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Después de Caseros
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Instituto León XIII Historia – 4º año
defendía la causa federal bajo una constitución que respetara las autonomías de las
provincias.
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Ante la falta de acuerdo, durante casi una década coexistieron dos Estados separados:
la Confederación Argentina, con capital provisoria en la ciudad de Paraná, y la provincia de
Buenos Aires, que dictó su propia constitución.
Buenos Aires era la puerta de entrada y salida de los pro-ductos de todas las
provincias. Una vez conformado un poder central, también la Aduana y el puerto debían
nacionalizarse, tal como establecía la Constitución de la Nación Argentina. Sin embargo,
los liberales porteños no lo creían así y consideraban que esa fuente de recursos les
correspondía. Entre ellos, sólo Bartolomé Mitre veía la necesidad de que la Nación
predominase sobre las provincias, entre las que también incluía a Buenos Aires.
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Las partes decidieron firmar el Pacto de San José de Flores, en el que se estableció la
incorporación de Buenos Aires a la Confederación y la entrega de la Aduana a la Nación. A
cambio, los porteños podían revisar la Constitución y proponer modificaciones. En 1860, se
realizó la primera reforma constitucional.
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periodistas, médicos y curas del alto clero-, así como aquellos que pertenecían a familias
reconocidas pasaron a ocupar funciones en el Estado y se destacaron en la política.
Fueron varios los enfrentamientos que los hombres del interior llevaron a cabo contra
el gobierno nacional. Caudillos como el riojano Ángel Chacho Peñaloza o el catamarqueño
Felipe Varela contaron con la adhesión de otros dirigentes y de un sector del pueblo. El
reclamo se debía a que en muchas provincias se vivía en condiciones de pobreza absoluta.
El pueblo veía en los caudillos una defensa contra los abusos del poder central. Resistían,
así, a lo que consideraban un atropello a las autonomías provinciales.
Las rebeliones internas no fueron los únicos obstáculos; se combinaron con una
guerra Internacional. En pleno proceso de organización, el gobierno argentino, aliado con
Uruguay y el Brasil, participó en una guerra contra el Paraguay, que se prolongó durante
cinco años. La Triple Alianza unió en un tratado a la Argentina, Uruguay y el Brasil contra
Francisco Solano López, el presidente paraguayo.
Las razones del enfrentamiento fueron diversas: fronteras que todavía no estaban
delimitadas, ambiciones territoriales, intereses económicos y comerciales. Bartolomé Mitre
dirigió el Ejército, mientras que las fuerzas navales eran comandadas por los brasileños.
Pese a lo previsto, el conflicto se extendió más allá de su gobierno. Finalmente, durante la
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La guerra fue muy impopular. Los recursos que se gastaron en ella llevaron a
abandonar tareas básicas, como la defensa de la frontera con los indígenas y la realización
de obras imprescindibles.
El gran número de dificultades por las que tuvo que atravesar la organización del
Estado demostraba que la vida política estaba aún muy lejos de ordenarse. La llegada de
Nicolás Avellaneda a la presidencia en 1874 provocó una rebelión encabezada por
Bartolomé Mitre. El ex presidente argumentaba que había habido fraude en las elecciones.
Mitre fue derrotado nuevamente y se estableció la conciliación. Sin embargo, el final del
mandato de Avellaneda fue cuestionado por la revolución de Carlos Tejedor, el candidato
que había perdido frente a Julio A. Roca en las elecciones para la sucesión. El triunfo de
este último en un enfrentamiento sangriento en las calles porteñas terminó con una cuestión
pendiente desde 1862: cuál sería la capital de la Nación.
Entre las cuestiones que debía tratar el Estado nacional, estaba la relación con los
Indígena: Estos nativos vivían del otro lado de una línea de frontera apenas defendida por
fortines y poblaciones que eran atacadas con frecuencia. Los vínculos, a veces, eran
pacíficos. Por ejemplo, algunos aborígenes -a los que se llamaba indios amigos- solían
ayudar a los ejércitos provinciales o comerciaban con los pobladores. Otras veces, las
relaciones estaban marcadas por la violencia. Los malones -nombre que recibían las
incursiones de los indígenas- solían arrasar las poblaciones de interior de la frontera, y
llevarse cautivos y ganado como botín. Esto ocurría cada vez que el Estado nacional estaba
debilitado por luchas internas.
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La medida fracasó y el nuevo ministro, el general Julio Roca, ideó un plan ofensivo,
que consistía en atacar desde varios frentes a los pueblos aborígenes y avanzar sobre su
territorio. La llamada Campaña al desierto se llevó a cabo entre 1878 y 1879, y llegó hasta
el río Negro. El Ejército nacional aprovechó los recientes avances tecnológicos (como el
telégrafo, el rifle Remington y el desarrollo de ferrocarril) y los indígenas fueron
rápidamente derrotados. Según datos oficiales, del Departamento de Guerra y Marina, de
2000 combatientes indígenas murieron 1319. Además, más de 10 mil nativos fueron
tomados prisioneros, evacuados de sus tierras y ubicados en reservas.
La riqueza que suponía la cría de ganado era un fuerte impulso para la ocupación de nuevas
tierras. Se incorporaron, así, varios cientos de miles de hectáreas, en su mayoría fértiles. Sin
embargo, también se perdieron muchas vidas y culturas nativas, que no pudieron
recuperarse.
