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Afirma un historiador que “la historia se nos presenta algo así́ como un inmenso puente de
comienzo y fundamento inciertos, que va construyéndose con la vida de una miríada de
personas y avanza en el vacío en dirección imposible de conocer. En otro plano, y aunque no
conviene llevar demasiado lejos las analogías, existe cierta semejanza entre la historia y el
clima. En los dos encontramos días apacibles y otros de temporales furiosos, imprevisibles salvo
cuando están próximos, y a veces ni siquiera. Ello ocurre también en la vida de las personas”.
Se ha afirmado que “la historia es una empresa en cierto modo imposible: no solo todas las
actividades humanas tienen su historia, también cada individuo”. A esta imposibilidad se une
otro problema, el relativo a como la mayoría de los hechos de la historia quedan sin
documentación ni referencia alguna, y al mismo tiempo los hechos documentados o
referenciados son tantos que absolutamente ningún historiador puede abarcarlos con
profundidad. Única y exclusivamente en los casos en que la investigación histórica dispone de
un material no abundante, sino abundantísimo, de hechos, de inscripciones y de documentos
literarios pueden los historiadores comprender a un pueblo por sus acciones, en otro caso, se
corre el riesgo de una adulteración de la historia, imponiendo o interpretando las realidades
pasadas con los ojos de las ideas, el pensamiento o la mentalidad del siglo XXI.
Vistas las antedichas dificultades, puede afirmarse que para poder estudiar y hacer la historia del
Derecho o la historia de cualquier otra realidad, resulta indispensable poseer una previa noción
de dicha realidad, ya que, de lo contrario, el historiador no sabría qué es exactamente lo que está
buscando en el pasado. Se trataría, entonces, de elaborar un concepto instrumental y provisional
de Derecho:
La historia contiene tantos sucesos, tendencias y facetas simultáneos que privilegiar alguno de
ellos para definirla por el, no deja de entrañar un alto grado de arbitrariedad. La historia del
Derecho es un estudio de realidades pretéritas elaborado con métodos de investigación
concienzudos, rigurosos y críticos. Pero ha de tomarse en consideración que el estudio del
Derecho del pasado no puede, ni debe, tampoco, quedar desgajado del estudio de la propia
sociedad en la que aquél surge, ni de otras realidades anejas como la económica, la política o la
religiosa.
Ahora bien, el historiador-jurista deberá tener un especial cuidado a fin de no trasladar sin más a
épocas pasadas los conceptos jurídicos actuales, sino que, por el contrario, habrá de entender y
exponer, cuidada y sensiblemente, los conceptos jurídicos propios de cada época (lo que suele
denominarse “dogmática jurídica”) sin pretender imponer visiones o categorizaciones
contemporáneas a momentos del pasado.
2. Disciplina de la Historia del Derecho: La Historia de los modos de creación del derecho y la
Historia de las instituciones jurídicas:
El objeto de estudio de la historia del Derecho responde básicamente a dos interrogantes, el
primero, relativo a cómo se ha creado el Derecho a través de la historia; el segundo, relativo a
cuáles han sido las instituciones jurídicas vigentes en cada período histórico. Resulta necesario
precisar, a este respecto, que no se trata de dos partes objetivamente diferenciadas, sino de dos
perspectivas complementarias que, única y exclusivamente, a efectos expositivos se tratan
separadamente.
a) La historia de los modos de creación del Derecho: Hablar de la historia de los modos de
creación del Derecho es tratar de responder a la pregunta sobre quién o quiénes crean Derecho
en cada sociedad. Las normas, ajenas al instinto humano, contrarían la tendencia de cada cual de
imponer sus deseos sin trabas o limitaciones y exigen un poder que garantice su cumplimiento 2.
Y los que, en cada sociedad, crean Derecho en cada momento histórico son los que tienen poder
para ello. En este punto, cabe advertir que el poder político implica violencia, institucionalizada,
pero violencia en todo caso, y como el ser humano no tolera, como norma general, el poder
desnudo, ejercible sólo por la pura violencia o el terror, se requiere además una justificación o
legitimación moral.
Finalmente, hay que señalar que las formas de creación del Derecho hacen también referencia a
las formas que históricamente han adoptado las normas anteriormente mencionadas 3: normas
jurídicas legales, normas jurídicas doctrinales, y costumbres jurídicas, entre otras.
b) La historia de las instituciones jurídicas: En palabras de Tomás y Valiente, “el Derecho actúa
en la sociedad construyendo instituciones por medio de las cuales la sociedad resulta
organizada”.
Puede definirse “institución jurídica” como el conjunto formado por el marco normativo
regulador de las mismas y las relaciones sociales homogéneas, es decir, cómo ha sido la
aplicación efectiva de esas normas jurídicas4.
Las “civilizaciones” son formas complejas de cultura que surgen históricamente tan sólo
hace unos 6.000 años en puntos aislados – Persia, Egipto, China, Israel, Grecia... – que
se caracterizan por:
– La escritura, la cual debió de surgir de las castas sacerdotales, que disponían de más
tiempo, interés y curiosidad por el mundo en general y de las que también proceden las
primeras elaboraciones algo sistemáticas del cosmos, de la medicina, etc., todo ello
mezclado con elementos religiosos, mágicos o misteriosos.
Señala el Profesor José Antonio Escudero que, “al ser lo jurídico un fenómeno de la
vida social, la Historia del Derecho debe remontarse a la formación de la sociedad
misma y, en última instancia, a la propia aparición del hombre. Sin disponer de los
testimonios escritos que el ser humano facilitará luego de sí mismo, propios del
conocimiento histórico, la ciencia moderna se asoma también a las gigantescas edades
de la pre-historia, a fin de rastrear la huella humana en la nebulosa de los tiempos”; por
ello, el conocimiento y una valoración aproximada de las primeras manifestaciones
jurídicas en esa era prehistórica, no puede darse sino en “tales o cuales vestigios, entre
presagios, intuiciones y alguna que otra mínima certeza”.
Tal y como se ha advertido anteriormente, el problema del origen del Derecho coincide
con el problema del origen de la sociedad y del poder político. La pregunta inicial es si
el hombre ha convivido siempre sociedad, y si esas sociedades se han regido por normas
jurídicas respaldadas y aplicadas por el titular o los titulares del poder político.
2.1. Los pueblos hispánicos prerromanos y sus Derechos: una realidad multiforme:
Entre las tribus de Iberia debían de menudear las hostilidades, tal y como parecen
indicar los restos arqueológicos y los testimonios romanos. Realmente, los romanos
tenían a los hispanos por belicosos y explotaron hábilmente su desunión en aras a
conseguir sus intereses geoestratégicos. Sin embargo, de sus empresas, historias,
caudillos, modos de vida, formas de organización social, política y jurídica, así como
religiosidad, sabemos muy poco.
Algunos autores como Martín Gorbea han supuesto una cierta tendencia unitaria, pero
tal tendencia tan sólo podría ser efectuada – como así ha ocurrido históricamente – por
alguna tribu o ciudad con ambición y potencia hegemónica, no habiendo noticia
histórica de que tal cosa hubiera ocurrido en la época.
