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Instituto León XIII Historia – 4º año

LA ORGANIZACIÓN DEL ESTADO ARGENTINO (1852 – 1880)

Ante la necesidad de constituir un Estado que reemplazara al régimen colonial en las


Provincias unidas del Río de la Plata, entre 1820 y 1852 se enfrentaron grupos que tenían
proyectos políticos diferentes para la organización política del nuevo Estado: el unitarismo
y el federalismo. El unitarismo consideraba que todos los niveles de gobiernDespuéso
debían estar subordinados al poder central. El federalismo, en cambio, se basaba en la
asociación voluntaria de las provincias, que delegaban algunas de sus atribuciones para
constituir el poder central o Estado nacional.

de 1810, las ciudades y sus alrededores mostraron un fuerte localismo en defensa de


sus Intereses. Cuando las provincias advirtieron que la centralización política que impulsó
la Revolución fortalecía a la ciudad de Buenos Aires, comenzaron a constituirse gobiernos
provinciales, que se declararon federales. En 1820 triunfó la posición de estos últimos. Sin
embargo, los unitarios trataron de imponerse. Por ese motivo, se reanudaron los conflictos
entre las provincias.

No es fácil establecer un límite claro entre unitarios y federales. Ambos grupos


políticos Incluían tanto a hombres del Interior como de Buenos Aires, que, en ocasiones,
cambiaban de bando. La guerra civil enfrentó al Interior con las provincias del Litoral.
Finalmente, triunfaron estas últimas y todas las provincias se incorporaron al Pacto Federal.
Esto dio origen a una nueva forma de organización -la Confederación Argentina-, cuyo jefe
era el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas. De este modo,
en la práctica Rosas dirigió el país entre 1835 y 1852. Sin embargo, el predominio porteño
se vio cuestionado en varias oportunidades, porque Buenos Aires no quería ceder el control
de la Aduana y se oponía a dictar una constitución que consolidara el Estado nacional.

Así, a más de treinta años de la declaración de la Independencia, los dirigentes de las


provincias aún no se habían puesto de acuerdo en la organización de un Estado central que
reemplazara a la administración colonial española. El período comprendido entre 1852 y
1880 fue decisivo en ese sentido. Además de la sanción de la Constitución nacional en
1853, por primera vez el país contó con un poder central organizado. Aunque el Estado
argentino se considera consolidado en 1880, fue un proceso difícil, que se desarrolló en
medio de permanentes conflictos, acompañado por la transformación económica y social de
la provincia de Buenos Aires y las del Litoral.

Después de Caseros

La batalla de Caseros, en 1852, tuvo como consecuencia la caída del gobierno de


Juan Manuel de Rosas en la provincia de Buenos Aires y su posterior exilio en Gran
Bretaña. El vencedor, Justo José de Urquiza, era gobernador de la provincia de Entre Ríos y
jefe del Ejército Grande, que estaba formado por correntinos, uruguayos y brasileños. A
este ejército se sumaban también los opositores políticos exiliados en Montevideo. Urquiza

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defendía la causa federal bajo una constitución que respetara las autonomías de las
provincias.

Luego de la derrota del gobernador de Buenos Aires, surgieron numerosos partidos


que se diferenciaron más por los hombres que los dirigían que por sus ideas sobre los
destinos del país. Eran, en realidad, facciones políticas que aspiraban al control del poder.
Los federales del Litoral, los unitarios y los liberales, con distintas experiencias de
gobierno, coincidían en la necesidad de que el país se insertara en el núcleo de los países
industrializados. Para ello, era necesario garantizar una serie de derechos y libertades
económicas, políticas y sociales: la libertad para navegar los ríos interiores, transitar y
comerciar y, también, el respeto de la propiedad privada, además de la libertad de
expresión, de reunión y de imprenta. Esas eran algunas de las cuestiones en las que
coincidían. El problema consistía en ponerse de acuerdo acerca de quiénes llevarían a cabo
tales cambios.

Días después de Caseros, el Protocolo de Palermo volvió a poner en vigencia el Pacto


Federal de 1831 y convocó a una reunión de gobernadores. En ella, se firmó el Acuerdo de
San Nicolás, que designó a Urquiza como director provisorio de la Confederación
Argentina con el mando del Ejército. Además, convocó a un congreso que dictaría una
constitución federal y limitó los poderes de Buenos Aires, en especial el control de su
Aduana.

Estas condiciones fueron inaceptables para el grupo de liberales porteños liderados


por Valentín Alsina y Bartolomé Mitre. Ambos veían en Urquiza a un nuevo tirano. Luego
de intensos debates, los porteños organizaron una revolución, que desconocía la autoridad
del director provisorio de la Confederación. Pese a los intentos por sofocarla, desde ese
momento, la provincia de Buenos Aires quedó separada del resto de las provincias que
integraban la Confederación Argentina. De hecho, sus dirigentes no estuvieron presentes en
la elaboración de la Constitución nacional por la que habían luchado.

