmediaciones de la mansión cuando
Prescott estaba dentro era del todo temerario, por más que ya lo hubiera hecho con anterioridad.
Sin embargo, aquel día su atrevimiento rozaba la insensatez. Con todo, incapaz de enfrentarse a
su propio deseo, sus pasos lo habían llevado justo al sitio exacto en el que estaba: frente a la
ventana de Beth. Las luces apagadas le indicaron que ella debía continuar en la planta inferior, en
el comedor o tal vez en el salón, tomando una copa de vino dulce. Inmóvil, con la vista fija en la
oscuridad del cuarto de la joven, dejó fluir a sus pensamientos, que volvieron al motivo que lo
había hecho cambiar de parecer con respecto a ella. Una cosa estaba clara, debajo de aquella
postura de diosa, detrás de un tono de voz elitista y cultivado, más allá de unas maneras refinadas
y elegantes había una mujer con una fuerte determinación, amable, comprensiva y con una clara
inclinación por la justicia. Era cierto que al principio daba la impresión de ser altiva y superficial,
pero al tratarla un poco se podía descubrir toda la grandeza de una gran persona. ¿Qué lo había
llevado a cambiar su impresión sobre ella? Sin duda, ella en sí. Recordó la primera noche que la
vio, mojada y enfurruñada, caminando decidida con el ruedo de la falda embadurnado de barro.
En aquel momento, Beth era todo lo que parecía, una joven altanera, acostumbrada a salirse con
la suya y que se creía merecedora de que todos se rindieran a sus pies. Desde entonces, su actitud
había virado notablemente, no tanto en las formas, aunque, sin duda, sí en el fondo.
De repente un resplandor en la habitación que marcaba su interés llamó su atención
provocando que la mirara con más detenimiento. La emoción inicial se apagó al instante al
comprobar que era la doncella de Beth la que entraba con una palmatoria en la mano. Observó
sus movimientos mientras la muchacha reavivaba las brasas de la chimenea, que enseguida
inundaron la alcoba con la claridad de sus llamas. Eso solo podía decir que Beth no tardaría en
aparecer. No erró. Unos minutos después, la mujer que se había adueñado de su sentido común
aparecía con ese halo de reina que la caracterizaba y que a él le provocaba un deseo irrefrenable.
Con ojos hambrientos fue descubriendo las partes de su cuerpo que quedaban a la vista conforme
se desprendía de su ropa. Ya le había ocurrido con anterioridad y esa noche no iba a ser
diferente, su hombría reaccionó de forma inmediata y contundente. Su mano viajó hasta su
entrepierna sin permiso. El fuego de su deseo hizo el resto.
***
John Prescott abandonó los aposentos de Lady Anne con la chaqueta de su uniforme en los
brazos y un humor de perros en las entrañas. Lo que había tenido que soportar dentro de aquellas
cuatro paredes, sobre ese lecho confortable —aunque odioso para él— era una de las situaciones
más humillantes de su vida. Fingir interés por aquella ballena vieja de piel agrietada y flácida
había sido todo un reto. Se le revolvía el estómago al recordar los gruesos muslos de Anne
enmarcando su cabeza o cuando pensaba en el esfuerzo titánico que había tenido que realizar
para que se le pusiera dura. De buena gana le hubiera demostrado con golpes el asco que le
inspiraban esas carnes añosas… Sin embargo, se había visto obligado a esconder todo su
resentimiento bajo un despliegue de caricias que a ella la habían encendido de deseo mientras
que a él lo asqueaban. Sentir el tacto de los pechos enormes y fofos, cuyos pezones blanquecinos
no se diferenciaban del resto de las esféricas superficies, estuvo a punto de hacerlo vomitar. Pero
era un soldado, uno que se había visto en tesituras desagradables con anterioridad, así que había
cumplido tal y como se exigía de él. Sabía que soportar aquel sacrificio tendría su recompensa.
Sin ir más lejos, esa misma noche, antes de someterse a la tortura de satisfacer sexualmente a una
mujer que lo desagradaba en exceso, Anne lo había obsequiado con una pieza de orfebrería, una
caja de oro y piedras preciosas, de un valor incalculable. Una atención más que añadir a las que
ya había conseguido de esa mujer, aunque, sin duda, mucho más valiosa que las anteriores.
Absorto en sus pensamientos, se adentró en la habitación que le habían asignado,
posiblemente la más lujosa de cuantas hubiera utilizado en toda su vida, de lejos, mucho mejor
que el cuartucho que compartía con sus dos horribles hermanos allí, en los suburbios de
Bradford. ¡Cuánto daría porque lo viera su familia ahora! Aquella pandilla de perdedores nunca
imaginó que su hijo pequeño llegara hasta donde lo había hecho. Aquel pensamiento todavía lo
enfureció más, sin motivo alguno. En ese momento necesitaba desquitarse de lo que le había
deparado la noche y lo aliviase del recuerdo de aquel padre que lo zurraba día sí, día también.
Tiró con saña al suelo la ropa que contenían sus brazos y resopló como un bisonte embravecido.
Sabía que la mejor manera de evadirse de su desasosiego era descargando su ira contra alguna
furcia que le recordara a la zorra de su madre. Para su desgracia, esa noche no podía huir de esa
casa asfixiante; Anne se había encargado de hacerle saber, de forma inequívoca, que lo esperaba
por la mañana en el comedor familiar para desayunar con él.
Inquieto, comenzó a deambular por la habitación igual que una fiera enjaulada. En ese
momento su espíritu era eso precisamente, el de una fiera salvaje presta a atacar. La desagradable
evocación de lo que había tenido que soportar esa noche regresó con más fuerza y con ella, la
imagen de la persona que, a base de malmeter, había propiciado tal circunstancia: Lady Elisabeth
Spencer.
CAPÍTULO 24
T enía tanta rabia contenida que necesitaba soltar, que se le pasó por la cabeza
una idea descabellada, casi suicida. Si alguien lo descubría, todo por lo que había
luchado se iría al garete. Sin embargo, si obraba con sigilo y no perdía demasiado
la cabeza, podría conseguir cierta satisfacción a la vez que descargaba su furia contra la persona
que la provocaba. Tomó la determinación después de darle muchas vueltas: se cobraría su
venganza esa misma noche.
Procurando no hacer el menor ruido para evitar alarmar a los habitantes de la casa, asomó la
cabeza por la rendija que acababa de abrir en la puerta de su habitación. Miró a ambos lados del
pasillo para asegurarse de que estaba desierto. Así era. La casa dormía. Sabía a dónde dirigir sus
pasos. Anne había insistido tercamente en mostrarle su hogar poco después de que comenzaran
sus visitas semanales, motivo por el cual sabía, sin ningún titubeo, dónde tenía que dirigirse para
alcanzar su objetivo.
Anduvo de forma sigilosa las escasas quince yardas que separaban su puerta de la de
Elisabeth. Una vez allí volvió a escudriñar el pasillo y, al no hallar a nadie a la vista, giró el
picaporte muy despacio, para evitar despertar a la ocupante del dormitorio. Lo que no
sospechaba John era que la joven no dormía sola, y menos que su acompañante tuviera el sueño
tan extremadamente ligero. La puerta cedió sin problemas en cuanto ejerció una mínima fuerza,
pero su movimiento vino acompañado de un gruñido agudo seguido de un ladrido estridente.
—¿Qué ocurre Pulgas? —murmuró Elisabeth somnolienta y sin abrir los ojos—. Anda,
duérmete y déjame dormir a mí.
La respuesta de su mascota fue intensificar sus ladridos hasta hacerlos ensordecedores.
Malhumorada, alzó los parpados, dispuesta a regañar a Pulgas por el escándalo que estaba
montando, pero fue incapaz de emitir sonido alguno. Una sombra se recortaba en el hueco de la
puerta, una sombra que pertenecía al hombre que más detestaba de todos los que conocía; un
hombre que se aproximaba a la cama de forma amenazante y decidida; un villano despreciable
que agarró a Pulgas por el pescuezo y lo lanzó violentamente contra la pared, donde se estrelló
antes de emitir un último ladrido.
—Por culpa de ese bicho no voy a poder darte tu merecido como era mi intención. Seguro en
no tardarán en venir a ver qué pasa con este estúpido chucho —escupió enrabiado—. Pero no te
librarás. Te mereces un castigo ejemplar y yo estaré encantado de ser el responsable de dártelo.
El estupor no la dejó replicarle ni pedir ayuda a gritos. Con las dos manos sobre el pecho,
agarrando la sábana que la cubría como si fuera un escudo impenetrable, su atención se dividía
en la temible figura de Prescott y el cuerpo inmóvil de Pulgas.
John se acercó todavía más a ella, se inclinó hasta que sus ojos rojos de ira quedaran a la
altura de los de la joven y la señaló con el índice.
—Te lo había advertido, zorra entrometida. Te lo advertí y no quisiste hacerme caso. Sólo tú
eres la culpable de recibir lo que te tengo reservado —pronunció masticando cada palabra.
Sin más, se dio la vuelta para desaparecer por el mismo sitio por donde había entrado. Sin
embargo, en el último instante, ladeó la cabeza para mirarla por encima de su hombro.
—Y que Dios se apiade de ti si se te ocurre decir una sola palabra de lo que acaba de ocurrir.
Al acabar de decir la postrera sílaba, se escabulló con rapidez por el pasillo hasta llegar a su
habitación. Una vez allí, y con el endeble consuelo de haberle causado a la damita un gran dolor
acabando con la vida de aquel bicharraco chillón, se tumbó sobre la cama con los brazos bajo la
cabeza y la mirada fija en el techo. En ese instante se hizo una promesa: esa ramera asquerosa lo
resarciría con creces por haberlo obligado a follarse a la vieja.
***
En el mismo instante en que se cerró la puerta, Elisabeth se precipitó a donde había caído el
pequeño cuerpo de pelaje blanco. Se arrodilló en el suelo junto a su mascota con el alma rota y
los ojos inundados. Con un cuidado extremo, impregnado de temor, lo tomó en sus brazos y lo
acunó contra su pecho. Al hacerlo, la cabecita del animal se ladeó por sí sola, carente de
voluntad. El dolor se arremolinó en cada rincón de su ser, consciente de que esa era la última vez
que sostendría a su querido Pulgas. Las lágrimas, rodando por sus mejillas, se concentraban en la
barbilla para ir a caer sobre su blanco camisón sin que a ella lo notara. No lograba entender
cuánta maldad podía encerrar Prescott en su negro corazón. Se había querido vengar de ella
utilizando a su querido terrier y se había salido con la suya. En un arrebato de congoja, acercó la
cara al hocico del animal, como solía hacer cuando aún vivía para que le regalara alguna caricia
con su lengüita rosa. No obtuvo lo que buscaba… sin embargo… ¿Podía ser cierto o era el deseo
de que Pulgas siguiera con vida lo que la había llevado a creer que exhalaba un débil aliento?
Tenía que cerciorarse, pensó con la esperanza renacida. Se puso en pie con su preciosa carga en
los brazos y la dejó sobre la cama. Tardó solo el tiempo preciso para encender una lámpara de
aceite y hacerse con el espejo de mano que había en su tocador. Con ambas cosas, volvió junto a
Pulgas rogando porque lo que le había parecido sentir fuera cierto. Los latidos de su corazón se
habían disparado ante la posibilidad de que el can siguiera vivo. Tuvo que hacer un esfuerzo por
calmar el temblor de sus manos cuando acercó el espejo a la trufa. La luz del quinqué reveló lo
que había estado rogando en silencio. Allí estaba, exánime, casi imperceptible, pero allí estaba:
Pulgas seguía con ella.
***
De Forma asombrosa, nadie escuchó los ladridos de Pulgas, así pues, nadie fue a averiguar
qué había alertado al terrier. Ella pasó la noche pendiente del animal, sin moverse de su lado. Lo
acarició con cariño; le mojó el hocico con agua, esperando que él lamiera sus dedos, lo que
equivaldría a que reaccionaba a sus cuidados. Sin embargo, Pulgas no hizo ningún gesto que
demostrara mejoría alguna. Al contrario, se mantenía inerte, aunque continuaba respirando. En
algún momento de la madrugada decidió que llamaría al doctor si por la mañana seguía en ese
estado.
Cuando Sally acudió al dormitorio poco después del amanecer, como hacía cada día, y
descubrió la situación —Elisabeth sosteniendo al can inmóvil entre sus brazos— no pudo por
menos que alarmarse.
—¿Qué le ha pasado a Pulgas, Señorita?
Elisabeth estuvo tentada a contarle lo ocurrido, mas prefirió guardar silencio al recordar las
palabras del capitán. No estaba preparada para dar explicaciones. No todavía, al menos.
—No lo sé —mintió mientras acariciaba lentamente el suave pelaje—. Me desperté de
madrugada y lo encontré como lo ves.
—Debemos llevarlo al veterinario de inmediato.
—O mejor, mandemos a buscarlo. Preferiría no mover a Pulgas, si es posible.
—Yo me encargo, señorita —aseguró mientras extraía del armario uno de los vestidos de la
joven—. Ahora, será mejor que se prepare para el desayuno. Lady Anne me ha ordenado que me
asegure de que esté lista dentro de media hora.
—¿A qué viene tanta urgencia? —quiso saber. No deseaba abandonar a su pequeño amigo
por nada del mundo.
—El capitán Prescott todavía no se ha ido y su tía tiene intención de que comparta con ellos
la mesa antes de que lo haga.
Ante la mención de aquel hombre odioso, Elisabeth no pudo reprimir una mueca de rechazo.
—Dile a mi tía que me duele la cabeza —cosa que era cierta por culpa de las horas de
insomnio y las lágrimas vertidas— y que necesito descansar.
Sally la miró con reparo mientras negaba con la cabeza. Entendía la reticencia de su señora,
las ojeras que mostraba su rostro daban fe de la mala noche que había pasado, sin embargo, el
encargo de Lady Anne había sido muy preciso: quería a Elisabeth en el comedor en media hora.
Sin falta.
—Lo lamento, señorita, pero su tía ha sido muy clara al respecto. No aceptará excusa alguna.
Elisabeth cerró los ojos luchando contra el llanto que pugnaba por salir. No tenía salida,
estaba obligada a volver a ver a ese ser despreciable. La imagen de Neil se coló como por
ensalmo en la negrura que se formó tras sus párpados, ofreciéndole le fortaleza que necesitaba
para enfrentarse al capitán.
—Está bien —se rindió hundiendo los hombros. Con cuidado, depositó a Pulgas en el centro
de la cama y lo tapó con uno de sus chales—. Que así sea.
A la hora señalada, hizo su entrada en el comedor. Sally, con la maestría que la caracterizaba,
había conseguido matizar la oscuridad visible bajo sus ojos, logrando que luciera una apariencia
perfecta para ojos poco observadores. Con una pose regia y despreocupada, así como una fingida
sonrisa, inclinó la cabeza a modo de saludo dirigido a la pareja que ya la esperaba. Prescott, de
pie con los brazos cruzados en la espalda, le devolvió el mismo saludo. Su rostro, por más que
intentara ocultarlo, destilaba maldad por cada uno de sus poros. Sus ojos la recorrieron de arriba
abajo sin ninguna gentileza hasta que se detuvieron en los de la joven.
—¿Ha pasado buena noche, Milady? —preguntó con malicia.
—Perfecta, gracias, capitán —contestó ella reprimiendo las ganas que sentía de poner en
palabras lo que pensaba de él—. Tía —se acercó a ella para besarla en la mejilla, como hacía
cada día.
—Me alegro de que ya estés aquí querida. John debe volver al cuartel en breve y no hubiera
sido correcto que lo hiciera sin darte la posibilidad de despedirte de él.
Elisabeth hizo una mueca a modo de sonrisa antes de tomar asiento. El desayuno resultó ser
más tenso aún de lo esperado. La joven no veía el momento de regresar a sus aposentos y
comprobar el estado de Pulgas, al que Prescott, de forma maligna, hizo una alusión velada en un
determinado momento; ella, en respuesta, lo fulminó con la mirada, pero no hizo cometario
alguno; no estaba dispuesta a darle la satisfacción de que descubriera lo afectada que estaba.
Aguardó estoicamente hasta que llegó el momento de la partida del capitán y, en cuanto lo vio
alejarse a galope sobre su caballo, se disculpó con su tía y corrió escaleras arriba.
***
El veterinario ya estaba atendiendo a Pulgas cuando ella llegó.
—Gracias por venir tan pronto, doctor —le dijo acercándose a donde el hombre le vendaba
una pata al perro.
—Su criado me aseguró que era urgente, y no me engañaba.
Elisabeth miró a Sally que, sentada en la cama junto al paciente, le devolvió la mirada con un
gesto de disculpa.
—No sé, lejos, a algún lugar donde nadie te reconozca y no tengas que vivir escondido del
mundo. —Se aferró a sus solapas desgastadas y acercó su rostro al de Neil—. Has estado
conviviendo con el riesgo como único compañero durante años, demasiados. De momento has
tenido mucha suerte, pero te puede abandonar en cualquier momento. No quiero ni pensar en
que… —No pudo continuar. En su lugar, se aproximó aún más a él para volver a besarlo.
—No hay mucho que pueda hacer al respecto —reconoció Neil cuando se separaron—. Hasta
ahora nunca he pensado en abandonar esta tierra, mi tierra. Hay demasiadas cosas que me ligan a
ella. Este es el sitio que me vio nacer, en el que crecí; aquí residen mis padres y todo aquello que
conozco… Aquí estás tú —afirmó acariciándole el rostro hasta que sus dedos rozaron sus labios.
Exhaló antes de continuar—. No sé si sería capaz de desenvolverme lejos de aquí. Pero no es
solo eso lo que me impide alejarme. Olvidas que no tengo a donde ir ni medios para hacerlo. Si
pusiera mis pies en Inglaterra, no tardarían en apresarme; mi aspecto delata mi origen escocés y
difícilmente pasaría desapercibido. Me descubrirían de inmediato. Tampoco tengo el dinero
necesario para embarcarme hacia Irlanda, que es el país más cercano a Escocia en distancia y
costumbres. Y eso si tuviera la suerte de que no me descubrieran durante el trayecto hasta la
costa oeste, a donde tendría que dirigirme para subirme a un barco que me llevara allí. —La besó
en la boca con una desesperación desmedida—. No, no me iré. No puedo. Ahora ya no. No me
arriesgaré a que ese energúmeno intente…
Ella lo interrumpió pegándose una vez más a su boca.
A quella noche, al igual que la anterior, Elisabeth apenas había podido dormir.
Sentada en el sillón, con Pulgas sobre su regazo, recibió con una tibia sonrisa a
Sally cuando la muchacha entró a despertarla.
—Buenos días, Milady —la saludó con la reverencia requerida, extrañada de verla ya en pie
—. ¿Cómo está Pulgas esta mañana? ¿Ha pasado buena noche?
—Ha estado tranquilo, gracias. —«Mucho más que yo», pensó.
—Es una buena noticia, señorita —manifestó mientras colocaba sobre la cama el vestido que
acababa de sacar del armario.
—Muy buena, sí —dijo distraída, mirando al exterior de la ventana.
—Aunque no es la única, por lo que tengo entendido.
—¿A qué te refieres? —Se giró con la cabeza ladeada y mirada curiosa.
—A la cena que planea celebrar su excelencia.
—Ah, sí, la cena. —Todo interés perdido.
De repente, una idea cruzó su cabeza. Una que podía solucionar parte de los inconvenientes
planteados por Neil la madrugada anterior que los impedía dejar volar su deseo y que la habían
estado torturando desde que se separara de él. El consejo que le había pedido su tía sobre la cena
con sus vecinos, la daba la oportunidad de propiciar la ocasión de pasar una noche juntos. Se
negó a pensar en lo que Neil había dicho referente a la opinión que pudiera tener su padre, ni lo
que entregarse a él pudiera significar para su futuro. Tenía claro que no quería tal futuro si no era
con él. Nada importaban ya las comodidades o el lujo —eso no era del todo cierto, pero Neil era
lo que realmente quería, mucho más que cualquier otra consideración—. Tampoco merecían ya
su consideración algo tan frívolo como el qué dirán o la opinión que pudieran tener de ella
aquellos que la conocían. Convencida de que lo que se le había ocurrido era una opción
fantástica, bajó a desayunar con ánimo renovado.
—Buenos días, tía —dijo acercándose a su tía para depositar un beso en su mejilla.
—Buenos días, jovencita.
Elisabeth se sentó a la mesa, al lado derecho de Anne mientras buscaba la manera más
conveniente de abordar el tema que tenía en mente. Fue su tía quien le dio el pie para ello.
—¿Has pensado en lo que te dije?
¡Ahí estaba!
—¿Se refiere a cómo organizar la velada con nuestros vecinos?
—Por supuesto, ¿a qué si no?
—Pues sí, algo se me ha ocurrido, aunque no sé si usted estará de acuerdo, tía.
—Cuéntamelo y lo sabremos.
—¿Qué le parecería comenzar la reunión por la mañana? —Anne frunció el ceño, extrañada,
sin entender a qué se refería su sobrina. La joven pasó a exponer su idea—. He pensado que, en
vez de limitarnos a ofrecer simplemente una cena, podríamos invitarlos a pasar todo el día en
Stuart Castle: por la mañana, paseo por los jardines, quizás organizando algún juego que anime a
todos a participar. Después podríamos tomar un refrigerio en el pabellón —ese era en definitiva
el punto crucial de su planteamiento—, jugar a las cartas allí mismo; por la tarde, tomar un té con
pastas y, para finalizar, volver al edificio principal para disfrutar de la cena. Hasta me
comprometo a amenizar la velada con alguna pieza al piano, si a usted le parece bien, claro.
Anne la observó durante lo que a la joven le pareció una eternidad, provocando que sus
latidos se aceleraran de forma incontrolada. Todas sus esperanzas estaban puestas en que la
anciana dama aceptara su propuesta. La vio arquear las cejas, para, a continuación, fruncirlas. La
mujer siguió mirándola a la vez que masticaba la tostada que tenía a medias. Y continuó con la
mirada fija en Elisabeth mientras apuraba su té. Por fin, dejó la preciosa taza de porcelana
decorada que sostenía sobre el platillo a juego y asintió.
—No es que me resulte muy tentador el hecho de tener a toda esa gente pululando por la
propiedad durante todo el día —expuso juntando las manos sobre el mantel—, eso sin contar que
dependemos de que el clima sea benévolo para poder llevar a cabo lo que propones. Por otro
lado, sería preciso disponer de algunas alcobas para que los invitados pudieran vestirse para la
cena… —Las lágrimas amenazaron con escapar de los ojos de Elisabeth. Si Anne no aceptaba su
sugerencia, toda esperanza de tener su noche deseada con Neil se vería truncada—. Aunque…
sería reconfortante compartir toda una jornada con nuestros vecinos. No solemos relacionarnos
mucho más allá de unos pocos minutos al acabar la misa dominical, o de las espaciadas veladas
que alguno de ellos organiza. —Sonrió como si se le hubiera ocurrido alguna cosa divertida—.
Puede ser una buena ocasión para demostrar que mis fiestas están muy por encima de las suyas…
—Elisabeth retuvo el aliento en espera de su decisión final, que no tardó en llegar—. Me parece
una magnífica idea, jovencita, muy bien hecho. Por supuesto, deberás discurrir alguna alternativa
por si el día amanece lluvioso, y será imprescindible acondicionar el pabellón, ya que hace años
que está en desuso, pero por todo lo demás, te aplaudo la propuesta.
Elisabeth estuvo a punto de saltar de su silla, abalanzarse sobre la anciana y comérsela a
besos, pero su buen juicio le aconsejó que no demostrara cuanto le emocionaba que le diera
permiso para llevar a cabo su plan.
—No se preocupe, tía, yo me encargaré dejar perfecto el interior del edificio. —Tomó aire
disimuladamente pues llegaba la parte que más le importaba de todo el proyecto—. Necesito que
me dé las llaves y hoy mismo haré una primera inspección con el fin de saber qué hay que hacer.
—Me alegra ver que estás tan predispuesta, querida. En cuanto terminemos el desayuno, te
las entregaré. Y ahora, será mejor que comas algo que, con tanta charla, apenas has probado
bocado.
Estaba flotando de alegría; había conseguido lo que buscaba. Entonces se dio cuenta de lo
hambrienta que estaba en realidad; ni lo había pensado hasta ese momento debido a los nervios
que habitaban su estómago. Libre de ellos, se dispuso a devorar el desayuno con rapidez ante la
divertida mirada de su tía abuela.
***
Tenía las llaves en su poder y poco más de dos semanas para dejar aquel espacio arreglado
para la fiesta, sin embargo, antes de ir al pabellón, en el que esperaba mantener su deseada
reunión con Neil…a solas, sin nada que los importunara, decidió pasar a ver cómo se encontraba
Pulgas. Su recuperación le importaba muchísimo.
Lo que vio al abrir la puerta le inundó el pecho de satisfacción. Su pequeño amigo, aunque
tumbado sobre su vientre, presentaba un aspecto más saludable, mucho más que cuando ella
había abandonado la estancia. El animal miraba con interés el trabajo de costura con el que Sally
estaba entretenida, como si tuviera la intención de lanzarse de un momento a otro y enredarse en
la tela, algo que solía hacer antes del ataque de Prescott. Contemplarlo tan animado le arrancó
una sonrisa. Se acercó a él y lo cogió en brazos para darle un beso en la cabeza.
—Parece que tu compañía le ha hecho mucho bien —le dijo a su sirvienta con un matiz de
agradecimiento en la voz.
—Sus cuidados han obrado el milagro Milady, aunque me gusta pensar que mi compañía está
colaborando en cierta medida en su recuperación.
—Sin duda.
Sally inclinó la cabeza en señal de agradecimiento antes de volver su atención a la labor que
tenía en las manos.
