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Poder e identidad.

Las transformaciones coloniales del


liderazgo y la identidad entre los muiscas de los Andes del
norte de Suramérica. 1537-1650.

Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos


Aires
Facultad de Ciencias Sociales

Tesis para optar por el título de Doctor en Arqueología

Presentado por
Alejandro Bernal Vélez

Director
Dr. Facundo Gómez Romero
Co-Director
Dr. Rafael Curtoni

2017

1
RESUMEN

Esta tesis trata sobre los cambios producidos por el colonialismo español y las
relaciones de poder y dominación colonial en la identidad y el liderazgo dentro de las
comunidades muiscas de los Andes Septentrionales durante el siglo XVI. El área
geográfica del estudio son los valles y mesetas interandinas del centro de la Cordillera
Oriental de Colombia, espacio que se conoce como el Altiplano Cundiboyacense. La
cronología estudiada es el período colonial temprano entre los años de la conquista y
comienzos del siglo XVII, lapso de tiempo durante el cual la región en cuestión fue el
epicentro político y social del Nuevo Reino de Granada. La investigación se centra en
interrogantes relacionados con la transformación de los muiscas en indios como sujetos
activos que participaron en la construcción de un orden colonial, y con las dinámicas de
actuación y participación en dicho proceso de los caciques y otras formas de liderazgo
comunal de los muiscas. Para responder estas preguntas se plantea la posibilidad de
hacer uso de análisis sobre la cultura material. Se utiliza información documental,
historiográfica y arqueológica sobre la región de interés y el período colonial
hispanoamericano. A lo largo de los capítulos de la tesis, se resalta que, paralelo a los
intentos del sistema colonial de convertir a los muiscas en “indios” que cumplieran de
forma sumisa y obediente las obligaciones laborales y fiscales, las comunidades nativas
crearon diversos mecanismos de adaptación y resistencia con el fin de contestar al poder
colonial. En estas pugnas es en donde se inscriben los procesos de etnogénesis de los
muiscas en el período colonial, y dentro de las cuales se establecen una serie de
coordenadas que enmarcaron las actuaciones de los caciques y otras figuras de liderazgo
entre las comunidades del altiplano.

2
ÍNDICE
pág.
AGRADECIMIENTOS 8

INTRODUCCIÓN

Presentación del tema 11


Objetivos
Objetivo General 15
Objetivos Particulares 15

Metodología 15

Organización temática de los capítulos 22

CAPÍTULO 1. EN BUSCA DE UN MARCO INTERPRETATIVO PARA EL


COLONIALISMO IBÉRICO EN EL ALTIPLANO CUNDIBOYACENSE EN EL
SIGLO XVI
Los muiscas y el Altiplano Cundiboyacense como tema de estudio
en la arqueología y la historiografía del período colonial. 25

1.2 Marco interpretativo 35


1.2.1 Identidad y Colonialismo 35
1.2.2 La materialidad y los sistemas “sociotécnicos” 37
1.2.3 La estructura del poder colonial y la acción de los sujetos. 40

CAPÍTULO 2. EL PAISAJE SOCIAL Y EL ENTORNO NATURAL


2.1 El Altiplano Cundiboyacense en el contexto andino 48
2.2 El paisaje social del altiplano 51
2.2.1 El entorno prehispánico 51
2.2.2 El paisaje del altiplano en las fuentes coloniales tempranas 60
2.2.3. El paisaje y las relaciones interétnicas del período colonial temprano 62

CAPÍTULO 3. LA IDENTIDAD Y EL PODER EN LOS CACICAZGOS


MUISCAS PREHISPÁNICOS A TRAVÉS DE SU CULTURA MATERIAL
3.1. Los problemas sobre el término “muisca” 77
3.2 El poder, la autoridad y el liderazgo entre los muiscas prehispánicos 82
3.2.1. Los capitanes 83
3.2.2. Los caciques 87
3.2.3. Modelos propuestos sobre la organización socio-política prehispánica
en el altiplano 89
3.2.4. La representación del poder, la autoridad y el liderazgo en la cultura
material muisca 94

3
3.3 La variabilidad cultural del altiplano y el problema de la identidad
“muisca” prehispánica 104
3.4 Conclusiones del capítulo 109

CAPÍTULO 4. LA IRRUPCIÓN DE LA DOMINACIÓN COLONIAL


4.1. El descubrimiento y la conquista del altiplano 118
4.2. La conquista española y los caciques muiscas 127
4.3. Instrumentos, instituciones y tecnologías del poder de la dominación
colonial en el Altiplano Cundiboyacense en los inicios del período hispánico 139
4.3.1. Las encomiendas 139
4.3.2 Los intentos de institucionalización del poder colonial y las “visitas
a la tierra” como instrumentos de control 146
4.3.3 La ley española y la escritura como instrumento de dominación y control
colonial 150

4.4. Conclusiones del capítulo 154

CAPÍTULO 5. LA RESTRUCTURACIÓN DEL PODER Y LA AUTORIDAD


ENTRE LOS MUISCAS EN EL ALTIPLANO CUNDIBOYACENSE A
COMIENZOS DEL PERÍODO COLONIAL. EL CACICAZGO DE
GUATAVITA COMO CASO DE ESTUDIO
5.1. La creación del cacicazgo colonial de Guatavita 160
5.1.1. Los tiempos prehispánicos 160
5.1.2. Los caciques coloniales de Guatavita en la segunda mitad del siglo XVI 165
5.2 La encomienda de Guatavita 168
5.2.1 La recomposición de las relaciones de poder y el liderazgo indígena 168
5.2.2. El interés tributario sobre la población indígena de Guatavita 172
5.2.3 La tributación textil y sus consecuencias en el interior de la sociedad
indígena 177
5.2.4. La competencia por la mano de obra indígena en las encomiendas de
Súnuba y Guatavita en la segunda mitad del siglo XVI 189

5.3. A manera de epilogo: los bienes materiales del cacique de Guatavita


a comienzos del siglo XVII. 192

5.4. Conclusiones del capítulo 200


CAPÍTULO 6. ORDEN Y CORRECCIÓN EN EL ALTIPLANO
CUNDIBOYACENSE EN EL OCASO DEL SIGLO XVI
6.1. El contexto de las reformas de finales del siglo XVI en el Nuevo Reino
de Granada 209
6.1.1 En busca de un marco interpretativo para las reformas de final de siglo 210
6.1.2. El contexto histórico de las reformas 213

4
6.2. El ordenamiento espacial del altiplano a finales del siglo XVI 223
6.3. Los corregidores y los curas como garantes del control, la corrección y
el orden en los pueblos de indios y la “vida en policía” 230

6.4. Conclusiones del capítulo 236


CAPÍTULO 7. LA PRESENCIA DE LOS MUISCAS COLONIALES.
PROCESOS DE ADAPTACIÓN Y RESISTENCIA INDÍGENA EN EL
ALTIPLANO VISTOS A TRAVÉS DE LOS OBJETOS Y LA CULTURA
MATERIAL DE FINALES DEL SIGLO XVI Y COMIENZOS DEL XVII
7.1. La cultura material y su relación con el “drama tecnológico”
colonial 245
7.2 La producción de bienes indígenas en el período colonial temprano 250
7.2.1. La alfarería 250
7.2.2. La producción textil 254
7.3 La producción de objetos sagrados en el contexto de la lucha contra
la idolatría y la resistencia indígena en el período colonial 258
7.3.1 El desarrollo histórico de la evangelización de las comunidades muiscas
en el período colonial temprano 258
7.3.2. La “idolatría” y los “santuarios” en el contexto de la producción
de “contra-artefactos” 262

CONCLUSIONES 276
BIBLIOGRAFÍA 294

5
ÍNDICE DE FIGURAS

Pág.
Mapa 1. El Altiplano Cundiboyacense 24

Mapa 2. Sitios y accidentes geográficos nombrados en la tesis 72

Imagen 1. Distintos escenarios del Altiplano Cundiboyacense 73

Imagen 2. Sitios arqueológicos prehispánicos del sur del altiplano. 74

Imagen 3. Sistemas de camellones prehispánicos 75

Imagen 4. Paisaje de laguna 76

Imagen 5. Esquematización cronológica de las ocupaciones agroalfareras prehispánicas


del Altiplano Cundiboyacense 111

Mapa 3. Localización del territorio muisca y los grupos vecinos 112

Imagen 6. Página ilustrada y detalle de las ilustraciones del libro de Lucas Fernández de
Piedrahita 113

Imagen 7. Diferentes representaciones de los muiscas en textos de historia 114

Imagen 8. Cuencos y copas 115

Imagen 9. Cántaros, Jarros y Botellones 115

Imagen 10. Elementos de la orfebrería muisca 116

Imagen 11. Ejemplos de ofrendatarios muiscas elaborados en GDT 117

Mapa 4. Rutas seguidas por los conquistadores que llegaron al altiplano en 1538 156

Imagen 12. Representaciones de Gonzalo Jiménez de Quesada 157

Imagen 13. Oleo que representa la fundación de Santafé 157

Imagen 14. Grabados del siglo XVI hechos por Théodore de Bry 158

Imagen 15. Mapa del Nuevo Reino de Granada de 1633 159

Mapa 5. Ubicación del cacicazgo prehispánico de Guatavita 203

Imagen 16. Lugares arqueológicos de la región de Guatavita 204

Imagen 17. Elementos alfareros del tipo Guatavita Desgrasante Tiestos (GDT) 205

6
Imagen 18. Parte de las declaratorias y peticiones de un capitán de Guatavita en el
proceso contra Súnuba en 1553. 206

Imagen 19. Volantes de uso muiscas 207

Imagen 20. Los textiles y mantas muiscas 207

Mapa 6. Localización de las encomiendas y regiones algodoneras y productoras de


mantas nombradas en el texto 208

Imagen 21. Diseño urbano de los pueblos de Paipa en 1602 240

Imagen 22. Plano de 1592 sobre estancias y tierras en manos de españoles en el norte de
la Sabana de Bogotá 241

Imagen 23. Transcripción del plano de la Imagen 22 242

Imagen 24. Ubicación geográfica y vista del paisaje de los lugares que se ilustran el
plano de 1592 de la Imagen 12. 243

Imagen 25. Pueblo y Resguardos de Curití en 1802 243

Imagen 26. Ejemplos de capillas y templos doctrineros construidos en los siglos XVI y
XVII. 244

Imagen 27. Ruinas de una antigua iglesia. Sitio arqueológico de Gachantivá


Viejo 270

Imagen 28. Motivos decorativos de la cerámica prehispánica en el Valle


de Leyva 271

Imagen 29. Fragmentos de cerámica colonial encontrados en Gachantivá Viejo 272

Imagen 30. Decoración GDT prehispánica 273

Imagen 31. Fragmentos con decoración GDT “contacto” 273

Imagen 32. La “cacica” de Sutatausa, el tempo doctrinero y detalles de las pinturas


internas 274

Imagen 33. La “momia de Pisba” 275

7
AGRADECIMIENTOS

La presente tesis para optar por el título de Doctor en Arqueología pudo llegar a feliz
término gracias al apoyo y generosidad de muchas personas en Olavarría y Buenos
Aires en Argentina, y en Bogotá en Colombia. En primer lugar, a mi esposa Carolina
Barrera, quien me ha acompañado en este proceso de investigación y escritura, me
brindó todo el apoyo y comprensión que se requiere en estas cuestiones académicas, y
ha tenido una inmensa paciencia para esperar este momento. También en estas frías
tierras del Altiplano Cundiboyacense, mis padres, Jaime Bernal y Martha Vélez y mi
familia me han brindado un apoyo emocional y financiero sin el cual todo el esfuerzo y
trabajo se hubiera perdido. A Aura Botero le debo una parte importante de las
sugerencias para lograr una redacción decorosa, y a Jaime Barrera, las largas horas de
productivas y aportantes charlas sobre los temas de esta investigación.

A todo el personal administrativo y académico del postgrado, pero en especial a María


Luz Endere, Gustavo Politis y Marcos Rodríguez, les estoy agradecido por las ayudas y
recomendaciones, y por haber hecho más fácil mis permanencias largas y cortas en una
ciudad tan bella y especial como Olavarría. En Buenos Aires, valiosos y entrañables
amigos como Natalia Casas y Francesco Semenaro nos sirvieron de apoyo y compañía a
mi esposa y a mí durante la etapa “porteña” de nuestras vidas. No puedo dejar pasar
esta oportunidad para expresar mi agradecimiento a Mabel de Dionigi y Mauricio
Ostrovsky, así como a sus hijos Lautaro y Eliana, por darnos el calor de familia durante
tantos domingos en Villa Bosh (partido de 3 de Febrero) y por enseñarme el arte y el
placer de comer facturas.

Aunque las ideas y argumentos presentados en las siguientes páginas, así como sus
errores, son de mi entera autoría y responsabilidad, no hubiera podido siquiera llegar a
imaginar esta tesis, ni mucho menos escribirla, sin el estímulo intelectual de los
profesores y profesoras con los interactué en Argentina en varios de los seminarios del
Doctorado. En primera instancia con el Doctor Facundo Gómez Romero, director de la
tesis. Gracias a él, logré convertir una maraña de “hechos” en argumentos e ideas sobre

8
las conexiones entre poder, resistencia e identidad. Independiente del difícil reto que
asumió de dirigir un trabajo sobre el mundo colonial temprano de un minúsculo rincón
de los Andes Septentrionales, al Dr. Gómez Romero también le estoy agradecido por la
paciencia que me tuvo en los largos tiempos que pasaron entre una entrega y otra.

En este mismo sentido, al Doctor Rafael Curtoni le agradezco el haber compartido


conmigo todos los momentos y charlas que mantuvimos en Olavarría y el haber
aceptado ser el co-director de esta tesis.

Durante otros seminarios tomados en la Universidad Nacional del Centro de la


Provincia de Buenos Aires en Olavarría se realizaron trabajos finales de los que
surgieron algunas ideas que nutrieron el proyecto y algunos de los capítulos de la tesis.
Por eso extiendo un agradecimiento a las doctoras Ingrid de Jung y Miriam Álvarez, y al
Doctor Andrés Laguens. Lo mismo puedo decir del seminario de representaciones
visuales en arqueología que tomé en la Universidad Nacional de La Plata con las
Doctoras Laura Quiroga y Fabiana Bugliani.

Por último, en Bogotá recibí un importante estímulo del Doctor Roberto Lleras quien
me permitió dictar un seminario sobre arqueología del colonialismo en el programa de
Arqueología de la Universidad Externado de Colombia, así como de la Magister Ana
Luz Rodríguez quien generosamente me invitó a formar parte del grupo de docentes del
programa de Historia en la Universidad Autónoma de Colombia durante el año 2012 y
en donde enseñé historia prehispánica y colonial de Colombia y América Latina. En
ambas instituciones educativas pude exponer muchas de las ideas que fui elaborando
sobre el colonialismo, así como sus expresiones materiales y discursivas. Como siempre
ocurre cuando se interactúa con personas críticas e inquietas intelectualmente, las
preguntas y dudas de los estudiantes me hicieron reflexionar sobre muchos de los temas
que se encuentran en este trabajo.

9
A la memoria de Jaime Jaramillo Uribe,
(Historiador colombiano, Abejorral 1917 - Bogotá 2015)

La presencia del hombre se expresa en el arreglo de una mesa, en unos discos apilados,
en un libro, en un juguete. El contacto con cualquier obra humana evoca en nosotros la
vida del otro, deja huellas a su paso que nos inclinan a reconocerlo y a encontrarlo. Si
vivimos como autómatas seremos ciegos a las huellas que los hombres nos van dejando,
como las piedritas que tiraban Hansel y Gretel en la esperanza de ser encontrados.

Ernesto Sábato, La Resistencia

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INTRODUCCIÓN

Presentación del tema


La temática en la que se inscribe esta tesis refiere a los cambios socio-culturales que se
dieron en los cacicazgos muiscas del Altiplano Cundiboyacense durante las primeras
siete décadas de dominación colonial ibérica. Mediante la combinación de métodos,
datos y andamiajes teóricos de la arqueología y la historia, se quiere lograr un
acercamiento a las relaciones interétnicas, y en concreto, al tema la identidad, la
etnogénesis y el liderazgo político indígena en los inicios del período colonial en los
Andes del norte de Suramérica. Se pretende documentar cómo, en medio de las
relaciones de poder del colonialismo español, se dio la gestación de un sentido de ser
indígena y las maneras como los líderes políticos de las comunidades indígenas se
involucraron en las transformaciones sociales, culturales y políticas producidas por la
implementación del colonialismo español en un sector geográfico del Nuevo Reino de
Granada. Se plantea la posibilidad de analizar estas dinámicas con un ejercicio de
interpretación de los posibles significados sociales y culturales que tuvieron la
producción y uso de la cultura material. El marco espacial de la investigación son las
mesetas y valles interandinos de las tierras altas de la Cordillera Oriental de la actual
República de Colombia (ver Mapa 1 al final de la Introducción).

Al referirse a los muiscas se hace alusión al conjunto de cacicazgos que en los


momentos previos a la conquista española habitaban el Altiplano Cundiboyacense. Las
investigaciones arqueológicas e históricas realizadas en el altiplano coinciden en señalar
que entre las unidades cacicales muiscas se presentaban grados distintos de
diferenciación sociopolítica relacionada con un acceso diferencial a los recursos
materiales y simbólicos (Boada 1998; 2006; 2009, Correa 2004, Henderson 2008; 2012,
Henderson y Ostler 2009, Kruschek 2003, Langebaek 1987; 1995a; 2001; 2008; 2012,
Reichel-Dolmatoff 1984; 1996, Tovar 1980).

Una de las instituciones coloniales centrales para entender las relaciones interétnicas es

11
la encomienda. Desde el arribo español al Altiplano Cundiboyacense a finales de la
década de 1530 y hasta comienzos del siglo XVII, marco cronológico de la presente
tesis, la encomienda se puede definir en términos generales como el contrato entre un
español y la corona en el que se estipulaba el derecho del primero a recibir, a manera de
tributación, los recursos materiales y la mano de obra de un grupo de indígenas
específico. El español debía responder ante las autoridades coloniales por dichas cargas
impositivas, por la protección y buen trato de los indios, por las tareas de evangelización
y por la conversión al cristianismo. En definitiva, sobre el encomendero recaía el
control de la comunidad indígena que se le entregaba (Bonilla 2004, Colmenares
1997a, 1997b, Eugenio 1977, Francis 1997, Hernández Rodríguez 1990, Ruiz Rivera
1975, Tovar 1999, Villamarín 1972, Villmarín y Villamarín 1999).

Al estar en estrecha relación con el uso del trabajo y la economía indígena, y con el
control político de las comunidades, la encomienda estructuró las relaciones de poder en
la sociedad neogranadina. Entre los años de la conquista y mediados del siglo XVII
enfrentó a todos los sectores españoles involucrados en la colonización. Originó
también una confrontación dentro y entre las comunidades muiscas por la organización
de la mano de obra, y las maneras en las que la producción comunitaria debía satisfacer
las demandas internas y externas. En síntesis, la encomienda, configuró el marco en que
los distintos estamentos del mundo indígena se relacionaron con la sociedad española,
con la administración colonial y con la iglesia católica.

A lo largo y ancho de Hispanoamérica, instituciones como la encomienda se cimentaron


tratando de seguir las unidades políticas indígenas que existían antes de la conquista
española (Andrien 1995; Assadourian 1987; Gibson 1967, 1990; Landázuri 1990;
Lockhart 1999; Menegus 1991; Ramírez 1987, 1996; Spalding 1974; 1984). Este
aspecto traería graves consecuencias para sujetos como los caciques ya que alteraría los
lazos redistributivos, su capacidad de generar y mantener alianzas mediante la
generosidad, los mecanismos que le permitían la organización del trabajo colectivo y los
elementos de sacralidad que le confería su investidura. El Nuevo Reino de Granada y el
Altiplano Cundiboyacense no fueron la excepción. Líderes y autoridades como los
caciques y los capitanes, psihipquas y tybas en lengua muisca, tuvieron que redefinir su
papel dentro de las comunidades indígenas para poder solucionar lo que se ha llamado

12
el dilema de liderazgo de los caciques andinos en el período colonial (Bernand 1997;
Powers 1991, 1994, 1995). Como cabezas de los cacicazgos y las unidades sociales que
las componían, los caciques y capitanes se vieron ante la disyuntiva de satisfacer
simultáneamente a varios frentes sin comprometer tanto la investidura que su propia
comunidad le confería, como la que le reconocía el Estado colonial.

Desde la óptica indígena, los líderes muiscas tenían que cumplir con tareas relacionadas
con la reproducción cultural y social del grupo tales como el patrocinio de festejos, la
organización de las faenas agrícolas, la distribución de los excedentes, y, asumir el rol
de voceros de los intereses del grupo ante los distintos estamentos del mundo español,
aspectos que eran mirados con desconfianza por los colonos, la iglesia y los
funcionarios coloniales. Desde la óptica de los distintos actores españoles, los
psihipquas y tybas debían responder ante el fisco colonial y el encomendero por la
entrega de los tributos y la organización del trabajo comunitario, ante los curas y las
jerarquías eclesiásticas por la conversión al colaborar con la evangelización y mostrarse
como buenos cristianos, y ante las autoridades coloniales al garantizar el orden dentro
de la comunidad. Es decir, labores impuestas por un sector cultural y social externo que
comprometían seriamente el liderazgo dentro de la comunidad.

En medio de las relaciones de poder del mundo colonial neogranadino en el primer siglo
de dominación colonial hispánica, los sentidos de identificación de los grupos en
contacto y los significados de las prácticas sociales de los mismos se transformaron y
generaron concepciones de la identidad social y cultural indígena. Por un lado, surgió
una nueva categoría social, el indio; por otro, las comunidades muiscas debieron re-
direccionar los mecanismos para mantener su cohesión social y su identidad cultural y,
de esta forma, poder enfrentar los avatares del colonialismo ibérico en el Altiplano
Cundiboyacense mediante la adaptación, la resistencia y la negociación. Los distintos
intereses que entraron en pugna por la institución de la encomienda se dieron
principalmente en un mundo rural alejado de espacios que, como las ciudades
coloniales, eran escenarios de otras relaciones de poder y, por lo tanto, gestaban
identidades y sentidos de pertenencia distintos.

La dinámica de la dominación colonial se daba en la interacción diaria. Las plazas de


los pueblos o los cabildos no eran los únicos espacios públicos en los que se

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escenificaban las relaciones de poder. A pesar de que la realización de grandes actos
colectivos, bien fueran seculares o religiosos, crearon un sentido de ratificación o
negación de la pertenencia de un individuo a un colectivo, la definición y configuración
de la identidad se dio también en la ejecución de múltiples prácticas cotidianas. Los
espacios del día a día fueron una de las arenas donde el colonialismo español fue
reproducido, contestado, rechazado o negociado. En lugares como las casas, los cultivos
adyacentes a los poblados y en los caminos, los muiscas fueron contabilizados,
vigilados, controlados, castigados, evangelizados, y finalmente, categorizados como
indios por el sistema colonial. Pero al mismo tiempo, en estos mismos lugares, vivieron,
festejaron, sembraron sus cultivos y escaparon al ojo examinador del cura, el
encomendero y el funcionario real. Fue en esta cotidianidad en la que se presentó la
etnogénesis de los muiscas al construir su identidad indígena y encontrar su lugar en la
sociedad colonial neogranadina.

El ejercicio investigativo propuesto en la presente tesis se suma a aquellas posturas que


miran la historia del período colonial en los Andes como la definieron, hace unos años,
Ana María Lorandi y Guillermo Wilde (2000:42): un proyecto encaminado no sólo a
entender las dinámicas internas y los mecanismos de identificación sociocultural de las
comunidades indígenas, sino también la importancia de las transformaciones producidas
por el contacto de los grupos con el estado colonial y las estrategias adoptadas para
alivianar, contrarrestar y utilizar las condiciones impuestas por el sistema de
dominación. Este doble análisis ha permitido “reconstruir entramados complejos de
prácticas y representaciones donde se ven múltiples niveles de articulación,
contradicción, de cambio y continuidad” (Lorandi y Wilde 2000:42).

La tesis propone un análisis de la evidencia arqueológica y documentos producidos por


el ejercicio del poder colonial en los que se analizan algunas prácticas del mundo rural
del Altiplano Cundiboyacense. De esta manera, el ejercicio investigativo y analítico se
encamina a entender la construcción de los procesos identitarios y de etnogénesis, y la
transformación de las formas de liderazgo y autoridad en las comunidades indígenas.

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Objetivos
Objetivo General
Por medio de una estrategia investigativa que combina datos de la arqueología, las
fuentes documentales y la historiografía del período colonial hispanoamericano, la tesis
busca documentar la transformación de los líderes y las unidades sociales muiscas para
entender cómo, en medio de unas relaciones de poder colonial, se configuró una
etnogénesis muisca en el Altiplano Cundiboyacense entre los años de la conquista
española (1537) y finales del siglo XVI.

Objetivos Particulares
-A partir del análisis de algunos aspectos de la cultura material se busca documentar la
forma cómo se instauraron los sentidos identitarios de diferencia, similitud y jerarquía
en los cacicazgos muiscas localizados en la campiña del altiplano, al inicio del período
colonial.

-Analizar el conjunto de relaciones de dominación colonial que se daban fuera de las


ciudades y que estaban estructuradas por la relación de las comunidades con los
encomenderos, los curas doctrineros y los agentes burocráticos del estado colonial.

-Proporcionar una discusión que contribuya a entender las relaciones metodológicas y


teórico-conceptuales de la arqueología y la historiografía del período colonial en los
Andes del norte de Suramérica.

Metodología:
Según Randall McGuire (1981:174-75) existen dos variables que deben ser tenidas en
cuenta para evaluar los cambios y permanencias de las diferenciaciones entre grupos
étnicos. La primera es el grado de mantenimiento de dichas diferencias, razón por la
cual se trató de mirar, siguiendo los consejos de McGuire, si en las descripciones sobre
fabricación, uso y consumo de bienes de la cultura material, que se indagó en la
bibliografía consultada y las fuentes documentales analizadas, aparecen objetos
“étnicamente sensibles” como la cerámica, la arquitectura, la comida o las prendas de
vestir. Adicionalmente, se analizó en la documentación escrita tanto la existencia de
relaciones matrimoniales entre ambos grupos étnicos, y la presencia de asociaciones y

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grupos corporados, como la distribución espacial de los integrantes de los grupos
relacionados. La segunda variable a tener en cuenta fueron las diferencias y las
disparidades de poder en ambos grupos y los grados de riqueza, prestigio y control entre
ámbitos doméstico o de control de recursos. Para el caso concreto de esta tesis, las
sugerencias de McGuire, se dirigieron a buscar en los materiales escritos aspectos como
la riqueza, el nivel de participación de los integrantes de un grupo en cargos
administrativos y cargos políticos, y la figuración social y el grado de acceso a
posiciones de honor y prestigio.

Para poder cumplir con los objetivos indicados, el proyecto adelantó un estudio que
combinó, por una parte, la lectura de las investigaciones arqueológicas e historiográficas
desarrolladas en el Altiplano Cundiboyacense por otros investigadores, y por otra, la
información documental proveniente del Archivo General de la Nación localizado en
Bogotá y de colecciones documentales publicadas. Respecto al componente
arqueológico, se realizó una lectura crítica de la información y la interpretación
arqueológica del Altiplano Cundiboyacense con el fin de entender aquellos elementos
del período prehispánico que tienen relevancia para entender la problemática del poder
y la identidad indígena a comienzos del período colonial. En especial, cobraron
relevancia las informaciones arqueológicas sobre mantenimiento del liderazgo y la
autoridad, así como temas sobre las representaciones materiales del poder. Igualmente
se analizaron los grados de homogeneidad y variabilidad de algunos elementos del
registro arqueológico, como forma de evaluar los niveles y estructuras que componían
la identidad social entre los muiscas prehispánicos. La historiografía sobre el período
colonial temprano de la Nueva Granada fue fundamental para la presente tesis, no sólo
como una fuente inapreciable de datos sobre la cultura material del período colonial,
sino como una valiosa referencia que permitió una mejor contextualización histórica de
las discusiones y problemas sobre los que se centró la investigación.

Uno de los principales aportes de la historiografía para esta contextualización fue la


relacionada con la cronología. La tesis se enfocó en analizar problemas que se dieron en
el siglo XVI, y en particular, la investigación tuvo como fechas límites los años 1537 y
1600. Esta cronología tiene relación con lo planteado hace unas décadas por Deagan
(1997:6) cuando llamó la atención sobre la existencia de un llamado “período colonial

16
medio”1 en la América Española. Luego de una fase inicial, y por cierto corta, de
“encuentro”, vendría una que se caracterizó por la experimentación y la adaptación del
diseño colonial deseado por la corona a las realidades locales. Durante este período
medio se producen los primeros intentos de formalización de las características sociales
y las economías locales según las condiciones de cada región. Ya en los siglos XVII y
XVIII vendría un período colonial tardío en donde se darían realidades socio-culturales
y económicas distintas.

Sin embargo, esta fracción de tiempo en el siglo XVI no es homogénea, lo que tuvo
importantes implicaciones a la hora de definir la metodología de investigación, de
clasificar los datos, y de organizar la información y los análisis que se presentan en los
textos de cada capítulo. Por varias cuestiones, entre las que se resalta lo relativo a las
relaciones de poder y los tipos de vínculo entre las sociedades muisca y española, el
siglo XVI en el Altiplano Cundiboyacense no puede ser considerado como un bloque
temporal monolítico. Estas diferencias fueron una de las bases que fundamentaron la
organización de cada capítulo.

Respecto a la consulta documental que sustenta los análisis e interpretaciones de esta


tesis, hay que anotar que el Altiplano Cundiboyacense constituía el epicentro político y
económico del Nuevo Reino de Granada. Si bien ésta área no estaba engranada
directamente a todo el aparato mercantil e institucional que se desprendía de la minería
altoperuana, sí constituía un importante espacio de colonización, aspecto que supone la
existencia de una relativa abundancia de material documental del período de interés
referida a concesiones y pleitos sobre encomiendas, y disputas entre las comunidades
indígenas y sus líderes. En el Archivo General de la Nación de Bogotá existen dos
fondos documentales que contienen esta información, a saber, “Encomiendas” y
“Caciques e indios”, de los cuales se extrajeron los datos que permitieron los análisis.
En ambos casos el estudio de este tipo de documentos fue importante para analizar las
relaciones de poder que se tejían dentro de espacios que estaban más cercanos a la
cotidianidad de las comunidades y, en muchos casos, los procesos se llevaron a cabo
dentro de los mismos poblados indígenas.

1
Traducido de la expresión en inglés “Colonial Middle Period”.

17
Por un lado, el fondo documental “Caciques e Indios” está compuesto en su mayoría
por pleitos relacionados con los cacicazgos, aspecto que permitió una mirada a los
cambios que se fueron operando dentro de las unidades políticas muiscas y la forma
como dichos cambios eran percibidos tanto por las mismas comunidades involucradas
como por los distintos sectores españoles que se relacionaban con las jefaturas y
señoríos muiscas. Dentro de los alegatos y disputas que se generaban en torno a
cuestiones como las sucesiones de los caciques, la pertenencia de las capitanías a un
cacicazgo o a una encomienda, y la defensa que hacían los líderes comunitarios de los
beneficios e intereses propios o de su grupo ante las autoridades coloniales se
encuentran expresiones, palabras, frases y descripciones que constituyen un buen
instrumento para evaluar tanto la relación de los caciques y capitanes muiscas con la
gestación de nuevos sentidos de identidad colectiva, como las mutaciones de las
relaciones políticas dentro de los cacicazgos.

Para otras áreas coloniales de la cordillera andina, como es el caso de Tucumán, Zanolli
(2000) ha indicado que es posible utilizar este tipo de fuentes para analizar procesos de
etnogénesis y reestructuración identitaria, mientras se mantenga una posición crítica en
la que los documentos sean contextualizados en la situación de confrontación y de
relaciones de poder. El análisis de pleitos judiciales del período colonial permite, como
lo ha expresado Lia Quarleri (2000:183), no solamente el rescate de la visión que los
actores tuvieron sobre el problema que le interesa al investigador, sino que también
facilitan enfocarse en la intersección de los sentidos y las prácticas resultantes de la
interacción de un grupo con un “otro” que es diferente por cuestiones étnicas, culturales
o institucionales. Enfatiza la autora que “los litigios judiciales, controversias o
conflictos se constituyen en la arena por excelencia donde se manipulan significados y
representaciones; desde el contenido y destino de una legislación hasta las identidades
personales y colectivas” (Quarleri 2000:186).

En lo que respecta al fondo “Encomiendas” del Archivo General de la Nación de


Bogotá cabe mencionar que su importancia está dada en que sus documentos contienen
valiosos datos sobre la relación tanto de los indios con los encomenderos, como de estos
últimos con las autoridades coloniales, la iglesia y la sociedad española del altiplano.
Como se señalará reiterativamente a lo largo de ésta tesis, la encomienda fue la

18
institución que reguló el mundo colonial del altiplano durante toda la mitad del siglo
XVI. A diferencia de los siglos XVII y XVIII, en los que los medios de producción
como la tierra pasaron a ser directamente controlados por los españoles por medio de las
haciendas, y en los que se dio la posibilidad de que los indígenas fueran contratados
libremente como peones agrarios, durante el siglo XVI, en el Altiplano
Cundiboyacense, los indígenas muiscas retuvieron las tierras en donde se encontraban
asentados antes de la llegada de los españoles y la mano de obra, con la que se cubrían
los impuestos, provenía de la propia comunidad. Es decir que la economía colonial
temprana en el altiplano, al igual que en otros espacios del norte de los Andes estaba
espacialmente centrada en la “república de indios” (Powers 1995:85). Este hecho
convierte a la encomienda en una institución ideal para analizar los cambios y las
transformaciones internas de las comunidades muiscas durante el siglo XVI.
Adicionalmente, durante el lapso cronológico que cubre esta tesis, las encomiendas del
altiplano estuvieron muy ligadas al control que los psihipquas tenían sobre las
capitanías y las unidades familiares. Jorge Gamboa (2006:188) ha señalado que, durante
el tiempo de esplendor de la encomienda como institución que regulaba las relaciones
políticas y económicas coloniales, había un decidido interés por mantener a los caciques
como forma de gobierno dentro de las comunidades. Cuando a mediados y finales del
siglo XVII se implementaron otras formas de gobierno entre los indígenas, la
encomienda estaba ya en franca decadencia.

Otros documentos de la época colonial temprana y media fueron de utilidad para esta
tesis. En primer lugar hay que mencionar a los llamados cronistas. Las crónicas,
escritas a partir de las propias experiencias de los autores como frailes o miembros de
las huestes conquistadoras, o de la lectura y escucha de las narraciones que hicieron los
propios conquistadores y sus descendientes, no son fuentes que se puedan usar
fácilmente para hacer un análisis de cuestiones que ocurrieron en tiempos prehispánicos.
Sin embargo, las falencias de estas fuentes escritas como correlato de la arqueología
prehispánica sobre los muiscas son precisamente su fortaleza como material de análisis
para los intereses de esta tesis. Los cronistas, en especial aquellos que vivieron cerca de
las comunidades indígenas del altiplano a finales del siglo XVI y comienzos del XVII,
como es el caso particular de Juan de Castellanos, Fray Pedro de Aguado y Fray Pedro
Simón, tienen en sus textos miradas sobre cómo eran los indios. Miradas que están

19
permeadas por los discursos de la época y, por lo tanto, se constituyen, además, como
una fuente para estudiar las representaciones mentales de los españoles sobre la cultura
indígena en la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII. Así mismo, ofrecen
la posibilidad de conocer la percepción española del proceso de la conquista y la
colonización y, en algunos casos, aportan datos para reconstruir ciertos aspectos de los
años de la conquista y las décadas que le siguieron.

En segundo lugar, las colecciones de documentos publicados fueron muy valiosas para
este trabajo. Se consultaron una buena cantidad de transcripciones hechas por los
historiadores Juan Friede y Hermes Tovar. La utilidad del trabajo de Friede se consideró
en la medida en que los documentos publicados son, en muchos casos, cartas y
peticiones de diversos sectores de la sociedad colonial española o misivas enviadas
desde la península ibérica sobre el manejo de las encomiendas, en las que en varias
ocasiones se pueden apreciar sentimientos de impotencia y fracaso ante la realidad de la
empresa colonial en el altiplano y el territorio neogranadino. En el caso de Tovar, su
relevancia se centra en las relaciones geográficas sobre el altiplano y sus regiones
vecinas escritas entre 1538 y 1600. Cabe mencionar que dentro de estas relaciones se
encuentran las descripciones españolas más tempranas que se conocen sobre los Andes
orientales de lo que hoy es Colombia y, al igual que con las crónicas, contienen las
impresiones españolas sobre las gentes y sus espacios.

Por último, y para cumplir con los objetivos de la tesis, se analizó una buena cantidad de
documentos aparecidos en diversas publicaciones. Estos evitaron la lectura de la difícil
paleografía del siglo XVI, ahorró tiempo y permitió acceder a documentos que son
muchas inaccesibles dada su localización en archivos particulares o restringidos.

En este apartado metodológico queda por aclarar la relación que se estableció entre
datos arqueológicos y datos documentales. Se siguió lo planteado por John Moreland
(2006: 139) en cuanto a que la producción y uso de objetos o textos por parte de una
sociedad, así como su supervivencia, no obedece a una intencionalidad de servir en el
futuro como evidencia de un pasado a la arqueología o la historia. Los significados y
sentidos de los artefactos y fuentes escritas deben entenderse en el contexto en el que
fueron producidos y usados. Si bien la arqueología del período colonial que se ha
realizado en el Altiplano Cundiboyacense ha aportado datos sobre el uso de objetos que

20
sirven para analizar temas como la identidad y las relaciones de poder en las
comunidades muiscas de inicios del período colonial, en los documentos escritos de los
siglos XVI y XVII hay también una importante referencia a bienes, objetos y cosas que
se usaban, se producían y circulaban. Ambos tipos de evidencia fueron tratados de
forma “simétrica” y se realizó tanto una “lectura” arqueológica de las descripciones
sobre la vida material de las fuentes, así como una interpretación en “clave”
historiográfica de los datos arqueológicos.

Moreland (2006:141) indica que una de las características de los textos y su relación con
la oralidad es que convierten el discurso hablado en un objeto. El ordenamiento en
frases y oraciones hace que el acto del habla se pierda, es decir que la escritura tiene un
poder transformador del lenguaje hablado, cuyo estudio debe ser evaluado en contextos
históricos concretos que incluyan “la forma y distribución de los registros escritos
dentro de una sociedad determinada”. Por este motivo, en esta tesis se plantea que las
fuentes escritas pueden ser consideradas como objetos, cuya producción y consumo
están inscritos en un sistema sociotécnico concreto. Además, en cuanto a tecnología de
poder, la escritura tiene un doble contenido. Por un lado, sería una necedad negar que la
producción textual fuera parte, al igual que las imágenes y las representaciones visuales,
de una estrategia de control de la élite y los poderes hegemónicos para ratificar
visualmente su dominio sobre otros sectores. Pero por otro, los textos son igualmente
importantes para entender la construcción que de sí mismos hacen los pueblos y las
comunidades que se estudian. Como lo anota Moreland (2006:142-143) los textos, más
que constituir una línea de evidencia adicional deben contribuir a entender de qué
manera la producción textual se convierte tanto en un objeto de opresión y obliteración
de sectores “silenciados”, como en un vehículo de los grupos subalternos para agenciar
su liberación o visualización. Por ejemplo, dentro de las vías de apropiación de los
discursos dominantes está el resquebrajamiento de la hegemonía y control en el manejo
de los recursos escritos. Esto es claramente visible en el uso de testamentos y en
especial, en las querellas y pleitos en que los muiscas, tanto caciques como indios sin
rango político, se vieron comprometidos o emprendieron en contra de sus encomenderos
y de la sociedad colonial.

21
Organización temática de los capítulos

El capítulo que sucede a la introducción está dedicado a proporcionar los elementos


analíticos y conceptuales que sirvieron para construir la argumentación sobre el poder,
la identidad y las relaciones de dominación colonial que busca analizar esta tesis. En
este primer capítulo se desglosan las aproximaciones investigativas de la arqueología y
la historia sobre los muiscas coloniales, algunas cuestiones teóricas que pueden tener
relevancia para comprender el tipo de dominación colonial que desarrolló España en el
norte de Suramérica, y el papel de los individuos y de los grupos sociales dentro de las
estructuras colonialistas hispanoamericanas.

En el segundo capítulo se hace una aproximación interpretativa sobre el espacio y el


paisaje del altiplano cundiboyacense. La intención es ubicar al lector en el entorno
geográfico donde se dieron las dinámicas de creación de identidad y los nudos de poder
en los que se vieron involucrados los indígenas muiscas. Se resaltan algunas
características ecológicas que tienen relación con la producción agrícola del siglo XVI
y, en especial, se presenta la idea de que el espacio, al ser el escenario en donde ocurren
las relaciones de poder, se convierte en un objeto material que participa activamente en
los conflictos interétnicos. Como parte esencial de la encrucijada cultural, se evidencia
la confrontación entre las concepciones del paisaje y las construcciones del territorio
tanto indígenas como españolas.

En el tercer capítulo se tratan algunas consideraciones sobre los muiscas prehispánicos.


En particular, este capítulo se concentra tanto en una presentación de aquellos
elementos relacionados con la identidad étnica y socio-política de los muiscas, así como
sobre las posibles formas del poder político y la autoridad entre los cacicazgos muiscas
antes de la llegada de los españoles.

En la región de estudio, la presencia europea data desde 1537 cuando llegó la primera
oleada de grupos ibéricos y se estableció la relación con las comunidades muiscas. Los
primeros años se caracterizaron por situaciones que oscilaron entre la aceptación
silenciosa de los recién llegados en las comunidades y las contra respuestas, violentas en
algunos casos, de los muiscas a los abusos de los miembros de las huestes hispánicas, e
inclusive a la presencia misma de los españoles en la región. La décadas de 1540 y

22
1550 muestran una débil presencia del estado español y una serie de situaciones de
hecho, que le dieron cuerpo y firmeza a la encomienda como la institución que reguló el
conjunto de las relaciones sociales, interétnicas y políticas por el resto de la centuria.
Para los muiscas, y especialmente para los caciques y capitanes, estos años de
“desorden” significaron uno de los momentos más dramáticos de la dominación
colonial. En especial, las unidades sociales muiscas que venían de tiempos
prehispánicos se fueron convirtiendo en segmentos indígenas al servicio del capricho de
los colonos. Estos son los temas que se encuentran en el capítulo cuarto.

El capítulo quinto realiza una aproximación al mundo colonial del altiplano entre la
década de 1560 y finales del siglo XVI a través de la exploración de un caso particular.
Se trata de la actuación de los caciques, capitanes y encomenderos de una región al
nororiente de la sede de la Real Audiencia de Santafé. Se evidencia la nueva
configuración del poder dentro de las comunidades muiscas y el papel que juega la
tributación en bienes y mano de obra como vector que dinamiza las relaciones entre y
dentro de los cacicazgos muiscas.

El final del siglo XVI, tema del capítulo sexto, está marcado por la aparición de nuevas
formas de poder, control y vigilancia sobre las comunidades indígenas, y el declive
político, económico y social del poder del sector encomendero. Estas cuestiones están
signadas por el dramatismo del descenso demográfico indígena en el ámbito rural del
altiplano.

En estos últimos años del siglo XVI, las autoridades eclesiásticas también se dan cuenta
del poco avance del proyecto evangelizador, por lo cual se trata de poner en marcha
mecanismos para acabar con la idolatría indígena como forma de resistencia. Este es
uno de los temas del capítulo séptimo, el cual está acompañado por la exposición de
otras contra-respuestas indígenas a la dominación, analizadas en el marco de la cultura
material.

23
Mapa 1. El Altiplano Cundiboyacense
(Elaboración Alejandro Bernal V a partir de IGAC Mapa Físico de Colombia 2005)

24
CAPÍTULO 1.

EN BUSCA DE UN MARCO INTERPRETATIVO PARA EL COLONIALISMO


IBÉRICO EN EL ALTIPLANO CUNDIBOYACENSE EN EL SIGLO XVI

Los muiscas y el Altiplano Cundiboyacense como tema de estudio en la


arqueología y la historiografía del período colonial.

Antes de comenzar la presente revisión de los estudios previos sobre los muiscas y el
Altiplano Cundiboyacense en el período colonial, es necesario indicar que al ser los
muiscas prehispánicos uno de los grupos más investigados en Colombia2, una síntesis
detallada de los estudios que se han centrado en la época precolombina del Altiplano
Cundiboyacense excedería la extensión y alcances de unos antecedentes de
investigación interesados en resaltar sus vacíos y aportes. Así mismo, se imposibilitaría
destacar los aspectos teóricos y las estrategias metodológicas de las investigaciones
tanto arqueológicas como historiográficas de los primeros siglos de la presencia europea
de los Andes Orientales de Colombia. Dentro de un amplio conjunto de obras dedicadas
a la historiografía del período colonial en el Nuevo Reino de Granada, sobresalen dos
conjuntos de propuestas de acuerdo con la centralidad y tratamiento dado al indígena
como objeto de investigación y sujeto histórico.

Desde los años 70´s algunos investigadores han incluido a los muiscas en lo relativo a
aspectos tributarios y laborales de las encomiendas, a la minería y las haciendas, o en
relación con cuestiones institucionales. Por mencionar sólo algunos ejemplos notables,
estas aproximaciones se encuentran en las obras de Germán Colmenares (1997a;
1997b), María A. Eugenio (1977), Fernando García Mayorga (1991), Jaime Jaramillo
Uribe (1994), Jorge O. Melo (1998), Julián Ruiz Rivera (1975), Hérmes Tovar (1999) y
Juan Villamarín y Judit Villmarín (1999). Se trata de trabajos de carácter general cuyo
objetivo principal es entender aspectos de la economía, la política y la sociedad
colonial, pero que no se detuvieron en el estudio del devenir de la sociedad muisca

2
Visiones generales y síntesis críticas de la bibliografía sobre el período prehispánico en el
altiplano pueden consultarse en Botiva (1989) y Therrien (1996); y un panorama comparativo
de los estudios de los muiscas con los de otras sociedades cacicales prehispánicas está
disponible en Reichel-Dolmatoff (1984, 1996[1987]) y Drennan (2008).

25
dentro de la dominación hispánica. Sin embargo, en algunos de los casos mencionados
(Colmenares 1997a; 1997b, Tovar 1999, Villamarín y Villamarín 1999) se establece una
relación entre las estructuras políticas y sociales de origen prehispánico y la forma como
las instituciones coloniales se implementaron en el altiplano. En especial, se sugiere
cierta correlación entre las unidades cacicales muiscas y la encomienda, y se hace
alusión al funcionamiento de las capitanías y a la organización del trabajo colectivo.

Otros autores han tratado la inclusión de instituciones indígenas dentro del andamiaje
administrativo colonial en investigaciones más focalizadas en los problemas indígenas
del período colonial, o destinadas a entender la transformación de los indios del
altiplano en peones agrarios y campesinos. Como ejemplos de este tipo de estudios se
puede mencionar a Sylvia Broadbent (1981), Michael Francis (1997), Margarita
González (1970) y Juan Villamarín (1972). En todas las investigaciones mencionadas,
se evidencia un tratamiento de los indígenas como sujetos pasivos que de forma
homogénea sufrieron la dominación colonial sin siquiera tratar de negociar o subvertir
el orden establecido. Tampoco se contemplan los mecanismos de recepción y emisión
de códigos culturales dentro de los que se mueven los procesos identitarios y de
etnogénesis. En este sentido, la investigación que se realizó en esta tesis es un esfuerzo
encaminado a contribuir, mediante el análisis de algunas prácticas sociales y el estudio
de la cultura material indígena del altiplano, a la discusión sobre el papel activo que
tuvieron los hombres, mujeres, familias y grupos sociales muiscas de las tierras altas de
la Cordillera Oriental en la creación de un orden colonial.

El tratamiento de la cuestión indígena como aspecto central y la trayectoria histórica de


los muiscas como sujetos históricos activos para entender la construcción de
imaginarios coloniales sobre lo indígena y los modos de adaptación, resistencia y
negociación a las formas tempranas de la dominación española, sólo se ha desarrollado
recientemente en el ámbito historiográfico colombiano. Sobre el tema de los caciques
coloniales en el altiplano, el esfuerzo investigativo más notable y valioso está
representado en los trabajos de Jorge A. Gamboa (2004; 2005; 2006, 2010). Éstos se
enfocan principalmente en la segunda mitad del siglo XVI y muestran las vicisitudes de
las autoridades políticas muiscas en el contexto de las encomiendas y las pugnas
políticas que caracterizaron las primeras décadas que siguieron a la conquista.

26
Además de proporcionar una dimensión crítica de los estudios de los muiscas –tanto
prehispánicos, como coloniales–, uno de los temas tratados en los trabajos de Gamboa
es la estrecha correlación entre el cacicazgo y la encomienda. Los caciques del altiplano
fueron sujetos importantes para el sistema colonial en la medida en que la encomienda
fue una institución económica y política importante. Para mediados del siglo XVII,
cuando los encomenderos vieron eclipsado su poder en el mundo neogranadino, los
caciques muiscas perdieron protagonismo. Adicionalmente, esta relación se evidencia
también en los cambios generacionales entre los caciques muiscas del altiplano,
caracterizados fundamentalmente por sus grados de hispanización y relación con el
sistema colonial.

El debilitamiento de la figura de los caciques muiscas se debe, en parte, a un cambio en


las estrategias españolas para el control de la población nativa. Se crearon nuevas
formas de autoridad entre los indígenas y, a finales del siglo XVI, se implementó la
figura del Corregidor de naturales. Según algunos estudios, en otros ámbitos de la
cordillera andina, el comportamiento de los caciques y las élites indígenas andinas, al
actuar como intermediarios entre el mundo español e indígena, debe analizarse en el
contexto de unas relaciones cambiantes entre ambas sociedades (Bunster 2000: 84).
Para el caso concreto del altiplano, las relaciones de poder entre indios y españoles en
los pueblos coloniales han sido tratadas en las investigaciones de Martha Herrera
(1993a; 1993b; 1998). Si bien un grueso volumen de la argumentación de la autora se
centra en el último siglo de la dominación colonial, el trabajo plantea importantes
cuestiones sobre el gobierno indígena en los pueblos de indios y su relación con el
corregidor de naturales, funcionario español encargado de inspeccionar la vida en estas
comunidades. Herrera estudia la manera como se estructuraron los conflictos entre
autoridades españolas y autoridades indígenas en torno a la implantación de un modelo
de segregación espacial que servía a los fines coloniales: ordenar y controlar una
república de indios para el mantenimiento y sustento de una república de españoles.

Los trabajos de Gamboa y Herrera son de gran trascendencia para la presente tesis
porque sitúan, en el ámbito neogranadino, temas discutidos sobre los caciques
coloniales en otros ámbitos hispanoamericanos. El proceso de etnogénesis andino
durante el período colonial español, aspecto que ha sido abordado por diversos autores

27
desde la historiografía, está en estrecha relación con las maneras de resistencia a la
dominación o las dinámicas de incorporación y acomodamiento de las estructuras
nativas al régimen colonial. Esto supuso en muchos casos una confrontación de
unidades políticas autónomas con las tendencias centralizadoras del estado imperial
español como ocurrió en Araucanía (Boccara 1998). En otros, los pocos niveles de
centralización prehispánicos, como es el caso de la sierra central y norte de Ecuador,
tuvieron consecuencias en la desestructuración colonial de los cacicazgos. Al fusionar
varias unidades políticas en el mismo repartimiento, sólo un cacique fue reconocido
como autoridad política para los españoles, lo que engrandecería su poder en detrimento
del de otros, y traería recelos, pugnas y resentimientos que durarían por décadas e
incluso siglos (Powers 1995:88).

Los casos mostrados por Gamboa parecerían coincidir con este último tipo de
dinámicas. En la Nueva Granada la situación pudo ser similar al no haber entre los
muiscas estructuras políticas suprarregionales que centralizaran a todas las comunidades
indígenas, o al existir un variado mosaico de unidades locales de diverso tipo cuyas
lealtades a un líder mayor eran inestables o frágiles. Sin embargo, tampoco se trata de
grupos acéfalos y sin grados de jerarquías. Es necesario entonces profundizar en la
relación entre el tipo de encomienda desarrollado en la Nueva Granada y el tipo de
formaciones políticas existentes en los cacicazgos muiscas.

Para casos más alejados del territorio muisca y la región quiteña, como es el caso de la
puna Jujeña y la Quebrada de Humahuaca en la jurisdicción del Tucumán colonial (ver
Zanolli y Lorandi 1995:102), es posible pensar que el tipo de relaciones entre
estructuras sociopolíticas indígenas y la forma en la que se desarrolló la encomienda,
tienen un estrecho vínculo. Por una parte, se relacionan con las estrategias seguidas por
los indígenas para su supervivencia y, por otra, con la manera como los grupos
utilizaron las herramientas propias del sistema colonial.

Algunas investigaciones se han centrado en la manera en la que los caciques andinos


incorporaron símbolos hispánicos y readaptaron los de raigambre precolombina como
mecanismos de demostración de su poder dentro de las comunidades y ante la sociedad
colonial (Bunster 2000; Oberem 1995). Parte de las estrategias de adaptación de los
caciques muiscas al mundo colonial consistió en la resignificación de elementos de la

28
ritualidad católica. Como lo muestra el trabajo de María Lucía Sotomayor (2004), los
caciques encontraron una nueva forma de mantener el prestigio dentro de sus
comunidades, haciéndose patrocinadores y mayordomos de las cofradías religiosas
católicas en los pueblos de indios. Sin embargo, la conformación de cofradías, a pesar
de originarse desde las primeras décadas de la dominación española, es un proceso
cultural que se hizo evidente en las postrimerías del siglo XVII y durante el siglo XVIII.
Otras evidencias de los procesos de adaptación y aculturación de los indígenas del
altiplano a la sociedad colonial lo ha aportado el estudio de los testamentos indígenas de
los siglos XVI y XVII elaborado por Pablo Rodríguez (2002; 2006). De estos últimos
trabajos, llama la atención la existencia de grados relativos de riqueza y posesión de
bienes materiales de origen español mencionados en los testamentos de los caciques.

En su trabajo sobre testamentos de indígenas muiscas del período colonial temprano en


Santafé, sede de la Real Audiencia en el centro del Nuevo Reino de Granada, la
antropóloga Sandra Turbay (2012) muestra como en estos documentos se pueden
estudiar los cambios en la conformación de grupos familiares indígenas y, en especial,
en algunas de las formas de la dinámica del mestizaje en los andes neogranadinos. El
análisis del sujeto mestizo en el Altiplano Cundiboyacense como un producto cultural
antes que un mero cruce biológico, y las reacciones del sistema ante una evidente
omnipresencia de los mestizos en las ciudades andinas neogranadinas que comenzó a
desafiar los sistemas de clasificación étnica y racial de los españoles desde las primeras
décadas de dominación colonial, han sido elaborados recientemente por Joanne
Rappaport (2009, 2011, 2012) a través del estudio de la trayectoria de vida de dos
mestizos quienes, utilizando elementos de la retórica jurídica española, emprendieron
sendos alegatos sobre su legitimidad para heredar el cargo de caciques.

Varios investigadores mantienen la idea de los cronistas españoles del período colonial
sobre la relativa poca oposición que pusieron los muiscas al avance de las tropas
conquistadoras (Friede 1966, Lucena Salmoral 1974). No obstante, algunos trabajos
muestran que, aunque los indígenas del altiplano no se enfrentaron militarmente a los
españoles, ni se levantaron en armas de forma generalizada contra la dominación, sí
existieron brotes de rebelión locales hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XVI
(Francis 1997). De otro lado, la resistencia y el contra-discurso se dieron de manera sutil

29
y, a través, de actos simbólicos prehispánicos, como, por ejemplo, la celebración de
festejos, en los que las autoridades políticas de los muiscas estuvieron activamente
involucradas. Un notable contraste entre las figuras de liderazgo muisca en la colonia es
establecido por Carl H. Langebaek (2005), quien propone que los caciques muiscas –
psipquas– eran más vigilados por las autoridades coloniales o más expuestos a la
aculturación, motivos que les restaron capacidad como conductores o patrocinadores de
formas religiosas más tradicionales. Los capitanes –tybas–, por su parte, menos
expuestos y más difusos dentro de las comunidades, pudieron liderar este tipo de actos.

Para Gonzalo Lamana (1997:138), algunas cuestiones que se han asumido como actos
de resistencia pueden ser enmarcadas dentro del mantenimiento de la autonomía cultural
y analizadas en torno al sentido que tienen dentro de la cultura indígena y a lo que
significa su exteriorización. Es decir, que la narración de un acto indígena tiene un
doble contenido: por una parte, su significado para los indios dentro de sus patrones
culturales y, por otra, la estrategia implícita de hacerlo ante los españoles. Así, es muy
importante cuestionarse los cambios en ese doble contenido de los actos, los discursos y
el sentido de las prácticas. Esta perspectiva sobre la persecución a la religión muisca, ha
sido expuesta en textos recientes de Eduardo Londoño (2001) y de María Inés Casilimas
(2001) en los que se analiza un documento de castigo a un cacique muisca por celebrar
públicamente actos religiosos de raigambre prehispánica.

Respecto a reflexiones sobre la creación de sentidos identitarios, el trabajo de John J.


Marín Tamayo (2008) se concentra en el proceso de creación de identidades coloniales
a partir del análisis del catecismo de fray Luis Zapata de Cárdenas, segundo arzobispo
de Santafé, en la década de 1570. El trabajo parte de la idea de que el proceso
civilizatorio de la conquista tenía como justificación moral la salvación del alma de los
indígenas. La enseñanza de la doctrina católica apuntaría, según este autor, a imbuir a
los indios en la cultura española y, de esta forma, crear sujetos sumisos y obedientes a la
autoridad real. Estas ideas son también tratadas en un trabajo de Mercedes López (2001)
contextualizado en las disputas en torno al control y monopolio de la mano de obra
indígena por parte de los encomenderos del altiplano y de la iglesia católica como aliada
de los intereses de la Corona española.

30
Otra perspectiva que intenta entender la creación de sentidos y significados de las
prácticas y su relación con la creación de sujetos coloniales se evidencia en el trabajo de
Martha Zambrano (2008) centrado en la presencia de indígenas en Santafé en los siglos
XVI y XVII. Propone una etnografía de los trabajadores indígenas de la ciudad, a través
de la investigación de archivo. Temas como la vida familiar, el conflicto cultural, el
ocio, las ocupaciones, el habla y la vestimenta de los indígenas son analizados para
responder a cuestionamientos sobre la constitución de sujetos indígenas y la forma
como los mismos respondieron y participaron en el discurso colonial que los creó e
interpeló. Uno de los puntos importantes del trabajo de Zambrano es el juego político de
construcción de sujetos, entendiendo por tal “la imposición y lucha sobre las
clasificaciones y sus consecuencias materiales, los riesgos, las posiciones encontradas,
los desplazamientos de sentido y las resistencias” (Zambrano 2008:23).

Todos los trabajos mencionados hasta este punto pertenecen al ámbito historiográfico y
se trata de investigaciones realizadas con base en documentos escritos del período
colonial. Si bien se trata de notables contribuciones al estudio de la vida colonial y de la
integración de los indígenas a las dinámicas del colonialismo español, uno de los
principales vacíos de estos trabajos es la ausencia del contexto material en el que se
encuentran insertas las relaciones de poder y la construcción de identidad. Estas
cuestiones se han intentado desarrollar desde las investigaciones arqueológicas.

En comparación con los estudios sobre el período prehispánico en los Andes, son
relativamente pocos los trabajos de arqueología que se relacionan directamente con el
tipo de colonización española en las tierras altas de Suramérica entre la segunda mitad
del siglo XVI y los inicios del siglo XVII. En las revisiones bibliográficas sobre la
Arqueología Histórica realizada en Suramérica (ver Funari 2005, 2006, Funari; et.al
2009, Zarankin y Salerno 2008) se encuentra que, en las últimas tres décadas, se han
desarrollados proyectos de investigación arqueológica del período colonial temprano
emprendidos bajo la premisa de que el colonialismo ibérico es un problema más
complejo que el simple contacto entre grupos amerindios y europeos que se dio con la
llegada de un marinero genovés hace 525 años. Buena parte de las contribuciones de la
Arqueología Histórica cuyo objeto de estudio son el colonialismo español y las
consecuencias de la dominación hispánica para los indígenas de los Andes y otros

31
grupos subalternos en Suramérica como los mestizos y los africanos, están dadas por
algunos derroteros y líneas de acción desarrolladas para la Arqueología Histórica en
Norteamérica. Su interés se centra, por lo tanto, en el estudio de cuestiones como el
consumo, la cotidianidad, la identidad étnica y de clase, y la idea que la cultura material
es un componente activo del drama social del mundo colonial.

Pero más allá del desarrollo de ciertas temáticas particulares, subyace la idea expresada
por Charles Orser (2000) de que la Arqueología Histórica en el Nuevo Mundo no es
solamente el estudio de contextos arqueológicos en los que se cuenta con registros
escritos, ni el estudio de la cultura material de algunos de los sectores implicados en el
mundo colonial. La Arqueología Histórica, dice Orser (2000:22), es “el estudio de los
aspectos materiales –en términos históricos, culturales y sociales concretos– de los
efectos del mercantilismo y del capitalismo traídos de Europa a fines del siglo XV y que
continúan en acción hasta hoy”. Señala, además, la importancia de los procesos de
adaptación y transformación que sufrió y experimentó cada uno de los grupos sociales
que compusieron el mundo colonial. Este ideal de la práctica de la Arqueología
Histórica en América también lo postuló Kathleen Deagan (2003:3) cuando señaló que,
paralelo al tratamiento académico sobre temas cercanos a la complejidad y diversidad
de la experiencia colonial española, y a la manera en que las relaciones de poder
personales e institucionales configuraron las prácticas culturales locales, debería existir
un estudio sobre aquellas problemáticas relacionadas a la recepción y clivaje de
estructuras culturales hispánicas en tradiciones locales.

Al realizar una rápida revisión de sur a norte por el macizo andino, se encontró que en
Argentina se han hecho estudios de Arqueología Histórica en la región de Cuyo que han
aportado información arqueobotánica sobre la subsistencia alimentaria, la llegada de
cultígenos europeos y la interacción entre avanzadas conquistadoras y las sociedades
nativas en Mendoza (Chiavazza y Mafferra 2007). Así mismo, se hallaron estudios
sobre la configuración y los cambios de los asentamientos indígenas en el período
colonial temprano en el Valle Fértil ubicado en la provincia de San Juan (Cahiza, et.al
2008). En el noroeste argentino, se han trabajado contextos indígenas coloniales de los
siglos XVI y XVII en el área de la Quebrada de Humahuaca, provincia de Jujuy,

32
analizando los sentidos identitarios, y las nuevas formas de habitar el espacio que
produjo la conquista y el ordenamiento colonial en el mundo andino (López 2006).

En el ámbito centroandino, existen algunas aproximaciones derivadas del estudio de


sitios arqueológicos coloniales en las áreas de los valles de Moquegua y Torata en Perú
y Tarapaya, asociadas al contexto minero de Potosí en Bolivia. De estos estudios
provienen importantes aportes sobre cambios en los patrones de consumo de alimentos
entre indígenas, españoles y criollos (deFrance 1996, 2003), la fabricación de cerámica
para la producción, almacenaje, distribución y consumo de vino (Rice 1994, 1996), las
consecuencias socioculturales de la política colonial aplicada para controlar y ordenar la
mano de obra indígena, africana y mestiza enrolada en la industria vinícola (Smith
1997, Rice 2011), la expresión arqueológica de la presencia de indígenas andinos en las
unidades domésticas españolas (Van Buren 1999) y la continuidad y uso de las
tecnologías metalúrgicas tradicionales de las comunidades serranas en el período
colonial (Van Buren y Cohen 2010).

En lo que respecta al norte de los Andes, uno de los trabajos más destacables es el
desarrollado por Ross W. Jamieson (2002, 2004, 2008) en la sierra ecuatoriana. La
propuesta de Jamieson, en su estudio sobre la ciudad colonial de Cuenca, es centrarse en
la unidad doméstica y de esta forma mirar como la cultura material –tanto edilicia como
artefactual– sirve para analizar las negociaciones en las relaciones de poder y en la
creación de nuevas categorías definidas dentro de las relaciones espaciales, de clase,
género e interétnicas. Así mismo, el estudio del espacio y la arquitectura urbana de
Cuenca arrojan datos importantes sobre la manera como las disposiciones espaciales
estaban destinadas tanto a la vigilancia, inspección e imposición de un orden disciplinar
de los sujetos, como a la creación de lazos de solidaridad entre ellos.

Otro grupo de investigaciones arqueológicas sobre espacios coloniales norandinos está


representado por los estudios realizados en Popayán y su área de influencia en el
suroccidente colombiano. Algunas de estas pesquisas se han centrado en la
reconstrucción del contexto histórico de edificios particulares (Patiño et.al 2010), en el
consumo, producción y distribución de cerámicas locales e importadas (Caicedo 2007,
Londoño 2002; 2010) y en el estudio de las haciendas esclavistas (Buitrago 2010, Suaza
2006). A pesar de enfocarse en cuestiones que son pertinentes para entender problemas

33
del siglo XVIII y del período colonial tardío, plantean algunos interrogantes que pueden
tener origen en la colonia más temprana. Por ejemplo, llama la atención la adopción a
comienzos del siglo XVIII, y posiblemente antes, del vidriado como técnica de
decoración de una cerámica producida con tecnología tradicional. Esto es interpretado
como una forma de introducir, por parte de la sociedad dominante, ciertos sentidos de la
pureza cristiana a través del uso de los colores del vidriado (Londoño 2002).

Las contribuciones al análisis, desde la arqueología, de los indígenas del Altiplano


Cundiboyacense dentro del mundo colonial neogranadino, cuentan hasta la fecha con
los trabajos de Jimena Lobo Guerrero (2002), Jimena Lobo Guerrero y Felipe Gaitán
(2008), Monika Therrien y Lina Jaramillo (2004) y Tatiana Ome (2006). Estos se
centran en el entendimiento de las relaciones interétnicas, en el significado de la vida en
la ciudad, en la construcción de una identidad indígena y en la resistencia cultural. Los
problemas tratados son abordados con una metodología que combina el análisis de la
cultura material y la lectura de fuentes documentales del período colonial. Los trabajos
de Ome (2006) y Lobo Guerrero (2002) se suman a aquellas tendencias teóricas que
asumen el estudio de la cultura material como componente activo de la cultura que
encuentra significado en las prácticas cotidianas. Por medio del análisis de la
distribución espacial y temporal de grupos alfareros particulares, el colonialismo es
visto como un proceso en el cual las nociones y las categorías que guían las prácticas
cotidianas y rituales de los sujetos entran en conflicto. Aspecto que produce un
constante juego de negociaciones, imposiciones y resistencias. La intención de la
investigación de Therrien y Jaramillo (2004, ver también Therrien 2008) y la de Lobo
Guerrero y Gaitán (2008) es entender el proceso de formación del “ser urbano” y el
significado del “vivir urbanamente” en el contexto de la Santafé de los siglos XVI y
XVII. Los estudios indagan sobre la constitución, materialización y significación de la
coexistencia de sujetos diversos con historias distintas y sobre la configuración de las
ciudades coloniales como campos de interlocución.

Una característica general de estos trabajos de arqueología histórica en el Altiplano


Cundiboyacense es su insistencia por el abandono de la “aculturación” como categoría
analítica. Al abandonar la idea de que el problema se pueda asumir como la
desaparición de una cultura por la preponderancia y la dominación de otra, se suman de

34
esta forma a los estudios que intentan comprender el colonialismo como un complejo
proceso lleno de ambigüedades, y dentro del cual hay tensiones, resistencias y
negociaciones encaminadas a que los distintos actores, tanto colonizadores como
colonizados, encuentren un lugar dentro de la sociedad colonial.

En resumen, el período colonial temprano en los Andes continúa relativamente menos


estudiado por la Arqueología Histórica que las décadas más tardías de la dominación
hispánica, particularmente en el siglo XVIII. Adicionalmente, las investigaciones
arqueológicas del período colonial que se han emprendido en el contexto suramericano
están referidas en una proporción mayor a temas relacionados con la configuración de
espacios urbanos, con procesos de identidad y con la articulación de las regiones con la
política y con la economía colonial. La presente tesis sobre la identidad y el poder
político de las comunidades indígenas en el Altiplano Cundiboyacense en la segunda
mitad del siglo XVI es un aporte a las reflexiones sobre las dinámicas de resistencia,
incorporación e integración al mundo colonial de los grupos indígenas a través del
estudio de la materialidad documentado en la historiografía, los trabajos arqueológicos
sobre los muiscas prehispánicos y coloniales, y fuentes escritas del siglo XVI.

Marco interpretativo

1.2.1 Identidad y Colonialismo


El ejercicio investigativo de esta tesis se centra en entender los vínculos de la identidad
con las relaciones de poder del colonialismo español. Para comenzar a establecer esta
conexión es necesario definir qué entendemos por identidad. Una noción básica del
término identidad social es la que transmite Richard Jenkins (2007: 4-5). Jenkins hace
alusión a las vías por las cuales individuos y colectividades se distinguen de otros
grupos y personas en sus relaciones sociales. Al identificar el quien es quien en sus
diferencias y semejanzas como un proceso de significación, se involucrará siempre una
interacción dinámica entre “acuerdos y desacuerdos, convención e innovación,
comunicación y negociación”. Las identidades, entendidas básicamente como las
formas materiales o simbólicas en que individuos y grupos son distinguidos en sus

35
relaciones sociales con otros, son conjuntos dinámicos de prácticas repetitivas y de
construcciones múltiples (Meskell 2002: 279-81).

Según Meskell y Preucel (2007:122-24) no es posible asumir taxonómicamente el tema


de la identidad, es decir que la distinción o similitud que se asumen para la
identificación de aspectos como el género, la etnicidad o las clases, no se pueden tomar
como categorías rígidas, sin conexiones con contextos más amplios y con fronteras
impermeables entre las distintas formas en que se puede expresar la identidad de un
grupo social o una colectividad. Además, la identidad es cambiante y situacional al
existir una valoración subjetiva que se tiene de sí mismo y del otro (Jones 1997:128). La
identidad, entonces, debe ser entendida como un proceso que desafía la rigidez de
cualquier categorización y por lo tanto, la identidad étnica debe ser analizada en
conjunto con otras “identidades” como la “racial” o la de “clase” (McGuire 1981:164).

El tipo de identidad que se busca analizar en esta tesis es la identidad étnica. Es


importante puntualizar lo que se entiende por etnicidad, grupo étnico e identidad étnica
y para esto se hace explícita referencia a lo definido por Siân Jones (1997:xiii). Un
grupo étnico es “cualquier grupo de personas quienes por sí mismos y/o por otros son
distinguidos con quienes interactúan o co-existen con base en sus percepciones de las
diferencias culturales y/o un sentido de descendencia común”. Mientras que “identidad
étnica” es entendida por Jones como los aspectos que determinan la identificación de
los individuos con un grupo más amplio –el “étnico” –, “etnicidad” son “todos aquellos
fenómenos sociales y psicológicos asociados a la identidad culturalmente construida”,
recalcando que el concepto de etnicidad enfatiza los procesos sociales y culturales que
resultan de la identificación de otros grupos y la interacción entre ellos. De otro lado,
por “etnogénesis” se entiende entonces la creación de “etnicidad “(Emberling
1997:296). La forma como un grupo identifica y asume las diferencias culturales está
determinada por la intersección entre las prácticas (habitus), las condiciones sociales
imperantes y las relaciones de poder entre grupos (Jones 1997:13 y 128, Meskell y
Preucel 2007:228-29). Además, en este proceso transformativo se requiere del manejo y
manipulación simbólica de una materialidad para expresarse y poder comunicar cosas
(Weisman 2007:202-203).

36
1.2.2 La materialidad y los sistemas “sociotécnicos”

Otra parte del esfuerzo investigativo de esta tesis se inscribe en el estudio de la cultura
material encaminado a entender la construcción de subjetividades en un contexto
colonialista. En estos estudios son fundamentales aspectos de las prácticas cotidianas
expresadas en el paisaje, las edificaciones y los objetos domésticos cotidianos (Lucas
2006:186). Como lo expresa Axel Nielsen (2007:13), “los materiales llevan consigo
una “memoria” del pasado en que participaron, una memoria que moldea el
significado ulterior que ellos o sus usos pueden asumir en nuevos contextos”, lo que
refuerza la idea sobre el papel activo de la cultura material en los procesos sociales y en
la creación de significados. Al participar activamente en las relaciones sociales, los
objetos y las cosas crean los ensamblajes y disposiciones en los que la realidad social
adquiere inteligibilidad. Por su parte, Francisco Tirado y Miquel Domènech (2008:69)
recuerdan que “los objetos no son medios ni fines, son ambas cosas al mismo tiempo,
permiten rehacer las relaciones sociales a través de estrategias y dispositivos
inesperados y nuevos. Continuamente están tejiendo y materializando relaciones
sociales”.

La materialidad está implicada en la relación de la vida social con la identidad, y, dicha


identidad está imbricada dentro de relaciones de poder. La cultura material expresa
políticas de la identidad, lo cual supone tensiones entre distintos sectores que buscan
imponer o mantener sobre otros su sentido de pertenencia y autodefinición. Siguiendo a
Gavin Lucas (2006:18), en contextos coloniales “la desigualdad es fundamentalmente
una desigualdad en la habilidad para articular identidad, y aquí la cultura material
juega un rol clave. No es solamente acerca de “tener” y “no tener”, o incluso una
graduación lineal de riqueza, pero si cómo un consumo particular de bienes es
distribuido y articulado entre miembros de la población”.

Por ejemplo, para la sociedad dominante el consumo de ciertos objetos es parte de una
estrategia de distinción y segregación; para la dominada, su posesión es un intento de
subvertir la situación de inferioridad, un acto de resistencia y de contestar el poder. De
esta manera, la presencia de artículos u objetos de la cultura “hegemónica” en contextos
“subalternos” está indicando algo más complejo que la simple aceptación pasiva de la
cultura dominante (Brumfiel 2003:212). Adicionalmente, para ámbitos coloniales, el

37
estudio de la materialidad puede ser importante como estrategia de investigación porque
permite develar aspectos que no se registran directa o explícitamente en las fuentes
escritas y que son significativos porque moldean y desafían el orden social que intenta
imponer los sectores hegemónicos.

De otro lado, el tema de la materialidad asumido de esta manera trae consigo una nueva
concepción de la tecnología ya que la producción y uso de los objetos se encuentra
inserto dentro de una red de relaciones sociales y políticas. Evidentemente, hay una
serie de constricciones y limitaciones materiales involucradas en la acción y el cambio
social, y esto está dado, en un nivel básico, por unas relaciones entre distribución del
trabajo y recursos disponibles (Brumfiel 2003:203). Pero en un grado más complejo,
existe una “socialidad”, dentro de los fenómenos tecnológicos, en la que las relaciones
sociales y la producción de objetos y cosas son elementos indisolubles (Ingold 1997,
Loney 2000), y el examen del impacto social de una tecnología es la mirada sobre la
marca de ésta en conductas y significados sociales (Pfaffenberger 1988).

Para entender la relación del tema tecnológico con los temas de identidad y poder en el
Altiplano Cundiboyacense en los años tempranos de la dominación colonial que se
desarrolla en la presente tesis, es necesario detenerse en tres cuestiones.