Dos estados separados

La revolución de septiembre de 1852 inició la separación de la provincia de Buenos


Aires de la Confederación Argentina. Esta disociación duró casi diez años. ¿Qué motivos
enfrentaron a esos políticos? Ambos grupos querían construir un país abierto al mundo
industrializado a través del comercio libre, el fomento de la inmigración, el trazado del
ferrocarril y el desarrollo de la educación. El problema principal era cuál de los grupos en
pugna se impondría finalmente y llevaría a cabo este proyecto. Los porteños no confiaban
en Urquiza, al que consideraban un "caudillo bárbaro", y éste no estaba dispuesto a ceder el
poder a los porteños, muchos de los cuales no hablan vivido en el país desde hacía mucho
tiempo.

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Ante la falta de acuerdo, durante casi una década coexistieron dos Estados separados:
la Confederación Argentina, con capital provisoria en la ciudad de Paraná, y la provincia de
Buenos Aires, que dictó su propia constitución.

Esta situación no podía mantenerse.


La Confederación no tenía recursos
económicos suficientes para
organizarse y subsistir. Pese a ello,
con la presidencia de Justo José de
Urquiza, se puso en marcha el nuevo
proyecto de país. Se establecieron las
primeras colonias de inmigrantes
europeos en Santa Fe, se proyectó el
tendido de una línea de ferrocarril
que uniría Rosario con Córdoba, se
estableció un sistema de correos y
comunicaciones entre las provincias
y se tomaron iniciativas para mejorar
la educación. Con estas medidas se
aspiraba a ubicar a la Argentina entre
las naciones “civilizadas” del
mundo.

Sin embargo, el Tesoro


nacional no contaba con dinero ni crédito para avanzar lo necesario, sobre todo por los
enormes gastos que demandaba la guerra.

En contraste, la provincia de Buenos Aires poseía una gran fuente de riqueza: la


Aduana. A través de ella, se intercambiaba la producción del campo argentino (lana, cueros
y algunos productos vacunos) por artículos importados de Gran Bretaña, Francia y otros
países. Los impuestos que pagaban estas mercancías sostenían al gobierno de Buenos Aires
y eran disputados por el Estado nacional.

Buenos Aires era la puerta de entrada y salida de los pro-ductos de todas las
provincias. Una vez conformado un poder central, también la Aduana y el puerto debían
nacionalizarse, tal como establecía la Constitución de la Nación Argentina. Sin embargo,
los liberales porteños no lo creían así y consideraban que esa fuente de recursos les
correspondía. Entre ellos, sólo Bartolomé Mitre veía la necesidad de que la Nación
predominase sobre las provincias, entre las que también incluía a Buenos Aires.

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Los conflictos armados

La solución a los problemas que generaba la existencia de dos Estados paralelos no


fue fácil y atravesó varias etapas. En algunas, se intentó la convivencia; en otras, la
denominada guerra económica, que buscaba disminuir los ingresos de la Aduana de Buenos
Aires favoreciendo la entrada de buques extranjeros por el puerto de Rosario. En 1859, se
inició la guerra entre la Confederación -cuyo presidente era Santiago Derqui- y el Estado de
Buenos Aires. La cañada de Cepeda fue el escenario en el que se enfrentaron los soldados y
la caballería de la Confederación -al mando de Justo José de Urquiza- y las tropas de
Buenos Aires, dirigidas por Bartolomé Mitre, que se retiró después de un día de batalla.

Las partes decidieron firmar el Pacto de San José de Flores, en el que se estableció la
incorporación de Buenos Aires a la Confederación y la entrega de la Aduana a la Nación. A
cambio, los porteños podían revisar la Constitución y proponer modificaciones. En 1860, se
realizó la primera reforma constitucional.

Sin embargo, la unidad todavía no se había sellado. Nuevos conflictos volvieron a


enfrentar a las partes y desembocaron en otro enfrentamiento, que se produjo en 1861, en la
localidad de Pavón. Aunque los ejércitos eran de un tamaño similar -cada uno contaba con
unos 19 mil hombres-, el desarrollo del combate favoreció a Mitre. Urquiza abandonó el
campo de batalla y se dirigió a Entre Ríos. La Confederación Argentina fue derrotada y los
liberales porteños, liderados por Mitre, quedaron dueños de la situación política.

Las Presidencias Históricas

Cuando los liberales porteños -encabezados por Bartolomé Mitre- resultaron


victoriosos frente a la Confederación, el presidente Santiago Derqui debió renunciar. El
Congreso nacional se disolvió su vicepresidente, Esteban Pedernera, delegó el mando en el
gobernador de la provincia vencedora Mitre quedó, entonces, encargado del Poder
Ejecutivo nacional.

