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El HIGHLANDER OCULTO

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INDICE

CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40
CAPÍTULO 41
CAPÍTULO 42
CAPÍTULO 43
CAPÍTULO 44
CAPÍTULO 45
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
«Debes ser el mejor juez de tu propia felicidad»
Jane Austen
CAPÍTULO 1
1751

A quella situación era injusta. Injusta y cruel. Su delito no era tan grave como
para recibir un castigo tan severo. Con las ropas mojadas y adheridas al cuerpo y
el hermoso recogido que le hiciera su sirvienta aquella misma mañana
completamente deshecho y goteándole sobre el cuello, estuvo segura que de que jamás en su vida
se había sentido tan humillada como en ese instante.
Si ya era terrible que su padre, el todopoderoso George Spencer, IV Duque de Marlborough,
la hubiera desterrado, de manera injusta según su parecer, a esas tierras oscuras y frías con la
única compañía de Sally, su doncella, y su querido Pulgas, un terrier de tres años y no más dos
kilos, lo que había ocurrido media hora antes era una catástrofe.
Después de cinco largas y agotadoras jornadas de viaje desde Londres, y cuando apenas
quedaban un par de millas para alcanzar su destino, la adversidad, a modo de rueda desprendida
de su eje, se interpuso en el camino de la comitiva que la conducía a lo que ella había llamado, su
prisión escocesa.
De repente, después de uno de los innumerables traqueteos que el carruaje había padecido
durante el trayecto, se escuchó el quejido de la madera antes de que uno de los ejes cediera y
quedara inclinado peligrosamente hacia un costado. De inmediato, el grito de las dos mujeres
escapó del interior, sobreponiéndose al estruendo producido por la tronada.
—Milady —se había dirigido a ella el atribulado conductor abriendo la puerta del carruaje, lo
que provocó que una ráfaga de lluvia helada entrara en la cabina—, mucho me temo que
debemos detenernos aquí hasta que amaine la tormenta —su expresión de preocupación y, por
qué no decirlo, de temor a la reacción de su señorita era visible a pesar de la escasez de luz—.
Con este temporal, y tal y cómo está el camino, es imposible reparar el daño.
—¡Eso es inadmisible! —protestó ella con su característico tono de soberbia—. Mi tía abuela
lleva esperándome días. Eso sin contar que estoy cansada, tengo ganas de asearme y que Pulgas
—dijo haciéndole una ínfima carantoña— necesita estirar las piernas. Tienes que arreglar este
desaguisado como sea y lo tienes que hacer ya.
—Ciertamente, Milady, por más que quisiera repararlo, es enteramente imposible hacerlo —
expresó el hombre sin poder detener el nervioso ademán de darle vueltas a su gorra—. No hay
visibilidad aquí afuera y no puedo calibrar el alcance de los desperfectos —carraspeó antes de
seguir hablando—. Puede resultar peligroso no ajustar correctamente la rueda; podría volver a
salirse y no estoy seguro de las consecuencias que eso podría acarrear.

—¡Está bien! —exclamó presa de su mal humor— ¿Cuánto queda para llegar a Stuart
Castle?
—Dos millas, Milady —contestó el pobre hombre cada vez más nervioso con la situación.
—De acuerdo. Pues ve andando hasta allí, le solicitas un transporte a mi tía y vuelves a
buscarnos.

—¡Pero eso es imposible, Lady Spencer! —el cochero se llevó las manos a la cabeza, como
si aquella fuera una de las locuras más grandes que hubiera escuchado nunca—. No puedo dejar
a dos damas en mitad de la nada a expensas de que cualquier desalmado pueda…
—¡Claro que puedes y lo harás!
—Señorita —intervino Sally que hasta entonces se había mantenido muda a causa del temor
—, quizá Martin tiene razón.
—Está visto que estoy rodeada de cobardes –haciendo un movimiento inesperado, salió del
carruaje llevando consigo al pequeño can—. Indícame el camino, iré yo.
—Pero Milady usted no puede… —gritaron sus dos empleados a un tiempo.
—¿Quién lo dice? —se acercó al hombre de manera amenazante y luego miró a su doncella
con ojos de reprobación—. Ahora no está mi padre aquí para decirme qué puedo hacer y qué no.
—Sin embargo, es nuestra obligación velar por su integridad —adujo el cochero.
Para ese momento, Elisabeth estaba completamente empapada y su enfado, ya de por sí
enorme, había aumentado de forma considerable.
—Soy suficientemente hábil como para cuidar de mí misma —escupió tal y como había
hecho con su padre días atrás, cuando la sentenció a ese viaje indeseable—. No necesito a nadie.
Desde aquella discusión había transcurrido treinta interminables minutos y todavía no
vislumbraba la silueta del palacio al que se dirigía. El ruedo de su falda, cargado del barro que
arrastraba a cada paso, le dificultaba su avance y la agotaba un poco más a cada zancada.
En algún momento de su camino le pareció oír por encima del sonido de la lluvia un ruido de
hojas al ser pisadas. Su fértil imaginación la llevó a fantasear con fieros animales acechándola y
se apresuró un poco más, a pesar de su cansancio.
Fue algo más tarde, cuando sus fuerzas estaban mermadas al extremo, que oteó la sombre de
una edificación a través de la cortina de agua que caía sobre ella. Lo había logrado. Ella sola, sin
la ayuda de nadie, como sabía que haría. Ella era una Spencer, una estirpe valiente y con
suficiente poder como para que nadie en su sano juicio se atreviera a importunarla. No obstante,
justo cuando traspasaba la verja que daba paso a la finca, volvió a oír un rumor semejante al
producido por las ramas al romperse. Se volvió a toda prisa, intentando identificar el origen de
aquel sonido y solo pudo distinguir una sombra adentrándose en los confines del bosque que
bordeaba la propiedad.
Con pulgas pegado a su pecho, el frío grabado en sus huesos y la humillación pesando sobre
sus hombros, acortó la distancia que la separaba de la casa de su tía abuela Anne, una mujer a la
que jamás había visto pero a la que precedía su fama de estricta severidad. Su valentía se
tambaleó un poco al pensar en lo que le aguardaba en su futuro más próximo, junto a la vieja tía
de su madre, aquel clima del infierno y sin más entretenimiento que su terrier. Iba a ser una
temporada inacabable, sobre todo si tenía en cuenta la amenaza de su padre: Si su
comportamiento no era el adecuado y tía Caroline así lo decidía, permanecería en esas tierras
escocesas hasta que ella lo creyera conveniente. Si en el proceso la anciana consideraba la
posibilidad de casarla con alguno de los nobles del lugar, tendría su bendición para arreglar el
enlace.
Un escalofrío, que no estaba segura si era producto de aquel pensamiento o del helor del
ambiente, la recorrió por entero. Cerró los ojos e inspiró varias veces para apartar aquellas
palabras que habían sonado a sentencia en sus oídos, se encomendó al Altísimo y con el ánimo
más calmado, aporreó la imponente madera que le daría paso a una nueva realidad.
No tardó en escuchar los goznes de la puerta al abrirse. Frente a ella, la rígida figura de un
hombre, que supuso que se trataba del mayordomo de la mansión, la observó con desaprobación.
—Soy Lady Spencer —anunció alzando la barbilla con altanería—. Anuncie mi llegada a mi
tía y muéstreme mis aposentos.
—Señorita —el hombre hizo una reverencia forzada a la vez que le daba paso—. Lady
Russell ha ordenado que pase al saloncito en cuanto llegue.
—¿Me ha visto bien? —preguntó con arrogancia—. No puedo presentarme de semejante
guisa ante mi tía.
El mayordomo miró por encima del hombro de Elisabeth, esperando encontrar el coche de
caballos que la había llevado hasta allí. En ese instante, ella recordó que su equipaje se
encontraba abandonado en el carruaje, junto al cochero y la doncella.
—¡Ah! Y será necesario que alguien vaya a recoger mis pertenencias. Hemos tenido un
percance en el camino a dos millas de aquí.

—¿Ha venido usted caminando?, ¿sola?


—Por supuesto. No podía hacer esperar más a mi tía.
Al darse cuenta de que todavía tenía sujeto a su perro en los brazos, lo depositó con sumo
cuidado sobre el piso de mármol, momento que el can aprovechó pasa sacudir la humedad que se
había adherido a su pelaje, dejando el suelo encharcado. El sirviente alzo una ceja al mirar el
estropicio y meneó la cabeza. No había hecho más que llegar y aquella muchacha ya estaba
dando problemas.

—Le ruego que aguarde un instante —si debía obedecer a alguien era a quien le pagaba el
sueldo y le daba cobijo—. Avisaré a la señora de que ha llegado.
Sin añadir una sola palabra más, el enjuto hombre desapareció de su radio de visión con una
rapidez impensable para su edad. Ella aprovechó el tiempo de espera para observar cuanto había
a su alrededor. Si bien lo que podía ver de la mansión no era ni de lejos tan esplendido como
todo lo que su familia poseía en Oxfordshire, debía reconocer que todo lo que veía era muy
hermoso. A los impresionantes suelos de mármol se le unían figuras humanas del mismo
material, muebles regios de factura magnífica, bellos elementos decorativos de porcelana y plata,
y cuadros colgando de sus paredes que representaban escenas de caza, bodegones y algún retrato
de caballeros y damas de otras épocas.
Pulgas, después de husmear lo que tenía más cerca, se tumbó a sus pies, cansado de la
actividad a la que lo había sometido su dueña. Elisabeth lo miró y en un arrebato de cariño, se
agachó para acariciar su pequeña cabecita. Ese fue el instante que aprovechó la tía de su madre
para aparecer por uno de los pasillos que daban al enorme hall, seguida de un hombre, militar por
la indumentaria, que la escudriñó de arriba a abajo de una manera poco elegante cuando ella se
puso en pie.
—Tía —hizo la reverencia que dictaba la buena educación—. Señor —inclinó la cabeza a
modo de saludo—. Por fin nos conocemos.
Lady Anne Russell no le manifestó ninguna muestra de cariño. Más bien todo lo contrario.
Sus ojos viajaron por su figura con evidente contrariedad antes de anunciar con voz firme y
aguda:
—Ahora entiendo a tu padre. No te preocupes, aquí haremos de ti una dama como Dios
manda. Puedes darlo por seguro.
CAPÍTULO 2

E n la soledad de la habitación que le habían asignado, envuelta por la placidez


que le proporcionaba aquella tina llena de agua templada y reconfortante que la
servidumbre había preparado para ella, pensó que su aparición en aquella casa no
había sido todo lo afortunada que cupiera esperar. Su tía abuela no había mostrado ni una
mínima muestra de empatía por la situación en la que se encontraba, apartada de su familia y
amigos, y habiendo vivido una odisea para llegar hasta allí. Además, si su doncella no llegaba
pronto con sus cosas, no tendría más remedio que utilizar el vestido anticuado y horrible que le
había proporcionado la señora Benning, el ama de llaves de Lady Russell. Por fortuna, antes de
separarse de ella, la anciana se había interesado por el lugar exacto en que había quedado su
carroza con la intención de enviar a uno de sus sirvientes a socorrer al cochero y transportar su
equipaje a la mansión.
No tenía conciencia del tiempo transcurrido dentro de la bañera. El vapor junto con el
cansancio acumulado la sumergieron en una especie de agradable seminconsciencia cuando dejó
de pensar en lo ocurrido. Unos suaves golpes en la puerta la devolvieron a la realidad. Sin darle
tiempo a contestar, apareció frente a ella una muchacha de amplia sonrisa y mirada clara
portando en sus manos unas elegantes toallas de un blanco níveo.
—Buenas noches, Milady —saludó haciendo una genuflexión—. Mi nombre es Molly y seré
su doncella hasta que pueda atenderla la suya propia.
—Molly, ¿eh? —acodándose en el borde de la tina, se impulsó para ponerse en pie, dejando
su cuerpo a la vista y propiciando que una pequeña porción de agua cayera sobre el suelo.
La chica, incómoda, bajó la mirada a su carga y sonriendo enrojecida, se la ofreció. Elisabeth
se envolvió en la de mayor tamaño mientras Molly se afanaba a secar la piel que quedaba a la
vista con otra más pequeña. Finalmente, con una tercera toalla se cubrió su rubia y abundante
cabellera antes de pasar a la sala contigua donde destacaba una enorme cama con dosel en el
centro. Un armario de un buen tamaño frente a ella y una mesita con su sillón a juego junto a la
ventana vestida con unos cortinajes de color azul plomizo, a juego con los que rodeaban el lecho
componían el conjunto.
Pulgas, apostado en el centro del colchón, levantó el hocico durante un instante y, al
comprobar que se trataba de ella, dio una vuelta sobre sí mismo y volvió a enroscarse antes de
dormirse otra vez. A la doncella se le iluminó el rostro al verlo.
—¡Oh, señorita, qué cosa tan bonita!
Elisabeth sonrió. Le gustaba esa muchacha. Se la veía dispuesta, sus ojos derrochaban
inteligencia, le sobraba timidez y, aun así, su frescura, rayaba la insolencia. Sí, decididamente, le
gustaba esa chica. Con un poco de suerte podría convertirse en una aliada en aquel lugar, y Dios
sabía que la iba a necesitar.
—Sí, Pulgas es un encanto de perro. Es una lástima que esté tan cansado hoy, de no ser así,
podría mostrarte algunas de las monerías que sabe hacer.
—Me gustará mucho verlo, señorita, cuando tanto él como usted estén descansados, por
supuesto. —Recibió una sonrisa en respuesta que la muchacha agradeció con otra—. Si lo desea,
puedo ir a la cocina a buscar algo de comer. Me temo que Lady Russell y el capitán Prescott ya
han cenado, pero estoy segura de poder encontrar algo delicioso para usted.
—Te lo agradecería mucho, pero antes, ayúdame a ponerme ese camisón espantoso que me
ha prestado tía Anne. Es casi tan feo como el vestido que me trajo el ama de llaves.
Con una reverencia, Molly se apresuró a hacer lo que le había solicitado aquella dama tan
hermosa y distinguida que, estaba segura, alegraría el ambiente de aquella casa.
***
Elisabeth durmió hasta tarde, aunque no tanto como su cuerpo exigía. Lady Russell, a pesar
de que aquello le pareciera una muestra de holgazanería, había permitido que descansara más de
lo que era costumbre por aquellos parajes. Había tenido en consideración lo ocurrido el día
anterior, y el largo y pesado viaje desde Londres. No obstante, pasadas las diez de la mañana,
creyó oportuno enviar a Sally, ya en la mansión junto al equipaje de su señorita, con una bandeja
de desayuno para que la despertara.
Lo primero que hizo la doncella al entrar en aquel dormitorio en penumbra, justo después de
depositar lo que llevaba en las manos sobre la mesita, fue descorrer las cortinas para que entrara
la débil luz del exterior; el día había amanecido tormentoso. Seguidamente, se acercó al lecho y
le dio unos suaves toques en el hombro a Elisabeth, como era su costumbre, antes de darle los
buenos días con voz cantarina.
A su señorita se le escapó un gracioso ruidito disconforme.
—Déjame dormir, Sally —de repente, al darse cuenta de lo que había dicho, se sentó de un
brinco y apoyó la espalda en los mullidos almohadones—. ¡Sally, estás aquí!
—Buenos días, señorita —repitió con una sonrisa—. Sí, Martin y yo llegamos anoche, a altas
horas de la madrugada.
—Debes de estar agotada, entonces.
—¡Oh, no se preocupe, señorita! La señora Benning y una jovencita muy simpática nos
estaban esperando. En cuanto aparecimos nos acomodaron, a mí en el ala del servicio y a Martin
en un cobertizo cercano a las cuadras —informó la doncella mientras ayudaba a su señorita a
levantarse y colocarse una de las batas que había llevado con ella—. Le han permitido quedarse
un par de días en la finca para que los caballos descansen y él pueda reponerse del largo viaje.
—Me alegro por él —dijo sin demostrar verdadero interés—. A ver, ¿qué me has traído para
comer? Ayer apenas probé bocado, y eso que una muchacha del servicio me subió algunas sobras
de la cena —concluyó haciendo una mueca muy graciosa con la nariz mientras levantaba la tapa
que escondía su desayuno.
Una hora más tarde, se reunía con su tía en uno de los saloncitos de la mansión ataviada con
uno de sus bonitos vestidos, el amarillo con margaritas de distintos tamaños bordadas en el ruedo
de la falda y en la cintura, y luciendo un peinado impecable del que no se le escapaba ni una
hebra.
Sentía curiosidad por cómo la recibiría Lady Anne esa mañana, después de la fría bienvenida
de la noche anterior, aunque no era lo único que la motivaba. Tenía ganas de conocer el resto de
la vivienda, los jardines y alrededores, así como las actividades que se podían llevar a cabo en
aquel lugar perdido. Si estaba obligada a pasar una larga temporada en los confines del mundo,
bien estaba que intentara sacar partido de las oportunidades de diversión que pudiera encontrar.
Lady Anne parecía menos severa esa mañana. Su atuendo seguía siendo oscuro, su pose
erguida y su rostro no mostraba rastro de sonrisa, y con todo, Elizabeth tuvo la sensación de que
su actitud era más amable.
—Buenos días, jovencita —la saludó paseando su mirada por su estilizada figura—. Como
has comprobado, hoy he accedido a que permanezcas más de la cuenta en la cama, pero no creas
que esto va a ser así siempre.
Si había imaginado que la disposición de su tía hacia ella era más cordial, se había
equivocado a todas luces.
—Buenos días, tía —no se le ocurrió otra cosa que contestar.
—Ya que hemos perdido media mañana, aprovecharemos lo que queda de día para que
conozcas al servicio, la casa y, si nos queda tiempo, alguno de los jardines que la rodean. El
paseo te ayudará a que acabes de recuperarte del viaje. Mañana, sin embargo, empezaremos con
tus obligaciones.

Aquello iba a ser un auténtico tormento, se lo veía venir. El agrio carácter de su tía no le iba a
dar tregua; al parecer se había encargado de buscarle quehaceres para no dejarla disfrutar de su
estancia. Estaba claro que su padre la había aleccionado bien con respecto a lo que debía ser su
vida en Stuart Castle.
***
Lady Anne no se limitó a realizar todo aquello que le había anunciado, ni mucho menos.
Muy al contrario, durante toda la visita se encargó de listarle todas las normas y horarios de la
casa que, cabe decir, eran muy estrictos. Elisabeth dudaba de ser capaz de recordar cada una de
las indicaciones sin equivocarse, aunque se esmeraría al máximo de sus posibilidades, con tal de
no despertar al mal humor que parecía ser habitual en la dueña de la casa. Cuanto antes
convenciera a su tía de que su comportamiento era ejemplar, antes podría regresar a su hogar,
con su familia y amigos. Ya estaba imaginando qué haría en cuanto pisara de nuevo la capital:
para empezar, retomaría las coloridas fiestas londinenses. Pero para ello debía alejarse de aquella
prisión, flanqueada por los bosques cercanos, el mar a su falda y la nada, ya que, por lo que había
entendido gracias a las explicaciones de su tía abuela, la población más cercana se encontraba a
cerca de tres millas.
Antes de adentrarse en los jardines colindantes a la mansión, hicieron un alto a mediodía para
tomar un tentempié en el comedor familiar, sugerencia de Lady Anne tras pasar revista a la
cocina, donde un delicioso aroma a pollo asado había levantado su apetito.
Viendo comer a su tía comprendió el porqué de su oronda figura. Mientras ella, hambrienta
también, se había limitado a un par de emparedados de pollo, tía Anne no consiguió aplacarse
hasta consumir seis, más un trozo de tarta de calabaza, un té con leche y azúcar, y un par de
galletas de mantequilla típicas de las tierras altas. Aquel festín pareció aplacar un poco el humor
agrio de la mujer, porque después del último sorbo a su infusión, le sonrió.
—Bien —dijo la anciana limpiándose la comisura de los labios con una delicada servilleta de
hilo blanca—. Ahora ya tenemos energías para pasear por los jardines, ¿no te parece, jovencita?
Elisabeth pensó que, sin duda, Lady Anne sí estaría repleta de energía con la cantidad de
comida que había ingerido, pero se guardó mucho de decirlo en voz alta. En vez de eso, le
devolvió el gesto, elevando la comisura de sus labios.
—Te recomiendo que cojas un chal antes de salir. El tiempo en Escocia es cambiante y,
aunque ahora no lo parezca, puede girarse una tormenta como la que sufriste ayer en menos de lo
que miramos al cielo.
—Como usted diga, tía.
Como si la hubiera estado escuchando, la señora Benning apareció de repente con un mantón
para cada una. Posiblemente, sabiendo que iban a salir a pasear, los tuviera ya preparados de
antemano, si no, no había explicación. Aparte del chal que el ama de llaves le entregó a su
señora, también le tendió un sobre color crema en el que se leía su nombre, escrito con una
caligrafía que dejaba mucho que desear.
Lady Anne se apresuró en abrirlo, daba la sensación de ser de vital importancia para ella, y
por extraño que le resultara, Elisabeth se dio cuenta de que el nerviosismo por conocer el
contenido de la misiva había acelerado los movimientos de la anciana hasta tal punto que sus
mejillas se colorearon a la vez que sus manos rompían el lacre que la sellaba. Mientras
contemplaba a la dueña de Stuart Castle recorrer las líneas impresas en aquel papel, la joven se
echó el chal por los hombros y se acercó a las puertas acristaladas que daban a un lateral del
jardín principal, convencida de que su tía no tardaría en unirse a ella. Mas al ver que pasaban los
minutos y aquello no ocurría, volvió sobre sus pasos hasta quedar de nuevo junto a la mujer.
—¿Malas noticias, tía? —se interesó al ver que el rostro de Anne había perdido aquella
insinuación de buen humor que mostrara unos minutos antes.
—Las peores —volvió a doblar la carta y se la metió en el bolsillo de su falda antes de repetir
—: Las peores.
—No me asuste tía. ¿Alguna desgracia que lamentar?
La anciana la miró altiva durante un instante antes de girar la cara hacia la vidriera que había
abierto la joven.
—Vamos —aquello era una orden en todo regla y Elisabeth se apresuró a obedecer. Por nada
del mundo quería contrariarla más.
Pasearon durante un rato por el jardín sin decir una sola palabra. Elisabeth, deseosa de no
aumentar el malestar de la mujer que andaba a su lado, ocupó el silencio en observar los parterres
plagados de flores de mil colores perfectamente ordenados, los esbeltos árboles alineados a cada
lado del camino, el verdor de la hierba que pisaban en su deambular… Debía reconocer que el
escenario era de una belleza extraordinaria; sin duda, en otras circunstancias podría disfrutar de
aquel entorno con otro talante, pero dadas las circunstancias, no consiguió sentirse emocionada
por lo que contemplaba.
Habían recorrido un buen trecho cuando Lady Anne se paró en seco y, meneando la cabeza,
espetó:
—¡Es una gran falta de respeto que no pienso tolerar!
La joven se llevó la mano al pecho. No tenía conciencia de haber cometido ninguna
infracción, pero con el carácter de su tía no podía estar segura.
—¿Tía?
—No soporto que me den plantón —Elisabeth la miró con los ojos muy abiertos sin entender
de qué hablaba. Una vez hubo dicho eso, engarzó su brazo con el de la joven y siguió andando
—. El capitán Presscott acude a casa cada miércoles a cenar, sin embargo, hoy me ha enviado
una carta excusándose, como si eso fuera de buena educación.
—¿Quién es el capitán Presscott, tía? —era cierto que no era muy correcto eludir una cita una
vez concertada, pero no entendía a qué venía tanto revuelo.

—Lo conociste ayer, niña —la miró con el ceño fruncido—. Era el caballero que me
acompañaba ayer cuando apareciste de aquella desafortunada guisa.
Ella lo recordaba vagamente. Sin embargo, sí recordaba con claridad la sensación de
desagrado que le causó. Secretamente se alegró de no tener que volver a ver a aquel individuo en
los próximos días. De todas maneras, seguía sin entender el enfado, un poco fuera de lugar para
su gusto, que mostraba su tía.
—Como estuvo aquí ayer, es de imaginar que hoy habrá tenido que atender a las obligaciones
que descuidó —razonó Elisabeth, elevando de forma delicada un hombro—. Por otra parte, si
siempre viene a cenar los miércoles, ¿qué hacía anoche en la mansión?
La joven seguía sin entender el interés que mostraba su tía por aquel hombre, y tras la
revelación de que la jornada anterior había cenado allí, todavía menos.
—Sabía que llegabas y quiso hacerme compañía hasta que aparecieras. Es un hombre muy
galante y atento. Por eso no entiendo su actitud de hoy.
***
Mientras tanto, en una de las cantinas del pueblo, a tres millas de donde se llevaba a cabo
aquella conversación entre tía y sobrina, John Presscott volvía a perder tras su última tirada de
los dados, y ya había dejado de contar cuántas iban. Le dio un empujón a la muchacha que se
había sentado sobre sus rodillas y a punto estuvo de tirarla al suelo.
—Vete de aquí, zorra. Desde que has llegado no hago más que perder. Me traes mala suerte.
Ella le dedicó una mirada incrédula y estiró los labios en una sonrisa irónica.
—Sería mejor que te olvidaras del juego si no sabes aceptar los designios del azar —y acto
seguido, dio media vuelta con la barbilla alzada y se acercó a otro hombre sentado a una mesa
contigua delante de una pinta de cerveza.
John la miró con desprecio y escupió en el suelo. En mala hora había decidido no presentarse
en casa de la vieja bruja esa tarde. Aunque bien pensado, tener que sufrirla dos días seguidos era
demasiado para él. Era cierto que desde que la conocía su estatus había mejorado
sustancialmente. Ella le obsequiaba con regalos que era imposible que pudiera conseguir de otra
forma. Pero aguantar sus insinuaciones, su coqueteo constante, obligándolo a él a una galantería
que le asqueaba era excesivo. Echó un vistazo a la bolsa que horas antes estaba cargada de
monedas, y en la que ahora solo quedaban unas pocas, y decidió que ya no quería que su
contenido se redujera más. No estaba dispuesto a volver con ella vacía al destacamento. No al
menos por haberlas dilapidado con los dados. No, si tenía que hacer otro gasto sería entre las
piernas de cualquiera de las mujerzuelas que se paseaban por el local de forma provocativa y que
utilizaban un lenguaje soez para provocar a la clientela.
Se levantó de la mesa de juego, alzando la mano como única despedida y escudriñó con los
ojos alrededor del local en busca de una puta que fuera de su agrado. Había dónde elegir, sin
duda. Por un instante, la imagen de la señoritinga pasada por agua que había llegado la noche
anterior a la mansión le cruzó la mente. Aquella sí que era una jaca que le gustaría montar. Sin
embargo, sabía que era un bomboncito intocable, si no quería caer en desgracia con la vieja que
le pagaba muchos de sus vicios. Haciendo a un lado aquel pensamiento, agarró del brazo a la
mujer que tenía más cerca y la arrastró sin delicadeza alguna hacia las escaleras que llevaban a
los destartalados cuartos destinados a follar.
Nada más traspasar el umbral, la tiró sobre el camastro de sábanas sucias y, mientras con una
mano le levantaba las faldas, con la otra le bajaba el corpiño para liberar los pechos manoseados
por mil manos. En cuanto los tuvo a la vista, ciñó la boca en uno de los pezones y lo mordió con
saña, provocando en la mujer un grito de dolor.
—¡Eh, cariño, no hace falta que me hagas daño! —se quejó ella.
La respuesta fue un bofetón que le dejó los dedos marcados en la mejilla.
—Calla, puta. Yo pago y tengo el derecho de hacer contigo lo que me dé la gana, ¿te enteras?
Sin esperar contestación, volvió a morderla, esta vez en el otro pecho. La mujer se removió
asustada. Conocía tipos como aquel, salvajes y depravados, y temió salir mal parada de aquel
encuentro. A manotazos, John desabrochó los botones de sus calzones y sacó de su encierro su
polla ya dura. Con ella en la mano, golpeó el sexo de la mujer varias veces antes de introducirse
en su cuerpo de una estocada.
—Sí —gimió sin tener en cuenta la mueca angustiada de la mujer.
Sin más, comenzó a moverse con rudeza y sin descanso. Volvió a recordar a la joven que
viera la noche anterior y arremetió con más ahínco. La muchacha que tenía bajo su cuerpo, a
pesar de estar acostumbrada a encuentros violentos, cada vez se sentía más dolorida; no solo la
penetraba como si quisiera romperla, no solo la mordía allí donde caía su boca, además, su mano
cerrada en un puño descargaba sobre su rostro una y otra vez hasta hacerle una brecha en el
pómulo que no tardó en sangrar.
No contento con lo que había hecho, John salió de ella y le dio la vuelta sobre el jergón y sin
miramientos, se hincó en su ano, causándole un dolor indescriptible que se tradujo en un grito
agónico.

—¿Te quieres callar, zorra? No dejas que me concentre.


Ella mordió la almohada en un intento por reprimir cualquier sonido, deseosa de él terminara
de una vez y acabara así con su sufrimiento. Él bombeó varias veces más hasta que por fin, se
dejó ir acompañando su liberación con un gruñido casi animal. La mujer sollozaba en completo
silencio, procurando no volver a despertar a la bestia que la había agredido momentos antes.
Cuando él consiguió recuperar el resuello, salió de ella y se miró el pene. Extrajo del bolsillo un
pañuelo de hilo que le había regalado la vieja, se limpió los restos de semen y heces, se
recompuso la ropa y le lanzó con fuerza un par de monedas sobre la espalda.
—Esto por las molestias —dijo yendo hacia la puerta—. Cuando quieras repetimos. No ha
estado mal del todo —y dicho eso, desapareció de allí.
Capítulo 3

S i quería ser justa con la realidad, y por más que la incomodara la idea, aquella
semana que había transcurrido desde su llegada no había sido tan desastrosa como
predecía en un principio. Si bien era cierto que su tía no se había mostrado cariñosa,
ni tan siquiera afable, también lo era que su trato había sido comedido, y en ocasiones, hasta
cordial.
Las reglas y horarios impuestos tampoco es que fueran tan estrictos como le había parecido
en un inicio. Sin duda eran más rigurosos que los que se contemplaban en Blenheim, su hogar,
pero no representaban un sacrificio tan grande como para que ella no pudiera seguirlos. Eso sin
mencionar que cada día disponía de algunos ratos que podía utilizar a su conveniencia. Esos
escasos momentos libres los aprovechaba para leer alguno de los libros de la extensa biblioteca
y, sobre todo, para pasear por los maravillosos jardines de la hacienda, siempre que la
climatología se lo permitiera.
Le gustaba perderse por las inmediaciones de la casa y, en ocasiones, acercarse hasta la linde
de la propiedad que daba paso a la arboleda. En una de esas escapadas, a través de la frondosidad
del bosque adyacente, creyó ver que se movía un cuerpo con rapidez. Pensó que debía de tratarse
de algún tipo de animal, aunque no sabía de ninguno que luciera aquel color ocre deslucido que
le pareció vislumbrar. Sin embargo, no tardó en olvidarlo: una bandada de pájaros la sobrevoló,
llamando su atención con sus gorgojeos. Sí, aquel lugar era muy hermoso. Era una lástima que
también fuera una reclusión para su intrépido y audaz espíritu.
Aquella tarde, al volver de uno de esos paseos, se encontró a su tía ordenando al personal un
sinfín de tareas. Se la veía excitada y más demandante que de costumbre.
—¿Ocurre algo, tía? —preguntó al acercarse a ella que, de pie en medio del enorme hall de
entrada, exigía a la señora Benning que cambiara las flores de uno de los jarrones.
—¡Ah, jovencita, ya has vuelto! —se dirigió a la joven al advertir su presencia—. ¿Qué tal
ha ido tu paseo?
Elisabeth la miró sorprendida al ver la sonrisa que le dedicó.
—Muy bien, tía Anne. Hoy me he acercado al comienzo del bosque. Es precioso e
impresionante.
—Sí, somos muy afortunadas de vivir aquí, ¿no te parece?
—Sin duda —mintió. Por bonito que fuera aquel lugar, ella se moría por volver a su hogar en
Londres o, en su defecto, a Blenheim Palace, la casa familiar—. Se la ve muy atareada, tía.
—Sí, por supuesto que lo estoy. Hoy es miércoles —dijo como si aquello lo explicara todo.
Elisabeth se dio cuenta entonces que esa era la noche en la que el capitán Presscott, ese
hombre que le había causado tan mala impresión, acudiría a cenar.
—Ya entiendo. Hoy viene su invitado.

—Así es. Y quiero que todo esté perfecto para cuando haga su aparición.
En ese momento, Molly, cargada con un enorme y precioso jarrón colmado de fragantes
rosas, apareció a sus espaldas.
—Milady, ¿dónde quiere que ponga esto? —Su voz discreta y la mirada esquiva.
—Allí, en aquella mesita, entre los candelabros de plata —le señaló la anciana con un
ademán nervioso. Luego, dirigiéndose a Elizabeth añadió—: Creo que ya está todo en orden; la
cena está en los fogones y tanto la entrada como el comedor y el salón están listos para nuestra
visita. Es hora de que vayamos a prepararnos nosotras también. Te recomiendo que elijas bien
qué vas a ponerte. La última vez que te vio el capitán no estabas demasiado favorecida, que
digamos. Demuéstrale la gran dama que eres —sugirió recogiéndose el bajo de la falda y
girándose de forma enérgica para dirigirse a la escalera—. No te retrases, jovencita. Si el capitán
es tan puntual como suele, llegará dentro de una hora. Espero que tengas tiempo suficiente para
estar preparada.
—Sin duda, tía. No se inquiete. Dentro de una hora, estaré lista para recibir al capitán. —
Aunque si pudiera elegir, de buen grado rechazaría tal encuentro.
***
Sally se había lucido, como era su costumbre. Elisabeth, moviendo la cabeza a un lado y a
otro delante del espejo, admiró el trabajo que su doncella había hecho con su cabellera rubia.
Sabía que era bonita, todos los caballeros se ocupaban de decírselo en cuanto hablaban con ella,
pero debía reconocer que, con la ayuda de Sally, su belleza resplandecía como el sol en una tarde
de primavera. El vestido elegido también la ayudaba a mostrar su mejor imagen. Si bien no se
había decantado por uno de sus trajes de fiesta porque le parecía excesivo para una cena
informal, el conjunto de cuerpo rosa pálido y falda granate de satén que había escogido le
confería una imagen deliciosa.
A la hora convenida se miró por última vez en el bruñido cristal para cerciorarse de que su
imagen era perfecta. Pulgas, desde su sillón, levantó la cabeza y lanzó un ladrido agudo como
muestra de conformidad. Se acercó a su mascota para besarlo en su pequeña cabecita antes de
cambiar su actitud cariñosa por otra solemne y bajar las escaleras con toda la elegancia que la
caracterizaba.
Una vez en la planta principal se dirigió al saloncito desde donde se filtraban las voces de su
tía y de un hombre que supuso sería el capitán. Tal como intuido, al abrir la puerta entornada se
encontró a Lady Anne sentada en el sofá de estampado arabesco, su preferido, y a un caballero
ataviado con el uniforme de capitán del ejército de Su Majestad dándole la espalda. El rojo de la
chaqueta remarcaba su altura, pero no podía ocultar la vulgaridad de su postura.
—Querida, ya estás aquí —La mujer desvió la mirada ferviente que le dedicaba al capitán
para fijarla en ella—. Pasa, no te quedes ahí. Quiero presentarte como es debido al capitán
Presscott —concluyó volviendo de nuevo sus ojos al hombre que, en ese momento se giraba para
mirarla a ella.
Elisabeth, todavía con la mano apoyada en el pomo de la puerta, tuvo que reprimir la repulsa
que le produjo aquel rostro afinado, de labios estrechos, nariz aguileña y ojos malvados.
Haciendo acopio de todas las enseñanzas de urbanidad que le habían inculcado tanto su
institutriz como su misma madre, impostó una sonrisa, que le costó horrores mantener, e hizo
una ligera inclinación de cabeza. El hombre, dio unos pasos en su dirección e imitó el gesto. La
joven no tuvo más remedio que ofrecerle su mano y permitir que el capitán posara sus labios
viscosos sobre el dorso. La sensación desagradable que le produjo el contacto estuvo a punto de
echar al traste la falsa fachada que había creado para el encuentro.
—Capitán, esta es Elisabeth, hija de mi sobrina Caroline, duquesa de Marlborough. Ha
venido a pasar una temporada en estas tierras para despejarse del agobiante ambiente de Londres.

A Elisabeth le entraron ganas de reír al escuchar semejante afirmación. El motivo que la


había llevado allí era precisamente lo opuesto.
En la última fiesta a la que asistió, un caballero muy elegante que todavía no tenía el gusto de
conocer, la engatusó para salir con él a los jardines de la impresionante casa de los Blackbridge,
lugar donde se celebraba el evento. Ella, frívola, inocente y curiosa, se dejó guiar hasta uno de
los rincones más oscuros de aquel edén. El hombre, un vizconde venido a menos, pero con un
porte excepcional, aprovechó la oportunidad para acercarse a ella más de lo que era decente.
Elisabeth, haciendo gala de la ingenuidad que le otorgaban sus dieciocho años, se sintió
conmovida por sus atenciones y permitió que el galán, después de sus manos, besara su cuello,
su boca… Fue en ese instante, cuando sus labios rozaban los de aquel canalla que buscaba la
oportunidad de emparentar con una de las familias más influyentes de Gran Bretaña gracias a su
habilidad para seducirla, que apareció Lord George Spencer, IV Duque de Marlborough.
Elisabeth debía admitir que fue una suerte que fuera su padre quien la localizara y no
cualquier otro invitado; el escándalo hubiera sido tan sonado que su nombre y el de su familia
hubieran quedado manchados para siempre. Sin embargo, gracias a las influencias de su apellido
y a una suma nada despreciable de libras, el Duque había conseguido que el petimetre desistiera
de sus aspiraciones, so pena de acabar con sus huesos en el calabozo si no accedía.
Aquel suceso había tenido varias repercusiones desagradables: la primera, el destierro que
estaba sufriendo; la segunda, la reprimenda que le dio su padre y en la que le dejó muy claro lo
decepcionado que se sentía por sus acciones. La tercera, la que más había agradecido, la
recomendación de su madre sobre que desconfiara de los lobos con piel de cordero. Según
palabras de Lady Caroline, los hombres no siempre eran seres de los que una mujer se pudiera
fiar. Hizo hincapié en que recelara en especial de aquellos lisonjeros que se mostraban serviles,
porque con toda seguridad estarían buscando algún tipo de beneficio, ya fuera físico o
económico. En el caso del vizconde, sin duda, habían mediado ambos aspectos. Después de
aquella conversación con su madre, se prometió mantener los ojos bien abiertos y estar atenta a
las segundas intenciones que pudieran albergar aquellos que se acercaran a ella o a los suyos.
Con el capitán, tenía el pálpito de que iba tras la fortuna de su tía y le costaba deshacerse de esa
sensación.
—Querida —interrumpió sus recuerdos la anciana—, antes de que llegaras, le decía al
capitán que un día de estos deberíamos salir a montar para que conozcas los terrenos más
alejados de la mansión.
Elisabeth disimuló a tiempo su perplejidad. Era imposible imaginar el cuerpo de tía Anne
subido a un caballo, y aún menos que el jamelgo pudiera moverse con ella encima.

—No hace falta que lo moleste, tía —dijo ocultando lo mejor que pudo la inexplicable
aversión que sentía por ese hombre—. Podemos dar el paseo a caballo las dos solas en cualquier
momento que le apetezca, tía. Estoy segura de que el capitán debe tener muchas obligaciones que
atender como para dedicarnos tanto tiempo a nosotras.
Al escuchar aquello, el hombre sonrió ladino. Se le ocurrían algunas ideas sobre cómo perder
el tiempo con esa cachorrilla de sangre azul.
—No sería molestia y sí un placer, Milady. Pasear junto a unas bellas damas siempre lo es.
Elisabeth advirtió como los párpados de su tía se entrecerraban y un gesto bobalicón florecía
en sus labios. Sin embargo, en cuanto Presscott volvió su atención a ella, todo aquel despliegue
de admiración se diluyó como azucarillo en el té. Lady Anne sabía cómo disimular sus anhelos.

Durante la espera previa a la cena, la joven aprovechó que sus acompañantes comentaban
banalidades entre sí para observarlos con disimulo. Le llamó la atención el vestido elegido por su
tía, uno de color crema con adornos azul marino, a todas luces inadecuado para la edad y clase
social que ostentaba. Las caídas de ojos y las risitas casi adolescentes que se le escapaban por
cualquier comentario de aquel caballero, por supuesto, también estaban fuera de lugar. También
estudió la conducta del capitán, quien claramente estaba desempeñando un papel. Una mascarada
ruin y rastrera representada íntegramente para complacer a la anciana. A Elisabeth no le costó
adivinar que se sabía admirado por ella, circunstancia que él aprovechaba sin miramientos, si se
atenía a algunos detalles destacables: Sin ir más lejos, el anillo de oro con un gran zafiro en el
centro que llevaba en el anular izquierdo era una joya demasiado cara para un soldado, a menos
que proviniera de buena familia. Y él distaba de tener el aspecto de pertenecer a alguna. El
broche que prendía de su pañuelo, en exceso vulgar según su parecer, estaba fuera del alcance de
la economía de cualquier capitán, así que era difícil que él se lo pudiera costear. Y no eran los
únicos objetos que parecían fuera de lugar en su persona, había muchos más. A cada pieza de
valor que detectaba, a Elisabeth le iba quedando más claro que aquel sujeto se estaba
aprovechando del apego, por no llamarlo enamoramiento, que sentía su tía hacia él.
—Lady Elisabeth —llamó su atención el capitán—, está usted muy callada —afirmó,
dejando en evidencia su falta de tacto al señalar tal hecho.
—No tengo nada interesante que aportar a su conversación, así que me he limitado a
escucharlos con atención.
—¡Qué considerada! —exclamó su tía procurando ocultar su irritación porque Presscott
hubiera distraído su interés por ella a causa de la joven.
En cuestión de segundos, el ambiente en la sala se había tensado de forma notable. Por
fortuna, la llegada del señor Monroe, el mayordomo lo distendió.
—Señoría, la cena está servida.
***
La cena trascurrió sin más interés que la charla continua y agobiante de Lady Anne, a duras
penas dirigida a su sobrina, centrada como estaba en el capitán Presscott. Él fingía atención a
todo cuanto decía la anciana, sin embargo, Elisabeth lo había descubierto en más de una ocasión
con un ademán asqueado cuando creía que ninguna de las dos lo miraba. Así mismo, había
percibido la lujuria en sus ojos cuando los dirigía a ella, provocándole un rechazo instantáneo.
A lo largo de la velada se planteó una y otra vez la posibilidad de que su tía fuera tan ciega
como para no ver que aquel tipo solo buscaba en ella su dinero y sus contactos. Por ese motivo
barajó la idea de ser la encargada de abrirle los ojos. La rechazó con rapidez; no podía arriesgar
la precaria relación que la unía a su tía abuela remarcándole su ingenuidad. Al fin y al cabo, no
era asunto suyo. No obstante, sentía una curiosidad insana por averiguar si sus sospechas eran
acertadas o no.
—Ese anillo que luce en el anular es de una gran belleza, capitán. Debe haberle costado una
fortuna —lisonjeó dejando de lado las rígidas reglas sociales que impedían a las damas tratar
sobre temas financieros.
Su tía le lanzó una mirada reprobatoria, aunque con tintes avergonzados, que dejó a las claras
que la intuición que tenía era acertada.
—Sí —aceptó el hombre muy ufano admirando la pieza—, es muy hermoso. En cuanto a su
precio, debo reconocer que lo desconozco por tratarse de un regalo.
Lady Anne enrojeció hasta la raíz del pelo cuando Presscott dedicó una inclinación de cabeza
en su dirección, dejando con ello al descubierto que había sido ella la persona que se lo había
dado. Elisabeth enarcó una ceja a la vez que disimulaba una sonrisa irónica.
—Debe de tener grandes amigos.
—Sin duda. Los mejores —y repitió el gesto que hiciera un segundo antes mirando con
fingido agrado a Lady Anne.
En ese instante, el reloj que presidía la chimenea marcó las once de la noche. Como si esa
fuera la señal para abandonar el lugar, el capitán se puso en pie de forma acelerada.
—Señoras, debo marchar ya —anunció atusándose la levita roja del uniforme—. Por más que
la compañía no podría ser más grata, estoy obligado a llegar al cuartel antes de medianoche.
—¿Ya? —la voz de la anciana sonó decepcionada e infantil—. Sería muy agradable que
consiguiera un pase la próxima vez.
—Eso va a ser harto difícil, Milady, ya se lo he comentado en alguna ocasión. Las normas
del regimiento son muy severas y no permiten pasar la noche fuera –mintió como un bellaco.
Para él era ya casi una costumbre hacerlo.
Mientras Lady Anne mostraba un semblante acongojado ante la marcha del capitán,
Elisabeth no podía estar más contenta. Estaba deseando dejar de ver a ese hombre, de respirar el
mismo aire que él, de escuchar su monótona y siniestra voz… No obstante, todavía le quedaba
un trago amargo que pasar puesto que estaba obligada a despedirse de él, y eso significaba que
sus nauseabundos labios volverían a estar en contacto con la piel de su mano.

Lady Russell tiró de una banda de terciopelo granate rematada con una borla dorada y al
segundo el señor Monroe apareció por la puerta.
—¿Milady? —preguntó haciendo una reverencia.
—Haga que preparen el caballo del capitán.
—En seguida, su señoría.
Minutos más tarde, su tía y ella se quedaban solas en la sala; una con un gran alivio, la otra
con pesar.
—Ha sido muy mal educado por tu parte preguntarle al capitán por su anillo, Elisabeth —la
reprendió con severidad mientras dedicaba su atención a alisarse la tela de la falda, sin mirarla
siquiera.
—Discúlpeme tía. Me pareció una joya muy llamativa y no pude reprimirme.
—Con razón dice tu padre que eres muy impulsiva —la reacción airada de su tía estaba fuera
de lugar, cosa que terminó de disipar cualquier duda que Elisabeth pudiera albergar sobre la
procedencia del regalo.
—Él no ha parecido molestarse.
—Porque es un caballero.
A Elisabeth casi le da un ataque de risa al escuchar aquel apelativo referido a Prescott, pero
dado el temperamento que mostraba su tía en ese momento, le pareció más prudente evitarlo. De
todas formas, a ella no es que le importara demasiado las excentricidades de aquella mujer. Le
molestaba, eso sí, que aquel individuo de dudosa reputación se aprovechara de ella, una miembro
destacable de su ilustre familia. Fue por eso por lo que no pudo reprimir su siguiente comentario.
—No me lo ha parecido tanto cuando no se ha molestado en ocultar que el regalo provenía de
usted.
—¡Elisabeth! —a Anne casi le da un soponcio al verse descubierta.
—Tía —la retó con la mirada. No obstante, pronto se arrepintió y cambió el tono de la voz—.
Se nos ha hecho un poco tarde. Creo que ambas estamos cansadas y necesitamos reposar. Buenas
noches. —Y dicho eso, hizo una venia y se giró dispuesta a abandonar el salón.
—Tu desfachatez no tiene límites, jovencita. Esto no va a quedar así —amenazó la mujer a
su espalda.
—Como usted mande, tía —dijo ella hablando por encima de su hombro—. Buenas noches
—repitió antes de abandonar la sala.
Capítulo 4

M uy a su pesar, en los tres días siguientes, durante los cuales la lluvia no cesó
ni un instante, Elisabeth comenzó una batalla interna. De un lado contemplaba
la conveniencia de callar aquello que pensaba y por otro se sentía en la
obligación de poner sobre aviso a su tía acerca de los motivos ocultos que sospechaba movían al
capitán para con ella. El aburrimiento tuvo mucho que ver con ello, cabe decir. Ante la
imposibilidad de salir a pasear durante los ratos libres que le dejaban sus obligaciones, ocupó su
tiempo en hallar la manera idónea de hablar con la anciana sobre el tema sin que ésta se sintiera
ofendida. Hacerlo era un riesgo que, sin duda, podría poner a su tía en su contra y a saber cómo
se lo haría pagar.
La segunda mañana, mientras Sally la ayudaba a acicalarse, entró Molly a arreglar la
estancia, tal y como solía hacer a diario. Elisabeth lo meditó durante un instante, pero la parte
curiosa y atrevida de su carácter le ganó la partida a la prudencia. Al fin y al cabo, esa chica le
caía bien y estaba segura de que sería discreta.
—Molly —la llamó dándose la vuelta en la banqueta donde estaba sentada frente al espejo—,
¿cuánto tiempo llevas aquí?
—En diciembre hará tres años, Milady.
—¿Tres años? —abrió los ojos presa de la sorpresa—. ¡Pero si eres una niña!
—Tengo diecisiete años, señorita, edad suficiente para trabajar.
—Pero entonces… tenías catorce.
—Por aquel entonces yo ya estaba preparada para emplearme a las órdenes de un amo,
señorita. Fui muy afortunada de que Su Señoría me aceptara y poder entrar al servicio de Stuart
Castle. Sobre todo teniendo en cuenta que soy escocesa y no hay muchos ingleses que nos
quieran contratar.
—Y eso… ¿a qué se debe?
La muchacha se removió inquieta. Su madre, antes de dejarla marchar, le había advertido que
era mejor no hablar de la rivalidad existente entre las dos naciones, ni de nada que pudiera hacer
suponer que albergaba algún resentimiento hacia los que habían aniquilado su forma de vida. Por
otro lado, no podía dejar la pregunta sin respuesta y lo sabía.
—Después de la batalla que se libró en Culloden, nuestra gente no goza de grandes simpatías
entre los ingleses, señorita —contestó con un hilo de voz, temerosa de que aquella revelación
pusiera a la dama en su contra.
—Nunca entenderé el interés desmedido de los hombres por poseer las tierras ajenas —se
volvió de nuevo hacia el espejo y dejó que Sally, más seria que de costumbre, siguiera
atusándole el cabello.
Las dos doncellas, ignorantes de lo que pensaba la otra, llegaron a la misma conclusión:
Aquel comentario solo podía provenir de una mujer que lo tenía todo desde la cuna, con una vida
despreocupada y desconocedora de la dureza de la realidad de la gente sencilla.
—Prefiero hablar de temas más importantes que de los juegos que organizan los hombres
para divertirse.
Las muchachas no pudieron reprimir su estupor ante la mención tan frívola de lo que
representaba una guerra, coste de vidas humanas incluido y se miraron furtivamente con
complicidad.
—¿Y de qué desea hablar, Milady?
—Me preguntaba si tú sabrías desde cuándo visita el capitán a mi tía y si tienes información
de cómo se conocieron.
—Que yo tenga conocimiento, señorita, Milady y el capitán coincidieron en una reunión en
la mansión de Lord Bruce —si Elisabeth hubiera estado atenta, habría descubierto el rechazo de
Molly al nombrar al caballero— de eso hace ya algo más de un año. Desde entonces son
prácticamente inseparables. El señor Presscott suele venir todas las semanas a cenar y nunca falta
si Milady ofrece alguna recepción.

—Vaya —eso se ponía interesante: no sólo averiguaba que el capitán llevaba bastante tiempo
engatusando a su pariente, sino que acababa de averiguar que existía algo parecido a la vida
social en aquellas tierras perdidas de la mano de Dios—. ¿En casa de Lord Bruce?
—Sí, señorita —dijo Molly sin entender el repentino interés que mostraba Elisabeth.
—Creo que vas a tener que explicarme muchas cosas sobre la vida que hay por aquí. ¡Ay,
Sally! Ten más cuidado, me acabas de clavar una horquilla.
—Lo lamento, Milady —se excusó la joven sin sentirlo en realidad.
—No la entiendo —habló a la vez la doncella de su tía—. ¿Qué quiere decir con «la vida que
hay aquí»?

Elisabeth esbozó una sonrisa de condescendencia antes de contestar.


—Sí, mujer. Quiero saber todo sobre las fiestas, reuniones, picnics o cualquier otro evento
que se lleve a cabo entre las familias… —se detuvo un instante para rebuscar las palabras
precisas sin resultar demasiado frívola— podríamos decir… adineradas de la comarca.
Con aquella noticia, y a partir de ese instante, el asunto del capitán y Lady Anne pasó a un
discreto segundo plano para Elisabeth.
***
Una luz grisácea incidió en los ojos de la joven. Junto a la ventana, Sally, todavía con las
cortinas en la mano se giró hacia ella con una sonrisa acogedora; después de tres días de lluvia
intensa, que el domingo apareciera gris y frío, pero sin agua, le parecía una bendición.

—Buenos días, señorita —saludó acercándose al lecho de Elisabeth—. Su tía me ha


ordenado que la despierte. Me ha pedido que le recuerde que hoy irán al pueblo para acudir a la
iglesia.
La joven se desperezó con parsimonia, con los ojos cerrados y cara satisfecha. Había
dormido perfectamente bien y estaba descansada. En lo que dura un suspiro se preguntó por qué
motivo no habían asistido a misa la semana anterior. Sin embargo, su exaltación por encontrarse
con personas ajenas a la casa fue mayor que su curiosidad. Con un movimiento enérgico, retiró
las mantas de su cuerpo y se sentó al borde de la cama, con los pies colgando. Volvió a estirar los
brazos, abriéndolos hacia el techo, antes de deslizarse hasta el suelo, donde la esperaban sus
bonitas zapatillas de brocado de seda celeste y oro.
—Buenos días, Sally —contestó al fin, poniéndose en pie—. Creo que hoy me pondré el
vestido verde.
—Su señoría ha insistido en que le diga que elija una indumentaria discreta y recatada —dijo
la doncella sabiendo lo alejada que estaba la vestimenta elegida por Elisabeth de lo que pretendía
su tía que llevara.
—¡Vaya, que contrariedad! Con la ilusión que me hacía presentarme ante los feligreses con
mi mejor aspecto.
—Si me permite la sugerencia —tanteó Sally a la vez que se situaba tras Elisabeth, ya
sentada frente al tocador—, el de color burdeos resalta sus facciones, es distinguido y será del
agrado de su tía.
Miró a su criada a través del espejo con una mueca de fastidio arremolinada en los labios
antes de encoger los hombros y exhalar un suspiro.
—Supongo que tienes razón. Será mejor no contrariar a tía Anne.
Con el corsé tan apretado que casi le dificultaba la respiración, el vestido sugerido por Sally
y un intrincado moño que le dejaba el cuello despejado, bajó al comedor familiar acompañada
del sonoro frufrú producido por la falda al moverse. Lady Russell ya estaba allí, acercándose a
los labios una taza de porcelana y con las migas de lo que había sido una tostada, diseminadas
por su plato.
—Debemos darnos prisa —fue su saludo—. Te ruego que no te entretengas mucho. Me
molesta sobremanera llegar tarde al oficio.

—No se preocupe, tía, no lo haré —aseguró sentándose a la mesa.


Efectivamente, solo quince minutos más tarde estaban en la puerta de la mansión, con las
capas puestas y enfundándose los guantes de piel, a la espera de que el carruaje las recogiera para
cubrir las escasas dos millas y media que las separaban de su destino.
El coche de caballos marchaba a buen ritmo. Eso no impedía que Elisabeth apreciara con
entusiasmo el paisaje que atravesaban: un camino de tierra compactada bordeado de vegetación
que desprendía un aroma a barro, bosque y humedad y que lejos de desagradarle, le provocaba
una sonrisa de deleite.
De repente, como si se tratara de un rayo, distinguió a lo lejos un borrón ocre deslucido que
ya había visto en otras ocasiones. La diferencia esa vez fue que la imagen de un hombre, con
barba y el pelo enmarañado, daba forma a la estela.
—¿Ha visto eso, tía?
—¿Qué tengo que ver?
—Me ha parecido distinguir la figura de un hombre, quizá un mendigo, allí, entre los árboles.
—Eso son figuraciones tuyas, muchacha; no hay vagabundos por estas tierras —respondió la
mujer como si aquello fuera una tontería—. Además, deja de asomarte a la ventanilla. No es de
buen gusto que una dama muestre un interés desmedido por nada, deberías saberlo.
Con un chasquido de la lengua, que provocó una nueva mirada de censura de su tía, se
acomodó en el asiento. Ella sabía a ciencia cierta lo que había visto en el bosque, por más que su
tía dijera lo contrario. No obstante, se cuidó mucho de no volver a contradecir a la mujer sentada
a su lado; por nada del mundo quería enfadarla.
Aburrida, obligada a no mirar al exterior y sin que Lady Anne iniciara ninguna conversación
que la distrajera, volvió a pensar en la duda que había cruzado su cabeza esa mañana.

—¿Puedo preguntarle algo, tía?


—Adelante.
—¿Por qué no asistimos a misa la semana pasada?
La mujer se irguió de forma involuntaria mientras un carraspeo se hacía dueño de su
garganta. Volteó la cabeza hacia la joven y parpadeó con insistencia. Se notaba a las claras que
andaba buscando qué contestar, algo que sorprendió mucho a Elisabeth.
—Tuve noticia de que alguien con quien deseaba encontrarme no iba a acudir, así que no
merecía la pena hacer el trayecto cuando podíamos rezar en nuestra capilla sin necesidad de
desplazarnos. De hecho, no acudo todos los domingos… solo cuando las circunstancias… lo
requieren.
En la mente de la muchacha se formó la imagen del capitán Prescott y no supo si echarse a
reír. En realidad, aquella idea le despertaba más asco que hilaridad.
—¿Alguien que yo conozca? —preñó la pregunta de segundas intenciones.
—No, no lo creo —mintió la anciana; su postura y la debilidad de su voz así lo reflejaban.
—Entonces, ¿me lo presentará esta mañana después del oficio?
—Por supuesto. Te presentaré a todas aquellas personas notables que debas conocer, no te
quepa duda.
En ese instante, con una casi imperceptible oscilación, el coche se detuvo. Al cabo de no más
de diez segundos, la puerta del carruaje se abría y aparecía el cuerpo robusto del cochero
desplegando los escalones para que pudieran bajar.
La joven observó con agrado que la iglesia estaba muy concurrida. Las personas de clase
alta, acomodadas en las primeras filas, al verla aparecer, estudiaron a Elisabeth con una mezcla
de curiosidad y admiración. Ella, atenta a la reacción de aquella gente, se sintió como una reina
mientras caminaba despacio por el pasillo central hasta llegar al puesto preferente reservado para
su familia. En la parte posterior del recinto, se apiñaban las clases inferiores: trabajadores de la
tierra, tenderos o criados. Ellos, desde sus lugares menos privilegiados, también se sentían
fascinados por su belleza y su porte, sin dejar de preguntarse en ningún momento quién era esa
joven dama a la que nunca habían visto.
La homilía fue tal como solían parecerle a Elisabeth todos los sermones de todos los
párrocos: un auténtico aburrimiento. El hastío le proporcionó la ocasión de examinar con
disimulo todo lo que había a su alrededor. Por supuesto no era de buen gusto que alguien de su
estatus girara la cabeza para mirar hacia atrás en la iglesia, así que se limitó a echar una ojeada a
aquellos que se sentaban en los bancos contiguos al suyo. Solo cuando el pastor dio por
finalizada la ceremonia, se permitió el lujo de mirar de forma disimulada a los que se
encontraban a su espalda. Fue fácil localizar al capitán, a pesar de estar rodeado de otros oficiales
que, como él, lucían orgullosos las chaquetas de brillante carmesí. Su tía no fue tan sutil al darse
la vuelta. El rostro de la mujer, serio hasta ese instante, se iluminó como por arte de magia.
Al salir del templo, las esperaba un enjambre de personas que no disimulaban sus ganas de
conocer a la recién llegada. Anne le fue presentando a unos y otros, siempre sin perder de vista al
capitán, que aguantaba con cara de circunstancias la charla de algunas mujeres y hombres de
menor condición que su protectora.
En cuanto Lady Russell se aseguró de que su sobrina saludaba a aquellos que merecía la pena
conocer, se alejó dejándola con ellos, tratando de que su marcha pasara desapercibida. Con sus
preguntas y chismes seguro que la mantenían entretenida mientras ella charlaba con su capitán.
Al cabo de pocos minutos, Elisabeth la vio volver malhumorada, aunque aquellos que
estaban con ella no lo notaron.
—Lady Russell —una mujer algo más joven que Anne, salió a su encuentro—. Tiene usted
una sobrina maravillosa. Es ingeniosa y de una gran belleza; no se puede esperar nada mejor de
una joven de su posición —la anciana inclinó la cabeza como toda respuesta—. He decidido que,
si usted está conforme, organizaré una cena en su honor.
Dudó. No es que le entusiasmara la compañía de esa mujer, por más que fuera la persona que
le había presentado al capitán. Anne no podía evitar recordar que su hijo se había posicionado
junto al bando escocés durante la batalla de Culloden, renegando de sus seres queridos, de su
apellido y, según se rumoreaba, hasta de su propia vida. La familia Bruce, escoceses de pura
cepa, pero partidarios al rey Jorge, lo repudiaron al conocer su decisión de unirse a las tropas
jacobitas. Con todo, todavía existía por parte de los ingleses un cierto recelo hacia ellos que los
Bruce se esmeraban en combatir a base de muestras de una lealtad desmedidas. Por otro lado,
acudir a una cena en su hogar representaba una nueva oportunidad de compartir una velada con
John Prescott, y cualquier ocasión era buena para hacerlo.
—Me parece una gran idea. Estoy convencida de que mi sobrina aplaudirá su propuesta. Ya
sabe cómo son estos jóvenes de la gran ciudad, cualquier ocasión de divertirse es bien recibida.
—Perfecto —Lady Bruce estuvo a punto de gritar de alegría—. ¿Le parece bien que lo
prepare todo para dentro de dos semanas?
—Si tiene tiempo de organizarlo, estoy de acuerdo.
CAPÍTULO 5

N eil Bruce observaba la escena desde su escondrijo. Una mezcla de añoranza y


enojo velaban sus ojos cuando los posaba en la figura de su madre. Si bien tenía
claro que no era suya la culpa de su situación, sino de su padre, no podía remediar
sentirse defraudado por la falta de valentía que había demostrado. En su momento, cuando él
más la necesitaba, Meg Bruce no se opuso a su marido; permaneció fiel al hombre con el que se
había casado dejando a su hijo a su suerte. Desde el día que decidió unirse a las tropas jacobitas
no había tenido contacto con ella. Ni tan siquiera se había preocupado por averiguar si su hijo, su
único hijo varón, seguía con vida o no. Era consciente de que no podía echárselo en cara; una
mujer poco podía hacer en contra de los deseos de su marido. Y Lord Bruce, su padre, había
demostrado que sus intereses estaban puestos en su patrimonio y en la colaboración establecida
con aquellos jodidos ingleses que se habían hecho los dueños y señores de su amada tierra, sin
tener en cuenta que habían aniquilado sin miramiento su forma de vida, su cultura… y casi la
totalidad de sus gentes.
Viendo la escena que se desarrollaba frente a él, tan ajena a su actual vida, le asaltó el
recuerdo de todo lo padecido durante los últimos cinco años. Durante ese tiempo había estado
malviviendo gracias a la caridad de unos pocos, a las alimañas que conseguía atrapar y a su
capacidad para mantenerse oculto.
Evocó como, justo al terminar la batalla, consiguió camuflarse entre los muertos para que le
dieran por uno de ellos. Para eso se sirvió de la herida en el costado que le había asestado un
sucio inglés. Por suerte la sangre que manaba de ella resultó convincente para esa escoria de
invasores. Su sangre y la que brotaba del cuerpo de su amigo Ben. Él sí que había muerto casi al
instante y, a pesar del dolor que le produjo perder a su mejor amigo, hizo de tripas corazón y
utilizó su cuerpo como cobijo; su supervivencia estaba en juego. Gracias a esa artimaña, el inglés
que pasó por su lado, ese mismo inglés que ahora alternaba con sus padres como si tal cosa, no
notó el movimiento de su pecho al respirar, ni se percató de las gotas de sudor que recorrían su
frente…
Recordó como tuvo que esperar a la noche y armarse de todo su valor para reptar desde
debajo del peso de Ben y comenzar a deslizarse con sigilo por entre los cientos de cadáveres que
poblaban el campo de batalla. No fue fácil y en muchas ocasiones creyó que no lo lograría. Pero
lo consiguió. Todavía se hacía cruces pensando en ello, pero lo consiguió.
Una vez a salvo, se refugió en una gruta del bosque cercano, un bosque plagado de sucios
ingleses que no dejaban piedra sin remover en su afán de encontrar a los que ellos llamaban
traidores. Fue un milagro que las ramas y la hojarasca que había acumulado en la entrada
resultaran efectivas; en sus condiciones, herido, agotado, hambriento, humillado, fue toda una
proeza lograr darles esquinazo. Los primeros días, los más conflictivos y peligrosos, se mantuvo
en un duermevela continuo. Cuando el dolor de su herida arreciaba, su consciencia regresaba.
Entonces aprovechaba esos momentos de lucidez para alimentarse de algunas de las raíces que
crecían dentro de su guarida y para beber agua con sabor a tierra que se filtraba desde el exterior.

Con el paso de los días y más lentamente de lo que hubiera deseado, los sonidos de los
soldados en busca de supervivientes se fueron diseminando. Para entonces, él había perdido ya la
cuenta de las horas, días, semanas e, incluso meses (pues tal era lo que le parecía haber
permanecido en aquella tumba autoimpuesta). La herida de su costado hacía mucho que no
sangraba, pero se había convertido en una masa oscura, maloliente y horrible.
Una mañana, su paciencia llegó al límite. No podía continuar en aquel agujero, enterrado en
vida y sin hacer nada. Si tenía que enfrentarse a la muerte, lo haría, pero no escondido como un
ratón asustado. De un manotazo desplazó la vegetación que le habían servido de camuflaje,
preparado para recibir un balazo en el pecho si era preciso. Lo que encontró al otro lado no fue
un mosquete apuntando en su dirección, ni un grupo de casacas rojas esperando para arrestarlo;
lo que vio fue un cielo despejado y luminoso que le arañó las retinas, el bosque acogedor dándole
la bienvenida y un conejo mirándolo asustado.
—Vas a tener suerte, conejito, hoy no te voy a cazar —la voz áspera y casi irreconocible
salía de sus labios por primera vez desde que estalló la batalla—. Pero si sigues por aquí dentro
de unos días…

Enfrentándose al dolor que todavía persistía en su costado, al embotamiento producido por


haber permanecido tanto tiempo en una posición tremendamente incómoda y con la sensación de
que tras cualquier árbol se encontraba el enemigo, dio su primer paso. A ese le siguieron muchos
más. Y después, todavía más, hasta que su camino tropezó por casualidad con una cabaña en
medio de la nada de cuya chimenea emergían virutas de humo negro. No se lo pensó. Si eran
ingleses, todo su esfuerzo habría sido en vano. En cambio, si eran escoceses… La esperanza de
que se apiadaran de él fue el revulsivo que le hacía falta para acabar de andar el trecho que lo
separaba de la pequeña y destartalada puerta de la vivienda.
Dejando de lado los recuerdos, volvió a fijarse en la escena que tenía lugar delante de sus
ojos y la comparó con una farsa, un folletín teatral. Todos los actores se movían dándose
importancia, creyéndose los amos del mundo. En especial aquella oronda mujer mayor que, con
sus aires de grandeza, miraba a todos los que la rodeaban con una pose de suficiencia a todos…
menos al indeseable de Prescott. Para ese ser despreciable, la mirada de la dama era de
admiración, aceptación… podría asegurar que hasta de amor. Si ella supiera…
A Neil le dolía en el alma contemplar a su madre rindiendo pleitesía a esa anciana patética,
dedicándole sus mejores sonrisas, bajando la cabeza cuando se dirigía a ella. Era una tortura
descubrir hasta qué punto había perdido su dignidad. Y todo por culpa de su padre. Nunca le
perdonaría su traición. Porque sí, había algo que compartía con su padre: la seguridad de que el
otro lo había traicionado.

Era un buen reparto: el párroco fingiendo una beatitud que desmentía cuando bebía y pasaba
la borrachera maltratando a su pobre esposa; el alcalde del pueblo con sus aires de caballero,
cuando mantenía en su casa a un par de mozalbetes para su atención personal; el viejo médico,
que se las daba de erudito y en realidad no era más que un matasanos… Y luego estaba esa
damisela recién llegada de la ciudad. Se le notaba a simple vista que era una muchacha
acostumbrada a todos los lujos que el dinero pudiera comprar. Una señorita que se creía superior
al resto por el hecho de venir de Londres. Alguien que tenía por costumbre salirse siempre con la
suya… De buena gana la arrastraría a la vida que él llevaba, aunque solo fuera durante una
temporada, para que supiera qué era la realidad. La única dosis de humildad que había observado
en ella fue el mismo día de su llegada, con aquellos andares renqueantes por culpa del peso de la
falda mojada mientras mantenía aferrada a sus brazos esa rata que ella llamaba perro… De todas
formas, y aun a pesar de las condiciones lamentables que presentaba en aquellas circunstancias,
con la lluvia cayendo a plomo sobre ella, Neil tenía que reconocer que, a pesar de su lamentable
estado, en ningún momento había perdido su porte distinguido, con la barbilla alzada y la espalda
recta. Aquel desapacible día, en el que no esperaba encontrarse a nadie en el camino, lo
sorprendió toparse con una muchacha ricamente vestida (aunque su ropa estuviera echada a
perder por culpa de la tormenta) andando con dificultad y a la vez, con decisión. En aquella
ocasión no tuvo la oportunidad de verle el rostro, sin embargo, por lo poco que pudo distinguir,
le pareció bastante bonita. Ahora que tenía mejor perspectiva, a pesar de los más de cien metros
que los separaran y de la espesura de la vegetación, podía constatar que así era.
No era la primera vez que la veía con claridad. Sin contar aquella primera vez, la había
vislumbrado a través de las hojas de los árboles en varias ocasiones y en todas ellas se había
mantenido fiel a su primera impresión: era preciosa, altiva, frívola y malcriada.
Se le partió el corazón al ver cómo su hermana pequeña, Leslie, se acercaba a aquella joven
en un intento por arrancarle unas migajas de su atención.
«Debería saber que ella es tan hermosa o más que esa recién llegada y, sin duda, más
inteligente y menos caprichosa».
Recapacitó durante unos segundos lo que acababa de pensar y cayó en la cuenta de que lo
que le ocurría a la benjamina de la familia: simple y llanamente, necesitaba entablar amistad con
alguien de una edad semejante a la suya. Y debía reconocer que no era que abundasen mujeres de
esas características precisamente en aquel lugar. De todas formas, una cosa era que lo entendiera
y otra que le gustara su comportamiento sumiso y reverente. Si su instinto no lo engañaba, esa
muchacha podía representar una muy mala influencia para su hermana. Y sus corazonadas
raramente erraban.