—Como veo que por aquí todo está en orden, voy a ocuparme del nuevo encargo que me ha
hecho mi tía. Por favor, ¿puedes ocuparte de supervisar que los criados hagan su trabajo en la
mansión? Yo voy a estar muy atareada para hacerlo.
—Como usted diga, señorita. Estoy acabando ya con esto —dijo elevando las manos
ocupadas por la costura—. En cuanto termine, iré a hacer lo que me pide.
—Perfecto —asintió dejando a Pulgas en el mismo lugar que estaba cuando ella entró—,
pero no olvides pasar de vez en cuanto a comprobar cómo se encuentra Pulgas.
—¡Uy, querida! Tener que fijar la vista, retener números y hacer comprobaciones son
actividades agotadoras para una mujer de mi edad.
Elisabeth esbozó una cálida sonrisa. Las palabras de su tía iban dirigidas a que ella las
desmintiera, y así lo hizo:
—Tía Anne, está usted en la flor de la vida. No he visto mujer con más vitalidad y con la
mente más clara que la suya.
—Supongo que tienes razón —admitió ella con coquetería—. Muchas otras, a mi edad, no
son más que viejas alcahuetas sin otro interés que ver la vida pasar delante de sus ojos.
—Pero usted no —apostilló Elisabeth guiando sus pasos hacia la escalera.
—No —suspiró emocionada—. Yo tengo todavía mucho por lo que ilusionarme, mucho que
vivir, mucho que hacer…
Elisabeth estuvo segura de que se refería a Prescott y una agria sensación le removió el
estómago. Si ella pudiera abrirle los ojos definitivamente sería feliz. Por el momento, había otra
prioridad que prometía hacerla aún más feliz: ver de nuevo a Neil y revelarle su sorpresa.
Se despidió de su tía en la puerta de su habitación. Acto seguido, con paso ligero, se dirigió a
la suya. De repente, una sombra apareció desde uno de los rincones del mal iluminado pasillo,
sobresaltándola.
—Señorita —la interceptó Molly.
—¡Molly! Me has asustado. —Su mano voló a su alterado pecho en un intento por calmar los
erráticos latidos de su corazón.
—No era mi intención —aseguró la doncella bajando los ojos a sus manos unidas.
—¿Qué quieres? —Inquirió Elisabeth más calmada, deseando acabar con aquella inoportuna
distracción.
—No, señorita. He estado asegurándome de que nada le ocurra. No sé a quién ve cuando sale
de la casa, pero, le repito, vaya con cuidado. Por las gentes de la casa, no se preocupe, yo me
ocupo de que nadie sospeche de sus salidas.
Elisabeth no tuvo claro si agradecérselo o amonestarla. Le desagradaba la sensación de que
alguien conociera sus correrías nocturnas. Aunque mejor Molly que cualquier otro, reflexionó.
La muchacha ya le había demostrado en el pasado que podía confiar en ella. Esperaba no
equivocarse haciéndolo en esa ocasión.
—No te preocupes por mí, Molly. No hay nada que temer. —Más calmada, apretó el hombro
de la muchacha para dar fuerza a sus palabras—. Te agradezco que me cubras las espaldas con el
personal. Por favor, avísame si crees que alguien sospecha algo.
—Lo haré, señorita. Pero dudo que el servicio se haya dado cuenta de nada.
—A excepción de ti.
—Cierto —afirmó bajando tímidamente la mirada.
—Está bien. —Sin razón aparente, tuvo la convicción de que Molly haría lo que fuera por
salvaguardar su secreto y se lo demostró presionando un poco más sobre su hombro mientras le
sonreía—. Buenas noches.
—Buenas noches, señorita. —Y con una inclinación de cabeza, giró sobre sus talones y se
alejó.
Por unos instantes, Elisabeth observó la figura de la muchacha mientras desaparecía en las
sombras, apenas rotas por las escasas velas que iluminaban el corredor. Esperó a cerciorarse de
que Molly ya no se veía y dirigió sus pasos a su alcoba, donde aguardaría a que todos en la casa
durmieran.
La espera se le hizo eterna. Tuvo que hacer acopio de toda su paciencia porque, precisamente
ese día tan decisivo para ella, el silencio tardó más de lo acostumbrado en cubrir por completo el
edificio. Atendió a Pulgas para distraerse mientras retenía las ganas de salir corriendo hacia el
jardín. El corazón le brincaba dentro de su pecho cuando, por fin, descendió las escaleras con la
mirada atenta dirigida a todas partes, sospechando que Molly estudiaba sus movimientos en
algún lugar indefinido de la negrura reinante.
El exterior estaba encapotado y brumoso, tanto que una fina película de humedad se adhería a
sus ropas volviéndolas pesadas. Sin embargo, nada en el mundo podía entorpecer la rápida
carrera a la que se lanzó en cuanto estuvo en el jardín y cuya meta era Neil.
Descubrió la apenas visible figura del joven aguardándola en el mismo lugar de siempre,
sujetando con una mano su ajado kilt, que le servía de abrigo, sobre los hombros. Se paró al
llegar frente a él, con el resuello agitado y una sonrisa de dientes perfectos alzando sus labios.
—Neil —susurró un instante antes de colgarse de su cuello para exigirle un beso.
Él no dudó. Con las ganas aferradas en la sangre, cedió a su silenciosa demanda, convirtiendo
aquella caricia en una desesperada invasión a su boca. Sus lenguas se unieron en una danza de
deseo que los hizo temblar. Cuando sus labios se separaron, ambos resollaban, presos de la
pasión. Fue en ese instante, cuando quedaron uno frente al otro con las respiraciones agitadas y
el deseo campando a sus anchas, que Neil se percató de que había algo diferente: Beth no llevaba
la manta, su manta. La miró extrañado.
—¿Acaso no puedes quedarte?
—Sí, pero no aquí. —Lo tomó de la mano y tiró de él—. Acompáñame, tengo algo que
mostrarte.
Él se dejó guiar a través de los árboles hasta que vislumbró la silueta de un edificio a unas
cincuenta yardas de donde estaban. Conocía aquella construcción, no era la primera vez que la
veía, pero siempre creyó que estaba medio abandonada dado que nunca había visto a nadie
ocuparla.
—¿A dónde me llevas? —quiso saber parándose en seco.
—Es una sorpresa —contestó Beth tirando de nuevo de él.
Al llegar a la puerta, la joven sacó del bolsillo de su abrigo la llave que les daba acceso y la
introdujo en la cerradura, que cedió sin esfuerzo. Unos segundos después, cerraba la hoja de
madera a su espalda.
—¿Qué significa esto Beth? —Fijó los ojos en los de la joven—. ¿Qué hacemos aquí?
—Mi tía va a dar una fiesta dentro de un par de semanas —se apresuró a responder— y yo
soy la encargada de preparar el evento. Entre otras cosas, debo dejar este lugar en condiciones
para utilizarlo durante parte de la celebración. —Sus labios desplegaron una amplia sonrisa a la
vez que lo miraba con picardía—. Se me ha ocurrido que, hasta entonces, y ya que tengo la llave
en mi poder, podríamos reunirnos aquí, sin temor a ser descubiertos ni a tener que estar
supeditados a las inclemencias del tiempo —concluyó satisfecha consigo misma.
Neil paseó la vista a su alrededor, y aunque la oscuridad era casi completa, pudo distinguir
algunos bultos, que sin duda debían ser muebles, diseminados aquí y allá, antes de engarzar de
nuevo la mirada a la de Beth.
—¿Qué hacemos aquí? —Repitió otorgando a su voz un tono ronco y susurrante.
Sin mediar palabra, Beth se acercó un paso a él, y luego otro, y uno más hasta quedar pegada
a su cuerpo con el cuello arqueado para poder enfrentar sus ojos.
—Acabar lo que dejamos ayer a medias —musitó sintiendo que sus mejillas se tornaban del
color de las amapolas.
—Sabes que no habrá vuelta atrás, ¿verdad? —Musitó inclinando la cabeza para quedar a un
soplo de los labios de Beth.
La joven asintió con una leve sacudida. Sus brazos recorrieron lentamente el pecho
masculino hasta acabar aferrados a la vieja chaqueta de Neil.
—Sabes que no tengo nada que ofrecerte salvo una vida errante y llena de incomodidades,
¿verdad? —Dijo con la voz aún más profunda, expeliendo un suspiro que incendió las ya
abrasadas entrañas de la joven.
Como toda respuesta, Beth acabó con la ínfima distancia que los separaba y, alzándose sobre
las puntas de los pies, se adueñó de su boca, sellando así su destino.
Neil comprendió que no podía luchar contra aquello que sus cuerpos y sus almas
ambicionaban. Dejó atrás todos sus reparos, todos los convencionalismos adquiridos en su
exclusiva educación, todos los inconvenientes que el futuro pudiera presentar, para sumarse a
aquel beso que representaba un comienzo en sus vidas. Sus manos ágiles y ansiosas se aferraron
a las caderas de Beth, atrayéndola a su virilidad, provocando con ello que el cuerpo de la joven
se erizara a causa de la anticipación. Ella no ignoraba lo que pasaba entre un hombre y una
mujer, hacía tiempo que su aya, para prevenirla de los hombres, se lo había explicado. Sin
embargo, nunca imaginó que aquel acto mecánico del que le hablo aquella buena mujer tuviera
algo que ver con lo que su organismo estaba sintiendo en ese instante. Lava. Su cuerpo se había
convertido en pura lava. Necesitaba sofocar ese fuego interno y el corazón le gritaba que solo
Neil sería capaz de lograrlo. Fue su instinto el que la impulsó a cerrar los dedos en la larga
cabellera del joven, encerrándola en ellos. Atrajo a Neil hacia su cuerpo con vehemencia, sin
tener muy claro qué era exactamente lo que le pedía con ello.
Neil dejó ir un gruñido desesperado a la vez que empezaba a tantear en la tela que la cubría
hasta alcanzar uno de sus pechos. Sus manos tomaron vida propia en el instante que rozaron
aquella esfera perfecta y la amasaron con desesperación. Ronroneó al sentir su erizada cúspide.
Se detuvo a acariciarla con el pulgar mientras sus labios abandonaban los de Beth para recorrerle
el rostro, la columna de su cuello y acabar sustituyendo a su dedo.
Beth emitió un gemido que lo enardeció. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento sin
la esperanza de que realmente llegara. Tenerla en sus brazos, entregada y dispuesta era un sueño
que creyó inalcanzable, hecho realidad. Volvió al calor de sus labios y sin poder resistirse por
más tiempo, la alzó en brazos. Sus pasos lo encaminaron a uno de los sofás sin que su boca
renunciara a la de Beth, que le devolvía sus besos con tanta pasión como la que lo recorría a él.
Pero fue cuando sus lenguas se encontraron que creyó alcanzar el cielo en la tierra… No podía ni
imaginar la dicha que llegaría después si se sentía así solo con aquel preludio.
La depositó con delicadeza sobre el asiento y se paró a contemplarla. La penumbra no le
permitía apreciarla como él deseaba, sin embargo, lo que intuía sumado a lo que ya conocía de
ella era suficiente para saber que no había en el mundo nada que se le asemejara. Era una diosa;
era la razón de su existencia; era el latido de su corazón; era toda su esperanza… y en breve
también sería suya en cuerpo y alma.
Haciendo acopio de una calma que no sentía, se arrodilló en el suelo, frente a ella y se inclinó
para besarla una vez más. Ahí se acabó su contención. En el instante que su boca rozó la de Beth
dejó de tener dominio de sí mismo. Sus manos volaron al encuentro de aquellas curvas que lo
embrujaban y se apresuraron a deshacerse de la ropa que le impedía acariciar su piel. Ella,
siguiendo su ejemplo, se afanó a quitarle todas las capas de tela que lo cubrían hasta que quedó
tan desnudo como ella misma. Al verlo, Beth tragó en seco; era la primera vez que veía a un
hombre en tal tesitura. Descubrir lo que se escondía bajo sus harapos no hizo más que acrecentar
su necesidad de él. Vaciló un segundo, pero su curiosidad y su anhelo no le permitieron seguir
dudando. Con mano temblorosa, acarició el torso salpicado de vello cobrizo sin atreverse a mirar
por debajo de la estrecha cintura. Sin embargo, que ignorara esa parte de su anatomía no entraba
en los planes de Neil.
—Tócame, Beth —exigió guiando la frágil mano a su miembro erecto—. Esto forma parte de
mí… y es todo para ti. No sientas vergüenza. –reclamó mientras su propia mano se enredaba en
la rizada mata que albergaban los muslos de la joven. Un suspiro escapó del fondo de ambas
gargantas al mismo tiempo al sentir el contacto del otro en aquellas partes tan íntimas.
Beth ignoraba cómo actuar, pero impulsada por el deseo, comenzó a acariciar el miembro
masculino mientras una ínfima parte de su cerebro se preguntaba si sería capaz de albergar su
envergadura. Neil contraatacó jugueteando con su clítoris, movido por lo que los esbeltos dedos
de Beth le hacían sentir. Al mismo tiempo, se llevó uno de los erguidos pezones a la boca. Lo
chupó con delicadeza, pero con fruición, antes de pasar al otro, torturándola.
Las sensaciones dominaban los sentidos de Beth como nada antes lo había hecho. La boca de
Neil sobre sus pechos, su áspera mano en su entrepierna, su miembro agitándose en su mano…
Sentía su cuerpo carbonizarse y, sin embargo, todavía necesitaba más. Era como si toda ella
rogara por alcanzar una meta que desconocía. Ese deseo la llevó a incrementar su agarre, a
acariciar con más ímpetu, a saborear el cúmulo de emociones que bullían en su interior.
Neil, al notar su impaciencia creyó morir de placer. Con todo, no podía permitirse
abandonarse a lo que aquella suave mano le estaba provocando. Con delicadeza, la cogió de la
muñeca y la separó de su hinchado pene. Por la humedad que había sentido en los dedos con sus
caricias sabía que ella estaba preparada para recibirlo, no obstante, decidió asegurarse. Sus labios
abandonaron las redondas esferas para descender por la delicada piel de su abdomen hasta
alcanzar el lugar que ocupaba su mano. Beth, que se había mantenido con los ojos entornados,
entregada al placer, los abrió de golpe al adivinar el destino de la boca masculina.
—¡Neil! —Exclamó alarmada al tiempo que se erguía del asiento.
La sonrisa de Neil reverberó en aquel punto tan vulnerable y excitado, obligándola a
recostarse de nuevo entretanto un suspiro desesperado emergía de su garganta.
—Neil —rogó entonces, sin saber bien qué era lo que pedía.
Oír su nombre pronunciado con aquella cadencia, aquella necesidad, acabó con toda su
contención. Reptó por el cuerpo de la joven hasta atrapar su boca. Su miembro cimbreó de
anticipación sobre el sexo de Beth, lo que arrancó otro delirante gemido de los labios femeninos.
—Hazlo ya, por favor —imploró ella con la voz cargada de necesidad.
—Procuraré ser delicado, te lo prometo.
Beth sabía a qué se refería. Ya le habían advertido de que la primera vez resultaba molesto y
hasta doloroso, pero eso no la detendría. Nada podría hacerlo en el estado de excitación en que se
encontraba.
La unión de sus cuerpos fue sublime. Después de una cierta molestia inicial, en la que sintió
una leve punzada de incomodidad, su interior se acopló sin más a la envergadura de Neil y, a
partir de entonces, todo fue un arrebato de placer que culminó con un estallido de sus sentidos,
dejándolos a los dos exhaustos y satisfechos, con las respiraciones agitadas y el corazón
henchido.
Quedaron abrazados sin que les importara la incomodidad del mueble que los albergaba. Si el
ambiente era frío, ninguno de los dos lo notó. La grandiosidad de lo que acababan de compartir
era tal que nada ajeno a ellos importaba. No cesaron de acariciarse, de besarse, de amarse hasta
que el sueño los venció.
Neil fue el primero en despertarse cuando ya despuntaba el alba. En algún momento de la
noche se habían hecho con su manta —que Beth había dejado la tarde anterior allí— y se habían
cubierto con ella, aliviando el gélido ambiente. Seguramente ese era el motivo de que no se
hubiesen percatado de cómo avanzaban las horas. Su corazón emprendió una carrera al darse
cuenta de que se habían dormido.
—Beth —la sacudió con dulzura—. Beth, despierta. Nos hemos dormido; es casi de día.
Todavía somnolienta, batió los párpados varias veces, sin comprender, hasta que las palabras
de Neil calaron de repente en su entendimiento. De un salto se puso en pie, mientras con los ojos
buscaba sus ropas. Toda la magia vivida desapareció como por ensalmo. Debían apresurarse si
no querían que su secreto saliera a la luz. Entre miradas furtivas, se vistieron con rapidez. Un
último beso les sirvió de despedida.
Neil recorrió la distancia que lo separaba del bosque a la carrera, mientras que ella, se
encaminó hacia la mansión implorando que su escapada nocturna continuara siendo un secreto.
Si tuvo suerte o no, no lo sabía, porque nadie salió a su paso.
Consiguió deslizarse a su dormitorio sin encontrar a persona alguna. Pulgas al oírla llegar
levantó levemente la cabeza y, de inmediato, volvió a esconderla entre sus patas. Elisabeth se
desprendió del abrigo, lo guardó en el armario, asegurándose de dejarlo igual que como lo había
encontrado cuando lo cogió la noche anterior. Después miró con detenimiento el camisón que
llevaba para constatan que no presentara manchas de tierra o hierba; era un ritual al que se había
acostumbrado desde que habían comenzado sus escapadas. Una vez hecha la rigurosa inspección,
se metió entre las sábanas con la esperanza de que Sally tardara unas horas en ir a despertarla. El
calor que la recibió entre ellas sumado a los rescoldos que sobrevivían en la chimenea le
proporcionaron una sensación de placidez que se unió al recuerdo de lo ocurrido horas antes
entre Neil y ella. Nunca en toda su vida se había sentido tan feliz… y asustada. Con ese
pensamiento en la mente, se durmió.
CAPÍTULO 28
Desde que abandonara la mansión tres días atrás, su carácter —ya de por sí violento—, se
había convertido en colérico; sus subordinados podían dar fe de ello. El convencimiento de que
tenía que huir de aquel encuentro se hacía cada vez más fuerte en su ánimo. No podía aludir a
una excusa corriente, puesto que Lady Russell, aunque gorda y vieja, no pecaba de estúpida. Más
aún, desde la aparición de esa mojigata entrometida —a la que le esperaba un buen escarmiento
—, estaba especialmente puntillosa. Con su llegada y las veladas insinuaciones que le había
hecho a la dama referidas a él, el comportamiento de la vieja había variado. Cierto era que seguía
ofreciéndole cenas en su hacienda, que continuaba haciéndole regalos costosos o prestándole
dinero, pero su trato… era diferente. Muestra de ello había sido que lo obligara a compartir lecho
con ella, última baza que él pensaba utilizar para ganarle la partida. Con saña, lanzó contra la
pared el vaso de oporto que tenía en las manos al volver a recrear en su mente la desagradable
situación.
Como impulsado por un resorte, se puso en pie y comenzó a pasear de forma errática por la
estancia. De repente, su mirada chocó con el mapa de Escocia que vestía una de las paredes. Lo
miró con detenimiento y una sonrisa ladina cruzó su rostro. Había encontrado la manera de faltar
aquel miércoles sin despertar sospechas. Estaba seguro de que ausentarse sin presentar una
justificación de peso, molestaría en exceso a la vieja, ya lo había comprobado con anterioridad y
eso que en aquel entonces no había ocurrido nada entre ellos… Sí, había dado con la solución:
hacía tiempo que las Tierras Altas no recibían la visita de su batallón y ya iba siendo hora de
asegurarse de que ningún rebelde se escondía entre sus gentes. Se frotó la cara escondiendo un
gesto de disgusto; se había acostumbrado a la vida cómoda y sedentaria que disfrutaba; renunciar
a ella, por más que fuera solo unos días, lo irritaba. Sin embargo, aquella perspectiva le pareció
mucho más atractiva que tener que bregar con la compañía de aquellas asquerosas mujeres.
Rápidamente se acomodó de nuevo frente a su escritorio y escribió la orden para que su tropa
se preparara para salir de inmediato. Acto seguido, redactó una nota, que haría llegar a Lady
Anne. En ella que se excusaba por no poder acudir a la reunión semanal alegando que el deber lo
obligaba a ausentarse. Satisfecho consigo mismo, llamó a su secretario, al que le hizo entrega de
los dos sobres sellados, con la advertencia de que fueran entregados a la mayor brevedad posible.
Estaba acabando de empaquetar las pertenencias que pensaba llevarse cuando oyó unos
golpes en su puerta. Aunque su humor había mejorado notablemente desde que tomara la
decisión de partir, aquella intromisión lo molestó. Abrió la puerta con un movimiento seco y se
encontró con un joven cadete que portaba una misiva para él. La tomó de un tirón y despachó al
muchacho a cajas destempladas. Una mueca de asco le cubrió el rostro cuando vio el nombre del
remitente. Con todo, decidió leer el contenido: se trataba de una invitación formal para la fiesta
que se celebraría diez días más tarde en Stuart Castle y a la que asistiría la flor y nata de la
sociedad de Inverness. Sonrió, muy a su pesar. La bruja sabía jugar sus cartas. Ni podía negarse a
una convocatoria de tales características, ni tener en cuenta el desagradable fastidio que suponía
compartir espacio con ella y su sobrina. Su ambición por ascender en la escala social era superior
a cualquier otra consideración. Bien lo había demostrado durante el tiempo que había soportado
aquella insufrible amistad. No. No iba a darse por vencido ahora que tenía la oportunidad al
alcance de su mano de hacerse un hueco entre aquella gente influyente.
***
En cuanto despegó los párpados enfocó los ojos al lugar donde descansaba Pulgas. El animal
presentaba mejor aspecto a cada segundo, cosa que la llenó de felicidad. Se sorprendió no
encontrar a Sally en la habitación. Eso solo quería decir que era más temprano de lo que
imaginaba. Retiró la cubierta de la cama con la intención de ponerse en pie y, de inmediato, su
cuerpo le recordó lo ocurrido horas atrás, ¡como si fuera necesario! Cada caricia, cada beso, cada
sensación vivida junto a Neil estaban grabadas a fuego en su mente, en su cuerpo… y en su
corazón. Gracias a ese hombre —rechazado por los suyos, perseguido por sus adversarios,
abandonado a su suerte por el destino—, había descubierto la dicha absoluta, así como su
auténtica esencia: la de alguien que no tenía nada que ver con la señorita remilgada y caprichosa
que llegara meses antes a Stuart Castle; alguien dispuesto a arriesgar sus sentimientos
entregándoselos de forma desinteresada al hombre que amaba; una mujer decidida a renunciar a
toda la vida que conocía, con sus ventajas y comodidades, por compartir su existencia con aquel
que la hacía vibrar.
En el momento en que sus pies tocaron el suelo, la puerta se abrió para dar acceso a Sally,
como era habitual con los brazos cargados, en este caso con unas enaguas blancas. La muchacha
se sorprendió al descubrirla despierta; no era corriente que Milady se despertara antes de que ella
llegara.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—¿Por qué no habría de estarlo? Me siento mejor que nunca… —Se percató de que no podía
justificar tanto entusiasmo y matizó—: pero sigo preocupada por Pulgas. Aunque parece que va
mejorando, no es el mismo de siempre. No estaré tranquila del todo hasta que no recupere su
carácter alegre y sus ganas de jugar.
—No se preocupe, señorita, en pocos días tendrá la energía que lo caracteriza. Y en cuanto a
la pata, seguro que no le quedarán secuelas, estoy convencida.
—Ojalá tengas razón, Sally.
Mientras Elisabeth se aseaba, Sally sacó el vestido que su señora le había pedido, uno
sencillo y de tonos apagados dado que iba a estar comandando al grupo de criadas que había
escogido para asear el pabellón. Después de desayunar con su tía y explicarle los planes que
tenía para ese día, fue hacia allí acompañada de las chicas que se encargarían de la limpieza hasta
dejar el lugar reluciente. Aquella actividad les llevó gran parte de la mañana, y solo dejaron su
quehacer cuando Elisabeth se dio por satisfecha. Entonces, le pidió a Rose, una de las chicas, que
fuera a llamar a un mozo para encargarle que alimentara las dos chimeneas y, así, lograr que el
espacio estuviera caldeado para su reunión nocturna.
—Me han informado de que has hecho encender las chimeneas del pabellón, ¿no te parece
una medida un tanto apresurada, querida? –Indagó Anne cuando se reunieron para tomar el té.
—Después de tanto tiempo sin ser utilizadas, era necesario comprobar que tiraban
correctamente y que el hollín no entraba en el recinto en vez de salir por el conducto de humos.
Estamos de acuerdo en que queremos que todo esté perfecto y resulte confortable, ¿verdad, tía?
Si las prendemos en el último momento, nos arriesgamos a llevarnos alguna sorpresa
desagradable y el resultado final no será tan placentero como pretendemos. —¿Quién demonios
habría ido con el cuento a su tía? —. Además, el pabellón ha estado cerrado durante años y eso
se percibe al entrar. Con las chimeneas encendidas estos días previos a la fiesta nos aseguramos
de eliminar esa desagradable sensación. Nuestra intención es que los invitados estén confortables
en todo momento, ¿no es cierto?
—Por supuesto.
—Pues lo más sensato es que cada día encendamos las chimeneas durante unas horas. De esa
manera conseguiremos que el pabellón sea más acogedor y que nadie sospeche que no le hemos
dado uso desde hace años.
Sonó tan convincente que la mujer no tuvo más remedio que asentir de buena gana, ignorante
de las verdaderas intenciones de su sobrina. Le sonrió complacida, convencida de que Elisabeth
era una perfecta anfitriona. Después, llenó su platito con algunas pastas que había preparado la
cocinera para la merienda, y de las que enseguida dio cuenta. Elisabeth también comió de buena
gana los dulces mientras se regocijaba interiormente de haber sabido reconducir el tema de las
chimeneas.