El 12 de octubre de 1862, el porteño Bartolomé Mitre asumió la presidencia de la


Nación. AI seis años, le sucedió el sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento. En 1874,
Nicolás Avellaneda, nacido en Tucumán, llegó al poder. El lugar de nacimiento de cada
uno de ellos da cuenta de la construcción de una dirigencia nacional, que reemplazó a los
políticos y los caudillos locales y regionales. Esta etapa se conoce como el período de las
presidencias fundacionales. Su objetivo consistió en organizar el Estado nacional, que aún
no se había consolidado. Por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia -uno de los tres poderes
que caracterizan a la forma de gobierno republicana- aún no estaba conformada. Esto se
debía a problemas políticos y a carencias materiales: se necesitaban recursos económicos y
hombres capacitados para ejercer cargos administrativos. Por eso, los letrados -abogados,

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periodistas, médicos y curas del alto clero-, así como aquellos que pertenecían a familias
reconocidas pasaron a ocupar funciones en el Estado y se destacaron en la política.

Muchas leyes debieron promulgarse para cumplir con el objetivo de organizar el


Estado nación. Se estructuró el Poder Judicial y se sancionó el Código Civil, vigente hasta
el año 2015. En este texto Dalmacio Vélez Sarsfield sistematizó las leyes que ordenaban a
la sociedad, muchas de ellas vigentes desde la época colonial. De manera similar, se
sancionaron el Código Penal y el de Comercio.

También se establecieron normas referidas a la economía, la población y la


educación. Para hacerlas cumplir, el Estado nacional debía contar con el control de la
fuerza pública. Por ese motivo, se tomaron medidas para organizar el Ejército y
profesionalizar el cuerpo de oficiales. Ése fue el brazo armado por medio del cual la
autoridad central se impuso sobre los dirigentes provinciales que no querían reconocerla. Al
término de este período, el Estado se había consolidado luego de un proceso nada sencillo.
Sin embargo, a pesar de que los liberales habían logrado imponerse en 1862, quedaban en
pie problemas y resistencias de muy difícil solución.

Los conflictos internos e internacionales

Fueron varios los enfrentamientos que los hombres del interior llevaron a cabo contra
el gobierno nacional. Caudillos como el riojano Ángel Chacho Peñaloza o el catamarqueño
Felipe Varela contaron con la adhesión de otros dirigentes y de un sector del pueblo. El
reclamo se debía a que en muchas provincias se vivía en condiciones de pobreza absoluta.
El pueblo veía en los caudillos una defensa contra los abusos del poder central. Resistían,
así, a lo que consideraban un atropello a las autonomías provinciales.

Durante la presidencia de Bartolomé Mitre, los levantamientos fueron duramente


reprimidos. Lo mismo sucedió en el gobierno de Domingo F. Sarmiento con Ricardo López
Jordán. Este caudillo entrerriano -antiguo lugarteniente de Urquiza-, desencantado con la
política conciliadora, realizó tres revoluciones para tomar el poder en su provincia.

Las rebeliones internas no fueron los únicos obstáculos; se combinaron con una
guerra Internacional. En pleno proceso de organización, el gobierno argentino, aliado con
Uruguay y el Brasil, participó en una guerra contra el Paraguay, que se prolongó durante
cinco años. La Triple Alianza unió en un tratado a la Argentina, Uruguay y el Brasil contra
Francisco Solano López, el presidente paraguayo.

Las razones del enfrentamiento fueron diversas: fronteras que todavía no estaban
delimitadas, ambiciones territoriales, intereses económicos y comerciales. Bartolomé Mitre
dirigió el Ejército, mientras que las fuerzas navales eran comandadas por los brasileños.
Pese a lo previsto, el conflicto se extendió más allá de su gobierno. Finalmente, durante la
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presidencia de Sarmiento, finalizó la contienda. El Paraguay fue derrotado y perdió gran


parte de su población. La resolución del conflicto llevó a que se fijara el límite entre la
Argentina y el Paraguay, y que la Argentina incorporara parte de la zona chaqueña.

La guerra fue muy impopular. Los recursos que se gastaron en ella llevaron a
abandonar tareas básicas, como la defensa de la frontera con los indígenas y la realización
de obras imprescindibles.

El gran número de dificultades por las que tuvo que atravesar la organización del
Estado demostraba que la vida política estaba aún muy lejos de ordenarse. La llegada de
Nicolás Avellaneda a la presidencia en 1874 provocó una rebelión encabezada por
Bartolomé Mitre. El ex presidente argumentaba que había habido fraude en las elecciones.
Mitre fue derrotado nuevamente y se estableció la conciliación. Sin embargo, el final del
mandato de Avellaneda fue cuestionado por la revolución de Carlos Tejedor, el candidato
que había perdido frente a Julio A. Roca en las elecciones para la sucesión. El triunfo de
este último en un enfrentamiento sangriento en las calles porteñas terminó con una cuestión
pendiente desde 1862: cuál sería la capital de la Nación.