Desvió la vista hasta su madre y alcanzó a escucharla invitando al reverendo a una cena en la
casa familiar a la que asistirían Lady Anne y su sobrina dos sábados más tarde. Se le revolvieron
las tripas. Si bien le constaba que no era la primera vez que aquello ocurría, saber que las
estancias en las que había crecido se llenarían de ingleses lo asqueó.
Uno a uno, los feligreses fueron despejando el espacio que quedaba frente a la iglesia. Los
que habían acudido en calesas se subían con toda su altivez a ellas. Los que lo habían hecho a
caballo, espoleaban a su animal hasta hacerlo levantar el barro del camino. Los humildes, los que
habían aparecido andando por los senderos que daban a sus granjas, retomaban la vuelta de la
misma manera ante la atenta mirada de Neil.
Permaneció en su escondite hasta que no quedó rastro de ninguno de los presentes. Solo
entonces reptó hacia atrás durante un trecho, hasta alcanzar la reconfortante frondosidad del
bosque. Allí, recuperó la verticalidad, dispuesto a regresar a su guarida.
CAPÍTULO 6

E l último cuarto de hora que había pasado en aquel pueblo era difícil de describir
sin avergonzarse. Tras la grata noticia de que se celebraría una cena de gala dos
semanas más tarde, su tía, sin mucha discreción, se había vuelto a separar del grupo
de señoras para acercarse hasta el capitán. Allí, de forma bochornosa, se había comportado como
una debutante delante del candidato más apetecible. Sus sonoras risas, acompañadas de gestos y
toqueteos inapropiados había despertado la curiosidad de todo el mundo, incluso de aquellos que
habían ocupado las últimas filas. Ella había intentado desviar la atención de las damas que tenía a
su alrededor utilizando su vida en Londres como excusa, narrándoles bailes y otros tipos de
distracciones propias de la gran urbe. Aquella artimaña había causado su efecto, por suerte,
aunque no sabía hasta qué punto.
Fueron las primeras en subirse a su transporte y lo hicieron con toda la ceremoniosidad que
se esperaba de ellas. Se despidieron de los presentes con una inclinación apenas visible de cabeza
antes de que el cochero arreara a los caballos.
Elisabeth se propuso no tocar el tema de la actitud de su tía para con el capitán. La vez que
intentó abordarlo, la dama había saltado de forma violenta a la defensiva y prefería no volver a
provocar ese tipo de reacción en la mujer que le daba cobijo. Así que la mitad del camino hasta
la mansión, lo dedicó a interesarse por los detalles de aquella cena que la sacarían de la
monotonía de su vida en las Highlands. Lo quería saber todo acerca de los anfitriones y de los
posibles invitados. Fue entonces cuando Lady Anne hizo un comentario que echó por tierra su
determinación.
—Los Bruce son una familia bien posicionada en estas tierras —comenzó a la vez que
estiraba el borde de uno de sus guantes para colocárselo mejor—. Han conservado sus
pertenencias, sin tener en cuenta que son escoceses, porque fueron leales a la legítima corona. En
cuanto a los invitados, estoy inclinada a pensar que asistirán algunos mandos del ejército que se
ocupa de mantener el orden y persigue a los pocos traidores que quedan. Con un poco de suerte,
encontraré alguno que sea del agrado de tu padre con el que puedas desposarte. Muchos ya
tienen esposa, pero todavía queda algún soltero nada desdeñable.
La sangre de Elisabeth entró en ebullición. Bastante la enfadaba ya que su progenitor tuviera
ese pensamiento en mente estando en Londres, donde había muchos más hombres entre los que
elegir, como para que su tía se propusiera una tarea semejante. Sería ella y solo ella la que
escogiera con quién contraer matrimonio. No en vano, era ella la que tendría que pasar el resto de
su vida con el elegido. Si se equivocaba, quería ser la responsable de su propio error y no pasarse
la vida lamentándose de vivir con un marido impuesto. Esperaba que, por lo menos, los primeros
tiempos como mujer casada fueran lo más felices posible. Si después las cosas se torcían… Ya le
habían hablado sobre lo que sucedía tras años de matrimonio: infidelidades, aburrimiento,
discusiones… Incluso si el amor había sido el impulsor de esa unión. Pero si ni siquiera existía
tal afecto en la primera etapa, la vida marital podía llegar a ser muy desagradable.
—¿Cómo el capitán Prescott, por ejemplo? —Replicó en un arranque de rabia.

Lady Anne se giró en el asiento hacia ella como impelida por un resorte. En sus ojos
habitaban una cólera y una furia muy poco elegantes.
—¡John no necesita ninguna esposa!
—¿Por qué no, tía Anne? —La retó, adoptando una pose altiva.
La anciana enmudeció durante unos segundos, tiempo que aprovechó para taladrar a su
sobrina con la mirada. Cuando habló de nuevo, lo hizo con una contundencia impropia de una
mujer de su edad.
—Porque lo digo yo y eso es suficiente —Elisabeth luchó por mantenerse callada. De verdad
que lo hizo. Pero sus esfuerzos saltaron por los aires cuando su compañera de carruaje añadió—:
Tú nunca podrías estar a su altura.
—No sé si estaría a su altura o no, pero le puedo asegurar que nunca permitiría que se
aprovechara de mí como lo hace de usted —espetó apretando los puños—. Está ciega si no ve
que solo revolotea a su alrededor pensando en el beneficio que puede sacar. De momento no
tengo conocimiento más que las de joyas que le ha regalado, sin embargo, daría mi mano derecha
a que hay mucho más.
No lo vio venir. Como un rayo rasgando el cielo, la mano de la mujer atravesó el espacio que
las separaba e impactó con una fuerza inusitada en su mejilla. Elisabeth quedó conmocionada,
acariciando la zona del golpe, que dolía horrores, aunque menos que su orgullo. A lo largo de su
vida no recordaba que nadie la hubiera abofeteado. Su padre era más partidario de los castigos,
extremos muchas veces, que de la violencia. Aquel maltrato no era ya tanto físico, también se
trataba de un duro palo a su dignidad.
—Jamás vuelvas a hablarme de esa manera, ¿me oyes? No te inmiscuyas en mis asuntos o te
arrepentirás.
***
En el transcurso de los días que siguieron, la comunicación entre las dos mujeres fue
inexistente. Durante las comidas, que compartían a fin de no crear habladurías entre el servicio,
se mantenían cada una en un extremo de la mesa, sin conversar y sin siquiera dedicarse una
mirada. El resto de la jornada, cada una se ocupaba de sus cosas y trataban de no coincidir en
estancia alguna, cosa nada difícil pues ambas conocían la rutina de la otra. Incluso la costumbre
que habían impuesto por las noches, tras la cena, en la que la joven leía en voz alta para distraer a
la dueña de la casa se había perdido.
Las únicas distracciones de Elisabeth en esos días fueron los trabajos que le habían asignado,
de entre los cuales la contabilidad era su favorito y de sus ratos con las dos doncellas que se
ocupaban a diario de ella: Sally y Molly
Sin embargo, el miércoles, conocedora de la indeseable visita que tendría que soportar,
resolvió que necesitaba desahogarse durante un rato, y si para conseguirlo tenía que acabar con
aquella batalla de voluntades dando su brazo a torcer, lo haría. Además, intuyó que sería
demasiado violento mantener esa actitud de enfrentamiento con su tía estando delante el capitán.
Ya solo faltaba que la anciana se aviniera a concederle el favor que pretendía pedirle.
La encontró en la biblioteca, tras la gran mesa de caoba que utilizaba como despacho. Sobre
ella, los libros de cuentas que Elisabeth había repasado horas antes.
—Tía, ¿puedo hablar con usted?
—Si vienes a disculparte, desde luego.
De buena gana hubiera dado media vuelta y dejarla con las ganas de escuchar esas palabras
que deseaba oír. Pero sabía que necesitaba del consentimiento de su tía para lo que tenía
pensado, así que, tragándose su orgullo, cerró los ojos por espacio de un par de segundos y los
volvió a abrir impostando una sonrisa.
—Lamento lo que le dije. No debí hablarle de esa manera, lo reconozco —se estaba
humillando, sí, pero no sería sin dar una pequeña estocada que incomodara asimismo a su
interlocutora—. En especial porque es usted mi tía y, además, peina canas, dos circunstancias
que debería haber tenido en cuenta antes de abrir la boca.
Elisabeth notó cómo la mujer acusaba el golpe y cómo fruncía los labios en consecuencia; no
obstante, Anne no iba a permitir que supiera cuánto la había molestado con sus palabras, así que
ladeó la cabeza dando por buena la disculpa.
Llegados a ese punto, la joven no sabía cómo abordar su petición. En un acto nervioso, se
ahuecó la falda primero y la alisó con las manos después, mientras sus piernas se movían
inquietas sin su permiso.
—¿Hay algo más que quieras decirme, jovencita? —La pregunta era un simple formalismo
porque la actitud ansiosa de Elisabeth la había delatado.
—Bueno, tía —se retorció las manos. Realmente deseaba que le concediera lo que iba a
solicitarle—, en realidad, sí.
—Entonces, dilo de una vez y no te quedes ahí parada como un pasmarote.
—Me gustaría saber si me permitiría salir a montar. Hoy hace un día muy agradable,
comparado a los anteriores y me apetece hacer un poco de ejercicio.
—¿Tú sola?
—Ya sé que me dijo que lo haríamos juntas, y lo haremos, sin duda. Pero hoy está usted
ocupada, yo, sin embargo, he terminado mis tareas y siento que el campo me llama a gritos.
—No conoces el lugar.
—Le prometo que no me alejaré mucho. —Tenía que convencerla como fuera—. En todo
momento tendré el edificio a la vista, si eso la tranquiliza, tía.
Lady Anne la escrutó de arriba abajo durante un tiempo que se le hizo interminable, sin
permitir en ningún momento que las emociones se reflejaran en su rostro. Solo cuando estuvo
segura de que había conseguido alterarla lo suficiente, se decidió a hablar:
—Está bien —accedió al fin—. Ordenaré que ensillen a Preciosa. Es una jaca tranquila que,
además, conoce perfectamente el camino de vuelta a casa, por si fuera necesario —reseñó con un
tono irónico, devolviéndole la puya que le había lanzado ella unos minutos antes.
Henchida de contento, se despidió de la dama con una reverencia y una mirada sardónica.
Aquella amargada le había dado permiso para cabalgar, eso era lo importante; que en el proceso
había insinuado que era torpe y que podía perderse, era lo de menos.
Subió los escalones con rapidez, deseosa de cambiar su indumentaria por otra más acorde
con lo que iba a hacer. Entró en su dormitorio como un vendaval, con los ojos iluminados de
ilusión y la sonrisa vistiendo su rostro.
—Sally —llamó a su doncella, quien en ese instante pasaba los cordones por los ojales de
uno de los corsés de Elisabeth—, ¿dónde tengo mi traje de montar?
—¿Va a montar, señorita? —Se sorprendió tanto que dejó a un lado lo que estaba haciendo.
—Sí. Le he pedido autorización a la cacatúa de mi tía y me la ha concedido —soltó con
ironía a la vez que empezaba a desabrocharse los puños del vestido.

—No debería hablar así de ella —la amonestó la muchacha mientras sacaba de un arcón la
falda del conjunto que le había pedido—. Es una mujer mayor, es su tía… y lo que es peor, las
paredes tienen oídos —enumeró mirándola a través del espejo.
Elisabeth bufó con fastidio. Su doncella tenía razón; debía andar con cuidado si pretendía que
la calma tensa en la que se había convertido su vida en Stuart Castle continuara igual y no se
convirtiera en algo mucho peor. Se olvidó rápido del asunto porque lo que le interesaba en ese
instante, en realidad, era poder sentir el viento acariciando sus mejillas, por más frío que éste
pudiera estar.

Veinte minutos más tarde aparecía en la cuadra luciendo una falda de franela beige, una
camisa de impoluto blanco, chaqueta corta tan negra como el sombrero, y un elegante pañuelo
rojo anudado al cuello. Nada más entrar, reconoció el penetrante olor a caballo y heno que salía
de los establos, así como los relinchos ansiosos de alguno de los equinos. Por el pasillo central
apareció de repente saliendo de uno de los boxes, un chiquillo, apenas algo mayor que un niño,
tirando de las riendas de una yegua que daba sentido a su nombre, porque realmente era una
preciosidad. Emocionada, se acercó para acariciarla y dejar que la oliera antes de subir a su lomo.
Fue entonces que advirtió el tipo de silla con que la habían equipado.
—¿Qué es eso, muchacho? —preguntó señalando la montura con su fusta, arrugando la nariz.
—Una silla, Milady —el jovenzuelo, rojo como la grana, no sabía si aquello se trataba de
algún tipo de prueba.
—Eso ya lo veo. —Lo miró con severidad—. Ahora mismo la estás retirando y le pones una
silla de verdad —espetó mientras hacía restallar el vergajo en el aire.
—Pero Milady, esta lo es —dijo el muchacho acobardado.

—Sí, pero yo monto a horcajadas.


El chico la miró atónito. Una dama montando de esa manera tan poco convencional era del
todo incorrecto. Con todo, él no era quién para cuestionar los deseos de los señores de la casa, así
que se apresuró a obedecer las órdenes recibidas. Echando una ojeada furtiva a la joven por
encima de su hombro, se dirigió de nuevo al cubículo que acababa de abandonar. Salió minutos
después habiendo satisfecho el mandato de Elisabeth.
Con un ágil movimiento, la joven se alzó el ruedo de la falda, asentó el pie izquierdo en el
estribo y pasó el derecho por encima de la grupa de la yegua sin que le supusiera ningún
esfuerzo. Una vez anclada sobre la silla, se aseguró de que sus piernas quedaran lo más ocultas
posible. Solo entonces encaminó a su montura hacia la salida.

Sintió un deseo fervoroso de lanzarse al galope en cuanto el frescor de la tarde le rozó la piel,
sin embargo, tuvo la fuerza de voluntad de contenerse hasta que perdió de vista la silueta de la
mansión. En ese instante, sin tener en cuenta las recomendaciones que le había hecho su tía,
espoleó a la yegua, que se lanzó a una carrera desaforada por el estrecho camino bordeado por el
bosque.
La joven, amazona experta, esquivaba las ramas de los árboles sin dificultad y localizaba con
rapidez la mejor senda para no ralentizar su marcha. Su deseo de libertad era tan enorme que no
le importaba el camino que seguía; su único afán era correr más deprisa, más yardas, más ágil…

Se detuvo al llegar a un campo delimitado por una lengua de arena que llegaba hasta el mar.
Con la misma agilidad con la que había montado, se bajó de la jaca, la amarró a un arbusto y
anduvo unos pasos hasta llegar al lugar exacto que separaba el verdor de la hierba de la ocre y
húmeda arena. Cerró los ojos y llenó los pulmones del inconfundible aroma salado que
desprendía la gran masa de agua que tenía delante, disfrutando de las sensaciones que le
inundaban los sentidos, creyéndose libre por primera vez desde que pisara Escocia.
CAPÍTULO 7

C uando despegó los párpados, sus ojos se centraron en la inmensa masa de agua
que se mostraba ante sus dorados ojos con su vaivén incesante. La densa arena la
separaba del salado elemento. Ni una barcaza a la vista, solo el mar y ella en
aquella fría, pero apacible tarde. Recorrió con la mirada la inmensa lengua de silicio que llegaba
hasta el océano y, de repente, lo vio. Aproximadamente a ciento cincuenta yardas, un hombre
sentado frente a la marea, vestido con lo que parecían harapos, remendaba una red hecha de
pedazos de otras muchas. Como si la hubiera intuido, el individuo se giró. No la localizó de
buenas a primeras, pero no tardó en hacerlo. Por la ropa que llevaba, Elisabeth tuvo el pálpito de
que la sombra que había vislumbrado en varias ocasiones en el bosque pertenecía a aquel tipo.
Por unos segundos, Neil se mantuvo sentado, con las manos ocupadas en su tarea, pero con
su atención fija en la muchacha. Ella tampoco pudo desprender la mirada de él durante todo el
tiempo que Neil la observaba. Sin previo aviso, él dejó caer de entre sus dedos el sedal y de un
salto se puso en pie.
Elisabeth se llevó la mano al pecho por la impresión. Aquel gigantón, con barba abundante,
cabello encrespado y postura intimidante avanzó un paso en su dirección. La inmovilidad inicial
de la chica dio paso a una loca carrera hasta la yegua, que por suerte estaba a escasos pasos de
ella, saltó sobre su grupa y la espoleó. Cuando se creyó a salvo, miró por encima de su hombro,
tratando de discernir cuánta distancia la separaba de aquel ser con apariencia temible. Logró ver
su silueta justo donde se acababa la playa, con los ojos fijos en su huida. Si le hubieran
preguntado, habría jurado que una sonrisa burlona asomaba por entre el laberinto de su barba;
por suerte, nadie la interrogaría sobre ese desagradable encuentro porque no pensaba a hablar a
nadie sobre él. Además, de hacerlo, tía Anne sabría que la había desobedecido y le prohibiría
volver a montar. Y si de algo no quería prescindir una vez retomado el hábito era de sentir la
fuerza y vigor de un caballo entre sus piernas.
***
El corazón de Elizabeth trotaba en su pecho al mismo ritmo que imprimía en la carrera de
yegua y que no aminoró hasta llegar a las caballerizas. El encuentro fortuito con aquel
zarrapastroso en la playa la había alterado mucho. No era exactamente miedo lo que había
sentido al verlo avanzar en su dirección; era más bien recelo, como si algo en sus movimientos la
advirtiera que en el futuro tendría una influencia determinante en su vida. Sin duda había sido
producto de su imaginación debido no solo a la sorpresa, sino al convencimiento de que sus
caminos ya se habían cruzado con anterioridad y de que, en esas ocasiones, él había permanecido
oculto por alguna razón que ella no alcanzaba a comprender. Si pretendía robarle, ¿por qué
siempre se mantenía en la distancia? Si lo que buscaba era una limosna, comida o ayuda de algún
tipo, ¿por qué nunca se había manifestado en tal sentido?
Con esas ideas enredando en su cerebro, entró en el establo, desmontó y le cedió las riendas
al muchacho que la había atendido antes, que las esperaba con la mano extendida. Elisabeth ni
siquiera le dio las gracias. Sin embargo, no fue por altivez o prepotencia; se trató de un mero
descuido porque tenía la cabeza en otro sitio: la playa desierta donde la había llevado su osadía.
Los pasos que la separaban de la mansión de poco le sirvieron para calmarse. Era ridícula su
reacción, al fin y al cabo, se trataba de un mendigo, de alguien sin importancia. Insuflando una
gran cantidad de aire, entró en el gran recibidor dispuesta a borrar de un plumazo la imagen de
aquel hombre… Y a punto estuvo de conseguirlo.
Al pasar frente a la salita donde su tía abuela solía recibir al capitán, comprobó que la puerta
estaba entornada. Asomó la cabeza por el hueco y se encontró con Anne depositando un ramo de
flores en un hermoso jarrón. La mujer, alertada por el sonido de las faldas de Elisabeth al chocar
contra la puerta, dirigió allí la mirada.
—¿Ya has vuelto? —Se volvió a concentrar en su tarea, aunque no había podido evitar que
su voz sonara sorprendida—. Muy corto paseo es el que has hecho, jovencita.
—No deseaba llegar tarde al compromiso de esta noche, tía.
—Me agrada saberlo. Ese debe ser el motivo por el que pareces alterada, supongo.
La joven había creído controlar su inquietud; al parecer no había sido así.

—Por supuesto, tía.


—Me alegro. El otro día no daba la sensación de que el capitán te causara una buena
impresión. —Elisabeth excusó contestar. De haberlo hecho, le hubiera costado lo indecible
ocultar el rechazo tan enorme que sentía por él—. Si se lo permites, te demostrará que es un
caballero honesto, sensible y con grandes valores morales.
—Claro tía. Si usted lo dice.
—Ya lo verás. Y ahora, ve a cambiarte. Aunque hay tiempo antes de que llegue, nunca está
de más estar preparada por si acaso.
—Como guste, tía.

Con una inclinación mutua, se despidieron hasta volverse a encontrar más tarde. La joven
cerró la puerta y se lanzó a las escaleras casi a la carrera. Aprovechó el corto trayecto para
meditar cuán diferentes eran los puntos de vista de Lady Russell y el suyo propio, aun
descendiendo de la misma familia. Mientras una veía en el capitán todas las bondades que se le
podían atribuir a un hombre, la otra lo despreciaba hasta la náusea. Volvió a sopesar la
posibilidad de hablar con su anciana tía sobre sus sospechas, pero habiéndola oído un minuto
antes, se dio cuenta de que era una batalla perdida… por el momento.
Abrió la puerta de su habitación con ímpetu y halló a Sally cepillando con paciencia y maña
el vestido que había llevado ella esa misma mañana.
Como hija de una de las más prestigiosas familias de Inglaterra, Elisabeth había disfrutado
toda su vida de una existencia plácida, llena de caprichos y manías. Una de estas últimas era que
le resultaba imposible utilizar dos días seguidos el mismo vestido, pasara lo que pasase. Solo en
una ocasión había ocurrido semejante eventualidad y fue escasamente dos semanas antes, cuando
viajó desde Londres. En una de las paradas para pernoctar, el baúl que contenía sus ropas se
había quedado en el carruaje y se vio obligada a utilizar la misma vestimenta que el día anterior.
Casi sufre una crisis de nervios por aquel hecho. Por suerte, Sally la calmó dedicándole más
tiempo del habitual a cepillarlo y adecentarlo.
—Ah, señorita, ¿ya está de vuelta? No la esperaba tan pronto.
—Bueno, sí. No me apetecía seguir cabalgando. —Tiró sobre la cama el sombrero y los
guantes y empezó a desabrocharse los botones de la chaquetilla.
Sally la conocía muy bien y notó al instante que algo rondaba la cabeza de su ama. A pesar
de todas las extravagancias de la dama, la doncella, buena persona por naturaleza, la quería
mucho. Con precaución de no arrugar la tela, depositó lo que tenía en las manos sobre el sillón y
se acercó a Elisabeth para ayudarla a desvestirse.
—¿No se ha divertido entonces, Milady? —preguntó con preocupación al tiempo que
deslizaba las mangas de la chaquetilla por los brazos de la joven.
Elisabeth se quedó estática, meditando en ello. ¿Se había divertido? Sin duda. ¿Su paseo
había resultado gratificante? Por supuesto. ¿Había corrido riesgos excitantes? La sangre todavía
le bullía en las venas. ¿Se había sentido acechada por el peligro? Sí, pero un tipo de peligro que
no sabría cómo definir. Con todo, se forzó en responder a su doncella:
—Cabalgar de nuevo ha sido revitalizante, sin embargo… —bajó la falda del traje de montar
por sus piernas, tratando de disimular que andaba buscando alguna excusa por haber regresado
tan pronto. La cena con el capitán no serviría con Sally— he sentido un calambre en la pierna y
no he querido forzarme más de lo necesario —improvisó—. Prefiero reservarme para disfrutar de
mi montura en otra ocasión.
La doncella no terminó de creérsela, aunque, de todas formas, se preocupó por el bienestar de
su señorita.
—¿Y ya está bien?, ¿le sigue molestando la pierna?
—No, no, ya está perfectamente. Ha sido solo un leve tirón.
La conversación hubiera quedado así si a Elisabeth no se le hubiera ocurrido de forma
repentina una idea: Molly era del pueblo, conocía a todos sus habitantes, era más que probable
que supiera quién era el hombre de la playa.
—Sally, ¿puedes ir a buscar a Molly? Me gustaría hablar con ella antes de bajar a cenar.
—Por supuesto —con las manos llenas de la ropa que se acababa de quitar su señorita,
desapareció del cuarto al instante con una sonrisa; esa petición le dejaba a las claras que no había
existido ninguna lesión en cualquiera de las extremidades de Elisabeth.
En cuanto Elisabeth la vio salir, una risilla brotó de sus labios: su curiosidad iba a ser
satisfecha, estaba convencida.
CAPÍTULO 8

N eil se quedó con la mirada fija en la estela de polvo y barro que levantaron las
patas de la jaca de aquella joven inglesa que huía de él despavorida. Nunca antes
había tenido la posibilidad de verla desde una distancia tan corta. En las veces
anteriores, incluso el día que la vio junto a su familia en el pueblo, el follaje del bosque y las
yardas que los separaban le habían dificultado la vista. No así esa tarde. Cuando la descubrió tan
cerca de él, su primera reacción fue la de salir corriendo, tal como había hecho ella. Pero algo en
la actitud de la joven se lo impidió. Era extraordinario que una mujer de su posición se arriesgara
a cabalgar sola en un terreno que le era extraño. Su rostro mostraba más determinación que
miedo cuando se dirigió a su montura para escapar de él. Su rostro. En toda su vida había
contemplado uno tan bello. Si antes de ese encuentro le había parecido hermosa, comprensible
dado sus orígenes, esa tarde había podido comprobar que era mucho más bonita de lo que a priori
hubiera imaginado. ¿Y qué decir de su encantadora figura o la elegancia de sus movimientos?
Era una ninfa. Una ninfa enemiga, se obligó a recordar. Sin embargo, y muy a su pesar, estaba
seguro de que le costaría mucho olvidar ese encuentro.
Su intención al acercarse a la playa había sido fabricar una red a base de los desechos de las
que descartaban los pescadores en la arena, y utilizarla para pescar. Después de toparse con
aquella muchacha tenía claro que no podía permanecer por más tiempo a descubierto. No temía
que algún lugareño lo descubriese, aunque era mejor para todos que no fuera así. Lo que sí lo
alarmaba era la posibilidad de que aquella mujer con cara de ángel diera la voz de alarma y se
viera rodeado de soldados en pocos minutos.
Recogió aquello que le podía resultar de utilidad en otra ocasión, incluyendo las
rudimentarias herramientas que se había hecho con los desechos que arrojaba el mar, lo metió
todo en el hatillo que llevaba y corrió con todas sus fuerzas hasta alcanzar el refugio del bosque.
***
Sally encontró a Molly con su pelo rojizo envuelto en un pañuelo y un trapo en la mano,
enfrascada en la limpieza de la alacena destinada a la vajilla de las ocasiones especiales.
Supervisar que esas tareas estuvieran hechas era uno de los encargos que Lady Russell le había
encomendado a su sobrina, y ella siempre estaba al tanto de que se realizaran. Ese día, no
obstante, su ansia por salir a cabalgar la había distraído de alguna de sus funciones, esa en
concreto. Por suerte, Molly no la había olvidado.
—Lady Elisabeth desea verte —la informó su compañera nada más verla.
La joven se debatió entre el deber —sabía que Lady Anne se enfurecería tanto con su sobrina
como con el servicio si el trabajo no estaba hecho—y el deseo de acudir al requerimiento de su
joven señora. Tardó unos segundos en hundir los hombros y bajar la mirada al suelo. Por más
que le apeteciera dejar lo que estaba haciendo y averiguar que quería Elisabeth de ella, tenía la
obligación de acabar con la limpieza del aparador y su contenido; si la dueña de la casa notaba
que no se había hecho lo que estaba en el orden del día, podría haber consecuencias, y no solo
para ella, también para Milady.

—¿Podrás decirle que no puedo ir ahora mismo, por favor? Todavía me quedan dos estantes
por terminar y el tiempo se me echa encima. El capitán no tardará en llegar.
Sally echó una ojeada a los platos colocados de forma ordenada en una pila sobre el suelo y a
los que ya se habían colocado en su lugar. Sí, todavía quedaba trabajo por delante. Su señorita
tendría que esperar a hablar con Molly, por más interés que tuviera en hacerlo lo antes posible.
Lo más probable es que se tratara de una nimiedad y no estaba dispuesta a que su compañera
recibiera una reprimenda por el capricho de su ama.
—Está bien, le diré que la verás más tarde, cuando el capitán se haya ido. Me quedaría a
ayudarte para que acabaras antes, pero Milady me necesita para arreglarse, lo siento. —Elevó los
hombros como disculpa.
—Tranquila, lo comprendo.
—Se lo explicaré a Elisabeth, lo entenderá. Y ahora, si me perdonas…
—Sí, sí, claro. Ve.
Se despidió con un gesto de mano y regresó al cuarto de Elisabeth. La joven, sentada en el
butacón frente al espejo del tocador, pasándose una y otra vez el cepillo por su suave cabello
dorado, casi tanto como sus ojos, mostró su decepción al ver aparecer sola a su criada.
—¿Dónde está Molly?
—Ocupándose de la vajilla especial. No podía dejar el trabajo a medias, pero me ha
asegurado que vendrá a verla cuando el capitán se haya marchado.
—¡Vaya! Había olvidado que hoy tenía que encargarse de eso. ¡Qué contrariedad! —
Continuó cepillándose el pelo con pasadas lentas y la mente ocupada.
Durante el silencio que siguió, Sally sacó del armario el vestido blanco con florecitas
amarillas que su señorita iba a usar esa noche y lo colocó sobre la cama; luego cogió los zapatos
que iban a juego y los dejó en el suelo. Una vez hecho eso, se giró hacia ella con una sonrisa y
tomó de sus manos el cepillo que empuñaba Elisabeth.
—¿Quiere un peinado muy elaborado o prefiere algo más sencillo?
—Sencillo estará bien. No es que tenga un gran interés en mostrarme especialmente bonita
con la visita de hoy. Es un hombre detestable.
—No debería hablar así del amigo de su tía. Las paredes oyen y a ella no le gustaría saber la
pésima opinión que le despierta el capitán.
—Supongo que tienes razón. —Volvió a sumirse en sus pensamientos, centrados en el
hombre que había visto en la playa—. ¿Sabes? Creo que es mejor que Molly no venga esta
noche. Cuando se vaya el capitán —escupió con desagrado al mencionarlo— será ya tarde y se
despierta temprano para hacerse cargo de sus quehaceres. Me sentiría culpable si no descansase
lo suficiente por mi culpa. —Por mucho que deseara avasallarla a preguntas, su curiosidad
debería esperar; era cierto que le preocupaba alterar el sueño de la muchacha. Al fin y al cabo, al
día siguiente Molly podría saciar sus ansias de conocer cualquier detalle sobre aquel individuo, si
es que sabía de quién le hablaba.
Media hora más tarde, Elisabeth bajaba las escaleras, enfundada en el bonito vestido que
había elegido para la ocasión y que iban a juego con los escarpines forrados con la misma tela. El
peinado que le había hecho Sally era elegante, aunque sencillo y le dejaba el cuello al
descubierto, excepto por un par de tirabuzones que se escapaban del recogido.
Se unió a su tía, quien, sentada en el filo del sofá de la salita, se frotaba las manos sin
descanso. La mujer había escogido un atuendo muy poco acorde con su edad y constitución
física. El color lavanda resultaba demasiado juvenil para una mujer que ya no cumpliría los
sesenta años y cuyas formas redondeadas difícilmente se podían disimular. Por si fuera poco, los
volantes en las mangas remarcaban el contorno de sus brazos, haciendo más visible la carne que
sobraba. Como en otras ocasiones, Elisabeth estuvo tentada a hacerle notar lo bochornosa que
resultaba su indumentaria, pero no quiso enzarzarse en una nueva disputa con Anne, en especial
sabiendo que debía reservar sus fuerzas para soportar la presencia del impresentable ser que
cenaría con ellas más tarde. En su lugar, lo que hizo fue tomar asiento en el sillón que quedaba
junto al que ocupaba la anciana.
—Hoy cenaremos salmón con almendras, puré de patatas y guisantes —informó Lady Anne
para romper el silencio.
—Buena elección, tía.
—Eso creo yo. Es delicioso y ligero a la vez.

Elisabeth sonrió en respuesta. Lo que menos le interesaba en ese instante era el menú de esa
noche, aunque comprendía que a su tía le iba bien hablar de nimiedades, si tenía en cuenta lo
nerviosa que parecía. Sus manos no habían estado quietas ni un segundo desde que ella llegara.
—He pensado que un clarete maridaría bien con el pesca… —Lady Russell interrumpió
abruptamente lo que estaba diciendo y se puso en pie de un salto, algo que Elisabeth hubiera
dudado que pudiera hacer de no haberla visto—. ¡Ya está aquí John! Acabo de oír el relincho de
su caballo.
En efecto, unos minutos más tarde, el señor Monroe abría la puerta de la salita y anunciaba la
llegada del capitán, quien las encontró apropiadamente sentadas en sus butacas, con las espaldas
erguidas. Solo había una diferencia entre ellas: mientras una mostraba una radiante sonrisa, la
otra no podía ocultar el malestar que le provocaba el recién llegado.
Prescott hizo una reverencia exagerada y extendió las manos hacia la anfitriona mientras
caminaba con paso firme hacia ella.
—Lady Anne, cada día la veo más radiante y hermosa —la aduló. Únicamente a oídos de
Anne no sonó a mentira—. Debe contarme su secreto.
—¡Qué amable es usted siempre, John! —Se ruborizó como una quinceañera, lo que a todas
luces resultaba patético—. Debo darle las gracias a mi constitución, sin duda.
Elisabeth hubiera puesto los ojos en blanco si eso no resultara tremendamente ordinario. Por
el contrario, fingió una sonrisa dirigida a su tía. En ese instante, el capitán ladeó la cabeza y la
miró. Sus pupilas negras como la noche la recorrieron de esa manera tan impúdica que la hacían
sentirse sucia. Inclinó la cabeza a modo de saludo antes de sentarse en el mismo sofá que
ocupaba Lady Anne. En ese momento, Elisabeth se percató de algo que llamó su atención: el
pañuelo que envolvía el cuello del capitán no tenía ningún broche prendido. La joven era
consciente de que no debería preguntar al respecto, pero las palabras escaparon de su boca antes
de poder retenerlas.
—Capitán, ¿qué ha sido de su precioso alfiler?
Una insinuación de sonrisa apareció en los ruines labios antes de transformarse en una
mueca.
—Una gran desgracia, Milady —dijo con afectación, mirándola—. A principios de semana
mi regimiento tuvo que salir de patrulla por las inmediaciones de Inverness —se giró hacia
Anne, falsamente afligido—, nos habían informado sobre el avistamiento de un hombre,
probablemente un traidor, que merodeaba por los bosques adyacentes. Por precaución, dejé a
buen recaudo el broche, junto al resto de objetos que Milady había tenido a bien regalarme;
temía que, de haber un enfrentamiento, pudiera extraviarlos. Cuál fue mi sorpresa cuando, al
volver, todas mis pertenencias habían desaparecido.
Lady Anne se llevó una mano a la boca, sorprendida y horrorizada. Elisabeth se limitó a abrir
mucho los ojos, atónita ante la desfachatez de aquel hombre. Si algo tenía que agradecerle a su
madre era que le hubiera abierto los ojos con respecto a los hombres. En especial por aquellos
interesados en sacar un beneficio de su posición.
—¿Pero eso es horrible! —exclamó la anciana afectada por la noticia.
—Lo es. Si encuentro al culpable…

—No debería resultarle difícil hacerlo, ¿no, capitán? —lo retó la joven, cruzando los brazos
sobre el pecho en una franca pose de desafío—. Al fin y al cabo, son sus hombres. Es lógico
pensar que con pasar revista a sus enseres o averiguar si alguno ha gastado dinero de dudosa
procedencia debería ser suficiente.
—¡Elisabeth! —la reprendió su tía mientras el capitán la fulminaba con la mirada. La tensión
creada en un momento se disipó ligeramente cuando Lady Anne se puso en pie—. Si me
disculpan, vuelvo en seguida. No puedo permitir que su uniforme no luzca como es debido.
—¡Tía! —en esta ocasión fue Elisabeth quién le llamó la atención a la anciana.
Anne la miró como si fuera un bicho molesto y alzó la barbilla al pasar por su lado de camino
a la puerta.
Los segundos que siguieron a la marcha de Lady Russell transcurrieron en el más absoluto
silencio. Fue cuando el capitán se cercioró de que la anciana no podía oírlo que se dirigió a
Elisabeth con los dientes apretados y la mirada siniestra:
—Si vuelve a inmiscuirse en mis asuntos lo lamentará. —El índice apuntándola—. Es una
jovencita entrometida y si no se anda con cuidado puede salir escaldada. Se lo advierto una vez y
no soy un hombre al que le guste repetirse.
Elisabeth le aguantó la mirada sin inmutarse y sin contestar, pero no le cupo duda de que el
capitán hablaba en serio.
CAPÍTULO 9

L a cena supuso un castigo muy duro para Elisabeth. Las miradas cortantes y
amenazadoras del capitán eran como puñales que la atravesaban sin compasión, por
más que ella las ignorara tanto como le era posible. Su tía, ajena a la tensión que
soportaba la joven, entrelazaba un tema de conversación con otro, con la atención siempre
centrada en John y únicamente dirigiéndose a ella para reprocharle su falta de participación.
Elisabeth estaba deseando que la velada concluyese. Si antes tenía la sospecha de que aquel
era un hombre infame, ahora estaba completamente segura. Además, su instinto le decía que era
peligroso. Había leído en sus ojos el alcance de su maldad y no dudaba que sería capaz de
aniquilar a cualquiera que se interpusiera entre sus objetivos y él.
Al final de la velada, Lady Anne insistió en que fueran las dos juntas a despedir a Presscott a
la puerta. Lo vieron montar de un salto, girar la grupa y partir a galope sobre su zaíno corcel. En
cuanto lo perdieron de vista, oculto por la oscuridad del camino, la anciana se giró hacia ella.
—No tengo idea de lo que ha ocurrido entre el capitán y tú, ni sé si quiero enterarme. De lo
que sí estoy segura, es que no quiero tener que escoger entre uno y otra. Él me distrae, me gusta,
me ilusiona halagándome con sus palabras… ha resultado ser un revulsivo para mi triste vida de
viuda. Creo que es sincero cuando me muestra su devoción. Por extraño que te parezca, hay
hombres jóvenes que se sienten inclinados hacia las mujeres que los sobrepasan en años. Creo
que el caso de John es exactamente ese —Elisabeth mostraba su desacuerdo con gestos y
bufidos, sin embargo, su tía no la dejó hablar—. Tú eres mi responsabilidad, aunque no lo haya
escogido; eres parte de mi familia, eres una dama y te protegeré frente a cualquiera que pretenda
dañarte… Pero, insisto, no me hagas escoger entre John y tú.
—Si usted supiera, tía…
—Ahí radica el quid de la cuestión. —Meneó la mano como si espantara una mosca—. No
quiero saber, ni oír nada en contra del capitán Prescott.
—Pero, tía, él se está aprovechando de usted, ¿no lo ve? Hoy mismo, esa excusa de que le
habían desaparecido sus regalos, ¿quién se la cree? Yo no, desde luego. Era una estratagema para
conseguir lo que finalmente ha pasado, que usted le ha entregado otro alfiler, más valioso si cabe
que el que ya le había regalado.
Anne escuchó la diatriba dirigida a su capitán con aparente calma. Una vez Elisabeth, con el
pecho subiendo y bajando con rapidez, dejó de hablar, ella esbozó una sonrisa que no tenía nada
de diversión y le hundió el índice en el pecho.
—No. Me. Hagas. Elegir.
Y sin añadir nada más, se separó de ella para dirigirse con estudiada dignidad, a las escaleras
que conducían a los dormitorios. La joven la vio marchar sin dar crédito a la ceguera que parecía
padecer su tía con respecto al capitán. Se veía en una disyuntiva que no sabía cómo gestionar.
Por un lado, estaba el sentimiento de lealtad que sentía por su tía, a pesar de que en su opinión no
lo mereciera, y por el otro, el temor palpable a las consecuencias que podría acarrearle
desenmascarar a John.
Con ese dilema martilleándole la cabeza, se retiró a su cámara. Al abrir la puerta se encontró
a sus dos jóvenes sirvientas sentadas una frente a la otra jugando a naipes.
—Molly, ¿qué haces aquí? Le pedí a Sally que te dijera que podía esperar a mañana para
hablar contigo.
—Y lo hizo, Milady. Pero pensé que si me había hecho llamar sería por algo importante.
—No lo es, en realidad. Solo… —Dudó de la conveniencia de revelar el encuentro que había
tenido aquella tarde con el hombre de la playa. Al final, se decidió a hacerlo—. Verás, como tú
eres oriunda de estas tierras, supongo que estás al tanto de quienes viven por aquí.
—Cierto; conozco a casi todo el mundo… o eso creo yo.
—Esta tarde, cuando fui a cabalgar, llegué hasta la playa, y allí me tropecé con un hombre,
joven, creo, desaliñado, reparando una red. Yo diría que estaba utilizando retales de otras redes
abandonadas. Por alguna razón, me ha parecido que aquella imagen descuidada no se
correspondía con su naturaleza y siento curiosidad por saber quién puede ser.
—Señorita, no debía aventurarse hasta tan lejos usted sola —se sobresaltó Sally.
Elisabeth no le hizo caso y siguió observando con detenimiento a la otra sirvienta. No le
costó advertir cómo se tensaba Molly.
La joven doncella sospechó de inmediato que podía tratarse de alguno de los pocos hombres
que habían conseguido escapar de las garras del ejército inglés. Por supuesto, en su ánimo no
estaba delatar a ninguno de ellos. Menos aún a una noble inglesa… Sin embargo, tenía que
admitir que Elisabeth no parecía sentir animadversión por los escoceses. Con todo, prefirió
ocultar lo que se temía.
—No se me ocurre quién puede ser, señorita. Es probable que se tratara de algún viajero que
se detuvo con la intención de conseguir algo de pesca para la cena.
Elisabeth lo dudaba. No en vano tenía el presentimiento de que lo había visto en otras
ocasiones. No obstante, prefirió no insistir, aun a sabiendas de que era probable que Molly le
estuviera ocultando la posible identidad del individuo en cuestión.
—Está bien. Imagino que tienes razón.
No podía reprocharle a la muchacha que guardara silencio. Si, como intuía, se trataba de
algún proscrito escocés, era lógico pensar que no deseara denunciarlo. Decidió que estaba
demasiado alterada por lo ocurrido esa noche como para ahondar en el tema. Sentía curiosidad,
cierto, pero la amenaza de Prescott la había ensombrecido hasta el punto de convertir en una
estupidez cualquier otra consideración. ¿Qué importancia podía tener para ella que un pobre
diablo deambulara por los bosques?
***
John Prescott espoleó a su caballo hasta hacerlo resollar. Estaba irritado. No, estaba furioso.
La niña bonita se creía que iba a poder con él. A punto había estado la estúpida de dejarlo en
evidencia, poniendo en entredicho su liderazgo frente a la tropa. Pues lo tenía claro. Llevaba
demasiado tiempo detrás de la vieja. Mucho aguantado ya para que nadie, y menos una mosquita
muerta como aquella, desbaratara sus planes. Tendría que aumentar su presión, por más que lo
odiara. Si conseguía meterse en la cama de la vieja, habría vencido. A la anciana la tenía
comiendo de su mano. No sería difícil darle un último empujón y convencerla de que era
irresistible para él. Solo de pensarlo le entraron arcadas. Pero el fin justificaba los medios, y
conseguir una pequeña fortuna bien merecía cerrar los ojos y follarse a la gorda. Mientras tanto,
no obstante, decidió que se daría el gusto de cabalgar a una buena moza. Le habían hablado de
una puta nueva, joven, no más de catorce años, de tiernas carnes prietas. Todavía no la había
tastado y no tenía la intención de esperar a que todos sus hombres se la hubieran beneficiado
antes que él.
Cuando llegó a la cantina, las gotas de sudor le corrían por la espalda mientras unos cercos
oscuros de humedad se hacían visibles en las axilas de su chaqueta roja. De un manotazo, se
quitó el sombrero de tres picos y lo sacudió en el pantalón ruidosamente para hacer notar su
presencia, acaparando así la atención de todos los presentes. El silencio se adueñó del lugar
durante un breve segundo. El capitán lo rompió con un gesto de la mano que indicaba que podían
seguir con lo que estaban haciendo. El murmullo de un sinfín de voces volvió a oírse por todas
partes.
Antes de que hubiera llegado a su mesa de costumbre, ya tenía una gran jarra de peltre a
rebosar de buena cerveza caliente sobre ella.
—Tú —llamó a la mujer entrada en carnes con el pecho insinuado a través de la camisa
abierta que le había servido—, tráeme a la nueva.
La tabernera perdió el color. Conocía en carnes propias el tratamiento que daba a las putas
que pasaban por sus manos. Sin embargo, no podía negarse, so pena de sufrir las consecuencias
de su enfado. Aun así, con voz entrecortada, se atrevió a mencionar que fuera amable con la
muchachita.
—Es una puta, ¿verdad? Pues la trataré como tal. Y te sugiero que no vuelvas a decirme
cómo debo comportarme. —Bastante había tenido esa noche con la sobrina metomentodo de
Lady Anne.
La mañana siguiente reveló que había hecho caso omiso a la petición de cantinera.
***
Tras despedirse de su sobrina, Anne se había encerrado en la salita anexa a su dormitorio,
saboreando una copa de coñac mientras fantaseaba con las manos de su capitán deslizándose por
sus curvas. En su interior, había una voz, muy parecida a la de su sobrina, que le advertía que
aquel hombre no era de fiar. Por mucho que hubiera reprendido a Elisabeth por insinuar que la
desaparición de las joyas que le había regalado ella resultaba sospechosa, no podía dejar de
pensar que, tal vez, la joven tenía algo de razón. No era la primera vez que John utilizaba una
excusa parecida, aunque siempre se había tratado de la misteriosa desaparición alguna bagatela
sin importancia. En esa ocasión eran todos sus regalos los que se habían esfumado. Debía de
admitir, aunque solo fuera para ella misma, que sus pretextos resultaban, cuanto menos, dudosos.
De momento sus regalos, aunque de cierto valor, no habían resultado demasiado caros… y
así iba a seguir siendo. Si lo que pretendía John era aprovecharse de ella, se iba a llevar una
sorpresa. Tenía demasiados años y experiencia como para dejarse engatusar… en exceso. No
cabía duda de que ese hombre le gustaba. Mucho. Muchísimo; era galante, cortés y educado con
ella. Sin embargo, después de los comentarios de Elisabeth, y por mucho que le molestara, había
empezado a desconfiar de él.
Mientras daba un último trago a su copa, decidió que, por si acaso, sería ella la que se
aprovechara de la situación. Si para ello tenía que desprenderse de alguna baratija, que así fuera,
pero ese hombre le alegraría su anciano y orondo cuerpo, lo quisiera él o no.
CAPÍTULO 10

A partir de ese día, Elisabeth salió a cabalgar cada tarde con la esperanza de
volver a ver a aquel individuo que había despertado su curiosidad. Para tener el
tiempo necesario sin que su tía le reprochara nada, ordenó a Sally que la
despertara todas las mañanas una hora antes de lo que solía hacerlo, a fin de tener todas sus
tareas resueltas antes de salir. Repasaba las cuentas domésticas, se aseguraba de que los trabajos
de limpieza estuvieran al día, discutía con la cocinera los menús que le había sugerido Anne,
señalaba al jardinero las flores que debía recoger para decorar la mansión… Y lo hacía todo con
diligencia para conseguir tenerlo todo resuelto antes de sentarse a comer.
Durante sus paseos ecuestres, siempre regresaba a la playa donde lo había visto. Mientras se
dirigía a su destino, de forma inevitable escrutaba los caminos que cruzaba y escudriñaba a
través de los árboles con la esperanza de percibir su presencia. En ninguno tuvo éxito. Estaba
empezando a creer que toda había sido producto de su imaginación. Pero no, aquel hombre era
muy real y cada vez con más insistencia, sentía la fuerte necesidad de conocer su identidad. Era
un misterio que se moría por desentrañar, aunque no sabía cómo.
La buena noticia de que el capitán no acudiría a su cita periódica le alegró la semana.
Prescott había enviado aviso el viernes de que salía hacia las Tierras Altas de patrulla con su
regimiento. Al parecer, se había dado el chivatazo de que un grupo de disidentes se escondían en
las montañas. En su nota aseguraba que llegaría a tiempo para acudir a la cena en casa de Lord
Bruce, no así a la reunión que tenía con ellas el miércoles. Para su tía había supuesto una
pequeña decepción, mientras que para ella… No se le ocurría nada mejor que librarse de una
velada con aquel ser que a ella le parecía repugnante.
Lady Anne, sin poder ocultar la desilusión, pensó que una buena manera de soportar la
ausencia de su capitán era acercarse a las tiendas de Inverness y hacerse de algunos adornos con
los que dar una apariencia nueva a su indumentaria para la cita de ese sábado. A Elisabeth, que
siempre le habían encantado esas frivolidades, no la entusiasmó demasiado la idea; aquella
excursión suponía saltarse su paseo con Preciosa ese día. Con todo, no discutió. De hecho, y en
buena medida, estaba bien distanciarse de la obsesión por toparse con aquel andrajoso personaje
en la que había caído.
Partieron muy temprano, en cuanto terminaron de desayunar. La intención de Anne era
acercarse a las cinco tiendas de cintas y encajes de la ciudad, a las dos sombrererías que podían
ofrecerle artículos de calidad y por último a la modista; llevaba consigo un par de vestidos que
necesitaban un reajuste para amoldarlos a su figura. Elisabeth, si bien no tenía intención de
comprar nada, aprovecharía para echar una ojeada a la mercancía, a ver si algo llamaba su
atención. Quizás buscaría un bolso nuevo que conjuntara con el vestido que tenía pensado
ponerse para el refrigerio de los Bruce. La comitiva la cerraban Sally y Molly, dado que Helen,
la doncella particular de Lady Anne, había amanecido indispuesta, y por supuesto Joseph, el
cochero.
—Querida, tu consejo me irá de perlas para elegir las cintas que necesito —dijo la anciana
mientras subían al carruaje—. Tu buen gusto es una de tus mayores virtudes.
—Gracias, tía. Es muy amable.
—No es amabilidad; solo constato un hecho.
Después de esa corta conversación, se acomodaron en los asientos tapizados de terciopelo
granate y dorado: Elisabeth y Sally a un lado, y Molly junto a Lady Anne, en el de enfrente.
Sally se había llevado algo de costura para matar el tiempo y la anciana un libro, su gran
adicción. Por su parte, las otras dos mujeres, una frente a la otra, dirigieron sus ojos al paisaje
que se desarrollaba afuera. El día estaba encapotado y la densa neblina no permitía distinguir
mucho más allá del camino por el que transitaban.
De repente, como si se tratara de una aparición, lo vio. Estaba apostado al lado de la calzada,
con una suerte de arco sobre el hombro y un par de conejos colgando de su cinturón. Solo fue un
destello, porque inmediatamente, se camufló entre el follaje y desapareció de su vista. Elisabeth
se giró de forma automática hacia Molly.
—¿Tú también lo has visto? —Preguntó llena de ansiedad.

Molly negó con la cabeza varias veces, aunque su actitud revelaba que mentía. Su pose, de
repente rígida, y la manera en que sus ojos se desviaron a la anciana primero y a ella después se
lo confirmaron.
—¿Qué es lo que tenía que ver la chica? —Se interesó Lady Anne, dejando por un instante la
lectura.
Elisabeth echó mano de su imaginación y no tardó en inventarse una excusa:
—Un ciervo, tía. Un hermoso ciervo con una gran cornamenta que ha cruzado de un salto por
nuestro lado.
—Oh, hermosos animales, los ciervos. Qué pena no haber podido admirar su magnífica
figura —sonrió y, sin más, regresó a su novela.

Los ojos de la doncella y de Elisabeth chocaron y quedaron atrapados durante unos segundos.
Los de Elisabeth encerraban todas las preguntas que la joven deseaba formular; los de Molly
reflejaban la inquietud que le causaba responderlas.
Inverness era una localidad activa, con sus puestos callejeros repletos de mercancías y el
aroma a comida recién hecha flotando por todas partes. El cielo, encapotado desde que habían
salido de la mansión, amenazaba lluvia con mayor insistencia en la ciudad, y los rayos que se
oían a lo lejos advertían de la proximidad de una tremenda tormenta.
—Creo que lo más prudente será comenzar por la modista —propuso Lady Anne mirando el
cielo con preocupación—. Mis vestidos tienen que estar listos a la mayor brevedad posible si no
quiero llevar siempre los mismos.
—Como usted quiera tía —concedió su sobrina sin mostrar ninguna emoción en la voz.
Para cuando la modista hubo acabado de tomarle medidas a Anne, las nubes ya habían
comenzado a descargar sobre las calles de Inverness. Guareciéndose a duras penas bajo los
soportales, llegaron al establecimiento donde se vendían las cintas de las que habían hablado. Por
fortuna, solo lo separaban del de la modista un par de portales. Una vez acabaron sus compras
allí y salieron al exterior, el diluvio se había intensificado de manera considerable. Pensó que sus
compras acabarían ahí, pero su tía insistió en visitar las tiendas que les quedaban por ver, ya que,
según dijo, no se encontraban lejos. Una breve tregua del cielo les dio el tiempo suficiente para
llegar al siguiente comercio. Pero se trató de eso exactamente, una tregua. Al acabar allí, la lluvia
había arreciado y el viento se había enfurecido, arruinando su deseo de seguir con sus compras.
Sally fue la encargada de ir en busca de Joseph, quien paró el coche donde le había indicado
la muchacha y bajó de su pescante de un salto, provisto de una gruesa capa de lana con la que
cubrió a Lady Anne. La guio hasta llegar al carruaje seguido de cerca por Sally y las ayudó a
ambas a acceder al interior sin perder un segundo. Ese fue el instante que Elisabeth aprovechó
para hablar con Molly, ya que hasta ese momento no había podido quedarse a solas con ella.
—Tú sabes quién era ese hombre que nos hemos cruzado en el camino, ¿verdad? —preguntó
en voz baja, temiendo que alguien pudiera oírla.
—No sé de qué me habla, señorita.
—No disimules, lo has visto tan bien como yo. Es el mismo hombre que vi en la playa; tienes
que decirme quién es.
Molly, echó una mirada rápida a todas partes, sin saber qué hacer. Su señoría era muy buena
y amable, pero no quería poner en peligro a nadie hablando más de la cuenta.

—Necesito conocer su nombre —insistió Elisabeth apretándole la mano que quedaba más
cerca de ella.
—Está bien. No estoy segura de quién es, pero le diré lo que intuyo, aunque no aquí. No
ahora. —Miró de reojo a Joseph, que ya se acercaba tapándose con la capa para recogerlas—. A
medianoche, en su habitación. Procure estar sola —dijo a toda prisa.
Elisabeth asintió sin emitir una sola sílaba. Habían quedado. Por fin tendría una pista de
quién podía ser aquel misterioso hombre.
***
Neil no pudo contener la tentación de asomarse a la linde del bosque cuando oyó que un
carruaje se acercaba. Su pretensión era, como solía ocurrir, mantenerse oculto tras los arbustos,
pero una raíz que sobresalía del suelo, y que inexplicablemente no detectó, lo hizo tropezar,
dejándolo expuesto en mitad del sendero. Su única opción fue rodar hacia un lado del camino
para evitar que el carruaje lo aplastara bajos sus ruedas. Se puso en pie de un salto y alzó la vista
para ver quién había estado a punto de atropellarlo. No podía creerlo. Aquello sí que era
casualidad. La jovencita londinense. Y no iba sola, en esta ocasión. Le pareció contar cuatro
mujeres dentro del habitáculo del carruaje, pero solo dos se percataron de que él estaba allí: la
damita y una muchacha que tenía todo el aspecto de ser una criada. Ni aún la velocidad del
vehículo le impidió apreciar la sorpresa reflejada en los rostros femeninos; en el de la inglesa,
además, se percibía un ávido deseo de desentrañar secretos.
En cuanto el carruaje desapareció, el hizo lo mismo escabulléndose en la frondosidad del
bosque. Puede que la primera vez que se habían visto cara a cara, aquella damita no hubiera
alertado a nadie sobre él, pero esa circunstancia podía cambiar en cualquier momento.
***
Esa tarde, las horas se le hicieron eternas. Ni siquiera podía entretenerse revisando las
compras realizadas en Inverness, pues ya habían quedado previamente con un recadero para que
se las entregaran al día siguiente. Las labores estaban al día; no tenía ninguna distracción en el
horizonte… Por si fuera poco, salir a montar a Preciosa tampoco era una opción a causa del
chaparrón incesante que caía. Desesperada, tomó un libro de la biblioteca, pero al cabo de media
hora lo volvió a colocar en su sitio; en todo ese tiempo no había logrado pasar de la primera
línea. Sus ojos se desviaban cada poco hacia el reloj de la chimenea, pero, a su parecer, las
manecillas parecían estáticas. Y así siguió hasta la hora de cenar.
—Querida —llamó su atención Lady Anne al observar cómo jugueteaba con la comida sin
llevarse ningún bocado a la boca—, ¿se puede saber qué te pasa? Estás ausente.
—Perdóneme tía. —No sabía qué pretexto dar que resultar convincente. Se decidió por sonar
frívola—. Estaba pensando en que debería haberme comprado aquella cinta de terciopelo granate
que hemos visto, quedaría genial como complemento en el vestido rosa.
—Tienes razón, le daría una nota de color muy interesante —acordó Lady Anne mientras
cortaba un trozo de pollo—. Podemos volver en otra ocasión y te haces con ella.
—Suena bien.
A partir de ese momento, Elisabeth se esforzó en mostrar interés a cuanto le decía su tía,
cuando en realidad, lo que deseaba era que dieran las doce y encontrarse con Molly en su
habitación.
Mientras tanto, la doncella se debatía entre la lealtad que le debía a Elisabeth y la fidelidad
que sentía por su gente y su causa. Si por su falta de discreción los ingleses descubrían a uno de
los suyos, no se lo perdonaría en lo que le quedara de vida.
***
Atenta como estaba a cualquier sonido que proviniera de los pasillos, Elisabeth, con su fiel
terrier Pulgas en el regazo, detectó enseguida los golpes que Molly dio en su puerta. Abrió con la
precaución de no hacer ruido y la dejó pasar con un gesto de cabeza. Con el movimiento, el
perro, de un salto, se bajó de sus brazos y subió al sillón donde solía dormir; ese día, su dueña lo
había mantenido más tiempo despierto de lo habitual. En cuanto la doncella estuvo en medio de
la habitación se giró hacia ella.
—¿Y bien? —la instigó a hablar—. ¿Me vas a decir lo que sabes?
—Milady, ya le dije que no puedo estar segura. Es solo un presentimiento.
—Por favor, compártelo conmigo —pidió, acompañando sus palabras con un puchero.

Molly, todavía con la sombra de la duda sobrevolando su voluntad, dejó escapar un suspiro
de rendición. Cerró los ojos y se encomendó a Dios; esperaba no equivocarse con respecto a
Elisabeth.
—El cuerpo del hijo de Lord Bruce nunca fue hallado. No estaba entre los caídos durante la
batalla de Culloden ni se lo localizó en las redadas que se realizaron tras ella. —Sus ojos velados
por el remordimiento que la afligía ante la sola idea de estar poniendo al joven Bruce en peligro
—. Muchos dicen que algunos cadáveres estaban tan irreconocibles que era imposible asegurar a
quien pertenecían y que, lo más probable era que alguno fuera el suyo. No obstante, otras voces
proclaman que él y algún otro lograron escapar.
—¿El hijo de Lord Bruce? —La sorpresa la obligó a dar un paso atrás con la mano en el
pecho—. Pero… ¿No son los Bruce leales al rey Jorge?
—Lord Bruce, sí. —Muy a su pesar, se le escapó un gesto de desagrado—. Su hijo, por el
contrario… no lo era —concluyó alzando el mentón con orgullo.
CAPÍTULO 11

T ras la conmoción al enterarse de que el individuo andrajoso con el que se había


cruzado en más de una ocasión podía ser el hijo de los Bruce, el deseo de asistir
aquel sábado a la cena en su casa se multiplicó. Le costaba entender que un
caballero escogiera vivir en la indigencia a hacerlo en una gran mansión, como imaginaba sería
la de sus anfitriones.
Tenía claro que, por diferentes motivos, sería una temeridad preguntar abiertamente por el
joven que, desde hacía días, invadía su pensamiento. Sin embargo, confiaba en poder averiguar
algo más de él durante aquella velada. De quién sin duda lo haría sería sobre su familia.
Recordaba a la joven hija de los Bruce, ella podía ser una buena fuente de información, si sabía
cómo sonsacársela.
Socializar con los vecinos de su tía tenía muchos alicientes… por desgracia, también había
algún inconveniente: John Prescott; su tía le había anunciado que se encontrarían con él en la
casa de los Bruce. La mera mención de su nombre sirvió para deslucir la ilusión que sentía por
acudir.
Llegaron al hogar de sus anfitriones cuando la luz del día cedía ante la oscuridad de la noche.
Sin embargo, tal circunstancia no impidió que lograra admirar parte de su belleza gracias a las
antorchas que iluminaba el camino que conducía a la entrada. El millar de velas encendidas en el
dentro de la casa también contribuían a apreciar tanto sus grandes proporciones, como la
elegancia de sus formas. El interior era todavía más espléndido: muebles de elaborada factura,
cuadros de artistas reconocidos, estatuas de mármol y alabastro de considerable tamaño… Era un
lugar armonioso y agradable. Recordó la casa familiar y llegó a la conclusión de que, sin ser tan
magnífica como la suya, aquella era, sin duda, una gran mansión, incluso mejor que la de su
propia tía, para su gusto.
Los anfitriones las esperaban en el vestíbulo junto a su hija Leslie, que sonrió a Elisabeth
nada más verla. Se saludaron con una reverencia y pasaron al gran salón, donde algunos de los
invitados habían comenzado a charlar entre ellos con una copa de vino en la mano. Las miradas
de los congregados se dirigieron a ellas al verlas entrar y, al instante, Elisabeth se vio rodeada de
personas desconocidas que la agasajaban con palabras amables. Aquella gente la hizo sentir
como en casa desde el primer momento. Todo estaba marchando a la perfección hasta que un
nuevo huésped hizo su aparición.
John Prescott, con la mirada tan altiva como su postura, recorrió el salón con los ojos hasta
detenerlos por un instante en ella. Lady Anne, al verlo de pie, estático bajo el vano de la puerta,
hizo ademán de acercarse a él. Elisabeth se lo impidió asiéndola por el brazo con disimulo.
—¿Qué haces, muchacha? —murmuró torciendo el gesto e intentando zafarse del agarre de
su sobrina.
—Por favor, tía, no se ponga en evidencia —la advirtió en el mismo tono para evitar que la
oyeran—. Espere a que él se acerque a usted.

Con cara de fastidio, su tía movió la cabeza, mostrando su acuerdo. Debía admitir que su
sobrina tenía razón, era un desatino que una mujer de su posición se rebajarse a ir al encuentro de
un hombre de una posición tan inferior a la suya.
A pesar de estar rodeadas, nadie pareció darse cuenta de su intercambio de palabras, nadie a
excepción del capitán, que tenía la mirada fija en ellas dos.
Tras los saludos de rigor, comenzaron a formarse corrillos. Elisabeth estaba rodeada de un
grupito de jóvenes, todos ellos interesados en conocer su opinión sobre las Tierras Altas y en si
se iba acostumbrando a la vida allí. Al ir a contestar una de esas preguntas, algo detrás del
muchacho que le hablaba llamó su atención: Prescott lucía en su corbatín el broche que, según él,
le había desaparecido. Desvió los ojos a sus manos y allí encontró también los anillos
desaparecidos. Se puso furiosa. Estaba convencida de que la supuesta pérdida de aquellos objetos
había sido un ardid para conseguir un nuevo regalo de manos de su tía.
—Si me perdonan —se excusó con los que estaban con ella—, me gustaría saludar como es
debido al capitán.

—Por supuesto, Lady Elisabeth —contestó uno de los caballeros que la rodeaban—. Tengo
entendido que suele visitar la casa de su tía —apuntilló, destilando ironía en su tono.
Que se murmurara acerca de un miembro de su familia a sus espaldas la enfurecía y aquel
comentario delataba que aquellos individuos lo hacían. Aunque no podía culparlos, su tía no era
precisamente discreta. Les dedicó una sonrisa de compromiso y cogiéndose el bajo de su falda
celeste, se aproximó al hombre que detestaba que charlaba animadamente con el grupo de su tía.
Al llegar hasta ellos, inclinó la cabeza a todos antes de hablarle directamente a él.
—Vaya, capitán —comenzó con un fingido tono de interés—, observo que ha recuperado las
piezas que le habían desaparecido —concluyó señalando su pechera.
—¡Elisabeth! —exclamó Anne, disgustada por la falta de tacto que mostraba.

—¿Tía? —preguntó haciéndose la inocente.


John entendió de inmediato que Elisabeth había adivinado su juego, pero no pensaba dejarse
ganar. Aunque tampoco estaba dispuesto a devolverle a la vieja gorda su último regalo.
—Por suerte, así ha sido. No recordaba que las había mandado limpiar —improvisó
fingiendo una sonrisa que no la engañó.
—Claro. —Debería haberlo dejado ahí, pero no pudo contenerse—: Un descuido de lo más
oportuno.

—¡Elisabeth! —volvió a amonestarla Lady Anne, desconcertada con la actitud de su sobrina.


Ella la miró con cara de niña buena, se encogió de hombros y se fue, con el pretexto de que
su grupo la reclamaba.
John echaba fuego por los ojos cuando la vio alejarse. Esa niñata no sabía bien con quién se
la estaba jugando. Dejarlo en evidencia delante de gente tan distinguida, en particular la vieja,
era algo que no iba a tolerar. La había advertido en una ocasión, lo haría una segunda. Esperaba
encarecidamente no tener que hacerlo una tercera… “Aunque, pensándolo mejor” —se dijo—“se
me ocurre una manera fantástica de escarmentar a la puta niña”
***
Tras la cena, las señoras pasaron al salón mientras los caballeros tomaban una copa de
whiskey alrededor de la mesa en la que habían cenado. La conversación fluía entre las mujeres,
sin tener en cuenta la diferencia de edad que hubiera entre ellas. Los temas variaban entre los
vestidos que llevaban, la proximidad del mal tiempo —algo que dejó perpleja a la joven; no
entendía cómo era posible que empeorara—, de los caballeros que bebían a una puerta de ellas…
Llegados a ese tema, tanto Leslie como Elisabeth, las más jóvenes de la reunión, tuvieron que
soportar las insinuaciones de las demás damas y el bochorno que les hicieron sentir. Parecía que
la posibilidad de emparejarlas con algunos de sus conocidos se había vuelto una cuestión
esencial. Respiraron aliviadas cuando la puerta que separaba la sala del comedor se abrió dando
paso a los hombres ya que los comentarios cesaron como por ensalmo.
Elisabeth, giró sobre sus talones con el propósito de volver a cerrar las hojas de madera, dado
que era la más próxima a ellas. Viendo su intención, el capitán se dispuso a hacer lo mismo. En
realidad, su intención era mantener una breve charla con la joven sin que hubiera testigos,
aprovechando que el resto de los invitados estaba distraído hablando.
—Es la segunda vez que interfiere en mis asuntos, Milady —escupió con desdén,
agarrándola del brazo con disimulo, pero con contundencia—. Espero por su bien que no haya
una tercera. De haberla, no me comportaré de forma tan amable, se lo prometo.
Estrechó el agarre un poco más antes de soltarla y volverse con una sonrisa fingida hacia la
concurrencia, que no se había dado cuenta de lo ocurrido entre ellos.
Elisabeth no podía creerse lo que acababa de pasar. Ese hombre era el mismo diablo, tan
peligroso como un áspid venenoso. Le faltaba el aire, necesitaba escapar de esa sala, pero no
encontraba la excusa para hacerlo. Se quedó en un rincón, apoyada en un mueble, observando
cómo interactuaban los demás, ajenos a su turbación. El capitán parecía encantador, desplegando
todo un manto de amabilidad entre las damas, bromeando con los caballeros, haciéndole ojitos a
su tía… y poniéndola a ella cada vez más enferma.
De repente, paseando la mirada por los rostros de los allí reunidos, se fijó en el de Lady
Bruce. A diferencia del resto, ella parecía ausente, sin atender a lo que se decía en la reunión. La
mujer miraba con insistencia a una persona en concreto: Lady McGuire, su hermana. Elisabeth
estudió a ambas mujeres, deteniéndose en la tensión de sus gestos. Por fin, de manera casi
imperceptible, Lady McGuire le hizo un gesto con la cabeza a su hermana, señalándole la
cristalera que daba al jardín. Gracias a la animada conversación, los movimientos de las dos
hermanas pasaron inadvertidos: Lady Bruce se deslizó disimuladamente hacia el exterior,
seguida de su hermana. Aquel comportamiento llamó la atención de la joven y la instó a
imitarlas.
No las localizó de inmediato. A pesar de no haber tardado más de un par de minutos en ir tras
ellas, las dos mujeres no se veían por ningún lado. Las antorchas, que a su llegada iluminaban el
camino, ya se habían consumido y solo quedaba alguna diseminada por aquí y por allá, lo que
conseguía una oscuridad casi completa. Tampoco la luz de la luna, creciente aquella noche, le
servía de gran ayuda por culpa de unos negros nubarrones que la cubrían casi en su totalidad.
Agudizó el oído mientras deambulaba por el césped húmedo que tenía a sus pies. Fue apenas un
murmullo el que la alertó del camino que habían seguido las hermanas. Las halló amparadas por
unos setos que asimismo le ofrecían refugio a ella. Se pertrechó tras ellos, lo más cerca de las
mujeres como le fue posible sin revelar su presencia y prestó atención a lo que decían, decidida a
escuchar qué se llevaban entre manos aquellas dos.
—¿Estás segura? —preguntaba Lady Bruce en ese instante.
—Bueno, Meg, ya sabes cómo son estas cosas. Nadie puede afirmar con entera certeza que se
trate de él. Sin embargo, todos los indicios apuntan a que sí lo es.
—¡Mi pobre hijo! Llevo tanto tiempo sin verlo. ¿Sabes si está bien?
—No sé más que lo que te he explicado. Mi doncella me contó que había oído el rumor por el
mercado de que se había visto a un hombre con las características de Neil escondido en el
bosque.
El corazón de Elisabeth empezó a palpitar con fuerza. Al seguir a aquellas damas, jamás
hubiera imaginado que iban a hablar sobre el joven Bruce. Con un poco de suerte, era posible
que aquella noche averiguara algo más sobre él.
—Me gustaría poder contactar con él, verlo, ayudarlo en la medida de lo posible y sin que mi
marido lo supiera.

—Sabes de sobra que eso es imposible. Si realmente es él, no debe dejarse ver abiertamente,
y tú siempre vas acompañada de alguien… Correríais un riesgo demasiado grande.
—¡Pero es mi hijo!
—¿Crees que no me doy cuenta? —preguntó Lady McGuire con desánimo—. Pero el peligro
que correríais ambos, en especial él, no es asumible.
—¿Qué puedo hacer para ayudarlo? ¿Qué puede hacer él para deshacerse del acecho del que
es víctima?
—No lo sé. Pensaré en ello, no te preocupes. De todas formas, no quiero que te hagas
ilusiones. Tal vez no se trate de Neil.
—Debería huir —aventuró Lady Bruce con la voz enturbiada por el sufrimiento sin hacer
caso de la última declaración de su hermana—. Si yo pudiera darle el dinero que necesita para
irse de Escocia… Podría emigrar… quizás a América. Allí le resultaría fácil desaparecer.
—Pero Meg, si hiciera eso no lo volverías a ver.
—Lo sé. ¡Claro que lo sé! Pero no viviría con el miedo a que lo encuentren y… ¡A saber qué
harían con él esos ingleses!
—Te entiendo. Yo también sufro por él. No te preocupes, entre las dos encontraremos la
manera —la reconfortó con tono suave—. Y ahora que ya te he contado lo que he oído, será
mejor que volvamos. Alguien puede notar nuestra ausencia.
—Sí, será lo mejor.
Al ver que se movían, Elisabeth, con un sigilo extremo para evitar ser descubierta, se deslizó
hacia el lado contrario al que se dirigían ellas. Observó la imagen de las dos, encorvadas y tristes
caminando cogidas del brazo. Estaba segura de que, al llegar junto al resto de invitados,
volverían a mostrarse despreocupadas para que nadie adivinara su verdadero estado de ánimo, y
eso la apenó.

Pensó que ella debería hacer lo mismo, volver a la mansión. Sin embargo, la conversación
que había oído la tenía tan intrigada que necesitaba unos instantes para meditar sobre ella. Tras lo
escuchado tuvo la corazonada de que, efectivamente, el hombre de la playa era Neil Bruce. Una
vez estuvo segura de que las dos hermanas se encontraban de nuevo en la sala con los demás,
salió de su escondite y comenzó a pasear sin rumbo fijo por el jardín, ajena al frío de la noche.
No supo si realmente había detectado un ruido detrás de unas matas de helechos que había a
su espalda o simplemente lo había imaginado. De todas formas, se giró con rapidez.
—¿Quién anda ahí?

No obtuvo respuesta, pero sí la confirmación de que no estaba sola. Una figura impresionante
surgió de entre los matorrales y se la quedó mirando con fijeza: Neil Bruce.
***
No había podido resistirse. Desde que supiera que sus padres darían una cena en honor a la
joven inglesa, había estado dándole vueltas a la posibilidad de colarse en los jardines y
contemplarla… a ella y a su familia, ya que desde aquel domingo que los observó en la iglesia,
no había tenido la oportunidad de volver a verlos.
Para él fue una sorpresa ver a su madre y su tía escabullirse a hurtadillas y refugiarse en el
logar más recóndito del jardín para hablar. Y todavía lo fue más escuchar lo que decían. Sintió
que se le partía el corazón cuando su madre se desmoronó al pensar en sus penurias. Por más que
se hubiera puesto del lado de su padre, su madre seguía queriéndolo y aquella era la prueba.
Aunque, en realidad, no la había necesitado. Sabía de sobras lo que su madre sentía por él. Por
desgracia, y a pesar de compartir su deseo de reunirse con ella, no volverían a estar cara a cara.
Aquella idea lo crucificó. Pero su madre había puesto de manifiesto una idea que él ya había
estado barajando con anterioridad; sería su salvación, si pudiera llevarla a cabo: América.