Tartessos es considerada por los griegos como la primera civilización de Occidente. Las
primeras investigaciones sobre la existencia del pueblo tartésico comienzan con las
indagaciones del historiador, arqueólogo y profesor alemán Adolf Schulten en el siglo
XX2, ya que resulta curioso pero, hasta principios del siglo XX, absolutamente nadie
creía en Tartessos3.
sido una ciudad, un espacio cultural o un reino. Fuera como fuese, Tartessos adquiere
una fama de opulencia sin par, que recogieron los mitos griegos, los cuales así nos lo
han trasladado hasta hoy día.
Según lo que se ha estudiado e ido analizando hasta el momento, parece que la mayoría
de los pueblos prerromanos se hallarían en un estado de naturaleza y tenían un Derecho
casi exclusivamente consuetudinario. De modo excepcional, sin embargo, hay datos que
nos hablan de un paso o tránsito del estado de naturaleza a un estado de sociedad, así
como de un Derecho legal en Tartessos. Así, un estado del historiador romano Estrabón
nos informa que los turdetanos – habitantes de Tartessos – son los más cultos entre los
pueblos iberos, poseen poemas y otros escritos de antigua memoria y también “leyes en
verso, que ellos dicen de seis mil años”, todo ello coincidente con el elevado nivel
cultural de Tartessos.
Esas “leyes en verso, que ellos dicen de seis mil años” son, pues, leyes escritas pueden
identificarse con el conocido con el nombre del “Mito de Tartessos”. En este Mito un
antiquísimo y despótico rey, llamado Gargoris, tuvo, fruto de una unión incestuosa con
su propia hija, un hijo-nieto. Avergonzado de tal relación sexual, Gargoris intentó matar
varias veces a la criatura, pero diversos animales le acogieron y amamantaron. Gargoris
terminó por reconocer al niño como su hijo y lo designó como sucesor suyo. El nuevo
rey, llamado Habis, fue un monarca de tal grandeza, que – cuenta el Mito – como
“sometió a leyes al pueblo incivilizado”, los enseñó también a uncir los bueyes al arado
y a cultivar el trigo, obligó a sus súbditos a comer alimentos condimentados y cocidos,
en vez de carne cruda, y, al mismo tiempo, prohibió que realizasen trabajos de esclavos
y los distribuyó en un total de siete ciudades. Luego, el mito tartésico describe y valora
el tránsito del estado de naturaleza a una especie de estado societario o cultural. El
tránsito se muestra y se plasma en planos, distintos pero correlativos, cuales son:
– En el plano social, se pasa de una organización social salvaje a una en cierto modo
urbana. Quizás, también sería posible aquí incardinar el hecho del paso de un consumo
de alimentos crudos a un consumo de alimentos condimentados y cocinados con fuego.
b) El principio de la personalidad del Derecho y los pactos de hospitalidad y clientela:
En los pueblos hispánicos prerromanos había dos agrupaciones sociales: de una parte, el
grupo familiar, denominado “gentilitas” y, de otra, el grupo local, esto es, el poblado.
Tanto el grupo familiar como el grupo local o, dicho de otro modo, tanto la “gentilitas”
como el poblado, eran agrupaciones sociales comunes a todos los pueblos de la
antigüedad. Y estas agrupaciones sociales, además de ser comunes, eran también
cerradas, en el sentido de que uno era un extraño o, incluso, un enemigo para cualquier
otra agrupación o grupo social. Cada persona estaría sometida únicamente al Derecho
de su grupo o agrupación social, siéndole extraño cualquier otro Derecho, y siendo
considerada a su vez como una extraña para cualquier otro grupo o agrupación.
El principio de personalidad del Derecho significa que el Derecho en cuestión tan sólo
se aplicaba a los miembros de la agrupación o grupo social de que se tratara, y quien no
fuera miembro de las mismas no podía acogerse a su Derecho.
Para hacer menos herméticos cada uno de los círculos jurídicos y poder atenuar
semejantes relaciones de hostilidad, se puso en práctica el establecimiento de pactos
entre los propios individuos, entre un individuo o un grupo, o entre grupos diversos.
Hay que distinguir entre las relaciones de clientela y la esclavitud: en las relaciones de
clientela, la sumisión absoluta no existe, de lo que puede hablarse es de la existencia de
dos personas, interesadas en asumir la una con respecto a la otra (cliente respecto de su
patrono) una relación de dependencia, por el motivo que sea (protección a cambio del
cultivo de una tierra...), mientras que la esclavitud suponía la sumisión absoluta de una
persona a otra (esclavo – amo), de manera que la persona del esclavo podía incluso no
llegar a ser considerado como persona y quedaba totalmente sometido a la voluntad y a
las decisiones de su amo.
1. Introducción:
Juan Iglesias afirma que “mal se puede hablar del Derecho romano sin referirlo al
pueblo que le dio forja. Tanto monta, si aquél y éste se muestran reciamente
unimismados.
Hay horas doradas, brillantes, en la historia romana, con políticos, generales, juristas,
sabios o intelectuales de varia condición y hombres de alto poder económico, pero todos
ellos han relumbrado gracias al laboreo de seres anónimos a los que no fue ajena la idea
de servir voluntaria y decididamente a la obra de civismo que puso en pie a Roma. De
civismo fraguado en el seno de la familia – “pusilla res publica”1 –, a golpes de
“educatio”, y en servicio constante del Estado; de civismo cimentado en cabal
entendimiento de la Política, en cuanto arte de hacer nación y, precisamente, por el
privilegiado instrumento del Derecho”.
La clave para el estudio de la historia de Roma, así como del carácter y espíritu
romanos, radica en la mentalidad del campesino y del soldado, pero no por separado,
sino unidos, conformando la especie – por así decirlo – del “soldado-campesino” o del
“campesino- soldado”. El campesino que labora la tierra para poder comer y el soldado
que defiende la tierra para poder subsistir.
Las estaciones del año no esperan al hombre, por lo que el destino del campesino es el
de un trabajo arduo e "inaplazable"2. Las épocas de la siembra, de la germinación y de
la cosecha o recolección, se suceden en un orden establecido, y la rutina – la cual forma
parte de la disciplina – es la ley de su vida. Sin embargo, la propia experiencia le
demuestra que con su propio y sólo trabajo no logrará nada; podrá hacer planes y
preparativos, labrar y sembrar, pero sabe que hay una especie de elemento imprevisto –
el azar, el destino, la fortuna – que puede llegar a trastornar el mejor de los planes, por
lo que tendrá que esperar pacientemente la ayuda de esas fuerzas que no comprende y,
mucho menos aún, domina, para poder recoger, en el momento adecuado, el fruto de su
cosecha. Para el campesino, el conocimiento nacido de la experiencia vale más que la
teoría especulativa; sus virtudes son la previsión y la paciencia, el esfuerzo y la
tenacidad, el valor, la honradez y la frugalidad, la independencia, la sencillez y la
humildad, frente a todo aquello que es más poderoso.
