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“La primera impresión que nos produjeron, por su ropa y por la manera de
expresarse en ruso, fue la de una representación teatral de otra época”, dice Fedor
Kronikovski, que desde el verano pasado es el defensor oficial de los derechos de
los Viejos Creyentes inmigrados. Antes de que le nombraran, en Dersú ardieron dos
casas pertenecientes a los Viejos Creyentes y el metropolita Korniliy trasmitió al
presidente Vladímir Putin su preocupación por los miembros de su comunidad.
El jefe de los Viejos Creyentes y el jefe del Estado ruso se entendieron en los
primeros contactos jamás mantenidos entre el máximo responsable del poder civil en
Rusia y el máximo dignatario de aquella Iglesia. En la Administración del Kremlin
se ha formado un grupo de trabajo especial dedicado a los Viejos Creyentes y la
agencia gubernamental de desarrollo del capital humano del Lejano Oriente planea
una gira por Brasil, Bolivia, Uruguay y Argentina en abril para exhortar a las
comunidades locales de Viejos Creyentes —entre 3.000 y 5.000 personas— a
regresar a su patria histórica: la Rusia oriental. En Moscú temen que la captación de
nuevos inmigrantes pueda verse afectada por problemas en relación con los
correligionarios ya emigrados a Rusia.
“Los Viejos Creyentes destrozan la complicidad entre las autoridades locales que
apenas tienen recursos y los empresarios que tratan de influir en ellas mediante el
dinero”, dice Kronikovski, según el cual “los que contemplan a los Viejos Creyentes
desde una posición egoísta son minoría”. “La mayoría”, dice, “quiere ayudarlos
porque piensan que el país los necesita, porque su fe es una garantía de inmunidad
frente a la degradación y porque en la Rusia actual no se encuentra gente como
esta”.
Ksenia y Ulián Murashov con uno de sus hijos en la cocina de su casa. P.B.
EL GRAN DESAFÍO
PILAR BONET
La colonización del Lejano Oriente y la costa del Pacífico es uno de los grandes problemas
estratégicos de Rusia desde la segunda mitad del siglo XIX cuando el imperio zarista se
expandió por estos vastos espacios donde hoy la densidad poblacional no llega a un habitante
por kilómetro cuadrado. De los ocho distritos federales en que la administración de Vladímir
Putin ha dividido a Rusia, el del Lejano Oriente es el más extenso (6,2 millones de kilómetros
cuadrados) y el menos poblado (6,18 millones en 2017).
En 1990 en estos territorios de codiciados recursos forestales, fronterizos con China, Corea del
Norte y con Japón por mar, residían más de 8 millones de personas. La mengua de casi dos
millones experimentada desde entonces es la elocuente respuesta de los rusos a una explotación
económica que ignoró las condiciones de vida . En estos parajes donde la jornada laboral acaba
cuando Moscú la empieza, solo Yakutia ha tenido tiene un saldo demográfico positivo en 2017.
Decidido a atajar la despoblación del Este, Putin, inmediatamente después de su última toma de
posesión como presidente, en mayo de 2012, creó un ministerio responsable del desarrollo del
Lejano Oriente, entre cuyos objetivos está aumentar la población local hasta 6,5 millones para
2025. Bajo la égida de este ministerio se ha lanzado la hectárea del Lejano Oriente, un
programa consistente en el reparto totalmente digitalizado de terrenos gratuitos a todos los
ciudadanos rusos que lo deseen. El ministerio fomenta también el asentamiento
de compatriotas, término con el que se designa a las personas originarias de la URSS o en del
imperio zarista. El programa al efecto estaba dirigido sobre todo a ciudadanos de las antiguas
repúblicas de la Unión Soviética, pero a él se incorporaron algo más de un centenar de "viejos
creyentes" procedente de América Latina, descendientes de los cristianos rusos perseguidos por
oponerse a la reforma del patriarca Nikon en el siglo XVII.
Para estimular el desarrollo de sus regiones orientales Rusia ha creado la universidad del
distrito federal del Lejano Oriente en la isla de Russki en terrenos cedidos por los militares, que
siguen dominando en esa isla frente a Vladivostok. Pero una cosa son los planes de Moscú y
otra las realidades sobre el terreno. Para conocerlas, EL PAÍS viajó durante una semana por la
región de Primorie, una de las nueve integradas en el distrito Federal del Lejano Oriente.
Los viejos creyentes construyen amplias izbás en Dersú. Los Murashov disponen de
pozo y una bomba, por lo que albergan en su cocina las lavadoras automáticas de
otras familias de la comunidad.
Ulián Murashov en el exterior
de su casa. P.B.
La familia recela de los periodistas en general, pero se muestra hospitalaria con este
periódico y el idioma castellano alternado con el ruso suena exótico en estos parajes
nevados. Ksenia nos ofrece té, pan y mermelada caseros, mientras Ulián y el
defensor de sus derechos se enzarzan en un debate sobre el equipo agrícola que la
compañía petrolera estatal Rosneft ha regalado a la comunidad. El equipo es para
todos, pero debe registrarse a nombre de una sola persona y a Ulián teme que el
titular tenga que asumir las reparaciones de la maquinaria mientras los otros la usan
sin responsabilidades.
Kronikovski intenta convencerle de las virtudes del trabajo en común, pero Ulián
dice sentirse más cómodo con la cosechadora que él construyó a partir de chatarra.
“Todo lo que necesito es tierra y algo de ayuda para comprar semillas y
combustible. Los créditos bancarios, que hay que devolver mes a mes, no están
pensados para la agricultura, y las becas del Estado son muy burocráticas”, señala el
colono, al que el Gobierno ruso pagó el traslado y el transporte de enseres desde
América Latina y ayudó con una subvención financiera.
Ulián se queja también de la especulación de los intermediarios y Kronikovski
admite que “los empresarios chinos son más atractivos que los rusos porque ofrecen
equipo y créditos a los agricultores a cambio de comprarles toda la cosecha”.
“Moscú debería preocuparse más y hacer que fuera más ventajoso trabajar para sus
empresarios”, dice.
Los Viejos Creyentes no fuman ni beben y tienen numerosa prole. También son
críticos y testarudos. Poseen una estricta moral de trabajo y un profundo sentido de
la responsabilidad. El Estado desde Moscú los trata como si fueran ejemplares de
una rara y apreciada fauna. Los vecinos de estos inmigrantes los ven, sin embargo,
de otro modo. Este periódico oyó como Ulián y uno de sus hijos, barbudo como él,
eran insultados entre dientes por una mujer que pasó junto a ellos en Roschino.
Según cuentan, la mujer era amiga de la acusada de prender fuego a las casas de
Dersú. Tatiana, jubilada, refunfuña porque a los nuevos vecinos “se lo dan todo" y
ella sólo tiene una pensión de 11.000 rublos que no le basta "ni para pagar la leña".