No se percató de que había alguien más en el jardín hasta que su madre y su tía
desaparecieron por el ventanal de la sala. En ese momento, una figura solitaria había comenzado
a caminar con aspecto pensativo. Sintió como un fogonazo de inquietud… y de interés al
comprobar que se trataba de la inglesa. Estaba claro que había escuchado la conversación de las
dos mujeres. ¿Qué haría ella con esa información?
Entonces tomó una decisión, se arriesgaría con ella. Por extraño que pareciera, siendo él un
escocés perseguido por la milicia inglesa y ella hija de una de las más importantes familias
británicas, confiaba en ella. Cuando apareció frente a la chica, rogó por no haberse equivocado.
CAPÍTULO 12

E lisabeth estaba atónita, tanto que era incapaz de articular palabra o moverse ni
lo más mínimo. Delante de ella estaba Neil Bruce, ya no cabía ninguna duda.
Cuando pudo superar su asombro, recayó en la gravedad que suponía para él estar
en aquel lugar y con tanta gente merodeando. Si alguien lo descubría sería su fin.
—¡Lord Bruce! —exclamó cuando logró encontrar la voz.
—No me llame así, señorita. Perdí el dudoso privilegio de utilizar ese nombre hace ya
mucho.
Se lo quedó mirando, embelesada, estudiando su fisonomía y su figura. Era un hombre
esplendido, a pesar del desaliño que presentaba. Se moría de ganas de conocer su historia. Era
inaudito que un caballero de su posición renunciara a todo, incluso a su vida, por unos ideales.
—No debería estar aquí —le aconsejó la joven echando un vistazo por encima de su hombro
—. Si lo descubren…
—Conozco los riesgos que corro. Sin embargo, esta fue mi casa hace años… no pueden
arrebatarme también el placer de pasearme por sus jardines de vez en cuando.
Al oír sus palabras, Elisabeth se dio cuenta de que se encomendaba a ella. Con la
información que le había facilitado, que frecuentaba la casa de su familia, había puesto en sus
manos su vida. De ella dependía que siguiera siendo un hombre libre o no y se dio cuenta de que
por ella no perdería la libertad. Él pareció captar el momento exacto en que Elisabeth tomaba la
decisión de guardar silencio.
—No obstante, usted no debería pasear sola de noche, ni tan siquiera en los jardines de gente
tan ilustre —continuó, remarcando las últimas palabras— como con sus anfitriones. Ya ha visto
que cualquiera puede colarse en ellos —concluyó haciendo una reverencia.
—Dudo que alguien, a excepción de usted, fuera tan osado como para irrumpir en este lugar.
—No sabe de lo qué es capaz un hombre desesperado y hambriento.
—Tiene razón, no lo sé. —Durante unos segundos, no dijo nada más. Al cabo, añadió—:
Pero no me importaría que alguien me lo contara.
La invitación estaba hecha. Neil no supo si aquello era una muestra de valentía o de
estupidez. ¿Qué mujer en su sano juicio le pediría a un proscrito que le contara su historia?
Sonrió para sí; esta, sin duda. Al parecer, la primera imagen que se había formado de ella estaba
errada por completo. Sería interesante averiguar qué escondía aquella hermosa y dulce cara.
—Supongo que no —acordó él acercándose un paso—. Pero no aquí. No ahora.
—Y, ¿cuándo cree usted que sería un buen momento? —replicó Elisabeth sin apartarse.
Decididamente, aquella mujer era una insensata, ni siquiera sabía realmente la clase de
hombre que podía ser y sin embargo…

—Será mejor que vuelva a la casa, señorita —dijo Neil señalando las ventanas iluminadas
por las velas—, deben estar echándola de menos y no creo que tarden en venir a buscarla.
Elisabeth giró la cabeza para comprobar si se había movido alguien de la sala con la
intención de ir a buscarla. Nadie lo había hecho. Cuando se volvió hacia él para asegurarle que se
equivocaba, se encontró con la nada. El jardín estaba vacío. Neil había desaparecido con tal
sigilo que pareció como si hubiera estado hablando con un fantasma. Se quedó mirando durante
unos minutos la negrura que cubría la noche y suspiró con resignación antes de emprender el
regreso a la reunión. En el último momento, cuando sus pies estaban a punto de atravesar el
umbral de cristal, miró por encima de su hombro, como si algo la llamara a gritos en silencio. De
haber podido, habría jurado que la silueta del hombre con el que acababa de charlar un momento
antes, la saludaba desde la distancia.
—¿Dónde se había metido, Elisabeth? —le salió al paso Leslie al verla aparecer—. La he
estado buscando. Ha desaparecido tan de repente que pensé que se había indispuesto.
—No… Bueno, tal vez un poco. Me dolía ligeramente la cabeza y preferí tomar el aire antes
de que se convirtiera en una jaqueca.

—¡Qué curioso! —Exclamó la joven Bruce—. Debe haber sido el vino, porque a mamá y a
tía Mary les ha ocurrido lo mismo.
Al escuchar sus nombres, las dos mujeres voltearon la cara con una rapidez inusitada y la
miraron con una mezcla de curiosidad y alarma. Al parecer, ellas no habían recaído en su falta.
Ni ellas ni nadie, por lo visto, porque después de las hermanas, el resto de los presentes también
se paró a mirarla.
—¿Se encuentra mal, Milady? —preguntó el capitán ocultando su regocijo al pensar que era
posible que su malestar se debiera a su… advertencia.
Un murmullo de voces se unió a la pregunta.

—Estoy perfectamente, muchas gracias por su preocupación. Solo ha sido un instante y el


aire fresco lo ha solucionado.
—¿Aire fresco? —preguntó un hombre barrigón ataviado con una chaqueta de terciopelo
granate que no podía cerrar sobre su prominente abdomen—. Pero si parece que estemos en la
estepa siberiana. Hoy hace una noche particularmente fría, diría yo.
Elisabeth miró entonces sus brazos, cubiertos por un fino mantón de hilo y comprobó que su
piel estaba erizada y roja, sin duda debido a la baja temperatura del exterior, pero que,
emocionada por el encuentro con aquel hombre que suponía un misterio para ella, no había
notado.

Pasó el resto de la velada más bien ausente. Se esforzó en disimular, a base de sonrisas y
asentimientos de cabeza, que su mente se hallaba en otro lugar, como si realmente estuviera
siguiendo la conversación que se mantenía a su alrededor, sin estar segura de haberlo conseguido
del todo. Sentía el impulso de pedirle a Leslie, sentada a su lado, que le hablara de su hermano,
pero sabía que hacerlo era imposible sin levantar sospechas. No recordaba que ninguno de los
presentes lo hubiera mencionado ni esa noche ni con anterioridad, y resultaría extraño que una
recién llegada conociera la existencia de alguien al que nadie nombraba y que era un proscrito,
además de haber sido repudiado por su padre. Por mucho que le molestara, tendría que esperar a
que él diera señales de vida, a pesar de que se muriera por saber cualquier cosa sobre aquel
hombre.
***
—Tenemos que quedar una tarde para tomar el té —dijo Leslie a modo de despedida—.
¿Qué le parece venir la próxima semana? Y no se olvide de traerse a su mascota. Estoy deseando
conocer a ese perrito tan simpático que me ha descrito.
—Gracias por el ofrecimiento —sonrió al recordar a Pulgas, que se había quedado en casa—,
pero tendré que consultarlo con mi tía.
La joven Bruce sonrió también, le pidió que esperara alzando la mano y se dirigió a Lady
Russell.
—Milady, nos sentiríamos muy honradas mi madre y yo si accediera a venir a tomar el té con
nosotras cualquier tarde de la semana que viene —miró a su madre para asegurarse de que estaba
de acuerdo y al ver su cara de aprobación, concentró su atención en la anciana.
—Estamos muy ocupadas, no obstante, intentaremos hacer un hueco en nuestra agenda —
concedió Anne sin demasiado entusiasmo.
Y por alguna razón que escapaba de su entendimiento, Elisabeth se sintió feliz ante la idea de
compartir un rato a solas con la madre y la hermana de Lord Bruce hijo, aun a sabiendas de que
no podría hablar de él.
***
Neil, escondido entre los árboles del camino, observó cómo el carruaje en el que viajaba la
joven inglesa salía de la finca de su familia y tomaba el camino hacia Stuart Castle seguido de
otros vehículos que lo hicieron con dirección a sus respectivos hogares.
Aquella muchacha… tenerla tan cerca había sido todo un reto. El aroma que desprendía, el
brillo de sus ojos, sus labios carnosos… eran irresistibles. Para su desconcierto, había tenido una
potente erección al tenerla delante. Su impulso había sido el de comportarse como el animal en el
que algunos creían que se había convertido: tirarla sobre el manto de hierba, subirle las faldas y
follarla hasta hacerla gritar su nombre. Sin embargo, él no era una bestia y ella, por añadidura,
era una dama que no se merecía un trato tan salvaje, por muy inglesa que fuera. Además, en las
pocas palabras que habían intercambiado, había comprobado que era una joven con la que el
placer físico no era el único del que se podía disfrutar.
Rememorarla le provocó una nueva erección. Debía estar volviéndose loco. O tal vez era que
la soledad le estaba jugando una mala pasada después de cinco años… Pero no. No se trataba de
eso y lo sabía. Aunque no tanto como a la inglesita, había tenido cerca a otras muchachas,
muchas de ellas de una belleza extraordinaria y nunca se había sentido tan excitado. Sabía que lo
más sensato era poner distancia entre ellos, no volver a cruzarse en su camino… Sin embargo,
dudaba de ser capaz de seguir su propio consejo.
En ese momento, arrancándolo de sus pensamientos, se oyeron los cascos de un caballo
solitario. Achicó los ojos, tratando de comprobar de quién se trataba. Una mueca de odio se
perfiló en su rostro cuando comprobó de quién se trataba: Prescott. Lo siguió con los ojos hasta
que desapareció en la bruma nocturna mientras sentía cómo la bilis subía hasta su boca. Odiaba a
ese engendro despreciable; no podía remediar que todo su ser se revelara cada vez que veía cómo
el asesino de tantos compatriotas, de tantos amigos, caminaba por su casa, por sus tierras, por su
país con tanta desfachatez e impunidad. Se la tenía jurada y por su vida que aquel desgraciado se
las iba a pagar.
***
El breve camino de vuelta estuvo presidido por un silencio casi sepulcral. Helen, a
consecuencia del sonido amortiguado que hacían las ruedas sobre el camino, dormitaba en su
asiento. Anne, a tenor de las cabezadas que daba, parecía hacer lo mismo. Aquella circunstancia
le ofrecía a Elisabeth la oportunidad de recrear el momento vivido con Neil.
Se sorprendió a sí misma al darse cuenta de lo mucho que le apetecía volver a compartir su
compañía. Asimismo, se dio cuenta de que, a pesar de haberlo visto bien dos veces ya, no sabía
si se trataba de un hombre apuesto, dado que su rostro se escondía detrás de una abundante y
desordenada barba. Tampoco tenía claro si era esbelto o no por culpa de los harapos que lo
cubrían. Sin embargo, a tenor de su altura y de la anchura de sus hombros llegó a la conclusión
de tenía un cuerpo digno de admirar. De repente, se sintió acalorada al pensar en él, a la vez que
sentía como un cosquilleo desconocido le atravesaba las entrañas.
Cuando llegó a su destino seguía desorientada; ignoraba qué le acababa de ocurrir, pero la
sensación había sido tan placentera que deseó que se repitiera de nuevo.
CAPÍTULO 13

L a mañana se le hizo eterna; ninguna de sus tareas lograba que olvidara lo


ocurrido la noche anterior, y eso que, debido a las altas horas en que llegaron la
noche, tanto ella como su tía se habían levantado más tarde que de costumbre.
Durante el desayuno, ninguna de las dos pudo disimular su cansancio ni algún que otro bostezo
que las hizo reír con complicidad.
Delante de una mesa bien abastecida, las dos mujeres comían en silencio, cada una
fantaseando con un hombre distinto. Anne, en un aparte durante la velada, le había arrancado a
John la promesa de que pasaría una noche en la mansión, según sus palabras, para alargar la
sobremesa sin la presión de verse obligado a volver al cuartel en cuanto acababan de cenar. Su
propuesta, por más que la adornara, dejaba claro su propósito, y el capitán supo al instante que
había llegado el momento de pagar los presentes recibidos.
Elisabeth, por su parte, recreaba una y otra vez su charla con Neil Bruce: evocaba su tono de
voz, grave y profunda; su complexión, grande y sólida; sus palabras, enigmáticas y rígidas…
Estaba deseando acabar todo lo que debía hacer y salir con Preciosa, albergando la esperanza de
encontrarlo en el camino.
Así pues, en cuanto pudo, no tan pronto como hubiera deseado, se escabulló a las cuadras
donde montó en la yegua que ya consideraba un poco suya. Como cada vez que tenía la suerte de
que el clima se lo permitiera, se lanzó al galope en cuanto perdió de vista el palacio. Ni el aire
cortante que azotaba su rostro ni el mal estado del camino después de las últimas lluvias
impidieron que impusiera un ritmo frenético a su montura. Estaba deseosa de llegar a la playa y
que Neil estuviera allí. Tenía la esperanza de que aquel día hubiera ido a la costa para recoger los
peces enredados en su rudimentaria red.
Aunque no se lo veía por ningún lado, no se desanimó. Adentró a Preciosa en la arena y
recorrió sobre su lomo la longitud de la playa, con la convicción de que, en cualquier momento,
se toparía con él, tal vez sentado sobre una duna o saliendo a su encuentro de repente desde la
arboleda. No tuvo suerte.
Sin darse por vencida, se adentró en el bosque. Vagó sin rumbo fijo, adecuando el paso de su
montura a las incidencias del abrupto terreno, hasta que la claridad del día fue ocultándose bajo
la frondosidad de los árboles. Cuando se quiso dar cuenta, no sabía dónde se hallaba. Sin
embargo, no se asustó; según había asegurado su tía, la yegua conocía bien el camino de regreso.
Además, continuaba albergando la ilusión de encontrarse con Neil en cualquier momento.
Mucho más tarde, con la lluvia filtrándose por entre las hojas y el frío de la tarde cayendo a
plomo, llegó a la conclusión de que era inútil seguir buscándolo. Parecía obvio que no daría con
él. Con una punzada de decepción, giró grupa en busca del camino de vuelta a casa. Durante más
de media hora, y mientras la oscuridad se iba haciendo dueña de cuanto la rodeaba, recorrió el
aquel laberinto de raíces, troncos y arbustos sin lograr encontrar el sendero que la llevara de
regreso a la mansión. Aquello estaba empezando a complicarse en exceso; apenas veía por donde
pasaba y Preciosa no daba muestras de reconocer nada de todo aquello.
El corazón comenzó a palpitarle con furia; si no localizaba pronto una senda conocida, muy
probablemente no podría salir de allí en toda la noche. El helor, que cada vez más intenso, se
aferró a sus extremidades como una serpiente sinuosa, los sonidos del viento y el ulular de
algunas aves le pusieron los vellos de punta. Estaba entrando en pánico y todo por su inclinación
a meterse en líos. ¿Quién la mandaba a ella intentar descubrir los misterios que entrañaba aquel
hombre?
La jaca cada vez daba pasos más lentos y desorientados por culpa del fangal en que la lluvia
estaba convirtiendo la tierra; tendría que hablar seriamente con su tía sobre la supuesta buena
memoria que tenía Preciosa. Para cuando oyó el ruido de unas ramas romperse a su espalda,
estaba ya al borde de las lágrimas. A pesar de la negrura, se giró sobre la silla, tratando de
averiguar qué había producido aquel sonido y rogando al cielo que no fuera un animal. De
repente, una sombra alargada y enorme apareció de la nada, dejándola petrificada.
Al principio no lo reconoció. Con cada fibra de su ser temblando despavorida, no se atrevió a
moverse mientras la sombra se acercaba cada vez más a ella. Únicamente respiró aliviada cuando
lo tuvo a escasas tres yardas y supo de quién se trataba.
—Señorita —saludó Neil con una inclinación de cabeza—, no debería andar sola y a estas
horas por el bosque. Es peligroso y se puede perder.
—Si tengo que ser sincera —dijo ella imitando su gesto—, ya estoy perdida. Estaba
empezando a pensar que tendría que pasar la noche al raso.
—No creo que fuera una buena idea. Hace frío, llueve y usted no va vestida
convenientemente para pasar una noche a la intemperie.
—Por suerte me ha encontrado a usted, que era a quién yo había venido a buscar.
—No ha sido una buena idea, si me permite que se lo diga.

—Es posible —tuvo que reconocer mientras un escalofrío la recorría entera—. Pero deseaba
continuar la charla que comenzamos anoche y no se me ocurría mejor manera que salir en su
busca.
—Una señorita como usted no debería querer relacionarse con alguien como yo. Recuerde
que soy un proscrito —dijo con voz profunda y sin dejar de mirar sus ojos, casi invisibles a causa
de la oscuridad reinante.
—Ya lo sé. Sin embargo, no me pregunte porqué, me interesa mucho conocer qué lo llevó a
esta situación.

—Es una historia larga y es tarde. Su tía debe estar muy preocupada por usted. —Cogió las
riendas de Preciosa—. La acompañaré hasta el camino para que pueda llegar sana y salva a su
casa.
—Se lo agradezco mucho. —Durante unos instantes se mantuvo en silencio—. Pero tengo
que advertirle que soy muy persistente y no pararé hasta haber mantenido una conversación con
usted y me haya explicado cuanto quiero saber.
—Buena suerte con eso.
—¿Me está diciendo que no me lo va a contar? —preguntó extrañada a la vez que se le
formaba un delicioso mohín.
—Usted misma lo ha dicho, señorita.
—Elisabeth, mi nombre es Elisabeth.
—Muy bien, Beth, no creo que sea de su incumbencia cómo he llegado hasta esto —dijo
extendiendo la mano libre hasta abarcar cuanto los rodeaba.

—¿No quiere que seamos amigos?


Él se rio. Fue una carcajada limpia y sonora que provocó que algunos pájaros emprendieran
un corto vuelo.
—Usted y yo nunca podremos ser amigos, Beth. Usted es inglesa, lo que significa que es
enemiga de mi tierra y mis gentes —argumentó sin separar la vista del camino—. Es muy difícil
hacerse amigo del adversario.
—En eso se equivoca —negó de forma rotunda—. Yo no tengo nada que ver con esta
absurda disputa entre ingleses y escoceses. Soy solo una persona intentando conocer a otra.
—Mire, ya hemos llegado —anunció sin hacerse eco de lo que acababa de oír—. Si sigue el
sendero llegará directamente a su casa

—¿Cuándo volveré a verlo?


—No lo sé. No creo que eso vuelva a ocurrir.
—Soy muy terca, se lo aseguro. Seguiré intentándolo.
—Ya se lo he dicho: buena suerte con eso.
Le devolvió las riendas y al hacerlo, sus rudas manos rozaron las enguantadas de Elisabeth.
El fuego se extendió por su cuerpo con violencia, alterando todo su organismo y confundiendo
sus sentidos.

—Adiós, Lord Bruce —balbució.


—Ya le dije que ese no soy yo. —La voz le salió densa, sensual, hipnotizante…
—Adiós Neil, entonces. —Inclinó la cabeza con un suspiro escapando de su pecho.
—Adiós, Beth.
Y, en menos de un segundo, el hombre desapareció de su campo visual como si nunca
hubiera estado allí.
CAPÍTULO 14

D os semanas más tarde seguía sin haber logrado dar de nuevo con Neil; su nivel
de frustración estaba llegando a cotas insoportables. La noche en que se perdió,
su tía la recibió con una gran reprimenda seguida de un fuerte abrazo que la
descolocó; era la primera muestra de cariño por parte de la mujer, algo que, desde luego, no
hubiera sospechado nunca después de haberla desobedecido.
—Me has dado un susto de muerte, chiquilla —confesó la dama mientras le frotaba los
brazos convenciéndose de que estaba ilesa—. Estás a mi cargo, eres parte de mi familia, y si te
pasara algo, yo…
—Estoy bien, tía, no se inquiete. Me distraje siguiendo a un cervatillo que pasó por delante
de mí —improvisó—. Me adentré en el bosque y me ha costado mucho volver a salir de allí.
—El bosque es peligroso, muchacha. No son solo los animales los que acechan… Podrías
haberte encontrado con algún indeseable y…
—Por fortuna, no ha sido así —dijo, y en su mente se formó la imagen de Neil.
—Sí, ha sido una auténtica suerte, gracias a Dios —suspiró la anciana separándose de ella—.
A partir de ahora, será mejor que no salgas a cabalgar.
—Pero tía, he aprendido la lección. —Se alarmó ante la perspectiva de no montar de nuevo
—. No volveré a salirme del camino conocido, se lo prometo.
—Está bien, ahora no es el momento de hablar de eso. Debes estar agotada —chasqueó los
dedos y al instante, el ama de llaves se presentó ante ellas—. Ahora, ve a tu habitación a
descansar. La señora Benning se encargará de subirte algo de cena.
—Muchas gracias, tía.
—No me las des —dijo recuperando su habitual seriedad—. Mi obligación es velar por ti.
—De todas formas, gracias.
—Está bien, las acepto —accedió intentando reprimir una de sus escasas sonrisas—. Hasta
mañana, Elisabeth.
—Hasta mañana, tía.
Desde entonces, sus salidas con Preciosa eran escasas. Lady Anne accedió a dejarla montar
de nuevo, aunque con algunas condiciones: por un lado, si las inclemencias del tiempo lo
permitían, y por otro, arrancándole la promesa de que no volvería a adentrarse en el bosque bajo
ningún concepto. Ella aceptó de buena gana; era la manera de salirse con la suya. Con lo que no
contaba era con que la climatología se pusiera en su contra. Por culpa de la lluvia no había tenido
más que dos ocasiones para subirse a lomos de su yegua, ambas infructuosas a su parecer dado
que no había dado con Neil, y tras las que había regresado más frustrada si cabía.
Esa era la razón por la que se paseara por los pasillos como alma en pena. Ni siquiera Pulgas,
con su incansable deseo de jugar, conseguía mejorar su estado de ánimo. Se pasaba sus horas
libres mirando por la ventana, intranquila por cómo estaría Neil; con aquel tiempo del demonio,
a saber si se encontraba bien o había caído enfermo. Se preguntaba a menudo si tendría un buen
escondite, si podría salir a cazar para alimentarse… si la echaba de menos tanto como ella a él.
Porque tenía que reconocerse a sí misma que, a pesar de haber coincidido con aquel hombre en
pocas ocasiones, se sentía atrapada por su persona.
Con la excusa de la invitación que le hiciera Leslie la noche de la cena, acudió a casa de los
Bruce con su tía, una semana más tarde de lo acordado. Estaba deseando sonsacarle a su amiga
alguna información sobre su hermano. Tras la consabida infusión, acompañada, cómo no, de un
buen surtido de pastas y sándwiches, y con mucha diplomacia, persuadió de tal forma a la joven
para que le mostrara la mansión que había terminado creyendo que era idea suya enseñársela.
—Este es mi cuarto —dijo orgullosa Leslie al abrir una de las puertas—. ¿Qué te parece?
Estoy pensando en cambiar el color de las cortinas. Tú qué me aconsejas.
—Es precioso, Leslie; muy agradable y amplio. Yo no lo tocaría.
—¿En serio?
—Completamente.
Tras la indispensable revista al dormitorio de la joven Bruce, siguieron recorriendo el pasillo
de las habitaciones hasta llegar a una que la muchacha pasó de largo.
—¿Qué hay detrás de esta puerta? —preguntó Elisabeth parándose delante.
—Nada –su respuesta sonó nerviosa, y el hecho de que la tomara del codo para instarla a
seguir, le confirmó que lo estaba.
—No me puedo creer que no haya nada —insistió intentando mover el pomo.
—Bueno, sí, hay algo, pero…
—Me encantaría verlo, por favor, Leslie —pidió fingiendo un puchero.

—¡Está bien! Lo hago porque somos amigas. Pero si mi padre se entera de que hemos
entrado aquí, lo pagaré muy caro.
—Yo no pienso decirle nada, ¿y tú?
—Por supuesto que no —afirmó con una risilla cómplice.
Ambas miraron a los lados, comprobando que nadie las veía, y solo cuando estuvieron
seguras, Leslie movió la manivela. La puerta, que, extrañamente no estaba cerrada con llave,
cedió con un ligero crujido que las obligó a volver a mirar a todos lados para asegurarse de que
nadie había oído aquel sonido. El interior encerraba, sin duda, un dormitorio masculino.
Dominaba el color verde musgo y sobre los pies de la cama, descansaba un tartán de ese mismo
color mezclado con rayas rojas y negras que Elisabeth dedujo, representaban a su clan. Miró con
curiosidad a Leslie señalando el trozo de tela.
—Era la habitación de mi hermano, Neil —explicó llevándose las manos unidas al pecho—.
Está tal y como la dejó al partir para unirse a las tropas escocesas —se encogió de hombros con
los ojos brillantes por las lágrimas no derramadas—. Mi padre ordenó que nunca, nadie, bajo
ningún concepto, volviera a traspasar ese umbral. Dijo que su hijo había muerto para él. Y lo
cierto es que no sé si verdaderamente es así o si sigue con vida. Desde aquel fatídico día, no
hemos vuelto a saber de él —sonrió con tristeza y reprimió romper a llorar haciendo gala de un
esfuerzo sobrehumano—. Creerás que estoy loca, pero en ocasiones tengo la sensación de que
está cerca, de que nos observa desde algún lugar escondido —meneó la cabeza como si quisiera
restarle importancia a sus palabras—. No me hagas caso, por favor. A veces digo tonterías.
Elisabeth se acercó a ella y le tomó las manos que tenía aferradas a su pecho.
—No creo que sean tonterías. Lo que creo es que le echas mucho de menos. Eso te honra.

—Por favor, no le digas a nadie que hemos estado aquí ni que te he hablado de Neil. Es un
tema tabú en esta casa. Para mi padre es una vergüenza que su hijo…
—Te lo prometo —la interrumpió al comprobar lo afectada que se la veía.
Y estaba decidida a cumplir su promesa, pasara lo que pasara.
***
Neil, muy a su pesar, no había podido dejar de pensar en aquella señoritinga londinense que
se mostraba tan diferente a lo que él había imaginado en un principio. Era un sinsentido, pero,
muy a menudo, siempre, a decir verdad, al cerrar los ojos, veía su imagen, su sonrisa, aquella
naricilla respingona y graciosa…
Por más que se enfadara consigo mismo, debía reconocer que, por su culpa, se había vuelto
descuidado. En una ocasión, en su afán de vislumbrarla en la distancia, había llegado incluso a
acercarse tanto a la linde del bosque que bordeaba la casa donde habitaba que a punto estuvo de
ser descubierto.
Había sido testigo de la visita de la joven a la casa de su padre y, por más que le pesara, le
emocionó que tuviera tratos con su familia.
Era de locos. Ella era inglesa, por el amor de Dios, y él un escocés decidido a recuperar la
tierra de sus ancestros. No tenían nada que ver, y sin embargo…

Había sido testigo de una de sus salidas a lomos de su yegua y, en esa ocasión, hizo un
esfuerzo titánico para no acercarse a ella. No sabía si sería capaz de volver a aguantarse las ganas
si la veía de nuevo sin la protección que le proporcionaba la distancia. Estaba convencido de que
saldría a su encuentro, dejando de lado toda su habitual prudencia. Era terrorífico pensar que los
cinco penosos años que había pasado escondido y al margen de todos podían acabar en un
instante por culpa de la fascinación que aquella muchacha había despertado en él. Aun así, su
corazón le decía que lo arriesgaría todo por estar otro rato con ella de presentarse la ocasión.
***
Habían sido unos días bastante convulsos para Elisabeth, con el deseo de ir al encuentro de
Neil bullendo en el pecho y padeciendo la imposibilidad de hacerlo por culpa del clima, contra el
que era imposible luchar. Sin embargo, era terca y no pensaba desistir de su empeño. Al fin y al
cabo, el único aliciente que tenía realmente en aquellas tierras era volver a verlo.
Las noches de los miércoles continuaban siendo su personal castigo semanal. La repulsión
que le provocaba Prescott iba en aumento cada vez que lo veía. En cada encuentro descubría en
él algo que la desagradaba un poco más. Con frecuencia, cuando creía que nadie lo miraba,
Elisabeth lo había descubierto observando la sala con ojos codiciosos. Esa mirada cambiaba al
posarlos sobre Anne; entonces su gesto revelaba, sin disimulo, la aversión que sentía por ella. A
pesar de ello, Elisabeth había decidido no intervenir, siempre que le fuera posible. Tenía la mente
demasiado ocupada en el joven Bruce como para atender los asuntos entre su tía y aquella
cucaracha con chaqueta roja.
***
Aquella mañana, la persistente lluvia que caía sin tregua las jornadas anteriores paró de
forma milagrosa. El cielo, amaneció de un inusual color azul cobalto, libre de nubarrones grises
y mostrando solo algún puñado algodonado diseminándose en lo alto. Ansiosa como estaba,
corrió a reunirse con su tía en el comedor con la idea en mente de suplicarle, si era necesario, que
la dejara disfrutar de aquella tregua climática, para poder cabalgar con Preciosa, dejando de lado
sus quehaceres habituales —cosas que bien podían llevarse a cabo sin su supervisión—.
—Es harto irregular que salgas a estas horas con todo lo que tienes pendiente.
—Por favor, tía, se lo ruego.
—Me hago cargo de las ganas que tienes, pero…
—Por favor —repitió con los párpados bajados y un puchero adornando sus labios.
—¡Está bien! —accedió cogiendo su preciosa taza de porcelana—. Pero no lo tomes como
norma.

Elisabeth saltó de su silla, se colocó detrás de la de su tía y, desde allí, la sorprendió con un
abrazo muy fuerte y un beso en la mejilla.
—Gracias, gracias, gracias.
—Anda, zalamera —sonrió Anne a la vez que intentaba que no se derramara el contenido de
su taza—, siéntate y termina tus tostadas y tus huevos revueltos. Sin desayunar sí que no voy a
permitir que te muevas de casa.
La joven la obedeció al instante, sentándose de nuevo frente a su plato, que no tardó en dejar
limpio. Se aseguró de que no quedara ni una miga antes de ponerse en pie otra vez, volver a
besar a su tía y correr escaleras arriba para cambiarse la ropa que llevaba por la de montar. Tenía
la corazonada de que ese día tendría suerte.
CAPÍTULO 15

S e había convertido en una costumbre arrastrarse al amanecer para salir de su


madriguera, aliviarse, tapar con ramas la boca de la cueva donde llevaba tanto
tiempo viviendo, y buscar algo de comida que echarse al gaznate. A todo eso, desde
hacía unas semanas, se había sumado aproximarse a Stuart Castle cuanto podía, asegurándose
siempre de no correr el riesgo de ser descubierto, y esperar a que la suerte le sonriera con poder
contemplar a aquella inglesita que se le había grabado a fuego en la mente, sin tener en cuenta el
frío o la lluvia.

Hacía más de cinco años que no se relacionaba con nadie, a excepción del bueno de Mac, el
hombre que lo había cobijado en su peor momento, y estaba harto de tanto aislamiento. Seguir
como hasta entonces era la única posibilidad de continuar vivo y lo sabía. Pero pesaba ya
demasiado en su ánimo no poder charlar con normalidad con nadie. Mac cada día estaba más
achacoso, más sordo, más ciego, resumiendo, más viejo y su conversación decaía día a día.
Hablar con Beth le había devuelto parte de su humanidad. Se había agarrado a ese pensamiento
para explicarse a sí mismo el deseo irrefrenable que sentía por estar de nuevo frente a ella,
hablar, escuchar su armoniosa voz cargada de ese acento tan británico…
Ese día, al acabar de tapar la oquedad que daba paso a su hogar, alzó los ojos al cielo y
sonrió. Si algo había aprendido durante los días en que había estado observando a Beth en la
lejanía era que no desaprovecharía la oportunidad que le daba el cielo para salir a montar, lo más
probable que para salir en su busca.
No pensaba desaprovechar la ocasión.
Por una vez, se olvidaría de la precaución que lo caracterizaba y saldría a su encuentro.
***
Elisabeth recorrió el paseo que rodeaba la propiedad hasta llegar al camino que terminaba en
la playa. Al contrario de lo acostumbrado, llevaba a Preciosa al trote, dándose la oportunidad de
otear el bosque con suficiente calma por si veía señales de Neil. A mitad del trayecto, un
movimiento a la derecha llamó su atención y detuvo al animal para averiguar si se trataba de
Neil. En efecto, una masa grande de color pardo se desplazaba entre los árboles a su derecha.
Tiró de las riendas para guiar a su yegua hacia allí a la par que estudiaba con más atención la
frondosidad que se abría ante ella. Lo descubrió a solo cien yardas del camino, erguido, con las
piernas ligeramente abiertas y los puños apoyados en la cintura, mirándola con fijeza desde un
diminuto claro del bosque.
—La estaba esperando, Beth —saludó con una enérgica inclinación de cabeza.
—¿Cómo sabía que vendría? —Preguntó, parando a su montura a escasa distancia de él.
—No lo sabía. Sin embargo, estaba seguro de que lo haría.
Elisabeth hizo el intento desmontar, pero unas manos fuertes y grandes la tomaron por la
cintura antes de que lo consiguiera y, como si de una pluma se tratara, la depositaron de pie en el
suelo.
—Gracias, pero no hacía falta —manifestó sin mirarlo mientras sacudía su falda con las
manos.
—Yo creo que sí hacía falta.
Para Neil, cogerla, aunque fuera un instante, había sido todo un regalo. Para Elisabeth, sentir
el calor que desprendían sus palmas, una inesperada sensación de excitación. Se quedaron uno
frente a la otra, mirándose a los ojos, sin poder moverse, hipnotizados. Fue ella la que rompió
aquel extraño momento volviéndose hacia Preciosa.
—Será mejor que la ate a una rama. —El rubor cubriéndole las mejillas.
Él no replicó. Se limitó a mirar cómo lo hacía sin perderse ninguno de sus movimientos,
atesorando esas imágenes que no sabía cuándo volvería a contemplar.
Una vez que se aseguró de que Preciosa estaba bien sujeta y con follaje a su alcance, se
volvió para enfrentar a Neil, que seguía con los ojos pegados a ella.
—Venga —extendió su brazo hacia la joven—, sentémonos en aquella roca.
Elisabeth asintió con una sonrisa y lo siguió al lugar que le había indicado.
—Bien —soltó nada más sentarse—, y ahora, ¿me va a explicar su historia?
—Depende.
—¿De qué depende? Me prometió que…
—No, no se lo prometí; aunque bien es cierto que me comprometí a hacerlo.
—Entonces, ¿de qué depende que cumpla con lo pactado?
—De que usted también me haga una confesión: ¿qué hace en Escocia?
—Me parece justo.

—Pues empiece.
—Eso sí que no es justo —se quejó creando un mohín con los labios.
—A ver qué le parece esto: yo le revelo un dato y usted hace lo propio. ¿Hay trato? —
preguntó Neil extendiendo la mano.
—Hay trato —respondió ella quitándose el guante y estrechándosela. Al hacerlo, sintió una
calurosa sacudida en todo su cuerpo que le puso los vellos de punta.
—Soy escocés —inició de su narración—, y como escocés, amo a mi tierra, a mi cultura, a
mi país y sus gentes. Esa es la razón de que, durante toda mi vida, haya renegado del dominio
que sus compatriotas ejercen en lo que yo considero mi casa.
—Me parece muy valiente por su parte confesar algo tan delicado y comprometedor a una
total desconocida. Una inglesa, para mayores señas.
—Lo sé.
—¿Y por qué lo hace, entonces?
—Mi intuición me dice que puedo confiar en usted.
Se sintió alagada ante aquella declaración y no pudo frenar que el rubor enrojeciera su rostro.
Una ráfaga de viento removió su larga melena expandiendo a su alrededor la fragancia a lilas
que siempre la acompañaba. Neil aspiró con los ojos cerrados y al abrirlos la encontró
concentrada en él. De nuevo se quedaron mirándose como si nada más en el mundo existiera
aparte de ellos dos.
Neil carraspeó y ladeó los ojos hacia el suelo, seguro de que, si no lo hacía, acabaría
besándola.

—Bien, ha llegado su turno –le recordó antes de volver a fijar la vista en ella.
Elisabeth, le habló brevemente sobre el incidente con el vizconde y de su bochornoso
comportamiento. Del terrible disgusto que había sufrido su padre ante la posibilidad de que lo
sucedido pudiera llegar a trascender, con el consiguiente descrédito que eso supondría para la
familia. Terminó su explicación reconociendo que fue su propia estupidez la que provocó que
Lord Marlborough no tuviera otro remedio que castigarla de alguna manera y la que le pareció
más adecuada fue enviarla allí, con tía Anne.
—Y eso es todo.
—Parece que tenemos el mismo problema.

—¿A qué se refiere?


—A que nuestras dos familias anteponen su nombre y su prestigio a sus retoños, aunque en
su caso, usted pecó en exceso de ingenua, si me permite el apunte.
—Sí —bajó la cabeza avergonzada—, supongo que tiene razón.
—En su descargo diré que hay personas manipuladoras y egoístas que saben jugar sus cartas.
—Parece ser que es una práctica más habitual de la que me imaginaba —reconoció,
recordando cómo el capitán trataba a su tía—. Pero, no cambie de tema; le toca contarme su
historia.
—Está visto que no la he distraído —Elisabeth negó enarbolando una sonrisa—. Está bien…
¿Por dónde sigo? —se acarició el labio inferior de forma reflexiva. Aquel movimiento, en
apariencia inocente, dejó a la muchacha sin respiración durante unos segundos—… Ya sé, mi
padre ha sido un arribista toda su vida. Siempre ha preferido la seguridad que le brindaban los
ingleses, con todo su poderío, a comprometerse con la causa escocesa. Decía que nosotros nunca
ganaríamos a un ejército tan bien entrenado como el del rey inglés, por lo tanto, debíamos
mantenernos junto a los vencedores, si queríamos continuar con nuestros privilegios y no perder
nuestras propiedades. Para él, ser escocés era…, y supongo que sigue siendo, simplemente una
circunstancia sin importancia. Lo crucial para él era que el legado familiar se mantuviera intacto
pasara lo que pasase. Solía decir que, en caso de haberla, los escoceses perderían la guerra. Si
por el contrario éramos nosotros los vencedores, haría valer sus orígenes para congraciarse con
Carlos, el pretendiente al trono de Escocia. No sé si ha oído hablar de él.
—Tendría que vivir en China para no haberlo hecho —bromeó. Él no le siguió la broma, al
contrario, frunció el entrecejo y la miró con severidad.
—Cuando se inició la revuelta —prosiguió serio, frotándose las manos con nerviosismo.
Estaba claro que no le gustaba lo que venía a continuación—, mi padre se radicalizó más. Yo, en
cambio, cada día que pasaba estaba más cercano a los ideales de mi gente. Dos posturas opuestas
que provocaron más de una disputa, como puede imaginarse. —La miró para comprobar que
atendía a su relato, y le sorprendió el placer que sintió al ver que así era—. Yo había conocido
por casualidad a algunos partidarios de Carlos y comencé a involucrarme un poco en sus planes,
aunque todavía seguía fiel a mi familia y sus decisiones… Pero una madrugada… —tomó aire
hasta que sus pulmones no pudieron más, y lo soltó de golpe— estaba leyendo en mi dormitorio
cuando me llegó el rumor de voces desde el vestíbulo; voces que hablaban con tono urgente y
que reverberaban en las paredes produciendo eco. Como es lógico, me inquieté; creía que eran
ladrones o… no sé qué creí, la verdad. Abrí la puerta de mi cuarto con mucho sigilo y espié a
través de los barrotes de la escalera. Jamás en mi vida me he sentido tan traicionado como esa
noche. El gran Lord Bruce plantado delante de ese… Perdone mi lenguaje, malnacido —se
disculpó con la mirada— de Prescott, teniente en aquella época, revelándole secretos que se
había averiguado gracias a fingirse un patriota frente a los nuestros. ¿Se puede ser más ruin? Por
lo que escuché allí escondido, mi padre y… ese individuo —prefirió no decir su nombre—
habían llegado a un acuerdo: mi progenitor le pasaba información a ese —giró la cabeza a fin de
ocultar su cara de repulsa—… tipo que pudiera beneficiarlo a la hora de ascender en el ejército y
a cambio, él hablaría en su favor tras la victoria inglesa con el fin de que no lo confundieran con
uno de los rebeldes.

—Pero eso es…


—Sí, es jugar muy sucio.
—¿Qué pasó después?
—A la mañana siguiente, intenté mantener una conversación seria con él —meneó la cabeza,
abatido—. No sirvió de nada. Me dijo que no me metiera en sus asuntos, asuntos que, según él,
yo no comprendía. Me revelé. Le aseguré que no iba a permitir que siguiera con ese juego a dos
bandas y él me dijo que yo no tenía ni voz ni voto en ese asunto, que todo lo hacía por la familia
y para que la herencia quedara intacta para mí…
—¿Qué hizo usted?
—Yo… Le dije que no la quería, que se podía quedar con ella y que me unía a las fuerzas
escocesas —bufó con rabia—. Su respuesta fue que, si salía por la puerta, ya no hacía falta que
volviera, que estaría muerto para él.
—¡Dios mío!
—Sí, ese es mi padre. Lo demás, se lo puede imaginar. Me marché casi solo con lo puesto y
me dirigí al campamento de los McDogall. Me aceptaron sin preguntar nada, al fin y al cabo, dos
manos más eran muy bienvenidas. Los informé de que había habido filtraciones, pero no pude
confesar que era mi padre el culpable de ellas; seguía siendo mi padre y, por muy extraño que
pareciera entonces o pueda parecer ahora, seguía queriéndolo. Ellos tomaron nota y no hicieron
más averiguaciones, por suerte para mí. Después todo se precipitó hasta acabar en Culloden. El
resto es historia.
—Es terrible. ¿Cómo puede un padre…? Desde luego, su situación familiar es mucho más
complicada que la mía. No puedo imaginar que mi padre me repudiara.
—No se crea. Su padre prefirió premiar con dinero al granuja que pretendía comprometerla y
la castigó a usted por ser demasiado cándida. La situación, salvando las distancias, se parece
bastante, ¿no le parece?
Elisabeth tuvo que admitir que tenía parte de razón, pero no lo verbalizó. En cambio, formuló
las preguntas que la estaban incordiando desde hacía tiempo:
—¿Qué pasó después de la batalla? ¿Cómo se salvó? ¿Cómo ha sobrevivido todos estos
años?
Neil alzó los ojos al cielo y suspiró.
—Eso se lo explicaré en otra ocasión, Beth. Se ha hecho tarde y debe volver. Además, ya me
he arriesgado suficiente por un día. Será mejor que lo dejemos aquí hoy.
—Pero… —intentó rebatirle, sin embargo, su mirada decidida la disuadió de hacerlo—.
¿Cuándo volveremos a vernos?
—Eso es algo que solo el destino conoce. No obstante, le aseguro que tarde o temprano,
ocurrirá.
—Por favor, vaya con mucho cuidado.
—Siempre lo hago, Beth. Y usted también debe ir con cautela. Si alguien sabe que me ha
visto, puede tener problemas.
Elisabeth se levantó de la roca donde estaba sentada y notó la queja de sus articulaciones por
haber permanecido tanto tiempo en un lugar tan incómodo. Caminó hacia Preciosa con paso
lento, con Neil andando a su lado. La ayudó a montar, tomándola de nuevo por la cintura que
volvió a producirle una extraña y muy agradable sensación arremolinándose en su interior. Se
colocó los guantes con parsimonia bajo la atenta mirada masculina y cogió las riendas, dispuesta
a partir. No obstante, antes de separarse de él, le quedaba una última pregunta por emitir:
—¿Por qué se fía de mí? Soy inglesa, soy una enemiga.
—No lo sé, mas estoy seguro de que mi instinto no me falla, que puedo confiar en usted.
No hubo más palabras entre ellos. Elisabeth giró grupa y volvió al camino que la devolvería a
casa.
CAPÍTULO 16

L as palabras de Neil calaron hondo en la conciencia de Elisabeth. En ocasiones


se descubría a sí misma absorta, meditando sobre su significado. Era cierto que su
padre la había culpabilizado a ella de las malas artes del vizconde, quien había sido
el mejor parado de la situación que él mismo había provocado. Sin embargo, lo que más ocupaba
su mente y más la atormentaba era pensar en lo que había tenido que sufrir Neil por ser fiel a
unos ideales. Debía ser muy duro saber que tu propio padre confraternizaba con los que te habían
empujado a aquellas desagradables circunstancias. Y, sin embargo, él había afirmado seguir
queriendo al hombre que lo engendró. Era digno de admiración, sin duda. Esa declaración decía
mucho de él. Era noble, leal, honrado… además de muy atractivo. Su mala apariencia, la barba
espesa, el pelo desordenado o la ropa sucia no podían ocultar su apostura.
Otro tema de los hablados con él que la inquietaba era la participación de Prescott en el
complot contra los escoceses. Era lógico pensar que un militar haría lo que fuera necesario para
ganar una guerra, no era tonta, pero la motivación del capitán había sido otra bien distinta:
mejorar su posición en el ejército. Una razón más que añadir para que ese individuo no le gustara
en absoluto. Durante días, no había prestado la debida atención a los detalles de la relación que
mantenía Prescott con su tía, como, por ejemplo, si ésta le había hecho nuevos regalos o algo
similar. Se prometió a sí misma, que ese miércoles se enmendaría.
Mientras tanto, a la espera de que llegara ese fatídico día de la semana, y con la imagen de
Neil grabada en las retinas, además de ocuparse de los asuntos que estaban a su cargo, se dedicó
a recabar información sobre lo acaecido más de cinco años atrás. Los enfrentamientos entre los
dos ejércitos, la batalla final y las consecuencias de ésta. No era sencillo, ni mucho menos,
especialmente teniendo en cuenta que vivía en la casa de una miembro del bando vencedor. Solo
podía contar con Molly para que le diera otra visión de los hechos y la doncella no estaba mucho
por la labor a causa del temor que sentía por ser descubierta hablando del tema.
—Necesito hablar contigo —le insistió una vez más a Molly al pasar junto a ella cuando la
muchacha estaba limpiando uno de los muebles del pasillo.
—No puedo, señorita, por favor, ya se lo he dicho —negó dirigiendo los ojos a todas partes.
—Esta noche en mi dormitorio. Es una orden —instó con voz decidida.
No le gustaba mostrarse autoritaria con nadie, y menos con Molly que era una muchacha
muy dulce y servicial, y que le caía muy bien. No obstante, en esa ocasión lo hizo porque no
tenía otra fuente de información que estuviera a su alcance.
—Por favor, señorita —rogó sin poder ocultar la alarma que la invadía.
—No te preocupes, nadie nos oirá. —Posó una mano sobre el hombro de la doncella para
transmitirle confianza.
Con cara de resignación, Molly agitó la cabeza de arriba abajo en señal de asentimiento.
Una vez conseguido la aceptación de la criada, y con todas sus labores en orden, Elisabeth
fue a la biblioteca en busca de algún folletín o libro que se refiriera a la contienda de años atrás, a
sabiendas de que sería tan parcial como los escasos comentarios que había ido recabando de aquí
y de allá. Efectivamente, no sacó nada en claro. Sería su tía, durante la comida la que le
proporcionó algunos datos, tal vez más que el resto de las personas con las que había intentado
hablar del tema, sin embargo, cuando le reclamó más información, ella la regañó.
—No son cuestiones para que los hable una dama, querida. Lo único que debes saber es que
nuestro gran ejército venció a los insurrectos y los puso en su lugar, como era de esperar.
—Pero, viviendo en estas tierras, supongo que debería estar informada, ¿no le parece, tía?
Además, siempre es una muestra de corrección poder tratar cualquier asunto que se plantee en
una charla social.
—Olvídate de que alguien por esas latitudes saque tal conversación a colación estando las
señoras presentes. Así que, mejor déjalo estar.
No consiguió sonsacarle nada sobre el número de bajas en el bando contrario, ni de la suerte
que corrieron los supervivientes. Frustrada, estaba deseando que llegara esa noche; Molly le
aclararía todas esas dudas que asaltaban su mente.
Sin mucho que hacer en la casa y sin la posibilidad de montar debido al tiempo infernal del
exterior, se dedicó a juguetear con Pulgas, al que, en los últimos días, tenía un poco descuidado,
a pesar de los esfuerzos que hacía el animal por reclamar su atención cuando estaba cerca de ella.
Esa tarde, lo resarció con creces, correteando por la galería cubierta, lanzándole objetos o
escondiendo comida para que el perrito la localizara. Fue una buena tarde, en la que disfrutó de
su terrier como hacía tiempo que no lo conseguía, y en la que logró esquivar la recurrente
sensación que la perseguía desde hacía semanas de que algo desagradable iba a ocurrir.
***
Unos suaves golpes en la madera la advirtieron de la llegada de Molly. Elisabeth se levantó
del sillón en el que había estado esperándola, dejó su libro sobre la mesita tras ponerle una cinta
marcando la página que estaba leyendo y caminó hasta la puerta, que abrió lo mínimo
imprescindible para que pudiera colarse la chica.
—No sé qué hago aquí —murmuró Molly en voz baja en cuanto se cerró la puerta—. No
creo que pueda serle de ayuda, señorita. Yo no sé nada.
—Cualquier cosa que puedas decirme será bienvenida. Nadie quiere hablar de lo que ocurrió
aquí hace unos años. Es como si todos quisieran olvidar que hubo una batalla en la que murieron
muchos hombres.

Molly se encogió sobre sí misma al mismo tiempo que sus ojos se humedecían. Era como si
le hubieran golpeado en el estómago al oír esas palabras.
—Sí, señorita, hubo centenares de bajas antes, durante… y después de aquel frío, fatídico y
desgraciado día de abril. No creo que nadie pueda olvidarse de algo como aquello.
—¿Qué fue de los supervivientes escoceses? —le cogió las manos mostrando el interés real
que la movía.
—¿Qué supervivientes? —respondió la muchacha esbozando una mueca de dolor—. De los
pocos que quedaron con vida, una buena cantidad estaba gravemente herida o mutilada. Otros
fueron aniquilados o hechos prisioneros. No sé qué fue peor… —dijo para sí—. Solo un número
muy reducido consiguió despistar a los dragones durante un tiempo, pero cuando los
localizaron… no tuvieron compasión de ellos.
—Pero alguno lograría escapar, ¿verdad?
—Espero que sí —se llevó de inmediato las manos a la boca al darse cuenta de la gravedad
de lo que acababa de decirle a una inglesa—. Quiero decir…
—No te justifiques, Molly —la tranquilizó apretando con más fuerza su agarre—, lo
entiendo. Era tu gente, personas que tal vez conocías…
—Perdóneme, señorita, pero debo marchar —dijo Molly liberando sus manos—. Ya he
permanecido fuera de mi cuarto mucho tiempo y alguien puede notar mi falta.
Elisabeth detectó la incomodidad de su voz y se apiadó de ella. No es que estuviera contenta
con la cantidad de información recibida; ansiaba saber mucho más, en especial todo lo que
tuviera que ver con Neil y que pudiera haber llegado a oídos de la doncella a modo de rumor. Sin
embargo, decidió no forzarla más. Ya habría tiempo para conseguir que Molly le revelara
cualquier otro detalle que pudiera ser relevante.
—Está bien, ve a descansar. Mañana procuraré no cargarte con trabajos pesados para
compensarte por tu falta de sueño.
—Gracias, señorita, pero no hará falta.
—Insisto.
—Gracias, entonces.
—Hasta mañana, Molly.
—Hasta mañana, Milady.
***
Dado que la lluvia no daba un respiro y, por lo tanto, Beth no iba a aventurarse a cabalgar
bajo esas condiciones climáticas, estaba seguro de ello, decidió visitar a su único amigo en más
de cinco años: Mac. Llevaba meses sin pasar por su choza y el sentimiento de culpabilidad le
ardía en las entrañas. El hombre era un anciano que vivía solo y que no contaba con más
compañía que la de un lebrel, casi tan viejo como su amo, y la de él mismo, cuando se dignaba a
aparecer por su casa. Aunque no era la culpa el único motivo que lo movía a desplazarse hasta
allí: necesitaba exorcizar sus temores producidos por haber confiado en una inglesa. Así también,
precisaba con toda su alma del sabio consejo de su amigo para aclarar el barullo de emociones
que bullía en su interior con respecto a ella. Por un lado, seguía opinando que era una señoritinga
rica y malcriada que jamás se había tenido que enfrentar a la realidad de la vida… Pero por otro,
la imagen que le había ofrecido las escasas ocasiones en que había hablado con ella era bien
distinta. En esos pocos momentos compartidos, Beth se había mostrado más sensible, más
humana, sin dejar que por ello de ser una auténtica dama.
Con sigilo, se desplazó por la espesura del bosque eludiendo los caminos para evitar ser
detectado por cualquiera que anduviera por ellos. Se encontraba a más de ciento cincuenta yardas
del claro donde se erigía la destartalada cabaña de Mac cuando comenzó a oír los ladridos de
Big, su perro, posiblemente porque ya lo había detectado a él. Mientras recorría el último trecho,
mojado por la lluvia y casi sin aliento, un fugaz fogonazo iluminó su memoria: el día que
apareció en ese mismo lugar agotado, hambriento, herido, asustado y tan mojado como estaba en
ese instante. Aquel día, tan derrotado como estaba, casi no le hubiera importado si de aquella
casita aparecía un regimiento inglés y acababa con su sufrimiento. En vez de eso, fue un hombre
rudo, aunque afable, quien le diera la bienvenida. Mac se ocupó de él, lo alimentó, le enseñó
cómo valerse por sí mismo en el bosque, cómo localizar un lugar seguro donde resguardarse,
cómo cazar para alimentarse… y llegó a jugarse el pellejo por salvarlo de los dragones,
ocultándolo en un hueco bajo las tablas del suelo cuando aquellos se presentaron en su hogar en
busca de fugitivos. Tenía mucho por lo que estarle agradecido; pero por sobre todo lo demás,
tenía que agradecerle su sincera amistad, la única que todavía le quedaba.
De repente, vio una masa enorme de pelo correr a su encuentro y, antes de darse cuenta, ya lo
tenía de pie frente a él, con las patas delanteras ancladas en sus hombros y la gran lengua rosada
paseando por su rostro.
—Eh, ¿cómo estás, muchacho? —le preguntó al can como si él fuera a responderle.
—Neil, ¿eres tú? —la voz, más achacosa de lo que recordaba, de Mac se dejó oír a través del
sonido de la lluvia.

—Sí, amigo mío, soy yo.


—Ya me lo ha parecido por la manera en que movía el rabo Big —confesó desde el
cochambroso porche que a duras penas lo protegía del agua que caía—. Te echábamos de menos,
muchacho. Has tardado mucho en venir.
—Tienes razón, viejo. No tengo excusa.
—Luchar por tu libertad y por tu vida no necesita excusa. Anda, pasa que debes estar calado
hasta los huesos. Tengo un guiso de liebre en el fuego que reanima hasta a un muerto.
Sin añadir una sola palabra más, entraron los tres en el refugio. El interior olía a humo,
comida y pelo de perro mojado, pero estaba seco y caldeado y, para Neil, representaba un
auténtico hogar.
—Bueno, chico, ¿me vas a decir qué te trae por aquí? —preguntó el anciano haciéndose con
dos cuencos de madera y dos cucharas de peltre.
—Tenía ganas de veros a los dos y de charlar contigo un rato.
—Chico, puedo estar casi ciego, pero veo perfectamente que te pasa algo. Anda, suéltalo.

—No sé ni por dónde empezar.


—Por el principio suele dar buenos resultados.
Neil se aproximó al fuego hasta quedar prácticamente encima y se frotó la cara con ambas
manos dándole la espalda a Mac.
—He conocido a una chica.
—¡Acabáramos! Estás perdido, amigo mío.
—No lo sabes tú bien.
—Venga, desembucha —pidió el hombre llenando los dos cuencos con el delicioso estofado
—. Pero antes, ven a comer; esto frío no vale nada.

Comieron casi en silencio. Las pocas palabras que se escucharon fueron las de Neil y se
refirieron a lo exquisito que era lo que estaba comiendo. Pero una cosa llevó a otra:
—Hacía demasiado tiempo que no comía algo tan bueno. Yo lo tengo difícil para cocinar; es
peligroso hacerlo sin correr el riesgo de que descubran mi rastro por culpa del fuego.
—No serán manjares, pero mis guisos alimentan a base de bien. Así que ya sabes, puedes
quedarte aquí tanto tiempo como quieras, chico.
—Me niego a ponerte en peligro otra vez. Bastante te arriesgaste en el pasado.

—Soy viejo. De algo tengo que morir. Si lo hago por ocultarte a los ojos de esos… ingleses
—escupió—, será una buena manera de acabar.
—Prefiero no pensar en esa posibilidad, si no te importa, así que terminemos con nuestra
comida.
—Eso, eso, que me has despertado la curiosidad. Quiero saber todo lo concerniente a la joven
que has conocido.
Al acabar sus cuencos, Mac volvió a rellenar el suyo y lo bajó al suelo para que comiera Big.
Mientras tanto, Neil dejaba el suyo en un cubo de madera lleno de agua para limpiarlo más tarde.
El anciano se dirigió al estante que había sobre la chimenea, tomó la pipa que había fabricado
muchos años atrás y la cargó de una picadura que bien podía ser tabaco, pero que no lo era. De
inmediato, el aroma especiado se extendió por toda la sala.
—¿Y bien? Me intriga la manera en que te las has apañado para conocer a alguien, sobre
todo si se trata de una mujer.
—Ya, yo también me pregunto cómo ha podido ser eso posible —se frotó la cara con los
dedos y terminó echando el cuerpo hacia adelante para apoyar los codos en sus rodillas—. Más si
tenemos en cuenta que es hija de uno de los hombres más ilustres de Inglaterra: Sir George
Spencer, IV Duque de Marlborough.
Mac soltó un silbido a la vez que abría los ojos tanto que asemejaron dos pozos grises y
profundos.
—Tú no te andas con chiquitas, muchacho. Eso es picar muy alto. ¿Sabe quién eres? ¿Le has
contado alguna cosa sobre ti? Ya conoces el peligro que entraña que tu identidad salga a la luz.
—Sí, sí y por supuesto que sí —respondió a cada una de sus preguntas sin poder evitar el
movimiento nervioso de su pierna izquierda.
—¿¡Le dijiste quién eres!? —La pregunta vino precedida de una inclinación hacia adelante
que revelaba su preocupación.
—No hizo falta, ella lo adivinó, aunque no sé muy bien cómo.
—¿Es posible que alguien te delatara?
—Mac, de más está decirte que no tengo tratos con nadie, así que debió imaginárselo atando
cabos. Sin duda, oyó hablar de mí… del hijo de Lord Bruce, y sacó sus propias conclusiones.
—Esto es un mal asunto, chico. De todas formas, tengo la impresión de que te fías de ella,
¿me equivoco?

—Por extraño que parezca, sí, lo hago —se pasó la mano por el pelo hasta llevarla a su nuca
—. Si hubiera querido delatarme, ya lo habría hecho.
—O no. Cabe la posibilidad de que esté recabando información antes de hacerlo. O ya lo ha
hecho y están esperando el mejor momento para echarte el guante… No sé. Hay un sinfín de
posibilidades.
—Pero no contemplas que simplemente sea digna de confianza, ¿verdad?
—¡Está bien!, puede que tengas razón y yo sea un paranoico, pero es que me preocupo por ti.
—Y te lo agradezco Mac, mucho. Sé que no hay nadie en el mundo en quien pueda confiar
más que en ti, sin embargo…
—Ay, muchacho, me da en la nariz que te tiene embrujado.
Neil desvió la mirada al fuego, y negó con la cabeza.
—Puede ser. Aun así, me fío de ella —alegó volviendo la mirada a su amigo—. Y ahora,
¿qué me aconsejas que haga?
—Cuando una mujer te coge por las pelotas, como parece que es el caso, solo puedes
encomendarte al Altísimo para que no te las arranque de cuajo —meneó la cabeza dibujando una
sonrisa pícara—. Sigue como hasta ahora, ya que parece que, de momento no hay nada que
temer, pero no bajes la guardia. Recuerda que es inglesa.
Neil hubiera deseado que Mac le marcara un camino claro a seguir con respecto a Beth, sin
embargo, le había dejado a él el peso de la decisión. Se arriesgaría con ella, entre otras cosas,
porque no encontraba otra forma de seguir disfrutando de su compañía, a la que se había vuelto
adicto, para su desconcierto.
CAPÍTULO 17

L a información que Neil le había proporcionado sobre el capitán, sumada a la


mala opinión que tenía de antemano sobre él, no le permitieron disfrutar del
excelente salmón con guarnición de cebollas caramelizadas, nabos hervidos y col
rebozada que había preparado la cocinera para esa noche de miércoles. Su tía se mostraba aún
más atenta con él que de costumbre, cosa que no mejoró para nada su apetito. Durante la cena, a
duras penas pronunció algún monosílabo y solo para responder cuando alguno de sus dos
compañeros de mesa le hacía una pregunta directa. Se forzaba a sonreír cuando la conversación
lo requería, pero no estaba dispuesta a hacer más concesiones. Las escasas ocasiones en que se
veía forzada a mirar a John a la cara, descubría en sus rasgos algún matiz desagradable que no
había percibido con anterioridad. Estaba deseando que pasara un tiempo prudencial para huir de
aquel comedor, refugiarse en su cuarto y dejar de sufrir semejante compañía. Se le antojó una
tortura cada uno de los minutos que permaneció allí. Por fin, cuando Lady Anne dio por
concluida la cena, Elisabeth alegó una jaqueca como excusa para poder retirarse.
—Lo lamento, muchacha. Me apetecía una partida de cartas esta noche, pero si estás
indispuesta —dijo mirando a Prescott con coquetería— habrá que buscar otra distracción.
—Siento desbaratarle los planes, tía.
—Ah, no te inquietes, el capitán y yo encontraremos algo con lo que entretenernos, ¿verdad,
John?
—Sin duda, Lady Anne —corroboró él con una sonrisa tan falsa como sus intenciones para
con ella.
Elisabeth se puso en pie y Prescott la imitó haciendo una venia. En ese instante, Anne se
dirigió al aparador donde se guardaban los licores, dándoles la espalda. El capitán aprovechó la
coyuntura para aferrar con fuerza la muñeca de la joven cuando pasaba por su lado y susurrarle al
oído:
—Veo que me has hecho caso. Sigue así, zorra.
La joven acusó las palabras de Prescott apretando la mandíbula, furibunda. Había cometido
el error de relegar su cruzada contra él a un segundo plano, por lo que se reprendió a sí misma.
De un tirón, se deshizo del agarre y lo miró con todo el desprecio del que fue capaz. En ese
instante, con los ojos fijos en los de él, se prometió que remediaría su descuido tan pronto como
fuera posible.
—No esté tan seguro, capitán —escupió alejándose de él como quien huye del diablo.
Una vez fuera de su alcance, se apoyó en la puerta, intentando recuperar el ritmo de su
respiración, agitada después del enfrentamiento que acababa de vivir. Esperó a calmarse para
subir las escaleras y encaminarse a su dormitorio con las risas de fondo que salían de la estancia
que acababa de abandonar. Una vez en el refugio de sus aposentos, decidió llamar a Sally para
que la ayudara a desvestirse.
—Se ha retirado muy temprano esta noche, señorita.

—Es cierto. Me duele la cabeza —continuó con la excusa que había esgrimido un rato antes
—. Intentaré descansar, a ver si de esa manera se me pasa.
—Perdone la impertinencia, Milady, pero no sé si es buena idea dejar a su tía a solas con el
capitán.
Elisabeth la reprobó con la mirada; una cosa es que ella tuviera ese tipo de pensamientos,
pero no permitiría que el nombre de un familiar quedara en entredicho.
—Tú lo has dicho, es una impertinencia, y te aconsejo que no vuelvas a hacer comentarios de
este tipo ni conmigo ni con nadie, ¿queda claro?
—Perdóneme, señorita yo solo…
—No hay nada más que hablar —zanjó el tema haciendo un gesto con la mano—. Ya puedes
retirarte, Sally. —Apreciaba a su doncella, de verdad que lo hacía, pero, en ocasiones se tomaba
unas libertades que estaban por encima de su posición. Elisabeth la despidió con un ademán
mientras se sentaba en el sillón junto a la ventana y tomaba el libro que reposaba sobre la mesita.
La muchacha salió de aquel cuarto con la sensación de que había molestado a su ama de alguna
manera que no era capaz de comprender.
***
Neil abandonó el refugio de Mac bien entrada la noche; por fortuna había dejado de llover y
la luna llena le alumbraba el camino que, de todas formas, conocía de memoria. Las sombras que
dibujaba su luz alumbraban sus pasos favoreciendo su avance, cosa que lo hacían todavía más
seguro que durante el día. Su intención inicial fue dirigirse a su cueva, pero en el último
momento, después de un largo trayecto, se desvió de su camino para acercarse a la linde de la
mansión donde habitaba Beth. Por sus continuas observaciones, sabía que aquella noche, como
todos los miércoles, Prescott estaría cenando allí. Era consciente de que corría un gran riesgo
acercándose tanto, sin embargo, una corazonada condujo sus pasos hasta el mismo límite entre la
propiedad y el bosque. Perpetrado detrás del enorme tronco de un alerce que ocultaba su
presencia, se dedicó a espiar los movimientos que se producían en la casa, visibles gracias a la
cantidad de velas encendidas en el interior, en especial en lo que debía ser el comedor. Le
pareció ver dos figuras sentadas en sendos sillones: una oronda y la otra con chaqueta roja.
Achicó los ojos en busca de Beth sin obtener resultado hasta que una luz se encendió en el
segundo piso que hasta ese momento había permanecido a oscuras. Observó la silueta de la joven
moverse por la alcoba con la elegancia que la caracterizaba. Un momento más tarde, la vio abrir
la puerta a una muchacha más o menos de su edad quién, de inmediato, la ayudó a deshacerse del
vestido que llevaba. Los ligeros cortinajes no impidieron que fuera testigo de una visión que lo
dejó aturdido y excitado. En toda su vida no había visto algo más bello que el rostro de Beth, de
eso hacía ya un tiempo que estaba convencido, pero poder admirar su cuerpo, aunque fuera en la
distancia, era como si el cielo se hubiera abierto para dejar entrever a un ángel. Su mano se
dirigió a su sexo, que había tomado vida en cuanto la doncella había deshecho el primer lazo del
vestido de su señora, y se acarició con fruición mientras la contemplaba en sus idas y venidas. El
orgasmo le llegó en el momento en que Beth, con un libro en las manos, desaparecía abrazada
por el gran sillón en que tomó asiento.
***
Prescott estaba deseando acabar con aquella velada de una vez por todas. Estaba harto de las
bromas e insinuaciones de aquella zorra vieja, de la que solo le interesaba el dinero u objetos
valiosos que pudiera sacarle. Al parecer, ella tenía otros planes porque estaba más pegajosa que
de costumbre, y eso era difícil de creer ya que solía ser empalagosa hasta el hartazgo.
—Milady —aprovechó un instante de silencio para levantarse del sillón en el que había
pasado la última media hora e hizo una reverencia—, creo que ha llegado el momento de irme.
—Siéntese, John —La voz de Anne sonó contundente al lanzarle la orden—. Todavía hay un
tema que deseo tratar con usted.
Logró disimular el fastidio que le produjo aquel mandato y volvió a sentarse perfilando una
sonrisa impostada.
—Usted dirá, Lady Anne —pidió con falsa sumisión.
—Creo que ha llegado el momento de quitarnos las caretas —comenzó en tono duro—. Soy
realista, no puedo ser tan ilusa como para creer que sus constantes atenciones hacia mi persona
sean motivadas por su inclinación hacia mí. Tal como me señaló mi sobrina, sé que su interés
viene dado por lo que pueda sacar de esta relación, ya sea en forma económica o por los
contactos que pueda conseguir gracias a nuestra amistad.
—Milady, ¿cómo puede pensar…?
—Dejémonos de monsergas, John. No soy una cría y usted no es un hombre enamorado ni
muchísimo menos. Así que hablemos con franqueza. —La determinación que demostraba Anne
le obligó a reconocer que había mucha verdad en sus palabras.
—¿Qué se supone que tenemos que hablar?
—Voy a hacer un pacto contigo —propuso desprendiéndose del trato cortés que había
utilizado hasta el momento—. Tú quieres algo de mí y, hasta ahora, lo has conseguido en gran
medida. Ahora ha llegado el momento de tener mi recompensa. Propongo que, a partir de hoy,
recibas la cantidad periódica que fijemos y, a cambio, te metas en mi cama no menos de dos
veces al mes, empezando por el miércoles de la semana que viene. No pretendo que tomes la
decisión sin meditarla previamente, por lo que no voy a exigirte que nuestro acuerdo comience
hoy, pero quiero una respuesta dentro de siete días, sin excusas ni aplazamientos. Creo que he
sido explícita con mis deseos —concluyó levantándose, no sin cierto esfuerzo, y haciendo un
gesto con la cabeza—. Y ahora, ya puedes irte. Creo que tienes mucho en qué pensar.
El capitán la imitó situándose frente a ella. Se cuadró al estilo militar, tomó la mano que le
ofrecía y le besó el dorso, ocultando el odio, mayor que nunca, que sentía en ese instante por ella.
—Milady.
—Hasta la semana que viene, John. Espero que, para entonces, hayas tomado una decisión
que nos beneficie a ambos.
Ni tan siquiera se le pasó por la imaginación que Prescott no aceptara. Si bien siempre había
sospechado que su amistad estaba basada en el interés, desde que Elisabeth lo había puesto de
manifiesto, resultaba imposible evitar pensarlo. Pero le gustaba tanto aquel hombre…

John arrancó el sombrero de las manos a Monroe, salió hecho un basilisco por las puertas de
la mansión y esperó en lo alto de las escaleras hasta que el mozo de cuadras le acercó su caballo.
La vieja gorda le había jodido el chollo que le había costado tanto conseguir. No, había sido la
zorra de su sobrina, con sus insinuaciones y frases maliciosas, la que había acabado con aquel
cómodo y beneficioso vínculo que mantenía con Anne. Por más que ya había barajado en el
pasado la posibilidad de tener que hacerlo, pensar en meterse entre las piernas de la vieja lo
asqueaba. Cada vez que la veía le costaba más continuar representando aquella farsa. Y ahora,
tendría que fingir aún más. Presa de la más absoluta repulsión, su mente formó una sentencia:
Aquella mocosa entrometida se las iba a pagar.
Salió al galope, huyendo de aquella casa y de las dos mujeres que la habitaban, desesperado
por olvidar los últimos minutos vividos en su interior. Tenía que desquitarse y sabía muy bien
cómo hacerlo.
En su loca escapada, no fue consciente de que dos pares de ojos observaba su marcha.
***
A Elisabeth le resultaba imposible concentrarse en la lectura del libro que tenía a medias; las
dos frases lapidarias que le había lanzado el capitán al salir del comedor, no se lo permitían.
Cansada de leer la misma línea una y otra vez, colocó la marca en la página y dejó el volumen
sobre la mesita que había junto al sillón en el que estaba reposando. Bueno, reposar era una
manera de decirlo, porque su cabeza hacía cualquier cosa menos descansar. Un ruido en el
exterior llamó su atención y fue hacia la ventana para averiguar de qué se trataba. La noche se
había quedado muy apacible, después de las tormentas que habían azotado la zona durante días.
La luna brillaba redonda y majestuosa en lo alto de un cielo exento de nubes, así que se decidió a
abrir las puertas acristaladas e inclinarse hacia el jardín para conocer el origen del sonido que
acababa de escuchar. Los grandes portalones de la mansión se cerraban dejando a un agitado
Prescott en el porche de entrada. Parecía refunfuñar para sí mientras sus pies recorrían el soportal
de lado a lado sin descanso. Al poco, el mozo le acercó su caballo. El capitán saltó sobre él y se
lanzó en una loca carrera que lo alejó veloz de la hacienda.
Elisabeth observó la marcha del capitán con agrado. Saberlo en la misma casa que ella la
desestabilizaba y era una sensación que no le gustaba en absoluto. Las palabras que le había
dedicado al salir del comedor volvieron a martillearle el cerebro provocando, además de la
determinación de desenmascarar a ojos de su tía a ese farsante, una cierta alarma. Esperaba que
la advertencia que le hiciera en casa de los Bruce o la que destilaba de sus palabras de esa misma
noche no tuvieran mayores consecuencias. Regresó al interior de su alcoba a sabiendas de que no
podría dormir. En un arrebato, decidió ir a caminar por el jardín, a pesar de las bajas
temperaturas, con la intención de aligerar su mente. Con suerte, después del paseo, el sueño no le
fuera tan esquivo. Se echó un chal de lana por los hombros, se cambió las zapatillas por un
calzado más adecuado y bajó las escaleras con sigilo, rogando no encontrarse con ningún
miembro del servicio ni, por supuesto, con su tía. Llegó sin incidentes a una de las salidas
secundarias de la casa y abrió la puerta vidriada. De inmediato un frío intenso le recorrió el
cuerpo erizándole la piel. Miró a su alrededor en busca de algo que le sirviera de abrigo y lo
encontró sobre un sofá: una manta de cuadros escoceses de algún clan que no podía identificar.
Se arropó cubriéndose incluso la cabeza y dio un paso al exterior.
***
Neil no se lo podía creer. Había estado a punto de regresar a su guarida al ver aparecer al
capitán con aquel aspecto furioso en lo alto de las escaleras que daban a la mansión. Pero un
movimiento en el piso de arriba lo distrajo de su idea: Beth, asomada al marco de la ventana con
aquel camisón tentador lo detuvo.
Un momento después, Prescott galopaba de forma alocada, pasando por su lado sin verlo y
Beth desaparecía de su vista. Aun así, permaneció escondido con la esperanza de que la joven se
mostrara de nuevo desde su habitación.
CAPÍTULO 18

E lisabeth caminó por la hierba húmeda alumbrada por los haces de luna que
guiaban sus pasos; no quería que el ruido de las piedras al chocar con sus pies
alertara a los de la casa. Su mirada vagaba por las sombras de los árboles y, en
ocasiones, se dirigía al astro brillante que tenía sobre su cabeza y que la estaba tranquilizando
con su belleza. De repente, le pareció advertir una oscilación de ramas justo donde comenzaba el
bosque. El corazón le empezó a bombear con fuerza; el capitán podía haber vuelto con alguna
excusa y encontrarla allí no significaría otra cosa que problemas. No obstante, su instinto le dijo
que era otro el que merodeaba por aquel lugar. En un arranque de valentía se encaminó al lugar
de donde provenía el movimiento.
—Neil, ¿es usted? —musitó abrazándose a la frazada que la protegía del frío.
La figura de Neil se dejó ver entre los árboles sin alejarse por ello del refugio que
representaban.
Aliviada al darse cuenta de que su intuición era acertada, anduvo la distancia que la separaba
de él. En cuanto estuvo a su alcance, Neil tiró de su mano para ocultarla tras unos troncos.
—¿No sabe usted que es peligroso para una joven caminar sola de noche?
—No soy yo la que se pone en peligro.
Con la ceja alzada y una sonrisa de suficiencia, Neil le recorrió el cuerpo con la mirada. A
pesar del chal y la manta que llevaba encima, se vislumbraban sus piernas a través del suave
camisón. Elisabeth, turbada por el escrutinio, se estrechó la tela al cuerpo con más fuerza al
tiempo que bajaba la vista a sus zapatos.
—Le aseguro que usted se arriesga mucho más —susurró acercándose a ella, pero sin llegar a
tocarla—. Cuénteme, ¿qué la ha llevado a salir a estas horas al jardín?
—No podía dormir —confesó volviendo la mirada a él.
—¿Algún problema que la atormente?
Elisabeth estuvo a punto de negarlo, pero necesitaba revelarle a alguien sus tribulaciones y
no se le ocurría a nadie mejor que él para hacerlo.
—Al parecer tenemos bastantes cosas en común, aparte de un padre déspota y una familia
presa de los convencionalismos.
—¿A qué se refiere?
—A que ambos aborrecemos al capitán Prescott, me temo.
—Yo lo hago, desde luego, pero ¿cuál es su motivación?
—¿Sin contar con que es un ser repugnante, manipulador, deshonesto, grosero e hipócrita?
—¡Vaya! —rio bajito dejando ir volutas de vaho—. Veo que es cierto que lo aborrece.
—No se hace una idea de cuánto.