—Por cierto, querida, este miércoles no contaremos con la compañía del capitán —comentó
Anne como al descuido, aunque sus labios se fruncieron levemente revelando que en realidad
estaba disgustada—. Al parecer tienen que hacer una batida por las Tierras Altas. —Calló
durante unos instantes para dar un mordisco a una galleta de mantequilla y por fin concluyó—:
No entiendo qué sentido tiene buscar a unos pobres furtivos que nada pueden hacer contra
nuestra nación. Cuando eran un ejército, entiendo que era la obligación de nuestros soldados
pararles los pies… pero ahora… no sé… me parece hasta cruel perseguirlos y darles caza como
si fueran animales.
—Estoy de acuerdo tía —dijo ella cargada de emoción después de tragar una tartaleta de
frutas. No era frecuente que Anne hablara de esos temas, en especial con ella—. Ya les han
quitado todo lo que era importante para ellos, sus familias, sus nombres, sus tierras, su libertad…
incluso sus vidas. Los pocos que queden diseminados merecen que los dejen vivir en paz.
—Eso es lo que creemos las mujeres, supongo. —Reflexionó un instante llevándose la taza a
la boca—. Los hombres son más agresivos que nosotras, más territoriales… y me imagino que
siempre les queda la duda de que el enemigo se reagrupe y les presente batalla… No sé. En
cualquier caso, John se desplazará al norte con parte de sus subordinados y no llegará a tiempo a
nuestra cita.
No podían ser mejores noticias. Tendría una tregua antes de tener que enfrentarse de nuevo a
aquel canalla. Su ánimo mejoró de forma notable tras la noticia. Con una sonrisa disimulada,
tomó otra galleta y se dedicó a degustarla.
***
Sin la amenaza de una visita de John Prescott en el horizonte cercano, Elisabeth empleó su
tiempo en organizar todo lo concerniente a la fiesta, desde los arreglos florales hasta la
elaboración de los menús, cosa que hizo con la colaboración de su tía y de la cocinera. Escribió
personalmente las invitaciones, menos la del capitán Prescott de la que ya se había ocupado
Anne y, por último, decidió qué habitaciones les destinaría a quién, teniendo en cuenta su grado
de confianza o las simpatías que sintiera la anfitriona hacia el invitado en cuestión.
Y por las noches, cuando la mansión estaba en silencio y todos sus habitantes se perdían en el
reino de los sueños, se escabullía para encontrarse con Neil en el pabellón. Allí, entre sus brazos,
su felicidad era completa y todo lo demás dejaba de existir.
Aquellos días vivió en un estado continuo de euforia, que todo el mundo achacó a la
proximidad de la celebración y a la mejoría de Pulgas. Solo ella sabía a quién se debía en
realidad. Quería vivir aquellos momentos íntimos con toda la intensidad que pudiera ya que no
sabía cuánto podían durar. El porvenir de Neil era incierto, por consiguiente, el suyo también. No
quería plantearse qué ocurriría si lo apresaban, así como tampoco quería pensar en la posibilidad
de que sus padres la llamaran de vuelta a Londres.
***
La semana se le había pasado en un suspiro. Sin embargo, aquella mañana, la del fatídico
miércoles en que volvería a toparse con el dichoso capitán, amaneció menos animada que los
últimos días. Cabía la posibilidad de que Prescott se retirara tarde y ese hecho retrasara su
ansiada reunión con Neil. La noche anterior lo habían estado comentando entre caricias y besos,
y acordaron que él no iría al pabellón hasta estar completamente seguro de que no había peligro.
Con lo que no contaba era con la sorpresa que le tenía preparado el destino.
Como era habitual, Sally se presentó en su dormitorio a la hora acostumbrada. Eligieron
juntas un vestido, uno de color melocotón que resaltaba sus ojos dorados. Una vez lista, se
despidió de Pulgas con un beso en su blanca cabecita y bajó a reunirse con Anne en el comedor
familiar, una sala muy coqueta, decorada con muebles de buena factura, elegantes a la par que
funcionales, lejos de los sobrios y recargados que amueblaban el que se utilizaba cuando había
invitados. Se sentó a la mesa y aguardó a que se le uniera su tía, quién, cosa extraña, todavía no
estaba allí.
—Perdona mi tardanza, querida —se disculpó nada más entrar—. Estaba discutiendo con
Helen sobre qué ropa ponerme esta noche. No quiero darle una impresión equivocada al capitán
y que piense que su ausencia a la cita de la semana anterior me ha alterado, pero, por otro lado,
tampoco quiero que crea que no noté su falta.
—Estoy convencida de que él no se fijará en su vestido, tía. —Según su parecer, a ese tipo
solo le interesaba lo que pudiera sacar de ella.
—Puede que tengas razón, aun así…
—Con respecto al sábado, ¿ha decidido ya cuál lucirá para la cena?
—Dudo entre el último que mandé coser —al oírla mencionar aquella abominación Elisabeth
tuvo que reprimir un gesto de horror—, o el azul oscuro con bordados en negro. ¿Tú qué opinas?
Menos mal que tomaba en consideración su criterio, pensó la joven mientras exhalaba con
alivio.
—Sin duda, yo me inclinaría por el azul. Es elegante, poco pretencioso y muy adecuado para
recibir visitas.
Estaba acabando su exposición cuando entró el señor Monroe con un sobre lacrado sobre una
pequeña bandeja de plata.
—Milady, acaba de llegar esta nota para usted. El mozo que la ha traído me ha asegurado que
es de suma importancia que la lea a la mayor brevedad posible.
Elisabeth estiró el cuello con discreción, intentando averiguar quién era el remitente, aunque
aquello no fuera muy elegante. Ese era uno de sus defectos: la curiosidad. Sin embargo, cuando
descubrió el sello que precintaba la misiva, se dispararon todas sus alarmas.
Con un gesto de cabeza, Anne le dio permiso al mayordomo para que se retirara antes de
dirigirse a su sobrina:
—Vaya, jovencita, parece que tenemos noticias de tus padres —dijo la anciana como si tal
cosa, sin percatarse de que Elisabeth había perdido todo el color del rostro.
Con parsimonia, Lady Russell rompió el sello de cera y se dispuso a leer el mensaje.
Conforme sus ojos recorrían el papel, la confusión se hacía patente en su cara.
—Tía, por favor, no me tenga sobre ascuas. ¿Qué dice mi padre? —soltó sin poder detener su
lengua.
—Al parecer, vamos a tener el honor de contar con su presencia y con el de mi querida
sobrina esta misma tarde. Vienen a pasar unos días en estas frías y poco acogedoras tierras.
Todos los temores de Elisabeth se concentraron en aquella noticia. Ni siquiera escuchó las
palabras poco amables que su tía había dedicado a Escocia y que ella ya no compartía. No, todo
su pensamiento se había quedado enredado con la terrible revelación. ¿Qué motivo podía existir
para que sus padres emprendieran tan largo trayecto? Fue Anne quien la sacó de dudas al seguir
leyendo la nota en voz alta.
«Mi querida esposa, su sobrina, sentía un fuerte deseo de verlas a usted y a nuestra niña, a la
que añora profundamente. Por mi parte, aunque comparto las mismas ganas de reunirme con
ustedes dos, también me mueve la curiosidad por conocer esas famosas Tierras Altas de las que
todo el mundo habla. Mi única visita a Escocia se remonta a mis años de juventud y se ciñó a la
ciudad de Edimburgo, así que he pensado que será una experiencia agradable pasar unos días
descubriéndolas. Sé que he sido descortés al no anunciar nuestra llegada con más anticipación,
sin embargo, espero que no represente ningún trastorno para ustedes nuestro impulso de buscar
su compañía. Espero que se encuentren bien al recibo de esta carta, mas pronto lo podremos
comprobar por nosotros mismos»
Al concluir la lectura, la mirada de Anne quedó perdida en un punto indefinido de la sala.
Estaba claro que su cabeza había empezado a funcionar a un ritmo frenético, tomando decisiones
precipitadas y reestructurando los planes que ya tenía fijados para ese día y los siguientes
—Tenemos que darnos prisa, jovencita —afirmó cuando volvió a centrar su atención en ella
—. Sin duda, es un contratiempo no haber tenido noticia de su llegada con más tiempo, pero va a
ser un valor añadido a la celebración del sábado —dijo con orgullo—. George Spencer, IV duque
de Marlborough en mi casa, ¿te das cuenta de lo que eso significa?
No, no lo sabía y tampoco le importaba. Con sus padres allí, sus escapadas nocturnas serían
imposibles y sin ellas, las posibilidades de ver a Neil eran escasas. Su primera intención fue ir a
por su yegua y salir en su busca, pero sabía que esa alternativa estaba descartada. Su tía no le
permitiría ausentarse teniendo la llegada de sus padres tan próxima. Su mundo se derrumbaba
ante sus ojos y no tenía idea de cómo remediarlo.
CAPÍTULO 29
—Por favor, Lady Russell, no son necesarios tantos formalismos, somos familia. —Se acercó
a ella, la ayudó a alzarse y se llevó su mano derecha a los labios—. Coincido con mi esposa, está
usted magnífica.
—Es usted muy cortés, duque. —Hizo un gesto con la mano en dirección a las escaleras que
daban paso a la mansión—. Si me acompañan.
En ese momento, los duques recayeron en ella, que se había mantenido en silencio en lo alto
de la escalinata, frente al portón de entrada. A los tres se les iluminó el semblante. Elisabeth no
soportó más la espera y corrió a reunirse con sus progenitores, con los que se fundió en un fuerte
abrazo. Al separarla de su cuerpo, los ojos de Caroline estaban brillantes a causa de la alegría
desbordante que le henchía el pecho. La estudió de arriba abajo.
—¡Dios mío, hija, estás preciosa! Preciosa, diferente. Más…madura, diría yo. —Inclinó la
cabeza hacia atrás para mirar a su marido—. ¿Tú qué opinas, George?
—Que tienes toda la razón. Está más bonita que nunca, y jamás pensé que eso pudiera ser
posible.
Elisabeth se sonrojó ante los elogios de sus padres, y también porque pensó que ellos no
podían ni intuir el verdadero cambio que había experimentado. Había salido de Londres como
una jovencita caprichosa, exigente… y virgen, y en ese periodo en Escocia ya no era ninguna de
las tres cosas.
Una vez en el interior, Anne les propuso a los recién llegados que se retiraran a descansar.
—Gracias, tía, se lo agradecemos. No obstante, nos iría bien tomar una taza de té y charlar
con las dos un rato. ¡Hay tantas cosas que queremos saber!
—Como gustéis —Anne sonrió ladeando la cabeza—. Si me seguís, pediré al servicio que
nos preparen una infusión.
Quince minutos más tarde, los cuatro se encontraban confortablemente sentados en la salita,
con sendas tazas humeantes entre las manos continuando la conversación que habían iniciado en
el zaguán.
—Y bien, querida, ¿qué tienes que contarnos de tu estancia en Escocia?
Por un instante, Elisabeth no supo qué contestar. No podía revelar nada sobre lo que
realmente había significado su tiempo en aquellas tierras sin confesar su relación con Neil, así
que improvisó, era buena en eso.
—Tía Anne ha sido un ejemplo a seguir —sonrió en dirección a la anciana, quien se sintió
complacida al escucharla—. Me ha dado la oportunidad de colaborar en el manejo de la casa, a
llevar la economía de la hacienda… actividades todas ellas que sé que serán útiles para mi futuro.
—Me alegra oír eso —aseguró su padre con un deje de orgullo antes de llevarse la taza a la
boca.
—Debo reconocer que Elisabeth ha sido de gran ayuda —intervino la anfitriona.
La joven, sonrojada, miró el contenido de su taza. Su actitud tímida agradó mucho a sus
padres, quienes mostraron su agrado con una sonrisa. En verdad que su hija había cambiado
mucho en esos meses de separación.
—Y, ¿qué tal por casa? —Quería desviar la atención de su persona y esa fue su manera de
intentarlo—. ¿Qué tal está James?
—Oh, tu hermano está deseando verte. —A Caroline se le iluminó el rostro ante la mención
de su primogénito—. Tiene noticias que te van a alegrar. Por desgracia nos ha prohibido hablar
de ello hasta que lo haga él. Ya sabes cómo es.
—¡No puede dejarme así, madre! —se quejó al tiempo que cogía un dulce de la bandeja que
acompañaba al té.
—No te alarmes, querida hija. —Su madre alargó la mano y la posó sobre sus rodillas—. No
tendrás que esperar demasiado. Nos ha prometido que acabaría con los asuntos que tenía
pendientes en la naviera tan rápidamente como le fuera posible con el fin de venir a visitarte en
breve. Él también te echa mucho de menos, hija.
—Como yo a él.
James, a pesar de ser cinco años mayor que ella, era su mejor amigo, su consejero, la persona
en la que más confiaba… hasta entonces. Por desgracia, no podría revelarle nada de lo ocurrido
con Neil. Pensar en ello, la entristeció sobremanera.
La charla continuó hasta que la oscuridad comenzó a adueñarse de la tarde y llegó el
momento de ir a sus alcobas para arreglarse antes de la cena. Anne les había anunciado a los
duques que esa noche contarían con un comensal más. A Elisabeth no le pasó desapercibida la
incomodidad que mostró el duque, por más que tratara de disimularla. ¡Menuda sorpresa se
llevaría su padre al encontrarse cara a cara con aquel desalmado! Lo conocía bien y estaba segura
de que no le agradaría.
Subió por la lujosa escalera de nogal al piso superior acompañando a sus padres, les mostró
sus habitaciones —donde los sirvientes de los duques ya habían colocado sus pertenencias—, y
se citó con ellos media hora más tarde. Antes de separarse, no obstante, su padre le pidió un
minuto.
—¿Quién es ese caballero que viene a cenar? —preguntó después de asegurarse de que nadie
excepto ella lo escuchaba.
—El capitán Prescott.
—¿Qué tal es? —volvió a inquirir con el ceño fruncido.
Elisabeth se cercioró de que Caroline entraba en sus aposentos antes de contestar.
—Prefiero que sea usted quién lo decida, padre —intentó sonar neutra.
—Está bien. Como prefieras. —Su ceño fruncido delataba que aquella respuesta lo había
dejado perplejo.
Se separaron sin añadir nada más. Elisabeth sabía que, tarde o temprano, su padre la
interrogaría más concienzudamente sobre aquel… hombre. Ojalá no fuera esa noche ya que
había decidido que, pasara lo que pasase, acudiría a su encuentro con Neil.
CAPÍTULO 30
Por su lado, el capitán estaba henchido de orgullo ante la posibilidad de codearse con alguien
de la envergadura de George Spencer. Su máxima aspiración en la vida siempre fue codearse con
la flor y nata de la sociedad inglesa, y quién mejor que el duque de Marlborough para hacerlo. La
familia era una de las más prestigiosas e ilustres del país, con influencias en todos los ámbitos y
amigos íntimos del rey. Si jugaba bien sus cartas, podía salir de esa casa, esa misma noche, con
un cargo mucho mejor que el que tenía y con ello, podría mandar al diablo a la puta vieja de una
jodida vez.
Durante la cena, Prescott mostró su cara más amable. Alagó a las damas y aduló al duque
hasta el hastío, tanto que hasta Anne se sintió molesta con su conducta. Muy a su pesar, sus
esfuerzos no se vieron recompensados. La duquesa apenas le dirigió la mirada y el duque cortó
de raíz cualquiera de sus comentarios. Y todo ello ocurrió ante la atenta y complacida mirada de
Elisabeth, que se sintió agradecida por la actitud de sus progenitores. La tensión entre los
comensales fue acentuándose por segundos hasta hacerse insostenible.
Prescott no llegó a darse cuenta de que su presencia no era bien recibida hasta casi finalizada
la cena. El momento en que, por norma, se pasaba al saloncito a degustar un oporto, él lo
aprovechó para rehusar la gélida invitación que le hacían los anfitriones, alegando que tenía
trabajo pendiente en el cuartel. Por supuesto, no engañó a nadie. Al despedirse, sus facciones
estaban contraídas y reflejaban el mal humor que lo roía por dentro, un signo más de su falta de
compostura. Cualquier caballero que se preciara de serlo mantendría bajo control su estado de
ánimo. Con todo, los duques, Elisabeth y Lady Russell, lo acompañaron hasta la salida. Sin
embargo, a diferencia de lo que solía ser habitual con los invitados, en cuanto puso un pie fuera
de la casa, tanto el duque como su esposa e hija se dieron la vuelta y lo dejaron a solas con Anne
sin siquiera esperar a que apareciera su caballo.
—No puedo decir que haya sido una velada agradable, Lady Anne —espetó con desprecio—.
Nunca me he sentido tan humillado.
Si esperaba que Lady Russell se pusiera de su parte, se equivocó.
—Creo que es muy descortés de su parte decir algo así, capitán. Mi sobrina y su marido son
encantadores. Quizás debería hacer examen de conciencia y averiguar si su comportamiento ha
sido el adecuado.
No le dio oportunidad de rebatirla. Con la mano estirada hacia el jardín Anne le indicó que su
montura ya estaba esperándolo.
—Buenas noches, capitán.
Su respuesta se limitó a un resoplido de indignación. Saltó sobre su silla y espoleó con
dureza a su semental. Estaba tan ofuscado que, de permanecer un segundo más en aquel lugar,
hubiera cometido cualquier atrocidad.
***
Neil, oculto tras el follaje, fue testigo de todo lo ocurrido. Observó el desprecio que mostraba
el duque —no dudó sobre la identidad del padre de Beth; su porte, sus gestos… Todo en él la
proclamaba a gritos— por el capitán, cosa que lo satisfizo sobremanera. La duquesa, con sus
gestos, manifestó, asimismo, la repulsa que le causaba aquel hombre. Hasta Lady Anne exhibió
un talente más frío que el acostumbrado hacia él. Reparar en ello lo llevó a preguntarse qué
ocurriría si supieran que su hija estaba enamorada de un hombre, un proscrito, como él. Estaba
seguro de que le prohibirían volver a verlo. Solo de pensarlo se le partió el alma. Amaba a Beth
más que a su propia vida, y si bien era consciente de que no tenían futuro juntos, no por ello
dejaba de doler esa certeza.
Llegados a ese punto, después de lo visto frente a la entrada de la mansión, no sabía qué
decisión tomar. Si Beth conseguía eludir a sus padres y no lo encontraba, se sentiría desolada.
Por otro lado, si permanecía al acecho, esperando su aparición y ésta no se producía, se
arriesgaba para nada a ser visto. La respuesta llegó sola: esperaría. La posibilidad de un segundo
con Beth compensaba cualquier riesgo que pudiera correr.
***
El capitán azuzó a su montura hasta hacerlo sudar, a pesar de la fría temperatura de la noche.
El corcel exudaba una secreción blanquinosa que, con la velocidad, salpicaba el pantalón y la
chaqueta del jinete, enfureciéndolo aún más. Tenía ganas de golpear a alguien y, por una vez, no
le apetecía que fuera una pobre mujer que no presentaba resistencia y que era tan fácil de
doblegar. En su veloz carrera recordó que tenían en el calabozo a un sucio escocés que se había
atrevido a hablar en gaélico con otro reo cuando creía que nadie lo escuchaba. Pensó ofuscado
que el castigo que le había infligido no era pago suficiente por su osadía. Ese desgraciado sería
su chivo expiatorio. Pobre infeliz. No tenía ni idea de lo que se le venía encima.
***
Una vez se hubo ido el capitán, la familia pasó a la salita a tomar la bebida que no habían
degustado antes. El duque se guardó de hacer preguntas sobre el hombre que acababa de
abandonarlos. No quería que Anne, que parecía sentir cierta simpatía por él, escuchara lo que
deseaba averiguar de labios de su hija. Caroline, acostumbrada a salir airosa de situaciones
comprometidas provocadas por algún invitado sin modales, se esforzó por mantener viva la
conversación. Lo consiguió, pero no por mucho tiempo. Con la excusa del largo viaje que habían
realizado, su marido la instó a retirarse. Tanto Anne como Elisabeth los imitaron, cada una
movida por motivos diferentes.
Se despidieron de Anne con una inclinación de cabeza a las puertas de sus dependencias e
hicieron idéntico gesto al llegar a las de ella. Sin embargo, Elisabeth sabía que su padre, incluso
su madre, no tardaría en reunirse con ella. No se equivocó. Minutos después de que Sally la
dejara sola, oyó unos ligeros golpes en la hoja de madera que la avisaban de su visita. Se puso en
pie a la vez que ataba su bata sobre el camisón. Antes de abrir, su mirada se perdió en la
oscuridad exterior, donde Neil estaría esperando su señal para reunirse con ella. Se alegró de
haber tenido la idea de última hora de ofrecerle la manta, su manta, para que le resultara menos
dura la espera. Suspiró al saberlo allí, tan cerca y tan lejos a la vez. Pulgas requirió atención y
ella se la dio en forma de caricia en la testa. Suspiró de nuevo echando un último vistazo a la
noche y se dirigió a la puerta. En total no habían pasado más de unos segundos, pero el duque
parecía impaciente cuando le abrió. A su lado, su madre la sonrió con afecto.
Los invitó a entrar apartándose de la jamba. En cuanto la traspasaron, Elisabeth atrancó la
puerta con sumo cuidado, asegurándose de no hacer ni el menor ruido. Todavía en silencio,
Caroline se acercó al sillón que ocupaba Pulgas y cogió al animalito. Fue entonces cuando
recayó en su pata lastimada.
—Elisabeth —dijo sorprendida con los ojos muy abiertos—, ¿qué le ha ocurrido a tu
mascota?
—Prescott —contestó encogiéndose de hombros como si aquello fuera lo más obvio del
mundo.
—¿Prescott? —intervino el duque frunciendo el ceño—. Ya te he dicho que ese hombre no
me gustaba —aseguró dirigiéndose a su esposa. Acto seguido, enfrentó a su hija—. ¿Quién es
ese tipo?, ¿qué hace en esta casa?, ¿qué propósitos tiene?
—Le responderé una a una sus preguntas: es un oportunista que ha sabido cautivar la
atención de tía Anne para aprovecharse de ella y sacarle una buena suma de dinero, así como
regalos valiosos, además de hacer contactos entre sus amistades. —La declaración, clara y
concisa, no dejaba nada en el tintero.
—Pero… Eso no puede ser —medió su madre, negando con la cabeza de forma repetida—.
Tía Anne no se dejaría embaucar por un buscavidas. Es inteligente y ha vivido lo suficiente
como para saber distinguirlos.
—Tienes razón, querida. Sin embargo, también es una mujer entrada en años y sola desde
hace mucho tiempo. Estoy convencido de que los halagos la han ofuscado y ha perdido un poco
la cabeza.
Elisabeth echó un vistazo rápido hacia la ventana antes de volver a hablar.
—Tal vez… ella, en realidad, no desconoce las intenciones del capitán. Desde que llegué y
supe de la amistad que los unía, he intentado hacerle abrir los ojos… y creo que, de alguna
manera, lo he conseguido. Sin embargo, no he tenido el éxito que deseaba, porque tía Anne sigue
alimentando esa relación. Sé que le ha hecho regalos costosos, le ha prestado efectivo, y se ha
encargado de que el estatus social del capitán haya mejorado de forma notable en la zona. Sé que
hay algo que se me escapa en el vínculo que los une, pero no he logrado descifrarlo… todavía.
Tal vez no lo logre nunca –concluyó con tono afligido.
El duque, que hasta ese momento había permanecido en pie, se sentó a los pies de la cama,
pensativo. Elisabeth lo hizo a su lado, estrujándose las manos, presa de los nervios provocados
tanto por la revelación que acababa de hacerles a sus padres como por la urgencia que sentía por
reunirse con Neil lo antes posible. Caroline, que no dejaba de acariciar el pelaje blanco del
perrito, detuvo su mano y alzó los ojos hasta posarlos sobre los de su hija.
—¿Por qué has dicho que el capitán es el causante de la lesión de Pulgas? —Sus iris apenas
eran visibles a través de las rendijas en que se habían convertido sus párpados.
Elisabeth resopló. Todavía la atemorizaba recordar aquella noche, pero no tenía intención de
reservarse nada que pudiera incriminar a Prescott. Con todo el ánimo que pudo reunir, les narró
todo lo ocurrido sin dejarse ni una coma. Por supuesto, tampoco se olvidó de relatarles las
ocasiones anteriores en que la amenazó.
—¡Esto no puede quedar así! —exclamó el duque indignado. Su mujer lo miró con seriedad
llevándose un dedo a la boca, recordándole así que debía bajar el volumen de voz—. Cierto,
lamento mi golpe de temperamento, queridas. Pero es que ese… —se detuvo antes de decir una
palabra malsonante que no debía pronunciar delante de las damas—, no se puede salir con la
suya.
—Papá, es su palabra contra la mía. Si lo encaramos sin pruebas… yo no quedaré muy bien
parada. Recuerde que él es un capitán del ejército inglés, un héroe de guerra —se le escapó una
mueca de disgusto— con una hoja de servicio intachable y que el suceso ocurrió en la intimidad
de mi habitación. Hacerlo público, a quien dejaría en evidencia sería a mí.
—Eso habría que verlo —espetó el duque con desagrado—. Nunca olvides la familia a la que
perteneces; si su nombre tiene cierto peso, el nuestro lo supera con creces. Sin embargo, tienes
razón, debemos esperar a conseguir pruebas que lo incriminen de alguna de las faltas que nos has
enumerado. —Su frente estaba arrugada cuando miró a su esposa—. Querida, tienes una
importante misión durante los días que permanezcamos aquí.
—Sí querido —llevaban tantos años juntos y se conocían tan bien que Caroline no necesitó
de más indicaciones—, me encargaré de sonsacarle información a mi tía.
—Gracias. —A Elisabeth se le escapó una lágrima de agradecimiento—. Gracias por
creerme.