Estas virtudes son también las virtudes del soldado, quien debe bastarse a sí mismo y
responder, además, a cualquier llamada repentina. La habilidad práctica del campesino
contribuye a hacer que el soldado romano pueda cumplir con sus cometidos: trazar o
construir un campamento o una fortificación, construir balates, diseñar un sistema de
drenaje... El soldado sabe también de ese elemento imprevisto capaz de trastornar el
mejor de los planes; tiene conciencia de fuerzas invisibles, y atribuye "suerte” a un
general victorioso a quien algún poder – el azar, el destino o la fortuna – utiliza como
instrumento. El soldado ha visto muchos hombres y muchos lugares, y con la debida
cautela imitará lo que le parezca útil; pero para él su hogar y sus campos forman "el
rincón más risueño de la Tierra”, y no desea nunca verlos cambiar.
Esa creencia y ese sentimiento del agricultor y del soldado romanos acerca de
semejantes fuerzas ajenas, que no puede, ni conocer, ni mucho menos aun someter,
constituyen un sentimiento y una creencia comunes a lo largo de la historia de Roma.
Todo hombre necesita subordinarse a algo, piensan los romanos.
Desde siempre los hombres han intuido la intervención de fuerzas misteriosas por
encima de los cálculos de la razón humana; y para los romanos – tal y como ocurría en
otras culturas – todas las acciones humanas (agrarias, guerreras, políticas...), debían
contar con el beneplácito divino, obtenido a través de ritos presididos por los sacerdotes,
con el fin de obtener el beneplácito y la protección de los dioses tutelares de cada
ciudad. El historiador griego Polibio afirma que “la mayor diferencia positiva de la
constitución romana es, a mi juicio, la convicción religiosa. Pues me parece que la
religión ha sostenido a Roma a pesar de ser objeto de burla por los demás pueblos. Entre
los romanos, la religión está presente con tal dramatismo en la vida privada y en la
pública, que no es posible estarlo más”. En Roma, ningún acto de importancia política o
militar se realizaba sin conocer si la voluntad de los dioses era – o no – favorable al
respecto.
Ante esas fuerzas superiores, el hombre podía adoptar las siguientes tres actitudes: la
primera, la del menosprecio, rehusándolas, con lo cual provocaría el desastre; la
segunda, la del sometimiento, pero contra su voluntad, por lo que se convertiría en
víctima de esas fuerzas superiores; y la tercera, la del sometimiento voluntario, como si
de un simple instrumento se tratara, elevándose a la categoría de cooperador necesario,
por lo que podría hasta vislumbrar la dirección e, incluso, la finalidad de esas fuerzas
superiores. Barrow afirma que, en este sentido. “la cooperación voluntaria da a su obra
un sentido de dedicación; las finalidades se hacen más claras, y el hombre se siente
como agente o instrumento en su logro; en un nivel más alto, se llega a tener conciencia
de una vocación, de una misión para sí y para los hombres que, como él, componen el
Estado”.
1º. En cuanto al concepto clásico de “civitas” se refiere, por tal se entendería un estado–
ciudad, es decir, una comunidad política de ciudadanos, instalados sobre un pequeño
territorio, en un recinto amurallado, todos ellos dispuestos a defenderlo contra cualquier
agresión que pudiera provenir del exterior, a la vez que partícipes de los órganos de
gobierno y de la actividad política de la misma. Para los romanos, la libertas, única y
exclusivamente, puede realizarse en el régimen de la “civitas”.
3a. La misma idea de “poder”, enraizada en esa potencia mágico-religiosa, está presente
tanto en la esfera de lo público, como en la de lo privado. En la de lo público, en la
posición de los sacerdotes, de los magistrados, de los senadores, del propio pueblo
romano3; y en la de lo privado, precisamente, en la poderosísima posición del
paterfamilias.
4a. Haciendo referencia a la figura del paterfamilias, hay que destacar cómo desde las
posiciones individualizadas y poderosas que ocupan los patres-familias4, se forma el
espíritu asociativo. De tal forma, que “cada romano lo es con los otros... Roma es la más
enérgica negación de todo individualismo”.
6a. Misión eterna de Roma: Biondi afirma que “la historia de Roma es la historia de un
pueblo puesto en bregosa e incesante marcha para ir a la busca de lo eterno”. Según
Barrow, “el estudio de la historia romana es el estudio del proceso por el que Roma,
siempre consciente de su misión, se convirtió penosamente, de la ciudad-estado sobre
las Siete Colinas, en la dueña del mundo”.
7a. “Romanitas” es una palabra apropiada que Tertuliano empleó para dar a entender
todo lo que un romano da por su puesto, el punto de vista y la manera de pensar de los
romanos. Este vocablo es análogo a "civilización romana”. “Civilización” es lo que los
hombres piensan, sienten y hacen, así como los valores que asignan a lo que piensan,
sienten y hacen. Pero la frase más concreta y común para definir la civilización romana
es "la paz romana". Con esta idea comprendió el mundo más fácilmente el
cumplimiento de la misión que el carácter, la experiencia y el poder romanos habían
llevado gradualmente al más alto nivel de conciencia, y que los romanos habían
cumplido sacrificada y deliberadamente hasta constituir una obra cumbre en la historia
de la humanidad.
5. El Derecho romano:
1o. El Derecho romano conecta con la realidad viva de las cosas. El Derecho romano
presta atención concreta a cada caso real. Los juristas romanos se ocupan de lo
necesario, de la realidad de la vida, en los términos que reclaman la ocasión y la
necesidad.
3o. Vinculación del Derecho romano con la religión: El Derecho romano parte de la
labor de los propios “sacerdotes” y llega al grado máximo de perfeccionamiento por
obra de los “jurisprudentes”, conocedores de lo humano y de lo divino, de la ciencia de
lo justo y de lo injusto. En Roma, el Derecho fue iniciado por los sacerdotes, y el
Emperador Justiniano, después de mil años de Derecho romano, afirma que “los
jurisconsultos bien pueden ser considerados como sacerdotes de la justicia”.