—Explíqueme —pidió señalándole a un tocón y sentándose en el suelo a su lado—. Ya


conoce parte de mi historia con él, pero me intriga saber qué le ha hecho a usted para despertarle
esta repulsa.
Elisabeth se arrebujó en la manta hasta cubrirse casi por completo. Frunció los labios, que
empezaban a amoratarse a causa del frío y suspiró.
—¿No tiene frío? —inquirió al verlo sobre el montón de hojarasca húmeda en la que se había
sentado.
—No se preocupe por mí, Beth —dijo él restando importancia al clima con un gesto de la
mano—. Me interesa mucho más que me cuente lo que tiene contra Prescott.
—Muchas cosas —comenzó, encogiéndose de hombros como si las razones fueran obvias—.
Desde el primer momento me dio la sensación de que me miraba como un depredador acechando
a su presa. Pero no fue solo eso. Está utilizando a mi tía en su beneficio; consigue que le haga
regalos caros, que le dé dinero, se aprovecha de sus contactos para mejorar su posición social…
En fin, está abusando de la buena predisposición de una anciana, haciéndole creer que está
interesado en su persona, para estrujarla y sacar de ella cuanto le plazca.
—No me sorprende —admitió con una sonrisa irónica mientras se frotaba las manos para
entrar en calor—. Es una alimaña ruin.
—Además, me ha amenazado.
—¿Cómo? —De un impulso se arrodilló, quedando tan aproximo a ella que sus rostros
acabaron a un suspiro de distancia.
Beth se quedó enredada en su mirada, respirando su aliento, que, por extraño que pudiera
parecer, olía a fresco, a bosque, y a masculinidad. Una sensación de necesidad desconocida se
arremolinó en sus entrañas hasta dejarla confundida. Sin saber qué hacer en ese instante, lo único
que se le ocurrió fue abrir la manta que la rodeaba e invitarlo a cobijarse con ella… a su lado…Él
le dedicó una mirada difícil de definir, mezcla de precaución y deseo antes de sentarse a su lado
en el reducido espacio que quedaba en el tronco donde estaba ella. Tomó el trozo de tela que le
brindaba Beth y se abrigó con él pegando su cuerpo al de ella.
Durante unos minutos permanecieron en silencio, percibiendo la presencia del otro,
concienciándose de su proximidad. Al cabo, Beth, exhalando un suspiro para librar algo de la
excitación que le había creado la cercanía de Neil, le habló de las amenazas lanzadas por el
capitán, y de las frases que le había proferido esa misma velada.
—Beth —dijo con solemnidad tomándole las manos entre sus dedos—, tenga mucho cuidado
con ese hombre. Es en extremo peligroso. Es capaz de cualquier cosa, se lo advierto. He sido
testigo de las atrocidades de las que es capaz y le puedo asegurar que no exagero ni un ápice.
—Lo tendré, Neil, se lo prometo, aunque dudo que sea tan estúpido como para hacerle nada a
la hija del Duque de Marlborough.
—No se confíe, se lo suplico. Es una mala persona —negó con energía—. No se hace una
idea de cuánto.
El silencio se extendió por el ínfimo espacio que había entre ambos. Sabían que había llegado
el momento de separarse, pero ninguno de los dos deseaba que aquella conexión que habían
creado se acabara. Fue Neil quien, a desgana, se quitó la frazada de encima y se puso en pie.
—Debo irme ya, y usted debería hacer lo mismo. Es tarde y hace frío. Me disgustaría que se
resfriara.
Ella, alzándose también, pensó que el verdadero helor había comenzado en el momento en
que él se separó de su costado, pero aceptó lo que le proponía con una inclinación de cabeza.
Neil la imitó a la vez que alargaba la mano hasta alcanzar la de la joven para, acto seguido,
llevarla a sus labios.
—Buenas noches, Beth.
—Buenas noches, Neil.
Reticente, recuperó su mano, que seguía entre la de él y encauzó el camino de regreso. No
había dado más de cuatro pasos cuando regresó junto a él.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—Pronto, Beth. Muy pronto.
***
Como movidos por un mismo instinto, como si de una cita se tratara, cada uno se dirigió al
lugar exacto en que habían estado la noche anterior, esperanzados ante la idea de encontrar al
otro allí.
Después de un día como tantos otros y de una cena sencilla, nada que ver con la que se había
servido la velada previa, Elisabeth esperó con paciencia hasta asegurarse de que su tía se retiraba
a su dormitorio. Entonces, tras despedirse de Anne a la puerta de sus aposentos, corrió a los
suyos con una idea en mente. Al abrir la puerta, Sally, que la aguardaba sentada en una silla
reforzando con puntadas firmes un botón, dejó la labor y se dispuso a ayudarla a desvestirse.
—No tienes buena cara —manifestó Elisabeth su preocupación al ver las marcas oscuras bajo
los ojos de la doncella—. ¿Estás enferma?
—No es nada, señorita, un simple resfriado —replicó la muchacha con voz afónica.
Elisabeth la estudió durante un instante y no le gustó nada su aspecto.
—Ahora mismo te vas a descansar. No quiero arriesgarme a que este catarro vaya a más.
—No se apure por mí, señorita —objetó Sally, conteniendo un estornudo a duras penas.
—No discutas conmigo, por favor. Anda, ayúdame con las cintas del corpiño y ve a tu cuarto.
Mañana le pediré a Molly que me ayude a vestirme mientras tú reposas.
—Pero…
—No hay nada más que hablar, Sally.
Agradecida, aunque un poco titubeante, Sally hizo lo que le pedía. Aflojó los lazos del
corpiño antes de abandonar la estancia con cara de circunstancias.
Sin haberlo planeado de aquella manera, la indisposición de Sally le ofrecía la posibilidad de
deslizarse al exterior más pronto de lo que tenía pensado. Se dejó puestas las medias de lana,
recordando el gélido aire de la noche anterior, así como la camisola. En esta ocasión, se echó por
encima la bata larga de terciopelo azul que usaba al levantarse y que era más abrigada que
cualquier chal; con esas medidas pensaba combatir el frío bastante mejor que la víspera. Se
deslizó como un ladrón por su propia casa hasta la misma puerta que ya utilizara la pasada
velada y, como entonces, tomó la manta de cuadros. Estuvo a punto de coger otra para
ofrecérsela a Neil, pero, en el último momento desechó la idea. La posibilidad de volver a
compartir con él el calor que ofrecía aquel trozo de tela era demasiado tentadora.
Durante la jornada, una ligera llovizna había humedecido más si cabía la atmósfera y, por
consiguiente, la hierba estaba empapada, fría, y salpicaba el bajo de la ropa. Por suerte, en esos
momentos, el cielo parecía en calma y no amenazaba con descargar de nuevo. Se movió con
diligencia hasta el mismo punto en el que había descubierto a Neil un día antes.
Él esperaba en el mismo sitio, pero sin hacerse ilusiones de que apareciera. No era la primera
vez que acudía a aquel lugar con el simple propósito de verla desde la distancia. Sin embargo,
cuando la descubrió caminando a su encuentro, algo empezó a expandirse en su pecho hasta
desbordarse de sus límites. Encontrarse con ella iba a ser la mejor experiencia que viviera desde
que se había despertado.
A primera hora de la mañana, con la mano asiendo la rama que cubría la entrada de su
guarida, había oído a lo lejos los cascos de un caballo atronando el suelo. La prudencia le
aconsejó devolverla a su sitio y esperar a que se diluyera el sonido, y con él, el peligro. De forma
cautelosa, aguardó una eternidad en salir al aire libre después de que dejaran de sonar los ecos
del equino y su jinete. A continuación, siempre atento a lo que pasaba a su alrededor, buscó
huellas con la intención de averiguar si la montura se había acercado en exceso o no a su gruta.
Para su alivio, no había sido así; por las señales que encontró, debía de tratarse de un cazador
novato que se había adentrado en el bosque por error. De todas formas, por precaución, decidió
que aquel día no cazaría ninguna presa que lo obligara a encender un fuego delator. En su lugar,
rebuscó entre la maleza raíces, nueces y bayas con las que alimentarse. No es que aquello fuera
suficiente para aplacar el hambre, pero tras años escondido, había tenido que acostumbrarse a
comer lo que podía y cuando podía.
Horas más tarde, fue hasta la playa con la esperanza de hacer alguna captura; el pescado no le
molestaba tanto comerlo crudo. Sin embargo, el mar embravecido no le dio la posibilidad de
adentrarse en él sin la perspectiva de sufrir algún percance.
Hambriento, mojado por culpa de la incesante llovizna, que si bien no era abundante sí era
molesta y sin atreverse a caminar libremente por el bosque por el temor de toparse con el
cazador, regresó a su madriguera, que era como le gustaba llamar a la cueva en la que habitaba.
Una vez allí, y con la ayuda de su navaja, mató el tiempo tallando un trozo de madera hasta
convertirlo en un perro semejante a aquel que había visto jugando con Beth. Beth…cada vez que
evocaba su imagen se le aceleraba el pulso. Recordar su figura mientras se desnudaba y lo que
aquello le provocó…
Miró la pequeña figurilla y acto seguido, volvió la mirada al haz luminoso que se filtraba por
entre las ramas que le servían de puerta. El sol empezaba a decaer y la luz que emitía era cada
vez más débil. Miró de nuevo su obra y se decidió. Esa noche, la llevaría consigo, y si el cielo lo
premiaba con la compañía de Beth, se lo regalaría.
Y ahí estaban los dos, acudiendo a una cita no concertada, con el corazón tronando en sus
pechos, ilusionados por el simple hecho de compartir unos minutos con el otro, anhelando el
contacto que se pudiera producir, deseando que sucediera…
CAPÍTULO 19

S e intuyeron antes de verse. Como si el ambiente les anunciara la presencia del


otro. Elisabeth anduvo los últimos pasos, los que la separaban de él, con rapidez
mientras que Neil se movía entre las sombras para hacerse visible a sus ojos. Al
llegar al lugar donde la aguardaba, Elisabeth se detuvo frente a él y buscó sus ojos.
—Dudaba de que estuviera aquí —le dijo en un susurro.
—Yo no sabía si vendría… —replicó en el mismo tono—. Pero lo ha hecho.

El silencio se extendió entre ellos durante unos segundos sin que sus miradas se separaran.
Transcurrido ese tiempo, Neil extendió la mano y señaló el lugar donde habían estado sentados la
noche anterior. Elisabeth entendió su gesto y se dirigió allí. Se sentó dejando espacio para él y
abrió la manta con la que se había cubierto, imitando la escena del día anterior. Neil sonrió
agradecido y tomó asiento junto a ella. Permanecieron sin hablar un tiempo más, con la vista
perdida en el horizonte lleno de troncos que se abría frente a ellos.
Fue Elisabeth, presa de una sensación de irrealidad que no sabía cómo gestionar, la que
emitió las primeras palabras:
—Por fin ha dejado de lloviznar —inició una conversación insustancial para romper el hielo.
—Por suerte, así ha sido.
Otra vez apareció el silencio, que se alargó más de lo que cualquiera de los dos hubiera
deseado. Nuevamente fue ella quien lo rompió:
—¿Es esta una buena ocasión para que me conteste a la pregunta que le hice en el jardín de la
casa de sus padres?
—¿A qué se refiere?
—¿Qué ha estado haciendo desde que acabó la guerra?
Neil se agitó inquieto. No le resultaba agradable hablar de ese tema, y menos con ella, pero
entendía su curiosidad.
—Creo que antes debería conocer qué viví en el campo de batalla, en Culloden, así
entendería qué me empujó a adoptar esta miserable vida.
—Me parece una buena idea —acordó ella arrebujándose un poco más en la frazada.
—Si en algún momento, la crueldad de lo que le cuento la incómoda, dígamelo y pararé mi
relato.
—Gracias, por su consideración. Sin embargo, creo que no llegaré nunca a entender lo que
ocurrió allí si no me lo explica alguien que lo vivió por sí mismo.
—De acuerdo, pero insisto, si es demasiado violento para usted…
—Adelante —lo animó con la cabeza.

Neil tomó aire sonoramente y la miró de refilón. Los recuerdos de aquel día seguían vívidos
en sus retinas y el dolor que le causaban continuaba siendo desgarrador. Aun así, pensó que, tal
vez, hablar de sus demonios, sacarlos al exterior, podría aliviarlo de su carga, a la vez que a ella
le servían para comprender la magnitud de lo sucedido.
—Podría hacer un informe detallado de los acontecimientos previos a ese 16 de abril, o de
los hechos acaecidos en el campo de batalla, en resumen, aquello que recogerán en el futuro los
libros de historia, mas me limitaré a darle mi visión.
—Eso es exactamente lo que le pido, su enfoque personal. Me gustaría saber cómo un
hombre como usted, culto y de buena posición, ha podido soportar esta vida durante tantos años.
Y creo que, como ha dicho usted mismo, hay que remontarse a la contienda para ver las cosas
con perspectiva.
—Está bien —sacó la mano de la manta y se frotó la frente con los dedos antes de retomar la
palabra—. La noche previa marchamos hacia Nairn, donde se encontraba el destacamento inglés
celebrando el cumpleaños de su jefe en mando, con la esperanza de hallarlos borrachos y
vulnerables y así poder vencerlos. Lo cierto es que estábamos agotados y hambrientos;
comíamos poco y mal, y nuestras jornadas eran muy largas. Aquel día, sin ir más lejos, solo
habíamos comido un pedazo de bizcocho rancio, así que aquella marcha no hizo sino
extenuarnos todavía más. Y lo peor fue que, a algo más de dos millas, el sol empezó a despuntar
sin que nosotros hubiéramos alcanzado nuestro objetivo, por lo que nos vimos obligados a
retroceder. Muchos de los hombres se dispersaron en busca de algo que echarse al estómago o
tratando de hallar un lugar donde reponer fuerzas. En mi caso, pudo el cansancio al apetito y,
junto con cuatro compañeros nos refugiamos bajo un árbol con la intención de dormir, aunque
solo fuera un rato. —Los recuerdos eran tan dolorosos que tuvo que detenerse antes de tomar el
impulso suficiente para volver a hablar—. Nos arracimamos entre los huecos de sus raíces,
tapándonos con nuestros tartanes. Me quedé dormido en cuanto mis posaderas tocaron el suelo.
No puedo calcular el tiempo que pasé allí, pero no fue mucho, se lo aseguro. Nuestros cañones
nos despertaron anunciando el avance de los casacas rojas e indicando que teníamos que entrar
en acción. —Negó con la cabeza mientras chasqueaba la lengua con desánimo—. Por desgracia,
algunos de nuestros soldados, si es que se les puede llamar así, estaban tan agotados que no
oyeron el aviso.
—¿Cómo es eso posible? El ruido que produce un cañón es ensordecedor.
—Estaban alejados del campo de batalla, exhaustos; todavía no entiendo cómo yo fui capaz
de oírlos.

—Siga, por favor.


—Un viento lloviznoso se puso en nuestra contra, empeorando aún más nuestra situación.
Recuerdo que los vi llegar y formar en dos filas, al igual que los esperábamos nosotros, con la
diferencia de que ellos estaban frescos y bien alimentados, y nosotros no. Y entonces, se desató
el infierno. Nuestros artilleros no estaban tan bien entrenados como los ingleses y los ataques
fueron poco certeros. Durante los primeros treinta minutos el aluvión de cañonazos ingleses, el
terreno fangoso y nuestra debilidad no nos dieron tregua. Mis compañeros, mis amigos, caían a
mi lado con los cuerpos masacrados, las cabezas partidas y los miembros arrancados de sus
cuerpos. Yo llegué a desear la misma suerte, se lo aseguro.
—No puede decir eso —lo interrumpió Elisabeth dando un brinco y girándose hacia él.
—Le juro que es cierto. Mis piernas no aguantaban mi propio peso y mis brazos a duras
penas podían mantener aferradas mis armas —sonrió con desilusión—. Y vaya armas: un
cuchillo en una mano y un hacha desdentada en la otra…
—¡Dios mío!
—Sí, y, a pesar de la precariedad de mi armamento, logré segar varias vidas y herir a unos
cuantos. No me siento orgulloso de haber matado, pero en ese momento, estaba ciego de ira y tan
cansado que no podía pensar en nada. Mi cuerpo se movía por inercia sin que yo le ordenara
actuar. No recuerdo cuanto tiempo pasé en ese estado, sin duda demasiado —Su tono cambió, se
hizo sombrío y cavernoso—. Mi amigo Evan cubría mi espalda y yo hacía lo mismo con la suya.
De repente oí un disparo por la retaguardia seguido de un aullido. Al girarme… No me parece
correcto hablarle a una señorita de lo que vi.
—Se lo ruego, no se guarde nada, por espantoso que sea. He decidido conocer lo que ocurrió
aquel día y no será posible si me lo oculta.
—Como quiera. Evan estaba cubierto de sangre y de la mitad de su cuerpo se escapaban sus
vísceras, todavía palpitantes. En un acto reflejo, me agaché para atenderlo. En ese instante recibí
un impacto en la cabeza y todo se volvió negro.
—¿Le dispararon? —Preguntó Elisabeth con los ojos muy abiertos y llevándose las manos a
la boca.
—No. Fue el cuerpo de otro hombre, un desconocido, que al caer me golpeó en la cabeza.
Un suspiro de alivio se filtró por los labios de la joven junto a una fina columna de vaho.
—¿Qué ocurrió después? —Su curiosidad había variado a preocupación y su voz se hizo eco.
—Lo primero que recuerdo al recuperar la conciencia fue la ausencia del ruido producido por
los cañones al disparar. Se oían gritos angustiosos y otros de mando. Elevé la cabeza apenas unas
pulgadas para otear lo que ocurría a mi alrededor —Un suspiro ahogado se escapó de su boca y
se mezcló con el ulular lejano de un búho—. La tierra se había cubierto de un río de sangre, los
cadáveres estaban diseminados por todas partes, la inmensa mayoría luciendo tartanes con
nuestros colores. Solo se distinguían unas pocas chaquetas tan rojas como la sangre que las
cubría. Oí la voz del capitán Prescott gritando a pleno pulmón: «matadlos, matadlos a todos; que
no quede ni un solo bastardo escocés vivo».
La respiración de Elisabeth se volvió superficial y angustiosa, y sus ojos se anegaron de
lágrimas. Nunca hubiera creído posible tal grado de maldad.
—¡Es horrible! —exclamó sin poder evitar agarrar la mano de Neil que tenía más cerca. Al
darse cuenta, la soltó con rapidez.
—Lo fue. Pero eso no fue lo peor. Un hombre con el sable alzado iba descargándolo con saña
contra los cuerpos inertes de mis camaradas. Me di cuenta de que se acercaba peligrosamente
hacía donde me encontraba. No sé de dónde saque el valor necesario para arrastrarme con
movimientos lentos, casi imperceptibles hasta el cadáver de Evan. Aproveché que aquel soldado
estaba entretenido rematando a los míos para situarme bajo su cuerpo. Por suerte, una pequeña
depresión del terreno me dio el espacio necesario para quedar oculto. El hedor a sangre era
nauseabundo, pero mi vida dependía de que lo soportara y así lo hice. Desde mi posición no era
posible ver nada, pero pude oír unos pasos acercándose y juro que hasta dejé de respirar para que
no me descubrieran. Sentí el impacto de la bayoneta contra los huesos de Evan y cómo se
clavaba en mi piel sin llegar a producirme más que una pequeña herida en el hombro. Soporté el
dolor punzante en silencio. Me mantuve quieto en el mismo sitio hasta que se hizo de noche y
únicamente se oían los sonidos de las alimañas alimentándose de la carroña en que se habían
convertido mis compañeros muertos. A lo lejos, se distinguía la algarabía de los vencedores. —
El silencio de Elisabeth era total, no tanto por el interés que le generaba lo que Neil narraba sino
por la congoja que le creaba—. Me aseguré bien de que no había nadie alrededor antes de
aventurarme a salir de mi escondrijo. Me deslicé entre los cuerpos, reconociendo con dolor
algunas caras con las que había compartido ratos de ocio. A día de hoy, todavía me resulta
imposible entender cómo logré pasar desapercibido, pero lo conseguí. Me alejé envuelto en las
sombras y, cuando me vi fuera de peligro, comencé a correr. De dónde saqué la fuerza necesaria
para hacerlo es una incógnita; supongo que mi espíritu de supervivencia me espoleó.
—Debieron ser momentos angustiosos.
—No se hace una idea —afirmó elevando los ojos al cielo y lanzando un suspiro al aire—. Es
el momento de despedirnos por esta noche —anunció de repente, cambiando de tema de forma
radical. Sus recuerdos, demasiado dolorosos, y la alteración que notaba en Beth se lo
aconsejaron.
—¿Ahora? —Lo miró atónita—. No puede dejarme así.
—Es tarde y nos arriesgamos a que algún criado de la casa se percate de su ausencia y salga a
buscarla —improvisó.
—Pero…
—Beth, tendremos tiempo para retomar esta historia. De momento, es más prudente dejarla
aquí —aconsejó mirándola con intensidad. Al hacerlo, vio el brillo de una lágrima deslizarse por
su mejilla y sintió la tentación de bebérsela—. Vaya a dormir, Beth.
Se puso en pie y le ofreció la mano para que ella lo imitara. A la joven le costó tomarla, no
porque no deseara su contacto sino porque no quería separarse de él. Pero Neil tenía razón; era
tarde y ya se habían arriesgado en exceso.
—Volveré mañana.
—Estaré esperándola.
CAPÍTULO 20

T res días esperó sin éxito a que la lluvia, incesante durante ese periodo,
amainara. Su corazón se encogía cada noche imaginándolo en su punto de
encuentro, mojado y expectante, sin que ella pudiera salir a reunirse con él. La
noche había caído frente a ella, que se quedó mirando la oscuridad que reinaba en el exterior
abrazada a sí misma. Desde que se separara de él, no había habido un instante en que sus
palabras no retumbaran en sus oídos, estrujándole el alma. Era difícil imaginar las escenas que
Neil le había narrado y, sin embargo, tenía la certeza de que eran tal y como él las había
descrito… o peores. Lo más probable era que se hubiera guardado para sí parte de los horrores
que se vivieron en aquel campo. Se preguntaba qué hizo después de aquella barbarie, cómo
consiguió eludir a los hombres que, a buen seguro, andaban buscando a los supervivientes. Así
mismo se acrecentó la curiosidad por saber qué había sido de aquellos pobres desgraciados. Por
la poca información que había logrado recabar, no habían corrido buena suerte ni mucho menos.
Ardía en deseos de escabullirse de aquella casa y correr al lugar donde, tal vez, él estaría
aguardando, mas con el aguacero que caía no era posible hacerlo; resultaría complicado explicar
sus ropas húmedas y cubiertas de barro al día siguiente.
Tres noches ya sin verlo… Una eternidad. Sus labios dejaron escapar un suspiro a caballo
entre la desesperación y la nostalgia. Estuvo tentada de olvidarse de todo y correr hasta el
bosque; ya encontraría una excusa que ofrecer… Pero un rayo de cordura le recomendó que no
se expusiera. Su tía era rígida y si llegaban a sus oídos sus paseos nocturnos, capaz era de
encerrarla en su habitación para evitar que volviera a escaparse a horas intempestivas. Era
preferible aguantarse las ganas el tiempo que durara ese clima infernal y poder escabullirse en el
futuro siempre que lo deseara.
Se acomodó en el sillón, frente al ventanal, sujetando a Pulgas sobre su regazo mientras lo
acariciaba suavemente en el lomo. El perro se lo agradeció enroscándose entre sus piernas y
emitiendo un leve ladrido. Ella permaneció allí, con la vista perdida en la negrura, hasta que el
cansancio la venció y sus ojos se entornaron primero para cerrarse después. No pudo precisar si
la última imagen que habían detectado sus pupilas era cierta o producto de un sueño, pero podría
asegurar que vio a Neil entre los árboles con la vista fija en su ventana.
***
Noche tras noche había acudido al mismo lugar, aún a sabiendas de que, con la que caía, era
más que improbable que ella apareciera. No obstante, la simple idea de que Beth se presentara en
su lugar secreto y no lo hallara se le hacía impensable. Era consciente del mal aspecto que
mostraba; siempre tenía el mismo problema cuando el clima se ponía en su contra. A la humedad
chorreante de sus raídas ropas había que sumar el cansancio y el hambre. Aquello tenía una
explicación lógica: por mucho que se empeñara en cubrir la entrada de su guarida, cuando la
lluvia era tan intensa, se filtraba el agua por entre el ramaje y no lo dejaba dormir más allá de
unos cuantos minutos de un tirón. Por el otra parte, con la madera empapada de la que disponía
no había opción de encender un fuego sin que la humareda no alertara de su posición, por ese
motivo, se tenía que conformar con los alimentos que le proporcionaba el bosque, que, a aquellas
alturas del año, no abundaban precisamente.
Apostado en el lugar desde donde mejor se vislumbraba las puertas acristaladas del
dormitorio de Beth, la observó mirar a la noche, en concreto al lugar en el que habían compartido
confidencias. Un sentimiento de felicidad, ya olvidado, anidó en su pecho. Aquella jovencita a la
que él había tildado de consentida, se estaba revelando como alguien con mucha sensibilidad y
empatía. Seguía siendo una señorita refinada y caprichosa la mayor parte del tiempo, pero no
cuando estaba con él. En los escasos momentos que habían compartido, se mostraba cercana,
sencilla y muy humana. Al estar tan cerca de ella, había podido percibir cómo se encogía de
angustia con cada frase que él revelaba… Pero se percató de mucho más: el aroma a lilas que
desprendía su cuerpo volando a su alrededor, su calor pegado a su costado, su cuerpo blando
apoyado en el suyo… Todas esas sensaciones lo habían embriagado de tal manera que tuvo que
recurrir a toda su fuerza de voluntad para no ladear la cabeza y adueñarse de sus labios, esos
labios generosos y sonrosados que lo tentaban como nunca nada antes lo había hecho.
Antes de echar un último vistazo a su ventana, elevó la mirada al cielo, permitiendo que las
gotas heladas le empaparan el rostro, sin que le molestara recibir aquella ducha de vida. Con una
sonrisa coló la mano en su ajado espurran y rozó con la punta de los dedos la pequeña figurilla
de madera que había tallado para Beth. Inmerso en la intensa conversación sobre la batalla, se
había olvidado de dársela; se aseguraría que ninguna distracción le impidiera entregársela la
próxima vez que se vieran. Fijó los ojos en la estampa que ofrecía Beth, recostada en un sillón.
Parecía dormir. Suspiró con resignación, insensible a que la inmisericorde lluvia recorriera su
espalda. Era hora de alejarse de allí y volver a su guarida para soportar otra noche de insomnio,
agua y frío. Sin embargo, la perspectiva no lo molestó demasiado; se llevaba el recuerdo de Beth
asomada al cristal grabado en las pupilas. Esa imagen lo ayudaría a aguantar las horas oscuras
mientras rogaba al cielo que dejara de descargar para poder volver a tenerla a su lado.
***
Elisabeth no se lo podía creer al despertar. En algún momento de la noche se había
desplazado hasta su lecho, pero no recordaba ni cómo ni cuándo. Se destapó con premura y bajó
las piernas hasta la mullida alfombra que cubría el suelo. Se puso sus mullidas y confortables
zapatillas de gamuza y corrió a la ventana para asegurarse de que, realmente, la sensación que
tuvo durante la noche no era producto de su imaginación. No lo era: ya no llovía y un sol débil,
pero decidido, presidía un cielo celeste y casi sin nubes. Se preguntó cómo era posible que el
clima en aquella zona fuera tan voluble, mucho más que en Inglaterra, pero no gastó mucho más
en pensar en ello. Si el tiempo se mantenía de aquella guisa por la noche, podría reencontrarse
con Neil, y ese pensamiento eclipsaba cualquier otro.
Echó un vistazo por el cuarto, extrañada de no ver a Sally allí; su resfriado había mejorado de
forma notable y el día anterior ya había vuelto a ocuparse de su arreglo diario. Sin embargo,
aquella mañana no había ni rastro de ella ni de que hubiera pasado con anterioridad por allí.
Caminó hasta la cabecera de la cama junto a la que estaba la campana de aviso. En el preciso
momento en que su mano iba a asirla, unos ligeros golpes que ella conocía muy bien sonaron en
la puerta.
—Adelante —pidió dándose la vuelta.
Sally apareció cargada con los zapatos que había usado Elisabeth la última noche que acudió
al bosque y que se había encargado de guardar en el fondo del armario para que nadie reparara en
ellos.
—Buenos días, señorita. Veo que ya está despierta. Vine antes, pero la vi tan plácidamente
dormida que preferí esperar un poco más para despertarla.
—Gracias, Sally. Ciertamente, necesitaba descansar. —Señaló el bulto que la doncella
llevaba en sus manos como muda pregunta.
—Oh, lo siento, señorita. Me di cuenta de que estaban algo embarrados y los llevé a pulir. No
entiendo qué hacían en el fondo del ropero. Yo nunca los pongo ahí.
Las mejillas de Elisabeth se cubrieron de un inoportuno rubor que intentó disimular
volviendo la vista al lecho.
—Seguro que lo hiciste y no lo recuerdas.
—Me extraña mucho —dijo convencida ladeando la cabeza—, pero eso debe haber sido; no
encuentro otra explicación.
Mentalmente, Elisabeth se amonestó por su descuido. Sally era la encargada de su vestuario y
era muy hábil con su trabajo, no solía cometer errores. Tendría que ser más cuidadosa en el
futuro si pretendía que sus paseos nocturnos permanecieran en secreto. Un descuido por parte de
Sally podía pasar desapercibido, pero estaba segura de que un segundo levantaría las sospechas
de la doncella.
Se mantuvo ocupada la mayor parte del día con sus tareas habituales, pero, al llegar la tarde,
también aprovechó la tregua que brindaba el cielo para salir a caminar por los alrededores
seguida de Pulgas, que llevaba mucho tiempo sin poder disfrutar de los jardines. El perro la
seguía con sus cortas patitas y moviendo el rabo allá donde ella iba. Sin pretenderlo, sus pasos la
condujeron a su lugar secreto. Sin embargo, en el último momento, cuando solo quedaban unas
pocas yardas para llegar, se dio cuenta de lo que hacía y varío el rumbo. Por nada del mundo
deseaba que alguna mirada indiscreta descubriera el lugar donde se reunía con Neil. Era un sitio
especial, exclusivo para ellos dos. Tomó otra senda que se abría a un campo de hierba en el que
podría juguetear con su mascota. Ya acudiría esa noche a ese punto concreto de la hacienda, y
con una meta determinada: reunirse con Neil.
***
La sobremesa se alargó más de lo acostumbrado. Su tía tenía que darle una noticia,
acompañada de alguna que otra recomendación. Esperó a los postres antes de hablarle del
asunto: ese miércoles el capitán Prescott pasaría la noche en la mansión. Le aconsejó que ese día
se retirara pronto y se mantuviera en su cuarto hasta la mañana siguiente.
—Espero que no te incomode, querida.
—En absoluto, tía, todo lo contrario —dijo con sinceridad. Al darse cuenta de que sus
palabras sonaban a alivio, matizó—. Sin embargo, y si me permite el atrevimiento, me pregunto
el porqué de su recomendación.
Anne se mostró esquiva, dando una explicación que Elisabeth entendió de inmediato que se
trataba de una mentira. Ya habían hablado de política con anterioridad delante de ella —una
mujer de la edad de su tía sí que tenía la potestad de hacerlo— y dudaba mucho que fueran a
sacar un tema que no pudieran escuchar sus oídos. De todas formas, no discutió. Por el contrario,
le pareció una sugerencia perfecta. De esa manera, soportar la presencia de Prescott no se
alargaría en exceso.
***
Esa misma noche, cuando por fin tuvo la oportunidad de deslizarse al exterior, sus pies
volaron por el césped mientras se desplazaba a la linde del bosque, temiendo no encontrarlo allí.
Era tarde y Neil bien podía interpretar en su tardanza un signo de que ella no iba a acudir. Sin
embargo, allí estaba, en el mismo lugar de siempre, aguardando su llegada.
—Pensé que se habría marchado.
—Sabía que vendría. —Miró sus manos cargadas por su frazada y sonrió—. Ya veo que no
se ha olvidado de traerla.
—No, no lo he hecho —reconoció al tiempo que sus mejillas se tintaban de un rojo escarlata.
—Sentémonos, pues —dijo tomándola del codo con una mano mientras con la otra señalaba
el tocón donde se habían acomodado otras veces.
Elisabeth experimentó una sacudida de regocijo y ardor al sentir en su brazo la áspera palma
de Neil. Era una sensación desconocida que la dejó conmocionada, pero que se vio eclipsada por
la turbación de percibir la tibieza del cuerpo masculino cuando él se sentó junto a ella.
El joven, con una hábil maniobra, desplegó la manta y la extendió sobre ellos. Al hacerlo, su
brazo rozó los hombros de la muchacha, provocando que cada poro de su piel tomara vida.
Aturdida por la profusión de emociones que le provocaba Neil, no supo qué decir. A él pareció
ocurrirle algo semejante, porque también enmudeció. Pasaron minutos antes de que él se
decidiera a romper el silencio:
—Le he traído un regalo.
—¿Un regalo? —Lo miró atónita. ¿Cómo era eso posible en su situación?—. Pero… ¿cómo?
—Es una bagatela sin importancia —anunció a la vez que introducía la mano en su sporran y
la sacaba envolviendo la talla que había elaborado para ella.
A pesar de la escasez de luz, Elisabeth pudo apreciar lo que contenía su puño cuando lo
abrió. Con delicadeza, lo deslizó de su mano a la de ella.
—Es… Es… ¡Pulgas! —La sorpresa no le permitía hablar con normalidad—. ¿Cómo es
posible? Usted no lo ha visto nunca, ¿o sí? —preguntó ladeando la cabeza para mirarlo de frente.
—Lo confieso, la he espiado desde la distancia en muchas ocasiones. La he observado
mientras correteaba perseguida por su perro; me pareció que algo así le agradaría.
La confesión de Neil bailoteó entre ellos. Sus palabras revelaban una miríada de cosas, aun
no habiéndolas mencionado en realidad.
—Es preciosa —afirmó Beth llevándose la figurita al pecho—. Es lo más hermoso que nadie
ha hecho para mí.
—Le agradezco el cumplido, sin embargo, no puedo terminar de creerla. Es un simple trozo
de madera.
—Convertida en obra de arte gracias a sus hábiles manos —refutó con seguridad.

Sus miradas quedaron conectadas durante varios segundos, ambos presos de unos
sentimientos extraños y desconocidos que no sabían cómo exponer con palabras.
CAPÍTULO 21

T odavía tuvieron que transcurrir unos minutos antes de conseguir separar la


conexión de sus ojos. Solo después de un largo y profundo suspiro, Elisabeth

que era presa.


desvió la vista al oscuro cielo y comenzó a hablar; necesitaba romper el hechizo del

—¿Qué ocurrió después de su huida del campo de batalla?


—Al parecer, no se da por vencida, ¿no? —expresó Neil con tono divertido—. ¿No tuvo
bastante con las desventuras que le narré la otra noche?
—En cierta medida, sí. Pero sigo preguntándome cómo ha sido capaz de sobrevivir en un
ambiente tan hostil y peligroso, cómo ha podido eludir a la soldadesca, cómo obtiene los
elementos más básicos para seguir con vida… Se me acumulan los cómo cada vez que pienso en
usted.
—Y eso, ¿ocurre con mucha frecuencia? —La carencia de su voz se tornó ronca y sugestiva.
Elisabeth escondió la barbilla en su cuello, en un intento de ocultar su rubor.
—Debo reconocer que sí —confesó en un susurro.
El silencio entre ellos volvió, dejando al descubierto los sonidos procedentes del bosque. Neil
inhaló con fuerza, permitiendo a los aromas de la noche penetrar en su organismo, antes de
contestar:
—Yo pienso en usted a todas horas —confesó con la voz cargada de emoción.
—Neil… —Sus ojos volaron a encontrarse con los de él.
—Beth… —respondió acercándose con lentitud a sus labios.
No hubo rechazo.
Sus bocas se unieron en un beso tímido pero desesperado, cargado de deseo. Un suspiro
anhelante se filtró entre ellos, sin que ninguno supiera quién lo había emitido. Neil le acunó las
mejillas provocando que la manta que los cubría se deslizara por sus cuerpos hasta quedar
arremolinada en el suelo. Ninguno de los dos pareció notar su falta. Les costó un gran esfuerzo
separarse; al hacerlo, sus pechos subían y bajaban de forma errática y jadeante.
—Beth… —repitió Neil, deleitándose en la forma en que las letras acariciaban su lengua.
Ella, con los ojos cerrados y el corazón trotando en su pecho, se llevó los dedos temblorosos
a los labios, maravillada por aquello que acababa de ocurrir.
—Supongo que lo correcto sería pedirte disculpas —dijo Neil, abandonando el trato cortés
que había utilizado hasta antes de aquella ardiente declaración de intenciones—, sin embargo, no
lo voy a hacer. No podría sin mentir. Besarte ha sido lo mejor que me ha pasado en años… —
negó antes de añadir—: No. En realidad, nunca antes había tenido una experiencia mejor.
—Te odiaría si lo hicieras —replicó ella, adoptando el mismo trato—. Para mí también ha
sido… No tengo palabras que puedan definir lo que he sentido.
Neil luchó consigo mismo para no repetir el beso; no confiaba en sí mismo. Con ánimo de
aplacar el deseo que le despertaba la mujer que tenía a su lado, decidió que lo mejor sería volver
al relato de los acontecimientos que siguieron a la batalla de Culloden. Agarró con brío la manta
del suelo y volvió a refugiarlos bajo su abrigo, provocando una punzada de decepción en
Elisabeth, a quien le hubiera parecido un sueño continuar disfrutando de sus labios.
—Bien, voy a satisfacer tu curiosidad —anunció, a pesar de que lo que se moría por
satisfacer era algo muy diferente—. ¿Dónde nos habíamos quedado?
Beth chasqueó la lengua a la vez que se golpeaba la barbilla con un dedo, fingiendo hacer
memoria.
—Habías conseguido huir del campo de batalla.
—Ah, sí, ya lo recuerdo. —Cerró los ojos un instante—. Corrí de forma desesperada; mi vida
dependía de ello. En cada sombra veía un enemigo, en cada sonido una amenaza… Todavía sigo
preguntándome cómo consiguió mi exhausto cuerpo alcanzar esa velocidad y la fuerza para no
desfallecer. Llegó un momento en que mi organismo estaba agotado; me faltaba el aíre, las
piernas apenas me sostenían y la cabeza me daba vueltas. Tenía hambre, sed, sueño… Me di por
vencido. Dejé de correr para pasar a caminar pesadamente, casi arrastrándome. Y de golpe, como
surgida de la nada, como si la hubieran puesto ahí para mí, apareció una cabaña de cuya
chimenea salía una columna de humo gris.
«Alarmado, hice acopio de un último esfuerzo y busqué un lugar donde esconderme. Pero no
sirvió de mucho —aseguró sonriendo a la vez que ajustaba la manta sobre sus cuerpos como
respuesta a una gélida ráfaga de aire—. Acababa de guarecerme tras un gran tronco, que pensé
me libraría de miradas indiscretas, cuando una bestia enorme se acercó por la retaguardia y me
empujó con el hocico. Su golpe consiguió que me desestabilizara y cayera hacia delante, sobre
mis agotados brazos. Reconozco sin avergonzarme que me asusté bastante cuando al girar la
cabeza me encontré con la cara peluda de un perro enorme. Sin embargo, me tranquilicé al
instante cuando comprobé la bondad que desprendían sus ojos y la manera en que su lengua me
acariciaba la mejilla. A su lado, un anciano me miraba entre el asombro y la diversión. Con una
fuerza inesperada, dada su edad, Mac, mi salvador —sonrió al mencionarlo—, me tendió la
mano y me ayudó a ponerme en pie. No dijo mucho. Con algo parecido a un gruñido me ordenó
que lo siguiera, y eso fue lo que hice».
—¿No temiste por tu seguridad?
—No lo recuerdo. Creo que en ese momento me hubiera importado bien poco que se tratara
de un soldado dispuesto a acabar con mi vida. Tal era mi grado de debilidad.
—¿Qué ocurrió entonces? —Disimuló como pudo un escalofrío.
Neil la miró con ternura. La curiosidad de Beth no tenía fin, y por alguna extraña razón, a él
no le importaba. En realidad, le resultaba placentero despertar en ella tanta intriga.
—Mac se encargó de mí. Curó mis heridas, me alimentó, me dio ropa que, aunque raída por
el uso, estaba infinitamente mejor que la que yo llevaba puesta. Para empezar, no olía a muerte ni
estaba cubierta de sangre —Beth emitió un gemido sordo al imaginarse la escena. Conmovido,
Neil pasó el brazo por sus hombros y la estrechó contra su pecho—. Esa noche, el fuego se
alimentó con mis prendas y yo con un guiso de ardilla, nabo y cebolla que no olvidaré en la vida.
Después, Mac me obligó a tumbarme en una parte del suelo cubierta con paja, me dio una manta
cochambrosa, nada que ver con ésta —aseguró ciñéndola un poco más contra ellos—, pero que
cumplía con creces su cometido. Él se acostó en un camastro estrecho situado al fondo de la
estancia. Big, supongo que, intuyendo mi necesidad de afecto, se echó a mi lado ofreciéndome el
confortable calor que mi maltrecho cuerpo necesitaba.
—Tuviste mucha suerte al dar con un buen samaritano en tu camino.
—Fue mucho más que eso. Durante el tiempo que pasé con él, se comportó como un padre.
Me enseñó a sobrevivir en el bosque, a hacer trampas con las que cazar, a borrar mis huellas de
los caminos, a encontrar refugio en los sitios más inesperados… Me aconsejó sobre la vida y se
arriesgó por mí más de lo que mi auténtico padre hubiera hecho nunca.
—¿A qué te refieres? —Parpadeó un par de veces.
—Una tarde, los casacas rojas aparecieron en el claro donde está la cabaña. Mi amigo me
insto a que me ocultara en un hueco que había bajo el suelo de la cabaña y que yo desconocía. —
Sonrió mientras negaba con la cabeza—. Estaba debajo mismo del sitio en que yo solía dormir.
Era estrecho y bajo, así que me vi obligado a permanecer estirado boca arriba, con la mirado fija
en la rendija que quedaba entre las lamas de madera del piso. Oí cómo los soldados lo obligaban
a abrir la puerta de la cabaña y cómo la recorrían sin miramientos, tocándolo todo y mirando en
cualquier rincón en el que pudiera caber un hombre. Por suerte, mi escondite estaba camuflado
por la paja que me servía de colchón y no se les ocurrió apartarla para mirar qué había debajo.
—¿Y a él… no le hicieron nada? Siendo escocés…
—Es que Mac, no es escocés.
—¿Cómo…?
—Mac es inglés, aunque detesta tanto o más que yo a sus compatriotas —Le dedicó una
mirada divertida mientras se elevaba una comisura de su boca—. Tus compatriotas.
—No todos los ingleses somos iguales.
—Lo sé. Me lo has demostrado.
Los ojos de Neil se oscurecieron con deseo mal disimulado. La tentación que representaba
Beth para él era cada vez más difícil de controlar. Se obligó a desviar la mirada con un carraspeo
de frustración. Si seguía mirándola…
—Lo más prudente sería dejar aquí la conversación, Beth. Es tarde ya.
—No quiero separarme de ti —confesó enrojeciendo hasta la base del cabello.
—Te aseguro que yo tampoco, sin embargo, es lo que debemos hacer.
—Ojalá mañana el tiempo nos permita vernos de nuevo.
—Rogaré al cielo para que así sea —dijo solemne mientras separaba la manta de sus cuerpos
y se la ofrecía a Beth. La ráfaga de frío que sintieron nada tenía que ver con el helador ambiente
que los rodeaba.

Con renuencia, Beth abandonó el tocón y, con pasos lentos, se encaminó a la zona que
separaba el bosque del jardín. En el último momento, cuando sus pies estaban cerca de la hierba,
Neil aferró su muñeca y la obligó a girarse hacia él. Tirando de ella, la estrelló contra su fornido
pecho y la envolvió con sus brazos. Con lentitud, la joven elevó los ojos hasta encontrarse con
los de él. Sus labios se entreabrieron y fue la señal que necesitó Neil para inclinar la cabeza y
atraparlos con los suyos. Se fundieron en un beso apasionado, desesperado. Ninguno de los dos
estaba preparado para el impacto que les produjo. Si el anterior había sido incendiario, este
arrasó con su razón. Un rayo de cordura, que Neil maldijo entre dientes, consiguió poner
sensatez a sus deseos.
—Buenas noches, Beth —dijo sobre sus labios.

—Buenas noches, Neil —contestó ella con la respiración entrecortada.


Se separó abatida del cuerpo masculino; era lo último que quería hacer. Apretó la manta
contra su cuerpo y comenzó a alejarse. No había dado más que unos cuantos pasos cuando
recordó que no le había mencionado un detalle.
—Neil —susurró mientras giraba sobre sus talones.
Él apareció desde la sombra y la miró sin acercarse. Ya había jugado con fuego demasiado
esa noche como para arriesgarse un poco más.

—¿Beth?
—Se me ha olvidado decirte que, si mañana no podemos encontrarnos, el miércoles será
imposible. Prescott dormirá en la mansión. Por favor, no vengas. No te arriesgues
innecesariamente, te lo ruego.
—También tú. Recuerda el tipo de hombre que es. —Con el ceño fruncido y cara de
preocupación, le acarició el mentón con uno de sus callosos dedos—. Me preocupa que estés
bajo el mismo techo que ese indeseable durante toda una noche.
—Tendré cuidado, te lo prometo.
La respuesta de Neil fue una simple inclinación de cabeza. Un instante después, volvió a
desaparecer absorbido por la oscuridad.
Elisabeth corrió por el verde manto hasta alcanzar la puerta acristalada por la que había
salido. El corazón se le detuvo cuando la encontró cerrada. Por un momento pensó que estaba
perdida, que la habían descubierto. Mas, cuando su mano aferró la maneta de la puerta, está
cedió sin dificultad. Sin duda, alguien la había cerrado sabiendo que ella estaba en el exterior.
Una oleada de inquietud se extendió por sus venas; esperaba que nadie hubiera sido testigo de su
encuentro secreto. Sin pensar en su propia seguridad, le inquietó la idea de que cualquiera con
malas intenciones descubriera a Neil y sus visitas a la hacienda. Su libertad dependía de seguir
oculto a ojos de todos.
Haciendo alarde de la mayor cautela, cerró la puerta por la que acababa de acceder a la casa,
dobló la manta, que colocó donde la había cogido, y, antes de dirigirse a su dormitorio, eligió un
libro al azar pensando que sería una buena coartada si se topaba con alguien en su camino.
Para su alivio, hizo el recorrido sin tropiezos. Sin embargo, al escurrirse dentro de su
estancia, se llevó una sorpresa: Molly. Su figura se recortaba bajo los débiles rayos de luna que
se filtraban a través de las pesadas cortinas de cretona. Elisabeth se fijó en el movimiento
nervioso de sus manos, que no dejaba de frotarse. Al divisarla, la doncella se aproximó a ella con
el rostro angustiado.
—Señorita, me ha tenido muy preocupada.
—¿Por qué? —preguntó Elisabeth fingiendo tranquilidad, aunque el corazón le golpeaba las
costillas con saña.
—Puede enfermar aventurándose a pasear a estas horas —dijo arrebatada—. Hace mucho
frío, eso sin mencionar que la humedad puede afectarle los huesos y los pulmones.
—Me abrigué bien —afirmó conmovida por la preocupación que destilaban las palabras de la
muchacha—. Hasta me hice de una frazada para guarecerme del helado viento. No debes
preocuparte por mí, Molly. Sé lo que hago.
—No estoy yo tan segura —rebatió la muchacha negando al mismo tiempo con la cabeza, sin
medir las consecuencias de sus palabras—. ¿Qué se le había perdido a usted en el jardín a estas
horas?
Elisabeth depositó sobre los pies de la cama el libro que llevaba en las manos mientras
buscaba una excusa creíble. Cuando por fin la halló, giró el cuerpo hacia Molly.
—No podía dormir. Tampoco me apetecía quedarme encerrada leyendo o esperando a que
me venciera el sueño. Por descontado, deambular por los pasillos ni se me pasó por la
imaginación. Por nada del mundo quería perturbar el descanso de la casa. —Una vez empezado a
mentir, ya no podía parar—. Sin pensarlo demasiado, me decidí por el jardín y debo reconocer
que ha sido un paseo revitalizante que me ha agotado lo suficiente como para estar deseando
meterme en la cama. —Lo dijo como clara invitación a que la muchacha abandonara la estancia,
sin que resultara impertinente.
—¿Me promete que no lo volverá a hacer? —Su voz sonó preocupada.

—No puedo prometerte que no haré algo que ha sido tan agradable. Pero, si te quedas más
tranquila, intentaré abrigarme mejor la próxima vez.
La intención de Molly fue objetar de nuevo, sin embargo, se dio por vencida cuando
Elisabeth se dio la vuelta y empezó a desprenderse del abrigo.
—Buenas noches, señorita.
—Buenas noches, Molly —la despidió con la mano, antes de inclinarse para aflojar los lazos
de sus zapatos.
En cuanto la puerta se cerró tras la doncella, Elisabeth suspiró aliviada. Por fortuna, la había
engañado tan bien que no sospecharía el verdadero motivo de su paseo nocturno. De todas
formas, se dijo, en el futuro tendría que ir con más tiento si quería mantener su secreto a salvo.
CAPÍTULO 22

A
cayó la noche.
pesar de que amaneció lloviznando y con el cielo de un color gris plomizo, las
horas terminaron por mejorar el día hasta convertirlo en apacible y menos frío
que los anteriores; aun así, la temperatura no era ni de lejos agradable cuando

Elisabeth repitió el ritual de otras veces: cenó con Anne, que se mostraba exultante ante la
perspectiva de la velada que le esperaba al día siguiente. La joven no entendía tal entusiasmo; al
fin y al cabo, para ella no era más que otra noche cualquiera al lado de un hombre que no le
despertaba ninguna simpatía. De todas formas, no se permitió el lujo de dejar entrever su
desagrado, dado que, de hacerlo, su tía la hubiera reprendido de forma severa. Después, esperó
paciente hasta que su tía manifestó su deseo de retirarse. Se desvistió con la ayuda de Sally y
aguardó con paciencia hasta ver salir a Helen de la habitación de la anciana, prueba inequívoca
de que Anne ya no aparecería hasta el día siguiente. Con todo, todavía permaneció un rato más
vigilando desde su puerta entornada; no quería correr el riesgo de que la descubrieran. Se decidió
a ir al encuentro de Neil cuando estuvo segura de que todos en la casa se habían retirado a sus
aposentos y tenía vía libre.
Conocía tan bien la mansión que, como en las otras ocasiones, no necesitó de más
iluminación que la que proporcionaba la luna a través de las estrechas rendijas que dejaban
algunas cortinas. Anduvo con sigilo, observando cada rincón por si se tropezaba con algún
sirviente, escarmentada por lo que había ocurrido la noche anterior con Sally. Una vez en la
estancia desde la que accedía al exterior, tomó la manta entre sus brazos y se deslizó al jardín. En
esa ocasión tuvo la precaución de ajustar la puerta acristalada para que nada denunciara su
escapada.
En cuanto sus pies, cubierto por las botas de montar, tocaron la terraza que daba al jardín,
descendió los tres peldaños que la separaban del manto verde que se abría delante de ella y
comenzó una rápida carrera, ajena a la humedad y barro que recogía el bajo de su ropa. Se
detuvo cuando vio la imagen de Neil diluida entre las sombras. Al instante, se aproximó a él con
paso más calmado y a la vez más decidido hasta quedar a escasos centímetros de su cuerpo. Neil
no se contuvo. No podía. Alargó su mano y la tomó por el codo hasta pegarla a su cuerpo,
dejando la manta entre los dos. Con un brusco movimiento, arrancó el cobertor que los separaba
y lo lanzó al suelo antes de volver a encerrar a Beth entre sus brazos, provocando en la joven una
sacudida de expectación. Un instante después, sus labios caían con ansia, con desesperación,
sobre los de Beth. Su alegría fue máxima al sentir como su dulce boca respondía a su beso con
igual intensidad que la que lo arrastraba a él. Se forzó a detenerse al notar cómo su hombría
crecía de forma alarmante con el contacto. Beth, su Beth, le robaba el sentido. Pero él, por más
apartado de la sociedad que estuviera, mantenía sus principios férreamente anclados en su
carácter y nunca se permitiría tratarla de una manera inadecuada, por más que su cuerpo clamara
por hacerlo. No obstante, nada le impedía saborear su boca, adorar sus formas, acariciarle el
rostro con sus manos callosas…

Se agachó para recuperar la manta. Al alzarse, la tomó de la mano y la guío al lugar que
habían convertido en su refugio. Una vez allí, en contra de lo que su sangre le exigía, se limitó a
sentarse a su lado, pasarle un brazo por los hombros y acurrucarla contra su pecho. El delicioso
aroma a lilas que desprendía su cabello lo sacudió de tal manera que pensó que sería incapaz de
contener el punzante deseo que sentía.
A ella le pasó algo parecido. Su fuerte olor a bosque, a tierra húmeda y masculinidad la
extasiaba como nunca nada antes. Su cuerpo hervía sin que ella conociera la razón. Era una
sensación desconocida, agradable y exigente a la vez. Deseaba fundirse a él con tanta
desesperación que se le escapó un gemido de frustración. Al notar la vibración sobre su pecho,
Neil creyó enloquecer. Era consciente de que si continuaba aferrándola contra su cuerpo de
aquella manera terminaría por cometer una locura. Y no lo podía permitir. Beth se merecía
respeto y veneración, no ser objeto de lujuria desmedida. Ser consciente de ello le llevó a la
memoria que Beth recibiría una visita indeseable la noche siguiente.
—He estado pensando en lo que me dijiste ayer. —La mano que mantenía sobre el hombro
de ella comenzó a pasearse de forma perezosa y sensual por el brazo.

—¿A qué te refieres?


—A Prescott.
—No te entiendo.
—Para empezar, no logro entender cómo se atreve tu tía a meterlo en una casa donde viven
mujeres jóvenes.
—Ella lo tiene en muy alta estima —alegó encogiéndose de hombros.
—Incluso así. Tu tía no tiene ni idea de que es un hombre del que nadie, en especial una
mujer puede fiarse.
—Lo sé y me parece que ella también lo sabe, por más que lo niegue. En los últimos tiempos
me he permitido la licencia de hacerle ver lo codicioso que es.
—¿Es imposible que pases la noche en otro lugar?
—No tengo muchos amigos por aquí. Eso sin contar que no puedo imponer mi presencia en
casa ajena sin ser invitada.
—Tal vez con mi familia…
—No tendría excusa para presentarme allí. —Dejó ir el aire de sus pulmones—. Por otro
lado, mi tía no me perdonaría que le hiciera tal desplante al capitán.

—Si no hay más remedio… Pero ve con cuidado, te lo ruego. Si es posible, cierra con llave
tu dormitorio y ajusta la ventana con pasador.
Ella sonrió divertida por la vehemencia de sus palabras.
—Con la temperatura que hace, te aseguro que mi ventana está fuertemente cerrada. En
cuanto a la puerta… mi tía es enemiga de las puertas bloqueadas en los dormitorios; creo que le
pasó algo cuando era joven, aunque nunca me lo ha contado. Ella opina que los buenos modales
son suficiente para evitar que alguien entre en una estancia en la que no es bienvenido.
—¿Cómo se puede ser tan…? —se calló por respeto a Beth—. Con un hombre como John
Prescott merodeando por la casa, ninguna habitación está segura. Si no puedes echar el cerrojo…
no sé, pon una silla debajo del pomo; haz lo que sea preciso para dificultarle el acceso a tu
alcoba. –Su preocupación era genuina.
—Lo tendré en cuenta, te lo prometo.
El silencio se alzó entre ellos durante unos instantes. Cuando Beth pensó que el tema ya
estaba olvidado, Neil volvió sobre él.

—Sigo sin comprender qué razón puede tener tu tía para invitarlo a pasar la noche en la
mansión. —Neil tenía un mal presentimiento y su instinto, después de verse obligado a
sobrevivir gracias a él, estaba muy afinado.
—Si te soy sincera, yo también me lo pregunto —confesó de manera reflexiva mientras se
acurrucaba contra el pecho de Neil… un poco más—. ¿Qué temes que pueda ocurrir?
—No lo sé. Confío en que nada. Pero después de las cosas que le he visto hacer o de los
horrores que ha protagonizado y que han llegado a mis oídos… Cualquier cosa es posible.
Recuerda que te amenazó. Te sugiero que no te interpongas en su camino; suele librarse de
cualquier obstáculo que lo entorpezca sin importarle cómo lo hace.
La realidad que encerraba la afirmación de Neil la sobrecogió. Estaba empezando a
sospechar que cualquier villanía que ella pudiera achacarle a Prescott estaba muy lejos de la
brutalidad que era capaz de ejercer, en realidad. Sin poder evitarlo, temió que las advertencias
que le había hecho el capitán con tanta inquina se materializaran…
Permanecieron abrazados durante un tiempo indefinido, fundiendo sus respiraciones en besos
acalorados y abrazos que sabían a poco. Como solía ocurrir, fue Neil el que, cada vez menos
dueño de sus actos, puso fin a su encuentro por temor a no poder refrenar sus instintos y
traspasar una barrera que se le antojaba infranqueable.
—Se me va a hace eterna la espera —se sinceró Beth entre besos.

—Y a mí —gruñó él disimulando la incomodidad que se había instalado dentro de sus


calzones.
—Rogaré porque la bonanza de estos últimos días se extienda hasta pasado mañana. No
podría soportar no verte por culpa del mal tiempo.
—Me uniré a tus plegarias —dijo con una sonrisa traviesa, aunque ya no creyera en un Dios
que era capaz de consentir las atrocidades que él se había visto obligado a ver y sufrir.
Una última mirada. Un último beso. Una última caricia… Y el adiós.
***
La casa entera parecía un hervidero: criados corriendo por los pasillos, las cocinas inmersas
en una frenética actividad, los jardineros escogiendo las mejores flores que se pudieran encontrar
a esas alturas del año… Elisabeth no entendía a qué venía tanto alboroto. Al fin y al cabo, se
trataba de un miércoles más, como cualquiera de los anteriores en los que se recibía al mismo
invitado para la cena. El único cambio a la rutina semanal consistía en que ese día en particular la
visita se alargaría durante toda la noche. Por supuesto, la artífice de todo ese despliegue era su
tía, que parecía presa de un dinamismo y determinación fuera de lo común y de los que hizo
cómplice a su sobrina.
—¿Crees que el ramo que he elegido para la entrada es adecuado o debería pedirle a Charles
que lo reemplazara por crisantemos? —Anne estaba especialmente orgullosa de ese tipo de flor
que crecía en su invernadero.
—Yo lo veo perfecto, pero si se siente mejor cambiándolo…
—No, tienes razón, creo que las peonias dan un toque cálido y hogareño —recapacitó
mientras se golpeaba la barbilla con el índice—. En cuanto a la vajilla… ¿Crees que sería
excesivo si mando sacar la ribeteada en oro?
Elisabeth puso los ojos en blanco ante semejante barbaridad. Los platos de los que hablaba su
tía eran adecuados para una cena de gala, con invitados de alcurnia, no para un capitán de origen
humilde quien, para añadidura, había conseguido su posición de forma turbia. Por otro lado,
sabía que ese argumento no serviría para contentar a su tía, así que buscó la manera de disuadirla
sin que sus palabras sonaran ofensivas.
—A mi entender, el capitán se puede sentir un tanto abrumado por recibir una atención tan
poco frecuente. Esta casa no es nueva para él, ni las cenas a las que usted lo invita tampoco. Es
posible que esté más cómodo… menos intimidado, con la Tudor. Es más elegante que la que
utilizamos normalmente en sus visitas, sin llegar a ser tan exclusiva, ¿no está de acuerdo, tía?

—Sí, supongo que tienes razón. No en vano estás más acostumbrada que yo a asistir a
veladas sociales. —Con un gesto rayano al absurdo, juntó sus manos sobre su pecho de forma
virginal—. Ahora me gustaría que me dieras tu opinión en otro asunto; uno esencial.
—Usted dirá, tía.
—Acompáñame a mis dependencias. Quiero que me ayudes a elegir el vestido adecuado para
lucir perfecta esta noche.
Elisabeth accedió con una inclinación de cabeza, sin poder dejar de preguntarse sobre el
misterioso motivo que movía a su tía a poner tan especial esmero esa noche. Lejos estaba de
imaginar las pretensiones a las que aspiraba la anciana para después de la cena.
CAPÍTULO 23

E l atuendo elegido por su tía era una auténtica abominación. Ni siquiera sería
apropiado para una joven con un cuerpo atlético y estilizado, cuanto menos para
una mujer cuyas redondeces resultaban más que evidentes. De un rojo rubí, con
adornos de pasamanería negros y dorados en los bajos de la falda, el escote —demasiado
generoso, cabe decir— y los puños. La falda, dada su complexión, la hacía parecer más una mesa
camilla que una elegante dama. Elisabeth tuvo que reprimir una exclamación cuando Anne se lo
mostró.

—Y bien, ¿qué te parece? —quiso saber la anciana mostrando un entusiasmo digno de una
colegiala.
—¿Es quizá uno de los que mandó reformar en Inverness? —No entendía cómo le había
pasado desapercibido ese despropósito.
—No. Éste lo estreno hoy. Hace tiempo que lo mandé confeccionar por si se presentaba la
oportunidad de utilizarlo. Hoy ese día.
Elisabeth se retorció los dedos, temerosa de no utilizar los términos adecuados para
expresarse. No deseaba desairar a su tía, y menos aún enfadarla, pero tampoco podía permanecer
callada sin decirle lo que realmente pensaba.
—El vestido es precioso, sin duda —se sintió una hipócrita mintiendo de una forma tan
descarada—, sin embargo, creo que es un tanto excesivo para una informal cena en casa. —Si
por ella fuera, lo echaría directamente a la chimenea que en ese momento caldeaba la habitación
—. Tal vez, algo más discreto no confundiría al capitán, quien, sin duda, se sentiría deslumbrado
en el caso de que lo recibiera llevando tal indumentaria.
—¿Tú crees? —Con el ceño fruncido a causa de la duda que Elisabeth acababa de sembrar en
su mente, acarició con suavidad la prenda—. ¿Te parece excesivo?
—Me parece que sí, tía. —Excesivo, grotesco, vulgar…
Si bien Anne pretendía estar atractiva para Prescott y ese traje le parecía muy seductor,
decidió que, tal vez, su sobrina nieta tenía parte de razón. Al fin y al cabo, la joven había estado
frecuentando los ambientes más selectos de Londres hasta unas semanas antes. Ni se le pasó por
la cabeza que la intención de Elisabeth fuera otra que hacerla quedar bien ante John.
—Está bien, pues ayúdame a elegir el que creas más oportuno —pidió mientras se acercaba
al ropero y abría de par en par sus puertas.
Elisabeth aprovechó que su tía le daba la espalda para suspirar aliviada. De no haberla
persuadido, la mujer hubiera hecho tanto el ridículo como ella por haber permitido que lo llevara.
Cuando, algo más tarde, Helen entró en los aposentos de Anne para asistir a su señora y vio
el cambio de ropa, miró a Elisabeth e inclinó levemente la cabeza en señal de aprobación. Al
parecer, a ella tampoco le gustaba mucho la primera elección de Anne.
***
Retrasó todo lo socialmente correcto unirse a su tía y su invitado en el salón. Cuando por fin
lo hizo, los encontró sentados uno junto al otro con las manos entrelazadas. Anne mostraba una
sonrisa resplandeciente mientras que la de John era a todas luces forzada. Al verla, el capitán se
puso en pie de inmediato y le mostró respeto con una reverencia.
—Oh, querida, ya estás aquí. —El tono de Anne sonó un tanto molesto, pero Elisabeth no se
dio por enterada.
Se acercó a ellos con la mano extendida como era lo adecuado, a la espera de que Prescott se
la tomara. Él se la llevó a los labios de forma mecánica; no obstante, la rudeza con que lo hizo
sobresaltó a la joven. La recuperó con rapidez, haciendo un esfuerzo sobrehumano por no
frotarse el dorso en la falda para borrar la desagradable sensación que había sentido.
Tomo asiento frente a la pareja y, tratando de sonar como de costumbre, le preguntó al
capitán acerca de su semana. No tuvo que soportar por mucho tiempo la insustancial charla
porque Monroe no tardó en aparecer anunciando que la cena estaba servida.
El despliegue de delicadas viandas era tal que hasta John mostró su sorpresa. Abundaban los
frutos del mar: desde ostras frescas hasta langosta hervida con salsa de mantequilla, pasando por
salmón asado con verduras. En cuanto a las carnes, había tanto cordero como faisán o venado.
¿Y qué decir de los postres? Había tal surtido de ellos que resultaba muy difícil decidirse por
cuál comenzar. Y, a pesar de la profusión de tantos manjares exquisitos, a Elisabeth se le
revolvió el estómago. ¿Qué comería Neil esa noche? ¿Debería guardar algo para llevárselo la
noche siguiente? ¿Se molestaría si lo hacía? ¿Era justo que ella disfrutara de toda aquella comida
mientras él a duras penas tenía nada que llevarse a la boca? Se obligó a no pensar en ello,
temerosa de que se le notara la preocupación que la afligía. Por descontado, no logró apartarlo de
su mente, pero sí disimular tan bien que ninguno de sus compañeros de mesa pareció darse
cuenta de su zozobra.
Tal como habían acordado su tía y ella, en cuanto la cena hubo concluido, se disculpó ante la
pareja y se retiró a su habitación. Hacerlo fue una liberación. Cada día le costaba más trabajo
camuflar la aversión que sentía por ese hombre.
Sally la esperaba sentada junto a la chimenea, abstraída con la cambiante danza de las llamas
mientras sus manos se entretenían acariciando el sedoso pelaje de Pulgas. Al verla aparecer, la
muchacha se incorporó de golpe y se apresuró a ayudarla a desvestirse. Elisabeth se negó a que
se ocupara de su pelo declarando que ya lo haría ella misma. Necesitaba estar sola. La doncella,
con cierta sorpresa, recogió el vestido color melocotón que su señorita había elegido para esa
noche y se despidió de ella con una genuflexión. Una vez a solas, la joven se dejó llevar por sus
cavilaciones. Se daba cuenta de que su actitud hacia Sally era distante en los últimos tiempos y
eso debía cambiar de inmediato. La muchacha no tenía la culpa de las tribulaciones sentimentales
que la azotaban desde que Neil había irrumpido en su vida. Una cosa llevó a la otra y su mente
no tardó en inundarse de imágenes del hombre que la hacía suspirar y cuyos besos la
trastornaban. Con el cepillo deslizándose por sus guedejas doradas, se aproximó a la ventana y
dirigió la mirada al bosque, aun sabiendo que él no estaba allí, tal era su anhelo por verlo. Pulgas
se frotó contra sus piernas demandando una caricia. Ella se agachó para ofrecérsela antes de
dejarlo sobre su sillón favorito y volver la mirada a la oscuridad reinante en el exterior.
***
No se había podido resistir. A pesar de saber que aquella noche no se reuniría con Beth, tenía
la esperanza de verla, aunque fuera a través de los cristales de su habitación. No se engañaba,
tenía bien presente que la osadía de presentarse en las inmediaciones de la mansión cuando
Prescott estaba dentro era del todo temerario, por más que ya lo hubiera hecho con anterioridad.
Sin embargo, aquel día su atrevimiento rozaba la insensatez. Con todo, incapaz de enfrentarse a
su propio deseo, sus pasos lo habían llevado justo al sitio exacto en el que estaba: frente a la
ventana de Beth. Las luces apagadas le indicaron que ella debía continuar en la planta inferior, en
el comedor o tal vez en el salón, tomando una copa de vino dulce. Inmóvil, con la vista fija en la
oscuridad del cuarto de la joven, dejó fluir a sus pensamientos, que volvieron al motivo que lo
había hecho cambiar de parecer con respecto a ella. Una cosa estaba clara, debajo de aquella
postura de diosa, detrás de un tono de voz elitista y cultivado, más allá de unas maneras refinadas
y elegantes había una mujer con una fuerte determinación, amable, comprensiva y con una clara
inclinación por la justicia. Era cierto que al principio daba la impresión de ser altiva y superficial,
pero al tratarla un poco se podía descubrir toda la grandeza de una gran persona. ¿Qué lo había
llevado a cambiar su impresión sobre ella? Sin duda, ella en sí. Recordó la primera noche que la
vio, mojada y enfurruñada, caminando decidida con el ruedo de la falda embadurnado de barro.
En aquel momento, Beth era todo lo que parecía, una joven altanera, acostumbrada a salirse con
la suya y que se creía merecedora de que todos se rindieran a sus pies. Desde entonces, su actitud
había virado notablemente, no tanto en las formas, aunque, sin duda, sí en el fondo.
De repente un resplandor en la habitación que marcaba su interés llamó su atención
provocando que la mirara con más detenimiento. La emoción inicial se apagó al instante al
comprobar que era la doncella de Beth la que entraba con una palmatoria en la mano. Observó
sus movimientos mientras la muchacha reavivaba las brasas de la chimenea, que enseguida
inundaron la alcoba con la claridad de sus llamas. Eso solo podía decir que Beth no tardaría en
aparecer. No erró. Unos minutos después, la mujer que se había adueñado de su sentido común
aparecía con ese halo de reina que la caracterizaba y que a él le provocaba un deseo irrefrenable.
Con ojos hambrientos fue descubriendo las partes de su cuerpo que quedaban a la vista conforme
se desprendía de su ropa. Ya le había ocurrido con anterioridad y esa noche no iba a ser
diferente, su hombría reaccionó de forma inmediata y contundente. Su mano viajó hasta su
entrepierna sin permiso. El fuego de su deseo hizo el resto.
***
John Prescott abandonó los aposentos de Lady Anne con la chaqueta de su uniforme en los
brazos y un humor de perros en las entrañas. Lo que había tenido que soportar dentro de aquellas
cuatro paredes, sobre ese lecho confortable —aunque odioso para él— era una de las situaciones
más humillantes de su vida. Fingir interés por aquella ballena vieja de piel agrietada y flácida
había sido todo un reto. Se le revolvía el estómago al recordar los gruesos muslos de Anne
enmarcando su cabeza o cuando pensaba en el esfuerzo titánico que había tenido que realizar
para que se le pusiera dura. De buena gana le hubiera demostrado con golpes el asco que le
inspiraban esas carnes añosas… Sin embargo, se había visto obligado a esconder todo su
resentimiento bajo un despliegue de caricias que a ella la habían encendido de deseo mientras
que a él lo asqueaban. Sentir el tacto de los pechos enormes y fofos, cuyos pezones blanquecinos
no se diferenciaban del resto de las esféricas superficies, estuvo a punto de hacerlo vomitar. Pero
era un soldado, uno que se había visto en tesituras desagradables con anterioridad, así que había
cumplido tal y como se exigía de él. Sabía que soportar aquel sacrificio tendría su recompensa.
Sin ir más lejos, esa misma noche, antes de someterse a la tortura de satisfacer sexualmente a una
mujer que lo desagradaba en exceso, Anne lo había obsequiado con una pieza de orfebrería, una
caja de oro y piedras preciosas, de un valor incalculable. Una atención más que añadir a las que
ya había conseguido de esa mujer, aunque, sin duda, mucho más valiosa que las anteriores.
Absorto en sus pensamientos, se adentró en la habitación que le habían asignado,
posiblemente la más lujosa de cuantas hubiera utilizado en toda su vida, de lejos, mucho mejor
que el cuartucho que compartía con sus dos horribles hermanos allí, en los suburbios de
Bradford. ¡Cuánto daría porque lo viera su familia ahora! Aquella pandilla de perdedores nunca
imaginó que su hijo pequeño llegara hasta donde lo había hecho. Aquel pensamiento todavía lo
enfureció más, sin motivo alguno. En ese momento necesitaba desquitarse de lo que le había
deparado la noche y lo aliviase del recuerdo de aquel padre que lo zurraba día sí, día también.
Tiró con saña al suelo la ropa que contenían sus brazos y resopló como un bisonte embravecido.
Sabía que la mejor manera de evadirse de su desasosiego era descargando su ira contra alguna
furcia que le recordara a la zorra de su madre. Para su desgracia, esa noche no podía huir de esa
casa asfixiante; Anne se había encargado de hacerle saber, de forma inequívoca, que lo esperaba
por la mañana en el comedor familiar para desayunar con él.
Inquieto, comenzó a deambular por la habitación igual que una fiera enjaulada. En ese
momento su espíritu era eso precisamente, el de una fiera salvaje presta a atacar. La desagradable
evocación de lo que había tenido que soportar esa noche regresó con más fuerza y con ella, la
imagen de la persona que, a base de malmeter, había propiciado tal circunstancia: Lady Elisabeth
Spencer.
CAPÍTULO 24

T enía tanta rabia contenida que necesitaba soltar, que se le pasó por la cabeza
una idea descabellada, casi suicida. Si alguien lo descubría, todo por lo que había
luchado se iría al garete. Sin embargo, si obraba con sigilo y no perdía demasiado
la cabeza, podría conseguir cierta satisfacción a la vez que descargaba su furia contra la persona
que la provocaba. Tomó la determinación después de darle muchas vueltas: se cobraría su
venganza esa misma noche.
Procurando no hacer el menor ruido para evitar alarmar a los habitantes de la casa, asomó la
cabeza por la rendija que acababa de abrir en la puerta de su habitación. Miró a ambos lados del
pasillo para asegurarse de que estaba desierto. Así era. La casa dormía. Sabía a dónde dirigir sus
pasos. Anne había insistido tercamente en mostrarle su hogar poco después de que comenzaran
sus visitas semanales, motivo por el cual sabía, sin ningún titubeo, dónde tenía que dirigirse para
alcanzar su objetivo.
Anduvo de forma sigilosa las escasas quince yardas que separaban su puerta de la de
Elisabeth. Una vez allí volvió a escudriñar el pasillo y, al no hallar a nadie a la vista, giró el
picaporte muy despacio, para evitar despertar a la ocupante del dormitorio. Lo que no
sospechaba John era que la joven no dormía sola, y menos que su acompañante tuviera el sueño
tan extremadamente ligero. La puerta cedió sin problemas en cuanto ejerció una mínima fuerza,
pero su movimiento vino acompañado de un gruñido agudo seguido de un ladrido estridente.
—¿Qué ocurre Pulgas? —murmuró Elisabeth somnolienta y sin abrir los ojos—. Anda,
duérmete y déjame dormir a mí.
La respuesta de su mascota fue intensificar sus ladridos hasta hacerlos ensordecedores.
Malhumorada, alzó los parpados, dispuesta a regañar a Pulgas por el escándalo que estaba
montando, pero fue incapaz de emitir sonido alguno. Una sombra se recortaba en el hueco de la
puerta, una sombra que pertenecía al hombre que más detestaba de todos los que conocía; un
hombre que se aproximaba a la cama de forma amenazante y decidida; un villano despreciable
que agarró a Pulgas por el pescuezo y lo lanzó violentamente contra la pared, donde se estrelló
antes de emitir un último ladrido.
—Por culpa de ese bicho no voy a poder darte tu merecido como era mi intención. Seguro en
no tardarán en venir a ver qué pasa con este estúpido chucho —escupió enrabiado—. Pero no te
librarás. Te mereces un castigo ejemplar y yo estaré encantado de ser el responsable de dártelo.
El estupor no la dejó replicarle ni pedir ayuda a gritos. Con las dos manos sobre el pecho,
agarrando la sábana que la cubría como si fuera un escudo impenetrable, su atención se dividía
en la temible figura de Prescott y el cuerpo inmóvil de Pulgas.
John se acercó todavía más a ella, se inclinó hasta que sus ojos rojos de ira quedaran a la
altura de los de la joven y la señaló con el índice.
—Te lo había advertido, zorra entrometida. Te lo advertí y no quisiste hacerme caso. Sólo tú
eres la culpable de recibir lo que te tengo reservado —pronunció masticando cada palabra.