En primer lugar, surge la idea de que la tecnología es un fenómeno social total, es decir
que simultáneamente comprende dimensiones materiales, sociales y simbólicas. Es
precisamente este aspecto lo que permite hacer inferencias sobre la reproducción social
a través del estudio de fenómenos tecnológicos. Según Brian Pfaffenberger (1992:513),
un estudio “antropológico” de la tecnología incluiría tanto el tema de la cultura
material, como el del “sistema sociotécnico” y de la “técnica”. Mientras que el último
término es entendido como los recursos, herramientas, operaciones y conocimientos que
intervienen en la fabricación de artefactos, el “sistema sociotécnico” es referido para
entender los vínculos existentes entre técnicas, cultura material y coordinación social
del trabajo, presentes en toda actividad tecnológica. El concepto de “sistema
sociotécnico” invita a pensar que, al ser parte de un sistema, todos los componentes de
la actividad tecnológica humana como son las estructuras sociales, los símbolos, la
coordinación ritual del trabajo, el enlace entre actores sociales y no sociales, la

38
elaboración de artefactos y el uso social de los mismos son “partes de un singular
complejo que es simultáneamente adaptativo y expresivo”.

En segundo lugar, concebir los fenómenos tecnológicos del colonialismo español en el


Nuevo Mundo como un “sistema sociotécnico”, tal y como lo propone Pfaffenberger,
evita caer en la visión simplista que asume la conquista y colonización del Nuevo
Mundo como el resultado de una tecnología europea que se impuso rápidamente sobre
una indígena. Como lo resaltó hace unos años Enrique Rodríguez-Alegría (2008:17),
para contrarrestar el ideario de la “substitución rápida” y la idea de que los indígenas
americanos terminarían siendo colonizados al ser vencidos en una confrontación técnica
entre herramientas “modernas” y de “edad de piedra”, es importante tener en cuenta el
contexto social y político en el que se enmarca la producción y recepción de los objetos
indígenas y europeos en el Nuevo Mundo y, en especial, los mecanismos materiales de
contra-respuesta indígena a la colonización.

Uno de los puntos que señalan la estrechez de la visión de “substitución rápida” de la


tecnología en el período colonial español se centra en el hecho de que ésta es siempre
unidireccional. Es decir, la adopción de lo europeo por parte de lo indígena, dejando de
analizar la incorporación de objetos y elementos materiales indígenas por parte de los
europeos (Rodríguez-Alegría 2008:18). Por tanto, no se puede perder de vista que la
producción y uso de objetos está asociado a declaraciones y contradeclaraciones sobre
el orden político de las relaciones sociales y de la dominación. La dimensión política de
la tecnología sería comprendida bajo el término del drama tecnológico, que es definido
como “un discurso de “declaraciones” y “contradeclaraciones tecnológicas”, y que es
el producto de tres procesos diferenciados: “regularización tecnológica, ajuste
tecnológico y reconstitución tecnológica” (Pfaffenberger 1992:505).

El “drama tecnológico” comienza con la “regularización tecnológica” en un proceso


mediante el cual se crean, modifican o apropian dinámicas de producción tecnológica,
artefactos, actividades o sistemas cuyos componentes técnicos pueden encarnar un
objetivo político. En otras palabras, una alteración de la asignación de poder, riqueza o
prestigio es hecha por un sector social que, mediante el uso de mitos y rituales, refuerza
un nuevo sentido de la hegemonía, la dominación y el poder. El “ajuste” y la
“reconstitución” tecnológicos son los procesos de adaptación y contradeclaración de los

39
sectores y grupos que la regularización tecnológica excluyó. En el intento de validar sus
acciones, estos grupos “hacen uso de las contradicciones, ambigüedades e
inconsistencias dentro del armazón hegemónico de significados” (Pfaffenberger
1992:502). En la reconstitución tecnológica se trata de invertir las implicaciones de la
tecnología por medio de un proceso de “anti-significación” que produce “contra-
artefactos” que niegan o reversan las implicaciones políticas del sistema dominante.

1.2.3. La estructura del poder colonial y la acción de los sujetos.

Una tercera dimensión que se debe tener en cuenta cuando se asume la acción
tecnológica como “dinámica social de la producción material” tiene que ver con la
importancia que adquiere, para la el análisis, la intencionalidad y la acción de los sujetos
y grupos sociales. Es así como el andamiaje teórico de los “sistemas sociotécnicos”
permite aproximarse a la teoría de la agencia. Por agencia se entienden, por una parte,
las elecciones intencionales que tienen como fin realizar metas dentro de un marco
socio-cultural o ecológico de posibilidades y, por otra, una interacción dinámica entre
actores y estructuras donde los sujetos pueden transformar los contextos donde están
insertos. Teniendo en cuenta esta teoría, los actores tendrían conciencia de los
parámetros entre los cuales pueden actuar y, por lo tanto, los análisis deben centrarse en
un mundo microsocial en el que existen pugnas por intereses socialmente construidos y
en el que la negociación sería uno de los motores del cambio social (Hegmon 1998;
Dietler y Herbich 1998; Brumfield 2000; Dobres y Robb 2000). Como se ha indicado,
la producción de objetos genera tensiones, y por tanto, la agencia es útil para entender
cómo se negocia y se solucionan los problemas inherentes a la elaboración de artefactos
(Dobres y Hoffman 1994: 213).

En el caso concreto de la exploración y colonización de las Américas es posible un


acercamiento analítico en el que estudios contextuales de la acción social y de las
intencionalidades de sectores sociales concretos permitan alejarse de explicaciones de
corte estructural sobre el cambio social dentro del colonialismo, tales como las teorías
del “sistema mundial” (Lightfoot, et.al 1998). En las situaciones de contacto y
dominación colonial se crean oportunidades para que los sujetos forjen nuevas

40
situaciones de cambio y se redefinan nuevas identidades. Estas dinámicas se presentan
en la realización cotidiana de actividades y prácticas sociales. Así, el “contacto
colonial” es, a la vez, producido por el encuentro de dos o más grupos sociales, y
productor de nuevas sociedades. La retención de estas ideas es importante para entender
la partición activa de las sociedades hispanoamericanas en la inserción del Nuevo
Mundo a la llamada “Historia Mundial”.

Desde la arqueología, Stephen Silliman (2005:59) indica que lo “colonial” no es sólo


una definición estructural para enmarcar un período histórico caracterizado por la
dominación política de una potencia europea cuyo objetivo fue la captación de recursos.
El colonialismo es ante todo un proceso dual que involucra tanto a colonos como a
colonizados. Por un lado, se hacen intentos de dominación para lograr el control
económico y laboral de los colonizados, basados en percepciones y actuaciones de
desigualdad acompañadas de marginalización y expoliación. Por otro, las redefiniciones
de identidad y tradición, los consentimientos y rechazos de unas condiciones de vida
difíciles y las determinaciones de los pueblos indígenas de impedir que el colonialismo
sea definitivo y completo. Desde la historiografía, Marcello Carmagnani (2011:14)
destaca que la excesiva importancia dada a las estructuras para explicar el cambio social
en la historia latinoamericana que otorgan las teorías del “Moderno Sistema Mundial”
de Immanuel Wallerstein y de la “Dependencia” de Andrew Gunder Frank, relegan al
continente americano y a las sociedades americanas y las mantienen al margen de “la
historia de la “gran” historia”. Carmagnani resalta que en estas teorías se aísla a todo
actor social a su ubicación obligada dentro del “centro” y la “periferia” del sistema
capitalista que se gesta desde el siglo XVI, y lo introduce en una gama de dicotomías
explicativas totalizantes como la “tradición-modernidad” o el “desarrollo-
subdesarrollo”. Para escapar de esta trampa y de sus consecuencias ideológicas –la
existencia de grupos humanos “sin historia” que fundamenta la exclusión y la
desigualdad– es importante el reconocimiento que “todo hombre o colectividad dispone
de conocimiento, de un capital social, necesario para acompañar cualquier proceso de
cambio interno e internacional y para frenar, desarticular o diluir su impulso”
(Carmagnani 2011:16).

41
Ahora bien, la acción social asumida de esta manera debe ser entendida siempre dentro
de un conjunto de realidades políticas y sociales concretas. De no hacerlo se corre el
riesgo de construir una abstracción vacía de historicidad que perpetua la existencia de
sujetos ahistóricos. Al hablar de capacidad de agencia y de actores activos no se puede
perder de vista que los individuos y los grupos sociales actúan dentro de un sistema
socio-cultural y unas coordenadas políticas y económicas. Para explicarlo mejor, el
análisis de las acciones y decisiones de los grupos y de los individuos debe incluir tanto
la comprensión de su ubicación dentro de las relaciones de poder que se dan en un
momento determinado, como la evaluación del conjunto de reacciones que favorecen o
se oponen a la creación y mantenimiento de las formas que toma el poder y la
dominación política. Una parte de la solución al problema de la dinámica entre
estructura y agencia para el tratamiento de la colonización española es el análisis de la
recepción y clivaje de estructuras culturales del colonialismo ibérico en las tradiciones
locales americanas (Deagan 2003:3).

Algunos autores opinan que si bien la experiencia española en América es multifacética


y combinó cuestiones sociales, políticas y religiosas, hay ciertos condicionantes
sociales, religiosos y políticos que moldearon las distintas realidades locales coloniales
del mundo hispánico. Según Deagan (2003:3), dichos condicionantes se centran en los
esfuerzos de la Corona por centralizar el gobierno y la economía, en un catolicismo
monolítico, en el interés en la urbanización y en la institucionalización de las diferencias
de raza y clase. Para la citada autora, estas condiciones están presentes en toda
experiencia española colonial en América. De hecho, la explicación de la diferencia de
experiencias coloniales en el continente estaría atravesada por estos cuatro criterios.

En buena medida, las convenciones del poder, así como sus contravenciones, hacen
parte de las coordenadas que ayudan a la configuración de la identidad social. La
reflexión planteada por Michael Foucault sobre el carácter disciplinar de las sociedades
occidentales en la modernidad, invita a pensar que de manera paralela a la aparición de
un nuevo tipo de sujetos, la disciplina crea nuevas formas de subjetividad y subyugación
(Shanks y Tilley 1988:69), cuyo objetivo se basa en un control del manejo del tiempo y
de los espacios individuales en aras a crear cuerpos sometidos y productivos (De Cunzo
2006: 168; Foucault 1976: 30-33; Gómez Romero 2002:404). Si bien buena parte del

42
núcleo de las teorías de Foucault sobre el poder ha sido aplicada para entender cómo se
producen y controlan los individuos que sirven al capitalismo industrial de los últimos
dos siglos, es factible proponer una reflexión en torno a los mecanismos que se
utilizaron para defender los intereses del Imperio Español en el siglo XVI.

La colonización española en América no fue ajena a la estrategia colonialista europea


que se inauguró desde finales del siglo XV. Dicha estrategia se basó en cimentar su
presencia en el Nuevo Mundo mediante el mantenimiento de unas relaciones de
dominación intercultural en donde un grupo, el “colonizador”, crea y mantiene unas
relaciones políticas y económicas asimétricas con otro, los “colonizados”, en aras al
control y manejo de recursos y poblaciones (Jordan 2009:32). La explotación
económica involucra también una dominación ideológica política, y el encuentro con el
“otro”, inevitable en toda relación colonial, pierde su simetría en razón de que es el
“dominador” quien impone las actitudes que se deben asumir en la comprensión de esa
“alteridad” (Piñón 2002:128). Estos aspectos implican la necesidad de aplicar un
aparato disciplinar y una tecnología de poder encaminado a crear cuerpos ordenados
para el pago de los impuestos y el trabajo, elementos fundamentales para el
sostenimiento de la vida colonial y el imperio español.

El uso de dispositivos de orden y control social fueron indispensables para los intereses
españoles si se tiene en cuenta que, a diferencia de otras regiones del planeta que se
vieron envueltas en relaciones de tipo colonial, en los epicentros productivos de la
América hispánica como los Andes y Mesoamérica, los nativos no fueron segregados ni
marginados de las empresas económicas coloniales, debido, en parte, a que éstas no
hubieran funcionado sin la captación de la energía humana de las comunidades
indígenas (Bonilla 2005:101). Es conveniente precisar que este control sobre el trabajo
amerindio no se logró exclusivamente con el uso de la fuerza física. Sólo hasta bien
entrado el siglo XVIII, España requirió de un ejército imperial para controlar el
territorio. En cada reino y dependencia del mundo colonial, las milicias locales
colaboraban en mantener un orden social. Esto se lograba gracias a una combinación de
estrategias formales e institucionales pensadas desde la península Ibérica, con un
importante componente de arreglos informales y creados sobre la marcha en América, y
que ayudaron, durante el período de los Habsburgo, a solucionar los conflictos, a

43
absorber las tensiones y a evitar levantamientos sociales de gran envergadura (Bonilla
2005:418, Carmagnani 2011:72-81). Buena parte de esas estrategias son llamadas por
los historiadores del período colonial temprano de Hispanoamérica el “pacto colonial”.

Dentro de los componentes de dicho “pacto” –que permitieron la reproducción del


orden y el control social– cabe mencionar la creación de una doctrina legal en la que, si
bien se estipulaban las obligaciones y derechos de los indios como “vasallos” del
monarca español, se establecían las coordenadas jurídicas que permitían su condición de
inferioridad dentro de la sociedad colonial. Así mismo, el mantenimiento del orden
dentro de las comunidades indígenas se centraba en el interés por el uso de cuestiones
de raigambre prehispánica –los caciques y otras formas de autoridad, y la existencia de
estructuras tributarias– como parte del “buen gobierno” que ordenaba el rey desde la
península.

Otro aspecto importante del “pacto colonial”, que se relaciona directamente con las
tecnologías y dispositivos del poder, fue el proyecto evangelizador. Además de reforzar
la idea del rey como “príncipe cristiano”, la conversión al catolicismo se convirtió en
uno de los mayores y más eficaces mecanismos de vigilancia y castigo dentro de las
comunidades, y uno de los más eficaces motores del cambio en la composición de la
vida doméstica y comunitaria de los indígenas. En este sentido, la institución de la
encomienda primero, y luego la de otras políticas coloniales como la urbanización y la
implantación de la “vida en policía”, entendida esta como un orden de vida español,
fueron importantes dispositivos de control del sistema colonial español en América al
restringir la movilidad de los indígenas y concentrarlos en espacios donde la vigilancia
se podía ejercer por los frailes evangelizadores de las doctrinas o por funcionarios
coloniales como los “corregidores de indios” o “corregidores de naturales”.

Los términos corrección, control y vigilancia a los que se estará refiriendo esta tesis se
basan en el modelo desarrollado por Michel Foucault (1976:30) en el cual se asume que
el análisis de los métodos punitivos son una manifestación de otros procedimientos de
poder y que el castigo, siendo una función social compleja, hace parte de una táctica
política. “En suma, tratar de estudiar la metamorfosis de los métodos punitivos a partir
de una tecnología del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones
de poder y de las relaciones de objeto”. Siguiendo estas ideas, el cuerpo está imbuido

44
en el campo político y por tanto “las relaciones de poder operan sobre él una presa
inmediata: lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos
trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos” (Foucault 1976:32).
De igual forma, el cuerpo es una fuerza de producción y trabajo que debe estar unido a
un sistema de sujeción. Como lo anota Foucault (1976:33), “el cuerpo sólo se convierte
en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido”. Si bien en el
contexto histórico que analiza esta tesis no se puede hablar de “panoptismo” y de un
sistema de vigilancia invisible, se propone la posibilidad de estudiar la documentación
utilizada en función de tres principios básicos relacionados con la “sociedad
disciplinar”: “vigilancia”, entendida como creación de un sentimiento de sentirse
constantemente examinado y observado; “control”, aspecto que funciona bajo la
consideración de una permanente “potencialidad de peligro” y que actúa sobre lo que
eventualmente se “puede” hacer; y una “ortopedia social” o “corrección”.

Parte del ejercicio interpretativo de esta investigación explora la tensión entre estructura
y agencia, y centra su mirada en los micro-poderes que hay en las prácticas, y cómo
estos revelan una serie de pequeñas relaciones individuales que atraviesan de forma
capilar todos los aspectos de la sociedad, llenando los vacíos, capas, pliegues que el
poder general o los representantes legales del estado no pueden cubrir (Gómez Romero
2002:411; 2005:148). El ejercicio del poder, y las respuestas al mismo, son realizados
también en una micro-física del poder. Facundo Gómez Romero (2005:148) ha
puntualizado que “estas tienen un sentido de lo cotidiano, lo familiar, oscuro, ambiguo,
fugaz, ocasionalmente incómodo, impaciente, o voraz, y algunas veces no observable
pero inexorablemente presente”. Lo anterior lleva a pensar en la erosión de las rígidas
categorías analíticas contenidas en las duplas colonizador-colonizado, poder-
incapacidad y dominación-resistencia. La experiencia colonial es, como toda
experiencia humana, múltiple, compleja, diversa y llena de matices. Ninguno de los
componentes de estas dualidades se puede entender como un mundo monolítico carente
de contradicciones y sectores en conflicto (Given 2004:10).

El estudio de la “microfísica del poder” es importante para explorar procesos


identitarios porque, como lo expresa Gavin Lucas (2006:177), en situaciones coloniales,
las relaciones sociales que se presentan en la cotidianidad generan sentidos de identidad,

45
y en esta interacción se genera una tensión entre sentimientos de identificación
colectiva, “y la forma en la cual un grupo articuló esto, afectó el comportamiento de los
otros”. No obstante, también existen, y de hecho son esenciales para vislumbrar este
proceso, una serie de micro-resistencias cotidianas que, a pesar de no tener su correlato
en la cultura material o su mención en la documentación escrita, son fundamentales. En
otras palabras, su “invisibilidad” no menoscaba su importancia.

Un estudio que entienda que en toda situación colonial siempre hay una constante
negociación entre un sujeto colonizado no pasivo y el representante de la dominación,
no implica dejar de lado las consideraciones sobre la brutalidad de los oficiales
imperiales, el trabajo forzado y la humillación cotidiana y pública. En muchas
situaciones de dominación colonial hay poderes que buscan limitar seriamente la
libertad de los sujetos. Sin embargo, siempre hay pequeños actos de resistencia y de
creación de símbolos y significados que den espacio a nuevos poderes sociales. La
resistencia no es solamente el feroz mantenimiento de tradiciones o sistemas sociales
visibles arqueológicamente como un estilo decorativo, una tecnología cerámica o un
patrón de asentamiento. Tiene que ver también con pequeñas acciones cotidianas hechas
muchas veces de forma imperceptible para los ojos del dominador. La resistencia es
multifacética y tiene varios niveles de expresión, por lo que la forma como se manifiesta
y se analiza depende del contexto que se esté estudiando (Given 2004:11). Para Given
(2004: 12) un estudio de la resistencia requiere tanto un detallado conocimiento de la
cultura material que comprenda actividades de la vida cotidiana, patrones de trabajo y
experiencias personales que se encuentran dentro del paisaje, como un marco contextual
de la sociedad que se quiere estudiar. En otras palabras, una “descripción densa” que
sirva para interpretar los significados y motivaciones detrás de los patrones de
actividades que se dan en contextos y arenas secretas, escondidas y no evidentes a los
ojos del dominador. “Esas son las arenas donde la resistencia toma su lugar, y donde el
colonizado realiza sus actividades y vidas individuales”.

En concreto sobre el tipo de colonialismo ejercido por España en América, Zambrano


(2008:26) argumenta que éste “instigó, como harían otros más recientes, clasificaciones
sociales y prácticas disciplinarias de producción de sujetos que implantarían un sello
de larga duración en las configuraciones sociales, sexuales, étnicas y raciales

46
ulteriores”. Por su parte, Zanolli (2000:171) sugiere que los procesos de etnogénesis
colonial de los grupos indígenas de los Andes deben entenderse como “estrategias
adaptativas tendientes a modificar las relaciones de poder establecidas”. El siglo XVI
en los Andes tendría como particularidad unas prácticas cotidianas fundamentadas en el
ensayo y el error que contribuyeron a forjar identidades individuales y relaciones
sociales proyectadas en una larga duración (Zanolli 2005: 15). Durante al menos el
primer siglo de dominación colonial, las relaciones interétnicas se dieron en lo que se
puede llamar un espacio social en formación. Como lo ha señalado Gonzalo Lamana
(1997:122), en este tipo de escenarios, al no existir reglas compartidas que regulen el
conflicto o la negociación, la forma de relacionarse entre un grupo y el otro se da “a
través de la dinámica de sus propios conflictos y a partir de su propio ethos cultural”.
En otras palabras, este tipo de situaciones se presentan en lo que algunos autores de
tradición anglosajona llaman “encrucijada cultural”3 (Jordan 2009:32).

3
Traducido del inglés “cultural entanglement”.

47
CAPÍTULO 2.
EL PAISAJE SOCIAL Y EL ENTORNO NATURAL

2.1 El Altiplano Cundiboyacense en el contexto andino

El Altiplano Cundiboyacense queda ubicado en la esquina noroccidental de Suramérica,


en el centro de la actual República de Colombia. Debe su nombre a que ocupa la parte
montañosa de los departamentos de Cundinamarca y Boyacá, además de una parte del
departamento de Santander. Como espacio andino, hace parte de los Andes
Septentrionales, los cuales abarcan los conjuntos montañosos del centro y norte del
Ecuador, la Serranía de Mérida en Venezuela, y las cordilleras Occidental, Central y
Oriental de Colombia. De este último sistema montañoso, el altiplano constituye su
parte más amplia. El límite austral está conformado por el macizo del Páramo del
Sumapaz cuyas cumbres llegan a los 4.300 m.s.n.m y alberga uno de los ecosistemas de
páramo más importantes y extensos del planeta. Al norte sus límites son el cañón del
Chicamocha y la Sierra Nevada del Cocuy que, con sus 5.330 m.s.n.m, constituye el
punto más alto de la Cordillera Oriental. El altiplano termina al poniente y al levante
con páramos menores y pequeños que lo separan de las sierras y estribaciones de la
cordillera que bajan al valle del Magdalena y los Llanos Orientales respectivamente. La
mayoría de la hidrografía de la región altiplánica es drenada por las cuencas de los ríos
Bogotá, Suárez y Chicamocha al Río Magdalena, que es la vía que comunica el interior
colombiano con las tierras bajas del Caribe. Otros cursos de agua importantes como son
los ríos Guavio y Garagoa corren hacia el oriente y nutren la cuenca hidrográfica del
Orinoco a través de los ríos Meta y Guaviare (ver mapa 2 al final del Capítulo 2).

Algunas de las sierras, tanto las que rodean el altiplano, como las que están en su
interior, superan los 3.000 o 3.200 m.s.n.m y en su cimas se albergan los ecosistemas de
páramo. Los páramos son ambientes de alta montaña muy húmedos y fríos en donde
nacen la mayoría de los ríos o sus tributarios en el norte de Suramérica. Precisamente,
es la existencia de los ecosistemas de páramo el aspecto que concentra buena parte de
las diferencias climáticas y ecológicas entre los Andes Centrales, llamados de Puna y
los Andes Septentrionales, conocidos también como de Páramo (Troll 1958). A
diferencia de los Andes Centrales, en donde existe un frente húmedo en el oriente y otro

48
muy seco al occidente, en los Andes del Norte el paso fácil de vientos cargados de
humedad, que provienen tanto del Océano Pacífico del norte suramericano al occidente,
como de las tierras bajas de la Amazonía y la Orinoquía por el oriente, hace que este
espacio sea comparativamente más húmedo que su contraparte puneña (Knapp 1988).

Por otra parte, los niveles de humedad también se relacionan con las características del
relieve. En el norte de Suramérica, el sistema montañosos andino es más bajo y angosto
en comparación con la parte central ubicada en el actual territorio de Perú, Bolivia y
norte de Argentina y Chile. En el caso particular colombiano, las alturas superiores a los
3.200 m.s.n.m son proporcionalmente escasas y discontinuas, formando un archipiélago
de pequeños macizos de grandes alturas (Dollfus 1991). En la Cordillera Oriental sólo
existen alturas superiores a los 5.000 m.s.n.m en la Sierra Nevada del Cocuy. Respecto
a su anchura, el Altiplano Cundiboyacense, la parte más amplia de la los andes
orientales colombianos, tiene aproximadamente 150 o 200 Km (Ver mapa 2 al final del
Capítulo 2). Estos aspectos permiten que la humedad de las tierras bajas al occidente y
al oriente pueda pasar de un lado a otro con facilidad, dejando a su paso una mayor
cantidad de lluvias en todas las cimas y laderas de las sierras. También, debido a la
presencia de una mayor nubosidad, la cantidad de insolación en los sistemas
montañosos norandinos es menor. No obstante, al localizarse en el área ecuatorial,
dentro de las sierras andinas del norte existen valles interandinos con mayores niveles
de insolación que determinan la presencia de nichos secos, e inclusive semiáridos,
dentro de una región húmeda (ver Imagen 1 al final del Capítulo 2).

En resumen, las características geomorfológicas de los Andes Ecuatoriales o de


Páramo, sumadas a las condiciones de clima que se han detallado en los párrafos
precedentes, dan como resultado una multiplicidad de ecologías y nichos tanto húmedos
como secos de montaña y alta montaña que coexisten en espectros espaciales
relativamente reducidos (Guhl 1975, Landázuri 1995, Parsons 1982). A diferencia del
altiplano andino de Perú y Bolivia, el cundiboyacense es comparativamente más
pequeño. Sin embargo, dentro de esta área relativamente reducida existe un variado
mosaico medioambiental.

Existen valles con laderas de inclinaciones moderadas y fondos amplios de origen


fluvial o lacustre, lo que les proporciona buena fertilidad a los suelos. Ejemplo de esto,

49
se observa en la Sabana de Bogotá –área plana de mayor extensión–, y en otros de
menor extensión como Duitama, Sogamoso y Ubate-Chiquinquirá (Dollfus 1991,
Domínguez 1988, Eidt 1959) (Ver Imagen 1 al final del Capítulo 2). Desde tiempos
prehispánicos estas áreas han concentrado buena parte de la población y han sido los
espacios agrícolas por excelencia. Entre estos valles pueden existir, además, variaciones
entre niveles de humedad siendo, por ejemplo, el valle de Sogamoso más seco que el de
Ubaté. Internamente también existen variaciones como es el caso de las diferencias
pluviométricas entre el verde nororiente y el adusto suroccidente de la Sabana de
Bogotá. Una porción importante del fondo plano de muchos de los valles del altiplano
permanece empantanado o se inunda en las épocas lluviosas (Haury 1953:77).

El Altiplano Cundiboyacense cuenta también con algunos valles estrechos y cañones


profundos en donde se pueden evidenciar condiciones de humedad comparativamente
menores que en las mesetas y valles más amplios. Este sería el caso del valle de Tenza
en la cuenca del río Garagoa (ver Imagen 1 al final del Capítulo 2). El caso del cañón
del Chicamocha es el ejemplo más extremo de estos paisajes montañosos secos y en
cual se ponen de manifiesto las condiciones de aridez que producen una vegetación
semidesértica en varias de sus inclinadas y laberínticas laderas. Así mismo, la presencia
de sistemas de sierras con alturas que giran alrededor de los 3.000 m.s.n.m dentro del
conjunto cundiboyacense y sus límites occidental y oriental, hacen que cinturones de
bosques de alta montaña y espacios de páramo se encuentren siempre cerca de otros
ecosistemas y, en especial, de las áreas más pobladas de los valles de fondos amplios.
Aparte del extenso páramo de Sumapaz, se cuenta con otros importantes como
Chingaza, Guantiva, Guacheneque y Guerrero. La nubosidad en la alta montaña es casi
permanente y la vegetación de los páramos ayuda a la captura y retención de la
humedad, aspecto esencial que explica el por qué los páramos son importantes espacios
lacustres y las principales fuentes de agua que nutren a las cuencas de los ríos que
recorren el altiplano (Guhl 1975).

Los ritmos climáticos anuales de los Andes del Norte, al quedar dentro de la zona
tropical, están regidos por dos temporadas de lluvias. Una temporada larga entre marzo

50
y junio y otra corta en octubre y noviembre, ambas intercaladas con dos estaciones
secas o de menor pluviosidad.

Otro factor que marca los regímenes climáticos de este sistema montañoso ecuatorial
son los llamados pisos térmicos. Consisten en una sucesión de franjas escalonadas
verticalmente que de menor a mayor altitud van desde el piso cálido, pasando por el
templado, el frío y el páramo hasta las nieves perpetuas. La idea es que cada 100 metros
se aumenta o disminuye en 0.6°C. Por su altitud, el altiplano se localiza en el piso
térmico frio. Nos obstante, sus pobladores tuvieron y siguen teniendo relaciones
culturales y económicas con espacios localizados en los cinturones cálidos y templados
de la Cordillera Oriental. La altitud promedio del Altiplano Cundiboyacense es de unos
2.600 metros y la temperatura media durante todo el año es de unos 13° o 15°C, siendo
considerada por sus habitantes actuales como fría. Sin embargo, dependiendo de las
estaciones de lluvia o relativa sequía que se alternan durante el año, las oscilaciones
entre máximos y mínimos diarios pueden ser drásticas –entre 0°C o menos al amanecer
y 25°o 28°C luego del medio día– en los días en los que se presentan heladas (Guhl
1975:80).

2.2. El paisaje social del altiplano.

2.2.1. El entorno prehispánico

Con los datos actuales sobre los grupos muiscas del altiplano, en el momento de la
conquista española, es muy difícil establecer cuál era la concepción propia que los
indígenas originarios tenían del paisaje –en un sentido emic–, sus características y las
formas de aprovecharlo y ocuparlo. Sólo se conocen algunas palabras de la lengua
hablada por los muiscas recolectadas por los curas doctrineros a comienzos del período
colonial en vocabularios y gramáticas (Diccionario y Gramática Chibcha 1987/1619?/;
Gramática, confesionario, catecismo breve y vocabulario de la lengua mosca-chibcha
2013/1612?/; Vocabulario mosco 2013/1612?/, Vocabulario mosco (2) 2013/1612?/) y
con la reflexión sobre la configuración del territorio muisca que han hecho algunos
autores recientes, basándose en elementos y datos empíricos.

51
Según Correa (2004), desde el punto de vista simbólico, una de las partes importantes
del paisaje sagrado muisca estaba constituido por un “arriba”, representado por las
sierras y los cerros –que a su vez contienen a las lagunas y a las cuevas en las áreas de
páramo de la mayor parte de las cimas–. Dentro de los vocabularios muiscas se
encuentran las palabras que distinguían este espacio y que apuntan a su demarcación y
categorización. La palabra “sierra” como tal fue la traducción de “gua”. Según Diego
Gómez (2012), “guatquyca” es literalmente la unión de “gua” (sierra) y “quyca que”
(lugar), y que además de haber sido traducido como “cielo”, podría significar algo
parecido a “mundo alto”, “mundo de arriba” o “región alta”. El vocablo “chica” es
traducido como “cumbre", y guarda relación con “hacia arriba” (chica ca), “arriba” o
“desde arriba” (chicana) o “desde muy alto” (chicanie). Para referirse a una laguna, los
muiscas utilizaban las expresiones “xiua” o “chupqua” y una cueva era nombrada como
“hichata” o “hycata”.

Un aspecto relevante dentro de la geografía sagrada de los Andes Septentrionales se


refiere a que las lagunas, un elemento de carácter femenino, están siempre en
conjunción visual y espacial con un principio masculino como son los cerros. Esta
dualidad sexual es uno de las cuestiones que hace mover el poder sagrado y uno de los
principios básicos que fundamentan la cosmología andina (Caillavet 2000:402). En lo
que respecta al Altiplano Cundiboyacense, varios estudios documentales y etnográficos
(Correa 2004, Casilimas y Lopez 1987, Loochkhart et.al 2004, Morales 2001) señalan
que los cerros tienen una identidad masculina. Los cerros son también los demarcadores
de equinoccios y solsticios (Loochkhart et.al 2004), y por lo tanto, marcadores de las
fechas de siembra y cosecha, y de las celebraciones de las fiestas y de los rituales que
acompañan el ciclo agrícola y las distintas etapas de la vida social. Los cerros en sí
mismos pudieron ser considerados templos (Casilimas y López 1987) y sus cuevas
fueron percibidas como las entradas a éstos. En muchas cuevas del norte del altiplano se
han encontrado momias (Valverde 2003). Sobre las lagunas, su asociación femenina
radica en que los mitos de origen de los muiscas, narrados por los cronistas coloniales,
se refieren a que de un espacio lacustre localizado en un páramo, y por tanto en asocio
espacial con varios cerros, salió la madre de la que descendieron los primeros hombres
y mujeres muiscas. Así mismo, los relatos coloniales y recientes sobre lagunas como la
de Guatavita, ubicada al norte de la actual Bogotá, contienen elementos que apuntan a

52
su asociación femenina. Así mismo, en las lagunas de los páramos localizados en las
cimas de los cerros se hacía la investidura de los caciques, por lo que además del tema
cosmológico y sagrado, el “arriba” tiene también una connotación política. Este tipo de
ordenamiento político y religioso del territorio, en el que las áreas de páramo juegan un
papel central, es común a otros cacicazgos del norte andino (Salomon 1980).

En lo que pudo ser la configuración del territorio muisca, entendida en sus propios
términos, también existió un “abajo”. Para François Correa (2004) este es el espacio en
donde ocurre la reproducción social y está compuesto por los fondos de los valles y de
las partes planas –lugares de vivienda y de entierro de la gente común–. En lo que tiene
que ver con la vivienda, la casa, “guê”, en términos muiscas, tiene relación tanto con la
autoridad y con el poder, como con el cuerpo, el tiempo y el lugar. En el corpus lexical
analizado por Hope Henderson y Nicholas Ostler (2009:84-100) se encuentra que la
palabra “tío” es “guecha” que literalmente es “casa+hombre”. Como se indicará en el
capítulo 3, la herencia del cacicazgo, posiblemente, se hacía heredando al sobrino; y la
palabra “guecha”, también designaba a los guerreros. Según los mismos autores, la
expresión “guexica” fue entendida por los españoles como “abuelo” pero guarda
relación con algo parecido a “pasar por el diente de” (“casa+diente”). La viga central de
la casa, “guequyne”, tiene aparte del término “gue”, a “quyne” que se relaciona con
“hueso”. “Gueba” (casa+sangre), si bien fue traducida como “extranjero” o
“advenedizo”, parece hacer relación a un sacrifico de personas no muiscas traídas para
ese fin desde los Llanos Orientales, y por tanto, desde afuera del territorio muisca
(Henderson y Ostler 2009:84-100).

Al parecer, la construcción física de la casa requería el sacrifico de jóvenes para


asegurar el éxito de la gente que la residiría. En este sentido, las palabras “gueza
quyhyca” (“joven+boca” o “joven+puerta”) fueron entendidas por los frailes que
hicieron los diccionarios como los jóvenes víctimas del sacrificio y guarda relación
lingüística con “gue quyhyca” (“casa+boca”). “Gues bacana” y “gueganecana” se
refieren a “estar fuera”, “estar lejos” o “salir” tanto de la casa como del “pueblo”
(Henderson y Ostler 2009:84-100). De otro lado, Henderson y Ostler (2009) presentan
que “hacer lugar” fue la traducción de “iebzasqua” que, literalmente, es

53
“estómago+poner” o “camino+poner” ya que “ie” es simultáneamente “camino”,
“estómago” “vientre”.

Dicha polisemia lleva a pensar entonces que el espacio residencial había que
mantenerlo, cuidarlo como a un ser y que posiblemente el poder se recreaba en rituales
y ceremonias en donde se “alimentaba la casa” (Henderson 2012; 2008, Henderson y
Ostler 2009). También es factible pensar que no sólo el poder y el liderazgo se
reafirmaban con las ceremonias y los bailes. El ritual fortalecía también la cohesión
social y reafirmaba la pertenencia de las personas a un espacio y un territorio. En
resumen, Henderson y Ostler (2009:99) puntualizan que “los muiscas pueden entonces
haber interactuado con la casa, una entidad viviente, de manera similar a su
interacción con la gente, los animales y las plantas formando así relaciones sociales
con significado y relevancia para la vida diaria”.

Las fuentes españolas del período colonial mencionan la existencia de varios


asentamientos indígenas en el paisaje altiplánico. No obstante, y a pesar de la cantidad,
resaltan que no eran de gran tamaño (Broadbent 1974, Herrera 1998). Sin embargo, a la
par que mencionaron la existencia de “pueblos”, como sería el caso de los nombrados
“cercados” donde residían los caciques, también mencionan que muchas de las
viviendas estaban dispersas. La arqueología ha mostrado que, en general, la última parte
del período prehispánico (ca. 1200 d.C – 1536 d.C) tiene un patrón de asentamiento
disperso en donde cada unidad residencial se encontraba relativamente separada de sus
vecinos (Langebaek 1995a). Sin embargo, se han reportado casos arqueológicos en los
que la concentración de evidencias domésticas muestran algunos principios de
nucleación en los sitios arqueológicos del Venado en el valle de Samacá (Boada 1998,
2007), el poblado de Suta en el valle de Leiva (Fajardo 2011, Henderson 2008, 2012,
Henderson y Ostler 2009, Rodríguez 2013) y Funza en la Sabana de Bogotá (Kruschek
2003). En todos los casos, se tratan de agrupaciones de viviendas relativamente cercanas
más no de asentamientos urbanos propiamente hablando. Esta combinación entre
patrones residenciales dispersos y relativamente nucleados que mencionan las fuentes
coloniales y muestran los datos arqueológicos, puede deberse, como lo sugirió Carl H.
Langebaek (1987b), a que los muiscas alternaban, durante las estaciones secas y
húmedas, la ocupación de viviendas cerca de sus chacras y labranzas en las laderas de

54
las sierras, con la residencia en poblados más concentrados y cercanos a las moradas de
los caciques en el fondo de los valles. Esta situación se ha relacionado con una
explotación económica microvertical.

La llamada “microverticalidad” o “verticalidad comprimida” es la variación norandina


de la idea de unos “patrones verticales” andinos desarrollada por John V. Murra. En
términos generales remite a que las unidades políticas, como es el caso de los
cacicazgos muiscas, obtenían recursos variados de un conjunto ecológico dispuesto
verticalmente en un radio espacial reducido y alcanzables en no más de un día de
camino (Landázuri 1995, Langebaek 1987b, Oberem 1981, Rodríguez 2011, Salomon
1980). Con los datos conocidos en la actualidad y en lo referente al Altiplano
Cundiboyacense, es probable que el uso vertical de pisos térmicos se haya dado sólo
entre las comunidades muiscas de la parte más tardía de la secuencia cronológica
prehispánica. No se cuenta con datos suficientes para proponer que la
“microverticalidad” fuera una característica de la economía o la ocupación del espacio
altiplánico en períodos arqueológicos anteriores.

En los párrafos iniciales del presente capítulo se hizo referencia a las condiciones
climáticas y orográficas que permiten la variabilidad de ambientes de montaña y alta
montaña en regiones relativamente pequeñas como el Altiplano Cundiboyacense. Estos
aspectos, al menos en la teoría, facilitan las relaciones entre grupos y espacios de los
pisos térmicos cálido, templado, frío y páramo. La “microverticalidad” tendría también
sus consecuencias en la configuración de un territorio, no sólo por la relación que
establece el “abajo” –tierras frías donde se vive, donde cultiva y muere la gente común–
con un “arriba” –el páramo donde están los cerros y las lagunas sagradas y residen los
ancestros–, sino también porque proyecta el territorio de “abajo” más allá de los límites
de la “tierra fría” y relaciona al altiplano con las vertientes cálidas del oeste y este de la
Cordillera Oriental.

En la mentalidad andina, el enterramiento de los miembros de la etnia en un territorio


determinado afirma la pertenencia de ésta a un territorio (Caillavet 2000:398). La
variabilidad en la composición, forma y ajuar de las tumbas de los grupos muiscas es
amplia, y en algunos casos, en el altiplano se reporta la presencia tanto de cementerios
colectivos como de enterramientos individuales en las cercanías de asentamientos

55
prehispánicos de la misma temporalidad (Pradilla 1988, Pradilla et.al 1992). Los
recientes reportes arqueológicos de Soacha y Usme, localizados en el Altiplano
Cundiboyacense meriodional y al sur de la actual Bogotá, muestran la relación de
proximidad espacial entre unidades de vivienda y de entierro de manera clara. Buena
parte de los rasgos arqueológicos funerarios están dentro de las viviendas (Rodríguez
2011:139) (ver imagen 2 al final del Capítulo 2).

El “abajo” es también la parte de paisaje donde se siembra y cosecha. Gracias a los


diccionarios del siglo XVII citados anteriormente y al trabajo de transcripción y análisis
lexical de los mismos por Diego Gómez (2012), se sabe que “sembrar” se decía en la
lengua muisca “bxisqua” o “zebxisqua”, y la palabra “axizene” se entendía como
“sembrado estar”. En el “campo” o “muyquy” se labraba con una especie de “pala
aproximación que encontraron los españoles para los términos “hica” y “quyecobse”–.
“Lluvia” fue la traducción que dieron los frailes a “antansuca” y “granizo” era
entendido como “hichu aguaz atansuca” cuya primera parte, “hichu”, guarda relación
con frío y helada. La expresión “sie oaca” traducía “tiempo de lluvias”, y “suaty” fue
asumida por los doctrineros como verano.

Parte del conocimiento indígena del entorno norandino y del manejo de las dificultades
que plantean las condiciones de humedad, de frío y de relieve para la producción
agrícola, están plasmadas en algunas modificaciones del paisaje como son los campos
elevados y la elaboración de terrazas artificiales en las laderas. Se han reportado campos
elevados y camellones de cultivo en otras regiones de los Andes Septentrionales
(Caillavet 2000, Knapp 1988, 1991). Aparte de evitar el daño de las inundaciones en los
cultivos y reducir el exceso de humedad en el suelo, estas obras ayudan a minimizar el
efecto de las heladas y aumentan los niveles de fertilidad ya que, al estar
constantemente limpiando los surcos entre camellones, se le agrega cieno y elementos
orgánicos podridos en el surco que enriquecen el suelo, y suplen la carencia de abono
animal. Para el Altiplano Cundiboyacense en concreto, en la lengua muisca “sinca” o
“suna” eran las palabras para significar “camellón”. Obras de esta naturaleza han sido
reportadas por Robert Eidt (1959) y recientemente por Ana María Boada (2006), Luis
Francisco López (2008) y José Vicente Rodríguez (2011) para la Sabana de Bogotá. Se
trata de camellones con patrones tanto ajedrezados como irregulares que se irradian

56
hacia terrazas fluviolacustres (Ver imagen 3 al final del Capítulo 2). Es difícil precisar
aún en que momento de la ocupación prehispánica ocurrió la construcción de estas
obras. Sin embargo, su función con el control del agua es clara ya que en su mayoría
fueron construidas en lugares en donde ocurren las inundaciones del río Bogotá, como
es el caso de los actuales municipios de Funza, Cota, Suba, Engativá, Fontibón y
Bogotá.

La existencia de terrazas de cultivo en el altiplano ha sido reportada en varios lugares


como Sopó, Tunja, Chocontá, Gachancipá, Tocancipá y Facatativá (Haury 1953 y
Haury y Cubillos 1953). Al parecer, sólo las de las dos últimas localidades,
curiosamente ambas ubicadas en lugares conocidos como Pueblo Viejo, corresponden a
obras hechas en el período prehispánico (Broadbent 1964a:501). La construcción de
sistemas de terrazas de cultivo prehispánico en otros lugares de los Andes
Septentrionales se ha explicado como una minimización de los efectos que tiene el
cultivo en laderas en suelos muy frágiles y cargados con mucha humedad casi la mitad
del año, lo cual los hace vulnerables a la erosión (Caillavet 2000:130, Parsons
1982:260). Los muiscas también habrían recurrido a cultivar en las laderas porque parte
del área plana del fondo de los valles se encontraba inundada o empantanada. Por
último, es importante resaltar que para la agricultura de laderas, el efecto de una helada
sobre los cultivos es menor que la parte plana, y además, al igual que los camellones y
campos elevados, las terrazas artificiales habrían servido para retener humedad, factor
que es clave para salvar a una planta en los momentos de temperaturas cercanas a los
0°C (Knapp 1988, 1991).

En los Andes del Norte, la pluviosidad y la constante nubosidad determinan que se


pueda desarrollar una agricultura de subsistencia sin irrigación (Dollfus 1991:74,
Parsons 1982:257). De hecho, en el Altiplano Cundiboyacense sólo se ha registrado
arqueológica y documentalmente dos posibles casos de sistemas precolombinos de
irrigación, ambos en sitios semiáridos o secos como el cañón del Chicamocha o el área
de Sáchica (Langebaek 1995a:52). En el altiplano, sin embargo, debajo de la aparente
condición idílica que tienen las lluvias, se esconde un importante hecho: la viabilidad de
una agricultura sin irrigación es estrechamente dependiente de la puntualidad de las

57
lluvias, el conocimiento de la estacionalidad y, en general, de una buena planeación
agrícola (Eidt 1959:375, Knapp 1988:29).

En buena parte de los espacios norandinos, el manejo del agua se centraba más en el
control de su abundancia que en el de su escasez (Caillavet 2000:124). Si bien no hay
reportes arqueológicos o documentales de la construcción de zanjas para desaguar
espacios o conducir el agua a otro lugar, como si ocurre en el caso de la región de
Otavalo en el norte de Ecuador (Caillavet 2000, Knapp 1988, 1991), en el lenguaje
muisca existía la palabra “mihisque” o “mihique” que en los vocabularios y gramáticas
coloniales del muisca se encuentra traducida tanto como “zanja que se ha hecho para
algo”, y como “arroyo”. Podría pensarse con esto que entre los cacicazgos del altiplano
se pudieron emprender algún tipo de obras de ingeniería para controlar el
encharcamiento y anegación de los suelos en la temporada de lluvias. Es difícil precisar
la concepción muisca de las inundaciones y el exceso de agua en las tierras, pero entre
muchos de los actuales habitantes rurales del Altiplano Cundiboyacense, se tiene la
creencia de que el agua es un elemento muy poderoso del paisaje y que en cualquiera de
sus formas (laguna, lluvia o ríos, etc.) es capaz, si se la “molesta”, de desatar una fuerza
destructiva de los elementos humanos del espacio (Morales 2001:12).

También hay que pensar que en los Andes Septentrionales las heladas, aun siendo
comparativamente moderadas, son frecuentes y requieren de una adecuada comprensión
de su funcionamiento durante los meses más secos del año, o del manejo del estado de
desarrollo del cultivo y del crecimiento de la planta durante los períodos de mayor frío
en las noches y madrugadas (Knapp 1988:34). Así mismo, en algunos lugares del
Altiplano Cundiboyacense, la preparación de la superficie para la siembra se complica
durante las estaciones secas por el contenido de arcilla de los suelos que los vuelve muy
duros, y sólo se puede trabajar con los instrumentos adecuados, cuando aparecen las
primeras lluvias de cada temporada (Eidt 1959:386).

Otros aspectos propios de la parte de “abajo” del territorio y de la ocupación humana


del espacio prehispánico tienen que ver con la ganadería y cría de animales. A
diferencia de los grupos precolombinos de las sierras andinas centrales y australes, en
los que la cría y uso de camélidos han constituido una parte consustancial de la
etnicidad de los grupos indígenas, en el Altiplano Cundiboyacense no existió en tiempos

58
precolombinos ningún tipo de prácticas ganaderas. Esta ausencia tuvo varias
consecuencias en tiempos prehispánicos y coloniales. En primer lugar, porque los
espacios abiertos o libres de bosques eran usados exclusivamente para la agricultura
cuando las condiciones del suelo así lo permitían. En segundo lugar, los tejidos
precolombinos en el Altiplano Cundiboyacense se elaboraron únicamente a partir fibras
de origen vegetal como el algodón (Gossypium spp) y el fique (Furcraea andina) y sólo
en el período hispánico la introducción de la lana de ovejas se convirtió en una
importante fuente de fibras animales para la confección de textiles y prendas que, en
últimas, terminaría por equiparar o inclusive sustituir, a la del algodón. En tercer lugar,
la posible ausencia de abonos de origen animal usados en la agricultura, tal y como se
hace en otros espacios andinos (Caillavet 200:124, Knapp 1991:62).

Una de las principales fuentes de proteína de los muiscas prehispánicos fueron el


venado (Odocoileus viginianus, Mazama Sp) y el cuy o curí (Cavia porcellus). Ambos
animales han sido reportados en los componentes de arqueofauna de sitios
arqueológicos del período Muisca Tardío (Boada 2007, Enciso 1996), y, como lo
sugieren estudios de isotopos de colecciones óseas de la parte tardía del período
prehispánico del altiplano (Cárdenas-Arroyo 1996; 2002), tuvieron una gran incidencia
en la dieta prehispánica. Según los vocabularios de la lengua muisca de comienzos del
siglo XVII los términos para referirse a los venados eran “guahagui” y “suquyne”. Otra
palabra para venado era “chichica”, vocablo que también traduce carne. Por su parte,
“fuquy” es la traducción muisca de curí o cuy. No es posible precisar si entre los
muiscas se hacía uso del estiércol de los cuyes o curíes criados en las casas como abono
para los suelos. La importancia alimenticia que tenían tanto curíes y venados para los
muiscas, aparece en las dos descripciones españolas más tempranas que se conocen
como son la Relación del Nuevo Reino (1995/1539/:114) y el Epítome de la Conquista
(1995/1544?/:134).

Con esta configuración del espacio y territorio muisca, Correa (2004:90) indica que la
relación entre los vivos (“abajo”) y los ancestros (“arriba”) está inscrita en el paisaje, el
cual constituye una “memoria espacial de la historia de las relaciones sociales”. Dentro
de los grupos amerindios de los Andes Septentrionales, la ocupación y uso del espacio

59
transcribe el cosmos en el territorio, dotándolo por tanto de una concepción política y
religiosa (Caillavet 2000:397).

2.2.2 El paisaje del altiplano en las fuentes coloniales tempranas

El Altiplano Cundiboyacense, al hacer parte del piso térmico frío, reunió buena parte de
las condiciones de habitabilidad y de posibilidades económicas que interesaron a los
españoles durante el período colonial. Éste se convertiría en el espacio ganadero y
agrícola del que se sustentaron las ciudades coloniales como Santafé y Tunja. Gracias a
las descripciones sobre el entorno altiplánico que dejaron los españoles en la segunda
mitad del siglo XVI es posible aproximarse a la visión ibérica del espacio y a la forma
en que construyeron el paisaje.

La primera imagen española del altiplano es de 1539 y presenta la idea de que el Nuevo
Reino era una tierra “sana” y de que “por ser la tierra como es muy templada y fresca”
se prestaría muy bien para implementar sembrados y criar ganados europeos. Así
mismo, las condiciones de la tierra eran óptimas porque los indios del altiplano eran de
“mucho servicio y domésticos” (Relación del Nuevo Reino 1995/1539/:114-115). Uno
de los relatos españoles tempranos como el Epítome de la Conquista (1995/1544?/:126)
describe el altiplano como una “tierra rasa”, “fría” o muy “templada”, y con una
abundante población en todos los valles. Menciona, también, las condiciones favorables
del ambiente al referirse al clima como “[…] uniforme porque aunque ay verano y
agosta la tierra pero no para que haga notablemente diferencia del verano del
ynvierno. Los días son iguales de las noches por todo el año por estar tan cerca de la
línea, es tierra en extremo sana sobre todas cuantas se an visto” (Epítome
1995/1544?/:133).

En la Descripción del Nuevo Reino de Granada (2003/1598:344), se evidencia la


existencia de la idea de un edén en las cimas andinas: “[…] el temple de todo el nuevo
reyno es tal que viven en ellos gentes de ordinario muy sanos que apenas alli se conoce
enfermedad y los mas mueren de viejos como se experimenta oy en dia. Tiene gran
abundancia de ryos caudalosos y fuentes de excellentisimas aguas por ser todas de

60
minerales de oro”. La misma fuente documental nombra que estas cualidades del
entorno “sano” del altiplano eran suficientes para que se dieran los cultivos de trigo y
cebada, y se produjera cría de ganado mayor y menor con lo que se proveía a los barcos
en Cartagena de “[…] vizcocho carne queso conservas y otras muchas provisiones que
bajan alli fácilmente por el Ryo Grande [Rio Magdalena] que da la tierra muy llena y
vale todo mas barato que en ninguna parte de yndias” (Descripción del Nuevo Reino de
Granada 2003/1598/:343).

Luego de la conquista, los ambientes más cálidos de las vertientes cordilleranas


norandinas, demográficamente menos densas y caracterizadas por la existencia de una
tupida masa de bosques y selvas tropicales, no se convirtieron en espacios de
importancia económica o estratégica para el establecimiento del mundo colonial
(Dollfus 1991:58). Estos espacios fueron considerados como “arcabucos” y “montes” y,
según el Diccionario de Autoridades la Real Academia Española de comienzos del siglo
XVIII, eran categorizados como “fragosos, ásperos, llenos de maleza y breñas”, de
“poca habitación y quebrados”. En contraste con las descripciones que acercaban al
Altiplano Cundiboyacense con la idea de un paraíso terrenal, los españoles utilizaron
adjetivos negativos para caracterizar las vertientes del Valle de Magdalena como
“fragosas y de mucha montaña mal pobladas de indios” (Epítome 1995/1544?/:126) o
“montaña brava” (Descripción del Nuevo Reyno 1995/1572/:290). A su vez, la vertiente
oriental de la cordillera fue descrita como una “tierra muy agra” (Relación del Nuevo
Reyno 1995/1539/:100). El cronista Joan de Castellanos (1932/1592?/:II,343) describía
que las vertientes occidentales de la Cordillera Oriental se caracterizaban por tener
“fulminosas sierras, bosques incultos y montañas bravas”.

En la Relación de la Trinidad (1995/1572?/:330) se presenta una descripción de estas


regiones que ayuda a entender lo que los españoles entendían por “monte” y las
posibilidades económicas que estos espacios albergaban: “Esta provincia [de Trinidad,
al noroccidente del altiplano] casi toda ella es de gran fragosidad y aspereza de
peñosos altos y congoxosas honduras tierra mas montosa que rrasa a cuya cabsa es
falta de pastos para ganados y asi es esteril de crías y multiplicos dellos en lo demás
alcança fertilidad de frutos y no penurias de aguas puesto que estas casi todas son
gruesas y de pequeños cabdales”.

61
Las descripciones españolas del siglo XVI sobre el Nuevo Reino de Granada, también
concuerdan en los contrastes socioculturales entre los indios que ocupaban los valles y
mesetas frías de la cima de la Cordillera Oriental y aquellos pobladores de las vertientes
occidentales. En estas descripciones se comienza a notar que las categorías que
acompañaron la construcción de una identidad india desde el lado español eran también
inseparables de sus percepciones sobre las calidades del espacio geográfico. A
diferencia de los “pacíficos”, “trabajadores”, “ordenados”, “bien poblados” y
“vestidos” indios del altiplano, sus vecinos occidentales y orientales eran “caribes”, es
decir, “guerreros” y “caníbales”, además de ser “vagos” y “andar desnudos” y ser
gente “sin policía” y sin “señoríos”.

2.2.3. El paisaje y las relaciones interétnicas del período colonial temprano

Para usufructuar ilimitadamente el espacio utópico con que fue asociado el Altiplano
Cundiboyacense, imagen que por cierto fue construida también para otros ámbitos
geográficos norandinos (Caillavet 2000), los ibéricos se vieron enfrentados al hecho de
que su supervivencia dependía por completo de su relación con el sector indígena.
Particularmente, de la mano de obra de las comunidades indígenas, de su tecnología
agrícola y de su conocimiento del medio geográfico, fueron los aspectos que limitaron
el goce de este jardín del edén andino para los españoles. Tanto para la Corona como
para los colonos, el tema de la disponibilidad y control de la mano de obra –o más bien
el manejo de su relativa escasez– cobra sentido si se tiene en cuenta que la colonización
española se hizo con una inversión mínima o nula en tecnología y con una mentalidad y
un aparato institucional colonial que limitó, al menos en lo que a actividad agropecuaria
se refiere, el uso de las innovaciones técnicas y científicas en sus dominios. Esta será
una de las razones por la cual durante la segunda mitad del siglo XVI, el factor más
importante para la producción económica de los encomenderos neogranadinos era la
retención de la mano de obra indígena y la utilización de sus herramientas y
conocimientos (Villamarín 1975).

Las Ordenanzas de Trabajo Agrícola de 1593 sintetizan muy bien el ánimo de los
españoles en la segunda mitad del siglo XVI respecto a la dependencia de la mano de

62
obra nativa cuando solicitaba que los indios “[…] acudan a la labor y beneficio del
campo e crías de los ganados y a los tratos y comercio de la tierra para que el
comercio no se pierda y los mantenimientos aya en abundancia […]”. Además, de no
contar con los saberes y prácticas agrícolas nativas, los españoles habrían sido
totalmente vulnerables a las condiciones ambientales del altiplano, aspecto que refuerza
la importancia que tenían los indígenas para los intereses económicos locales de los
españoles en el centro del Nuevo Reino de Granada. Por este motivo, y al igual que en
otras partes de los Andes Septentrionales, los valles y altiplanos de las tierras altas
fueron los escenarios donde muchos de los actos del drama colonial se ejecutaron con
prolijidad.

La consolidación de centros urbanos y el aumento de su población mestiza y española


exigían el abastecimiento de productos como el trigo, la carne y la cebada. Esto
determinó que ya para 1550 en algunas ciudades de los Andes del Norte los colonos
españoles comenzaran a exigir a las autoridades coloniales que los indios pudieran
tributar en cargas de productos alimenticios de origen europeo (Rodicio, 1995:69-70).
Las campiñas andinas que rodeaban a las ciudades como Tunja y Santafé comenzaron a
caracterizarse por los parches de maíz, frijol y papa que venían de tiempos
prehispánicos, alternando con las franjas cobrizas que caracterizan al trigo y la cebada y
los pastizales donde rumiaban los rebaños de ovejas y vacas. En esta parte de
Suramérica, el uso económico colonial del espacio opuso una concepción nativa
centrada en el aprovechamiento del suelo para una agricultura intensiva, a una española
enfocada en el pastoreo extensivo de ganados europeos con algunos sectores cultivados
(Caillavet 2000:133).

Para comienzos de la década de 1570 se nombraba que en los términos de Tunja se


cosechaba trigo y había muchos ganados (Descripción del Nuevo Reyno
1995/1572/:289) y dos décadas más tarde se decía que en la misma provincia había
obrajes donde se hacía lana y tejían paños (Descripción del Nuevo Reino de Granada
2003/1598/:345). En lo que respecta a la jurisdicción de Santafé, para finales del siglo
XVI era evidente que el paisaje de la Sabana de Bogotá estaba poblado por mucho
ganado y cultivos europeos, los cuales se combinaban con las “turmas de la tierra” y el

63
“maíz, que es el prinçipal sustento de los naturales” (Relaçion de las cossas…
1996/1598?/:190).

Esta combinación de potreros utilizados para el engorde de ganado contiguos a las


labranzas indígenas, tenía como consecuencia que, por la ausencia de cercas y
tranqueras, constantemente el ganado se entrara a las sementeras de maíz y las dañara,
como se quejaron en 1563 los indios de la encomienda de Sagasuca, conocida por los
españoles como Serrezuela (AGN, Encomiendas 9 doc. 41 fol. 310v). Pero no solo los
animales que se asocian al pastoreo, como las vacas o las ovejas, fueron tema de las
quejas indígenas ante las autoridades coloniales. La cría de puercos y chanchos en el
altiplano, que al parecer se originó de las más de trescientas “hembras preñadas” que en
1538 llevó a esta región la expedición de Sebastián de Benalcázar (Relación del Nuevo
Reyno 1995/1539/:114), fue también una fuente de daños para los indios. En este
sentido, llama la atención que en 1553 se le preguntara a los indios de la encomienda de
Chía si era verdad que el encomendero Juan Muñoz de Collantes “[…] los hizo criar
ochocientos puercos y que por vivir los puercos entre los bohios se comieron a algunos
indios y les dañan las sementeras y bohios, y que por el temor que los indios le tienen a
los malos tratamientos del encomendero no pueden hacer nada con los puercos” (AGN
Encomiendas 6 doc. 17, fol 481v).

El aumento de la demanda de más productos agrícolas –tanto nativos como europeos–


para entregar al encomendero como tributación, pudo haber determinado una alteración
de los ciclos de descanso y barbecho de las tierras, lo cual afecta la fertilidad y
productividad agrícola en el largo plazo. En la tecnología española no se hacía uso de
los abonos y escasamente se practicaba la rotación de cultivos para mantener la
fertilidad de los suelos (Villamarín 1975: 9). Debido a las características de los
regímenes de lluvias de los Andes colombianos y a la fragilidad de los suelos que se
encuentran en las laderas de las montañas, una de las consecuencias más graves de la
presión sobre las áreas cultivables fue la erosión. Así mismo, hay que tener en cuenta
que paulatinamente a los indígenas se los fue despojando de las tierras más aptas para la
agricultura en los valles y enviándolos a cultivar a aquellas áreas con mayor inclinación,
pobre fertilidad y suelos más frágiles. En el Altiplano Cundiboyacense, Carl H.
Langebaek (1995a) ha señalado como, en los valles de Fúquene y Susa, las evidencias

64
arqueológicas de viviendas indígenas del período colonial se ubican precisamente en las
áreas periféricas del valle donde los suelos tienen bajas condiciones para el desarrollo
de la agricultura. La introducción masiva de ganado europeo en el norte de los Andes
tuvo también graves consecuencias ecológicas ya que desató la deforestación y la
erosión generadas por los efectos de las pisadas de los animales ungulados en suelos
sensibles a este proceso o localizados en laderas fácilmente erosionables, e implicó un
estímulo extra para que los colonos españoles se quisieran quedar y apropiar con las
tierras de las comunidades indígenas (Jamieson 2008:29).

Más allá de las consecuencias culturales y sociales que tuvieron los procesos de
urbanización de la vida colonial –incluyendo en este conjunto tanto las ciudades y villas
españolas como los denominados “pueblos de indios” –, esta dinámica alteró de forma
irreversible el entorno natural del paisaje del altiplano no sólo por las alteraciones de los
espacios agrícolas prehispánicos que se acaban de mencionar, sino por la construcción
de casas, iglesias y edificios administrativos, por el mantenimiento del calor de las
moradas y por la cocción de alimentos, al requerir de madera y leña. Al ser productos de
primera necesidad, las descripciones españolas del entorno natural le prestaban atención
a la cobertura boscosa como es el caso de la relación geográfica de finales del siglo XVI
(Relaçion de las cossas… 1996/1598?/:190). Así mismo, el ganado español requería de
forraje. La obtención de troncos y hierba implicó la intervención humana sobre los
bosques altoandinos y seguramente sobre los pajonales de los páramos. La leña y el
forraje llegaron a sus destinos en las ciudades y en las casas de los encomenderos por
vía de la compulsión tributaria. Ejemplo de esto fueron los 15 maderos estantes, 150
estantillos, 300 varas y 150 pasos en cuadro de caña dulce para “para hacer la casa” del
encomendero Hernán Venegas, así como las 12 cargas de leña y 10 de hierba que le
pedían en 1555 a los indios de Guatavita en la jurisdicción de Santafé en (Aguado
1956/1581/: I, 420-421).

La identidad social tiene hitos en el paisaje, aspecto por el cual la irrupción española en
el altiplano, su control sobre los espacios y la relocalización de las poblaciones
indígenas según la concepción y orden espacial español también dejó sus huellas en la
configuración de un nuevo sentido del ser indígena. Parte del problema relacionado con
los cambios en la etnicidad indígena colonial en esta región, tiene que ver con la

65
comprensión de la coexistencia y transformación de construcciones diferentes del
paisaje.

Los datos presentados en los párrafos anteriores sobre el uso y la ocupación del espacio
en tiempos prehispánicos refuerzan la idea de que en el momento de la conquista
española, en el norte de los Andes, la realidad distaba mucho de la imagen de territorio
virgen y paradisíaco con que soñaban los españoles. Desde el período prehispánico, las
actividades humanas modelaron profundamente los paisajes de las sierras andinas de los
actuales estados nacionales de Ecuador, Colombia y Venezuela. Tanto los pocos
sistemas de irrigación conocidos, como los mejor documentados campos elevados y los
conjuntos de terrazas, requirieron de una inversión importante de trabajo y mano de
obra disponible para su elaboración, aspectos que dada la demografía y organización del
trabajo entre los muiscas en los años precedentes a la presencia hispánica no fueron un
problema en el altiplano.

No obstante, el mantenimiento de este tipo de obras requirió también de brazos y


cooperación laboral entre unidades domésticas. Por tal motivo, y luego de iniciarse la
presencia hispánica, el descenso demográfico, la dedicación a las labores que exigía la
encomienda y el rompimiento de los lazos de cohesión social que produjo la
dominación colonial, debieron significar el abandono de los campos elevados y los
sistemas de regadío artificial. Cultivar en las húmedas montañas de los andes
ecuatoriales sin este tipo de tecnología significó, a la larga, un empobrecimiento del
suelo y la pérdida de la calidad de los mismos por culpa de la erosión (Jamieson
2008:29). En un principio, sin el conocimiento sobre la agricultura en el altiplano y sin
una mano de obra indígena que la trabajara, la tierra era de poco valor para los
españoles (Villamarín 1972). Pero al avanzar la segunda mitad del siglo XVI comenzó
una presión sobre los suelos y tierras indígenas que determinaría un viraje en el uso y la
ocupación del territorio.

En lo que tiene que ver con la parte de “arriba” del paisaje, los intentos de
demonización de la naturaleza indígena que traería el programa de evangelización que
acompañó al colonialismo español, alteraría la concepción muisca de los cerros, las
lagunas y las cuevas. Este hecho tiene similares características tanto en el Altiplano
Cundiboyacense como en otros sitios a lo largo y ancho de los Andes (Bernand

66
2008:171). Ya se ha mencionado en párrafos anteriores que los innumerables pináculos
de las sierras, los páramos con su lagunas, las laderas y los fondos de los valles
marcaron hitos materiales dentro del paisaje y, al fijarse en la memoria colectiva, se
incorporaba en la cotidianidad un sentido particular de las relaciones sociales y de la
identidad de los grupos muiscas.

Los españoles llamaron “santuarios” a los cerros, lagunas y otros espacios sagrados o
especiales de los indígenas. Estos y los actos de “idolatría”, que según la mentalidad
católica española los indios “infieles” celebraban en estos lugares, eran un estorbo para
la labor evangélica y por tanto, socavaban uno de los pilares ideológicos del proceso
colonizador de la monarquía ibérica. Los frailes españoles veían a Lucifer y sus
apóstoles en todos los rincones del paisaje y, como lo señala el cronista Fray Pedro
Simón, las lagunas no fueron la excepción: “Aquí pues [la Laguna de Guatavita], como
en lugar acomodado de los que el demonio pedía, se solían hacer algunos ofrecimientos
con el modo que él les tenía ordenado […] (Simón 1981/1625/:III,324).

El asistir a un santuario se tornó en pecado según se infiere de un confesionario en


lengua muisca de comienzos del siglo XVII. En éste se le preguntaba, en la propia
lengua de los indios, si hacían “santuario” y si hacían ofrendas en el mismo (Lugo
2010/1619/:173). Según Gómez (2012) la palabra muisca usada por los frailes y
doctrineros para traducir “santuario” fue “chunsuaguia”, la cual guarda relación con la
traducción de la palabra “ídolo”, al igual que los vocablos muiscas “chunso” o
“chunsa”, que a largo plazo terminarían derivando en la palabra “tunjo”. Los “tunjos”
eran objetos de oro y otros materiales que en épocas prehispánicas se fabricaban con
una función votiva y eran dejados en lugares específicos del paisaje para rogar por
favores particulares de cada persona, grupo doméstico o unidad política. Como se
explicará en capítulos posteriores, los “tunjos” tienen una especial relación con la
religión y la cosmovisión muisca, y por tanto, formaron parte de la cultura material en
disputa dentro de las relaciones de poder colonialista.

En el aparte sobre “el remedio contra la idolatría de los indios” del catecismo de 1576,
el prelado Zapata de Cárdenas, segundo Arzobispo de Santafé, recomendaba que había
que destruir y asolar del todo a los “santuarios” porque la estrategia anterior de colocar
una cruz o hacer una ermita sobre estos fallaba, y que […] por la mucha experiencia

67
que se tiene de la malicia de estos indios, que debajo de especie de piedad van al mismo
lugar a idolatrar, pareció ser más conveniente raer de la tierra totalmente la memoria
de estos santuarios; y porque en los dichos santuarios se halla algunas veces oro y
cosas de valor se ordena y manda que allí se hallare se distibuya en utilidad de la
iglesia del pueblo donde el tal santuario se hallare; y lo mismo sea de lo que se hallare
en sepulturas […] (Zapata de Cárdenas 2008/1576/:280 [el resaltado es nuestro]).
Caillavet (2000:398) ha señalado, como en la concepción norandina, el enterramiento
dentro de un espacio determinado es importante porque afirma la pertenencia de los
miembros del grupo étnico a un territorio. Por eso, una de las principales consecuencias
de desenterrar tumbas indígenas, práctica común en el altiplano de los inicios del
período colonial, contribuyó a crear un sentimiento de desterritorialización y pérdida de
identidad de los grupos muiscas en cada una de las partes que componen el altiplano, al
fracturar la relación de las gentes y sus ancestros con un espacio.

Sin embargo, al asumir los frailes y sacerdotes católicos que el territorio sagrado
indígena estaba habitado por las huestes de Mefistófeles, y que su presencia debía ser
borrada del espacio y de la memoria de los nuevos conversos destruyendo los
“santuarios” y ubicando una cruz o una virgen en cada cerro y laguna, cambiaron –pero
no suprimieron– la concepción especial que tienen estos espacios para los habitantes
rurales del altiplano e introdujeron nuevos elementos mágicos y sagrados. Lo que
demuestran algunos casos etnográficos es que el culto andino de los cerros, a pesar de
todos los intentos de extirpación de idolatrías y supersticiones en el período colonial y
republicanos, sobrevivió gracias a su combinación con elementos del cristianismo y la
mentalidad occidental.

Estas combinaciones dan origen a creencias y reflexiones sobre el paisaje en diversos


lugares de la cordillera tales como “la bravura de los cerros”, la cualidad de los montes
y lagunas para producir y aliviar enfermedades, su capacidad de desatar la devastación
cuando se los “molesta” y las características de ser espacios llenos de “tesoros
escondidos” en donde existen suntuosos y ricos mundos paralelos al escenario
generalmente paupérrimo de los campesinos andinos (Bernand 2008). En el caso
concreto del Altiplano Cundiboyacense, los campesinos actuales hablan de la existencia
de los “encantos” (Loochkhart et.al 2004; Morales 2001). En su mayoría, los relatos de

68
“encantos” tienen que ver con oro y seres míticos dorados que pueblan los cerros y las
lagunas. La presencia de seres de “laguna” o de “cerros” en otros espacios la explican
con base a la existencia de caminos y túneles que conectan a unos y otros.

Los elementos visibles del paisaje como los macizos montañosos o las fuentes de agua,
o los invisibles como los túneles y palacios subterráneos, son asociados con un “tiempo
de los indios”. Las descripciones etnográficas señalan que los “encantos” se relacionan
con “tesoros” que los indígenas enterraban en épocas prehispánicas, ya fuera como
parte de sus prácticas económicas, o como parte de las estrategias de los brujos
indígenas y el diablo. Narran también que en tiempos coloniales era una estrategia de
esconder las riquezas ante los invasores españoles.

Así mismo, esa temporalidad indígena puede estar presente para los campesinos
actuales del altiplano, a quienes muchas veces los antropólogos les han quitado la
identidad muisca gracias a una particular concepción del mestizaje. Jorge Morales
(2001:16) indica que en la concepción emic de los “encantos” que describen los actuales
habitantes rurales del altiplano “los indígenas del tiempo de los españoles y los de antes,
aún viven, pero en un mundo subterráneo, dorado, ubicado especialmente en cerros y
áreas lacustres. Allí continúan con sus trabajos, y entre ellos la orfebrería, pero a veces
se les acaban las provisiones y tienen que salir a la superficie, que es lo mismo que
viajar en el tiempo, para adquirirlas. Tal es el caso de hombres que van a comprar sal
y habas a Zipaquirá”.

Las sierras fueron también un espacio de resistencia y confrontación en las relaciones de


poder colonial en el Altiplano Cundiboyacense. Durante los primeros momentos de la
conquista, las montañas y cerros se convirtieron en el lugar de huida y resistencia al
avance español. Aún al estar ubicados dentro del idílico altiplano, estos espacios eran
definidos como “una sierra muy agra a donde no se les puede hacer daño ninguno sin
mucho trabajo de españoles” (Relación del Nuevo Reyno 1995/1539/:98). El Epítome de
la Conquista (1995/1544:129) describe, también, que la táctica de la huida a las sierras
fue una de las formas de afrontar el primer impacto de la conquista. Todavía para fechas
relativamente alejadas de los años de la conquista como la década de 1570, Juan de
Olmos expresaba que la condición “natural” de los indios encomendados a él en
Nemocón y Tibitó era la de “cimarrones” e “indómitos” y que por esto no residen en los

69
pueblos para evitar la tributación y no acudir a la doctrina evangélica. Según el
encomendero huían a “[…] tierra caliente jurisdicción de la provincia de Muzo a su
pedazo de tierra que se llama Pacho que es de los mismos indios […]” (AGN
Encomiendas 2. Doc. 14. Fol. 678r y v). Todos estos datos recuerdan descripciones
sobre otros lugares de los Andes en los que los “montes” y lugares especiales de las
sierras son vistos como parte de una estrategia cultural relacionada con la memoria y la
territorialidad para movilizarse y huir colectivamente, y escapar, así, de los sinsabores
de la dominación (Quiroga 2010).

En párrafos anteriores se señala que la micorverticalidad podría haber tenido


significación a la hora de definir un territorio allende las tierras frías del altiplano y que
el espacio que los muiscas consideraron como propio se extendió a muchos lugares de
las vertientes templadas y cálidas de la Cordillera Oriental, como es ciertamente el caso
de Pacho en la provincia de Muzo. Se hace esta aclaración con el fin de sustentar la
reflexión que suscita el viraje que tomó la construcción del espacio indígena luego de la
conquista. Si bien las tierras cálidas eran para los muiscas una de las muchas fuentes de
donde extraían recursos de valor económico, sagrado o político, la confrontación con el
poder colonial las convirtió en un espacio desde donde podían resistir. Es posible que
los indios de Tibitó supieran del terror y tabú que los españoles le tenían a las sierras,
montes y arcabucos y a sus habitantes –los “caníbales” y “guerreros” indios panches–, y
por eso, aprovechando la relación que tenían con las vertientes cordilleranas desde
tiempos prehispánicos, decidieran escapar de sus imposiciones tributarias radicándose
por temporadas en esos lugares.

En lo que respecta al uso económico del espacio, la segunda mitad del siglo XVI es un
período que se podría llamar “agrícola”. Sin embargo, a pesar del potencial agrícola y
ganadero que los españoles señalaron tempranamente en el altiplano y sus comarcas
vecinas, el territorio neogranadino se caracterizó, en el resto del período colonial en los
siglos XVII y XVIII, por ser uno de los espacios mineros de Hispanoamérica.
Paulatinamente, en las descripciones y relaciones geográficas se va perdiendo el interés
por describir las cualidades de la tierra y sus diferentes “temples” y se pasa a analizar la
existencia de minas, la eventual cantidad de oro y plata que pueden aportar a la Real
Hacienda y la forma de explotarlas, e inclusive, como se señala en la Descripción del

70
Nuevo Reyno (1995/1572/), los inconvenientes que tiene el traslado de indios para el
trabajo de las minas. Si bien en el altiplano no hay minas de metales preciosos y no se
hizo ninguna explotación minera en el período colonial, algunas minas importantes
como las de Mariquita, localizadas en la ribera occidental del valle del Magdalena,
requirieron la movilización de importantes cantidades de indios muiscas del altiplano.
Este sería un factor más que contribuyó a las aceleradas tasas de despoblamiento
indígena en el altiplano.