—Por supuesto que te creemos. Solo hace falta echarle un vistazo a ese tipo para saber qué
clase de gañán es —la reconfortó su padre acunándole las manos con una de las suyas y
acariciándole la mejilla con la otra.
—Bueno, ya está todo aclarado. Mañana charlaremos de temas menos penosos y nos
pondremos al día —medió su madre poniéndose en pie y depositando a Pulgas de regreso al
asiento—. El tema ha sido muy intenso y se ha hecho tarde. Mañana, con la mente despejada y
habiendo descansado, veremos las cosas de otra manera. Si unimos nuestros ingenios, quizás
encontremos una manera de acabar con ese… caballero.
—Sabias palabras, esposa. —El duque se incorporó después de volver a rozar el rostro de su
querida hija—. Mañana seguiremos hablando. En verdad que estamos todos rendidos. Ha sido un
día muy largo.
—Buenas noches, padre —Se puso en pie para abrazar al duque—. Madre —se aproximó a
Caroline e hizo idéntico gesto de cariño—. Hasta mañana.
CAPÍTULO 31
—Neil, hay algo que debo explicarte —dijo sin dejar de enredar sus dedos en la mata caoba
que era el cabello del joven.
—Ah, ¿sí? ¿De qué se trata? —Su voz ronca y sensual consiguió su cometido y ella acudió a
sus labios de nuevo.
Sin embargo, lo que tenía que decirle era importante; se forzó a centrar sus pensamientos, por
más tentador que fuera continuar bebiendo de la boca masculina. Se apartó apenas una pulgada y
se centró en sus ojos, que en aquella penumbra se veían más oscuros de lo habitual.
—Mis padres han venido de visita.
Aquella revelación cayó en el ánimo de Neil como un jarro de agua fría. Con los duques allí,
la posibilidad de verse en secreto sería una tarea ardua, si no imposible. Ante tal evidencia, no
pudo más que estrecharla contra su pecho con fuerza. Si era la última vez que se encontraban a
solas, no podía perder más tiempo para hacer lo que se había propuesto esa mañana. Mientras
uno de sus brazos la mantenía pegada a él, la otra mano se perdió dentro de su sporran hasta dar
con lo que andaba buscando. Lo encerró en su puño. Un cierto pudor se apoderó de él al pensar
que ella pudiera creer que aquello era una idea absurda, pero no tenía intención de darse por
vencido antes de llevarlo a cabo. Ya bregaría con la desilusión si ella rechazaba su petición. La
separó de su cuerpo y le presentó su mano cerrada.
—¿Qué tienes en la mano, Neil? —Sus ojos se abrieron con expectación, concentrados en
aquellos dedos cerrados.
—Sé que esto es demasiado humilde para ti, que mereces las joyas más preciosas del mundo.
Sin embargo, espero que no la rechaces y que valores el amor que encierra.
—Cualquier cosa que venga de ti es valiosa para mí, lo sabes. Tengo entre mis tesoros más
queridos la figurita de Pulgas que me regalaste, así que dudo que esto que escondes en la mano
pueda decepcionarme lo más mínimo.
Lentamente, separando de su palma falange por falange, dejó al descubierto la alianza que
había fabricado para Beth. Ella la miró llena de admiración e intentó hacerse con ella. Sin
embargo, antes de dejar que lo cogiera, debía explicarle lo que supondría lucirlo en su mano.
—Esta sencilla alianza es una muestra de mi amor por ti. Con este anillo… sería un honor
que me permitieras desposarte a los ojos de Dios. No puedo soportar ni un día más sin que seas
mi esposa ante él. Soy muy feliz cuando te tengo entre mis brazos, cuando beso tu boca, cuando
nos fundimos en un solo ser… Sin embargo, no puedo olvidar quién eres y que te has entregado
a mí sin reservas y sin pensar en tu futuro. Es una locura, soy consciente, porque esto no valdría
ante nadie si te reclamara como mía, pero, en mi alma, sabré que lo eres. Que siempre lo serás,
pase lo que pase de aquí en adelante.
Se detuvo con la respiración agitada y la mirada fija en la expresión de Beth. Era mucho lo
que estaba en juego: su felicidad, aunque fuera efímera, sin ir más lejos. Ella enmarcó el rostro
masculino mientras lágrimas de alegría se agolpaban en sus ojos.
—Acepto ser tu esposa ante los ojos de Dios. Sé que Él aprueba nuestra unión porque conoce
la grandeza de nuestros sentimientos. Y, a pesar del poco tiempo que nos conocemos, mi corazón
está seguro de que nadie, nunca, podrá entrar en él, ya que te pertenece por entero. Ahora y
siempre.
Sus almas se unieron, al igual que lo hicieron sus labios, en un beso que sellaba aquel vinculo
sagrado. Algo más tarde, cuando se vieron obligados a separarse porque el día amenazaba por
despuntar, lo hicieron con el convencimiento de haberse convertido en marido y mujer para el
resto de sus vidas, pero con la incertidumbre de si sería posible reencontrarse en los días
venideros.
***
La casa era un enjambre de actividad; solo faltaba un día para el gran acontecimiento y los
criados tenían un sinfín de tareas pendientes para que la fiesta fuera el éxito que se esperaba.
Lady Anne junto con sus dos sobrinas, madre e hija, ultimaban los detalles que requerían de su
exclusiva atención. Elisabeth, la auténtica artífice de la organización, estaba visiblemente
nerviosa. Lo que el resto ignoraba era que su estado agitado no se debía en exclusiva a lo que
sucedería al día siguiente. Había un motivo aún más importante que perturbaba su tranquilidad:
en su corazón, se había convertido en la esposa de Neil Bruce, algo que desearía gritar a los
cuatro vientos y que, muy a su pesar, se veía obligada a mantener en secreto.
Los imprevistos de última hora, las dudas sobre si el clima les sería favorable —unos
indeseables nubarrones negros amenazaban con descargar en cualquier momento—, la búsqueda
de alternativas ante tal contrariedad y otras cuestiones parecidas la tuvieron entretenida la mayor
parte de la jornada. Ese ajetreo le dejó apenas tiempo para hablar con sus padres. Con toda
seguridad, su madre habría conseguido sonsacarle información a Anne que estaría deseosa de
compartir con ella, pero eso tendría que esperar a la noche, cuando pudieran tener un momento
de intimidad en su habitación. Mientras tanto, aunque su mente estuviera distraída con imágenes
de lo vivido con Neil, su actividad estaba destinada a hilar todos los flecos que pudieran quedar
pendientes antes del gran día. Sus invitados no merecían menos.
La luz de la tarde se desvanecía ya cuando escuchó un revuelo en el hall de entrada. Detuvo
la orden que estaba impartiendo a uno de los lacayos para comprobar de qué se trataba. La
sorpresa la dejó paralizada asomada a la barandilla, en lo alto de la escalera. El mismísimo
James, con un gaban color crema que le llegaba a los pies y el sombrero en la mano, alzaba en el
aire a Anne como si su peso se hubiera volatilizado y fuera ligera como una pluma. Ella reía
mientras lo golpeaba en los hombros, exigiéndole que la dejara sobre el entarimado. Los duques
observaban la escena con sendas sonrisas iluminando sus rostros.
—Tía, está más hermosa de lo que la recordaba —afirmó el recién llegado con la comisura de
los labios alzadas—. Por usted no pasan los años.
—Calla, zalamero, no digas tonterías y déjame en el suelo de una vez.
Elisabeth detectó a varias doncellas jóvenes mirándolo con disimulo, admirando la figura de
su hermano sin poder ocultar la fascinación que les causaba. Desde siempre, James había
cautivado la atención de cuanta mujer se encontrara cerca de él, era inevitable. Una alegría que
nacía en su pecho y se extendía por sus extremidades la empujó a bajar las escaleras a la carrera
con los brazos abiertos. En cuanto llegó junto al grupo, James depositó con cuidado a Anne en el
piso antes de repetir el saludo que le había prodigado a su tía. La notable diferencia de peso
colaboró en que la elevara a más altura sin dificultad y que girar con ella en los brazos no le
supusiera ningún esfuerzo.
—¡Mírate! —exclamó su hermano entre risas—. Estás increíble. Estás diferente, más…
mujer.
—¡Oh, James! Te he echado tanto de menos.
—Yo a ti también, ratita. La casa está muy triste sin tus constantes locuras.
—Bueno jovencitos, dejaos de tantas tonterías —los interrumpió la dueña de la casa
fingiendo desaprobación—. Elisabeth, acompaña a tu hermano a… ¡Dios! ¿Tenemos alguna
habitación libre para él?
—Algo encontraremos, tía —tomó a James de la mano para que la siguiera—. Ya me las
apañaré para reubicar a alguno de los asistentes en otra dependencia. —De repente tuvo una idea
que le pareció genial—. Seguro que al capitán no le importa ocupar una de las habitaciones del
servicio, ¿no cree? Al fin y al cabo, no va a pasar la noche en la mansión.
Aquella propuesta no agradó a Anne y se reflejó en su semblante, mas no contradijo a su
sobrina nieta. Era impensable anteponer un capitán al heredero del ducado de Marlborough; John
tendría que transigir con ese cambio, le gustara o no.
***
Prescott extendió la mano para que el soldado que permanecía junto a él le tendiera un trapo
con el que limpiarse la sangre que le había salpicado. El recluso continuaba atado al poste, sin
sentido y con la espalda cruzada por infinidad de marcas, muchas de ellas con la carne a la vista.
Algunas goteaban fluidos hasta perderse en el calzón deshilachado que cubría la parte inferior de
su cuerpo. A una orden de su capitán, un par de hombres se encargó de soltar sus muñecas —
desgarradas por la áspera soga— y de trasladarlo a su insalubre calabozo. John los observó
indiferente. Desquitarse con aquel infeliz no había aliviado su sed de resarcimiento, a pesar de
que el día anterior había infligido idéntico tratamiento a otro desgraciado. En su interior seguía
concentrado un odio visceral por ciertas damas del que no podía deshacerse. Sabía que con la
vieja no tenía nada que hacer para satisfacer esa ansia de venganza, pero encontraría la manera
de hacerlo con la metomentodo de la sobrina. Entretanto, aquella noche, acudiría al burdel, y se
entretendría con la zorra que cayera en sus manos. Lo necesitaba si al día siguiente tenía que
pasarlo en compañía de aquel par de brujas mientras se veía obligado a soportar el desprecio de
los duques.
***
Neil tomó la decisión de que iría a las inmediaciones de Stuart Castle como cada noche, aun
a sabiendas de que, con los duques allí, era más que improbable que Beth pudiera escaparse para
verlo. Demasiado se había arriesgado la madrugada anterior, aunque hacerlo lo hubiera
convertido en el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Pero no existía peligro suficiente que
le impidiera acudir, a pesar de saber que no podría beber de su boca ni acariciar su dulce cuerpo.
Si tenía suerte, tendría la oportunidad de verla en la distancia; solo esa posibilidad ya valía la
pena el riesgo. En cuanto a la noche del sábado… eso era diferente. Con tanta gente merodeando,
la amenaza de ser descubierto se multiplicaba de forma exponencial. Beth le había suplicado en
uno de sus encuentros que no se acercara, que no jugara con fuego… y, muy a su pesar, pensaba
hacerle caso.
Para matar el tiempo hasta que la penumbra le asegurara un trayecto seguro, se dedicó a los
menesteres que acostumbraba a llevar a cabo diariamente: afilar el cuchillo que siempre llevaba
encima, construir trampas para conejos, fabricar anzuelos… cualquier cosa que mantuviera su
mente centrada en algo más que en su mujer y en lo que les deparaba el porvenir, si no quería
terminar enloqueciendo.
***
Con la llegada de James, las cosas variaron en el itinerario que la familia tenía fijado. A nadie
pareció importarle, de todas formas; tenerlo allí era reconfortante y representaba una fuente de
diversión, dado el carácter alegre del joven. Para compartir más tiempo con el recién llegado,
Elisabeth delegó la mayor parte de sus quehaceres a la servidumbre, aunque les encargó a Sally y
a Molly, sus dos doncellas de más confianza, que supervisaran el trabajo para que todo quedara
como ella había dispuesto.
Las amenazantes nubes que se habían mostrado por la mañana terminaron por abrirse en una
lluvia constante, pero ligera que captaba la mirada de Elisabeth con frecuencia. Rogó a lo más
sagrado que aquel chubasco terminara antes de que apuntara el alba. Pensar en el agua que caía
en el exterior y que, con toda probabilidad, estaría mojando a Neil, le oprimió el corazón. ¡Cómo
le hubiera gustado que él estuviera presente en esa reunión familiar!
Debido al sirimiri que caía, los planes de mostrarle a James los alrededores quedaron
abortados. Solo se permitieron asomarse al porche principal para admirar lo que se veía desde
allí. Los hermanos, abrazados por la cintura, rieron al recordar algunas de las travesuras de su
pasado que tenían como protagonista la lluvia. Las protestas de Lady Anne los obligaron a volver
al calor de la casa. A partir de ese momento, las conversaciones no cesaron: algunas versaron
sobre temas frívolos, centrándose en los últimos chismorreos de Londres; otras a temas más
espinosos, como el aumento de delincuencia en la capital o la proliferación de piratas en el
océano Atlántico, algo que preocupaba especialmente tanto al duque como a su hijo —no en
vano su naviera cubría el trayecto comercial entre Inglaterra y el Nuevo Mundo—. Después de
un intenso debate sobre cómo habría que actuar con respecto a esos asaltadores de los mares, y
que cada vez se enrarecía más, Elisabeth creyó que era momento de relajar el ambiente
abordando una cuestión más distendida:
—Por cierto, hermanito, ha llegado a mis oídos que tienes algo que contarme, aunque ignoro
de qué se trata.
Los ojos de James se iluminaron al instante a la vez que una sonrisa florecía en sus labios.
Abrió la boca un par de veces y la cerró otras tantas mientras su mano se paseaba por su cabeza.
Se lo veía nervioso, cosa que provocó una mirada benevolente por parte de su madre y otra
desconcertada en su hermana. Al tercer intento consiguió hablar.
—He conocido a la mujer más maravillosa del mundo, le he pedido que sea mi esposa y…
¡ha aceptado!
—Pero… ¡Esa es una noticia fantástica! —exclamaron Elisabeth y Anne al unísono.
—Eso pienso yo.
—Tienes que contarnos todos los pormenores —pidió Elisabeth de forma atropellada y llena
de júbilo—. ¿Cómo la conociste? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién es ella? ¿La conozco?
A partir de ese instante, y durante toda la velada, la charla versó alrededor de la prometida de
James, Beatrice, de los planes que tenía para la boda, de lo difícil que había sido separarse de ella
para viajar hasta Escocia… Y también de la posibilidad de que Elisabeth fuera tan afortunada
como su hermano y encontrara a un buen hombre con el que contraer matrimonio. En ese punto,
la joven dejó de intervenir y se sumió en un mar de pensamientos cuyo centro era Neil. ¿Para qué
quería un esposo si ya tenía el mejor que nadie pudiera hallar?
CAPÍTULO 32
E lisabeth descubrió con frustración que era imposible escabullirse aquella noche.
Después de la cena y la consabida tertulia posterior, cuando las mujeres estimaron
que era momento de retirarse, los hombres decidieron continuar su charla en la
biblioteca, para tratar temas de negocios que no habían querido abordar delante de las damas. Su
acceso al exterior estaba vetado.
Elisabeth despachó a Sally en cuanto le fue posible, alegando que, con todo el trabajo que
tenía por delante el día siguiente, no le importaba que se retirara pronto y terminar ella misma de
desvestirse. La doncella, se mostró reticente al principio, pero creyó que los nervios por la fiesta
tenían alterada a su señorita y que lo mejor era no soliviantarla más. Así que, cuando se cercioró
de que su Elisabeth podría arreglárselas sola, se despidió con una reverencia y se marchó. En el
mismo instante en que la puerta se cerró tras la criada, la joven corrió hacia la ventana y apartó
las cortinas. Fijó la mirada en el punto donde sabía que estaba Neil y trató de vislumbrarlo. No lo
consiguió. Cada vez más angustiada, miró a su alrededor en busca de cualquier cosa que pudiera
llamar la atención de su marido, ignorando que él tenía la vista puesta en ella desde que entrara
en el dormitorio. De repente, su mirada recayó en la lamparilla de aceite situada sobre la mesita
junto a ella, la tomó y la agitó frente a los cristales. En seguida, un destello fugaz apareció en la
negrura, en el sitio exacto donde se concentraba su atención. Su pecho se agitó con bravura. Él.
Se llevó la mano libre al corazón y luego a los labios para extenderla hacia la oscuridad después.
Una sombra salió de entre los arbustos y Elisabeth creyó ver que le devolvía el gesto antes de
desaparecer de nuevo. La sangre comenzó a bullirle en las venas, deseando que comenzara una
carrera que la llevara hasta él… Pero no tuvo la opción de seguir su instinto; el sonido de unos
golpes en la puerta acabó con cualquier posibilidad.
Caroline, ataviada con un camisón blanco con flores bordadas en rosa y amarillo cubierto con
una bata a juego, esperaba al otro lado del pasillo. Elisabeth, ocultando a duras penas la
desilusión, la dejó pasar.
—Mamá —la saludó con un besó en la mejilla—, ¿qué deseaba?
La duquesa caminó con desenvoltura hasta el sillón, tomó a Pulgas entre sus brazos y se
sentó dejando escapar una exhalación.
—No he logrado sonsacarle nada nuevo a tía Anne —confesó con fastidio—. Se ha limitado
a decir que es un conocido con el que se siente muy a gusto y cuya compañía le satisface mucho,
pero…
—¿Padre tampoco ha averiguado nada más?
—Lo dudo mucho porque hemos estado juntos todo el día… hasta ahora —afirmó frunciendo
los labios, en una mueca que la caracterizaba—. Con tu hermano aquí, Dios sabe a qué hora
vendrá a dormir.
Elisabeth tuvo que fingir indiferencia ante aquel comentario, aunque lo cierto era que la turbó
sobremanera. Definitivamente, adiós a escaparse al pabellón. Tragó en seco y chascó la lengua,
gesto que su madre podía confundir con el fastidio que representaba no tener más información.
—No te apures, chiquilla —continuó dándole unos suaves golpecitos en la mano—. Ya verás
cómo entre tu padre y tu hermano logran saber qué se trae ese hombre entre manos.
—Claro, madre.
—Y ahora, a descansar. Con el día tan largo que tenemos por delante y yo vengo a molestarte
con mis preocupaciones. —La duquesa se puso en pie, acarició una vez más la cabeza de Pulgas
antes de dejarlo en su sitio de nuevo—. ¿Sabes?, estoy muy orgullosa de ti. Lo has organizado
todo a la perfección.
—Gracias, madre. Esperemos que no haya ningún contratiempo —rogó esperanzada mirando
al cielo de la noche que seguía mojándolo todo.
—Seguro que no lo hay —vaticinó Caroline llevándose un dedo a la nariz—. He rezado
porque mañana amanezca un día perfecto.
—Gracias. —Se acercó a su madre y la abrazó con fuerza.
—Venga, acuéstate —ordenó la duquesa a su hija como si todavía fuera una niña—. No
queremos que mañana parezcas cansada, ¿verdad?
Elisabeth no le contestó. Por el contrario, se metió entre las sabanas y dejó que su madre la
arropara.
—Buenas noches, mi cielo.
—Buenas noches, mamá.
***
El pronóstico de Caroline fue acertado. Si bien no lucía el sol, algo difícil en la época del año
en la que se hallaban, las nubes habían desaparecido casi en su totalidad y algunos rayos de luz
brillante alcanzaba la propiedad. El verde de la hierba y de las plantas ornamentales se veía más
intenso gracias a la lluvia del día anterior. Las escasas flores que sobrevivían al frío
proporcionaban un estallido de color que golpeaba gratamente a todo aquel que tenía la suerte de
contemplarlas. Todo estaba en marcha y a la espera de que llegaran los primeros invitados…
Todo excepto los dos hombres de la familia, quienes, al haber trasnochado y de haber bebido
más de lo que acostumbraban, seguían en sus habitaciones, descansando, totalmente ajenos al
trajín que reinaba en la casa.
Anne, junto a sus sobrinas, acababa de beberse una taza de té, lo único que su organismo
aceptaba en aquellos momentos. El nerviosismo la corroía y seguiría haciéndolo hasta que se
cerciorara de que todo iba según lo planeado. Elisabeth, aunque también inquieta, aparentaba una
mayor tranquilidad. Tenía que demostrar aplomo ya que ella era la artífice del encuentro y no se
podía permitir dar señales de inseguridad. La que no parecía alterada en absoluto era la duquesa.
El día anterior había supervisado toda la organización y no le cabía duda de que todo saldría a
pedir de boca. Su hija había hecho un gran trabajo.
—Faltan apenas unos minutos para que empiecen a llegar los invitados —les recordó la
anciana a sus dos sobrinas, dándose ligeros toques con la servilleta en los labios.
—Va a ser un éxito, tía —la reconfortó Carolina a la vez que dejaba su taza sobre el platillo
—. He tenido que preparar muchas fiestas en los años que llevo siendo la duquesa de
Marlborough y le puedo asegurar que está todo perfecto.
—¡Ay, sobrina! ¡Esto es Escocia! —exclamó Anne llevándose la mano, todavía con la
servilleta, al pecho y haciendo una teatral mueca—. Aquí cualquier cosa puede pasar.
Elisabeth estuvo de acuerdo en silencio. Ella era la prueba viviente de esa afirmación. Estaba
enamorada —y casada— de un proscrito por el que no le importaría abandonar el mundo de lujo
y bienestar en el que había crecido.
Caroline negó con la cabeza mientras una sonrisa burlona despuntaba en su boca. ¿Qué podía
ocurrir más allá de que al cielo le diera por descargar de nuevo?
El sonido del primer carruaje deslizándose por la gravilla del camino interrumpió la charla de
las mujeres.
Una hora más tarde, la totalidad de los invitados había llegado a la propiedad, incluido
Prescott, con quien Anne se mostró un poco más atenta que con el resto. Aquel comportamiento
era inadmisible a los ojos de Caroline; ella siempre mantenía el mismo tipo de interés por todos
sus convidados como señal de buena educación, y así se lo hizo saber a su tía en forma de mirada
reprobatoria. Desafortunadamente, la mujer no se dio por enterada y continuó desplegando su
amabilidad con el capitán más que con el resto como si tal cosa.
En cuanto a Elisabeth, tuvo que esforzarse por no actuar de la misma manera que su tía
cuando vio aparecer a los Bruce; Leslie, en las contadas ocasiones en que habían coincidido, se
había convertido en una amiga, además de, en secreto, en su cuñada. Sin embargo, muy a su
pesar, actuó con ella del mismo modo que lo hacía con cualquier otro asistente a la fiesta, por
más ganas que tuviera de charlar a solas con ella y preguntarle acerca de su hermano.
La primera actividad que se había organizado era la búsqueda de un cofre, escondido entre
las plantas del jardín, que contenía las claves para el siguiente juego. Era importante empezar a la
hora convenida para no retrasar el resto de los entretenimientos, pero el duque y su hijo no
hacían acto de presencia y Elisabeth no sabía si debía esperarlos o no.
—Madre, ¿usted qué haría en este caso? —le consultó con disimulo, repartiendo a la vez
sonrisas a todo aquel que tenía cerca.
—Empecemos —sentenció con un discreto movimiento de mano—. Si tenemos que aguardar
a que esos dos aparezcan…
Con el beneplácito de su madre, la joven dio comienzo a la competición. El afortunado que
localizara el cofre sería el encargado de dirigir el siguiente juego. Por supuesto, ninguna de las
anfitrionas formaría parte de los equipos de búsqueda. Ellas se limitarían a ejercer de jueces, si
fuera necesario.
***
La mañana marchaba sin contratiempos. Los invitados se divertían esforzándose por ser los
vencedores en cada contienda, a cual más divertida. Pero había llegado el momento de hacer una
pausa para tomar un refrigerio, que, dada la actividad, todos agradecerían. A una señal de
Elisabeth, el grupo al completo se dirigió al pabellón. La estancia era perfecta para compartir
charlas mientras se degustaban los deliciosos tentempiés que se habían elaborado para la
ocasión: cómodos sofás distribuidos con elegancia por la caldeada sala, mullidas alfombras que
aportaban un toque de distinción, mesas colocadas estratégicamente, repletas de suculentas
viandas…
Elisabeth aprovechó que los asistentes estaban entretenidos con la comida para acercarse a
Leslie y hablar un rato con ella. Mientras, su madre lo hacía con el reverendo y su esposa,
personas sencillas, pero instruidas y de inteligente conversación. Anne, ¿cómo no? se acomodó
junto a John, que se había situado cerca de uno de los terratenientes más prósperos de la zona
con la intención de exponerle algún tipo de negocio que tenía en mente. Para Prescott, la
posibilidad de entablar una relación financiera con aquel caballero era una de las pocas cosas que
le atraían de aquella reunión de estirados. Tenía que reconocer que el hecho de tener a Lady
Russell como aliada, por más que la detestara, le daba la oportunidad de contactar con personas
que podrían ayudarlo a escalar tanto social como económicamente. De momento, aquel había
sido el único aliciente que considerar. Por lo demás, le parecía una pérdida de tiempo y un
desgaste emocional; fingir sonrisas y atenciones ante tanta gente a la que despreciaba y cuyo
mérito consistía en haber nacido en una familia pudiente lo asqueaba.
De repente, la algarabía de voces se fue apagando poco a poco hasta quedar reducida a la
nada. Todas las miradas quedaron fijas en la puerta, donde dos hombres de porte distinguido y
facciones muy parecidas acababan de aparecer. Ambos, en idéntico gesto, inclinaron la cabeza a
modo de saludo antes de acceder al interior.
Elisabeth se excusó ante Leslie y se aproximó a ellos sonriéndoles con afecto.
