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NICOS CASANDSAKIS

Inf orm e al Greco


Edición de Carmen Vilela Gallego

Traducción de Carmen Vilela Gallego

CÁTEDRA
LETRAS UNIVERSALES
INFORME AL GRECO

I Informe al Greco no es una autobiografía: mi


vida personal sólo tiene un valor, muy relativo,
para mí y para nadie más. El único valor que le
reconozco es este: su lucha por ascender peldaño a peldaño
y por llegar tan alto como se lo permitían su fuerza y su
obstinación a la cima que por mi cuenta he denominado la
Mirada Cretense.
Encontrarás, pues, lector, en estas páginas la línea roja2,
trazada con gotas de mi sangre, que jalona mi camino entre
los hombres, las pasiones y las ideas. Todo hombre digno de
ser llamado hijo del hombre carga con su cruz y sube a su
Gólgota: muchos, la mayoría, llegan al primero, al segundo
hito, jadean, se derrumban a mitad del camino y no suben
hasta la cima del Gólgota -quiero decir, a la cumbre de su
deber- a ser crucificados, resucitar y salvar sus almas. Des-
fallecen, tienen miedo a la cruz, sin saber que la crucifixión
es el único camino de la resurrección; no hay otro.
En mi ascensión ha habido cuatro hitos decisivos, y cada
uno de ellos lleva un nombre sagrado: Cristo, Buda, Lenin,
Odiseo. Esta marcha sangrienta de una a la otra de estas

2
Casandsaj<ls utiliza una metáfora adaptada de la fórmula (equivalen-
te a nuestro «Erase una vez... ») con la que en Grecia empiezan los cuen-
tos: KÓKKLV'l KAWO't~ <SeµÉv'l [kókkini klostí demeni} «Un hilo rojo ata-
do ... ». El cuento es una madeja que se va desenrollando.

[99]
des almas, ahora que ya se pone el sol, trato de tr""~ l
gran , h b . d ~ra.
en este Diario de viaje: como un . om r~ asc1en e, jadean..
t la montaña abrupta de su desuno. M1 alma entera es u
e, l . ., d . n
grito y toda mi obra es a 1nterpreta c1on e ese grito.
p¡rmanen temente, durante toda mi vida, una palabra
no ha dejado de martirizarme y flagelarme: la palabra Sub¡.
da. Quisiera describir aquí esta subida, mezclando verdad y
fantasía. Y también las huellas rojas que ha dejado mi as-
censión. Y me apresuro a hacerlo, antes de llevar «el casco
negro» y bajar al polvo, pues esta línea sangrienta será la
única huella que dejará mi paso por la tierra: lo que he es-
crito, lo que he hecho, está inscrito y grabado en el agua y
ha desaparecido.
Clamo a la memoria que recuerde, recojo mi vida, dis-
persada en el viento, y de pie, como un soldado ante el
general, hago mi Informe al Greco, porque él está amasado
con la ~isma tierra cretense que yo y puede comprend er-
me meJor que todos los luchadores que viven o han vivido.
¿Acaso no ha dejado él la misma línea roja en las piedras?
PR ÓL OG O

ECOJO mis herramientas: vista, oído, gusto, olfato,

R tacto, mente, ha caído la tarde, la jornada de trabajo


termina, vuelvo a mi casa, como el topo, a la tierra.
No porque esté cansado de trabajar, no lo estoy, pero el sol
ya se ha puesto.
El sol se ha puesto , las montañas se han difuminado, las
en
cordilleras de mi mente aún conservan un poco de luz
la
sus cumbres, pero la noche sagrada ya se extiende, sube de
tierra, desciende del cielo, y la luz ha jurado no rendirse,
pero
sabe que no hay salvación: no se rendirá, pero se apagará.
Echo una última mirada a mi alrededor, ¿a quién decir
mi
adiós? ¿A qué? ¿A las montañas? ¿Al mar? ¿A la parra de
¿Al
balcón, cargada de racimos? ¿A la virtud? ¿Al pecado?
agua fresca? &t o no sirve de nada; de nada. Todas estas
cosas bajan conmigo a la tierra.
¿A quién confiar mis alegrías y mis penas, los secretos
anhelos quijotescos de mi juventud, el choque áspero con
o
Dios y con los hombres y más tarde, finalmente, el fier
orgullo de la vejez, que arde, pero se niega a convertirse en
n-
ceniza antes de que llegue la muerte? ¿A quién contar cuá
tas veces, al escalar con pies y manos la escarpada pen
dien-
,
te de Dios, he resbalado y caído y cuántas me he levantado
rar
cub ierto de sangre, y he vuelto a subir? ¿Dónde encont
a
un alma herida mil veces, pero insumisa como la mía, par
confesarme a ella?

