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La casa de la Virgen María en Éfeso

POR Mariano Nava Contreras

17/12/2022
Si de algo estaba seguro en aquel viaje, es que si llegaba a ir
a Esmirna también iría a Éfeso, porque no podría dejar de
rendir mi pequeño homenaje al viejo Heráclito estando en su
propia tierra. Lo que no sabía es que el paseo también incluía
una visita a la pequeña casa donde, según la tradición, la
Virgen María vivió sus últimos años, murió y subió al cielo.
Sin embargo allí estaba yo, temprano esa mañana de finales
de primavera, subiendo a la pequeña van que salía puntual
del hotel y dejaba la ciudad rumbo sur por la vía del
aeropuerto para después tomar la autopista E-87. Pronto la
ruta estaba atravesando unas suaves colinas sembradas de
olivos bajo un cielo cálido y azulísimo, un paisaje que se me
antojó tan parecido al de Andalucía. “Así que esta es la vieja
Jonia”, pensé con emoción pegado a la ventana, “donde
nació la filosofía, la poesía y la historia”.
Poco más de una hora después estábamos dejando la
autopista para tomar la carretera que conducía al pueblo
de Selçuk, cerca de las viejas ruinas. En realidad, es allí
donde había estado la vieja Éfeso, la de Heráclito. Las
magníficas ruinas que veríamos más tarde, las de las calles
pavimentadas de mármol y la estupenda Biblioteca de Celso,
pertenecían a una ciudad que sería construida mucho
después. La leyenda dice que fue Alejandro el que mandó a
mudar la ciudad, pero fue en verdad su lugarteniente,
Lisímaco de Tracia, que gobernó durante veinte años el Asia
Menor a la muerte del conquistador, cuando se convirtió en
uno de los diádokoi, “sucesores”, y por tanto basíleos, “rey”.
Cuenta Arriano de Nicomedia en el libro primero de
la Anábasis de Alejandro Magno, que cuando el macedonio
expulsó a los persas de Éfeso en el 334 a.C., instauró la
democracia y decretó que el tributo que antes se pagaba a
los persas, en adelante se depositara en el templo de
Artemisa, el monumental Artemision. Fue Lisímaco, pues,
quien mandó a trasladar la ciudad a un emplazamiento más
conveniente cerca del mar e hizo construirle murallas.
Entonces Éfeso se convirtió en el mayor puerto de la costa
oriental del Egeo y conoció una prosperidad que no había
tenido antes ni volvió a tener después.
Fue a esa ciudad cosmopolita y bulliciosa a donde llegaron
Juan y María, huyendo de la persecución desatada contra los
cristianos a la muerte de Jesús. Dice el Evangelio de Juan
que, estando Jesús en la cruz, vio que su madre estaba junto
“al discípulo a quien amaba”. Entonces le dijo a María: “Mujer,
ahí está tu hijo”, y a Juan: “Ahí está tu madre” (Juan 19:26).
Parece que desde entonces Juan y María no se separaron.
Vivieron juntos en Jerusalén y después en Patmos, ya en
Grecia, hasta que llegaron a Éfeso, según cuentan Ireneo y
Eusebio de Cesarea. Ireneo nació en Esmirna y fue discípulo
de Policarpo, obispo de la ciudad, que a su vez fue discípulo
directo de Juan, de quien debió haber escuchado la historia.
Hay sin embargo una tradición que dice que María nunca
salió de Jerusalén, y que fue allí donde murió y de donde
ascendió a los cielos. En todo caso, María desaparece de las
Escrituras a partir de la mención que se le hace en Hechos 1
12:26, cuando permanece en el cenáculo junto a los
apóstoles al regreso de la crucifixión. Sin embargo, en la
Carta Sinodal del Concilio de Éfeso, que tuvo lugar en el año
431, se menciona a “la ciudad de los efesios, donde Juan el
Teólogo y la Virgen Madre de Dios Santa María fue
sepultado”, y el obispo ortodoxo sirio Bar-Hebraeus, afirmó,
en el siglo XIII, que Juan llevó consigo a María a Patmos, y
de ahí a Éfeso, donde trabajó y murió.
Comoquiera, se cree que Juan y María permanecieron poco
tiempo en Éfeso propiamente, y prefirieron vivir en una colina
cercana, la hoy llamada Montaña de los Bulbules, a solo