71
74°0'0''W 73°30'0''W 73°0'0''W

a
l en
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Cañón del Chicamocha

ag
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R.

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Páramo de Guantiva

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Vélez
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6°0'0''N
Va

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R. Cravo Sur
Duitama

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Santander

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Valle de Sogamoso Sogamoso

Va
Villa de Leiva Iguaque Boyacá
quí

Chiquinquirá Sutamerchán
a
agu

Valle de Samacá Tunja Cundinamarca


Gu

Muzo
5°30'0''N L. Fúquene
Samacá L. Tota
R.

Valle de Fúquene

R. Cusiana
La Palma
L. Cucunubá
Turmequé

R. Garagoa
Sutatausa
Tausa L. Suesca Altitud en metros
Páramo de Guerrero Chocontá
Suesca 4000
Nemocón Tenza Valle de Tenza 3500
Zipaquirá Sutatenza 3000
5°0'0''N Gachancipá

Súnuba 2500
go

Guatavita
Bo

2000

R.

Chíae Bogo 1500


Facatativá bana d Gachetá 1000
Funza Sa 500
o Piedemonte Llanero
Suba avi 200
Gu
L. Herrera
R. 100
Engativá Páramo de Chingaza
Santafé
Soacha
R.
L. Ubaque
4°30'0''N Usme
Up

Ubaque
ia
R. N

Fusagasugá Llanos Orientales


egro

Páramo de Sumapaz R. Meta 30Km

Mapa 2. Sitios y accidentes geográficos nombrados en la tesis.


(Elaborado por Alejandro Bernal V a partir de IGAC Mapa físico de Colombia 2005 )

72
Imagen 1. Distintos escenarios del Altiplano Cundiboyacense
(Fotos: Alejandro Bernal V)

73
Imagen 2. Sitios arqueológicos prehispánicos del sur del altiplano en donde las plantas
de vivienda se superponen a los espacios funerarios.
(Fuentes: soachailustrada.com; www.flickr.com; www.semana.com)

74
Imagen 3. Foto aérea de fines de la década de 1950 del sector de Suba y Tibabuyes
(departamento de Cundinamarca) en la Sabana de Bogotá.
Se aprecian los sistemas de camellones prehispánicos.
(Fuente: http://humedalesbogota.com/2011/09/16/tibabuyes-tierra-de-labradores/)

75
Imagen 4. Paisaje de una de las lagunas de Siecha en el páramo de Chingaza. Municipio
de Guasca. Departamento de Cundinamarca.
Las lagunas y los cerros fueron espacios de pugna y confrontación interétnica.
(Foto: Alejandro Bernal V)

76
CAPÍTULO 3

LA IDENTIDAD Y EL PODER EN LOS CACICAZGOS MUISCAS


PREHISPÁNICOS A TRAVÉS DE SU CULTURA MATERIAL

3.1. Los problemas sobre el término “muisca”.

En el ámbito de los Andes Septentrionales y del noroccidente de Suramérica el término


“muisca” se relaciona con varias cuestiones. En primer lugar, con una unidad
cronológica. Los estudios de arqueología prehispánica han definido dos grandes
períodos agroalfareros en el altiplano de la Cordillera Oriental de los Andes
Colombianos. Con respecto al período temprano, desde la década de 1970 los trabajos
de Sylvia Broadbent (1971, 1986) permitieron definir una alfarería diferente a la que se
asociaba con los grupos indígenas que encontraron los españoles en esta región. Ese
conjunto cerámico fue nombrado como Herrera, e inicialmente fue fechado entre el
siglo IV a.C y el I d.C (Cardale de Schrimpff 1981), aunque actualmente los datos
radiocarbónicos de su comienzo y fin se encuentran en debate, pues en algunas
secuencias regionales los límites temporales estarían entre el 400 a.C y el 1.000 d.C
(Langebaek 1995a; 2001; 2008), en otras desde el 900 a.C hasta el 700 d.C (Boada
2006, Romano 2009) y en otra indican un rango entre el 800 a.C y 1.000 d.C (Boada
2007) (ver imagen 4 al final del Capítulo 3).

Las características arqueológicas propiamente “muiscas” aparecen luego de la


ocupación Herrera. Durante varias décadas se impuso la idea de que el período Herrera
terminó cuando una oleada de población de origen centroamericano llegó a la Cordillera
Oriental. Actualmente, algunos autores (Langebaek 2008, Rodríguez 2011) han
sugerido que el papel de las migraciones es irrelevante o poco significativo para
entender la transición Herrera-Muisca. Según estos, en algunas de las secuencias
arqueológicas observadas en el altiplano el cambio de los materiales cerámicos resulta
gradual y sin que exista un rompimiento abrupto entre la distribución vertical de tipos
alfareros Herrera y los asociados a los muiscas. De hecho, muchos de los sitios
arqueológicos que evidencian la ocupación del Muisca Temprano aparecen sobre restos
de asentamientos del período anterior, lo que haría pensar en una posible amalgama
entre las poblaciones de ambos períodos cerámicos. De todas formas, para cualquier

77
escenario, bien sea el de una continuidad de las ocupaciones, el de las influencias de una
migración tardía, o bien el de reemplazo total del conjunto de grupos “herreras” por los
“muiscas”, se tendrán que esperar datos más completos que aporten futuras
investigaciones.

De acuerdo a la distribución cronológica de grupos alfareros se ha diferenciado entre un


período llamado Muisca Temprano (900 o 1.000 d.C aprox – 1.200 d.C) y otro
denominado Muisca Tardío (1.200 d.C – 1.600 d.C)4 (ver imagen 4 al final del Capítulo
3). Los cambios entre un período y otro que sugiere la cronología cerámica se pueden
asociar con mucha seguridad a transformaciones en aquellos aspectos demográficos,
políticos y sociales usualmente asociados con un aumento en la “complejidad social”:
centralización, crecimiento de población, concentración de poder, prestigio y autoridad
en algunos individuos, grados diferenciales de control sobre recursos económicos y
aparición de especialistas (Boada 2006; 2007; 2009, Drennan 2008; Langebaek 1995a;
2001, Henderson y Ostler 2009). Se ha sugerido también que, adicional a los cambios
internos de los grupos del altiplano, las diferencias entre el Temprano y el Tardío se
originaran por el contacto con una oleada de población nueva que llegó de las tierras
bajas de la Orinoquía o del Caribe (Lleras 1995).

Una segunda acepción del término “muisca” hace referencia a la lengua que en el
momento de la conquista española se hablaba en el Altiplano Cundiboyacense. Estas
pertenecían a la familia lingüística Chibcha, y dentro de ésta, al subgrupo
“magdalénico” (González de Pérez 1980, Constela 1995). Como se sugiere en páginas
más adelante, es posible que se trate más bien de un conjunto de lenguas emparentadas.
Acorde con el conjunto de datos cronológicos conocidos sobre la dispersión de estos
grupos hablantes de lenguas chibchas por el noroccidente de Suramérica, el habla
“muisca” y sus posibles variaciones lingüísticas se comenzaron a desarrollar en el
altiplano a finales del primer milenio d.C (Hoopes 2005:16).

En tercer lugar, como “muisca” se ha agrupado a un conjunto de unidades políticas que


en el siglo XVI ocupaban el Altiplano Cundiboyacense y algunas vertientes templadas
de la Cordillera Oriental de los Andes colombianos, espacio que se definido como
4
Con respecto a la ubicación temporal de los datos y discusiones presentadas en el presente capítulo, es
necesario indicar que, salvo que se indique otra cosa, siempre se estará haciendo referencia al período
Muisca Tardío.

78
territorio muisca, y que se delimitó fundamentalmente a partir de un conjunto variopinto
de fuentes escritas del período colonial (ver mapa 3 al final del Capítulo 3). El territorio
de los muiscas colindaría con el de otros grupos que hablaban lenguas chibchas –laches,
guanes y chitareros al norte– y con el de grupos de otras familias lingüísticas como
muzos y panches al occidente y suroccidente, y guayupes, achaguas y teguas al oriente
y suroriente (Falchetti y Plazas 1973). Cada unidad política “muisca” era representada
por la figura de un cacique, y en algunos casos varios caciques eran controlados por un
jefe de poder político regional (Boada 2006; 2007; 2009, Broadbent 1964, Correa 2004,
Kurella 1998; Langebaek 1987b, 1995a, 2001, Reichel-Dolmatoff 1984, 1997). Bajo
este esquema, habría una cultura “muisca” y una organización social “muisca” que
serían compartidas por todos los cacicazgos dentro de este territorio. Producto de esta
idea, se tendría una cultura material “muisca” compuesta por una serie de objetos
alfareros, metalúrgicos y textiles que se encuentran en los valles altiplánicos de la
Cordillera Oriental de Colombia y que se ubicarían cronológicamente entre finales del
Periodo Herrera y el momento de la conquista española en el siglo XVI (Botiva 1989).

Es posible que todas las acepciones del término “muisca” que se ha hecho referencia en
los párrafos precedentes sean correctas. Sin embargo, y a pesar de la aparente
coherencia que guardan entre sí las definiciones presentadas, se esconde una imagen de
homogeneidad cultural. En especial, subyace la idea un territorio culturalmente
uniforme que estaría políticamente centralizado en torno a unos pocos caciques.
Interpretaciones recientes parecen desdibujar el escenario poco variable y sin
contradicciones que se ha utilizado para caracterizar a los muiscas como la “tribu oficial
de la nacionalidad colombiana”5.

En efecto, en el imaginario colectivo colombiano los muiscas representan muchas veces


el prototipo de la sociedad precolombina que las distintas versiones oficiales de la
historia nacional han hecho aparecer como ancestros de la “colombianidad”. En los
textos escolares se los solía representar como un “estadio superior” de la “Colombia
prehispánica”, y al que solo la conquista española le cercenó su camino para convertirse
en una “civilización” homologable a las descritas para Mesoamérica y los Andes
Centrales. Representaciones gráficas de algunas ideas tradicionales sobre los muiscas

5
Esta expresión, así como el sentido sarcástico que contiene, son tomados de Langebaek 1990:81.

79
son ilustradas en las Imágenes 6 y 7 que se encuentran al final del presente capítulo.
Nótese por ejemplo como en éstas aparece el epíteto de “civilización”, su comparación
con Roma o la homologación de algunos personajes indígenas del altiplano a “reyes” y
“sumos sacerdotes” que usaban mitras y cetros tal como como lo hacían los monarcas y
prelados europeos.

Las crónicas españolas sobre la conquista forjaron la idea de que cuando las tropas de
Gonzalo Jiménez Quezada llegaron al altiplano en 1536 se encontraron con palacios
ocupados por noblezas muy ricas, así como grandes templos suntuosamente adornados.
También dibujaron un paisaje político en donde uno de los grandes “reyes” era el
cacique o Zipa de Bogotá que dominaba un vasto dominio en el sur del altiplano.
Paralelamente, el norte era dominado por el Zaque, quien ejercía su “señorío” desde
Tunja. Según las crónicas, mediante una combinación de astucia militar, intrigas
palaciegas y diplomacia ambos caciques habían logrado imponerse sobre otros
“señores” poderosos como los de Guatavita y Ubaque en el sur, y Duitama y Sogamoso
en el norte. Década tras década los distintos aspectos y componentes de la narración
histórica de los caciques anteriores a la conquista fueron transformándose según la
tendencia, la época, el oficio y gusto personal de cada cronista.

Los historiadores del siglo XIX y de buena parte del XX elaboraron una síntesis de
todas las narraciones sobre el Zipa y el Zaque que conocían en su momento.
Transmitida por éstos a los capítulos de “prehistoria” o de “época indígena” de los
textos de “Historia de Colombia” o de “Historia Patria” con los que se enseñaba
historia en las escuelas, la idea de un espacio político dominado por dos grandes
caciques se fijó como una verdad indiscutible e incuestionable para muchos de los
arqueólogos y etnohistoriadores que centraron sus intereses en el Altiplano
Cundiboyacense. Así, hasta hace relativamente pocas décadas era común que,
indistintamente de su cronología, cualquier hallazgo arqueológico del altiplano fuera
“ubicado” dentro o fuera del territorio del Zipazgo o el Zacazgo. Sin embargo, lejos de
encontrar los grandes palacios y los bastos dominios que describen las crónicas,
recientes investigaciones arqueológicas realizadas en el altiplano han permitido tener un
cuadro más matizado de lo que pudo ser un cacique muisca prehispánico y la naturaleza
de su poder.

80
En este capítulo se hará referencia a las interpretaciones actuales sobre los muiscas con
el ánimo de sugerir que en los dos o tres siglos precedentes a la llegada de las huestes
españolas al altiplano había ciertos grados de heterogeneidad cultural y política, y por
tanto, que tal vez no sea posible hablar en singular de la “identidad muisca”, ni tener un
modelo único de caciques muiscas. Las ideas que se expondrán en el capítulo están en
concordancia con posturas teóricas que sugieren que la naturaleza de la integración
social y la organización política de muchas sociedades cacicales se puede comprender
mejor si se la asume como un modelo heterárquico. Bajo este esquema, se propone que
comunidades autónomas y culturalmente similares, pero no iguales, actuaron y se
relacionaron por medio de arreglos matrimoniales, del intercambio de productos, de la
guerra y de otras prácticas sociales como las fiestas. Además, se sugiere que muchos de
los cacicazgos estuvieron lejos de haber sido congregados bajo el poder de unos pocos
“señores”.

Según Crumley (1995:3) heterarquía se puede definir como “la relación entre elementos
cuando estos no tienen orden de escalas o cuando estos poseen el potencial para ser
categorizados en un número de diferentes formas. […]” así, “el poder puede ser
equiparado antes que categorizado en escalas” (Crumley 1995:3). Habría entonces una
diferencia en el uso que se hace de modelos jerárquicos y heterárquicos ya que
“mientras la jerarquía indudablemente caracteriza relaciones de poder en algunas
sociedades, es igualmente cierto que coaliciones, federaciones y otros ejemplos de
poder compartido o equiparado abundan. La adición del término heterarquía al
vocabulario de las relaciones de poder nos recuerda que existen formas de orden que
no son exclusivamente jerárquicas y que elementos interactivos en sistemas complejos
no necesitan ser permanentemente categorizados en un orden subordinado respecto a
otros” (Crumley 1995:3).

Siguiendo esta definición, la heterarquía sirve entonces para entender una estructura
organizacional en la que los elementos del sistema no están en un orden jerarquizado
respecto a otros, o que su orden puede ser entendido en varias formas. Brumfield
(1995:125) encuentra que ésta es entendida como una selección de elementos
independientes y heterogéneos que participan en varios sistemas de interacción con o
sin jerarquización entre los componentes, aspecto que daría cuenta también de la

81
existencia de dos o más unidades funcionales discretas que interactúan como iguales, así
como la interacción igualitaria de sistemas jerárquicos.

Los modelos que buscan un énfasis en relaciones de control vertical jerárquica


obscurecen la riqueza y la diversidad de elementos que pueden ser mirados de una
forma horizontal. En este sentido la heterarquía no contradice la jerarquía, simplemente
flexibiliza los modelos con los cuales se estudian sistemas sociales (Potter y King
1995:29). Un punto importante dentro del concepto de heterarquía es que desliga a la
complejidad de las relaciones políticas y poder verticales, y de la existencia de
desigualdad social. Una estructura heterárquica puede existir tanto en una sociedad
igualitaria como en el ámbito de una sociedad estatal. La existencia de uno no implica la
ausencia del otro, pudiendo existir una organización altamente jerárquica que en
algunos aspectos mantiene sistemas heterárquicos (Brumfield 1995:128-129).

3.2 El poder, la autoridad y el liderazgo entre los muiscas prehispánicos

En el momento de la llegada de los españoles al Altiplano Cundiboyacense en 1536, las


distintas comunidades muiscas se encontraban organizadas en unidades políticas del
tipo cacical. La organización política de los cacicazgos muiscas coincide en líneas
generales con las descripciones de los llamados “cacicazgos norandinos” (Reichel-
Dolmatoff 1984; Salomon 1980), y en lo fundamental, posee las características más
conspicuas de lo que en la teoría antropológica y arqueológica se conoce como
“cacicazgos”, “jefaturas” y “sociedades de rango medio” (Carneiro 1981, Earle 1987,
Feinman y Neitzel 1984, Wright 1994). Existe una cantidad suficiente de evidencias
para poder argumentar que entre los distintos cacicazgos muiscas prehispánicos
existieron personas e instituciones que representaban el poder político, la autoridad y el
liderazgo comunitario, además de tener prerrogativas sociales y económicas que los
diferenciaban del resto de la población (Langebaek 1987b, 1995a, 1996b, 2001,
Drennan 2008, Boada 1998, 1999, 2007, 2009 Henderson y Ostler 2009; Kurella 1998).
Los datos arqueológicos recolectados recientemente indicarían que la génesis de la
desigualdad social se pudo haber dado en las fases más tardías del período Herrera o a
comienzos del Muisca Temprano en el 900 o 1.000 d.C, y para el momento del inicio
del Muisca Tardío en el 1.200 d.C (aprox) es evidente en muchos casos la existencia de

82
élites locales que tuvieron cierta capacidad para controlar y manipular para su beneficio
algunos recursos materiales y simbólicos (Boada 1999, 2006, 2007, Kruschek 2003,
Langebaek 2008, 2012, Romano 2009).

Las investigaciones arqueológicas e historiográficas sugieren la idea que


independientemente de su variabilidad en tamaño demográfico, importancia y prestancia
del cacique, y grado de control territorial, entre los cacicazgos muiscas del período
prehispánico Tardío habría por lo menos dos niveles sociopolíticos diferentes. Uno
correspondería a lo que las fuentes españolas llamaron “capitanías” y en otras ocasiones
“partes” o “parcialidades”. Como se ampliará a continuación, este nivel consistía en un
grupo familiar liderado por una figura política que suele aparecer en la documentación
colonial como “capitán”. El otro nivel estaría compuesto por los cacicazgos.

3.2.1. Los capitanes


Para los arqueólogos del período prehispánico del altiplano, la figura de los “capitanes”
y la naturaleza de las “capitanías” han sido bastante esquivas. Sólo en pocas ocasiones
se ha encontrado evidencia de lo que podrían ser asentamientos de capitanías
prehispánicas (Boada 1998; 2007, Fajardo 2011, Henderson y Ostler 2009, Langebaek
1995a; 2001; 2006; 2008; 2012, Rodríguez 2013, Romano 2009). En general, los
“capitanes” han sido primordialmente vistos como las cabezas y líderes de conjuntos de
unidades domésticas que se agrupaban en linajes exogámicos con un patrón de filiación
matrilineal y uno de residencia patrilineal, que es la forma más sencilla de definir a las
“capitanías” muiscas.

Se sabe de la existencia de estos personajes, y algo de su funcionamiento, a partir de la


lectura de fuentes escritas de comienzos del período colonial. En éstas, los capitanes
aparecen constantemente en pleitos jurídicos y judiciales relacionados con cacicazgos y
encomiendas, en cuestiones relacionadas con las doctrinas y la evangelización, y en
aspectos laborales y tributarios de las poblaciones indígenas en las primeras décadas de
la dominación hispánica. Tal vez su actuación en múltiples aspectos de la vida de las
comunidades esté relacionada con la naturaleza polifacética que pudieron haber tenido
los capitanes en tiempos precolombinos.

83
Según los diccionarios y vocabularios de la lengua muisca conocidos (Diccionario y
Gramática Chibcha 1987/1619?/, Gramática, confesionario, catecismo breve y
vocabulario de la lengua mosca-chibcha, 2013/1612?/, Vocabulario mosco
2013/1612?/, Vocabulario mosco (2) 2013/1612?/) y el estudio lingüístico de Diego
Gómez (2012), la palabra castellana “capitán” fue una traducción de “zybyntyba”, en
algunos casos, y en otros de “tybargue”6. La diferencia corresponde a que estas fuentes
sugieren la existencia de dos clases de capitanías. Por un lado, el término “uta” fue
traducido como “capitanía menor”, con el correspondiente “capitán menor”, llamado
“uta” o “tybargue”. Por otro, “capitanía”, que corresponde al término “zybyn” o
“zibyn”. Los historiadores y antropólogos del siglo XX asumieron que esta
diferenciación implicaba una jerarquía entre ellas, en donde varias “utas” componían
una “zybyn”, con la obvia conclusión que un “zybyntyba” tenía bajo su control a más de
un “tybargue”. Esta idea de jerarquización entre dos clases de unidades sociales
construida desde la historiografía nunca se ha probado arqueológicamente. Los reportes
arqueológicos que existen sobre patrones de asentamiento de los períodos Muisca
Temprano o Muisca Tardío, sugieren que no había una jerarquización espacial entre las
concentraciones de población que podrían hipotéticamente corresponder a las
capitanías. Como ya ha sido señalado anteriormente por Langebaek (1987b: 28-29), más
allá de la explicita mención en los corpus lexicales de la colonia, el uso de los términos
muiscas para las capitanías y los capitanes en pleitos y procesos coloniales es escaso, y
por el momento es preferible mirar con sospecha la idea de una relación jerárquica entre
dos tipos de capitanías. En los documentos usados en la presente tesis no se encontró el
uso de ninguna de las palabras indígenas mencionadas para llamar a estos personajes.

Otra interpretación para la existencia de dos clases de capitanías distintas se refiere a la


posibilidad de ser parte de un sistema dual en el cual cada “uta” tendría su “zybyn”
como contraparte, aun cuando no necesariamente eran unidades simétricas. Según
Langebaek (2006:228), esta sospecha podría verse corroborada en algunos patrones
arqueológicos como sería el caso del sector central del asentamiento de “El Infiernito”
en el Valle de Leiva, y en varias menciones de pleitos coloniales tempranos en los que
se nombran cuestiones como capitanes de “abajo” y “arriba”. No sería la primera vez
que se menciona la existencia de principios duales entre los muiscas prehispánicos
6
Escrito también como tybazague y tybaraguê

84
(Lleras 1996, Correa 2004) y según Langebaek (2012), estaría acorde con sistemas de
organización socio-territorial similar al de otros grupos de habla chibcha del actual
territorio colombiano e inclusive centroamericano. Al respecto, no se puede dejar de
mencionar que en la presente investigación se han encontrado referencias a “suta” como
componente de un cacicazgo en un pleito de finales de la década de 1560 entre los
caciques de Combita y Chaine por indios que se movían entre un cacicazgo y otro en el
cual, en algunas ocasiones del proceso, se nombra al primero de los caciques como jefe
de “Combita y Suta” dando la impresión de ser una unidad política compuesta por dos
partes, aun cuando no es claro si se trata de dos capitanías –o dos conjuntos de
capitanías– que se sentían diferentes entre sí (AGN Encomiendas 2 doc. 6 fols. 465r y
478r). Actualmente existen poblaciones vecinas en el altiplano que repiten este mismo
patrón como es el caso de Tenza y Sutatenza, y Tausa y Sutatausa. No está demás
aclarar que, en casi todos los casos, las poblaciones actuales de la parte andina de los
departamentos de Cundinamarca, Boyacá y el sur de Santander mantienen los nombres
de las poblaciones indígenas que las originaron en el período colonial. La idea de la
“dualidad muisca” es bastante atrayente, pero como suele ocurrir con las problemáticas
cuestiones de los dualismos indígenas americanos aplicables a la arqueología, es
preferible que el tema se siga manejando con cautela hasta contar con evidencias más
completas.

En todo caso, bien se trate de niveles distintos de jerarquías entre capitanías, o las dos
caras de una misma moneda, es importante retener que las relaciones entre ambos tipos
de “capitanías” se establecían por medio de diversas prácticas sociales. Por ejemplo, se
cuenta con algunas evidencias en campo lingüístico y del significado de las palabras.
Los términos muiscas para referirse a viejo son “tybara” y “tybacha”. Si se tiene en
cuenta que el vocablo “guê” significa “casa” y que “uta” fue entendido, aparte de
“capitanía menor”, como “patio” o “patio de la casa”, tendríamos que “tybargue”
podría hacer alusión a una persona mayor que respondía por los intereses de cada una de
las “casas” o unidades domésticas. Muy probablemente la zybyn, encabezada por su
respectivo zybyntyba, estaba compuesta por más de una unidad doméstica o guê. Los
llamados “patios” pudieron ser los espacios abiertos y públicos entre unidades de
vivienda en donde se celebraran fiestas y encuentros sociales patrocinados o conducidos
por un capitán.

85
De otro lado, la palabra “tyba” por si sola es una traducción de “amarillo” y “platero”
(Londoño 1996). Los “plateros” eran los artesanos que producían ciertos artículos de
oro en el altiplano, en especial aquellos que guardan relación con la iconografía
chamánica. Ténganse en cuenta además de un par de indicios importantes. El término
“suetyba”, fue traducido por los misioneros católicos como “demonio”. Dada la
tendencia de los evangelizadores de esa época de demonizar todas las cuestiones de la
religión y el ceremonial de los pueblos originarios de las Américas, es probable que
para los muiscas la expresión “suetyba” guardara relación con rituales y símbolos
sagrados. Pero más profundo que esto está que “suetyba” podría significar a la vez “ave
anciano” y “ave amarillo”, lo que a todas luces podría relacionar a los capitanes con la
orfebrería (amarillo como color del oro) y con los complejos chamánicos del norte de
Suramérica. Por ejemplo, estaría la representación del ave como símbolo del “vuelo
chamánico” (Pineda 2005).

Visto de esta manera, la relación entre diferentes tipos de capitanes podría ser, por
mencionar solo algunos aspectos, la entrega y circulación de elementos y conocimientos
asociados al ritual, la curación y las festividades sociales. No está demás apuntar que el
chamanismo genera una serie de relaciones sociales y de poder horizontales antes que
vínculos verticales y basados principios jerárquicos (Gnecco 2005). Recientemente
Langebaek (2006:228) manifiesta que el ritual y la festividad eran lo que posiblemente
les daba coherencia a la existencia de las dos estructuras arqueológicas simétricas en el
sitio de “El Infiernito”, lo que él interpreta como la expresión material de la dualidad
zybyn/uta.

La descomposición lingüística de las palabras muiscas de “capitanía” y “capitán” se


ampliará con más detalle cuando se hable de las representaciones materiales del poder.
Por ahora, las distintas traducciones del término “tyba” bastan para sugerir que las
posiciones de liderazgo en cada uno de los linajes exogámicos que componían las
capitanías muiscas prehispánicas pudieron estar ocupadas por personas mayores que,
además de pertenecer al grupo de filiación, demostraran cierta pericia en la conducción
de ceremoniales y la elaboración de los objetos en metalurgia que participaban en los
rituales y festejos.

86
Dentro de todo este panorama nebuloso, algo que aparece en algunos documentos
coloniales es que el trato y relación de los caciques muiscas prehispánicos con las
unidades domésticas y grupos familiares debía hacerse en muchas ocasiones por medio
de los capitanes indistintamente de cómo se nombraran. Por ejemplo, los capitanes
pudieron también ser los conductores de algunas tareas comunales que les interesaban a
los caciques como la elaboración de textiles de algodón (Londoño 1990), aunque esta
apreciación es tomada de fuentes relacionadas con la tributación de finales del siglo
XVI y su extrapolación a los tiempos precolombinos debe ser tomada con reserva.

3.2.2. Los caciques

En las fuentes documentales se encuentran varias palabras de la lengua muisca para


referirse a las personas que ocupaban las posiciones de mayor prestigio y autoridad
dentro de cada comunidad. Según los diccionarios y vocabularios coloniales de la
lengua de los indígenas del altiplano, que se han citado en páginas anteriores, la única
palabra muisca que claramente fue traducida al castellano como “cacique” es
“psihipqua” o “sihipkua”, e inclusive la acción de “cacicar” o “hacerse cacique” fue
una interpretación de “psihipquansuca”. “Psihipqua” o “sihipkua” también fue
entendido como “señor” y “príncipe”. Mientras que sí existen interpretaciones
castellanas de algunas palabras asociables a “capitanía”, para el término “cacicazgo” no
se han encontrado términos muiscas.

Ahora bien, ni en los documentos de archivo del período colonial de tipo jurídico o
civil, ni en las crónicas, se hace referencia a “psihipqua”. Los cronistas consultados en
esta investigación como son Fray Pedro de Aguado (1916/1581/, 1956/1581/), Juan de
Castellanos (1932/1592?/), Fray Pedro Simón (1981/1625/) y Juan Rodríguez Freyle
(2003/1636/) utilizaron los términos muiscas zipa y zaque para nombrar a los caciques
de Bogotá y Tunja, pero no se encuentra ninguna otra palabra indígena para el genérico
de “cacique” de los otros “pueblos” y “señoríos” del Altiplano Cundiboyacense. En
documentos administrativos, judiciales y eclesiásticos lo común es que se refirieran al
líder y cabeza de cada jefatura utilizando las palabras coloniales “cacique” o “señor”,
pero en ocasiones suelen encontrarse usos de “zipa” y “zaque” para nombrar alguna

87
forma de liderazgo de los grupos. Al respecto, es posible, como lo ha sugerido Jorge
Gamboa (2010:88), que la palabra “zipa” sea una simplificación castellana de la
pronunciación de “psihipqua”, y en muchos documentos se hace mención a los “zipas”
o “zipaes” como sinónimo de autoridad. Incluso fue la interpretación de las “lenguas” o
traductores de los pleitos en algunas visitas y procesos judiciales cuando los indígenas
se referían a los oidores de la Real Audiencia (Herrera 1993a). En algunos pleitos sobre
encomiendas se ha encontrado el apelativo de “saque” para acompañar al nombre de
caciques, e incluso de capitanes, lo que indica que pudo también ser una palabra para
significar algún tipo de autoridad (Bernal 2008). Otros términos como “usaque” se han
usado para nombrar a caciques de áreas de frontera en el sur del altiplano, o para
caciques regionales que pudieron haber controlado a varias unidades políticas pequeñas.
Sin embargo, para “zaque”, “zipa” o “usaque” no se han encontrado traducciones en los
vocabularios y diccionarios muiscas del período colonial (Diccionario y Gramática
Chibcha 1987/1619?/, Gramática, confesionario, catecismo breve y vocabulario de la
lengua mosca-chibcha 2013/1612?/, Vocabulario Mosco 2013/1612?/, Vocabulario
Mosco (2) 2013/1612?/). Puede ser, y esto no pasa de ser una sugerencia, que para
principios del siglo XVII, cuando los padres de la Compañía de Jesús hicieron los
diccionarios y corpus lexicales de los muiscas, estas palabras ya no se usaran.

Por ahora, es preferible mantenerse en la línea que se ha adoptado en los últimos años y
asumir que “psihipqua” o “sihipkua” era la forma en que los habitantes de las distintas
regiones del territorio muisca pudieron haber llamado a las cabezas de las unidades
políticas de nivel cacical. Algunas de éstas consistían en dos o tres unidades familiares
que tenían a una de sus cabezas como cacique, y su control territorial se centraba sobre
la cuenca de una quebrada. En otras, podían incluir cientos de individuos y su cacique
controlar a varios cacicazgos pequeños asentados en uno o varios valles aledaños. A
diferencia de lo que pudo ocurrir con los capitanes, entre los caciques y el resto de la
población, se mantenían algunas diferencias sociales adscritas a la posición política, y
en especial, el acceso y control de recursos simbólicos y productivos estratégicos.

Como ya se ha indicado en párrafos precedentes, en cada cacicazgo uno o más capitanes


pudieron haber servido de mediadores entre las unidades domésticas y el cacique para la
organización de las faenas agrícolas, las actividades sociales y religiosas, las cadenas de

88
redistribución de bienes y regalos, y en general, en todos los aspectos que sirvieran para
la reproducción social y cultural de la comunidad. La naturaleza del cómo pudo haber
funcionado esa mediación en el mundo prehispánico del altiplano, así como los
mecanismos que la permitían, se discutirá a continuación.

3.2.3. Modelos propuestos sobre la organización socio-política prehispánica en el


altiplano

Una de las propuestas sobre la organización política de las sociedades precolombinas de


los Andes colombianos, que ha tenido fuerza dentro las interpretaciones arqueológicas
sobre el Altiplano Cundiboyacense hasta fechas relativamente recientes, fue elaborada
por Gerardo Reichel-Dolmatoff (1984, 1996[1987]) con su propuesta sobre los
cacicazgos sub-andinos. La idea básica era que el poder de los caciques muiscas estaba
determinado por un sistema de economía política en el cual el trabajo agrícola y
artesanal de las unidades domésticas era entregado como tributación a los caciques de
cada comunidad. A su vez, éstos tributaban a uno de los dos grandes caciques que
habría en el momento de la conquista española. El poder y la autoridad política estaban
detentados por líderes con prerrogativas sociales especiales y dentro de sus funciones se
encontraba la organización de la vida política, económica, religiosa y militar. Las
diferencias sociales y el acceso al poder estarían prescritas por el nacimiento, y el cargo
de cacique se heredaría de tío a sobrino siguiendo los principios matrilineales de los
muiscas. Se trataría de una organización social en “clanes cónicos” dentro de los cuales
el linaje del cacique era el más poderoso y al que pertenecía la élite cacical.

Reichel-Dolmatoff mantuvo la idea transmitida por los cronistas españoles de los siglos
XVI y XVII y de otros autores contemporáneos a él (Broadbent 1964; Falchetti y Plazas
1973; Friede 1966; Hernández Rodríguez 1990 [1948]; Tovar 1980) de una población
organizada en cacicazgos que gravitaban alrededor del Zipazgo y el Zacazgo. Este
esquema asumía que los indios del Altiplano Cundiboyacense habían sido junto a los
Taironas de la Sierra Nevada de Santa Marta las sociedades precolombinas con el más
alto desarrollo en el territorio colombiano. Incluso, habían superado la “etapa” de
cacicazgos, una de las características más conspicuas del último milenio del período

89
prehispánico en los Andes del norte de Suramérica, para “confederarse” en entidades
supraregionales y estar en vías a formalizar un “estado” –aspecto que se truncaría por la
conquista española antes de cerrarse la segunda mitad del siglo XVI–. En las últimas
décadas, algunos autores (Langebaek 1987b, Kurella 1998, Correa 2004) han matizado
la idea de los dos grandes caciques, argumentando que si bien el Zipazgo era el
cacicazgo meridional más grande, en el norte el poder político estaba distribuido entre
los caciques de Tunja, Sogamoso y Duitama. De igual forma, proponen la existencia de
algunos cacicazgos independientes en el noroccidente del territorio muisca.

El esquema de la jerarquización de los cacicazgos muiscas fue completado con estudios


etnohistóricos sobre la organización de las unidades familiares. La autoridad del Zipa y
el Zaque era seguida regionalmente por un “usaque” o cacique regional cuyo poder se
extendía sobre los caciques locales. En cada localidad el cacique, “pshipqua” en lengua
muisca, actuaba sobre las “capitanías mayores”, las cuales, a su vez, estarían
compuestas por “capitanías menores” (Broadbent 1964; Kurella 1998; Tovar 1980;
Villamarín y Villamarín 1981). Se ha propuesto que tanto la organización del trabajo
comunitario para las labores agrícolas y artesanales, como los flujos de centralización
del “tributo” o “tamsa” y la relativa importancia de especialistas religiosos responderían
a estas líneas jerárquicas (Boada 2009; Londoño 1996; Tovar 1980; Villamarín y
Villamarín 1999).

No obstante, el esquema de jerarquización política entre los muiscas prehispánicos, en


especial lo relativo a los niveles superiores e inferiores, posee algunos problemas
derivados principalmente de la información contenida en las fuentes coloniales y la
manera como los españoles tradujeron los términos indígenas. Desde un principio, los
conquistadores asumieron que las unidades sociales nativas y los nombres para
denominarlas podían entenderse de la misma manera cómo funcionaba en la campiña
medieval en la península Ibérica en donde una entidad –llámese feudo, castillo, etc.–
mantenía una subordinación comercial y política a otras más pequeñas (Lockhart
1999:37). En el caso concreto de los muiscas, Langebaek (1987b:29) opina que la
existencia de términos para dos tipos diferentes de capitanías no necesariamente implica
una diferencia jerárquica entre éstas.

90
En cuanto a la existencia de los Zipas y Zaques de Bogotá y Tunja como los dos
grandes caciques, la idea de haber conquistado “grandes reinos” indígenas funcionaba
muy bien en un discurso conquistador del siglo XVI que reclamaba ante el emperador
español y la sociedad colonial grandes honores, derechos y territorios, ideal que
transmitieron los cronistas de los siglos posteriores. A pesar que desde el siglo XIX los
historiadores y los arqueólogos han sostenido la existencia de dos grandes –y ricos–
caciques, los datos de las excavaciones arqueológicas realizadas tanto en Tunja como en
Funza (Pradilla, et.al 1992; Kruschek 2003), los lugares en dónde hipotéticamente se
ubicarían los “cercados” o casas del Zaque y el Zipa, resultan bastante reacios a
evidenciar los niveles de riqueza y poder que se esperarían encontrar en los dos
asentamientos de mayor jerarquía del sistema, y dónde se centralizaba la producción
económica de toda la población.

Investigaciones históricas realizadas a partir de documentos de archivo del período


colonial temprano han relativizado la rigidez con que tradicionalmente se vieron las
relaciones entre las formas de liderazgo y autoridad de las capitanías y los cacicazgos.
Algunas disputas que se dieron entre caciques y capitanes de la región de Guatavita
sugieren, por ejemplo, que las capitanías fueran relativamente autónomas o que
pertenecieran a más de un cacicazgo, y que para que un cacique tuviera poder sobre la
población tenía que congraciarse con los respectivos capitanes a los que los indios se
sentían más ligados (Bernal 2007:71, Perea 1989:130). En otros casos existen reportes
de caciques que eran considerados capitanes de su respectiva capitanía (Broadbent
1981:261). Es posible que un “pishipqua”, o inclusive un cacique regional, podía
entenderse directamente con un “tybargue” o “capitán menor” sin que la relación pasara
por un nivel intermedio, y es más, que las autoridades étnicas se entendieran
directamente con las familias sin hacerlo antes con algún capitán (Gamboa 2010:59 y
ss). Se puede pensar entonces que las bases de sujeción de los capitanes a los caciques y
de estos a cacicazgos más grandes eran bastante flexibles o débiles.

La relación entre caciques y capitanes pudo darse dentro de la entrega de presentes y


regalos, y es posible que la pertenencia de una capitanía a un cacicazgo se tuviera que
consolidar constantemente mediante mecanismos de “generosidad institucionalizada”,
la redistribución, así como usando otros mecanismos como las fiestas, es decir, aspectos

91
que ayudan a ratificar el prestigio y “la confianza social” en los caciques. Langebaek
(1987b:47) ha expresado que los españoles entendieron el concepto muisca de “tamsa”
como una relación de “tributación” y no como redistribución y entrega de regalos.
Según esta visión, los españoles sólo vieron una dirección de los productos: la que va de
los “comuneros” a los líderes, pero no entendieron la que se dio de los caciques a los
capitanes o las unidades familiares.

La relación entre la ubicación de viviendas de élite y los mejores suelos que algunas
investigaciones muestran en el altiplano no fueron necesariamente la única base sobre la
que sustentaron el poder los caciques muiscas (Langebaek 2012:153). Henderson
(2008:50) señala que la palabra muisca “iebzasqua”, literalmente “hacer lugar”, está
relacionada con la idea de “rezo” y “danza”, y consideraría la plasmación de una serie
de ceremonias organizadas o patrocinadas por los caciques. Las festividades estarían
asociadas a las casas y complejos residenciales de los caciques, cuya conexión con el
poder estaba sustentada en nociones relacionales de autoridad en donde el
mantenimiento del liderazgo se ligó a la creación de una red de relaciones asimétricas y
recíprocas con entidades y fuerzas humanas y no humanas. De ahí la importancia de
realizar rituales y festejos para mantener esos equilibrios (Henderson 2008:55). Como
se verá en los siguientes capítulos la capacidad de los líderes muiscas para manejar
redes y alianzas podría haber tenido sentido en el período colonial cuando se vieron en
la necesidad de establecer simultáneamente relaciones con el mundo indígena y el
mundo colonial.

En términos de la materialidad encontrada por la arqueología, a la luz de los datos


provenientes del Valle de Leiva (sitios de “Suta” y “El Infiernito”) el rol de los festejos
y el consumo de chicha parece haber sido también importante en la consolidación y
negociación del poder y de las diferencias sociales entre los muiscas prehispánicos. La
fabricación, almacenamiento y distribución de chicha se ha documentado a partir de la
presencia de formas cerámicas asociadas a su producción y acopio como son los
cántaros y botellones, así como aquellos objetos alfareros relacionados con el consumo
del fermento de maíz como son las copas y los cuencos (ver imágenes 8 y 9 al final del
capítulo 3).

92
En el asentamiento arqueológico de “Suta” la realización de estas fiestas no aparece
particularmente controlado o centralizado por las élites cacicales. Da la impresión más
bien que había una competencia de prestigio entre residencias. Recientemente Julio
César Rodríguez (2013:9) ha indicado, a partir de los datos de “Suta”, que los caciques
muiscas prehispánicos tenían que estar ratificando constantemente su liderazgo y poder
mediante la celebración de fiestas y consumos de chicha, y demostrar su competencia y
habilidad en tareas como el hacer circular bienes de importancia cultural como las
mantas y la orfebrería, aspectos que guardan relación con la manipulación de elementos
cercanos a la tradición y las creencias de los integrantes de las unidades sociopolíticas.
La realización de festejos también se ha documentado arqueológicamente para el Valle
de Fúquene (Langebaek 1995a), “El Venado” en el Valle de Samacá (Boada 1998;
2007) y en Funza (Kruschek 2003). Sobre estos dos últimos casos, los autores han
argumentado que el consumo de chicha y el festejo hicieron parte de la estrategia de
demostración de poder la élite cacical antes que la utilización de un mecanismo
consensuado o negociado con las unidades domésticas o las capitanías.

Independientemente de si el festejo hacía parte de una escenificación del poder de los


caciques, o si era parte de un juego de negociaciones con los capitanes o los integrantes
de cada casa o “guê”, es importante tener en cuenta que en sociedades cacicales hay por
lo menos dos niveles jerárquicos que están en constante pugna y entre los cuales pueden
presentarse roces generados en el desarrollo de muchas de las actividades cotidianas. Es
decir, que las relaciones entre un nivel más alto representado por los caciques y la élite
cacical, y el nivel siguiente, compuesto por las cabezas de linajes y grupos familiares,
no son siempre armoniosas y duraderas. Si bien el poder de las élites pudo servir para
establecer relaciones de jerarquización, este también pudo no haber sido aceptado en su
totalidad, ni tampoco estar exento de envidias y recelos. Incluso el nivel más bajo pudo
querer competir con el más alto por el prestigio y el honor. Por esta razón, los caciques
y líderes comunitarios tendrán que hacer gala de su capacidad administrativa en la
medida en que ésta les garantiza el flujo de bienes comestibles, de estatus y de festejos
necesarios para mantener subordinados a otros niveles más pequeños dado que en
sociedades cacicales estos son generalmente proclives a rebelarse o separarse (Wright
1994). De otro lado, en sistemas en los que puede haber principios de heterarquía, se
presentan diferentes juegos de negociaciones entre sectores que entran en tensión

93
tienden a generar relaciones de poder más balanceadas y equilibradas (Hastorf
2002:315).

En conclusión, mecanismos que se han mencionado en los párrafos anteriores permitían


negociar la construcción de una jerarquización social basada en el prestigio entre
unidades domésticas y/o residenciales (Fajardo 2011; Henderson 2008, Henderson y
Ostler 2009; Langebaek 2001; 2008; 2012; Rodríguez 2013). Sin embargo, aparte de
esta negociación de las relaciones de poder, los rituales y fiestas servirían para relajar
las tensiones sociales dentro de la comunidad (Henderson 2008:52). En otras palabras,
mediante el festejo, se estrechaban lazos sociales, y por ende, se fortalecía la cohesión
colectiva y las dinámicas que constantemente re-creaban las identidades étnicas entre
los cacicazgos muiscas.

3.2.4. La representación del poder, la autoridad y el liderazgo en la cultura material


muisca

La orfebrería muisca se ha definido principalmente a partir de dos tipos de


elementos. Los adornos personales y las piezas votivas o de ofrenda, comúnmente
llamadas “tunjos”, y que coinciden con los demonizados “santillos” e “ídolos” del
período colonial (ver imagen 10 al final del Capítulo 3). Las descripciones españolas
siguieren la existencia de unos orfebres “santeros”, dedicados a la producción de
ofrendas, y otros “plateros” que hacían adornos (Langebaek 1987b:103).

Respecto a los objetos votivos o “tunjos”, se trata de piezas planas elaboradas con cera
perdida y en tumbaga –aleación de oro y otros metales– antes que el uso de oro de
buena ley. Estos objetos plasman un amplio conjunto de representaciones que abarcan
tanto las antropomorfas, como seres míticos y escenas y objetos rituales. Estas piezas
pertenecen a lo que se denomina el estilo orfebre “Muisca Nuclear”, cuya distribución
geográfica se concentra en el centro y el occidente del altiplano. Existirían otros dos
estilos en la metalurgia muisca, el “Occidental Complejo” y el “Martillado Simple”
(Lleras 2001) sobre los cuales no se hará ninguna referencia en esta tesis.

La literatura sobre la orfebrería muisca coincide en que los llamados “tunjos” son
productos sociales que presentan una amplia objetivación de actividades humanas

94
cotidianas, la cosmovisión de los muiscas, e inclusive la realidad social y cultural del
altiplano (Castro 2005:84). Tienen una clara función rogativa, es decir, fueron
elaborados para pedir por amparos específicos, ser entregados como ofrendas y de esta
manera obtener el favor de las deidades (Plazas 1987), de ahí la gran riqueza y
variabilidad de motivos que se representan. Los “tunjos” pueden ser entendidos también
como la simbolización de una serie de principios básicos de la cultura muisca en donde
el acto de ofrendar se relaciona con el mantenimiento de un orden social. Como lo
señala Lleras (2001:18), “su ofrenda en determinados sitios y condiciones servía para
restablecer el equilibrio de conformidad con la percepción que sobre éste y sus
alteraciones tuviesen los jeques, chamanes o personas iniciadas en el conocimiento del
mundo”. Las ofrendas y la confección de objetos votivos de diversos materiales parece
ser común a los grupos de filiación lingüística Chibcha del nororiente de Colombia y los
Andes de Venezuela (Langebaek 1986).

Tanto las fuentes españolas del período colonial como los reportes recientes de
hallazgos de piezas votivas en el altiplano coinciden en que éstas se encuentran
generalmente en conjuntos de varios “tunjos” contenidos dentro de recipientes
cerámicos conocidos como “ofrendatarios”. Estos presentan una amplia variabilidad de
formas que incluyen desde vasijas simples con tapa hasta complejas representaciones
antropomorfas. Muchos de los “ofrendatarios” conocidos pertenecen a un tipo cerámico
conocido como Guatavita Desgrasante Tiestos (GDT) (ver imagen 11 al final del
capítulo 3). Cómo se mencionará luego en el capítulo 5, el GDT tuvo una amplia
dispersión en el sur del altiplano entre el siglo XIII d.C y la época de la conquista, en
donde se ha asociado a prácticas religiosas (Langebaek 1987a).

En lo que atañe al repertorio iconográfico, dentro de las representaciones antropomorfas


de las piezas de orfebrería, y a los respectivos “ofrendatarios” que muchas veces los
contuvieron, sobresalen varios elementos relacionados con posiciones de poder,
autoridad y liderazgo dentro de las comunidades muiscas del Altiplano Cundiboyacense
y que se relacionan con la guerra, el chamanismo y la política.

En cuanto a la representación del género, resulta muy confuso con los datos que hoy se
conocen precisar si había oficios o posiciones de prestigio distribuidos diferencialmente

95
entre mujeres y hombres. Las piezas votivas muestran una marcación genital acentuada
distinguiendo grupos de representaciones masculinas, femeninas y asexuadas. Un
estudio iconográfico sobre las representaciones del género en los “tunjos” indica que
independiente de la genitalización de las piezas, todos los elementos de la cultura
material representados en las piezas de orfebrería y que pueden ser asociados a la
guerra, la política y la religión, como es el caso de los bastones de mando, las armas, las
cabezas trofeo, las aves y la parafernalia ritual aparecen tanto en conjuntos de “tunjos”
masculinos, como en piezas femeninas (Castro 2005).

Otro estudio sobre el género en estas piezas indica que la marcación genital acompaña
predominantemente, aunque no de forma excluyente, la representación de elementos
asociados a la guerra y la agresividad en los hombres, del chamanismo y el ritual en las
mujeres, y las representaciones “asexuadas” (Lleras 2001). La idea de un grupo sin
género encontraría concordancia con la existencia de estructuras de pensamiento dual
entre los muiscas (Lleras 1996) y con la función misma del acto de ofrendar. Esto se
explica porque en la solución a los juegos de combinaciones binarias se requiere la
participación de un tercer elemento. Así, las representaciones femeninas y masculinas
en piezas votivas que iban a ser dejadas en lugares específicos del paisaje, o en los
templos y santuarios destinados para esto, estaría acorde al restablecimiento o
mantenimiento de principios fundamentales sobre el equilibrio del mundo social y
natural.

La representación de ambos géneros con toda la parafernalia de la autoridad y el poder


en los “tunjos” puede también tener su razón de ser en lo que sería la “conyugalidad de
los astros”. Según Correa (2004:51) los relatos mitológicos de los muiscas indicarían
que un principio masculino, el poder inseminador del sol, está asociado a la eclosión del
orden político, mientras que uno femenino y relacionado con fertilidad de la luna, da
origen al orden social y las gentes. De esta manera la “antropogénesis se concibe como
resultado del matrimonio” (Correa 2004:58).

Un aspecto que es representado en las ofrendas es la guerra y el sacrificio. En algunos


“tunjos” y “ofrendatarios” sobresalen dos bandas cruzadas en la parte delantera de los
cuerpos cuyos componentes serían en algunos casos dientes humanos. Otros poseen

96
armas como arcos y lanzaderas, y en ocasiones aparecen cabezas trofeo. Sin embargo, la
guerra y su función, al igual que las manifestaciones de conflicto en los cacicazgos
muiscas, son muy difíciles de interpretar con los datos conocidos. Algunos autores se
basan en fuentes españolas para indicar que la guerra era una importante fuente de
autoridad y liderazgo para los caciques muiscas, y uno de los motores de cambio social
y de integración política en el altiplano (ver en especial Kurella 1998). No obstante, la
documentación colonial disponible es bastante ambigua respecto a la belicosidad de los
indígenas del altiplano, y además contiene problemas discursivos propios de la
conquista. Incluso se podría pensar que las descripciones de guerra y conflicto en las
fuentes españolas pueden estar mostrando parte del desequilibrio que la instauración de
la dominación colonial causó entre las comunidades.

Dentro del discurso español imperante en la primera mitad del siglo XVI la
representación del “otro” como guerrero servía como justificación moral y legal de la
esclavitud indígena y la aplicación de correctivos violentos. Además, la auto-
presentación de los conquistadores como sujetos con pericia en la conducción de tareas
de pacificación era un motivo más para que pudieran pedir las mejores encomiendas.
Por eso llama la atención que, salvo algunas excepciones, las comunidades del altiplano
no aparezcan en las narraciones de la conquista como grupos particularmente
beligerantes ante el avance de los conquistadores, lo que sí sucede con los panches o los
muzos y otros grupos del Valle del Magdalena o las tierras bajas del Caribe por donde
pasaron las huestes conquistadoras en la segunda mitad de la década de 1530. Las
descripciones sobre acciones armadas de los indígenas del Altiplano Cundiboyacense
sugieren más bien la reacción ante los atropellos que caracterizaron los años iniciales de
la presencia europea antes que la existencia de un cuerpo militar en los cacicazgos
muiscas.

Sin embargo, las crónicas españolas repiten la idea que unas décadas antes al momento
de la llegada de los ibéricos los cacicazgos muiscas más grandes se encontraban en
guerras de expansión territorial, y que los caciques de la parte meridional del altiplano
se encontraban en conflicto con los Panches. Incluso existiría una clase de guerreros
llamado “guechas” en lengua muisca. En algunos pleitos legales del siglo XVI que se
dieron entre caciques, muchos testigos indígenas mencionaban la existencia de

97
conflictos y peleas que venían de tiempos prehispánicos (Gamboa 2004, Londoño
1992). Esporádicamente, suelen aparecer en procesos judiciales entre indígenas del
período temprano de la colonia expresiones sobre el uso de la violencia y la fuerza por
parte de algunos caciques, y en alusiones a la guerra. Por ejemplo, en un pleito entre el
cacique de Guatavita y el encomendero de Súnuba, un testigo declaraba que antes de la
conquista el cacique entraba a un valle quemando bohíos y cosechas, y otro, que no
sabía sobre un hecho ocurrido “antes que entrasen los primeros cristianos” porque se
encontraba fuera del valle “haciendo la guerra” (Bernal 2007).

Las exploraciones arqueológicas realizadas a nivel regional no muestran


concentraciones de población entorno a lugares estratégicos para resguardarse de un
ataque enemigo. Todo lo contrario, con la notable excepción de un asentamiento
reportado por Langebaek (1995a) para el período Muisca Temprano en una isla de la
Laguna de Fúquene con una probable función defensiva, la mayor parte de las
evidencias muestran poblaciones dispersas o tendencias a concentraciones de población
poco densas en las laderas y fondos de los valles altiplánicos. Tampoco se han reportado
murallas o estructuras similares a los ampliamente conocidos pucarás de los Andes
Centrales y Meridionales. Datos demográficos (Langebaek 1995a; 2001, Rodríguez
1994), de dieta (Cárdenas-Arroyo 1996; 2002, Rodríguez 1998) o ambientales (Eidt
1959) sobre los cacicazgos muiscas y el Altiplano Cundiboyacense en los momentos de
la conquista española no sugieren situaciones de estrés ambiental, presión poblacional o
deficiencia alimentaria como para postular posibles conflictos enfocados a la solución a
estos problemas. Sin embargo, como ya se anotó párrafos más arriba, existen
representaciones visuales, tal vez no de la guerra en sí misma, pero sí de personajes en
actitudes agresivas o beligerantes, o incluso algunos sosteniendo cabezas trofeo.

Una solución al enigma puede radicar en una exploración de los principios de poder
autoridad y liderazgo en las unidades domésticas y los grupos de parentesco. Henderson
y Ostler (2009:88) encuentran una relación lingüística entre personas asociadas a la
guerra y la agresividad con el vocablo muisca guê que servía para denotar casa.
Tendríamos que la palabra “guecha”, que en las crónicas aparece como “guerrero”, es
también traducible como “tío hermano de la madre” –base para la herencia de los
cargos políticos y religiosos y la pertenencia a las capitanías según los principios

98
matrilineales de los muiscas– y literalmente como “casa-hombre”. Otro término,
“guexica”, se usaba para significar “abuelo”. La descomposición de esta palabra es
“casa” + “diente”, y el vocablo “sicas” se entendía como “es por el diente de”, que
pudo ser usado para significar que esta posición familiar era una autoridad temida. Para
los citados autores, dichas palabras “siguieren que la sucesión a las posiciones de
liderazgo político o religioso se basaron en nociones de autoridad masculina,
antigüedad y en los patrones de herencia de la casa”. Como ya se indicó, los vocablos
muiscas asociados a los capitanes siguieren también una asociación de formas de
autoridad comunal y doméstica con la vejez.

En páginas anteriores se mencionó que existen representaciones de sacrificios humanos.


Uno de los más conocidos en la literatura y en las piezas orfebres votivas muiscas es la
ceremonia de “las gavias” cuyo ejemplo se puede ver en uno de los elementos ilustrados
en la Imagen 10 al final del presente capítulo. Consistía en atar a una persona en un
poste y sacrificarlo. Según los relatos españoles del siglo XVI se recogía su sangre para
beberla. La “gavia” es una analogía ibérica con los mástiles de los barcos españoles que
sirvió para nombrar los postes principales a la entrada de las casas o “cercados” de los
caciques (Langebaek 1995b). Se trataría de una vara coronada por la representación del
sacrificado y en algunos casos aves, animales o representaciones abstractas. Según
Langebaek (1995b) la mayoría de las “gavias” de procedencia conocida en la colección
del Museo de Oro son del sur del altiplano, lo que concuerda con las descripciones
españolas sobre la guerra que sostenían los cacicazgos del sur del altiplano con los
panches de la vertiente occidental de la Cordillera Oriental, y con los reportes de fuentes
ibéricas sobre los cacicazgos en donde había un grupo de guerreros llamados “guechas”.
Los “cercados” eran en sí mismos considerados santuarios y templos de gran
importancia (Londoño 1996), y por tanto, espacios en donde se escenificaba el poder
por medio de rituales. En resumen, las “gavias” y sus representaciones en orfebrería son
una muestra del poder de los caciques.

Estudios recientes de la mitología muisca que fue recopilada por los cronistas del
período colonial señalan que los caciques serían ante todo, la “antropomorfización del
poder lumínico del sol” (Correa 2004:42). La legitimidad de los caciques estaba
asegurada con el establecimiento de genealogías que los ubicaban como directos

99
descendientes del astro rey. En otras palabras, la autoridad cacical se cimentaba en
principios sagrados. En muchas oportunidades, la bibliografía etnográfica de las tierras
bajas del norte de Suramérica ha indicado que las relaciones, que se establecen en el
chamanismo entre los principios seminales del sol y la simbología de los colores
amarillo y dorado, son aplicables para entender los contextos de representación de la
orfebrería prehispánica, y en especial las fuentes de poder, liderazgo y autoridad.

Para el antropólogo Roberto Pineda (2005) los caciques muiscas eran también
considerados chamanes y recibían un entrenamiento similar al de éstos, y de esta forma
se le encontraría sentido a los bancos, asientos y cuerpos en posición sedente que
representan la sabiduría y estabilidad que colectivamente se espera de chamanes y
caciques. Igualmente, le encuentra explicación a las representaciones del hombre-
jaguar, el hombre-pájaro o el hombre-murciélago de la orfebrería. En los complejos
chamánicos el consumo individual o colectivo de sustancias psicoactivas, y los procesos
de meditación profunda o de privaciones constantes –sueño, alimentación, etc. – sirven
para la transformación de la personalidad, llegando por medio de estas experiencias a
adoptar temporalmente la identidad de águilas, jaguares y otros animales, y así,
chamanes, sacerdotes o caciques mediante el “vuelo” pueden interceder con otros
mundos alternativos o mediar con otros seres (Pineda 2005:33-41). Según Langebaek
(1987a) fragmentos de “ofrendatarios” hechos en Guatavita Desgrasante Tiestos
(GDT) han sido encontrados en las partes altas de las montañas, cerca de lagunas y
páramos, es decir en lugares que, conforme a lo señalado en el capítulo 2, eran
considerados sagrados por los muiscas prehispánicos. Este autor resalta además que los
motivos de fauna representados las decoraciones del tipo GDT, al igual que las formas
alfareras del GDT relacionadas con el consumo de narcóticos (cucharas y sopladores),
los bancos sobre los que se sientan los personajes representados en los “ofrendatarios”,
y otros elementos como copas ceremoniales recuerdan a la parafernalia chamánica
descrita en muchas ocasiones para el norte de Suramérica.

Entre los muiscas el acto de ofrendar es un proceso que conecta de forma integral
entidades materiales (templos, santuarios, figuras, etc), no materiales (cantos, plegarias,
rezos, creencias, etc), agentes humanos (los oferentes que ruegan) y los intermediarios
que facilitan e interceden ante las deidades (sacerdotes, chamanes, brujos, orfebres etc)

100
(Lleras 2001:3). Por eso para cerrar este aparte sobre las representaciones visuales del
poder se profundizará sobre las vinculaciones entre especialistas religiosos y orfebrería
y sus relaciones con las figuras de capitanes y caciques. Diccionarios de la lengua
muisca y los catecismos para evangelizar a los indios del altiplano del período colonial
estudiados por María Stella González de Pérez (1996) muestran que a los ojos de los
españoles habían varias palabras para designar a especialistas y personajes religiosos
muiscas, lo cual es para la mencionada autora un elemento que reforzaría una hipótesis
de Langebaek (1990) sobre la multiplicidad de personas asociadas al mundo mágico-
religioso y el poco control político de éstos por parte de los caciques de nivel regional.

En primer lugar, se menciona al que identificaron como “sacerdote” o “padre” (en el


sentido de un sacerdote católico) y que los indios conocían comúnmente como
“chuque”, aunque en los diccionarios y gramáticas de la época existieron varias
variantes ortográficas como chyquy, chequy, chiquy, chiqui, y llegándose en
documentos oficiales, crónicas y procesos judiciales de la colonia a escribirlos como
jeque, xeque y ieque7. Los españoles, como es el caso de Joan de Castellanos
(1932/1592?/:II,349) notaron que estos personajes eran gente distinta del resto de la
población, que vivían dentro de los santuarios y practicaban el ayuno y la abstinencia
sexual.

En segundo lugar, “suetyba”, que los curas ibéricos del siglo XVI tradujeron como
“demonio”, pero cuya descomposición morfológica lleva a “sue” (ave), y “tyba”
(anciano o amarillo), algo así como anciano-ave o ave amarillo. Como ya se anotó, la
palabra “tyba” define también “capitán”, “indio viejo” y “orfebre”. Para González de
Pérez (1996) la trama de significados está asociada a la cosmovisión chamánica y el
consumo de alucinógenos en donde las aves y el vuelo tienen un papel preponderante.
No hay que olvidar que la gran importancia de la representación de motivos
ornitomorfos ha sido relacionada con el chamanismo por la bibliografía sobre la
iconografía del oro del norte de Suramérica. En el contexto colonial los catecismos

7
Sobre la fonética y la pronunciación, la palabra se pronunciaría ȿɨkɨ. Dice González de Pérez (1996:41)
que “la similitud del sonido muisca con la ch española (africada palatal sorda, [ᵗᶴ]) y con la x
(pronunciada en esa época como fricativa palatal sorda, [ᶴ], en oscilación con fricativa velar sorda [ᵡ],
sonido que luego cambió en la aspirada [h]) hizo que en los documentos del siglo XVI y XVII apareciera
representado por las grafías ch, x, j […]”.

101
recomendaban a los clérigos preguntar a los indígenas si se habían encontrado con
“suetyba” en la noche para mascar hayo (coca) o consumir tabaco (González de Pérez
1996). En el apartado sobre los capitanes se expresó que la polisemia de la palabra
“tyba” invita a pensar que los “capitanes”, como hombres mayores que encabezaban
unidades residenciales y grupos de parentesco, tenían funciones religiosas asociadas a la
fabricación de objetos de oro.

Aparte de “chucues” y “tybas”, en los estudios lingüísticos de González de Pérez (1996)


aparecen otros vocablos muiscas que pueden mostrar a personajes asociados al mundo
mágico-religioso como serían “supquaquyn”, entendido por los españoles como “brujo”
y que etimológicamente se asocia a “murciélago”; y “ahizcague zachoa”, entendido
como “hechicero” para los evangelizadores católicos, y “el que cura” para los nativos
del altiplano.

Llama la atención que los procesos de “extirpación de idolatrías”, que se realizaron en


las últimas décadas del siglo XVI en el los pueblos de Iguaque y Fontibón, y que han
sido transcritos y analizados por Langebaek (1990) y Londoño (1996), las autoridades
coloniales entraron a una infinidad de lugares que los indígenas consideraron como
casas de “santuario” y castigaron, tanto a las muchas personas que producían “ídolos”,
como a los varios individuos que los poseían. En un nivel inicial se puede seguir la idea
de Londoño (1996) y otros autores (Correa 2004) del isomorfismo entre política y
religión dentro de los muiscas, lo que haría que la organización religiosa –santuarios y
especialistas– se deba entender en los mismos niveles de organización política regional
y local de los cacicazgos, y las supuesta jerarquía entre dos niveles de grupos de
descendencia.

En las organizaciones cacicales, como la de los muiscas al momento de la conquista


española, al igual que en casos etnográficos dentro de grupos étnicos colombianos,
pudieron coexistir dos niveles de jerarquización religiosa. Siguiendo a Langebaek
(1990:92-93) por un lado, existiría la proliferación de santuarios y centros de carácter
local administrados por especialistas menores que simultáneamente participaban en la
producción económica y la elaboración de bienes artesanales. Es decir, los capitanes
como sujetos con pericia en el manejo de objetos y festejos que se consumían y se

102
practicaban en las capitanías. Por otro, centros de importancia regional en donde
actuarían especialistas de mayor prestigio. En muchas ocasiones se ha señalado que los
caciques del altiplano eran a su vez capitanes de su propia capitanía. Por tanto, en el
caso muisca, existiría la posibilidad que los especialistas religiosos de mayor
importancia ejercieran en los santuarios de las capitanías importantes, como sería la del
propio cacique.

Los cronistas nombraron la existencia de “grandes templos” donde actuaban “grandes


sacerdotes”, pero también nombran que habían templos “no suntuosos” y parecidos a
los “bohíos como en los que ellos moraban” y que en estos había ofrecimientos de oro,
esmeraldas, cuentas de collar y algodón, y en donde se quemaba “moque” y se
realizaban ceremonias de sacrificios humanos (Simón 1981/1625/:III, 166). El “moque”
es un elementos ritual cuyo origen es hoy día desconocido pero que según el fraile y
cronista Pedro Simón era una “frutilla” que al quemarla se producía un “perfume tan
abominable que no se puede sufrir”, y parece que podría provenir de una o varias
plantas del páramo, e incluso, servir como un elemento de ahumado que ayudaba a la
elaboración de momias (Cárdenas-Arroyo 1990b). Todos estos datos muestran que
muchos de los elementos rituales carecían de un control político y que no eran de
manejo exclusivo de los “grandes sacerdotes” nombrados por las crónicas. En este
sentido, esta tesis concuerda con la idea que la proliferación de especialistas y espacios
religiosos hace que la esfera de acción de las prácticas religiosas de las comunidades del
altiplano en período Muisca Tardío deba entenderse ante todo en el nivel local, y en
especial, a los grupos de descendencia que son las “capitanías” (Langebaek 1990:82).

De otro lado, la metalurgia y particularmente el trabajo del oro son una de las
características más conspicuas de los desarrollos cacicales del extremo noroeste de
Suramérica (Lleras 2005; Pineda 2005). A pesar de la relación que se ha establecido
entre artículos de oro y los llamados “bienes de élite”, tal vez el oro y la orfebrería no
sean los mejores candidatos para señalar que la posesión y uso diferencial de objetos de
metalurgia sirvieran para el mantenimiento de relaciones de desigualdad social o de
poder entre los muiscas. Como lo señala Cristóbal Gnecco (2005:19), en la arqueología
colombiana la supuesta relación que se ha construido entre la metalurgia del oro y la
complejidad social, entendida en este caso como centralización y control de bienes de

103
prestigio por un grupo, ha sido desastrosa para entender la relación entre poder,
iconografía y relaciones de desigualdad dentro de las comunidades. Uno de los defectos
de esta construcción tiene que ver con la proyección del presente de los estados-
nacionales al pasado de los pueblos originarios de las Américas y asumir que, en estas
sociedades, había una correlación entre riqueza y oro. En el caso concreto de los
muiscas, la posesión de cierto tipo de objetos de oro, los “tunjos”, era común a toda la
población como lo muestran los expedientes coloniales sobre procesos de “extripación
de idolatrías”. La evidencia lingüística muestra la alta asociación que tenían los “tybas”
o “capitanes”, no los caciques ni su correspondiente par religioso, los “chuques”, con la
producción y manipulación del complejo acto de realizar ofrendas.

3.3 La variabilidad cultural del altiplano y el problema de la identidad “muisca”


prehispánica

A la luz de los datos arqueológicos e históricos conocidos en la actualidad es muy difícil


precisar si en los siglos previos a la llegada de los españoles en el Altiplano
Cundiboyacense se había desarrollado algo que podamos llamar “etnia muisca” en
singular. Es cierto que los cronistas y los documentos más tempranos como la Relación
del Nuevo Reyno (1995/1539?/) y el Epítome de la Conquista (1995/1544) mencionan
la existencia de los dos grandes “reinos” y que los cronistas que las copiaron siguen la
misma idea. Sin embargo, a la vuelta de la hoja de estas mismas descripciones se
encuentran algunos detalles en donde daría la impresión que los cronistas mismos no
estaban muy seguros de la existencia de tales “reinos” y que, por el contrario, lo que
presentan es una multiplicidad de pequeños “señoríos”.

Ahora bien, esa aparente atomización tiene relación con la identidad étnica que los
cronistas percibieron ya que, como lo nombraba el fraile franciscano Pedro Simón
(1981/1625/:III,156), los habitantes originarios del Altiplano Cundiboyacense no tenían
un nombre para llamar a todo el territorio, “sino que cada pueblo se llamaba del nombre
de su cacique que al presente lo gobernaba o del que antiguamente había tenido, sin
extenderse a más y, cuando mucho, a algunos pueblos que le eran sujetos”, opinión
similar a la que años antes había dado Fray Pedro de Aguado (1916/1581/:I,260) y del
que seguramente Simón copio algunas ideas. Por ahora, lo prudente es considerar que

104
en esta parte de los Andes septentrionales había un heterogéneo conjunto de cacicazgos
de diverso tamaño y grados de complejidad e integración, dentro de los cuales, el
sentimiento de pertenencia e identificación étnica y social de una persona estaba
adscrito, probablemente, a la unidad residencial y la entidad sociopolítica o territorial a
la que pertenecía (Francis 1997, Henderson y Ostler 2009).

Entre los grupos indígenas actuales de la Cordillera Oriental hay ciertos principios
relacionados con la adscripción de los individuos tanto a los grupos de parentesco como
a un conjunto o colectividad más grande y del cual se pueden rescatar ideas relevantes
para la reflexión sobre la “identidad” de los muiscas en los años previos al arribo de los
españoles. En las observaciones etnográficas sobre los u’was de los años 60’s del siglo
XX, la antropóloga Ann Osborn (1988) halló algunas cuestiones sobre la identidad
étnica y el sentido de auto-pertenencia de los miembros de cada grupo a sus respectivas
comunidades, al igual que el de sentirse ligados a una unidad cultural mayor.

Los u’was, también conocidos en algunos textos como tunebos, habitan actualmente las
región montañosa que circunda a la Sierra Nevada del Cocuy –llamada igualmente
como Güicán–, al norte del conjunto de territorios de los cacicazgos muiscas. Antes de
la llegada de los españoles en el siglo XVI, el territorio u’wa debió ser mucho mayor
llegando incluso hasta la Serranía de Mérida en Venezuela y los francos orientales de la
Cordillera Oriental en el piedemonte llanero. Al respecto, el arqueólogo Pablo F. Pérez
(2010) señala que los grupos indígenas descritos en los documentos españoles de los
siglos XVI y XVII como los laches –vecinos septentrionales de los muiscas– serían en
realidad parte del conjunto más meridional de los grupos u´was. Estas comunidades y
grupos pertenecen a la familia lingüística chibcha de los Andes Colombianos, y como
los indicó Osborn (1988:29) el habla de los u´was actuales está compuesto por grupos
dialectales que se entienden entre sí, y que pueden ser cercanos a la lengua, o al
conjunto de lenguas, que debieron hablar los muiscas.

La concepción espacial de los grupos u’was, como es el caso de la de los Kubaruwa que
estudio Ann Osborn, tiene relación con los sentidos de auto-identificación étnica de los
grupos. A pesar de haberse cercenado una parte sustancial del territorio que tenía este
grupo en el siglo XVI, las comunidades indígenas actuales de la Sierra Nevada del
Cocuy tienen, al igual que los muiscas de la época de la conquista ibérica, principios de

105
verticalidad ‒o de microverticalidad para ser más precisos y ajustados al mundo
norandino‒ tanto en la concepción mítica de ciertos elementos que ordenan el paisaje y
el espacio, como en la forma en lo ocupan según las distintas épocas del año (Osborn
1988:29). La estacionalidad y la ubicación vertical de asentamientos se relaciona, por un
lado, con los alimentos que se cultivan, y mediante esto, con las características
identitarias que va adquiriendo temporalmente el grupo en las cuatro estaciones del año
–de lluvias o secas marcadas por los dos solsticios y los dos equinoccios– ya que, como
lo expresa Osborn (1988:29), “los u’was piensan que están compuestos de las cosas que
comen”. Así mismo, existe relación con principios de preferencias matrimoniales ya que
las uniones conyugales se dan preferiblemente entre miembros de grupos que están
“más arriba” o “más abajo” y que se desplazan juntos por el territorio durante el
transcurso de las cuatro estaciones, manteniendo cierta coherencia entre comunidades
que se consideran más cercanas dado que, como lo puntualiza Osborn (1988:37), “la
gente con la identidad étnica más cercana come el mismo conjunto de alimentos”.
Adicionalmente, esas diferencias en las prácticas alimenticias entre los grupos se
manifiestan también en otras cuestiones de la cultura material como lo adornos
personales. Perecen además coincidir con algunas variaciones en la composición de la
cerámica arqueológica y etnográfica que recolectó la autora durante sus estadías en la
Sierra Nevada del Cocuy, y en la distribución de otros elementos de la cultura material
como los conjuntos de menhires que son característicos de esta región (ver también
Pérez 2010).

Ahora bien, esta situación en la que cada grupo u’wa tiene una identidad étnica asumida
como diferente va tornándose más enfática a medida que la distancia espacial se hace
mayor, y tanto las personas, como sus respectivas comunidades, son percibidas como
gente que come cosas totalmente diferentes. Este sería el caso de los grupos indígenas
de los Llanos Orientales que tradicionalmente se alimentaban de la caza y la pesca y no
de alimentos cultivados, o de la gente que no utiliza los principios de escalonamiento
vertical según las cuatro estaciones del año. Toda el conjunto de personas y gentes que
no hacen uso de este sistema son descritas como dri’kuma o “gente sin remedio”
(Osborn 1988:32).

106
En otras palabras, a pesar de la autopercepción de los integrantes de cada uno de los
grupos u’was de diferenciarse de sus vecinos por la percepción de lo que se come –por
ejemplo el ser kubaruwa o bethuwa–, existe también un sentimiento de semejanzas y
familiaridades con los vecinos inmediatos que se va diluyendo a medida que la
separación física de los grupos de torna mayor. Esta sinergia de sentimientos de
diferencia y familiaridad es reforzada en cantos rituales en los que se recuerdan
constantemente los lugares y espacios que son ocupados y usados por todo el conjunto
de grupos u’wa. Osborn (1988:40) concluye que “estos grupos se reconocen a sí
mismos como miembros de la misma sociedad, e interpretan las variaciones en distintos
aspectos de su cultura como parte de un patrón u’wa más amplio dentro del cual estas
variables tienen un significado parecido, siendo también susceptibles de
interpretaciones similares”.

En el caso de los muiscas, pudieron existir ciertos sentidos de una identidad común
compartida con miembros de cacicazgos vecinos o inclusive con personas de regiones
cercanas. Al igual que en otros grupos del noroccidente suramericano que pertenecen a
la familia lingüística Chibcha como los mencionados u’wa o los kogi de la Sierra
Nevada de Santa Marta en el litoral Caribe, aspectos de las normas del parentesco como
la exogamia de las unidades sociales que congregaban a los grupos de descendencia
matrilineales, y la residencia avuncolocal luego de establecido el vínculo conyugal,
fueron factores que seguramente fortalecieron los lazos sociales entre los integrantes de
las distintas jefaturas muiscas (Broadbent 1964b, Correa 1998; 2001; 2004, Londoño
1995, Villamarín y Villamarín 1981). De igual manera, las relaciones de intercambio de
productos y la circulación de bienes reanudaban constantemente los sentimientos de
identidades culturales cercanas entre las regiones del altiplano (Langebaek 1987). En lo
relativo a la cultura material, los distintos cacicazgos muiscas compartían semejanzas en
las prácticas de fabricación tanto de mantas de algodón (Boada 2009, Cortes 1990,
Londoño 1990), como la de algunos objetos suntuarios y votivos de oro (Falchetti 1989;
Lleras 2000, Plazas 1987) y en las formas alfareras y las técnicas decorativas de las
vasijas cerámicas (Broadbent 1986, Boada 2007, Boada et.al 1988).