[101]
Aprieto en m1. ma no, sereno, con pasion .'
, un puñad
tierra cretense; sie · mpre la 11evaba conmig · o en todo 0 de.
. gran des ang . l
peregrinajes, y en mis ustias a empuñabasymis.
mano rec1'b'1a fuerza, una eno rm e fuerza, como s1· estrech mi
.
la mano de un amigo querid o. Pero ahora que el sol se ara h
puesto y la jornada de trabajo ha terminado, ¿qué hace
~
con esa fuerza? Ya no la necesito. Conservo esta tierr
a de
Creta y la aprieto en mi mano con una dulzura, una tern
ura
y un reconocimiento indecibles, como si apretara entr
e mis
brazos a la mujer que amo para despedirme de ella. Esta
tierra es lo que he sido desde hace siglos, ella es lo que
seré
eternamente. Como un relámpago ha pasado el instante
en
que tú, salvaje tierra de Creta, formaste un remolino y
te
conveniste en un hombre combatiente.
¡Qué lucha, qué angustia, qué persecución de la fiera
feroz e invisible, devoradora de hombres! ¡Qué fuerzas pe-
ligrosas, celestes o satánicas, encierra este puñado de tierr
a!
Ha sido amasada con sangre, sudor y lágrimas, se ha hec
ho
barro, se ha convertido en hombre, ha iniciado el ascenso
para llegar -¿p ara llegar adó nde ?-. Escalaba, jadeante,
la
mole tenebrosa de Dios; tendía las manos, buscaba y bus
-
caba, tratando de encontrar su rostro.
. Y_ ~uando en estos últimos años, carente ya de esperan
za,
s1nno qu: esta mole no tenía rostro, ¡qué nueva lucha, llen
a
de audacia y de terror, para esculpir la cumbre en bruto
darle un rostro!, ¡su rostro! y
_Pero aho~a la jornada de trabajo ha terminado. Recojo
mis ?erranuentas. Que vengan otros pufiados de tierra
conanuar la lucha. Nosotros, los mortales e a
' d s el
batali . on e los inm .
ortales, nuestra sangre, rorm
·
am o
l al .
e cor , y construimos una isla sobre el abismes roJa como
Se ha construido Dios, yo también he puesc°· ·
--no · d .
grantto
'd ·
e arena roJo
d' , una gota de mi sangro m1 peq d ue-
l
sol1 ez e 1mpe ir que perezca, para que él me di e, para ar e
lºd
a m1, e 1mp • 'di
1 era ese so
que perezca yo. He cumplido m· d 1b ez
-¡Ad10S.. , , 1 e er.