—Damas y caballeros —llamó la atención de los asistentes elevando ligeramente la voz al
llegar a su lado—, es para mí un honor y un placer presentarles a mi padre, el duque de
Marlborough y a Lord Spencer, mi hermano.
Al instante comenzó a escucharse un revuelo de murmullos seguidos de muestras de
admiración por parte de todos los congregados. De todos menos de uno, que permanecía quieto
como una estatua, con el rostro crispado y las manos cerradas en apretados puños. La joven,
ignorando el efecto que los recién llegados habían causado en el capitán, pasó a presentarlos a
los convidados, uno a uno. Al llegar su turno, cada cual se deshacía en halagos hacia ellos y les
demostraban lo honrados que se sentían de conocerlos. Conforme se iban acercando a John, este
se envaraba más. Le hubiera gustado desaparecer de aquel lugar como por arte de magia. Sin
embargo, huir estaba descartado si no quería quedar en evidencia. Solo la convicción de que los
buenos modales de aquellos dos hombres los impediría mostrarse desagradables con él lo
aliviaba un poco. De forma discreta, se posicionó ligeramente detrás de Anne, con tal de no
enfrentarse directamente a padre e hijo.
No le sirvió de nada.
CAPÍTULO 33
Un silencio sepulcral se extendió por la sala. Su figura crispada acaparó todas las miradas. El
asombro cubrió todos los rostros… Nadie entendía qué o quién había provocado semejante
estallido de furia. Lo averiguaron pronto.
James extendió el brazo y lo estampó contra el pecho del capitán. Sus dedos se cerraron en la
impecable casaca roja que vestía y tiró de él para atraerlo a escasas pulgadas de su cara,
demudada por la cólera que le producía aquel repugnante ser.
—Te he hecho una pregunta, desgraciado —espetó sin tener en cuenta que tenía público
alrededor.
John no conseguía emitir palabra alguna, tal era el estado de asombro que lo dominaba.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza y la echó hacia atrás para enfrentarse a su
contrincante.
—Soy el capitán del destacamento de nuestro ejército en Inverness —afirmó fingiendo
serenidad. Para su desgracia, el titubeo que salió de su garganta estropeó el efecto.
—Sigues sin responderme, malnacido.
Anne se tapó la boca con las manos, espantada por la forma de actuar de su sobrino, en
especial si se tenía en cuenta a quién le dirigía semejante afrenta. No fue la única en reaccionar
alarmada. Los caballeros observaban atónitos la escena; las damas lo hacían estupefactas. Los
duques y Elisabeth estaban confundidos por la reacción del heredero. Tampoco ellos sentían
ninguna simpatía hacia el capitán, pero la reacción de James era desproporcionada y no tenía
explicación; además, no estaban solos. Intercambiaron una mirada confusa; ninguno de los tres
tenía conocimiento de que James y el capitán se hubieran visto con anterioridad.
Los cuchicheos desconcertados empezaron a sucederse a lo largo de la sala provocando más
tensión a la situación. En ese instante, James pareció darse cuenta de que tenía público, no
obstante, no tenía intención de olvidar su enfrentamiento con el capitán.
—Si nos disculpan —dijo paseando la mirada por las caras turbadas de los invitados—,
este… caballero —soltó como un insulto—y yo tenemos asuntos que tratar.
Y sin más, agarró a John por el brazo y lo condujo hasta la salida. Se alejó lo suficiente como
para que su conversación fuera privada. Por desgracia, no pudo evitar que, a riesgo de parecer
maleducados, algunos curiosos se aproximaran a los ventanales dispuestos a enterarse de qué iba
todo aquello.
Anne, al borde del desmayo, se abanicaba con una de las bonitas servilletas de hilo cuando
una preocupada Leslie se acercó a su amiga para reconfortarla.
—Ve —le sugirió esbozando una sonrisa de entendimiento—, sé que lo estás deseando. Yo
ocuparé tu lugar como anfitriona con la ayuda de tu madre.
Caroline, situada a su lado, estuvo de acuerdo con la joven Bruce y le hizo un gesto a su hija
para demostrárselo. Ella afirmó con la cabeza de forma disimulada y, acompañada del duque,
siguió los pasos de los dos contendientes.
La escena que tenía lugar en el jardín no tenía nada de amistosa. James increpaba a un
Prescott extrañamente comedido.
—¡Sucio malnacido! —clamaba el heredero del duque al tiempo que empujaba sin
miramientos a John cuando llegaron padre e hija— ¿A quién pretendes robar ahora? ¿No tuviste
suficiente en Londres con el escarmiento que te di? —Con el rostro empapado de ira, James lo
empujó con tanto ímpetu que John cayó al suelo—. Por tu bien espero que no se te haya ocurrido
beneficiarte de ningún miembro de mi familia o estarás perdido. —Su puño se elevó en el aire,
dispuesto a estamparse contra la nariz de Prescott.
—Ha estado embaucando a tía Anne. Le ha sacado dinero, joyas y vete tú a saber qué más —
reveló Elisabeth de forma temeraria arrimándose a su hermano a pesar de los intentos de su padre
porque se mantuviera al margen.
A John le dio tiempo a incorporarse gracias a la interrupción de la joven, a quien miró como
si de un gusano se tratara.
—Con que aprovechándote de una pobre anciana, ¿no? —Ironizó James—. ¿Qué pretendías?
¿Acaso ignorabas que pertenecía a mi familia?… No, es cierto, tú nunca supiste quién era yo —
escupió con desprecio—. Tú no llegaste a saber quién era el hombre que te ponía en tu lugar.
Bien, ahora lo sabes. Te di la oportunidad de enmendarte dejando que volvieras a tu regimiento;
ni te imaginas cuánto me arrepiento de mi decisión. —Negó repetidas veces como si no se
creyera lo que había hecho en el pasado—. También te prometí que si volvía a ver tu sucia cara
te arrepentirías. Ese momento ha llegado. Pienso dar parte de ti a tus superiores. Vas a perder
todo lo adquirido en estos años: dinero, prestigio, galones… Eso es lo que les pasa a las ratas
como tú.
Tanto Elisabeth como George, espectadores mudos del arrebato de James, alternaban la
mirada entre uno y otro sin lograr comprender qué encerraban sus palabras.
Acosado hasta el extremo, John reaccionó elevando el mentón de forma orgullosa para
enfrentarse a su oponente.
—Vosotros, asquerosos niños bien, os creéis con el derecho de juzgar a los demás, de decidir
qué está bien y qué no, de marcar pautas de conducta, que muchas veces vosotros no seguís en la
intimidad. ¡Me dais asco! —gritó, esparciendo saliva al hacerlo—. Nunca os habéis enfrentado al
hambre o la miseria, al frío o la suciedad; nunca habéis recibido los golpes que da la vida a
aquellos que no están en vuestra privilegiada situación.
El puño de James se incrustó en el estómago de su adversario sin que éste lo viera venir.
Elisabeth emitió un gemido; el duque una imprecación. Jamás lo habían visto en semejante
estado de furia.
—Voy a destruirte como tú destruiste la vida de mi amigo, malnacido, pero antes, vas a
llevarte tu merecido —declaró asestándole un nuevo puñetazo que le rompió la nariz.
El siguiente golpe cayó sobre su vientre.
Y el siguiente en el pómulo.
Y el siguiente en el costado…
El duque fue a intervenir, colocándose entre los dos hombres. Mala decisión. En el preciso
momento en que lo hacía, Prescott iniciaba su contraataque. El receptor de su golpe no fue la
persona esperada. Fue George.
—Papá —Elisabeth se precipitó hacia su padre, tumbado de espaldas en el suelo, con un
fortísimo golpe en la mandíbula—. Papá, ¿está bien?
Los gritos de espanto de los espectadores que observaban la escena desde el interior del
pabellón se sumaron a los de la joven. La distracción le dio a John una coyuntura estupenda para
salir corriendo, escabulléndose como el cobarde que era.
***
A pesar de los esfuerzos de la familia por hacer como si nada hubiera ocurrido, lo cierto era
que el peso de la disputa entre el heredero de una de las familias más influyentes del país y el
capitán del destacamento de Inverness —un hombre que, hasta ese mismo día, habían acogido en
todos los hogares de los alrededores como a un hombre insigne, uno de los estrategas que habían
colaborado en la victoria de Culloden—, los tenía a todos alterados. A partir de los desagradables
incidentes, la reunión se volvió rara, fría y apática. Los invitados miraban a James con
desconfianza, Anne no emitía palabra alguna, y las actividades organizadas para la tarde
perdieron interés entre el grupo. Elisabeth, trataba con todas sus fuerzas de entretener a unos y
otros; Leslie se alió con ella en su propósito, pero sus éxitos eran escasos, por no decir nulos.
También Caroline desplegó todo su encanto para mitigar en lo posible el pésimo estado de ánimo
general. Incluso el duque se mostró más abierto de lo que acostumbraba. James, el causante de
tal desastre, se retiró a sus aposentos, al considerar que su presencia no hacía más que complicar
la labor que estaban haciendo sus padres y su hermana. Los esfuerzos de todos fueron inútiles.
Al llegar la noche, con el ambiente más enrarecido que Elisabeth recordaba haber vivido,
instó a los convidados a retirarse a las habitaciones que había preparado para ellos, a fin de que
se cambiaran de ropa para la cena. El reverendo y su esposa aprovecharon la ocasión para
escusarse, alegando que la actividad del día había sido agotadora y al día siguiente él debía estar
despejado para recitar su homilía. Nadie se creyó el pretexto, por supuesto, pero ninguno se
atrevió a replicar.
Elisabeth, en su dormitorio, se lamentaba del fracaso de la reunión ante una Sally que asentía
en silencio mientras la ayudaba a ponerse su vestido. Era precioso, de un suave tono melocotón
con mangas abullonadas y bordados de pequeñas rosas en el bajo, pero en aquel momento a ella
le daba igual su apariencia. Por más que su doncella le asegurara que estaba encantadora y que el
peinado le afinaban todavía más sus bellas facciones, ella no era capaz de verlo. Sus
pensamientos se dividían entre la curiosidad por conocer los motivos de James para actuar de la
manera en que lo había hecho, la decepción por el fracaso de la fiesta que con tanto afán había
organizado y la seguridad de que entre los brazos de Neil podría olvidarlo todo ocurrido. Al
evocarlo, se le escapó un suspiro. ¡Si solo pudiera encontrarse con él! Estaba segura de que,
cuando le explicara lo acontecido, se alegraría. Si había alguien sobre la faz de la tierra que
aborreciera a Prescott, era él. Por desgracia, no tenía idea de cuándo volvería a verlo. Sin duda,
no esa noche.
CAPÍTULO 34
—¿Puedo saber de dónde has sacado esa alianza? —Señaló con la cabeza la joya obra de su
hermano. Elisabeth, por puro instinto, se tapó el dedo con la mano opuesta—. No hace falta que
la escondas. Llevo fijándome en ella todo el día. Es llamativo que pudiendo lucir sortijas muy
valiosas te hayas inclinado por esta tan sencilla… —tragó saliva antes de proseguir— muy
parecida a una que me hizo Neil hace años y que guardo con mucho cariño. Es una lástima que
ya no me quepa, si no, ¿quién sabe? Igual las dos hubiéramos exhibido un anillo igual.
El corazón de Elisabeth emprendió una rápida carrera. No sabía qué inventarse; no sabía qué
podía o no decir; no sabía hasta dónde podía confiar en Leslie…
—Es un regalo —confesó con tiento poniéndose en pie.
—¿De quién? Si no es indiscreción. —Su voz dulce y comprensiva.
—Leslie, por favor —pidió apurada, cada vez más nerviosa y con los ojos húmedos.
—Sabes que puedes fiarte de mí —dijo incorporándose también y tomando las manos de su
amiga entre las suyas—. ¿Es de Neil? —No esperó a su respuesta—. Pero, ¿cómo diantres ha
acabado ese anillo en tu dedo? ¿Cómo has llegado a conocerlo? ¿Dónde está? —Su tono se
volvió más acuciante—. ¿Cómo está? Si puedes hablar con él, te ruego que le digas que tenga
mucho cuidado.
Elisabeth inclinó la cabeza en señal de afirmación, pero seguía sin poder emitir sonido
alguno. De repente, Leslie se la quedó mirando con más intensidad, entrecerrando los ojos y
dejándose caer otra vez sobre la cama.
—¿Por qué razón te regalaría mi hermano un anillo? No tiene sentido. ¿Me lo puedes aclarar,
por favor? —concluyó dando pequeños golpes sobre la superficie de la cama, invitándola a
sentarse a su lado.
Beth tragó en seco. Iba a arriesgarse. Iba a poner a Neil en riesgo —y de paso también su
propia existencia— confesándole a Leslie la verdad sobre la relación que mantenía con su
hermano. Confiaba en no equivocarse.
—Neil vive en el bosque desde hace años. Nos conocimos por casualidad y… —¿Cómo
explicarle lo que los unía? — nos hicimos amigos.
—Venga, no seas tímida, cuéntame más. Sé que hay más. Mi hermano no te habría… ¿y ese
perrito? —dijo de pronto señalando la figurilla que había tallado Neil para ella.
—Otro regalo de Neil —murmuró.
—¡Oh, venga ya! Aquí hay mucho más. —La empujó con el hombro con una sonrisa pícara
bailándole en los ojos.
Y Elisabeth se sinceró. Le contó cómo se habían desarrollado las cosas (guardándose para sí
las partes más íntimas) hasta convertirse en la esposa de su hermano… al menos en su corazón.
—¡Puff!, en menudo lío estáis metidos. —Su sencillez al hablar le provocó una sonrisa
afectuosa—. Lo cierto es que yo no veo como vais a solucionar este embrollo… cuñada —
concluyó con una carcajada.
—¡Calla! No me llames así o alguien podría oírte.
—No lo creo. No a estas horas. Después de lo que se ha bebido hoy, todos duermen a pierna
suelta.
—Supongo, sí… —volvió la cara preocupada hacia Leslie—. No hables con nadie sobre lo
que te he contado. La vida de Neil correría un gran riesgo si se llegara a saber que está por los
alrededores.
—No tienes ni que mencionarlo, Elisabeth —afirmó en tono serio frunciendo el ceño—. Es
mi hermano, lo quiero y conozco el peligro que conlleva que se conozca su paradero. Podéis
confiar en mí.
—Gracias —dijo afectada por la profundidad de las palabras de Leslie.
—¡Cambiando de tema! —exclamó de sopetón dando una palmada—. ¿Qué ha sido eso de tu
hermano y el capitán?
—Todavía no lo sé. Con el barullo de la fiesta no he tenido oportunidad de preguntarle.
—No parecían llevarse muy bien que digamos —bromeó alzando las cejas mientras se
estiraba sobre el colchón con un bostezo.
—Desde luego. —Se tumbó ella también—. No se comportaban como dos íntimos amigos.
—No como nosotras, sin duda —susurró con los ojos entrecerrados y voz cada vez más
pastosa.
Elisabeth, tan agotada como Leslie, tardó en responder.
—Sin duda.
A partir de ese instante, en el dormitorio solo se escuchó la cadencia de sus respiraciones. El
sueño había vencido la batalla.
***
El último carruaje se deslizaba por la gravilla. Elisabeth saludó con la mano mientras una
emoción mezcla de alivio y desazón la recorría. Sintió un escalofrío que nada tenía que ver con
la baja temperatura de aquella temprana hora. Se arrebujó en su chal de lana, en un vano intento
por deshacerse de la helada sensación. Muchas cosas habían ocurrido en veinticuatro horas.
Algunas difíciles de pasar por alto, como el comportamiento de su hermano, sin ir más lejos. El
vehículo era solo un punto en el horizonte cuando giró sobre sus talones y se encontró con los
cuatro miembros de su familia que, como ella, habían salido a despedir a los invitados. Las
muecas de seriedad en sus rostros presagiaban una disputa que no tardaría en darse.
—¿Se puede saber en qué diantre estabas pensando, mi descerebrado sobrino? —espetó
Anne señalando a James mientras la furia se escapaba por sus ojos—. ¿Cómo pudiste ponerme
en una situación tan comprometida? ¿Es así como se comporta el futuro duque de Marlborough?
Triste favor vas a hacerle al ducado, a tu nombre y a tu familia si tienes una actitud tan
inapropiada.
—Tía —medió Caroline tomándola del brazo—, este no es lugar de mantener esta
conversación.
—¡Que lo hubiera pensado antes tu hijo! —exclamó desasiéndose de su agarre.
—Vamos dentro, tía —pidió Elisabeth compungida—. Mi madre tiene razón. Lo mejor será
entrar y tratar el tema con calma.
—Tú deberías estar tanto o más enfadada que yo —replicó la anciana, haciéndole caso de
todas formas y entrando en su hogar.
Se dirigieron en un tenso silencio a la salita que solía usar la familia, más íntima y acogedora
que las utilizadas el día anterior. Una vez allí, tanto los duques como Anne tomaron asiento.
James prefirió mantenerse en pie.
—Iré a ordenar que nos preparen un té —anunció Elisabeth quien sentía las mismas ganas de
salir huyendo como de permanecer allí y enterarse de una vez por todas qué motivos habían
llevado a su hermano a tratar al capitán de aquella manera.
No discutieron su propuesta; el tema a aclarar bien valía que se templaran los ánimos y una
infusión sería una manera perfecta de hacerlo. Nada más salir, se topó con Molly de camino a la
lavandería, acarreando un hatillo de ropa de cama.
—Por favor, Molly, ¿podrías pedir en cocina que nos preparen una tetera?
—Por supuesto, señorita.
—Pide que nos traigan también algunas galletas de esas tan deliciosas que prepara la
cocinera. —Cualquier cosa que postergara volver a la sala, en ese momento le parecía perfecta.
—Como ordene. —Molly se alejó unos metros para ir a cumplir el recado, pero, de pronto, se
paró y volvió sobre sus pasos—. Vaya con mucho cuidado, señorita.
—¿Qué quieres decir? —Su ceño fruncido y las manos abiertas hacia arriba.
—El capitán no va a dejar las cosas como están.
Elisabeth hizo un gesto de entendimiento y musitó un gracias. Se quedó allí con la mirada
fija en la espalda de la doncella, convencida de la verdad que encerraba su afirmación. Cuando la
perdió de vista, regresó junto a su familia, con cada una de las palabras de Molly golpeándole el
cerebro.
CAPÍTULO 35
—Sí eso estaría bien —intervino Anne airada. Su espalda recta y su barbilla alzada daban
una clara señal de su enfado.
James repartió la mirada por los presentes, hinchó los pulmones hasta que no le quedó ni un
resquicio libre y lo fue soltando muy lentamente hasta vaciar el aire por completo, en un claro
intento de mantener la calma y encontrar la forma adecuada de expresarse. Inhaló de nuevo
cuadrando los hombros, se llevó una mano a la cabeza…
—James, hijo, nos vas a matar —clamó Caroline—. Empieza de una vez.
Unos golpes en la puerta lo salvaron momentáneamente. Monroe, tan erguido como de
costumbre, dio paso al refrigerio que portaba una sirvienta, no mayor de quince años, en una
bandeja. La dejó sobre la mesita y se dispuso a servirlo.
—Ya lo haremos nosotros, Rose —indicó Elisabeth regalándole una sonrisa a la muchacha.
Con una reverencia por parte de la criada y una inclinación de cabeza del mayordomo,
desaparecieron de la estancia dejándolos solos de nuevo.
—¿Y bien? —exigió Lady Anne dando golpecitos en el suelo con un pie—. ¿A qué esperas
para justificar tu comportamiento de una maldita vez?
—Oh, tía, no es mi comportamiento el que debería juzgar, si no el de ese indeseable que
metió en su casa y trató como a un caballero. —Balanceó la cabeza con gesto indignado—. Ya
me ha contado mi padre la clase de amistad que los unía —Anne palideció ante la posibilidad de
que sus sobrinos hubieran adivinado en realidad su relación con John—. No me extraña, por otra
parte. Ese… tipo —soltó con asco— es despreciable.
—¡Era mi invitado! —Replicó la anciana enfurecida—. ¡Esta es mi casa! Tú no tenías
derecho a tratarlo como lo hiciste, ni a avergonzarme delante de mis vecinos. Yo…no sé cómo
voy a poder mirarlos a la cara cuando me los encuentre de nuevo. ¡Y todo por tu culpa! Eres la
vergüenza de la familia, eres…
—¡Basta! —Cortó la diatriba el duque dando un puñetazo sobre la mesita, lo que provocó un
tintineo de tazas vacías—. Está hablando con el heredero de Marlborough. Mantendremos todos
la calma hasta conocer los hechos que lo llevaron a la explosión de cólera que exhibió ayer. Y tú,
hijo —dijo incorporándose y caminando hacia James—, no te demores más. Ha llegado el
momento de tu confesión.
—Está bien. Ahí va. No me extenderé con detalles que pueden ser ofensivos para los oídos
femeninos —afirmó frotando las manos a lo largo de los muslos—. Usted, tía, tal vez desconozca
la amistad que me unía a Lord Thomas Forest, no así mis padres y mi hermana, quienes
disfrutaron en multitud de ocasiones de su compañía. Él era… mi mejor amigo.
—¿Era? —Se extrañó Anne abriendo de forma desmesurada los ojos—. ¿No querrás decir
es?
—No tía. He dicho era —Le ofreció una mirada de pesar—. Tom… ya no está entre nosotros
y el culpable de que así sea es su querido capitán Prescott —observó los rostros de asombro.
Tampoco sus padres conocían ese dato dado que él nunca se lo había revelado a nadie.
—Continúa, por favor —pidió su madre que, por puro nerviosismo, tomó un dulce de la
bandeja y se lo llevó a la boca.
—Tom tenía una hermana tres años menor, Emma, una joven prometedora, amable, dulce y
hermosa, que era el orgullo de sus padres y de mi amigo. En 1747, un año después de la victoria
en Culloden, apareció en Londres un recién ascendido capitán que venía precedido de fama y
consideración entre el ejército de su majestad. Los salones se abrieron para él y pronto se
convirtió en el centro de atención de muchas señoritas de buena familia, incluida Emma. Por
supuesto, Prescott se dejaba agasajar por sus atenciones mientras estudiaba cual de aquellas
damas era la más idónea para ascender en el escalafón social. Su interés se centró en la hermana
de Thomas; era la más moldeable, la más ingenua y, por qué no mencionarlo, la que pertenecía a
una de las familias más acaudaladas. —Su mirada se desvió hacia Elisabeth y sonrió sin alegría
—. Por fortuna tú todavía no habías sido presentada en sociedad y no estuviste en su punto de
mira. —Resopló al tiempo que cambiaba el peso de su cuerpo de un pie al otro—. Más tarde
supimos que, durante el tiempo que empleó en el flirteo obtuvo una pequeña fortuna gracias a los
regalos y préstamos que consiguió de manos de la señorita Forest.
Anne tragó con dificultad el sorbo de infusión que acababa de ingerir. Aquello le recordaba
mucho a lo que había ocurrido entre ella y el capitán. Elisabeth la miró con una ceja alzada,
dándole a entender en silencio que ya se lo había advertido.
—¿Qué ocurrió después? —Quiso saber el duque.
—Oh, después. —Se revolvió el pelo con los ojos cerrados y semblante entristecido—. El
capitán se cansó de tanto coqueteo sin resultados. Lo que él buscaba con su galantería no se
limitaba a una mísera cantidad de dinero o regalos sin importancia. Lo que pretendía Prescott en
realidad era casarse con Emma, emparentar con los Forest y tener la vida regalada que sabía que
conseguiría gracias a la dote que recibiría Emma al desposarse.
—Por aquel entonces yo apenas veía a Tom, dedicado como estaba en conocer los entresijos
de nuestros negocios. Esa fue la razón de que no me enterara de lo sucedido hasta que Thomas se
presentó en mi despacho rogándome que fuera su padrino en el duelo al que había retado al
capitán. Pensé en ti al instante —dijo señalando a su hermana con el mentón— y entendí a la
perfección la reacción de Tom, por más que mi obligación de amigo era tratar de quitarle esa
idea de la cabeza.
El silencio expectante que dominaba la sala se rompió cuando el cabeza de familia hizo un
acertado comentario:
—Hiciste bien. Los duelos están perseguidos por la ley… aunque, debo reconocer que yo
hubiera reaccionado de igual manera que Tom.
—¿Cómo acabó aquella locura? —musitó Lady Anne, que para ese momento estaba ya
mortificada por el hecho de que capitán había utilizado la misma táctica con ella. El único alivio
que le quedaba era pensar que también ella había sacado partido de su amistad al obligarlo a él,
un hombre joven y vigoroso, a que se postrara ante sus piernas abiertas.
—¿Que cómo acabó? —Chasqueó la lengua, asqueado—. Como era de esperar, el capitán era
mucha más diestro con la pistola que mi amigo. —Sus ojos miraron hacia arriba, como si
evocara las imágenes que vivió aquel amanecer—. Los disparos sonaron a la vez, creando una
nube de humo en el lugar donde se habían producido. Recuerdo que miré con angustia el lugar
que ocupaba Tom, esperando… deseando encontrarlo en la misma postura gallarda y erguida que
antes de disparar. Pero no. Su cuerpo yacía sobre la hierba de High Park, con un boquete
sangrante en mitad del esternón. —Su rostro había adquirido una expresión taciturna durante su
narración—. Me arrodillé a su lado y le cogí la mano sin saber cómo actuar ante una desgracia
semejante. Él hizo un amago de sonrisa y musitó: «Dile a Emma que la quiero». Un segundo
después estaba muerto.
Un nuevo murmullo de estupefacción hizo que saliera del trance en el que parecía haber
caído.
—¡Oh, querido! —La duquesa se puso en pie y se acercó a su hijo para consolarlo—. Debió
de ser muy duro que tu mejor amigo muriera en tus brazos.