Pero a pesar de las prácticas sociales de integración cultural y de la existencia de


algunos rasgos comunes de la cultura material, ciertamente entre los muiscas también

107
existió un sentimiento de una identidad local, o a lo sumo regional, que se consideró
propia en cada cacicazgo. Arqueológicamente se han encontrado notables diferencias
regionales en cuestiones importantes y étnicamente sensibles. Las prácticas funerarias
(Buitrago y Rodríguez 2001, Pradilla, 1988, Valverde 2003), las trayectorias de cambio
de los patrones de asentamiento (Boada 2006; 2007, Langebaek 1995a; 2001); las bases
mismas del poder, los grados de riqueza y las características de los caciques (Drennan
2008); la construcción y uso de adecuaciones agrícolas (Boada 2006, Broadbent 1964a)
la presencia de construcciones ceremoniales o funerarias monumentales (Broadbent
1963, Silva Celis 1987), los motivos decorativos de la cerámica (Boada; et.al 1988), e
inclusive la forma de realizar la guerra y la existencia misma de guerreros, parecen
presentar diferencias entre el norte y el sur del altiplano (Langebaek 1995b). Es muy
posible que ciertos detalles técnicos y decorativos de los textiles muestren diferencias
regionales o locales, pero las difíciles condiciones de preservación de las telas de
algodón en el altiplano dificultan enormemente que se pueda llegar a un nivel de detalle
satisfactorio en este sentido.

Un aspecto que parece apuntar a una diferenciación étnica entre las comunidades del
altiplano en el momento de la conquista española, y del cual se tienen algunos
elementos empíricos es la lengua. Los aspectos lingüísticos permiten observar el
problema de la heterogeneidad y pluralidad étnica de los muiscas ya que sugieren que
no había una uniformidad lingüística entre los cacicazgos muiscas. Parece que habría
por lo menos dos variantes dialectales dentro del altiplano (Gónzalez de Pérez 1980), o
incluso que en los distintos cacicazgos muiscas se hablaban dialectos diferentes, o tal
vez, lenguajes completamente distintos. Por este motivo, al comienzo del período
colonial los frailes tenían problemas con la evangelización en la lengua indígena debido
a que, como le relacionaba un sacerdote al Arzobispo Zapata de Cárdenas, “[...] en el
valle suele haber dos o tres lenguas, y en otros lo mismo, de manera que si algún
clérigo sabe en alguna parte de la lengua de Bogotá, no sabe la del rincón de Suesca ni
Nemocón” (González de Pérez 1980:62).

Las diferencias lingüísticas entre un valle y otro eran reconocidas por los mismos
indígenas que participaban en los pleitos coloniales como es visible en un proceso
llevado en 1572 cuando se acusaba a Luís, indio que servía de “lengua”, de no traducir

108
bien lo que decían los testigos “chontales” debido a que “[…] el dicho Luis no entiende
muy bien por que la lengua deste valle de Tuaquira es un lengua y la de Gacheta otra y
la de Pausa otra y la de Guatavita otra y la de Chipasaque otra y los unos no entienden
la de los otros ni los otros la de los otros por esto aunque el dicho Luis entiende las
demas lenguas puede ser no entender esta […]” (AGN, Encomiendas 19. Doc. 17 Fol.
391r). Sobre la diversidad lingüística, algunos cronistas como Fray Pedro Simón, quien
tuvo contacto directo con indígenas de la región de Ubaté a finales del siglo XVI,
indicaban que no había una uniformidad de lenguas, tanto en lo que a los territorios de
Bogotá y Tunja se refiere, como dentro de los mismos pueblos (1981/1625/:III,158).
Nótese como el mismo fraile indica que esta ausencia se debe a que no “[…] hubiese un
común rey que les hiciese aprender una [lengua] con que todos se entendiesen”.

3.4 Conclusiones del capítulo

Varios modelos de organización jerárquica han sido propuestos para los muiscas
prehispánicos. El tradicional apunta a que, a nivel local, las distintas unidades
familiares respondían al liderazgo de un capitán y que es posible proponer la existencia
de jerarquías entre tipos distintos de capitanías. De esta forma, una o más capitanías
estarían subordinadas a un cacique. Según este modelo, existiría una organización
política en la que las distintas comunidades indígenas que respondían al mando de un
cacique local se agrupaban alrededor de cacicazgos regionales. Incluso que por encima
de este nivel de integración, un par de unidades suprarregionales serían integradas por
varios cacicazgos regionales. Este argumento está basado en algunos supuestos que no
tienen correspondencia con la evidencia arqueológica, e incluso documental del período
colonial, y pueden estar respondiendo más bien a los ideales que exige sobre el pasado
la conformación de una identidad nacional en el presente. De otro lado, la idea de un
Altiplano Cundiboyacense integrado políticamente engloba conceptos de homogeneidad
cultural cuyos niveles de resolución y mecanismos de formación de una identidad
común no parecen muy claros.

Pensar la organización del altiplano como un cúmulo de unidades políticas


culturalmente similares pero políticamente independientes que interactuaban por medio
de prácticas de intercambio y los lazos matrimoniales, y no como un mundo “proto-

109
estatal” integrado bajo la cabeza de pocos líderes políticos, invita a reflexionar sobre las
formas como se construía las relaciones intra-cacicales de cada unidad socio-política,
las formas como las autoridades políticas lograban integrar los distintos niveles que
componían cada comunidad, y la relación entre el poder cacical y la reproducción
cultural de las poblaciones muiscas. Una discusión del tema, a la luz de los conceptos de
jerarquía y heterarquía, no sólo ayuda a analizar el problema de las relaciones sociales y
políticas del altiplano. También es una valiosa herramienta para entender la enorme
variabilidad de mecanismos de poder y control político que existió en tiempos
prehispánicos en el Altiplano Cundiboyacense en el momento de la conquista española.

110
1.600 d.C
1.400 d.C
1.200 d.C
1.000 d.C

Muisca Tardío
800 d.C

Muisca Temprano
600 d.C
400 d.C
200 d.C

0
200 a.C
400 a.C
600 a.C
800 a.C
1.000 a.C
1.200 a.C
Período Herrera Período Muisca
Imagen 5. Esquematización cronológica de las ocupaciones agroalfareras prehispánicas
del Altiplano Cundiboyacense
(Elaboración: Alejandro Bernal V).

111
74°W 73°W 72°W
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500
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Río Negro

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4°N
nt
m

rie
500

O
os
an
Ll

Guayupe
0m
2.00

Sutagaos
3°N
50 Km

Mapa 3. Localización del territorio muisca y los grupos vecinos


(Elaboración :Alejandro Bernal V. Mapa base: IGAC, Mapa Físico de Colombia 2005)

112
Imagen 6. Página ilustrada y detalle de las ilustraciones del libro de Lucas Fernández de
Piedrahita “Historia General de las conquistas del Nuevo Reino de Granada” (1688).
Las representaciones de ésta crónica son ejemplos de las ideas sobre los “reyes” muiscas y la
cultura indígena del altiplano que se construyeron desde el período colonial.
(Fuente: adaptado a partir de la imagen disponible en
http://rarebooks.library.nd.edu/exhibits/durand/images/indies/fernandez_l.op.150.jpeg)

113
Imagen 7. Diferentes representaciones de los muiscas en textos de historia
(Fuentes: www.flicr.com, museoarqueologicoesc.org, www.amazon.com, www.libros-antiguos-
alcana.com)

114
0 10cm

Imagen 8. Cuencos y copas. Elementos de la alfarería muisca asociados a la distribución


y consumo de chicha.
(Elaborada por Alejandro Bernal V. a partir de los dibujos de Boada et.al 1988. Fuente de imágenes en
www.banrep.gov.co)

0 10cm

Imagen 9. Cántaros, Jarros y Botellones. Elementos de la alfarería muisca asociadas a la


producción y almacenamiento de chicha.
(Elaborada por Alejandro Bernal V. a partir de dibujos de Boada et.al 1988. Fuente de imagen en
www.banrep.gov.co)

115
Imagen 10. Elementos de la orfebrería muisca.
(Elaborado por Alejandro Bernal. Fuente de las imágenes: www.banrep.gov.co)

116
Imagen 11. Ejemplos de ofrendatarios muiscas elaborados en GDT
(Elaborado por Alejandro Bernal. Fuente de imágenes: www.colarte.com, www.banrep.gov.co)

117
CAPITULO 4.
LA IRRUPCIÓN DE LA DOMINACIÓN COLONIAL

4.1. El descubrimiento y la conquista del altiplano

El descubrimiento y conquista española del Altiplano Cundiboyacense a finales de la


década de 1530 se enmarca dentro de un cambio en la percepción de lo que era el
Nuevo Mundo y lo que significaban sus territorios para la política imperial de la corona
española. Las expediciones de Hernán Cortés y Francisco Pizarro hicieron perder el
interés por llegar a las especies y la seda de China e India y eclipsaron los risibles
réditos económicos que habían traído los intentos colonizadores de los españoles en las
islas caribeñas. Con el descubrimiento de los deltas de los grandes ríos americanos en
las primeras dos décadas del siglo XVI se finalizó la fase antillana de la conquista, y el
interés se concentró en lo que debía ser y contener en el interior continental de América.

Todo parece indicar que una vez descubierto el acceso al Río Magdalena desde el Mar
Caribe, los españoles que se asentaron en Santa Marta y Cartagena, fundadas en 1525 y
1533 respectivamente (ver mapa 4 al final del capítulo 4), quisieron acceder por esta vía
fluvial a las recién descubiertas tierras del Perú para lo cual se organizaron varias
expediciones (Colmenares 1997a). Entre las muchas ideas geográficas que se tenían de
América en las primeras década del siglo XVI se resalta la que representaba al Nuevo
Mundo como una isla y que el Magdalena, cuyas aguas corren en sentido sur-norte,
podía ser una ruta más o menos fácil para llegar al Océano Pacífico y a la riqueza de los
Incas (Friede 1966). Por cierto, la idea de los nuevos territorios como una isla tiene
cabida en el imaginario medieval que poseían los conquistadores ibéricos y que
configuraba, o al menos anticipaba, lo que debían ser sus habitantes y las maneras en
que debían tratarlos. Las representaciones mentales sobre las islas manejaban una
ambigüedad entre mundos poblados por una monstruosidad y barbarie posibles de
vencer por medio de la conquista y la evangelización, o un paraíso perdido con
posibilidades ilimitadas de goce para aquellos que lo encontraran y colonizaran
(Finazzi-Agrò 1996). Como se señaló en el capítulo 2, ambas ideas estuvieron presentes

118
en la percepción española sobre la conquista y colonización del altiplano central
colombiano y de las vertientes cordilleranas que lo rodean.

Uno los españoles que pensó encontrar la gloria en el interior de la “Tierra Firme” –
nombre que servía en las primeras décadas del siglo XVI para designar todo lo que no
fueran las islas antillanas– fue Pedro Fernández de Lugo, quien por ese entonces había
sido nombrado como Gobernador de Santa Marta. Para cumplir su cometido Fernández
de Lugo designó al abogado granadino Gonzalo Jiménez de Quesada como cabeza de
una expedición destinada a abrir una ruta hacia el sur y alcanzar el Perú siguiendo el
curso del río Magdalena, y a conocer y fijar la localización de los límites de la
gobernación de Santa Marta. Hay que tener en cuenta que las imprecisiones sobre el
tamaño y las características del territorio complicaban la definición espacial de las
jurisdicciones entregadas a los gobernadores. En el caso particular al que se está
haciendo referencia, se trataba de establecer la extensión y fronteras de las
gobernaciones de Santa Marta, Cartagena y Venezuela (Avellaneda 1995a:5-6). Cada
vez que se daba noticia del descubrimiento de un nuevo territorio se comenzaba un
largo pleito sobre a quién correspondía. De ahí la importancia de algunos mecanismos
de legitimación legal y simbólica del control sobre un territorio como eran la fundación
de ciudades y el reconocimiento de la soberanía de los reyes españoles izando el
estandarte real. Con la creación de núcleos urbanos, los gobernadores ratificaban la
posesión de una región dentro de su gobernación. La fundación de ciudades también era
vital en la mentalidad de los españoles ya que por medio de este mecanismo sentían que
un territorio que les era totalmente extraño quedaba subordinado a su presencia.
Además significaba la posibilidad de construir un espacio donde podían afirmar e
irradiar al área circundante sus valores culturales (Colmenares 1997a:5). En la Imagen
12, al final del presente capítulo, se muestra una representación pictórica de la
fundación de Santafé elaborada en 1938 en la que el artista imaginó a Jiménez de
Quesada sosteniendo el estandarte real en el momento de leer el acta en la que se
proclamaba que el nuevo territorio era posesión del soberano español.

Adicional a su función política como reconocimiento o ensanchamiento de los límites


de un territorio, la organización de las expediciones también tenían como fin el liberarse
de una población de “vagos”, “ociosos” y maleantes, y ,en general, de una masa de

119
hombres y mujeres de diversas procedencias y grupos étnicos que contribuían a volver
aún más caótica y precaria la supervivencia en las ciudades españolas recién fundadas
sobre la costa caribe de Suramérica. La llegada a Santa Marta de Fernández de Lugo en
1536, y con él de los hombres y mujeres que meses y años más tarde participarían en la
conquista y ocupación española en el Altiplano Cundiboyacense, dobló la población
europea y mestiza en la ciudad y agravó los problemas de abastecimiento de agua y
acceso a alimentos, lo que generó una situación propicia para la dispersión de
enfermedades y epidemias (Avellaneda 1995a:10). Entre los desastrosos efectos de la
presencia de estos grupos de “desocupados” estaba el pillaje a las poblaciones indígenas
y la destrucción de sus cultivos, circunstancias que contribuían además al poco
entendimiento interétnico. Este tipo de situaciones explican en buena medida las
condiciones de hambruna e inestabilidad política y social de los primeros centros
urbanos españoles en el litoral norte del Suramérica (Friede 1966; 1989).

La existencia de una población inquieta y desesperada obligó a las autoridades locales a


organizar pequeñas expediciones a los alrededores de Santa Marta y la Sierra Nevada
con el fin de ocupar y distraer a las personas, y de tratar de conseguir oro y comida
(Avellaneda 1995a:10). Para el momento en que Jiménez de Quesada estaba
organizando su salida hacia el sur, la situación de Santa Marta era tan grave que muchos
españoles se le unieron con el único fin de “liberar la vida de entre tantas muertes”,
como lo expresara el cronista franciscano Fray Pedro Simón (1981/1625/: III, 80).
Finalmente la tropa conquistadora salió de Santa Marta en abril de 1536 y llegó al
Altiplano Cundiboyacense en los primeros meses de 1537 (Avellaneda 1995a; 1995b,
Friede 1966; 1989).

Otros dos grupos de conquistadores llegaron en al altiplano pocos meses después de


Jiménez de Quesada. Uno, estaba comandado por un lugarteniente de Francisco Pizarro
que venía del sur luego de haber sometido la porción del Twantinsuyo que se ubicaba en
la sierra norte del actual Ecuador. Se trataba de Sebastián Moyano a quien la historia
terminaría por conocer con el nombre de Sebastián de Belarcázar (o Benalcázar) por su
pueblo de origen en el sur de Extremadura (Del Castillo 1990, Melo 1998). A este grupo
se le debe el descubrimiento y conquista del norte de Ecuador y del suroccidente de
Colombia, y la fundación de ciudades como Quito en 1534, el primer intento de

120
fundación de San Juan de Pasto, de Popayán y de Santiago de Cali entre 1536 y 1537
(Avellaneda 1995a; 1995b, Friede 1966; 1989). Estos enclaves urbanos españoles se
convirtieron en los centros desde los cuales se emprendieron nuevas expediciones de
descubrimiento y conquista, y, articulados posteriormente como puntos importantes de
la comunicación y el comercio entre el Virreinato del Perú y Cartagena, fueron los ejes
de colonización española en la región.

El otro grupo estaba encabezado por Nikolaus Federmann, a quien las fuentes escritas
españolas terminarían castellanizado como Nicolás de Federmán. Este era un banquero
alemán de la casa Welser quien saliendo de Coro en la costa norte de la gobernación de
Venezuela, reconoció parte del territorio de la Orinoquia y los Llanos Orientales y entró
al altiplano por la región suroriental. En realidad estaba siguiendo los pasos de las
exploraciones de otros alemanes encargados de la gobernación como Jorge de Espira
(Georg Hohermut von Speir) y Ambrosio Alfinger (Ambrosius Ehinger) (Raush 1994).
La participación alemana en la conquista y descubrimiento del norte de Suramérica, de
la cual hacen parte las expediciones de Ambrosio Alfinger en 1532 y Nicolás de
Federmán en 1536 que llegaron a las sierras andinas pobladas por grupos de habla
Chibcha, se debe a los interés económicos y comerciales de las casas Welser y Fugger
en participar de las riquezas de América. Después de todo, algunos de los reinos
germánicos formaban parte del territorio europeo que era controlado por Carlos V y
gracias a una deuda financiera contraída por el emperador los banqueros tudescos,
lograron acceder más fácil a una capitulación en la cual se les permitió organizar la
conquista de Venezuela. Aunque esta empresa fue comandada por alemanes, el resto de
la parte europea de la tropa era completamente española, y su actitud y comportamiento
hacia los indígenas no fue muy distinto al del resto de huestes conquistadoras en la
región. Tanto los Welser como los Fugger nunca lograron el reconocimiento que
deseaban y para 1566 el Consejo de Indias dio por terminada la empresa “alemana” del
descubrimiento y conquista de Venezuela (Avellaneda 1995a, Friede 1966; 1989,
Morales 1988).

Las acciones y hechos de las rutas y expediciones de descubrimiento y conquista


española en los Andes del norte de Suramérica, narrados en las crónicas del período

121
colonial, hacen parte del repertorio de la historia oficial colombiana, y han sido tratados
por historiadores de diverso cuño intelectual. Por tanto, un recuento pormenorizado de
estás no será realizado en este capítulo. Sin embargo, se comentarán ciertos aspectos de
las expediciones de conquista por cuanto dan algunas señales del tipo de identidad
hispánica que se dio a lo largo del siglo XVI y permite entender algunas cuestiones del
matiz que adquirió el proyecto colonizador español en el epicentro geográfico del
Nuevo Reino de Granada.

La experiencia de la conquista fue para muchos de sus actores uno de los puntos que
marcó la identidad del mundo español y criollo en el siglo XVI, y cimentó las redes
sociales de la primera oleada de ibéricos que llegaron al altiplano. Indudablemente, el
tránsito de los españoles que duró cerca de un año por una región de selvas, ríos y
ciénagas tropicales que les era absolutamente desconocida debió ser difícil. Ténganse en
cuenta que se trataba de hombres mediterráneos, algunos de los cuales contaban sólo
con algunas temporadas en las Antillas como su única experiencia en América. El
interior de la “Tierra Firme”, como es el caso de la región por donde pasaron los
hombres de Jiménez de Quesada, Federmán o Belarcázar tiene unas condiciones de
vegetación y clima diferentes al de las islas del Mar Caribe.

Para el siglo XVI, la masa de bosque húmedo tropical cubría prácticamente toda la
cuenca media y baja del Río Magdalena. Durante la estación de lluvias los ríos crecen y
las ciénagas extienden sus orillas a puntos donde, a simple vista, parecen masas de agua
infinitas, y la región se convierte en un laberinto de caños, pantanos y lagos. En la
Orinoquía y los Llanos Orientales, áreas por donde pasaron los hombres de Federmán
antes de subir a la cordillera, las aguas convierten a las sabanas tropicales en extensos
esteros que dificultan el tránsito. Como ya se indicó en el capítulo 2, las condiciones
climáticas y de vegetación de las vertientes de las cordilleras en los Andes
Septentrionales están cubiertas por densas masas de bosque de montaña que en muchas
ocasiones terminan en escarpadas y pronunciadas laderas que impiden el paso de
grandes contingentes de personas, más aún si van a caballo.

El desconocimiento de las plantas y animales del bosque y las sabanas tropicales, y la


desconfianza española hacia una naturaleza que ante sus ojos parecía extraída de los
bestiarios y leyendas medievales, dificultó el aprovisionamiento de víveres. La falta de

122
un entendimiento con los indios, bien fueran aliados o enemigos, complicó aún más la
situación alimenticia. En otras palabras, la carencia de un conocimiento técnico y
práctico de este medio ambiente comprometió seriamente la supervivencia de las tropas
sucumbiendo fácilmente a las enfermedades y el hambre. Ignacio Avellaneda (1995a:
tabla 3.1) calcula que de los 800 hombres que salieron de Santa Marta con Jiménez de
Quesada llegaron 173, es decir que solo el 21% sobrevivió el viaje de casi un año. Los
mismos datos muestran que Federmán perdió a casi la mitad de los 300 que salieron de
Coro y Belarcázar arribaría al altiplano con el 75% de su contingente original de cerca
de 200 hombres.

Pero más allá de las cuestiones relacionadas con los padecimientos de la expedición,
hay una cuestión ideológica que vale la pena destacar por cuanto cobrará sentido años
más adelante en las disputas sobre el control político y social del mundo neogranadino.
La experiencia de la travesía por los distintos parajes tropicales fijaría en la mentalidad
española, y posteriormente en la criolla, la idea de una gesta heroica que se ajustó muy
bien a la legitimación de reclamos y peticiones ante la corona sobre aquellas cuestiones
a las que los conquistadores y sus descendientes creían que tenían derecho. Los
cronistas resaltaron “el brío español” como forma de manifestar el espíritu vencedor del
conquistador que venció todos los obstáculos naturales y humanos del curso bajo y
medio del Río Magdalena –las víboras, los caimanes, las plagas, las ciénagas, los ríos
caudalosos, los indios guerreros, las montañas y breñas– y que se supo sobreponer al
hambre y la enfermedad. Tanto las crónicas de Fray Pedro de Aguado y Juan de
Castellanos, redactadas en la segunda mitad del siglo XVI, como la de Fray Pedro
Simón, elaborada a comienzos del siglo XVII, fueron escritas leyendo los relatos de los
propios conquistadores o inclusive escuchando las vivencias de los protagonistas de las
expediciones, y, con seguridad, también reprodujeron el ánimo reivindicativo y
probatorio al que estaban interesados estos personajes (Hernández 2012).

Esto coincide con lo que se ha dicho para buena parte de los conquistadores españoles
del siglo XVI, y es la necesidad de demostrar ante la Corona la naturaleza gloriosa de
sus hazañas como un mecanismo de justificación ante el estado y los acreedores que
financiaron sus expediciones y como legitimación de los derechos a lo que creían ser
merecedores por esta participación (Restall 2004: 109). En algunos de los pleitos sobre

123
tenencia de encomiendas en el Altiplano Cundiboyacense en la década de 1560, es decir
más de veinte años después de la llegada de los primeros españoles, se encuentra
siempre el recordatorio de la participación del padre o el esposo en dicha gesta como
parte de los recursos de apelación ante un proceso de despojo de la encomienda. Este
sería, por ejemplo, el caso de Florentina de Escobar y Juan Gallego quienes en 1563
gozaban de los tributos de los indios de Tenjo y Socotá al occidente de la Sabana de
Bogotá. Florentina y Juan eran, respectivamente, la viuda y el hijo del maestre Juan
Gallego, participante en la “pacificación” del Nuevo Reino y uno de los “primeros
cristianos” en llegar a la región era recordada en una parte del pleito (AGN
Encomiendas 6, doc.17, fol. 510r).

Avellaneda (1995a: tabla 3.5) ha calculado que la media de edad de los españoles que
entraron con las expediciones de conquista al Nuevo Reino era de 27 años, y que más de
la mitad de la tropa estaba entre los 20 y 30 años (54.3%), y en menor proporción entre
los 30 y los 35 años (18.1%). Estos cálculos etarios muestran que para 1575 buena parte
del núcleo primigenio de conquistadores se encontraba aún vivo y actuando como un
grupo de presión política en los cabildos, los cargos públicos y la Real Audiencia. Si no
estaban vivos, sus descendientes tendrían la edad suficiente para haber entrado en la
arena de la política y el manejo de los negocios familiares. El nepotismo, las redes
clientelares y el matrimonio hacían parte del círculo del ejercicio del poder en los
centros urbanos españoles en los Andes neogranadinos, y para mantenerse en éste se
debía tener, aparte de una buena renta proveniente de las encomiendas, el honor y el
prestigio de pertenecer al grupo de conquistadores.

Hay que tener en cuenta que las encomiendas más ricas y lucrativas de la segunda mitad
del siglo XVI se ubicaban en las jurisdicciones de Santafé y Tunja y pertenecían a los
actores de la conquista o a sus directos descendientes (Colmenares 1997b, Gamboa
2010, Villmarín 1972). Es decir, pertenecían al sector de los que llegaron por primera
vez, o “primeros descubridores” como se llamaban así mismos. Mantener los derechos
de los antiguos conquistadores y sus descendientes era algo que para finales del siglo
XVI sostenían todavía muchos miembros de la sociedad neogranadina. Algunos, incluso
consideraban que en las acciones heroicas de estos hombres radicaba la grandeza
Imperial de España, como es el caso de Bernardo de Vargas Machuca (1892/1599/:49),

124
quien opinaba, a finales del siglo XVI, que era gracias a los logros militares de los
conquistadores ibéricos en el Nuevo Mundo, y los tributos que se generaron gracias a
sus conquistas, que los Habsburgo, quienes moraban el Palacio del Prado, podían
mantener sus guerras contra otros reyes en Europa.

La experiencia de la conquista sirve también para comprender algunos de los matices


que tomó la empresa colonizadora española en las décadas de 1540 a 1560. Para Juan
Friede (1966:67) las narraciones de la conquista sobre las decisiones políticas y
estratégicas de Jiménez de Quesada sugieren el “espíritu colonizador de nuestro
Licenciado”. Según este historiador, el granadino era conocedor del derecho español y
sabía que fundando ciudades y asentamientos ganaría la legalidad y legitimidad
necesarias para ratificar ante la Corona el éxito de su empresa, lo que en últimas
garantizaría la obtención de algún título para él. No obstante, entre la llegada de
Jiménez de Quesada al altiplano y la fundación de las primeras ciudades pasaron varios
meses. La cuestión puede obedecer a un sentimiento español de inseguridad ante
muchas comunidades muiscas que comenzaron a inquietarse ante la presencia ibérica.
Como se comentará más adelante, hay evidencias de levantamientos y rechazo indígena
a la presencia temprana de los conquistadores.

Es probable que para lograr esta empresa de “colonización” los miembros de la tropa, y
el mismo Jiménez de Quesada como cabeza de ésta, asumieron que la sujeción de los
indios del altiplano a la autoridad real debía lograrse mediante una pacificación lograda
por la guerra. Este mecanismo se adecuaba muy bien a la mentalidad ibérica de ese
momento ya que un triunfo de carácter militar servía para ratificar la pertenencia o la
entrada al mundo de la hidalguía. Además, buena parte de las cuadrillas y escuadras de
las expediciones quedaron al mando de sujetos con algún grado de experiencia militar
en guerras tanto en Europa como en otras regiones del Nuevo Mundo (Colmenares
1997a:3).

Como los molinos del Quijote, en la narración conquistadora la contraparte indígena


siempre fue vista como un enemigo monstruoso al que se le venció mediante una gesta
valiente. No se debe olvidar que la conquista fue hecha por hombres que provenían de
una cultura marcada por la guerra contra un “otro” culturalmente diferente como eran
los moros, por lo que no es extraño que para muchos de sus protagonistas españoles la

125
penetración hispánica en los territorios amerindios tomara el carácter de una nueva
“cruzada” contra “infieles” y “paganos” (Escallón 1991:85, Jackson 2007:228, Melo
1996:9).

De otro lado, la crisis social y demográfica que se vivía en la península ibérica, a finales
del siglo XV y principio del XVI, fue uno de los factores que impulsó a centenares de
españoles que pertenecían a la capa de los llamados “desesperados” a enrolarse en las
empresas de descubrimiento y conquista. Con esta denominación el historiador Juan
Friede (1989:70) se refería a aquellos hambrientos y desocupados que la cría de ganado
lanar y la siembra de olivares en Castilla y otras regiones del sur ibérico no podían
emplear. Al lado de estos infortunados había también “segundones”, con lo cual se
expresa la existencia de gentes que por las leyes de mayorazgos quedaban excluidos de
las posibilidades de herencia y tenían que buscarse su sustento en la milicia y el clero
(Friede 1989:70).

Todas estas situaciones explican que de parte de los hombres enrolados en las tropas de
conquistadores existiera un sentimiento de permanecer en pie de guerra ante las
comunidades indígenas, las cuales fueron consideradas desde un principio como una
amenaza. Esta primera categorización hispánica del indio como un enemigo potencial al
que había que aniquilar y “pacificar” retardaría por unos años el tránsito de la sociedad
conquistadora a la sociedad colonizadora en el Altiplano Cundiboyacense (Avellaneda
1995b:8).

De los hombres que llegaron con las expediciones de Jiménez de Quesada, Federmán y
Belarcázar, el núcleo de la primera oleada de españoles que decidió quedarse en el
Altiplano Cundiboyacense estuvo compuesta por buena parte de los “quesadistas” y la
tropa de los “caquecios” como se denominó a la gente de Nicolás de Federmán, y
algunos del grupo de Sebastián de Belarcázar, llamados “piruleros” o “peruleros” por
haber venido de la conquista del Perú. A estos se unieron las primeras mujeres
españolas y mestizas que llegaron con otras tres expediciones que, siguiendo la ruta del
Río Magdalena, arribaron al altiplano al comenzar la década de 1540 y se las suele
también considerar parte de las huestes de conquistadores del Nuevo Reino de Granada
(Avellaneda 1995a). A diferencia de la impronta explorativa y encaminada a descubrir
nuevos territorios que tuvieron las tres primeras empresas de conquista que legaron el

126
altiplano de los muiscas, los objetivos de las “jornadas” de Jerónimo de Lebrón,
Montalvo de Lugo y la de Alonso Luis de Lugo –hijo del ya para ese entonces fallecido
Pedro Fernández de Lugo–, estuvieron enfocados a la ratificación de los derechos del
gobernador de Santa Marta sobre los nuevos territorios y a tratar de llevar un orden
social y político más cercano al deseado por las autoridades coloniales. Sin embargo,
estas expediciones tardías, y en especial la de Luis de Lugo, al chocar con los intereses
de los primeros conquistadores, dilataron el proceso de tránsito hacia una dominación
colonial más estable que sirviera a los intereses de la corona.

4.2. La conquista española y los caciques muiscas.

Con los datos y fuentes disponibles es posible entender ciertas consecuencias que trajo
para los indios la llegada de los conquistadores españoles al Altiplano Cundiboyacense,
y en especial, lo que debió haber significado la conquista para los caciques como líderes
de cada comunidad. Sin embargo, esta reconstrucción se realizará a partir de las
descripciones españolas de la época colonial temprana y estudios posteriores del
proceso de conquista. En esta tesis se considera que es prácticamente imposible, con la
documentación conocida, tratar de entender la precepción y reacción muisca a la
conquista desde una perspectiva cercana a “el punto de vista del nativo”. Por lo tanto,
no queda, por ahora, otra alternativa metodológica que la de construir una narración en
la que los datos aportados por los mismos españoles y los autores modernos sirvan para
interpretar lo que debió significar la conquista para aquellos indígenas muiscas que la
vivieron y sufrieron.

Los caciques, al ser la cabeza visible de cada comunidad, serían quienes recibieron la
presión inicial cuando llegaron los invasores. Al igual que en otros lugares de
Hispanoamérica, los españoles debieron considerar que su escarmiento público
imprimiría miedo al resto del grupo indígena (Restall 2004:55). La idea era también
esperar que el sometimiento al líder facilitara la sujeción el resto de la población al
control español (ver imagen 14 al final del capítulo 4). Sin duda, la muerte de muchos
de los caciques muiscas en estos años de la conquista tuvo un efecto en las estructuras
políticas y las formas de autoridad, poder y liderazgo. Uno de estos efectos está

127
relacionado con la celeridad con la que fueron heredados los lugares de los jefes que
resultaron muertos en estos años; rapidez que se relaciona con la ausencia de una debida
preparación ritual del sucesor.

Se conocen datos de preparaciones rituales en algunas partes del altiplano, y se sabe


que, aún en la década de 1560, algunos caciques seguían acudiendo a santuarios y
“qucas” o “casas santas” para que, con la ayuda de un “chique” cumpliera con una serie
de tareas para su preparación (Autos en razón…1991/1563-69/:158). En el aprendizaje
con los sacerdotes y especialistas religiosos muiscas estaba el confinamiento dentro de
un espacio oscuro, la observación de un prolongado ayuno, la abstinencia sexual,
acumular objetos de oro y la enseñanza de algunas tareas como el hilado del algodón y
la fabricación de mantas. Sin los preparativos rituales de los caciques hechos bajo los
esquemas culturales de los muiscas prehispánicos, estos carecerían probablemente de
legitimidad, y también interrumpirían procesos de circulación de objetos relacionados
con el prestigio y la generosidad que los aprendices a cacique debían fabricar en sus
años de encierro y ayuno. Con los materiales bibliográficos publicados hasta la
actualidad no es posible precisar la cantidad de comunidades que, durante los primeros
años de la conquista y colonización, lograron el traspaso del cargo de cacique bajo las
prescripciones culturalmente aceptadas para cada comunidad.

El ritual de preparación en su forma prehispánica se dejó de hacer de forma pública y


abierta debido a los castigos –consecuencia de los procesos de evangelización y de
lucha contra la “idolatría” y los “abominables rituales” – que le acarreaban a los
caciques, y se terminaría por producir su traspaso ritual bajo ceremoniales ocultos e
imperceptible a los ojos de cualquier español, muchas veces escondidas detrás de
fachadas católicas. Cabe pensar que los caciques que lograron sobrevivir al traumatismo
de los años de conquista tratarían de lograr que su sucesor pasara por la preparación
ritual, lo que muchas veces terminaría por convertirse en un acto de resistencia. Aunque
este tema se comentará de forma más detallada en el capítulo 7, un ejemplo ilustrativo
es el testimonio de un indígena de la Sabana de Bogotá quien declaraba, en la década de
1560, que los caciques y capitanes de Suba y Tuna decían a los jóvenes en su
preparación como líderes
“[…] que no crean a los padres de la doctrina que todo lo que dicen es mentira y que
ellos les dicen verdad, y que miren que a lo fueron sus antepasados y que hagan, como

128
ellos hicieron, muchos y grandes sacrificios y santuarios, y que miren que muchos
indios bajos por hacer santuarios vinieron a ser ricos y grandes capitanes, cuánto más
ellos que son sobrinos de caciques y capitanes […]” (Autos en razón…1991/1563-
69/:158).
En todo caso, la rápida sucesión a los cargos, si bien se hizo en muchos casos, siguiendo
las normas de herencia y transmisión muiscas, implicó tanto la llegada de jóvenes sin la
debida preparación y sin la legitimidad que requerían para que la comunidad los
apreciara como buenos caciques, como la posible imposición de caciques de una forma
artificial y arbitraria por el encomendero u otra autoridad colonial, lo que los convertiría
en una materia maleable a los intereses de los colonizadores (Broadbent 1981:263).
Como se muestra en una investigación muy rica en ejemplos elaborada por Jorge
Gamboa (2010) muchos de los jóvenes que se hicieron cargo de los cacicazgos, luego
del arribo español, mostraron a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI una
considerable hispanización de algunas de sus prácticas. Detrás de muchos de estos
casos, el uso de las costumbres hispánicas no se debe a una aceptación pasiva de la
dominación colonial, si no a la adopción deliberada y consciente de una serie de
estrategias de sobrevivencia y adaptación al sistema colonial.

Buena parte del efecto intimidatorio que tuvo la teatralización de la violencia y el terror
se relacionó, seguramente, con el hecho de que la señal del castigo se marcaba sobre el
cuerpo del cacique, y por tanto, con muchos de los principios sagrados con los que era
revestida la corporeidad de los líderes de las comunidades. En la Imagen 14 (ver final de
Capítulo 4) se muestra como los azotes, la tortura y la quema de cuerpos fueron
prácticas españolas que algunos autores de las sociedades del norte de Europa
imaginaron como elemento consustancial de la conquista ibérica en América. En el caso
concreto de los grabados de Théodore de Bry, estos fueron usados como correlato
gráfico de las denuncias de sectores españoles contra el régimen violento que
caracterizó a los primeros años del régimen colonial. John Robb (2008) ha señalado que
dentro de todas las interpretaciones y lecturas que se pueden hacer sobre la presencia
europea en el Nuevo Mundo hay una que se detiene en la importancia de los cuerpos, y
en especial, de los significados que para ambos sectores en conflicto tuvo el ejercicio de
la violencia sobre la corporeidad de los individuos. En la mentalidad medieval, el
cuerpo era un espacio físico de batalla y confrontación entre la carne y el alma, o si se
quiere, entre un ente mundano y otro cercano a la divinidad (Robb 2008:97). Por tanto,

129
la tortura y la aplicación de dolor al cuerpo de los indígenas tenía, por decirlo de alguna
manera, un sentido de “redención” y liberación del alma de su contendor “pecaminoso”.
En sociedades cacicales como los muiscas la autoridad política tiene frecuentemente un
revestimiento de sacralidad, por lo que vulnerar el cuerpo del líder debió haber tenido
un efecto inmenso sobre el resto de la población. Pero tal vez, adicional a la aplicación
del castigo sobre la carne –azotar, quemar, flagelar, mutilar, etc.– o los cabellos del
cacique –cortar y jalar de los cabellos–, la afrenta a la corporeidad del líder también
tiene que ver con la vulneración agresiva de los objetos que hacían parte de sus orejas,
brazos, pechos y narices, al igual que los relacionados con la parafernalia de aquellos
espacios de ejercicio del poder cacical que pudieron ser considerados por los muiscas
como entidades vivas que tenían un cuerpo.

Teniendo en cuenta algunas ideas sobre los adornos personales expresadas por trabajos
recientes de la “Arqueología del Cuerpo” (Joyce 2005:142-143, White 2008: 17-18,
White y Beaudry 2009:212), cabe resaltar que los ornamentos y atavíos usados por una
persona, en tanto son parte constituyente de la cultura material, participan en la
distinción del individuo y son agentes activos en la construcción de identidades sociales.
Además, el cuerpo es un escenario en el que se materializan cuestiones sociopolíticas y
culturales, entre las cuales podemos mencionar aquellas relacionadas con la posición de
liderazgo, prestigio y poder que ostenta quien los use. En dicho proceso de
representación, el cuerpo es un objeto que interioriza la realidad circundante, a la vez
que permite crear sentidos distintos de la percepción que se tiene de sí mismo y de los
otros. De esta manera, los adornos personales son una forma de incorporar identidad al
cuerpo.

Una de las presiones iniciales sobre los caciques del Altiplano Cundiboyacense está
relacionada con el oro y los “tesoros”, que, según los españoles, debían ser guardados
por ellos mismos para luego tener derecho sobre ellos como botín de guerra. Si bien
muchos de los objetos orfebres de los muiscas fueron fabricados en tumbaga –aleación
de oro con otros metales–, también se hicieron una cantidad importante de objetos de
oro de buena ley. Al punto que despertó la codicia de los harapientos y hambrientos
hombres ibéricos que llegaron del valle del Magdalena con Jiménez de Quesada en
1537. En el capítulo anterior se señaló que los muiscas desarrollaron una industria

130
orfebre bastante conspicua y cuyas características son bien conocidas en la arqueología
del norte de Suramérica.

En esta tesis se ha planteado que los caciques muiscas prehispánicos no fueron grandes
acumuladores de riqueza e hicieron circular algunos objetos de oro como parte de las
relaciones de reciprocidad y redistribución. En general, de aquellos mecanismos que se
asocian a una “generosidad institucionalizada” que garantizaba la creación y
mantenimiento de alianzas, y la interacción social con otros caciques, con
organizaciones que podían estar subordinadas como es el caso de las capitanías, y las
unidades domésticas. Si se tiene en cuenta que no hay fuentes de oro en el territorio
muisca, la cantidad de oro entregada a la expedición de Jiménez de Quesada –191.294
pesos de oro fino y 37.288 pesos de oro bajo según la Relación del Nuevo Reyno
(1995/1539?/:106) –, debió significar una considerable perdida de los símbolos que
materializaban la interacción social y el establecimiento de las alianzas entre unidades
políticas. Es decir, una alteración de las bases de las que dependía buena parte de la
autoridad de los caciques.

La búsqueda frenética de los “tesoros”, que en teoría guardaban los “señores” muiscas,
fue el motivo de muchos de sus apresamientos, torturas y muertes. El oro, o al menos
cierta clase de objetos orfebres, tenían en tiempos prehispánicos una relación con el
ejercicio del poder de los caciques (Correa 2004, Langebaek 1987b). Dentro de la
orfebrería muisca, la fabricación de adornos personales como pectorales, orejeras,
narigueras y alfileres para atar la vestimenta estaba destinada a materializar sobre el
cuerpo del líder las características especiales que lo diferenciaban del resto de la
población.

De otro lado, la casa o “guê” de los caciques del altiplano, y otros espacios relacionados
con el poder estaban así mismo decorados con adornos de oro y gemas. Como se ha
mencionado en los capítulos anteriores, entre los muiscas las casas eran consideradas
como un ser y había toda una cadena de significados que unían los conceptos de cuerpo,
casa y autoridad (Henderson 2008; Henderson y Ostler 2009). Se mencionó como los
“cercados” y los patios al frente de la casa cacical eran espacios para la realización de
rituales que permitían la reproducción social (Henderson 2008). El despojo violento y
forzado de estos objetos de oro por parte de un ente culturalmente ajeno, al igual que la

131
invasión de los espacios políticos y rituales que eran los “cercados”, atentó
irreparablemente contra el liderazgo de los caciques muiscas al suprimir partes
importantes de esa corporeidad y materialidad de la autoridad cacical.

Dos de los documentos del Archivo General de la Nación de Bogotá más tempranos que
se pudieron consultar en esta investigación ponen en evidencia la manera como, en
1553, varios de los puntos sobre los que se centraba una queja por maltrato interpuesta
por el cacique y los capitanes del pueblo de Chía en la Sabana de Bogotá tienen que ver
con la aplicación de la violencia sobre los objetos, espacios y cuerpos en los que
descansaba la sacralidad y el poder de los caciques. Las autoridades étnicas de este
lugar se quejaban ante la Real Audiencia que el encomendero Juan Muñoz de Collantes
le había arrancado las orejeras de oro al cacique, y que a otros capitanes les había
pegado con un palo hasta hacerlos sangrar y jalado de los cabellos para que le
entregasen el oro que pedía como tributo. Dentro del proceso contra Muñoz de
Collantes está la acusación de deshacer el cercado y bohío del cacique mandando unos
caballos y metiendo unos cerdos dentro de este. También se acusaba al encomendero de
haber matado a dos “xeques” (léase “jeques” o “chuques”) por haberse negado a
entregar el oro de los “santuarios” y de los “entierros”. Estas quejas, además de los
abusos de tipo laboral, hacían que el cacique pidiera ante los oidores de la Audiencia
que “le diese a otro amo [y] que no quería servir al dicho Juan Muñoz” (A.G.N
Encomiendas 6 Doc.17, fols 480-496 y Encomiendas 10 Doc.5, fols 729-807).

A propósito de los “santuarios” y “entierros”, se sabe que a Montalvo de Lugo, el jefe


de una de las expediciones de conquista tardías de la década de 1540, se le mencionó en
su juicio de residencia el hecho de haber puesto presos a algunos caciques del altiplano
para que éstos le entregaran el oro y las joyas de los entierros (Restrepo Tirado
1939:302). El saqueo de los enterramientos indígenas y de otros espacios destinado a ser
“santuarios”, como las lagunas, debió convertirse en una práctica más o menos regular
entre muchos de los primeros españoles que llegaron al altiplano, dado que la Corona le
pedía a la Real Audiencia de Santafé en 1551 que se prohibiera esta práctica, e incluso
que se restituyera a los indios de los bienes que hubieran sido encontrados en estos
lugares (F.D.H.N.R, I, doc. 50).

132
La profanación de la tumbas por parte de los españoles debió haber tenido dos efectos
significativos para la cultura indígena. Por un lado, se convirtió en una afrenta más
contra el mundo sagrado ya que los entierros representaban para los muiscas el espacio
de la morada de los ancestros y de los caciques “viejos”. Por otro, en un mecanismo que
atentaría contra la desterritorialización de las unidades sociales. En últimas, estas
acciones llevadas a cabo por los primeros españoles pudieron haber sido asumidas por
los muiscas como un desorden del mundo de “abajo”, que como se señaló en el capítulo
1, es el espacio en donde se lleva a cabo la reproducción social. No está de más
recordar, como lo ha señalado Caillavet (2000:398), la importancia que tienen en los
Andes los muertos y el entierro de los ancestros dentro de los mecanismos de
reafirmación de la pertenencia de una etnia a un territorio determinado, por lo que la
práctica de saquear entierros y vulnerar santuarios debió tener sus consecuencias en los
virajes del sentido de la identidad indígena en el altiplano. La vulneración de espacios
funerarios y sagrados no terminó con los años de la conquista en la década de 1540, e
incluso llegó a promoverse por parte de las autoridades eclesiásticas de en la segunda
mitad del siglo XVI como una decidida y deliberada estrategia para romper el vínculo
de la historia y la memoria indígena con el territorio (Zapata de Cárdenas
2008/1576/:280).

Sin embargo, a pesar de todo este panorama negro y nebuloso, los muiscas y algunos de
sus caciques no fueron observadores pasivos de los hechos de la conquista y de los
primeros años de la colonización española. Una de las ideas sobre las que se construye
esta tesis es que los indígenas del Altiplano Cundiboyacense fueron actores
protagónicos y activos del drama que comenzó en 1537. La agencia indígena está
presente en las acciones y hechos de estos primeros años de presencia española, y
muchas de sus decisiones marcaron definitivamente el viraje que tomaría la política
colonial en esta parte de los Andes del norte de Suramérica. Sin lugar a dudas, el primer
encuentro se debió caracterizar por una situación ambigua que osciló entre el temor y la
curiosidad mutua. Pero una vez superadas estas cuestiones, las comunidades y sus
líderes –los caiques– debieron deliberar sobre la forma como iban a relacionarse con los
invasores y, con los años, aprenderían a sortear las situaciones que implicaba el andar
por los sinuosos caminos de las relaciones interculturales. En otras palabras,
aprenderían a vivir dentro de la encrucijada colonial.

133
La reacción más inmediata, y de la que se encuentran mejor documentación, es la
resistencia activa y el enfrentamiento directo que se dio con el avance de las tropas y
posterior presencia de conquistadores. Por los testimonios españoles más tempranos que
se conocen como es la Relación del Nuevo Reyno de 1539 y el Epítome de la Conquista
del Nuevo Reino de Granada, escrito presumiblemente por el mismo Jiménez de
Quesada en 1544, se sabe que, una vez entrados los españoles por los primeros pueblos
y vencida cierta curiosidad mutua, los enfrentamientos comenzaron a presentarse. En
concreto, una de estas narraciones tempranas señala que “no fueron pocas” las
ocasiones en las que se levantaron los indios con “rrenquentros y escaramuzas”, y que
para “subjetalos a unos por bien y a otros por mal” gastaron todo el año 1537 y parte de
1538 (Epítome de la conquista 1995/1544?/:130). Según se lee en estos documentos el
cacique de Bogotá trató de frenar el avance de los hombres de Jiménez de Quesada por
la Sabana de Bogotá. Las crónicas posteriores también comentan este hecho, e incluso
mencionan que en una de las batallas iniciales los indios sacaron la momia de un
cacique antiguo a quien llevaban en andas por el campo de batalla (Aguado
1916/1581/:I, 265, Simón 1981/1625/:III,183).

Por lo expresado en las crónicas se sabe que las cuadrillas de españoles hacían uso
indiscriminado de las sementeras indígenas, lo cual seguramente agregaba motivos de
tensión entre los indígenas y los recién llegados. Esto se convirtió, según los cronistas
Aguado (1916/1581/.I,315), Castellanos (1932/1592?/: II, 385) y Simón (1981/1625/:
III, 265), en uno de los motivos por los cuales se levantaron los caciques de Paipa y
Duitama en los momentos de la llegada de Jiménez de Quesada a esa parte del norte del
altiplano. En las crónicas se destaca, principalmente, la resistencia del “señor” de
Duitama, y en documentación más tardía de la segunda mitad del siglo XVI se
evidencia que los indígenas de la región de Paipa se encontraban todavía en estado de
guerra contra los españoles (Francis 1997: 58-59). También, una vez entregadas las
primeras encomiendas, algunos indios se levantan contra sus “amos” ibéricos
seguramente por los abusos cometidos en la tributación y las excesivas cargas de
trabajo. Este es, por ejemplo, el caso del cacique de Tiquisoque en la región de Saboyá,
quien terminó por atacar al encomendero Alonso Gascón y comenzar una revuelta
regional que fue disuelta con el envío de españoles desde Santafé
(Castellanos1932/1592?/:II,417 y ss, Simón 1981/1625/:IV,37 y ss). En este caso los

134
caciques ordenaron a sus indios no solamente el alzarse en armas, sino dejar de trabajar
y desobedecer al encomendero.

Como parte de los enfrentamientos contra los españoles los muiscas usaron varios
mecanismos. Uno consistió en impedir las entradas españolas a los pueblos poniendo
puyas envenenadas en los caminos “contra los que entran y van hacia sus pueblos”,
como lo describe Aguado (1956 /1581/ I: 349). Otra estrategia comentada por los
cronistas era refugiarse en áreas inalcanzables para los españoles. En los meses que
siguieron a la fundación de Santafé en Agosto de 1538 hay registro del levantamiento de
indios de Suta, Tausa y Cucunubá, Simijaca, Ocavita y Lupachoque. En este caso fue la
huida a las sierras y la resistencia bélica desde estos lugares. Incluso, como ocurrió en
Cucunubá y Sutatausa, los indios se despeñaron y suicidaron en masa cuando se vieron
rodeados por los ibéricos (Aguado 1916/1581/: I, 398, Castellanos 1932/1592?/:II,467,
Simón 1981/1625/:IV,117 y ss). Según la Relación del Nuevo Reyno (1995/1539/:98) la
táctica era internarse en “una sierra muy agra a donde no se les puede hazer daño
nenguno sin mucho trabajo de [e]spañoles”. En la Sabana de Bogotá la existencia de los
“humedales” –pantanos y ciénagas–, así como áreas pantanosas en el fondo del valle de
Duitama y Sogamoso favoreció la resistencia indígena a la entrada de las tropas
conquistadoras. Los indios se refugiaban dentro de éstas para neutralizar el efecto de los
caballos, los cuales eran inoperantes en los ambientes cenagosos (Aguado 1916/1581/:I,
277, 318 y 324, Castellanos 1932/1592?/:II,365 y 462)

Los cronistas contaron el caso del levantamiento de los caciques de la región Tunja
encabezados por Quemichua, el sobrino heredero de Quemuenchatocha, quien había
sido asesinado meses atrás por Jiménez de Quesada y sus hombres. Parece que algunos
jefes muiscas del norte del altiplano, sabiendo que los españoles habían salido para una
expedición al territorio de los Laches, organizaron una junta secreta en la que según un
cronista determinaron que “cada cacique o principal, en cierto día señalado había con
sus sujetos de dar en la casa de su encomendero, y matarlo y quemarlo dentro”.
(Aguado (1916/1581/: I, 393). Los españoles terminarían por enterarse de la reunión, y
aprovechando un día de mercado y de intercambio en que estaban presentes todos los
caciques, fueron apresados y ejecutados públicamente en la plaza de Tunja (Aguado
1916/1581/: I ,391-92, Simón 1981/1625/: IV, 100). No hay que olvidar que se está

135
hablando de relaciones de poder en las cuales la resistencia se constituye en un elemento
fundamental de las mismas.

Según información temprana, el cacique de Guatavita y el heredero del cacique de


Bogotá protagonizaron rebeliones ante la presencia de los primeros españoles en el
altiplano. El levantamiento del cacique de Gustavita es mencionado en 1543 en un
proceso adelantado contra Hernán Pérez de Quesada, hermano de Jiménez de Quesada,
por el uso de la violencia para forzarlo a entregar oro y joyas. Parece que el cacique sólo
le envió comida y, en represalia, el español le quemó la población y las labranzas y
mató a mucha gente. Por esta razón los indios “se alzaron y despoblaron su tierra y con
ellos el dicho señor de Guatavita, y nunca más hasta ahora ha parecido, ni han vuelto a
sus asientos” (D.I.H.C, VII, Doc. 1664, 22). Por los mismos años este cacique lideró
otro levantamiento, y como respuesta, el alcalde de Santafé, Martín Pujol, incursionó en
el territorio de Guatavita matando 1.500 hombres y asolando cultivos y viviendas. De
nuevo, se indica que la estrategia de respuesta y resistencia fue la huida a las sierras
(Restrepo Tirado 1939:318).

Tal vez el ejemplo más conocido y nombrado en las crónicas sobre las reacciones de los
caciques a la conquista y sus consecuencias posteriores es el levantamiento de un indio
llamado Sagipa en 1538 o 1539 quien pretendía suceder al cacique de Bogotá. El
ejemplo contiene algunos elementos del tipo de agencia indígena que se presentaba en
estos años. Ante la muerte del cacique de Bogotá, en un hecho que no es claro, la
vacancia del cacicazgo de este territorio pretendió ser ocupada por un personaje llamado
Sagipa –llamado también Sacresasigua o Sacsagipa–. Según la Relación del Nuevo
Reyno (1995/1539/:104-105) Sagipa trató de levantar a las comunidades y juntar a otros
caciques en contra de la presencia española. Finalmente, el alzamiento cede ante las
presiones de los españoles y el abandono de la revuelta por parte de algunos de los
caciques aliados de Sagipa, a quienes Jiménez de Quesada amenazó que de no hacerse
sus “amigos”, “él los mataría [y] haría guerra a ellos y a todos sus deçendientes”.

Además de la amenaza del conquistador, varios de los caciques desistieron de seguir al


líder rebelde porque, al parecer, carecía de cierta legitimidad para ser cacique de
Bogotá. Según Fray Pedro Simón (1981/1625/: III, 277) Sagipa, independiente del
carisma y capacidad de liderazgo en las cosas de la “guerra y el gobierno” que le

136
permitieron la adhesión de otros caciques, no tenía la “sangre real” de Tisquesusa, el
cacique recién muerto de Bogotá. Según el cronista, dos parientes del cacique
Tisquesusa llamados Caximimpaba y Cucinemagua sintieron que Jiménez de Quesada
los podría ayudar a deshacerse de la competencia que tenían para quedarse con el
cacicazgo. No obstante, aunque de forma muy vaga, en fuentes tempranas y
temporalmente más cercanas al acontecimiento, como son la Relación del Nuevo Reyno
(1995/1539/:104) y el juicio mismo contra Sagipa (G.J.D.H, Tomo 1, doc.17, 172) se
menciona que era sobrino del anterior cacique. Además, Fray Pedro de Aguado
(1581/1956/:I, 270) y todas las fuentes mencionadas anteriormente, dicen que Sagipa no
cumplía con una “costumbre” del cacicazgo de Bogotá: para ocupar este cargo, antes
debía haber sido cacique del pueblo de Chía. Una vez preso el mismo Sagipa se vería
tentado por Jiménez de Quesada quien lo intentó persuadir que de hacerse “amigo de los
cristianos” y entregar un supuesto “tesoro” que había escondido su tío, “haría que todos
los caciques le obedeciesen” (G.J.D.H, Tomo 1, doc.17, 172).

El accionar de este personaje reafirma una de las hipótesis de esta tesis que establece
como falsa la consideración de los muiscas como elementos o sujetos pasivos ante el
avance y posterior consolidación del poderío español en el Altiplano Cundiboyacense.
Un elemento del caso que llama la atención es la descripción de Sagipa como un líder
con dotes para la “guerra”. Se sabe que este cacique aprovecharía la presencia de
hombres de guerra españoles para hacer una incursión bélica contra los panches de la
vertiente de la Cordillera Oriental que mira al Valle del Magdalena, logrando convencer
a Jiménez de Quesada de hacerlo. Las crónicas tempranas indican que los cacicazgos
muiscas del sur del Altiplano Cundiboyacense tenían, en tiempos anteriores a la llegada
de los españoles, constantes enfrentamientos con los panches. En el capítulo 3 se hizo
mención que, si bien la presencia de la actividad bélica entre los muiscas prehispánicos
no es muy clara, hay algunos indicios que permitirían pensar que la habilidad en las
confrontaciones armadas hacían parte de las cualidades que debían mostrar los caciques
para lograr la legitimidad dentro de su unidad política. Se indicó también que algunas
piezas orfebres del grupo conocido como “tunjos” representaban a guerreros, o en todo
caso a personajes –tanto hombres como mujeres– con elementos de guerra como
lanzaderas, e inclusive cabezas trofeo, o en posiciones de ataque y ferocidad (Castro
2005, Lleras 2001, Pineda 2005). Este aspecto de la guerra como un factor de peso en la

137
definición de las bases del poder y la autoridad cacical se ha descrito para muchas
sociedades de jefatura (Carneiro 1981, Feiman y Neitzel 1984) por lo cual no sería raro
encontrarlo para los muiscas.

No es extraño entonces que Sagipa estuviera pensando en utilizar a los españoles para
vencer a sus enemigos como parte de una estrategia política para legitimar su posición
como aspirante al cacicazgo de Bogotá demostrando su habilidad, no sólo como
guerrero sino como un líder que logra establecer alianzas. Finalmente Sagipa nunca
pudo entregar el famoso tesoro por lo cual es nuevamente apresando y torturando, y
murió privado de la libertad en 1539. A propósito del uso de la tortura para castigar o
intimidar a los caciques, en el juicio que se le hizo a este cacique se menciona que la
aplicación de la tortura a los indios se podía hacer sin ningún tipo de consideración
moral dado que “como el dicho [Sagipa] es infiel, donde no se requería de tantos
miramientos ni advertencias como a un cristiano […]” (D.I.H.C. V, doc. 1236, 114-
115). Posiblemente muchos caciques aceptarían su cristianización como una estrategia
para evitar, o al menos alivianar, la aplicación de castigos violentos o la muerte misma.
El tema de la conversión de los caciques al catolicismo, al igual que las estrategias
activas o pasivas de rechazo a la evangelización, serán abordadas en los capítulos 6 y 7.

4.3. Instrumentos, instituciones y tecnologías del poder de la dominación colonial


en el altiplano cundiboyacense en los inicios del período hispánico.

4.3.1. Las encomiendas


La encomienda fue una institución colonial definida básicamente como un grupo de
indígenas que se le entregaba a un español para que éste, por medio del trabajo y el
tributo de los indígenas, pudiera sobrevivir. En la mayoría de los casos del altiplano se
trató de una recompensa por la participación en la empresa de la conquista. Desde un
comienzo se esperó que con la concentración de la población indígena en un territorio
fijo y su entrega al cuidado de un español se facilitara la vigilancia, el control de sus
movimientos, las labores de conversión al cristianismo y la recolección tributaria. A
diferencia de las acciones ocasionales de los conquistadores en cada valle y localidad, la
institución de la encomienda estableció una relación más duradera, aunque no siempre
de manera estable, entre cada uno de los cacicazgos muiscas y el mundo hispánico.

138
No obstante, las relaciones establecidas por medio de esta institución implicaron que un
elemento culturalmente extraño se inmiscuyera de manera más directa en el
funcionamiento interno mismo de las comunidades indígenas (Tovar 1995). Al igual
que en otros lugares de Hispanoamérica, en el altiplano la base para entregar las
encomiendas fueron las unidades políticas indígenas que, para el caso de los muiscas,
fueron los cacicazgos, o al menos lo que los españoles entendieron por cacicazgos
muiscas. Son precisamente estos aspectos los que convierte a la encomienda en la
institución colonial por excelencia desde la que se puede observar las relaciones de
poder y los cambios en la identidad indígena en el Altiplano Cundiboyacense en los
años iniciales de la dominación española.

Como institución, la encomienda puede abordarse desde varias perspectivas. Reacia


inicialmente a asumir directamente los costos de la conquista y colonización de los
territorios descubiertos en América, la corona española delegó, en un principio, a
personas particulares la empresa de la conquista. Entre las retribuciones que la corona
les daba a los principales miembros de las expediciones, además de títulos, estaba la
posesión de repartimientos y encomiendas. Este sistema “privado” permitió la rápida
ocupación de un vasto territorio que quedó a nombre de los soberanos españoles con
una risible inversión por parte de éstos (Williams 2007: 276-77).

Desde su implantación en América por los Reyes Católicos, en el amanecer del siglo
XVI, y pese a todas las mutaciones que sufriría a lo largo de la centuria, las
encomiendas fueron pensadas simultáneamente tanto como una forma de
aprovechamiento económico de las comunidades indígenas para beneficio de los
colonos y la corona, como un dispositivo de control y vigilancia de la población.
Además, para la corona española era importante que los conquistadores, y
posteriormente los colonos, fueran la milicia que respondiera ante amenazas y ataques
que pusieran en riego sus intereses en ultramar (Kahle 1979). Es por eso que la
encomienda tiene un componente militar, que aparte de repeler a fuerzas extranjeras o a
conquistadores rebeldes, como serían los casos de Gonzalo Pizarro o Lope de Aguirre,
actuaría frente a una posible amenaza de los mismos indígenas.

En los primeros años del período hispánico, en especial la década de 1540, los colonos
españoles vivían atemorizados ante posibles sublevaciones indígenas en el altiplano.

139
Como parte de un pliego de derechos que los primeros colonos españoles le reclamaban
a la corona en 1546 se encuentra que de no asegurarles el gozo económico de una
encomienda, el Nuevo Reino se quedaría sin españoles y entonces no habría quien
defendiese al reino ante un eventual levantamiento indígena “como cada día parece”.
En esta petición los encomenderos neogranadinos indicaban que si los indios se
levantaran en armas y no existieran los repartimientos, ningún soldado español se iría a
remediar el hecho ya que no habría sustento ni forma de costear las “[…] cosas
necesarias para la guerra”, y que para pacificarlos la corona tendría que invertir “[…]
más costa en dos meses que el provecho que los indios diesen en diez años […]”. De
otro lado, argumentaban que la institución servía para el control de la población
indígena debido a que sin las encomiendas los indios “[…] se quedaban en su rebelión y
alzamiento, se alzaría y rebelarían contra el servicio de Su Majestad, y podría ser que
la tierra se despoblase” (D.I.H.C VIII, Doc. 1833, 151).

El sentimiento de amenaza de un alzamiento se encuentra incluso en situaciones tan


curiosas como la existencia de perros en las comunidades indígenas. Dada la cantidad
de caninos que se habían reproducido desde la llegada de los españoles, cada indio “por
pobre que sea” tiene su perro, decía Jiménez de Quesada en las “Indicaciones para el
buen gobierno” (1923/1549?/: 354), quien observaba además que:
“[…] si biniese tiempo que un cacique se alçase y se subtraxese de la obediencia de
V[uestra] M[agestad] sera muy dificil de yllo a allanar y apaciguar por que tienen como
por guardas suyos a los perros de manera que de muy lexos son sentidos los españoles
y se ban luego los yndios a los montes; y allende desto si la tierra toda se alçase hera
muy mayor el yncombeniente por tener como amparo suyo los dichos perros […] de
manera que tambien arremeteran y arremeten a un español e ayudan al yndio contra el
cristiano de manera que hay muchos yncombenientes dexalles tener los dichos perros
[…]”.

Sobre el tema del castigo, a mediados de la década de 1540, los encomenderos del
Nuevo Reino argumentaban que había sido necesario la aplicación del maltrato para que
los indios quedaran sometidos a “la obediencia y servidumbre a Su Majestad.” (D.I.H.C
VIII, Doc. 1889, 247). Los colonos eran conscientes que no podían excederse en los
malos tratamientos hacia los indios ya que esto les podría acarrear que los despojaran de
la encomienda, pero señalaban que dejar de castigar a los indios o ser penalizados podía
tener una consecuencia negativa ya que “[…]si al español que mata a un indio o le

140
hiere o da un bofetón o le dice palabras injuriosas le hubieren de castigar como Su
Majestad manda, en pocos días no habrá españoles en las indias […], y recomendaban
en cambio “[…] que el castigo de los que en esto ecedieren, sea moderado y
livianamente, y cosas livianas se disimulen por los inconvenientes dichos” (D.I.H.C
VIII, Doc. 1889, 252-53).

La encomienda también terminaría por convertirse en un instrumento que restringió la


movilidad de las personas de las capitanías fijando a los indios a un territorio específico.
Con esto se truncó uno de los mecanismos de integración social y cultural de los
muiscas. Las capitanías muiscas eran unidades familiares exogámicas que tenían un
patrón virilocal de residencia que establecían las parejas recién casadas, y la vuelta a la
residencia de la familia materna de la mujer y sus hijos, si ésta enviudaba. En principio,
una vez que los indígenas cumplieran con las “demoras” y los tributos quedaban libres
de moverse. Sin embargo, esto se trató de impedir a toda costa ya que estos
movimientos de población estaban en contravía con los intereses tributarios de los
encomenderos y la Real Hacienda, y de los deseos evangelizadores del clero (Friede
1969:46).

En un largo pleito que se dio entre Ibcaseva y Pachatoque, caciques de los pueblos de
Chaine y Cómbita respectivamente, se aprecia cómo la encomienda fijó a los indios en
un solo sitio y alteró los cambios de residencia que tenían prescritos los muiscas para
los recién casados y las viudas. La disputa era por unos indígenas que los dos caciques
reclamaban como sus “sujetos”. Ambos caciques apelarían tanto al uso y la costumbre
indígena, como a las determinaciones de las autoridades coloniales sobre la
permanencia de los indígenas a un cacicazgo y por tanto a una encomienda determinada
(A.G.N. Encomiendas 2, Doc. 6, fols 463-508).

Esto sucedió entre 1569 y 1577 en los años meridianos de la llamada “edad de oro” de
los encomenderos neogranadinos, y cuando ya habían transcurrido varios años desde la
conquista. Sin embargo, por la edad de los indios en disputa, tres mujeres llamadas
Ruchugai, Usagai y Futugai y tres varones nombrados como Unbasiche, Neasira y
Tebsucha, el tema se ubica en los años que rodean a la llegada de los españoles en 1537.
El cacique de Chaine alegaba que estas personas eran suyos porque sus madres habían
nacido ahí y que la permanencia de éstos en su pueblo se lo había ratificado tanto el

141
Licenciado Tomás López en la visita de 1558, como posteriormente el oidor Juan López
de Cepeda. Apelaba a que era en su territorio donde los indios en diputa tenían sus
“bohíos y labranzas”. Por su parte, el otro cacique llevó testigos para que declararan que
si se pasaban a Cómbita era porque ahí vivían sus “parientes”. Para reducir la movilidad
tanto el cacique de Chaine como las autoridades coloniales tuvieron que apelar al uso de
la violencia para hacer que estos indios e indias se quedaran en el pueblo del cacique
Ibcaseva. Las declaraciones de algunos testigos indios y españoles permiten inferir que
los encomenderos a los que se subordinó a ambos caciques ejercían presión, y que parte
del interés de las partes en conflicto era asegurar una fuente de trabajo con que cubrir
las demandas fiscales que pesaban sobre la población de los cacicazgos coloniales.

La encomienda del siglo XVI en el Nuevo Reino de Granada se puede entender también
como la opción económica adoptada por los españoles para generar riqueza, o al menos
un sustento, y la institución desde la que se podía demostrar una posición de honor y
prestigio. Es decir que para el sector español de la sociedad colonial el goce del tributo
y el trabajo de un grupo de indígenas era parte consustancial de las relaciones de poder
y el foco sobre el cual giraron buena parte de las tensiones políticas del siglo XVI
(Bonilla 2004, Colmenares 1997a, 1997b, Friede 1969, Villamarín 1972). Los conflictos
políticos iniciales en el altiplano giraron sobre el control de la mano de obra no sobre la
posesión misma de la tierra. Jurídicamente, el otorgamiento de un título de encomienda
no otorgaba propiedad sobre la tierra (Friede 1969: 44, García Mayorga 2002:4).

La posesión de tierras no fue un aspecto sobre el que se observe mucha presión durante
el siglo XVI, situación que comenzaría a cambiar en la siguiente centuria precisamente
cuando la encomienda dejó de ser la institución económica dominante y las familias
encomenderas, o al menos una buena parte de éstas, perdieron su rol protagónico en los
escenarios de poder. Como se mostrará en los siguientes capítulos, este cambio en la
importancia de la encomienda en la Nueva Granada está dado por un viraje en la
conducción política del territorio y por una dramática reducción de la mano de obra
indígena, base esencial del poder del sector encomendero.

La mano de obra indígena fue el valor supremo de la economía y la política del altiplano
en los primeros años del período colonial. En el capítulo 2 se indicó que dadas las
condiciones ambientales de los Andes Septentrionales, y al hecho de que la producción

142
agrícola que se dio Hispanoamérica en el período colonial temprano se hizo con una
inversión tecnológica muy precaria, la tierra sin indios que supieran trabajarla no tenía
mucho valor. Por tanto, era fundamental agrupar, controlar, y vigilar el comportamiento
y movilidad de la mano de obra. Ese es precisamente el nudo que estructuró el sistema
sociotecnico colonial neogranadino en el siglo XVI. Por eso la encomienda, si bien
supuso un enconado conflicto entre la administración colonial y los colonos en los
primeros cincuenta o sesenta años de presencia española, fue esencial como mecanismo
inicial de control, vigilancia y agrupamiento de los indios muiscas del altiplano.

Esta visión se entiende, por ejemplo, en una misiva del obispo de Santa Marta8 Fray
Martín de Calatayud al rey Carlos V en 1545. En la carta le expone la importancia de la
encomienda para el futuro de la presencia de los españoles en el territorio. Indicaba que
el servicio de los indios era el único modo de sostenimiento económico de los colonos
en el Nuevo Reino. “[…] porque puestos acá”, explicaba, los españoles “no quieren
servir a nadie, aunque en España no hayan sido de otro oficio sino servir”. Así mismo,
le sugería al rey que al vivir los indios con europeos se les estaba inculcando “[…]
policía en su manera de vivir […]”, es decir que vivieran con un orden de estilo
español, y que congregados aprenderían la doctrina cristiana para que dejaran sus ritos y
supersticiones naturales. Fray Martín concluía su epístola diciéndole al emperador que
“[…] servirse de los indios los españoles, aunque al principio sea contra su voluntad,
es tratar de a su provecho los negocios de ellos, como de quien no sabe lo que le
cumple” (D.I.H.C VIII, Doc. 1797, 63-64).

La conocida fórmula de un “cacique y sus sujetos para un conquistador” fue un factor


de conflicto en la sociedad colonial temprana en el Nuevo Reino de Granada ya que de
todas formas el número de cacicazgos muiscas en 1537 se encontraba por debajo del
número de interesados en poseerlas. Esto obligó a subdividir algunos cacicazgos y, en
especial, los más grandes de tipo regional que quedaron reducidos a un conjunto
desarticulado de unidades políticas locales. En los casos de cacicazgos más simples –del
tipo liderado por un “pshipqua” –, la división se hizo con las capitanías y muchos de los
“tybas” o capitanes prehispánicos se convertirían en caciques coloniales. Esta es una de

8
Hasta la creación de la Real Audiencia de Santafé en 1550, lo que se nombraba como Nuevo Reino de
Granada se consideraba como parte de la gobernación de Santa Marta.

143
las razones que subyace detrás de muchos pleitos de las décadas meridianas del siglo
XVI entre las figuras de autoridad y de liderazgo indígena.

En las fragmentaciones sociopolíticas de las unidades indígenas del período hispánico


temprano los conflictos de origen precolombino entre caciques, o entre capitanes y
caciques, se hicieron evidentes y tomaron una dinámica de afrontar y solucionar los
problemas entre las partes que oscilaron entre las formas tradicionales muiscas y los
recursos legales e informales introducidos por los españoles. Buena parte de los pleitos
de caciques y capitanes muiscas del período colonial temprano que se han estudiado
(Bernal 2007; 2008, Gamboa 2010) sugieren que los impases entre las formas de
autoridad indígena se produjeron por la amalgama entre un conjunto más o menos
horizontal y heterárquico de relaciones de poder de raigambre prehispánico con otro
vertical y jerárquico característico de la sociedad ibérica de la época de la conquista.

La coexistencia de estructuras nativas de origen precolonial y aquellas introducidas con


la invasión fue funcional al sistema de dominación español en el Nuevo Mundo, e hizo
de ésta una de las bases que explica su prolongada existencia entre los siglos XVI y
XVIII. Un proceso similar al descripto sucede con el paso de un modo de producción a
otro. Por ejemplo, en los inicios del capitalismo, el capital toma lo que tiene a mano y
comienza a parasitarlo, porque, como lo ha expresado Fabián Nievas (1999:107) “la
producción capitalista no surge por generación espontánea, de la nada, ni existe desde
siempre. Por el contrario, la organización capitalista del trabajo se apoya en antiguas
formas de trabajo”.9

Otro aspecto clave que contribuyó enormemente a la fragmentación política y social de


los cacicazgos muiscas en el siglo XVI fue la inestabilidad política de las primeras tres
o cuatro décadas de presencia hispánica en el Nuevo Reino de Granada. El nepotismo,
los amiguismos y la creación de una red clientelar permitieron a los primeros dirigentes
españoles del territorio neogranadino una escasa gobernabilidad. Esta dinámica
implicaba el otorgamiento de nuevos títulos de encomiendas efectuados sucesivamente
mediante el despojo del título a antiguos conquistadores o dividendo a las ya
establecidas. Durante estos años no existió ninguna garantía jurídica, ni institución de

9
Esta capacidad del capitalismo de actuar sobre estructuras características de modos de producción
anteriores fue inicialmente considerada por Carlos Marx (1988-90) en “El Capital”.

144
administración colonial alguna con la suficiente legalidad para garantizar una seguridad
en la posesión del título. Así el sentimiento de muchos conquistadores y colonos de la
transitoriedad del goce de las encomiendas tuvo funestas consecuencias para los
indígenas del altiplano ya que se tradujo en una frenética necesidad de aprovechar al
máximo el trabajo y los recursos de cada comunidad indígena en el menor tiempo
posible.

Para algunos españoles de la época era evidente que las constantes divisiones de los
cacicazgos para ser entregados como encomiendas iban en contravía de sus propios
intereses y de la idea misma de protección de los indígenas que promulgaba la corona
ya que “[…] cuanto mayor es el repartimiento tanto menos los naturales son
molestados y fatigados en servicios y otras cosas por las personas que los tienen […]”
(D.I.H.C, VIII, Doc. 1889). Además que los cambios en la titularidad de éstas era “muy
perniciosa a los indios”, como observaba el mismo Jiménez de Quesada. Este último
anotaba que al desmembrar las unidades políticas “[…] el cacique bee que parte de su
yndios no lo sirven si no que sirbe al que solia ser su capitán, de tal manera se
escandaliza el y sus súbditos […] y se alçan allende desto los unos y los otros se
alborotan e huyen e desamparan su tierra viendo que en un repartimiento e lugar
entran diversos españoles […]” (Indicaciones para el buen gobierno 1923/1549?/: 359).