Sin más, se dio la vuelta para desaparecer por el mismo sitio por donde había entrado. Sin
embargo, en el último instante, ladeó la cabeza para mirarla por encima de su hombro.
—Y que Dios se apiade de ti si se te ocurre decir una sola palabra de lo que acaba de ocurrir.
Al acabar de decir la postrera sílaba, se escabulló con rapidez por el pasillo hasta llegar a su
habitación. Una vez allí, y con el endeble consuelo de haberle causado a la damita un gran dolor
acabando con la vida de aquel bicharraco chillón, se tumbó sobre la cama con los brazos bajo la
cabeza y la mirada fija en el techo. En ese instante se hizo una promesa: esa ramera asquerosa lo
resarciría con creces por haberlo obligado a follarse a la vieja.
***
En el mismo instante en que se cerró la puerta, Elisabeth se precipitó a donde había caído el
pequeño cuerpo de pelaje blanco. Se arrodilló en el suelo junto a su mascota con el alma rota y
los ojos inundados. Con un cuidado extremo, impregnado de temor, lo tomó en sus brazos y lo
acunó contra su pecho. Al hacerlo, la cabecita del animal se ladeó por sí sola, carente de
voluntad. El dolor se arremolinó en cada rincón de su ser, consciente de que esa era la última vez
que sostendría a su querido Pulgas. Las lágrimas, rodando por sus mejillas, se concentraban en la
barbilla para ir a caer sobre su blanco camisón sin que a ella lo notara. No lograba entender
cuánta maldad podía encerrar Prescott en su negro corazón. Se había querido vengar de ella
utilizando a su querido terrier y se había salido con la suya. En un arrebato de congoja, acercó la
cara al hocico del animal, como solía hacer cuando aún vivía para que le regalara alguna caricia
con su lengüita rosa. No obtuvo lo que buscaba… sin embargo… ¿Podía ser cierto o era el deseo
de que Pulgas siguiera con vida lo que la había llevado a creer que exhalaba un débil aliento?
Tenía que cerciorarse, pensó con la esperanza renacida. Se puso en pie con su preciosa carga en
los brazos y la dejó sobre la cama. Tardó solo el tiempo preciso para encender una lámpara de
aceite y hacerse con el espejo de mano que había en su tocador. Con ambas cosas, volvió junto a
Pulgas rogando porque lo que le había parecido sentir fuera cierto. Los latidos de su corazón se
habían disparado ante la posibilidad de que el can siguiera vivo. Tuvo que hacer un esfuerzo por
calmar el temblor de sus manos cuando acercó el espejo a la trufa. La luz del quinqué reveló lo
que había estado rogando en silencio. Allí estaba, exánime, casi imperceptible, pero allí estaba:
Pulgas seguía con ella.
***
De Forma asombrosa, nadie escuchó los ladridos de Pulgas, así pues, nadie fue a averiguar
qué había alertado al terrier. Ella pasó la noche pendiente del animal, sin moverse de su lado. Lo
acarició con cariño; le mojó el hocico con agua, esperando que él lamiera sus dedos, lo que
equivaldría a que reaccionaba a sus cuidados. Sin embargo, Pulgas no hizo ningún gesto que
demostrara mejoría alguna. Al contrario, se mantenía inerte, aunque continuaba respirando. En
algún momento de la madrugada decidió que llamaría al doctor si por la mañana seguía en ese
estado.
Cuando Sally acudió al dormitorio poco después del amanecer, como hacía cada día, y
descubrió la situación —Elisabeth sosteniendo al can inmóvil entre sus brazos— no pudo por
menos que alarmarse.
—¿Qué le ha pasado a Pulgas, Señorita?
Elisabeth estuvo tentada a contarle lo ocurrido, mas prefirió guardar silencio al recordar las
palabras del capitán. No estaba preparada para dar explicaciones. No todavía, al menos.
—No lo sé —mintió mientras acariciaba lentamente el suave pelaje—. Me desperté de
madrugada y lo encontré como lo ves.
—Debemos llevarlo al veterinario de inmediato.
—O mejor, mandemos a buscarlo. Preferiría no mover a Pulgas, si es posible.

—Yo me encargo, señorita —aseguró mientras extraía del armario uno de los vestidos de la
joven—. Ahora, será mejor que se prepare para el desayuno. Lady Anne me ha ordenado que me
asegure de que esté lista dentro de media hora.
—¿A qué viene tanta urgencia? —quiso saber. No deseaba abandonar a su pequeño amigo
por nada del mundo.
—El capitán Prescott todavía no se ha ido y su tía tiene intención de que comparta con ellos
la mesa antes de que lo haga.
Ante la mención de aquel hombre odioso, Elisabeth no pudo reprimir una mueca de rechazo.
—Dile a mi tía que me duele la cabeza —cosa que era cierta por culpa de las horas de
insomnio y las lágrimas vertidas— y que necesito descansar.
Sally la miró con reparo mientras negaba con la cabeza. Entendía la reticencia de su señora,
las ojeras que mostraba su rostro daban fe de la mala noche que había pasado, sin embargo, el
encargo de Lady Anne había sido muy preciso: quería a Elisabeth en el comedor en media hora.
Sin falta.
—Lo lamento, señorita, pero su tía ha sido muy clara al respecto. No aceptará excusa alguna.
Elisabeth cerró los ojos luchando contra el llanto que pugnaba por salir. No tenía salida,
estaba obligada a volver a ver a ese ser despreciable. La imagen de Neil se coló como por
ensalmo en la negrura que se formó tras sus párpados, ofreciéndole le fortaleza que necesitaba
para enfrentarse al capitán.
—Está bien —se rindió hundiendo los hombros. Con cuidado, depositó a Pulgas en el centro
de la cama y lo tapó con uno de sus chales—. Que así sea.
A la hora señalada, hizo su entrada en el comedor. Sally, con la maestría que la caracterizaba,
había conseguido matizar la oscuridad visible bajo sus ojos, logrando que luciera una apariencia
perfecta para ojos poco observadores. Con una pose regia y despreocupada, así como una fingida
sonrisa, inclinó la cabeza a modo de saludo dirigido a la pareja que ya la esperaba. Prescott, de
pie con los brazos cruzados en la espalda, le devolvió el mismo saludo. Su rostro, por más que
intentara ocultarlo, destilaba maldad por cada uno de sus poros. Sus ojos la recorrieron de arriba
abajo sin ninguna gentileza hasta que se detuvieron en los de la joven.
—¿Ha pasado buena noche, Milady? —preguntó con malicia.
—Perfecta, gracias, capitán —contestó ella reprimiendo las ganas que sentía de poner en
palabras lo que pensaba de él—. Tía —se acercó a ella para besarla en la mejilla, como hacía
cada día.
—Me alegro de que ya estés aquí querida. John debe volver al cuartel en breve y no hubiera
sido correcto que lo hiciera sin darte la posibilidad de despedirte de él.
Elisabeth hizo una mueca a modo de sonrisa antes de tomar asiento. El desayuno resultó ser
más tenso aún de lo esperado. La joven no veía el momento de regresar a sus aposentos y
comprobar el estado de Pulgas, al que Prescott, de forma maligna, hizo una alusión velada en un
determinado momento; ella, en respuesta, lo fulminó con la mirada, pero no hizo cometario
alguno; no estaba dispuesta a darle la satisfacción de que descubriera lo afectada que estaba.
Aguardó estoicamente hasta que llegó el momento de la partida del capitán y, en cuanto lo vio
alejarse a galope sobre su caballo, se disculpó con su tía y corrió escaleras arriba.
***
El veterinario ya estaba atendiendo a Pulgas cuando ella llegó.
—Gracias por venir tan pronto, doctor —le dijo acercándose a donde el hombre le vendaba
una pata al perro.
—Su criado me aseguró que era urgente, y no me engañaba.
Elisabeth miró a Sally que, sentada en la cama junto al paciente, le devolvió la mirada con un
gesto de disculpa.

Durante un rato más, el albéitar se empleó a conciencia en su cometido, gracias a lo cual


Pulgas empezó a mostrar una mínima mejora. Sin embargo, no le dio falsas esperanzas; el
animalito estaba en un estado grave y, según le dijo, las siguientes horas serían decisivas.
—Intente que no se mueva mucho —le indicó el hombre con su maletín en una mano y el
picaporte en la otra—. La pata rota tardará en curar unas semanas, pero yo diría que no es de eso
de lo que debemos preocuparnos. Otra cosa es lo que puede ocurrir con sus órganos internos…
—dudó antes de aventurarse a seguir hablando—. ¿Qué ocurrió? Tiene todo el aspecto de
haberse dado un golpe muy fuerte.
Toda la sangre de Elisabeth se acumuló en su rostro. No tenía respuesta para esa cuestión sin
confesar lo ocurrido aquella noche y no estaba preparada para hablar de ello. No obstante, no
podía dejar la pregunta sin contestar.
—No lo sé. Anoche lo encontré en el suelo en el mismo estado que ahora, bueno, peor. Dejé
pasar las horas confiando en que mejorara, pero al no hacerlo, creí que lo más prudente sería que
lo viera usted.
—Ha hecho bien, señorita —meneó la cabeza asintiendo—. Bueno, por el momento, vamos a
ver cómo evoluciona. Si advierte algún cambio a peor, llámeme. Si no, volveré a visitarlo dentro
de un par de días. No se olvide que es importante que beba. Y procure que coma alguna cosa
suave, es importante.
—Así lo haré, doctor.
Sally acompañó al veterinario a la salida y dejando a Elisabeth junto a su mascota. Ella, una
vez a solas, se sentó a su lado y comenzó a acariciarle su sedoso pelaje. Mientras lo hacía, su
mente regresó a la violenta situación vivida con el capitán. Odiaba a aquel ser infecto. Si un
hombre era capaz de hacer algo semejante con una criatura indefensa, ¿qué no haría si
descubriera a un enemigo que había podido esquivarlo durante años? En ese preciso instante se
dio cuenta realmente del peligro que corría Neil. No podía seguir tentando a su suerte de la forma
en que lo había hecho hasta entonces. Debía buscar una salida para su situación so pena de… no
quería ni pensar en lo que le pudiera ocurrir. Igual que no quería ni imaginar tener que despedirse
de él. Sin embargo, le importaba demasiado como para no alentarlo a buscar una salida a sus
circunstancias. Asimismo, se dio cuenta de que, desde que lo conocía, su percepción de la
realidad había cambiado. El castigo al que la sometió su padre, obligándola a abandonar las
diversiones de Londres, había dejado de ser un hecho catastrófico para convertirse en una mera
anécdota. La existencia de aquellos que habían luchado por su patria, por su forma de vida, por
defender unos valores… y habían fracasado, si tenían motivos para estar resentidos. Se
avergonzó de sí misma y de la actitud superficial que había tenido antes de llegar a Escocia. Si lo
pensaba con detenimiento, el que su padre la hubiera enviado allí había sido lo mejor que podía
haberle pasado. En unas cuantas semanas había madurado tanto que ella misma se sorprendía de
su cambio. Y todo se lo debía a Neil. Por eso, hablaría esa noche con él y juntos elaborarían un
plan que lo alejara de las peligrosas garras del ejército inglés, y, en especial, de las de cierto
capitán sin escrúpulos.
CAPÍTULO 25

A quella noche le costó más de lo habitual librarse de su tía; al parecer, se le


había ocurrido organizar una cena con los vecinos y quería pedirle consejo sobre
el tema. Elisabeth, en un intento por abreviar la conversación, le dijo que pensaría
en ello y que compartiría con ella sus ideas al día siguiente, pero que, con lo preocupada que
estaba por Pulgas, en ese momento no tenía la mente para nada. Al final, consiguió su objetivo y
se retiraron a sus aposentos.
Esperó el tiempo necesario para que la casa quedara en silencio, y tras asegurarse del estado
de Pulgas, se abrigó antes de escaparse al jardín. Por supuesto, no se olvidó de la manta que se
había convertido en un elemento imprescindible en sus reuniones con Neil. Mientras caminaba
hacia el punto de encuentro, su cabeza no dejaba de dar vueltas, igual que le había pasado las
horas anteriores. Tenía que plantearle que huyera, por más que se le rompiera el corazón al
pensar en no volverlo a ver, y no sabía cómo hacerlo. No podía pensar de forma egoísta cuando
la vida de Neil estaba en riesgo. Lo primordial para ella era que se pusiera a salvo, sin tener en
cuenta sus propios deseos. A escasos pasos de la linde, donde él la estaría esperando, se rindió a
la evidencia: se había enamorado de forma irremediable de ese fugitivo, y protegerlo de
cualquier mal era más importante que cualquier otra consideración.
—Temía que no vinieras, Beth —le dijo él en cuanto la tuvo delante. La tomó de la mano y,
de un tirón, la pegó a su cuerpo—. No podía soportar la idea de no verte —concluyó antes de
inclinar la cabeza y apoderarse de sus labios.
Elisabeth respondió al beso con desesperación, dejándose el alma en él. Sin poder evitarlo,
las lágrimas rodaron por sus mejillas hasta desaparecer en la unión de sus bocas. Neil se apartó
sorprendido y la miró alarmado.
—¿Qué ocurre, Beth? ¿Por qué lloras?
—Tenemos que hablar —balbució ella entre sollozos.
—No me asustes, por favor. ¿Ya no quieres volver a verme, es eso?
—Todo lo contrario —hipó, a la vez que se enjugaba el llanto con la manta que llevaba en
sus brazos.
—No entiendo…
—Ven, sentémonos y te lo explico.
Él hizo lo que le pedía, tomó asiento después de ella en su tocón, antes de desplegar la
frazada y cubrirlos a los dos con ella, creando un nido confortable. A pesar del agradable calor
que desprendía el cuerpo de Neil, a Elisabeth le costó unos minutos serenarse. Al cabo, suspiró a
la vez que alzaba los ojos para fijarlos a los de él.
—¿Mejor? —preguntó el highlander con preocupación.
Ella encogió los hombros como respuesta antes de hundir la cabeza en el pecho masculino y
depositar allí un sinfín de suaves besos que sirvieron tanto para tranquilizar su inquietud como
para excitarlo. Fue entonces, con la cara escondida en el torso de Neil, cuando ella comenzó a
hablar.
Después de relatarle el percance de la noche anterior y de hacerlo partícipe de sus sospechas
sobre lo que hubiera podido ocurrir de no haber sido por la intervención de Pulgas, le expuso su
preocupación.
—Lo mataré —aseguró Neil con un tono frío, que nada tenía que ver con las muestras de
afecto que le mostraba a ella—. Si te pone un solo dedo encima, lo mataré.
—No harás tal cosa —dijo ella alarmada separándose parcialmente de él—. Lo que tienes
que hacer es huir.
Durante unos segundos, solo el sonido del viento enredado entre las ramas y el ulular lejano
de un búho se hicieron dueños de la situación. El tiempo que duró su silencio, Neil contemplaba
la negrura del bosque con la mirada perdida y Beth lo observaba a él, expectante. Por fin, el
joven emitió un suspiro profundo.
—¿Huir? —Sonrió sin ganas antes de chasquear la lengua—. ¿Dónde quieres que vaya?

—No sé, lejos, a algún lugar donde nadie te reconozca y no tengas que vivir escondido del
mundo. —Se aferró a sus solapas desgastadas y acercó su rostro al de Neil—. Has estado
conviviendo con el riesgo como único compañero durante años, demasiados. De momento has
tenido mucha suerte, pero te puede abandonar en cualquier momento. No quiero ni pensar en
que… —No pudo continuar. En su lugar, se aproximó aún más a él para volver a besarlo.
—No hay mucho que pueda hacer al respecto —reconoció Neil cuando se separaron—. Hasta
ahora nunca he pensado en abandonar esta tierra, mi tierra. Hay demasiadas cosas que me ligan a
ella. Este es el sitio que me vio nacer, en el que crecí; aquí residen mis padres y todo aquello que
conozco… Aquí estás tú —afirmó acariciándole el rostro hasta que sus dedos rozaron sus labios.
Exhaló antes de continuar—. No sé si sería capaz de desenvolverme lejos de aquí. Pero no es
solo eso lo que me impide alejarme. Olvidas que no tengo a donde ir ni medios para hacerlo. Si
pusiera mis pies en Inglaterra, no tardarían en apresarme; mi aspecto delata mi origen escocés y
difícilmente pasaría desapercibido. Me descubrirían de inmediato. Tampoco tengo el dinero
necesario para embarcarme hacia Irlanda, que es el país más cercano a Escocia en distancia y
costumbres. Y eso si tuviera la suerte de que no me descubrieran durante el trayecto hasta la
costa oeste, a donde tendría que dirigirme para subirme a un barco que me llevara allí. —La besó
en la boca con una desesperación desmedida—. No, no me iré. No puedo. Ahora ya no. No me
arriesgaré a que ese energúmeno intente…
Ella lo interrumpió pegándose una vez más a su boca.

—Menuda situación la nuestra; tú te preocupas por lo que pueda ocurrirme y yo de lo que


pueda pasarte a ti. Sin embargo, en mi caso, dudo mucho que el capitán se extralimitara. —Alzó
el mentón mostrándose como solía hacer hasta pocas semanas antes: arrogante y orgullosa—.
Soy Elisabeth Spencer, hija del Duque de Marlborough y él no es más que un simple oficialucho
que ha conseguido su puesto a base de engaños, traición y violencia. —Su mirada se dulcifico de
nuevo—. En cambio, en el tuyo… No tienes el respaldo de tu nombre, de tu familia, de tu padre.
Si te apresara, nada le impediría hacer contigo lo que quisiera —concluyó con la voz convertida
en un susurro.
—No me vas a persuadir. No te dejaré a su merced, por más que insistas. Permaneceré como
hasta ahora, ocultándome del mundo mientras observo todo lo que ocurre.
—Eres más terco que una mula —dijo enojada a la vez que se ponía en pie y se apartaba de
él. El frío de la noche se filtró por sus ropas y de inmediato echó de menos su calor. La esperanza
de trazar un plan con él que lo pusiera a salvo acababa de desvanecerse.
Neil la siguió para colocarse detrás de ella, pegando su pecho a su espalda. Con cuidado, le
frotó los brazos desde la base del cuello hasta llegar a sus palmas. Entrelazó sus dedos a los de
ella antes de llevar sus manos unidas al vientre de Beth y estrecharla todavía más.
—Sé razonable, Beth. Entiende mi postura, por favor. No podría alejarme de ti sabiendo que
estás en peligro —musitó junto a su oído.
—No soy yo la que corre riesgo, si no tú —replicó ella, también en voz baja—. Tengo miedo
de lo que te puedan hacer si te descubren.
—Si no lo han hecho en cinco años, no lo van a hacer ahora, te lo aseguro.
Pero ninguno de los dos tenía la certeza de que sus palabras encerraran verdad alguna.
Neil depositó una húmeda caricia en su cuello, que se tradujo en un escalofrío de placer. Se
giró entre sus brazos y lo besó con toda su alma. Neil le respondió con la misma pasión que
mostraba ella. El beso se intensificó hasta hacerlos arder de deseo. Beth nunca había sentido
nada parecido; jamás se había despertado en ella el anhelo que sentía en ese momento. Sin
embargo, lejos de sentirse alarmada, quería que aquel contacto, aquella ansia que la embargaba,
continuara. No sabía qué era exactamente lo que necesitaba, pero lo hacía de una manera
desesperada, como si su vida dependiera de lo que estaba por llegar. Neil, en cambio, sí
reconocía esa sensación, y como en otras ocasiones, tuvo que luchar contra sí mismo para no ir
más lejos, tal como su cuerpo exigía.
Con los dientes apretados, procurando contenerse y no tumbarla sobre el follaje que cubría el
suelo del bosque, se separó de ella, con una erección punzante y las ganas insatisfechas.
—Será mejor que vuelvas.
Ella lo miró entre extrañada y dolida. Todo su organismo bullía. Lo último que quería era
apartarse de su lado.
—¿Por qué?
—Porque si no lo haces… no seré capaz de dejarte marchar. Soy un hombre, Beth, y te
deseo. Te deseo de una forma desesperada y hambrienta. No quiero que las cosas entre nosotros
se desarrollen así. Tú te mereces mucho más que un lecho húmedo y frío.
—Pero, a mí no me importa —rebatió haciendo un gracioso puchero.
—Tal vez pienses ahora así —le frotó los brazos cuando notó como se estremecía—, pero
espero que recuerdes toda tu vida el momento en que te haga mía, algo que ocurrirá tarde o
temprano, y quiero que ese recuerdo sea perfecto. No renunciaré a ello ni permitiré que lo hagas
tú, por más que me esté muriendo por tenerte.
La crudeza de aquella revelación la dejó sin palabras, con el corazón bombeando con fuerza
y el deseo corriendo por sus venas. Aceptó a regañadientes que tendría que esperar, no tenía ni
idea de cuánto tiempo, a que aquella promesa se hiciera realidad. Sin embargo, sí tenía la certeza
de que se cumpliría. Cerró los ojos mientras asentía en silencio, no del todo convencida. Neil
deslizó un dedo hasta su barbilla y la obligó a mirarlo.
—El día en que pueda ver cumplido mi sueño de tenerte no habrá fuerza humana ni divina
que me separe de ti. —Sonrió de medio lado antes de acariciarle la nariz con la yema del índice
—. Además, si te tomo ahora, ¿qué crees que pensaría tu padre cuando supiera que te envió a
Escocia como castigo por tontear con un caballero y acabas en los brazos de un fugitivo? —
bromeó con la intención de aligeran la situación.
Beth dejó ir un suspiro resignado y asintió de nuevo. Tras un postrero beso que les supo a
poco, se separaron. Neil la observó alejarse embargado por una cierta alarma. No estaría
tranquilo hasta que consiguiera apartar de ella el peligro que suponía Prescott. Se prometió a sí
mismo que lograría hundir en el fango a esa escoria humana, aunque fuera lo último que hiciera
en toda su vida. Sin embargo, no fue ese el único pensamiento que pobló su mente. Si bien era
cierto cuanto le había dicho a Beth, también era consciente de que un abismo se abría entre los
dos. Él no tenía nada que ofrecerle, algo que no había tenido en cuenta hasta ese momento, y
tampoco podía comprometerla, le importaba demasiado. Estuvo cavilando sobre ello hasta que se
cercioró de que Beth estaba a buen recaudo en su dormitorio. Entonces, dio media vuelta y
comenzó a caminar. En el regreso a su madriguera no pudo dejar de darle vueltas a todas esas
tribulaciones.
CAPÍTULO 26

A quella noche, al igual que la anterior, Elisabeth apenas había podido dormir.
Sentada en el sillón, con Pulgas sobre su regazo, recibió con una tibia sonrisa a
Sally cuando la muchacha entró a despertarla.
—Buenos días, Milady —la saludó con la reverencia requerida, extrañada de verla ya en pie
—. ¿Cómo está Pulgas esta mañana? ¿Ha pasado buena noche?
—Ha estado tranquilo, gracias. —«Mucho más que yo», pensó.

—Es una buena noticia, señorita —manifestó mientras colocaba sobre la cama el vestido que
acababa de sacar del armario.
—Muy buena, sí —dijo distraída, mirando al exterior de la ventana.
—Aunque no es la única, por lo que tengo entendido.
—¿A qué te refieres? —Se giró con la cabeza ladeada y mirada curiosa.
—A la cena que planea celebrar su excelencia.
—Ah, sí, la cena. —Todo interés perdido.
De repente, una idea cruzó su cabeza. Una que podía solucionar parte de los inconvenientes
planteados por Neil la madrugada anterior que los impedía dejar volar su deseo y que la habían
estado torturando desde que se separara de él. El consejo que le había pedido su tía sobre la cena
con sus vecinos, la daba la oportunidad de propiciar la ocasión de pasar una noche juntos. Se
negó a pensar en lo que Neil había dicho referente a la opinión que pudiera tener su padre, ni lo
que entregarse a él pudiera significar para su futuro. Tenía claro que no quería tal futuro si no era
con él. Nada importaban ya las comodidades o el lujo —eso no era del todo cierto, pero Neil era
lo que realmente quería, mucho más que cualquier otra consideración—. Tampoco merecían ya
su consideración algo tan frívolo como el qué dirán o la opinión que pudieran tener de ella
aquellos que la conocían. Convencida de que lo que se le había ocurrido era una opción
fantástica, bajó a desayunar con ánimo renovado.
—Buenos días, tía —dijo acercándose a su tía para depositar un beso en su mejilla.
—Buenos días, jovencita.
Elisabeth se sentó a la mesa, al lado derecho de Anne mientras buscaba la manera más
conveniente de abordar el tema que tenía en mente. Fue su tía quien le dio el pie para ello.
—¿Has pensado en lo que te dije?
¡Ahí estaba!
—¿Se refiere a cómo organizar la velada con nuestros vecinos?
—Por supuesto, ¿a qué si no?
—Pues sí, algo se me ha ocurrido, aunque no sé si usted estará de acuerdo, tía.
—Cuéntamelo y lo sabremos.

—¿Qué le parecería comenzar la reunión por la mañana? —Anne frunció el ceño, extrañada,
sin entender a qué se refería su sobrina. La joven pasó a exponer su idea—. He pensado que, en
vez de limitarnos a ofrecer simplemente una cena, podríamos invitarlos a pasar todo el día en
Stuart Castle: por la mañana, paseo por los jardines, quizás organizando algún juego que anime a
todos a participar. Después podríamos tomar un refrigerio en el pabellón —ese era en definitiva
el punto crucial de su planteamiento—, jugar a las cartas allí mismo; por la tarde, tomar un té con
pastas y, para finalizar, volver al edificio principal para disfrutar de la cena. Hasta me
comprometo a amenizar la velada con alguna pieza al piano, si a usted le parece bien, claro.
Anne la observó durante lo que a la joven le pareció una eternidad, provocando que sus
latidos se aceleraran de forma incontrolada. Todas sus esperanzas estaban puestas en que la
anciana dama aceptara su propuesta. La vio arquear las cejas, para, a continuación, fruncirlas. La
mujer siguió mirándola a la vez que masticaba la tostada que tenía a medias. Y continuó con la
mirada fija en Elisabeth mientras apuraba su té. Por fin, dejó la preciosa taza de porcelana
decorada que sostenía sobre el platillo a juego y asintió.
—No es que me resulte muy tentador el hecho de tener a toda esa gente pululando por la
propiedad durante todo el día —expuso juntando las manos sobre el mantel—, eso sin contar que
dependemos de que el clima sea benévolo para poder llevar a cabo lo que propones. Por otro
lado, sería preciso disponer de algunas alcobas para que los invitados pudieran vestirse para la
cena… —Las lágrimas amenazaron con escapar de los ojos de Elisabeth. Si Anne no aceptaba su
sugerencia, toda esperanza de tener su noche deseada con Neil se vería truncada—. Aunque…
sería reconfortante compartir toda una jornada con nuestros vecinos. No solemos relacionarnos
mucho más allá de unos pocos minutos al acabar la misa dominical, o de las espaciadas veladas
que alguno de ellos organiza. —Sonrió como si se le hubiera ocurrido alguna cosa divertida—.
Puede ser una buena ocasión para demostrar que mis fiestas están muy por encima de las suyas…
—Elisabeth retuvo el aliento en espera de su decisión final, que no tardó en llegar—. Me parece
una magnífica idea, jovencita, muy bien hecho. Por supuesto, deberás discurrir alguna alternativa
por si el día amanece lluvioso, y será imprescindible acondicionar el pabellón, ya que hace años
que está en desuso, pero por todo lo demás, te aplaudo la propuesta.
Elisabeth estuvo a punto de saltar de su silla, abalanzarse sobre la anciana y comérsela a
besos, pero su buen juicio le aconsejó que no demostrara cuanto le emocionaba que le diera
permiso para llevar a cabo su plan.
—No se preocupe, tía, yo me encargaré dejar perfecto el interior del edificio. —Tomó aire
disimuladamente pues llegaba la parte que más le importaba de todo el proyecto—. Necesito que
me dé las llaves y hoy mismo haré una primera inspección con el fin de saber qué hay que hacer.

—Me alegra ver que estás tan predispuesta, querida. En cuanto terminemos el desayuno, te
las entregaré. Y ahora, será mejor que comas algo que, con tanta charla, apenas has probado
bocado.
Estaba flotando de alegría; había conseguido lo que buscaba. Entonces se dio cuenta de lo
hambrienta que estaba en realidad; ni lo había pensado hasta ese momento debido a los nervios
que habitaban su estómago. Libre de ellos, se dispuso a devorar el desayuno con rapidez ante la
divertida mirada de su tía abuela.
***
Tenía las llaves en su poder y poco más de dos semanas para dejar aquel espacio arreglado
para la fiesta, sin embargo, antes de ir al pabellón, en el que esperaba mantener su deseada
reunión con Neil…a solas, sin nada que los importunara, decidió pasar a ver cómo se encontraba
Pulgas. Su recuperación le importaba muchísimo.
Lo que vio al abrir la puerta le inundó el pecho de satisfacción. Su pequeño amigo, aunque
tumbado sobre su vientre, presentaba un aspecto más saludable, mucho más que cuando ella
había abandonado la estancia. El animal miraba con interés el trabajo de costura con el que Sally
estaba entretenida, como si tuviera la intención de lanzarse de un momento a otro y enredarse en
la tela, algo que solía hacer antes del ataque de Prescott. Contemplarlo tan animado le arrancó
una sonrisa. Se acercó a él y lo cogió en brazos para darle un beso en la cabeza.
—Parece que tu compañía le ha hecho mucho bien —le dijo a su sirvienta con un matiz de
agradecimiento en la voz.
—Sus cuidados han obrado el milagro Milady, aunque me gusta pensar que mi compañía está
colaborando en cierta medida en su recuperación.
—Sin duda.
Sally inclinó la cabeza en señal de agradecimiento antes de volver su atención a la labor que
tenía en las manos.
—Como veo que por aquí todo está en orden, voy a ocuparme del nuevo encargo que me ha
hecho mi tía. Por favor, ¿puedes ocuparte de supervisar que los criados hagan su trabajo en la
mansión? Yo voy a estar muy atareada para hacerlo.
—Como usted diga, señorita. Estoy acabando ya con esto —dijo elevando las manos
ocupadas por la costura—. En cuanto termine, iré a hacer lo que me pide.
—Perfecto —asintió dejando a Pulgas en el mismo lugar que estaba cuando ella entró—,
pero no olvides pasar de vez en cuanto a comprobar cómo se encuentra Pulgas.

—Así lo haré, señorita.


Más animada al saber que, tanto el estado de su mascota como sus obligaciones en la casa
estaban cubiertas por Sally, se dirigió al pabellón con andares decididos. Estaba emocionada con
la posibilidad de hacer inspección al lugar donde tendrían lugar sus encuentros con Neil a partir
de esa misma noche. Esperaba que él se sintiera tan entusiasmado con su idea como lo estaba
ella.
***
Neil tenía una idea fija en la mente: acabar con la amenaza que suponía John Prescott para
Beth. Pero, muy a su pesar, no encontraba la manera adecuada para hacerlo sin que sus huesos
acabaran en el calabozo… o aún peor. No es que aquellas opciones fueran algo nuevo para él;
desde que logró escapar de la masacre que supuso Culloden tenía claro que en cualquier
momento podía ser descubierto y llevado ante la justicia inglesa, y bien sabía él lo que eso podría
significar. No obstante, que lo apresaran por librar a Beth y al mundo de un ser tan malvado
como aquel, bien valía el sacrificio.
A medida que iba desarrollando sus actividades cotidianas fue dando una y mil vueltas al
asunto sin llegar a ningún punto satisfactorio. De momento se tendría que conformar con confiar
en que el capitán no volviera a dañar a Beth de ninguna manera. Si se le ocurría hacerlo, no
dudaría en lanzarse a su cuello y acabar con su vida. Sin pensárselo dos veces. Sin tener en
cuenta las consecuencias que sus acciones pudieran tener. Solo una cosa lo hacía evadirse de tan
negros pensamientos: volver a tener a Beth entre sus brazos, cosa que sucedería al acabar el día,
que, por otro lado, se le estaba haciendo eterno. A pesar de que sabía que no tenía nada que
ofrecerle más que a sí mismo, que podía ponerla en una situación comprometida o que jamás
podrían estar realmente juntos dadas sus circunstancias, no había nada en el mundo capaz de
mantenerlo apartado de ella durante todo el tiempo que la providencia le permitiera. Y que Dios
lo perdonara por ello .
CAPÍTULO 27

D esde que dejara su habitación, después de asegurarse de que Pulgas mejoraba


notablemente, había estado dedicando su tiempo a poner orden en el pabellón.
Para su alivio, y a pesar de que hacía mucho tiempo que el lugar estaba en desuso,
todo en aquel lugar estaba en condiciones óptimas. Desde luego, necesitaba una buena limpieza,
así como airearlo a conciencia y organizarlo para que resultara más acogedor, pero, en general,
estaba aceptable. Perfecto para sus planes, desde luego.
Lo primero que hizo al entrar en el recinto fue retirar las sábanas que cubrían los muebles,
provocando nubes de polvo que la hicieron estornudar varias veces. No le importó. Las dejó
amontonadas en un rincón para que el servicio se hiciera cargo de ellas más adelante. Lo
siguiente fue abrir los ventanales de par en par, sin que importara el frío del exterior. Por último,
hizo inventario de los enseres que se encontraban diseminados por todas partes, incluidos varios
sofás que la hicieron suspirar con emoción al imaginarlos como escenario de su unión con Neil.
No se paró a meditar las consecuencias que pudiera tener lo que planeaba para esa misma noche.
Ninguna consideración la haría desistir. La certeza de que su futuro estaba ligado al de Neil, que
su destino estaba al lado de aquel hombre fueron sus únicos pensamientos. Sin vacilaciones. Sin
dudas. Sin temores.
***
La anticipación no le permitió dar más que dos bocados a su cena. Todo su afán estaba
centrado en volar hacia el bosque, reencontrarse con Neil y darle la sorpresa que le había estado
preparando. Las preguntas de Anne sobre sus avances en el pabellón no hicieron más que
aumentar su deseo de acabar con aquella tortura y escapar de una vez a reunirse con él. Sin
embargo, aguantó con estoicismo cada una de sus cuestiones y respondió a todas ellas de forma
precisa, regándolas de detalles y enumerando los planes que tenía para que el espacio quedara
perfecto de cara a la fiesta. Su tía se mostró complacida y cada vez más entusiasmada con la
idea; según ella, era agradable darle una nueva vida a aquel lugar tanto tiempo abandonado.
Aunque Anne no conocía el motivo de la convalecencia de Pulgas, sí sabía que el perro no
estaba bien de salud, por eso no le extrañó que Elisabeth, con la excusa de ir a ver cómo se
encontraba, abandonara la mesa en cuanto terminaron de cenar.
—Sí, querida, ve a ver cómo está tu amiguito. Entiendo que estés muy preocupada por él, si
tan mal dices que está.
—Gracias por su comprensión, tía. —Se inclinó para depositar un beso en la mejilla de la
mujer—. Hasta mañana.
—Hasta mañana —se despidió ella también a la vez que se ponía trabajosamente en pie—.
Creo que yo también voy a retirarme. Hacerme cargo hoy de algunas de tus tareas me ha agotado
más de lo esperado.
—Pero tía, si solo ha tenido que echar un vistazo a las cuentas —bromeó, ayudándola a
terminar de incorporarse.

—¡Uy, querida! Tener que fijar la vista, retener números y hacer comprobaciones son
actividades agotadoras para una mujer de mi edad.
Elisabeth esbozó una cálida sonrisa. Las palabras de su tía iban dirigidas a que ella las
desmintiera, y así lo hizo:
—Tía Anne, está usted en la flor de la vida. No he visto mujer con más vitalidad y con la
mente más clara que la suya.
—Supongo que tienes razón —admitió ella con coquetería—. Muchas otras, a mi edad, no
son más que viejas alcahuetas sin otro interés que ver la vida pasar delante de sus ojos.
—Pero usted no —apostilló Elisabeth guiando sus pasos hacia la escalera.
—No —suspiró emocionada—. Yo tengo todavía mucho por lo que ilusionarme, mucho que
vivir, mucho que hacer…
Elisabeth estuvo segura de que se refería a Prescott y una agria sensación le removió el
estómago. Si ella pudiera abrirle los ojos definitivamente sería feliz. Por el momento, había otra
prioridad que prometía hacerla aún más feliz: ver de nuevo a Neil y revelarle su sorpresa.
Se despidió de su tía en la puerta de su habitación. Acto seguido, con paso ligero, se dirigió a
la suya. De repente, una sombra apareció desde uno de los rincones del mal iluminado pasillo,
sobresaltándola.
—Señorita —la interceptó Molly.
—¡Molly! Me has asustado. —Su mano voló a su alterado pecho en un intento por calmar los
erráticos latidos de su corazón.
—No era mi intención —aseguró la doncella bajando los ojos a sus manos unidas.
—¿Qué quieres? —Inquirió Elisabeth más calmada, deseando acabar con aquella inoportuna
distracción.

—Únicamente pedirle que vaya con cuidado.


—¿A qué te refieres? —Entrecerró los ojos con recelo.
—La he observado. Sé que por las noches acude a la linde del boque. —Aquella declaración
la dejó petrificada un instante—. Después de que la descubriera la primera vez, he estado atenta a
sus movimientos.
—¿Has estado espiándome? —La conmoción dio paso a la cólera, un sentimiento
habitualmente ajeno a ella.

—No, señorita. He estado asegurándome de que nada le ocurra. No sé a quién ve cuando sale
de la casa, pero, le repito, vaya con cuidado. Por las gentes de la casa, no se preocupe, yo me
ocupo de que nadie sospeche de sus salidas.
Elisabeth no tuvo claro si agradecérselo o amonestarla. Le desagradaba la sensación de que
alguien conociera sus correrías nocturnas. Aunque mejor Molly que cualquier otro, reflexionó.
La muchacha ya le había demostrado en el pasado que podía confiar en ella. Esperaba no
equivocarse haciéndolo en esa ocasión.
—No te preocupes por mí, Molly. No hay nada que temer. —Más calmada, apretó el hombro
de la muchacha para dar fuerza a sus palabras—. Te agradezco que me cubras las espaldas con el
personal. Por favor, avísame si crees que alguien sospecha algo.
—Lo haré, señorita. Pero dudo que el servicio se haya dado cuenta de nada.
—A excepción de ti.
—Cierto —afirmó bajando tímidamente la mirada.
—Está bien. —Sin razón aparente, tuvo la convicción de que Molly haría lo que fuera por
salvaguardar su secreto y se lo demostró presionando un poco más sobre su hombro mientras le
sonreía—. Buenas noches.
—Buenas noches, señorita. —Y con una inclinación de cabeza, giró sobre sus talones y se
alejó.
Por unos instantes, Elisabeth observó la figura de la muchacha mientras desaparecía en las
sombras, apenas rotas por las escasas velas que iluminaban el corredor. Esperó a cerciorarse de
que Molly ya no se veía y dirigió sus pasos a su alcoba, donde aguardaría a que todos en la casa
durmieran.
La espera se le hizo eterna. Tuvo que hacer acopio de toda su paciencia porque, precisamente
ese día tan decisivo para ella, el silencio tardó más de lo acostumbrado en cubrir por completo el
edificio. Atendió a Pulgas para distraerse mientras retenía las ganas de salir corriendo hacia el
jardín. El corazón le brincaba dentro de su pecho cuando, por fin, descendió las escaleras con la
mirada atenta dirigida a todas partes, sospechando que Molly estudiaba sus movimientos en
algún lugar indefinido de la negrura reinante.
El exterior estaba encapotado y brumoso, tanto que una fina película de humedad se adhería a
sus ropas volviéndolas pesadas. Sin embargo, nada en el mundo podía entorpecer la rápida
carrera a la que se lanzó en cuanto estuvo en el jardín y cuya meta era Neil.
Descubrió la apenas visible figura del joven aguardándola en el mismo lugar de siempre,
sujetando con una mano su ajado kilt, que le servía de abrigo, sobre los hombros. Se paró al
llegar frente a él, con el resuello agitado y una sonrisa de dientes perfectos alzando sus labios.
—Neil —susurró un instante antes de colgarse de su cuello para exigirle un beso.
Él no dudó. Con las ganas aferradas en la sangre, cedió a su silenciosa demanda, convirtiendo
aquella caricia en una desesperada invasión a su boca. Sus lenguas se unieron en una danza de
deseo que los hizo temblar. Cuando sus labios se separaron, ambos resollaban, presos de la
pasión. Fue en ese instante, cuando quedaron uno frente al otro con las respiraciones agitadas y
el deseo campando a sus anchas, que Neil se percató de que había algo diferente: Beth no llevaba
la manta, su manta. La miró extrañado.
—¿Acaso no puedes quedarte?
—Sí, pero no aquí. —Lo tomó de la mano y tiró de él—. Acompáñame, tengo algo que
mostrarte.
Él se dejó guiar a través de los árboles hasta que vislumbró la silueta de un edificio a unas
cincuenta yardas de donde estaban. Conocía aquella construcción, no era la primera vez que la
veía, pero siempre creyó que estaba medio abandonada dado que nunca había visto a nadie
ocuparla.
—¿A dónde me llevas? —quiso saber parándose en seco.
—Es una sorpresa —contestó Beth tirando de nuevo de él.
Al llegar a la puerta, la joven sacó del bolsillo de su abrigo la llave que les daba acceso y la
introdujo en la cerradura, que cedió sin esfuerzo. Unos segundos después, cerraba la hoja de
madera a su espalda.
—¿Qué significa esto Beth? —Fijó los ojos en los de la joven—. ¿Qué hacemos aquí?
—Mi tía va a dar una fiesta dentro de un par de semanas —se apresuró a responder— y yo
soy la encargada de preparar el evento. Entre otras cosas, debo dejar este lugar en condiciones
para utilizarlo durante parte de la celebración. —Sus labios desplegaron una amplia sonrisa a la
vez que lo miraba con picardía—. Se me ha ocurrido que, hasta entonces, y ya que tengo la llave
en mi poder, podríamos reunirnos aquí, sin temor a ser descubiertos ni a tener que estar
supeditados a las inclemencias del tiempo —concluyó satisfecha consigo misma.
Neil paseó la vista a su alrededor, y aunque la oscuridad era casi completa, pudo distinguir
algunos bultos, que sin duda debían ser muebles, diseminados aquí y allá, antes de engarzar de
nuevo la mirada a la de Beth.
—¿Qué hacemos aquí? —Repitió otorgando a su voz un tono ronco y susurrante.

Sin mediar palabra, Beth se acercó un paso a él, y luego otro, y uno más hasta quedar pegada
a su cuerpo con el cuello arqueado para poder enfrentar sus ojos.
—Acabar lo que dejamos ayer a medias —musitó sintiendo que sus mejillas se tornaban del
color de las amapolas.
—Sabes que no habrá vuelta atrás, ¿verdad? —Musitó inclinando la cabeza para quedar a un
soplo de los labios de Beth.
La joven asintió con una leve sacudida. Sus brazos recorrieron lentamente el pecho
masculino hasta acabar aferrados a la vieja chaqueta de Neil.
—Sabes que no tengo nada que ofrecerte salvo una vida errante y llena de incomodidades,
¿verdad? —Dijo con la voz aún más profunda, expeliendo un suspiro que incendió las ya
abrasadas entrañas de la joven.
Como toda respuesta, Beth acabó con la ínfima distancia que los separaba y, alzándose sobre
las puntas de los pies, se adueñó de su boca, sellando así su destino.
Neil comprendió que no podía luchar contra aquello que sus cuerpos y sus almas
ambicionaban. Dejó atrás todos sus reparos, todos los convencionalismos adquiridos en su
exclusiva educación, todos los inconvenientes que el futuro pudiera presentar, para sumarse a
aquel beso que representaba un comienzo en sus vidas. Sus manos ágiles y ansiosas se aferraron
a las caderas de Beth, atrayéndola a su virilidad, provocando con ello que el cuerpo de la joven
se erizara a causa de la anticipación. Ella no ignoraba lo que pasaba entre un hombre y una
mujer, hacía tiempo que su aya, para prevenirla de los hombres, se lo había explicado. Sin
embargo, nunca imaginó que aquel acto mecánico del que le hablo aquella buena mujer tuviera
algo que ver con lo que su organismo estaba sintiendo en ese instante. Lava. Su cuerpo se había
convertido en pura lava. Necesitaba sofocar ese fuego interno y el corazón le gritaba que solo
Neil sería capaz de lograrlo. Fue su instinto el que la impulsó a cerrar los dedos en la larga
cabellera del joven, encerrándola en ellos. Atrajo a Neil hacia su cuerpo con vehemencia, sin
tener muy claro qué era exactamente lo que le pedía con ello.
Neil dejó ir un gruñido desesperado a la vez que empezaba a tantear en la tela que la cubría
hasta alcanzar uno de sus pechos. Sus manos tomaron vida propia en el instante que rozaron
aquella esfera perfecta y la amasaron con desesperación. Ronroneó al sentir su erizada cúspide.
Se detuvo a acariciarla con el pulgar mientras sus labios abandonaban los de Beth para recorrerle
el rostro, la columna de su cuello y acabar sustituyendo a su dedo.
Beth emitió un gemido que lo enardeció. Llevaba mucho tiempo esperando ese momento sin
la esperanza de que realmente llegara. Tenerla en sus brazos, entregada y dispuesta era un sueño
que creyó inalcanzable, hecho realidad. Volvió al calor de sus labios y sin poder resistirse por
más tiempo, la alzó en brazos. Sus pasos lo encaminaron a uno de los sofás sin que su boca
renunciara a la de Beth, que le devolvía sus besos con tanta pasión como la que lo recorría a él.
Pero fue cuando sus lenguas se encontraron que creyó alcanzar el cielo en la tierra… No podía ni
imaginar la dicha que llegaría después si se sentía así solo con aquel preludio.
La depositó con delicadeza sobre el asiento y se paró a contemplarla. La penumbra no le
permitía apreciarla como él deseaba, sin embargo, lo que intuía sumado a lo que ya conocía de
ella era suficiente para saber que no había en el mundo nada que se le asemejara. Era una diosa;
era la razón de su existencia; era el latido de su corazón; era toda su esperanza… y en breve
también sería suya en cuerpo y alma.
Haciendo acopio de una calma que no sentía, se arrodilló en el suelo, frente a ella y se inclinó
para besarla una vez más. Ahí se acabó su contención. En el instante que su boca rozó la de Beth
dejó de tener dominio de sí mismo. Sus manos volaron al encuentro de aquellas curvas que lo
embrujaban y se apresuraron a deshacerse de la ropa que le impedía acariciar su piel. Ella,
siguiendo su ejemplo, se afanó a quitarle todas las capas de tela que lo cubrían hasta que quedó
tan desnudo como ella misma. Al verlo, Beth tragó en seco; era la primera vez que veía a un
hombre en tal tesitura. Descubrir lo que se escondía bajo sus harapos no hizo más que acrecentar
su necesidad de él. Vaciló un segundo, pero su curiosidad y su anhelo no le permitieron seguir
dudando. Con mano temblorosa, acarició el torso salpicado de vello cobrizo sin atreverse a mirar
por debajo de la estrecha cintura. Sin embargo, que ignorara esa parte de su anatomía no entraba
en los planes de Neil.
—Tócame, Beth —exigió guiando la frágil mano a su miembro erecto—. Esto forma parte de
mí… y es todo para ti. No sientas vergüenza. –reclamó mientras su propia mano se enredaba en
la rizada mata que albergaban los muslos de la joven. Un suspiro escapó del fondo de ambas
gargantas al mismo tiempo al sentir el contacto del otro en aquellas partes tan íntimas.

Beth ignoraba cómo actuar, pero impulsada por el deseo, comenzó a acariciar el miembro
masculino mientras una ínfima parte de su cerebro se preguntaba si sería capaz de albergar su
envergadura. Neil contraatacó jugueteando con su clítoris, movido por lo que los esbeltos dedos
de Beth le hacían sentir. Al mismo tiempo, se llevó uno de los erguidos pezones a la boca. Lo
chupó con delicadeza, pero con fruición, antes de pasar al otro, torturándola.
Las sensaciones dominaban los sentidos de Beth como nada antes lo había hecho. La boca de
Neil sobre sus pechos, su áspera mano en su entrepierna, su miembro agitándose en su mano…
Sentía su cuerpo carbonizarse y, sin embargo, todavía necesitaba más. Era como si toda ella
rogara por alcanzar una meta que desconocía. Ese deseo la llevó a incrementar su agarre, a
acariciar con más ímpetu, a saborear el cúmulo de emociones que bullían en su interior.
Neil, al notar su impaciencia creyó morir de placer. Con todo, no podía permitirse
abandonarse a lo que aquella suave mano le estaba provocando. Con delicadeza, la cogió de la
muñeca y la separó de su hinchado pene. Por la humedad que había sentido en los dedos con sus
caricias sabía que ella estaba preparada para recibirlo, no obstante, decidió asegurarse. Sus labios
abandonaron las redondas esferas para descender por la delicada piel de su abdomen hasta
alcanzar el lugar que ocupaba su mano. Beth, que se había mantenido con los ojos entornados,
entregada al placer, los abrió de golpe al adivinar el destino de la boca masculina.
—¡Neil! —Exclamó alarmada al tiempo que se erguía del asiento.
La sonrisa de Neil reverberó en aquel punto tan vulnerable y excitado, obligándola a
recostarse de nuevo entretanto un suspiro desesperado emergía de su garganta.
—Neil —rogó entonces, sin saber bien qué era lo que pedía.
Oír su nombre pronunciado con aquella cadencia, aquella necesidad, acabó con toda su
contención. Reptó por el cuerpo de la joven hasta atrapar su boca. Su miembro cimbreó de
anticipación sobre el sexo de Beth, lo que arrancó otro delirante gemido de los labios femeninos.
—Hazlo ya, por favor —imploró ella con la voz cargada de necesidad.
—Procuraré ser delicado, te lo prometo.
Beth sabía a qué se refería. Ya le habían advertido de que la primera vez resultaba molesto y
hasta doloroso, pero eso no la detendría. Nada podría hacerlo en el estado de excitación en que se
encontraba.
La unión de sus cuerpos fue sublime. Después de una cierta molestia inicial, en la que sintió
una leve punzada de incomodidad, su interior se acopló sin más a la envergadura de Neil y, a
partir de entonces, todo fue un arrebato de placer que culminó con un estallido de sus sentidos,
dejándolos a los dos exhaustos y satisfechos, con las respiraciones agitadas y el corazón
henchido.
Quedaron abrazados sin que les importara la incomodidad del mueble que los albergaba. Si el
ambiente era frío, ninguno de los dos lo notó. La grandiosidad de lo que acababan de compartir
era tal que nada ajeno a ellos importaba. No cesaron de acariciarse, de besarse, de amarse hasta
que el sueño los venció.
Neil fue el primero en despertarse cuando ya despuntaba el alba. En algún momento de la
noche se habían hecho con su manta —que Beth había dejado la tarde anterior allí— y se habían
cubierto con ella, aliviando el gélido ambiente. Seguramente ese era el motivo de que no se
hubiesen percatado de cómo avanzaban las horas. Su corazón emprendió una carrera al darse
cuenta de que se habían dormido.
—Beth —la sacudió con dulzura—. Beth, despierta. Nos hemos dormido; es casi de día.
Todavía somnolienta, batió los párpados varias veces, sin comprender, hasta que las palabras
de Neil calaron de repente en su entendimiento. De un salto se puso en pie, mientras con los ojos
buscaba sus ropas. Toda la magia vivida desapareció como por ensalmo. Debían apresurarse si
no querían que su secreto saliera a la luz. Entre miradas furtivas, se vistieron con rapidez. Un
último beso les sirvió de despedida.
Neil recorrió la distancia que lo separaba del bosque a la carrera, mientras que ella, se
encaminó hacia la mansión implorando que su escapada nocturna continuara siendo un secreto.
Si tuvo suerte o no, no lo sabía, porque nadie salió a su paso.
Consiguió deslizarse a su dormitorio sin encontrar a persona alguna. Pulgas al oírla llegar
levantó levemente la cabeza y, de inmediato, volvió a esconderla entre sus patas. Elisabeth se
desprendió del abrigo, lo guardó en el armario, asegurándose de dejarlo igual que como lo había
encontrado cuando lo cogió la noche anterior. Después miró con detenimiento el camisón que
llevaba para constatan que no presentara manchas de tierra o hierba; era un ritual al que se había
acostumbrado desde que habían comenzado sus escapadas. Una vez hecha la rigurosa inspección,
se metió entre las sábanas con la esperanza de que Sally tardara unas horas en ir a despertarla. El
calor que la recibió entre ellas sumado a los rescoldos que sobrevivían en la chimenea le
proporcionaron una sensación de placidez que se unió al recuerdo de lo ocurrido horas antes
entre Neil y ella. Nunca en toda su vida se había sentido tan feliz… y asustada. Con ese
pensamiento en la mente, se durmió.
CAPÍTULO 28

J ohn continuaba con la sangre ennegrecida. Su ira, en vez de disminuir, se había


incrementado por mil. Cada vez que las imágenes de la vieja acudían a su mente sentía
ganas de destrozar todo lo que se encontraba a su paso. En la intimidad de sus
aposentos, sentado frente a su escritorio, desde donde impartía órdenes, se estrujaba el cerebro
buscando la manera de librarse de la indeseable cita de cada semana. Tenía el presentimiento de
que, si tenía que soportar a la gorda o a su sobrina solo un minuto más, acabaría degollándolas,
tal era el grado de furia que lo dominaba.

Desde que abandonara la mansión tres días atrás, su carácter —ya de por sí violento—, se
había convertido en colérico; sus subordinados podían dar fe de ello. El convencimiento de que
tenía que huir de aquel encuentro se hacía cada vez más fuerte en su ánimo. No podía aludir a
una excusa corriente, puesto que Lady Russell, aunque gorda y vieja, no pecaba de estúpida. Más
aún, desde la aparición de esa mojigata entrometida —a la que le esperaba un buen escarmiento
—, estaba especialmente puntillosa. Con su llegada y las veladas insinuaciones que le había
hecho a la dama referidas a él, el comportamiento de la vieja había variado. Cierto era que seguía
ofreciéndole cenas en su hacienda, que continuaba haciéndole regalos costosos o prestándole
dinero, pero su trato… era diferente. Muestra de ello había sido que lo obligara a compartir lecho
con ella, última baza que él pensaba utilizar para ganarle la partida. Con saña, lanzó contra la
pared el vaso de oporto que tenía en las manos al volver a recrear en su mente la desagradable
situación.
Como impulsado por un resorte, se puso en pie y comenzó a pasear de forma errática por la
estancia. De repente, su mirada chocó con el mapa de Escocia que vestía una de las paredes. Lo
miró con detenimiento y una sonrisa ladina cruzó su rostro. Había encontrado la manera de faltar
aquel miércoles sin despertar sospechas. Estaba seguro de que ausentarse sin presentar una
justificación de peso, molestaría en exceso a la vieja, ya lo había comprobado con anterioridad y
eso que en aquel entonces no había ocurrido nada entre ellos… Sí, había dado con la solución:
hacía tiempo que las Tierras Altas no recibían la visita de su batallón y ya iba siendo hora de
asegurarse de que ningún rebelde se escondía entre sus gentes. Se frotó la cara escondiendo un
gesto de disgusto; se había acostumbrado a la vida cómoda y sedentaria que disfrutaba; renunciar
a ella, por más que fuera solo unos días, lo irritaba. Sin embargo, aquella perspectiva le pareció
mucho más atractiva que tener que bregar con la compañía de aquellas asquerosas mujeres.
Rápidamente se acomodó de nuevo frente a su escritorio y escribió la orden para que su tropa
se preparara para salir de inmediato. Acto seguido, redactó una nota, que haría llegar a Lady
Anne. En ella que se excusaba por no poder acudir a la reunión semanal alegando que el deber lo
obligaba a ausentarse. Satisfecho consigo mismo, llamó a su secretario, al que le hizo entrega de
los dos sobres sellados, con la advertencia de que fueran entregados a la mayor brevedad posible.
Estaba acabando de empaquetar las pertenencias que pensaba llevarse cuando oyó unos
golpes en su puerta. Aunque su humor había mejorado notablemente desde que tomara la
decisión de partir, aquella intromisión lo molestó. Abrió la puerta con un movimiento seco y se
encontró con un joven cadete que portaba una misiva para él. La tomó de un tirón y despachó al
muchacho a cajas destempladas. Una mueca de asco le cubrió el rostro cuando vio el nombre del
remitente. Con todo, decidió leer el contenido: se trataba de una invitación formal para la fiesta
que se celebraría diez días más tarde en Stuart Castle y a la que asistiría la flor y nata de la
sociedad de Inverness. Sonrió, muy a su pesar. La bruja sabía jugar sus cartas. Ni podía negarse a
una convocatoria de tales características, ni tener en cuenta el desagradable fastidio que suponía
compartir espacio con ella y su sobrina. Su ambición por ascender en la escala social era superior
a cualquier otra consideración. Bien lo había demostrado durante el tiempo que había soportado
aquella insufrible amistad. No. No iba a darse por vencido ahora que tenía la oportunidad al
alcance de su mano de hacerse un hueco entre aquella gente influyente.
***
En cuanto despegó los párpados enfocó los ojos al lugar donde descansaba Pulgas. El animal
presentaba mejor aspecto a cada segundo, cosa que la llenó de felicidad. Se sorprendió no
encontrar a Sally en la habitación. Eso solo quería decir que era más temprano de lo que
imaginaba. Retiró la cubierta de la cama con la intención de ponerse en pie y, de inmediato, su
cuerpo le recordó lo ocurrido horas atrás, ¡como si fuera necesario! Cada caricia, cada beso, cada
sensación vivida junto a Neil estaban grabadas a fuego en su mente, en su cuerpo… y en su
corazón. Gracias a ese hombre —rechazado por los suyos, perseguido por sus adversarios,
abandonado a su suerte por el destino—, había descubierto la dicha absoluta, así como su
auténtica esencia: la de alguien que no tenía nada que ver con la señorita remilgada y caprichosa
que llegara meses antes a Stuart Castle; alguien dispuesto a arriesgar sus sentimientos
entregándoselos de forma desinteresada al hombre que amaba; una mujer decidida a renunciar a
toda la vida que conocía, con sus ventajas y comodidades, por compartir su existencia con aquel
que la hacía vibrar.
En el momento en que sus pies tocaron el suelo, la puerta se abrió para dar acceso a Sally,
como era habitual con los brazos cargados, en este caso con unas enaguas blancas. La muchacha
se sorprendió al descubrirla despierta; no era corriente que Milady se despertara antes de que ella
llegara.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—¿Por qué no habría de estarlo? Me siento mejor que nunca… —Se percató de que no podía
justificar tanto entusiasmo y matizó—: pero sigo preocupada por Pulgas. Aunque parece que va
mejorando, no es el mismo de siempre. No estaré tranquila del todo hasta que no recupere su
carácter alegre y sus ganas de jugar.

—No se preocupe, señorita, en pocos días tendrá la energía que lo caracteriza. Y en cuanto a
la pata, seguro que no le quedarán secuelas, estoy convencida.
—Ojalá tengas razón, Sally.
Mientras Elisabeth se aseaba, Sally sacó el vestido que su señora le había pedido, uno
sencillo y de tonos apagados dado que iba a estar comandando al grupo de criadas que había
escogido para asear el pabellón. Después de desayunar con su tía y explicarle los planes que
tenía para ese día, fue hacia allí acompañada de las chicas que se encargarían de la limpieza hasta
dejar el lugar reluciente. Aquella actividad les llevó gran parte de la mañana, y solo dejaron su
quehacer cuando Elisabeth se dio por satisfecha. Entonces, le pidió a Rose, una de las chicas, que
fuera a llamar a un mozo para encargarle que alimentara las dos chimeneas y, así, lograr que el
espacio estuviera caldeado para su reunión nocturna.
—Me han informado de que has hecho encender las chimeneas del pabellón, ¿no te parece
una medida un tanto apresurada, querida? –Indagó Anne cuando se reunieron para tomar el té.
—Después de tanto tiempo sin ser utilizadas, era necesario comprobar que tiraban
correctamente y que el hollín no entraba en el recinto en vez de salir por el conducto de humos.
Estamos de acuerdo en que queremos que todo esté perfecto y resulte confortable, ¿verdad, tía?
Si las prendemos en el último momento, nos arriesgamos a llevarnos alguna sorpresa
desagradable y el resultado final no será tan placentero como pretendemos. —¿Quién demonios
habría ido con el cuento a su tía? —. Además, el pabellón ha estado cerrado durante años y eso
se percibe al entrar. Con las chimeneas encendidas estos días previos a la fiesta nos aseguramos
de eliminar esa desagradable sensación. Nuestra intención es que los invitados estén confortables
en todo momento, ¿no es cierto?
—Por supuesto.
—Pues lo más sensato es que cada día encendamos las chimeneas durante unas horas. De esa
manera conseguiremos que el pabellón sea más acogedor y que nadie sospeche que no le hemos
dado uso desde hace años.
Sonó tan convincente que la mujer no tuvo más remedio que asentir de buena gana, ignorante
de las verdaderas intenciones de su sobrina. Le sonrió complacida, convencida de que Elisabeth
era una perfecta anfitriona. Después, llenó su platito con algunas pastas que había preparado la
cocinera para la merienda, y de las que enseguida dio cuenta. Elisabeth también comió de buena
gana los dulces mientras se regocijaba interiormente de haber sabido reconducir el tema de las
chimeneas.
—Por cierto, querida, este miércoles no contaremos con la compañía del capitán —comentó
Anne como al descuido, aunque sus labios se fruncieron levemente revelando que en realidad
estaba disgustada—. Al parecer tienen que hacer una batida por las Tierras Altas. —Calló
durante unos instantes para dar un mordisco a una galleta de mantequilla y por fin concluyó—:
No entiendo qué sentido tiene buscar a unos pobres furtivos que nada pueden hacer contra
nuestra nación. Cuando eran un ejército, entiendo que era la obligación de nuestros soldados
pararles los pies… pero ahora… no sé… me parece hasta cruel perseguirlos y darles caza como
si fueran animales.
—Estoy de acuerdo tía —dijo ella cargada de emoción después de tragar una tartaleta de
frutas. No era frecuente que Anne hablara de esos temas, en especial con ella—. Ya les han
quitado todo lo que era importante para ellos, sus familias, sus nombres, sus tierras, su libertad…
incluso sus vidas. Los pocos que queden diseminados merecen que los dejen vivir en paz.
—Eso es lo que creemos las mujeres, supongo. —Reflexionó un instante llevándose la taza a
la boca—. Los hombres son más agresivos que nosotras, más territoriales… y me imagino que
siempre les queda la duda de que el enemigo se reagrupe y les presente batalla… No sé. En
cualquier caso, John se desplazará al norte con parte de sus subordinados y no llegará a tiempo a
nuestra cita.
No podían ser mejores noticias. Tendría una tregua antes de tener que enfrentarse de nuevo a
aquel canalla. Su ánimo mejoró de forma notable tras la noticia. Con una sonrisa disimulada,
tomó otra galleta y se dedicó a degustarla.
***
Sin la amenaza de una visita de John Prescott en el horizonte cercano, Elisabeth empleó su
tiempo en organizar todo lo concerniente a la fiesta, desde los arreglos florales hasta la
elaboración de los menús, cosa que hizo con la colaboración de su tía y de la cocinera. Escribió
personalmente las invitaciones, menos la del capitán Prescott de la que ya se había ocupado
Anne y, por último, decidió qué habitaciones les destinaría a quién, teniendo en cuenta su grado
de confianza o las simpatías que sintiera la anfitriona hacia el invitado en cuestión.
Y por las noches, cuando la mansión estaba en silencio y todos sus habitantes se perdían en el
reino de los sueños, se escabullía para encontrarse con Neil en el pabellón. Allí, entre sus brazos,
su felicidad era completa y todo lo demás dejaba de existir.
Aquellos días vivió en un estado continuo de euforia, que todo el mundo achacó a la
proximidad de la celebración y a la mejoría de Pulgas. Solo ella sabía a quién se debía en
realidad. Quería vivir aquellos momentos íntimos con toda la intensidad que pudiera ya que no
sabía cuánto podían durar. El porvenir de Neil era incierto, por consiguiente, el suyo también. No
quería plantearse qué ocurriría si lo apresaban, así como tampoco quería pensar en la posibilidad
de que sus padres la llamaran de vuelta a Londres.
***
La semana se le había pasado en un suspiro. Sin embargo, aquella mañana, la del fatídico
miércoles en que volvería a toparse con el dichoso capitán, amaneció menos animada que los
últimos días. Cabía la posibilidad de que Prescott se retirara tarde y ese hecho retrasara su
ansiada reunión con Neil. La noche anterior lo habían estado comentando entre caricias y besos,
y acordaron que él no iría al pabellón hasta estar completamente seguro de que no había peligro.
Con lo que no contaba era con la sorpresa que le tenía preparado el destino.
Como era habitual, Sally se presentó en su dormitorio a la hora acostumbrada. Eligieron
juntas un vestido, uno de color melocotón que resaltaba sus ojos dorados. Una vez lista, se
despidió de Pulgas con un beso en su blanca cabecita y bajó a reunirse con Anne en el comedor
familiar, una sala muy coqueta, decorada con muebles de buena factura, elegantes a la par que
funcionales, lejos de los sobrios y recargados que amueblaban el que se utilizaba cuando había
invitados. Se sentó a la mesa y aguardó a que se le uniera su tía, quién, cosa extraña, todavía no
estaba allí.