—Sí. Lo fue. —Cerró los párpados un segundo. Al abrirlos de nuevo un brillo indignado
fulgía en ellos—. Lo hubiera dejado pasar, por más que me pesara, juro que hubiera permitido
que ese malnacido se fuera como si nada…Al fin y al cabo, por mucha justificación que tuviera,
Tom se había puesto a sí mismo en peligro a sabiendas de que lo hacía. Pero ese… hijo sin padre
tuvo la osadía de aproximarse, con ese aire de suficiencia que presentí en él desde el primer
instante en que lo vi, y allí de pie junto a nosotros, escupió con asco sobre el cadáver de mi mejor
amigo. La ira me cegó. Miré mis manos manchadas con la sangre de Tom y todo se volvió de
color rojo. Me alcé de un salto para ponerme a su altura, y una vez frente a él, dejé que mis
puños hablaran por mí. No fui capaz de parar hasta que cayó al suelo hecho un guiñapo. E
incluso entonces, tuve el deseo de acabar con su vida. —Tomó aire en un intento por borrar las
terribles imágenes que se repetían en su mente como si acabaran de suceder—. Le permití vivir
bajo la promesa de que jamás volvería a poner un pie en Londres ni se codearía con nadie del
entorno de Tom o del mío propio, so pena de acabar con él. Más tarde recordé que no le había
dado mi nombre.
«Permití que volviera a Escocia, donde, por extraño que me pareciera, su destreza en el
campo de batalla le había labrado una buena reputación. A partir de ese instante, traté de borrarlo
de mi memoria, por más que la ausencia de mi amigo me recordara su existencia más a menudo
de lo que hubiera deseado».
El duque posó una mano sobre el hombro de su hijo, compartiendo con él su indignación y el
sentimiento de que, de haberse tratado de Elisabeth, ambos hubieran actuado de igual manera.
—¿Qué fue de Emma? —preguntó la joven en voz baja. Recordaba vagamente haberla visto
años atrás, pero, a diferencia de los hermanos de ambas, ellas nunca habían sido amigas debido a
la diferencia de edad que las separaba.
—Me ofrecí a casarme con ella —confesó. La mirada expectante puesta en sus progenitores
—. Lord Forest ni siquiera quiso tenerlo en consideración. Tras meses de recuperación, se
anunció su boda con un familiar lejano, un clérigo recién ordenado al que otorgaron la parroquia
de la mansión que poseían en el campo, cerca de Chelmsford. Lo último que supe de ella era que
tenía una vida tranquila y medianamente feliz. Su marido es un buen hombre que la quiere, la
cuida con esmero y le ha dado un hijo que la colma de alegría.
—Me alegro por ella, James. Mucho —aseguró Caroline mirando de reojo a su hija. Como el
resto, se le encogía el corazón pensando que aquella historia hubiese sido la de Elisabeth.
—Entenderá ahora, tía —llamó la atención de Anne dando un paso hacia ella—, el porqué de
mi reacción. En cuanto vi a esa sabandija en mi casa, junto a mi familia, cerca de mi hermana…
todo volvió a mí como un vendaval y no pude contenerme.
Lady Russell no tuvo más remedio que bajar la mirada a la taza que mantenía en sus manos y
asentir con la cabeza.
CAPÍTULO 36
—Adelante, tía —la animó Caroline agitando la cabeza—. Me parece que yo voy a hacer lo
mismo.
Uno tras otro, salieron de la estancia y se distribuyeron por sus alcobas. La historia que les
había relatado el heredero los había afectado a los cuatro, aunque de maneras diferentes. Cada
uno la había recibido bajo el prisma de su propia experiencia. Mientras que el duque se
cuestionaba cómo habría reaccionado él si ciertamente se hubiera encontrado en esa tesitura,
Caroline no podía dejar de compadecerse de la joven y confiada Emma.
Anne por su parte, era presa de un desasosiego que la sacudía de ira y vergüenza; se repetía
como en una letanía que debería haber sido más cauta, sacarle más partido a las dádivas con que
había obsequiado a aquel mal hombre… y, sin embargo, muy a su pesar, seguía sintiendo una
profunda atracción por su persona, por más insensato que le pareciera en aquellos instantes.
Elisabeth accedió a su habitación con la seguridad de encontrarla vacía. Necesitaba un
tiempo a solas para recomponer en su cabeza el puzle de sentimientos encontrados que le había
creado la crónica de James. Para su sorpresa, Molly estaba allí fingiendo limpiar el polvo de los
muebles.
—¿Qué haces aquí, Molly? —Inquirió con un tono más duro del que pretendía.
—Estoy quitando el polvo —argumentó la doncella enseñándole el plumero que portaba en
la mano.
—No hace falta que inventes excusas que sé que son falsas. Antes de la fiesta de ayer se
asearon todas las dependencias de la casa, así que ya puedes estar diciéndome qué haces en mi
cuarto.
Con la mano libre, la muchacha aferró el plumaje del utensilio que agarraba con la otra,
como si de un escudo se tratara.
—Verá señorita yo…
—Habla de una vez, me estás poniendo nerviosa. —El timbre de su voz reafirmó sus
palabras.
Elisabeth tomó a Pulgas entre sus brazos y comenzó a pasarle la mano por la pequeña y
blanca cabeza; era una actividad que solía calmarla y en ese instante necesitaba sosegarse tanto
como el aire que respiraba. Se volvió hacia Molly que seguía aferrada al plumero, con la vista
baja y claramente alterada.
—¿Y bien? —insistió Elisabeth acelerando el movimiento de sus manos sobre la cabeza de
su mascota.
—No se tome a broma las palabras que le dije antes, se lo ruego —soltó de manera
atropellada, dando un paso adelante—. No me fío de ese hombre. He oído cosas sobre él en el
pueblo que ponen la piel de gallina, señorita. Los criados no hablan de nada más que de la
disputa que mantuvo su hermano de usted con el capitán y tengo el presentimiento aquí —
aseguró llevándose los puños cerrados aferrando el plumero al pecho— que se lo hará pagar a
quien crea más débil, y esa, si me permite recordárselo…
—… Soy yo.
—Por desgracia, sí.
—Gracias por tu consejo, Molly, lo tendré en cuenta. —Le dedicó una sonrisa cariñosa y
agradecida—. Ahora, si no te importa, me gustaría estar a solas un rato.
—Por supuesto Milady. Perdóneme por haber irrumpido en su habitación.
—Sé que lo has hecho por una buena causa, no te apures. Te reitero mi agradecimiento.
Molly se inclinó como despedida antes de traspasar la puerta y dejarla sola.
Molly acababa de darle una pieza nueva para su rompecabezas particular: el estado de alerta.
Elisabeth hizo examen de sus emociones vividas a partir de la revelación de James… y de
muchas más. Sentía un deseo acuciante por salir con su yegua y buscar a Neil. Necesitaba
cobijarse entre sus brazos, besar sus labios, escuchar sus palabras de amor… casi tanto como
ansiaba explicarle todo lo ocurrido desde que no se veían, incluida la advertencia de la doncella.
Pero dado el ambiente sombrío que sobrevolaba la mansión, con chismes corriendo como la
pólvora y el ánimo de la familia sublevado, llevar a cabo su anhelo era del todo imposible. ¡Si
solo pudiera escabullirse esa noche y reunirse con él! No le cabía duda de que Neil acudiría a la
cita, aun a riesgo de que ella no pudiera acudir a su encuentro. Saberlo próximo a ella en unas
horas, le aplacó ligeramente el estado de agitación que la carcomía. Tenerlo cerca, aunque no
pudiera tocarlo, era en sí mismo reconfortante. Su amor rompía distancias, las aniquilaba y el
solo hecho de ser consciente de la existencia del otro era solaz suficiente para sus corazones.
***
Seguía sintiendo una punzada de alerta en cada fibra de su ser. El resquemor latente contra sí
mismo por haber incumplido su anhelo de acercarse hasta la mansión la noche anterior y
comprobar si Beth estaba bien lo estaba matando. No le quedaba otra que esperar a que reinara la
oscuridad para remediarlo. Se frotó las manos con energía después de expeler su aliento sobre
ellas. El invierno se acercaba inexorable; pronto la lluvia sería substituida por la nieve y lo
obligaría a buscar otro refugio, uno que lo guareciera de las inclemencias climáticas que se
aproximaban. El que habitaba en ese momento lo protegía del viento e incluso de la lluvia, pero
la nieve era otra cosa. Los años anteriores había recurrido a la generosidad de Mac, sin embargo,
se resistía a repetirlo en esa ocasión. Despedirse de su cueva no era opción, porque hacerlo
representaba decirle adiós a Beth también. Si se apartaba de ella durante los meses invernales era
muy probable que no volviera a verla más… y su corazón no lo resistiría tal cosa. Se había
estado engañando todo ese tiempo al creer que, llegado el momento, sería capaz de dejarla ir.
Alzó la vista al cielo cubierto de nubes esponjosas que amenazaban con hacer realidad sus
peores premoniciones. Dispuesto a ir a comprobar el estado de las trampas que pusiera la jornada
anterior, se anudó sobre los hombros la frazada que les servía de cobijo a Beth y a él. Cerró los
ojos con fuerza por la conmoción que lo sacudió. Abrazado al calor que desprendía, rodeado del
aroma a la piel de su amada, notó cómo la desesperación se hacía fuerte en su alma. Estaba
perdido irremediablemente desde que la vislumbró por primera vez a través de su escondite
boscoso aquella tarde lluviosa no tan lejana, y pensar que iba a perder a Beth sin tener armas
para remediarlo lo mataba por dentro.
***
Esa familia se creía intocable. Él les demostraría que no era así. Cuando acabara con ellos se
arrepentirían de haberse interpuesto en su camino.
Se llevó la mano al mentón, donde un feo cardenal se mostraba insolente, y achinó los ojos
por la punzada de dolor que le produjo su propio roce. Con cuidado, porque el más mínimo
movimiento le aguijoneaba el cuerpo, se aproximó al espejo de cuerpo entero que colgaba de una
de las paredes de su cuarto y se levantó la camisa. Comprobó que a los hematomas del rostro
tenía que sumarles unos cuantos más en el torso. Con gesto constreñido, se preguntó si el
desgraciado de Spencer no le habría quebrado alguna costilla. Por fortuna, aquello pasaría y él
podría poner en práctica su venganza. La insolente jovencita de la familia parecía ser el ojito
derecho de todos sus miembros. Mejor para él. Ella era, con diferencia, la más vulnerable, la más
confiada; su presa más fácil. Tenía claro que no podía demorarse demasiado en llevar a cabo su
revancha porque tanto el duque como su hijo no tardarían en hablar con sus superiores. Mas, de
momento, tendría que conformarse con aguardar a que se repusiera su cuerpo. Y mientras lo
hacía, se prometió a sí mismo que su mente no dejaría de maquinar la manera más cruel de
desquitarse de aquellos desgraciados.
***
Tal como había temido, escaparse de la vigilancia familiar para salir a montar había sido una
tarea imposible. Puso sus esperanzas en esa madrugada. Tal vez, si se retiraban temprano… si el
servicio de la casa caía rendido después de un día agotador de trabajo… si su padre y su hermano
no repetían su costumbre de charlar hasta la madrugada…Demasiados inconvenientes para llevar
a la práctica su imperiosa necesidad de reunirse con Neil. De todas formas, no quería perder
definitivamente la esperanza; tal vez, si se daban las condiciones propicias, pudiera tener la
posibilidad de aunar dos de las cosas que más la hacían disfrutar: salir a pasear con Preciosa y
encontrarse con el hombre que amaba.
Se retiró temprano, aduciendo un dolor de cabeza que no era del todo falso. Con la misma
excusa, instó a Sally a apresurarse en ayudarla a desvestirse. La doncella, quien gustaba de
conversar con su ama durante esa tarea, se mantuvo en silencio esa noche, consciente de que
Elisabeth necesitaba refugiarse en su soledad. En cuanto la puerta se cerró tras la criada, Beth se
abalanzó a los ventanales y apartó las cortinas que los cubrían. Palmatoria en mano comenzó a
describir figuras hacia la oscuridad, segura de que él entendería que se trataba de una señal y se
dejaría ver. Solo un rápido parpadeo de luz apareció en la noche, suficiente para que su corazón
latiera con fuerza y su fervor por salir volando hacia él se intensificara. Como ya hiciera en otra
ocasión, su mano libre cayó sobre su pecho, para viajar después a sus labios. Como respuesta
atisbó un débil destello, una muestra nimia, y a la vez trascendental, suficiente para colmar su
alma. Con ese pequeño detalle, Neil le demostraba una vez más que su unión era indestructible,
por muchas trabas que se les presentaran. Ojalá la vida consintiera en que ese vínculo que ataba
sus corazones no se rompiera jamás.
Exhaló un suspiro afligido mientras decía adiós con la mano. Abatida, se dio la vuelta con el
anhelo de sentir el calor del cuerpo amado calentando el suyo, algo que era del todo imposible.
En ese instante, Pulgas levantó la cabeza y la miró como si entendiera el talante en que se
encontraba; a veces, su amiguito daba la sensación de percibir mejor que muchas personas el
estado de ánimo que la consumía. Aquella era una de esas veces. Lo tomó con cariño y lo
estrechó contra su pecho. Desde el incidente no había vuelto a acostarlo con ella por temor a
dañarlo con movimientos involuntarios mientras dormía. Sin embargo, la salud del terrier había
mejorado de forma notoria y ella, esa noche, necesitaba su compañía. Alargó los brazos para
mirar su carita y sonrió antes de volver a acercarlo para depositar un beso sobre su cabeza.
—Hoy dormirás conmigo, mi querido amigo.
Un enérgico movimiento de cola, le hizo notar que Pulgas estaba de acuerdo con su
propuesta.
CAPÍTULO 37
E lisabeth tuvo que aguardar cuatro largos días para hacer realidad su deseo de
salir con Preciosa y reunirse por fin con Neil; las señales que se hacían en la
oscuridad de la noche eran insuficientes y su cuerpo ansiaba el calor del de su
marido tanto como respirar. La culpable de su espera había resultado ser una frágil nevada que
cubrió el suelo de un delicado manto blanco del que apenas sobresalían algunas briznas de
hierba. Pero la nieve no fue la única responsable de la demora. Anne sufrió una pequeña
indisposición, tal vez motivada por la desazón que le produjo conocer el auténtico fondo de John.
En consecuencia, Elisabeth tuvo que encargarse de las obligaciones habituales de su tía, además
de las suyas propias. Al cuarto día, Anne despertó suficientemente recuperada como para que se
diera la coyuntura de escabullirse a las cuadras. Esa tarde, sus padres habían acudido a tomar el
té a casa del reverendo y su esposa. Si bien no les apetecía especialmente la invitación, el
protocolo los obligaba a no rechazarla. James acompañó a sus padres con la intención de
averiguar quién era el superior directo del capitán y concertar una cita con él; no quería retrasar
más ponerlo en antecedentes. Había tenido que esperar debido a la enfermedad de su tía, sin
embargo, ahora que la anciana estaba mejorando, había llegado el momento de acabar con
aquella sabandija.
Sin ningún obstáculo a la vista, la joven corrió a su dormitorio y tiró de la campanilla para
llamar a Sally. La muchacha se presentó en seguida.
—Voy a salir a cabalgar —anunció en cuanto apareció la doncella—. Prepara mi traje, por
favor.
—Por supuesto, señorita —dijo de inmediato a la vez que comenzaba a revolver en el
armario hasta encontrar la falda de montar. A través del espejo frente al que se sentaba, Elisabeth
observó cómo la chica movía las perchas de un lado a otro de forma apresurada cómo si buscara
algo. Por fin la miró cohibida—. Perdóneme, señorita. Acabo de recordar que dejé la chaqueta en
la lavandería —confesó disgustada consigo misma por su descuido.
—Ve, pero no tardes, por favor —urgió con voz firme. No tenía tiempo que perder; cada
minuto que permanecía en la casa era un minuto que no pasaba con Neil.
Sally salió tras una inclinación de cabeza. No había pasado más que un instante cuando unos
delicados toques en la puerta llamaron su atención. Extrañada por la rapidez con que se había
movido su doncella, le dio paso con un escueto adelante.
Para su sorpresa, el que emergió por el hueco no fue el rostro de Sally sino el de Molly, quien
se adentró en la alcoba con paso raudo, cerrando tras de sí. Ni siquiera saludó, tal como debería
haber hecho. Al contrario, se acercó con paso nervioso hasta Elisabeth y cogió sus manos con
apremio.
—No salga, señorita. No es seguro.
—Pero ¿qué dices, mujer? —Su sorpresa no le impidió desprenderse del agarre de la
escocesa. ¿Cómo había descubierto que pensaba cabalgar?
N o lograba encontrar a Neil. Había recorrido los caminos conocidos sin dar con
él y la tarde caía implacable convirtiendo la tenue luz diurna en un caleidoscopio
de ocres y púrpuras que sembraba de sombras todo a su alrededor. Si en los
siguientes minutos no daba con su marido se vería obligada a desistir, con la decepción que eso
le produciría. Ya no sabía a dónde acudir sin adentrarse en el terreno desconocido y peligroso
que representaba la profundidad del bosque. Antes de darse por vencida, regresó a la playa,
desmontó y se adentró en la arena como última opción. Caminó un trecho, primero hacia un lado
y luego al otro, en una búsqueda inútil. Decepcionada, desanduvo sus pasos hasta el lugar donde
había dejado a Preciosa. La oscuridad era ya casi completa, el frío se había intensificado tanto
que ni el abrigo que llevaba era de mucha ayuda. Además, debía darse prisa en regresar si no
quería que en la mansión descubrieran su marcha y que a su vuelta comenzaran a hacerle
preguntas que no tendría cómo responder. Mientras caminaba de regreso se resignó a tener la
compañía de Neil en la distancia una noche más, por insatisfactorio que eso pudiera ser.
Ya tenía a la vista a su yegua cuando una figura apareció de la nada. Convencida de que se
trataba de Neil, emprendió una emocionada carrera que detuvo abruptamente en cuanto
comprobó horrorizada su error.
***
John no tardó en llegar a las inmediaciones de Stuart Castle, donde se quedó merodeando,
esperando su oportunidad. Si el destino así lo quería, la joven zorra, hermana de aquel
malnacido, caería en sus garras y entonces…
Aguardó lo que le parecieron siglos sin que se le presentara la oportunidad y, de repente,
como si la providencia lo hubiera escuchado, el mozo de cuadras salió de las caballerizas
oteando el oscuro horizonte.
—¿Dónde se habrá metido la señorita? —se preguntó el joven a sí mismo en voz lo
suficientemente alta como para que llegara a sus oídos.
«Así que la muy puta ha salido a cabalgar», pensó relamiéndose de anticipación. «Ni se
imagina el favor que me ha hecho». Con sigilo, guio a su semental hasta quedar fuera del alcance
de observadores indeseados, montó, no sin dificultad por culpa de los golpes que todavía no
habían curado, y emprendió la marcha. El primer lugar al que se dirigió fue a la playa; le pareció
un destino lógico ya que se encontraba a una distancia adecuada para una joven amazona. Su
intuición no le falló. Si bien no se veía a la perra por ningún lado, la yegua que montaba
permanecía serena con las riendas enrolladas en un matorral. Ella no debía andar lejos. Solo
necesitaba un poco más de paciencia y la venganza sería suya.
***
Los duques junto con su hijo llegaron a la mansión con el ocaso. Tanto la cita de James con
el mayor Williams como la visita de sus padres al reverendo se alargaron más de lo que hubieran
deseado.
James regresaba satisfecho tras su charla con el militar, de la que había hecho partícipes a sus
padres durante el regreso en el coche de caballos. Con pocas palabras, pero concisas, había
puesto en antecedentes al mayor, no ya solo de lo ocurrido en Londres años atrás, sino de la
felonía que había perpetrado contra su tía recientemente. Lo había aderezado con algunos
comentarios recabados de aquí y de allá sobre el comportamiento indigno y malévolo del capitán
que habían logrado enfurecer a su superior. A pesar de no tener constancia de lo que le decía
Lord Spencer, siempre había sospechado que Prescott escondía un lado oscuro. Los duques se
mostraron complacidos por cuanto les contaba su hijo. Desde luego, la tarde del heredero había
sido mucho más fructífera que la suya. El reverendo y su esposa habían resultado ser una pareja
cargante, muy lejos de la primera impresión que les habían dado. Habían resultado ser un par de
regalados de sí mismos y con una conversación insulsa que los había aburrido hasta la
extenuación.
Los tres entraron en la casa con prisa, deseando reunirse con Elisabeth lo antes posible y
relatarle cómo habían ido las cosas durante su visita al pueblo. Les extrañó que no saliera a su
encuentro, pero lo achacaron a que estaría distraída con cualquier actividad relacionada con el
manejo de la casa. Sin embargo, al sentarse a la mesa para la cena y comprobar que su silla
permanecía vacía, saltaron todas las alarmas. En cuestión de minutos se convocó a todos los
sirvientes, empezando por Monroe, el mayordomo, y terminando por Joe, el carbonero. Al
preguntarle a Sally no pudo dar más información que sobre la salida a caballo de la que le había
hablado Elisabeth. Ese dato los llevó hasta las cuadras, cada vez más alarmados. Se les había
pasado por alto llamar al muchacho que se encargaba de los equinos para interrogarlo sobre el
paradero de la joven. Él les confirmó lo que ya les había dicho Sally, Elisabeth había salido a
montar.
De inmediato se organizó una batida para dar con su paradero, temerosos de que hubiera
tenido un accidente y se hallara herida y desorientada. Nadie, en toda la marea humana que se
formó, reparó en el semblante asustadizo de Molly; nadie se paró a preguntarle a ella de forma
directa si sabía algo sobre la señorita; nadie se llegó a imaginar que ella era la única que podía
aportar un poco de luz a aquella noche sin luna.
***
Neil se entretuvo en revisar las trampas más de lo habitual. Había tenido suerte con algunas
de las que había colocado más alejadas de su cueva. Todo un logro. Con varias piezas colgando
de su cinturón, se apresuró a llegar a su hogar. Todavía le quedaba una buena tirada y no quería
llegar tarde a su cita con Beth, aunque ésta se produjera desde lejos.
La noche había caído hacía tiempo, sin embargo, le pareció vislumbrar una inexplicable luz
alrededor de la mansión acompañada de voces agitadas y ordenes apremiantes. No tuvo que
cavilar mucho para saber que algo no andaba bien. «Tendría que haber seguido mi instinto», fue
el primer pensamiento que atravesó su mente. Sintió un puño aferrándole el estómago; fuera lo
que fuera, estaba relacionado con Beth, su Beth. Y con Prescott. Lo supo en ese mismo instante.
Después de ocurrido entre Lord Spencer y el capitán y conociendo la negrura del alma del
militar, debería haber previsto que aquel enfrentamiento tendría consecuencias, que el capitán se
vengaría tras haber sufrido aquella humillación pública.
Vio como todos y cada uno de los varones de la casa se dispersaba en distintas direcciones.
Pero ninguno de ellos conocía el bosque tan bien como él. Ni el bosque ni sus alrededores. Nadie
lo hacía. Antes de seguir el ejemplo de aquel grupo se detuvo por un instante, reflexionando
sobre los lugares a los que la hubiera podido llevar. Una vez se hizo una idea de por dónde
empezar, salió a la carrera. Su mujer estaba en peligro.
***
Un aluvión de ideas pasó por su mente en décimas de segundo. ¿Cómo era posible que,
después de la paliza recibida solo unos días antes, Prescott estuviera allí, delante de ella? ¿Cómo
la había encontrado si nadie sabía dónde estaba? ¿Qué pretendía encarándola? Después de la
impresión inicial, su instinto de supervivencia la instó a huir; lo más probable era que el capitán
no estuviera en condiciones de seguirla. Aferró su falda con ambas manos, se dio la vuelta y
comenzó a correr como alma que lleva el diablo. No contaba con que la sed de venganza de
aquel soldado curtido en la batalla sería suficiente acicate para perseguirla sin tener en cuenta su
dolorido cuerpo. En solo cuatro poderosas zancadas, se colocó a su espalda, con el brazo
extendido en su dirección. La agarró de los mechones que se le habían soltado del moño y jaló
con fuerza hasta tirarla al suelo. Una vez a sus pies, le propinó una patada antes de obligarla a
alzarse, todavía sujetándola por el pelo.
—Ya te tengo, zorra —expresó con satisfacción y con tanta vehemencia que se le escaparon
varias gotas de saliva que impactaron en el rostro de Elisabeth—. Ahora vas a saber quién soy yo
y lo que hago con los que osan meterse conmigo.
Un sollozo, mezcla de dolor y miedo, se le escapó sin poder reprimirlo. No dudaba de que
aquel hombre cumpliría su palabra. Sin embargo, no quería darle la satisfacción de verla hundida
y temerosa de lo que se le avecinaba. Sacando fuerzas de flaqueza, cuadró los hombros.
—No va a salirse con la suya, Prescott. Puede que yo no salga de esta, pero usted no va a
quedar mucho mejor parado, se lo aseguro.
El bofetón resonó en el silencio cargado de sonidos nocturnos, haciendo que la cabeza de la
joven se ladeara violentamente y un hilillo de sangre brotara de su labio inferior.
—Es posible, pero mientras tanto, yo me voy a divertir como no lo he hecho antes. Y ahora,
vamos. No puedo esperar para darte tu merecido, puta.
Parte del plan del capitán era llevarla a un lugar apartado donde fuera difícil que los
encontraran. En esos cuatro días había estado barajando opciones hasta llegar a una conclusión.
Sí, el sitio donde pensaba dar rienda suelta a su revancha era el ideal: desconocido por la
mayoría, oculto en un lugar recóndito… Además, no le costaría deshacerse del pequeño
inconveniente que escondía para llevar a cabo sus fines.
La arrastró hasta donde esperaban los caballos inundando de esperanza el corazón de la
joven. Por un instante se ilusionó ante la idea de que, si montaba a Preciosa, a la menor
oportunidad, saldría galopando para intentar ponerse a salvo. John debió de pensar lo mismo
porque la obligó a subir a su propio caballo para colocarse detrás de ella después.