r ,
Tiendo la mano y empuño el cerrojo de la tierra para
abrir la puerta y marcharme, pero aún me detengo un poco
en el umbral iluminado; les es difícil, muy difícil, a mis
ojos, a mis oídos y a mis entrañas despegarse de las piedras
y de la hierba del mundo. Uno se dice: Estoy saciado, estoy
tranquilo, ya no deseo nada, he cumplido mi deber y me
voy. Pero el corazón se aferra a las piedras y a las hierbas y
se resiste, suplica: «¡Espera un poco!».
Me esfuerzo en consolar a mi corazón, en ayudarlo a que
acepte consentir libremente, para que no abandonemos la
tierra como esclavos, golpeados, llorando, sino como reyes
que han comido, han bebido, se han saciado, están satisfe-
chos, y se levantan de la mesa. Pero el corazón aún late en
el pecho, se resiste, grita: «¡Espera un poco!».
Me pongo en pie, echo una última mirada a la luz que
también, como el corazón del hombre, se resiste y lucha.
Algunas nubes han cubierto el cielo, sobre mis labios ha
caído una tibia llovizna, la tierra exhala su aroma, una voz
dulce, seductora, asciende del suelo: «Ven ... ven ... ven».
La llovizna se ha hecho más densa, el primer pájaro
nocturno ha emitido un lamento y su queja ha rodado,
dulcísima, desde los follajes que empiezan a cubrirse de
sombras, hasta el aire húmedo. Quietud, gran ternura,
nadie en casa. Fuera los campos sedientos beben agrade-
cidos con muda felicidad, la primera lluvia: la tierra esti-
ra el cuello hacia el cielo, como un niño de pecho, para
mamar.
He cerrado los ojos. Apretaba en mi mano el puñado de
tierra de Creta y el sueño se apoderó de mí. El sueño se
apoderó de mí y tuve una ensoñación: Amanecía, el lucero
del alba pendía sobre mi cabeza, yo temblaba y me decía:
ahora va a caer. Y corría, corría entre montañas yermas y
desiertas, completamente solo. A lo lejos, hacia el oriente,
asomó el sol; no era el sol, era una bandeja de bronce llena
de carbones encendidos. El aire hervía. De vez en cuando,
una perdiz cenicienta echaba a volar entre los riscos, agita-
ha las alas, ajeaba, reía a carcajadas y se burlaba de rn, ~
un recodo de la montan,., a un cuervo 1evanto' bruscamen1. 1::.n
,
vuelo al verme; seguramente me estana esperando yte el
sorprendió por la espalda, muerto de risa. Yo me enfur:~
, l
me agaché y cogí una piedrapara, lanzarse ~' pero el cuervo CI,