nueve kilómetros de la ciudad. Se trata más bien de una
pequeña cabaña con una cisterna a la izquierda, situada en la
ladera de la montaña. Allí, en esa pequeñísima casa de
piedra rodeada de un tupido bosque y junto a un manantial,
se dice que vivió María hasta su Asunción, el 15 de agosto de
un año que no puede establecerse con certeza, pero que sin
duda debe situarse a mediados del siglo I. Fue Juan
Damasceno, teólogo y doctor de la Iglesia que vivió en el
siglo VIII, quien hizo popular el relato de la muerte de María.
Cuenta que la Madre de Jesús murió de amor, del deseo
ardiente de estar de nuevo con su hijo (cómo no recordar el
diálogo entre Odiseo y su madre en el Hades). Según Juan
Damasceno, el hecho debió suceder “unos catorce años
después de la muerte de Jesús”. Después de haber
bendecido a todos los discípulos, cerró los ojos, “como quien
duerme el más plácido de los sueños”. Solo Tomás no pudo
llegar a tiempo, sino cuando ya la habían enterrado. Entonces
pidió a Pedro que lo llevara al sepulcro donde yacía María,
“para besar por última vez sus manos”, pero cuando llegaron
estaba vacío, y en lugar del cadáver encontraron “una gran
cantidad de flores muy hermosas. ¡Jesús se la había llevado
al cielo!”.
La casa de María permaneció perdida y sepultada durante
mucho tiempo. A comienzos del siglo XIX, una monja
alemana llamada Ana Catalina Emmerich tuvo unas visiones
en las que se le revelaba su ubicación. Emmerich,
descendiente de una humilde familia de agricultores, tenía un
espíritu profundamente religioso. Hizo sus votos en 1803, a la
edad de veintinueve años, en la orden de las Clarisas de
Münster. De salud endeble, cayó postrada en cama.
Entonces comenzó tener visiones y a salirle unos estigmas en
el cuerpo que sangraban en Navidad y Año Nuevo. Pronto la
fama de su santidad atrajo a visitantes, entre los que se
contaba el poeta romántico Clemens Brentano, quien recogió
sus visiones en dos libros que publicó después de la muerte
de la monja. Ni Emmerich, que sería beatificada por Juan
Pablo II en el 2004, ni Brentano estuvieron nunca en Éfeso,
pero las revelaciones y las detalladas descripciones de su
libro guiaron a dos sacerdotes lazaristas, Poulin y Jung, del
colegio francés de Esmirna, a descubrir y desenterrar la casa
en 1891. Sesenta años después, en 1951, el papa Pio XII
proclamó la casa como “lugar santo” y “lugar de
peregrinación”, privilegio que será después confirmado por
Juan XXIII. Hasta ahora, la casa ha sido visitada por Pablo VI
en 1967, Juan Pablo II en 1979 y Benedicto XVI en 2006.
Sin embargo, estudios recientes han determinado que la casa
que hoy visitamos no es exactamente la que habitó María,
sino una capilla bizantina fechada probablemente en el siglo
XIII, que fue reconstruida con los materiales originales en
1950. Esta capilla fue erigida a su vez sobre una estructura
que data de los siglos VI y VII. Sin embargo, todo apunta a
que el sitio fue ocupado por una villa romana que se remonta
al siglo I a.C., es decir, que debió estar en pie en época de
los apóstoles. A mi no me cabe duda de que se trata de un
lugar sagrado, ya desde los tiempos de la diosa autóctona
Kybele y de la agreste Artemisa, que bendecían los
manantiales frescos y cuyos santuarios se alzaban por la
zona. Hoy el lugar no solo es santo para cristianos romanos y
ortodoxos, sino también para los musulmanes, para quienes
María, Maryam, es la madre de Jesús, Isa Peygamber, uno
de los grandes profetas del Islam. De hecho, mientras toda la
capilla está adornada con motivos cristianos, la pequeña Sala
del Corán, que supuestamente era el dormitorio de María,
esta adornada con versos coránicos. Toda una metáfora de la
veneración que todas las culturas han tenido siempre por la
sublime fuerza de lo femenino.

MARIANO NAVA CONTRERAS

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