La expansión de la línea de frontera

Entre las cuestiones que debía tratar el Estado nacional, estaba la relación con los
Indígena: Estos nativos vivían del otro lado de una línea de frontera apenas defendida por
fortines y poblaciones que eran atacadas con frecuencia. Los vínculos, a veces, eran
pacíficos. Por ejemplo, algunos aborígenes -a los que se llamaba indios amigos- solían
ayudar a los ejércitos provinciales o comerciaban con los pobladores. Otras veces, las
relaciones estaban marcadas por la violencia. Los malones -nombre que recibían las
incursiones de los indígenas- solían arrasar las poblaciones de interior de la frontera, y
llevarse cautivos y ganado como botín. Esto ocurría cada vez que el Estado nacional estaba
debilitado por luchas internas.

La inseguridad de los habitantes de esos territorios y la necesidad de incorporar


nuevas tierra; para la cría de ganado originaron varias expediciones del Ejército. Esas
empresas no siempre resultaron exitosas. El predominio que ejercía el cacique Calfucurá
sobre los araucanos y otros pueblo; parecía difícil de vencer. Por eso, en 1877, el ministro
de Guerra del presidente Avellaneda, Adolfo Alsina, proyectó un plan defensivo para
detenerlos. Se trataba de una gran zanja que uniría lo: fuertes ubicados al oeste de la
provincia de Buenos Aires, los cuales estarían comunicados con le ciudad mediante el
telégrafo.

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La medida fracasó y el nuevo ministro, el general Julio Roca, ideó un plan ofensivo,
que consistía en atacar desde varios frentes a los pueblos aborígenes y avanzar sobre su
territorio. La llamada Campaña al desierto se llevó a cabo entre 1878 y 1879, y llegó hasta
el río Negro. El Ejército nacional aprovechó los recientes avances tecnológicos (como el
telégrafo, el rifle Remington y el desarrollo de ferrocarril) y los indígenas fueron
rápidamente derrotados. Según datos oficiales, del Departamento de Guerra y Marina, de
2000 combatientes indígenas murieron 1319. Además, más de 10 mil nativos fueron
tomados prisioneros, evacuados de sus tierras y ubicados en reservas.

La riqueza que suponía la cría de ganado era un fuerte impulso para la ocupación de nuevas
tierras. Se incorporaron, así, varios cientos de miles de hectáreas, en su mayoría fértiles. Sin
embargo, también se perdieron muchas vidas y culturas nativas, que no pudieron
recuperarse.

LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO NACIONAL II


(1862-1880)

La incorporación al orden mundial (1862-1880). Bases y puntos de partida

A partir de 1850, el desarrollo del capitalismo industrial de los países centrales —


especialmente de Inglaterra— impulsó una transformación sin precedentes que produjo una
ampliación de los mercados y una integración económica que estableció un nuevo orden

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mundial. Se imponía a partir de entonces una división internacional del trabajo, donde los
países industrializados se orientaban hacia el desarrollo tecnológico y a la producción de
productos manufacturados, y las economías periféricas, al mismo tiempo que se
especializaban en la provisión de materias primas (especialmente de alimentos), constituían
mercados capaces de absorber bienes elaborados, capitales y excedentes de población. Esta
particular situación, dio lugar a un nuevo modo de dependencia que reformulaba,
adaptándolo a las nuevas circunstancias, el antiguo lazo que unía a las metrópolis con sus
colonias, y que muchos identifican con el nombre de «orden neocolonial». Durante los
primeros treinta años de la segunda mitad del siglo XIX la Argentina, que potencialmente
poseía ventajas comparativas expectantes para insertarse en el modelo, pondría en marcha
profundas transformaciones que permitirían sentar las bases de lo que se ha denominado
una economía primaria exportadora. La creciente demanda movilizaba la toma de
decisiones que permitieran el crecimiento cuantitativo —y hasta cualitativo, dado que
recién en las postrimerías de esta etapa tímidamente comienza a desarrollarse la agricultura
— de la producción. La modernización —tal era el nombre con que se denominaba
genéricamente a los requisitos estructurales del modelo— se apoyaba en una necesidad de
ampliar el espacio productivo, poblándolo, y realizando las inversiones necesarias para
activarlo. Los capitales y la mano de obra llegarían desde Europa, pero era el Estado
Nacional el que debía crear una estructura orgánica que garantizase y auspiciase ese
desarrollo. Para poder responder a las demandas de las economías metropolitanas era
necesaria la presencia de un Estado moderno que concentrara el poder y pusiese fin a la
anarquía, requisito indispensable para garantizar el funcionamiento del modelo. Esta
instancia no sólo significaba terminar con la oposición de aquellos sectores que adherían al
antiguo ideario federal, sino que requería de la formación o reafirmación de grupos que
desde el interior compartieran y usufructuaran el proyecto. Las tres primeras presidencias
nacionales que abarcan el período de tiempo comprendido entre 1862 y 1880, más allá de
sus diferencias con respecto a los medios, presentan rasgos comunes con respecto a los
objetivos. Progreso y civilización fueron consignas compartidas por el grupo dominante, e
incluían, entre otras cosas, un tácito acuerdo con respecto a cuestiones tales como
inmigración, inversiones, transportes, educación y expansión del espacio productivo.
Las ventajas comparativas que poseía el litoral para convertirse en una economía
primaria exportadora que encontraba mercados con demanda creciente, impulsaba a la
expansión de la producción. De este modo, el avance sobre las áreas «vacías», a más de