había cambiado su figura, se hab1a conver udo en un vieje-


. '
cito que me sonre1a .
El pánico se apoderó de mí y eché a correr de nuevo. Las
montañas giraban y yo giraba con ellas. Los círculos se es-
trechaban sin cesar, sentí vértigo. Las montañas daban
vueltas a mi alrededor. De pronto advertí que no eran
montañas, eran restos fósiles de un cerebro antediluviano y
a mi derecha, en lo alto de una roca, había clavada una
enorme cruz negra y sobre ella estaba crucificada una gi-
gantesca serpiente de bronce.
Un relámpago rasgó mi mente, iluminó las montañas de
mi alrededor, vi: había entrado en el terrible y sinuoso des-
filadero por donde habían pasado hacía miles de años los
hebreos con Jehová al frente, cuando huían de la feliz y
fértil tierra del Faraón. Este desfiladero había sido el crisol
ardiente en el que, en medio del hambre, la sed y las blas-
femias, se había forjado la raza de Israel.
Me dominó el terror, el terror y una gran alegría. Me
apoyé en una roca para que se calmase el torbellino de mi
mente, cerré los ojos y de repente, todo lo que me rodeaba
desapareció. Ante mí se extendió una playa griega, un mar
azul oscuro, peñascos rojos y entre los peñascos la entrada
baja de una cueva muy ~scura. Del aire surgió de pronto
una mano y puso en la m1a una antorcha encendida. Com-
prendí la orden: me santigüé, entré en la cueva.
Di vueltas, vueltas, chapoteé en el agua negra y helada.
Sobre mi cabeza pendían estalactitas azuladas, húmedas; de
la tierra se erguían gigantescos falos de piedra, que brilla-
ban y reían a la luz de la antorcha. Esta cueva era el antiguo
lecho de un gran río, que había dejado vacío al cambiar su
curso con el paso de los siglos.
r l
La ser~iente de bronce, irritada, se puso a silbar. Abrí los
ojos, vol;7i a ;7e~ las montañas,. el desftladero, los barrancos. Ya
no senu a ~ertigo; tod? volvió a estar inmóvil, se iluminó,
comprendi: Las cordilleras abrasadas que me rodeaban
eran como las que Jehová había hend ido en tiempos de los
antiguos hebreos para pasar. Yo había penetrado en el terrible
cauce de Dios ; lo seguía, cami naba sobre sus huellas.
-¡Es te es el camino! -gri té en mi sueñ o-. ¡Este es el
camino del homb re; no hay otro!
Y nada más brota r de mis labios estas palabras insolen-
tes, me envolvió un torbellino, alas salvajes me elevaron, y
me encontré de repente en la cima del mont e Sinaí, holla-
do por Dios. El aire olía a azufre, sentía un escozor en los
labios, como si innumerables chispas invisibles los quema-
ran. Levanté los párpados. Jamás mis ojos, jamás mis entra-
ñas habían gozado de un espectáculo tan inhumano, tan
acorde con mi corazón, sin agua, sin un árbol, sin hombres.
Sin esperanza. Aquí el alma de un hombre desesperanzado
u orgulloso encu entra la felicidad suprema.
Miré la roca sobre la que me enco ntrab a en pie; dos
profundas cárcavas marcadas en el granito debían ser las
huellas del paso del profe ta con cuernos que esperaba
la aparición del león hamb rient o. ¿No era aquí, en la
cumbre del Sinaí, dond e le había ordenado esperar? Es-
peraba.
Yo tamb ién esperaba. Me inclinaba sobre el precipicio y
escuchaba atentamente. De pronto, lejos, muy lejos, se
oyeron pasos sordo s. Algu ien se acercaba, y a s~ paso
se removían las mont añas . Mis aletas nasales palpitaron
-tod o el aire olía como a macho cabrío que guía la mana-
da-. «Ya viene», «ya viene», murmuraba yo, y apretaba la
cintura, me preparaba para luchar.
·Ah! ·Cuá nto tiem po llevaba ansiando este momento.1
Edcont;arme cara a cara con la bestia hambrienta de_ la
selva del cielo, sin que el corrompido mundo visi~l~~e 1
terponga entre nosotros para confundirme. El lnvisi e.
@
.
,. Padre que d cvort, .1 ~u, 11110 " y ,,,y,.
Insaciable. El Buen
labios, barbas y unas gotean sangre. ),
Le hablaré sin miedo, le diré. laJ pena dc:f lio,ub,,~, 1:, ,,•,J,1
""J.. f 1
del pájaro, del árbol y de 1a p1c(lr~. ~ ~>l o~ no, ot, 0., f,, f,,••
mos decidido : no queremos rno n r. 1e~1go t·11 ,,,;, ,uanc,,,
una declaración firmada por todos Jos arbo1'.:~. Jo, páj3"'\
las bestias y los hombres: no queremo s, Padre, e.JU<· no", Je
vores. Y no temeré entregársela.
Hablaba, suplicaba, apretaba la cin tura y tcn1blaha.
* * *

Y mientras esperaba, me pareci6 que Jas piedra~ hahfan


cambiado de sitio y oí una fuerte respiraci ón.
«Helo aquí... helo aquí... aquí está» - m urrnuré y m(;
volví con los vellos erizados.
Pero no era Jehová, no era Jehová; eras t ú, Abuelo;
quien, venido de la amada tierra d e Creta, estabas ante
mí, señor severo, con tu barbita puntiag uda, bJanqufsj. .
ma, tus labios enjutos y firmes, tus ojos cxtático s, JJen~~
de llamas y de alas, y en tus cabellos había en red ada.\ raJ-
ces de tomillo.
Me miraste, y al mirarme , sentí que este mun d o es una
nube cargada de rayos y de vientos, que el alma d el hombre
1
1 es una nube cargada de rayos y de vientos, y que Dios sopla
sobre ella y no hay salvación.
Levanté los ojos, te miré. Iba a d ecirte: <<Abuelo , ¿es ver-
dad que no hay salvación?». Pero la leng ua se me había
quedado pegada a la garganta . Iba a acercarme a ti, pero m_ e
fallaron las rodillas.
Entonces tendiste la mano, como si yo me estuviera aho. .
gando y quisieras salvarme.
Me aferré ávidame nte a tu mano. Estaba en1badurnada
de pi~turas multicolo res, como si pintara aún; quemaba .
Toque tu mano, t~mé im.P,ulso y fuerza, pude habJar;
- Abuelo querido --dtJe- , dame una o rde n.

