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Mill, John Stuart (1859), “Sobre los límites de la autoridad de la sociedad

sobre el individuo”, en Sobre la libertad, capítulo IV

Como indica en título del capítulo, Mill se pregunta por los límites de la autoridad social sobre el
individuo: ¿Cuándo es legítimo que la sociedad intervenga en los asuntos de las personas? Esto
supone esferas de gobierno. Una esfera individual y una social, cada cual con sus propios intereses.
Así, el individuo tiene legitimidad de gobierno con respecto a los asuntos que son sujetos de su propio
interés. En tanto, la sociedad posee legitimidad de mando en cuestiones que le interesan
principalmente a ella. De este modo, son los asuntos de interés lo que fundamenta la legitimidad de
gobierno.
En efecto, existen obligaciones de los individuos para con la sociedad. Obligaciones que se basan en
los beneficios que recibe cada persona de ella; la protección social. Este deber, a su vez, consiste en
manifestar una conducta adecuada hacia el resto, lo que implica esencialmente dos cosas: 1) no se
deben perjudicar los intereses de los demás individuos, pues estos son derechos, y 2) es menester que
cada uno proteja a la sociedad de posibles daños acometidos sobre ella.
Sin alguien comete actos perniciosos contra miembros de una comunidad, pero sin llegar a trasgredir
estos derechos, la sociedad puede realizar un castigo justo mediante la opinión pública “aunque no lo
sea por ley”. Este es el derecho social a juzgar, el cual solo es legítimo en casos como este. Además,
se menciona que este derecho está implícitamente ligado a si la aplicación de ese “castigo” favorece
el bienestar general. Sin embargo, esta pregunta no tiene sentido si la acción de una persona solo
afecta sus propios intereses. Para personas, que respetando los derechos de los demás, y que posean
1) una edad madura e 2) “inteligencia común”, deber existir libertad absoluta de hacer cuanto quieran
y afrontar las consecuencias de sus actos. Esta es la idea fundamental de Mill.
A continuación, El autor releva el factor de la educación como medio para lograr el bien general, la
cual debe inculcar las virtudes sociales. El apoyo mutuo es esencial. Sin embargo, ninguna persona
tiene el derecho a decirle a otra lo que debe hacer, basado en sus legítimos intereses, con su vida. Al
respecto dice Mill: “el interés que pueda tener un extraño (…) es insignificante comparado con el que
tiene el interesado”. Y es que, afirma el autor, nadie conoce mejor que uno a qué atenerse. Nadie
comprender mejor mis juicios y preocupaciones que yo. Por esta razón esta debe ser una esfera en
que gobierne la individualidad. Así, es necesario observar la conducta de las personas con respecto a
otras –esto es, examinar el cumplimiento de las reglas generales--. No obstante, esto no es necesario
en el caso de un individuo actuando en lo que incumbe a sus propios asuntos. En está área, él es el
“juez supremo”. En consecuencia, los errores que pueda cometer una persona son males menores en
comparación a interferir e imponerle lo que otros estiman que es mejor para la conducción de su vida.
Luego defiende la libertad de expresión. Tenemos derecho a expresar nuestras opiniones siempre y
cuando no se oprima la individualidad de otro. Estos juicios pueden generar inconvenientes, pero sus
consecuencias no deben ser comparadas con los actos de trasgresión de las reglas generales. Estos
últimos exigen que la sociedad se vengue de aquel culpable aplicando un “Castigo suficientemente
severo” que infrinja sufrimiento.
Mill, presentado posibles críticas a su discurso, admite que los malos actos que una persona comete
contra sí misma pueden afectar negativamente a cercanos y, en menor medida, a la sociedad en
general. Y es en estas situaciones, en donde existen daños y perjuicios sociales de parte de un
individuo, “el caso no pertenece ya al dominio de la libertad, y pasa al de la moralidad o al de la ley”.
En caso contrario, los inconvenientes “legítimos” generados deben ser tolerados “por amor a ese bien
superior que es la libertad humana”. Además, la libertad de mal obrar permite a su vez poner de
manifiesto para el resto las “perniciosas y degradantes consecuencias” de ello. Por esta razón, también
es mejor permitir que censurar las conductas “autodestructivas”. Además, cuando el público
intervienes en el campo de la individualidad, “lo hace inadecuadamente y fuera de lugar”. Y es que
al hacer esto la sociedad tiende a pasar por alto los placeres o conveniencias que generan las acciones
en aquellos afectados. Ella simplemente atiende a sus intereses –los de la mayoría--. Esta interferencia
social que invade las esferas de individualidad legítima de las personas es una tendencia en la historia
de la humanidad. En efecto, sostiene Mill, hay una propensión a “extender los límites de lo que se
puede llamar policía moral”. A partir de aquí se presentan una serie de ejemplos históricos.

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