En la pequeña comunidad agraria romana de los primeros siglos, no existía todavía una
especialización de funciones, y la religión, la moral y el Derecho se encontraban, en
mayor o menor medida, mezclados entre sí. Esta primitiva comunidad era gobernada
por un Rey, revelado por los dioses al Pontifex Maximum, quien junto con los
“augures”, escudriñaba la voluntad de los dioses por medio de los denominados
“auspicios”6. Serán los pontífices los primeros que sabrán aislar el mundo del “ius” – el
mundo del Derecho – del indiferenciado
Tal y como se ha advertido con anterioridad, la gran obra justinianea del Digesto8
comienza con las siguientes palabras de Ulpiano: “Cualquiera que intente estudiar el
Derecho (ius), tendrá que saber primero de dónde se deriva la palabra ius. Se llamó ius,
de justicia, pues de acuerdo con la acertada definición de Celso, el Derecho es el arte de
lo bueno y lo justo. Debido a esto, se nos puede muy bien llamar sacerdotes, porque
nosotros rendimos culto a la justicia, tenemos conocimiento de lo que es bueno y justo,
separamos lo justo de lo injusto, discriminamos entre lo que está permitido y lo que no
está permitido, con el propósito de hacer buenos a los hombres, no sólo por temor al
castigo, sino también por el estímulo de la recompensa. Aspiramos, a menos que yo esté
equivocado, a una verdadera filosofía, no a una filosofía aparente”. De las palabras
antedichas, cabe destacar, pues, tres ideas primordiales: la primera, la de que el “ius” es
definido por Celso (hijo) como “ars boni et aequi”, esto es, el arte de lo bueno y de lo
justo; la segunda, la de que los jurisprudentes eran considerados como auténticos
sacerdotes, que rendían culto a la justicia y aspiraban a una verdadera filosofía; y la
tercera, la de que el fin del Derecho es disciplinar a los hombres por medio de un
sistema de castigos y recompensas.
4o. Diversa concepción de “la Ley” en Roma: Habida cuenta de los diversos
presupuestos culturales y políticos, debe advertirse que la concepción romana de la Ley
difiere profundamente de la moderna. Mientras que hoy día se atribuye al poder
legislativo la facultad de elaborar leyes, conforme a unos ciertos procedimientos,
tratando la Ley de ser una regulación, lo más completa posible, de todos los casos
futuros, razón por la cual tiene un carácter abstracto, la idea romana de la Ley es
completamente distinta. Schulz afirma que “Roma que es el pueblo del Derecho no es,
en cambio, el pueblo de la Ley”. Las leyes romanas suelen tener una motivación muy
concreta y, con frecuencia, tratan de resolver un problema o conflicto social
determinado, como ocurre con la Ley de las XII Tablas, la cual trató de solucionar el
enconado problema de las luchas fratricidas entre patricios y plebeyos.
Los ciudadanos romanos disponían del procedimiento de las “legis actiones” (acciones
de la ley), consistentes en “fórmulas” prescritas por la ley para poder dirimir sus
controversias, reservadas también, única y exclusivamente, a los ciudadanos romanos,
las cuales debían ser escrupulosamente respetadas, a fin de poder incluso ganar su caso.
6o. El surgimiento del “ius gentium” y la figura del “pretor peregrino”: La expansión de
Roma hasta los límites del orbe conocido por aquellos entonces, convirtiéndose en
potencia universal, traería inevitablemente consigo nuevas relaciones entre los romanos
y los extranjeros. Debido a ello, en el año 242 d.C., se crea en Roma, junto a la figura
del antiguo pretor (que pasará a denominarse a partir de ese momento “pretor urbano”),
la del “pretor peregrino”, con la finalidad de resolver los conflictos que se fueran
produciendo, esta vez, entre los romanos y los extranjeros, y también los de los
extranjeros entre sí.
De esta forma, mientras que el “pretor urbano” se dedicaba al “ius civile”, el “pretor
peregrino” se dedicaba al “ius gentium”, el llamado derecho de gentes. Lo que ocurría
es que el pretor peregrino tenía que tratar con extranjeros que no estaban sujetos al
Derecho romano, sino a sus propias costumbres, por lo que se planteaba el problema de
qué Derecho era el que debía de aplicar. Su tarea consistía en crear, con las costumbres
romanas y con las costumbres de los extranjeros, un Derecho aceptable para ambos. Por
esta razón y a medida que las necesidades del momento lo iban exigiendo, los romanos
fueron desarrollando ese nuevo Derecho, que no hay que olvidar que era también
Derecho romano, pero que se aplicaba a las relaciones conflictivas con los extranjeros, o
entre los propios extranjeros, razón por la cual sería probablemente más liberal y menos
sujeto a las costumbres locales o nacionales, al tener que satisfacer a los hombres como
tales, y no como ciudadanos de éste o de aquél Estado.
El segundo problema, era cuál debía ser el proceso aplicable a tales controversias.
Quedando excluido el procedimiento de las “legis actiones”, por pertenecer al ámbito
del “ius civile” y estar reservado exclusivamente a los ciudadanos romanos, dentro del
ámbito de actuación de la magistratura del pretor peregrino, se comenzó a desarrollar un
nuevo procedimiento: el “proceso formulario”. Este proceso consistía en que las partes
ya no precisaban de la repetición de unas fórmulas preestablecidas, sino que,
manifestando libremente ante el pretor el contenido de sus pretensiones, el pretor
procedía a redactar una fórmula escrita adecuada al caso, nombrando al mismo tiempo a
un juez privado para que, tras el examen del caso, dictase sentencia.
Intérprete del ius es, por lo tanto, el “prudens” o el “iuris prudens”, que es el perito en
materia jurídica, esto es, el jurista al cual compete la tarea de – por así decir – “revelar
el Derecho”10, acomodándolo a las exigencias vitales de cada momento. Y es que el
Derecho, tanto en la Roma antigua como en la clásica, se desarrollaría, no mediante la
promulgación de leyes, sino mediante esa “praxis” o práctica del mismo, revelatoria de
lo justo en el caso concreto.
8o. El Derecho romano es, sobre todo, un Derecho de juristas. Sin embargo, en las
clarificadoras palabras del Profesor Joan Miquel, “la aportación de los grandes juristas
clásicos no radica en que hayan elaborado conceptos jurídicos abstractos (como, por
ejemplo, negocio jurídico y capacidad jurídica), o que hayan construido un completo y
acabado sistema de conceptos jurídicos. Su aportación estriba, ante todo, en el magistral
tratamiento del caso concreto y en la seguridad con la que resolvían los más
complicados casos jurídicos. El Derecho romano es, por tanto, a diferencia de los
modernos ordenamientos jurídicos del Continente europeo, un Derecho casuístico”.
Finalmente, los juristas terminarán por conformar un estamento o clase social que se
caracterizará por su auctoritas, esto es, por su “autoridad”, por un prestigio social
dimanante de su linaje, de su talante moral, y de su competencia como especialistas.
Según las expresivas palabras de Juan Iglesias, “a finales del siglo IV y comienzos del
III a.C., la jurisprudencia deja de ser pontifical, para convertirse en oficio libre – y
liberal, por lo generoso – y ornado con la máxima dignidad”11. A partir de tal momento,
podrá ya hablarse de la “jurisprudencia laica”.
Se habla entonces del “ius honorarium” (Derecho honorario), ya que éste era el Derecho
de los magistrados, y las magistraturas siendo, a su vez, gratuitas, no eran sino honores
para una cierta persona12. Frente al antiguo Derecho civil, el Derecho honorario era un
Derecho mucho más flexible y moderno13, adaptado a la vida económica y mercantil
que había surgido tras la expansión imperial romana.
El período romano de seis siglos hizo de Hispania una nación culturalmente hablando,
conformando lo esencial de nuestra cultura hasta hoy: el idioma, muchas costumbres y
actitudes, la religión, el Derecho... En la época romana, Hispania es percibida como un
territorio inserto dentro del vasto Imperio romano, si bien con un carácter singular, e
internamente diverso, pero siempre dentro del mundo romano.