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afianzar el control estatal sobre el territorio, permitiría ampliar el espectro de la producción.


Esta decisión no hacía más que corroborar la necesidad de poblar. La inmigración,
encarada por diversos medios y con ímpetu creciente durante todo este período, a la vez
que aportaba la fuerza laboral requerida, cumplía, aunque en grado menor, con la necesidad
de crear las condiciones para la expansión de un mínimo mercado consumidor que
contribuyera a equilibrar la balanza comercial con los países centrales. A excepción de
algunos pocos productos provenientes de las economías regionales que pudieron adaptarse
a las nuevas circunstancias, la actividad se concentró progresivamente en el litoral y sus
áreas circundantes, que no sólo usufructuó sus ventajosas condiciones productivas sino que
poco a poco monopolizó la posibilidad de ser el agente comercializador de toda esta
circulación. El ferrocarril, que contribuyó de modo decisivo en este proceso de
concentración del poder político y económico, fue el centro de atención de los capitales
extranjeros que auspiciaban el proyecto de modernización.

Tierra mía

La favorable coyuntura internacional puso de manifiesto la imperiosa necesidad de


ampliar el espacio productivo. A lo largo de la década de 1850, gracias al desarrollo de la
industria textil en Europa y Estados Unidos, la lana comenzó a ganar un lugar de privilegio
dentro de las exportaciones argentinas superando progresivamente a los productos que
tradicionalmente provenían de la explotación del ganado vacuno.
Este proceso de «merinización», que más tarde respondiendo a la variación de la
demanda incorporaría otras razas como la Lincoln, se extendería hasta la última década del
siglo XIX, cuando comenzaría a ceder frente al renovado impulso del vacuno —gracias al
frigorífico —y la expansión cerealera—. Este notable desarrollo fue factible gracias a que
existía la posibilidad de incrementar la producción con un costo muy bajo dada la
abundancia, calidad y baratura de la tierra. El avance sobre los «espacios vacíos» —vacíos
de «progreso» pero habitados por aborígenes o paisanos que se resistían a el— fue
encarado durante este período con una convicción que no vaciló en implementar los
métodos más variados. Esta tarea —que ya había comenzado en Buenos Aires y en la
Confederación durante los años de la secesión— constituyó una de las principales
preocupaciones de las tres primeras administraciones nacionales, que oscilaron entre
políticas de expansión progresiva, como la «zanja» de Alsina, y la acción decidida y rápida

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como la que pretendió ensayar Mitre y finalmente llevó a la práctica de modo expeditivo
Roca hacia 1880. Ya antes de la conquista del desierto, la consolidación de la frontera sur
de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza, le permitió al Estado disponer
de millones de hectáreas de tierra pública que, conforme a los principios liberales
imperantes, a través de diversos mecanismos trasladó a manos privadas y garantizó su
propiedad. Aún cuando desde el punto de vista programático procuró que la misma se
transformara en un elemento que actuará como incentivo del proceso inmigratorio, a
excepción de algunos proyectos impulsados por el Estado nacional y algunos estados
provinciales que permitieron a pequeños y medianos productores un limitado acceso a la
tierra, el negocio quedó en manos de grandes inversores que haciendo oídos sordos a las
condiciones impuestas por el Estado prefirieron conservarla para el arrendamiento o
aparcería. Si la intención era poblar los espacios vacíos —que pronto se ensancharían con
la conquista del desierto— la voluntad no era del todo compatible con la práctica, dado que
el acceso a la propiedad de la tierra fue más declamado que practicado. Abundaron
arrendatarios y aparceros (que iban a partido en condiciones variables según tiempo y lugar
con los propietarios) que obtuvieron beneficios atractivos durante las etapas prósperas, pero
que no soportaron las crisis que periódicamente aparecían.
A medida que se afirmaba la economía primaria exportadora gracias a la expansión del
ferrocarril y una incipiente diversificación productiva que lentamente permitiría el
resurgimiento del ganado vacuno y el desarrollo de la agricultura a gran escala, la tierra en
principio barata, iría aumentando su valor hasta convertirse en fuente de inversiones y
especulación durante la década siguiente.