—Perdona mi tardanza, querida —se disculpó nada más entrar—. Estaba discutiendo con
Helen sobre qué ropa ponerme esta noche. No quiero darle una impresión equivocada al capitán
y que piense que su ausencia a la cita de la semana anterior me ha alterado, pero, por otro lado,
tampoco quiero que crea que no noté su falta.
—Estoy convencida de que él no se fijará en su vestido, tía. —Según su parecer, a ese tipo
solo le interesaba lo que pudiera sacar de ella.
—Puede que tengas razón, aun así…
—Con respecto al sábado, ¿ha decidido ya cuál lucirá para la cena?
—Dudo entre el último que mandé coser —al oírla mencionar aquella abominación Elisabeth
tuvo que reprimir un gesto de horror—, o el azul oscuro con bordados en negro. ¿Tú qué opinas?
Menos mal que tomaba en consideración su criterio, pensó la joven mientras exhalaba con
alivio.
—Sin duda, yo me inclinaría por el azul. Es elegante, poco pretencioso y muy adecuado para
recibir visitas.
Estaba acabando su exposición cuando entró el señor Monroe con un sobre lacrado sobre una
pequeña bandeja de plata.

—Milady, acaba de llegar esta nota para usted. El mozo que la ha traído me ha asegurado que
es de suma importancia que la lea a la mayor brevedad posible.
Elisabeth estiró el cuello con discreción, intentando averiguar quién era el remitente, aunque
aquello no fuera muy elegante. Ese era uno de sus defectos: la curiosidad. Sin embargo, cuando
descubrió el sello que precintaba la misiva, se dispararon todas sus alarmas.
Con un gesto de cabeza, Anne le dio permiso al mayordomo para que se retirara antes de
dirigirse a su sobrina:
—Vaya, jovencita, parece que tenemos noticias de tus padres —dijo la anciana como si tal
cosa, sin percatarse de que Elisabeth había perdido todo el color del rostro.
Con parsimonia, Lady Russell rompió el sello de cera y se dispuso a leer el mensaje.
Conforme sus ojos recorrían el papel, la confusión se hacía patente en su cara.
—Tía, por favor, no me tenga sobre ascuas. ¿Qué dice mi padre? —soltó sin poder detener su
lengua.
—Al parecer, vamos a tener el honor de contar con su presencia y con el de mi querida
sobrina esta misma tarde. Vienen a pasar unos días en estas frías y poco acogedoras tierras.
Todos los temores de Elisabeth se concentraron en aquella noticia. Ni siquiera escuchó las
palabras poco amables que su tía había dedicado a Escocia y que ella ya no compartía. No, todo
su pensamiento se había quedado enredado con la terrible revelación. ¿Qué motivo podía existir
para que sus padres emprendieran tan largo trayecto? Fue Anne quien la sacó de dudas al seguir
leyendo la nota en voz alta.
«Mi querida esposa, su sobrina, sentía un fuerte deseo de verlas a usted y a nuestra niña, a la
que añora profundamente. Por mi parte, aunque comparto las mismas ganas de reunirme con
ustedes dos, también me mueve la curiosidad por conocer esas famosas Tierras Altas de las que
todo el mundo habla. Mi única visita a Escocia se remonta a mis años de juventud y se ciñó a la
ciudad de Edimburgo, así que he pensado que será una experiencia agradable pasar unos días
descubriéndolas. Sé que he sido descortés al no anunciar nuestra llegada con más anticipación,
sin embargo, espero que no represente ningún trastorno para ustedes nuestro impulso de buscar
su compañía. Espero que se encuentren bien al recibo de esta carta, mas pronto lo podremos
comprobar por nosotros mismos»
Al concluir la lectura, la mirada de Anne quedó perdida en un punto indefinido de la sala.
Estaba claro que su cabeza había empezado a funcionar a un ritmo frenético, tomando decisiones
precipitadas y reestructurando los planes que ya tenía fijados para ese día y los siguientes
—Tenemos que darnos prisa, jovencita —afirmó cuando volvió a centrar su atención en ella
—. Sin duda, es un contratiempo no haber tenido noticia de su llegada con más tiempo, pero va a
ser un valor añadido a la celebración del sábado —dijo con orgullo—. George Spencer, IV duque
de Marlborough en mi casa, ¿te das cuenta de lo que eso significa?
No, no lo sabía y tampoco le importaba. Con sus padres allí, sus escapadas nocturnas serían
imposibles y sin ellas, las posibilidades de ver a Neil eran escasas. Su primera intención fue ir a
por su yegua y salir en su busca, pero sabía que esa alternativa estaba descartada. Su tía no le
permitiría ausentarse teniendo la llegada de sus padres tan próxima. Su mundo se derrumbaba
ante sus ojos y no tenía idea de cómo remediarlo.
CAPÍTULO 29

N eil se despertó aquella mañana con un extraño presentimiento. De habérselo


preguntado alguien, no hubiera tenido palabras para definirlo. Era la sensación de
que se avecinaban cambios. Y lo peor era que no podía discernir si eran para bien
o no. En otra ocasión hubiera acudido a hablar con Mac, que parecía tener un sexto sentido para
ese tipo de cosas. Ese día, no. Alejarse de su bosque, alejarse del lugar donde se sentía a salvo…
alejarse de Beth, no tenía cabida. Si los cambios que intuía tenían que ver con la mujer que
amaba, nada lo podía arrancar de aquel lugar. Por el contrario, se sintió tentado a aventurarse
hasta el límite de la propiedad de Lady Russel y comprobar por sí mismo si sus conjeturas tenían
sentido o eran meras imaginaciones suyas. No lo haría, por supuesto, eso supondría ponerse en
peligro innecesariamente y exponer a Beth a un riesgo sin sentido.
Para acallar aquella pulsante percepción, decidió continuar con lo que sus manos habían
estado moldeando los últimos días. Solo faltaba pulir la superficie para que la pieza estuviera
perfecta. Se sentó a la entrada de su cueva, sacó de su sporran el aro de madera y las hebras de
esparto que le servían de lija y comenzó a frotar con decisión. No dudaba de que Beth tuviera en
su joyero piezas mil veces más valiosas que aquel anillo, pero ninguna condensaría tanto amor
como la que tenía él entre sus dedos y que pensaba ofrecerle esa misma noche, fuera la hora que
fuese a la que pudieran verse. Con esa alianza de roble se desposaría con ella a los ojos de Dios,
por mucho que los de los hombres permanecieran ciegos ante esa unión.
***
—Querida, encárgate de que las dependencias de tus padres estén listas para cuando lleguen.
Estarán agotados después de tan largo viaje y, sin duda, querrán descansar un rato antes de la
cena. —Sus sospechas tomaban forma; su tía tenía planes para ella—. Además, habrá que
reordenar la asignación de las habitaciones de nuestros invitados a la fiesta, algo que te llevará un
tiempo dado que ya lo tenías todo organizado. Confío en ti para que no haya problemas con eso.
—No se preocupe, tía. Para el sábado todo estará en orden —aseguró simulando eficiencia,
pero con el ánimo decaído—. Sus invitados quedarán muy complacidos con lo que tenemos
dispuesto, se lo aseguro.
—Estoy convencida, jovencita. Hasta el momento has dado muestras de estar más que
cualificada para preparar un evento con muchos asistentes y eso me complace. Mucho, cabe
decir.
—Se lo agradezco, tía. Y ahora, si no necesita nada más, voy a encargarme de lo que me ha
pedido.
—Me parece bien, aunque antes deberías acabarte el desayuno —dijo la anciana señalando su
plato casi sin tocar.
Elisabeth miró en la dirección que le indicaba su tía con cierta reticencia. La noticia de la
llegada de sus padres le había robado el apetito y la había sumido en una melancolía que tendría
que guardarse para ella sola. Cuando consiguió terminarse parte de lo que le habían servido, se
disculpó con Anne y se dirigió a la puerta, dispuesta a llevar a cabo su labor. Sin embargo, antes
de abrirla, Lady Russell la detuvo.
—Por cierto, encárgate también de que la cena de esta noche se sirva en el comedor grande.
Un duque no merece menos.
—Le aseguro que no será necesario, tía. A mis padres no les molestará utilizar este. —Paseó
la vista por la coqueta sala—. Es más acogedor y les hará sentirse como en casa.
—¿Olvidas que es miércoles? —Preguntó la mujer alzando una ceja inquisitiva.
—Sería imposible que lo olvidara, tía. Aun así, estoy segura de que, para la primera noche,
no querrán lujos. —Inclinó la cabeza como despedida y salió con aire reflexivo.
Lo que le había dicho a su tía abuela era cierto, sin embargo, tenía otro motivo oculto: ya era
suficiente osadía que el capitán compartiera mesa con la familia como para que lo hiciera en el
comedor principal. De ser así, le daría a entender que gozaba de más relevancia de la que tenía
en realidad. Aquel hombre era indigno de compartir el aire con nadie más que con los de su
calaña. Con ese pensamiento en mente, fue a buscar a los miembros del servicio que precisaría
para llevar a cabo el encargo de Anne, entre ellos a Molly. Se le pasó por la cabeza pedirle que se
presentara en el pabellón aquella noche y le notificara a Neil los nuevos acontecimientos; ella era
la única en quién podía confiar para tal menester. Pero terminó por desechar la idea; no quería, ni
podía, poner en un compromiso a la muchacha. Existía el riesgo de que la descubrieran y
entonces, ¿qué? ¿Cómo podría justificarse una doncella que salía a hurtadillas de la casa para
reunirse con un hombre en un lugar solitario? No. Aquello era cosa suya y no involucraría a
nadie más en el asunto. Eso sin contar que se moría de ganas de reunirse con Neil y contarle
entre besos lo que ocurría.
***
Los duques de Marlborough llegaron a la hacienda hacia las dos de la tarde acompañados de
un puñado de sirvientes, pocos para lo que acostumbraban a movilizar en sus traslados. El
recibimiento fue más cariñoso que formal. Caroline, su madre, hacía años que no veía a la
hermana de su padre y no dudó en dirigirse a la anciana con afecto.
—Tía, no sabe la alegría que me da verla con tan buen aspecto. Se la ve radiante —
acompañó sus palabras con un sentido abrazo. Al oírla, Elisabeth pensó que su madre era una
mujer muy muy amable.
—Tú también estás espléndida, querida Caroline —respondió Anne a su vez. Luego, se giró
hacia el duque con una genuflexión—. Milord, es un placer tenerlo en mi casa.

—Por favor, Lady Russell, no son necesarios tantos formalismos, somos familia. —Se acercó
a ella, la ayudó a alzarse y se llevó su mano derecha a los labios—. Coincido con mi esposa, está
usted magnífica.
—Es usted muy cortés, duque. —Hizo un gesto con la mano en dirección a las escaleras que
daban paso a la mansión—. Si me acompañan.
En ese momento, los duques recayeron en ella, que se había mantenido en silencio en lo alto
de la escalinata, frente al portón de entrada. A los tres se les iluminó el semblante. Elisabeth no
soportó más la espera y corrió a reunirse con sus progenitores, con los que se fundió en un fuerte
abrazo. Al separarla de su cuerpo, los ojos de Caroline estaban brillantes a causa de la alegría
desbordante que le henchía el pecho. La estudió de arriba abajo.
—¡Dios mío, hija, estás preciosa! Preciosa, diferente. Más…madura, diría yo. —Inclinó la
cabeza hacia atrás para mirar a su marido—. ¿Tú qué opinas, George?
—Que tienes toda la razón. Está más bonita que nunca, y jamás pensé que eso pudiera ser
posible.
Elisabeth se sonrojó ante los elogios de sus padres, y también porque pensó que ellos no
podían ni intuir el verdadero cambio que había experimentado. Había salido de Londres como
una jovencita caprichosa, exigente… y virgen, y en ese periodo en Escocia ya no era ninguna de
las tres cosas.
Una vez en el interior, Anne les propuso a los recién llegados que se retiraran a descansar.
—Gracias, tía, se lo agradecemos. No obstante, nos iría bien tomar una taza de té y charlar
con las dos un rato. ¡Hay tantas cosas que queremos saber!
—Como gustéis —Anne sonrió ladeando la cabeza—. Si me seguís, pediré al servicio que
nos preparen una infusión.
Quince minutos más tarde, los cuatro se encontraban confortablemente sentados en la salita,
con sendas tazas humeantes entre las manos continuando la conversación que habían iniciado en
el zaguán.
—Y bien, querida, ¿qué tienes que contarnos de tu estancia en Escocia?
Por un instante, Elisabeth no supo qué contestar. No podía revelar nada sobre lo que
realmente había significado su tiempo en aquellas tierras sin confesar su relación con Neil, así
que improvisó, era buena en eso.
—Tía Anne ha sido un ejemplo a seguir —sonrió en dirección a la anciana, quien se sintió
complacida al escucharla—. Me ha dado la oportunidad de colaborar en el manejo de la casa, a
llevar la economía de la hacienda… actividades todas ellas que sé que serán útiles para mi futuro.
—Me alegra oír eso —aseguró su padre con un deje de orgullo antes de llevarse la taza a la
boca.
—Debo reconocer que Elisabeth ha sido de gran ayuda —intervino la anfitriona.
La joven, sonrojada, miró el contenido de su taza. Su actitud tímida agradó mucho a sus
padres, quienes mostraron su agrado con una sonrisa. En verdad que su hija había cambiado
mucho en esos meses de separación.
—Y, ¿qué tal por casa? —Quería desviar la atención de su persona y esa fue su manera de
intentarlo—. ¿Qué tal está James?
—Oh, tu hermano está deseando verte. —A Caroline se le iluminó el rostro ante la mención
de su primogénito—. Tiene noticias que te van a alegrar. Por desgracia nos ha prohibido hablar
de ello hasta que lo haga él. Ya sabes cómo es.
—¡No puede dejarme así, madre! —se quejó al tiempo que cogía un dulce de la bandeja que
acompañaba al té.

—No te alarmes, querida hija. —Su madre alargó la mano y la posó sobre sus rodillas—. No
tendrás que esperar demasiado. Nos ha prometido que acabaría con los asuntos que tenía
pendientes en la naviera tan rápidamente como le fuera posible con el fin de venir a visitarte en
breve. Él también te echa mucho de menos, hija.
—Como yo a él.
James, a pesar de ser cinco años mayor que ella, era su mejor amigo, su consejero, la persona
en la que más confiaba… hasta entonces. Por desgracia, no podría revelarle nada de lo ocurrido
con Neil. Pensar en ello, la entristeció sobremanera.
La charla continuó hasta que la oscuridad comenzó a adueñarse de la tarde y llegó el
momento de ir a sus alcobas para arreglarse antes de la cena. Anne les había anunciado a los
duques que esa noche contarían con un comensal más. A Elisabeth no le pasó desapercibida la
incomodidad que mostró el duque, por más que tratara de disimularla. ¡Menuda sorpresa se
llevaría su padre al encontrarse cara a cara con aquel desalmado! Lo conocía bien y estaba segura
de que no le agradaría.
Subió por la lujosa escalera de nogal al piso superior acompañando a sus padres, les mostró
sus habitaciones —donde los sirvientes de los duques ya habían colocado sus pertenencias—, y
se citó con ellos media hora más tarde. Antes de separarse, no obstante, su padre le pidió un
minuto.

—¿Quién es ese caballero que viene a cenar? —preguntó después de asegurarse de que nadie
excepto ella lo escuchaba.
—El capitán Prescott.
—¿Qué tal es? —volvió a inquirir con el ceño fruncido.
Elisabeth se cercioró de que Caroline entraba en sus aposentos antes de contestar.
—Prefiero que sea usted quién lo decida, padre —intentó sonar neutra.
—Está bien. Como prefieras. —Su ceño fruncido delataba que aquella respuesta lo había
dejado perplejo.
Se separaron sin añadir nada más. Elisabeth sabía que, tarde o temprano, su padre la
interrogaría más concienzudamente sobre aquel… hombre. Ojalá no fuera esa noche ya que
había decidido que, pasara lo que pasase, acudiría a su encuentro con Neil.
CAPÍTULO 30

L a reacción del duque no se hizo esperar. En cuanto atisbó al capitán su gesto se


tornó áspero. A la duquesa le pasó otro tanto, para consuelo de Elisabeth. No se
había equivocado. A sus padres les desagradaba aquel individuo casi tanto como a
ella, aunque sus motivos fueran muy diferentes. Ellos desconocían la relación que unía a su tía
con Prescott y simplemente se dejaron llevar por la imagen que transmitía. En su caso, tenía
mucha más información de las fechorías de ese hombre que de la que disponían los duques y,
aún así, intuía que solo era una parte de toda su depravación.

Por su lado, el capitán estaba henchido de orgullo ante la posibilidad de codearse con alguien
de la envergadura de George Spencer. Su máxima aspiración en la vida siempre fue codearse con
la flor y nata de la sociedad inglesa, y quién mejor que el duque de Marlborough para hacerlo. La
familia era una de las más prestigiosas e ilustres del país, con influencias en todos los ámbitos y
amigos íntimos del rey. Si jugaba bien sus cartas, podía salir de esa casa, esa misma noche, con
un cargo mucho mejor que el que tenía y con ello, podría mandar al diablo a la puta vieja de una
jodida vez.
Durante la cena, Prescott mostró su cara más amable. Alagó a las damas y aduló al duque
hasta el hastío, tanto que hasta Anne se sintió molesta con su conducta. Muy a su pesar, sus
esfuerzos no se vieron recompensados. La duquesa apenas le dirigió la mirada y el duque cortó
de raíz cualquiera de sus comentarios. Y todo ello ocurrió ante la atenta y complacida mirada de
Elisabeth, que se sintió agradecida por la actitud de sus progenitores. La tensión entre los
comensales fue acentuándose por segundos hasta hacerse insostenible.
Prescott no llegó a darse cuenta de que su presencia no era bien recibida hasta casi finalizada
la cena. El momento en que, por norma, se pasaba al saloncito a degustar un oporto, él lo
aprovechó para rehusar la gélida invitación que le hacían los anfitriones, alegando que tenía
trabajo pendiente en el cuartel. Por supuesto, no engañó a nadie. Al despedirse, sus facciones
estaban contraídas y reflejaban el mal humor que lo roía por dentro, un signo más de su falta de
compostura. Cualquier caballero que se preciara de serlo mantendría bajo control su estado de
ánimo. Con todo, los duques, Elisabeth y Lady Russell, lo acompañaron hasta la salida. Sin
embargo, a diferencia de lo que solía ser habitual con los invitados, en cuanto puso un pie fuera
de la casa, tanto el duque como su esposa e hija se dieron la vuelta y lo dejaron a solas con Anne
sin siquiera esperar a que apareciera su caballo.
—No puedo decir que haya sido una velada agradable, Lady Anne —espetó con desprecio—.
Nunca me he sentido tan humillado.
Si esperaba que Lady Russell se pusiera de su parte, se equivocó.
—Creo que es muy descortés de su parte decir algo así, capitán. Mi sobrina y su marido son
encantadores. Quizás debería hacer examen de conciencia y averiguar si su comportamiento ha
sido el adecuado.
No le dio oportunidad de rebatirla. Con la mano estirada hacia el jardín Anne le indicó que su
montura ya estaba esperándolo.
—Buenas noches, capitán.
Su respuesta se limitó a un resoplido de indignación. Saltó sobre su silla y espoleó con
dureza a su semental. Estaba tan ofuscado que, de permanecer un segundo más en aquel lugar,
hubiera cometido cualquier atrocidad.
***
Neil, oculto tras el follaje, fue testigo de todo lo ocurrido. Observó el desprecio que mostraba
el duque —no dudó sobre la identidad del padre de Beth; su porte, sus gestos… Todo en él la
proclamaba a gritos— por el capitán, cosa que lo satisfizo sobremanera. La duquesa, con sus
gestos, manifestó, asimismo, la repulsa que le causaba aquel hombre. Hasta Lady Anne exhibió
un talente más frío que el acostumbrado hacia él. Reparar en ello lo llevó a preguntarse qué
ocurriría si supieran que su hija estaba enamorada de un hombre, un proscrito, como él. Estaba
seguro de que le prohibirían volver a verlo. Solo de pensarlo se le partió el alma. Amaba a Beth
más que a su propia vida, y si bien era consciente de que no tenían futuro juntos, no por ello
dejaba de doler esa certeza.
Llegados a ese punto, después de lo visto frente a la entrada de la mansión, no sabía qué
decisión tomar. Si Beth conseguía eludir a sus padres y no lo encontraba, se sentiría desolada.
Por otro lado, si permanecía al acecho, esperando su aparición y ésta no se producía, se
arriesgaba para nada a ser visto. La respuesta llegó sola: esperaría. La posibilidad de un segundo
con Beth compensaba cualquier riesgo que pudiera correr.
***
El capitán azuzó a su montura hasta hacerlo sudar, a pesar de la fría temperatura de la noche.
El corcel exudaba una secreción blanquinosa que, con la velocidad, salpicaba el pantalón y la
chaqueta del jinete, enfureciéndolo aún más. Tenía ganas de golpear a alguien y, por una vez, no
le apetecía que fuera una pobre mujer que no presentaba resistencia y que era tan fácil de
doblegar. En su veloz carrera recordó que tenían en el calabozo a un sucio escocés que se había
atrevido a hablar en gaélico con otro reo cuando creía que nadie lo escuchaba. Pensó ofuscado
que el castigo que le había infligido no era pago suficiente por su osadía. Ese desgraciado sería
su chivo expiatorio. Pobre infeliz. No tenía ni idea de lo que se le venía encima.
***
Una vez se hubo ido el capitán, la familia pasó a la salita a tomar la bebida que no habían
degustado antes. El duque se guardó de hacer preguntas sobre el hombre que acababa de
abandonarlos. No quería que Anne, que parecía sentir cierta simpatía por él, escuchara lo que
deseaba averiguar de labios de su hija. Caroline, acostumbrada a salir airosa de situaciones
comprometidas provocadas por algún invitado sin modales, se esforzó por mantener viva la
conversación. Lo consiguió, pero no por mucho tiempo. Con la excusa del largo viaje que habían
realizado, su marido la instó a retirarse. Tanto Anne como Elisabeth los imitaron, cada una
movida por motivos diferentes.
Se despidieron de Anne con una inclinación de cabeza a las puertas de sus dependencias e
hicieron idéntico gesto al llegar a las de ella. Sin embargo, Elisabeth sabía que su padre, incluso
su madre, no tardaría en reunirse con ella. No se equivocó. Minutos después de que Sally la
dejara sola, oyó unos ligeros golpes en la hoja de madera que la avisaban de su visita. Se puso en
pie a la vez que ataba su bata sobre el camisón. Antes de abrir, su mirada se perdió en la
oscuridad exterior, donde Neil estaría esperando su señal para reunirse con ella. Se alegró de
haber tenido la idea de última hora de ofrecerle la manta, su manta, para que le resultara menos
dura la espera. Suspiró al saberlo allí, tan cerca y tan lejos a la vez. Pulgas requirió atención y
ella se la dio en forma de caricia en la testa. Suspiró de nuevo echando un último vistazo a la
noche y se dirigió a la puerta. En total no habían pasado más de unos segundos, pero el duque
parecía impaciente cuando le abrió. A su lado, su madre la sonrió con afecto.
Los invitó a entrar apartándose de la jamba. En cuanto la traspasaron, Elisabeth atrancó la
puerta con sumo cuidado, asegurándose de no hacer ni el menor ruido. Todavía en silencio,
Caroline se acercó al sillón que ocupaba Pulgas y cogió al animalito. Fue entonces cuando
recayó en su pata lastimada.
—Elisabeth —dijo sorprendida con los ojos muy abiertos—, ¿qué le ha ocurrido a tu
mascota?
—Prescott —contestó encogiéndose de hombros como si aquello fuera lo más obvio del
mundo.
—¿Prescott? —intervino el duque frunciendo el ceño—. Ya te he dicho que ese hombre no
me gustaba —aseguró dirigiéndose a su esposa. Acto seguido, enfrentó a su hija—. ¿Quién es
ese tipo?, ¿qué hace en esta casa?, ¿qué propósitos tiene?
—Le responderé una a una sus preguntas: es un oportunista que ha sabido cautivar la
atención de tía Anne para aprovecharse de ella y sacarle una buena suma de dinero, así como
regalos valiosos, además de hacer contactos entre sus amistades. —La declaración, clara y
concisa, no dejaba nada en el tintero.
—Pero… Eso no puede ser —medió su madre, negando con la cabeza de forma repetida—.
Tía Anne no se dejaría embaucar por un buscavidas. Es inteligente y ha vivido lo suficiente
como para saber distinguirlos.

—Tienes razón, querida. Sin embargo, también es una mujer entrada en años y sola desde
hace mucho tiempo. Estoy convencido de que los halagos la han ofuscado y ha perdido un poco
la cabeza.
Elisabeth echó un vistazo rápido hacia la ventana antes de volver a hablar.
—Tal vez… ella, en realidad, no desconoce las intenciones del capitán. Desde que llegué y
supe de la amistad que los unía, he intentado hacerle abrir los ojos… y creo que, de alguna
manera, lo he conseguido. Sin embargo, no he tenido el éxito que deseaba, porque tía Anne sigue
alimentando esa relación. Sé que le ha hecho regalos costosos, le ha prestado efectivo, y se ha
encargado de que el estatus social del capitán haya mejorado de forma notable en la zona. Sé que
hay algo que se me escapa en el vínculo que los une, pero no he logrado descifrarlo… todavía.
Tal vez no lo logre nunca –concluyó con tono afligido.
El duque, que hasta ese momento había permanecido en pie, se sentó a los pies de la cama,
pensativo. Elisabeth lo hizo a su lado, estrujándose las manos, presa de los nervios provocados
tanto por la revelación que acababa de hacerles a sus padres como por la urgencia que sentía por
reunirse con Neil lo antes posible. Caroline, que no dejaba de acariciar el pelaje blanco del
perrito, detuvo su mano y alzó los ojos hasta posarlos sobre los de su hija.
—¿Por qué has dicho que el capitán es el causante de la lesión de Pulgas? —Sus iris apenas
eran visibles a través de las rendijas en que se habían convertido sus párpados.
Elisabeth resopló. Todavía la atemorizaba recordar aquella noche, pero no tenía intención de
reservarse nada que pudiera incriminar a Prescott. Con todo el ánimo que pudo reunir, les narró
todo lo ocurrido sin dejarse ni una coma. Por supuesto, tampoco se olvidó de relatarles las
ocasiones anteriores en que la amenazó.
—¡Esto no puede quedar así! —exclamó el duque indignado. Su mujer lo miró con seriedad
llevándose un dedo a la boca, recordándole así que debía bajar el volumen de voz—. Cierto,
lamento mi golpe de temperamento, queridas. Pero es que ese… —se detuvo antes de decir una
palabra malsonante que no debía pronunciar delante de las damas—, no se puede salir con la
suya.
—Papá, es su palabra contra la mía. Si lo encaramos sin pruebas… yo no quedaré muy bien
parada. Recuerde que él es un capitán del ejército inglés, un héroe de guerra —se le escapó una
mueca de disgusto— con una hoja de servicio intachable y que el suceso ocurrió en la intimidad
de mi habitación. Hacerlo público, a quien dejaría en evidencia sería a mí.
—Eso habría que verlo —espetó el duque con desagrado—. Nunca olvides la familia a la que
perteneces; si su nombre tiene cierto peso, el nuestro lo supera con creces. Sin embargo, tienes
razón, debemos esperar a conseguir pruebas que lo incriminen de alguna de las faltas que nos has
enumerado. —Su frente estaba arrugada cuando miró a su esposa—. Querida, tienes una
importante misión durante los días que permanezcamos aquí.
—Sí querido —llevaban tantos años juntos y se conocían tan bien que Caroline no necesitó
de más indicaciones—, me encargaré de sonsacarle información a mi tía.
—Gracias. —A Elisabeth se le escapó una lágrima de agradecimiento—. Gracias por
creerme.
—Por supuesto que te creemos. Solo hace falta echarle un vistazo a ese tipo para saber qué
clase de gañán es —la reconfortó su padre acunándole las manos con una de las suyas y
acariciándole la mejilla con la otra.
—Bueno, ya está todo aclarado. Mañana charlaremos de temas menos penosos y nos
pondremos al día —medió su madre poniéndose en pie y depositando a Pulgas de regreso al
asiento—. El tema ha sido muy intenso y se ha hecho tarde. Mañana, con la mente despejada y
habiendo descansado, veremos las cosas de otra manera. Si unimos nuestros ingenios, quizás
encontremos una manera de acabar con ese… caballero.
—Sabias palabras, esposa. —El duque se incorporó después de volver a rozar el rostro de su
querida hija—. Mañana seguiremos hablando. En verdad que estamos todos rendidos. Ha sido un
día muy largo.
—Buenas noches, padre —Se puso en pie para abrazar al duque—. Madre —se aproximó a
Caroline e hizo idéntico gesto de cariño—. Hasta mañana.
CAPÍTULO 31

A guardó un tiempo prudencial hasta asegurarse de que todos dormían.


Entonces, con el sigilo que había llegado a desarrollar en aquellos días, abrió la
puerta de su dormitorio y se detuvo un momento a estudiar los sonidos que emitía
la mansión. Al no detectar ninguno inusual, se arriesgó a dar el primer paso fuera de sus
dependencias. A ese le siguió otro y luego uno más hasta alcanzar la escalera, que bajó sin hacer
ruido. Sabía que corría un gran riesgo, pero no le importó. La recompensa que la esperaba en la
oscuridad era demasiado tentadora como para acobardarse. Una vez en la planta baja, se
introdujo en la salita cuyo ventanal le servía de vía de escape y se adentró en la noche.
Neil la vio al instante. El camisón blanco que asomaba por debajo del abrigo que se había
puesto Beth era un foco de atención para sus ojos, ávidos de verla. Salió del refugio que le
ofrecía el follaje donde se encontraba y se dirigió al pabellón, a donde ya se encaminaba ella. Se
reunieron a la puerta de la edificación y, sin palabras, entraron. Una vez en el interior, Neil la
tomó entre sus brazos y la besó con ansia.
—Estás helado —susurró ella bajo sus labios.
—En seguida entraré en calor —sonrió de medio lado, de forma pícara y provocativa.
—Ven, acércate a la chimenea.
Las llamas habían desaparecido, pero los rescoldos seguían caldeando el espacio. Se sentaron
frente a ellos, sobre la mullida alfombra de lana con motivos orientales apenas visibles en las
sombras. Con un movimiento fluido, Neil la tumbó y se situó entre sus piernas.
—Ya pensé que no acudirías esta noche —musitó a la vez que sus labios le recorrían el rostro
hasta alcanzar la curva de su cuello.
—Tengo mucho que contarte. —Jadeó al notar cómo las manos de Neil reptaban por sus
piernas.
—Después.
Ella no discutió. No podía. En el momento en que sentía las caricias de Neil, el resto del
mundo dejaba de existir. Se dejó seducir por sus besos, por la urgencia de sus dedos, por la
necesidad que crecía en ella a cada roce de su piel y se sumó a aquel baile que solo ellos dos
protagonizaban. La pasión entre ellos creció en intensidad con cada toque, con cada suspiro, con
cada unión de sus bocas.
No lograron deshacerse por completo de la ropa que los cubría. La excitación los dominó con
fuerza y se sumergieron en ella sin reservas. El camisón de Beth arremolinado en su cintura. El
kilt de Neil apenas abierto lo suficiente… Un choque de caderas que los elevó al cielo durante un
tiempo indefinido. Una explosión de gozo que los dejó sin aliento.
Minutos más tarde, recuperados del incendio que había provocado su unión, descansaban
tumbados frente a las ascuas que ofrecían un ambiente agradable. Fue en ese momento cuando
Beth recordó las noticias que antes se habían quedado sin decir.

—Neil, hay algo que debo explicarte —dijo sin dejar de enredar sus dedos en la mata caoba
que era el cabello del joven.
—Ah, ¿sí? ¿De qué se trata? —Su voz ronca y sensual consiguió su cometido y ella acudió a
sus labios de nuevo.
Sin embargo, lo que tenía que decirle era importante; se forzó a centrar sus pensamientos, por
más tentador que fuera continuar bebiendo de la boca masculina. Se apartó apenas una pulgada y
se centró en sus ojos, que en aquella penumbra se veían más oscuros de lo habitual.
—Mis padres han venido de visita.
Aquella revelación cayó en el ánimo de Neil como un jarro de agua fría. Con los duques allí,
la posibilidad de verse en secreto sería una tarea ardua, si no imposible. Ante tal evidencia, no
pudo más que estrecharla contra su pecho con fuerza. Si era la última vez que se encontraban a
solas, no podía perder más tiempo para hacer lo que se había propuesto esa mañana. Mientras
uno de sus brazos la mantenía pegada a él, la otra mano se perdió dentro de su sporran hasta dar
con lo que andaba buscando. Lo encerró en su puño. Un cierto pudor se apoderó de él al pensar
que ella pudiera creer que aquello era una idea absurda, pero no tenía intención de darse por
vencido antes de llevarlo a cabo. Ya bregaría con la desilusión si ella rechazaba su petición. La
separó de su cuerpo y le presentó su mano cerrada.
—¿Qué tienes en la mano, Neil? —Sus ojos se abrieron con expectación, concentrados en
aquellos dedos cerrados.
—Sé que esto es demasiado humilde para ti, que mereces las joyas más preciosas del mundo.
Sin embargo, espero que no la rechaces y que valores el amor que encierra.
—Cualquier cosa que venga de ti es valiosa para mí, lo sabes. Tengo entre mis tesoros más
queridos la figurita de Pulgas que me regalaste, así que dudo que esto que escondes en la mano
pueda decepcionarme lo más mínimo.

Lentamente, separando de su palma falange por falange, dejó al descubierto la alianza que
había fabricado para Beth. Ella la miró llena de admiración e intentó hacerse con ella. Sin
embargo, antes de dejar que lo cogiera, debía explicarle lo que supondría lucirlo en su mano.
—Esta sencilla alianza es una muestra de mi amor por ti. Con este anillo… sería un honor
que me permitieras desposarte a los ojos de Dios. No puedo soportar ni un día más sin que seas
mi esposa ante él. Soy muy feliz cuando te tengo entre mis brazos, cuando beso tu boca, cuando
nos fundimos en un solo ser… Sin embargo, no puedo olvidar quién eres y que te has entregado
a mí sin reservas y sin pensar en tu futuro. Es una locura, soy consciente, porque esto no valdría
ante nadie si te reclamara como mía, pero, en mi alma, sabré que lo eres. Que siempre lo serás,
pase lo que pase de aquí en adelante.
Se detuvo con la respiración agitada y la mirada fija en la expresión de Beth. Era mucho lo
que estaba en juego: su felicidad, aunque fuera efímera, sin ir más lejos. Ella enmarcó el rostro
masculino mientras lágrimas de alegría se agolpaban en sus ojos.
—Acepto ser tu esposa ante los ojos de Dios. Sé que Él aprueba nuestra unión porque conoce
la grandeza de nuestros sentimientos. Y, a pesar del poco tiempo que nos conocemos, mi corazón
está seguro de que nadie, nunca, podrá entrar en él, ya que te pertenece por entero. Ahora y
siempre.
Sus almas se unieron, al igual que lo hicieron sus labios, en un beso que sellaba aquel vinculo
sagrado. Algo más tarde, cuando se vieron obligados a separarse porque el día amenazaba por
despuntar, lo hicieron con el convencimiento de haberse convertido en marido y mujer para el
resto de sus vidas, pero con la incertidumbre de si sería posible reencontrarse en los días
venideros.
***
La casa era un enjambre de actividad; solo faltaba un día para el gran acontecimiento y los
criados tenían un sinfín de tareas pendientes para que la fiesta fuera el éxito que se esperaba.
Lady Anne junto con sus dos sobrinas, madre e hija, ultimaban los detalles que requerían de su
exclusiva atención. Elisabeth, la auténtica artífice de la organización, estaba visiblemente
nerviosa. Lo que el resto ignoraba era que su estado agitado no se debía en exclusiva a lo que
sucedería al día siguiente. Había un motivo aún más importante que perturbaba su tranquilidad:
en su corazón, se había convertido en la esposa de Neil Bruce, algo que desearía gritar a los
cuatro vientos y que, muy a su pesar, se veía obligada a mantener en secreto.
Los imprevistos de última hora, las dudas sobre si el clima les sería favorable —unos
indeseables nubarrones negros amenazaban con descargar en cualquier momento—, la búsqueda
de alternativas ante tal contrariedad y otras cuestiones parecidas la tuvieron entretenida la mayor
parte de la jornada. Ese ajetreo le dejó apenas tiempo para hablar con sus padres. Con toda
seguridad, su madre habría conseguido sonsacarle información a Anne que estaría deseosa de
compartir con ella, pero eso tendría que esperar a la noche, cuando pudieran tener un momento
de intimidad en su habitación. Mientras tanto, aunque su mente estuviera distraída con imágenes
de lo vivido con Neil, su actividad estaba destinada a hilar todos los flecos que pudieran quedar
pendientes antes del gran día. Sus invitados no merecían menos.
La luz de la tarde se desvanecía ya cuando escuchó un revuelo en el hall de entrada. Detuvo
la orden que estaba impartiendo a uno de los lacayos para comprobar de qué se trataba. La
sorpresa la dejó paralizada asomada a la barandilla, en lo alto de la escalera. El mismísimo
James, con un gaban color crema que le llegaba a los pies y el sombrero en la mano, alzaba en el
aire a Anne como si su peso se hubiera volatilizado y fuera ligera como una pluma. Ella reía
mientras lo golpeaba en los hombros, exigiéndole que la dejara sobre el entarimado. Los duques
observaban la escena con sendas sonrisas iluminando sus rostros.
—Tía, está más hermosa de lo que la recordaba —afirmó el recién llegado con la comisura de
los labios alzadas—. Por usted no pasan los años.
—Calla, zalamero, no digas tonterías y déjame en el suelo de una vez.
Elisabeth detectó a varias doncellas jóvenes mirándolo con disimulo, admirando la figura de
su hermano sin poder ocultar la fascinación que les causaba. Desde siempre, James había
cautivado la atención de cuanta mujer se encontrara cerca de él, era inevitable. Una alegría que
nacía en su pecho y se extendía por sus extremidades la empujó a bajar las escaleras a la carrera
con los brazos abiertos. En cuanto llegó junto al grupo, James depositó con cuidado a Anne en el
piso antes de repetir el saludo que le había prodigado a su tía. La notable diferencia de peso
colaboró en que la elevara a más altura sin dificultad y que girar con ella en los brazos no le
supusiera ningún esfuerzo.
—¡Mírate! —exclamó su hermano entre risas—. Estás increíble. Estás diferente, más…
mujer.
—¡Oh, James! Te he echado tanto de menos.
—Yo a ti también, ratita. La casa está muy triste sin tus constantes locuras.
—Bueno jovencitos, dejaos de tantas tonterías —los interrumpió la dueña de la casa
fingiendo desaprobación—. Elisabeth, acompaña a tu hermano a… ¡Dios! ¿Tenemos alguna
habitación libre para él?

—Algo encontraremos, tía —tomó a James de la mano para que la siguiera—. Ya me las
apañaré para reubicar a alguno de los asistentes en otra dependencia. —De repente tuvo una idea
que le pareció genial—. Seguro que al capitán no le importa ocupar una de las habitaciones del
servicio, ¿no cree? Al fin y al cabo, no va a pasar la noche en la mansión.
Aquella propuesta no agradó a Anne y se reflejó en su semblante, mas no contradijo a su
sobrina nieta. Era impensable anteponer un capitán al heredero del ducado de Marlborough; John
tendría que transigir con ese cambio, le gustara o no.
***
Prescott extendió la mano para que el soldado que permanecía junto a él le tendiera un trapo
con el que limpiarse la sangre que le había salpicado. El recluso continuaba atado al poste, sin
sentido y con la espalda cruzada por infinidad de marcas, muchas de ellas con la carne a la vista.
Algunas goteaban fluidos hasta perderse en el calzón deshilachado que cubría la parte inferior de
su cuerpo. A una orden de su capitán, un par de hombres se encargó de soltar sus muñecas —
desgarradas por la áspera soga— y de trasladarlo a su insalubre calabozo. John los observó
indiferente. Desquitarse con aquel infeliz no había aliviado su sed de resarcimiento, a pesar de
que el día anterior había infligido idéntico tratamiento a otro desgraciado. En su interior seguía
concentrado un odio visceral por ciertas damas del que no podía deshacerse. Sabía que con la
vieja no tenía nada que hacer para satisfacer esa ansia de venganza, pero encontraría la manera
de hacerlo con la metomentodo de la sobrina. Entretanto, aquella noche, acudiría al burdel, y se
entretendría con la zorra que cayera en sus manos. Lo necesitaba si al día siguiente tenía que
pasarlo en compañía de aquel par de brujas mientras se veía obligado a soportar el desprecio de
los duques.
***
Neil tomó la decisión de que iría a las inmediaciones de Stuart Castle como cada noche, aun
a sabiendas de que, con los duques allí, era más que improbable que Beth pudiera escaparse para
verlo. Demasiado se había arriesgado la madrugada anterior, aunque hacerlo lo hubiera
convertido en el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Pero no existía peligro suficiente que
le impidiera acudir, a pesar de saber que no podría beber de su boca ni acariciar su dulce cuerpo.
Si tenía suerte, tendría la oportunidad de verla en la distancia; solo esa posibilidad ya valía la
pena el riesgo. En cuanto a la noche del sábado… eso era diferente. Con tanta gente merodeando,
la amenaza de ser descubierto se multiplicaba de forma exponencial. Beth le había suplicado en
uno de sus encuentros que no se acercara, que no jugara con fuego… y, muy a su pesar, pensaba
hacerle caso.
Para matar el tiempo hasta que la penumbra le asegurara un trayecto seguro, se dedicó a los
menesteres que acostumbraba a llevar a cabo diariamente: afilar el cuchillo que siempre llevaba
encima, construir trampas para conejos, fabricar anzuelos… cualquier cosa que mantuviera su
mente centrada en algo más que en su mujer y en lo que les deparaba el porvenir, si no quería
terminar enloqueciendo.
***
Con la llegada de James, las cosas variaron en el itinerario que la familia tenía fijado. A nadie
pareció importarle, de todas formas; tenerlo allí era reconfortante y representaba una fuente de
diversión, dado el carácter alegre del joven. Para compartir más tiempo con el recién llegado,
Elisabeth delegó la mayor parte de sus quehaceres a la servidumbre, aunque les encargó a Sally y
a Molly, sus dos doncellas de más confianza, que supervisaran el trabajo para que todo quedara
como ella había dispuesto.

Las amenazantes nubes que se habían mostrado por la mañana terminaron por abrirse en una
lluvia constante, pero ligera que captaba la mirada de Elisabeth con frecuencia. Rogó a lo más
sagrado que aquel chubasco terminara antes de que apuntara el alba. Pensar en el agua que caía
en el exterior y que, con toda probabilidad, estaría mojando a Neil, le oprimió el corazón. ¡Cómo
le hubiera gustado que él estuviera presente en esa reunión familiar!
Debido al sirimiri que caía, los planes de mostrarle a James los alrededores quedaron
abortados. Solo se permitieron asomarse al porche principal para admirar lo que se veía desde
allí. Los hermanos, abrazados por la cintura, rieron al recordar algunas de las travesuras de su
pasado que tenían como protagonista la lluvia. Las protestas de Lady Anne los obligaron a volver
al calor de la casa. A partir de ese momento, las conversaciones no cesaron: algunas versaron
sobre temas frívolos, centrándose en los últimos chismorreos de Londres; otras a temas más
espinosos, como el aumento de delincuencia en la capital o la proliferación de piratas en el
océano Atlántico, algo que preocupaba especialmente tanto al duque como a su hijo —no en
vano su naviera cubría el trayecto comercial entre Inglaterra y el Nuevo Mundo—. Después de
un intenso debate sobre cómo habría que actuar con respecto a esos asaltadores de los mares, y
que cada vez se enrarecía más, Elisabeth creyó que era momento de relajar el ambiente
abordando una cuestión más distendida:
—Por cierto, hermanito, ha llegado a mis oídos que tienes algo que contarme, aunque ignoro
de qué se trata.
Los ojos de James se iluminaron al instante a la vez que una sonrisa florecía en sus labios.
Abrió la boca un par de veces y la cerró otras tantas mientras su mano se paseaba por su cabeza.
Se lo veía nervioso, cosa que provocó una mirada benevolente por parte de su madre y otra
desconcertada en su hermana. Al tercer intento consiguió hablar.
—He conocido a la mujer más maravillosa del mundo, le he pedido que sea mi esposa y…
¡ha aceptado!
—Pero… ¡Esa es una noticia fantástica! —exclamaron Elisabeth y Anne al unísono.
—Eso pienso yo.
—Tienes que contarnos todos los pormenores —pidió Elisabeth de forma atropellada y llena
de júbilo—. ¿Cómo la conociste? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién es ella? ¿La conozco?
A partir de ese instante, y durante toda la velada, la charla versó alrededor de la prometida de
James, Beatrice, de los planes que tenía para la boda, de lo difícil que había sido separarse de ella
para viajar hasta Escocia… Y también de la posibilidad de que Elisabeth fuera tan afortunada
como su hermano y encontrara a un buen hombre con el que contraer matrimonio. En ese punto,
la joven dejó de intervenir y se sumió en un mar de pensamientos cuyo centro era Neil. ¿Para qué
quería un esposo si ya tenía el mejor que nadie pudiera hallar?
CAPÍTULO 32

E lisabeth descubrió con frustración que era imposible escabullirse aquella noche.
Después de la cena y la consabida tertulia posterior, cuando las mujeres estimaron
que era momento de retirarse, los hombres decidieron continuar su charla en la
biblioteca, para tratar temas de negocios que no habían querido abordar delante de las damas. Su
acceso al exterior estaba vetado.
Elisabeth despachó a Sally en cuanto le fue posible, alegando que, con todo el trabajo que
tenía por delante el día siguiente, no le importaba que se retirara pronto y terminar ella misma de
desvestirse. La doncella, se mostró reticente al principio, pero creyó que los nervios por la fiesta
tenían alterada a su señorita y que lo mejor era no soliviantarla más. Así que, cuando se cercioró
de que su Elisabeth podría arreglárselas sola, se despidió con una reverencia y se marchó. En el
mismo instante en que la puerta se cerró tras la criada, la joven corrió hacia la ventana y apartó
las cortinas. Fijó la mirada en el punto donde sabía que estaba Neil y trató de vislumbrarlo. No lo
consiguió. Cada vez más angustiada, miró a su alrededor en busca de cualquier cosa que pudiera
llamar la atención de su marido, ignorando que él tenía la vista puesta en ella desde que entrara
en el dormitorio. De repente, su mirada recayó en la lamparilla de aceite situada sobre la mesita
junto a ella, la tomó y la agitó frente a los cristales. En seguida, un destello fugaz apareció en la
negrura, en el sitio exacto donde se concentraba su atención. Su pecho se agitó con bravura. Él.
Se llevó la mano libre al corazón y luego a los labios para extenderla hacia la oscuridad después.
Una sombra salió de entre los arbustos y Elisabeth creyó ver que le devolvía el gesto antes de
desaparecer de nuevo. La sangre comenzó a bullirle en las venas, deseando que comenzara una
carrera que la llevara hasta él… Pero no tuvo la opción de seguir su instinto; el sonido de unos
golpes en la puerta acabó con cualquier posibilidad.
Caroline, ataviada con un camisón blanco con flores bordadas en rosa y amarillo cubierto con
una bata a juego, esperaba al otro lado del pasillo. Elisabeth, ocultando a duras penas la
desilusión, la dejó pasar.
—Mamá —la saludó con un besó en la mejilla—, ¿qué deseaba?
La duquesa caminó con desenvoltura hasta el sillón, tomó a Pulgas entre sus brazos y se
sentó dejando escapar una exhalación.
—No he logrado sonsacarle nada nuevo a tía Anne —confesó con fastidio—. Se ha limitado
a decir que es un conocido con el que se siente muy a gusto y cuya compañía le satisface mucho,
pero…
—¿Padre tampoco ha averiguado nada más?
—Lo dudo mucho porque hemos estado juntos todo el día… hasta ahora —afirmó frunciendo
los labios, en una mueca que la caracterizaba—. Con tu hermano aquí, Dios sabe a qué hora
vendrá a dormir.
Elisabeth tuvo que fingir indiferencia ante aquel comentario, aunque lo cierto era que la turbó
sobremanera. Definitivamente, adiós a escaparse al pabellón. Tragó en seco y chascó la lengua,
gesto que su madre podía confundir con el fastidio que representaba no tener más información.
—No te apures, chiquilla —continuó dándole unos suaves golpecitos en la mano—. Ya verás
cómo entre tu padre y tu hermano logran saber qué se trae ese hombre entre manos.
—Claro, madre.
—Y ahora, a descansar. Con el día tan largo que tenemos por delante y yo vengo a molestarte
con mis preocupaciones. —La duquesa se puso en pie, acarició una vez más la cabeza de Pulgas
antes de dejarlo en su sitio de nuevo—. ¿Sabes?, estoy muy orgullosa de ti. Lo has organizado
todo a la perfección.
—Gracias, madre. Esperemos que no haya ningún contratiempo —rogó esperanzada mirando
al cielo de la noche que seguía mojándolo todo.
—Seguro que no lo hay —vaticinó Caroline llevándose un dedo a la nariz—. He rezado
porque mañana amanezca un día perfecto.
—Gracias. —Se acercó a su madre y la abrazó con fuerza.

—Venga, acuéstate —ordenó la duquesa a su hija como si todavía fuera una niña—. No
queremos que mañana parezcas cansada, ¿verdad?
Elisabeth no le contestó. Por el contrario, se metió entre las sabanas y dejó que su madre la
arropara.
—Buenas noches, mi cielo.
—Buenas noches, mamá.
***
El pronóstico de Caroline fue acertado. Si bien no lucía el sol, algo difícil en la época del año
en la que se hallaban, las nubes habían desaparecido casi en su totalidad y algunos rayos de luz
brillante alcanzaba la propiedad. El verde de la hierba y de las plantas ornamentales se veía más
intenso gracias a la lluvia del día anterior. Las escasas flores que sobrevivían al frío
proporcionaban un estallido de color que golpeaba gratamente a todo aquel que tenía la suerte de
contemplarlas. Todo estaba en marcha y a la espera de que llegaran los primeros invitados…
Todo excepto los dos hombres de la familia, quienes, al haber trasnochado y de haber bebido
más de lo que acostumbraban, seguían en sus habitaciones, descansando, totalmente ajenos al
trajín que reinaba en la casa.
Anne, junto a sus sobrinas, acababa de beberse una taza de té, lo único que su organismo
aceptaba en aquellos momentos. El nerviosismo la corroía y seguiría haciéndolo hasta que se
cerciorara de que todo iba según lo planeado. Elisabeth, aunque también inquieta, aparentaba una
mayor tranquilidad. Tenía que demostrar aplomo ya que ella era la artífice del encuentro y no se
podía permitir dar señales de inseguridad. La que no parecía alterada en absoluto era la duquesa.
El día anterior había supervisado toda la organización y no le cabía duda de que todo saldría a
pedir de boca. Su hija había hecho un gran trabajo.
—Faltan apenas unos minutos para que empiecen a llegar los invitados —les recordó la
anciana a sus dos sobrinas, dándose ligeros toques con la servilleta en los labios.
—Va a ser un éxito, tía —la reconfortó Carolina a la vez que dejaba su taza sobre el platillo
—. He tenido que preparar muchas fiestas en los años que llevo siendo la duquesa de
Marlborough y le puedo asegurar que está todo perfecto.
—¡Ay, sobrina! ¡Esto es Escocia! —exclamó Anne llevándose la mano, todavía con la
servilleta, al pecho y haciendo una teatral mueca—. Aquí cualquier cosa puede pasar.
Elisabeth estuvo de acuerdo en silencio. Ella era la prueba viviente de esa afirmación. Estaba
enamorada —y casada— de un proscrito por el que no le importaría abandonar el mundo de lujo
y bienestar en el que había crecido.
Caroline negó con la cabeza mientras una sonrisa burlona despuntaba en su boca. ¿Qué podía
ocurrir más allá de que al cielo le diera por descargar de nuevo?
El sonido del primer carruaje deslizándose por la gravilla del camino interrumpió la charla de
las mujeres.
Una hora más tarde, la totalidad de los invitados había llegado a la propiedad, incluido
Prescott, con quien Anne se mostró un poco más atenta que con el resto. Aquel comportamiento
era inadmisible a los ojos de Caroline; ella siempre mantenía el mismo tipo de interés por todos
sus convidados como señal de buena educación, y así se lo hizo saber a su tía en forma de mirada
reprobatoria. Desafortunadamente, la mujer no se dio por enterada y continuó desplegando su
amabilidad con el capitán más que con el resto como si tal cosa.

En cuanto a Elisabeth, tuvo que esforzarse por no actuar de la misma manera que su tía
cuando vio aparecer a los Bruce; Leslie, en las contadas ocasiones en que habían coincidido, se
había convertido en una amiga, además de, en secreto, en su cuñada. Sin embargo, muy a su
pesar, actuó con ella del mismo modo que lo hacía con cualquier otro asistente a la fiesta, por
más ganas que tuviera de charlar a solas con ella y preguntarle acerca de su hermano.
La primera actividad que se había organizado era la búsqueda de un cofre, escondido entre
las plantas del jardín, que contenía las claves para el siguiente juego. Era importante empezar a la
hora convenida para no retrasar el resto de los entretenimientos, pero el duque y su hijo no
hacían acto de presencia y Elisabeth no sabía si debía esperarlos o no.
—Madre, ¿usted qué haría en este caso? —le consultó con disimulo, repartiendo a la vez
sonrisas a todo aquel que tenía cerca.
—Empecemos —sentenció con un discreto movimiento de mano—. Si tenemos que aguardar
a que esos dos aparezcan…
Con el beneplácito de su madre, la joven dio comienzo a la competición. El afortunado que
localizara el cofre sería el encargado de dirigir el siguiente juego. Por supuesto, ninguna de las
anfitrionas formaría parte de los equipos de búsqueda. Ellas se limitarían a ejercer de jueces, si
fuera necesario.
***
La mañana marchaba sin contratiempos. Los invitados se divertían esforzándose por ser los
vencedores en cada contienda, a cual más divertida. Pero había llegado el momento de hacer una
pausa para tomar un refrigerio, que, dada la actividad, todos agradecerían. A una señal de
Elisabeth, el grupo al completo se dirigió al pabellón. La estancia era perfecta para compartir
charlas mientras se degustaban los deliciosos tentempiés que se habían elaborado para la
ocasión: cómodos sofás distribuidos con elegancia por la caldeada sala, mullidas alfombras que
aportaban un toque de distinción, mesas colocadas estratégicamente, repletas de suculentas
viandas…
Elisabeth aprovechó que los asistentes estaban entretenidos con la comida para acercarse a
Leslie y hablar un rato con ella. Mientras, su madre lo hacía con el reverendo y su esposa,
personas sencillas, pero instruidas y de inteligente conversación. Anne, ¿cómo no? se acomodó
junto a John, que se había situado cerca de uno de los terratenientes más prósperos de la zona
con la intención de exponerle algún tipo de negocio que tenía en mente. Para Prescott, la
posibilidad de entablar una relación financiera con aquel caballero era una de las pocas cosas que
le atraían de aquella reunión de estirados. Tenía que reconocer que el hecho de tener a Lady
Russell como aliada, por más que la detestara, le daba la oportunidad de contactar con personas
que podrían ayudarlo a escalar tanto social como económicamente. De momento, aquel había
sido el único aliciente que considerar. Por lo demás, le parecía una pérdida de tiempo y un
desgaste emocional; fingir sonrisas y atenciones ante tanta gente a la que despreciaba y cuyo
mérito consistía en haber nacido en una familia pudiente lo asqueaba.
De repente, la algarabía de voces se fue apagando poco a poco hasta quedar reducida a la
nada. Todas las miradas quedaron fijas en la puerta, donde dos hombres de porte distinguido y
facciones muy parecidas acababan de aparecer. Ambos, en idéntico gesto, inclinaron la cabeza a
modo de saludo antes de acceder al interior.
Elisabeth se excusó ante Leslie y se aproximó a ellos sonriéndoles con afecto.
—Damas y caballeros —llamó la atención de los asistentes elevando ligeramente la voz al
llegar a su lado—, es para mí un honor y un placer presentarles a mi padre, el duque de
Marlborough y a Lord Spencer, mi hermano.
Al instante comenzó a escucharse un revuelo de murmullos seguidos de muestras de
admiración por parte de todos los congregados. De todos menos de uno, que permanecía quieto
como una estatua, con el rostro crispado y las manos cerradas en apretados puños. La joven,
ignorando el efecto que los recién llegados habían causado en el capitán, pasó a presentarlos a
los convidados, uno a uno. Al llegar su turno, cada cual se deshacía en halagos hacia ellos y les
demostraban lo honrados que se sentían de conocerlos. Conforme se iban acercando a John, este
se envaraba más. Le hubiera gustado desaparecer de aquel lugar como por arte de magia. Sin
embargo, huir estaba descartado si no quería quedar en evidencia. Solo la convicción de que los
buenos modales de aquellos dos hombres los impediría mostrarse desagradables con él lo
aliviaba un poco. De forma discreta, se posicionó ligeramente detrás de Anne, con tal de no
enfrentarse directamente a padre e hijo.
No le sirvió de nada.
CAPÍTULO 33

J ames atendía lo que le decía su hermana al presentarle a los invitados; estrechaba


las manos de los caballeros y besaba las de las damas con cortesía y amabilidad al igual
que lo hacía su padre. Al llegar a la altura de su tía, se inclinó y depositó un ósculo en
su rostro, marcando así la diferencia con el resto de señoras; acto seguido, se irguió. Fue en ese
instante que vio a Prescott, que lo miraba entre enfurecido y temeroso.
—¡Tú! —Tronó James con voz enojada—. ¿Qué demonios haces aquí?

Un silencio sepulcral se extendió por la sala. Su figura crispada acaparó todas las miradas. El
asombro cubrió todos los rostros… Nadie entendía qué o quién había provocado semejante
estallido de furia. Lo averiguaron pronto.
James extendió el brazo y lo estampó contra el pecho del capitán. Sus dedos se cerraron en la
impecable casaca roja que vestía y tiró de él para atraerlo a escasas pulgadas de su cara,
demudada por la cólera que le producía aquel repugnante ser.
—Te he hecho una pregunta, desgraciado —espetó sin tener en cuenta que tenía público
alrededor.
John no conseguía emitir palabra alguna, tal era el estado de asombro que lo dominaba.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza y la echó hacia atrás para enfrentarse a su
contrincante.
—Soy el capitán del destacamento de nuestro ejército en Inverness —afirmó fingiendo
serenidad. Para su desgracia, el titubeo que salió de su garganta estropeó el efecto.
—Sigues sin responderme, malnacido.
Anne se tapó la boca con las manos, espantada por la forma de actuar de su sobrino, en
especial si se tenía en cuenta a quién le dirigía semejante afrenta. No fue la única en reaccionar
alarmada. Los caballeros observaban atónitos la escena; las damas lo hacían estupefactas. Los
duques y Elisabeth estaban confundidos por la reacción del heredero. Tampoco ellos sentían
ninguna simpatía hacia el capitán, pero la reacción de James era desproporcionada y no tenía
explicación; además, no estaban solos. Intercambiaron una mirada confusa; ninguno de los tres
tenía conocimiento de que James y el capitán se hubieran visto con anterioridad.
Los cuchicheos desconcertados empezaron a sucederse a lo largo de la sala provocando más
tensión a la situación. En ese instante, James pareció darse cuenta de que tenía público, no
obstante, no tenía intención de olvidar su enfrentamiento con el capitán.
—Si nos disculpan —dijo paseando la mirada por las caras turbadas de los invitados—,
este… caballero —soltó como un insulto—y yo tenemos asuntos que tratar.
Y sin más, agarró a John por el brazo y lo condujo hasta la salida. Se alejó lo suficiente como
para que su conversación fuera privada. Por desgracia, no pudo evitar que, a riesgo de parecer
maleducados, algunos curiosos se aproximaran a los ventanales dispuestos a enterarse de qué iba
todo aquello.

Anne, al borde del desmayo, se abanicaba con una de las bonitas servilletas de hilo cuando
una preocupada Leslie se acercó a su amiga para reconfortarla.
—Ve —le sugirió esbozando una sonrisa de entendimiento—, sé que lo estás deseando. Yo
ocuparé tu lugar como anfitriona con la ayuda de tu madre.
Caroline, situada a su lado, estuvo de acuerdo con la joven Bruce y le hizo un gesto a su hija
para demostrárselo. Ella afirmó con la cabeza de forma disimulada y, acompañada del duque,
siguió los pasos de los dos contendientes.
La escena que tenía lugar en el jardín no tenía nada de amistosa. James increpaba a un
Prescott extrañamente comedido.
—¡Sucio malnacido! —clamaba el heredero del duque al tiempo que empujaba sin
miramientos a John cuando llegaron padre e hija— ¿A quién pretendes robar ahora? ¿No tuviste
suficiente en Londres con el escarmiento que te di? —Con el rostro empapado de ira, James lo
empujó con tanto ímpetu que John cayó al suelo—. Por tu bien espero que no se te haya ocurrido
beneficiarte de ningún miembro de mi familia o estarás perdido. —Su puño se elevó en el aire,
dispuesto a estamparse contra la nariz de Prescott.
—Ha estado embaucando a tía Anne. Le ha sacado dinero, joyas y vete tú a saber qué más —
reveló Elisabeth de forma temeraria arrimándose a su hermano a pesar de los intentos de su padre
porque se mantuviera al margen.
A John le dio tiempo a incorporarse gracias a la interrupción de la joven, a quien miró como
si de un gusano se tratara.
—Con que aprovechándote de una pobre anciana, ¿no? —Ironizó James—. ¿Qué pretendías?
¿Acaso ignorabas que pertenecía a mi familia?… No, es cierto, tú nunca supiste quién era yo —
escupió con desprecio—. Tú no llegaste a saber quién era el hombre que te ponía en tu lugar.
Bien, ahora lo sabes. Te di la oportunidad de enmendarte dejando que volvieras a tu regimiento;
ni te imaginas cuánto me arrepiento de mi decisión. —Negó repetidas veces como si no se
creyera lo que había hecho en el pasado—. También te prometí que si volvía a ver tu sucia cara
te arrepentirías. Ese momento ha llegado. Pienso dar parte de ti a tus superiores. Vas a perder
todo lo adquirido en estos años: dinero, prestigio, galones… Eso es lo que les pasa a las ratas
como tú.
Tanto Elisabeth como George, espectadores mudos del arrebato de James, alternaban la
mirada entre uno y otro sin lograr comprender qué encerraban sus palabras.
Acosado hasta el extremo, John reaccionó elevando el mentón de forma orgullosa para
enfrentarse a su oponente.
—Vosotros, asquerosos niños bien, os creéis con el derecho de juzgar a los demás, de decidir
qué está bien y qué no, de marcar pautas de conducta, que muchas veces vosotros no seguís en la
intimidad. ¡Me dais asco! —gritó, esparciendo saliva al hacerlo—. Nunca os habéis enfrentado al
hambre o la miseria, al frío o la suciedad; nunca habéis recibido los golpes que da la vida a
aquellos que no están en vuestra privilegiada situación.
El puño de James se incrustó en el estómago de su adversario sin que éste lo viera venir.
Elisabeth emitió un gemido; el duque una imprecación. Jamás lo habían visto en semejante
estado de furia.
—Voy a destruirte como tú destruiste la vida de mi amigo, malnacido, pero antes, vas a
llevarte tu merecido —declaró asestándole un nuevo puñetazo que le rompió la nariz.
El siguiente golpe cayó sobre su vientre.
Y el siguiente en el pómulo.
Y el siguiente en el costado…
El duque fue a intervenir, colocándose entre los dos hombres. Mala decisión. En el preciso
momento en que lo hacía, Prescott iniciaba su contraataque. El receptor de su golpe no fue la
persona esperada. Fue George.
—Papá —Elisabeth se precipitó hacia su padre, tumbado de espaldas en el suelo, con un
fortísimo golpe en la mandíbula—. Papá, ¿está bien?
Los gritos de espanto de los espectadores que observaban la escena desde el interior del
pabellón se sumaron a los de la joven. La distracción le dio a John una coyuntura estupenda para
salir corriendo, escabulléndose como el cobarde que era.
***
A pesar de los esfuerzos de la familia por hacer como si nada hubiera ocurrido, lo cierto era
que el peso de la disputa entre el heredero de una de las familias más influyentes del país y el
capitán del destacamento de Inverness —un hombre que, hasta ese mismo día, habían acogido en
todos los hogares de los alrededores como a un hombre insigne, uno de los estrategas que habían
colaborado en la victoria de Culloden—, los tenía a todos alterados. A partir de los desagradables
incidentes, la reunión se volvió rara, fría y apática. Los invitados miraban a James con
desconfianza, Anne no emitía palabra alguna, y las actividades organizadas para la tarde
perdieron interés entre el grupo. Elisabeth, trataba con todas sus fuerzas de entretener a unos y
otros; Leslie se alió con ella en su propósito, pero sus éxitos eran escasos, por no decir nulos.
También Caroline desplegó todo su encanto para mitigar en lo posible el pésimo estado de ánimo
general. Incluso el duque se mostró más abierto de lo que acostumbraba. James, el causante de
tal desastre, se retiró a sus aposentos, al considerar que su presencia no hacía más que complicar
la labor que estaban haciendo sus padres y su hermana. Los esfuerzos de todos fueron inútiles.
Al llegar la noche, con el ambiente más enrarecido que Elisabeth recordaba haber vivido,
instó a los convidados a retirarse a las habitaciones que había preparado para ellos, a fin de que
se cambiaran de ropa para la cena. El reverendo y su esposa aprovecharon la ocasión para
escusarse, alegando que la actividad del día había sido agotadora y al día siguiente él debía estar
despejado para recitar su homilía. Nadie se creyó el pretexto, por supuesto, pero ninguno se
atrevió a replicar.
Elisabeth, en su dormitorio, se lamentaba del fracaso de la reunión ante una Sally que asentía
en silencio mientras la ayudaba a ponerse su vestido. Era precioso, de un suave tono melocotón
con mangas abullonadas y bordados de pequeñas rosas en el bajo, pero en aquel momento a ella
le daba igual su apariencia. Por más que su doncella le asegurara que estaba encantadora y que el
peinado le afinaban todavía más sus bellas facciones, ella no era capaz de verlo. Sus
pensamientos se dividían entre la curiosidad por conocer los motivos de James para actuar de la
manera en que lo había hecho, la decepción por el fracaso de la fiesta que con tanto afán había
organizado y la seguridad de que entre los brazos de Neil podría olvidarlo todo ocurrido. Al
evocarlo, se le escapó un suspiro. ¡Si solo pudiera encontrarse con él! Estaba segura de que,
cuando le explicara lo acontecido, se alegraría. Si había alguien sobre la faz de la tierra que
aborreciera a Prescott, era él. Por desgracia, no tenía idea de cuándo volvería a verlo. Sin duda,
no esa noche.
CAPÍTULO 34

L a cena había logrado mejorar el ambiente creado durante el enfrentamiento de


su hermano con el capitán, aunque no lo suficiente. Las miradas furtivas que los
comensales le lanzaban de vez en cuando a James eran fieles recordatorios de que
nadie había olvidado el incidente. Fue después, cuando pasaron al salón y ella se sentó al piano,
que todos parecieron disfrutar de la velada al fin. Solo Anne parecía no disfrutar del momento;
su semblante serio daba fe de ello.
La tertulia se alargó hasta bien entrada la madrugada, entre juegos de cartas, charlas
animadas y recitales de piano, cosa que mitigó la sensación de fracaso de la joven. Fue el
agotamiento debido a los acontecimientos del día el que puso fin al encuentro. Aquellos que iban
a pernoctar en la casa, se retiraron a sus aposentos, mientras que el resto partió hacia sus hogares
asegurando que, a pesar de todo, la reunión había sido un éxito y que estaban encantados de
haber asistido. Algunos de ellos lo decían por pura amabilidad, otros sinceramente. Entre los que
dormirían esa noche en Stuart Castle estaban los Bruce. Leslie esperó a que sus padres se
retiraran a sus aposentos para hablar a solas con Elisabeth. Sin gente a su alrededor, esperaba
poder conversar con ella con sinceridad; tenía que comentarle algo no apto para oídos ajenos,
una sospecha que necesitaba esclarecer.
—¿Estás muy cansada, Elisabeth? —la tanteó en voz baja a los pies de la escalera.
—No tanto como para no poder charlar un rato contigo —respondió con una sonrisa. Con un
elegante movimiento, se cogió el bajo del vestido—. Ven, lo haremos en mi habitación.
Leslie le devolvió la sonrisa, repitió el movimiento de su amiga y juntas subieron al piso
superior. Elisabeth había dispuesto que la cámara de la joven Bruce estuviera junto a la suya,
intuyendo que algo semejante pudiera pasar.
Encontraron a Sally adormilada, con un hilillo de baba resbalando por la comisura de la boca,
acunando a un Pulgas también dormido. Al verla, ambas reprimieron una carcajada porque la
escena, cuanto menos, era divertida. Elisabeth se apiadó de su doncella y, con delicadeza le tocó
el hombro.
—Es tarde, Sally. —La sirvienta dio un respingo y se incorporó tan deprisa que a punto
estuvo de dejar caer al terrier—. Será mejor que te acuestes. Hoy no voy a necesitarte.
—Pero, señorita yo…
—Perdona que no te haya informado antes. —Se sintió mal por hacerla esperar hasta esas
horas—. He sido una desconsiderada.
—Nada de eso, señorita. Si quiere…
—No, de verdad, no hace falta. Entre Lady Bruce y yo nos apañaremos. —Se giró hacia su
amiga con una expresión dudosa—. No te importa, ¿verdad?
—En absoluto. De hecho, será un alivio. Mi doncella debe llevar horas en el séptimo sueño
—bromeó sentándose en el borde la cama. Apoyó las palmas sobre el cobertor y dio un par de
saltitos sobre él antes de decir—. Tienes un colchón muy cómodo, ¿lo sabías?
Elisabeth se tapó la boca para amortiguar el sonido de una carcajada. Meneó la cabeza sin
que la sonrisa se le esfumara y se dirigió de nuevo a Sally.
—Anda, ve a dormir. Ha sido un día muy largo para todos. —Levantó la mano al ver la
intención de Sally de rebatirle—. Ni una palabra más. —Extendió el brazo con el índice estirado
señalando la puerta—. A. La. Ca. Ma —ordenó con dulzura.
Sally no se resistió por más tiempo. Estaba derrotada después de haberse pasado el día entero
atendiendo a unos y otros, así que, haciendo una ligera reverencia, se fue, dejando a las dos
amigas en la intimidad.
—Y bien, tú dirás de qué querías hablarme —pidió Elisabeth sentándose junto a su amiga.
Parecían dos niñas pequeñas, allí con los pies colgando, meciéndolos adelante y atrás con las
cabezas unidas.
—Se trata más bien de una pregunta… que espero no te parezca indiscreta.
—Me estás intrigando. —Su ceño se frunció otorgándole un aspecto aún más aniñado.

—¿Puedo saber de dónde has sacado esa alianza? —Señaló con la cabeza la joya obra de su
hermano. Elisabeth, por puro instinto, se tapó el dedo con la mano opuesta—. No hace falta que
la escondas. Llevo fijándome en ella todo el día. Es llamativo que pudiendo lucir sortijas muy
valiosas te hayas inclinado por esta tan sencilla… —tragó saliva antes de proseguir— muy
parecida a una que me hizo Neil hace años y que guardo con mucho cariño. Es una lástima que
ya no me quepa, si no, ¿quién sabe? Igual las dos hubiéramos exhibido un anillo igual.
El corazón de Elisabeth emprendió una rápida carrera. No sabía qué inventarse; no sabía qué
podía o no decir; no sabía hasta dónde podía confiar en Leslie…
—Es un regalo —confesó con tiento poniéndose en pie.
—¿De quién? Si no es indiscreción. —Su voz dulce y comprensiva.