En el año 376, el Emperador Valente autorizó a los visigodos, que venían huyendo de
los hunos, a cruzar el Danubio para asentarse en el Imperio; de esta manera, los propios
visigodos se convirtieron en un gravísimo problema al que hubo que hacer frente. Unos
años más tarde, en el 406, se retiraron tropas romanas del río Rin, lo que posibilitó que
algunos de estos pueblos germánicos, concretamente los suevos, los vándalos y los
alanos, cruzaran este río, a la altura de Maguncia, rompiendo la resistencia de los
francos, que guarnecían la zona para los romanos, arrasando Las Galias en una orgía de
matanzas, saqueos y destrucción, para posteriormente penetrar violentamente en la
Península en el año 409, instalándose en ella, y pasando finalmente tan sólo los
vándalos a África, donde conquistarían la riquísima región romana de Cartago.
Resultaría imposible ya acabar con ellos para una Roma agonizante que, al desprestigio
de su poder imperial, unía el aterrador episodio del saqueo de la propia ciudad de Roma
en el año 410 por los visigodos de Alarico. Si bien la ciudad carecía ya de la
importancia política y administrativa que tuvo en el pasado, constituía el símbolo
máximo de civilización, y la conmoción psicológica y moral ante su destrucción fue
abrumadora, cundiendo entre la gente la sensación de hallarse, incluso, ante el fin del
mundo.
Hidacio, agudo cronista de la época, escribe al respecto de la caída del Imperio romano
en Hispania: “Los bárbaros devastan las Españas en lucha sangrienta. La peste hace
también grave estrago. Se esparcen por las Españas los bárbaros y el contagio; el
tiránico exactor roba y el soldado saquea riquezas y mantenimientos en las ciudades, y
viene un hambre tan negra, que llevados de ella los hombres devoran carne humana, y
aún las madres matan a sus hijos y los cuecen para comerlos. Las fieras, aficionadas a
los cadáveres de los muertos por la espada, el hambre y la peste, desgarran a los
hombres más fuertes, ensañándose en sus miembros y encarnizándose cada vez más
para la destrucción del género humano. De esta suerte, enrabiadas en el mundo entero
las cuatro plagas: hierro, hambre, peste y fieras”. San Agustín escribió al respecto: “Nos
han llegado terribles noticias de exterminios, incendios, saqueos, asesinatos, torturas”.
Por su parte, San Jerónimo se preguntaba retóricamente: “¿Qué queda a salvo si Roma
perece?”.
Tal y como se ha puesto de manifiesto anteriormente, los suevos, los vándalos y los
alanos, los cuales eran implacables adversarios, fueron los primeros pueblos bárbaros
que penetraron en la Península en el año 409, asentándose en diferentes zonas de
Hispania. Así, los suevos se acomodaron en el Oeste: Galicia, Asturias, León y parte de
Lusitania; los vándalos, previo paso por lo que hoy se conoce como Andalucía1 y al no
lograr asentarse pacíficamente, marcharían hacia África; y los alanos se asentarían en la
parte de la Lusitania no ocupada por los vándalos, en parte de la actual Extremadura y
gran parte de la Meseta, así como en el Levante, el Sureste peninsular y en las islas
Baleares.
Para combatir contra estos pueblos bárbaros de suevos, vándalos y alanos, las
autoridades imperiales llamaron a los tervingios o visigodos, los cuales, probablemente
procedentes de Escandinavia y después de una larga peregrinación de siglos por el este
y el sur de Europa, llegaron a España en busca de tierras. Los visigodos habían
mantenido ya un estrecho contacto con Roma, que los había romanizado lo suficiente
para que ellos también compartieran un notable gusto e interés en salvaguardar la
cultura y el modo de vida romanos. La estancia de los visigodos en España duró casi
tres siglos, y puede dividirse en los siguientes tres períodos:
– El primero, que abarca de los años 415 a 507, en el que los visigodos se extendieron
por gran parte de Hispania y de la Galia, con centro de gravedad en esta última y
capitalidad en la ciudad francesa de Toulouse. Sin embargo, tras su derrota por los
francos en el año 507 en la decisiva batalla de Vouillé2, los godos quedaron básicamente
limitados a la Península Ibérica, reteniendo además una pequeña parte de la Galia, y con
una capitalidad oscilante entre Barcelona, Sevilla, Mérida y Toledo, siendo finalmente
fijada en Toledo por hallarse esta localidad estratégicamente situada en el centro de
España.
Por aquellos entonces, lo que existía era un inestable reino godo y no un reino hispano-
godo. Los godos seguían formando una casta conquistadora totalmente ajena a la
población indígena, aunque lo cierto es que pudiendo haber emigrado de Hispania como
lo habían hecho de tantos otros lugares, no lo hicieron. Conforme transcurría el tiempo,
iba aumentando la identificación de los invasores con el territorio y se iba produciendo
la asimilación cultural de la población invasora – los godos – a la población dominada –
los hispanorromanos.
– El reinado de Leovigildo, a partir del año 573 hasta el año 714, marcó un período
nuevo, muy diferente. Leovigildo constituyó ya un reino, no godo, sino hispano-godo,
renunciando a gran parte de las tradiciones bárbaras.
Esta unidad religiosa de los dos grupos principales de población: los hispanorromanos,
los cuales eran mayormente cristianos, y los germánicos, los cuales eran arrianos, en
una misma fe religiosa, la católica, asumida también por la propia monarquía gótica,
hizo posible la mutua integración y el hermanamiento entre ambos. Así se recoge en las
propias actas del Concilio: la unión una fide et regno, es decir, la unión en una misma fe
y en un mismo reino. La unidad en la fe católica hizo posible la unidad de godos e
hispanorromanos en un mismo reino, el cual es el “Reino de los Godos”, considerado
como sucesor de hecho y de derecho del Imperio romano en España, con cuyos destinos
pasan a identificarse también los hispanorromanos3.
Luego, esta tercera fase marca la constitución política de la nación española, con tinte
germánico, pero sobre la base cultural heredada de Roma y el catolicismo (aun si
persistían restos marginales de paganismo y pequeñas zonas montañesas poco
romanizadas). Así, políticamente dominadores, los visigodos fueron culturalmente
dominados: no fundaron Gotia, sino Spania, y no impusieron el arrianismo, sino que
adoptaron el catolicismo, ni extendieron tampoco las costumbres germanas, sino que
asimilaron cada vez más las costumbres romanas.
Los nuevos amos de Europa Occidental fundaron numerosos reinos en las actuales
Inglaterra, Bélgica, Francia, Italia, España y Magreb. Los pueblos germánicos eran
pueblos sin un pensamiento u organización políticos más allá de la lealtad al caudillo y
un concepto de la justicia basado en la venganza, aunque también se admitía la
posibilidad de una compensación económica, y en las ordalías.