A todo vapor

Los adelantos que se produjeron en materia de transporte fueron también un elemento


primordial para explicar la incorporación de la pampa húmeda a la economía internacional.
A lo largo de este período los vapores que comenzaron a cruzar el Atlántico acortaron
distancias y abarataron los costos de flete. Pero para que la producción de un espacio cada
vez más dilatado llegara a los puertos de embarque del litoral en tiempo y costos ajustados
a la demanda, era necesario modernizar los medios de transporte interno. La expansión del
ferrocarril, que sería espectacular durante los años que siguieron a 1880, comenzó durante
esta etapa a marcar el rumbo. Hacia 1880 existían poco más de 2500 kilómetros de vías

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férreas de las cuales casi la mitad se encontraban en manos del Estado Nacional
(Ferrocarril Andino y el Central Córdoba) y provincial (Ferrocarril del oeste que pertenecía
a Buenos Aires) y el resto en manos privadas (como por ejemplo el del Sud, el de
Ensenada, o el de Buenos Aires-Rosario, entre otros) todos ellos abocados a dar salida a la
producción agropecuaria de la pampa húmeda. Cuando las inversiones eran privadas, la
rentabilidad de las empresas ferroviarias estaba asegurada por el Estado, quien no sólo
garantizaba un siete por ciento de utilidades sobre la inversión, sino que además, entre
otros subsidios, otorgaba a las compañías generosas extensiones de tierras linderas a los
rieles y las terminales. Pero las ventajas para quienes se aprestaban a estrechar los vínculos
con esta economía «en vías de desarrollo» no se agotaban en estas instancias: el ferrocarril
permitía la inversión de capitales —ya sea de forma directa o, de tratarse de un
emprendimiento estatal, a través del crédito—, generaba nuevos mercados para ubicar la
producción metalúrgica y el carbón, que además abarataba el flete del retorno con
productos agrícolas.

Un llamado a «los desheredados del planeta».

La falta de población fue uno de los principales problemas que afectaba a la


economía. Las continuas guerras suponían pérdidas irreparables. La mitad de los hogares
del interior estaban a cargo de mujeres solas con hijos y otros parientes. La provincia de
Buenos Aires y las del Litoral atraían, además, a los habitantes del interior que buscaban
trabajo. Sin embargo, esto no era suficiente. De ahí que intelectuales como Domingo F.
Sarmiento o Juan B. Alberdi vieran en la inmigración europea una solución para éste y
otros problemas.

La situación internacional era favorable. En efecto, miles de europeos abandonaban


sus países con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida al otro lado del Atlántico.
La Argentina comenzó a recibir los primeros inmigrantes durante el gobierno de Rosas.
Con el tiempo, la afluencia fue cada vez mayor.

El progreso y la modernización tal como eran entendidos en la época exigía una


generosa y abundante inmigración que aportara la mano de obra e industriosidad que
demandaba la expansión económica. En un momento donde Europa expulsaba gente, la
constitución de 1853 le abría la puerta y la invitaba, y uno de sus principales mentores,
Juan Bautista Alberdi, no se cansaba de repetir —junto con otras apreciaciones que al
presente serían consideradas menos progresistas con respecto al origen y cualidades de los

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inmigrantes— que gobernar era poblar. Ya durante los años de la secesión, la


Confederación había ensayado proyectos para radicar colonos en la provincia de Santa Fe y
Entre Ríos, estrategia que durante los años posteriores sería puesta en práctica en otras
provincias como Buenos Aires y Córdoba a través del Estado y de empresas privadas. De
todos modos la inmigración «espontanea», convalidada y auspiciada por la Ley de
Inmigración de 1876, se convertiría con el correr de los años en el elemento decisivo del
crecimiento demográfico. Si bien la ley ofrecía al inmigrante ciertos beneficios (hospedaje
durante los primeros días, traslado gratuito desde Buenos Aires a los lugares de destino,
apoyo económico, etc.) el acceso a la propiedad de la tierra era una instancia prevista —«El
Poder ejecutivo establecerá oportunamente una Oficina de Tierras y Colonias...»— que en
la práctica encontró serias dificultades, al punto que muchos de ellos prefirieron buscar en
las ciudades las posibilidades que el campo les negaba. De este modo, comenzaba un
proceso inmigratorio que se prolongaría durante las tres décadas que siguieron a 1880, y
que, a despecho de Alberdi, atrajo en primer lugar italianos, españoles y franceses, pero
cada vez menos europeos del norte.

