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-Lo siento señor, pero en este lugar solo podemos ofrecerle una paila con dos
huevos fritos y de ahí para arriba.
-Por favor, tráigame un tecito-le digo y le guiño un solo ojo, el derecho, pero sin
coquetería, más bien como un disparo, sincronizándome con las ráfagas de la
ranchera sicótica.
-Servido el señor-dice y se queda en silencio parado a mi lado con los ojos muy
abiertos, de los que caen lágrimas que brillan transparentes y multicolors, le
pregunto si pasa mucha gente por el lugar.
-Muchísima, como puede usted observar, el local luce lleno en esta hora –
responde, abarcando el entorno con su grueso brazo estirado.
Al tomar mi taza de té, advierto que el cordelito de la bolsita con la etiqueta está
amarrado a la oreja de la taza, y que no hay ninguna bolsita dentro del agua, la
que además no tiene el aspecto de estar hirviendo, pero sediento como estoy, no
me importa, tomo un sorbito para calentar mi cuerpo y ¡Qué rico que está tu tecito!
tiene gusto a aguardiente y arena, miro dentro de la taza y un sol yema de huevo
pochado, abre sus ojitos y me sonríe, y yo le sonrío de vuelta, y así ni se cuánto
tiempo. Cuando levanto la vista estoy solo, y una melancolía Oliver Hardy me
adormece mientras desaparecen las luces de neón del carrito del "Rey del huevo
Frito".