4.3.2 Los intentos de institucionalización del poder colonial y las “visitas a la tierra”
como instrumentos de control.

En 1542, el Concejo y las cortes de Carlos V determinaron una legislación que le puso
cortapisas al uso indiscriminado de los recursos humanos y materiales de las
comunidades indígenas del Nuevo Mundo por parte de los encomenderos. En el caso de
los territorios españoles de la esquina noroccidental de Suramérica, el conocimiento de
esta normatividad, nombradas como las “Nuevas Leyes”, fue promulgada en Cartagena
en marzo de 1544 y de inmediato causó revuelo en todas las ciudades del Nuevo Reino
de Granada. Los encomenderos cocideraron que dicha reglamentación era lasciva a sus
intereses (Colmenares 1997b:119). Sin embargo, más allá de si la legislación emitida
desde la Península Ibérica estaba interesada en mutar formalmente la posición de los

145
indígenas americanos de esclavos a vasallos, el ánimo de las “Nuevas Leyes” se
concentraba en regular el acceso y control de la mano de obra indígena para el beneficio
del imperio. La promulgación de esta legislación coincidía además con la intención de
los soberanos españoles de imponer una mayor presencia institucional del estado que
pudiera velar, al menos en el papel y el deseo, por los intereses de la corona (Sánchez
Conca 1988:440).

Vale la pena destacar que el sistema “privado” con que los monarcas españoles
emprendieron la conquista permitió, en el corto plazo, la apropiación de un extenso
territorio a nombre de la corona de una forma relativamente económica (Williams 2007:
276-77), pero implicó que, en el lago plazo, el poder político, y el control social y
productivo de los territorios quedaran en manos de agentes particulares locales en
detrimento de una presencia efectiva de los representantes del rey. Esto relegaría en
muchos casos al estado español y la administración colonial al papel de balbuceantes
espectadores y determinó que los funcionarios coloniales españoles aprenderían a
convivir en la práctica con las soluciones de tipo informal que los actores locales
creaban para resolver los problemas de la vida colonial (Carmagnani 2011, Elliott 1998,
Hamnett 2000).

En el caso del Nuevo Reino de Granada (ver mapa de la imagen 15 al final del Capítulo
4) la aplicación de la normatividad contenida en las “Nuevas Leyes” fue comisionada a
Miguel Díaz de Armendáriz. Cuando este funcionario de origen vasco llegó a Santafé
encontró que las cosas estaban a “[…] dos dedos de resbalar en los inconvenientes del
Perú […]” (D.I.H.C VIII. Doc. 1797, 62) recordando los acontecimientos
protagonizados por Gonzalo Pizarro en los Andes Centrales. El miedo a que la revuelta
de los antiguos conquistadores del Perú fuera replicada por el poderoso grupo de los
encomenderos neogranadinos determinaron una aplicación tímida de la legislación y, de
esta manera, el predomino encomendero se prolongó prácticamente hasta la alborada del
siglo XVII (Colmenares 1997a; 1997b, Eugenio 1977, Tovar 1999).

Los colonos españoles y encomenderos, buena parte de ellos “vecinos” de centros


urbanos como Vélez, Tunja y Santafé en donde controlaban los cabildos y los
principales cargos públicos, le reclamaron a Díaz de Armendáriz que de darle
cumplimiento a la “Nuevas Leyes” el reino terminaría por despoblarse. Aparte de

146
exponer asuntos como el inconveniente de prohibir el uso de indios como cargueros
ante la insuficiencia de caballos y bestias, peleaban por cuestiones relacionadas con una
mayor seguridad jurídica sobre la tenencia de las encomiendas, y sobre el monto y tipo
de tributación que se les podía exigir a los indígenas. Como la legislación contemplaba
que se cobrara como tributo lo que antes de la llegada de los españoles exigían los
caciques, los encomenderos se excusaban en que no sabían cuáles eran esos tributos
antiguos para poder cobrar las “demoras” con moderación. Además, alegaban que no
había mucho oro en el altiplano, y que, al menos en el papel, no se podía exigir la
prestación de trabajo físico o en servicios personales, y en consecuencia, solicitaban que
se pudieran cobrar los impuestos en especie (D.I.H.C VIII, Doc. 1889, 246). Como se
mostrará en el siguiente capítulo, esta exigencia se volvió una realidad legal unas
décadas después, y el producto con el que los muiscas pudieron pagar sus cargas
impositivas fueron las mantas de algodón, artículos que salieron desde el corazón
mismo de las comunidades, y por tanto, su producción y entrega como tributo al mundo
colonial fue un factor más que contribuyó a alterar las relaciones entre las unidades
domésticas los caciques y lo capitanes.

Al transcurrir una década desde el arribo de los primeros conquistadores, la corona y el


estado español no lograba crear la situación para hacer valer sus intereses en el territorio
del Nuevo Reino de Granada. Después del revuelo que causó la promulgación de las
“Nuevas Leyes”, de las amenazas de despoblamiento o insurrección de los mismos
encomenderos, y de una serie de acusaciones sobre las actuaciones de Miguel Díaz de
Armendáriz, a éste no le quedó otra que reconocer ,en 1547, que a pesar de haber
anunciado y pregonado una legislación que emanaba de la conciencia cristiana y
humana del soberano, con los encomenderos no se podía hacer otra cosa que “tenerlos
contentos y alegres”. Por lo tanto, sobreseyó su aplicación por un lapso de dos años
(D.I.H.C, VIII, Doc. 1889, 276), tiempo que coincidió con la fundación en el Nuevo
Reino de Granada de una institución formal y duradera que intentaría regular las
relaciones de todos los sectores constituyentes de la sociedad colonial temprana: indios,
colonos españoles y administración colonial.

La creación de las Reales Audiencias en América formó parte del programa de


fortalecimiento del poder y autoridad del rey en América durante el siglo XVI (Gómez-
Díaz 2007:530). En sus inicios únicamente se encargaron de la administración de

147
justicia, pero con el tiempo las audiencias terminarían por atender otros asuntos, en
particular de las relaciones interétnicas entre los encomenderos españoles y los
indígenas, al velar por la protección de éstos (García Mayorga 1991:143). Para el caso
concreto del Nuevo Reino de Granada, en 1550, se instauró una Real Audiencia en
Santafé, y si bien se creó un ambiente político e institucional más estable, las redes
clientelares, la intriga y las acusaciones mutuas de los funcionarios públicos,
determinaron un mayor fortalecimiento de la encomienda, con el fin de que el peso de
este sector de la sociedad colonial mantuviera inclinada a su favor la balanza del poder
(Tovar 1999:111).

Uno de los mecanismos de control y vigilancia que llegaron con la Real Audiencia
fueron las “visitas a la tierra”. Éstas eran realizadas por los oidores con el fin, no sólo
de contabilizar la población indígena de cada encomienda y establecer su potencial
tributario, sino también de informarse por testimonios dados por los mismos indígenas
de las acciones, maltratos y comportamiento de los curas doctrineros, de los
encomenderos e incluso de los mismos caciques (García Mayorga 1991:144). En
opinión del historiador Julián Ruiz Rivera (1975: 13-24) los objetivos de las visitas se
cumplieron parcialmente por varias circunstancias.

Por un lado, estaban las vinculaciones sociales y políticas de los oidores con miembros
de la elite santafereña o tunjana, es decir de los dos epicentros políticos y sociales de los
encomenderos. Esto impidió muchas veces la imparcialidad de la visita o la libertad de
actuación de los oidores. Incluso, en casos en los que el encomendero examinado era
pariente o amigo, no se realizaba o se retardaba la visita. Todo esto es ejemplo de
aquello que la filosofía foucaultiana llama la “microfísica del poder”.

Por otra parte, la carencia de un número suficiente de oidores y la realidad geográfica


del Nuevo Reino hacía que, a la larga, los encargados dentro de la Real Audiencia de
hacer cumplir con las legislaciones para la protección de los indios llegaran tarde o
simplemente no llegaran.

Y por último, la actitud misma de los examinados. La mayor cantidad de información


sobre el trato que los encomenderos le daban a los indios la proporcionaban los curas
doctrineros y las autoridades indígenas –caciques y capitanes– quienes podían ser,

148
según Ruiz Rivera, más fácilmente influenciables por el encomendero. Igualmente, el
común de la población indígena sentía que el encomendero tomaría represalias ante las
quejas cuando la visita terminara, por lo que era reticente a participar en los testimonios.
El licenciado Luis Enríquez, oidor de la Real Audiencia, efectuó una serie de “visitas” a
comienzos del siglo XVII y le relataba a sus superiores que los encomenderos de Tunja
“[…] hacen entender a los indios que ellos son los amos y que han de durar, que el
corregidor, oidor o presidente mañana se muda, y así la mayor obediencia es al
encomendero […]” (Testimonio citado por Ruiz Rivera 1975: 40-41).

Pero independiente de si las “visitas a la tierra” tuvieron éxito como herramienta de


control contra los encomenderos, los procedimientos y objetivos del conteo e inspección
a los pueblos indígenas del altiplano, y la asignación de la tasa tributaria que se
desprendía de éstos, fueron un poderoso instrumento que transformó a hombres y
mujeres, infantes, adultos y ancianos del mundo rural del altiplano en “piezas” que
debían fijarse a un espacio específico, la “labranza”, –y posteriormente a la mina
cuando se introdujo la mita minera en la Nueva Granada–, y a una temporalidad secular
marcada por la jornada laboral y el pago de un salario. Esta cosificación de los muiscas
y su nominalización como “indios”, es, como lo recuerda Martha Zambrano (2008:40),
su transformación como fuerza de trabajo en unidades medibles y equiparables con
otros objetos valiosos como las mantas, el oro y las esmeraldas. En este sentido, las
“visitas a la tierra” se pueden considerar como una tecnología de poder en la medida
que la contabilidad que se establecía como resultado de la visita a cada comunidad y
pueblo del altiplano fue pensada como un mecanismo alterno y complementario al uso
de la fuerza física para lograr crear un cuerpo disciplinado de trabajadores (Zambrano
2008:74).

4.3.3 La ley española y la escritura como instrumento de dominación y control colonial.

A pesar de la atmósfera “encomendera” de la segunda mitad del siglo XVI, la presencia


de Real Audiencia creó un espacio en donde la corona pudo encontrarse con otros
sectores españoles distintos a los encomenderos. Adicional al hecho que las audiencias
reforzarían la imagen de los reyes Habsburgo como soberanos que atienden los deseos

149
de todos sus vasallos, crearon las condiciones en que los mismos indígenas podían
acudir a la institución para resolver sus impases y, en especial, que la solución de
problemas se hiciera siguiendo sus “costumbres” (García Mayorga 1991:144). Esto
facilitó que los indígenas acudieran a la justicia española en espera de soluciones para
los innumerables conflictos que le suscitaba a toda la órbita indígena del Altiplano
Aundiboyacense someter las prácticas y regulaciones tradicionales que antiguamente
permitían la reproducción social y cultural del grupo a los cambiantes intereses de la
sociedad colonial.

No obstante, las posibilidades reales de poder costear un proceso judicial o una querella
en los estrados de la Real Audiencia eran bastante reducidas para la población indígena.
En muy pocos casos podían asumir el pago de las “costas” del proceso. Por citar un
ejemplo, las obligaciones de pago que se le cobraron a un cacique de la Sabana de
Bogotá por llevar un pleito ante la Real Audiencia fueron de 65 pesos de oro de 20
quilates (AGN Encomiendas 19, doc. 17 fol, 433r). En este ejemplo los interrogatorios a
los testimonios usados en el proceso fueron realizados en el lugar de los hechos, pero en
otras ocasiones los interesados y sus testigos debían desplazarse a la sede de la Real
Audiencia en Santafé o al lugar en donde se encontrara el juez o el oidor, lo cual,
obviamente, implicaba dejar de atender las labranzas o las actividades económicas o
sociales propias de la vida de las comunidades.

Muchos testigos se negaban a participar por miedo a ser retenidos o encarcelados como
le ocurrió a unos indios de Guatavita en 1556 (AGN Caciques e Indios 22, doc 1, fol
21r). Además, una vez que estuvieran en los estrados de la Audiencia en Santafé o ante
los oidores y jueces que iban a los pueblos, los indígenas tenían que expresarse
haciendo uso de un intérprete que no conocían o del que tenían mucha desconfianza
para poder responder preguntas que no entendían realizadas por una agente
culturalmente extraño. En muchos casos serían sometidos a intimidaciones verbales y
físicas. Esta situación se presentó, por ejemplo, en un pleito entre dos caciques de la
provincia de Tunja en 1569. El licenciado Juan López de Cepeda le pidió a los capitanes
del pueblo de Cómbita que jalara de los cabellos y azotara públicamente a unos indios e
indias que no se querían quedar en su pueblo como se había estipulado en las “visitas”
(AGN Encomiendas 2, doc. 6 fol 477r).

150
El investigador Jorge Gamboa (2004:119) señala que los muiscas en el período colonial
temprano llegaban a los estrados oficiales para resolver algún pleito solo en los casos en
que fallaban los mecanismos de resolución de conflictos según las prescripciones
culturales de los distintos cacicazgos y regiones del Altiplano Cundiboyacense. Estos
arreglos serían la celebración de alguna fiesta o la entrega de regalos y presentes como
las mantas de algodón. Dentro de las mismas comunidades estas conciliaciones de tipo
tradicional podían darse entre los distintos miembros del cacicazgo o incluso entre los
indígenas y sus encomenderos.

Dadas estas consideraciones suscita entonces la pregunta, ¿por qué los indios acudían a
la justicia española? En primera instancia, porque en un estado como el español del
siglo XVI que funcionaba bajo la lógica de “gobernar es legislar”, se creó una
legislación que, al menos en papel, mantenía muchas de las instituciones indígenas de
origen precolombino, además que permitía y regulaba que los indígenas pudieran
acercarse a los estrados para resolver sus impases (Gamboa 2006). Monika Therrien y
Lina Jaramillo (2004:137) muestran como la paradójica relación entre “la legalidad
causística” propia del derecho español y la “práctica tradicional” del mundo indígena
del altiplano cundiboyacense determinó que los indígenas recurrieran a “[…] la ley
española para defender los derechos tradicionales que las instituciones coloniales
habían decidido respetar”.

Segundo, porque habría un tema de agencia y participación activa de los indígenas en la


creación de procesos que se han mencionado en páginas y capítulos anteriores como
propios de la “encrucijada” y “pacto” colonial. Por un lado, es muy posible que los
indios, y en especial los caciques debido a su mayor cercanía con el mundo hispánico,
fueran conscientes de las divisiones y fisuras internas de la “república de españoles”, y
de la pugna que tenía el estado y las autoridades coloniales con el recalcitrante grupo de
los encomenderos. En este sentido tantearon y sopesaron lo que implicaba en términos
económicos y de tiempo interponer una queja, con la posibilidad, por pequeña que
fuera, de tener éxito. Es posible que supieran que una queja por maltrato del
encomendero tendría efecto en la Real Audiencia y eso hiciera que les quitaran de
encima alguien que la comunidad consideraba indeseable. Este sería, por ejemplo el
caso de los “principales” de Chía en 1553 que se ha nombrado en páginas anteriores en

151
el cual pedían a la Audiencia que le dieran a otro “amo” y que “quiten” al encomendero
que tenían (AGN Encomiendas 10, doc, 5, fol. 735v).

Los estudios sobre las encomiendas del Nuevo Reino en el siglo XVI y comienzos del
XVII se inscriben en su mayoría en trabajos historiográficos en los que se resaltan tanto
los aspectos económicos de la tributación y la demografía; como los aspectos sociales y
culturales de los encomenderos y sus familias, o aspectos de la política colonial que
resultaron de las confrontaciones por el manejo y control del trabajo nativo. Estas
preferencias investigativas y narrativas han impedido que se cuente en la actualidad con
estudios sistemáticos de documentos sobre procesos por maltratos y abusos dentro de
las encomiendas que permitan establecer diferencias sobre las instancias judiciales a
donde preferían acudir a entablar demandas o iniciar un proceso.

Sin embargo, al menos se puede pensar en la posibilidad de que los indígenas del
Altiplano Cundiboyacense supieran que las quejas sobre arbitrariedades y brutalidades
de los encomenderos tendrían un mayor eco en la Audiencia que en otras instancias más
proclives a defender los intereses de los colonos españoles. Por ejemplo, los indios de la
encomienda de Tota, localizada en la Provincia de Tunja, preferían acudir a Santafé,
dónde la Audiencia era mucho más receptiva a escuchar pleitos sobre las encomiendas,
que a la propia ciudad de Tunja, dónde los vínculos sociales de los encomenderos con
las autoridades locales o provinciales era mayores (Gamboa 2006:120).

La agencia indígena en los procesos judiciales se nota en las estrategias retóricas de los
caciques. Al parecer, resaltar en los procesos judiciales o en las querellas que se
interponían cuestiones como la sumisión y la obediencia, o la auto representación como
sujetos pobres, viejos o enfermos fue una táctica común los caciques de la segunda
mitad del siglo XVI (Gamboa 2005:59), y puede tener relación con el hecho de que los
indígenas, y en especial las autoridades étnicas, fueran consientes de la imagen que se
proyectaba del monarca español como un soberano “bondadoso” que favorece a los
“desprotegidos”, lo cual servía muy bien para una mayor atención ante los jueces y
oidores. Esta retórica es visible en un proceso de la década de 1550 entre autoridades
cacicales de la región de Guatavita en el que los caciques se presentan como “aquel
cacique que se dio de paz a los españoles”, “leal vasallo de Su Magestad”,
“pobre”,“anciano” y “enfermo” (AGN Caciques e Indios 22. Doc. 1).

152
Todo esto refuerza una idea expresada por Diane Kirkby (2007:706-707) sobre la
función de la ley dentro de los procesos coloniales. Parte de la complejidad del sistema
colonialista, dice la autora, es la creación de un aparato legal para legitimar la
dominación sobre tierras y comunidades, a la vez que posibilita que esas comunidades
tengan herramientas legales para protegerse de las imposiciones del proceso
colonialista, y en especial, el permitir la subsistencia y uso de ciertas regulaciones
tradicionales. Así, el estado colonial y su aparato legal se pueden presentar como un
árbitro supremo capaz de dirimir todas las posibles diferencias internas y manejar
paralelamente dos visiones distintas del derecho y la ley. Además, señala Kirkby, la ley
en el sistema colonialista crea y ritualiza las relaciones sociales asimétricas y verticales
que caracterizan una dominación colonial. Al estructurar las diferencias y los límites
sociales regula la interacción entre los distintos estamentos sociales de los colonizados y
los colonizadores.

En el mundo colonial del Altiplano Cundiboyacense del siglo XVI existió la profusión
de una escritura de géneros jurídicos y procesuales del período colonial en los que se
contabilizaba a los indios y se administraba su castigo. Pero paradójicamente, también
se intentaba imponer control y castigo a los españoles que abusaban de las comunidades
o castigaban a los indios con mecanismos fuera de lo convencional para la mentalidad
española de la época. Pero ante todo, fueron los instrumentos que formalizaron las
relaciones laborales asimétricas entre españoles e indios (Zambrano 2008:73-74). Y es
que la escritura como parte del repertorio de tecnologías de poder con que cuenta una
élite hegemónica es un importante refuerzo simbólico de ratificación de su dominio y
capacidad de alienación sobre otros sectores (Moreland 2006:142).

4.4. Conclusiones del capítulo

La exploración y conquista del interior continental del norte de Suramérica en


las tres primeras décadas del siglo XVI se explica por tres factores. En primer lugar, la
cabeza de cada una de las gobernaciones que componían la “Tierra Firme” quería fijar
los límites en el interior de una “tierra ignota”. También hay que recordar que uno de
los fines de la exploración era la fundación de ciudades, con lo cual se legitimaba la
posesión de un gobernador sobre las tierras recién descubiertas. Un segundo factor está

153
relacionado con crisis demográficas en las ciudades de la costa caribeña de Suramérica
como era el caso de las recién fundadas Santa Marta y Cartagena. Mediante la
organización de expediciones se lograba ocupar y deshacerse de una población de
“vagos” dedicados al hurto y el pillaje de las poblaciones indígenas vecinas. Tercero, el
deseo de encontrar en el interior del continente un mundo utópico de riquezas. Estos
mitos de ricos reinos estaban arraigados en el imaginario medieval que tenían los
conquistadores, pero también fueron alimentados por las noticias de los descubrimientos
de los estados mesoamericanos y andinos.

Para el caso concreto de esta tesis, la expedición más importante y que inicia la
dominación colonial en el Altiplano Cundiboyacense se adentró en el territorio del
extremo norte de Suramérica siguiendo el curso del río Magdalena. La escasa o nula
experiencia de las huestes conquistadoras por un paraje tropical sin duda alguna
dificultó el viaje, pero también creó entre estos hombres la conciencia de haber logrado
una hazaña heroica que debía ser recompensada por la corona española. Esta mentalidad
la conservó la sociedad española y criolla que se creó durante la segunda mitad del siglo
XVI y que continuó exigiendo recompensas por los logros de sus antepasados. La
satisfacción de estos derechos de los colonos fue parte de la estrategia con la cual los
Habsburgos cimentaron las bases de su presencia imperial en América.

Aunque suene como una obviedad decir que la conquista española significó una
transformación radical de las vidas de los indígenas del Altiplano Cundiboyacense, es
importante mencionar que una de las claves que marcaron el compás de dichas
transformaciones tiene que ver con la erosión del poder cacical de los tiempos
prehispánicos y la secularización de la autoridad y el liderazgo comunitario. Al ser las
cabezas de cada comunidad, los caciques muiscas sufrieron buena parte de la presión
inicial de los conquistadores y la teatralización del terror se hizo sobre el cuerpo del
cacique y en los espacios cacicales con el fin de atemorizar al resto de la población.
También porque las ansias de riqueza y tesoros de los conquistadores despojaron a los
caciques de aquellos símbolos que materializaban su poder y liderazgo dentro de la
comunidad. Además, los saqueos de los entierros, no sólo contribuyeron a la
desacralización del espacio, sino que alteraronn la relación que establecía los muiscas
con su territorio, alterando los equilibrios establecidos entre los mundos de “arriba” y

154
“abajo”, es decir entre los ámbitos de las gentes y los ancestros. Sin embargo, los
caciques muiscas no fueron espectadores pasivos de la conquista. En no pocas
ocasiones, los líderes de las comunidades del altiplano se enfrentaron directamente al
avance y presencia de las huestes españolas, en otras organizaron la huida colectiva a
lugares a donde los españoles no podían entrar fácilmente, y en algunas oportunidades
intentaron establecer algún tipo de relación con los españoles en las que pudiesen sacar
algún tipo de provecho.

Esta tesis intenta aproximarse a la idea de que los procesos de formación de


nuevas identidades y recambios en las relaciones de poder, que caracterizaron al mundo
colonial temprano en el Altiplano Cundibayacense, hacen parte de un “drama
tecnológico” que comienza con una “regularización tecnológica” representada en la
conquista y los primeros esbozos de gobierno colonial. Mediante la asignación de
encomiendas, los ibéricos modificaron y se apropiaron de dinámicas de producción de
artefactos y de actividades económicas que les eran ajenas para ser usadas en su propio
beneficio. Para esto se hizo despliegue de la fuerza y de la construcción simbólica de un
enemigo potencial cuya sublevación estaría siempre latente y que justificó el uso de la
brutalidad, el castigo y la vigilancia por parte de los encomenderos. Y así mismo, la
creación de la Real Audiencia en Santafé y la implantación de toda la retórica legal y
jurídica del derecho español, si bien sirvieron para fortalecer la presencia de la corona
en esta parte de los Andes Septentrionales, fueron instrumentos con los cuales la
administración colonial reguló la vida de los muiscas y reforzó un sentido de la
hegemonía, la dominación y el poder que le era útil para el mantenimiento de sus
intereses en esta región del Nuevo Mundo.

155
76º W 72º W
MAR CARIBE
12º N
N
Coro (1527)
Santa Marta (1525)

Cartagena (1533)

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OCENANO PACIFICO

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Santafé (1538) N ico
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Quito (1534)

200 Km

Mapa 4. Rutas seguidas por los conquistadores que llegaron al altiplano en 1538
(Elaboración: Alejandro Bernal V. Mapa base: IGAC, Mapa Físico de Colombia 2005)

156
Imagen 12. Representaciones de Gonzalo Jiménez de Quesada.
(Fuente de imágenes: http://etc.usf.edu/clipart/25300/25303/quesada_25303.htm y
http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/credencial/julio-2013/quesada-rio-magdalena)

Imagen 13. Oleo de Pedro Quijano pintado en 1938 que representa la fundación de
Santafé (hoy Bogotá D.C).
(Fuente de imagen:
http://www.banrepcultural.org/sites/default/files/lablaa/revistas/credencial/febrero2004/images)

157
Imagen 14. Grabados del siglo XVI hechos por Théodore de Bry que acompañaron los
textos de Fray Bartolomé de las Casas.
Permiten darse una idea sobre las maneras en que mediante el castigo a los caciques se
infringían el miedo sobre la población.
(Fuente de las imágenes:
http://bib.cervantesvirtual.com/bib_autor/bartolomedelascasas/pcuartonivel.jsp?conten=imagenes&pagina
=imagenes3.jsp&tit3=Grabados+de+Th%E9odore+de+Bry&fqstr=1&qPagina=0)

158
Imagen 15. Mapa del Nuevo Reino de Granada de 1633
(Fuente:AGN sección Mapas y Planos 4. Ref X-63 )

159
CAPÍTULO 5.

LA RESTRUCTURACIÓN DEL PODER Y LA AUTORIDAD ENTRE LOS


MUISCAS DEL ALTIPLANO CUNDIBOYACENSE A COMIENZOS DEL
PERIODO COLONIAL.
EL CACICAZGO DE GUATAVITA COMO CASO DE ESTUDIO10

5.1. La creación del cacicazgo colonial de Guatavita.

5.1.1. Los tiempos prehispánicos


El cacicazgo prehispánico de Guatavita se ubicaba en el sector centro-oriental
del Altiplano Cundiboyacense y fue una unidad política cacical de tipo regional que
incluía a cacicazgos locales y capitanías ubicadas en territorios localizados en las
cuencas del Río Machetá en el alto Valle de Tenza, el Río Guavio y el Río Tominé, en
cuyo valle se localizó con toda seguridad el asentamiento más grande (Bernal 2008,
Perea 1989, Pérez 1990) (ver mapa 5 al final del Capítulo 5). El poder regional de este
cacicazgo fue mencionado por algunos cronistas a comienzos del período colonial
(Aguado 1956/1581/, Castellanos 1932/1592?/, Rodríguez Freile 2003/1636/, Simón
1981/1635/).

Desafortunadamente la construcción del embalse de Tominé en la década de


1960 inundó buena parte del valle, e inclusive el pueblo de origen colonial, lo que
ocasionó que no se pueda reconstruir arqueológicamente la secuencia cronológica del
poblamiento del valle, variable demográfica que serviría para evaluar las dinámicas de
poblamiento del cacicazgo de Guatavita y las sus conexiones regionales a través de la
cultura material y del registro arqueológico existente. No obstante, algunos elementos
arqueológicos de la zona de Tominé se salvaron de la inundación como es el caso de un
conjunto de estructuras funerarias localizado en la ribera occidental del actual embalse,
atribuido a los muiscas prehispánicos (Broadbent 1963). Dichas estructuras fueron
construidas con lajas de piedra horizontales dispuestas sobre rocas aparentemente
preexistentes en el sitio. También se observan lajas verticales ubicadas intencionalmente

10
Algunos de los datos e ideas expresadas en este capítulo han sido parcialmente publicadas en Bernal
(2008) y Bernal (2012) y están originadas en la tesis sobre el cacicazgo de Guatavita que se presentó para
obtener el título de Magister en Historia de la Universidad Nacional de Colombia en 2007. Salvo algunos
párrafos sobre el testamento del cacique de Guatavita, los argumentos e ideas fueron reescritos en su
totalidad para diferenciarse de los textos publicados y escritos anteriormente.

160
en las paredes de suelo, pero en ningún caso éstas sostienen las lajas horizontales por lo
que técnicamente no pueden ser catalogadas como estructuras dolménicas (ver imagen
16 al final del Capítulo 5). Cuando los antropólogos Silvia Broadbent y Joaquín Parra
visitaron el área en los años 60’s del siglo XX el lugar de las tumbas ya se encontraba
totalmente saqueado y sin contexto. De todas maneras, al sitio arqueológico, ubicado en
la vereda “Tominé de Indios”, se accede fácilmente y cualquier visitante puede constatar
la presencia en el suelo de fragmentos de cerámica del período muisca prehispánico en
las cercanías de las estructuras en piedra. Hay que destacar que entre la tipología de
rasgos funerarios que se ha construido para los muiscas prehispánicos (Pradilla 1988),
este tipo de enterramientos parece estar circunscrito al territorio de influencia que tenía
el cacique de Guatavita en el sector centroriental del altiplano antes de la llegada de los
españoles. En efecto, sepulturas con este tipo de composición de lajas han sido
reportados en áreas que, según algunos autores, hacían parte del cacicazgo prehispánico
de Guatavita como las estribaciones del este de la Cordillera Oriental y la cuenca del río
Guavio (Botiva 1989, Pérez 1990), y en localidades vecinas a Guatavita como Guasca
(Botiva 1989). En esta región, si bien no se puede establecer una relación de “sujeción”
o “control” entre ambos cacicazgos en tiempos prehispánicos, se sabe que el cacique de
Guatavita era tenido en cuenta para la ratificación del cacique de Guasca (AGN
Caciques e Indios 20, doc. 11 fols. 707r y v).

Otra evidencia arqueológica asociada a Guatavita es un tipo especial de cerámica


llamada Guatavita Desgrasante Tiestos (GDT), la cual fue definida y caracterizada en
las investigaciones de Broadbent (1971, 1986) y Langebaek (1987a) sobre la alfarería y
la cronología cerámica del altiplano. La GDT está asociada tanto al mundo cotidiano,
como al ritual (Ver imagen 21 al final del capítulo 5). Cuando hace parte de este último
aspecto, las piezas presentan una elaborada decoración con pintura roja o marrón sobre
un baño blanco, al igual que incisiones y apliques. Las decoraciones representan
motivos geométricos y zoomorfos. Dentro de las formas, la vajilla ceremonial está
compuesta por los ofrendatarios para almacenar “tunjos” –mencionados en el capítulo
3–; botellones, ollas, jarras y copas asociadas a la fabricación, almacenamiento y
servicio de la chicha (ver imágenes 10 y 11 del capítulo 3); objetos de la parafernalia

161
ritual como ocarinas, sonajeros y cuentas; poporos11 para el consumo de la coca; y
cilindros que se pueden relacionar con el avivamiento del fuego necesario para fundir el
oro y elaborar piezas de orfebrería (Langebaek 1987a). En cuanto a la distribución
geográfica, fragmentos y piezas de GDT están presentes en muchas de las
composiciones cerámicas de sitios arqueológicos del altiplano meridional.

Respecto a su cronología, el GDT pertenecería al Muisca Tardío, asociado a


14
fechas de C entre el 1.320±125 d.C y 1.660±60 d.C (Langebaek 1995a:172, 198).
Mientras que en muchos sitios del altiplano, como es el caso de los lugares
arqueológicos reportados por Broadbent (1971) en el suroccidente de la Sabana de
Bogotá, la cerámica GDT aparece casi exclusivamente en contextos funerarios –o al
menos no asociables al ámbito doméstico–, en el área de Guatavita y sus alrededores es
común tanto en contextos de vivienda y vida cotidiana como relacionados al mundo
funerario y ceremonial.

En el Alto Valle de Tenza se ha reportado la existencia de tumbas con piezas


GDT (Lleras 1989). En este lugar algunas fuentes coloniales tempranas muestran que
los caciques y líderes étnicos pudieron haber tenido relaciones políticas y sociales con
los caciques de Guatavita en el momento de la conquista española, o incluso haber sido
parte del territorio controlado políticamente por éstos últimos (Bernal 2008). En el área
central de la jefatura prehispánica de Guatavita propiamente dicha, Broadbent (1963;
1971; 1986) indicó la existencia de fragmentos de GDT recolectados en sectores
relacionados con lugares de vivienda cerca del antiguo poblado de Guatavita12, y en los
vecinos Sesquilé, Gachancipá y Tocancipá, pueblos localizados en la Sabana de Bogotá,
y que a finales del período Muisca Tardío, y según algunos autores, pudieron también
tener una estrecha relación política y social con Guatavita (Bernal 2008, Perea 1989,
Pérez 1990).

11
Los “poporos” son objetos elaborados preferiblemente en calabazo (mate) y en otros materiales (oro y
cerámica) intentan reproducir la forma de un calabazo. Contienen cal y otros elementos asociados al
“mambeo” o masticación de la hoja de coca. La cal contenida en el poporo es extraída de éste con un
palito que es llevado a la boca y así se acelera el proceso de precipitación del alcaloide contenido en la
hoja de coca. En la Imagen 33 al final del capítulo 7 se presenta un ejemplo de poporo.
12
El pueblo colonial de Guatavita se encontraba en la misma zona del Valle de Tominé donde
posiblemente estaba el asentamiento prehispánico más grande, inundado a finales de los años sesenta.

162
La ubicación prehispánica del cacicazgo en un territorio que combinaba áreas
planas de la Sabana de Bogotá con otras bastante quebradas al oriente permitió el acceso
a zonas más cálidas y secas dentro o cerca de un altiplano relativamente húmedo y frío.
De tal manera, se facilitó el abastecimiento de productos básicos de subsistencia como
el maíz o los tubérculos que producían las familias en espacios del piso térmico frío, y
de aquellos productos que, como el algodón, la coca y la sal, son vitales para la
reproducción social de las sociedades andinas –o mejor aún “norandinas” –. Dichos
productos fueron agrupados hace algún tiempo por Frank Salomon (1980) como bienes
que garantizaban un “mínimo de comodidad socialmente aceptado” y que estimularon
redes de intercambio y arreglos interétnicos e inter-cacicales en algunas áreas de los
Andes Septentrionales.

En el caso de Guatavita, se tiene conocimiento de la producción algodonera,


cocalera y salitrera dentro de los límites del cacicazgo como el Valle de Tenza y el
Cañón del Río Guavio, y algunas partes del piedemonte llanero en donde se sembraba
algodón y coca o se los adquiría por medio del intercambio con grupos de los Llanos
Orientales (Langebaek 1987b, Pérez 1990). Así mismo, una de las fuentes salitreras del
sur del Altiplano queda en Gachetá, lugar en donde el cacique de Guatavita tenía un
cercado, y donde aún en la segunda mitad del siglo XVI mantenía relaciones políticas
con capitanías allí ubicadas (Bernal 2008, Perea 1989). La relativa facilidad en la
obtención de estos productos no accesibles para todas las unidades políticas del
altiplano permitió el establecimiento de relaciones con otras comunidades muiscas de
los sectores fríos por medio del intercambio (Langebaek 1987b), aspecto que
seguramente se puede relacionar con la importancia y prestigio del cacicazgo de
Guatavita en tiempos precoloniales.

Se ha resaltado en muchas ocasiones la categoría especial del cacicazgo


prehispánico de Guatavita, al igual que relaciones estrechas entre esta jefatura y la de
Bogotá. Respecto a esto último, como todas las cuestiones relacionadas con los niveles
de integración sociopolítica de los muiscas prehispánicos por encima del nivel regional,
ciertamente es difícil sustentar que Guatavita estuviera controlado o “sujeto” al Zipa de
Bogotá. Si bien los cronistas y las primeras relaciones geográficas de la región
mencionan esta relación, ni en pleitos coloniales, ni en la información que se desprende

163
de las primeras visitas a los pueblos indígenas del período colonial más temprano se
nombra, así sea de forma ambigua o vaga, una relación de subordinación entre ambos
cacicazgos. Desde la arqueología, al menos con los datos que se conocen hasta la fecha,
es absolutamente imposible poder establecer qué tipo de relación política existía entre
las jefaturas de estas dos áreas. Manteniendo la congruencia con lo expresado en el
capítulo 3 sobre los modelos de sociedad y política de los cacicazgos muiscas, se
sugiere que el cacicazgo de Guatavita era, en el momento de la conquista española, un
cacicazgo regional independiente.

Uno de los temas que resalta la característica especial de este cacicazgo es su


vinculación con el mundo religioso y ceremonial de los muiscas. En el capítulo 3 se
señaló la estrecha relación que existió entre orfebrería, religión y política entre los
muiscas. La producción orfebre de Guatavita y la participación de objetos de
metalurgia, elaborados en esta región dentro del sistema de intercambio de productos
del Altiplano Cundiboyacense en el momento de la conquista española, ha sido sugerida
desde hace varios años por algunos autores (Langebaek 1987b, Pérez 1990). Este
aspecto le pudo haber significado a su cacique la posibilidad de establecer relaciones
políticas mediante la entrega de regalos de características simbólicas especiales como
los adornos personales ya que se nombran que eran “plateros”, término que se ha
relacionado con especialistas en la fabricación de dichos objetos. Al respecto, narraba
Fray Pedro Simón (1981/1625/: III, 425-426) que “[…] la mayor parte de los guatavitas
tenían excelencia sobre los demás indios de la provincia [de Santafé] en fundir y labrar
oro […]” siendo expertos “plateros”, lo que hacía que estuvieran por casi todos los
pueblos “[…] ganado su vida en eso […]”. En contraprestación a esto, nombraba Simón
que había indios de otros lugares “sirviéndole” al cacique de Guatavita.

Respecto a la importancia simbólica y religiosa de esta región y de sus caciques,


se destaca la existencia de lagunas dentro de su territorio. Dentro de los límites que a
comienzos del siglo XVI tenía la jefatura de Guatavita existen algunas áreas de páramo
en donde hay destacados espacios lacustres, en especial la Laguna de Guatavita. Para
algunos autores (Casilimas y López 1987) las lagunas eran consideradas por los muiscas
como una especie de templos, y en este caso en particular, se propone que eran un
santuario importante en el ámbito meridional del altiplano. Por cierto, una de las pocas

164
ocasiones conocidas y publicadas en las que se ha realizado trabajos arqueológicos en
Guatavita es una reciente investigación prospectiva realizada por Juan Pablo Quintero
(2012) en el área de esta laguna. El autor demuestra que en el lugar se realizaban
ceremonias y rituales. La ubicación de algunos sectores con concentraciones
considerables de fragmentos cerámicos asociables a formas ceremoniales como copas,
botelloness y ofrendatarios, muchos de ellos del tipo alfarero Guatavita Desgrasante
Tiestos (GDT) que se mencionó en párrafos atrás, enfatiza el carácter ceremonial o
ritual del emplazamiento. La ubicación de la Laguna de Guatavita, su imagen y el tipo
de materiales cerámicos que se han encontrado en sus alrededores puede verse, al final
del capítulo, en el mapa 5 y las imágenes 16 y 17.

Todas estas características especiales llevan a pensar en las fuentes de la


autoridad y el poder cacical en las postrimerías del período arqueológico Muisca
Tardío. Seguramente, la fabricación de una alfarería y orfebrería hecha en un territorio
con características religiosas especiales les proporcionaba un valor simbólico agregado
a los productos que se regalaban o circulaban. Además dentro del territorio de Guatavita
se producían algunos productos indispensables para la reproducción social de los
muiscas como la sal, la coca y el algodón. Ambas cuestiones le facilitaron a las
autoridades políticas de esta jefatura establecer de redes de intercambio con otras
localidades y regiones, y por medio de esto, reforzar alianzas y lealtades. Mediante este
mecanismo se logró también la adscripción, y tal vez la sujeción, de unidades socio-
políticas de diverso tamaño como cacicazgos locales pequeños y capitanías que incluían
a varios grupos familiares.

5.1.2. Los caciques coloniales de Guatavita en la segunda mitad del siglo XVI

Teniendo en cuenta las ideas que se han expresado en capítulos anteriores, los
conflictos iniciales de la sociedad colonial temprana en las tierras andinas giraban
alrededor de la posesión y control de la mano de obra indígena. Esto hace parte de un
sistema “socio técnico” en el que los intereses coloniales de los españoles, en las tierras
altas suramericanas, requirieron de las instituciones indígenas que se relacionaban con
el acceso y funcionamiento del trabajo, y con el conocimiento de las condiciones

165
ecológicas y ambientales indispensables para el manejo de la agricultura. Por ese
motivo, la trayectoria de las encomiendas en los primeros años del dominio español es
uno de los mejores instrumentos para analizar las transformaciones coloniales de los
cacicazgos andinos. El Altiplano Cundiboyacense no fue la excepción a esta regla, y el
caso concreto de Guatavita sirve para evaluar las relaciones de poder entre caciques, las
autoridades coloniales y los encomenderos españoles en los Andes Septentrionales.

Al igual que muchos otros caciques del altiplano en los años del período
comprendido entre la conquista y los primeros intentos de un gobierno colonial formal
en el Nuevo Reino de Granada a finales de la década de 1540, el cacique de Guatavita
se levantaría y sería acusado de rebeldía por las primeras formas de autoridad española
en la región (Bernal 2008, ver también capítulo 4). A parte de los esporádicos datos
sobre estas rebeliones, es muy difícil poder decir algo más sobre las reacciones de las
autoridades étnicas de Guatavita en la década de 1540. Seguramente cuando los
españoles se enteraron de la importancia religiosa de Guatavita supusieron que su
cabeza política debía tener una gran cantidad de oro, razón por la cual debieron
presionarlo y hostigarlo más que a otros caciques. Uno de los problemas del vacío de
información sobre el cacicazgo de estos años es lo relativo a la sucesión del cargo de
cacique en los años que siguieron a la llegada de Jiménez de Quesada al altiplano.
Como se sugirió en el capítulo anterior, el tema de la transmisión de la jefatura es
importante para entender los cambios en el liderazgo y la legitimidad de los caciques
dentro de las comunidades. El único dato en este sentido se obtiene del relato conocido
como “El Carnero” escrito por un criollo llamado Juan Rodríguez Freyle
(2003/1636/:68): en los años de la invasión ibérica la persona que luego sería cacique de
Guatavita a finales del siglo XVI estaba entrando en su período de preparación ritual
para suceder a su tío.

Como se mencionó en el capítulo anterior, la muerte del cacique de Guatavita,


quien presenció la llegada de los primeros españoles, pudo darse al ser el protagonista
de unas acciones de rebeldía. También es posible que lo apresaran y enviaran a
Cartagena como lo sugiere vagamente un proceso por maltrato contra los indios que se
le levantó a Miguel Díaz de Armendariz (Indios de Bosa… 1995/1550?/:157).
Igualmente, en un pleito desarrollado en Guatavita en 1572, un testigo indígena que

166
decía ser hijo del “cacique viejo” relataba que a su padre se lo habían llevado preso a
Santa Marta durante los años de la gobernación de Alonso Luis de Lugo entre 1542
y1544 (AGN Encomiendas 19 doc. 17 fol. 419r).

Sin embargo, a principios del siglo XVII Rodríguez Freyle (2003/1636/:68)


contaba que había conoció personalmente a Don Juan, uno de los primeros caciques
coloniales de Guatavita. En el relato se dice que Don Juan heredó el cargo de su tío,
quien ocupaba el cargo de cacique en el momento de la conquista, y quien a los pocos
años de la presencia española aceptó su obediencia al rey, “[…] dándose de paz con
todos sus sujetos […]”, recibiendo el bautismo católico con el nombre de “Fernando” y
muriendo de viejo. Sobre esta persona, se pueden establecer algunas conjeturas. En la
década de 1550 el individuo que se presenta como cacique de Guatavita en unos pleitos
sobre esta encomienda aparece como “Pedro Guecha” o como “Guecha” (Bernal
2008:151, Gamboa 2005:72). Es posible que Fernando y Pedro fueran la misma
persona y corresponda a un error o una imprecisión de Rodríguez Freyle. También es
factible pensar que este personaje estuviera preso un tiempo y volviera a Guatavita a
continuar con su cacicazgo. Independiente de lo anterior, la palabra guecha fue
traducida por uno de los Vocabulario mosco (2013/1612?/fol 40v) como “tío hermano
de la madre”, y según los cronistas los “guechas” eran los guerreros muiscas. Pero
también hay que recordar que el término denota una figura de autoridad masculina
dentro de la casa o “guê” (Henderson y Ostler 2009). Este personaje requirió de
intérpretes durante unos procesos judiciales, lo que además ratifica su identidad como
“indio chontal”.

Sobre su sobrino, Don Juan, tiene la total certeza de su existencia como cacique
de Guatavita ya que éste aparece en un documento fechado en 1572 y se conoce su
testamento hecho en 1609. La sucesión entre el sobrino y el tío se dio en algún
momento entre finales de la década de 1550 y 1572. Éste permaneció como cacique
durante el resto del siglo XVI. Según su testamento (Testamento de Felipe Vásquez
2004/1609/), se casó con la mestiza María Vásquez, quien al parecer trabajaba como
criada en la casa del encomendero de Guatavita (Rodríguez Freyle 2003/1636/:68). Con
esta mujer tendría cuatro hijos, todos ladinos, y dado que sus nombres eran castizos,
debieron haber sido bautizados en el ritual católico. En el testamento se indica que una

167
de sus hijas se casó con Francisco de Castro, personaje que podría ser –o pretendía ser–
español o criollo ya que en la fuente no se nombra si era mestizo o incluso indígena
como es lo común en los documentos del período colonial neogranadino (Rappaport
2009, 2011 y 2012). En todo caso, de Don Juan saldría una estirpe mestiza. Hay que
tener en cuenta que el mestizaje de las elites indígenas de Hispanoamérica pudo servir
en algunas ocasiones como un mecanismo para franquear las barreras étnicas que
imponía el sistema de castas (Bernand y Gruzinski 1999: II,58 Boyer 1997, Rappaport
2009, 2011, 2012, Rodríguez 2008). Al menos en el caso de este cacique muisca
colonial no se aprecia la estrategia de mantener una descendencia producto de alianzas
con miembros de otras elites indígenas para garantizar cierta integridad del territorio del
cacicazgo como sí ocurrió, por ejemplo, con algunas jefaturas caranquis del norte de la
Audiencia de Quito (Oberem 1995:92).

Para 1609 el cacicazgo de Guatavita quedaría en manos de Diego Ramírez de


Poveda, del cual no se sabe el tipo de relación que tenía con los anteriores caciques.
Según el testamento, se dispuso que Ramírez de Poveda administrara los bienes
heredados hasta que Felipe Vázquez, hijo y heredero de don Juan, cumpliera la mayoría
de edad (Testamento de Felipe Vásquez 2004/1609/:394).

5.2 La encomienda de Guatavita


5.2.1 La recomposición de las relaciones de poder y del liderazgo indígena
En los primeros años de la dominación colonial española, el cacicazgo de
Guatavita se repartió entre varios encomenderos. La encomienda de Guatavita se
constituyó con los indios de Guatavita, Chipazaque, Gachetá, Pauso, Ubalá, Tuala,
Unta, Tumeque e Intencipa, y al parecer a los indios chíos en el piedemonte llanero
(Rodríguez Freyle 2003/1623/:66, Flórez de Ocariz 1990/1676/:II, 88). Es decir, el
territorio del cacique de Guatavita conservaría, al menos en el papel, buena parte de las
comunidades de la región del Río Guavio y el valle de Tominé en la Sabana de Bogotá,
pero le fueron quitados los territorios de comunidades en el alto Valle de Tenza y otros
en la Sabana de Bogotá. Luego de un período entre la conquista y finales de la década
de 1540 en que la encomienda pasaría por varias manos españolas dentro de las cuales
podrían nombrarse las de Jiménez de Quesada y Alonso Luis de Lugo, los indios de

168
Guatavita quedaron definitivamente en posesión de un soldado “quesadista” llamado
Hernán Venegas Carrillo (Bernal 2008:152).

Como se muestra en el caso de Guatavita, la formación de la encomienda


implicó una alteración de las relaciones sociales y políticas de los cacicazgos muiscas.
Por un lado, con las constantes divisiones a que fueron sometidos estos cacicazgos en
los primeros años de la presencia española para complacer a los intereses de quienes
querían gozar de la renta de una encomienda, se cercenaron algunos territorios
prehispánicos que gozaban del acceso y control a un variado mosaico ambiental como
sería el caso del cacicazgo prehispánico de Guatavita. Con la alteración de algunos
principios de “verticalidad” económica existentes entre los cacicazgos muiscas antes de
la llegada de los españoles, y que permitían la circulación de productos indispensables
para la reproducción social de las unidades cacicales, se dio la mutación de muchas de
las relaciones políticas que se establecían por medio de la generosidad, la reciprocidad y
la redistribución de bienes como las mantas de algodón o la sal.

La reconfiguración de las relaciones de poder entre caciques y capitanes en


Guatavita se aprecia en un enconado pleito que duró más de veinte años entre los
caciques de las encomiendas Guatavita y Súnuba, localizada esta última en el Alto Valle
de Tenza (Ver mapa 5 al final del capítulo 5). A diferencia de Guatavita, que fue un
“pueblo de indios” colonial y actualmente es un municipio del departamento de
Cundinamarca, los únicos rastros que se tienen hoy de algún territorio nombrado como
Súnuba es una división administrativa del moderno municipio boyacense de Guayatá
llamada vereda “Súnuba” y un Río Súnuba en la cuenca del Río Garagoa. La
encomienda de Súnuba perteneció, al menos durante el tiempo que duró el pleito, a un
español llamado Diego Paredes Calvo, y según testimonios indígenas de la segunda
mitad del siglo XVI, se originó de un cacicazgo pequeño o de una capitanía que
pertenecía a Guatavita y que tendría su territorio en la parte alta del Valle de Tenza
(Bernal 2008).

El conflicto entre Súnuba y Guatavita se centró sobre los indios de un valle


llamado Tuaquirá y que constituían una capitanía del mismo nombre. Ambos caciques
reclamaban que esa capitanía les pertenecía, y en las justificaciones del alegato
utilizaron tanto elementos que provenían de tiempos prehispánicos, como situaciones

169
que creó el sistema colonial. Todo parece indicar que el origen del conflicto radica en el
hecho que, aunque territorialmente el Valle de Tuaquirá hacía parte del cacicazgo y la
encomienda de Guatavita, los indios de la capitanía de Tuaquirá se movían y servían de
un lado a otro. A finales de la década de 1550 se menciona que las familias siguieron a
Zozaquirá, el cacique de Súnuba, para servir a Paredes en su encomienda, pero que
luego volvieron a su asiento en el valle, en tierra de Guatavita, donde decían ser
originarios, y a cuyo cacique le “servían” antes de la conquista (AGN Caciques e
Indios 22, doc. 1 fol 46r). En las declaraciones de esta parte del pleito se mencionan
varias veces que si los indios de Tuaquirá se fueron a servir al cacique Zozaquirá y a su
“amo” Paredes, fue porque Venegas, el encomendero de Guatavita, los dio al otro
encomendero en “dejación”, lo cual debió ocurrir antes de 1553 que es cuando se inicia
el pleito entre Guatavita y Súnuba. En la imagen 18 que se encuentra la final del
capítulo se encuentra la copia de un folio que hace parte del expediente de 1553.

Entre los encomenderos, y según una denuncia de las autoridades coloniale, las
prácticas informales de venta o alquiler de indios a espaldas a lo que estipulaba la Real
Audiencia fueron, al parecer, comunes en esta década (F.D.H.H.R II, doc. 144, 92-93).
Así mismo, contribuyeron a alterar las relaciones entre caciques y entre éstos y los
capitanes. Es posible incluso que esta informalidad española de dar indios de una
encomienda a otra viniera de la mano de algunas prácticas tradicionales indígenas ya
que, como algunos testigos indígenas declaraban, la movilidad de la capitanía venía de
mucho tiempo atrás cuando los capitanes de Tuaquirá le servían tanto al cacique de
Súnuba como al de Guatavita (AGN Caciques e Indios 22, doc. 1 fol.7r). Esta misma
relación la podía tener con el cacicazgo de Guasca ya que en 1576 una autoridad
indígena de ese pueblo se quejaban que algunos de sus indios se iban a servir al de
Guatavita (AGN Caciques e Indios 20, doc. 11 fol.709v).

Al menos en la intención de las autoridades coloniales, y en la reglamentación


formal para aplicarlo, el tipo de encomiendas que se repartieron en el Nuevo Reino
consistía en que se tomaran como base las divisiones de los “señoríos” indígenas y que
cada unidad sociopolítica quedara “sujeta” a un cacique, el cual a su vez, quedaría bajo
el control de un encomendero. El modelo asumía que toda organización indígena seguía
una línea de mando organizada de forma jerárquica, piramidal y vertical, lo que tropezó

170
con algunas de las cuestiones heterárquicas de la organización social muisca que se han
sugerido en varios apartados de esta tesis. Una de estas cuestiones es que las capitanías
podían “servirle” o reconocerles respeto y “señorío” a dos caciques simultáneamente,
caso que puede corresponder a la relación de la capitanía de Tuaquirá con los caciques
de Súnuba y Guatavita. Una vez que comenzó el período colonial, este tipo relación con
dos cabezas políticas se pudo prolongar hacia los encomenderos, y explica que en 1553
un indio que se describía como “sujeto” de Guatavita no se sintiera incómodo “[…]
haciendo labranzas a su amo Paredes […]” (AGN Caciques e Indios 22, doc 1, fol 7r).

Un elemento de la organización sociopolítica muisca que aparece en el pleito es


la posición de una de las partes en disputa que se alterna entre ser capitán y ser cacique,
cuestión que pudo ser aprovechada por el encomendero Paredes. Al iniciarse el pleito en
1553 Zozaquirá es visto por Guatavita como un “capitán con mucha gente” que le era
“sujeto”, y Paredes argumentaba su derecho de encomienda sobre los indios de
Tuaquirá diciendo que Zozaquirá era tanto capitán de Tuaquirá, como “señor” y
“cacique” de Súnuba (AGN. Caciques e Indios 22, doc 1, fols 6r y 12r). Esto coincide
con la sugerencia que hiciera Sylvia Broadbent (1981:261) que los caciques muiscas
eran a su vez capitanes de su propia capitanía. Seguramente dentro del cacicazgo de
Súnuba la capitanía más importante era la de Tuaquirá, y el cacique tenía que salir de
dicha unidad sociopolítica, ya que en la segunda parte del pleito que se desarrolló en
1572 un indio chontal expresó por medio de un traductor que “[…] a Zozaquira lo
conoce desde que era muchacho desde antes que saliese deste valle a ser cacique de
Súnuba […]” (AGN. Encomiendas 19, doc. 17, fol. 397v y 398r).

Otra cuestión que se presentó para que en la práctica los encomenderos


españoles pudieran hacerse de un grupo de familias o de una capitanía entera era que en
muchos casos las unidades domésticas muiscas tenían una doble residencia que
alternaban durante el año dependiendo de la estacionalidad seca o de lluvias, y
seguramente siguiendo un patrón de economía vertical como ha sido interpretado en
otras áreas de los Andes del Norte (Caillavet 2000: 140 y ss). Varios de los testigos
indígenas que se presentaron en la continuación del pleito de 1572 declaraban que eran
naturales del pueblo de Guatavita, donde tenían una casa, pero que tenían otra en el
Valle de Tuaquirá. Incluso el mismo cacique de Guatavita tenía residencia en el Valle

171
de Tominé y otra en Gachetá (AGN Encomiendas 19, doc 17, fols. 419v - 420r). Como
ya se ha comentado en los capítulos anteriores, la movilidad indígena por el territorio
atentaba contra de los intereses fiscales coloniales, y la institución de la encomienda fue
un importante mecanismo para suprimirla y fijar a los indígenas a una localidad
específica. Una de las consecuencias de esta supresión fue la alteración de prácticas que
se relacionaban con la integración social y espacial entre los muiscas.

5.2.2. El interés tributario sobre la población indígena de Guatavita.

En términos de la sociedad española y sus intereses, Guatavita fue una de las


encomiendas más grandes y rentables de la jurisdicción de Santafé por la cantidad de
indios tributarios que poseía. Como ya se ha mencionado, luego de una serie de cambios
de mano de la titularidad de la encomienda, para finales de la década de 1540 Guatavita
quedaría definitivamente en manos del cordobés Hernán Venegas Carillo, y a partir de
la muerte de éste en 1583, de sus descendientes hasta la época de la independencia
cuando la institución de la encomienda es abolida definitivamente en la Nueva Granada
(Bernal 2008:152, Villamarín 1972:382).

Un aspecto que sirve para comprender las implicaciones dentro de la sociedad


española o criolla al gozar de una encomienda en la Santafé de la segunda mitad del
siglo XVI es el repaso de aspectos relativos a Venegas y su familia. No se debe perder
de vista que del monto que entregaban los indios encomendados buena parte de las
familias encomenderas de Hispanoamérica costearon muchas de las cuestiones que
implicaban la pertenencia a las altas capas sociales del mundo colonial (MacLeod
2003:152). También hay que mencionar que el control de la tierra y la mano de obra
eran aspectos esenciales para mantener o crear la “hidalguía”, concepto central de la
identidad de la élite colonial española y que denota un estilo de vida español, un
historial de servicios a Dios y España, además de la legitimidad moral de no realizar
trabajos “inobles” e “indignos” (Deagan 2003:6), es decir, que los excluía de hacer
labores prácticas como tareas manuales y faenas agrícolas. Estas actividades serían
desarrolladas en muchas partes de la América española por indígenas, mestizos, mulatos
y negros.

172
Venegas fue sin duda alguna uno de los “quesadistas” más destacados y
poderosos de la elite de Santafé en las cuatro o cinco décadas que siguieron a los años
de la conquista. Sobre sus orígenes, es posible que perteneciera a la baja nobleza del sur
de España (Avellaneda 1995a:88), y posiblemente se trató de un “segundón” que por las
leyes de mayorazgos no podía gozar de los frutos de algún terruño en su región natal. Se
sabe que el cortubí Venegas llegó con Jiménez de Quesada como “hombre de a caballo”
y que este lo tenía en gran estima (F.D.H.N.R V, doc. 722, 129). En los años de la
conquista participó en varias acciones de “pacificación” en contra de comunidades
muiscas del área de Turmequé, y contra los indios panches del piedemonte occidental de
la cordillera en el Valle del Magdalena (D.I.H.C VI, doc. 1501, 60, Flórez de Ocariz
1990/1676/: II, 88, Simón, Tomo III 1981/1625/: 244-46). Ingresó luego al naciente
cuerpo de burócratas coloniales y ocupó algunos cargos de relevancia como procurador
y alcalde de Santafé.

Las familias prestigiosas de encomenderos en las ciudades españolas a lo largo y


ancho de Hispanoamérica en la segunda mitad del siglo XVI requerían de un capital
simbólico y material para mantenerse dentro de los estrechos círculos del poder. Aparte
de los ropajes, carruajes, caballos, armas y armaduras usados como parte de una cultura
material que ratificaba a que sector social pertenecía una persona, el estatus se reforzaba
con las uniones matrimoniales establecidas con otras familias de élite.

Por ejemplo, en 1569 Hernán Venegas se unió en matrimonio con la hija del
Gobernador de Venezuela, Juana Ponce de León, y su hijo Francisco Venegas Ponce de
León, quien luego sería encomendero de Guatavita, se casó con María Maldonado, hija
de Francisco Maldonado de Mendoza, otro de los encomenderos poderosos de Santafé.
Una de las hijas de Venegas, María, se casaría con Cristóbal Ruiz Clavijo, encomendero
de Chocontá (Flórez de Ocariz 1990/1676/:II,88, Gutiérrez Ramos 1998:54, Villamarín
1972:381).

En otros aspectos simbólicos, la legitimación social de las familias de la élite


colonial implicaba la ostentación de títulos y la pertenencia a órdenes militares, y en eso
la estirpe Venegas Ponce de León no fue la excepción. Hernán Venegas fue uno de los
pocos españoles aparte de Jiménez de Quesada que pudo ostentar el título de Mariscal
en el Nuevo Reino durante el período colonial temprano. Francisco Venegas Ponce de

173
León heredaría de su padre el título de Maestre de Campo. Además hicieron parte de la
Orden de Calatrava (Avellaneda1995b:278-79, Flórez de Ocariz 1990/1676/: II, 88,
Simón 1981/1625/:IV,468, Villamarín 1972:381). La Orden de Calatrava fue una
organización de carácter militar y religiosa que se originó en la Castilla medieval en el
contexto de la guerra contra los moros. Es posible que para la realidad americana de la
época filipina pertenecer a la orden fuera una cuestión más bien simbólica y honorífica,
pero en todo caso, para la familia Venegas Ponce de León implicaba la demostración de
una intención de obediencia a la monarquía ya que la conducción de la orden recaía en
el Rey de España. Y por otro lado, presentaba a la familia como garante de la defensa de
la cristiandad y los valores del catolicismo ibérico. En este mismo sentido de la
conexión con la espera religiosa colonial, se explican igualmente algunas relaciones de
los encomenderos de Guatavita con el mundo eclesiástico, ya que un miembro de la
familia Venegas, Fray Francisco Venegas, presumiblemente un hermano del
conquistador, llegó a ocupar en la segunda mitad del siglo XVI un cargo eclesiástico
importante, y es posible que se tratara del mismo fraile que tuvo a su cargo una doctrina
en la población de Guasca, vecina de Guatavita (Hernández 2000:146). Los Venegas
Ponce de León también se hacían cargo del mantenimiento de dos cátedras de latín en el
colegio de los Jesuitas a comienzos del siglo XVII (Ruiz Rivera 1975:199).

Como se ha indicado, los recursos para costear estas cuestiones asociadas a la


“hidalguía” vinieron principalmente de los tributos de las encomiendas. Para el caso
neogranadino en los primeros años de la dominación hispánica, y en especial durante la
segunda mitad del siglo XVI, no existió un marco institucional que regulara las formas
y montos de recolectar la tributación de los indígenas. Esto produjo unas relaciones
tributarias y fiscales anárquicas entre las comunidades indígenas, los encomenderos y la
Hacienda Real, cuestión que han sido previamente señalada por la historiografía sobre
el siglo XVI neogranadino (Colmenares 1997a; 1997b, Tovar 1999). En el caso del
Altiplano Cundiboyacense, esta condición desordenada de la recolección tributaria
debió traducirse en apropiaciones abusivas de bienes y recursos comunitarios de los
indios, y en especial de un uso descontrolado de la mano de obra.

Este contexto institucional explica el comentario que hacía, a mediados de la


década de 1550, Fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de Bogotá, cuando le

174
señalaba a las autoridades coloniales que en ausencia de una legislación sobre la
tasación, los indios eran maltratados por los españoles ya que no se sabía “[…] el tanto
que en justicia deben pedir y llevar de sus demoras[…]” y que además los funcionarios
de la Real Audiencia “[…] por seguir sus pasiones e intereses no quieren entender en
esta tasación […]” (F.D.H.N.R II, doc. 158, 123). Tomás López, uno de los visitadores
a las encomiendas del altiplano en 1558, expresaba sobre los encomenderos y españoles
que “[…] es tanta la licencia que tienen para con los indios, que su boca es medida”
(F.D.H.N.R IV, Doc. 517, 45).

No obstante, a pesar del poder discrecional de los encomenderos para cobrar los
tributos, la Corona y las autoridades coloniales, trataron en lo posible de regularizar la
tributación y establecerla de acuerdo a formas que fueran, al menos en la intención y a
la concepción de la época, menos lascivas y perjudiciales para los indígenas. Una de
estas cuestiones era que se mantuvieran las costumbres tributarias de los tiempos
prehispánicos. Por ejemplo, en diciembre de 1553, una Real Cédula fue enviada a los
funcionarios de la Real Audiencia en Santafé para que hicieran averiguaciones sobre el
monto y la periodicidad con que los indios les pagaban a sus caciques, y si habían
personas exentas de tributar (F.D.H.N.R II, doc. 154, 109-112). Llama la atención que
la Real Cédula pedía especialmente que se indagara sobre lo que entregaban como
tributos a “templos” y “santuarios”, lo que seguramente iba dirigido no sólo a encontrar
los supuestos “tesoros” de los caciques, sino a controlar los desvíos de las “demoras” –
tributos– hacia cuestiones que iban en contra de los intereses evangelizadores de la
Corona.

Por las razones que se anotaron en la primera parte de este capítulo, el cacicazgo
de Guatavita debió ser objeto de cuidadosas indagaciones. Los españoles creían que, al
ser un centro orfebre y religioso importante en donde los indígenas hacían
peregrinaciones y santuarios, debían existir grandes cantidades de oro escondidos a
manera de “tesoros”. No obstante la presión sobre la tributación de la encomienda de
Guatavita terminó sustentándose en realidad sobre la cantidad de indígenas y los
productos que estos podían elaborar. La numerosa población nativa que había en la
encomienda era el aliciente para esperar de ésta la entrega de una significativa cuantía

175
de oro, además del aprovechamiento de un importante contingente de indios e indias
para todo tipo de trabajos.

Son pocos los datos sobre la tributación de Guatavita en la década de 1540, pero
por información contenida en una demanda contra Alonso Luis de Lugo por usufructuar
de los tributos de Guatavita –aparentemente de forma abusiva e ilegítima–, se sabe que
los jueces ordenaron la reintegración a Venegas de 8.172 pesos de oro bajo y 823 pesos
de buen oro, suma que éste desestimó dado que inicialmente se había estipulado que se
le debían entregar los 5.500 pesos de buen oro y 200 mantas que los indios de Guatavita
le habían dado a Luis de Lugo en el tiempo que tuvo el título de la encomienda
(Restrepo Tirado 1939: 317).

Sobre la siguiente década se tienen mejores datos ya que están contenidos en la


“La Recopilación Historial” de Fray Pedro de Aguado (1956/1581/: II, 420-421). En el
documento se mencionan las cantidades que, en 1555, se le ordenaba al cacique y los
indios de Guatavita pagar a su encomendero. En lo respectivo al metálico, tenían que
tributar 2.400 pesos. Debían dar también 240 mantas de las “buenas de algodón” de dos
varas y sesma de largo y ancho. En términos de trabajo para el encomendero y pago en
especie, en la parte de Gachetá, donde el cacique tenía otro cercado, debían tener una
labranza de maíz de 20 fanegas, y en el Valle de Tominé una labranza de trigo de 8
fanegas y otra de cebada de 6 fanegas. En la estancia que Venegas tenía en Santafé, los
indios de Guatavita debían sembrarle 15 fanegas de maíz y 4 de papa. El encomendero
entregaba las semillas, y luego de la cosecha se le ordenaba a los indios que “[…]
pondréis todo en casa del encomendero”.

Se pedía también que le tributaran en materiales y trabajo para la casa del


encomendero, además de indios para el servicio doméstico, el pastoreo, y “[…] para ir
con él fuera de esta ciudad a otras partes del Reino y dónde les mandaren […]”. Se
ordenaban otras cosas como carne de venado, leña y varas de caña. Por último, para el
sustento del fraile que tendría la tarea de “[… ] doctrinar e industriar en las cosas de
nuestra santa fe católica […]” se cargó sobre el lomo de los indios de Guatavita la
responsabilidad de producir y obtener 4 fanegas de maíz cada 4 meses, 10 aves –“cinco
hembras y cinco machos” – cada semana, 12 huevos y pescado para los días de vigilia,
una cántara de chicha, leña para quemar y hierba para su cabalgadura.

176
Si se compara la tributación que se le pedía a los indios de Guatavita con cifras
de la tributación de la provincia de Santafé en 1560, elaboradas por Jorge Gamboa
(2010: 689-695, tabla 2) a partir de información de archivo, se aprecia lo que significaba
la encomienda de Guatavita para sus dueños. El capital producido en oro, mantas y
trabajo –medido en términos de fanegas sembradas– por esta encomienda es sólo
superado por la encomienda de Ubaque en donde a los 3.400 indios tributarios –varones
en capacidad de trabajar– se les pedían 990 pesos, 300 mantas y 80 fanegas de cultivos.
Otras encomiendas de la jurisdicción de Santafé de similar tamaño a Guatavita –entre
1.500 y 2.000 tributarios– como las de Bogotá y Suba-Tuna, eran gravadas entre 750 y
800 pesos, y con 50 fanegas, y otra equiparable en tamaño como Machetá tributaba
menor cantidad de oro pero una mayor cantidad de mantas (350). Téngase en cuenta que
una encomienda promedio en esta provincia, contaba entre 700 y 800 tributarios, y se
les obligaba a entregar como tributo cerca de 110 mantas, alrededor de 300 pesos y
sembrar 30 fanegas. La encomienda de Chinga, una de las más pobres en la segunda
mitad del siglo XVI, era gravada para los 100 indios en capacidad de trabajar en solo 20
mantas. En lo que respecta a la encomienda de Súnuba, desafortunadamente no se
conocen datos de su tributación en esta época. En la relación de tributos desarrollada
por Gamboa (2010:689, tabla 1) de la encomienda de Diego Paredes sólo se sabe que en
la década de 1560 tenía 756 tributarios.

5.2.3 La tributación textil y sus consecuencias en el interior de la sociedad indígena.

Una de las ideas centrales que se ha manejado en esta tesis es que la


supervivencia de los colonos españoles y el mantenimiento de las instituciones
coloniales, en el norte de los Andes, dependieron, en un alto grado, de los recursos y la
mano de obra indígena. Para esto, se valieron de muchas de las instituciones indígenas.
Sobre los caciques muiscas fue en quienes recayó la responsabilidad de recolectar el
tributo y entregarlo, en primera instancia al encomendero, y posteriormente conforme se
fue cimentando el poder del estado colonial, a los funcionarios de la Real Hacienda.
Esto obligó a los caciques a recomponer la economía política del cacicazgo y a alterar
relaciones de redistribución, reciprocidad y generosidad en aras a poder cumplir con las
obligaciones que le imponía un ente social y cultural externo. Es decir a canalizar y a

177
dirigir la totalidad de producción económica comunal para poder cumplir con una de las
funciones que le destinó la política colonial.

Los españoles asumieron que muchas de las relaciones sociales que entraban
dentro de la economía política de los caciques del Altiplano Cundiboyacense eran
equiparables a relaciones de tributación tal como las entendían las mentes del medioevo
tardío ibérico, es decir como un flujo unidireccional de productos desde unas unidades
periféricas a un ente central que las tiene subordinadas. Además, tenían presente la idea
de que la entrega del tributo estaba encaminada a la acumulación de bienes. Es posible
que entre los muiscas esto no fuera así. En uno de los vocabularios de la lengua muisca
elaborados por los evangelizadores de comienzos del siglo XVII como es el caso del
Diccionario y Gramática Chibcha (1987/1619?/) se encuentra que la palabra muisca
“tamsa” fue traducida al castellano como “tributo”. Sin embargo, en otro de los cuerpos
lexicales de la lengua muisca de este período, una palabra emparentada a ésta como
tamsagosqua haría relación a un verbo que traduciría “ofrecer”, como se encuentra en el
Vocabulario Mosco (2013/1612?/; ver también Gómez 2012).

Algunos de los especialistas académicos sobre los muiscas prehispánicos


manejaron la idea planteada por autores como Guillermo Hernández Rodríguez (1990) o
Hermes Tovar (1980) que los muiscas eran una sociedad tributaria. Buena parte de esas
apreciaciones proviene de una lectura particular de las fuentes coloniales en las que no
se tuvo en cuenta lo que podía significar la expresión “tibutar” entre los muiscas, ni el
tipo de relaciones sociales que estas podían contener desde la óptica indígena. Carl H.
Langebaek (1987: 46) opina que detrás de la traducción colonial de “tamsa” como
“tributo” se obliteraron una serie de relaciones sociales de reciprocidad y redistribución,
y que a los españoles encargados de describir como y qué era lo que los indios daban a
sus caciques, no les interesó describir que si bien los indios del altiplano entregaban
bienes y trabajo a sus líderes, también éstos le devolvían a las personas de sus
cacicazgos productos como podrían ser las mantas de algodón, y servicios en forma de
ceremonias y festejos.

De los objetos que hicieron parte de la cultura material de los muiscas, las
mantas de algodón son uno de los mejores elementos que entraban dentro de los
sistemas de prestaciones sociales de los cacicazgos y capitanías, y por cuestiones que se

178
presentarán a continuación, un importante lente para mirar los efectos de la tributación
colonial dentro de las comunidades. Según el diccionario de la lengua muisca elaborado
por Diego Gómez (2012) a partir de los vocabularios de la lengua muisca de comienzos
del siglo XVII la palabra “quyhysa” era la traducción de “algodón” y “foi” de “manta”.
“Tejer” se entendía como “pquasqua” e “hilar” era “zemusqua”. Sobre la tecnología
textil, existía una palabra para telar, “quyty”, los volantes de huso se nombraban como
“zazaguane” y el huso como tal era “zaza”. La “lanzadera” o piedra que se utilizaba en
el telar para tramar era “suquyn”. Algunos documentos de finales del siglo XVI sugieren
que los “tybas” y cabezas de las “partes” y capitanías entregaban mantas de algodón
como parte de pago por los trabajos de sus indios (Londoño 1990:121). Esto lleva a
pensar en la posibilidad de que, en épocas prehispánicas, los capitanes tuvieran cierta
relación con la circulación de mantas dentro de los grupos familiares cada capitanía.

En lo que tiene que ver con la arqueología y los artefactos asociados a los
textiles muiscas prehispánicos, son bastante conocidos los volantes de huso en piedra o
cerámica, llamados comúnmente “torteros” (ver imagen 19 al final del Capítulo 5). No
obstante, es extremadamente escaso el conocimiento directo de otros elementos de la
industria textil muisca como los telares, y sólo se conocen muy pocos elementos para el
tejido como son las agujas y el caso de unos pocos peines de hueso de venado similares
a las “wichuñas” de los Andes Centrales que eran utilizados para darle firmeza a los
hilos de las tramas (Cortes 1990: 66). De hecho, a diferencia de otras regiones de la
Cordillera Oriental ocupadas por grupos chibchas, las condiciones de humedad del
altiplano muisca no han colaborado con la preservación de los textiles de algodón,
conociéndose muy pocos ejemplares de estos objetos arqueológicos (ver imagen 20 al
final del Capítulo 5). Sin embargo, gracias a que los “torteros” o “zazaguane” y unas
agujas se han podido conservar, la arqueóloga Ana María Boada (2009) ha podido
documentar en la aldea arqueológica de “El Venado” algunas cuestiones sobre la
producción textil y su posible función dentro de la economía política de un cacicazgo
del período Muisca Tardío –entre el 1300 d.C y la época de la conquista española– en el
Valle de Samacá –actual departamento de Boyacá–.

179
Los datos indican que en todos los sectores que agrupaban unidades
residenciales13 se encontraron volantes, lo que para la citada investigadora es la
expresión de que las familias se autoabastecían de tejidos para sus vestidos. Sin
embargo, en el área más grande y más rica del asentamiento de “El Venado” se encontró
una concentración más alta y variada de “torteros” y agujas, lo que es interpretado
como un compromiso de la élite cacical en la producción intensiva y especializada de
textiles en cantidades y niveles de calidad que superaban las necesidades básicas de
cubrir los cuerpos, y relacionada con la generación de un excedente de producción
destinado a soportar las obligaciones sociales de los caciques (Boada 2009:287).

Los volantes de huso encontrados por Boada en el sector más rico del poblado
arqueológico de “El Venado” muestran una importante variabilidad en lo que tiene que
ver con la decoración y la forma, como es mostrado en la imagen 19 al final del presente
capítulo. Lo primero sirve para relacionar ciertos principios de identidades sociales con
componentes de los textiles. Los hombres y las mujeres de cada sector familiar o
“barrio” del poblado habrían participado de formas diferenciadas en la elaboración de
artículos elaborados con fibras de algodón. El hilado como una tarea femenina y la
confección de las mantas como actividad masculina ha sido una de las posibles formas
de división del trabajo textil por géneros como ha sido sugerida por Langebaek
(1987b:82) y seguida por Boada (2009:300). Respecto a esto, esta última autora
menciona que el hilado pudo haber sido hecho por mujeres de toda la aldea pero en los
espacios cacicales. Ellas se reunirían en determinadas épocas del año –momentos de
cosecha y festividades comunales– patrocinadas por los caciques para fabricar los hilos
con que después los hombres elaborarían y decorarían las mantas.