Estado reservado

Durante este período, la expansión capitalista sentó las bases del desarrollo económico
que la Argentina registraría durante la etapa siguiente. No obstante, aún cuando la
confianza en el porvenir parecía crecer al ritmo del volumen de las exportaciones de lana,
empezaban a aparecer los efectos «imprevistos» de la dinámica del modelo. El flamante
Estado Nacional no sólo había procurado crear las bases y garantías jurídicas del progreso
atendiendo a la potencialidad económica de la región pampeana, sino que además ponía a
su servicio todos sus recursos para que esto fuese posible. Esto en la práctica implicaba un
alto costo operativo que permitiera sostener, entre otras cosas, la ampliación del aparato
burocrático, la realización de costosas obras públicas —puertos, ferrocarriles, edificios
públicos—, y el respaldo de «generosas» entidades financieras que se encargaban de
otorgar el crédito y subsidios necesarios para la modernización. Pero sus ingresos
dependían casi exclusivamente de las rentas fiscales obtenidas del comercio exterior, y
cómo sus gastos corrientes absorbían esto y mucho más, no dudaba a la hora de recurrir al
endeudamiento externo e interno. Este frágil equilibrio derivaba en circunstancias fatídicas
cuando alguna crisis en algún lejano país, provocaba una caída en los precios de nuestros

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productos exportables: ¿Cómo se podía sostener entonces el nivel de importaciones


(necesarias y «de las otras»)? ¿Cómo se podían afrontar los servicios financieros de la
deuda? En una economía cada vez más integrada, la crisis que en 1873 afectó a la bolsa de
Viena y de Nueva York (que no era la primera y por cierto tampoco la última), se expandió
por occidente y constituyó un serio problema para el gobierno de Avellaneda que,
fuertemente endeudado, observaba espantado como bajaban los precios de los productos
agrícolas. Si bien en un principio amenazó con la cesación de pagos a los acreedores
externos, posteriormente prefirió priorizar estos compromisos mediante una política de
ajuste (despido de empleados públicos y rebaja de salarios) e implementar un aumento de
los aranceles aduaneros que obstaculizaban la entrada de algunos productos extranjeros.
Frente a esta circunstancia, ciertos sectores de la dirigencia local entre los que se
contaban Vicente Fidel López y Carlos Pellegrini, aprovecharon los debates parlamentarios
de 1875 y 1876 para agitar las banderas de un proteccionismo económico que más allá de
la coyuntura alentaba al desarrollo industrial. De hecho, aún en épocas de bonanza, los
términos que imponía el nuevo orden favorecían el ingreso de un aluvión de productos y
mercaderías que no dejaban, en condiciones de mercado libre, espacio para las poco
competitivas manufacturas del interior. A excepción de Mendoza y Tucumán en donde el
vino y el azúcar (previa protección estatal) encontraban posibilidades de exportación, el
resto de las provincias menos dotadas para la actividad agropecuaria —ya sea por carecer
de ventajas naturales o por cuestiones de distancia de los centros de embarque— no podía
hacer frente a las reglas del mercado. Avellaneda había prometido superar las dificultades
ahorrando sobre «el hambre y la sed de los argentinos» y los acreedores externos sabían
que no los iba a defraudar No sólo lo siguieron, sino que hasta le extendieron nuevos
préstamos para recomponer la situación.
A mediados de 1876 comenzaron a evidenciarse signos de recuperación, y una vez
pasada la crisis y con nuevos augurios para el porvenir entre los que se destacaba la llegada
del buque Le Frigorifique —primer ensayo de transporte de carne congelada—, el debate
«proteccionismo industrialista» versus «librecambio» quedó archivado. No era de extrañar
tal decisión cuando la elite dirigente, estrechamente ligada a las actividades agropecuarias
y al comercio exterior, debía en gran medida su posición expectante a las características del
modelo. Pero el Estado, que cargó con la onerosa tarea de crear las bases del cambio, en
repetidas ocasiones quedó al borde de la bancarrota. En una economía tan abierta y tan
dependiente del comportamiento fluctuante de los mercados y de la suerte de los precios

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comparativos de los productos exportables, su rol de garante de rígidos compromisos lo


colocaba en una situación financiera y económica poco envidiable que lo empujaba al
endeudamiento o a la emisión de papel moneda sin respaldo.

El ciclo lanar

Junto con el vacuno criollo (sin mestizar), la cría de ovejas, que se había extendido
desde mediados de 1840 en los campos del norte bonaerense, era una de las actividades más
rentables.