—No pensarías que soy tan ingenuo como para dejarte cabalgar por tu cuenta, ¿verdad? —
soltó con sarcasmo—. Vaya, parece que eres todavía más estúpida de lo que imaginaba.
Con un movimiento rápido, deshizo el lazo del pañuelo que llevaba al cuello y le tapó la
boca, apretando más de lo necesario solo por el placer de hacerle daño. Repitió lo mismo con sus
delicadas muñecas, esta vez gracias a una soga que colgaba de la silla de montar. Una vez se
aseguró de que la tenía bien atada, la aferró con saña por la cintura ciñéndola a su cuerpo, cogió
las riendas con el otro brazo e impelió a su equino a emprender la marcha.
***
El viejo Mac dormía desde hacía horas. La jornada había sido especialmente agotadora por
culpa de la nieve, que había endurecido la tierra y enfriado el ambiente. Sus huesos cada vez
acusaban más las bajas temperaturas y el trabajo se hacía más difícil con cada día que pasaba.
Alguna vez, la tentación de volver a la civilización le había rondado la cabeza; siempre la
desechaba. Prefería morir allí solo, en su casa, con sus cosas, pero libre, que hacerlo rodeado de
personas a las que, en realidad, no les importaba lo que pudiera pasarle, viviendo de prestado y
ciñéndose a los deseos de otros. Big descansaba en el suelo sobre una manta raída, con el morro
apoyado entre sus patas delanteras. Desde que lo encontrara Mac, muchos años atrás, siempre
descansaba junto a su jergón. El lebrel también acusaba ya el paso del tiempo; no tenía la
agilidad ni el brío de antaño. Sin embargo, sus sentidos se mantenían tan alerta como el primer
día y su compañía continuaba siendo la mejor que Mac pudiera tener, tal vez con la única
excepción de Neil.
Haciendo alarde de su bien afinada percepción, Big elevó la cabeza, levantó las orejas y
olfateó el ambiente. De inmediato se alzó sobre sus cuatro patas y comenzó a emitir un ronquido
sordo, imposible de detectar por oídos poco acostumbrados, pero suficiente para prevenir a Mac
y alertar sus sentidos.
—Calma, chico —dijo acariciando la cabeza del perro—. Seguro que es algún ciervo u otro
animal que busca comida en el huerto.
De todas formas, se levantó del catre sin hacer ruido y se hizo con su viejo trabuco. Tuvo la
precaución de cebarlo con perdigones antes de aproximarse al ventanuco que daba al exterior,
solo por si acaso. No le gustó en absoluto lo que vio a través del agujero. Un mando del ejército,
la escasez de luz no permitía distinguir sus facciones, desmontaba en ese instante y cargaba con
esfuerzo un gran bulto que asemejaba a una persona; una mujer, por los ropajes que vestía. Miró
a Big, que, alerta, tenía los ojos fijos en él esperando su orden. Mac asintió con la cabeza,
dándole permiso para atacar en cuanto fuera necesario. Volvió a prestar atención a lo que ocurría
fuera de su cabaña. El hombre, renqueante, había dejado en el suelo a la mujer y la empujaba de
malos modos hacia la entrada. Con aquella dama en la trayectoria de su proyectil no podía
disparar sin correr el riesgo de alcanzarla a ella. Cambió el arma por el machete que utilizaba
para despellejar a sus presas, aunque dudaba poder llegar a utilizarla. Su única esperanza era que
Big cumpliera con su cometido y atacara de forma contundente a aquel hombre, que, por su
forma de comportarse, no traía buenas intenciones. Sin esperar a que alcanzaran la puerta, la
abrió de un empellón para dar salida al perro que, de un salto, se lanzó contra el extraño, pasando
de largo a la joven.
John empezó a forcejear con el animal, dándole tiempo al anciano a llegar a donde se
encontraban peleando, machete en mano, amenazador. Elisabeth no podía creer su suerte; le
habían salido, no uno, sino dos defensores desconocidos. Tenía la ocasión de darse la vuelta y
emprender la huida; había estado atenta al camino y se creía capaz de desandarlo hasta llegar a
Preciosa, por largo que fuera el trayecto y sus manos siguieran atadas. Dio un paso en dirección
contraria… pero no pudo seguir. No podía dejar a aquel hombre, un anciano, a merced de
Prescott, por mucha ayuda que recibiera de su fiero can. Luchó por deshacerse de las ligaduras
de sus muñecas con el único resultado de llagarse la piel. Tampoco tenía la opción gritar para
avisar a su salvador de los movimientos del capitán por culpa del pañuelo que cubría su boca.
La rapidez de los movimientos del capitán no dejaba intuir que sus fuerzas estaban en
realidad mermadas a causa de sus recientes heridas. Al contrario, asestaba golpes cada vez más
certeros con los que menoscababa la fortaleza del anciano y desgastaba las del perro.
Sin saber muy bien cómo había ocurrido, Elisabeth vio resplandecer el filo de un cuchillo en
la mano del capitán y cómo lo hundía en el costado del perro, que aulló dolorido y soltó su presa.
Sin la molestia del sabueso, a John no le costó mucho asestarle el golpe de gracia a Mac, quien,
al caer a causa del puñetazo recibido en el estómago, se dio contra la cabeza y quedó inerte en el
suelo .
CAPÍTULO 39
H uía de las voces de los hombres que gritaban el nombre de su mujer; gracias la
luz que emitían sus antorchas le resultaba fácil la tarea de no tropezarse con ellos.
Él, por su parte, inspeccionaba los rincones más recónditos del bosque,
incluyendo algunas sendas por las que era complicado que se adentrara un caballo. La fina capa
de nieve, ya convertida en hielo, dificultaba su avance. Sin embargo, él no parecía dispuesto a
parar. En la oscuridad, la posibilidad de seguir el rastro era casi imposible; se tenía que ceñir a su
experiencia, estudiando cada rama, cada arbusto, en busca de alguna señal que indicara que Beth
había pasado por allí. Nada a su alrededor delataba su presencia y su desazón crecía por
segundos. De repente, se irguió movido por una idea: la playa, el sitio donde Beth lo vio por
primera vez. Ni aquellos que se desgañitaban coreando el nombre de la joven ni él mismo habían
pensado en acudir allí. Movido por la urgencia, se guio con diligencia por aquellos parajes tan
familiares para él hasta alcanzar la vía que lo conducía a la costa. Dejó atrás el rumor de voces
para encontrarse con el sonido cada vez más cercano del oleaje. Acostumbrado como estaba a la
oscuridad, distinguió una sombra de gran tamaño en el límite entre el bosque y la arena, junto a
un arbusto joven. Se aproximó con sigilo; lo último que quería era asustar a la yegua, que pacía
tranquila con las riendas enrolladas en la parte baja del tronco. Al alcanzarla, le acarició la testuz
con calma para que se acostumbrara a él y no se encabritara. Preciosa pareció reconocerlo y se
dejó tocar sin inmutarse.
Una vez se aseguró de que el animal no alertaría al resto de rastreadores, caminó hacia la
arena con un nuevo temor recorriéndole las venas. ¿Y si Beth, su Beth, se había adentrado en el
océano y éste la había hecho suya? Oteó el horizonte, recorrió la zona donde el mar besaba la
tierra, anduvo de un lado para otro en busca de alguna señal de su mujer.
Nada.
Todos sus intentos por dar con Beth fueron en vano, sin embargo, ella había estado allí. Lo
demostraba el hecho de que Preciosa siguiera en el lugar donde ella la había dejado, ignoraba
cuánto tiempo antes. Se estaba volviendo loco. Beth parecía haberse esfumado y él no lograba
averiguar dónde se encontraba.
La noche avanzaba inclemente. Su preocupación crecía por momentos. Hacía horas que no
había noticias de Beth. La dificultad de encontrarla sana y salva disminuía con cada segundo que
pasaba…
Volvió sobre sus pasos hasta la yegua. Si había alguna pista que llevara al paradero de Beth
tenía que estar allí. En su primer contacto con el animal se había limitado a asegurarse su
complicidad. Ahora rastrearía los alrededores hasta dar con algún vestigio que lo llevara hasta su
mujer. Y presentía que era de vida o muerte que lograra su propósito.
***
No podía creer lo que acababa de presenciar. John, con una frialdad inhumana, había matado
a aquel pobre anciano cuyo único delito había sido tratar de defender su casa y a ella del canalla
que la tenía cautiva. Miró al capitán con los ojos muy abiertos y preñados de horror. Comprendió
que Prescott no sentía la mínima misericordia por aquellos que se enfrentaban a él; nada lo
detendría hasta conseguir su venganza y, para su desgracia, ella era la elegida para llevarla a
cabo. Pensó en sus padres, en su hermano y en el dolor que los embargaría con su pérdida. Pero
quien inundó su mente y su corazón de anhelo y consternación fue Neil. Su futuro juntos siempre
había sido una quimera; a partir de aquella noche, ni siquiera existiría la posibilidad de tenerlo.
Sospechaba que el capitán no tardaría en comenzar a dar rienda suelta a su revancha, ya sin
nada ni nadie que se interpusiera en su camino. No obstante, al observarlo con más detenimiento,
se percató de que respiraba con dificultad, sujetándose las costillas con una mano, sudoroso y
extenuado.
—Maldito viejo —protestó con una voz más débil de lo que cabía esperar de él—. El muy
bastardo sabía cómo usar sus puños. Por su culpa y la de ese maldito chucho me veré obligado a
recuperar el resuello antes de darte tu merecido.
Se le escaparon unas lágrimas de alivio. Cualquier aplazamiento de su sentencia era bien
recibido. Estaba segura de que habría mucha gente buscándola, incluido Neil. Era lógico pensar
que tarde o temprano alguno de ellos acabaría por hallarla, solo esperaba que no fuera demasiado
tarde.
—Tú, zorra, entra en la casucha —le ordenó señalando la choza con la barbilla antes de darle
un brusco empujón con las escasas fuerzas que le quedaban—. Vas a tener suerte, después de
todo. Necesito de toda mi energía para lo que tengo pensado hacerte… y ahora mismo… —
meneó la cabeza—. Pero si albergas la mínima esperanza de librarte de mi regalo, ya puedes
estar olvidándola. De aquí no saldrás hasta que yo lo decida y como yo lo decida, así que ve
haciéndote a la idea.
La resistencia de John se iba apagando a ojos vista y él era tan consciente de ello como
Elisabeth. Dispuesto a no correr riesgos mientras descansaba, utilizó el sobrante de la soga para
inmovilizar los pies de la joven en cuanto entraron en la cabaña. Una vez se aseguró de que huir
se le hiciera imposible, se dio el capricho de abofetearla de nuevo antes de echarse sobre el
jergón de paja del que no hacía tanto que se había levantado Mac. Al instante estaba dormido.
Allí, tirada en el sucio suelo, aterida de frío y de miedo, su cabeza no dejaba de cavilar. Mil
imágenes, a cual más aterradora, se sucedían en su cabeza. Sin embargo, un rayo de luz se abría
paso en medio del escenario terrorífico que se escenificaba en su mente: Neil. Tratando de
escapar, aunque fuera solo en su imaginación, de lo que la esperaba en cuanto Prescott se
despertara, evocó los momentos vividos junto a su marido y se lamentó por los besos que ya no
le daría, así como de los “te quiero” que se quedarían en el aire sin pronunciar.
En un momento de la noche, el agotamiento acumulado del día y de las lágrimas derramadas
logró sumirla en un duermevela inquieto del que despertó repentinamente. Una especie de
lamento que provenía del exterior y que era imposible confundir con el crujido de la vieja
madera de la cabaña o el sonoro respirar del capitán la sobresaltó. ¿Podía tratarse de alguien que
viniera a rescatarla? El corazón se le aceleró en el pecho ante tal expectativa, pero con la misma
rapidez que la esperanza se había hecho un hueco en su ánimo, desapareció. Aquel gimoteo no lo
emitía otro más que el lebrel. Darse cuenta de ello volvió a arrastrarla a un desespero del que ya
no logró salir en lo que restaba de noche.
***
Molly se movió deprisa. La distracción que suponía la desaparición de la señorita le daba la
coartada perfecta para desaparecer sin que nadie notara su ausencia. Era esencial que averiguara
si sus sospechas eran acertadas o no. Lo cierto era que estaba convencida de no errar en sus
suposiciones, aun así, debía cerciorarse. Se caló la capucha de su capa de sayo tan negra como la
noche y que le proporcionaría la discreción que precisaba y salió del edificio por la puerta
trasera. Una vez segura que nadie se había percatado de su marcha, comenzó una loca carrera.
Necesitaba llegar hasta su amiga y confidente a la mayor brevedad posible; la vida de Lady
Elisabeth dependía de ello.
Alcanzó su destino en un tiempo récord, con el resuello alterando sus pulsaciones y la
respiración entrecortada. Se detuvo frente a la casa e inspiró varias veces antes de golpear la
madera con los nudillos. Al instante oyó movimiento al otro lado de la puerta; a una hora tan
tardía la visita debía ser urgente. No tardaron en abrirle. El padre de Ella entrecerró los ojos al
ver quién era la que perturbaba la tranquilidad de su hogar a esas horas.
—Molly, ¿Qué haces aquí a estas horas? Es muy tarde para que una jovencita ande sola por
ahí.
—Lo sé. Lo siento —se disculpó frotándose las manos sin parar y no precisamente por el frío
—. Pero es urgente que hable con Ella, por favor, señor.
—Anda, pasa. —El hombre se hizo a un lado para dejarla entrar—. No sé qué puede ser tan
apremiante que no pueda esperar a mañana.
—Le aseguro que lo que me trae aquí es una cuestión de vida o muerte.
Ella y su madre, ya preparadas para ir a dormir, habían escuchado lo dicho por la doncella y
se acercaron a ellos de inmediato.
—¿Qué ocurre? —preguntó su amiga frunciendo el ceño. Algo grave debía pasar para que
Molly estuviera allí.
—¿Has oído algo acerca del capitán cuando has ido al cuartel hoy?
Ella la miró todavía más extrañada. ¿Qué podía querer aquella chica del capitán?
—No sé a qué te refieres.
—Yo tampoco lo sé. Supongo que cualquier cosa que hayas oído me servirá.
—Mi hija no es ninguna cotilla —intervino ofendida la madre de su amiga.
—Por supuesto que no lo es, señora. Usted sabe cuánto la aprecio, pero tal vez… —No tenía
intención de revelar que Ella solía ponerla al corriente de los chismes de la soldadesca—. Verán,
ha pasado algo en Stuart Castle y es preciso que sepa si el capitán ha tenido algo que ver.
Molly tenía la esperanza de que Ella pudiera darle alguna información. Era una posibilidad
peregrina y ella lo sabía, pero no tenía otra fuente a la que acudir. Para acallar la reticencia de la
familia, pasó a explicarles la desaparición de la joven señorita y el temor de que Prescott
estuviera implicado.
—Bueno… algo he oído —manifestó tímida la chica mirando de reojo a sus padres—. Ya
sabes que, por regla general, solo voy por las mañanas a llevar los víveres al cuartel, sin
embargo, hoy el comerciante que me vende los nabos y las chirivías no me las ha entregado a la
hora habitual y me he visto obligada a volver por la tarde.
—¿Y? —El tiempo apremiaba y a Molly la impaciencia la estaba matando.
—He oído decir que el Mayor ha recibido la visita del heredero del duque de Marlborough y
que, al tener conocimiento de ello, el capitán ha salido a toda prisa sin dar explicaciones.
Molly cerró los ojos mientras negaba con la cabeza repetidamente. Sus peores
presentimientos se habían hecho realidad.
Ya tenía el testimonio de Ella, el siguiente paso era ponerlo en conocimiento de sus patrones
para que tomaran cartas en el asunto. Se despidió de la familia, que se quedó muy preocupada
tras lo narrado por la joven y se marchó después de asegurarles que los avisaría en cuanto su
señorita estuviera a salvo. No quería pensar en otra opción, era demasiado horrible hacerlo.
***
¡Maldita fuera! Por muy acostumbrado que estuviera a moverse en la oscuridad, la dificultad
de vislumbrar las posibles huellas era innegable. Se dedicó a rastrear alrededor de la jaca hasta
dar con lo que parecían pisadas y la evidencia de otro caballo. No le quedaba más remedio que
hacerse con una tea y seguir el rastro si quería dar con Beth. Era consciente del peligro que eso
suponía para él, pero se consoló pensando que, con tantos hombres deambulando por el bosque,
su antorcha pasaría desapercibida y tomada por otra más. Buscó una rama de buen tamaño y
enrolló un trozo de su propio kilt después de rasgarlo con el cuchillo de caza que llevaba en el
cinto. Una vez fabricada la improvisada antorcha, reunió unas cuantas hojas —le costó un rato
encontrar algunas suficientemente secas—, sacó el chisquero del sporran y las prendió
produciendo una pequeña llama a la que acercó la punta de la rama. Después de unos minutos, su
esfuerzo tenía recompensa. Gracias a la luz resultante, fue más fácil para él observar las marcas
dejadas por el equino y su jinete, así como el camino que tomaban. Acarició la testuz de Preciosa
mientras decidía si la soltaba para que volviera sola a casa o la dejaba donde estaba para que los
rastreadores la encontraran y pudieran recorrer la misma senda que emprendería él. Se decantó
por la segunda opción, rogando al cielo que no tardaran en descubrirla.
El camino se le hizo familiar al poco tiempo; no se podía creer que Prescott hubiera tenido el
atrevimiento de dirigirse a… No, debía de haber tomado un desvío en algún punto de la ruta y él
lo encontraría.
Andaba con precaución, alerta a cualquier sonido que no proviniera del bosque, por eso se
tensó de inmediato al oír un crujido de ramas a su derecha y buscó un lugar donde esconderse,
aunque la luz de la tea lo complicaba.
—¿Señor? —Una voz femenina procedente del mismo sitio que el sonido intensificó su
tensión—. Soy Molly —se identificó. Al no recibir respuesta, pensando que se trataba de alguno
de los hombres que habían salido en busca de Elisabeth, insistió—. Soy doncella en Stuart
Castle. Tengo información sobre la desaparición de la señorita.
Ante tal revelación, Neil se hizo visible ante ella. La muchacha se sobresaltó al no
reconocerlo mientras se llevaba la mano al pecho para calmar su desaforado corazón. Pero,
creyendo saber de quién se trataba, achinó los ojos y lo observó en un alarde de valentía.
—Es usted el caballero con quien se ve Milady, ¿no es cierto?
—¿Cómo sabes tú eso y desde cuándo lo sabes?
—No se preocupe ahora de esas minucias —dijo Molly haciendo un gesto con la mano con el
que hizo caer su capucha—. Presiento que el capitán es el causante de la desaparición de la
señorita.
—Sí, yo también lo creo.
—¿Qué vamos a hacer al respecto? —Sonaba desesperada.
—Por el momento, yo estoy siguiendo el rastro que he descubierto al borde de la playa. Por
cierto, he dejado atada allí a la yegua que montaba Beth —reveló con la voz cargada de urgencia.
—No puede ir usted solo a su encuentro. A buen seguro que el capitán tiene armas y usted…
—Lo recorrió de arriba abajo con la mirada, escéptica.
—Yo tengo el arma más poderosa que pueda existir: mi amor por Beth —afirmó con
vehemencia—. Ahora, intenta dar rápidamente con el resto de hombres y los guías hasta la jaca.
Ellos sabrán qué hacer con las pistas que encuentren. Date prisa.
Se separaron con una inclinación de cabeza, cada uno con la idea fija en cumplir su parte en
el desarrollo de acontecimientos que estaban por venir.
***
Beth enfocó sus cansados ojos al ventanuco, por donde se adivinaban los primeros indicios
del alba. Después los desvió al camastro. Prescott, a tenor de su respiración y lo inmóvil de su
figura, seguía dormido, por fortuna. La lucha de la noche anterior lo había dejado exhausto. La
escasez de luz le impedía ver si estaba herido o no, aunque imaginaba que así era porque había
visto al lebrel fuertemente anclado en su brazo. Sintió un ramalazo de satisfacción al pensar en
ello, pero al instante se lamentó. Por su culpa, por defenderla, el perro y su dueño habían tenido
un terrible final.
Estaba agotada, aterida de frío y tremendamente atemorizada. Acurrucada en su rincón,
agudizó el oído con la esperanza de percibir alguna señal que anunciara que llegaban para
rescatarla. Sin embargo, el único sonido que llegó a ella fue el del movimiento de las ramas
azotadas por el viento. Una silenciosa lágrima recorrió su mejilla: si nada lo remediaba, iba a
morir allí, sola, en un lugar desconocido y sin poder despedirse de sus seres queridos.
Neil.
Cuando más concentrada estaba en sus funestos pensamientos, Prescott hizo un leve
movimiento seguido de un quejido.
Su hora había llegado.
CAPÍTULO 40
Beth estaba de espaldas a la entrada, con las muñecas atadas colgando de un gancho que, a su
vez, colgaba de una viga. Tenía la parte superior del tronco desnuda y unas feas marcas rojizas
atravesaban su delicada piel. Prescott, detrás, empuñaba una fina rama verde, flexible y dañina, y
la descargaba sobre ella con saña utilizando la mano izquierda. Por fortuna, aquella no era para
nada su extremidad dominante; de haberlo sido, en vez de marcas serían llagas las que
atravesarían la espalda de su mujer. Ante tal imagen, todo se volvió rojo a sus ojos.
—Malnacido —bramó al tiempo que se lanzaba contra el capitán con el puño en alto.
«Neil», pensó aliviada, aunque su boca, tapada con el sucio pañuelo, fue incapaz de
nombrarlo.
John, con un brazo incapacitado y el cuerpo maltrecho, no era rival para un hombre que
luchaba por salvar a la mujer que amaba. En un intento desesperado por defenderse de lo que se
le venía encima, lo atacó con el mismo tallo que acababa de utilizar contra la joven. Neil hizo un
rápido requiebro para esquivarlo, empleando el impulso para proyectar el hombro contra el
pecho de su atacante. John trastabilló y a punto estuvo de caer, sin embargo, consiguió
mantenerse erguido y volver a la carga. Neil se adelantó a su movimiento echando el cuerpo
primero a un lado e inmediatamente después al otro para confundirlo. Como consecuencia, pilló
al capitán en un traspiés y consiguió asirlo por el brazo lastimado, donde hincó los dedos con
fuerza hasta conseguir ponerlo de rodillas frente a él.
Una serie de quejidos se oyeron al unísono provenientes tanto de Beth como del capitán.
Tenía que darse prisa y acabar con el hijo de puta que se postraba a sus pies; su mujer estaba
sufriendo. Descargó un puñetazo en la mejilla rasposa de John y luego otro y otro.
—Neil —la voz exangüe de Beth frenó en seco el siguiente golpe.
Se aseguró de que John no pudiera moverse asestándole un nuevo puñetazo que lo dejó
inconsciente y corrió a descolgar a Beth. Ella se desplomó en sus brazos en cuanto la liberó del
gancho del que pendía.
—Mi amor —murmuró acercando sus labios a los de Beth. Se detuvo al advertir el corte que
le había dejado alguno de los golpes recibidos—. ¡Lo voy a matar!
—No —susurró casi sin aliento—. No me dejes sola.
—Nunca, amor mío.
La acunó sobre su pecho, reconfortándola, reconfortándose. Se dio cuenta de que Beth seguía
maniatada y que las ligaduras dañaban la delicada piel de sus muñecas. Con cuidado de no hacer
ningún movimiento que pudiera molestarla, sacó la navaja de su sporran y cortó la soga de un
solo tajo.
—Podrías haberla usado para él —le advirtió en un susurro señalando al capitán con el
mentón—. Puede despertar en cualquier momento y pillarte desprevenido.
—Que lo intente, si se ve capaz —musitó mientras sus dedos viajaban por los contornos del
rostro de la joven—. Ha tocado a mi mujer y eso es crimen suficiente como para que…
Ella le tapó la boca con su palma. No quería que su marido sumara más delitos a los que ya
tenía. No por ello iba a olvidarse de que Prescott era un canalla, ni que, si se descuidaban, podría
usar el arma de fuego que le había visto.
—Será mejor que lo inmovilices. —Hizo un intento de sonrisa que acabó con una mueca de
dolor—. Lo último que deseo es que tengas que mancharte las manos con la sangre de esa
sanguijuela.
Ante la ausencia de más cuerda, Neil una vez más, rasgó un extremo de su Kilt; tendría que
servir. Mientras lo hacía no pudo evitar pensar con ironía que, si seguía así, pronto no tendría con
que cubrirse.
CAPÍTULO 41
Algunos hombres del grupo de rastreadores rodeaban los cuerpos de Mac y de Big
impidiendo que Neil los viera con claridad. Al ver que se acercaba, se hicieron a un lado para
darle paso y comprobó gratamente que se habían encargado de tapar a Mac con una manta.
Supuso que la habrían sacado de la silla de montar. Su mirada inquisitiva a uno de ellos tuvo una
rápida respuesta:
—Está muy débil —afirmó señalando a su amigo—, su temperatura es muy baja, pero, de
forma milagrosa, sigue con vida.
Él sonrió a pesar de la gravedad de la situación. Mac era anciano, sí, pero a la vez era el ser
más testarudo, valiente y robusto que hubiera conocido en toda su vida.
—Les ruego que lo lleven al interior de la cabaña y se aseguren de que esté confortable y que
entre en calor.
—Así se hará —dijo James a su lado ya sin su hermana en brazos.
Neil desvió los ojos al caballo y la descubrió acurrucada contra el cuerpo de su padre, quien
la tapaba con su propio abrigo.
—¿Y Big? —inquirió de repente.