La adquisición de destreza para la elaboración y decoración de las mantas era


común en la preparación ritual tanto de “chuques” y especialistas religiosos como de
caciques, según se menciona en algunas fuentes coloniales citadas por Boada. Es
posible que los símbolos de la decoración de los textiles estén asociados a los ancestros
y se constituyan en un elemento distintivo de las capitanías (Boada 2009:301 y 302).
Los mismos “chuques” y “tybas” de cada “parte” o capitanía debieron fabricar y

13
Boada (2007) siguiere que esos sectores o “barrios” del poblado arqueológico de “El Venado” podrían
corresponder a capitanías.

180
decorar las mantas que dejaban en los santuarios y lugares de ofrenda que cada grupo
familiar tenía en las cuevas y lagunas de las sierras del altiplano. No deja de llamar la
atención que, en muchos casos, los motivos decorativos de las pocas matas conocidas se
repiten en volantes de huso y vasijas encontradas en “El Venado”.

La relación de los textiles con la identidad social de los linajes ha sido


mencionada para otros lugares de los Andes (Arnold y Espejo 2013), en los que se
muestra la importancia que tiene para los grupos de unidades domésticas y ayllus la
conservación del conocimiento de los motivos y técnicas decorativos como parte del
patrimonio de cada sector social. Es decir, los textiles andinos cargan en sí mismos la
historia y memoria colectiva. En la presente tesis se plantea que es posible pensar que
cada segmento de los cacicazgos muiscas –independientemente que estos se llamen
“capitanías”, “linajes” o “barrios”– que participaba en las actividades de hilado dentro
de los espacios cacicales, manejara volantes de huso cuyos motivos decorativos fueran
marcadores sociales que anticiparan la identidad socio-territorial de la mujer que lo
usaba. De la misma manera, durante el aprendizaje de las técnicas de tejido, los varones
aprendían los diseños de decoración, e incluso del tejido mismo, que le eran propias de
cada grupo.

La segunda característica de la distribución de los volantes de huso o “torteros”


en el poblado prehispánico de “El Venado” en el Valle de Samacá y que se muestran en
la imagen 19 ubicada al final del presente capítulo es la variabilidad morfológica, y en
especial, lo relacionado entre peso y altura. Boada (2009:283) asocia esto con la
elaboración de hilos de diferente calidad, con su obvia conexión con la producción de
mantas de diversas calidades. Algunos documentos analizados por Eduardo Londoño
(1990) permiten apreciar que, aún en el final de la “época dorada” de los encomenderos
neogranadinos en la década de 1590, en comunidades muiscas como la de Oicatá en la
provincia de Tunja circulaban mantas de diverso tipo, tales como las de “la marca”, las
“chingamanales”, las “pachacates”, las “coloradas” y las “blancas” según la
terminología usada en los documentos.

Un estudio de la técnica textil muisca elaborado por Emilia Cortés (1990:62)


indica que estas tipologías coloniales de las mantas tienen una correspondencia en
términos de la calidad y tamaño de los tejidos de algodón, y se podrían agrupar en tres

181
grupos: mantas “de la marca”, que incluirían tanto las “blancas” como las “coloradas”
o “pachacates” y las “negras”, que, al parecer, eran de uso exclusivo de caciques,
“chiques” y especialistas religiosos. Eran las de mejor calidad por lo fino del hilado, y
su tamaño era cuadrado de “dos varas y sesma” de lado. Similares a éstas, se encuentran
las mantas “buenas”, que seguramente tenían una calidad inferior de hilado. Por último,
las “chingamanales”, más pequeñas y llamadas también “comunes” o “chinas”. La
elaboración era descuidada y hecha con hilo mal torcido. En los vocabularios de la
lengua mosca de comienzos del siglo XVII que se han citado en varias partes de esta
tesis y que han sido sintetizados por Diego Gómez (2012), se encuentra que entre los
indios del Altiplano Cundiboyacense había algunas prendas de vestir de algodón que
pudieron entrar dentro de la categoría colonial de mantas como eran las “chine”,
traducida como “camiseta”, y de la que pudo haberse generado la expresión “china”
para referirse a una prenda ordinaria o mal hecha. Las “sayas” o faldas féminas se
entendían como “fuchaguan” o “guane”, y “faja” fue la traducción castellana de
“inzona”. Según el mismo autor, el término “chinga” del que surge la palabra
“chingamanal” para referirse a un tipo ordinario de manta, se deriva de la expresión
muisca “zynga” que se tradujo al castellano como “cosa que no está bien tejida”.

Siguiendo una idea sugerida por Boada (2009:302), en tiempos prehispánicos los
distintos tipos de textiles de algodón elaborados por los muiscas circulaban dentro de
unas coordenadas definidas por la calidad y la decoración. Así mismo, las mantas más
finas con decoraciones muy elaboradas tuvieron una circulación restringida a los
ámbitos de la capitanía. Otro tipo de mantas bien elaboradas fueron entregadas al
conjunto de la comunidad, ya fuere como parte de las estrategias de la élite para
mantener alianzas, o como parte de la generosidad de los caciques que pagaban con
mantas los trabajos realizados en sus cercados y labranzas. Algunas mantas muy
especiales como las “negras” debieron seguramente quedarse en manos de especialistas
religiosos o dedicarse como ofrendas, y los tejidos menos elaborados, aquellos que
luego en el período colonial fueron llamadas “chingamanales”, estuvieron destinadas a
los intercambios generalizados, es decir tuvieron una circulación libre. Así mismo,
muchos de los textiles que se elaboraban dentro de las unidades domésticas llegarían
temporalmente a manos de las élites cacicales. En contraprestación a la entrega de
mantas y el trabajo para elaborarlas, los líderes devolverían el servicio mediante el

182
patrocinio de fiestas y ceremonias, así como otros productos. Como se puede apreciar,
lejos de constituir bienes asociados a una cuestión impositiva con un flujo
unidireccional encaminado a enriquecer a un sólo sector social, en tiempos
prehispánicos los textiles de algodón hacían parte de un concepto mucho más complejo,
el de “tamsagosqua”, verbo que denotaba la acción de “ofrecer”, y que estuvo
íntimamente ligado a la identidad y la reproducción social de los grupos.

La entrada de los textiles de algodón a la órbita de la compulsión fiscal de las


encomiendas en los inicios del período colonial les otorgaría un valor monetario y de
mercado. En la práctica se establecería, por ejemplo, una equivalencia entre cantidades
de mantas que se podían obtener en los mercados del Altiplano Cundiboyacense en el
siglo XVI. Con tres o cuatro “chingamanales” se compraba una “de la marca”, y a su
vez con varias “blancas” se obtenían varias “de pincel”, es decir las decoradas (Cortes
1990: 74, Londoño 1990:121). Existen cálculos que en la década de 1580 una manta
valía 5 tomines (Eugenio, 1977:89). Entre los muiscas que residían en Santafé en la
segunda mitad del siglo XVI como indios de servicio, las mantas y los vestidos de
algodón eran bienes que les servían para mercadear y hacer transacciones, e incluso eran
sus únicas posesiones materiales como lo atestiguan algunos de los testamentos
indígenas analizados por Pablo Rodríguez (2002). Los tejidos del Altiplano
Cundiboyacense llegaron hasta los mercados coloniales de las cordilleras Central y
Occidental donde eran muy valorados (Langeabek 1987b:83).

La monetarización de las mantas estuvo relacionada en parte con la ausencia de


una cantidad de oro suficiente para acuñar circulante en el Nuevo Reino en el período
colonial temprano, lo que llevó a las autoridades coloniales a admitir la práctica de los
encomenderos de aceptar las mantas muiscas como una especie de bien con valor
canjeable en el mercado (Bonilla 2004:48). De otro lado, se relacionó con la aceptación
de que la remuneración por los trabajos rurales y urbanos de los indios y las indias del
altiplano pudo haber sido por medio de mantas (Colmenares 1997b:111).

En una interpretación previa sobre el pleito entre Guatavita y Súnuba (Bernal


2008) se sugirió que el conflicto por la capitanía de Tuaquirá se había originado por un
tema tributario con un doble componente. Por un lado, el hecho de que en los dos
momentos del alegato, el de la década de 1550 (AGN Caciques e Indios 22, doc 1) y el

183
de 1572 (AGN Encomiendas 19, doc. 14), sale a relucir que la capitanía en disputa
estaba compuesta por “mucha gente”, con la obvia consecuencia de poseer más
“tributarios” que contribuyeran a solventar las cargas tributarias con que estaban
gravados ambos caciques. Por otro, que en ambas situaciones, los alegatos se
presentaron en momentos en que se requería mano de obra indígena. En el caso de los
caciques porque era tiempo de “cavar y sembrar las labranzas”, lo que le era útil a éstos
como directos responsables de la organización del trabajo indígena ante los
encomenderos y las autoridades coloniales. Del lado encomendero, porque se requería
hacer o arreglar un camino, o incluso, hacer unos arreglos en la estancia del mariscal
Venegas. Sin embargo, el componente de mantas de algodón en los bienes a tributar no
puede despreciarse como una variable importante para entender el conflicto entre estos
caciques y capitanes. En especial, la mano de obra para elaborar las mantas de algodón
que el encomendero pondría a circular en el mercado colonial como forma de obtener
réditos de su encomienda es un aspecto que le era muy caro tanto al cacique como al
encomendero de Súnuba, y en mucho mayor grado que a los respectivos encomendero y
cacique de Guatavita.

No es muy claro el momento en el que formalmente las autoridades fiscales


coloniales establecieron la tributación en mantas de algodón para las comunidades
muiscas, pero se sabe que era una práctica común en la segunda mitad del siglo XVI.
Esto se ha explicado, en buena medida, por la aparente facilidad con que los indios
podían obtener tanto las fibras de algodón como las mantas en sí mismas (Colmenares
1997a:143; 1997b: 107). Para los funcionarios de la Real Audiencia esto era la situación
corriente entre los encomenderos, e incluso se reconocía sus ventajas cuando
expresaban que
“[…] les es más provechoso y también porque los indios en la verdad reciben
menos pesadumbre, truecan la demora de oro en mantas y quiérenlas más
recibir de su cacique que no oro. Y así, en esta tasa (y antes) les han conmutado
la demora de oro en mantas, que es la mayor cautela que jamás se ha visto
porque se han atrevido los encomenderos a decir que de las mantas no deben
quinto a Vuestra Majestad ni son obligados a ello […]” (F.D.H.N.R II, doc 299,
350).

Como lo ha señalado Heráclio Bonilla (2004:48), aunque una las principales


motivaciones de la Real Audiencia para permitirlo tenía que ver con la relativa escases

184
de metales preciosos en el Nuevo Reino durante estos años, para los indígenas del
altiplano significó el poder dar sus tributos en un producto que estaba más cercano a sus
tradiciones culturales. Además, dice el citado historiador, en términos de los
encomenderos, la carencia de una entidad estatal fuerte que hiciera valer los intereses de
la corona frente al de los colonos determinó que a los encomenderos les resultara más
fácil pedir tributación en mantas. Entre sus ventajas estaba la evasión fiscal ya que era
muy difícil que la Hacienda Real les pudiese cobrar el “quinto real”. Si se tiene en
cuenta el hecho que durante las últimas décadas del siglo XVI y en las primeras de la
siguiente centuria las mantas de algodón llegaban a mercados coloniales tan alejados del
Altiplano Cundiboyacense como la provincia de Antioquia en donde tenían un precio
competitivo con los textiles locales (Langebaek 1987b:83), entonces la hipótesis de una
generación de renta para los encomenderos por vía de la tributación en mantas cobra
algún valor.

En ocasiones, y en documentos relacionados con otras cuestiones, se suelen


encontrar expresiones y aclaraciones sobre la comodidad de tributar en mantas y su
relación con costumbres de origen prehispánico. Por ejemplo, en las indagaciones de un
proceso entre los caciques de Chía y Tibitó en 1558, un indígena declaró que sabía que
le preguntaban sobre un indio muerto, ya que lo había visto cerca de “las labranzas de
algodón del cacique de Tibitó que tiene en Pacho” (AGN Encomiendas 2, doc. 14, fol
671r). Esto indica que a veinte años de la conquista, los caciques de la parte fría del
altiplano, en Tibitó al noroccidente de la Sabana de Bogotá, mantenían sus algodonales
en lugares más cálidos como es el caso de la región de Pacho, localizado en la vertiente
occidental del altiplano en los límites de los muiscas con los muzos (Ver mapa 6 al final
de capítulo 5).

En el caso de Guatavita, en la década de 1570, los indígenas aún podían acudir a


lugares donde se producía e intercambiaba algodón como es el caso de Garagoa,
ubicado en el Valle de Tenza. Los indios Veateva y Comba, ambos descritos como
chontales y declarados como “naturales de Guatavita”, al ser llamados como testigos en
el pleito con los caciques y encomendero de Súnuba, lo señalan detalladamente. (AGN
Encomiendas 19, doc. 17, fols. 385v y 421v). De hecho, parte de la acusación hacia
Diego Paredes, y a su capitán y cacique Zozaquirá, radicaba en que éstos habían

185
utilizado a los indios de Tuaquirá para la construcción o mejora de un camino que
comunicaba a la parte más serrana de Guatavita y Gachetá con la cuenca del Río
Garagoa en el Valle de Tenza, enclave interandino que reúne las condiciones de
temperatura y humedad necesarias para la producción de algodón, y en donde se
conocen datos de su producción en los albores de la conquista española. Sobre Súnuba
en particular, Langebaek (1987b:86) basándose en información de las visitas de
funcionarios de la Real Audiencia a los pueblos indígenas de finales del siglo XVI
indica que los indígenas de este lugar intercambiaban algodón por mantas.

Hace algún tiempo, el historiador colombiano Germán Colmenares (1997b:97)


había señalado que era posible que la tributación textil guardara una relación de
proporción mayor con la mano de obra disponible, que la que existe entre población y
tasación en metálico. Sin embargo, al menos para la década de 1560 esto no se presenta
ni siquiera en la provincia de Tunja, región de donde procedía el grueso de los datos de
Colmenares. Según listado de tributos y encomiendas elaborada por Gamboa (2010:
689-693, tabla 1) citado en párrafos anteriores, y que se ilustran al final del presente
capítulo en el mapa 6, en esta región, por ejemplo, la encomienda que más tributaba en
mantas era la de Tota, en donde los 600 indios tributarios tenían que dar 2.200 mantas,
mientras que la más poblada que era la de Icabuco, con 1.724 tributarios, y se
entregaban 1.200 mantas. La encomienda de Pisba era otra a la que le pedían más
textiles, ya que a los 970 tributarios los gravaron con 1.420 mantas y en ese orden de
ideas, la siguiente encomienda en que se pedía tributar en ese producto era en Tuta. Allí
los números de tributarios y de mantas eran respectivamente 300 y 1.030. Como se
puede apreciar no se guarda relación entre las cantidades de mantas y tamaño de la
población. En cambio, si es posible proponer tasas de tributación en mantas relacionado
con la relativa facilidad de obtener tanto mantas como algodón. En los casos de Pisba y
Tota se trata de comunidades localizadas en el borde nororiental del altiplano. Los
cacicazgos que ahí se ubicaban tenían desde tiempos prehispánicos relaciones de
intercambio con grupos de los llanos, y de estas relaciones obtenían algodón
(Langebaek 1987b:86). Icabuco se localizaba en el alto Valle de Tenza, en donde
podían tener acceso a los centros algodoneros y de producción de mantas.
Desafortunadamente no se cuenta con datos precisos sobre la tributación en mantas de
encomiendas ubicadas en lugares del Valle de Tenza cercanos a la producción de la

186
fibra o de la elaboración especializada de mantas que nombra Carl Langebaek (1987b)
como es el caso de Tenza, Somondoco, Súnuba y Garagoa.

En resumen, al menos con los datos conocidos y publicados, la tributación


colonial en mantas en la provincia de Tunja tiene que ver, en principio, con un interés
en que los indígenas pudieran pagar la demora en un producto que les fuera más
cómodo y más fácil de obtener que el oro. Para la provincia de Santafé, y para la región
de Guatavita en particular, ¿se pueden hacer las mismas consideraciones? Si se compara
con la jurisdicción de Tunja, la de Santafé era mucho más pobre (Ver Gamboa 2010:
tablas 1 y 2). En la primera, se tasaron 16.906 mantas como parte de la demora, y el
promedio dentro de las 45 encomiendas que tributaban en textil era de 368 piezas. En la
segunda, se pedían en total 9.622 mantas con un promedio entre las 50 encomiendas
tasadas con este producto de 189 tejidos. En párrafos anteriores se hizo la relación de la
tributación de las cuatro encomiendas más grandes en términos de tributarios de la
provincia de Santafé, y en todas ellas, las cantidades de mantas superan notablemente el
promedio regional. Sin embargo, las dos encomiendas en la que se pedía la mayor
cantidad de mantas no eran las que estaban más pobladas en indios varones en edad de
trabajar ya que en la de Suesca y Tunjuelo había 1.100 y en la de Ubaté 900, y fueron de
lejos, las que se les exigían mayor cantidad de textiles. Independiente de su tamaño, las
encomiendas más rentables en términos de mantas en el área de influencia de Santafé y
ordenadas de mayor a menor, fueron Ubaté (1.320), Suesca (800), Sopó (400), Cota
(400), Zipacón (400), Machetá (350), Fómeque (320), Ubaque (300), Bogotá (300),
Tabio (300) (ver mapa 6 al final del capítulo 5 para la localización geográfica de estas
encomiendas). En lo que respecta a Guatavita, si bien en la década de 1560 los indios le
tributaban al encomedero Venegas una cifra por encima del promedio provincial como
eran 240 mantas, no estaba dentro de las encomiendas más “textileras”, o
“algodoneras”.

Nuevamente, en todos los casos se puede verificar el fácil acceso a algodón o


mantas según lo sugerido por Langebaek (1987b:86 y 120-122). En Fómeque los indios
de la encomienda mantenían desde tiempos prehispánicos relaciones de intercambio con
grupos teguas de los Llanos Orientales que los suplían de algodón, o incluso tenían
algodonales en el cañón del Río Negro. En otros, como el de Suesca, fueron lugares en

187
donde al parecer se realizaban durante todo el siglo XVI intercambios de mantas y fibra
de algodón que llegaban del Valle de Tenza o de los Llanos. Esta misma consideración
de los centros prehispánicos importantes para la circulación de textiles es extensible a
Ubaté, cuyos indios obtenían la fibra por intercambio con los panches y muzos, o en
algodonales propios en tierras más cálidas de las vertientes occidentales de la Cordillera
Oriental.

Llama la atención que a las cuatro encomiendas más grandes de Santafé, como
es el caso de Ubaque, Guatavita, Machetá y Bogotá, no se les pidieran cantidades de
mantas comparables a las exigidas a los indios de encomiendas más pequeñas. Estas
grandes encomiendas estaban localizadas en amplios territorios con una variación
ecológica vertical significativa en la que se contaba con la presencia de profundos
cañones de las cuencas de los ríos Garagoa –encomienda de Machetá–, Guavio –
encomienda de Guatavita– y Negro –encomienda de Ubaque–, y con una relativa
cercanía con los Llanos Orientales (ver mapa 6 al final del Capítulo 5). La encomienda
de Bogotá por su parte tenía acceso a tierras templadas (Gutiérrez Ramos 1998). En
todos los casos significaría la posibilidad de entregar más mantas dado que, en
principio, los indios de estas encomiendas tenían la posibilidad de contar con fibras de
algodón producidas dentro de los límites políticos de sus comunidades o cerca de ellas y
adquirirlas por intercambio con grupos indígenas de tierras templadas o cálidas del
piedemonte oriental, los llanos y el valle del Magdalena.

Sin embargo, esto no fue así. La riqueza de estas encomiendas estaba medida
principalmente en metálico y en el aprovisionamiento de productos agrícolas. Aunque
se pedía una cantidad importante de mantas, éstas no fueron el principal interés de sus
encomenderos, y la razón puede estar, tal vez, en el hecho que al ser las encomiendas
más pobladas por indios ubicados en territorios con un mayor espectro ambiental, se
pudo dar una mayor “diversificación” –si se permite el anacronismo– del tributo, y sus
encomenderos pudieron gozar de una renta más cómoda sin tener que depender
exclusivamente de la comercialización de mantas en los mercados coloniales de pueblos
y ciudades del Nuevo Reino. Desde luego, lo anterior no implicó menores cargas de
explotación para los indígenas. Simplemente significó que la presión para producir lo

188
que les exigía la dominación colonial se aplicaba tanto en la producción textil como en
la agricultura y en la obtención de oro.

Probablemente, para los indígenas de las encomiendas más chicas en términos


de población, que fueron tasadas en grandes cantidades de productos textiles dadas las
prácticas de intercambio o de especialización regional en la producción de algodón o
mantas que venía de tiempos prehispánicos, la presión que se ejercía era mayor por
parte de sus encomenderos, dado que en muchos de los casos mencionados la cantidad
de sementeras o de oro que se pedía eran relativamente bajos, o simplemente no se
tasaban en estas cosas. Y a medida que fueron transcurriendo las décadas de la segunda
mitad del siglo XVI el asunto se volvió complicado cuando se comenzaron a sentir,
como es el caso del Valle de Tenza, las aceleradas tasas de despoblamiento. Esta región,
en donde se localizaba una encomienda más “textilera” como pudo ser la Súnuba, tenía
en 1636 tan solo el 7% de los indios “tributarios” que se calcularon en las visitas de la
década de 1560, y los encomenderos de Súnuba en particular, perderían la capacidad de
trabajar y tributar de 730 “tributarios” en un lapso de 74 años (Francis 2002:25, tabla
1), lo que puede representar la pérdida de cerca de 2.482 vidas14. La importancia de la
cuestión señalada por historiadores como Germán Colmenares y Heraclio Bonilla sobre
las implicaciones de la tributación colonial en mantas de algodón radica en que más que
ser un instrumento para analizar aspectos demográficos como lo sospechó Colmenares,
es un buen cristal para examinar algunos temas sobre los virajes que tomó la
compulsión fiscal colonial en el Nuevo Reino de Granada y sus consecuencias en la
cultura y la sociedad de las comunidades muiscas.

5.2.4. La competencia por la mano de obra indígena en las encomiendas de Súnuba y


Guatavita en la segunda mitad del siglo XVI.

El contexto tributario y monetario en el que quedaron suscriptos los textiles


ayuda a entender el largo pleito entre los caciques y los encomenderos de Guatavita y
Súnuba entre las décadas de 1550 y 1570. Conseguir la cantidad de oro con que se tasó
a los indios y los productos agrícolas con que fueron gravados los miembros de ambas
encomiendas era un tema que afanaba a sus caciques y que requería mano de obra. Y

14
Se utilizó el factor de 3.5 personas por cada tributario.

189
obviamente la producción de mantas de algodón implicó para las cabezas de los
cacicazgos y capitanías de los muiscas una presión sobre el trabajo indígena que en
últimas terminó estimulando una disputa nativa mucho mayor en torno a los recursos
humanos de las comunidades. Esta competencia se tornaba aún más dramática si se
tiene en cuenta que los caciques debían responder con sus propios bienes en caso de no
juntar la cantidad exacta con que estaban tasados (Broadbent 1981:265).

Acorde con la idea que se ha plasmado en las páginas anteriores de la presente


tesis, la importancia de contar con la adscripción del capitán y de los indios de la
capitanía de Tuaquirá, la cual fue descrita como un grupo con “mucha gente” (AGN
Caciques e Indios 22, doc 1, fol 6r) radicaba, a final de cuentas, en asegurar un
contingente suficiente de trabajadores y trabajadoras para producir una cantidad
importante de mantas que le generaran una renta al encomendero de Súnuba Diego
Paredes, o mano de obra para diversos trabajos en la encomienda de Hernán Venegas en
Guatavita. En particular, la parte del pleito de 1572 tiene relación con la molestia que le
causó tanto al cacique como al encomendero de Guatavita el uso de los indios de
Tuaquirá por parte de sus pares de Súnuba para la construcción de un camino entre el
Valle de Tenza y la parte de más serrana de Guatavita en Gachetá (AGN Encomeindas
19, doc. 17, fol . 398r).

Desde el punto de vista español era importante que las autoridades coloniales
ratificaran legalmente las adscripciones de unidades sociales y territoriales muiscas a
una encomienda y las institucionalizaran formalmente utilizando las prescripciones que
establecía la normatividad española y colonial sobre estos temas. Hay un aspecto de este
tipo de pleitos sobre la pertenecía de una familia o una capitanía a un cacique
determinado, y es que, en ocasiones, se utiliza como parte de los alegatos el hecho que
un oidor había fijado a un grupo familiar a un cacicazgo, muchas veces de forma
forzada y en contra de la voluntad de los implicados, como es el caso de unos indios e
indias a quienes un oidor de la Real Audiencia entregó al cacique de Chaine
increpándolo para que “[…] los azotase y los llevase a su pueblo y se sirviese de
ellos[…]” además de ir a la encomienda de Cómbita, en donde en teoría el cacique los
tenía retenidos, y les “[…]desbaratase los bohíos que allí tenían hechos[…]” (AGN
Encomiendas 2, doc. 6 fols. 477r y v). En el caso concreto de Guatavita y Súnuba en

190
1572, el pleito se da en los momentos en que se sabía de la llegada del oidor López de
Cepeda para realizar una visita destinada a contabilizar los indígenas y establecer la tasa
de las “demoras” (AGN Encomiendas 19, doc. 17, fol. 407r). Veinte años antes, en
1553 el mismo capitán Zozaquirá nombraba que el cacique de Guatavita hacía uso de la
violencia contra sus indios y que recurría a dañarle las labranzas y los bohíos como
forma de amedrentamiento para que expresaran ante la Real Audiencia que eran
“sujetos” de él y no del cacicazgo de Súnuba (AGN Caciques e Indios 22, doc. 1, fol.
15r).

Sin embargo, por más que desearan, los encomenderos no podían lograr por sí
solos, o por medio de la violencia, que una determinada fracción social o una capitanía
entera se presentara ante el oidor y expresaran que pertenecían a una encomienda
particular. Tenían que recurrir a la intermediación de alguien del sector indígena, y esa
fue precisamente una de las funciones de los caciques. Estos apelarían a diversos
mecanismos para atraer y mantener a los capitanes y las familias que las componían.
Uno de los mecanismos fue su capacidad de entregar regalos para establecer alianzas, ya
que Coyngua, un indio chontal de Guatavita, mencionaba que había visto que los
caciques de Súnuba habían enviado como regalos al capitán de Tuaquirá “[…] un
pañuelo y un paño de manos y dos cuchillos e cuatro agujas […]” para que dijeran que
eran de la encomienda de Paredes (AGN Encomiendas 19, doc. 17, fol.399r). Esta
afirmación es ratificada por otros testigos indígenas que fueron interrogados durante el
proceso, e incluso otro testigo declaraba que “[…] si algunos indios se han ido de este
dicho valle al de Súnuba se habrán ido de voluntad porque allá les da lana y maíz [y]
algunos de ellos se han quedado allá […]” (AGN Encomiendas 19, doc. 17, fols.427r y
428r).

191
5.3. A manera de epilogo: los bienes materiales del cacique de Guatavita a
comienzos del siglo XVII.

Con ocasión de hacer un inventario de los bienes que había dejado el difunto don
Juan15, cacique de Guatavita, a finales de 1609, María Vázquez y su hijo Felipe hicieron
viajar desde Santafé al escribano Alonso Rodríguez y al alcalde Francisco Gómez de la
Cruz. Al llegar al pueblo de Guatavita pudieron dar cuenta de los bienes y propiedades
que quedarían en manos de los herederos y que atestiguan una considerable fortuna
conformada por enseres domésticos de lujo como cucharas, cubiletes y jarros de plata,
candeleros de “azofar” y sabanas de lienzo “de la Palma”. Se inventariaron
indumentarias de estilo español –vestidos de paño y terciopelo–, y cuellos de Holanda.
Además de varias cajas y cofres que contenían vales, papeles y certificados, había
productos más cercanos a la tradición indígena como totumas de oro, mantas blancas,
coloradas y otra de “pinzel con tres maures”. En una despensa se encontraron 5 cargas
de “hayo” (hojas de coca), 20 fanegas de maíz amarillo, 13 fanegas de trigo, 15 arrobas
de lana sucia y 18 ovillos de lana hilada. En el mismo sitio había elementos asociados al
trabajo y forja del hierro. Se puso de manifiesto que la familia tenía esclavos. Uno de
ellos, un negro “congo” llamado Alejandro, hacía dos años había escapado al igual que
Juanillo, hijo de una antigua esclava. Otro, el mulato Francisquito descendiente de una
esclava ya difunta, se encontraba trabajando en casa de doña María.

Don Juan dejó centenares de cabezas de ganado mayor y miles de ganado menor
compuesto por chivos y ovejas. Todos estos animales pastaban en propiedades en las
vegas del Río Tominé, en cercanías de Guatavita, y otras en el Valle de Gachetá y en las
de “tierra caliente” que el cacique tenía en “Chiguachi”. Además gozaba de algunas
estancias de “pan coger” en Guatavita donde sembraban maíz y trigo y en donde poseía,
aunque dañado, un molino. Como la siembra de estas estancias implicaba el trabajo de
la tierra, don Juan tenía cinco yuntas de bueyes de “arada mansones” y rejas para el
arado “viejas y gastadas”. Se calculaba que en una de las estancias podría haber 250
fanegas de trigo. En Santafé gozaba de un solar en el sector de las Nieves.

15
Todos los bienes inventariados que se mencionan en el texto, y el propio testamento de don Juan son
extraídos del ya citado documento Testamento de Felipe Vázquez

192
Con tal cantidad de propiedades por visitar y manejar, el cacique debía estar
provisto de un medio de transporte, aspecto que quedaba más que garantizado con las
decenas de caballos, mulas y burros que doña María y Felipe manifestaron existían en
las estancias que se heredarían. Algunos de los equinos y jumentos estaban “herrados
con el hierro del dicho cacique don Juan”. Para poderlos montar se contaba con varias
sillas, riendas y estribos, todos inventariados en los aposentos del cacique en Guatavita.

El testamento de don Juan indica que realizaba negocios personales con


indígenas, mestizos, colonos e inclusive con autoridades españolas. Varias eran las
propiedades y pertenencias que había adquirido de esta forma. Se sabe Francisco
Venegas Ponce de León, su encomendero desde 1583, le debía 180 pesos de oro
corriente. Al corregidor Francisco Gutiérrez de Montemayor le había empeñado uno de
los jarros de plata inventariados para poder sacar de la cárcel a su hijo Felipe. El otro de
los jarros lo había empeñado a don Gaspar, un capitán indígena de la vecina Suesca,
para cubrir el costo del ataúd en el que sus restos encontrarían el descanso eterno. El
compadrazgo con Gines de Vargas le daba posibilidad de conseguir dinero y préstamos
como es el caso de 150 pesos de trece quilates que su testamento estipulaba debían
pagarse. La estancia de “Chiguachí” la compró al regidor Luis Gutiérrez, y el solar que
poseía en el barrio de las Nieves a Jerónimo Suárez de Robledo por 400 pesos. Las
estancias que fueron del arzobispo Zapata de Cárdenas las pudo obtener mediante una
compra a Luis de Salazar.

De esta manera, surgen dos preguntas a analizar en la presente tesis: ¿qué se


puede extraer de la revisión de un testamento de esta naturaleza?, ¿qué cambios en la
identidad y el poder, entre las comunidades muiscas de comienzos del período colonial,
se puedan observar a través de la materialidad descrita en los bienes y propiedades
testados? Como cierre de este capítulo, en las siguiente páginas se ahondará en la
implicación que existe al hablar de la relación entre materialidad, agencia, poder e
identidad en el contexto de las comunidades muiscas en la segunda mitad del siglo XVI.
Muchos de los bienes, artículos y propiedades nombradas y detalladas dentro del
testamento de Guatavita son elementos indispensables para entender el repertorio de
respuestas de los muiscas a la dominación y de estrategias de acomodo a la sociedad
colonial.

193
En un análisis anterior del caso de Don Juan (Bernal 2012) se había sugerido que
este tipo de testamentos pueden ser usados para entender la agencia y la participación
activa de los indígenas en los procesos de consolidación del orden colonial. Se indicó
también que la capacidad de agendar intereses propios o colectivos de los caciques
muiscas no puede ser pensada solamente como un conjunto de acciones individuales, y
que la explicación de la motivación de muchos comportamientos de los caciques
muiscas se debe realizar dentro de un marcó histórico y sociocultural amplio.

Lo interesante de analizar el mundo colonial hispanoamericano es que si bien se


pueden encontrar situaciones dramáticas de resistencia para mantener la tradición
precolombina o contextos de hispanización total de la vida indígena, en la oscilación del
péndulo entre ambos extremos se muestran una multiplicidad de realidades muy
complejas, como es el caso de muchos de los caciques muiscas de la segunda mitad del
siglo XVI, que se escapan de un reduccionismo maniqueo de buenos contra malos, o a
un simplismo esencialista que intenta aislar lo quedó de la “cultura” muisca
prehispánica en el contexto “hegemónico” de la sociedad “blanca”. Precisamente fueron
las soluciones dadas por los jefes y cabezas indígenas a sus dilemas de liderazgo y la
satisfacción simultánea de los intereses de la iglesia, el estado, los encomenderos y su
propia comunidad los que produjeron este amplio gradiente de tipos de cacique
coloniales. Así mismo, estas prácticas sociales y políticas de los caciques coloniales del
Altiplano Cundiboyacense, produjeron sentidos particulares de la identidad y del ser
muisca, o al menos, del como se podía ser cacique muisca en medio de unas relaciones
de poder de tipo colonialista.

Como ya se ha mencionado varias veces en otros apartes de esta tesis, las


personas que representaban la autoridad y liderazgo en las comunidades indígenas del
Nuevo Mundo fueron aprovechadas de diversas maneras por los españoles para
cimentar la dominación colonial. En el caso de los caciques andinos, el uso colonial de
sus figuras no fue gratuito, y en muchas ocasiones éstos supieron aprovechar las
oportunidades que el sistema colonial les brindó para mantener, e incluso ampliar, sus
posiciones de diferenciación social dentro de sus comunidades. Algunas de estas
cuestiones se pueden relacionar con el vestido ya que sólo a los caciques les era
permitido el uso de prendas de vestir de origen español dentro de la órbita indígena.

194
Nótese, por ejemplo, que entre los bienes testados a favor de Felipe Vásquez, hijo del
cacique de Guatavita, se encontraban cuellos de Holanda, así como vestidos de paño y
terciopelo. Los artículos mencionados muestran que Don Juan supo aprovechar esa
oportunidad de vestirse o andar como español, o mejor, como una especie de hidalgo
español que viste de paño y monta a caballo. Pero no es solamente el simple
aprovechamiento de una posibilidad legal lo que está detrás de usar prendas españolas o
montar a caballo.

Debe tenerse en cuenta también el hecho de que al hacer uso de esta


materialidad, los caciques buscaban un lugar dentro de la sociedad colonial, y sobre
todo, la posibilidad de poder franquear las barreras impuestas por el sistema. En la
expansión colonialista y capitalista de la modernidad se hallan situaciones de
confrontación interétnica similares al caso muisca en las que el uso de prendas de vestir
exógenas y locales sirven a los que se encuentran en una posición subalterna –o al
menos de inferioridad– dentro de las relaciones de poder para reafirmar posiciones de
prestigio y liderazgo. Piénsese por ejemplo acerca de los vestuarios foráneos de
prestigio por parte de las jerarquías indígenas en los grandes cacicazgos ranqueles,
araucanos y tehuelches en la expansión del estado argentino en la pampa y Patagonia en
el siglo XIX. Los caciques principales pedían al gobierno nacional que les enviara
uniformes de coronel o general de la nación y se vestían con ellos re-afirmando así su
estatus en la comunidad. Así mismo, usaban los ponchos tejidos por tejedoras indias
(Gómez Romero 2007).

Richard Boyer (1997:65), en un análisis sobre el México colonial, recuerda que


la identidad social de los individuos en algunos ámbitos socioculturales de
Hispanoamerica colonial era una construcción que provenía de un juicio compuesto. Por
un lado, de un aspecto legal que determinaba quien paga tributo: plebeyo vs noble.
También de un lado cultural: indios vs español. Económico, que ubica a un individuo en
los campos del trabajo, la riqueza y la propiedad. De un estereotipo social, psicológico
y cultural como vago, rebelde, peligroso que ratificaba su posición dentro los grupos
que requieren ser vigilados o controlados. Y por último, los aspectos físicos ligados a lo
“racial” y que se contiene en el denominado “régimen de castas”: mestizo, blanco,
mulato, negro, etc. Es decir que el reconocimiento de un individuo como “indio”, antes

195
de ser una cuestión puramente descriptiva, es un asunto situacional dentro de la escala
de poder relativo tanto del observador como del observado (Rappaport 2011:607).
Además, la posición y preminencia en el contexto colonial iberoamericano no estaban
fijadas únicamente por el aspecto fenotípico de “blanco” o “indio”, sino también por un
tema relacionado con lo cultural en el que la cercanía con el comportamiento “español”
que tenía una persona ayudaba, de cierta manera, a mover su lugar en la pirámide social
(Lockhart 2000:80-82). Todo esto invita a continuar con la reflexión de que si bien el
vocabulario para definir la identidad de un sujeto fue una construcción de “élite” o
“desde arriba” para poder sistematizar la subordinación social, el sentido de las
palabras no fue igual para los “subordinados”. Esta tesis comparte la idea Boyer (1997:
66) que se basa en la existencia de una manipulación cotidiana y silenciosa de muchos
símbolos “españoles” por parte de aquellos grupos e individuos que ocupaban las capas
más bajas del orden social colonial haciendo que el sistema taxonómico “racial” y de
“castas” se escapara parcial y momentáneamente al control, dirección y sentido que los
sectores hegemónicos le quisieron otorgar.

En este mismo sentido se pueden interpretar otras cuestiones asociadas a la


órbita material española que aparecen en el testamento del cacique de Guatavita como
los caballos y el ganado. Obviamente, con la cantidad de tierras y estancias en donde
tenía sembraduras y animales pastando en una topografía difícil como la del Alto
Guavio y el Alto Valle de Tenza, la posesión de caballos, mulas y jumentos
proporcionan una ventaja técnica. Pero independiente de esto, el hecho de montar a
caballo al estilo español –con monturas, riendas y estribos– ratificaba el prestigio de
quien lo montara, y de esta manera, alterar las categorías sociales impuestas por el
sistema (Bernand y Grusinski 1999: II, 205). De otro lado, la posesión de ganado
bovino y lanar, si bien es asociable con los niveles de riqueza personal como se
comentará más adelante, el consumo de carne y productos de ovejas y vacas podría,
probablemente, relacionarse también con la demostración de un sentido particular del
gusto y las maneras de comer (Jamieson 2008: 22).

Evidentemente esta manipulación material y simbólica de artículos y objetos


españoles y europeos tiene mucha relación con un tema que ha sido tocado de forma
tangencial en esta tesis pero que cobra sentido a la hora de analizar algunas cuestiones

196
sobre cómo se mostraban algunos caciques en los últimos lustros del siglo XVI. El
mestizaje, entendido tanto en su aspecto biológico como en su dimensión cultural, hizo
parte del repertorio de estrategias de supervivencia de muchos caciques. Se ha señalado
en algunas ocasiones (Farberman y Ratto 2009, Rappaport 2011, Rodríguez 2008) que
buena parte de la complejidad del fenómeno de los mestizos radica en la aparente
ambigüedad del sujeto mestizo y en la naturaleza cambiante de su identidad a lo largo
de su historia de vida –por ejemplo el nacer “indígena” en el campo pero morir
“mestizo” en la ciudad–, incluso de su mutabilidad muchas veces respecto a un
observador.

Esto desde luego no implicaba la adopción de un camino fácil. Al ubicarse en los


intersticios de las esferas sociales que se intentaron formalizar legalmente, el mestizo se
volvió inclasificable y de manera silenciosa llenó las fisuras y grietas del sistema con las
que se pretendió ordenar el mundo indígena y segregarlo del mundo español. Pero en el
caso de los caciques, curacas y jefes indígenas coloniales, su contacto con la vida y las
formas del “otro” les traería problemas, tanto dentro de su propia comunidad, la cual,
seguramente, veía con desconfianza que su líder adoptara los hábitos de los ibéricos,
como con los españoles, al comportarse como un “ladino”, es decir un “mestizo” con
toda la carga de estereotipos que eso podía tener, entre éstos su condición de ilegitimo y
bastardo (Rappaport 2012: 40; 2009: 56).

Sin duda, para muchos caciques del altiplano la condición de mestizo los ponía a
caminar sobre una cuerda floja, y no siempre su estrategia tuvo éxito. Sin embargo, la
posición de dualidad cultural de los caciques tendía un puente de intermediación entre
ambas sociedades, lo cual ratificaba en algunas ocasiones su importancia ante los ojos
de la administración colonial y legitimaba los beneficios que de ésta recibía (Rodríguez
2008:287). Incluso, su conocimiento de ambos mundos les servía algunas veces como
argumento, no siempre fructífero, para reclamar su derecho a ocupar el cargo de
caciques como ocurrió con Alonso de Silva y Diego de Torres quienes siendo hijos de
conquistadores españoles e hijos de las hermanas de los caciques de Tibasosa y
Turmequé respectivamente emprendieron sendas batallas legales para que se les
reconociera como cabezas políticas de sus poblaciones (Gamboa 2010, Rappaport
2012).

197
El mestizaje cultural, entendido acá como la adopción, adaptación y uso de
aspectos de la cultura española, no sólo fue un factor de introducción de elementos
hispánicos dentro de las comunidades, sino también la oportunidad de los caciques para
poder moverse como indígenas dentro de la “república” de españoles con algún grado
de holgura. En el caso de Guatavita, ese movimiento está ejemplificado en los múltiples
negocios de compra y endeudamientos con españoles formalizados en notas de crédito y
papeles notariales. Incluso, el hecho mismo de testar y producir un documento es
indicativo de cómo los indígenas del altiplano eran conocedores de algunas de las
cuestiones del poder que se desprendían de la escritura. Además, como lo recuerda el
historiador Pablo Rodríguez (2006:21), más allá de la retórica jurídica, éstos
testamentos enseñan la asimilación de los indígenas de un sentido práctico en el que
nombrar linderos, particiones, bienes indivisos e hipotecas resultaban sustanciales en
su existencia.

Pasando a la materialidad indígena, entre los artículos testados existen algunos


que también tenían sentido para el mundo muisca y la posición de autoridad y liderazgo
de Don Juan como cacique de Guatavita en el último cuarto del siglo XVI. Se nombra la
existencia de totumas de oro, cargas de coca y, en especial, mantas de algodón. Dentro
de los textiles testados se contaron tanto mantas blancas como coloradas y de “pincel”.
Cabe pensar que para finales del siglo XVI, algunos caciques podían estar acumulando
mantas como forma de acumulación de riqueza, pero dada la monetización de la que
fueron objeto los tejidos indígenas del altiplano, su significado debe interpretarse dentro
de un contexto diferente, en el cual almacenar mantas no se relacionó con la creación o
ratificación de obligaciones sociales y alianzas políticas, sino como una forma de
solventar las obligaciones coloniales.

Para otras regiones de los Andes Septentrionales se ha indicado que la temprana


producción textil auspiciada por encomenderos y autoridades coloniales generaba
bienes para el mercado regional. Pero, si bien fueron producidas dentro de la órbita
nativa, trajo consigo cambios en la estructura socio-económica de las comunidades. El
aumento de demanda de textiles para el mercado y su relación con el salario por jornal
de trabajo, cambiaron la racionalidad económica de su producción en los cacicazgos
promoviendo una fuerte diferenciación entre algunos sectores andinos (Landázuri

198
1990:17-18). Para cuando el cacique Don Juan falleció, las mantas elaboradas por los
muiscas llevaban varios años como objetos con un valor canjeable dentro de los
mercados coloniales neogranadinos, e incluso, como se mostró en páginas anteriores,
los salarios en el mundo rural de estos años se pagaban seguramente con textiles, lo cual
hacía que la posesión de un buen número de mantas significara el poder contar con un
contingente significativo de trabajadores.

Llama la atención que en su testamento don Juan expresó que todos los bienes
que dejaría a sus deudos los había adquirido luego del matrimonio con María Vázquez
ya que cuando se casó con ésta no tenía ningún bien. ¿Cómo pudo el cacique de
Guatavita acumular tantos bienes? Ya se mencionó en el comienzo de este capítulo que
este cacique al momento de la conquista española era un “señor” muy poderoso y que
podía canalizar la mano de obra de una gran cantidad de indígenas, lo que posiblemente
determinó, una vez iniciado el período colonial, que pudiera acumular excedentes de
producción comunal. No obstante, en ninguna parte del testamento se expresó algún tipo
de bienes recibidos como herencia de don Pedro Guecha, su tío y anterior cacique de
Guatavita.

Por una Real Cédula de 1556 se pedía a las autoridades de la Audiencia impedir
que las autoridades indígenas cobraban a los indios más tributo del que les era obligado
dar al encomendero, práctica que al parecer se daba entre algunos caciques, indicando
que el excedente se lo quedaban y guardaban (F.D.H.N.R III, doc 336, 78). Hay que
recordar además que en la década de 1560 la Audiencia determinó, seguramente
recogiendo legislaciones anteriores, que los caciques podían tener un monto aparte de lo
determinado a entregar al encomendero, la doctrina y el fisco español (Colmenares
1997b:106): Si bien en épocas prehispánicas parte del excedente de producción era
devuelta a la población indígena por medio de fiestas y entregas de regalos, para finales
del siglo XVI algunos caciques podrían estar privatizando tierras y recursos comunales
para su propio beneficio. Puede ser que el mantenimiento del prestigio dentro de su
propia unidad social implicara una acumulación de esta naturaleza para poder cumplir
con parte de las obligaciones sociales y rituales que el cargo le demandaba.

Otro aspecto a comentar sería la relación entre número de indígenas y cantidad


de tierras. Como lo sugieren Carmen Bernand y Serge Gruzinski (1999: II, 205) la caída

199
demográfica del siglo XVI dejó muchas tierras sin una mano que las trabajara. De esta
forma se comenzó a presionar que las tierras no trabajadas y que pudieran caer bajo el
rango de “baldías” fueran entregadas a quien las pudiera trabajar y mejorar. Los
caciques sacaron provecho de la situación y comenzaron a pedir y reclamar las tierras
que habían sido de su propia comunidad antes de que lo hicieran otros sectores de la
sociedad colonial. Así mismo, al volverse la tierra una mercancía, los caciques se
dejaron seducir por la especulación. La apropiación y privatización causó que los
recursos de la comunidad no pudieran ser devueltos en los términos que los indígenas
esperaban de sus líderes, y que desde adentro este factor estuviera ayudando a erosionar
la cohesión política, cultural y social de los cacicazgos muiscas. Nótese por ejemplo que
como dote de su hija Juana Bautista el cacique de Guatavita utilizó una estancia de pan
y ganado menor que había sido entregada por el cabildo. Y si algunas propiedades las
privatizó por las vías de hecho, otras serían legalizadas por la misma Audiencia como
sería el caso del molino y la estancia de las vegas del Río Tominé que le fueron
provistas por el presidente y los oidores en 1584. Es muy difícil determinar si a pesar de
ser un hombre rico cuando ya se estaban cumpliendo los primeros cincuenta años de
dominación colonial, don Juan conservaba también el poder político y de convocatoria
que tenían sus antecesores antes del momento del arribo de las huestes quesadistas.

5.4. Conclusiones del capítulo

El tipo de dominación colonial que se dio en el altiplano durante más de la mitad


del siglo XVI, y que basaba en entregarle a un español un grupo de indígenas para que
simultáneamente los controlara y se pudiese beneficiar de su trabajo, implicó una
recomposición de las relaciones políticas entre “sihipkuas” (caciques) y “tybas”
(capitanes). En el caso de Guatavita, en concreto, los caciques perdieron una buena
parte de las relaciones sociales que mantenían con las capitanías y los grupos familiares,
lo que implicó la pérdida de un volumen demográfico considerable que constituía la
base de la economía política de la jefatura en tiempos prehispánicos.

Luego de la conquista y la entrega de “un cacique y sus sujetos” como fórmula


para otorgar una encomienda a un español, se produjo una atomización del liderazgo
comunitario y las formas de autoridad grupal en la que se dejaron de reconocer y

200
respetar las antiguas lealtades regionales. Las relaciones políticas se volcaron entonces a
un plano puramente local y se fundamentaron en principios muy jerárquicos entre los
encomenderos y caciques, y cuando se podía, entre los jefes y con unos pocos capitanes.
La necesidad de entregar muchas encomiendas para calmar la presión de los colonos o
poder pagar favores políticos recayó sobre unidades sociopolíticas como capitanías y
caciques pequeños que antes de la conquista le reconocían respeto, autoridad y
liderazgo a un solo jefe, pero luego de ésta quedaron incluidos dentro de encomiendas
distintas. Además, como se expresó en el capítulo 2, uno de los principios en que se
fundamentaba la cohesión y la identidad social era la relación espacial y temporal de los
grupos con un territorio particular. La encomienda, al separar gentes que ocupaban
espacios y territorios concretos alteró y rompió los lazos que unían a las personas que
allí vivían y producían. En las páginas precedentes se destacaron los motivos por los
cuales la encomienda fue una de las instituciones coloniales que más implicaciones tuvo
en la recomposición étnica de los muiscas.

De otro lado, los cambios y la identidad étnica dentro de los cacicazgos muiscas
vinieron también aparejados con objetos y producción de artículos. El testamento del
que fue el cacique de Guatavita cuando la presencia española ya estaba consolidada en
la región es un buen indicativo de como muchos bienes del sector español de la
sociedad colonial entraron dentro de las posesiones materiales de los “señores” de las
comunidades indígenas. Se indicó que estos inventarios no pueden ser tomados como
mediada del grado de “aculturación” de los muiscas. En cambio, se propuso que el
consumo de objetos procedentes de la órbita española fue usado por algunos caciques
como parte de una estrategia para mostrar quien se era dentro de la comunidad, y
también para cambiar, o al menos intentar hacerlo, la rígida estructura social colonial.

En lo que tiene que ver con “cosas” producidas dentro de la “república de


indios”, uno de los temas tratados en este capítulo se centró en los textiles como forma
de tributación dentro de las encomiendas y como medio de cambio en las transacciones
comerciales del mundo colonial en el Altiplano Cundiboyacense en la segunda mitad
del siglo XVI. Se destacó como la producción textil involucró aspectos esenciales de la
economía política de los cacicazgos muiscas y la relación de las mantas con el engranaje
social y cultural de la sociedad indígena de las tierras altas de la Cordillera Oriental. Por

201
estas razones, la fabricación de objetos de algodón para vestirse y para el mercado
dentro de la órbita nativa en el mundo colonial tiene inmensas repercusiones en los
cambios de la identidad y el poder indígena dentro de los “señoríos” y “pueblos
indígenas” en el epicentro del Nuevo Reino de Granada. Esta es una de las
manifestaciones más conspicuas del “drama sociotécnico” del mundo colonial temprano
para esta región andina del norte de Suramérica que se ha estado intentando analizar en
esta tesis.

Hasta hace algunas décadas, algunos investigadores, como es el caso de Sylvia


Broadbent (1981:265), pensaban que tanto el hecho de que las encomiendas fueron
montadas sobre la base de los cacicazgos muiscas, como que la tributación siguió las
mismas bases sociales de tiempos prehispánicos, implicaron pocos cambios sociales
para los muiscas a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. Contrario a este
argumento, las ideas sobre las implicaciones de la encomienda en la estructura
sociocultural muisca que se manejan en esta tesis se adhieren a otras (Francis 1997:83)
que opinan que al supeditar la organización indígena a los intereses y conflictos de la
sociedad colonial, se produjeron rápidas y sustanciales transformaciones en las
relaciones de poder y los mecanismos de legitimación de la autoridad entre los propios
indígenas. Y esto se explica en buena medida porque las vías de regulación de la vida de
las comunidades se desplazaron del núcleo interno de cada una de ellas a un ente
externo, representado por el encomendero, los administradores coloniales o los curas
doctrineros. Es aquí donde radica buena parte del drama colonial de los caciques
muiscas y lo que aproxima el tema del poder indígena en el Altiplano Cundiboyacense a
las cuestiones del “dilema de liderazgo” de las jefaturas andinas que han desarrollado
autoras como Karen Powers (1991, 1994, 1995) o Carmen Bernand (1997).

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Mapa 5. Ubicación del cacicazgo prehispánico de Guatavita


(Elaboración: Alejandro Bernal V. Mapa base: IGAC, Mapa Físico de Colombia 2005)

203
Imagen 16. Lugares arqueológicos de la región de Guatavita

(Fotos: Alejandro Bernal, excepto imagen de la laguna de Guatavita


http://seecolombia.travel/blog/2012/10/day-trips-from-bogota-the-legend-of-el-dorado-lake-guatavita/)

204
Fragmentos
decorados
con
pintura Ollas y jarras

Fragmentos
decorados Copas y cuencos
con incisión
y modelado

Motivos y diseños decorativos de copas y cuencos

Imagen 17. Elementos alfareros del tipo Guatavita Desgrasante Tiestos (GDT).
(Elaboración: Alejandro Bernal a partir de los dibujos de Boada 2007, Broadbent 1986 y Langebaek
1987a)

205
Imagen 18. Parte de las declaratorias y peticiones de un capitán de Guatavita en el proceso
contra Súnuba en 1553.
(Fuente: AGN Caciques e Indios 22, doc 1, fol 43r)

206
Esferoidal

Subglobular

Compuesto

Cono convexo

Oval

Rectangular
Cono recto

Discoidal

Biconico
2 cm

Formas de los “torteros” muiscas Decoraciones de los “torteros” muiscas

Imagen 19, Volantes de uso muiscas.


(Elaborado por Alejandro Bernal a partir de Boada 2009. Figuras 8.3 y 8.4)

Imagen 20. Los textiles y mantas muiscas.


(Fuente: www.banrepcultural.org)

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Mapa 6. Localización de las encomiendas y regiones algodoneras y productoras de


mantas nombradas en el texto

(Elaboración: Alejandro Bernal V. Mapa base: IGAC, Mapa Físico de Colombia 2005)

208
CAPÍTULO 6.

ORDEN Y CORRECCIÓN EN EL ALTIPLANO CUNDIBOYACENSE EN EL


OCASO DEL SIGLO XVI.

6.1. El contexto de las reformas de finales del siglo XVI en el Nuevo Reino de
Granada.

La conquista y colonización de América fue asumida como una labor


“civilizadora” y “evangelizadora”. Para esto fue necesario crear una serie de
mecanismos que facilitaran la hispanización y cristianización de los pueblos originarios
de América según un ideal de “policía”, como era la expresión de la época para denotar
un determinado “orden” sociopolítico y espacial. Mantener a la población indígena
viviendo en “policía” implicaba su congregación en poblados nucleados y ordenados
según un plan de diseño urbano pensado para el Nuevo Mundo desde la península
ibérica. Visto desde otro ángulo, los mecanismos de “orden” y “policía” se encaminaron
también al manejo y aprovechamiento de los recursos económicos y de la fuerza de
trabajo de los grupos familiares y de los cacicazgos, mediante la compulsión fiscal y
laboral.

No obstante, en el epicentro político del Nuevo Reino de Granada este proyecto


distaba mucho de ser completo al finalizar el siglo XVI. A los ojos de un padre jesuita
que llegó al Altiplano Cundiboyacense en la década de 1590, los indios vivían a “a
rienda suelta en sus vicios” debido a que los frailes encargados de difundir los
principios de la fe católica entre los nativos del Nuevo Reino eran ignorantes, estaban
mal preparados para impartir la doctrina en lengua muisca y exhibían más avidez en las
cuestiones económicas que en acrecentar y mantener una comunidad cristiana dentro de
los pueblos. El ignaciano opinaba también que el excesivo trabajo de los indios para
suplir las demandas de los encomenderos impedía que éstos gozaran de los tiempos de
regocijo que requería el aprendizaje de los rudimentos más básicos del cristianismo
(Descripción del Nuevo Reino de Granada 2003/1598/).

209
Los deseos del clero y de la Corona española de tener en los Andes del norte de
Suramérica una república cristiana que trabajaran en beneficio del imperio se
concretaron hasta las últimas décadas del siglo XVI cuando las autoridades civiles y
eclesiásticas del ámbito colonial español se percataron de que la encomienda como
institución de control, vigilancia, aprovechamiento económico y evangelización no
había traído los resultados esperados. De esta manera, se pensó en un cambio de
escenario para favorecer los intereses económicos e ideológicos que tenían los
Habsburgo en el Altiplano Cundiboyacense y en el Nuevo Reino de Granada. Para tal
fin se diseñó e intentó aplicar una normatividad que debía cumplir con tres objetivos:
fijar una presencia más fuerte del Estado español que minimizara el poder de los
encomenderos; crear mecanismos de control, vigilancia, castigo y corrección más
efectivos dentro las comunidades indígenas; y disponer de un ordenamiento espacial
que, además de legitimar la presencia española, estuviera en función de la
evangelización, la eficiencia fiscal y un aprovechamiento de la fuerza de trabajo nativa
para los intereses coloniales.

En el presente capítulo se propondrá, como eje de argumentación, que en la


retórica colonial contenida en algunos documentos escritos entre finales del siglo XVI y
el inicio de la siguiente centuria, los indios eran vistos como seres “buenos” pero
inclinados al “hurto”, el “vicio” y la “idolatría”. En dichas fuentes escritas se puede
evidenciar que estos aspectos necesitaban de la aplicación de un sistema de vigilancia y
castigo del cuerpo y del alma de los indígenas para corregirlos y conducirlos por las
sendas del trabajo y la vida cristina. Este programa hacía parte de la “vida en policía”
que debía llevarse en los “pueblos de indios” del altiplano. Las figuras españolas sobre
las que recayó la concretización de los nuevos derroteros de la política colonial fueron
los “corregidores de indios” y los sacerdotes católicos que, en el contexto histórico y
geográfico de esta tesis, son los “curas doctrineros”.

6.1.1 En busca de un marco interpretativo para las reformas de final de siglo.

La presencia de los curas entre las comunidades indígenas se dio desde el


momento mismo de la conquista y de los primeros repartimientos de encomiendas, pero

210
la actividad de los “corregidores de indios” o “corregidores de naturales” en el
Altiplano Cundiboyacense se presentó entre finales del siglo XVI y las últimas décadas
del XVIII, período de tiempo en el que se dio un modelo dual de segregación espacial
en la que la mano de obra y la producción económica de la “república de indios” fue
organizada para suplir las necesidades económicas de la “república de españoles”. El
nuevo marco normativo intentó ordenar la vida indígena para mejorar la conversión al
catolicismo, contar con un mayor control de sus movimientos por el territorio, y en
general, para llevar a las mujeres y hombres muiscas por los caminos de una vida
ordenada según los patrones de época.

Las reformas fueron planteadas también como respuesta al declive demográfico


indígena y a su obvia diminución de indios “tributarios” causada por la forma como se
llevó a cabo la encomienda en la Cordillera Oriental de los Andes neogranadinos. El
período de predominio de la encomienda como institución que estructuró el poder
dentro de la sociedad neogranadina tuvo serias e irreversibles consecuencias dentro de
las comunidades muiscas del altiplano. Inicialmente sólo se entregaban títulos de
encomienda por la vida de un encomendero y un descendiente. Por tanto, los
encomenderos, sintiendo que las encomiendas eran provisionales, actuaron con frenética
voracidad ante el uso de la mano de obra indígena y los recursos comunitarios. Luego,
con la extensión del título a más generaciones, la encomienda fue prácticamente la única
fuente de entradas económicas de buena parte de la sociedad española en Tunja,
Santafé, Vélez y otras ciudades del altiplano, lo que completaría en el largo plazo el
cuadro de sobreexplotación del trabajo indígena y la necesidad de crear más
encomiendas para un número creciente de familias. Además, al no existir un ente estatal
fuerte que fijara los montos de los tributos, los encomenderos cometieron todo tipo de
abusos respecto a los bienes y cantidades que se podían cobrar. Estas situaciones
determinaron la atomización de las unidades políticas y sociales de los muiscas, a la par
de un dramático descenso demográfico. La pérdida numérica de los muiscas significaba
para la administración colonial una disminución de la cantidad de tributos que entraban
en las arcas reales y en la carencia de una mano de obra que sirviera a sus intereses.

Es importante anotar que el tema de las reformas de finales del siglo XVI no
puede ser analizado exclusivamente desde su faceta formal o institucional. Al respecto,

211
el sentido que en esta tesis se le quiere dar al análisis de la urbanización de la vida
indígena coincide con las ideas de Martha Herrera (1998:119) en cuanto a que “las
actividades de poblamiento y re-poblamiento, ordenadas por la autoridades coloniales,
deben estudiarse entonces dentro de todo el contexto de sometimiento ideológico de la
población indígena y la resistencia que ello originó y no únicamente en términos si la
ley se cumplió o no”. En párrafos precedentes se ha anotado que la normatividad que en
la década de 1590 se deseó aplicar en el Nuevo Reino de Granada apuntaba a mostrar
mayores elementos ideológicos que sustentaran la dominación colonial, y en esto los
diseños espaciales del poder son un elemento muy importante. Siguiendo a Nievas
(1999), la historia de los poderes es la historia de los espacios, es decir que existe una
“expresión espacial del poder”. El mantenimiento de un sistema de poder determinado
exige un ordenamiento y desplazamiento espacial que fija los cuerpos a un lugar,
creando la ilusión de un orden inamovible cuya alteración es la entrada a un mundo
irracional caracterizado por el caos, el desorden y el descontrol.

Uno de los elementos materiales más importantes para el mantenimiento de una


identidad cultural española en América y la preservación del ideal hispánico de orden
social fue el diseño de los asentamientos y poblados en forma de damero (MacEwan
2002:583). Por medio de esta congregación urbana ordenada en cuadrículas que se
disponían alrededor de una plaza central, donde se ubicaban las estructuras edilicias de
la autoridad civil y eclesiástica, se esperaba asegurar la introducción de un sistema
simbólico de valores y jerarquías hispánicas que afianzaban y legitimaban el poder
colonial español (Herrera 1998:113-114). Un ejemplo de este tipo de asentamientos en
el contexto del Altiplano Cundiboyacense se puede ver en la imagen 21 al final del
presente capítulo y que corresponde al diseño urbano proyectado para el pueblo de
Paipa en 1602. Como se ilustra en este esquema espacial, la idea era que los caciques y
capitanes más importantes del cacicazgo ocuparan las casas alrededor de la plaza y la
iglesia, y que las manzanas externas fueran el emplazamiento de las familias nucleares.
En cada casilla aparece el nombre del hombre cabeza del grupo doméstico.

En la presente tesis se considera que los discursos del período colonial temprano
sobre la “vida en policía” en el ámbito neogranadino hacen parte del “drama
tecnológico” y los procesos de “regularización tecnológica” definidos por Brian

212
Pfaffenberger (1988, 1992), se han usado en esta tesis como trasfondo analítico para
entender las transformaciones del poder y la identidad indígenas en el altiplano
cundiboyacense. No se debe olvidar que se está analizando un sistema económico que
descansó en gran parte sobre el control de la mano de obra. De esta manera, una
rentabilización mayor del espacio colonial neogranadino requería que los contingentes
de mano de obra indígena adoptaran los valores religiosos que se esperaban del mundo
campesino castellano, la monetización del salario y la aceptación de una rutina y
disciplina laboral más seculares y acordes a las concepciones del trabajo en el corazón
de la península Ibérica. Llama la atención lo explícito que, en este sentido, se expresa
Miguel de Ibarra, uno de los funcionarios coloniales que redactó las reformas de finales
del siglo XVI en el Nuevo Reino de Granada, cuando manifestaba en las Ordenanzas de
Trabajo Agrícola (1997/1598/:200) que el trabajo rural se debía hacer
“Conforme se alquilan y haze en los rreynos de castilla en cuya horden y
pulicia se desea poner la gente de esta tierra pagandoles a cada un yndio o
yndia por cada medio tomín de jornal y los dichos yndios an de acudir a el
travaxo e travaxar desde las ocho oras de la mañana hasta puestas del sol segun
y por la orden que se travaxa en los rreynos de castilla”.

6.1.2. El contexto histórico de las reformas.

Varios estudios historiográficos han caracterizado a la segunda mitad del siglo


XVI como la “edad de oro” de los encomenderos neogranadinos (Colmenares 1997a;
1997b, Eugenio 1977, Friede 1969, Ruiz Rivera 1975, Tovar 1999, Villamarín 1972).
La pugna por el control de la preciada mano de obra de los cacicazgos muiscas se dio en
un contexto de débil presencia institucional del estado colonial español en el que las
autoridades coloniales difícilmente pudieron hacerle competencia al poder político,
económico y social de los encomenderos. Durante este período, los encomenderos
ocuparon el lugar más alto de la sociedad colonial, posición que lograron mediante la
extensión de redes familiares por vía del matrimonio entre los hijos de los
conquistadores que gozaban de títulos de encomiendas, al igual que los amiguismos
entre éstos y los funcionarios de la Real Audiencia y otros funcionarios públicos. Desde
la presidencia de la Real Audiencia de Santafé de Andrés Díaz Venero de Leyva entre
1564 y 1574 se había intentado frenar el control político que tenían las familias de
“descubridores” y “primeros pobladores” neogranadinos sobre la tributación y el

213
trabajo aborigen. Ahora bien, la élite de los colonos, por medio de varios artilugios
políticos con los oidores de la Real Audiencia, y su influencia en unos gobiernos
coloniales débiles, lograron dilatar todo marco normativo que les fuera contrario a sus
intereses.

Sin embargo, el poder y prestancia del sector encomendero fue oscureciéndose y


difuminándose cuando el reinado de Felipe II entró en el ocaso. Una aplicación
relativamente efectiva del plan diseñado por la Corona para un manejo beneficioso del
espacio colonial neogranadino se concretó sólo hasta la década 1590 con una serie de
medidas que le quitaban a la institución de la encomienda el control y monopolio sobre
la órbita indígena. Este marco normativo fue realizado durante la actuación de Antonio
Gonzáles como presidente de la Real Audiencia de Santafé entre 1590 y 1597, y siendo
oidores de ésta los licenciados Miguel de Ibarra y Andrés Egas de Guzmán.

Ambos funcionarios realizaron “visitas a la tierra” a los pueblos de la provincia


de Santafé y de la Tunja respectivamente, y como resultado de sus observaciones y
pesquisas sobre el estado de las encomiendas, las doctrinas entre los indios, la cantidad
de la población y el estado general de la vida rural, fue formulada una reglamentación
que dio un importante golpe de gracia al poder de las familias encomenderas. En efecto,
se suprimieron definitivamente los servicios personales, y en especial, aquellos que se
realizaban en el tema agrícola; se fijaron unas tasas tributarias de forma individual y no
por grupo o pueblo; y se estipulaba que el trabajo de cualquier naturaleza debía ser
pagado al indígena mediante un salario que sería vigilado por un ente de la
administración colonial. Se prohibió además la intermediación directa del encomendero
o encomendera para el manejo de las cuestiones económicas y políticas relativas a los
indios que tenía encomendados, tareas todas que quedarían en manos de una nueva
figura política en el Nuevo Reino de Granada conocida en otros ámbitos andinos como
el “corregidor de naturales” (Colmenares 1997a: 164; 1997b:116, Eugenio 1977:116).
Otra de las medidas importantes tomadas en el nuevo contexto fue la creación de los
“pueblos de indios” como herramienta de congregación de la población indígena en
núcleos urbanos.

Es importante anotar que la formulación y ejecución de esta nueva normatividad,


o al menos de los balbuceantes intentos de su aplicación, hicieron también parte de una

214
dinámica sociopolítica y económica más compleja, y no fue exclusivamente producto
del deseo de unos funcionarios de la Real Audiencia de Santafé en el cierre del siglo
XVI. Es muy posible que para esas fechas, el otrora poderoso sector encomendero
neogranadino ya no fuera un factor de peso en la toma de decisiones políticas de los
cabildos de las principales ciudades e incluso dentro de la misma audiencia. Algunos
autores han señalado que las posiciones de prestancia política, económica y social de los
encomenderos fueron gradualmente ocupándose por otras familias de la élite colonial
española que se ocupaban de actividades económicas más exitosas (Colmenares
1997a;1997b, Tovar 1999). En varias partes de la presente tesis se ha manejado la idea
de que la encomienda, como empresa económica, tuvo una baja inversión tecnológica
en los conocimientos prácticos en el manejo de los cultivos, en las herramientas para el
arado o en la utilización de abonos. Por otro lado, en las primeras seis o siete décadas de
dominación colonial no existió un ente formal y legal que entregara una titularidad
sobre la propiedad de la tierra y, de hecho, la entrega de un título de encomienda era
sólo sobre los indios de un territorio. De esta manera, los réditos económicos y la
fortuna del goce de la asignación de un grupo de indígenas descansaban exclusivamente
sobre la base de un amplio contingente de población que trabajara para pagar las
obligaciones tributarias sobre las que eran tasados. Al parecer, sólo en los casos de los
repartimientos más grandes las familias encomenderas lograron mover cierto tipo de
emprendimientos comerciales que les permitieran crear una forma primigenia de
acumulación de capital.

Para finales del siglo XVI, el descenso demográfico en las comunidades muiscas
era bastante notorio, y entre muchas encomiendas la posesión de unos pocos indios
constituyó más un gasto que una ganancia real. En el último tercio de la centuria, los
funcionarios de la Real Audiencia hicieron notar una gran cantidad de tratos informales
entre encomenderos como ventas, traspasos y dejaciones, y, en algunos casos las
encomiendas se devolvieron a la Corona (Eugenio 1977:96), lo que puede ser indicativo
del afán de muchas familias de colonos de deshacerse de una parte o de la totalidad de
títulos de repartimientos. Si bien en un principio, las asignaciones de encomiendas
representaron prestigio social, terminaban en el largo plazo como una carga con
ganancias espurias o incluso de obligaciones onerosas.

215
A comienzos de la década de 1570 algunas encomiendas no podían siquiera
pagarle a un fraile que viviera allí para impartir la doctrina o construir y dotar los
templos doctrineros. Como la cuestión evangelizadora era fundamental para poder
mantener la encomienda, las acusaciones de no mantener una doctrina eran la base para
que la Real Audiencia de Santafé pudiera quitarle la titularidad a la familia que la
poseía. Es el caso de dos ejemplos encontrados en la investigación documental de la
presente tesis: la encomienda de Tenjo-Socotá, y la de Sagasuca (Serrezuela). Como
parte del proceso de despojo abierto a sus poseedores se mencionaba que no había
doctrinas permanentes y que éstas no contaban con una iglesia en la que existieran
“imágenes” y “campana” (AGN Encomiendas 6 doc. 18 y Encomiendas 9 doc. 41).

Aunque no existen aún estudios comparativos respecto del éxito económico y de


supervivencia relativa de algunas familias encomenderas en el siglo XVII en la Nueva
Granada, es probable que esto esté relacionado con la posesión de las encomiendas más
grandes y lucrativas. El investigador Hermes Tovar (1999:113) ha puesto de manifiesto
que las encomiendas grandes tenían un control sobre unidades sociales indígenas
tributarias que ocupaban ámbitos ecológicos diferentes y con acceso a recursos
variados, lo que implicó la producción de bienes para suplir los mercados de las
ciudades con productos diferentes al maíz y el trigo como serían miel, sal, carne y
manteca, además de cantidades significativas de mantas de algodón. El caso analizado
por Tovar recuerda en algunos puntos al de Guatavita que se ilustró en el capítulo
anterior. Además del control sobre el fértil valle de Tominé, los encomenderos de
Guatavita tuvieron una fuerte influencia en toda la región del alto Guavio dado que eran
también encomenderos de Gachetá en donde se explotaban fuentes de aguasal desde
tiempos prehispánicos. En el capítulo anterior se sugirió que, a la par de una tributación
relativamente alta en mantas de algodón, a los indios del repartimiento de Guatavita se
les pedía entregar cargas de otros productos en cantidades que superaban las
expectativas de consumo que podía tener un grupo familiar de colonos españoles. Este
excedente entró a los mercados de Santafé y de otros pueblos de la Sabana de Bogotá.

Así mismo, la familia Venegas-Ponce de León fue partícipe en procesos de


poblamiento español del piedemonte llanero en la región conocida como los “Llanos de
Medina” (Arguello et.al 2004), la cual, o hizo parte de la encomienda original de

216
Guatavita dado que algunas fuentes arqueológicas y documentales señalan que unas
comunidades teguas y chíos de la región eran “sujetas” al cacique de Guatavita en
tiempos prehispánicos (Bernal 2007, Pérez 1990), o la familia logró hacerse a una
encomienda contigua a la que originalmente se les había otorgado en la década de 1540.
El acceso a tierras más cálidas en el piedemonte se traduciría en una fuente de algodón,
miel y otros géneros que no se producían en la tierra fría y eran apetecidos en los
mercados de Santafé y sus pueblos aledaños. De esta forma, los encomenderos de
Guatavita pudieron ampliar las posibilidades económicas y complementar las entradas
de capital que provenían de la tributación. La formación de fortunas, además de permitir
el consumo de bienes suntuarios que denotaban quien se era en la sociedad santafereña,
fue vital para poder adaptarse al contexto socioeconómico del siglo XVII.

Adicionalmente, el entronque de familias con las de otras propietarias de


encomiendas o de la élite santafereña o tunjana por la vía del matrimonio garantizaba el
acceso a otras fuentes de recursos económicos y enlaces con el poder político. Por
ejemplo, una de las familias relacionadas con los Venegas-Ponce de León era la familia
Maldonado de Mendoza propietaria de la rica encomienda de Bogotá (Flórez de Ocariz
1990/1676/:88 y ss), la cual, por vía de artilugios informales, e incluso ilegales, traspasó
los umbrales de la centuria como parte de una importante hacienda agrícola y ganadera
que durante el resto del período hispánico se convirtió en el Mayorazgo de Bogotá,
patrimonio de un linaje familiar de criollos que terminaría, en el siglo XVIII, siendo los
Marqueses de San Jorge (Gutiérrez Ramos 1998).

El caso de la encomienda de Bogotá sirve como ilustración de los virajes que


dieron algunas familias encomenderas y su adaptación a las nuevas condiciones de
acumulación de riqueza y prestigio a finales del siglo XVI en el Nuevo Reino de
Granada, y para las cuales se hacía necesario un replanteamiento del usufructo de la
mano de obra indígena. En efecto, las haciendas y la participación en la minería y el
comercio comenzaron a convertirse a finales del siglo XVI en las bases económicas del
prestigio social y el poder de las familias de las élites de las principales ciudades del
Nuevo Reino. Es probable que solo aquellos sectores encomenderos que entraron en las
nuevas dinámicas económicas pudieran conservar una prestancia e influencia sustentada
sobre bases económicas firmes. Con todo, la institución de la encomienda seguiría

217
existiendo hasta las décadas previas al período de la independencia como un mecanismo
simbólico de recompensas por servicios a la Corona, pero su papel como estructurador
del mundo colonial en el espacio neogranadino se fue diluyendo conforme fue
avanzando el siglo XVII hasta hacerse prácticamente inexistente en el momento del
cambio dinástico entre los Habsburgo y los Borbón.