La producción de lana para la exportación a países industrializados como Bélgica,


Alemania, Francia o los Estados Unidos enriquecía a hacendados y, en menor medida, a
medianos y pequeños productores. En efecto, ya no se necesitaban grandes extensiones de
tierra: donde antes pastaba un vacuno, ahora podían hacerlo cuatro ovejas. En cambio, se
requerían más trabajadores para la variedad de labores implicadas. Los inmigrantes-en
especial, irlandeses-tuvieron un lugar importante en el proceso. Las tierras más ricas eran
ocupadas por esta forma de producción. Se inauguró, así, el denominado ciclo del lanar

Hasta 1880, la mitad de las exportaciones estaban compuestas por lana y cuero de
oveja, que se agregaron a los tradicionales productos derivados del vacuno (cuero, tasajo o
sebo). Ello supuso un gran aumento de los ingresos. Buena parte de estas entradas se
utilizaron para importar herramientas, equipamiento para el tendido del ferrocarril, y
también bienes de consumo y artículos de lujo desde Europa.

Transformaciones sociales. Crecen las expectativas

Los cambios que se operaban en la economía argentina en virtud de su progresiva


integración al nuevo orden mundial movilizaron profundas transformaciones en su
estructura social. Aunque muchos han considerado a este período como una transición
entre el fin del rosismo y la consolidación del Estado nacional, estudios recientes prefieren
señalar que se trata de una etapa fundamental, puesto que es durante esos años cuando se
sientan las bases de la sociedad burguesa que caracterizaría a «la república conservadora».
El nuevo orden social que se gestaba no se asentaba en el vacío, y los treinta años que
siguieron a Caseros fueron el escenario en el cual se reformularon, ajustándose a las nuevas
circunstancias, las relaciones entre los distintos actores sociales. Fue sobre todo en la
pampa húmeda donde las rápidas transformaciones económicas atrajeron nuevos

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pobladores —inmigración europea y criollos que desde el interior se desplazaban hacia el


litoral— que, tanto en el ámbito rural como en el urbano, obligaron a redefinir los
contornos de una estructura social cada vez más diversificada.
Como se ha señalado, una de las claves del proceso fue la expansión del espacio
productivo, que durante este período permitió previo paso por las manos del Estado, la
conversión de la tierra «vacía» en propiedad privada. Este proceso, que en esta etapa
coincidió con el apogeo del ganado ovino, no sólo benefició a los antiguos terratenientes
sino que reforzó la tendencia iniciada desde hacía décadas atrayendo capitales que
provenían del ámbito comercial y financiero.
Esta concentración de poder económico, frecuentemente asociada al poder político y
estrechamente ligada a los intereses extranjeros, permitió que esta burguesía más
«empresaria» que «estanciera» conformara una elite que se consolidaría definitivamente a
partir de 1880.
Pero el rápido desarrollo de esta economía primaria exportadora permitió también que
una variada gama de grupos subalternos encontraran francas posibilidades de ascenso
social. Si bien como ya se ha señalado el acceso a la propiedad de la tierra estuvo
fuertemente orientado hacia el entorno del poder y en la mayoría de los casos vedado para
el inmigrante o el criollo pobre, existieron canales a través de los cuales estos sectores
sociales pudieron trabajar la tierra y usufructuar parte de su rentabilidad. En el ámbito
rural, la prosperidad generó instancias de ascenso económico —en la mayoría de los casos
algo precarias— que permitieron el surgimiento de sectores sociales intermedios que
ocuparon el espacio que mediaba entre el estanciero y el peón o el jornalero.
Arrendatarios, aparceros y en menor medida pequeños propietarios, haciendo uso de la
mano de obra familiar fueron en parte responsables importantes de esta primera etapa de la
modernización. De este modo, las posibilidades de ascenso económico no ponían en tela de
juicio los atributos de la naciente oligarquía que, sin arriesgar la propiedad de la tierra y sin
realizar grandes inversiones, aumentaba la producción que en última instancia expandía los
circuitos comerciales y especulativos que consolidaban su posición dentro de la estructura
económica y social. La ampliación del mercado interno contribuyó al desarrollo de
actividades terciarias que multiplicaron aún más la variedad del panorama rural que,
además de «estancieros y gauchos» posibilitó la inserción de diversos actores sociales que
han ocupado la atención de los últimos trabajos sobre el tema.
La inmigración contribuyó de modo decisivo al crecimiento demográfico que la

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Argentina experimentó a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y aún cuando gran parte
de los inmigrantes que entraban al país permanecían en él durante poco tiempo, el período
que media entre 1859 y 1880 arrojó un saldo favorable de poco más de 170 000. El
desarrollo mercantil y administrativo de la ciudad de Buenos Aires —y en menor medida
de otras ciudades como Rosario y Córdoba— favoreció la radicación de gran parte de estos
contingentes que se incorporaron al proceso de urbanización como mano de obra asalariada
o como artesanos. Aunque de modo más lento que en el ámbito rural, el impacto
inmigratorio urbano propiciaría profundas transformaciones culturales que alcanzarían su
pleno desarrollo durante la etapa siguiente.

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