Al establecerse en las provincias del Imperio romano, los germanos toleraron que sus
habitantes continuaran rigiéndose por su propio Derecho – el Derecho romano – el cual
subsiste al lado del germánico de los dominadores en España. Hay que tomar en
consideración los siguientes dos factores, de una parte, el que los primeros monarcas de
los nuevos Estados germánicos se consideraban simplemente representantes del Imperio
romano y no aspiraban a legislar; y, de otra parte, el que los germanos, en estas épocas
iniciales, carecían de leyes escritas, siendo su Derecho consuetudinario, y no
conociéndose redacción alguna del mismo.
4. 1. Introducción:
El Derecho de los bizantinos rigió en el sudeste español durante la etapa en que los
dominaron. Este Derecho consistía, como no podía ser de otra forma, en la Compilación
de Justiniano.
El reino visigodo de Tolosa (Toulouse), había sido convertido por su monarca Eurico,
quien poseía excelentes dotes militares, en el más fuerte e influyente de todo Occidente,
y abarcaba toda la Galia al sur del río Loira, la actual Provenza y las provincias
Tarraconense, Lusitania y Cartaginense en Hispania.
San Isidoro de Sevilla afirma en su obra, Historia de los reyes godos, que, bajo Eurico,
comenzaron los visigodos a tener leyes escritas, pues antes se regían tan sólo por
costumbres. El Rey Eurico, comprendiendo que el derecho consuetudinario germano
servía mal a la nueva situación, dado que su propio pueblo había comenzado a
abandonar las costumbres bárbaras y a utilizar el latín como idioma, promulgaría,
probablemente en el año 476. el primer Código germánico de los que aparecen en
España, el cual posee, además, una importancia considerable en el Derecho europeo.
Los capítulos están agrupados en títulos, y tratan del reparto de tierras entre godos y
romanos, de varias clases de contratos y del tema de las sucesiones.
c) Código de Leovigildo:
En el año 654 se publica, bajo el reinado de Recesvinto y tras haber sido revisada por el
VII Concilio de Toledo, la más importante obra de Derecho legal visigodo: el conocido
como Liber iudiciorum o Liber iudicum, muy superior a todo lo que existía en la Europa
occidental.
El Liber es una recopilación de las leyes promulgadas hasta ese año 654 por los diversos
reyes visigodos. Está dividido en un total de doce libros, donde se incluyen 578 leyes
que versan sobre temas tan diversos como el legislador y la ley; los asuntos judiciales;
las transacciones; el derecho de propiedad; la herencia; los crímenes, los hurtos y los
engaños; los fugitivos y los desertores; los enfermos, los muertos y los mercaderes
transmarinos; los grados de parentesco..., etc. El Liber aportó un régimen jurídico
unitario civil, penal y eclesiástico, tanto para la población de origen godo como para la
población hispano romana, por lo que resulta comúnmente aceptada por la doctrina
científica el carácter territorial del
Una breve reseña de las innovaciones logradas en esa época puede ser la que sigue:
– Energía: Mientras que el Imperio romano contaba con la fuerza humana y la de los
animales para llevar a efecto sus grandes obras de ingeniería, la eliminación de la
esclavitud en la Europa cristiana sentó las bases para lograr una auténtica revolución
industrial. De esta manera, la utilización de esclavos fue sustituida por un uso intensivo
del agua y del viento
los cuales sirvieron para impulsar máquinas, en un inicio aplicadas al ámbito agrario,
pero con el paso del tiempo, aplicadas también a tareas fabriles.
– Los relojes mecánicos: En algún momento, durante el siglo XIII, se inventó un reloj
mecánico, y éste, más incluso que la máquina de vapor, sostienen los estudiosos, “fue el
motor esencial de la edad industrial porque, por primera vez, permitió la coordinación
de las actividades de toda una comunidad”.
– Los anteojos y las lupas: Los anteojos, cuyo origen lo fue también durante el siglo
XIII, facilitaron y prolongaron la vida activa de los artesanos.
El esquema general de las relaciones que se crean en los siglos V y VI, aun siendo sus
modalidades muy diversas según las circunstancias de tiempo y de lugar, desemboca en
ese Estado al que, con toda razón, se le denomina feudal, porque se basa en el “feudo”,
“feodum”, término de origen germánico o céltico, que designa el derecho que uno tiene
sobre unas tierras ajenas, de las que uno no es propietario, sino de las que disfruta o usa.
Este vínculo íntimo del hombre y la tierra en la que vive es lo que constituye la
“servidumbre”. Tal y como se ha puesto de manifiesto, la esclavitud, era considerada
como un hecho natural y necesario en la Antigüedad clásica. La esclavitud es,
probablemente, el hecho que marca más profundamente a las sociedades antiguas,
esclavitud que desaparece al inicio mismo de la Alta Edad Media, reapareciendo, sin
embargo, a comienzos del siglo XVI. Pero el fenómeno de la “esclavitud antigua” nada
tiene que ver con el de la “servidumbre medieval”, ni el “servus” antiguo con el
“servus” medieval, porque mientras que el “servus” antiguo es un esclavo, una simple
cosa, el “servus” medieval es una persona, un siervo. La sustitución de la esclavitud por
la servidumbre es, sin duda alguna, el hecho social que subraya mejor la desaparición de
la influencia de la mentalidad romana en las sociedades occidentales a partir de los
siglos V y VI.
El siervo medieval es, pues, una persona, que va a tener todos los derechos del hombre
libre: puede casarse, puede fundar una familia, y su tierra, así como los bienes que haya
podido adquirir durante su vida, pasarán por herencia a sus hijos. El señor de la tierra,
aunque en una escala distinta, tiene las mismas obligaciones que el siervo: no puede
dejar su tierra, no puede abandonarla, tampoco puede enajenarla, ni venderla. Ahora
bien, con la servidumbre pasará lo mismo que con toda restricción de la libertad
humana: es considerada soportable mientras era una contrapartida impuesta por las
necesidades vitales del siervo, pero cuando el siervo puede ganarse el sustento por sí
mismo, prefiere naturalmente esto último. Eso es lo que ocurrió, a finales del siglo X y
durante el siglo XI, con la expansión urbana, los que se encontraban en el territorio de
una ciudad nueva que pertenecía a un señor, pedían, en primer lugar, poder ir y venir
libremente de la ciudad, facultad ésta negada a los siervos, pero que era considerada
indispensable para los comerciantes.
La evolución histórica, social, política y jurídica puede explicarse en base a los términos
“ruptura” y “continuidad”. Esta evolución se precipita a causa de la mezcla de
poblaciones que tiene lugar en esta época. El movimiento llamado de las “grandes
invasiones” no siempre tuvo el aspecto de conquista violenta que en muchos aspectos se
le supone, sino que muchos pueblos lo que hicieron fue instalarse en determinadas
tierras en calidad de trabajadores agrícolas, estableciéndose en principio de por vida, en
la granja que el antiguo propietario “hispanorromano” ya no quería trabajar. Pero, en
otras ocasiones y a pesar de diversos avatares, el más importante de los cuales fue la
gran sacudida que sufrió todo el mundo conocido por el “terror sarraceno” (evocado a
menudo en los documentos de la época) el orden feudal reemplazó en todas partes de
Europa al orden imperial antiguo.