Para finalizar este aparte de contextualización histórica sobre el final del siglo
XVI y las reformas que se tomaron en la década de 1590 se hará una breve referencia a
la propiedad española y criolla sobre las tierra por cuanto serán los hacendados y
propietarios del espectro socio-étnico hispánico –españoles y criollos– en el Altiplano
Cundiboyacense quienes comenzaron a partir de esos momentos a reclamar para su
beneficio económico a los contingentes de mano de obra de las menguadas
comunidades muiscas. Paralelo al hecho de que la posesión de la tierra por parte del
sector hispánico de la sociedad colonial del altiplano comenzó a ser un factor de poder
importante, una parte del conjunto de normas emitidas en esta época “otorgó” a los
pueblos indígenas porciones de tierra para su usufructo comunal. Desde luego, repartir
paralelamente tierras a indios y colonos implicó que el conflicto por la mano de obra
empezó a ser análogo a la lucha por la tierra, lo que introdujo un elemento más de
conflicto a las relaciones entre todos los elementos constituyentes de la sociedad
colonial.

Sobre el origen de la hacienda como espacio productivo y como vector de las


relaciones políticas entre colonos españoles, funcionarios coloniales e indígenas en el
Altiplano Cundiboyacense, diversos autores (Colmenares 1997a; 1997b, Friede 1969,
Tovar 1999, Tirado 1991) han anotado que si bien, en la segunda mitad del siglo XVI se
comenzó un proceso de apropiación español de los terrenos por las vías de hecho, el
otorgarse un título de encomienda no implicaba, ni legal ni formalmente, la posesión
sobre la tierra. Estos mecanismos informales e ilegales que señala la historiografía del
período colonial temprano eran ratificados en los cabildos de las ciudades y villas ya
que constituían la instancia que tenía potestad para repartir tierras entre los “vecinos”.
Además, en el siglo XVI, al ser el cabildo escenario de actuación de los encomenderos,
éstos lograron hacerse de muchas de las tierras en donde estaban poblados sus
encomendados (Avellaneda 1995a:140). Dicho mecanismo de usurpación, a medida que

218
se fue dando el despoblamiento indígena y muchas de las capitanías y cacicazgos
desaparecieron, se fue haciendo más común.

No se puede olvidar que en un sistema jurídico del antiguo régimen como era el
de las posesiones de España en América en el siglo XVI, la tierra era legalmente
patrimonio del Rey, por lo que toda forma de propiedad del suelo que no fuera una
merced o favor del monarca era básicamente el producto de un mecanismo fraudulento,
o cuando menos tramposo. Un ejemplo gráfico de esta situación de apropiación
informal de las tierras se puede apreciar en la Imagen 22, la cual fue transcrita y
contextualizada espacialmente en las imágenes 23 y 24 (ver al final del capítulo 6). La
figura corresponde a un plano de 1592 de las estancias existentes en el norte de la
Sabana de Bogotá en el que todos los nombres mencionados en el documento tienen
relación con los propietarios de títulos de encomiendas de la región para esa fecha. El
regidor Nicolás de Sepúlveda fue el encomendero de Gachancipá entre 1571 y 1595
(Eugenio 1977: 609, Ruiz Rivera 1977:403). Juan Sánchez de Toledo sería el primer
encomendero de Gachancipá. Había sido un integrante de las huestes quesadistas
(Lucena Salmoral 1983:157), pero a pesar de no gozar de la encomienda en 1592 el
documento señala que éste o sus descendientes tenían una estancia en los términos del
pueblo de Gachancipá.

En lo referente a Juan de Ortega, se sabe que había sido el encomendero de


Zipaquirá hasta 1583, cuando la heredó su hijo mestizo (Avellaneda 1995a:163, Lucena
Salmoral 1983:157). Zipaquirá está al suroccidente y fuera del área demarcada en las
ilustraciones, pero es indicativo que ya para la década 1590 existieran pleitos por tierras
entre españoles o criollos ya que en el plano se nombra una disputa entre Ortega –o
algún descendiente– como poseedor de una estancia y Sepúlveda como encomendero,
quien en teoría no debería tener pretensiones sobre tierras. En el plano también se
ubican unas “tierras vacas” en los términos del pueblo de Suesca, lo cual hace pensar
que mediante la ubicación de estancias o corrales en tierras que aparentemente no tenían
un título de propiedad reconocido por las instituciones coloniales, se intentaba lograr
cierto tipo de reconocimiento de su titularidad, o al menos de su apropiación informal,
dado que según la referencia más antigua sobre la lengua castellana que se consultó para
esta tesis como es el Diccionario de Autoridades de 1739 la palabra “vaco” o “vaca”

219
utilizada en este caso es un adjetivo “que se aplica al empleo, dignidad, ú puesto, que
está sin sujeto que le ocupe”.

Juan de Olmos es otro de los nombres que se mencionan en el plano. Esta


persona fue un antiguo soldado de la conquista que gozó de la encomienda de los indios
de Nemocón, la cual incluía a los indios de Tibitó (Eugenio 1977:207 y 610, Lucena
Salmoral 1983:157, Ruiz Rivera 1975:379) que estaban localizados al occidente de la
región ilustrada en el plano en la margen izquierda del Río Bogotá. Llama la atención
que en el plano se nombre que en “tierras de Tibitó / a donde tiene Juan de Olmos sus
labranzas y ganado”. Es probable que una de las vías informales de adquisición de las
tierras hubiese sido la práctica de ir introduciendo ganados para que fuesen cuidados por
“gañanes” indígenas de la encomienda, y una vez criados los semovientes se alegaran
ciertos derechos sobre el terreno. Respecto al pueblo de Tocancipá, se nombran los
“aposentos de Penagos” ya que los indios de este cacicazgo se encomendaron desde
1558 a Juan de Penagos, quien gozó de las demoras de dicha encomienda hasta 1595
cuando pasó a manos de María Velasco (Eugenio 1977:614). Aunque en el papel estaba
prohibida la habitación de las familias encomenderas dentro del término del pueblo de
indios que le correspondía, es probable que la permisividad de las autoridades de la Real
Audiencia y los cabildos sobre este tema hubiese provocado que la ubicación de una
“estancia” o “aposento” dentro del territorio de los indios del repartimiento fuera uno
de los caminos por los que se llegó a la propiedad de un pedazo de terruño.

En el proceso de investigación de esta tesis no se encontró ningún otro plano o


mapa parecido para alguna otra región del altiplano que fuera datado en esta década o
para años anteriores, lo que obstaculiza realizar un análisis comparativo de lo sucedido
en otros lugares. Además, se desconoce buena parte de las cuestiones del contexto de
producción del plano como el autor o la institución que lo levantó o la motivación que
llevó a hacerlo. Pero más allá de estas facetas sobre el documento como objeto, el
contenido del folio es una pequeña ventana que muestra de que manera, a finales de la
centuria, muchas de las tierras más fértiles de las partes planas de los valles altiplánicos
quedaron en manos de antiguos encomenderos, y de cómo el paisaje de la región fue
alternándose entre sectores “indígenas”, que correspondían a espacios donde se
ubicaron los “pueblos de indios” y las tierras comunales que el sistema les entregó, y

220
otros componentes más “españoles” en donde paulatinamente se ubicaron las estancias
y haciendas con sus corrales, casonas y ganados como parte de los objetos materiales
más sobresalientes en el campo visual, y que en muchos casos sirvieron como estrategia
para legitimar ante la sociedad y las autoridades coloniales una posesión que en el plano
legal y formal podía estar prohibida.

Para comienzos del siglo XVII la regularización y legalización de la titularidad


de muchas las tierras se hicieron con un proceso de “composición” de los títulos de
propiedad que se presentó durante la presidencia de Antonio Gonzáles, y mediante el
cual se originaron muchas de las haciendas en la región (Colmenares 1997a; 1997b,
Friede 1963, Tirado 1991, Tovar 1995). Este proceso de “composición” se hizo pagando
una suma de dinero, lo que lleva a pensar en que los sectores sociales con éxito
económico en la década de 1590 fueron quienes pudieron “componer” sus tierras.

Inicialmente, el trabajo en las tierras creadas bajo los mecanismos de hecho o


entregadas formalmente por el cabildo fue realizado por los indios de las encomiendas
que pagaban parte de su tributación trabajando en la estancia de su encomendero bajo la
modalidad de prestación de servicios personales, práctica común entre los
encomenderos y encomenderas a pesar de ser prohibida. Posteriormente se introdujeron
ciertas formas de trabajo asalariado, y con las reformas de la década de 1590 quedó
definitivamente estipulado que el trabajo agrícola en las haciendas y estancias se hiciera
mediante el pago de un salario. En la Nueva Granada también se instituyó la mita como
forma de compulsión laboral, y en el caso del trabajo rural la mita neogranadina
funcionó bajo una modalidad que se conoce como “concierto agrario”. La legislación
de final de siglo, le quitó a la encomienda el monopolio sobre la fuerza laboral dejando
que los indígenas del altiplano trabajaran para quien los “concertara”, e incluso
prohibiendo que los encomenderos pudieran contratar indios de su propia encomienda
(Colmenares 1997a; 1997b, Eugenio 1977, Ruiz Rivera 1975, Tirado 1991, Tovar
1999).

La idea que perseguía la normatividad en este sentido era que el indígena


pudiera obtener de forma menos restrictiva los recursos económicos para poder pagar
las obligaciones fiscales de la encomienda sin tener que entenderse directamente con
quien tuviera la posesión de la misma, y simultáneamente, engrosar el contingente

221
laboral que pudiera trabajar en las minas, las haciendas y otros tipo de oficios. También,
se buscaba frenar el despoblamiento nativo por lo cual se dispuso que los indios
contaran con titulaciones formales de terrenos que fueron conocidos en el ámbito
neogranadino como “resguardos”. Estos fueron porciones de tierra que se le entregaron
a cada comunidad muisca del altiplano con la idea que de ahí se pudiera mantener la
propia comunidad. Aunque parte de la idea de las autoridades españolas, con la entrega
de estas tierras a los indígenas, era evitar que siguieran disminuyendo, en el fondo, se
esperaba ¿que el producto de las labranzas entrara a formar parte de la tributación. En el
largo plazo, la consecuencia de esto fue que el sector indígena terminó por entrar en la
pugna por la mano de obra. La producción de alimentos y productos agrícolas en las
tierras comunales del “resguardo” dependía también de una fuerza de trabajo que no
siempre estaba disponible dentro de la comunidad.

No se puede negar la importancia que cobró la institución del “resguardo”


dentro del mundo indígena neogranadino. Uno de los principales aspectos que se
resaltan como materia de análisis, se refiere a la manera como una creación de carácter
colonial terminó siendo adaptada y utilizada por los mismos indígenas para su beneficio
y supervivencia. En muchos casos, el mantenimiento del “resguardo” se volvió
consustancial a la existencia misma de la comunidad. Aunque se trata de una
representación cartográfica tardía para el contexto temporal de esta tesis, al finalizar el
presente capítulo se presenta de forma gráfica en la Imagen 25 la relación entre núcleo
urbano de los pueblos y las tierras de “resguardo” en la población de Curití –actual
departamento de Santander– en 1802.

Para cerrar el tema de las tierras comunales, hay que indicar que a la par de ir
atado a la idea del ordenamiento espacial de finales del siglo XVI, los “resguardos” y la
titulación colectiva de las tierras, y los mecanismos indígenas para mantenerlas,
terminaría, en el largo plazo, siendo un elemento importante dentro de las relaciones
interétnicas y fuente de conflicto entre indios, mestizos y “blancos” en el período
colonial tardío. De hecho, uno de los componentes neogranadinos de “la gran revuelta
andina” de finales del siglo XVIII fue el levantamiento de muchos indígenas del
Altiplano Cundiboyacense ante una serie de medidas económicas de los Borbones
quienes atentaron contra la existencia de las tierras comunales. La tenencia de los

222
“resguardos” se convirtió en uno de los factores más importantes de las luchas de
reivindicación política y cultural de muchos de los indígenas en Colombia, desde el
siglo XIX hasta la actualidad. Sin embargo, dada la complejidad del tema, y debido a
que las tierras tituladas a nombre de la comunidad fueron factores determinantes dentro
de la cohesión y la identidad indígena cuando estaba bien avanzado el siglo XVII, y
sobre todo en la siguiente centuria, se prefirió no desarrollarlo como parte de la
investigación de esta tesis en espera de poder hacerlo más adelante con la profundidad
y desarrollo analítico que amerita. La problemática de los “resguardos” ha sido
abordada, tanto en obras generales sobre el conjunto de la sociedad o de la economía
colonial neogranadina (ver por ejemplo Colmenares 1997a, o Tirado 1991) como de
obras enfocadas específicamente al tema de los “resguardos” dentro de los “pueblos de
indios” del altiplano (ver por ejemplo Bonnett 2002, Friede 1969, González 1970).

6.2. El ordenamiento espacial del altiplano a finales del siglo XVI

En varios lugares de los Andes Septentrionales, las unidades constitutivas de los


cacicazgos prehispánicos no ocupaban espacios contiguos entre sí, al estar dispersos por
el paisaje y cerca de las rozas y cultivos a los que se dedicaba cada grupo social (Knapp
1991:103). La visión española de que los indios vivían “desparramados” ha sido
interpretada para el norte de los Andes como un uso microvertical del paisaje andino y
la ocupación de varios territorios climáticos por una misma unidad sociopolítica
(Caillavet 2000: 140 y ss). En el capítulo 2 se mostraron varios elementos que
permitirían pensar que entre los muiscas del Altiplano Cundiboyacense se presentó la
misma situación. En especial, se señaló como las fuentes españoles del siglo XVI
describen un espacio social del altiplano ocupado por muchos asentamientos
diseminados de pequeña magnitud o de poca extensión.

No está demás insistir en que la microverticalidad norandina está relacionada


con una movilidad anual y estacional entre dos tipos de moradas familiares. Por un lado,
las ubicadas en núcleos poblacionales en las que podían estar concentrados junto a otras
familias y capitanías en ciertas épocas del año –vivir cerca de los “cercados” de los
caciques para celebrar ceremonias y emprender tareas comunales como hilar y tejer

223
mantas– (Langebaek 1987b). En otros meses se migraba a los lugares relativamente
distantes en donde se tenían viviendas ocasionales cerca de las labranzas. Además, entre
los muiscas prehispánicos se ha argumentado que tanto la residencia de los recién
casados en el lugar del marido, como el retorno de las viudas y huérfanos al lugar de la
origen de la madre implicaron el movimiento de personas por los valles del altiplano.

En varias ocasiones, esta tesis ha reiterado la idea de que los intereses


económicos que tenía España en América estaban en contravía con los principios de
movilidad indígena, por lo que la ejecución de su proyecto colonial intentó modificarla
de varias maneras. Inicialmente la encomienda fue una forma de fijar permanentemente
en la población muisca un espacio y un lugar, afectando las relaciones sociales entre
unidades sociopolíticas y socioterritoriales de diverso tamaño y jerarquía. Un ejemplo
de los movimientos estacionales de los indígenas por el territorio, se puede observar en
la encomienda de los indios de Tibitó en la segunda mitad del siglo XVI. En 1573 el
encomendero Juan de Olmos pedía que alguien con “vara de justicia” fuera a Pacho,
localizado en tierras más cálidas, e hiciera que “sus indios” regresaran al pueblo
localizado en tierra fría. Independiente del hecho de que la petición se daba porque al
trasladarse a ese lugar, los indios no le pagaban la demora ni asistían a la doctrina,
Olmos insistía en que la condición “natural” de los indios de Tibitó era la de ir
constantemente a “tierra caliente” a “su pedazo de tierra” (AGN Encomiendas 2, doc.
14, fols. 678r y v). Años antes, en 1560, en un interrogatorio por un caso de asesinato
ocurrido en Pacho, dos indios de Tibitó llamados Ybagón y Chitiba nombraban que iban
a Pacho a comprar tabaco, o incluso que tenían un bohío en ese lugar. Es decir, se
desplazaban a un lugar más cálido para abastecerse de un producto no cultivado en la
tierra fría como es el tabaco. Así mismo, llama la atención que el cuerpo de Quyzugu, el
indio asesinado, fuera visto por otro testigo llamado Techual cerca de unos cultivos de
algodón “del cacique de Tibitó que tiene en Pacho” (AGN Encomiendas 2, doc. 14,
fols. 671r y v).

Visto de otra forma, la movilidad indígena por el paisaje era funcional a la re-
creación constante de una idea de territorio, además de ser el vehículo por el cual se
estrechaban los lazos entre comunidades. Por esta razón, todos los intentos de
nucleación forzada en reductos urbanos para que los indios vivieran en “policía” fue un

224
punto de inflexión importante en los virajes que dio la identidad indígena muisca en el
período colonial temprano. Y la estocada final a las prácticas sociales indígenas que
implicaban el vivir “desparramados” fue la ejecución del programa de “pueblos de
indios” agrupados en “corregimientos” durante presidencia de la Real Audiencia de
Santafé de Antonio González. Además de restringir los desplazamientos de grupos
familiares por el territorio, esta fijación en pueblos ordenados según unos criterios
españoles servía para los propósitos evangelizadores y de difusión de los valores
culturales españoles, y se prestaba mejor para la vigilancia de los indios. En ese sentido,
el numeral 35 de las Ordenanzas de Corregidor (1997/1593/:196) es el ejemplo perfecto
del orden que querían las autoridades coloniales:

“[…] porque lo contenido en las dichas ordenanzas se pueden mejor


cumplir y executar y los dichos corregidores puedan mexor ver y cumplir y
corregir los dichos naturales y los sacerdotes hacerlos juntar y combenir al usso
y enseñamiento y doctrina de nuestra santa rreligion y fee catholica es
necesario que todos los dichos yndios y naturales se rreduzcan a poblazon y se
pueblen en los lugares y sitios mas convenientes a su salud y comodidad y a
donde tengan agua y leña y sus labranzas y granjerias zerca y asi combiene que
los corregidores ante todas cosas con gran cuidado y diligencia hagan poblar y
pueblen los yndios que no estuvieren poblados según dicho es compeliéndoles a
ello por todo rrigor quemandoles si fuere necesario los buhios y rranchos que
tuvieren fuera de la poblazon”
Pero no sólo era una cuestión de restricción de la movilidad de los muiscas por
el territorio. El espacio doméstico indígena también debía transformarse para obtener la
tan anhelada “vida en policía”. El numeral 16 de las Ordenanzas de Corregidor
(1997/1593/:191) mandaba al corregidor que “[…] poco a poco les vayan introduciendo
en barvacoas a modo de españoles y que tengan luz en sus casas y limpieza para que
así poco a poco en el comer vestir y cassas se mejoren y dejen sus rritos y ceremonias”.

En varias ocasiones la historiografía sobre el tema de los “pueblos de indios” ha


expresado que éstos no fueron exclusivamente el deseo de unos funcionarios del Real
Audiencia de Santafé a finales del siglo XVI (ver por ejemplo Herrera 1998).
Probablemente, la dinámica de reducir la vida indígena a poblados para moldear su
cotidianidad y sus costumbres fue consustancial al proyecto colonial español desde los
comienzos del período hispánico en América, y en el caso neogranadino eso es bastante
visible en procesos relacionados con las encomiendas a lo largo de la segunda mitad del
siglo XVI. Como caso ilustrativo, en 1563 el oidor de la Real Audiencia, Diego de

225
Villafañe multó a la encomendera Florentina de Escobar y a su hijo Bartolomé por no
haber hecho “poblar” a los indígenas de Tenjo y Socotá, ubicadas en el occidente de la
Sabana de Bogotá, ni haber dotado correctamente a la iglesia para impartir la doctrina
como lo había estipulado el visitador Tomás López (AGN Encomiendas 6, doc. 18, fols,
516r, 522r y v). Esto quiere decir que al menos desde 1558, año en que se realizó la
nombrada visita de López, las autoridades coloniales tenían la idea de congregar a los
indígenas en pueblos reunidos alrededor de una iglesia.

En los procesos de las visitas a las encomiendas de la década de 1560 se reunía a


los indígenas en algún lugar público, generalmente en las precarias capillas doctrineras
que se fueron construyendo, y se les recordaba por medio de un traductor –o “lengua”–
como debía ser la vida que llevarían en esos pueblos. Para la presente investigación se
hallaron los casos de Cota y Sagasuca –Serrezuela– (AGN Encomiendas 9, doc. 41, fols
313r-314v; Encomiendas 12, doc. 8, fols 222r y v).

En estos dos lugares, el licenciado Villafañe les increpó en 1563 a los indios a
dejar la poligamia, evitar casarse con las viudas de sus hermanos y que “no se embijen
ni tengan jeques ni ídolos ni hagan bailes ni rezos ni otras juntas en que hagan
sacrificios ni embocación del demonio”. Relacionado con el tema de la movilidad
humana y el poblamiento, les dijo que era prohibido “que fueran a tierras calientes a
contratar por el daño y menoscabo a su salud que les viene”, además que debían
poblarse dejando sus “pueblos viejos”, y que los caciques no debían recibir “indios de
otros pueblos”. En este mismo sentido, para 1576, el Arzobispo de Santafé escribió un
Catecismo en el cual se le recomendaba a los sacerdotes que evangelizaban que no
consintieran que se “despueble” ningún indio “por cuanto el estar los indios
congregados en pueblos es cosa tan necesaria para vivir política y cristianamente, que
sin estos fundamentos no se hace cosa […]” (Zapata de Cárdenas 2008/1576/:275)

El caso de los dos capitanes muiscas de la encomienda de Guatavita es un buen


ejemplo de la manera como se fue dando este proceso y como los indígenas adoptaron y
utilizaron algunas ventajas legales que el sistema colonial les dio para protegerse,
paradójicamente, de las dinámicas de repoblamiento que se dieron en la década de 1590.
Luego de la formalización del “pueblo de indios” de Guatavita en 1593 como resultado
de la visita de Miguel de Ibarra, se intentó que todas las capitanías y unidades

226
constitutivas del cacicazgo formaran un solo pueblo. Ante esto, don Diego y don Pedro,
los capitanes “principales” de las capitanías de Chaleche y Tuneche, pidieron por medio
de una petición a la Real Audiencia que no se les hiciera “poblarse” junto al cacique ya
que eso hacía que tuvieran que trasladarse del lugar donde “[…] nosotros, decían don
Diego y don Pedro, y los dichos nuestros sujetos y nuestros pasados y los suyos, han
tenido y poseído y tenemos y poseemos de tiempo inmemorial en las tierras donde de
presente residimos y estamos poblados con todos los cerros y valles de ellos
pertenecientes, conociendo cada uno sus labranzas y tierra […]”. Dentro de la solicitud
de los capitanes se encuentra que éstos ya habían aceptado la idea de vivir en “forma de
pueblo de españoles” en su propio territorio desde que estaba de encomendero el
Mariscal Venegas, y que es en ese pueblo en donde ellos tenían “iglesia y casa del
sacerdote”, y en donde todos los “visitadores generales” y “jueces pobladores” los
habían visitado y hecho “poblar”. En su misiva, los capitanes mencionaban que las
consecuencias de seguir adelante con lo dictaminado por Ibarra era el despoblamiento.
Ambos expresaron que todos en el pueblo estaban “[…] muy inquietos y desasosegados
y algunos se han empezado a desnaturar de su tierra […]” porque consideraban que
poblarse junto al cacique era vivir en tierra “ajena” (AGN Caciques e Indios 25, doc. 2,
fols. 30r – 31r).

En efecto, la Real Audiencia reconoció que ya había proveído con anterioridad


que los capitanes de Tuneche y Chaleche se quedaran en sus tierras y que ahí estaban
poblados y recibían doctrina, además de ordenar que se pudiesen buscar los indios que
se habían “desnaturado”, es decir “huidos”, a los pueblos y encomiendas en las que se
encontraran so pena de doscientos pesos de buen oro a quien no los quisiera entregar. La
idea de la Real Audiencia era que se “[…] vuelvan al dicho su asiento antiguo y allí se
pueblen en forma de pueblos de españoles […]” (AGN Caciques e Indios 25, doc. 2,
fol. 32r. El resaltado es nuestro). La existencia de un auto y proveimiento de la Real
Audiencia que reconocía la existencia de Tuneche y Chaleche como un pueblo había
sido hecho en tiempos de la presidencia de Andrés Díaz Venero de Leyva en la década
de 1560, y era importante para que los capitanes lograsen impedir el nuevo intento de
traslado de su población por parte del visitador Ibarra. Por eso le pagaron doce pesos de
oro corriente a Alonso de Silva para que éste buscara el documento, y mediante este

227
instrumento escrito se pudiera hacer cumplir la solicitud de don Diego y don Pedro
(AGN Caciques e Indios 25, doc. 2, fol. 41r).

No puede pasar inadvertida la participación de Alonso de Silva en el proceso.


Este y Diego de Torres, fueron dos personajes rescatados por la historiografía del siglo
XVI neogranadino por su doble condición de caciques y mestizos, y por las
implicaciones de esta relación con la defensa de sus derechos a la herencia de los
cacicazgos de Tibasosa y Turmequé, y en la formulación de una serie de quejas sobre
los abusos de la sociedad encomendera. En el caso de Silva, Joanne Rappaport
(2012:23-24) ha puesto de manifiesto que su vinculación como secretario de notaría en
la Real Audiencia de Santafé y su contacto con miembros de la “ciudad letrada” le dio
un conocimiento sobre el valor de lo escrito y la función de los instrumentos legales
como herramientas importantes dentro de las relaciones de poder. También tenía
contactos y relaciones con indígenas de otros lugares del altiplano. Según las
declaraciones del propio Alonso de Silva incluidas en el proceso de queja de estas dos
capitanías, ambos capitanes algunos años antes ya habían tenido contacto con él para
llevar el proceso, e incluso tenía relaciones personales con don Diego Chaleche desde
hacía más de treinta años (AGN Caciques e Indios 25, doc. 2, fol. 40r).

Es probable que los indios vieran a Silva como una persona culturalmente más
cercana a ellos, además de saber que ya había llevado procesos de casos similares sobre
traslados y poblamientos no deseados. En este caso concreto, mediante el “lengua” e
“interprete” Joan de Lara, Diego Chaleche declaraba que habían contratado a Silva
porque este había llevado el caso de la capitanía de Siecha para no poblarse junto al
cacique de Guasca (AGN Caciques e Indios 25, doc. 2, fol. 36r). Nótese que se trata de
un caso similar: una capitanía que se resiste a poblarse junto al cacique porque esto no
era “conforme a la costumbre de los indios” como lo expresaban los capitanes de
Guatavita (AGN Caciques e Indios 25, doc. 2, fol. 31r). La triple condición de Alonso
de Silva como hijo de indígena y español, como cacique –o pretendiente a serlo–, y
como funcionario de la Real Audiencia en Santafé era realmente idónea para conocer
los mecanismos de autoregulación de los indígenas, de sus costumbres, de las maneras
adecuadas para plantear el pleito en los estrados coloniales, y para interceder por los
intereses de los indígenas en términos entendibles para la sociedad hispánica de la

228
“ciudad letrada”. Una de las cuestiones interesante en figuras como la de Alonso de
Silva es que representan a actores coloniales que, al vivir entre dos mundos culturales,
fueron vehículos transmisores de pautas culturales hacia ambos lados del espectro social
colonial (Gruzinki 1991).

Por la descripción que se ha hecho pareciera que Silva actuó formalmente como
defensor de los intereses de los capitanes de Tuneche y Chaleche. Sin embargo, esto no
fue así. Silva fue separado del proceso y el que oficialmente actuó como “defensor de
los naturales” en la visita se pronunció, no sólo en contra del hecho de haberle pagado
los doce pesos de oro corriente a Alonso de Silva, sino de la intensión misma de los
capitanes de no querer poblarse junto al cacique de Guatavita (AGN Caciques e Indios
25, doc. 2, fol. 34r y v). Las opiniones de Francisco Rivero como “defensor” son
bastante ilustrativas del discurso español sobre la condición de los indios y los fines que
perseguía la política de congregación en pueblos. Rivero opinaba que “[…]como
defensor de los indios me compete mirar siempre por sus utilidades y provecho así
acerca de su salvación como de su conservación aunque sea contra los de sus gustos
[…]”.

Según él,

“[…] como los miserables indios no atienden a lo que es salvación de


sus ánimos y otras cosas sino estarse a su gusto y donde puedan libremente usar
de sus ritos y ceremonias dan sus dineros porque les dicen semejantes personas
que no an que se queden en sus gustos siendo contra lo que el rey nuestro señor
manda acerca de la conversión de los indios […]”.
Francisco Rivero explicaba además que independiente del hecho que no se podía
aplicar lo estipulado en tiempos de Díaz Venero de Leyva, que lo que buscaban los
capitanes era improcedente porque

“[…] ellos son sujetos al cacique de Guatavita y capitanes suyos porque


antiguamente los indios estaban muy derramados y lejos donde el cacique tenía
su cercado y estos de Chaleche estaban alrededor de una gran laguna santuario
muy nombrado y cuando se trato agora veinticinco o treinta años de que
tuviesen doctrina los indios aunque no con el cumplimiento que era menester se
trató también de recogerlos a poblazón y así el poblador de los de Chaleche no
hizo mas de bajarlos de la laguna y de aquellos cerros a un lugar bien cerca de
donde antes estaban malo pantanoso enfermo y que no se puede hacer iglesia en
el ni tiene tierra para ello y decir en la petición que tienen iglesia es falso
porque Vuestra Majestad la vido por el suelo […]”

229
6.3. Los corregidores y los curas como garantes del control, la corrección y el
orden en los pueblos de indios y la “vida en policía”

El funcionamiento del modelo espacial que se trató de legislar en la última


década del siglo XVI trajo consigo a una nueva figura política el Nuevo Reino de
Granada: el “corregidor de naturales” o “corregidor de indios”. En términos
funcionales, éstos y los curas doctrineros serían los actores sobre los cuales estaba la
responsabilidad de ejecutar la parte española del “drama colonial” que implicaba llevar
la “vida en policía” en los pueblos indígenas del Altiplano Cundiboyacense.

El “corregidor de indios”, como funcionario, ya había sido probado en los


Andes Centrales en el contexto de las reformas toledanas. El sistema esperaba de éste la
imposición de “orden” y “justicia” en los pueblos de indios mediante la vigilancia de la
actuación por igual de encomenderos e indios, y en especial, del control y uso de la
mano de obra y los recursos de las comunidades. Además, como lo anota Carlos S.
Assadourian (1987: 327), en términos de la época “administrar la justicia” era también
implantar un “orden cristiano”. Por esta razón las actuaciones de los curas y los
corregidores deben analizarse de forma conjunta en lo que tiene relación al control
social y la vigilancia de la población.

El corregidor era el articulador de los poderes centrales, representados por la


Real Audiencia de Santafé, y las autoridades locales en los “pueblos de indios” (Herrera
1996:16). Según las Ordenanzas, las autoridades coloniales desplegaban sobre el
“corregidor de indios” una función de vigilancia y control sobre la vida de los
indígenas. Siguiendo consideraciones sobre los conocimientos que debían tener sobre
los nativos, y examinando trayectorias de vida que demostraran virtudes de “honrados
cristianos”, la Real Audiencia dictaminaba a los futuros corregidores que

“[…] ussareis del dicho officio procurando que sean enseñados


doctrinados e yndustriados los dichos yndios en las cossas de nuestra santa fee
catolica haciendo lo posible porque bivan en rrazon y policia y travajen y se
aprovechen de su trabaxo para que bayan en acrecentamiento […]”
(Ordenanzas de Corregidores 1997/1593/:184).
La vida de “honrado cristiano” que debía observar el corregidor estaba
destinada a proporcionar buen ejemplo a los indios. En especial las “Ordenanzas de
Corregidores” (1997/1593/:185) hacían énfasis en que viviendo “bien y

230
corregidamente” con sus familias y observando respeto y “reverencia publica” a los
curas y prelados eclesiásticos de cada jurisdicción, los corregidores podían ejercer
justicia libremente, y los indios “se edificaran en lo que les aconsejaren y mandaren
que haga”, y se “muevan a hazer lo mismo”. En últimas, una vida corrupta y deshonesta
de corregidores haría que los indios “tengan ocasión de escusarse en sus delitos”. Por
su parte, de los curas se esperaba algo parecido. Como lo recomendaba el Arzobispo
Fray Luis Zapata de Cárdenas (2008/1576/:275) en su “Catecismo”, el “celo apostólico”
era la mejor forma de trabajar de los frailes para inspirar en los indios el seguimiento de
su buen ejemplo, lo cual “puede más mover que las palabras”, y con esto haría que lo
conocieran para que “le tomen amor y se persuadan a toda la verdad de lo que les
enseña”.

Los numerales 2 y 3 de las Ordenanzas de Corregidores (1997/1593/:185-186)


establecían que las amonestaciones y reclamos por faltas cometidas por algún cura las
debía hacer el corregidor con “toda mansedumbre” y sin “publicar su defecto”, y en
casos muy graves o reiterativos debían hacerse “en secreto a su prelado”. Además
disciplinar a los indígenas exigía una estrecha colaboración entre los curas y los
corregidores en la cual las funciones de cada cual debían quedar claras en aras a ejercer
una eficaz vigilancia de los indígenas. Se establecía también que cuando un cura
observaba una culpa o delito cometido por un indio, este debía ser comunicado al
corregidor “sin que se entienda que los sacerdotes an sido la causa del tal castigo”.
Este procedimiento tenía un objetivo claro y funcional para el sistema colonial: “vendra
a conseguirse lo que se desea que es que tengan amor a los sacerdotes y miedo al
corregidor”. La misma relación entre aplicación de castigo y demostración de amor era
explicada en el “catecismo” de Zapata de Cárdenas de 1576 que se ha citado en párrafos
anteriores. En el capítulo del catecismo que trataba sobre la relación del cura con las
cárceles, se expresaba que “[…] no se pueden remediar los vicios sin castigo […]” y se
pedía que fuera el alcalde del pueblo el que encarcele a los “delincuentes”, “[…] sin que
el sacerdote por su persona encarcele ni castigue los indios; y procurará el sacerdote,
aunque no ha de castigar, mandarlo hacer de tal suerte que el castigado entienda que
le favorece y vuelve por él […]” (Zapata de Cárdenas 2008/1576/:277).

231
Un punto que resulta crítico de las funciones del corregidor de indios era su
posición como vigilante de la producción económica de cada una de las comunidades
indígenas, y en especial de la tributación de cada una de las encomiendas del
corregimiento. Este poder lo ponía en una situación especial para relacionarse con el
cacique, el cura doctrinero y el encomendero mismo, y debió suponer la creación de una
extensa red de relaciones sociales y de intereses económicos personales de todos los
componentes del sistema. Un buen ejemplo del ejercicio de esta “microfísica del poder”
era la posesión de las llaves para las “cajas de la comunidad”, lugar donde se debía
guardar tanto los montos destinados a las obligaciones tributarias como el dinero que
producía la venta de las manufacturas y bienes de las poblaciones indígenas. En las
Ordenanzas de Corregidor (1997/1593/:189) se estipulaba que estas cajas tenías tres
llaves: una la llevaba el corregidor, la otra el cura doctrinero y la otra el cacique, y sólo
se podían abrir con autorización expresa del primero.

Como en otras regiones, la creación de la figura del corregidor dentro del ámbito
del Nuevo Reino estaba dirigida, en parte, a suprimir el poder de los encomenderos y a
crear una relación más directa entre la Corona y los indios. Las Ordenanzas de
Corregidores (1997/1593/:190) establecieron que la tributación al encomendero sería
entregada directamente a éste por el corregidor sin la participación del cacique o de los
indios como era la práctica común antes de 1593. Con la previa concertación de cada
cacique, el corregidor destinaba de las “cajas de la comunidad” el monto para el
encomendero, el salario del cura doctrinero y su propio salario. El corregidor debía
exigirle al encomendero el pago de las tasas tributarias que debía pagar a la Corona.

Aparte de coordinar con el cacique el uso de las llaves de las “cajas de la


comunidad”, el corregidor debía establecer con las autoridades tradicionales indígenas
la cantidad de indios que se debían destinar a los trabajos en haciendas, obras urbanas,
minas, etc., así como la tributación justa y el buen trato que se debía dar a los indígenas
del común. También se prohibió que los encomenderos y sus familias hicieran tratos
con los indígenas y que pudieran residir o entrar a las comunidades indígenas que les
habían sido dadas como encomienda sin previa autorización del corregidor (Ordenazas
de Corregidor 1997/1593/:192).

232
Aunque las relaciones mercantiles entre indios de cualquier posición y el
corregidor estaban prohibidas, los indígenas debían proporcionarle al corregidor un
porcentaje de la producción agrícola “a rrazon de quatro por ciento de lo que se
coxiere” además de “un puerco y dos pares de gallinas o capones y dos carneros en
cada un año” por cada cien indios. Así mismo los indígenas le debían dar cuenta al
funcionario de toda actividad comercial y productiva (Ordenazas de Corregidor
1997/1593/:194-195). No obstante, como era común en un ámbito sociocultural colonial
como el neogranadino, la actitud ante los preceptos legales se guiaba por la máxima de
“obedezco pero no cumplo” y las regulaciones del uso de estas cajas pocas veces se
cumplieron (Herrera 1996), pero de todas maneras es ilustrativo de cómo las figuras del
corregidor y el sacerdote católico estaban pensadas para incidir en todos los aspectos de
las vidas de los indígenas.

Los curas y corregidores debían trabajar en la vigilancia de tres frentes: la


“idolatría”, el “incesto” y la “embriaguez”. Estos tres puntos se traducían en el ejercicio
de control sobre la religión, las formas de organización social y el matrimonio, al igual
que las celebraciones tradicionales indígenas, aspectos fundamentales que se debían
corregir para lograr la disciplina y el orden que requería el sistema colonial. Dado que
en las “borracheras” nocturnas los indígenas solían cometer “abominables pecados”, en
las Ordenanzas de Corregidores (1997/1593/:187-188) el numeral 7 era explícito sobre
la estricta vigilancia sobre todo tipo de “juntas y cantares y bailes” que se realizaran en
la noche, y que los de día sólo fueran con motivo de algún “bautismo o fiesta en la que
quisieren rregocijarse” celebradas luego de la misa y en la plaza pública. Sobre la
“idolatría”, las Ordenanzas pedían al corregidor atenta observación y aplicación de gran
severidad para que “se corrigiera este vicio tan dañosso y porque las ydolatrias y
hechicerias y sacrificios de niños y viejos y otros diabolicos rritos son el total estorvo
para su conbersion”.

Desde la década de 1570, se recomendaba a los frailes la aplicación de métodos


correctivos para “[…] ir quitando estos bailes y fiestas de gentiles[…] ” como eran
“[…] inventarles algunos juegos lícitos, y ainsi mismo a los niños, para que se huelgen
sin prejuicio y vengan con amor a donde el religioso está […]” (Zapata de Cárdenas
2008/1576/:277). Ante los ojos de los sacerdotes católicos los indígenas del Nuevo

233
Reino reducían todo a “agüeros y cultos del demonio” y expresaban que en todas las
cosas que hacían los indios “jamás se hace sin sacrificio al demonio”, por lo que en un
catecismo de esta década se pedía la estrecha vigilancia del sacerdote de todo tipo
acciones como juegos y otras dinámicas como “[…] el correr la tierra, el tirarse con
tiraderas los unos a los otros cuando hay falta de agua y algunas cazas generales
[…]”(Zapata de Cárdenas 2008/1576/:281).

Cada uno de los corregidores estaba a cargo de un “corregimiento” dentro del


cual se incluían varios pueblos de indios, por lo que su espacio de actuación como
vigilantes del orden estaba inscrito dentro de unas coordenadas y referentes de tipo más
regional. Los curas y frailes estaban confinados, al menos en la teoría y el deseo de las
autoridades civiles y eclesiásticas, a una actuación espacialmente más reducida como
era el de cada pueblo y, en especial, el del lugar donde se realizaba la doctrina.

Las doctrinas fueron uno de los espacios en donde el ejercicio de la dominación


colonial se realizaba de manera bien prolija. Es cierto que la conversión de los “infieles”
al catolicismo hacía parte de una serie de compromisos de la corona castellana con el
Papa, aspecto que en buena medida le permitió legitimar la conquista y posesión de
nuevos territorios ante el mismo Vaticano y otras naciones e imperios europeos, y en
especial, con la vecina Portugal (Jackson 2007:229, Sánchez Conca 1988:434). Pero en
lo que tiene que ver con el comportamiento interno del mundo colonial en América, la
evangelización no sólo estaba dirigida a ampliar y mantener una “republica cristiana”.
La participación del clero y de la iglesia en general en el proyecto colonial español
puede entenderse también en función de las relaciones de poder y el mantenimiento de
un orden social que sirviera a los intereses de los colonos, las autoridades coloniales y la
corona (Marín 2008, López 2001).

En este sentido, la doctrina y sus espacios –capillas, iglesias, templos, etc.–, y los
catecismos como instrumentos de conversión, fueron un ámbito más desde donde se
intentó la transformación identitaria de los nativos en sujetos coloniales. El cronista
Juan de Castellanos (1932/1592?/:II,350) opinaba que la ladinización y evangelización
era fundamental porque los indios “chontales” e “infieles”, teniendo al diablo “como
maestro diligente”, eran “prontísimas al mal de sobremanera, y totalmente bestias
incapaces para cualquier negocio virtuoso”. Siguiendo a John J. Marín (2008:97-98)

234
las doctrinas desplazarían a los caciques y capitanes, y a los cacicazgos y capitanías,
como referencias de poder y organización socio-territorial, volcando en los curas la
imagen de poder y autoridad en un nuevo espacio que congregaba, no a unidades de
producción, sino, como lo expresa Marín, a una “comunidad de hermanos y hermanas
en la fe sometidos económica, política y religiosamente al encomendero, al rey y a dios
respectivamente”.

Claramente, el control y vigilancia de los indios, de sus almas y sus cuerpos


estaba destinado al mantenimiento del sistema colonial: “[…] se entiende que es
imposible sustentarse la rrepublica española sin servicio e ayuda de los yndios y son
necesarios obreros en las ciudades e yndios que sirvan de traer leña yerva y agua y
otros ministerios […]” (Ordenanzas de Corregidores 1997/1593/:190). De igual forma,
las Ordenanzas del Trabajo Agrícola (1997/1598/:199) establecían que para que los
indios no estuvieran “uciossos jugando y bagando”, porque de esto “rresultan muchos
vicios y daños”, había que disciplinarlos en el trabajo de la tierra, las ciudades, las minas
y la producción manufacturera “para que el comercio no se pierda y los mantenimientos
aya en abundanzia”.

Como se ha mencionado en párrafos anteriores, parte de la idea de evitar el


“ocio” y la “vagancia” entre los indígenas era en últimas suprimir el ambiente en donde
se reproducían los vicios de la “embriaguez” y la “idolatría”. Esto implicó la
transformación del manejo del tiempo y los ritmos cotidianos y rituales de los indígenas,
y desde luego, la función de las doctrinas en esto fue primordial. En principio, se
esperaba que la asistencia a las doctrinas se hiciera de forma más o menos voluntaria e
inducida por el “amor”, “buen ejemplo” y el “celo apostólico” del fraile. Pero, como lo
mencionaba un Arzobispo de la época “no se pueden remediar los vicios sin castigo ”,
la inasistencia a las doctrinas debía corregirse de alguna manera. Una de estas era signar
sobre el cuerpo de los indios las implicaciones de la indisciplina. El cronista Fray Pedro
Simón, quien ejerció como doctrinero en el pueblo de indios de Cogua en la provincia
de Santafé (Hernández 2012:300), anotaba que cuando un indio no atendía su llegada a
la misa o la prédica de la catequesis por parte del sacerdote se castigaba con azotes y la
cortada del cabello (Simón 1981/1625/:IV,345).

235
Parte de los métodos diseñados idealmente para las doctrinas estaba hacerles oír
misa e impartir las enseñanzas del evangelio y los misterios de la fe en las mañanas y en
las tardes. La antropóloga Mercedes López (2001:97) ha señalado como las campanas
de las capillas doctrineras cumplían un rol importante en la marcación de unos tiempos
para “rezar” y otros para “trabajar”. En los ejemplos utilizados en la imagen 26 (ver al
final del presente capítulo) se puede apreciar la preponderancia de los campanarios
dentro del conjunto de las estructuras edilicias de las capillas doctrineras. El sonido y el
silencio de las campanas marcaban los ritmos de trabajo dentro la cotidianidad en los
pueblos, señalando en la mañana y en la tarde las horas en que se acudía al trabajo tal
como era el “orden que se trabaxa en los rreynos de castilla” que se pedía en las
Ordenanzas de Trabajo Agrícola (1997/1598/:200). Un indicio de la importancia de
contar con un instrumento para diferenciar los momentos dedicados a la labranza y la
doctrina es que en las visitas a las encomiendas durante la segunda mitad del siglo XVI
los jueces y visitadores evaluaban si, junto a los ornamentos, los retablos, los altares y
partes frontales habían también campanarios bien dotados como partes esenciales de los
templos. Esto sucedió en la visita del licenciado Villafañe a Cota (AGN Encomiendas
12, Doc. 8 fol. 219v) y a Tenjo (AGN Encomiendas 6, Doc. 17 fol. 508r). Desde luego,
no todos las capillas podían contar con estos objetos ya que, como lo expresaba Antonio
Díaz, el encomendero de Sagasuca, no había campana porque “no la ha podido hallar
para comprar” y además expresaba que “son pocas las iglesias del reino que tienen
campana porque no es fácil hallarlas” (AGN Encomiendas 9, Doc. 41 fol. 315v y
319v). Independiente de si esto era verdad, el hecho de que en las visitas se preguntara
expresamente por la existencia de estos objetos y el afán de los encomenderos por
excusarse de no tenerlos ratifica su importancia.

6.4. Conclusiones del capítulo

El ocaso del siglo XVI marca cronológicamente el principio del fin del poder de
los encomenderos en el Altiplano Cundiboyacense. Al recaer sobre la mano de obra
indígena buena parte del funcionamiento del sistema económico colonial en los valles y
mesetas frías de las tierras altas de la Cordillera Oriental, la escases de esta significó el
declive de la encomienda como una institución que estructuraba las relaciones políticas

236
y sociales entre colonos, autoridades eclesiásticas y civiles, e indígenas. Este
despoblamiento del altiplano se volvió una realidad dramática para las autoridades
coloniales del Nuevo Reino de Granada en la década de 1590, momentos en los cuales
otros sectores económicos coloniales como la minería y los incipientes hacendados
comenzaron a reclamar la posibilidad de usar para su beneficio el escaso recurso
humano que se encontraba en unas comunidades indígenas cada vez mas forzadas a
vivir en pueblos que seguían un plan de diseño espacial español.

Las reformas hechas en el Nuevo Reino de Granada al final del período filipino
respondían, en parte, a las exigencias de nuevos sectores económicos por la mano de
obra que en ese momento comenzaron a tener más éxito económico que buena parte de
los encomenderos. Algunos de los miembros de esa “nueva” élite provenían de familias
de antiguos encomenderos que supieron adaptarse a las nuevas condiciones de
generación de riqueza, pero en general, una vez fue avanzando el siglo XVII a la
institución de la encomienda, sólo le fue quedando el componente honorifico y su
asociación con el mundo del prestigio y la hidalguía. Se había perdido para esta su
centralidad como estructurador de la política y la sociedad en el mundo colonial
temprano del Nuevo Reino. De otro lado, el proyecto reformista tuvo repercusiones de
mayor aliento y se expresaron con mayor firmeza dado que había una presencia más
fuerte de una autoridad colonial que verdaderamente representaba los intereses de los
Habsburgo.

Pero la normatividad que en la década de 1590 salió de la mano de funcionarios


más cercanos a los intereses de la Corona como el presidente Antonio González y los
oidores Miguel de Ibarra, Andrés Egas de Guzmán o Luis Enríquez, fue también el
producto de una dinámica histórica que venía desde décadas atrás, y que se debe
entender en el contexto de la pugna del estado colonial con los colonos. Esta pugna
estaba centrada en el control de los indígenas y en la concreción del proyecto
evangelizador y civilizador con el que estaba revestida la presencia española en el
Nuevo Mundo. Vistas las cosas desde esta perspectiva, se entiende que temas centrales
dentro de ese proyecto colonizador, y que se expresaron de forma tangible a finales del
siglo XVI en instrumentos legales como las Ordenanzas de Corregidores y las

237
Ordenanzas del Trabajo Agrícola, se venían gestando por lo menos desde la década de
1560.

El proyecto reformista incluyó cuestiones sobre la forma en que se podía utilizar


y aprovechar la mano de obra indígena, y en especial, se ajustó la idea de que los
indígenas debían recibir, en teoría, un salario por sus trabajos en la “mita”, los “obrajes”
y el “concierto agrario”. Con esto se esperaba que los indígenas lograran obtener los
recursos para pagar su cargas tributarias. El ordenamiento espacial de estas reformas y
la idea de las dos “repúblicas” segregadas fue pensado para que la “república de indios”
mantuviera a la “república de españoles”. Esto fue, en esencia, el núcleo del sistema
sociotécnico colonial, y para que funcionara se requirió el despliegue de una serie de
“regularizaciones tecnológicas”. En esta tesis se propone que los instrumentos
disciplinares del mundo colonial temprano en el Altiplano cundiboyacense como las
encomiendas, los pueblos de indios y las doctrinas fueron los elementos fundamentales
para esa regularización. La idea que se perseguía mediante el control y restricción de la
movilidad indígena por el territorio, el manejo de los tiempos de la vida cotidiana, y la
vigilancia y corrección de las costumbres del “tiempo de su gentilidad”, era producir
una masa de hombres y mujeres dúctiles que, mediante el reconocimiento de la
soberanía y ascendencia divina del rey, trabajaran y pagaran los impuestos
cumplidamente y obedecieran al poder del encomendero, el cura y el corregidor.

Ahora bien, analizar una serie de reformas sobre el trabajo indígena, el


ordenamiento espacial , y las maneras de corregir los “vicios” de los indígenas, no
implica que se esté aceptando de forma tácita que este plan y diseño original pensado
desde la península ibérica se cumpliera a cabalidad en el ámbito espacial que se ha
manejado en esta tesis. Así como tampoco que el poder colonial y sus herramientas de
dominación e instituciones disciplinares no fueran adaptadas y resistidos por los
muiscas. Los indios del Altiplano Cundiboyacense no fueron agentes pasivos en los
procesos de subjetivación y construcción de una identidad indígena en la colonia
temprana y utilizaron su andamiaje cultural para contestar a los calificativos de
“idólatras” y “bestias incapaces de cualquier negocio virtuoso”. A lo largo de esta tesis
se ha insistido en el elemento indígena como parte fundamental y activa de las
relaciones de poder coloniales. Por este motivo, las páginas del siguiente capítulo

238
estarán destinadas a evaluar como los muiscas afrontaron la situación de dominación en
la que estaban envueltos y como dichas actuaciones fueron una parte sustancial para
explicar la génesis de la identidad y el poder indígena dentro de la sociedad colonial.

239
Imagen 21. Diseño urbano de los pueblos de Paipa (Provincia de Tunja) en 1602
(Fuente: AGN sección Mapas y Planos 4, ref. 311-A).

240
Imagen 22. Plano de 1592 sobre estancias y tierras en manos de españoles en el norte de
la Sabana de Bogotá.
(Fuente: AGN sección Mapas y Planos 4, ref. 464-A)

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Imagen 23. Transcripción del plano de la Imagen 19.


(Transcripción Alejandro Bernal V)

242
Imagen 24. Ubicación geográfica y vista del paisaje de los lugares que se ilustran el
plano de 1592 de la Imagen 12.
(Fuente: elaboración de mapa y foto de Alejandro Bernal V.)

Imagen 25. Pueblo y Resguardos de Curití (actual departamento de Santander) en 1802.


Las tierras de “resguardo” se ubican al oriente del pueblo (parte superior izquierda de la
imagen) y al suroriente (parte superior derecha).
(Fuente: AGN sección Mapas y Planos 4, ref. 110-A)

243
Imagen 26. Ejemplos de capillas y templos doctrineros construidos en los siglos
XVI y XVII.
Pueblos de Beteitiva (depto. de Boyacá), Bosa (depto. de Cundinamarca) y
Chíquiza (depto. de Boyacá)
(Fuentes: Beteitiva: http://funcores.com, Bosa: http://herenciamia.org/bogota/ Chíquiza:
http://herenciamia.org/ricaurte/ consultadas el 21/04/2015)

244
CAPÍTULO 7

LA PRESENCIA DE LOS MUISCAS COLONIALES.


PROCESOS DE ADAPTACIÓN Y RESISTENCIA INDÍGENA EN EL
ALTIPLANO VISTOS A TRAVÉS DE LOS OBJETOS Y LA CULTURA
MATERIAL DE FINALES DEL SIGLO XVI Y COMIENZOS DEL XVII.

7.1. La cultura material y su relación con el “drama tecnológico” colonial.

El colonialismo está íntimamente relacionado con la formación de nuevas


categorías sociales. Por ende, el intercambio de saberes y de objetos de la cultura
material es fundamental para la expresión de individualidades que intentan encajar,
cambiar o reforzar las categorías en las que sistema los ubicó, bien sean colonizadores o
colonizados (López 2001, Jamieson 2004: 433). Además, siguiendo algunas ideas de
Elizabeth Brumfiel (2003:207), parte de entender los aspectos de la cultura material en
un contexto colonial está relacionado con la idea de que los objetos pueden contar un
relato distinto al que está registrado en muchas de las fuentes escritas y, que en buena
medida, relatan actividades que desafiaron la configuración de un orden social
determinado.

En el caso de los españoles, como se ha expresado en los capítulos anteriores, las


ansias de prestigio implicaban que parte de los montos de dinero que se obtenían de la
encomienda se destinaban a la obtención de ropaje importado, comprar y mantener
caballos, armas y carruajes y pagar dotes matrimoniales. Es decir, la adquisición de
artículos de lujo que demostraran el estatus y la posición social que se ocupaba.
Igualmente, el control de la tierra y la mano de obra eran aspectos esenciales para
adquirir la “hidalguía”, concepto central de la identidad de la elite colonial española que
denota un estilo de vida, un historial de servicios a Dios y España y, por supuesto, la
imposibilidad de realizar trabajos considerados de poca nobleza. No se debe olvidar
tampoco que la estructura económica en la que se insertó lo generación de riqueza que
permitían la existencia de “hidalgos” tenía, al menos en su enunciación legal y formal,
una buena dosis de regulación y control por parte del estado (Deagan 2003:6, MacLeod
2003:152 ). En este contexto, la circulación, consumo y posesión de ciertos objetos

245
considerados de “prestigio” para la sociedad colonial española y criolla era n parte
esencial del “sistema sociotécnico” y el “drama tecnológico” que acompañó la
presencia española en el norte de los Andes en la segunda mitad del siglo XVI.

Para los indígenas muiscas del Altiplano Cundiboyacense su posición dentro del
“sistema sociotécnico” colonial los obligaba a suplir las necesidades de una población
blanca al tiempo de preocuparse de la producción de bienes para su propia reproducción
biológica y cultural. Por esta razón, el sector indígena fue parte activa en los procesos
de “ajuste” y “reconstitución tecnológica”. Uno de estos ejemplos lo encontramos en
los sectores de las élites indígenas de los cacicazgos muiscas coloniales. En varias
oportunidades, los capítulos precedentes han resaltado que la figura del cacique fue una
pieza clave en el establecimiento de las relaciones entre las esferas indígena y española
que compusieron la encrucijada colonial en el norte de los Andes, y cuyo uso deliberado
por parte del sistema creó nuevas categorías sociales dentro de las comunidades nativas
que demandaban la producción, circulación y consumo de una cultura material para
reafirmar las posiciones adquiridas dentro del sistema.

Como lo ilustra el caso analizado en el capítulo 4 y los testamentos de otros


caciques del norte de los Andes (ver por ejemplo Caillavet 2000 y Oberem 1995), las
posiciones materiales testadas por los jefes étnicos coloniales incluían bienes ibéricos
como el caballo, el ganado lanar y vacuno, piedras de molinos y herramientas de hierro.
Su combinación con bienes de prestigio de raigambre prehispánico muestra como
muchos de los objetos ibéricos y europeos, en posesión del cacique, perdieron su
función como bienes de producción, y en cambio atestiguan su viraje a convertirse en
símbolos de un estatus adquirido durante el proceso inicial de colonización. La posesión
de estos objetos que se pueden considerar foráneos al mundo indígena del altiplano
fueron, en últimas, la demostración que sistema colonial los había recompensado por su
colaboración como organizadores del trabajo indígena y la recolección de los tributos.

Sin embargo, los testamentos –como documentos en los que se pueden apreciar
los componentes de la cultura material de los indígenas, y a través de ésta los
mecanismos de su relación con la sociedad colonial– no fueron exclusivos de las elites
cacicales. Como lo han demostrado recientes ejercicios de análisis de fondos
testamentarios del Archivo General de la Nación de Bogotá (Rodríguez 2002; 2006,

246
Turbay 2012) los objetos y bienes testados por indígenas que vivieron en Santafé en los
siglos XVI y XVII atestiguan que la participación de los muiscas en el mundo colonial
no se redujo únicamente a la de individuos útiles para trabajar en el campo y la ciudad.
Además, los testamentos indígenas sugieren que muchas de sus posesiones materiales
no puedan ser tomadas simplemente como indicios del grado del grado de
“aculturación” y aceptación pasiva de unas normas de conducta hispanizadas.

Los testamentos cuentan historias de objetos. Por ejemplo, por qué manos había
pasado una camisa, o a quien debían cobrársele unas mantas de algodón. Las historias
de los objetos y su vinculación con la historia de las relaciones sociales de las personas
que las poseían o usaban se hacen evidentes en el momento en el que el testador
manifestaba al escribano de quien se había recibido una jarra de cerámica, o a quien
debían entregársele un candelabro o una montura, y la relación conyugal o de
parentesco que tenía con dicha persona. Rodríguez (2002:18) señala como la gran
cantidad de transacciones, préstamos y deudas que detallaban los indios a los escribanos
puede ser indicativa del rápido avance de la moneda y los intercambios mercantiles
entre los indígenas del altiplano. Así mismo, esos flujos de objetos y bienes ponen de
manifiesto un mundo indígena más dinámico en el que la existencia de redes familiares
y sociales vinculaban a indios e indias que vivían en Santafé con sus pueblos de origen
en la sabana que rodeaba a Santafé, e incluso más lejos. Así mismo, son el testimonio de
muchas formas de relacionarse con el mundo español que iban más lejos que las simples
relaciones laborales o de servidumbre en encomiendas y casas de familias españolas y
posteriormente criollas. Como lo ha manifestado la antropóloga Sandra Turbay (2012),
los testamentos describen las maneras como se fue dando el mestizaje y las uniones
personales entre indios, españoles y mestizos.

Pero el mestizaje no era sólo una cuestión biológica y de una descendencia


producto de la unión carnal entre elementos humanos europeos o indígenas. Es
importante resaltar que la elaboración de muchos de estos testamentos fue solicitada por
mujeres indígenas. Sobre la agencia femenina indígena en el mundo colonial de las
ciudades hispanoamericanas, se ha expresado por algunas autoras (Deagan 2003:7,
McEwan 1991:33) que a diferencia de los hombres indígenas, involucrados
generalmente en el mundo colonial por sus cargas de trabajo en un ámbito más rural y

247
afuera de las viviendas, las mujeres tuvieron un rol fundamental en la articulación de las
relaciones interétnicas. Al ser agentes culturales que interactuaban dentro de los hogares
de españoles, y posteriormente de mestizos, introdujeron en espacios íntimos y privados
elementos indígenas y sentidos particulares de la vida doméstica y el diario vivir como
la comida, los objetos para la cocción y las formas de preparar los alimentos. Por eso, en
otros lugares de Hispanoamérica la arqueología ha mostrado como ciertas áreas
domésticas de las casas españolas como las cocinas son espacios esencialmente
mestizos e indígenas (Ewen 2000:40).

De otro lado, como lo muestran los casos neogranadinos y de otros contextos


geográficos hispanoamericanos, el mestizaje fue producto también de una lectura y
adaptación de códigos y hábitos culturales indígenas y españoles que se manifestó en
muchos ámbitos de la vida colonial como es el caso de la vida religiosa (Gruzinski
1991). Al respecto, los indígenas de Santafé hacían expresos y explícitos deseos en sus
testamentos y codicilos sobre las maneras en que sus cuerpos alcanzarían la eternidad de
los tiempos. Este ingreso post mortem a un mundo sagrado ya estaba permeado por la
ritualidad católica. En efecto, buena parte de los indígenas que hicieron uso de un
testamento como instrumento para disponer de sus bienes siempre dejaban estipulado
como debían ser sus exequias, las misas, las mortajas y los féretros, e inclusive la forma
de costearlos, muchas veces incluso dejando dispuesto que su escasas y únicas
pertenencias se destinaran para ese fin.

En esta tesis se desarrolla la idea de que la presencia de objetos de la cultura


“hegemónica” en contextos “subalternos” no puede servir como indicador de la
aceptación pasiva de una situación de dominación permanente. Por este motivo, se
propone que este afán de los indígenas de Santafé de poder costearse unas exequias
cristianas no puede ser entendido únicamente desde la perspectiva “hispánica” y los
grados de “aculturación” que vienen aparejados con la evangelización. Es posible que
detrás de los deseos de un “buen morir” se encuentren ideales de alterar en la muerte
una condición de subyugación, y de reemplazar elementos ceremoniales y objetos
rituales de la muerte de tradición muisca que fueron demonizados –por tanto prohibidos
y castigados–, por otros como la celebración de una misa católica y los ataúdes de estilo
español que no despertaran la sospecha de los frailes y las autoridades coloniales. En

248
esto hay un comportamiento claramente mestizo en el sentido de usar la ambigüedad
como forma de escape de las imposiciones coloniales para cada una de las “castas”.

Una de las cuestiones del mestizaje, más desafiantes para la investigación sobre
el colonialismo ibérico en América entre los siglos XVI y XVIII, es como la dualidad
entre dos mundos que poseían los “mestizos” y “mestizas” originó una ambigüedad ante
los ojos españoles sobre los aspectos relevantes para calificar la pertenencia de una
persona al mundo indígena o al español. En últimas, la incertidumbre de que tanta
“calidad” tenía un persona, por usar un término de las fuentes coloniales resaltado por
Richard Boyer (1997), resquebrajó la idea española de tener en los Andes un mundo
compuesto por dos “repúblicas” segregadas y separadas en donde una estaba sometida
para el servicio de la otra. Dicho en otras palabras, el mestizaje fue una estrategia más o
menos deliberada para contestar el poder colonial y los sistemas de clasificación étnica
y racial usados por el colonialismo español para definir la identidad de los sujetos. Esta
puede ser una razón, más no la única, por la cual el mestizaje y el comportamiento
mestizo llenó muchos de los poros y fisuras que se fueron formando conforme España
fue armando las piezas y bloques con los que intentó consolidar su proyecto de
dominación colonial en la quebrada geografía del Altiplano Cundiboyacense.

Los testamentos indígenas son documentos escritos importantes porque permiten


estudiar la presencia activa de los indígenas en la “ciudad letrada” y las formas en que
los objetos sirvieron para reafirmar o subvertir la categoría social y el papel que el
sistema colonial les otorgó. Sin embargo no son la única fuente para poder hacerlo. El
análisis de algunos campos de la producción artesanal hechos con tecnología indígena, o
elaborados dentro de la órbita indígena, permite apreciar las formas de participación de
los indígenas del altiplano dentro de la sociedad colonial. En algunos casos, la
fabricación de bienes permitió alivianar las imposiciones de la dominación como es el
caso de la cerámica indígena. En otros como en los textiles, los artículos nativos
terminarían siendo consustanciales a la existencia misma del sistema económico
colonial local y regional. Así mismo, la producción de objetos dentro de las fronteras
socioculturales del mundo muisca pudo obedecer a la elaboración de aquello que
Pfaffenberger (1992:505) denomina “contra-artefactos” en los que hubo una delibrada
intención de subvertir el orden hispánico, alterar sus prohibiciones y regulaciones sobre

249
los objetos y las relaciones sociales de las que hacían parte, y así mantener la memoria
histórica y territorial del grupo como forma de contestar el poder.

7.2. La producción de bienes indígenas en el período colonial temprano

7.2.1. La alfarería

En algunos lugares del altiplano se ha encontrado evidencia arqueológica sobre


ciertos tipos de decoración de las vasijas indígenas en la segunda mitad del siglo XVI y
en todo el XVII que se elaboraron con motivos que recuerdan o imitan a algunas de
origen prehispánico. Llama la atención que este tipo de decoración está asociado a
copas, botellones y jarras, es decir al almacenaje y consumo de chicha, lo cual, si se
recuerda lo que se ha expresado en otros capítulos, tiene una estrecha relación con la
celebración de festejos. Es muy probable que la presencia de esta cerámica en contextos
cronológicos y espaciales claramente coloniales esté indicando una resistencia indígena,
por un lado, a aceptar los mandatos españoles sobre la prohibición de realizar
ceremonias. Por otro, a hacer activa su presencia en la “república de españoles” ya que,
como se mostrará párrafos más adelante, los hallazgos de esta cerámica se presentan en
áreas dentro de unidades habitacionales españolas en Santafé.

Uno de los tipos alfareros reportados dentro de los conjuntos de cerámica


arqueológica indígena del período colonial temprano es el Guatavita Desgrasante
Tiestos (GDT). En el capítulo 5 se resaltó la asociación de esta cerámica con el mundo
simbólico y religioso del período Muisca Tardío en el sector meridional del altiplano.
Sobre la cronología, en Ubalá en la cuenca alta del Río Guavio, Alvaro Botiva
(1989:109 y tabla 8; Lleras 1989: 98) reportó la existencia de cerámica originaria de
Guatavita en un contexto funerario compuesto por tumbas trapezoidales con lajas de
14
piedra y datado en 1.660±60 d.C. (290±60 A.P). Otra fecha de C del GDT, que muy
probablemente corresponde al período colonial, fue reportada por Roberto Lleras
(1989:98) para una tumba simple con ajuar de jarras y copas en el sitio arqueológico
Nuevo Colón 1 en el Valle de Tenza (1580±80 d.C o 370±80 A.P).

Estos datos de los contextos espaciales y cronológicos de las tumbas descritas


anteriormente son relevantes para abordar cuestiones de la cerámica indígena comienzos
del período colonial. En primer lugar, el conocimiento de las fechas radiocarbónicas es

250
importante porque muestra que en el ámbito rural alejado de las ciudades, como es el
caso de los sitios nombrados del Alto Valle de Tenza y el Alto Guavio, los indígenas
seguían usando y consumiendo copas y alfarería suntuaria de tradición precolombina en
el período colonial, además de mantener la costumbre de usarlos en el ajuar funerario.
Muy probablemente su inclusión como parte de los elementos que acompañaban al
cuerpo dentro de las tumbas era una forma, no sólo de continuar recreando el apego de
la etnia al territorio, sino además, de dejar en lugares del paisaje la memoria de las
relaciones sociales de la comunidad. En este sentido, es importante recordar que tanto
las jarras, botellones y copas, como los artículos asociados a la producción y servicio de
la chicha, contaban una historia de celebraciones y festejos. Por lo tanto, fueron parte
importante de la cultura material que participaba en el establecimiento de vínculos
sociales que permitían la reproducción social y cultural del grupo. En segundo lugar,
hay que recalcar el hecho de que en el contexto cronológico del período colonial, la
ubicación de estas tumbas estaba dentro de la “república de indios”, y que el uso
indígena de este tipo de enterramientos puede entenderse también en el ámbito de una
lucha “subalterna” o “contra hegemónica” que intentaba mantener afianzada una
memoria histórica al espacio y el territorio, y de esta manera contravenir las ideas
“hegemónicas” sobre el trabajo y la vida cristiana que deseaban los españoles con la
puesta en marcha de la “vida en policía” entre las comunidades indígenas del altiplano
con el fin de generar cuerpos y espacios útiles a la empresa colonial.

La presencia de cerámica indígena se ha documentado arqueológicamente


también para otros sitios ubicados fuera de los grandes centros urbanos coloniales como
es el caso estudiado por Jimena Lobo Guerrero (2002) en el sitio arqueológico
Gachantivá Viejo (ver imagen 27 al final del Capítulo 7). Este se localiza en el Valle de
Leyva, en el norte del Altiplano Cundiboyacense, y puede ser entendido como un lugar
en donde se experimentó, por decirlo de alguna manera, la urbanización de la vida de
los indígenas en el período colonial temprano. Los materiales arqueológicos hallados en
el mencionado sitio muestran que la decoración que antes del arribo español se aplicaba
a copas y jarras, en el contexto colonial se aplicó a enseres domésticos elaborados con
tecnología cerámica española. En las imágenes 28 y 29 (ver final del Capítulo 7) se
muestran los patrones de decoración de la cerámica prehispánica en el Valle de Leyva y
aquellos encontrados en el sitio de Gachantivá Viejo por Lobo Guerrero.

251
No obstante, esas pugnas de sentidos en contravía entre la cultura indígena y la
española se dieron igualmente en los epicentros espaciales del poder ibérico en los
Andes neogranadinos. Como lo atestiguan los testamentos indígenas de los que se ha
hablado en párrafos anteriores, y se ha resaltado en trabajos arqueológicos e
historiográficos recientes, había una notoria y activa presencia indígena en el corazón de
la “república de españoles” en el Nuevo Reino de Granda, como es el caso de la
“ciudad letrada” de Santafé (Lobo Guerrero y Gaitán 2008, Ome 2006, Therrien 2008,
Therrien y Jaramillo 2004, Zambrano 2008). En el núcleo de la sociedad y la política
colonial, el interactuar de los muiscas con el mundo hispánico creó un sentido indígena
de habitar la ciudad colonial. Entendiendo que todo centro urbano español fue un
espacio de poder, el “vivir urbanamente” en Santafé, implicaba una lucha por la
imposición de unas normas de comportamiento y unas formas de ordenamiento
jerárquico de la sociedad, y por tanto, fue otro escenario en donde los muiscas
contestaron el poder colonial mediante la fabricación de cerámicas.

Las excavaciones de Jimena Lobo Guerrero y Felipe Gaitán (2008) y las de


Tatiana Ome (2006) en varios espacios domésticos del período colonial temprano en el
centro urbano de la actual Bogotá D.C evidencian la conspicua presencia de cerámica
indígena en contextos residenciales españoles, dentro de la cual el GDT es uno de sus
principales componentes. En las imágenes 30 y 31 (ver final del Capítulo 7) se hace una
comparación entre los motivos decorativos del GDT prehispánico con el GDT llamado
del “contacto”. Un par de cuestiones de esta cerámica llaman la atención sobre el rol
que jugó la alfarería en las formas cotidianas de la resistencia de los muiscas. En primer
lugar, la ubicación espacial de los fragmentos de GDT y otras piezas alfareras indígenas
en relación a todo el conjunto de la vivienda. La investigación de Lobo-Guerrero y
Gaitán muestra que la concentración de la loza nativa se encuentra en espacios de
servicio como las cocinas, y en contextos espaciales claramente indígenas que se
disponían dentro de las casas españolas de la ciudad. Estos datos arqueológicos tienen
concordancia con los datos documentales dado que algunas fuentes coloniales detalladas
por los mencionados autores permiten apreciar que en los siglos XVI y XVII los
indígenas que vivían en Santafé construían bohíos y habitaciones de la manera muisca
dentro de las casas hispánicas donde servían.

252
Segundo, las cuestiones materiales del GDT que se transformaron. En su trabajo
Tatiana Ome (2006) muestra que si bien tecnológicamente la alfarería muisca colonial
se siguió realizando de la misma manera que en tiempos prehispánicos, en el campo
formal y funcional cambió profundamente. Estos cambios no serían otra cosa que el
tránsito de estos objetos de la “ritualidad” a la “domesticidad”. Se dejó de fabricar
copas decoradas para usarse en la bebida de la chicha. Las tradicionales jarras fueron
remplazadas por ollas destinadas a almacenar líquidos y a cocinar, aunque Ome no
descarta que sirvieran también para la preparación de la chicha y su consumo secreto en
los patios y solares traseros de las casas. Hasta bien entrado el período colonial se
mantuvo la decoración con diseños geométricos que recordaban los precolombinos, e
incluso como lo sugiere la autora, el espectro de motivos decorativos se amplió. Esta
decoración se aplicó a las nuevas ollas usadas para el servicio doméstico en casas
españolas, pero que probablemente pudieron remplazar la asociación ceremonial de las
antiguas jarras.

La existencia de GDT “contacto” en Santafé y la de otras alfarerías indígenas


con todas sus formas antiguas y nuevas, tanto en el ámbito espacial español como en el
de otros que pueden ser considerados más indígenas, invita a pensar en la resistencia y
en la adaptación cultural en un nuevo contexto social y político. Se vuelve a insistir en
que la producción de la chicha estuvo asociada profundamente a la celebración de
festividades y rituales que mantenían un apego con el pasado y la tradición. En el
contexto colonial los festejos indígenas, o las “juntas” como las llamaros los españoles,
se celebraron de forma silenciosa e invisible al control de las autoridades civiles y
eclesiásticas coloniales, y muy seguramente la chicha fue una acompañante de los
encuentros sociales de los indígenas luego de las jornadas de trabajo. Adicional al hecho
que en estos encuentros se intercambiaban experiencias y vivencias cotidianas, e incluso
debieron servir para reírse y bromear soterradamente de los “amos” y el poder, el
consumo colectivo de la bebida fermentada de maíz era de por si un desafío a los
dictámenes coloniales que veían en las “borracheras” el origen de todos los “vicios”
indígenas.

Esta cerámica es también importante porque sugiere la forma en que el mundo


femenino de los muiscas participó en la construcción de un mundo doméstico colonial

253
en la Nueva Granada. Al comienzo del capítulo se sugirió que las mujeres indígenas
fueron un elemento clave en el mestizaje cultural que se generó dentro de las viviendas
españolas y criollas dado que introdujeron en dichos ámbitos sentidos particulares del
gusto, la preparación y el consumo de muchos alimentos. Para otros contextos
espaciales hispanoamericanos se ha expresado que la presencia de las mujeres indígenas
se aprecia arqueológicamente por la existencia de cerámica nativa y objetos líticos
asociados a la preparación de alimentos en contextos residenciales de colonos
españoles. Tales objetos serían: ollas para cocción, objetos para almacenar, manos de
moler, rayos para la yuca y metates (MacEwan 1991:37).

De otro lado, Kathleen Deagan (2003:7) llama la atención sobre la manera en


que la arqueología de espacios domésticos del mundo español encuentra diferencias
materiales asociadas a los grados de hispanidad que se mostraba en espacios públicos y
privados. En los espacios privados como las cocinas y áreas de servicio de alimentos es
en donde se manifestó una mayor flexibilidad del sistema a recibir aportes materiales
locales. Deagan expresa que estos ámbitos privados serían las áreas más “femeninas”
del mundo doméstico español, y son precisamente los sectores arqueológicos de las
casas excavadas que muestran una mayor proporción de mezcla de materiales de origen
europeo, indígena y africano. Por el contario, en espacios más “masculinos” y públicos
se tiende a encontrar la existencia de una cultura material mayoritariamente de origen
europeo cuyo fin era ratificar ante el exterior un sentido de la hispanidad que muchas
veces se sobre representó y sobre actuó.

7.2.2. La producción textil


Las mantas de algodón fueron una parte consustancial de la primigenia
proletarización rural de la vida indígena en el altiplano y un medio de pago para
transacciones mercantiles. Hay que recordar que como consecuencia la carencia de un
medio metálico en el Nuevo Reino, se permitió que las telas hechas con fibra de
Gossypium herbaceum se conviertan en un objeto canjeable en el mercado. Este uso
facilitó que los indígenas pudieran pagar sus obligaciones en un producto cercano a su
tradición cultural, y además que mediante las mantas se pudiera remunerar el trabajo
indígena, tal como quedó regulado a finales del siglo XVI (Bonilla 2004, Colmenares
1997b).