—Leslie, por favor —pidió apurada, cada vez más nerviosa y con los ojos húmedos.
—Sabes que puedes fiarte de mí —dijo incorporándose también y tomando las manos de su
amiga entre las suyas—. ¿Es de Neil? —No esperó a su respuesta—. Pero, ¿cómo diantres ha
acabado ese anillo en tu dedo? ¿Cómo has llegado a conocerlo? ¿Dónde está? —Su tono se
volvió más acuciante—. ¿Cómo está? Si puedes hablar con él, te ruego que le digas que tenga
mucho cuidado.
Elisabeth inclinó la cabeza en señal de afirmación, pero seguía sin poder emitir sonido
alguno. De repente, Leslie se la quedó mirando con más intensidad, entrecerrando los ojos y
dejándose caer otra vez sobre la cama.
—¿Por qué razón te regalaría mi hermano un anillo? No tiene sentido. ¿Me lo puedes aclarar,
por favor? —concluyó dando pequeños golpes sobre la superficie de la cama, invitándola a
sentarse a su lado.
Beth tragó en seco. Iba a arriesgarse. Iba a poner a Neil en riesgo —y de paso también su
propia existencia— confesándole a Leslie la verdad sobre la relación que mantenía con su
hermano. Confiaba en no equivocarse.
—Neil vive en el bosque desde hace años. Nos conocimos por casualidad y… —¿Cómo
explicarle lo que los unía? — nos hicimos amigos.
—Venga, no seas tímida, cuéntame más. Sé que hay más. Mi hermano no te habría… ¿y ese
perrito? —dijo de pronto señalando la figurilla que había tallado Neil para ella.
—Otro regalo de Neil —murmuró.
—¡Oh, venga ya! Aquí hay mucho más. —La empujó con el hombro con una sonrisa pícara
bailándole en los ojos.
Y Elisabeth se sinceró. Le contó cómo se habían desarrollado las cosas (guardándose para sí
las partes más íntimas) hasta convertirse en la esposa de su hermano… al menos en su corazón.
—¡Puff!, en menudo lío estáis metidos. —Su sencillez al hablar le provocó una sonrisa
afectuosa—. Lo cierto es que yo no veo como vais a solucionar este embrollo… cuñada —
concluyó con una carcajada.
—¡Calla! No me llames así o alguien podría oírte.
—No lo creo. No a estas horas. Después de lo que se ha bebido hoy, todos duermen a pierna
suelta.
—Supongo, sí… —volvió la cara preocupada hacia Leslie—. No hables con nadie sobre lo
que te he contado. La vida de Neil correría un gran riesgo si se llegara a saber que está por los
alrededores.
—No tienes ni que mencionarlo, Elisabeth —afirmó en tono serio frunciendo el ceño—. Es
mi hermano, lo quiero y conozco el peligro que conlleva que se conozca su paradero. Podéis
confiar en mí.
—Gracias —dijo afectada por la profundidad de las palabras de Leslie.
—¡Cambiando de tema! —exclamó de sopetón dando una palmada—. ¿Qué ha sido eso de tu
hermano y el capitán?
—Todavía no lo sé. Con el barullo de la fiesta no he tenido oportunidad de preguntarle.
—No parecían llevarse muy bien que digamos —bromeó alzando las cejas mientras se
estiraba sobre el colchón con un bostezo.
—Desde luego. —Se tumbó ella también—. No se comportaban como dos íntimos amigos.
—No como nosotras, sin duda —susurró con los ojos entrecerrados y voz cada vez más
pastosa.
Elisabeth, tan agotada como Leslie, tardó en responder.
—Sin duda.
A partir de ese instante, en el dormitorio solo se escuchó la cadencia de sus respiraciones. El
sueño había vencido la batalla.
***
El último carruaje se deslizaba por la gravilla. Elisabeth saludó con la mano mientras una
emoción mezcla de alivio y desazón la recorría. Sintió un escalofrío que nada tenía que ver con
la baja temperatura de aquella temprana hora. Se arrebujó en su chal de lana, en un vano intento
por deshacerse de la helada sensación. Muchas cosas habían ocurrido en veinticuatro horas.
Algunas difíciles de pasar por alto, como el comportamiento de su hermano, sin ir más lejos. El
vehículo era solo un punto en el horizonte cuando giró sobre sus talones y se encontró con los
cuatro miembros de su familia que, como ella, habían salido a despedir a los invitados. Las
muecas de seriedad en sus rostros presagiaban una disputa que no tardaría en darse.
—¿Se puede saber en qué diantre estabas pensando, mi descerebrado sobrino? —espetó
Anne señalando a James mientras la furia se escapaba por sus ojos—. ¿Cómo pudiste ponerme
en una situación tan comprometida? ¿Es así como se comporta el futuro duque de Marlborough?
Triste favor vas a hacerle al ducado, a tu nombre y a tu familia si tienes una actitud tan
inapropiada.
—Tía —medió Caroline tomándola del brazo—, este no es lugar de mantener esta
conversación.
—¡Que lo hubiera pensado antes tu hijo! —exclamó desasiéndose de su agarre.
—Vamos dentro, tía —pidió Elisabeth compungida—. Mi madre tiene razón. Lo mejor será
entrar y tratar el tema con calma.
—Tú deberías estar tanto o más enfadada que yo —replicó la anciana, haciéndole caso de
todas formas y entrando en su hogar.
Se dirigieron en un tenso silencio a la salita que solía usar la familia, más íntima y acogedora
que las utilizadas el día anterior. Una vez allí, tanto los duques como Anne tomaron asiento.
James prefirió mantenerse en pie.
—Iré a ordenar que nos preparen un té —anunció Elisabeth quien sentía las mismas ganas de
salir huyendo como de permanecer allí y enterarse de una vez por todas qué motivos habían
llevado a su hermano a tratar al capitán de aquella manera.
No discutieron su propuesta; el tema a aclarar bien valía que se templaran los ánimos y una
infusión sería una manera perfecta de hacerlo. Nada más salir, se topó con Molly de camino a la
lavandería, acarreando un hatillo de ropa de cama.
—Por favor, Molly, ¿podrías pedir en cocina que nos preparen una tetera?
—Por supuesto, señorita.
—Pide que nos traigan también algunas galletas de esas tan deliciosas que prepara la
cocinera. —Cualquier cosa que postergara volver a la sala, en ese momento le parecía perfecta.

—Como ordene. —Molly se alejó unos metros para ir a cumplir el recado, pero, de pronto, se
paró y volvió sobre sus pasos—. Vaya con mucho cuidado, señorita.
—¿Qué quieres decir? —Su ceño fruncido y las manos abiertas hacia arriba.
—El capitán no va a dejar las cosas como están.
Elisabeth hizo un gesto de entendimiento y musitó un gracias. Se quedó allí con la mirada
fija en la espalda de la doncella, convencida de la verdad que encerraba su afirmación. Cuando la
perdió de vista, regresó junto a su familia, con cada una de las palabras de Molly golpeándole el
cerebro.
CAPÍTULO 35

S us familiares estaban en la misma posición que tenían cuando abandonó la sala


minutos antes. La tensión era una más del grupo. La crispación que se apreciaba en
el rostro de su tía era exactamente la misma que en los otros tres semblantes, aunque
Elisabeth podía notar las diferencias. Mientras el de su madre reflejaba preocupación, en el de su
hermano había determinación. El duque, como líder del grupo se mostraba falsamente calmo.
—Bien, hijo, estamos esperando que nos aclares lo ocurrido ayer con el capitán. —Fue
George quien rompió el silencio.

—Sí eso estaría bien —intervino Anne airada. Su espalda recta y su barbilla alzada daban
una clara señal de su enfado.
James repartió la mirada por los presentes, hinchó los pulmones hasta que no le quedó ni un
resquicio libre y lo fue soltando muy lentamente hasta vaciar el aire por completo, en un claro
intento de mantener la calma y encontrar la forma adecuada de expresarse. Inhaló de nuevo
cuadrando los hombros, se llevó una mano a la cabeza…
—James, hijo, nos vas a matar —clamó Caroline—. Empieza de una vez.
Unos golpes en la puerta lo salvaron momentáneamente. Monroe, tan erguido como de
costumbre, dio paso al refrigerio que portaba una sirvienta, no mayor de quince años, en una
bandeja. La dejó sobre la mesita y se dispuso a servirlo.
—Ya lo haremos nosotros, Rose —indicó Elisabeth regalándole una sonrisa a la muchacha.
Con una reverencia por parte de la criada y una inclinación de cabeza del mayordomo,
desaparecieron de la estancia dejándolos solos de nuevo.
—¿Y bien? —exigió Lady Anne dando golpecitos en el suelo con un pie—. ¿A qué esperas
para justificar tu comportamiento de una maldita vez?
—Oh, tía, no es mi comportamiento el que debería juzgar, si no el de ese indeseable que
metió en su casa y trató como a un caballero. —Balanceó la cabeza con gesto indignado—. Ya
me ha contado mi padre la clase de amistad que los unía —Anne palideció ante la posibilidad de
que sus sobrinos hubieran adivinado en realidad su relación con John—. No me extraña, por otra
parte. Ese… tipo —soltó con asco— es despreciable.
—¡Era mi invitado! —Replicó la anciana enfurecida—. ¡Esta es mi casa! Tú no tenías
derecho a tratarlo como lo hiciste, ni a avergonzarme delante de mis vecinos. Yo…no sé cómo
voy a poder mirarlos a la cara cuando me los encuentre de nuevo. ¡Y todo por tu culpa! Eres la
vergüenza de la familia, eres…
—¡Basta! —Cortó la diatriba el duque dando un puñetazo sobre la mesita, lo que provocó un
tintineo de tazas vacías—. Está hablando con el heredero de Marlborough. Mantendremos todos
la calma hasta conocer los hechos que lo llevaron a la explosión de cólera que exhibió ayer. Y tú,
hijo —dijo incorporándose y caminando hacia James—, no te demores más. Ha llegado el
momento de tu confesión.

—Está bien. Ahí va. No me extenderé con detalles que pueden ser ofensivos para los oídos
femeninos —afirmó frotando las manos a lo largo de los muslos—. Usted, tía, tal vez desconozca
la amistad que me unía a Lord Thomas Forest, no así mis padres y mi hermana, quienes
disfrutaron en multitud de ocasiones de su compañía. Él era… mi mejor amigo.
—¿Era? —Se extrañó Anne abriendo de forma desmesurada los ojos—. ¿No querrás decir
es?
—No tía. He dicho era —Le ofreció una mirada de pesar—. Tom… ya no está entre nosotros
y el culpable de que así sea es su querido capitán Prescott —observó los rostros de asombro.
Tampoco sus padres conocían ese dato dado que él nunca se lo había revelado a nadie.
—Continúa, por favor —pidió su madre que, por puro nerviosismo, tomó un dulce de la
bandeja y se lo llevó a la boca.
—Tom tenía una hermana tres años menor, Emma, una joven prometedora, amable, dulce y
hermosa, que era el orgullo de sus padres y de mi amigo. En 1747, un año después de la victoria
en Culloden, apareció en Londres un recién ascendido capitán que venía precedido de fama y
consideración entre el ejército de su majestad. Los salones se abrieron para él y pronto se
convirtió en el centro de atención de muchas señoritas de buena familia, incluida Emma. Por
supuesto, Prescott se dejaba agasajar por sus atenciones mientras estudiaba cual de aquellas
damas era la más idónea para ascender en el escalafón social. Su interés se centró en la hermana
de Thomas; era la más moldeable, la más ingenua y, por qué no mencionarlo, la que pertenecía a
una de las familias más acaudaladas. —Su mirada se desvió hacia Elisabeth y sonrió sin alegría
—. Por fortuna tú todavía no habías sido presentada en sociedad y no estuviste en su punto de
mira. —Resopló al tiempo que cambiaba el peso de su cuerpo de un pie al otro—. Más tarde
supimos que, durante el tiempo que empleó en el flirteo obtuvo una pequeña fortuna gracias a los
regalos y préstamos que consiguió de manos de la señorita Forest.
Anne tragó con dificultad el sorbo de infusión que acababa de ingerir. Aquello le recordaba
mucho a lo que había ocurrido entre ella y el capitán. Elisabeth la miró con una ceja alzada,
dándole a entender en silencio que ya se lo había advertido.
—¿Qué ocurrió después? —Quiso saber el duque.
—Oh, después. —Se revolvió el pelo con los ojos cerrados y semblante entristecido—. El
capitán se cansó de tanto coqueteo sin resultados. Lo que él buscaba con su galantería no se
limitaba a una mísera cantidad de dinero o regalos sin importancia. Lo que pretendía Prescott en
realidad era casarse con Emma, emparentar con los Forest y tener la vida regalada que sabía que
conseguiría gracias a la dote que recibiría Emma al desposarse.

La impresión de lo escuchado arrancó un suspiro afligido de la duquesa, quién se llevó la


mano a la boca de pura estupefacción. Intuía lo que su hijo iba a desvelar a continuación.
—Pero eso es… —murmuró Elisabeth, recordando su propia experiencia de meses atrás.
—El capitán, que me perdonen las señoras por la crudeza de mis palabras, sedujo a Emma en
un intento de precipitar las cosas. Lo que ignoraba Prescott era que Lord Forest, el padre de mi
amigo, atento al acercamiento que su pequeña tenía con aquel… individuo, había hecho
averiguaciones sobre él. Averiguaciones que habían dado como resultado una amplia lista de sus
funestas actividades, tanto en Londres, como aquí, en Escocia. Por descontado, Lord Forest no
estaba dispuesto a meter a un granuja de tal envergadura en su familia, así que le prohibió a
Emma volver a verlo y a él lo echó de su casa. Pero el capitán no se iba a dar por vencido con
tanta facilidad, así que utilizó el arma que tenía escondida y le confesó que había arruinado a su
querida hija y que, si no quería que el escándalo le explotara en la cara, la casaría con él. Sin
embargo, el padre de la muchacha se mostró inflexible. Nadie había sido testigo de su canallada
y sería la palabra de un advenedizo contra la de un prohombre conocido por sus méritos y su
intachable comportamiento —Tomó aire y negó con la cabeza, apesadumbrado—. Con lo que no
contaba Lord Forest fue con que Emma se había enamorado del capitán como una tonta y, sin
tener en cuenta la oposición de su familia, se reunió una vez más con Prescott —bajó la vista a la
punta de sus zapatos, con los hombros hundidos—. El capitán sabía que el padre de la joven
jamás le daría su consentimiento, se lo había dejado claro en la conversación nada amistosa que
habían mantenido. Entonces hizo lo que acostumbraba a hacerles a las mujeres con las que se…
—miró a sus parientes femeninas incómodo— acostaba. Cuando la pobre Emma logró regresar a
casa… Solo diré que, según supe tiempo más tarde, sus heridas tardaron meses en curar, algunas,
incluso, quedaron como recordatorio en forma de cicatrices.
Las exclamaciones escandalizadas de las damas rivalizaron con el bramido colérico del
duque. James esperó a que interiorizaran lo escuchado antes de proseguir:

—Por aquel entonces yo apenas veía a Tom, dedicado como estaba en conocer los entresijos
de nuestros negocios. Esa fue la razón de que no me enterara de lo sucedido hasta que Thomas se
presentó en mi despacho rogándome que fuera su padrino en el duelo al que había retado al
capitán. Pensé en ti al instante —dijo señalando a su hermana con el mentón— y entendí a la
perfección la reacción de Tom, por más que mi obligación de amigo era tratar de quitarle esa
idea de la cabeza.
El silencio expectante que dominaba la sala se rompió cuando el cabeza de familia hizo un
acertado comentario:

—Hiciste bien. Los duelos están perseguidos por la ley… aunque, debo reconocer que yo
hubiera reaccionado de igual manera que Tom.
—¿Cómo acabó aquella locura? —musitó Lady Anne, que para ese momento estaba ya
mortificada por el hecho de que capitán había utilizado la misma táctica con ella. El único alivio
que le quedaba era pensar que también ella había sacado partido de su amistad al obligarlo a él,
un hombre joven y vigoroso, a que se postrara ante sus piernas abiertas.
—¿Que cómo acabó? —Chasqueó la lengua, asqueado—. Como era de esperar, el capitán era
mucha más diestro con la pistola que mi amigo. —Sus ojos miraron hacia arriba, como si
evocara las imágenes que vivió aquel amanecer—. Los disparos sonaron a la vez, creando una
nube de humo en el lugar donde se habían producido. Recuerdo que miré con angustia el lugar
que ocupaba Tom, esperando… deseando encontrarlo en la misma postura gallarda y erguida que
antes de disparar. Pero no. Su cuerpo yacía sobre la hierba de High Park, con un boquete
sangrante en mitad del esternón. —Su rostro había adquirido una expresión taciturna durante su
narración—. Me arrodillé a su lado y le cogí la mano sin saber cómo actuar ante una desgracia
semejante. Él hizo un amago de sonrisa y musitó: «Dile a Emma que la quiero». Un segundo
después estaba muerto.
Un nuevo murmullo de estupefacción hizo que saliera del trance en el que parecía haber
caído.
—¡Oh, querido! —La duquesa se puso en pie y se acercó a su hijo para consolarlo—. Debió
de ser muy duro que tu mejor amigo muriera en tus brazos.
—Sí. Lo fue. —Cerró los párpados un segundo. Al abrirlos de nuevo un brillo indignado
fulgía en ellos—. Lo hubiera dejado pasar, por más que me pesara, juro que hubiera permitido
que ese malnacido se fuera como si nada…Al fin y al cabo, por mucha justificación que tuviera,
Tom se había puesto a sí mismo en peligro a sabiendas de que lo hacía. Pero ese… hijo sin padre
tuvo la osadía de aproximarse, con ese aire de suficiencia que presentí en él desde el primer
instante en que lo vi, y allí de pie junto a nosotros, escupió con asco sobre el cadáver de mi mejor
amigo. La ira me cegó. Miré mis manos manchadas con la sangre de Tom y todo se volvió de
color rojo. Me alcé de un salto para ponerme a su altura, y una vez frente a él, dejé que mis
puños hablaran por mí. No fui capaz de parar hasta que cayó al suelo hecho un guiñapo. E
incluso entonces, tuve el deseo de acabar con su vida. —Tomó aire en un intento por borrar las
terribles imágenes que se repetían en su mente como si acabaran de suceder—. Le permití vivir
bajo la promesa de que jamás volvería a poner un pie en Londres ni se codearía con nadie del
entorno de Tom o del mío propio, so pena de acabar con él. Más tarde recordé que no le había
dado mi nombre.
«Permití que volviera a Escocia, donde, por extraño que me pareciera, su destreza en el
campo de batalla le había labrado una buena reputación. A partir de ese instante, traté de borrarlo
de mi memoria, por más que la ausencia de mi amigo me recordara su existencia más a menudo
de lo que hubiera deseado».
El duque posó una mano sobre el hombro de su hijo, compartiendo con él su indignación y el
sentimiento de que, de haberse tratado de Elisabeth, ambos hubieran actuado de igual manera.
—¿Qué fue de Emma? —preguntó la joven en voz baja. Recordaba vagamente haberla visto
años atrás, pero, a diferencia de los hermanos de ambas, ellas nunca habían sido amigas debido a
la diferencia de edad que las separaba.
—Me ofrecí a casarme con ella —confesó. La mirada expectante puesta en sus progenitores
—. Lord Forest ni siquiera quiso tenerlo en consideración. Tras meses de recuperación, se
anunció su boda con un familiar lejano, un clérigo recién ordenado al que otorgaron la parroquia
de la mansión que poseían en el campo, cerca de Chelmsford. Lo último que supe de ella era que
tenía una vida tranquila y medianamente feliz. Su marido es un buen hombre que la quiere, la
cuida con esmero y le ha dado un hijo que la colma de alegría.
—Me alegro por ella, James. Mucho —aseguró Caroline mirando de reojo a su hija. Como el
resto, se le encogía el corazón pensando que aquella historia hubiese sido la de Elisabeth.
—Entenderá ahora, tía —llamó la atención de Anne dando un paso hacia ella—, el porqué de
mi reacción. En cuanto vi a esa sabandija en mi casa, junto a mi familia, cerca de mi hermana…
todo volvió a mí como un vendaval y no pude contenerme.
Lady Russell no tuvo más remedio que bajar la mirada a la taza que mantenía en sus manos y
asentir con la cabeza.
CAPÍTULO 36

A la desordenada respiración de James se le unieron las de sus cuatro


acompañantes. La narración de los hechos ocurridos años atrás los había alterado
de forma irremediable, cada uno sumido en sus propias cavilaciones. Las tazas,
casi sin tocar, contenían la infusión ya fría con que las habían llenado. Anne fue la primera en
romper aquel momento de reflexión.
—Estoy cansada —adujo visiblemente afectada por cuanto había escuchado—. Me retiro a
mi habitación, si no hay inconveniente.

—Adelante, tía —la animó Caroline agitando la cabeza—. Me parece que yo voy a hacer lo
mismo.
Uno tras otro, salieron de la estancia y se distribuyeron por sus alcobas. La historia que les
había relatado el heredero los había afectado a los cuatro, aunque de maneras diferentes. Cada
uno la había recibido bajo el prisma de su propia experiencia. Mientras que el duque se
cuestionaba cómo habría reaccionado él si ciertamente se hubiera encontrado en esa tesitura,
Caroline no podía dejar de compadecerse de la joven y confiada Emma.
Anne por su parte, era presa de un desasosiego que la sacudía de ira y vergüenza; se repetía
como en una letanía que debería haber sido más cauta, sacarle más partido a las dádivas con que
había obsequiado a aquel mal hombre… y, sin embargo, muy a su pesar, seguía sintiendo una
profunda atracción por su persona, por más insensato que le pareciera en aquellos instantes.
Elisabeth accedió a su habitación con la seguridad de encontrarla vacía. Necesitaba un
tiempo a solas para recomponer en su cabeza el puzle de sentimientos encontrados que le había
creado la crónica de James. Para su sorpresa, Molly estaba allí fingiendo limpiar el polvo de los
muebles.
—¿Qué haces aquí, Molly? —Inquirió con un tono más duro del que pretendía.
—Estoy quitando el polvo —argumentó la doncella enseñándole el plumero que portaba en
la mano.
—No hace falta que inventes excusas que sé que son falsas. Antes de la fiesta de ayer se
asearon todas las dependencias de la casa, así que ya puedes estar diciéndome qué haces en mi
cuarto.
Con la mano libre, la muchacha aferró el plumaje del utensilio que agarraba con la otra,
como si de un escudo se tratara.
—Verá señorita yo…
—Habla de una vez, me estás poniendo nerviosa. —El timbre de su voz reafirmó sus
palabras.
Elisabeth tomó a Pulgas entre sus brazos y comenzó a pasarle la mano por la pequeña y
blanca cabeza; era una actividad que solía calmarla y en ese instante necesitaba sosegarse tanto
como el aire que respiraba. Se volvió hacia Molly que seguía aferrada al plumero, con la vista
baja y claramente alterada.
—¿Y bien? —insistió Elisabeth acelerando el movimiento de sus manos sobre la cabeza de
su mascota.
—No se tome a broma las palabras que le dije antes, se lo ruego —soltó de manera
atropellada, dando un paso adelante—. No me fío de ese hombre. He oído cosas sobre él en el
pueblo que ponen la piel de gallina, señorita. Los criados no hablan de nada más que de la
disputa que mantuvo su hermano de usted con el capitán y tengo el presentimiento aquí —
aseguró llevándose los puños cerrados aferrando el plumero al pecho— que se lo hará pagar a
quien crea más débil, y esa, si me permite recordárselo…
—… Soy yo.
—Por desgracia, sí.
—Gracias por tu consejo, Molly, lo tendré en cuenta. —Le dedicó una sonrisa cariñosa y
agradecida—. Ahora, si no te importa, me gustaría estar a solas un rato.
—Por supuesto Milady. Perdóneme por haber irrumpido en su habitación.
—Sé que lo has hecho por una buena causa, no te apures. Te reitero mi agradecimiento.
Molly se inclinó como despedida antes de traspasar la puerta y dejarla sola.
Molly acababa de darle una pieza nueva para su rompecabezas particular: el estado de alerta.
Elisabeth hizo examen de sus emociones vividas a partir de la revelación de James… y de
muchas más. Sentía un deseo acuciante por salir con su yegua y buscar a Neil. Necesitaba
cobijarse entre sus brazos, besar sus labios, escuchar sus palabras de amor… casi tanto como
ansiaba explicarle todo lo ocurrido desde que no se veían, incluida la advertencia de la doncella.
Pero dado el ambiente sombrío que sobrevolaba la mansión, con chismes corriendo como la
pólvora y el ánimo de la familia sublevado, llevar a cabo su anhelo era del todo imposible. ¡Si
solo pudiera escabullirse esa noche y reunirse con él! No le cabía duda de que Neil acudiría a la
cita, aun a riesgo de que ella no pudiera acudir a su encuentro. Saberlo próximo a ella en unas
horas, le aplacó ligeramente el estado de agitación que la carcomía. Tenerlo cerca, aunque no
pudiera tocarlo, era en sí mismo reconfortante. Su amor rompía distancias, las aniquilaba y el
solo hecho de ser consciente de la existencia del otro era solaz suficiente para sus corazones.
***
Seguía sintiendo una punzada de alerta en cada fibra de su ser. El resquemor latente contra sí
mismo por haber incumplido su anhelo de acercarse hasta la mansión la noche anterior y
comprobar si Beth estaba bien lo estaba matando. No le quedaba otra que esperar a que reinara la
oscuridad para remediarlo. Se frotó las manos con energía después de expeler su aliento sobre
ellas. El invierno se acercaba inexorable; pronto la lluvia sería substituida por la nieve y lo
obligaría a buscar otro refugio, uno que lo guareciera de las inclemencias climáticas que se
aproximaban. El que habitaba en ese momento lo protegía del viento e incluso de la lluvia, pero
la nieve era otra cosa. Los años anteriores había recurrido a la generosidad de Mac, sin embargo,
se resistía a repetirlo en esa ocasión. Despedirse de su cueva no era opción, porque hacerlo
representaba decirle adiós a Beth también. Si se apartaba de ella durante los meses invernales era
muy probable que no volviera a verla más… y su corazón no lo resistiría tal cosa. Se había
estado engañando todo ese tiempo al creer que, llegado el momento, sería capaz de dejarla ir.
Alzó la vista al cielo cubierto de nubes esponjosas que amenazaban con hacer realidad sus
peores premoniciones. Dispuesto a ir a comprobar el estado de las trampas que pusiera la jornada
anterior, se anudó sobre los hombros la frazada que les servía de cobijo a Beth y a él. Cerró los
ojos con fuerza por la conmoción que lo sacudió. Abrazado al calor que desprendía, rodeado del
aroma a la piel de su amada, notó cómo la desesperación se hacía fuerte en su alma. Estaba
perdido irremediablemente desde que la vislumbró por primera vez a través de su escondite
boscoso aquella tarde lluviosa no tan lejana, y pensar que iba a perder a Beth sin tener armas
para remediarlo lo mataba por dentro.
***
Esa familia se creía intocable. Él les demostraría que no era así. Cuando acabara con ellos se
arrepentirían de haberse interpuesto en su camino.
Se llevó la mano al mentón, donde un feo cardenal se mostraba insolente, y achinó los ojos
por la punzada de dolor que le produjo su propio roce. Con cuidado, porque el más mínimo
movimiento le aguijoneaba el cuerpo, se aproximó al espejo de cuerpo entero que colgaba de una
de las paredes de su cuarto y se levantó la camisa. Comprobó que a los hematomas del rostro
tenía que sumarles unos cuantos más en el torso. Con gesto constreñido, se preguntó si el
desgraciado de Spencer no le habría quebrado alguna costilla. Por fortuna, aquello pasaría y él
podría poner en práctica su venganza. La insolente jovencita de la familia parecía ser el ojito
derecho de todos sus miembros. Mejor para él. Ella era, con diferencia, la más vulnerable, la más
confiada; su presa más fácil. Tenía claro que no podía demorarse demasiado en llevar a cabo su
revancha porque tanto el duque como su hijo no tardarían en hablar con sus superiores. Mas, de
momento, tendría que conformarse con aguardar a que se repusiera su cuerpo. Y mientras lo
hacía, se prometió a sí mismo que su mente no dejaría de maquinar la manera más cruel de
desquitarse de aquellos desgraciados.
***
Tal como había temido, escaparse de la vigilancia familiar para salir a montar había sido una
tarea imposible. Puso sus esperanzas en esa madrugada. Tal vez, si se retiraban temprano… si el
servicio de la casa caía rendido después de un día agotador de trabajo… si su padre y su hermano
no repetían su costumbre de charlar hasta la madrugada…Demasiados inconvenientes para llevar
a la práctica su imperiosa necesidad de reunirse con Neil. De todas formas, no quería perder
definitivamente la esperanza; tal vez, si se daban las condiciones propicias, pudiera tener la
posibilidad de aunar dos de las cosas que más la hacían disfrutar: salir a pasear con Preciosa y
encontrarse con el hombre que amaba.
Se retiró temprano, aduciendo un dolor de cabeza que no era del todo falso. Con la misma
excusa, instó a Sally a apresurarse en ayudarla a desvestirse. La doncella, quien gustaba de
conversar con su ama durante esa tarea, se mantuvo en silencio esa noche, consciente de que
Elisabeth necesitaba refugiarse en su soledad. En cuanto la puerta se cerró tras la criada, Beth se
abalanzó a los ventanales y apartó las cortinas que los cubrían. Palmatoria en mano comenzó a
describir figuras hacia la oscuridad, segura de que él entendería que se trataba de una señal y se
dejaría ver. Solo un rápido parpadeo de luz apareció en la noche, suficiente para que su corazón
latiera con fuerza y su fervor por salir volando hacia él se intensificara. Como ya hiciera en otra
ocasión, su mano libre cayó sobre su pecho, para viajar después a sus labios. Como respuesta
atisbó un débil destello, una muestra nimia, y a la vez trascendental, suficiente para colmar su
alma. Con ese pequeño detalle, Neil le demostraba una vez más que su unión era indestructible,
por muchas trabas que se les presentaran. Ojalá la vida consintiera en que ese vínculo que ataba
sus corazones no se rompiera jamás.
Exhaló un suspiro afligido mientras decía adiós con la mano. Abatida, se dio la vuelta con el
anhelo de sentir el calor del cuerpo amado calentando el suyo, algo que era del todo imposible.
En ese instante, Pulgas levantó la cabeza y la miró como si entendiera el talante en que se
encontraba; a veces, su amiguito daba la sensación de percibir mejor que muchas personas el
estado de ánimo que la consumía. Aquella era una de esas veces. Lo tomó con cariño y lo
estrechó contra su pecho. Desde el incidente no había vuelto a acostarlo con ella por temor a
dañarlo con movimientos involuntarios mientras dormía. Sin embargo, la salud del terrier había
mejorado de forma notoria y ella, esa noche, necesitaba su compañía. Alargó los brazos para
mirar su carita y sonrió antes de volver a acercarlo para depositar un beso sobre su cabeza.
—Hoy dormirás conmigo, mi querido amigo.

Un enérgico movimiento de cola, le hizo notar que Pulgas estaba de acuerdo con su

propuesta.
CAPÍTULO 37

E lisabeth tuvo que aguardar cuatro largos días para hacer realidad su deseo de
salir con Preciosa y reunirse por fin con Neil; las señales que se hacían en la
oscuridad de la noche eran insuficientes y su cuerpo ansiaba el calor del de su
marido tanto como respirar. La culpable de su espera había resultado ser una frágil nevada que
cubrió el suelo de un delicado manto blanco del que apenas sobresalían algunas briznas de
hierba. Pero la nieve no fue la única responsable de la demora. Anne sufrió una pequeña
indisposición, tal vez motivada por la desazón que le produjo conocer el auténtico fondo de John.
En consecuencia, Elisabeth tuvo que encargarse de las obligaciones habituales de su tía, además
de las suyas propias. Al cuarto día, Anne despertó suficientemente recuperada como para que se
diera la coyuntura de escabullirse a las cuadras. Esa tarde, sus padres habían acudido a tomar el
té a casa del reverendo y su esposa. Si bien no les apetecía especialmente la invitación, el
protocolo los obligaba a no rechazarla. James acompañó a sus padres con la intención de
averiguar quién era el superior directo del capitán y concertar una cita con él; no quería retrasar
más ponerlo en antecedentes. Había tenido que esperar debido a la enfermedad de su tía, sin
embargo, ahora que la anciana estaba mejorando, había llegado el momento de acabar con
aquella sabandija.
Sin ningún obstáculo a la vista, la joven corrió a su dormitorio y tiró de la campanilla para
llamar a Sally. La muchacha se presentó en seguida.
—Voy a salir a cabalgar —anunció en cuanto apareció la doncella—. Prepara mi traje, por
favor.
—Por supuesto, señorita —dijo de inmediato a la vez que comenzaba a revolver en el
armario hasta encontrar la falda de montar. A través del espejo frente al que se sentaba, Elisabeth
observó cómo la chica movía las perchas de un lado a otro de forma apresurada cómo si buscara
algo. Por fin la miró cohibida—. Perdóneme, señorita. Acabo de recordar que dejé la chaqueta en
la lavandería —confesó disgustada consigo misma por su descuido.
—Ve, pero no tardes, por favor —urgió con voz firme. No tenía tiempo que perder; cada
minuto que permanecía en la casa era un minuto que no pasaba con Neil.
Sally salió tras una inclinación de cabeza. No había pasado más que un instante cuando unos
delicados toques en la puerta llamaron su atención. Extrañada por la rapidez con que se había
movido su doncella, le dio paso con un escueto adelante.
Para su sorpresa, el que emergió por el hueco no fue el rostro de Sally sino el de Molly, quien
se adentró en la alcoba con paso raudo, cerrando tras de sí. Ni siquiera saludó, tal como debería
haber hecho. Al contrario, se acercó con paso nervioso hasta Elisabeth y cogió sus manos con
apremio.
—No salga, señorita. No es seguro.
—Pero ¿qué dices, mujer? —Su sorpresa no le impidió desprenderse del agarre de la
escocesa. ¿Cómo había descubierto que pensaba cabalgar?

—Por favor, se lo suplico. Es demasiado peligroso.


—¿De qué hablas?
—He oído decir que el capitán está bastante repuesto ya de sus golpes y heridas. Lo han visto
en el patio de entrenamiento dando instrucciones a la soldadesca.
—¿Quién te ha informado? —Un hilo de alarma se filtró en su determinación, no tan recio
como para hacerla cambiar de parecer, pero sí para ponerla en guardia.
—Tengo una amiga que suministra de víveres al regimiento. Ella me informa de los
movimientos de las tropas y de los chismes que consigue escuchar.
—Gracias por tu advertencia, Molly, te lo agradezco. —Le sonrió con dulzura—. Sin
embargo, no estoy muy segura de que el capitán pueda hacer algo más que dar órdenes después
de la paliza que le propinó mi hermano. No se aventurará más allá de los muros del fuerte, estoy
segura.
—Señorita… —Sus cejas constreñidas, su voz suplicante, sus gestos nerviosos delataban su
preocupación.
—No temas, iré con cuidado. —Sonrió tanto para tranquilizar a Molly como para acallar su
propia turbación.
—¿Me lo promete?
—Claro. —Le palmeó el brazo—. Y ahora ve, no quiero que tengas problemas con la señora
Benning si advierte que no estás en tu puesto.
Sin ninguna convicción, Molly le hizo caso. En su marcha de andares lentos y pesados se
destilaba la tremenda preocupación que se llevaba consigo.
***
Preciosa la recibió con un relincho. Después, se acercó al cercado de su establo y sacó la
testuz, ansiosa por recibir una caricia. Elisabeth había tenido la precaución de pasar por la cocina
y recoger un par de manzanas antes de acercarse hasta allí. Le ofreció una a la jaca, que la tomó
de su mano con suma suavidad, antes de llamar al mozo y pedirle que la ensillara. Sobre su traje
de monta se había puesto un abrigo largo azul oscuro porque la temperatura de la tarde
aconsejaba no olvidarse de él. Se encaramó a la grupa y abandonó las instalaciones con paso
calmo; una vez en el exterior, aceleró hasta alcanzar un galope vivo y sin rumbo fijo, pero
esperanzado. Tenía la certeza de que no tardaría en dar con Neil.
***
Neil recorrió las inmediaciones de su guarida en busca de las presas que hubieran podido
caer en alguna de sus trampas. Las tenía diseminadas por todo el bosque aun a riesgo de que
fueran descubiertas. La caza furtiva era un delito mayor, aunque una nimiedad en comparación a
ser un fugitivo; por uno podían azotarte, por el otro, quitarte la vida. Al no encontrar ninguna
pieza en los cepos que tenía más cerca, se le planteó un dilema: ¿se aventuraba a comprobar las
trampas más alejadas o le hacía caso a la sensación de alarma que llevaba días repicando en el
fondo de sus entrañas? Decidió arriesgarse. Gracias a la habilidad de ver sin ser visto que había
desarrollado a lo largo de los años, se había enterado de la trifulca entre el joven Spencer y
Prescott, en la que éste último había tenido las de perder. Con él fuera de juego y Beth bien
custodiada por su familia tomó la determinación de desoír los avisos de peligro que zumbaban en
su corazón. Cargado de su machete, el primitivo arco que había hecho con sus propias manos, y
un puñado de flechas, se dirigió a la parte más recóndita del bosque, confiando haber tenido más
fortuna en la caza; sus provisiones eran cada vez más escasas y la amenaza de nieve no iba a
mejorar esa situación si la suerte no lo sonreía.
***
El mayor Williams no pudo atender a James hasta pasada una hora de su llegada al fuerte. El
joven Spencer aguardó en una salita anexa al despacho de Williams saboreando uno de los
mejores whiskeys que hubiera tastado jamás; un privilegio nada sorprendente dado que estaba en
la tierra que producía desde tiempo inmemorial ese licor seco y aromático que ahora tenía en las
manos.
Los cuchicheos y habladurías no tardaron en extenderse por el cuartel. Tener a un heredero
ducal entre sus paredes era algo digno de mención, sobre todo en los tiempos que corrían en los
que la monotonía y la falta de actividad sembraban de apatía el ánimo de los soldados.
—¿Se puede saber qué diantre estáis haciendo? —bramó Prescott a un puñado de soldados
que se iban pasando de unos a otros la información sobre la noble visita.
—Nada, mi capitán —contestó el más atrevido, aunque le flaqueó la voz al hacerlo. Prescott
no necesitaba mucha provocación para sacar a relucir su furia.
John, todavía convaleciente pero decidido a que nadie se percatara de su debilidad, se acercó
al soldado con paso firme, intentando ocultar el dolor que eso le producía.
—¿Quieres sentir en tu espalda el castigo por mentirme? —bisbiseó con los dientes apretados
aproximándose hasta quedarse a unas pulgadas del rostro del atemorizado joven.
—No, mi señor —contestó cuadrando los hombros tal como exigía el reglamento.
—Muy bien, pues contesta, ¿qué estabais murmurando cuando se suponía que tenías que
estar atentos al entrenamiento?
—Señor, el Mayor ha recibido la visita de un caballero, señor —respondió el muchacho con
tono marcial y los ojos fijos en el horizonte para no tener que soportar el peso de la fría mirada
de Prescott.
Procurando que su semblante no mostrara la alteración que le había producido aquella
noticia, volvió a dirigirse al cadete:
—¿Se sabe de quién se trata?
—Señor, lo único que sé es que se ha presentado como el hijo de un duque, pero nadie ha
logrado escuchar el apellido que ha dado, señor —informó un poco más envalentonado.
—Está bien, —con lord Spencer allí, el tiempo se le acababa. Tenía que poner en práctica su
plan en ese preciso momento—. Alférez —llamó a su subordinado que estaba instruyendo a un
par de cadetes, apenas unos chiquillos, en el uso de la espada—, deje lo que esté haciendo y
hágase cargo del entrenamiento.
No se paró a averiguar si se cumplía su orden. En cuanto salió de su boca, se alejó en busca
de su caballo a toda la velocidad que su magullado cuerpo le permitía.
***
Molly estaba inquieta y sin poder concentrarse en sus labores. La señorita había sido una
temeraria saliendo a cabalgar sola. No sabía qué hacer ni a quién recurrir. Sin los duques ni su
hijo en la mansión, solo le quedaba Lady Russell, pero ella de poca ayuda iba a servir. No podía
hablar con nadie del servicio sin defraudar la confianza de Lady Elisabeth o sin poner en peligro
a su amado, que ella sospechaba sería un furtivo, probablemente un superviviente de la batalla de
Culloden. Había oído decir que algunos que habían logrado sobrevivir a aquella masacre, pero
los hacía a todos lejos de aquellas tierras, a buen resguardo. Al parecer, por lo menos uno había
permanecido escondido por las inmediaciones durante más de cinco años. Y la fatalidad había
decidido poner, precisamente a ese hombre, en el camino de su señorita. Si eso no era suficiente
motivo de riesgo, ahora había que sumarle la amenaza que suponía el capitán. Según su amiga,
que tonteaba con uno de los soldados del fuerte, en la soledad de su cuarto, cuando creía que
nadie lo oía, el capitán se dedicaba a maldecir a los miembros de la familia Spencer y presagiar
una dolorosa venganza para todos ellos. Y a ella, una simple e ignorante sirvienta, no le cabía
duda de que ese mal hombre intentaría poner en práctica sus amenazas.
CAPÍTULO 38

N o lograba encontrar a Neil. Había recorrido los caminos conocidos sin dar con
él y la tarde caía implacable convirtiendo la tenue luz diurna en un caleidoscopio
de ocres y púrpuras que sembraba de sombras todo a su alrededor. Si en los
siguientes minutos no daba con su marido se vería obligada a desistir, con la decepción que eso
le produciría. Ya no sabía a dónde acudir sin adentrarse en el terreno desconocido y peligroso
que representaba la profundidad del bosque. Antes de darse por vencida, regresó a la playa,
desmontó y se adentró en la arena como última opción. Caminó un trecho, primero hacia un lado
y luego al otro, en una búsqueda inútil. Decepcionada, desanduvo sus pasos hasta el lugar donde
había dejado a Preciosa. La oscuridad era ya casi completa, el frío se había intensificado tanto
que ni el abrigo que llevaba era de mucha ayuda. Además, debía darse prisa en regresar si no
quería que en la mansión descubrieran su marcha y que a su vuelta comenzaran a hacerle
preguntas que no tendría cómo responder. Mientras caminaba de regreso se resignó a tener la
compañía de Neil en la distancia una noche más, por insatisfactorio que eso pudiera ser.
Ya tenía a la vista a su yegua cuando una figura apareció de la nada. Convencida de que se
trataba de Neil, emprendió una emocionada carrera que detuvo abruptamente en cuanto
comprobó horrorizada su error.
***
John no tardó en llegar a las inmediaciones de Stuart Castle, donde se quedó merodeando,
esperando su oportunidad. Si el destino así lo quería, la joven zorra, hermana de aquel
malnacido, caería en sus garras y entonces…
Aguardó lo que le parecieron siglos sin que se le presentara la oportunidad y, de repente,
como si la providencia lo hubiera escuchado, el mozo de cuadras salió de las caballerizas
oteando el oscuro horizonte.
—¿Dónde se habrá metido la señorita? —se preguntó el joven a sí mismo en voz lo
suficientemente alta como para que llegara a sus oídos.
«Así que la muy puta ha salido a cabalgar», pensó relamiéndose de anticipación. «Ni se
imagina el favor que me ha hecho». Con sigilo, guio a su semental hasta quedar fuera del alcance
de observadores indeseados, montó, no sin dificultad por culpa de los golpes que todavía no
habían curado, y emprendió la marcha. El primer lugar al que se dirigió fue a la playa; le pareció
un destino lógico ya que se encontraba a una distancia adecuada para una joven amazona. Su
intuición no le falló. Si bien no se veía a la perra por ningún lado, la yegua que montaba
permanecía serena con las riendas enrolladas en un matorral. Ella no debía andar lejos. Solo
necesitaba un poco más de paciencia y la venganza sería suya.
***
Los duques junto con su hijo llegaron a la mansión con el ocaso. Tanto la cita de James con
el mayor Williams como la visita de sus padres al reverendo se alargaron más de lo que hubieran
deseado.
James regresaba satisfecho tras su charla con el militar, de la que había hecho partícipes a sus
padres durante el regreso en el coche de caballos. Con pocas palabras, pero concisas, había
puesto en antecedentes al mayor, no ya solo de lo ocurrido en Londres años atrás, sino de la
felonía que había perpetrado contra su tía recientemente. Lo había aderezado con algunos
comentarios recabados de aquí y de allá sobre el comportamiento indigno y malévolo del capitán
que habían logrado enfurecer a su superior. A pesar de no tener constancia de lo que le decía
Lord Spencer, siempre había sospechado que Prescott escondía un lado oscuro. Los duques se
mostraron complacidos por cuanto les contaba su hijo. Desde luego, la tarde del heredero había
sido mucho más fructífera que la suya. El reverendo y su esposa habían resultado ser una pareja
cargante, muy lejos de la primera impresión que les habían dado. Habían resultado ser un par de
regalados de sí mismos y con una conversación insulsa que los había aburrido hasta la
extenuación.
Los tres entraron en la casa con prisa, deseando reunirse con Elisabeth lo antes posible y
relatarle cómo habían ido las cosas durante su visita al pueblo. Les extrañó que no saliera a su
encuentro, pero lo achacaron a que estaría distraída con cualquier actividad relacionada con el
manejo de la casa. Sin embargo, al sentarse a la mesa para la cena y comprobar que su silla
permanecía vacía, saltaron todas las alarmas. En cuestión de minutos se convocó a todos los
sirvientes, empezando por Monroe, el mayordomo, y terminando por Joe, el carbonero. Al
preguntarle a Sally no pudo dar más información que sobre la salida a caballo de la que le había
hablado Elisabeth. Ese dato los llevó hasta las cuadras, cada vez más alarmados. Se les había
pasado por alto llamar al muchacho que se encargaba de los equinos para interrogarlo sobre el
paradero de la joven. Él les confirmó lo que ya les había dicho Sally, Elisabeth había salido a
montar.
De inmediato se organizó una batida para dar con su paradero, temerosos de que hubiera
tenido un accidente y se hallara herida y desorientada. Nadie, en toda la marea humana que se
formó, reparó en el semblante asustadizo de Molly; nadie se paró a preguntarle a ella de forma
directa si sabía algo sobre la señorita; nadie se llegó a imaginar que ella era la única que podía
aportar un poco de luz a aquella noche sin luna.
***
Neil se entretuvo en revisar las trampas más de lo habitual. Había tenido suerte con algunas
de las que había colocado más alejadas de su cueva. Todo un logro. Con varias piezas colgando
de su cinturón, se apresuró a llegar a su hogar. Todavía le quedaba una buena tirada y no quería
llegar tarde a su cita con Beth, aunque ésta se produjera desde lejos.
La noche había caído hacía tiempo, sin embargo, le pareció vislumbrar una inexplicable luz
alrededor de la mansión acompañada de voces agitadas y ordenes apremiantes. No tuvo que
cavilar mucho para saber que algo no andaba bien. «Tendría que haber seguido mi instinto», fue
el primer pensamiento que atravesó su mente. Sintió un puño aferrándole el estómago; fuera lo
que fuera, estaba relacionado con Beth, su Beth. Y con Prescott. Lo supo en ese mismo instante.
Después de ocurrido entre Lord Spencer y el capitán y conociendo la negrura del alma del
militar, debería haber previsto que aquel enfrentamiento tendría consecuencias, que el capitán se
vengaría tras haber sufrido aquella humillación pública.
Vio como todos y cada uno de los varones de la casa se dispersaba en distintas direcciones.
Pero ninguno de ellos conocía el bosque tan bien como él. Ni el bosque ni sus alrededores. Nadie
lo hacía. Antes de seguir el ejemplo de aquel grupo se detuvo por un instante, reflexionando
sobre los lugares a los que la hubiera podido llevar. Una vez se hizo una idea de por dónde
empezar, salió a la carrera. Su mujer estaba en peligro.
***
Un aluvión de ideas pasó por su mente en décimas de segundo. ¿Cómo era posible que,
después de la paliza recibida solo unos días antes, Prescott estuviera allí, delante de ella? ¿Cómo
la había encontrado si nadie sabía dónde estaba? ¿Qué pretendía encarándola? Después de la
impresión inicial, su instinto de supervivencia la instó a huir; lo más probable era que el capitán
no estuviera en condiciones de seguirla. Aferró su falda con ambas manos, se dio la vuelta y
comenzó a correr como alma que lleva el diablo. No contaba con que la sed de venganza de
aquel soldado curtido en la batalla sería suficiente acicate para perseguirla sin tener en cuenta su
dolorido cuerpo. En solo cuatro poderosas zancadas, se colocó a su espalda, con el brazo
extendido en su dirección. La agarró de los mechones que se le habían soltado del moño y jaló
con fuerza hasta tirarla al suelo. Una vez a sus pies, le propinó una patada antes de obligarla a
alzarse, todavía sujetándola por el pelo.
—Ya te tengo, zorra —expresó con satisfacción y con tanta vehemencia que se le escaparon
varias gotas de saliva que impactaron en el rostro de Elisabeth—. Ahora vas a saber quién soy yo
y lo que hago con los que osan meterse conmigo.
Un sollozo, mezcla de dolor y miedo, se le escapó sin poder reprimirlo. No dudaba de que
aquel hombre cumpliría su palabra. Sin embargo, no quería darle la satisfacción de verla hundida
y temerosa de lo que se le avecinaba. Sacando fuerzas de flaqueza, cuadró los hombros.
—No va a salirse con la suya, Prescott. Puede que yo no salga de esta, pero usted no va a
quedar mucho mejor parado, se lo aseguro.
El bofetón resonó en el silencio cargado de sonidos nocturnos, haciendo que la cabeza de la
joven se ladeara violentamente y un hilillo de sangre brotara de su labio inferior.

—Es posible, pero mientras tanto, yo me voy a divertir como no lo he hecho antes. Y ahora,
vamos. No puedo esperar para darte tu merecido, puta.
Parte del plan del capitán era llevarla a un lugar apartado donde fuera difícil que los
encontraran. En esos cuatro días había estado barajando opciones hasta llegar a una conclusión.
Sí, el sitio donde pensaba dar rienda suelta a su revancha era el ideal: desconocido por la
mayoría, oculto en un lugar recóndito… Además, no le costaría deshacerse del pequeño
inconveniente que escondía para llevar a cabo sus fines.
La arrastró hasta donde esperaban los caballos inundando de esperanza el corazón de la
joven. Por un instante se ilusionó ante la idea de que, si montaba a Preciosa, a la menor
oportunidad, saldría galopando para intentar ponerse a salvo. John debió de pensar lo mismo
porque la obligó a subir a su propio caballo para colocarse detrás de ella después.
—No pensarías que soy tan ingenuo como para dejarte cabalgar por tu cuenta, ¿verdad? —
soltó con sarcasmo—. Vaya, parece que eres todavía más estúpida de lo que imaginaba.
Con un movimiento rápido, deshizo el lazo del pañuelo que llevaba al cuello y le tapó la
boca, apretando más de lo necesario solo por el placer de hacerle daño. Repitió lo mismo con sus
delicadas muñecas, esta vez gracias a una soga que colgaba de la silla de montar. Una vez se
aseguró de que la tenía bien atada, la aferró con saña por la cintura ciñéndola a su cuerpo, cogió
las riendas con el otro brazo e impelió a su equino a emprender la marcha.
***
El viejo Mac dormía desde hacía horas. La jornada había sido especialmente agotadora por
culpa de la nieve, que había endurecido la tierra y enfriado el ambiente. Sus huesos cada vez
acusaban más las bajas temperaturas y el trabajo se hacía más difícil con cada día que pasaba.
Alguna vez, la tentación de volver a la civilización le había rondado la cabeza; siempre la
desechaba. Prefería morir allí solo, en su casa, con sus cosas, pero libre, que hacerlo rodeado de
personas a las que, en realidad, no les importaba lo que pudiera pasarle, viviendo de prestado y
ciñéndose a los deseos de otros. Big descansaba en el suelo sobre una manta raída, con el morro
apoyado entre sus patas delanteras. Desde que lo encontrara Mac, muchos años atrás, siempre
descansaba junto a su jergón. El lebrel también acusaba ya el paso del tiempo; no tenía la
agilidad ni el brío de antaño. Sin embargo, sus sentidos se mantenían tan alerta como el primer
día y su compañía continuaba siendo la mejor que Mac pudiera tener, tal vez con la única
excepción de Neil.
Haciendo alarde de su bien afinada percepción, Big elevó la cabeza, levantó las orejas y
olfateó el ambiente. De inmediato se alzó sobre sus cuatro patas y comenzó a emitir un ronquido
sordo, imposible de detectar por oídos poco acostumbrados, pero suficiente para prevenir a Mac
y alertar sus sentidos.
—Calma, chico —dijo acariciando la cabeza del perro—. Seguro que es algún ciervo u otro
animal que busca comida en el huerto.
De todas formas, se levantó del catre sin hacer ruido y se hizo con su viejo trabuco. Tuvo la
precaución de cebarlo con perdigones antes de aproximarse al ventanuco que daba al exterior,
solo por si acaso. No le gustó en absoluto lo que vio a través del agujero. Un mando del ejército,
la escasez de luz no permitía distinguir sus facciones, desmontaba en ese instante y cargaba con
esfuerzo un gran bulto que asemejaba a una persona; una mujer, por los ropajes que vestía. Miró
a Big, que, alerta, tenía los ojos fijos en él esperando su orden. Mac asintió con la cabeza,
dándole permiso para atacar en cuanto fuera necesario. Volvió a prestar atención a lo que ocurría
fuera de su cabaña. El hombre, renqueante, había dejado en el suelo a la mujer y la empujaba de
malos modos hacia la entrada. Con aquella dama en la trayectoria de su proyectil no podía
disparar sin correr el riesgo de alcanzarla a ella. Cambió el arma por el machete que utilizaba
para despellejar a sus presas, aunque dudaba poder llegar a utilizarla. Su única esperanza era que
Big cumpliera con su cometido y atacara de forma contundente a aquel hombre, que, por su
forma de comportarse, no traía buenas intenciones. Sin esperar a que alcanzaran la puerta, la
abrió de un empellón para dar salida al perro que, de un salto, se lanzó contra el extraño, pasando
de largo a la joven.
John empezó a forcejear con el animal, dándole tiempo al anciano a llegar a donde se
encontraban peleando, machete en mano, amenazador. Elisabeth no podía creer su suerte; le
habían salido, no uno, sino dos defensores desconocidos. Tenía la ocasión de darse la vuelta y
emprender la huida; había estado atenta al camino y se creía capaz de desandarlo hasta llegar a
Preciosa, por largo que fuera el trayecto y sus manos siguieran atadas. Dio un paso en dirección
contraria… pero no pudo seguir. No podía dejar a aquel hombre, un anciano, a merced de
Prescott, por mucha ayuda que recibiera de su fiero can. Luchó por deshacerse de las ligaduras
de sus muñecas con el único resultado de llagarse la piel. Tampoco tenía la opción gritar para
avisar a su salvador de los movimientos del capitán por culpa del pañuelo que cubría su boca.
La rapidez de los movimientos del capitán no dejaba intuir que sus fuerzas estaban en
realidad mermadas a causa de sus recientes heridas. Al contrario, asestaba golpes cada vez más
certeros con los que menoscababa la fortaleza del anciano y desgastaba las del perro.
Sin saber muy bien cómo había ocurrido, Elisabeth vio resplandecer el filo de un cuchillo en
la mano del capitán y cómo lo hundía en el costado del perro, que aulló dolorido y soltó su presa.
Sin la molestia del sabueso, a John no le costó mucho asestarle el golpe de gracia a Mac, quien,
al caer a causa del puñetazo recibido en el estómago, se dio contra la cabeza y quedó inerte en el
suelo .
CAPÍTULO 39

H uía de las voces de los hombres que gritaban el nombre de su mujer; gracias la
luz que emitían sus antorchas le resultaba fácil la tarea de no tropezarse con ellos.
Él, por su parte, inspeccionaba los rincones más recónditos del bosque,
incluyendo algunas sendas por las que era complicado que se adentrara un caballo. La fina capa
de nieve, ya convertida en hielo, dificultaba su avance. Sin embargo, él no parecía dispuesto a
parar. En la oscuridad, la posibilidad de seguir el rastro era casi imposible; se tenía que ceñir a su
experiencia, estudiando cada rama, cada arbusto, en busca de alguna señal que indicara que Beth
había pasado por allí. Nada a su alrededor delataba su presencia y su desazón crecía por
segundos. De repente, se irguió movido por una idea: la playa, el sitio donde Beth lo vio por
primera vez. Ni aquellos que se desgañitaban coreando el nombre de la joven ni él mismo habían
pensado en acudir allí. Movido por la urgencia, se guio con diligencia por aquellos parajes tan
familiares para él hasta alcanzar la vía que lo conducía a la costa. Dejó atrás el rumor de voces
para encontrarse con el sonido cada vez más cercano del oleaje. Acostumbrado como estaba a la
oscuridad, distinguió una sombra de gran tamaño en el límite entre el bosque y la arena, junto a
un arbusto joven. Se aproximó con sigilo; lo último que quería era asustar a la yegua, que pacía
tranquila con las riendas enrolladas en la parte baja del tronco. Al alcanzarla, le acarició la testuz
con calma para que se acostumbrara a él y no se encabritara. Preciosa pareció reconocerlo y se
dejó tocar sin inmutarse.
Una vez se aseguró de que el animal no alertaría al resto de rastreadores, caminó hacia la
arena con un nuevo temor recorriéndole las venas. ¿Y si Beth, su Beth, se había adentrado en el
océano y éste la había hecho suya? Oteó el horizonte, recorrió la zona donde el mar besaba la
tierra, anduvo de un lado para otro en busca de alguna señal de su mujer.
Nada.
Todos sus intentos por dar con Beth fueron en vano, sin embargo, ella había estado allí. Lo
demostraba el hecho de que Preciosa siguiera en el lugar donde ella la había dejado, ignoraba
cuánto tiempo antes. Se estaba volviendo loco. Beth parecía haberse esfumado y él no lograba
averiguar dónde se encontraba.
La noche avanzaba inclemente. Su preocupación crecía por momentos. Hacía horas que no
había noticias de Beth. La dificultad de encontrarla sana y salva disminuía con cada segundo que
pasaba…
Volvió sobre sus pasos hasta la yegua. Si había alguna pista que llevara al paradero de Beth
tenía que estar allí. En su primer contacto con el animal se había limitado a asegurarse su
complicidad. Ahora rastrearía los alrededores hasta dar con algún vestigio que lo llevara hasta su
mujer. Y presentía que era de vida o muerte que lograra su propósito.
***
No podía creer lo que acababa de presenciar. John, con una frialdad inhumana, había matado
a aquel pobre anciano cuyo único delito había sido tratar de defender su casa y a ella del canalla
que la tenía cautiva. Miró al capitán con los ojos muy abiertos y preñados de horror. Comprendió
que Prescott no sentía la mínima misericordia por aquellos que se enfrentaban a él; nada lo
detendría hasta conseguir su venganza y, para su desgracia, ella era la elegida para llevarla a
cabo. Pensó en sus padres, en su hermano y en el dolor que los embargaría con su pérdida. Pero
quien inundó su mente y su corazón de anhelo y consternación fue Neil. Su futuro juntos siempre
había sido una quimera; a partir de aquella noche, ni siquiera existiría la posibilidad de tenerlo.
Sospechaba que el capitán no tardaría en comenzar a dar rienda suelta a su revancha, ya sin
nada ni nadie que se interpusiera en su camino. No obstante, al observarlo con más detenimiento,
se percató de que respiraba con dificultad, sujetándose las costillas con una mano, sudoroso y
extenuado.
—Maldito viejo —protestó con una voz más débil de lo que cabía esperar de él—. El muy
bastardo sabía cómo usar sus puños. Por su culpa y la de ese maldito chucho me veré obligado a
recuperar el resuello antes de darte tu merecido.
Se le escaparon unas lágrimas de alivio. Cualquier aplazamiento de su sentencia era bien
recibido. Estaba segura de que habría mucha gente buscándola, incluido Neil. Era lógico pensar
que tarde o temprano alguno de ellos acabaría por hallarla, solo esperaba que no fuera demasiado
tarde.
—Tú, zorra, entra en la casucha —le ordenó señalando la choza con la barbilla antes de darle
un brusco empujón con las escasas fuerzas que le quedaban—. Vas a tener suerte, después de
todo. Necesito de toda mi energía para lo que tengo pensado hacerte… y ahora mismo… —
meneó la cabeza—. Pero si albergas la mínima esperanza de librarte de mi regalo, ya puedes
estar olvidándola. De aquí no saldrás hasta que yo lo decida y como yo lo decida, así que ve
haciéndote a la idea.
La resistencia de John se iba apagando a ojos vista y él era tan consciente de ello como
Elisabeth. Dispuesto a no correr riesgos mientras descansaba, utilizó el sobrante de la soga para
inmovilizar los pies de la joven en cuanto entraron en la cabaña. Una vez se aseguró de que huir
se le hiciera imposible, se dio el capricho de abofetearla de nuevo antes de echarse sobre el
jergón de paja del que no hacía tanto que se había levantado Mac. Al instante estaba dormido.
Allí, tirada en el sucio suelo, aterida de frío y de miedo, su cabeza no dejaba de cavilar. Mil
imágenes, a cual más aterradora, se sucedían en su cabeza. Sin embargo, un rayo de luz se abría
paso en medio del escenario terrorífico que se escenificaba en su mente: Neil. Tratando de
escapar, aunque fuera solo en su imaginación, de lo que la esperaba en cuanto Prescott se
despertara, evocó los momentos vividos junto a su marido y se lamentó por los besos que ya no
le daría, así como de los “te quiero” que se quedarían en el aire sin pronunciar.
En un momento de la noche, el agotamiento acumulado del día y de las lágrimas derramadas
logró sumirla en un duermevela inquieto del que despertó repentinamente. Una especie de
lamento que provenía del exterior y que era imposible confundir con el crujido de la vieja
madera de la cabaña o el sonoro respirar del capitán la sobresaltó. ¿Podía tratarse de alguien que
viniera a rescatarla? El corazón se le aceleró en el pecho ante tal expectativa, pero con la misma
rapidez que la esperanza se había hecho un hueco en su ánimo, desapareció. Aquel gimoteo no lo
emitía otro más que el lebrel. Darse cuenta de ello volvió a arrastrarla a un desespero del que ya
no logró salir en lo que restaba de noche.
***
Molly se movió deprisa. La distracción que suponía la desaparición de la señorita le daba la
coartada perfecta para desaparecer sin que nadie notara su ausencia. Era esencial que averiguara
si sus sospechas eran acertadas o no. Lo cierto era que estaba convencida de no errar en sus
suposiciones, aun así, debía cerciorarse. Se caló la capucha de su capa de sayo tan negra como la
noche y que le proporcionaría la discreción que precisaba y salió del edificio por la puerta
trasera. Una vez segura que nadie se había percatado de su marcha, comenzó una loca carrera.
Necesitaba llegar hasta su amiga y confidente a la mayor brevedad posible; la vida de Lady
Elisabeth dependía de ello.
Alcanzó su destino en un tiempo récord, con el resuello alterando sus pulsaciones y la
respiración entrecortada. Se detuvo frente a la casa e inspiró varias veces antes de golpear la
madera con los nudillos. Al instante oyó movimiento al otro lado de la puerta; a una hora tan
tardía la visita debía ser urgente. No tardaron en abrirle. El padre de Ella entrecerró los ojos al
ver quién era la que perturbaba la tranquilidad de su hogar a esas horas.
—Molly, ¿Qué haces aquí a estas horas? Es muy tarde para que una jovencita ande sola por
ahí.
—Lo sé. Lo siento —se disculpó frotándose las manos sin parar y no precisamente por el frío
—. Pero es urgente que hable con Ella, por favor, señor.
—Anda, pasa. —El hombre se hizo a un lado para dejarla entrar—. No sé qué puede ser tan
apremiante que no pueda esperar a mañana.
—Le aseguro que lo que me trae aquí es una cuestión de vida o muerte.
Ella y su madre, ya preparadas para ir a dormir, habían escuchado lo dicho por la doncella y
se acercaron a ellos de inmediato.

—¿Qué ocurre? —preguntó su amiga frunciendo el ceño. Algo grave debía pasar para que
Molly estuviera allí.
—¿Has oído algo acerca del capitán cuando has ido al cuartel hoy?
Ella la miró todavía más extrañada. ¿Qué podía querer aquella chica del capitán?
—No sé a qué te refieres.
—Yo tampoco lo sé. Supongo que cualquier cosa que hayas oído me servirá.
—Mi hija no es ninguna cotilla —intervino ofendida la madre de su amiga.
—Por supuesto que no lo es, señora. Usted sabe cuánto la aprecio, pero tal vez… —No tenía
intención de revelar que Ella solía ponerla al corriente de los chismes de la soldadesca—. Verán,
ha pasado algo en Stuart Castle y es preciso que sepa si el capitán ha tenido algo que ver.
Molly tenía la esperanza de que Ella pudiera darle alguna información. Era una posibilidad
peregrina y ella lo sabía, pero no tenía otra fuente a la que acudir. Para acallar la reticencia de la
familia, pasó a explicarles la desaparición de la joven señorita y el temor de que Prescott
estuviera implicado.
—Bueno… algo he oído —manifestó tímida la chica mirando de reojo a sus padres—. Ya
sabes que, por regla general, solo voy por las mañanas a llevar los víveres al cuartel, sin
embargo, hoy el comerciante que me vende los nabos y las chirivías no me las ha entregado a la
hora habitual y me he visto obligada a volver por la tarde.
—¿Y? —El tiempo apremiaba y a Molly la impaciencia la estaba matando.
—He oído decir que el Mayor ha recibido la visita del heredero del duque de Marlborough y
que, al tener conocimiento de ello, el capitán ha salido a toda prisa sin dar explicaciones.
Molly cerró los ojos mientras negaba con la cabeza repetidamente. Sus peores
presentimientos se habían hecho realidad.

Ya tenía el testimonio de Ella, el siguiente paso era ponerlo en conocimiento de sus patrones
para que tomaran cartas en el asunto. Se despidió de la familia, que se quedó muy preocupada
tras lo narrado por la joven y se marchó después de asegurarles que los avisaría en cuanto su
señorita estuviera a salvo. No quería pensar en otra opción, era demasiado horrible hacerlo.
***
¡Maldita fuera! Por muy acostumbrado que estuviera a moverse en la oscuridad, la dificultad
de vislumbrar las posibles huellas era innegable. Se dedicó a rastrear alrededor de la jaca hasta
dar con lo que parecían pisadas y la evidencia de otro caballo. No le quedaba más remedio que
hacerse con una tea y seguir el rastro si quería dar con Beth. Era consciente del peligro que eso
suponía para él, pero se consoló pensando que, con tantos hombres deambulando por el bosque,
su antorcha pasaría desapercibida y tomada por otra más. Buscó una rama de buen tamaño y
enrolló un trozo de su propio kilt después de rasgarlo con el cuchillo de caza que llevaba en el
cinto. Una vez fabricada la improvisada antorcha, reunió unas cuantas hojas —le costó un rato
encontrar algunas suficientemente secas—, sacó el chisquero del sporran y las prendió
produciendo una pequeña llama a la que acercó la punta de la rama. Después de unos minutos, su
esfuerzo tenía recompensa. Gracias a la luz resultante, fue más fácil para él observar las marcas
dejadas por el equino y su jinete, así como el camino que tomaban. Acarició la testuz de Preciosa
mientras decidía si la soltaba para que volviera sola a casa o la dejaba donde estaba para que los
rastreadores la encontraran y pudieran recorrer la misma senda que emprendería él. Se decantó
por la segunda opción, rogando al cielo que no tardaran en descubrirla.
El camino se le hizo familiar al poco tiempo; no se podía creer que Prescott hubiera tenido el
atrevimiento de dirigirse a… No, debía de haber tomado un desvío en algún punto de la ruta y él
lo encontraría.
Andaba con precaución, alerta a cualquier sonido que no proviniera del bosque, por eso se
tensó de inmediato al oír un crujido de ramas a su derecha y buscó un lugar donde esconderse,
aunque la luz de la tea lo complicaba.
—¿Señor? —Una voz femenina procedente del mismo sitio que el sonido intensificó su
tensión—. Soy Molly —se identificó. Al no recibir respuesta, pensando que se trataba de alguno
de los hombres que habían salido en busca de Elisabeth, insistió—. Soy doncella en Stuart
Castle. Tengo información sobre la desaparición de la señorita.
Ante tal revelación, Neil se hizo visible ante ella. La muchacha se sobresaltó al no
reconocerlo mientras se llevaba la mano al pecho para calmar su desaforado corazón. Pero,
creyendo saber de quién se trataba, achinó los ojos y lo observó en un alarde de valentía.
—Es usted el caballero con quien se ve Milady, ¿no es cierto?
—¿Cómo sabes tú eso y desde cuándo lo sabes?
—No se preocupe ahora de esas minucias —dijo Molly haciendo un gesto con la mano con el
que hizo caer su capucha—. Presiento que el capitán es el causante de la desaparición de la
señorita.
—Sí, yo también lo creo.
—¿Qué vamos a hacer al respecto? —Sonaba desesperada.