En todo caso, las comarcas de los Pirineos, la zona del País Vasco y las montañas
cantabroastúricas, las cuales se encontraban muy escasamente romanizadas y cuyo
sometimiento a los visigodos había sido problemático y poco profundo, constituyeron
los límites de la conquista musulmana3. Estas zonas fueron el refugio de los primeros
núcleos de resistencia y, en algún caso, también el lugar de refugio de unos pocos
nobles visigodos. Debe destacarse el hecho de que la ocupación no supuso que la
población hispanovisigoda abandonase la Península, y aunque implicó un dominio
militar y político, no pudo borrar la presencia de la cultura hispano-visigoda. Así, en lo
que al tema objeto de nuestro interés se refiere, cabe destacar que la continuidad de lo
hispano-godo resultó notable en diversos aspectos, unos de mayor y otros de menor
importancia, de la vida cotidiana y de la ordenación administrativa, tales como la
conservación del patrocinio visigodo, la presencia de arrendamientos rústicos de raíz
romana, la perduración del régimen de explotación señorial en los grandes dominios que
todavía subsistían en Al-Andalus. Y junto a la antedicha relación de factores, puede
hablarse también el de la conservación de la vigencia del Liber Iudiciorum después del
711, si bien con inevitables y profundas transformaciones derivadas de la pérdida de
unidad política del reino visigodo.
A lo largo de aquellos tumultuosos siglos, fue cobrando forma una sociedad nueva, muy
distinta ya de la sociedad romana. Dicha sociedad no fue, sin embargo, una elaboración
totalmente nueva, sino que fue el fruto o producto espontáneo de las nuevas
circunstancias que tocaba vivir.
El sistema fue racionalizado en tres “estamentos” o “estados”, estos eran los oratores o
clérigos, los bellatores o guerreros, y los laboratores o trabajadores:
– Los oratores o clérigos, básicamente, procuraban con sus rezos a Dios la salvación de
la sociedad, aunque también podían acudir en su defensa, y procuraban su sustento con
su propio trabajo en los Monasterios4.
– Los bellatores o guerreros procuraban con sus acciones la defensa de la sociedad.
Tal y como se acaba de poner de manifiesto, el fraccionamiento del poder político fue
una de las causas que, junto con otras que se exponen a continuación, produjeron la
enorme y complicadísima diversificación del Derecho altomedieval.
En razón del credo religioso de las personas, las gentes se distinguían como cristianos,
musulmanes o judíos. De la íntima vinculación entre religión y Derecho se deduce la
condición religiosa y jurídica de las gentes. De esta forma, los mozárabes, esto es, los
musulmanes convertidos a la religión cristiana, ya vivan en Al-Andalus, ya salgan de
territorio musulmán, conservan su religión y su Derecho, y ello como característica
inherente y diferenciadora; igualmente, los moriscos o mudéjares, esto es, los
musulmanes que siguen viviendo en tierras conquistadas por los reinos cristianos,
firmaron capitulaciones en virtud de las cuales conservan igualmente su religión y su
Derecho; y, finalmente, los judíos, asentados en tierras cristianas o en tierras
musulmanas7, logran también – hasta el siglo XIV – la aplicación de su propio
ordenamiento jurídico.
Por último, dentro de un mismo reino, los hombres diferían entre sí jurídicamente, es
decir, tenían un diferente status o condición jurídica, en función de su lugar en la escala
social. Así pues, los nobles gozaban de unos privilegios que les diferenciaban de otras
clases sociales, fortalecían su poder, les otorgaban beneficios y les eximían de deberes,
siendo tales privilegios transmitidos hereditariamente.
Para la defensa de la tierra y la guerra contra los musulmanes y, a la vez, contra los
vecinos cristianos, los reyes necesitaban del apoyo de la nobleza militar y la jerarquía
eclesiástica: los unos prestaban su apoyo estratégico a los reyes, los otros bendecían sus
tareas. Los nobles y los miembros del clero fueron cimentando su poder sobre las tierras
que, por diversos títulos, fueron acumulando. Eran señores de esas tierras y de los que
las cultivaban con su trabajo. En una economía casi exclusivamente agraria, cada
señorío tendía a ser económicamente autárquico y a lograr el mayor grado posible de
inmunidad frente al poder real. Esta autarquía, esta inmunidad, este poder, se traducirán
en una capacidad creadora del Derecho por parte de esos Señores: se otorgan fueros, se
les confirman privilegios o ventajas, se reconocen costumbres.
Los dos ejes fundamentales de la historia medieval vendrían dados, en opinión del
historiador del Derecho Tomás y Valiente, por “la conquista de tierras y ciudades (bajo
el nombre de “la Reconquista”) y la actividad para repoblar unas y otras”.
Suele admitirse, y ello con carácter general, que uno de los motores dinamizadores de la
sociedad durante los siglos IX a XIII fue la repoblación. La necesidad de fomentar la
llegada de gentes cristianas a ciudades o comarcas estratégicas; la ocupación de zonas
desiertas; el propio crecimiento de la población; el atractivo de los pastos de zonas más
alejadas y cálidas para los pastores y ganaderos del Norte; las sequías que suponían
hambre, enfermedades y ruina en algunas zonas, provocaron numerosas migraciones,
las cuales trajeron consigo unas gentes que, no sólo repoblaron un cierto lugar9, sino que
marcaron el Derecho que sería de aplicación en un futuro.
1. Precisiones conceptuales:
El marco físico en que se agrupa y convive la población en estos siglos va desde el más
elemental y mínimo núcleo rural, hasta el más amplio y complejo, que sería la ciudad.
Sin embargo, debe tomarse en consideración el hecho de que en la sociedad medieval
no resulta posible contraponer el campo a la ciudad, como si de dos realidades
antitéticas o diferentes se tratara, ya que, al principio, hubo pocos centros urbanos y
éstos se encontraban escasamente poblados, y tan sólo con el transcurso del tiempo, se
acentuaría la diferenciación entre la vida en el campo y la vida en la ciudad.
En esta época se fueron constituyendo nuevas ciudades, pero también iban resurgiendo
otras antiguas. Con frecuencia, ocurrió que extramuros de las ciudades – fuera de las
ciudades y junto a sus muros – se fueron conformando barrios de artesanos y de
mercaderes, que acabarían por incorporarse a las ciudades de forma estable, los cuales
serían denominados con la palabra “burgos” y a sus habitantes con el término de
“burgueses”.
Suele advertirse que, en esta época, los fueros constituyen la fuente más representativa
del Derecho altomedieval, el cual coincide básicamente con las formas de asentamiento
de la población en que resulta posible sintetizar el citado proceso, surgiendo así: las
cartas pueblas de índole agraria; los fueros municipales breves; y los fueros municipales
extensos.