254
Estas dinámicas de monetización le otorgaron a los textiles de algodón
elaborados dentro de las comunidades muiscas un importante rol en la consolidación del
sistema colonial neogranadino, aspecto que sin duda alguna alteró significativa, e
irreversiblemente, su rol como agente activo en la generación y creación de relaciones
sociales. En el sistema “sociotécnico” prehispánico, la producción de mantas hacían
parte de una serie de arreglos y prestaciones entre las unidades constitutivas de las
jefaturas muiscas en las cuales cuestiones como el hilado de las fibras y la hechura de
telas hacían parte de la economía política de los cacicazgos, además que los tiempos de
su elaboración estaba probablemente en asocio con la celebración de festejos y bailes
como lo ha anotado la arqueóloga Ana María Boada (2009). En el capítulo 5 se anotó
que ciertas cuestiones técnicas –como el trenzado y la urdimbre–, y decorativas –como
los motivos– asociadas a la producción textil prehispánica pueden relacionarse además
con ciertas cuestiones relacionadas con la transmisión de un sentido de identidad social
a las piezas.

En cambio, dentro del “drama tecnológico” colonial temprano, las mantas


indígenas, si bien se producían dentro de las unidades sociopolíticas de origen
precolombino que el sistema de dominación colonial decidió respetar, se dirigían al
pago de las obligaciones coloniales y eran producidas en el marco de una temporalidad
semestral marcada por los dos momentos de su cobro. Además, acercó los textiles a la
acumulación y generación de una renta para el encomendero y la Real Hacienda. Es
decir, se desplazó a los textiles como partes consustanciales de la economía política de
la “república de indios” para ubicarlos en la de la “república de españoles”. Además,
con la formalización de la idea del salario indígena en la década de 1590 para trabajos
que se podían realizar fuera del “pueblo de indios”, se sustrajo la producción y
circulación de mantas de su asociación con las actividades económicas y culturales
comunales.

En el nuevo contexto se trataba de un textil pagado por los servicios prestados a


un ente cultural diferente, llámese en principio español o criollo, y realizados en un
ámbito espacial y simbólico ajeno como las minas, las haciendas y las casas en las
ciudades. En resumen, la reubicación espacio-temporal que hizo la dominación colonial

255
de estos objetos y su conversión en una especie de moneda, coincide con las ideas que
expresara hace unas décadas Carmen Bernand (1997:63-64 y 90) sobre las formas de
secularización de las prácticas laborales y los manejos lineales del tiempo que trataría
de introducir la dominación colonial dentro de las comunidades andinas mediante el
salario.

Como muchos de los objetos elaborados por los muiscas siguiendo una tradición
precolonial, las mantas de algodón no fueron ajenas a ser demonizadas y entrar dentro
del conjunto de bienes, personas y lugares que componían la “ídololatría”, y cuyo
remedio era, como lo señalara un mitrado en el decenio de 1570, “raer de la tierra
totalmente la memoria” de los indígenas (Zapata de Cárdenas 2008/1576/:280) y así
acabar con las costumbres del tiempo de “gentilidad” anterior a la “entrada de los
primeros cristianos”.

Hay que recordar que en el período colonial se construyó una tipología de


mantas según su tamaño y calidad (Cortés 1990:62). Estaban las llamadas “de la marca”
y que incluirían tanto las “blancas” como las “coloradas” o “pachacates” y las
“negras”, que, al parecer, eran de uso exclusivo de caciques, “chiques” y especialistas
religiosos. Estaban también las “buenas”, que seguramente tenían una calidad inferior
de hilado, y por último las “chingamanales”, más pequeñas llamadas también
“comunes”, o “chinas” por asocio con la palabra “chine” (“camiseta”) (ver Gómez
2012), cuya elaboración de baja calidad estaba hecha con hilo mal torcido. Mientras las
mantas “comunes” fueron las que el sistema utilizó como forma de pago y medio de
cambio en el mundo colonial temprano en el Nuevo Reino, las mantas más elaboradas, y
en espacial las que eran decoradas y asociadas al mundo de los caciques y “chiques”
fueron prohibidas como lo expresó una ordenanza de la vista de Juan López de Cepeda
a Tunja en 1570:
“Y porque del todo se extirpe la idolatría, ordenaron y mandaron que los
indios no traigan mantas pintadas con figuras de tunjo o demonio, y se les
aperciba que de hoy demás, no las pinten con malas figuras ni en las demoras se
reciban, ni en las tiendas no se vendan. Y esto especialmente se dé a entender a
los indios pintores, para que desde el día de la notificación no las pinten, y
adviértase que no se pongan en las iglesias y el indio que las trajere pasados
seis meses después de la notificación, se la rompan las justicias y el
encomendero o religioso” (F.D.H.N.R VI, doc. 1048, 460).

256
Sin embargo, a pesar de la prohibición de las mantas decoradas y especiales, los
indígenas las continuaron usando y manteniendo, aunque no es claro si las siguieron
fabricando. Es posible que la urgencia de producir las mantas “chingamanales” en
cantidades suficientes para suplir las necesidades tributarias de cada encomienda
hubiese repercutido en menos tiempo para producir telas decoradas o al menos más
elaboradas, lo cual no quiere decir que las existentes no se heredaran o se guardaran,
como lo muestra el testamento del cacique de Guatavita, e inclusive siguieran
circulando como lo sugiere un inventario de pagos de caciques y capitanes del pueblo de
Oicatá de 1593 trascrito por Eduardo Londoño (1990:123). En este se nombran pagos
tanto en mantas coloradas y “pachacates”, como una “negra pintada”.

Pero, quizás el ejemplo más ilustrativo de la continuación del uso de mantas


especiales, a la vez que muestra como las normas coloniales fueron respondidas por los
muiscas de las formas más inesperadas, es una pintura mural en una capilla doctrinera
en el pueblo de Sutatausa. Se trata de un conjunto pictórico hecho en los comienzos del
siglo XVII dentro del cual se encuentra la representación de una figura femenina que
actualmente se conoce como la “cacica” y que se puede apreciar en la imagen 32 al
final del presente capítulo. La mujer se encuentra con las manos juntas en posición de
devoción y entre las manos sostiene un rosario. Pero lo que llama la atención es que está
cubierta con una manta negra decorada de estilo muisca que está simulando la estola
que se esperaría usara una mujer cristiana dentro de una iglesia. También es llamativo
que según el restaurador Diego Martínez Celis (2008) la ubicación de la mujer está en el
costado del arco toral en el sector norte del templo junto a la representación del cacique
y los capitanes de Sutatausa que pagaron la pintura de un juicio final. Por cierto, como
parte de la representación de la apocalipsis se dibujó un cuenco con decoración muisca.

257
7.3 La producción de objetos sagrados en el contexto de la lucha contra la idolatría
y la resistencia indígena en el período colonial.

7.3.1 El desarrollo histórico de la evangelización de las comunidades muiscas en el


período colonial temprano.

Según el cronista Fray Pedro Simón (1981/1625/:III,149) a diferencia de otros


grupos indígenas del norte de Suramérica, los muiscas “no hicieron resistencia de
consideración a la venida del Evangelio”. Sin embargo, el mismo fraile reconoce en
otras partes de sus “Noticias Historiales”, crónica escrita a principios del siglo XVII y
con observaciones que el propio autor anotó como doctrinero en poblaciones del
altiplano, que a pesar de los esfuerzos, los indígenas del Nuevo Reino continuaban con
sus “idolatrías”. En varias ocasiones la historiografía de la evangelización del Altiplano
Cundiboyacense ha señalado que contrario al optimismo inicial de la iglesia, durante la
segunda mitad del siglo XVI se dieron pocos avances en materia de evangelización
(Francis 2000, Marín 2008). Al parecer de algunos testigos de la época la causa estaba
en la falta de doctrineros. Por ejemplo, Juan de Castellanos (1932/1592?/: II, 350)
mencionaba que la ausencia de frailes que evangelizaran e impartieran doctrina en las
comunidades hacía que nadie los pudiera “divertir de su memoria” y que por esa razón
el diablo llevaba a la “bárbara caterva” a mantener sus rituales y ceremonias. También
se reflexionó que la evangelización fracasaba por la poca calidad y preparación de los
frailes, e incluso, como lo expresó el primer Arzobispo de Santafé, muchos de los
sacerdotes que enviaban las órdenes religiosas constituían “la escoria de España”
(F.D.H.N.RII, doc. 158, 123).

Otro tanto de culpa era cargada sobre los encomenderos y su evasión a la


responsabilidad que se les asignaba en materia de conversión cuando se les repartía
comunidades indígenas en encomiendas como lo señalaban desde la corte de Felipe II
en la década de 1560: “[…] a nos se ha hecho relación que en los pueblos de esas
provincias [Santa Marta y Nuevo Reino] que están encomendados a los españoles, hay
gran falta de doctrina y de personas que los enseñasen en las cosas de nuestra santa fe
católica, porque los dichos españoles a cuyo cargo es ponerlas, no las ponen como son
obligados y les está mandado” (F.D.H.N.R IV, doc. 564, 114). Este problema del escaso
avance de la evangelización en las encomiendas por el incumplimiento del deber de sus

258
poseedores de patrocinar la doctrina continúo hasta finales del siglo XVI y principios
del XVII, siendo anotado en las visitas de los oidores Ibarra y Enríquez (Ruiz Rivera
1975:39).

La idea inicial de la presencia de frailes entre los indios era que esta fuera
financiada con parte de las “demoras” y la tributación de las encomiendas. Además, si
bien la iglesia y los frailes pudieron haber sido recelosos con las prácticas de los
encomenderos, no veían con malos ojos a la institución misma. La encomienda era
percibida por algunos clérigos como una de las posibilidades más fructíferas para
congregar a los indígenas y así poder impartir la doctrina y la evangelización de manera
más fácil (Hernández 2012:302). Sin embargo, la obligación del encomendero de pagar
y sostener la doctrina de su repartimiento convirtió a muchos frailes evangelizadores en
aliados que no denunciaban las irregularidades y excesos del encomendero (Marín
2008:52-53).

En todo caso, independiente de sobre quienes recaía la culpa de los escasos


avances en materia de evangelización, en las declaraciones que hacían los mismos
indígenas durante las inspecciones a las encomiendas en las décadas de 1560 y 1570 se
puede apreciar que en realidad, pese a los esfuerzos puestos por las autoridades
coloniales en el Nuevo Reino, el deseo de llevar a las comunidades la “vida en policía”
de la mano de un “orden cristiano” se cumplía a medias. En Cota, el encomendero
Francisco de Tordehumos declaraba en la década de 1560 que si no había doctrina
permanente era porque los religiosos no residían en el pueblo debido a que se la pasaban
recorriendo todas las doctrinas y escuelas de la región. El hecho parece constarlo un
fraile que sirvió de testigo en el proceso contra Tordehumos por no tener doctrina
diciendo que no había sacerdotes para todos los lugares y que el mismo doctrinaba en
Cota y Suba-Tuna.

En este caso llama la atención la declaración del cacique de Cota cuando decía
con respecto a las catequesis en el pueblo: “que los indios grandes juntan pa la doctrina
los domingos y fiestas y a los niños se les dice la doctrina cada día y que los indios que
se mueren los torna cristianos antes que se mueran” pero que el “único cristiano en el
pueblo era él”. Un capitán ratificó esta aclaración al testificar que los únicos cristianos
eran el cacique y su hermano (AGN Encomiendas 12, Doc. 8, fols 218r y 219v, 221v,

259
233r y 241r). Estas declaraciones pueden ser tomadas como indicio que para los indios
del altiplano la aceptación de la presencia de sacerdotes o la asistencia a los doctrinas no
implicaban necesariamente que sintieran que estas constituía una verdadera conversión
a otra religión, sentimiento que era ratificado seguramente por la falta de realizar
bautismos producto del ausentismo de los curas doctrineros.

Otra muestra de la precariedad de la evangelización en los pueblos la ilustran


Teyua e Ynsaguera, dos indio chontales de la encomienda de Tenjo, quienes en 1563
aclaraban que sólo desde la visita del licenciado Tomás López (1558 aprox) iban
ocasionalmente los padres a Tenjo a dar la doctrina a los “indios grandes” y al resto de
indios e indias les tocaba ir hasta los pueblos vecinos de Chía, Suba y Cota (AGN
Encomiendas 6, doc. 18, fols. 516v-518r). En la encomienda que tenía Alonso Días en
Sagasuca, un capitán llamado Neausiquera, decía que el padre Fray Juan Méndez solo
impartía doctrina ocasionalmente, y Tibabita, otro capitán, expresó que “no sabe que
haya indios cristianos” en la encomienda (AGN Encomiendas 9, doc. 41, fols. 311r y
312v). Estos testimonios son también de la década de 1560.

Las declaraciones muestran que realmente había una carencia de frailes, pero
también invitan a pensar sobre los mecanismos de formación de un catolicismo popular
en los pueblos del altiplano. En el caso de la encomienda de Tenjo un testigo mencionó
que cuando los padres católicos se van, “los muchachos dicen la doctrina ellos mismos”
(AGN Encomiendas 6, doc. 18, fol.518v) y en el de Sagasuca, que en ausencia del fraile
la doctrina la impartía “un indio ladino que la sabía” (AGN Encomiendas 12, doc. 8,
fol.220r).

Puede ser, y esto es sólo una sugerencia, que imágenes religiosas como la de
Sutatausa (ver figura 32 al final del Capítulo 7) sean el producto de esta forma
vernácula de aprender y difundir los rudimentos del evangelio y la fe católica, y
mediante esto poder explicar la representación de un mujer en posición de devoción
cristiana que tiene una manta negra decorada de estilo muisca como remplazo de la
estola que usaría una devota que reza el santo rosario en Castilla o Andalucía, o en
donde como parte de una alegoría del juicio final se represente una copa muisca usada
para festejos. También puede explicar la presencia de ciertos ornamentos para la liturgia
y el ceremonial católico ejemplificado en botas para el vino, rosarios, prendas de los

260
clérigos como un bonete y una capa de franciscano, y hasta confesionarios que
menciona Fray Pedro Simón se encontraban dentro de los “santaurios” indígenas del
altiplano (Simón 1981/1625/:III,387). La misma fuente menciona que los “tunjos” eran
escondidos dentro de cruces hechas con fibras de palma usadas en el domingo de ramos.

El historiador Michael Francis (2000) ha llamado la atención que, contrario a lo


que se sostiene algunas veces en la antropología histórica sobre los muiscas (ver por
ejemplo Casilimas y Lopez 1987), la evangelización en el Altiplano Cundiboyacense
distó mucho de ser un proceso completo y acabado al finalizar el reinado de Felipe II y,
que durante la segunda mitad del siglo XVI, fue muy poco lo que la iglesia logró en
materia de acabar con la persistencia de las prácticas religiosas de los muiscas. Lo que
se dio fue una recepción superficial de algunos elementos del catolicismo que las
comunidades poco comprendían y muchas veces olvidaban rápidamente. Las luchas
anti-idolátricas de la segunda mitad del siglo XVI son una demostración del poco efecto
de cuestiones de la imposición de la doctrina católica en las fases tempranas del
colonialismo español en América como la creencia de los frailes en que los bautismos
en masa eran sinónimo de conversión real de toda una comunidad a la religión católica
(Jackson 2007:230). Para el momento en el que Fray Pedro Simón redactó su crónica, la
existencia de indios ladinos, seguramente bautizados y ocasionalmente catequizados, no
impedía que en los pueblos se continuaran haciendo “santuarios”:

“[…] como es vicio tan pegajoso [la idolatría], no han sido bastantes los
inmensos trabajos que padecen los ministros del Evangelio en toda ocasión para
desabrigarla de ellos, pues como ven que los persiguen en éstos, hacen sus
santuarios y ofrecimientos entre peñas y derrumbaderos y hasta debajo de los
saltos que hacen las aguas en los arroyos y quebradas, por tenerlo más seguro
de que no lo hallen los padres; de manera que no lo hay del indio más ladino y
que parece más cristiano, de que no tenga ídolos a quien adore […](Simón
1981/1625/:III,387).

261
7.3.2. La “idolatría” y los “santuarios” en el contexto de la producción de “contra-
artefactos”16.

Para Langebaek (2005:32-39) la existencia de “chuques” o “jeques” –sacerdotes


principales”– y los “mohanes” –“brujos” y “sacerdotes menores”– como los dos tipos
de especialistas religiosos de los muiscas en tiempos prehispánicos (ver capítulo 3),
tendría consecuencias en el período colonial. Los primeros, al igual que los “psihipqua”
con los que seguramente estaban ligados, estuvieron más cercanos al aparato colonial
español y por tanto eran más vigilados y controlados. De esta manera su poder decayó,
y esto disminuyó en parte su rol como indígenas que pudieran liderar movimientos de
resistencia cultural. Por el contrario, los sacerdotes de menor importancia como los
“mohanes” o los “tybas” y las cabezas de capitanías pequeñas estaban en una
localización más marginal para el sistema colonial dentro de las comunidades, y por
tanto, en una posición menos visible a las instituciones de control y vigilancia. El citado
autor sugiere que rápidamente estos personajes fueron multiplicándose y aumentando su
prestigio, en detrimento de los de sacerdotes y especialistas religiosos de mayor
importancia.

En la presente tesis se propone que esta división establecida por Langebaek


(2005) es importante (clave) para entender que las reacciones a la colonización española
en el Altiplano Cundiboyacense no fueron ejercidas de forma homogénea por todos los
sectores de la población muisca, y además porque permite tener un modelo de
aproximación a los mecanismos de resistencia cultural que los muiscas emprendieron
desde las prácticas religiosas. Adicionalmente, es coherente con la idea expresada por el
mismo autor en un escrito anterior (Langebaek 1990) en el cual se proponía que, en
tiempos prehispánicos, la elaboración de ciertos objetos de oro pudo haber sido función
de algunos capitanes. Precisamente esos objetos orfebres son los que se consideran
como parte de los “contra-artefactos” del “sistema sociotécnico” colonial. Sin embargo,
se difiere del argumento de Langebaek de la poca o escasa participación de los caciques
en la resistencia cultural en el sentido que, si bien la vigilancia y control de los caciques
fue mayor, y que sobre estos recayó una mayor responsabilidad en la evangelización de

16
Algunos de los párrafos y citas de este aparte provienen de textos usados previamente en Bernal 2007 y
2012.En todos los casos, las ideas fueron ampliadas, corregidas y contextualizadas para su correcta
adaptación dentro del argumento presentado en el capítulo 7.

262
las comunidades, se cuenta con evidencias que permiten apreciar que algunos jefes y
cabezas de las comunidades estuvieron en posición de ejercer un liderazgo activo en la
conducción de actividades de resistencia.

Es cierto que muchos de los “psihipqua” muiscas fueron, al igual que una parte
considerable de los “kuracas” y “mallkus” en el resto del mundo andino, una de las
figuras claves en los intentos de conversión al catolicismo y, por ende, personas sobre
las que las autoridades coloniales concentraron los esfuerzos en la conversión de las
comunidades (López 2001:69). También se puede argumentar que eran más vigilados,
lo que truncó el patrocinio de rituales y fiestas tradicionales de origen precolonial, la
participación y actuación en lo “santuarios”, así como el mantenimiento de
especialistas religiosos importantes. Por ejemplo, en las Ordenanzas de Corregidores
(1593/1997/:188) se exponía que aquellos caciques que fueran sorprendidos en la
propiciación de “borracheras” nocturnas recibían castigos que iban desde el trabajo
forzado en monasterios y otros lugares píos, hasta el destierro temporal y la pérdida del
cargo. Los caciques del Altiplano Cundiboyacense se encontraron ante la disyuntiva de
mostrarse como “buenos cristianos”, logrando de esta forma la benevolencia del rey y
favores de las autoridades coloniales. Esta transformación se hizo más dramática luego
del inicio de una lucha más frontal contra la “idolatría” al finalizar la década de 1570
(Cortéz 1960:201.02).

La cristianización de los caciques también dio inicio a la devoción por un dios


ajeno mediante la celebración de rituales culturalmente extraños. La consecuencia de
esto fue que muchos caciques comprometieron la sacralidad de su figura. Un muy buen
ejemplo de “psihipqua” que terminó siendo un cacique con altos grados de
cristianización es el de Guatavita que se analizó en el capítulo 5. La recomposición de la
importancia ritual y la asociación de los caciques con el mundo sacro pudo haberse dado
en la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII cuando germinó un
sentido local de catolicismo y religiosidad popular sembrado desde los orígenes de las
dinámicas de evangelización de las doctrinas en el siglo XVI. En especial, la
organización y patrocinio de cofradías religiosas entraron dentro de las estrategias de
solución al “dilema de liderazgo” de los caciques. En un ámbito temporal más tardío al
tratado en esta tesis, los caciques y capitanes de muchos “pueblos de indios” se hicieron

263
cófrades importantes y mayordomos de organizaciones dedicadas a la devoción de un
personaje del santoral, de una virgen o de una imagen particular de Jesucristo
(Sotomayor 2004).

Sin embargo, dado que la celebración de fiestas servía como estrategia para
poder franquear las limitaciones que imponía el sistema (Therrien y Jaramillo 2004:52),
el común de los indígenas podían estar esperando una respuesta de sus líderes. Por
tanto, es posible que otros caciques sortearan las dificultades de su “dilema de
liderazgo” en aquellos años de crisis de las primeras cuatro o cinco primeras décadas de
presencia española celebrando rituales y patrocinando festejos que estaban formal e
institucionalmente prohibidos. En algunas ocasiones los “psihipqua” y capitanes de
mayor importancia tenían un discurso público de conversión al catolicismo, y mediante
éste, escondían las ceremonias con pretextos como la construcción de una nueva casa
(Autos en razón de prohibir…1563-1569/1991/:153), o como lo indicaban, de una
forma más sutil, varios testigos en las encomiendas de Suba y Tuna: […] agora [1569]
ponen y tienen los dichos tunjos y santuarios en sus casas de morada y despensas donde
tienen sus maíces, porque los cristianos no se los tomen como han hecho hasta aquí con
los que tenían fuera […] (Autos en razón de prohibir…1563-69/1991:148).

Pero en otros, se tiene evidencia que en la segunda mitad del siglo XVI varios
caciques se vieron seriamente comprometidos en acusaciones de “idolatría”. A pesar de
los bautismos y las ocasionales catequesis, seguían manteniendo a “chuques” y
“mohanes”, y al patrocinio de qucas – “templos” en lengua muisca– y otros santuarios.
Tal sería el caso de los caciques y capitanes de algunas encomiendas como, Suba y
Tuna, Iguaque, Fontibón y Ubaque (Autos en Razón de Prohibir…1563-69/1991/,
Santuarios indígenas de Iguaque… 1595/1988/, Langebaek 2005). El cacique de
Ubaque, aparte de celebrar en vida su propio funeral, fue bastante explícito en su
motivación para realizar una ceremonia de forma pública en 1563: “pedir en sus ritos y
ceremonias que muriesen todos por que no sirviesen a los cristianos e que les diesen
cámaras de sangre y viruelas y otras enfermedades y males por que todo acabase […]
(Proceso contra el cacique de Ubaque 1563/2001/:fol 1399r). Curiosamente, por la
misma época en que el cacique de Ubaque se encontraba celebrando fiestas para
propiciar un cambio en el régimen de dominación en el que se encontraba, en Perú

264
existió un movimiento, el “Taki Onkoy”, que promulgaba que todos los españoles
habían de morir enfermos y que se aproximaba el fin del mundo (Bernand y Gruzinski
1999: II, 60).

En lo que respecta a los “chuques”, quizás el caso más conocido en la segunda


mitad del siglo XVI es el del “jeque” Popón de la región de Ubaque. Según el cronista
Fray Pedro Simón, Popón era […] tan familiar y aliado del demonio, que tenía más
ordinarias hablas y conversaciones con él, que todos los demás juntos jeques del
[Nuevo] Reino […] Mostrábasele tan amigo el demonio, que no sólo en su casa y en los
santuarios se le aparecía y hablaba, sino que también lo llevaba por los aires […]”
(Simón 1981/1625/: IV, 339). Según Simón (1981/1625/: IV, 339) los “chuques”, como
es el caso del famoso Popón, mostraban resistencia al avance del catolicismo
recomendando a los indios que escondieran los hijos en la espesura de las montañas y
no los llevaran a los pueblos e iglesias para que los frailes les impartieran doctrina.
Además, como agentes que se encargaban de interceder ante las deidades tradicionales
por el éxito de las cosechas, y en general por el bienestar de las personas y la
comunidad, los “jeques” debieron cobrar mucha importancia en la vida social en los
difíciles momentos que vivían los muiscas de la segunda mitad del siglo XVI. El
cronista Juan de Castellanos (1932/1592?/: II, 351) notaba como en Sogamoso el
“jeque” principal hacía que la gente creyera más en su poder de lograr las cosas que le
pedían los indios que en el de aquellos frailes y curas católicos que les predicaban
“cosas santas, contradiciéndolos de sus desvaríos y el culto de los ídolos nefarios”.

Asociado al ritual y a la resistencia, se evidencia la fabricación de objetos


suntuarios en oro y en otros materiales. En tiempos prehispánicos, los muiscas se
destacaron por contar con una elaborada tecnología metalúrgica destinada a la
fabricación tanto de adornos personales como de objetos suntuarios y votivos. La
adquisición del oro y otros metales implicaba una red de intercambios con grupos
indígenas localizados en la vertiente occidental de la Cordillera Oriental. Al inicio del
período colonial, la fabricación de objetos suntuarios y los asociados al ritual fueron
severamente prohibidos y perseguidos porque estaban asociados a lo que los españoles
llamaron “idolatría” y “borracheras”, ceremonias en las que los indígenas tenían una
clara intención de invertir la situación colonial que estaban viviendo. Este es el caso

265
concreto de los objetos orfebres muiscas conocidos como “tunjos”, y que en la
terminología colonial se conocían como “santillos” o “ídolos”.

¿Quiénes elaboraron esos objetos que participaron en las dinámicas de


resistencia? Para responder hay que recordar lo que se expresó en el capítulo 3 sobre la
relación entre capitanes y orfebrería. La polisemia de la palabra “tyba” –amarillo, ave,
anciano– lleva a pensar que los llamados capitanes eran hombres mayores de las
unidades residenciales o de parentesco que tenían funciones religiosas asociadas a la
fabricación de objetos de oro. Estos objetos se elaboraron soterradamente casi hasta el
amanecer del Siglo XVII, según lo atestiguan los procesos criminales seguidos a
algunos orfebres (Langebaek 2005). Es interesante destacar que, en buena medida, la
producción de estos artefactos fue hecha por un sector político de la población indígena,
que a diferencia de los caciques, no cumplió un papel como mediador entre el mundo
español y el indígena. En el “sistema sociotécnico” y el “drama tecnológico” postulado
por Pfaffenberger (1988, 1992), estos objetos hacen parte de los contra-artefactos.

Se conocen muchas descripciones de las acciones del sistema para erradicar a los
“ídolos” del mundo indígena como es el caso ocurrido en el pueblo de Fontibón a
finales del siglo XVI. En este se nombra que una vez realizada una misa se juntaron los
“tunjos” y

[…] se hizo una grande hoguera en que se quemaron innumerables


ydolos de que los yndios quedaron espantados y no menos de la justicia que se
hazia en los culpados: obligando primero a los sacerdotes del demonio a que
pisasen sus mismos ydolos y los escupiesen y ultrajasen de palabra y por sus
mano los hechasen en el fuego lo cual muchos hazian sin dezirselo y mientras
esta justicia se executava en los ydoloscantavan alegremente los sacerdotes del
altissimo dios que alli se hallaron […] (Descripción del Nuevo Reino de
Granada de 1598/2003/:355).
Dentro de los métodos usados para reunir los objetos se encontraba la aplicación
de la tortura para que, por medio de ésta, los indígenas dijeran quienes hacían y usaba
“ídolos” y los lugares donde se encontraban como es el caso de una campaña que se
realizó en 1595 en el pueblo de Iguaque (Santuarios indígenas de Iguaque…
1595/1988/). De este último proceso sorprende la cantidad de indígenas acusados e
involucrados en la manipulación o posesión de “tunjos”.

266
A pesar de los castigos y de los escarnios públicos, los indios siguieron
fabricando santillos y celebrando ceremonias. Desde luego, a lo largo de la segunda
mitad del siglo XVI, estas últimas se volvieron cada vez más secretas y escondidas.
Herrera (1998:117) indica que, luego de los procesos de persecución a la idolatría de la
década de 1570, los muiscas del Altiplano Cundiboyacense introdujeron modificaciones
a la espacialidad de lo sagrado, pasando de celebraciones públicas y comunales, a la
realización subrepticia de ceremonias y rezos privados en el ámbito doméstico. Sobre
este asunto, es bastante indicativo que el tipo cerámico GDT, que ha sido señalado
como portador de simbologías sagradas y rituales prehispánicas, se continuara
fabricando en el período colonial para la elaboración de enseres domésticos dentro de
los cuales se destacan múcuras para almacenar la chicha que tomaban en las noches los
indígenas que trabajaban en Santafé (Ome 2006). También es importante recordar que
los “ofrendatarios” que contenían los “tunjos” pertenecen al tipo cerámico Guatavita
Desgrasante Tiestos.

Por otra parte, las casas se convertirían en el resguardo de los objetos de culto.
Como lo menciona La Descripción del Nuevo Reino de Granada de 1598 luego de los
castigos públicos que se seguían por “idolatría”, los indios “tornavan de nuevo fabricar
sus ydolos con mayores ofrecimientos de oro y en parte mas escondida donde nunca se
hallasen quedándose en sus ydolatrias”. La misma fuente relata cómo en un proceso de
extirpación realizado en una población indígena de la Sabana de Bogotá se encontraron
ídolos enterrados en el suelo, así como en “los techos y paredes de sus casas y otros en
hermitas disimuladas y como parrochias que les tenian hechas con sus altares y
ofrendas donde acudían por sus barrios y parcialidades” (Descripción del Nuevo Reino
de Granada de 1598/2003/:353).

Nótese que el padre Medrano, autor de la Descripción del Nuevo Reino de


Granada de 1598, menciona “barrios” y “parcialidades”. Por tales, los españoles
entendieron las organizaciones familiares y socio-territoriales dentro de unidades
políticas de tipo cacical como pudieron ser los “ayllus” andinos o los “calpullis”
mejicanos y las “zibyn” y “utas” en el caso de los muiscas del Altiplano
Cundiboyacense. Es decir, que aún en tiempos coloniales, la organización de rituales y

267
celebraciones religiosas, por más de que fuera soterrada y escondida, seguía siendo una
tarea de los capitanes.

La búsqueda de tesoros durante los años de la conquista había causado la


destrucción y saqueo de muchos santuarios y templos en el altiplano. La frenética
batalla postridentina contra la herejía generó que los espacios dedicados al culto
indígena fueran adoptados por otra religión. La única herramienta que tenían los
muiscas era mantener en secreto sus prácticas y reforzar aquella que no dejara huellas,
rastros o evidencias físicas: la tradición oral (Gruzinki 1991:26). La única forma en que
las autoridades religiosas o civiles españolas podían conocer de dicha práctica era por
medio de la expresa denuncia de algún indígena. La sola mención ante un ente español
podía ser castigada por los caciques y capitanes, como declaraba un indio de Chocontá
cuando atemorizado pedía en una indagatoria que […] por amor de Dios que no lo
sepan los caciques ni capitanes, porque si lo saben luego le darán hierbas en una
totuma de vino sin que él lo sienta para matarle […] (Autos en razón de
prohibir…1563-1569/1991/:155-56).

Pero no sólo existió este uso soterrado de mecanismos de resistencia


escondiendo “tunjos” e “ídolos” dentro de las casas y en otros lugares, y evitando su
delación ante las autoridades coloniales. Bien entrada la segunda mitad del siglo XVI,
los indígenas defendían los bohíos que servían de santuarios y las ofrendas que éstos
contenían al punto de atacar con palos a los extraños que se atrevieran a entrar a éstos.
Así le sucedió al padre franciscano Francisco Molina en 1572 en el pueblo de Iguaque.
Cuando intentó destruir un santuario en la noche y fue sorprendido por los indios del
pueblo le fueron propiciados “muchos macanazos” en el cuerpo y la cabeza que lo
dejaron inconsciente hasta el día siguiente (Simón 1981/1625/:III,370).

Como cierre de este capítulo, se ilustra en la Imagen 33 una momia del período
colonial. Aunque la fecha de radiocarbono calibrada tiene un rango entre 1400 y 1630
d.C, el hecho que dentro de las ofrendas se encuentre un poporo y su palillo para extraer
cal adornado con cuentas de vidrio, y que parte del fardo que envolvía al cuerpo era de
cuero de oveja, ubican a este cuerpo-objeto en la época post contacto (Cárdenas-Arroyo
1990a). Aparte del poporo y su palillo, usados para la extracción de la cal que usaban
los muiscas dentro del proceso de masticación de la coca, el conjunto funerario posee

268
una copa de cerámica y un “tunjo” que, curiosamente, representa una momia (Museo
del Oro y UCL 2013). Aunque no se tiene la certeza del lugar exacto de su aparición, es
probable que la “momia de Pisba” proceda de una cueva formada naturalmente por lajas
de piedra en el Páramo de Pisba en el extremo nororiental del altiplano. Los páramos
eran uno de los lugares del paisaje en donde los muiscas tenían gran cantidad de
“santuarios”. Como se puede apreciar, los deseos del Arzobispo Fray Luis Zapata de
Cárdenas de destruir los “santuarios” para “raer de la tierra totalmente la memoria” de
los indígenas del Altiplano Cundiboyacense no siempre se pudieron cumplir.

269
Imagen 27. Ruinas de una antigua iglesia. Sitio arqueológico de Gachantivá Viejo (municipio de
Villa de Leyva, departamento de Boyacá).
(Fotografía: Alejandro Bernal V)

270
Imagen 28. Motivos decorativos de la cerámica prehispánica en el Valle de Leyva
(Fuente: elaboración Alejandro Bernal V. a partir de los dibujos de Boada et.al 1988)

271
2 cm

Fragmentos de ollas del tipo Desgrasante Arrastrado Grueso

2 cm
2 cm

Tipo Desgrasante Tipo Desgrasante


Arrastrado Grueso Arrastrado Fino
2 cm

Pintura Roja
Pintura Blanca Tipo Desgrasante
Arrastrado Fino variante
Rojo sobre Blanco

Fragmentos de cuencos

2 cm

Fragmentos de copas del tipo Desgrasante Arrastrado Grueso

Imagen 29. Fragmentos de cerámica del período colonial encontrados por Lobo-Guerreo en
Gachantivá Viejo
(Fuente: elaboración de Alejandro Bernal V. a partir de los dibujos de Lobo Guerrero 2002)

272
Imagen 30. Decoración GDT prehispánica
(Elaboración de Alejandro Bernal V. a partir de dibujos de Langebaek 1987a, e imágenes de
http://luckyjor.org/intersito/pagcerammuisca.htm y http://www.banrepcultural.org/node/39081
consultados el 15/03/2015)

Imagen 31. Fragmentos con decoración GDT “contacto”


(Elaboración de Alejandro Bernal V. a partir de dibujos de Ome 2006)

273
Imagen 32. La “cacica” de Sutatausa, el tempo doctrinero y detalles de las pinturas internas.
(Fuente: elaborada por Alejandro Bernal V. a partir de las fotos de Martínez Celis 2008)

274
Imagen 33. La “momia de Pisba” y dos de los elementos que hacen parte de su
ajuar: el “tunjo” que representa a una momia y el poporo adornado con cuentas de
vidrio.
(Fuente: elaborado por Alejandro Bernal V a partir de las imágenes de Museo del Oro y UCL 2013)

275
CONCLUSIONES

Esta tesis se encaminó a entender los cambios políticos entre los cacicazgos
nativos y las transformaciones de la identidad étnica en los comienzos del período
hispánico en una región de los Andes Septentrionales. Se trató de una aproximación
investigativa que usó datos de los períodos prehispánico y colonial extraídos de
informes arqueológicos, de fuentes coloniales y de la historiografía. El caso analizado
fue el de las comunidades muiscas en el Altiplano Cundiboyacense en el siglo XVI y las
primeras décadas de la siguiente centuria, período durante el cual la encomienda se
consolidó como la institución colonial que estructuró las relaciones políticas, sociales y
culturales entre indígenas, colonos, iglesia y estado colonial en el centro del Nuevo
Reino de Granada. Las preguntas que guiaron la investigación fueron: ¿cómo se
transformó una identidad muisca en una indígena a comienzos del período colonial?, y
¿cómo se desarrollaron los cambios internos en el poder político de las comunidades
originarias del altiplano el contexto de la dominación hispánica en el siglo XVI?

Se sustentó, a lo largo de los capítulos, que una de las cuestiones fundamentales


para poder responder las preguntas de investigación es que las relaciones entre
“colonizados” y “colonizadores” se deben entender como una “encrucijada colonial”.
Con esto se quiere expresar que el poder y la dominación de tipo colonialista generan
siempre un amplio y enrevesado espectro de vínculos, rechazos, negociaciones,
adaptaciones y aceptaciones entre todos los agentes involucrados la dinámica colonial.
Estos nudos y confluencias coloniales que se manifiestan en un variado conjunto de
situaciones, espacios y objetos, terminan por resquebrajar la intención inicial de las
“metrópolis” y su sectores gobernantes de crear una sociedad colonial “dual” compuesta
por un grupo, los “dominados”, o “subalternos” si se quiere, que trabaja y entrega sus
bienes materiales para el mantenimiento, tanto del grupo “hegemónico” y “dominante”
que vive y administra el espacio colonial, como del estado, el gobierno y la nación que
lo controla.

Las llamadas “estructuras coloniales” no pueden entenderse como bloques


monolíticos y regulares. Producto de la confrontación y confluencia de varios intereses
y utopías, éstas están llena de fisuras y poros por los que los sujetos “coloniales” tratan,

276
en ocasiones de forma exitosa, de encontrar la solución tanto de los impases cotidianos
como del pago de un salario, y de asuntos en el mediano y el largo plazo, que se pueden
ejemplificar en las querellas contra un administrador o incluso con la expulsión
definitiva de una institución colonial. Así mismo, estas acciones moldean las distintas
facetas que toma cada experiencia colonial en su propio desarrollo e historicidad.
Acorde con la argumentación que se manejó en esta tesis, el estudio de lo “colonial” no
puede ser sólo el análisis de cosas y hechos que ocurrieron en una fracción de tiempo
llamado el “período colonial”. Tampoco cabe su caracterización como el resultado de
un “encuentro cultural” en el que, producto de un desconocimiento absoluto de los
códigos culturales y lingüísticos entre dos sociedades, se produce una situación de
imposición de la cultura “occidental” (sensu “europea”) sobre la de un “otro” indígena.

La “aculturación” es un concepto que puede resultar inadecuado para el análisis


del cambio sociocultural en situaciones de dominación colonial. Si bien su uso como
categoría analítica pone de manifiesto que en contextos coloniales hay siempre una
relación política, social y cultural dirimida en líneas asimétricas entre “colonizados” y
“colonizadores”, una de las principales falencias es su incapacidad para reconocer que
el poder y la dominación colonial fueron contestados, negociados y resistidos de forma
activa por aquellos actores que los sufrieron. Además, cuando se asume que un grupo
humano fue “aculturado” se pierde de vista que las situaciones de “contacto” son el
aliciente para la génesis de nuevas categorías sociales, manifestaciones culturales y
relaciones de poder. Es por esta razón que el estudio de los cambios internos dentro de
las estructuras políticas de los grupos “colonizados” y la aparición de unas identidades
étnicas, sociales y culturales diferentes a las que existían antes del momento del
“contacto” son cuestiones relevantes para entender las dinámicas del colonialismo.

Sin duda, desde el siglo XV las naciones del occidente europeo desarrollaron un
tipo de dominación política e ideológica sobre buena parte del globo terráqueo que ha
estado encaminada a la extracción de materias primas y riquezas; que se fundamenta
ideológicamente sobre la suposición de una superioridad “moral” y de “civilización” del
“colonizador”; y que se sostiene sobre la base del máximo aprovechamiento posible del
trabajo y los recursos de los grupos “colonizados”. Para controlar y ordenar los cuerpos
y los espacios en “ultramar”, las potencias coloniales aplican toda una gama de

277
tecnologías de poder y aparatos disciplinares. Pero también, cada uno de aquellos
pueblos y grupos humanos que han sido “sometidos” y “oprimidos” en las empresas
coloniales europeas le han planteado constantemente una contracara al poder colonial y
la dominación, y han contestado a los desafíos de la sociedad y la cultura de quienes los
“someten” y “oprimen” mediante el despliegue de múltiples estrategias. De esta manera,
el ideal de la sociedad “hegemónica” de tener un mundo obediente y silenciado se ve
siempre postergado. Por esa razón cada situación colonial, como es el caso de los
cacicazgos muiscas del Nuevo Reino de Granada en los siglos XVI y XVII, es tan rica
en matices, experiencias y manifestaciones.

Uno de los marcos teóricos y conceptuales utilizados para el análisis del poder y
la identidad en las comunidades muiscas en los comienzos del período hispánico fue el
modelo de los “sistemas sociotécnicos”. Esta escogencia se debió a que la propuesta de
Brian Pfaffenberger tiene una mirada social a la producción y consumo de objetos, a la
par que propone que en las relaciones establecidas entre grupos sociales para la
producción material se presenta un “drama tecnológico”, entendido éste como una serie
de juegos de poder en los que se generan tensiones, negociaciones y rechazos. Las
relaciones sociales entre los componentes del sistema que generan respuestas y contra-
respuestas están imbuidas en procesos de “regularización”, “ajuste” y “reconstitución”
tecnológica. Vista esta síntesis del marco teórico utilizado cabe la siguiente pregunta:
¿qué resultados de investigación de esta tesis se pueden mostrar para sustentar la
pertinencia del modelo de Pfaffenberger para analizar el ejercicio del poder colonial
español en el territorio muisca?

El escenario donde se manifestaron los actores del “drama colonial” que analiza
esta tesis es un espacio del septentrión andino con un telón en el que se pueden apreciar
una serie de verdes y amplios valles que deslumbran al visitante que llega por primera
vez. Sin embargo, una vez que éste telón se levanta, hacen su aparición unas severas
condiciones climáticas y pluviométricas. El manejo de este espacio para las
producciones agrícolas exige una serie de conocimientos prácticos sobre los suelos, los
meses de mayor o menor intensidad de las lluvias, y las variaciones verticales y
horizontales del frío y la sequía. Ese conocimiento lo habían adquirido los muiscas
luego de una presencia en los valles y altiplanicies de la Cordillera Oriental colombiana

278
que puede datar de al menos un milenio. Uno de los nudos del “drama colonial” en el
norte de los Andes está en que la presión que la dominación española ejerció sobre las
unidades políticas de tipo cacical, como es el caso de los “señoríos” muiscas en el
momento del arribo de las huestes españolas en la década de 1530, no puede entenderse
únicamente como un descarnado control sobre la mano de obra para beneficio del
imperio.

Hay que tener en cuenta que al menos en la fracción del período hispánico
analizado en las páginas anteriores, la inversión española en tecnología agropecuaria fue
muy precaria -por no decir nula-, con el agravante que la sociedad española
“colonizadora” heredó de la sociedad “conquistadora” que la origina, una mentalidad
concentrada en valores cercanos a la hidalguía, el honor, y el servicio a Dios y al rey,
pero alejados de la generación y aplicación de conocimientos prácticos para el manejo
del campo y los cultivos. Por lo tanto, el conocimiento que las comunidades originarias
del Altiplano Cundiboyacense tenían del medio ambiente era fundamental para la
empresa colonial. Sin los saberes y prácticas agrícolas de los muiscas, la sociedad
española era totalmente vulnerable a las condiciones de ecología tropical de montaña y
alta montaña.

No está de más recordar lo anotado en el capítulo 2 en el sentido que en esta


parte de los Andes las lluvias tienen mucha fuerza e intensidad durante seis o siete
meses en cada ciclo anual y el tiempo restante, si bien es considerado como “seco” hay
ocasionalmente días muy lluviosos, lo cual tiene relación con los niveles de saturación
de agua en el suelo y sus efectos sobre las siembras, las cosechas y la cría de animales.
También hay oscilaciones importantes de temperatura entre el día y la noche durante
prácticamente todos los días del año, siendo más extremo en los meses de menor
pluviosidad. Por consiguiente, hay que tener un conocimiento adecuado del momento en
el que ocurren las heladas para poder sembrar o cosechar. Estas características del clima
altiplánico y sus efectos sobre la agricultura se aplican tanto para los productos
americanos como el maíz y la papa, como para los foráneos como la cebada o el trigo.
De esta manera, el problema de la mano de obra para cultivar y segar los productos que
requerían las casas de las familias encomenderas o los mercados de las incipientes villas
españolas no se reducía solamente a su disponibilidad. El control sobre los cacicazgos y

279
capitanías muiscas se enfocó también a garantizar un contingente de familias
trabajadoras que continuaran con la ocupación de un espacio que conocían y al cual
estaban adaptados, y que además supieran manejar la agricultura con las condiciones
climáticas descritas.

En buena medida, la encomienda fue una de las instituciones que inicialmente


hizo mover el “sistema sociotecnico” en el Nuevo Reino de Granada en el siglo XVI y
parte del XVII. La importancia de la encomienda neogranadina en el período colonial
temprano radica en que, adicional al hecho de haber sido la principal fuente de
recolección de tributo indígena, sirvió como el primer método de control y vigilancia
sobre la población. Visto desde la perspectiva del modelo teórico de Pfaffenberger,
sobre la encomienda recayó buena parte del proceso de “regularización” tecnológica.
Incluso cuestiones que en apariencia se muestran contrarias a los intereses de la
sociedad encomendera del Nuevo Reino como los procesos de urbanización de la
población indígena y de evangelización, comenzaron apoyándose en dicha institución.

Si bien el impacto sobre las tierras indígenas no fue un factor de presión en el


período analizado, cuando las haciendas hicieron su aparición en el altiplano en el
amanecer del siglo XVII, estas requirieron de peones y trabajadores asalariados. Para
ese entonces la encomienda ya había intentado regular un cuerpo de peones para las
faenas agrícola y la cría de ganados de origen europeo. Estos aspectos, aunque estaban
prohibidos en el papel y la ley, pocas veces fueron respetados por los encomenderos.
Pero independiente que los encomenderos siguieran la máxima de “obedezco pero no
cumplo”, introdujeron en los cacicazgos y capitanías muiscas la idea del salario y la
remuneración, lo cual a su vez implicaría cambios en la concepción misma del trabajo
entre los indígenas y las relaciones entre los caciques, los capitanes y las unidades
domésticas.

Evidentemente, con el transcurso de las décadas, la cristianización de los


muiscas y su reducción a una “civitas” de inspiración hispánica se convertirían en parte
de la estrategia de los monarcas ibéricos y la Real Audiencia para despojar del poder a
los encomenderos del Nuevo Reino, como se hizo palpable en las reformas de la década
de 1590 analizadas en el capítulo 6. Pero, también es cierto que inicialmente se requirió
de las encomiendas y su control sobre la población para impartir los primeros

280
rudimentos del dogma católico entre los indios en las “doctrinas”, y para restringir la
movilidad de las familias muiscas por toda la región altiplánica. En el largo plazo este
aspecto terminó por reducir la territorialidad de las unidades políticas a un espacio
demarcado por el “pueblo de indios” y ordenado a partir de elementos como la iglesia,
la plaza y las tierras comunales indígenas, que en el contexto neogranadino recibieron el
nombre de “resguardos”. Tener a la población indígena restringida a un espacio fijo fue
una necesidad de primer orden dentro del sistema ya que esto garantizó el posterior
acceso al corpus de trabajadores asalariados encargados de la producción agrícola y
minera.

Como se mostró en el capítulo sobre el orden espacial colonial y los


instrumentos de control, disciplina y castigo aplicados sobre las poblaciones indígenas
del altiplano, las relaciones de poder dentro de la sociedad hispánica cambiaron en el
ocaso del reinado de Felipe II. En primer lugar, por un viraje de la política fiscal y
administrativa de la monarquía. En segundo lugar, por una crisis demográfica indígena
que debilitó a muchos encomenderos y obligó a maximizar un recurso económico
escaso para el beneficio del estado colonial y otros sectores sociales diferentes al
encomendero. Y en tercer lugar, por la aparición de nuevas actividades económicas
como la minería y las haciendas.

Sin embargo, gracias a las antiguas encomiendas y los réditos económicos para
algunas de las familias que las gozaron, para el amanecer del siglo XVII se había
consolidado una elite española y criolla en las principales ciudades españolas del
altiplano cuyos poderes vascular y tentacular simultáneamente impregnaron y abrazaron
muchos de los poros internos y facetas externas creados en el mundo colonial en el
centro de Andes neogranadinos. El ejercicio del poder encomendero se facilitó y
extendió gracias al nepotismo, el matrimonio y las vías de hecho; aspectos que
garantizaron entre las décadas de 1540 y por lo menos hasta la de 1650 la dilatación de
las acciones de los oidores y presidentes de la Real Audiencia en su contra; la
participación en las instancias de representación política de los colonos como eran los
cabildos; y la vinculación con nuevas formas de generación de la riqueza como el
comercio, la minería y las haciendas. Por estas razones es que se argumenta en esta tesis

281
que la encomienda fue la institución española que reguló el “sistema sociotécnico”
colonial en el Nuevo Reino de Granada durante su etapa inicial.

Sin embargo, la encomienda no explica por sí sola el funcionamiento del


“sistema sociotécnico” neogranadino en el siglo XVI y las primeras décadas del XVII,
esta fue solo su cara ibérica. La “regularización” del sistema no hubiera funcionado de
haber faltado una contraparte muisca. Los cacicazgos y capitanías, y los psihipquas y
tybas como sus líderes, facilitaron -evidentemente no siempre de forma voluntaria- los
temas sobre los que recaía el interés inicial de la presencia española en el norte de los
Andes: la organización del trabajo, la congregación de las familias y unidades
domésticas en un territorio fijo y la recolección de los tributos o “demoras”.

Sobre los cuerpos de los caciques y los espacios de ejercicio del poder cacical
fue desplegada toda una estrategia de “teatralización de la violencia” en los aciagos
años de la conquista como método de intimidación y sometimiento. Pero, tal como
ocurrió en otros lugares de Hispanoamérica, con el tiempo al sistema colonial no le
quedó más que permitir la existencia de las unidades políticas nativas y delegar muchas
de cuestiones relativas al gobierno de los indios en los antiguos psihipquas o en los
nuevos caciques que fueron haciendo su aparición conforme fue transcurriendo la
ocupación y la dominación colonial. De esta forma se generó una interdependencia
entre los encomenderos -y en ocasiones las pocas encomenderas que existieron en el
siglo XVI- con los caciques y los capitanes. Sin el entendimiento con estas figuras, el
sistema de las encomiendas en el Nuevo Reino de Granda no hubiera podido funcionar
dado que sobre estos personajes estaba la movilización de la mano de obra en tiempos
prehispánicos.

En lo que respecta a la política interna de las comunidades, una de las


principales consecuencias fue la alteración de las relaciones que establecían los caciques
con los capitanes y los grupos familiares, y principalmente aquellos vínculos sociales
que se generaban y mantenían por medio del ceremonial y la circulación de bienes. En
otras palabras, en el proceso de “regularización” está parte de la explicación del fin de
las organizaciones cacicales del Altiplano Cundiboyacense de origen prehispánico. La
gestación de unidades políticas y sociales indígenas de tipo “colonial” en los inicios del
período hispánico obedeció también a un proceso de “ajuste” en el cual los capitanes y

282
caciques re-direccionaron su liderazgo y autoridad en aras a satisfacer un frente español
y otro indígena.

Esta nueva categoría de autoridades indígenas coloniales se relaciona con varios


procesos. Por un lado, con la obligación impuesta por el sistema colonial de responder,
tanto por la producción de bienes agrícolas y manufacturados, como por su localización
en los flujos de tributación dirigidos al mantenimiento del encomendero y su familia, los
frailes y la conversión, y la Real Hacienda. También hay que tener en cuenta que las
cabezas de los “señoríos” muiscas del Altiplano Cundiboyacense se vieron
recompensados y reconocidos por la sociedad española. Tal como se evidencia en el
ejemplo largamente analizado en el capítulo 5, la conservación del cacicazgo se daba en
la medida en que los jefes lograran demostrar, al menos en el ámbito público, su
conversión al catolicísimo y su disposición a servir como instrumentos de la muy
apreciada “vida en policía” que buscaba el sistema colonial y cuyos instrumentos de
vigilancia y control fueron descritos y explicados en el capítulo 6. Es decir que el
sistema esperó de los antiguos psihipquas y sus sucesores coloniales un “buen ejemplo”
que debía ser seguido por el resto de la comunidad.

En la cara muisca de la moneda, ser líder implicaba también cumplir con la


expectativa del común de la población indígena. Esta esperaba que sus autoridades
fueran capaces de interpelar con las instancias que representaban la dominación para
alivianar, así fuera de forma momentánea y de corto plazo, la dura situación que se
vivía. Es posible que parte de las habilidades que adoptaron los caciques del altiplano
para su supervivencia como “buenos líderes” en el período colonial temprano fuera su
destreza en el uso de una de las herramientas e instrumentos coloniales con más carga
ideológica como fue la legislación indiana y toda la parafernalia y retórica legal del
sistema jurídico español. Nótese con esto la complejidad que revisten las situaciones
coloniales generadas por la dominación de las potencias europeas y la poca utilidad del
“contacto cultural” como estrategia analítica. El colonialismo genera relaciones en el
mediano y el largo plazo que se escapan al esencialismo culturalista que hay detrás del
“encuentro con el otro”.

La posición de bisagra entre el mundo del “colonizado” y el “colonizador” ubicó


a las autoridades indígenas, tanto las tradicionales como las creadas por el sistema, en

283
los sinuosos caminos de la intermediación cultural y de los cuales no siempre lograron
salir de forma exitosa. Todos estos aspectos del “ajuste” tecnológico determinaron, en
parte, la alteración de los vínculos sagrados y cotidianos que fortalecían la posiciones de
liderazgo, poder y autoridad de los caciques en cada una de sus respectivas
comunidades. Esta es una de las facetas del “dilema de liderazgo” de los caciques que la
historiografía colonial andina ha señalado en varias ocasiones y que la presente tesis ha
documentado para el caso de los muiscas de las tierras altas de la Cordillera Oriental
colombiana.

En términos del símil con la representación teatral que se ha utilizado en estas


conclusiones, la transformación del psihipqua y el tyba en cacique y capitán colonial es
quizás uno de los actos más complejos del “drama colonial”. Pero como episodio de
desenlace, desde el interior mismo de las comunidades indígenas en plena
transformación es en donde se puede ver el origen de los procesos de “reconstitución”
tecnológica, entendiendo por tal una dinámica de inversión de las implicaciones de la
“regularización” y el “ajuste” tecnológico por medio del desarrollo de una “anti-
significación” para negar o reversar las implicaciones políticas del sistema dominante.
Es en esta dinámica en donde se puede insertar el tema de la identidad que esta tesis
intentó documentar y analizar.

Es necesario resaltar un aspecto importante del tema de la identidad que se


mencionó en el Capítulo 1, y es que en la dinámica de la etnogénesis y la creación de
otras formas de identidad, las relaciones de poder están siempre presentes. Las
identidades, cualesquiera que éstas sean -clase, genero, étnica, etc.- son el producto
tanto de un proceso de interiorización de símbolos que se producen en la cotidianidad y
la ritualidad del grupo o colectivo social, como de aquellos que son construidas por un
grupo externo con el cual se tiene una relación. De esta manera, un grupo proyecta de sí
mismo, tanto la propia concepción de su sentido del mundo, como su respuesta a los
símbolos que desde el exterior se generan sobre los individuos que componen dicho
grupos o colectivo y las relaciones sociales entre éstos. En el contexto del modelo
teórico de las implicaciones y sentidos sociales de la producción material y los sistemas
tecnológicos planteados en el primer capítulo, la identidad, o mejor aún, la gestación de

284
nuevos sentidos de ésta, está relacionada con la “reconstitución” tecnológica y la “anti
significación”.

Acorde con lo descrito y analizado en los capítulos precedentes, el sistema


colonial esperaba de las comunidades indígenas del Altiplano Cundiboyacense unos
símbolos que demostraran la obediencia al rey y los representantes de la dominación
colonial en el territorio, el comportamiento como “buenos” cristianos, y más importante
aún, su disposición para servir como una “pieza” útil para el trabajo y el pago de los
impuestos. Para lograr esto, desde el momento mismo de la conquista en la segunda
mitad de la década de 1530, el sistema intentó fijar en los cuerpos, las almas y en el
territorio mismo de los muiscas los signos de la dominación española mediante en el
terror, el miedo, el castigo, la vigilancia y la disciplina.

Visto desde esta perspectiva, dentro de los muchos sentidos y explicaciones que
se le pueden dar a cuestiones como los azotes, el despojo de narigueras y adornos, el
corte de cabellos, el uso de cerdos para destruir casas y cultivos, la destrucción de los
“santuarios” y la quema pública de sus “ídolos”, y aún del repique de una campana en
lo alto de una capilla “doctrinera”, está el de la “ortopedia social” que se aplicó para,
según un mitrado de la época, “raer de la tierra totalmente la memoria” de los muiscas
y así transformarlos en indios e indias que trabajaran “para que el comercio no se
pierda y los mantenimientos halla en abundancia” como lo anotaba el oidor Miguel de
Ibarra en sus “ordenanzas”. Los procesos de “reconstitución” y “anti-significación”
dentro de las comunidades indígenas del altiplano consistieron en la respuesta a estos
símbolos y procedimientos mediante el replanteamiento de aspectos prehispánicos que
lograron sobrevivir a las coyunturas que se fueron presentando a lo largo de los
primeros decenios de dominación colonial, o que conscientemente decidieron conservar
como parte de una estrategia de resistencia.

El mestizaje, que en el contexto particular de esta tesis es entendido en una


dimensión cultural más que biológica, fue posiblemente la estrategia de
“reconstitución” elegida para sobrevivir y contestar al sistema. Una de las
características más conspicuas del ser mestizo es que al ocupar muchos sectores
intersticiales entre lo “indígena” y lo “español”, su comportamiento y proyección de
símbolos hacia el exterior eran imposibles de clasificar dentro de los esquemas de

285
categorización racial, étnica y de pigmentación de la piel de la sociedad española.
Además, permitía presentarse de formas distintas en los ámbitos público y privado sin
comprometer la visión que se tenía de cada individuo en ambas caras del problema.

Uno de los temas en donde se pueden apreciar estos procesos es la creación de


una religiosidad popular. En el capítulo 7 se indicó que durante las primeras cuatro o
cinco décadas que siguieron a la conquista la presencia de frailes en los pueblos era muy
escasa y ocasional en muchos de los pueblos del altiplano, y se presentó evidencia que
permite apreciar que muchas veces la “doctrina” y los “catecismos” eran impartidos por
muchachos de la propia comunidad o por los únicos bautizados del pueblo como los
caciques y uno que otro capitán. Y esta introducción de los contenidos de las doctrinas
debía ser en todo caso muy superficial. No se cuenta con descripciones de ningún tipo
sobre la forma en que indígenas del altiplano con un escaso conocimiento del castellano
y prácticamente analfabetas lograban, no solo la aprensión de los principios que rigen el
dogma cristiano, sino también los mecanismos de catequesis a sus familiares y gente
cercana. Sin embargo, la ausencia de documentos no impide realizar un ejercicio de
imaginación sobre ese tipo de escenas y sobre la recombinación y reelaboración de
elementos muiscas y cristianos a los que daba lugar. Téngase en cuenta que la oralidad
medió en todo esto, y seguramente en las esporádicas catequesis hechas por los escasos
frailes, o por los pocos catequizados dentro de los pueblos, las imágenes de santos,
cristos y vírgenes fueron explicados en términos que los indígenas pudieran entender.
Nótese por ejemplo, como en las adoraciones coloniales a las vírgenes católicas se
observan relaciones con elementos y sectores del paisaje con cargas de género femenino
como las lagunas y el agua.

Ahora bien, una vez hechas la síntesis sobre las coordenadas conceptuales para
entender el colonialismo, y sobre como un modelo que resalta las implicaciones sociales
y políticas de la producción material es útil para analizar los cambios producidos por el
régimen colonial español en el poder político y la identidad de las comunidades nativas
en el altiplano cundiboyancense, es necesario que en estas conclusiones se haga una
reflexión sobre la participación de los objetos, las cosas y la cultura material en los
procesos que componen del “drama tecnológico” que significó la puesta en marcha de
un “sistema sociotécnico” colonial.

286
En primer lugar, el paisaje y el territorio pueden ser considerados partes
integrantes de la cultura material y como agentes importantes en las relaciones de poder
y dominación coloniales, y no son solo el espacio en donde están los objetos y las cosas.
En esta tesis no se piensa en las comunidades y cacicazgos muiscas del período
prehispánico como la versión “ecológica” del “buen salvaje”. En las cuartillas que
preceden a estas conclusiones, pero en especial en los capítulo 2 y 3 se presentan
elementos que permiten hacerse a la imagen de un medio ambiente característico de las
tierras altas de los Andes Septentrionales, también llamados de “páramo”, que pudo
proporcionar el acceso a una variada gama de productos alimenticios y de materias
primas para elaborar manufacturas en niveles adecuados para la reproducción biológica
y cultural de unos grupos con una características demográficas en tamaño de población
y patrón de asentamiento determinadas. Con los datos conocidos hasta la fecha, es
imposible saber que hubiera sucedido con los suelos, las laderas de las montañas y el
cubrimiento boscoso si los muiscas del período prehispánico tardío hubieran tenido otro
tipo de poblaciones o si los valles se hubieran sobrepoblado. Simplemente se quiere
expresar que las unidades domésticas que componían las capitanías de los distintos
cacicazgos muiscas conocían muy bien las características del medio con el que
interactuaban.

Plantear que la representación del paisaje y la concepción del territorio muisca


prehispánico pueda entenderse desde “el punto de vista del nativo” es un esfuerzo que
ciertamente puede caer en la insensatez. Sin embargo, la distribución de algunos
elementos arqueológicos, la comparación tanto de concepciones de espacialidad y el
territorio de algunos hablantes actuales de las lenguas de la familia Chibcha como la de
los campesinos actuales en el Altiplano Cundiboyacense, al igual que los datos
extraídos de fuentes coloniales, pueden dar algunas pistas sobre cómo los muiscas
pudieron haber construido y ordenado la relación simbólica entre elementos del paisaje
en los tiempos precolombinos. Por ejemplo, en el capítulo 2 se mostró cómo una serie
de principios sobre el “arriba” y el “abajo” tienen relación con un orden cosmológico,
político y social de los grupos.

El paisaje y sus componentes físicos y culturales como las lagunas, los cerros,
los entierros y las casas pudieron ser concebidos como entidades vivas que participaban

287
en la reproducción biológica y social de los cacicazgos, y en la construcción de la
identidad étnica y social. Los elementos geográficos y las fuerzas de la naturaleza eran
agentes que se entrelazaban para darle significados sociales al espacio, y así
relacionarse con la historia y la memoria, y con la presencia misma de los grupos a un
territorio. Si bien en el capítulo 3 se manejó la idea que tal vez el manejo en singular de
una “identidad muisca” prehispánica no sea posible, prácticas sociales como el
matrimonio y la circulación de bienes permitían la conexión, bien sea de los territorios
de cada unidad sociopolítica del altiplano, o la de un territorio “común” en el altiplano
con regiones allende los páramos y las sierras, como los llanos y el valle del Magdalena.
Esto seguramente fortaleció los procesos de fijación de espacios “propios”, “ajenos” y
“comunes” que son fundamentales en los juegos y dinámicas que constantemente
definen y redefinen la identidad de los grupos.

En lo que respecta al territorio y el paisaje como partes constitutivas de la


cultura material que entró en el juego del sometimiento colonial a la población indígena,
las huestes conquistadoras consideraron que el Altiplano Cundiboyacense era una
especie de paraíso perdido ocupado por una gente servil que con un poco de esfuerzo
podía convertirse en mano de obra útil, y al que tenían derecho de gozar luego de una
“gesta heroica” por unos parajes poblados por “bestias” y gentes “salvajes”. El disfrute
español del paraíso puso en confrontación concepciones del espacio diferentes que en el
largo plazo terminarían por cambiar muchas de las relaciones que establecían los
habitantes del altiplano con los elementos de la naturaleza y la alteración de muchas de
las prácticas sociales que le daban sentido al territorio.

Uno de estos cambios se presentó por ejemplo, con la puesta en práctica de una
utopía evangelizadora que convirtió a las lagunas, cerros y espacios naturales de los
“santuarios” como el teatro de operaciones de Lucifer y su ejército de demonios para
tener engañados a los indios y enseñarles la adoración de sus “falsos ídolos”. Es decir,
distraerlos en la organización de sus tiempos para asistir a las doctrinas y laborar en los
campos, de la misma manera en que, por utilizar una frase del período estudiado, “se
hace en los reinos de Castilla”. También, y de esto eran plenamente conscientes
algunos representantes de la alta jerarquía de la iglesia católica como se mostró en los
capítulos 2 y 6, porque estos espacios eran uno de los pivotes de apoyo de la memoria y

288
una identidad “gentil” de los indígenas. Para ganar la batalla, tanto los frailes como la
primera línea de ofensiva del sistema, como la administración civil y eclesiástica en su
retaguardia, ubicaron allí crucifijos, vírgenes y templos doctrineros, y destruyeron
físicamente los “santuarios”, acción que entre otras cosas, estaba también destinada a
acaparar para el sistema colonial los “tesoros” que allí dejaban las personas por
“inducimiento” del diablo. La lucha contra la “idolatría” indígena tuvo también un
importante componente de des-territorialización de la memoria indígena y del que se
encuentran muy pocas referencias en la historiografía del período colonial.

Según se mostró en varios capítulos de esta tesis, parte del botín de la guerra
contra Satanás y sus huestes estaba compuesto en su mayoría por los “tunjos” de oro y
otros metales que se fabricaban en tiempos prehispánicos como ofrendas destinadas a
rogar por favores a las deidades o para mediar con las fuerzas de la naturaleza y lograr
el éxito en una cosecha o en alguna otra empresa, y que eran dejados en lugares
específicos del paisaje. Para los indígenas, los lugares lacustres y montañosos, es decir
componentes activos del “arriba” mencionado en el capítulo 2, se convirtieron luego de
la llegada de los españoles en espacios desde los cuales pudieron resistir de varias
formas. Es posible que la demonización que hicieran los españoles de estos sectores en
lo alto de las montañas del altiplano creara entre ellos la idea de un espacio vedado para
un cristiano y en donde el orden español estaba alterado o invertido. El miedo y terror
fueron aprovechados por los indios para mantener un terreno marginalizado del dominio
colonial. Hoy en día, los campesinos del altiplano creen que los páramos y las partes
altas de las montañas poseen características de “bravura” que se puede volcar sobre los
hombres si se alteran una serie de principios y equilibrios. También se relaciona con la
huida de los nativos a las “sierras” que nombran las crónicas sobre la conquista como
método de enfrentar el avance de los grupos de españoles en los fondos de los valles.
Otro tipo de resistencia relacionada con el paisaje fue la continuación de la práctica de
realizar ofrendas en cuevas y páramos con objetos fabricados de forma soterrada luego
de iniciado el periodo colonial. Uno de los ejemplo más impactantes de la continuación
dichas prácticas indígenas como forma de resistencia es el caso de la “momia de Pisba”
mencionada al final del capítulo 7.

289
Esta momia, los “tunjos” -“ídolos” en la denominación castellana del período-,
la reconfiguración de los páramos y los pináculos de las sierras como componentes del
paisaje y el territorio, hicieron parte de la estrategia de producción de “contra-
artefactos” característica de los procesos de “reconstitución” y “antisignificación” que
definieron el “drama tecnológico” del período colonial temprano en el Altiplano
Cundiboyacense. Pero también en el mundo de “abajo”, y donde los actores del mundo
colonial actuaron con mayor prolijidad y dramatismo, otros bienes de la cultura material
hicieron parte de los juegos de respuestas indígenas a las relaciones del poder y la
dominación. Este es el ejemplo del mantenimiento de formas cerámicas y técnicas
decorativas como el tipo GDT que se mostró en los capítulos 3, 5 y 7. En el caso del
consumo y fabricación colonial de esta cerámica por parte de los indígenas del altiplano,
se trata de una asociación con la producción y toma de la chicha, es decir con la
celebración de festejos y aquellas otras prácticas que los españoles prohibieron por estar
asociadas a las “borracheras”. Esta situación de celebración de festejos indígenas
atados a la tradición prehispánicas es evidenciada tanto en contextos domésticos
españoles en la “ciudad letrada”, hecho atestiguado por la arqueología histórica
practicada en el centro urbano del Distrito Capital de Bogotá (antigua Santafé), como en
espacios de la “república de indios” según algunos reportes arqueológicos fechados
dentro del período colonial.

Uno de los objetos materiales analizados en esta tesis en donde quizás se pueden
contemplar los virajes coloniales de los sentidos y significados de las prácticas sociales
indígenas, además de haber participado de forma muy activa en las relaciones entre
agentes humanos y no humanos que hay en toda relación tecnológica, fueron las mantas
de algodón. En el período prehispánico los textiles fueron tejidos, decorados,
intercambiados y regalados como parte de una compleja circulación de productos, y en
donde ofrecer y ser generoso eran los conceptos claves de una economía política
encaminada a establecer alianzas y amistades entre unidades familiares y políticas como
eran las capitanías y los cacicazgos. También fueron bienes materiales esenciales en la
identidad de las unidades sociales como se sugirió en el capítulo 5. En el período
colonial las mantas se convirtieron en medio de pago para transacciones comerciales y
como uno de los bienes por excelencia en que eran tasadas las comunidades indígenas
que quedaron adscritas a una encomienda. Al finalizar el siglo XVI se reguló

290
definitivamente el trabajo asalariado para los indígenas, y en esto las mantas fueron
artículos imprescindibles al quedar convertidos en un medio de pago, una fuente de
riquezas para algunos caciques y en las únicas posesiones materiales que testaban los
indios e indias que trabajaban en las ciudades coloniales.

Sin embargo, no todos los textiles de algodón de raigambre indígena estaban


permitidos por el sistema colonial. Aquellos asociados al mundo religioso de los
muiscas, como las matas negras, fueron prohibidos como parte de la lucha contra la
“idolatría”. En este sentido, no dejará nunca de llamar la atención el paradójico hecho
señalado en el capítulo 7 que en una iglesia colonial del altiplano construida durante el
período colonial temprano por los caciques del pueblo, y que estaba destinada a ser un
centro de conversión al catolicismo, se hubiera pintado a una indígena en posición de
devoción, con un santo rosario entre las manos y ataviada justamente con el tipo de
manta que estaba prohibido por las autoridades coloniales.

Antes de cerrar estas conclusiones se quiere abrir un espacio para señalar un par
de cuestiones relacionadas con lo que esta tesis planteó hacer y cuyo desarrollo temático
y obtención de datos demostraron que esto tal vez no sea posible. Inicialmente, se había
planteado que la “etnogénesis”, entendida esta como la generación de una nueva
etnicidad muisca se podía entender en espacios alejados de los centros de poder colonial
como las ciudades. Ciertamente hay mucha dificultad para acercarse al mundo “rural”.
Como lo muestran los testamentos, los indígenas en las ciudades españolas tenían, tal
vez, mayor visibilidad y una mayor interacción con la sociedad “hegemónica”, que en la
campiña donde solo era contados muchas veces como “piezas”, lo cual hace que se no
encuentre información sobre muchos detalles de del cambio cultural operado por el
sistema colonial. Por supuesto, queda el recurso de los materiales arqueológicos. Sin
embargo la arqueología histórica desarrollada en ámbitos no urbanos del Altiplano
Cundiboyacense está todavía restringida a una única investigación que fue comentada y
analizada en el Capítulo 7. Esta experiencia investigativa es muy enriquecedora y
proporciona el marco para el comienzo de futuras investigaciones arqueológicas en los
campos de los departamentos de Boyacá, Cundinamarca y sur de Santander que todavía
no han sido alterados por el desplazamiento de la vida campesina y las construcciones y

291
edificios que cada día parecen protagonizar más el espectro visual de los valles y
mesetas.

Para el mundo “rural” se cuenta principalmente con los pleitos en donde a


manera de destellos de luz en medio de un mar de nudos de declaraciones, acusaciones
y descargos aparecen indicios sobre la sociedad indígena del período colonial temprano,
y sobre su interacción cotidiana con el “otro”. A pesar de los vacíos y lagunas que
aporta esta información, en esta tesis se presentan imágenes de la vida colonial que
permiten cuestionarse sobre la validez que puede tener la división rural/urbano para
analizar la vida indígena en los siglos XVI y XVII. Por un lado, para evitar que la mano
de obra viviera “desparramada” por el paisaje, lo que dificultaba la empresa colonial
como se sugirió en varios apartes de la tesis, el sistema tendió a congregar a los
indígenas de la campiña en reductos urbanos que reproducían en una micro escala
algunos símbolos de la jerarquización y los espacios de poder de las ciudades
coloniales. Por otro, las conexiones entre ciudad y mundo rural son visibles en la forma
en que algunos personajes como el cacique mestizo Alonso de Silva llevaba a la Real
Audiencia y los estrados judiciales ubicados en Santafé pleitos de indios que ocurrían en
el campo.

La presencia activa y participante de los indígenas en las ciudades coloniales


muestra que la pretendida división espacial del mundo colonial entre una “república de
indios” que vivían en la campiña y una “república de españoles” que se congregaba en
las ciudades “letradas” no puede ser entendida como una segregación que produjo dos
entidades socioculturales separadas e inconexas. En las fuentes arqueológicas y
documentales se puede apreciar que los indígenas que vivían en Santafé mantenían sus
vínculos sociales y culturales con sus pueblos y territorios de origen. Si bien la división
“dual” del paisaje según la visión española era el ideal buscado para que el sistema
funcionara, las acciones de los hombres y mujeres indígenas a los que intentó
imponérselas hicieron que esta perdiera validez y sentido en el corto, mediano y largo
plazo. Como lo ha señalado la historiografía del período, las dinámicas mismas del
mundo colonial en el altiplano, y entre estas la del mestizaje cultural y biológico,
volvieron permeables las fronteras de las dos “repúblicas”.

292
Ciertamente, las indias e indios que vivieron en los pueblos, campos y ciudades
del Altiplano Cundiboyacense en los siglos XVI y XVII no lograron reversar la
presencia española y la dominación colonial. Esta perduraría por dos siglos más, e
incluso muchas de las instituciones sobre las que se apoyó el sistema y los discursos
coloniales sobre los “indios” con que se legitimó la dominación, tienen sus ecos en el
presente. Sin embargo, con el actuar cotidiano; el conocimiento de los usos y “vicios”
españoles sobre la ley y el orden; y una conciencia selectiva para escoger la utilería
material y simbólica que permitía actuar en las arenas del poder y la resistencia, las
comunidades muiscas fueron activos partícipes en la modulación del sistema, en la
conformación de nuevas formas de habitar el territorio y en gestores de un nuevo
sentido del “ser indígena”. Es decir, fueron actores de primer orden en el “drama
colonial”. Y en ese actuar y trasegar nos dejaron unas huellas materiales para
encontrarlos, reconocerlos y entender su presencia en el curso de la Historia como
sujetos activos y no simplemente como un objeto más de estudio de la etnohistoria.

293
BIBLIOGRAFÍA

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Archivo General de la Nación de Bogotá (AGN) fondos Caciques e Indios y
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