[ro6]
Sonreíste, pusi ste 1~ man o sobr e mi cabeza; no era una
mano, era fuego mult icolo r, y su llama llegó hasta las raíces
de mi men te.
-Lle ga hast a don de pued as, hijo mío ...
Tu voz era gra_ve, sombrí~, com o si saliera de la prof unda
garganta de la tierra. Llego hast a las raíces de mi men te,
• ,
I
pero m1 cora zon no se estremec10.

-Ab uelo -gr ité ento nces , más fuer te-, dam e una or-
den más difícil, más cretense.
Y de repe nte, al decirlo, una llama silbó, desgarrando el
aire, el indó mito ante pasa do de cabellos entrelazados con
raíces de tomi llo desapareció de mi vista y en la cum bre del
Sinaí sólo qued ó una voz, firme, imperiosa, que hacía vi-
brar el aire:
-¡Ll ega hast a don de no puedas!
Me desperté, sobresaltado por esta visión; había amane-
cido. Me levanté, me acerqué a la ventana, salí al balcón,
con la parr a cargada de racimos. Hab ía dejado de llover, las
piedras brillaban, relucían; las hojas de los árboles estaban
llenas de lágrimas.
-¡Ll ega hast a dond e no puedas!
Era tu voz; ning ún otro en el mun do podí a pron unci ar
palabras tan viriles, ¡sólo tú, Abuelo insaciable! ¿Acaso no
eres tú el jefe insu miso , desesperanzado, de mi raza batalla-
dora? ¿No som os nosotros, los heridos, los hambrientos,
los testarudos, los cabezas de hierro, quienes hemos renega-
do del bienestar y de la segu ridad y guiados por ti nos lan-
zamos al asalto para rom per los límites?
El más prec laro rostr o de la desesperanza es Dios. El
más prec laro rostr o de la espe ranz a es Dios. Tú me em-
pujas, Abu elo, más allá de la espe ranz a y de la desespe-
ranza, más allá de los lími tes antig uos. ¿Adónde me em-
pujas? Mir o a mi alred edor ; miro dent ro de mí. La virtu d
ha perd ido la cord ura; la geom etría ha perd ido la cord ura
Y tamb ién la ha perd ido la mate ria; es preciso que vuelva
la Razón legisladora, que instau~~ un nuev o orde n, nue-

[107]
vas leyes ,. que el mundo se transforme en una ar""'
--• 1 on1,a
mas .
' rica. .
Esto es lo que quiere~ tú, hacia, esto m e empujas, hacia
esto me has empujado siempre. Dia y noche he escuchad
tu orden y me he esforzado cuanto he, P?dido en lleg;
hasta donde no podía llegar; esto me ?abi~ impuesto como
un deber. Si he llegado o no, eres tu quien debe decirlo.
Estoy firme ante ti y espero.

* * *
Mi general, la batalla termina, est?Y re_dactando ~i in-
forme: dónde y cómo he luchado, fi.u herido, me falto va-
lor, pero nunca deserté; mis dientes castañeteaban de mie-
do, pero me até a la frente un pañuelo rojo para que no se
viera la sangre y me lancé al asalto. . .
Una a una arrancaré ante ti las plumas de la graJa, m1
alma, hasta que no quede de ella más que un puñadito de
tierra amasado con sangre, sudor y lágrimas. Te hablaré
de mi lucha, para aliviarme; prescindiré de la virtud, del
pudor, de la verdad, para aliviarme. Así, como tú pintaste
Toledo en medio de la tormenta, con densos y negros nu-
barrones, cercada por relámpagos amarillos, luchando co~
la luz y las sombras, sin esperanza, pero con tesón, así es m1
alma. La verás, la sopesarás entre tus hirsutas cejas y la juz-
garás. Recuerda el duro dicho que tenemos los cretenses:
<<Vuelve allí donde has fracasado; vete de donde has triun-
fado». Si he fracasado, y aún me queda una hora de vida,
volveré a la carga. Si he triunfado, abriré la tierra para venir
a tenderme junto a ti.
Escucha, pues, mi i?f~rme, general, y juzga; escucha,
Abuelo, el relato de m1 vida y si he luchado a tu lado· si
he sido herido sin que nadie se diera cuenta de cuá~ro
sufría; si jamás he dado la espalda al enemigo ·dame cu
bendición! ' •

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