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Los incas demoraron veinte años en la construcción de la ciudad del

Cusco y movilizaron alrededor de cincuenta mil trabajadores. La plaza


principal de la ciudad inca de Huánuco Pampa, al este de la Cordillera
Blanca, tenía una extensión de 19 hectáreas. Es decir, era un enorme
rectángulo de 550 metros de este a oeste por 350 metros de norte a
sur. Para la construcción de la Huaca del Sol los moches emplearon
140 millones de adobes. Y los primeros edificios públicos del mundo
prehispánico aparecieron en una etapa tan temprana como el período
precerámico (2.500 a.C.).

Esta información, entre muchos otros datos, planos e imágenes


aparece en “Ciudad y territorio en los Andes”, un monumental trabajo
del arquitecto y urbanista José Canziani Amico, que cubre más de
cinco mil años de historia prehispánica, desde los tempranos
asentamientos aldeanos de la costa hasta el Tahuantinsuyo. El libro
es la sorprendente constatación de que desde muy temprano los
hombres y mujeres que habitaron este territorio se dieron cuenta de
que si querían vivir en él debían adaptarse a su diversidad. “Nuestros
primeros pobladores desarrollaron una apropiación inteligente del
medio. Aunque parezca paradójico, es algo que nosotros con todo
nuestro conocimiento a veces no establecemos correctamente”, dice
el autor.

“Hay un tema que me parece importante en el detonante del proceso


civilizatorio”, —explica Canziani. “Desde la época de los cazadores
recolectores se domesticó un conjunto amplio de plantas y algunos
animales, y como el territorio no era apropiado para la agricultura, se
empezó a transformarlo. Esto implicó irrigación artificial, traslado de
plantas a nuevos ecosistemas, desarrollo de instrumentos, etc. Un
proceso de especialización muy intenso que derivó en una
arquitectura pública desde el precerámico. Es decir, las condiciones
de nuestro territorio nos obligaron a ser una sociedad compleja”.

Estamos hablando de sociedades primigenias que fueron generando


estilos arquitectónicos diferenciados. Si estaban en la costa se
manejaban con el mar, con los valles, el desierto, los bosques y las
lomas, como el caso de los asentamientos de Huaca Prieta, en el valle
de Chicama o Áspero y Caral, en el valle de Supe. Y si estaban en la
puna, con la caza de vicuña, con el manejo de granos de altura, con la
búsqueda de abrigos rocosos para protegerse del frío, y con la
explotación de canteras para la recolección de piedras.

El barro y la piedra han sido los materiales ancestrales de las


construcciones autóctonas. Sin olvidar la importancia de los elementos
orgánicos, de la caña, la fibra y otros vegetales. Canziani lo explica
así: “cuando la piedra se convierte en el material de construcción por
excelencia, se buscan canteras de materiales específicos, por su
dureza, calidad y color. Tenemos casos muy tempranos en Chavín
donde la calidad del trabajo en piedra es sumamente espectacular”.

En el caso del barro, tenemos también una tradición enorme en la


fabricación de adobes. En un primer momento fueron hechos a mano
de formas muy curiosas: cónicas, como cuñas, u odontiformes, en
forma de dientes. Finalmente, se hicieron con moldes, y las distintas
culturas manejaron este material de manera muy creativa e
innovadora”. Y en cuanto a las formas, las más notorias son las
estructuras piramidales y circulares. “Eso nos acerca a otras culturas
—observa el autor—, esa búsqueda de crear volúmenes nos llevó a la
forma piramidal. En nuestro caso eran plataformas que daban esa
apariencia por el escalonamiento. Por un lado se buscaba erigir una
arquitectura sacra elevada para estar más cerca de los dioses, y por
otro, se tenía la necesidad de crear volumen en el paisaje. Hoy la
Huaca Pucllana parece escondida entre edificios, pero en su tiempo
debió ser impresionante. Hasta ahora la pirámide de la Huaca del Sol,
en Moche, puede verse desde muy lejos. Y si pensamos que estas
construcciones estaban enlucidas con colores llamativos, eran hitos
que creaban elementos de identidad en las comunidades”.

Una característica que Canziani encuentra, sobre todo en las huacas


moches del Sol y la Luna, en la costa norte, es la renovación periódica
de los edificios. Al parecer, estos templos estaban asociados a rituales
calendáricos y debían morir cuando el ciclo terminaba. Por lo tanto,
eran enterrados, y sobre ellos se construía una nueva versión. En el
caso de la Huaca de la Luna se han registrado cinco o seis grandes
períodos, en los que una plataforma de cien metros fue enterrada para
ser construido otro nivel superior —“con una producción de tres a
cuatro millones de adobes”, acota el arquitecto—.

Esta forma de construcción declinó con la aparición del imperio Wari,


que fue el primero en construir grandes ciudades planificadas tanto en
la sierra como en la costa. Sorprende aun hoy una ciudad como
Pikillacta, emplazada en la cuenca de tres valles, al sur del Cusco. Su
emplazamiento es magistral (por ahí pasa ahora el ferrocarril y la
carretera que va al altiplano), y también la rectitud de sus calles y
plazas, ejecutadas sin las técnicas modernas como la topografía o la
fotografía aérea. Esta arquitectura civil se complementaría a inicios del
siglo XV con la aparición del imperio inca.
“Lo que sabemos por las crónicas es que Pachacútec era un gran
arquitecto y fue el gestor de la ciudad del Cusco”, afirma José
Canziani. El inca reedificó la ciudad a partir de la confluencia de dos
ríos. Las calles y pasajes estaban ordenados a partir de una plaza
gigantesca, cuatro veces más grande que la actual Plaza de Armas:
“Un horizonte amplio y abierto”, explica el autor, “que permitía a los
residentes conectarse con el paisaje, con los apus y sus dioses
tutelares”.

El libro nos cuenta cómo muchas de las ciudades andinas fueron


abandonadas o destruidas a lo largo de los siglos, proceso que sería
más radical luego de la Conquista. Desde el siglo XVI aparecerá un
concepto importado de ciudad que muchas veces no ha seguido esos
milenarios patrones de comunión con el medio ambiente y de respeto
por eso que se llama “paisaje cultural”.

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