—Por el momento, yo estoy siguiendo el rastro que he descubierto al borde de la playa. Por
cierto, he dejado atada allí a la yegua que montaba Beth —reveló con la voz cargada de urgencia.
—No puede ir usted solo a su encuentro. A buen seguro que el capitán tiene armas y usted…
—Lo recorrió de arriba abajo con la mirada, escéptica.
—Yo tengo el arma más poderosa que pueda existir: mi amor por Beth —afirmó con
vehemencia—. Ahora, intenta dar rápidamente con el resto de hombres y los guías hasta la jaca.
Ellos sabrán qué hacer con las pistas que encuentren. Date prisa.
Se separaron con una inclinación de cabeza, cada uno con la idea fija en cumplir su parte en
el desarrollo de acontecimientos que estaban por venir.
***
Beth enfocó sus cansados ojos al ventanuco, por donde se adivinaban los primeros indicios
del alba. Después los desvió al camastro. Prescott, a tenor de su respiración y lo inmóvil de su
figura, seguía dormido, por fortuna. La lucha de la noche anterior lo había dejado exhausto. La
escasez de luz le impedía ver si estaba herido o no, aunque imaginaba que así era porque había
visto al lebrel fuertemente anclado en su brazo. Sintió un ramalazo de satisfacción al pensar en
ello, pero al instante se lamentó. Por su culpa, por defenderla, el perro y su dueño habían tenido
un terrible final.
Estaba agotada, aterida de frío y tremendamente atemorizada. Acurrucada en su rincón,
agudizó el oído con la esperanza de percibir alguna señal que anunciara que llegaban para
rescatarla. Sin embargo, el único sonido que llegó a ella fue el del movimiento de las ramas
azotadas por el viento. Una silenciosa lágrima recorrió su mejilla: si nada lo remediaba, iba a
morir allí, sola, en un lugar desconocido y sin poder despedirse de sus seres queridos.
Neil.
Cuando más concentrada estaba en sus funestos pensamientos, Prescott hizo un leve
movimiento seguido de un quejido.
Su hora había llegado.
CAPÍTULO 40

L levaba caminando buena parte de la noche, la claridad se abría paso en el cielo


y tal como había imaginado, la dirección que llevaba era la que conducía a la
cabaña de Mac. La urgencia que sentía se intensificó. El anciano no era rival para el
capitán y estaba seguro de que su amigo le habría plantado cara al ver a aquel desgraciado
aparecer por las inmediaciones de su casa. Por si le cabía alguna duda, la repentina aparición a
través de unos matorrales de Big, ensangrentado y malherido, le confirmó el enfrentamiento.
—¿Qué te ha pasado, chico? —preguntó aún a sabiendas de que el perro no le iba a
responder. Pero sí lo hizo y fue con un lamento.
Neil tanteó al animal en busca de heridas y cuando encontró la cuchillada en su costado lo
invadió la ira. El quejido del lebrel le indicó que el corte era profundo. Iba a matar a ese
malnacido de Prescott. Intentó taponarle la incisión con un nuevo jirón de su kilt, sin embargo, el
perro se revolvió agarrándolo por la muñeca con los dientes, pero sin apretar, e instándolo a
seguirlo.
—Está bien, muchacho, como prefieras —dijo comprendiendo las intenciones de Big.
Renacidas sus ansias de encontrarse con el capitán y dar rienda suelta a su ira, se dejó guiar,
aunque conociera de sobras el camino.
***
Molly se topó con parte del grupo que buscaba a Elisabeth gracias a las antorchas que
portaban, aunque no le resultó una tarea fácil porque, en un principio, erró el rumbo. Entre ellos,
un poco alejado del grueso de la cuadrilla, estaba Lord Spencer. La muchacha corrió a su
encuentro y pasó a exponerle todo cuanto sabía, incluyendo la información que le había dado
Neil, al que no mencionó. De inmediato, todos se dirigieron hacia la playa, no antes de obligarla
a regresar a la mansión y de darle una tea para que no volviera a perderse en la frondosidad del
bosque.
James, debido a su altura, fue el primero en divisar la figura de Preciosa. Tal como le
indicara Molly, observó a su alrededor ayudado por la claridad que ofrecían las teas de sus
acompañantes. No es que fuera un gran rastreador, pero las marcas dejadas en la tierra eran
claras y fáciles de seguir. Miró al cielo, si no se equivocaba, pronto el día colaboraría con sus
pesquisas. Se dirigió a uno de los criados para ordenarle que localizara al resto del grupo que
buscaba a su hermana y le indicara el camino que iban a tomar ellos. Acto seguido, emprendió la
marcha. En su corazón albergaba la esperanza de llegar a tiempo.
***
El duque fue debidamente informado en el instante en que el criado dio con él. Alertado del
camino que había tomado su hijo, bastó un gesto de cabeza para indicar a aquellos que iban con
él, a donde debían dirigirse. Desde el primer momento había sospechado del capitán; después de
lo dicho por el sirviente, tenía la certeza. Aquel hombre, además de un canalla, era un
descerebrado. Con el secuestro de su hija se había sentenciado. Si le ocurría algo a Elisabeth, por
ínfimo que fuera el daño… lo mataría con sus propias manos.
***
—¿Dónde te has metido, chiquilla? –la amonestó la señora Benning cuando la vio aparecer
con
el rostro descompuesto, la capa húmeda a causa del relente nocturno y las manos heladas.
—He salido en busca de información —se excusó Molly acercándose con las palmas
extendidas a la lumbre de la cocina.
—¿Y bien? ¿Qué has descubierto? —le reclamó el ama de llaves agitando los brazos.
La doncella se deshizo de la capa, se sentó a la mesa antes y la puso en antecedentes delante
de la humeante taza de té que la ayudó a entrar en calor.
—Hay que hablar con Su Señoría y contarle todo lo que me has dicho —proclamó la mujer
con un gesto nervioso—. La duquesa está tan inquieta que no le llega la ropa al cuerpo.
Esperó a que la doncella acabara su bebida; la pobre estaba agotada de tanto ir y venir, sin
contar que la preocupación por la señorita la tenía muy alterada. Después de que la señora
Benning golpeara la puerta con los nudillos, esperaron a que les concedieran venia. Al recibirla,
entraron las dos en la salita donde aguardaban tía y sobrina, quienes, afligidas, las miraron con
expectación. Los rostros de las dos damas eran el reflejo vivo de la desesperación, pero mientras
Anne permanecía sentada en un sillón, con las manos unidas sobre el regazo, Caroline estaba de
pie, junto al ventanal que daba al jardín, oteando la noche por si veía aparecer a su niña.
—¿Qué ocurre, Benning? —preguntó la dueña de la casa con el tono de voz más apagado
que le hubiera escuchado nunca la gobernanta.
—Molly trae nuevas —respondió dando un paso atrás y empujando a la joven por la espalda
para que comenzara su relato.
Tal y como había hecho con anterioridad, Molly narró desde principio a fin lo que conocía de
lo ocurrido aquella noche, aunque reservándose el dato sobre el joven con quien se veía Elisabeth
cada noche. La duquesa, al escucharla, no pudo reprimir las lágrimas. La idea de que un hombre
tan cruel tuviera retenida a su hija provocó que el temor de no volver a verla se hiciera todavía
más real, si eso era posible. Anne escuchó cada palabra sin que su semblante mostrara ninguna
emoción. Solo si eras buen observador y la conocías bien —como era el caso del ama de llaves
—, percibías el estado de consternación en que se encontraba. Benning se dio cuenta de los
pequeños detalles que la delataban y llegó a la conclusión de que Lady Russell se sentía
profundamente responsable de la desaparición de su sobrina nieta. Si ella no hubiera metido a
ese… mal hombre bajo su techo, Elisabeth estaría a salvo en casa en ese momento.
***
John parpadeó cuando el día era mucho más que una promesa. El dolor se le extendía por
todo el cuerpo fruto de las dos contiendas de los últimos días y de la incomodidad del catre. En
un primer momento se sintió desconcertado; había entrado en la cabaña cegado por la oscuridad
y no reconocía el entorno. Fue al intentar incorporarse apoyándose en el brazo herido cuando el
recuerdo de lo ocurrido regresó como un vendaval. Al instante, rebuscó por los rincones hasta
encontrar el bulto en el que se había convertido Elisabeth. La joven lo miraba con una mezcla de
temor, resignación y… ¿podía ser orgullo aquello que afloraba a sus ojos? El odio que sentía por
ella y por toda su estirpe renació en su pecho con más virulencia, si eso era posible. Echó un
vistazo a su brazo ensangrentado, donde el desgarro producido por los colmillos de Big dejaba al
descubierto parte del músculo y materia grasa. Dolía como un condenado. «Maldito perro»,
pensó recubriendo su rostro de una máscara de asco, «por suerte, me cargué a esa bestia inmunda
y al desgraciado de su amo. ¿Cómo se le ocurrió enfrentarse a mí?». Una sonrisa irónica y
complacida desquebrajó su careta de repulsión.
Había llegado el momento de llevar a cabo su plan de venganza, por más dolorido que
estuviera. No tenía nada que temer; la joven no tenía ni media bofetada y, aunque no podría darle
el tratamiento que había ideado inicialmente —incluido mancillarla por todos sus orificios,
menester para el que no tenía el cuerpo, dado su estado—, sí que podría someterla de alguna
manera que la destrozara para toda la vida y, con ella, al resto de su familia. Le costó más de lo
que reconocería jamás ponerse en pie. Para hacerlo tuvo que ponerse de costado, dejar caer las
piernas hasta el suelo y, con el impulso, sentarse sobre el jergón. Bien, ya había hecho la parte
más difícil, ahora tocaba la divertida.
Cada movimiento que hacía mientras se dirigía a la joven era un auténtico suplicio, pero su
formación militar le había enseñado a mostrarse indestructible frente al enemigo y eso era
exactamente lo que estaba pretendiendo, aunque sin demasiado éxito.
Elisabeth observó con detenimiento al hombre que se acercaba a ella. Estudió su caminar
renqueante, su brazo ensangrentado, las magulladuras de sus pómulos, el moretón que le cerraba
el ojo derecho, el corcovar de su tronco hacia la derecha y, por primera vez desde que la
secuestrara, albergó la esperanza de que podía plantarle cara. El machete que sobresalía de la
cintura del pantalón de Prescott era un inconveniente; que sus manos y pies estuvieran atados
otro aún mayor, no podía engañarse. Con todo, si era lo suficientemente hábil, se movía con
rapidez y usaba la cabeza como arma… tal vez tuviera una oportunidad.
John pareció leer en la expresión de la joven todo lo que estaba pensando porque chasqueó la
lengua mientras negaba.
—Ni lo sueñes, zorra. —Reforzó sus palabras extrayendo con la mano sana el cuchillo de su
cinto—. Sería una lástima que me privaras de la diversión, pero si intentas algo, te cortaré el
pescuezo al instante.
Elisabeth no replicó, a pesar de que se moría de ganas de hacerlo. Era preciso mantenerlo
entretenido, aunque fuera recibiendo golpe tras golpe, para darle tiempo a los suyos a que la
encontraran. Tanto su padre como su hermano estarían como locos recorriendo los caminos para
dar con su paradero. Y si Neil también se había enterado de su desaparición, estaría haciendo lo
mismo, aunque con una ventaja añadida: él conocía cada palmo de tierra, cada árbol, piedra o
raíz del bosque y terminaría por hallarla. Estaba segura. La duda era si lo conseguiría antes o
después de que Prescott le pusiera las manos encima.
De un corte seco, el capitán cortó la soga que mantenía los pies de la joven unidos y tiró con
fuerza de la que apresaba sus manos para que se levantara del suelo.
—Esto va a ser muy entretenido —escupió atrayéndola a su cuerpo—. Te voy a hacer pagar
tu arrogancia a base de estacazos. —Rio y hacerlo le produjo un ataque de tos húmeda y caliente
que estampó contra el rostro de Elisabeth.
No pudo reprimir una arcada; el aliento pestilente del capitán era nauseabundo y el contacto
de su cuerpo, repugnante. Él volvió a carcajearse, con idéntico resultado que la primera vez. Pero
en esta ocasión, acercó aún más la cara a la de la joven para provocarla.
—Esto es lo más suave que vas a recibir de mí, puta. Desde que llegaste a Escocia has sido
como una piedra en mi zapato, malmetiendo en mi contra con la vieja gorda de Lady Russell. —
Hizo una mueca de desagrado al nombrar a la mujer—. Te lo advertí, y no solo una vez, sino
dos, y seguiste en tus trece. Bueno, he aquí lo que has logrado. Tú te lo has buscado, zorra. Pensé
que con cargarme a tu perro tendrías una idea de lo que podía llegar a pasarte. Me equivoqué —
apretó con más fuerza las cuerdas hasta hundirlas en la delicada carne—. Eres idiota, pero ¿qué
se puede esperar de la niña mimada de una familia tan despreciable como la tuya? Vas a pagar
por tus agravios, por los de tu hermano, por haberme obligado a follarme a la vieja gorda, por
inmiscuirte en mis planes… y porque me gusta castigar, así, sin más.
Elisabeth hizo un esfuerzo titánico por mantener la compostura, a pesar de que el miedo
corría por sus venas libremente. El miedo, el estupor y la indignación. ¿Realmente había dicho
que se había acostado con su tía? ¿Era eso posible? No daba crédito. La opinión y el respeto que
sentía por Anne quedó reducido a la nada con aquella revelación. No obstante, no era momento
de pensar en nada que no fuera el hombre que la tenía sujeta y en las funestas intenciones que
escondía su negro corazón.
***
Neil alcanzó las inmediaciones de la cabaña en el más absoluto silencio. Hacía ya rato que
había dejado a Big atrás; el pobre animal no era capaz de seguir su frenética carrera. Todavía al
resguardo del bosque que circundaba la edificación, estudió el entorno. En mitad del terreno
yacía Mac con un aspecto deplorable: una brecha en la sien parecía haber sangrado
profusamente, pero en ese instante no lo hacía. Observó con atención su pecho, tratando de
averiguar si oscilaba o no, sin embargo, la distancia a la que se encontraba no le permitió
asegurarlo. Después centró su atención en la humilde chabola en busca de movimiento. Era
esencial contar con el factor sorpresa para caer sobre Prescott y liberar a Beth.
Se desplazó con sumo cuidado hacia la derecha, a la parte del bosque más cercana a la choza.
Desde allí, tendría la oportunidad de aproximarse sin ser visto. En el momento que alcanzaba el
lugar exacto desde el que abordar su misión, se escuchó un grito desgarrado que le heló la sangre
y le puso todo el vello del cuerpo de punta: Beth. Sin pensárselo dos veces, salió de su escondrijo
y, de una patada, derribó la tabla que hacía las veces de puerta. Lo que se encontró al entrar fue
aún más aterrador que lo que se había imaginado.

Beth estaba de espaldas a la entrada, con las muñecas atadas colgando de un gancho que, a su
vez, colgaba de una viga. Tenía la parte superior del tronco desnuda y unas feas marcas rojizas
atravesaban su delicada piel. Prescott, detrás, empuñaba una fina rama verde, flexible y dañina, y
la descargaba sobre ella con saña utilizando la mano izquierda. Por fortuna, aquella no era para
nada su extremidad dominante; de haberlo sido, en vez de marcas serían llagas las que
atravesarían la espalda de su mujer. Ante tal imagen, todo se volvió rojo a sus ojos.
—Malnacido —bramó al tiempo que se lanzaba contra el capitán con el puño en alto.
«Neil», pensó aliviada, aunque su boca, tapada con el sucio pañuelo, fue incapaz de
nombrarlo.
John, con un brazo incapacitado y el cuerpo maltrecho, no era rival para un hombre que
luchaba por salvar a la mujer que amaba. En un intento desesperado por defenderse de lo que se
le venía encima, lo atacó con el mismo tallo que acababa de utilizar contra la joven. Neil hizo un
rápido requiebro para esquivarlo, empleando el impulso para proyectar el hombro contra el
pecho de su atacante. John trastabilló y a punto estuvo de caer, sin embargo, consiguió
mantenerse erguido y volver a la carga. Neil se adelantó a su movimiento echando el cuerpo
primero a un lado e inmediatamente después al otro para confundirlo. Como consecuencia, pilló
al capitán en un traspiés y consiguió asirlo por el brazo lastimado, donde hincó los dedos con
fuerza hasta conseguir ponerlo de rodillas frente a él.
Una serie de quejidos se oyeron al unísono provenientes tanto de Beth como del capitán.
Tenía que darse prisa y acabar con el hijo de puta que se postraba a sus pies; su mujer estaba
sufriendo. Descargó un puñetazo en la mejilla rasposa de John y luego otro y otro.
—Neil —la voz exangüe de Beth frenó en seco el siguiente golpe.
Se aseguró de que John no pudiera moverse asestándole un nuevo puñetazo que lo dejó
inconsciente y corrió a descolgar a Beth. Ella se desplomó en sus brazos en cuanto la liberó del
gancho del que pendía.
—Mi amor —murmuró acercando sus labios a los de Beth. Se detuvo al advertir el corte que
le había dejado alguno de los golpes recibidos—. ¡Lo voy a matar!
—No —susurró casi sin aliento—. No me dejes sola.
—Nunca, amor mío.
La acunó sobre su pecho, reconfortándola, reconfortándose. Se dio cuenta de que Beth seguía
maniatada y que las ligaduras dañaban la delicada piel de sus muñecas. Con cuidado de no hacer
ningún movimiento que pudiera molestarla, sacó la navaja de su sporran y cortó la soga de un
solo tajo.
—Podrías haberla usado para él —le advirtió en un susurro señalando al capitán con el
mentón—. Puede despertar en cualquier momento y pillarte desprevenido.
—Que lo intente, si se ve capaz —musitó mientras sus dedos viajaban por los contornos del
rostro de la joven—. Ha tocado a mi mujer y eso es crimen suficiente como para que…
Ella le tapó la boca con su palma. No quería que su marido sumara más delitos a los que ya
tenía. No por ello iba a olvidarse de que Prescott era un canalla, ni que, si se descuidaban, podría
usar el arma de fuego que le había visto.
—Será mejor que lo inmovilices. —Hizo un intento de sonrisa que acabó con una mueca de
dolor—. Lo último que deseo es que tengas que mancharte las manos con la sangre de esa
sanguijuela.
Ante la ausencia de más cuerda, Neil una vez más, rasgó un extremo de su Kilt; tendría que
servir. Mientras lo hacía no pudo evitar pensar con ironía que, si seguía así, pronto no tendría con
que cubrirse.
CAPÍTULO 41

E l duque y su séquito no tuvieron dificultad para encontrar a su hijo y los


hombres que lo acompañaban. Juntos siguieron las huellas dejadas por el caballo de
Prescott que Neil se había cuidado de mantener intactas. George, como líder del
grupo, les ordenó mantener silencio cuando divisó la techumbre de la casita de Mac entre los
árboles. Todos callaron sus voces y amortiguaron sus pasos sin dudar.
Al apartar una rama la mirada de James, situado junto a su padre, se topó con el cuerpo de un
hombre viejo y, sobre él, la cabeza de un gran perro que le tapaba un hombro y parte del pecho.
Advirtió a George de su descubrimiento dándole un codazo y señalando al anciano y a su perro.
La furia destiló de los ojos del duque en cuanto vio la escena. El desgraciado al que buscaban
debía de haber sido el causante de aquel horror. Decidió no esperar más tiempo, su hija estaba en
peligro y temía qué podría encontrarse al cruzar el umbral de aquella choza.
Se giró hacia el grupo que se mantenía detrás de ellos y le hizo una señal silenciosa para que
los siguieran. Con otra indicación, los hombres se posicionaron a ambos lados de la casa, todos
menos los dos a los que había señalado para que los acompañaran al interior.
Lo que se encontraron fue con mucho, peor de lo que hubieran imaginado. Un hombre
andrajoso ataviado con un kilt desgarrado se inclinaba sobre Elisabeth, que, con los pechos al
aire, daba la impresión de estar malherida y a su merced.
—¡Desgraciado! —gritó George precipitándose contra él y asestándole una patada—.
Suéltala. Ya.
Neil recibió la inesperada sacudida sin oportunidad de evitarla. Con el impacto, cayó sobre
Beth quien, a su vez se estrelló contra el suelo y dejó ir un grito de dolor.
—Malnacido, ¡te he dicho que la sueltes! —Lo agarró por el cuello de la camisa y lo arrancó
de los brazos de su mujer haciendo que se estampara contra el piso.
James aprovechó su vulnerabilidad para propinarle una nueva e implacable patada, esta vez
en el estómago, que lo dobló sobre sí mismo.
—¡No! —el aullido desesperado de Elisabeth los tomó por sorpresa— ¡No le hagáis daño!
Padre e hijo la miraron sin comprender mientras Neil intentaba arrastrarse hasta donde se
encontraba ella. Al ver sus intenciones, el duque se lo impidió empujándolo con ambas manos.
—¡No te acerques a mi hija, cabrón!
—Padre, no, por favor. Él me ha salvado. —Haciendo uso de las pocas fuerzas que le
quedaban, señaló el cuerpo encogido de Prescott, dejando aún más expuesto su busto desnudo.
James se apresuró a quitarse la chaqueta y taparla a la vez que con un golpe de cabeza les
decía a los hombres que habían irrumpido en la cabaña con ellos que salieran.
—¿Qué quieres decir con que esta piltrafa te ha salvado? —Preguntó George con los ojos
entrecerrados y el ceño fruncido.

La mirada de los dos amantes colisionó inundando sus corazones de amor.


Mientras esperaban a que Beth les diera una explicación, James se aproximó al capitán,
comprobó su deplorable estado y se aseguró de que las ligaduras fueran suficientemente seguras.
Después de su inspección, se volvió hacia su hermana, que seguía mirando a Neil.
—¿Vas a responder? —insistió el duque.
Los ojos de la joven se desplazaron hasta él y decidió que era el momento de ser valiente y
exponer la realidad de su relación.
—Él es Neil, mi marido.
Los Spencer la miraron como si le hubieran salido dos cabezas, como si se hubiera vuelto
loca, como si el castigo recibido le hubiera frito el cerebro.
—¿Qué tontería es esa, Elisabeth? —Bramó George irguiéndose cuan largo era.
—Padre, por favor, se lo explicaré todo, se lo prometo, pero no ahora.
Era un ruego complicado de obviar a la vista de su estado, aun así, la gravedad de la
afirmación no le permitió dejar pasar el tema.
—Sí, ahora mismo. Dime qué diantres significa esto.
Neil, logró incorporarse lo suficiente como para sentarse y alargó la mano para tomar la de
Beth. No se lo impidieron, a pesar de la poca gracia que les hacía la situación.
—Mi nombre es Neil Bruce, hijo primogénito de Lord Charles Bruce. —Comenzó Neil.
Aquella afirmación sorprendió a los dos hombres; por su aspecto, nadie imaginaría que provenía
de una familia noble—. Sé que puede extrañarles dada mi apariencia, pero no los engaño.
Tampoco les voy ocultar que mi padre me repudió cuando me uní a las fuerzas jacobitas. —
Sacudió la cabeza, aquello nada tenía que ver con lo que importaba en ese momento. Apretó la
mano de su mujer un poco más fuerte y le sonrió—. Es una larga historia y Beth no puede
continuar sin que se la atienda. Iré al grano: el azar quiso que su hija y yo nos conociéramos.
Después de eso, que nos enamorásemos fue inevitable.
—En primer lugar —lo interrumpió el duque levantando la mano—, me parece que debería
puntualizar cómo se conocieron, en segundo, cómo tal eventualidad los llevó a enamorarse
cuando mi hija solo lleva unos meses en Escocia, y, para terminar, ¿qué es eso de que es el
marido de Elisabeth?
—Señor, sé que tiene muchas preguntas —reconoció Neil mirando a Beth—, pero de verdad
opino que deben esperar a ser respondidas. Mi esposa necesita tanto que la curen como
descansar. Le prometo que me someteré a su interrogatorio en cuanto ella esté atendida.

—¿Osa decir que le importa más que a mí el bienestar de mi hija?


—No se ofenda, señor —su voz sonó cortés, aunque decidida—, pero en este momento, usted
está demasiado ofuscado para pensar en nada más que en la cuestión que le hemos puesto delante
Beth y yo.
—Padre, quizá deberíamos hacerle caso —sugirió James al percatarse de que la joven
acababa de cerrar los ojos y parecía al borde de la extenuación.
—Está bien —miró a Neil con gesto duro—, pero le aseguro que esto no va a quedar así.
—Ni yo lo pretendo, señor —aseguró con ademán honorable—. Después de ver a mi esposa
acomodada, bien cuidada y restablecida por completo, no hay nada que desee más que dar
respuestas a sus demandas.
George escudriñó el habitáculo fijando su mirada en el capitán antes de dirigirse al exterior
en busca de la mejor manera de transportar a la herida. La tarea era complicada, contaban con un
solo caballo para trasladar a su hija desfallecida y al hombre apaleado que la había raptado. Eso
sin contar con el cuerpo del anciano que yacía sobre la tierra helada y al que todavía no habían
examinado para saber si seguía con vida o no. Fue James el que tomó la decisión por él.
—Padre, usted acompañe a Elisabeth a la mansión —le dedicó una mirada apreciativa a su
cuñado—; él los guiará por el bosque, ¿no es así? —inquirió dirigiéndose a Neil, quien desde el
quicio de la puerta y con su mujer en brazos, asintió al instante—. Que lo acompañen algunos
hombres, el resto se quedará conmigo custodiando a ese mequetrefe. —Señaló con indiferencia a
Prescott—. Esperaré a que venga la guardia a hacerse cargo de él antes de volver. —Se giró
hacia uno de los que se quedarían con él.
—Me parece un buen plan —adujo el duque meciendo la cabeza.
—Tú —señaló a uno de los criados—, lo siento, no recuerdo tu nombre. Ve al campamento e
informa de que tenemos al capitán en custodia. Pero no hagas mención de lo ocurrido con mi
hermana —concluyó otorgándole a su voz un matiz severo que presagiaba un duro castigo si lo
hacía.
—Antes de partir —intervino Neil—, me gustaría ver cómo está mi amigo.
Los dos Spencer estuvieron de acuerdo. No había que ser muy avispado para darse cuenta de
que el estado en que se encontraba el anciano era la consecuencia de haberse enfrentado a
Prescott; solo por esa razón ya merecía toda su consideración. Le cedió el cuerpo maltratado de
Beth a su hermano con renuencia y se dirigió a donde estaba Mac.

Algunos hombres del grupo de rastreadores rodeaban los cuerpos de Mac y de Big
impidiendo que Neil los viera con claridad. Al ver que se acercaba, se hicieron a un lado para
darle paso y comprobó gratamente que se habían encargado de tapar a Mac con una manta.
Supuso que la habrían sacado de la silla de montar. Su mirada inquisitiva a uno de ellos tuvo una
rápida respuesta:
—Está muy débil —afirmó señalando a su amigo—, su temperatura es muy baja, pero, de
forma milagrosa, sigue con vida.
Él sonrió a pesar de la gravedad de la situación. Mac era anciano, sí, pero a la vez era el ser
más testarudo, valiente y robusto que hubiera conocido en toda su vida.
—Les ruego que lo lleven al interior de la cabaña y se aseguren de que esté confortable y que
entre en calor.
—Así se hará —dijo James a su lado ya sin su hermana en brazos.
Neil desvió los ojos al caballo y la descubrió acurrucada contra el cuerpo de su padre, quien
la tapaba con su propio abrigo.
—¿Y Big? —inquirió de repente.
Todas las miradas se dirigieron al suelo, incómodas por lo que escondían. Neil no necesitó
más respuesta. La fidelidad del animal a su amo lo había llevado a la muerte. Aquella significaría
una gran pérdida para su amigo… ¿y para qué ocultarlo? también para él. Sin embargo, no podía
regodearse en la pena; era urgente poner a Beth a buen recaudo en su hogar.
CAPÍTULO 42

E l único sonido que se oía en su camino hacia la mansión era el crujir de sus
pasos y de los del equino cuando rompían la fina capa de escarcha que se había
formado durante la fría noche. Daba la sensación de que todo a su alrededor había
enmudecido de forma misteriosa, y ni el silbido del viento al pasar por entre las ramas de los
árboles se dejaba notar. Neil, junto al caballo montado por el duque, comprobaba cada pocos
segundos que Beth continuara estable. En el mismo momento en que el grupo alcanzaba la
entrada de Stuart Castle, Caroline y Lady Anne salían de la casa con gesto preocupado. La
duquesa descendió las escaleras sin esperar a que se detuvieran del todo, y corrió en auxilio de su
hija, bajo la afligida mirada de su tía.
—¿Qué ha pasado? —Había urgencia en su voz.
—Después, querida —respondió el duque a la vez que se cercioraba de que su hija seguía
tapada y sin mostrar ni un mínimo resquicio de piel.
Neil se interpuso entre Caroline y el caballo, solicitándole a George en silencio que pasara su
preciosa carga a sus brazos. Él lo hizo de mala gana. Caroline, a su vez, escrutó al desconocido
con ojo crítico. ¿Quién era ese individuo con tan malas pintas? Su kilt raído y hecho jirones,
estaba casi tan dañado como los calzones que llevaba debajo. Y las botas… ¿Se podía llamar
botas a lo que ese hombre llevaba en los pies? El cuero estaba agrietado por varios sitios y la
suela apenas era visible. Aun así, su marido le había cedido a su tesoro más preciado: su hija.
El duque desmontó de un salto y, con una mirada que lo decía todo, alargó los brazos
reclamándole a Neil que se la devolviera. El joven se demoró unos segundos contemplando el
rostro de su mujer. Se la veía tan indefensa, tan débil. Lord Marlborough demostró su
impaciencia con una tos impostada. Neil le dedicó una última mirada a Beth, suspiró resignado y
se la cedió. En cuanto George la tuvo contra su cuerpo, atravesó la puerta con paso urgente.
—En el camino de vuelta, he mandado que avisen al médico. No tardará en llegar —informó
a quien quisiera oírlo mientras accedía al piso superior.
Antes de que Caroline tuviera tiempo de comprobar cómo estaba la joven, vio cómo su
marido la alejaba de ella envuelta en sus brazos. Angustiada, siguió a su esposo con paso ligero,
aunque sin llegar a alcanzarlo.
—¡Sally! —gritó la duquesa mientras ascendía los peldaños—. ¡Sally, te necesitamos!
Neil se quedó quieto y mudo bajo el umbral, mirando con impotencia cómo lo separaban de
su mujer sin que él pudiera hacer nada para impedirlo.
Ya en la habitación, el duque la depositó con cautela sobre la cama. Caroline, por fin, se
acercó a su hija y le cogió una mano.
—¡Está helada! —Exclamó horrorizada. Se giró hacia la sirvienta, que acababa de entrar—.
Hay que conseguir que entre en calor —ordenó de forma apremiante.

—Os dejo a solas con la niña —declaró George retomando su aplomo—. Yo tengo algo que
resolver.
En realidad, lo que quería era ahorrarse volver a ver a su hija desnuda, algo que, si no lo
remediaba desapareciendo inmediatamente de allí, ocurriría en cuanto le quitaran el abrigo de
James. Oyó la exclamación escandalizada de las mujeres en cuanto cerró la puerta. Al parecer, ya
habían descubierto lo que se escondía bajo el gabán. Sabía que era esencial mantener una seria
conversación con aquel… con Lord Bruce, pero estaba tan enfurecido que prefirió refrenar el
impulso que sentía de degollarlo antes de enfrentarse a él. En el camino a su recámara se topó
con Molly, quien, muerta de preocupación, permanecía cerca de la habitación de su señorita
tratando de no ser vista.
—Tú —dijo el duque señalándola al descubrirla—, acompaña a la biblioteca al… —se atascó
antes de poder nombrarlo— caballero que aguarda en el portal. Yo iré… ya iré —concluyó con
un gesto de mano.
—En seguida Milord.
Se separaron para tomar caminos diferentes. Mientras George se dirigía a su dormitorio con
la intención de tomarse un whiskey… o dos, Molly bajó dispuesta a obedecer la orden recibida.
No había ningún criado junto a Neil. Nadie en la casa estaba interesado en aquel pordiosero,
a pesar de haber sido él quien hallara a Elisabeth.
—Acompáñeme —le indicó Molly amablemente al encontrarse con él—. El duque lo verá
enseguida.
La siguió con la mirada fija en su espalda. Nada de la fastuosidad de aquella mansión
llamaba su atención. Solo estaba interesado en lo que pasaba en el piso de arriba, en el
dormitorio de Beth, donde, suponía, la habían trasladado. Estaba a punto de ingresar en la sala
que le señalaba la doncella cuando un hombrecillo gordinflón, algo encorvado y con anteojos,
pasó frente a ellos con caminar apresurado. Lo reconoció al instante: el doctor O’Connor, el
mismo que asistía a su familia desde… toda la vida, que él recordara. Dudaba de que fuera el
médico más indicado para hacerse cargo de Beth dada su avanzada edad, pero tendría que confiar
en sus años de experiencia; no le quedaba otro remedio.
Una vez dentro de la sala, Molly se despidió de él con una inclinación de cabeza y cerró la
puerta tras de sí, dejándolo solo de nuevo. No se sentó. Al contrario, con pasos pesados, caminó
hasta la puerta acristalada que daba al exterior y dejó que su mirada se perdiera hacia ningún sitio
en concreto. Afuera, livianos copos de nieve comenzaban a caer sin llegar a cuajar. Él no los vio.
Su cabeza estaba demasiado ocupada sin dejar de dar vueltas a un millar de ideas que surgían de
repente y se mezclaban con las que ya estaban ahí. Su situación era crítica. Olvidarse de eso sería
una estupidez. Al hecho de ser un fugitivo de la ley británica desde hacía más de un lustro, había
que sumarle su amor por Beth y las consecuencias que le pudiera acarrear; el duque incidiría sin
duda en esa cuestión. Sin embargo, nada de eso tenía sentido para él. El bienestar de su mujer y
la perspectiva de un futuro sin ella eran lo que en realidad lo carcomía por dentro. Saber que
Beth estaba a escasos pasos de él, tal vez justo en la pieza que había sobre su cabeza, sin poder
acudir a su lado lo estaba martirizando como nada lo hubiera hecho antes. Tener la certeza de
que sus días… sus noches con ella concluirían en el instante en que el duque traspasara esa
puerta lo mataba… Pero imaginarse a Beth en los brazos de otro hombre cuando él ya no
estuviera allí…era como descender al infierno sin posibilidad de escapar de él. Y estaba
convencido de que su mayor temor no tardaría en hacerse realidad porque el padre de su mujer
jamás les daría su bendición.
Oyó el crujir de la maneta antes que el chirrido de las bisagras. Su destino estaba sellado.
Armándose de calma y resignación, se giró muy despacio esperando toparse con la severa figura
de George. Para su sorpresa, era Molly quien entraba portando una bandeja.
—Espero que le apetezca un té —dijo la joven dejando su carga sobre una mesita auxiliar—.
También le he traído unas pastas.
A su pesar, se le hizo la boca agua. ¡Hacía tanto que no tomaba una buena infusión! Y no le
cabía duda de que aquella lo sería. En cuanto a los dulces, el aroma que desprendían lo atraía
como un imán.
—Gracias —dijo acercándose a la chica—. ¿Ha sido cosa del duque? —preguntó extrañado.
—No. Ha sido idea mía. Lo necesita… y lo merece. Usted salvó a la señorita. Se lo
agradeceré toda la vida.
—Soy yo el que tiene que darte las gracias por localizar a la partida de búsqueda.
Ambos se miraron en silencio durante unos segundos, conteniendo una sonrisa de
agradecimiento… y de despedida. Su amistad, aunque breve, había sido sincera, motivada por el
afecto que compartían por Beth. Sin embargo, los dos eran conscientes de que el pasado de Neil
pesaría demasiado en la decisión del duque y que el resultado de su reunión acabaría de la peor
manera posible para el joven.
Ninguno añadió nada más. Un asentimiento silencioso, una sonrisa ligera, un adiós,
posiblemente, definitivo…
***
A pesar de la sorpresa inicial al ver la espalda de la joven Spencer, O’Connor realizó su
trabajo con eficacia. Seguramente, los verdugones eran consecuencia de un castigo, dedujo,
aunque dudaba mucho que hubiera venido de la mano de algún familiar, teniendo en cuenta la
expresión atormentada de su madre y la preocupación que preñaba los ojos de la doncella. En
cuanto hubo examinado a su paciente, envió a ésta última a la cocina con las indicaciones
necesarias para preparar un ungüento.
—Una taza de mantequilla batida, tres dientes de ajo machacados y cuatro cucharadas
colmadas de miel —enumeró a la vez que colocaba un paño humedecido en las partes más
dañadas, a la espera del emplaste que estaba solicitando—. Que la cocinera lo mezcle todo y,
cuando obtenga una pasta homogénea, que lo suba de inmediato.
Sally no se lo hizo repetir.
—¿Qué puedo hacer para aliviarla, doctor? —Solicitó Caroline suplicante.
—Asegúrese de que descanse, es primordial para su recuperación —pronunció con tono
profesional—. También hay que mantener las heridas hidratadas en todo momento. Le enseñaré
cómo hacerlo con el emplasto que nos suban de la cocina.
—¿Qué le parece si le doy unas hierbas para mitigar el dolor?

—Eso no le irá mal, por supuesto…


—Neil —los interrumpió Elisabeth con un lamento—. Solo necesito a Neil.
La duquesa, se precipitó a su lado, sin tener en cuenta que dejaba a medias la explicación del
doctor.
—¿Qué dices, cariño? ¿Quién es ese Neil? No conocemos a nin…
—Neil es mi marido —reveló mientras hacía acopio de fuerzas y le mostraba a su madre el
anillo de madera que adornaba su dedo anular.
Caroline se llevó la mano al pecho de la impresión. Su hija no tenía solo la espalda mal,
también debían haberle golpeado la cabeza y por eso decía necedades.
—Cariño, estás desvariando… —de repente, se quedó callada y recapacitó. Las palabras de
su hija podían sonar a tontería, pero… ese anillo.
Se le presentaba una disyuntiva tras esa loca afirmación, si bien era impensable que su hija se
hubiera casado sin el consentimiento del duque, el anillo que lucía en la mano izquierda hacía
presagiar que lo había hecho. Miró de soslayo al médico. Era de dominio público que los
médicos se comportaban como los sacerdotes y jamás repetían lo que pasaba entre sus pacientes
y ellos, o eso afirmaban ellos siempre. Sin embargo, Caroline no pudo más que desconfiar de la
discreción del que tenía delante; al fin y al cabo, lo acababa de ver por primera vez y ya se había
enterado de más intimidades acerca de la familia que muchas de las personas que frecuentaban
con asiduidad. Sin ir más lejos, ninguna de sus amistades había visto a su hija casi como Dios la
trajo al mundo. Y ahora, para mayor consternación, Elisabeth había dejado caer esa bomba. Si
ese chisme corría por el pueblo… No quería pensar en las consecuencias. Habían mandado a su
niña a Escocia huyendo de posibles cotilleos por un desliz sin importancia con la idea de darle un
escarmiento y el resultado podía ser justamente el contrario.
—Ya hablaremos más tarde, Elisabeth. —Miró al galeno cuadrando los hombros,
recuperando por completo la postura regia que solía mostrar ante los extraños y añadió—. En
cuanto a usted, confío que sepa guardar silencio sobre cuánto ha oído y visto en esta habitación.
—Por supuesto, su Gracia —dijo haciendo una reverencia—. Puede dar por seguro que nada
saldrá de mi boca. —Y lo decía en serio. Los años trabajados para la nobleza le habían enseñado
que sería una imprudencia filtrar cualquier tipo de noticia. Aunque aquella era tan jugosa que…,
tal vez…, se atreviera a revelárselo a su esposa. Que Lady Elisabeth se hubiera casado en secreto
y que hubiera sido objeto de una agresión bien merecía el riesgo.
CAPÍTULO 43

L a espera se le estaba haciendo eterna. Ignorar el estado en que se encontraba


Beth era un suplicio. Las dudas que se le planteaban sobre su futuro lo mantenían
en jaque. Y a pesar de todo, la posibilidad de escapar de allí no era una opción.
Afrontaría con valentía cualquier decisión que el duque tomara sobre su persona… Podía sentirse
satisfecho por haber aguantado durante tanto tiempo sin que lo apresaran. Toda una proeza, en
realidad, gracias a la cual su camino se había cruzado con el de su mujer, algo que ni en sus
mejores sueños hubiera podido imaginar. Por desgracia, el azar había jugado sus cartas
elevándolo al cielo durante un instante y lanzándolo contra la realidad al siguiente. Estaba
ensimismado en esas cavilaciones cuando la puerta se abrió de golpe dando paso al duque.
—Siéntese —ordenó George señalando uno de los sillones y sentándose en el de enfrente.
El rostro de Spencer estaba serio, sin embargo, se apreciaba una nota de color en sus mejillas.
Neil ignoraba si se debía al enfado o al whiskey que destilaba su aliento; cualquiera de las dos
opciones era igual de válida. El silencio se acomodó entre los dos como si de otro invitado se
tratara mientras ellos se mantenían las miradas, midiéndose. Al cabo, el duque negó un par de
veces con la cabeza antes de hablar.
—¿Quiere una copa?
Era una manera un poco extraña de comenzar una charla de la envergadura de la que tenían
pendiente, opinó Neil para sí mismo al tiempo que asentía. Llegados a ese punto, tampoco era
tan mala idea relajarse con un poco de licor, por muy temprano que fuera y el tiempo
transcurrido desde la última vez que lo hiciera.
George echó el cuerpo hacia adelante con las manos apoyadas en los reposabrazos, respiró
sonoramente y se puso en pie. Llenó dos copas que reposaban sobre un mueble próximo a la
puerta y le ofreció una a un Neil expectante. Después elevó la suya en dirección al joven y le dio
un sorbo con el que casi la vació. Él fue más prudente; una cosa era calmar los nervios y otra
muy diferente no tener la mente suficientemente clara como para afrontar lo que estaba por venir.
De nuevo guardaron silencio. Por supuesto, Neil podía abordar el tema, pero le pareció
mucho más prudente aguardar a que fuera el hombre que tenía enfrente quien lo hiciera. Spencer
frunció los labios y luego se pasó la lengua por ellos. Estaba claro que estaba meditando qué y
cómo decirle lo que tenía en mente. Al final, tragó de golpe el resto de su bebida.
—Tengo que agradecerle que salvara a mi hija, Lord Bruce. —Comenzó al tiempo que
posaba la copa sobre la mesita que los separaba—. Sin su intervención, solo Dios sabe lo que
hubiera ocurrido hasta que la encontráramos.
A Neil le resultó raro escuchar de nuevo su nombre familiar. Hacía mucho que nadie lo
pronunciaba, mucho menos con la solemnidad con que lo había hecho el duque.
—No tiene que agradecerme que rescatara a mi mujer de las garras de ese bestia —replicó
Neil meneando la cabeza.

El duque se tensó al escucharlo y cerró los puños sobre el filo de los apoyabrazos; parecía
dispuesto a atacar en cualquier momento. No lo hizo. En vez de ello, respiró profundamente y
dejó ir el aire de forma muy lenta.
—En cuanto a eso de que Elisabeth es su mujer… Bien, ese es un tema que trataremos más
tarde —venteó el aire con la mano—. Como le decía, le agradezco que actuara tan eficazmente y
le ahorrara a mi hija un castigo mayor. Para demostrárselo, he decidido que pasaré por alto su
condición de prófugo y no daré parte a las autoridades sobre usted —concluyó muy orgulloso de
cómo había afrontado el asunto.
Neil chasqueó la lengua y cerró momentáneamente los ojos. Para ser sincero consigo mismo,
no se había imaginado algo así, pero no le extrañaba. El duque era un buen estratega y había
planeado la cuestión como tal, sin dejar que el alcohol le nublara el juicio.
—Supongo que lo que me ofrece tiene un coste, ¿me equivoco? —Fue directo al grano. De
nada servía alargarse.
—Veo que no se anda con rodeos; eso es algo digno de admirar. —Verdaderamente sus
palabras parecían sinceras—. Tiene usted razón, Lord Bruce.

—Le agradecería que no me llamara de ese modo. Lord Bruce es mi padre. Desde hace años
yo soy simplemente Neil.
—Pues me disculpará, pero voy a seguir llamándolo así —dijo el duque con voz fría, muy
diferente de la que había utilizado hasta entonces.
Neil no quiso entrar en disputa. Había cosas mucho más acuciantes que merecían su interés.
La forma en que el padre de Beth lo tratara carecía de importancia, por mucho que le molestara.
—Volviendo a lo que estábamos, ¿cuál es el precio a pagar por su benevolencia?
Con ironía quizás no era la mejor manera de tratar con Su Señoría, pero era la única manera
de dejar salir la rabia que sentía. Conocía de sobra lo que le iba a solicitar incluso antes de que
pronunciara las palabras.
—Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, no creo que haga falta que se lo diga.
—Preferiría que lo hiciera. En esta cuestión no quiero que haya malentendidos.
—Está bien, como quiera Lord Bruce —pronunció su título con sarcasmo—. Le dirá a mi
hija que no quiere saber nada más de ella, que ha sido un juguete para usted. A cambio, no solo
se librará de prisión, sino que obtendrá un salvoconducto y algo de dinero para trasladarse fuera
del país. Podrá comenzar una nueva vida, conocer a una joven de su agrado y tener una vida libre
de persecuciones y —le miró de arriba abajo—de miseria.

Para Neil nunca, desde que conociera a Beth, había sido un misterio que su futuro no estaba
ligado al de ella, por más que los dos lo desearan. No obstante, había cosas con las que no podía
transigir.
—Lo siento Milord, pero no puedo mentirle a su hija… y no lo haré.
—Se enfrenta a…
—Lo sé —lo atajó alzando la mano.
—El final será el mismo: Elisabeth no estará con usted. Es su decisión si prefiere que sea por
obtener su libertad o su cautiverio. Está en su mano.
—Amo demasiado a su hija como para mentirle. Además, ella no me creería; conoce el fondo
de mi alma mejor que yo mismo.
—Entonces, no me deja otro remedio —aseveró George con una mezcla de consternación,
enfado y… orgullo.
Neil estaba afirmando en silencio, aceptando su destino cuando la puerta se abrió de golpe
dando paso a una Caroline mortalmente seria. Los dos hombres saltaron de sus asientos con cara
de preocupación.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntaron a la vez—. ¿Cómo está Elisabeth?
—Está descansando. El doctor se ha ocupado de sus heridas y verdugones y se ha marchado
después de darnos instrucciones de cómo tratarlos.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara? —Preguntó el duque serio.
La duquesa ignoró a su marido y se dirigió a Neil, con el ceño fruncido.
—¿Es usted el que, según mi hija, es su marido?
—Soy su marido ante los ojos de Dios, sí.

La dama meneó la cabeza consternada. Por más que el médico le hubiera manifestado que
guardaría silencio, nadie le podía asegurar que lo hiciera en realidad. Y si aquello trascendía, la
reputación de su hija, así como la posibilidad de un matrimonio conveniente se verían seriamente
comprometidos.
—¿Hasta dónde ha llegado su implicación con mi hija? —Quiso saber Caroline mientras su
mente no paraba de trabajar.
—No sé a qué se refiere. —Trató de sonar convincente sin mucho éxito.

—¡Oh, vamos! Lo sabe perfectamente —dijo indignada. Por sus ojos se escapaba una furia
asesina.
Neil se dio cuenta de que no servía de nada fingir que no la comprendía. Cuadró los
hombros, miró de reojo al duque y, finalmente, enfocó su atención en la duquesa.
—Digamos que… es posible que un nuevo miembro de la familia esté en camino.
George reaccionó de la peor manera. Lo agarró por la pechera y lo acercó a su cuerpo con
violencia.
—¡Bastardo! —bramó antes de descargar un puñetazo en el ya golpeado rostro del joven,
quien ni siquiera trató de defenderse.
—Detente, George —le pidió su mujer sujetándolo por el hombro—. Con violencia no
vamos a arreglar las cosas.
—Pero es que… —Spencer todavía tenía mucha rabia contenida como para dejarlo estar sin
más.
—George, por favor. —La voz femenina sonó a ruego.

El duque lo soltó con un empujón que a punto estuvo de derribarlo.


—¿Y cómo sugieres que se arregle este…disparate? —Se inclinó hacia ella con los brazos
abiertos en cruz.
—¿Tú qué le has propuesto a este… caballero? —Su mirada y su expresión dejaban a las
claras que no lo consideraba como tal.
—Le he dado la opción de olvidar su condición de prófugo y proveerle de un salvoconducto
para que abandone el país.
Caroline miró a su marido extrañada, sin entender a qué salvoconducto se refería y, acto
seguido, se concentró en lo que le decía Neil.

—A cambio de que engañe a mi mujer afirmando que no la amo —puntualizó Neil


frotándose con gesto dolorido donde había recibido del golpe.
Caroline le dedicó una mirada reprobatoria al duque. Si era cierto que se amaban, aquella
estratagema era del todo errónea. Por otro lado…, había que tener en cuenta que su marcha, tal
vez, empeorara aún más las cosas.
—Si, como afirma él —ladeó la cabeza señalando a Neil—, cabe la posibilidad de que
nuestra Elisabeth esté esperando un hijo suyo, ¿cómo podríamos explicar su estado? Además —
bajó la vista al suelo abatida—, puede que la noticia ya no sea un secreto.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó George llevándose las manos a la cabeza. Neil la miró
sorprendido. También él quería conocer la respuesta.
—El doctor estaba presente en la habitación y la oyó cuando me lo confesó.
Los dos hombres se quedaron sin palabras. La situación se iba complicando por momentos.
CAPÍTULO 44

B ajo la atenta mirada del Neil y su marido, la duquesa balanceaba la cabeza a la


vez que deambulaba sin rumbo por la biblioteca. Su expresión concentrada parecía
decidida a encontrar una salida a la situación. De repente se detuvo al llegar junto
al ventanal y se dio la vuelta para enfrentarlos con expresión pesarosa.
—Si al menos corriera una sola gota de sangre noble por sus venas…
—Mi sangre no es el problema, Milady.

—No lo entiendo. —Caroline arrugó el entrecejo de una manera encantadora.


—Sencillo, querida —medió George—. Aquí, este… señor pertenece a una familia de la
aristocracia escocesa. Una familia que conocemos y con la que hemos tratado en las últimas
fechas.
Los ojos de Caroline se abrieron sorprendidos al principio y aliviados después.
—Entonces, ya está todo arreglado, ¿no te parece, George?
—No es tan sencillo, querida, no es tan sencillo.
—¿Qué inconveniente hay? Es posible que su posición no pueda igualar a la nuestra —se
encogió de hombros—, pero ¿cuál podría, salvo la de algún que otro duque? No muchos pueden
presumir de estar a nuestra par. Desde que Elisabeth nació, hemos aceptado que sería muy difícil
emparentarla con una familia que nos igualara. Será… —miró a Neil con una disculpa en el
rostro— bajar el listón más de lo que teníamos previsto, cierto. Sin embargo, no es un
impedimento tan desmesurado cuando la alternativa es el escarnio público.
—No es tan sencillo, querida, no es tan sencillo.
—No entiendo por qué no.
—Lo que su esposo pretende explicarle, señora —Neil se incorporó y dio un paso al frente
—, es que mi padre, sin tener en consideración que yo era su heredero, me repudió al unirme al
ejército jacobita para luchar contra la corona inglesa. Soy por tanto a la vez su enemigo y un
proscrito. Esa es la razón por la que el duque me ha planteado su inaceptable propuesta.
—¡Hombres! —miró a uno y luego a otro antes de alzar los ojos al techo—. Vamos a ser
prácticos. Todos queremos que este trance concluya de la mejor manera posible para todos, ¿no
es así? —Ellos asintieron en silencio, dispuestos a escuchar todo lo que Caroline tuviera que
decir—. Para empezar, hay que hablar con su padre para que vuelva a reconocerlo.
—Eso es del todo imposible. Recuerde que soy…
—Tonterías. Su padre aceptará porque nadie rechazaría relacionarse con el duque de
Marlborough, menos aún emparentar con él.
—No olvides, querida que es un fugitivo de la ley —refutó el duque cruzándose de brazos
muy malhumorado. Su mujer estaba resultando ser una gran estratega, mejor incluso que él
mismo.
—No lo olvido. Como tampoco olvido que le habías ofrecido un salvoconducto para dejar el
país libremente.
—Es cierto, sí, pero…
—George, se trata del honor de tu hija, y con él, el de la familia. No es momento de ponerse
quisquilloso.
—A ver, ¿qué tienes en mente? —George conocía a su esposa demasiado bien como para
saber que ya tenía la solución ideal para el conflicto que tenían entre manos.
—Una vez hayamos conseguido que su padre…, Por cierto, ¿quién es su padre?
—Charles Bruce, conde de Elgin.
—¡Vaya! Es mucho mejor de lo que me esperaba. —Ante el silencio de sus dos
interlocutores, la duquesa meneó la cabeza mientras se llevaba la mano a la frente antes de
continuar—. Como decía, una vez vuelva a ser el heredero del conde, celebraremos una boda
intima, a fin de que nadie, nunca, pueda cuestionar la veracidad del vínculo matrimonial.
Entonces, el mismo día si es preciso, usted aceptará el salvoconducto que le ha ofrecido mi
marido y se irá a la propiedad que el ducado tiene en Irlanda, evitando así que el estado o la
milicia puedan detenerlo.
Al duque le pareció una jugada maestra la que había elaborado su mujer, en cambio, Neil no
lo veía tan claro.
—Creo no haber entendido bien la última parte de su proposición. ¿Ha dicho que me iré?
¿Yo solo? ¿Sin mi mujer?
—Por supuesto. La reputación de Elisabeth quedará libre de sospecha gracias a su
matrimonio, pero no será necesario apartarla de la vida que conoce ni de aquellos que la quieren.
—¡No! —El grito angustiado llegó desde la entrada de la biblioteca.

Distraídos con su conversación, ninguno se había percatado de la presencia de Beth, que


permanecía apoyada en el marco de la puerta. Sus piernas apenas tenían la suficiente fuerza
como para sostenerla.
—¡Beth! —Neil corrió hacia ella, adelantándose al duque y la cogió a peso—. ¿Qué haces
fuera de la cama? ¿Cómo has bajado las escaleras?
—¡Te dejé descansando! ¡Estabas dormida! —Exclamó la voz alarmada de Caroline.
La joven acarició el rostro magullado de su marido mientras la llevaba a uno de los sofás
antes de girarse para estudiar las expresiones de sus padres, que permanecían uno junto al otro
observándolos. El amor que destilaban sus ojos al mirarla era imposible de ignorar.
Neil la depositó con cuidado sobre el asiento y se arrodilló en el suelo, desde donde le tomó
una mano y se la llevó a los labios.
—Si Neil se va —la voz más firme de la que su estado predecía—, yo iré con él.
—Pero, cariño… —intentó interrumpirla su madre. La mano en alto de Beth le impidió
continuar.
—Mamá, Neil es mi esposo y no pienso separarme de él. No me importa abandonar Gran
Bretaña; me trae sin cuidado disfrutar de una vida llena de lujos o no. Lo único que deseo es
compartir mi vida con el hombre que amo. —Sonrió a pesar del dolor que le producían los cortes
de los labios—. He oído el magnífico plan que ha trazado, madre, y estoy de acuerdo en todo…
menos en la parte en que Neil y yo nos separamos. Me iré a Irlanda y allí, con él, seré feliz. ¿No
es eso lo que desea para mí?
Caroline se retorció las manos, indecisa; no sabía qué argumentar para que su querida hija se
quedara con ella. El duque, por su parte, mostraba una actitud tremendamente seria antes de que
empezara a hablar:
—Siempre hemos querido lo mejor para ti. Tu felicidad es muy importante para nosotros, por
supuesto, sin embargo…
—Si no me dan su aprobación, huiré con él. No lograrán separarnos jamás.
George sopesó las palabras de su hija y la determinación que desprendían. La conocía, o
creía hacerlo, porque la mujer que tenía enfrente era mucho más madura que la muchachita que
había mandado a Escocia meses atrás. Y si antes ya era difícil quitarle una idea de la cabeza
cuando se le metía, ahora parecía imposible conseguirlo. Aun así, hizo un postrero intento.
—Las cosas pueden ser muy complicadas cuando no cuentas con el respaldo de tu familia.

—Pero yo lo tendré, padre. Neil es ahora mi familia, no lo olvide.


—Por supuesto que lo es —medió Caroline aceptando la derrota—. Eso sin contar con que
las dificultades son menores cuando dispones de una dote como la tuya.
George contempló a su mujer como si fuera la primera vez que la veía. Al parecer, estaba
dispuesta a ceder en algo tan trascendental para todos ellos. Sin embargo, la duquesa no se dejó
influenciar por la mirada airada de su marido. Estaba siendo testigo del amor que se profesaba la
pareja y sabía que oponerse a sus deseos lo único que conseguiría sería hacerlos desgraciados a
los dos y, por extensión, a toda la familia.

—Querido, no tenemos más remedio que hacer lo que nos pide. —Le cogió una mano y lo
miró con ternura—. Se aman y el amor posee una fuerza tal que no hay nada en el mundo capaz
de vencerlo, ¿lo recuerdas?

George se frotó la frente con la mano libre a la vez que negaba de forma vigorosa. Una

jovencita, su hija, para ser exactos, le había ganado la partida. Él conocía muy bien el

sentimiento que albergaba el corazón de Elisabeth; el suyo lo cobijaba de igual manera. Él

también amaba a su esposa con toda su alma y por nada del mundo consentiría en separarse de

ella de forma definitiva. Relajó la postura y miró a la mujer con la que compartía la vida desde

hacía tantos años. Al observar sus ojos cargados de cariño supo que no le quedaba más remedio

que darle su bendición a Elisabeth.


CAPÍTULO 45

L as previsiones de Caroline se cumplieron exactamente como ella había dicho


que pasaría: Charles Bruce no presentó ninguna objeción a reconciliarse con su
primogénito dado que, al hacerlo, emparentaba directamente con Marlborough,
posiblemente el ducado más influyente y poderoso de toda Gran Bretaña. Aquello lo colocaba a
él y a su linaje en una posición ventajosa en la sociedad, especialmente en Escocia. Tras la
escabechina de Culloden era importante seguir mostrándose partidario de la corona. El conde no
quiso indagar acerca de los motivos que llevaban al duque a consentir el matrimonio entre su
ingrato hijo y la encantadora Elisabeth Spencer; no eran de su incumbencia. En cambio, los
muchos beneficios que sacaba él de esa unión sí lo eran, por lo tanto, no tenía nada que objetar.
Para Meg, conocer la noticia, representó la vuelta a la vida. Llevaba tanto tiempo padeciendo
en silencio la pérdida de su hijo que saber que lo recuperaba fue el fin de su agonía y el cenit de
su felicidad. ¿Qué le importaban a ella la posición social, los favores a obtener o la grandiosidad
del apellido con el que iba a entroncar Neil? Tenía a su hijo otra vez con ella, eso era lo único
que merecía la pena tener en cuenta. Sabía que, debido a sus complicadas circunstancias, el
tiempo del que disfrutarían juntos sería breve. No obstante, ya no tendría que lidiar contra la
oposición de su marido para visitar a la joven pareja cuando se instalara en su nuevo hogar.
Leslie fue la más efusiva de todos al conocer la buena nueva.
—Estoy muy contenta por los dos. —Se tiró a los brazos de su amiga en cuanto entró por la
puerta de Stuart Castle, donde su familia había sido convocada—. Os merecéis vivir vuestro
amor en paz, sin secretos o persecuciones.
Las miradas de los presentes se concentraron en las dos jóvenes.
—¿Tú sabías que…? —Preguntó incrédula Lady Bruce.
—Sí madre. Lo descubrí recientemente.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—No es momento para hablar de banalidades —las cortó el conde, moviendo la mano con
gesto despectivo, más interesado en formalizar el contrato nupcial que en cualquier otra
consideración.
Aquella actitud no gustó a los duques ni a sus hijos. Incluso Anne, quién parecía haber
envejecido diez años en los últimos días y que lo conocía desde hacía tiempo, frunció el ceño al
darse cuenta de la clase de persona interesada y calculadora que era. Sin duda, su capacidad para
juzgar a las personas era nula. Lo había demostrado con John y ahora le estaba ocurriendo lo
mismo con el conde.
Mientras los dos cabezas de familia se reunían en la biblioteca acompañados de James y de
Neil, las damas se retiraron a un saloncito con el ánimo infinitamente más relajado.
—Deberíamos hablar sobre los preparativos de la boda —sugirió la duquesa una vez sentadas
y con sendas tazas de té en las manos—. No podemos demorarnos demasiado porque mañana
mismo hablaremos con el reverendo. Lo ideal sería que la ceremonia se llevara a cabo el próximo
viernes.
—Pero Caroline —se escandalizó su tía que ignoraba los pormenores de ese apresurado
matrimonio—, en solo una semana no hay tiempo para organizar nada.
—Neil y yo no precisamos de más celebración que la de tener un futuro juntos —afirmó Beth
con entusiasmo a través de sus labios magullados—. Cualquier otra cuestión es superflua para
nosotros.
Leslie tomó su mano afirmando con la cabeza; todo aquello le parecía lo más romántico y
excitante que hubiera vivido jamás.
—Pero, Elisabeth —se quejó la anciana enfurruñada—, eres miembro de una de las familias
más…
—Se tratará de un enlace sencillo e íntimo —le informó Caroline por primera vez—. Ni los
condes ni nosotros deseamos otra cosa, y los novios —le dedico una mirada cariñosa a su hija—,
por supuesto, tampoco.

—¿Usted está de acuerdo, Lady Bruce? ¿No le gustaría compartir con sus vecinos tan
especial momento?
—Discúlpeme si le digo que no. Convengo con su sobrina en no atrasar la unión de nuestros
hijos —se encogió levemente de hombros—. Los chicos se quieren y desean comenzar su vida
juntos, lo demás sobra.
—Pero…Elisabeth todavía no estará recuperada del todo. Su rostro… —argumentó como
último recurso.
—Tía —habló Beth con voz serena y juiciosa—, el amor que siento por Neil es la mejor
medicina. Solo estando unida a él podré sanar por completo.

Anne no replicó. Había demasiadas cosas que escapaban a su control: ¿Cómo se había
conocido la pareja? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué urgía tanto llevar a cabo ese matrimonio? A fin
de cuentas, todo había ocurrido mientras la niña estaba bajo su cuidado… Pero decidió que si sus
tutores, los principales interesados en que su hija se casara correctamente, estaban de acuerdo
con que la boda se celebrara de esa extraña manera, ella no añadiría nada más. Bastante
mortificada estaba ya con haber sido la persona que le presentara a John Prescott y la obligara a
soportar su compañía, con las consecuencias que ello había acarreado.
***
Las negociaciones acabaron pronto. El duque expuso sus condiciones y el conde las aceptó.
Entre éstas estaba que el conde le pasaría una asignación a su hijo de mil quinientas libras de
forma vitalicia. Sumadas a las diez mil libras de la dote de Elisabeth, se trataría de una buena
suma de dinero que proporcionaría a la pareja una vida mucho más que cómoda. A eso había que
añadir la hacienda que el duque les cedía en Irlanda: una extensión de tierra de quinientas
hectáreas, si se incluían los terrenos de labranza. En definitiva, los recién casados jamás tendrían
que preocuparse por su futuro bienestar.
A Neil, todo aquello le parecía excesivo, pero pensó en Beth y en lo que era mejor para ella,
y aceptó sin poner objeción. En cuanto al título de conde de Elgin, se estipuló que pasaría
directamente al primer hijo varón que tuviera la pareja. Charles no podía olvidar el agravio de su
hijo. Neil tampoco el comportamiento de su padre. Aquel acuerdo era un pacto que, de alguna
manera, ambos podían aceptar.
Con todos los temas tratados, ya no quedaba más que hablar. El conde se reunió con su
esposa y su hija y juntos se dirigieron al carruaje que los esperaba para llevarlos de vuelta a su
hogar. Antes de subir, Leslie se giró hacia Beth.
—Me alegro muchísimo de que vayas a ser mi hermana.

—Y yo también —confesó la joven emocionada, apoyada en el brazo de su padre, incapaz


aun de sostenerse por sí misma.
—Lady Bruce, en cuanto tenga la respuesta del pastor, nos volveremos a reunir para ultimar
los pormenores de la boda —aseguró Caroline en su posición junto a su hija.
—Será un placer, Milady —respondió Meg con una inclinación.
El duque no esperó a ver alejarse el vehículo. Estaba preocupado por Elisabeth, que llevaba
demasiado tiempo fuera de la cama, que era donde debía estar dado su estado. Los demás lo
siguieron de inmediato, presos de la misma inquietud por la salud de la joven. Neil, indeciso, se
mantuvo en el vestíbulo, viendo como el resto conducía a su mujer a sus aposentos. George lo
miró desde lo alto de la escalera.
—Joven, espéreme en la biblioteca. —Luego, se dirigió a su hijo que lo seguía de cerca—:
Tú quédate con él. Tienes mucho de qué informarnos.
Se aseguró de que su hija estaba bien acomodada y la dejó al cuidado de Caroline. Anne, sin
saber muy bien cuál era su sitio, por mucho que aquella fuera su casa, se quedó con ellas, por si
se la necesitaba; se sentía responsable de lo que le había sucedido a Elisabeth. Cuando el duque
abría la puerta, le salió al paso.
—Lo siento —dijo llena de pesar, posando una mano en el brazo extendido de George.

Él miró aquellos ojos llenos de desazón después de observar la ajada mano sobre su
chaqueta.
—Lo sé. —Eran innecesarias más explicaciones para entenderse.
***
James y Neil aguardaban en silencio la aparición del duque. De vez en cuando, sus miradas
se cruzaban, pero las palabras se negaban a salir de sus bocas, cada uno sumido en sus
pensamientos. Mientras el highlander, ya sin la presión por conocer el estado de Beth, sentía una
preocupación alarmante por la salud de Mac, Spencer reflexionaba sobre cuan sólidas debían ser
las convicciones de un hombre para llevarlo a abandonar todo lo que conocía con tal de
seguirlas. En esas estaban cuando se abrió la puerta y apareció por ella el duque.
—Bien, James, cuéntanos todo lo que ha ocurrido desde que te dejamos en la cabaña.
A la vez que tomaban asiento, su hijo inclinó la cabeza afirmativamente antes de pasar a
exponer lo sucedido:
—Mientras esperábamos a que llegara el grupo de soldados que se iba a hacer cargo de
Prescott, estuvimos considerando las heridas del anciano. No presentaban buen aspecto y, lo que
es peor, él no recuperaba la conciencia. No lo hizo en todo el tiempo que permanecí con él, por
desgracia. —Paseó la mirada de uno a otro antes de añadir—: La contusión en la cabeza no tenía
buena pinta, para ser sincero. Ha sufrido una gran pérdida de sangre a consecuencia de la herida.
—¿Lo ha visto un médico? —Se interesó Neil echando el cuerpo hacia adelante.
—Mandé recado para que fuera a visitarlo el doctor, pero no sé si ya lo ha hecho o no —
reconoció pesaroso—. Pensé en la posibilidad de trasladarlo aquí, sin embargo, decidí que era
mejor que el médico nos indicara si era aconsejable moverlo, dadas sus condiciones. En
cualquier caso, dejé un par de hombres a su cuidado y, en cuanto sea seguro para él, lo traerán.
—Se lo agradezco —dijo Neil emocionado.
—Ese hombre arriesgó su vida por salvar la de mi hermana, ¿qué otra cosa podría hacer?
—¿Qué pasó con el capitán? —Quiso saber el duque.
—Despertó antes de que llegaran a por él. El muy imbécil estaba ofuscado y no paraba de
gritar que se las pagaríamos. Tuve que ayudarlo a perder de nuevo la conciencia —reconoció con
una sonrisa satisfecha—. Se lo llevaron en un carro como la piltrafa humana que es, hecho un
ovillo, atado y apaleado. Solo me resta asegurarme de que le den el castigo que se merece. Para
eso, mañana mismo me personaré en el cuartel y hablaré con el mayor Williams. Tengo que
explicarle yo mismo hasta dónde ha llegado su osadía.
Concluido su relato, los tres se quedaron en silencio, meditando sobro lo escuchado. Por fin,
George salió de su mutismo:
—Muchacho, ¿tiene dónde quedarse esta noche?
—No se preocupe por mí, Milord. Llevo años cuidando de mí mismo. Podré soportar una
noche más.
—Ya no tendrá que dormir a la intemperie —lanzó una mirada al exterior, donde el día
empezaba a declinar—. Ahora es un miembro de la familia. Haré que le preparen una habitación
y James le prestará algo de ropa, ¿verdad, hijo?
—Por supuesto, padre.
—¿Hay algo más que precise? —El interés de George sonó genuino.
—Solo una: ver a mi esposa.
A pesar de la incomodidad que le produjeron sus palabras, el duque accedió con un
asentimiento de cabeza. Se puso en pie y con un gesto instó a Neil a que lo siguiera.
La habitación estaba en penumbra. Caroline, sentada en un sillón a la cabecera de la cama,
observaba cómo dormía su hija. Anne reposaba en otro sillón a los pies mientras Sally se
ocupaba de tenerlo todo listo para cuando su señorita despertara. Al verlos aparecer, las tres
desviaron la vista en su dirección. Si les sorprendió ver a Neil allí, ninguna lo demostró.
—Querida —dijo George en voz queda—, démosles un poco de intimidad. —A esas alturas,
la reputación de su hija había dejado de importar.
Caroline miró a su hija una vez más. Se levantó con cuidado de no hacer ruido y, con un
ademán, les pidió a las otras dos mujeres que la imitaran. Un minuto después, la puerta se
cerraba dejándolos solos.

Neil se acomodó en el mismo asiento que momentos antes ocupaba la duquesa y se quedó
embelesado contemplando cómo dormía Beth. Con sumo cuidado acarició su rostro, evitando las
zonas magulladas. Sin poder evitarlo, evocó cada una de las penurias que lo habían llevado a ese
momento: el rechazo de su padre, el alejamiento de su familia, la batalla, la muerte de sus
compañeros, los años de soledad, el hambre, el frío… Nada de todo aquello tenía ya relevancia.
Nunca lo olvidaría, por supuesto, pero la promesa de un futuro con la mujer que amaba
compensaba con creces cada sufrimiento padecido.
Beth entreabrió los párpados y sonrió al reconocerlo.

—Estás aquí, mi amor, conmigo —musitó adormecida.


—Aquí estoy, sí. Y, a partir de este instante, siempre lo estaré.
EPÍLOGO
1755

B eth esperaba con impaciencia en la puerta de su hogar la llegada del coche de


caballos, con las manos apoyadas sobre su abultado vientre y su hijo Mac junior
agarrado a la falda. Llevaba sin ver a su cuñada desde hacía tres años, cuando viajó
a Irlanda para estar presente en el nacimiento de su primer sobrino. Desde entonces habían
pasado muchas cosas, empezando por la prosperidad que había conseguido la hacienda cedida
por su padre, el duque, gracias al buen hacer de Neil, hasta la inminente llegada de un segundo
retoño. Por desgracia, viajaría ella sola, ya que los duques y la condesa tenían obligaciones que
les impedían viajar en esas fechas. Sonrió sin motivo aparente. Se sentía satisfecha con su vida.
Más que eso.
Era feliz.
El amor que sentía por su marido crecía día a día y el de él corría la misma suerte. Su hijo
crecía fuerte y ya se perfilaba como un niño inteligente, sumamente curioso. Su embarazo no
presentaba complicaciones. Las tierras que poseían eran fértiles. Sus padres estaban sanos, su
hermano era dichoso en su matrimonio… Todos los elementos importantes de su existencia
estaban en armonía. La única nota que no seguía la norma era su tía abuela Anne. Desde lo
ocurrido con el capitán y su posterior ejecución, su vitalidad y sus ganas de vivir habían
mermado. La pérdida de peso y la apatía eran una constante en su existencia hasta tal punto que
se empezaba a temer por su vida. Ni siquiera la compañía de Mac, que se había avenido a
trasladarse a Stuart Castle tras lo ocurrido, mejoraba su humor.
Absorta en sus pensamientos no se dio cuenta de que Pulgas llegaba hasta ellos desde la parte
posterior de la casa. El animal la eludió sin miramientos y se puso a dos patas sobre las piernas
de Mac, que comenzó a acariciarle la cabeza como solía hacer.
En ese instante, se oyó a lo lejos el ruido de unas ruedas girando sobre el sendero que llevaba
a la casa.
—Ya están aquí —le dijo a su hijo mientras bajaba las escaleras.
—¿Papá?
—Sí, cariño, y trae a tu tía Leslie con él.
—¿Lely? —preguntó curioso con su lengua de trapo.
—Sí. Va a pasar una temporada con nosotros, hasta que nazca tu hermanito o hermanita.
—Yo tero un hemanito.
—Lo sé, mi vida, pero puede que…
El carruaje se detuvo en ese preciso instante dejando su explicación a medias. De él emergió
la cabeza de Neil, seguida de su escultural cuerpo. En cuanto puso un pie en el suelo, alzó la
mano para ayudar a quien lo acompañaba y, cual no fue la sorpresa de su esposa al descubrir que
se trataba de Caroline.

—¡Mamá! —Exclamó henchida de emoción—. Me había dicho que…


—Lo sé, querida —miró divertida a su yerno—. Mi llegada tenía que ser una sorpresa.
No fue la única que recibió: su padre y su suegra también estaban allí. Y, por supuesto,
Leslie.
Se formó una algarabía de abrazos afectuosos y carantoñas, cuyo objetivo fue Mac en
especial. El niño, abrumado pero contento, se dejó querer por una familia que no conocía, pero
de la que había oído hablar en multitud de ocasiones.
Fue por la noche, en la intimidad de su alcoba, cuando todos reposaban en sus lechos,
después de una velada de risas y cariño, que Beth pudo agradecerle a su marido el regalo que le
había hecho como él se merecía: demostrándole con todo su cuerpo lo mucho que lo amaba.
Agradecimientos

D esde que recuerdo, siempre he sido una ávida lectora. Nunca he dejado de
nutrirme de todo aquello que la imaginación de los autores podía ofrecerme.
Conocer a través de sus palabras historias que sus intelectos han creado ha
conseguido que viviera situaciones que, de otro modo, jamás hubiera soñado. A todos ellos,
incluidos los que todavía no he tenido el placer de leer, gracias. Gracias por compartir con
nosotros vuestras creaciones, que como dioses literarios que sois, habéis inventado para nuestro
deleite. Vuestro ejemplo me dio alas para emprender este vuelo que ahora he puesto en manos de
otros que, como yo, disfrutan conociendo unas realidades y unos personajes que otras mentes han
ideado.
Por supuesto, quiero agradecer a todos aquellos que me han animado a lanzarme a esta
aventura, su apoyo y su cariño. Lamento haber sido un poco pesada durante el proceso que he
tenido que pasar para que estas letras llegaran a ver la luz. Espero recompensárselo en el futuro,
empezando por demostrarles que todo su empuje ha tenido un sentido: finalizar esta novela.
Entre esas personas que han tenido que soportar mis momentos de indecisión, mis ganas de dejar
correr esta empresa o mis instantes de pánico, estás tú. No hace falta que te nombre para que
sepas que hablo de ti. Gracias por estar siempre a mi lado cuando te necesito, por ser el hombro
en el que cobijarme, por escucharme, aunque no tenga nada que decir. Sin ti, mi editora personal,
no lo habría conseguido.
A mi familia, mi soporte vital, tengo que darles las gracias por absolutamente todo. Por ser
parte de mí; por hacer que mi día a día sea tan feliz; por aguantar mis malos momentos y hacer
que los buenos sean aún mejores. Ya sabéis cuánto os quiero.
No puedo, ni quiero olvidarme de ti, vida, ni de las oportunidades que me has brindado, tanto
las buenas como las no tan buenas. Me has llevado por sendas que han enriquecido mi alma; me
has mostrado lugares que han dejado poso en mi corazón; has puesto frente a mí a seres humanos
maravillosos que han cambiado mi perspectiva de las cosas, y también personas que con su
rechazo me han obligado a mejorar constantemente. Eres un regalo que estoy muy dichosa de
haber recibido.
Y, por último, gracias a ti, soñador, que has decidido participar en esta correría que tengo la
osadía de poner ante tus ojos. Espero no defraudarte.

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