Las cartas de población se solían dar para poblar un lugar, y excepcionalmente para un
lugar ya poblado, toda vez que la mayoría de la población vivía en tierras señoriales,
sujeta a un Derecho, nunca muy amplio, ni muy cambiante, constituido por concesiones
señoriales, frecuentemente escritas, y también por costumbres que, en torno a tales
concesiones, se iban produciendo.
Si el primer tipo de fuentes de Derechos locales viene constituido por las antiguas y
rudimentarias cartas pueblas, el segundo tipo, generalmente concedido a una villa o a
una ciudad con la finalidad, bien de fijar su régimen jurídico, bien de ampliar ese
régimen jurídico1, dotándole de nuevas, aunque escasas, concesiones, es el de los fueros
municipales breves. Los fueros municipales se clasifican de varios modos, pero puede
distinguirse entre los fueros municipales breves y los extensos
Los fueros breves suelen corresponder al momento constituyente del régimen municipal
de una comunidad vecinal pequeña o, incluso, de una verdadera ciudad, y contienen
normas jurídicas relativas a ese régimen municipal, así como otras libertades,
privilegios y exenciones vecinales2. Tales privilegios no significaban la plena
autonomía para el pueblo o la ciudad de que se tratara, pero sí hacían de ellos
municipios con un ámbito jurídico privilegiado, en relación a los del resto del territorio,
razón por la cual conseguían que el lugar al cual se aplicaban fuera un sitio apetecible
para asentarse y vivir en él.
Como ejemplos de estos fueros breves podemos destacar los que siguen: el de Logroño;
el de Jaca; el de Miranda del Ebro, el de Sahagún; o el de León, del que, por su
importancia e interés, se efectuará una sucinta referencia.
El Fuero de León es uno de los más antiguos. Fue un código de normas, unas aplicables
a Galicia, Castilla o Asturias, y otras a León y a su alfoz, con la finalidad de facilitar la
repoblación.
Mientras que en los fueros breves se creaban normas, las cuales concedían privilegios o
franquicias, en los fueros extensos se recoge y redacta un Derecho preexistente. Los
fueros extensos corresponden a núcleos urbanos de cierta importancia. Hay que tener en
cuenta que el desarrollo de los Derechos locales, especialmente durante la segunda
mitad del siglo XII y a lo largo del siglo XIII, coincide con el crecimiento de los centros
urbanos. Van adquiriendo importancia ciertos núcleos rurales, algunas villas, viejas
ciudades reconstruidas o nuevas ciudades.
Igual que ocurrió con los fueros breves, también los fueros municipales extensos
sirvieron como modelos de fueros para otras villas o ciudades, o fueron concedidos
directamente de una villa o ciudad a otra. Modelos de fueros extensos serían los de Jaca,
Estela, Tudela, Salamanca, Zamora, Molina de Aragón, Alcalá de Henares, Madrid,
Cuenca, Brihuega, Uclés, Gerona o Tortosa.
1. Breve introducción:
2. Los glosadores:
Los glosadores se caracterizan por dar vida al Derecho romano, los postglosadores o
comentaristas, en cambio son más teorizantes. La labor de los glosadores consistía en
escribir “glosas”, es decir, breves aclaraciones del significado de cada pasaje del texto
justinianeo. Es decir, se introdujo la costumbre de explicar el Derecho romano,
glosando el mismo, aclarándolo por medio de breves explicaciones que, al principio,
eran efectuadas entre líneas – “interlineas” –, y que, pasado el tiempo y como las glosas
eran a menudo demasiado extensas para insertarlas entre las líneas del texto, se
comenzaron a escribir en el margen de la página, con el nombre de “glosas marginales”
que, rápidamente, se popularizaron entre los juristas.
4. Las Decretales:
5. El Derecho feudal:
El Derecho feudal constituye otro de los elementos que integraba el Ius Comune. Las
relaciones jurídicas entre los señores y sus vasallos, o los problemas surgidos al
transmitirse hereditariamente ambas categorías jurídicas dieron jugar a un derecho ajeno
a la tradición romanista: el Derecho feudal, eminentemente práctico, compuesto por
múltiples costumbres y decisiones judiciales.
2. Conceptos de Constitución:
Ahora bien, junto a esa Constitución real existiría otra, denominada escrita o jurídica,
siendo ésta la norma suprema que debería estar en consonancia con la Constitución real,
por la simple razón de que si la Constitución escrita – norma jurídica suprema – no se
corresponde con la situación – Constitución real – entonces, tarde o temprano,
sucumbiría.
Esto supone un cambio fundamental en la titularidad del poder real de FernandVII. Las
Cortes lo reconocen como Rey de España, pero no como Rey absoluto, sino como Rey
constitucional, produciéndose así un cambio de la monarquía absoluta a la monarquía
constitucional. El Rey lo es “por la gracia de Dios y de la Constitución”.
No existe acuerdo sobre la verdadera naturaleza jurídica del Estatuto de 1834. Lo que sí
está claro, ello no obstante, es que el Estatuto no puede ser considerado como una
verdadera Constitución, y ni tan siquiera como una Constitución “breve e incompleta”.
Y no puede serlo, porque, de una parte, la soberanía no emana de la nación, sino del
poder real, y de otra, no contiene una declaración de derechos strictu sensu.
Por su apariencia, era una ley permanente, en el sentido de ser – en palabras del propio
Martínez de la Rosa – una ley restauradora de “nuestras antiguas leyes fundamentales”.
Una de las características fundamentales del constitucionalismo del siglo XIX español,
sobre todo hasta el año 1868, es el del frecuente cambio de las mismas, debido, de una
parte, al escaso arraigo popular de los sucesivos textos constitucionales y, de otra, a la
vinculación existente entre la Constitución de que se trate y el partido político
gobernante. Cada partido, desde el poder, hacía su Constitución, generalmente
incluyendo en la misma algún precepto que la hiciera inasumible para los demás, con lo
cual intentaba excluirlos de la posibilidad de gobernar bajo esa Constitución. Y cuando
alguno de esos partidos excluidos llegaba, de todas formas, al poder, hacía lo mismo,
sustituyendo la Constitución vigente por otra también confeccionada a su medida.
Al igual que la Constitución de 1837 se presentaba como reforma de la de 1812, de la
cual se apartaba notablemente, la de 1845 no se aparta sustancialmente de la de 1837,
conteniendo algunas modificaciones de la misma.
Tras una cierta serie de reformas, unas directamente frustradas y otras efímeras, de la
Constitución de 1845, durante la década de los años cincuenta del siglo XIX, se anuncia
un proceso constituyente iniciado en Cádiz, donde se produce la popularmente conocida
como Revolución de Septiembre de 1868 (La Gloriosa), que, junto con otra serie de
acontecimientos, desembocará en un proceso constituyente democrático y en la salida
de España de la reina Isabel II.
En ella se repite la fórmula contenida en la de 1845: el Rey “en unión y de acuerdo con
las Cortes del reino” decretan y sancionan la Constitución. Luego, la soberanía no
recaerá en la nación, sino en el Rey junto con las Cortes del reino.