Todas las miradas se dirigieron al suelo, incómodas por lo que escondían. Neil no necesitó
más respuesta. La fidelidad del animal a su amo lo había llevado a la muerte. Aquella significaría
una gran pérdida para su amigo… ¿y para qué ocultarlo? también para él. Sin embargo, no podía
regodearse en la pena; era urgente poner a Beth a buen recaudo en su hogar.
CAPÍTULO 42
E l único sonido que se oía en su camino hacia la mansión era el crujir de sus
pasos y de los del equino cuando rompían la fina capa de escarcha que se había
formado durante la fría noche. Daba la sensación de que todo a su alrededor había
enmudecido de forma misteriosa, y ni el silbido del viento al pasar por entre las ramas de los
árboles se dejaba notar. Neil, junto al caballo montado por el duque, comprobaba cada pocos
segundos que Beth continuara estable. En el mismo momento en que el grupo alcanzaba la
entrada de Stuart Castle, Caroline y Lady Anne salían de la casa con gesto preocupado. La
duquesa descendió las escaleras sin esperar a que se detuvieran del todo, y corrió en auxilio de su
hija, bajo la afligida mirada de su tía.
—¿Qué ha pasado? —Había urgencia en su voz.
—Después, querida —respondió el duque a la vez que se cercioraba de que su hija seguía
tapada y sin mostrar ni un mínimo resquicio de piel.
Neil se interpuso entre Caroline y el caballo, solicitándole a George en silencio que pasara su
preciosa carga a sus brazos. Él lo hizo de mala gana. Caroline, a su vez, escrutó al desconocido
con ojo crítico. ¿Quién era ese individuo con tan malas pintas? Su kilt raído y hecho jirones,
estaba casi tan dañado como los calzones que llevaba debajo. Y las botas… ¿Se podía llamar
botas a lo que ese hombre llevaba en los pies? El cuero estaba agrietado por varios sitios y la
suela apenas era visible. Aun así, su marido le había cedido a su tesoro más preciado: su hija.
El duque desmontó de un salto y, con una mirada que lo decía todo, alargó los brazos
reclamándole a Neil que se la devolviera. El joven se demoró unos segundos contemplando el
rostro de su mujer. Se la veía tan indefensa, tan débil. Lord Marlborough demostró su
impaciencia con una tos impostada. Neil le dedicó una última mirada a Beth, suspiró resignado y
se la cedió. En cuanto George la tuvo contra su cuerpo, atravesó la puerta con paso urgente.
—En el camino de vuelta, he mandado que avisen al médico. No tardará en llegar —informó
a quien quisiera oírlo mientras accedía al piso superior.
Antes de que Caroline tuviera tiempo de comprobar cómo estaba la joven, vio cómo su
marido la alejaba de ella envuelta en sus brazos. Angustiada, siguió a su esposo con paso ligero,
aunque sin llegar a alcanzarlo.
—¡Sally! —gritó la duquesa mientras ascendía los peldaños—. ¡Sally, te necesitamos!
Neil se quedó quieto y mudo bajo el umbral, mirando con impotencia cómo lo separaban de
su mujer sin que él pudiera hacer nada para impedirlo.
Ya en la habitación, el duque la depositó con cautela sobre la cama. Caroline, por fin, se
acercó a su hija y le cogió una mano.
—¡Está helada! —Exclamó horrorizada. Se giró hacia la sirvienta, que acababa de entrar—.
Hay que conseguir que entre en calor —ordenó de forma apremiante.
—Os dejo a solas con la niña —declaró George retomando su aplomo—. Yo tengo algo que
resolver.
En realidad, lo que quería era ahorrarse volver a ver a su hija desnuda, algo que, si no lo
remediaba desapareciendo inmediatamente de allí, ocurriría en cuanto le quitaran el abrigo de
James. Oyó la exclamación escandalizada de las mujeres en cuanto cerró la puerta. Al parecer, ya
habían descubierto lo que se escondía bajo el gabán. Sabía que era esencial mantener una seria
conversación con aquel… con Lord Bruce, pero estaba tan enfurecido que prefirió refrenar el
impulso que sentía de degollarlo antes de enfrentarse a él. En el camino a su recámara se topó
con Molly, quien, muerta de preocupación, permanecía cerca de la habitación de su señorita
tratando de no ser vista.
—Tú —dijo el duque señalándola al descubrirla—, acompaña a la biblioteca al… —se atascó
antes de poder nombrarlo— caballero que aguarda en el portal. Yo iré… ya iré —concluyó con
un gesto de mano.
—En seguida Milord.
Se separaron para tomar caminos diferentes. Mientras George se dirigía a su dormitorio con
la intención de tomarse un whiskey… o dos, Molly bajó dispuesta a obedecer la orden recibida.
No había ningún criado junto a Neil. Nadie en la casa estaba interesado en aquel pordiosero,
a pesar de haber sido él quien hallara a Elisabeth.
—Acompáñeme —le indicó Molly amablemente al encontrarse con él—. El duque lo verá
enseguida.
La siguió con la mirada fija en su espalda. Nada de la fastuosidad de aquella mansión
llamaba su atención. Solo estaba interesado en lo que pasaba en el piso de arriba, en el
dormitorio de Beth, donde, suponía, la habían trasladado. Estaba a punto de ingresar en la sala
que le señalaba la doncella cuando un hombrecillo gordinflón, algo encorvado y con anteojos,
pasó frente a ellos con caminar apresurado. Lo reconoció al instante: el doctor O’Connor, el
mismo que asistía a su familia desde… toda la vida, que él recordara. Dudaba de que fuera el
médico más indicado para hacerse cargo de Beth dada su avanzada edad, pero tendría que confiar
en sus años de experiencia; no le quedaba otro remedio.
Una vez dentro de la sala, Molly se despidió de él con una inclinación de cabeza y cerró la
puerta tras de sí, dejándolo solo de nuevo. No se sentó. Al contrario, con pasos pesados, caminó
hasta la puerta acristalada que daba al exterior y dejó que su mirada se perdiera hacia ningún sitio
en concreto. Afuera, livianos copos de nieve comenzaban a caer sin llegar a cuajar. Él no los vio.
Su cabeza estaba demasiado ocupada sin dejar de dar vueltas a un millar de ideas que surgían de
repente y se mezclaban con las que ya estaban ahí. Su situación era crítica. Olvidarse de eso sería
una estupidez. Al hecho de ser un fugitivo de la ley británica desde hacía más de un lustro, había
que sumarle su amor por Beth y las consecuencias que le pudiera acarrear; el duque incidiría sin
duda en esa cuestión. Sin embargo, nada de eso tenía sentido para él. El bienestar de su mujer y
la perspectiva de un futuro sin ella eran lo que en realidad lo carcomía por dentro. Saber que
Beth estaba a escasos pasos de él, tal vez justo en la pieza que había sobre su cabeza, sin poder
acudir a su lado lo estaba martirizando como nada lo hubiera hecho antes. Tener la certeza de
que sus días… sus noches con ella concluirían en el instante en que el duque traspasara esa
puerta lo mataba… Pero imaginarse a Beth en los brazos de otro hombre cuando él ya no
estuviera allí…era como descender al infierno sin posibilidad de escapar de él. Y estaba
convencido de que su mayor temor no tardaría en hacerse realidad porque el padre de su mujer
jamás les daría su bendición.
Oyó el crujir de la maneta antes que el chirrido de las bisagras. Su destino estaba sellado.
Armándose de calma y resignación, se giró muy despacio esperando toparse con la severa figura
de George. Para su sorpresa, era Molly quien entraba portando una bandeja.
—Espero que le apetezca un té —dijo la joven dejando su carga sobre una mesita auxiliar—.
También le he traído unas pastas.
A su pesar, se le hizo la boca agua. ¡Hacía tanto que no tomaba una buena infusión! Y no le
cabía duda de que aquella lo sería. En cuanto a los dulces, el aroma que desprendían lo atraía
como un imán.
—Gracias —dijo acercándose a la chica—. ¿Ha sido cosa del duque? —preguntó extrañado.
—No. Ha sido idea mía. Lo necesita… y lo merece. Usted salvó a la señorita. Se lo
agradeceré toda la vida.
—Soy yo el que tiene que darte las gracias por localizar a la partida de búsqueda.
Ambos se miraron en silencio durante unos segundos, conteniendo una sonrisa de
agradecimiento… y de despedida. Su amistad, aunque breve, había sido sincera, motivada por el
afecto que compartían por Beth. Sin embargo, los dos eran conscientes de que el pasado de Neil
pesaría demasiado en la decisión del duque y que el resultado de su reunión acabaría de la peor
manera posible para el joven.
Ninguno añadió nada más. Un asentimiento silencioso, una sonrisa ligera, un adiós,
posiblemente, definitivo…
***
A pesar de la sorpresa inicial al ver la espalda de la joven Spencer, O’Connor realizó su
trabajo con eficacia. Seguramente, los verdugones eran consecuencia de un castigo, dedujo,
aunque dudaba mucho que hubiera venido de la mano de algún familiar, teniendo en cuenta la
expresión atormentada de su madre y la preocupación que preñaba los ojos de la doncella. En
cuanto hubo examinado a su paciente, envió a ésta última a la cocina con las indicaciones
necesarias para preparar un ungüento.
—Una taza de mantequilla batida, tres dientes de ajo machacados y cuatro cucharadas
colmadas de miel —enumeró a la vez que colocaba un paño humedecido en las partes más
dañadas, a la espera del emplaste que estaba solicitando—. Que la cocinera lo mezcle todo y,
cuando obtenga una pasta homogénea, que lo suba de inmediato.
Sally no se lo hizo repetir.
—¿Qué puedo hacer para aliviarla, doctor? —Solicitó Caroline suplicante.
—Asegúrese de que descanse, es primordial para su recuperación —pronunció con tono
profesional—. También hay que mantener las heridas hidratadas en todo momento. Le enseñaré
cómo hacerlo con el emplasto que nos suban de la cocina.
—¿Qué le parece si le doy unas hierbas para mitigar el dolor?
El duque se tensó al escucharlo y cerró los puños sobre el filo de los apoyabrazos; parecía
dispuesto a atacar en cualquier momento. No lo hizo. En vez de ello, respiró profundamente y
dejó ir el aire de forma muy lenta.
—En cuanto a eso de que Elisabeth es su mujer… Bien, ese es un tema que trataremos más
tarde —venteó el aire con la mano—. Como le decía, le agradezco que actuara tan eficazmente y
le ahorrara a mi hija un castigo mayor. Para demostrárselo, he decidido que pasaré por alto su
condición de prófugo y no daré parte a las autoridades sobre usted —concluyó muy orgulloso de
cómo había afrontado el asunto.
Neil chasqueó la lengua y cerró momentáneamente los ojos. Para ser sincero consigo mismo,
no se había imaginado algo así, pero no le extrañaba. El duque era un buen estratega y había
planeado la cuestión como tal, sin dejar que el alcohol le nublara el juicio.
—Supongo que lo que me ofrece tiene un coste, ¿me equivoco? —Fue directo al grano. De
nada servía alargarse.
—Veo que no se anda con rodeos; eso es algo digno de admirar. —Verdaderamente sus
palabras parecían sinceras—. Tiene usted razón, Lord Bruce.
—Le agradecería que no me llamara de ese modo. Lord Bruce es mi padre. Desde hace años
yo soy simplemente Neil.
—Pues me disculpará, pero voy a seguir llamándolo así —dijo el duque con voz fría, muy
diferente de la que había utilizado hasta entonces.
Neil no quiso entrar en disputa. Había cosas mucho más acuciantes que merecían su interés.
La forma en que el padre de Beth lo tratara carecía de importancia, por mucho que le molestara.
—Volviendo a lo que estábamos, ¿cuál es el precio a pagar por su benevolencia?
Con ironía quizás no era la mejor manera de tratar con Su Señoría, pero era la única manera
de dejar salir la rabia que sentía. Conocía de sobra lo que le iba a solicitar incluso antes de que
pronunciara las palabras.
—Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, no creo que haga falta que se lo diga.
—Preferiría que lo hiciera. En esta cuestión no quiero que haya malentendidos.
—Está bien, como quiera Lord Bruce —pronunció su título con sarcasmo—. Le dirá a mi
hija que no quiere saber nada más de ella, que ha sido un juguete para usted. A cambio, no solo
se librará de prisión, sino que obtendrá un salvoconducto y algo de dinero para trasladarse fuera
del país. Podrá comenzar una nueva vida, conocer a una joven de su agrado y tener una vida libre
de persecuciones y —le miró de arriba abajo—de miseria.
Para Neil nunca, desde que conociera a Beth, había sido un misterio que su futuro no estaba
ligado al de ella, por más que los dos lo desearan. No obstante, había cosas con las que no podía
transigir.
—Lo siento Milord, pero no puedo mentirle a su hija… y no lo haré.
—Se enfrenta a…
—Lo sé —lo atajó alzando la mano.
—El final será el mismo: Elisabeth no estará con usted. Es su decisión si prefiere que sea por
obtener su libertad o su cautiverio. Está en su mano.
—Amo demasiado a su hija como para mentirle. Además, ella no me creería; conoce el fondo
de mi alma mejor que yo mismo.
—Entonces, no me deja otro remedio —aseveró George con una mezcla de consternación,
enfado y… orgullo.
Neil estaba afirmando en silencio, aceptando su destino cuando la puerta se abrió de golpe
dando paso a una Caroline mortalmente seria. Los dos hombres saltaron de sus asientos con cara
de preocupación.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntaron a la vez—. ¿Cómo está Elisabeth?
—Está descansando. El doctor se ha ocupado de sus heridas y verdugones y se ha marchado
después de darnos instrucciones de cómo tratarlos.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara? —Preguntó el duque serio.
La duquesa ignoró a su marido y se dirigió a Neil, con el ceño fruncido.
—¿Es usted el que, según mi hija, es su marido?
—Soy su marido ante los ojos de Dios, sí.
La dama meneó la cabeza consternada. Por más que el médico le hubiera manifestado que
guardaría silencio, nadie le podía asegurar que lo hiciera en realidad. Y si aquello trascendía, la
reputación de su hija, así como la posibilidad de un matrimonio conveniente se verían seriamente
comprometidos.
—¿Hasta dónde ha llegado su implicación con mi hija? —Quiso saber Caroline mientras su
mente no paraba de trabajar.
—No sé a qué se refiere. —Trató de sonar convincente sin mucho éxito.
—¡Oh, vamos! Lo sabe perfectamente —dijo indignada. Por sus ojos se escapaba una furia
asesina.
Neil se dio cuenta de que no servía de nada fingir que no la comprendía. Cuadró los
hombros, miró de reojo al duque y, finalmente, enfocó su atención en la duquesa.
—Digamos que… es posible que un nuevo miembro de la familia esté en camino.
George reaccionó de la peor manera. Lo agarró por la pechera y lo acercó a su cuerpo con
violencia.
—¡Bastardo! —bramó antes de descargar un puñetazo en el ya golpeado rostro del joven,
quien ni siquiera trató de defenderse.
—Detente, George —le pidió su mujer sujetándolo por el hombro—. Con violencia no
vamos a arreglar las cosas.
—Pero es que… —Spencer todavía tenía mucha rabia contenida como para dejarlo estar sin
más.
—George, por favor. —La voz femenina sonó a ruego.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó George llevándose las manos a la cabeza. Neil la miró
sorprendido. También él quería conocer la respuesta.
—El doctor estaba presente en la habitación y la oyó cuando me lo confesó.
Los dos hombres se quedaron sin palabras. La situación se iba complicando por momentos.
CAPÍTULO 44
—Querido, no tenemos más remedio que hacer lo que nos pide. —Le cogió una mano y lo
miró con ternura—. Se aman y el amor posee una fuerza tal que no hay nada en el mundo capaz
de vencerlo, ¿lo recuerdas?
George se frotó la frente con la mano libre a la vez que negaba de forma vigorosa. Una
jovencita, su hija, para ser exactos, le había ganado la partida. Él conocía muy bien el
también amaba a su esposa con toda su alma y por nada del mundo consentiría en separarse de
ella de forma definitiva. Relajó la postura y miró a la mujer con la que compartía la vida desde
hacía tantos años. Al observar sus ojos cargados de cariño supo que no le quedaba más remedio
—¿Usted está de acuerdo, Lady Bruce? ¿No le gustaría compartir con sus vecinos tan
especial momento?
—Discúlpeme si le digo que no. Convengo con su sobrina en no atrasar la unión de nuestros
hijos —se encogió levemente de hombros—. Los chicos se quieren y desean comenzar su vida
juntos, lo demás sobra.
—Pero…Elisabeth todavía no estará recuperada del todo. Su rostro… —argumentó como
último recurso.
—Tía —habló Beth con voz serena y juiciosa—, el amor que siento por Neil es la mejor
medicina. Solo estando unida a él podré sanar por completo.
Anne no replicó. Había demasiadas cosas que escapaban a su control: ¿Cómo se había
conocido la pareja? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué urgía tanto llevar a cabo ese matrimonio? A fin
de cuentas, todo había ocurrido mientras la niña estaba bajo su cuidado… Pero decidió que si sus
tutores, los principales interesados en que su hija se casara correctamente, estaban de acuerdo
con que la boda se celebrara de esa extraña manera, ella no añadiría nada más. Bastante
mortificada estaba ya con haber sido la persona que le presentara a John Prescott y la obligara a
soportar su compañía, con las consecuencias que ello había acarreado.
***
Las negociaciones acabaron pronto. El duque expuso sus condiciones y el conde las aceptó.
Entre éstas estaba que el conde le pasaría una asignación a su hijo de mil quinientas libras de
forma vitalicia. Sumadas a las diez mil libras de la dote de Elisabeth, se trataría de una buena
suma de dinero que proporcionaría a la pareja una vida mucho más que cómoda. A eso había que
añadir la hacienda que el duque les cedía en Irlanda: una extensión de tierra de quinientas
hectáreas, si se incluían los terrenos de labranza. En definitiva, los recién casados jamás tendrían
que preocuparse por su futuro bienestar.
A Neil, todo aquello le parecía excesivo, pero pensó en Beth y en lo que era mejor para ella,
y aceptó sin poner objeción. En cuanto al título de conde de Elgin, se estipuló que pasaría
directamente al primer hijo varón que tuviera la pareja. Charles no podía olvidar el agravio de su
hijo. Neil tampoco el comportamiento de su padre. Aquel acuerdo era un pacto que, de alguna
manera, ambos podían aceptar.
Con todos los temas tratados, ya no quedaba más que hablar. El conde se reunió con su
esposa y su hija y juntos se dirigieron al carruaje que los esperaba para llevarlos de vuelta a su
hogar. Antes de subir, Leslie se giró hacia Beth.
—Me alegro muchísimo de que vayas a ser mi hermana.
Él miró aquellos ojos llenos de desazón después de observar la ajada mano sobre su
chaqueta.
—Lo sé. —Eran innecesarias más explicaciones para entenderse.
***
James y Neil aguardaban en silencio la aparición del duque. De vez en cuando, sus miradas
se cruzaban, pero las palabras se negaban a salir de sus bocas, cada uno sumido en sus
pensamientos. Mientras el highlander, ya sin la presión por conocer el estado de Beth, sentía una
preocupación alarmante por la salud de Mac, Spencer reflexionaba sobre cuan sólidas debían ser
las convicciones de un hombre para llevarlo a abandonar todo lo que conocía con tal de
seguirlas. En esas estaban cuando se abrió la puerta y apareció por ella el duque.
—Bien, James, cuéntanos todo lo que ha ocurrido desde que te dejamos en la cabaña.
A la vez que tomaban asiento, su hijo inclinó la cabeza afirmativamente antes de pasar a
exponer lo sucedido:
—Mientras esperábamos a que llegara el grupo de soldados que se iba a hacer cargo de
Prescott, estuvimos considerando las heridas del anciano. No presentaban buen aspecto y, lo que
es peor, él no recuperaba la conciencia. No lo hizo en todo el tiempo que permanecí con él, por
desgracia. —Paseó la mirada de uno a otro antes de añadir—: La contusión en la cabeza no tenía
buena pinta, para ser sincero. Ha sufrido una gran pérdida de sangre a consecuencia de la herida.
—¿Lo ha visto un médico? —Se interesó Neil echando el cuerpo hacia adelante.
—Mandé recado para que fuera a visitarlo el doctor, pero no sé si ya lo ha hecho o no —
reconoció pesaroso—. Pensé en la posibilidad de trasladarlo aquí, sin embargo, decidí que era
mejor que el médico nos indicara si era aconsejable moverlo, dadas sus condiciones. En
cualquier caso, dejé un par de hombres a su cuidado y, en cuanto sea seguro para él, lo traerán.
—Se lo agradezco —dijo Neil emocionado.
—Ese hombre arriesgó su vida por salvar la de mi hermana, ¿qué otra cosa podría hacer?
—¿Qué pasó con el capitán? —Quiso saber el duque.
—Despertó antes de que llegaran a por él. El muy imbécil estaba ofuscado y no paraba de
gritar que se las pagaríamos. Tuve que ayudarlo a perder de nuevo la conciencia —reconoció con
una sonrisa satisfecha—. Se lo llevaron en un carro como la piltrafa humana que es, hecho un
ovillo, atado y apaleado. Solo me resta asegurarme de que le den el castigo que se merece. Para
eso, mañana mismo me personaré en el cuartel y hablaré con el mayor Williams. Tengo que
explicarle yo mismo hasta dónde ha llegado su osadía.
Concluido su relato, los tres se quedaron en silencio, meditando sobro lo escuchado. Por fin,
George salió de su mutismo:
—Muchacho, ¿tiene dónde quedarse esta noche?
—No se preocupe por mí, Milord. Llevo años cuidando de mí mismo. Podré soportar una
noche más.
—Ya no tendrá que dormir a la intemperie —lanzó una mirada al exterior, donde el día
empezaba a declinar—. Ahora es un miembro de la familia. Haré que le preparen una habitación
y James le prestará algo de ropa, ¿verdad, hijo?
—Por supuesto, padre.
—¿Hay algo más que precise? —El interés de George sonó genuino.
—Solo una: ver a mi esposa.
A pesar de la incomodidad que le produjeron sus palabras, el duque accedió con un
asentimiento de cabeza. Se puso en pie y con un gesto instó a Neil a que lo siguiera.
La habitación estaba en penumbra. Caroline, sentada en un sillón a la cabecera de la cama,
observaba cómo dormía su hija. Anne reposaba en otro sillón a los pies mientras Sally se
ocupaba de tenerlo todo listo para cuando su señorita despertara. Al verlos aparecer, las tres
desviaron la vista en su dirección. Si les sorprendió ver a Neil allí, ninguna lo demostró.
—Querida —dijo George en voz queda—, démosles un poco de intimidad. —A esas alturas,
la reputación de su hija había dejado de importar.
Caroline miró a su hija una vez más. Se levantó con cuidado de no hacer ruido y, con un
ademán, les pidió a las otras dos mujeres que la imitaran. Un minuto después, la puerta se
cerraba dejándolos solos.
Neil se acomodó en el mismo asiento que momentos antes ocupaba la duquesa y se quedó
embelesado contemplando cómo dormía Beth. Con sumo cuidado acarició su rostro, evitando las
zonas magulladas. Sin poder evitarlo, evocó cada una de las penurias que lo habían llevado a ese
momento: el rechazo de su padre, el alejamiento de su familia, la batalla, la muerte de sus
compañeros, los años de soledad, el hambre, el frío… Nada de todo aquello tenía ya relevancia.
Nunca lo olvidaría, por supuesto, pero la promesa de un futuro con la mujer que amaba
compensaba con creces cada sufrimiento padecido.
Beth entreabrió los párpados y sonrió al reconocerlo.
D esde que recuerdo, siempre he sido una ávida lectora. Nunca he dejado de
nutrirme de todo aquello que la imaginación de los autores podía ofrecerme.
Conocer a través de sus palabras historias que sus intelectos han creado ha
conseguido que viviera situaciones que, de otro modo, jamás hubiera soñado. A todos ellos,
incluidos los que todavía no he tenido el placer de leer, gracias. Gracias por compartir con
nosotros vuestras creaciones, que como dioses literarios que sois, habéis inventado para nuestro
deleite. Vuestro ejemplo me dio alas para emprender este vuelo que ahora he puesto en manos de
otros que, como yo, disfrutan conociendo unas realidades y unos personajes que otras mentes han
ideado.
Por supuesto, quiero agradecer a todos aquellos que me han animado a lanzarme a esta
aventura, su apoyo y su cariño. Lamento haber sido un poco pesada durante el proceso que he
tenido que pasar para que estas letras llegaran a ver la luz. Espero recompensárselo en el futuro,
empezando por demostrarles que todo su empuje ha tenido un sentido: finalizar esta novela.
Entre esas personas que han tenido que soportar mis momentos de indecisión, mis ganas de dejar
correr esta empresa o mis instantes de pánico, estás tú. No hace falta que te nombre para que
sepas que hablo de ti. Gracias por estar siempre a mi lado cuando te necesito, por ser el hombro
en el que cobijarme, por escucharme, aunque no tenga nada que decir. Sin ti, mi editora personal,
no lo habría conseguido.
A mi familia, mi soporte vital, tengo que darles las gracias por absolutamente todo. Por ser
parte de mí; por hacer que mi día a día sea tan feliz; por aguantar mis malos momentos y hacer
que los buenos sean aún mejores. Ya sabéis cuánto os quiero.
No puedo, ni quiero olvidarme de ti, vida, ni de las oportunidades que me has brindado, tanto
las buenas como las no tan buenas. Me has llevado por sendas que han enriquecido mi alma; me
has mostrado lugares que han dejado poso en mi corazón; has puesto frente a mí a seres humanos
maravillosos que han cambiado mi perspectiva de las cosas, y también personas que con su
rechazo me han obligado a mejorar constantemente. Eres un regalo que estoy muy dichosa de
haber recibido.
Y, por último, gracias a ti, soñador, que has decidido participar en esta correría que tengo la
osadía de poner ante tus ojos. Espero no defraudarte.