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mundial. Se imponía a partir de entonces una división internacional del trabajo, donde los
países industrializados se orientaban hacia el desarrollo tecnológico y a la producción de
productos manufacturados, y las economías periféricas, al mismo tiempo que se
especializaban en la provisión de materias primas (especialmente de alimentos), constituían
mercados capaces de absorber bienes elaborados, capitales y excedentes de población. Esta
particular situación, dio lugar a un nuevo modo de dependencia que reformulaba,
adaptándolo a las nuevas circunstancias, el antiguo lazo que unía a las metrópolis con sus
colonias, y que muchos identifican con el nombre de «orden neocolonial». Durante los
primeros treinta años de la segunda mitad del siglo XIX la Argentina, que potencialmente
poseía ventajas comparativas expectantes para insertarse en el modelo, pondría en marcha
profundas transformaciones que permitirían sentar las bases de lo que se ha denominado
una economía primaria exportadora. La creciente demanda movilizaba la toma de
decisiones que permitieran el crecimiento cuantitativo —y hasta cualitativo, dado que
recién en las postrimerías de esta etapa tímidamente comienza a desarrollarse la agricultura
— de la producción. La modernización —tal era el nombre con que se denominaba
genéricamente a los requisitos estructurales del modelo— se apoyaba en una necesidad de
ampliar el espacio productivo, poblándolo, y realizando las inversiones necesarias para
activarlo. Los capitales y la mano de obra llegarían desde Europa, pero era el Estado
Nacional el que debía crear una estructura orgánica que garantizase y auspiciase ese
desarrollo. Para poder responder a las demandas de las economías metropolitanas era
necesaria la presencia de un Estado moderno que concentrara el poder y pusiese fin a la
anarquía, requisito indispensable para garantizar el funcionamiento del modelo. Esta
instancia no sólo significaba terminar con la oposición de aquellos sectores que adherían al
antiguo ideario federal, sino que requería de la formación o reafirmación de grupos que
desde el interior compartieran y usufructuaran el proyecto. Las tres primeras presidencias
nacionales que abarcan el período de tiempo comprendido entre 1862 y 1880, más allá de
sus diferencias con respecto a los medios, presentan rasgos comunes con respecto a los
objetivos. Progreso y civilización fueron consignas compartidas por el grupo dominante, e
incluían, entre otras cosas, un tácito acuerdo con respecto a cuestiones tales como
inmigración, inversiones, transportes, educación y expansión del espacio productivo.
Las ventajas comparativas que poseía el litoral para convertirse en una economía
primaria exportadora que encontraba mercados con demanda creciente, impulsaba a la
expansión de la producción. De este modo, el avance sobre las áreas «vacías», a más de
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Tierra mía
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como la que pretendió ensayar Mitre y finalmente llevó a la práctica de modo expeditivo
Roca hacia 1880. Ya antes de la conquista del desierto, la consolidación de la frontera sur
de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza, le permitió al Estado disponer
de millones de hectáreas de tierra pública que, conforme a los principios liberales
imperantes, a través de diversos mecanismos trasladó a manos privadas y garantizó su
propiedad. Aún cuando desde el punto de vista programático procuró que la misma se
transformara en un elemento que actuará como incentivo del proceso inmigratorio, a
excepción de algunos proyectos impulsados por el Estado nacional y algunos estados
provinciales que permitieron a pequeños y medianos productores un limitado acceso a la
tierra, el negocio quedó en manos de grandes inversores que haciendo oídos sordos a las
condiciones impuestas por el Estado prefirieron conservarla para el arrendamiento o
aparcería. Si la intención era poblar los espacios vacíos —que pronto se ensancharían con
la conquista del desierto— la voluntad no era del todo compatible con la práctica, dado que
el acceso a la propiedad de la tierra fue más declamado que practicado. Abundaron
arrendatarios y aparceros (que iban a partido en condiciones variables según tiempo y lugar
con los propietarios) que obtuvieron beneficios atractivos durante las etapas prósperas, pero
que no soportaron las crisis que periódicamente aparecían.
A medida que se afirmaba la economía primaria exportadora gracias a la expansión del
ferrocarril y una incipiente diversificación productiva que lentamente permitiría el
resurgimiento del ganado vacuno y el desarrollo de la agricultura a gran escala, la tierra en
principio barata, iría aumentando su valor hasta convertirse en fuente de inversiones y
especulación durante la década siguiente.
A todo vapor
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férreas de las cuales casi la mitad se encontraban en manos del Estado Nacional
(Ferrocarril Andino y el Central Córdoba) y provincial (Ferrocarril del oeste que pertenecía
a Buenos Aires) y el resto en manos privadas (como por ejemplo el del Sud, el de
Ensenada, o el de Buenos Aires-Rosario, entre otros) todos ellos abocados a dar salida a la
producción agropecuaria de la pampa húmeda. Cuando las inversiones eran privadas, la
rentabilidad de las empresas ferroviarias estaba asegurada por el Estado, quien no sólo
garantizaba un siete por ciento de utilidades sobre la inversión, sino que además, entre
otros subsidios, otorgaba a las compañías generosas extensiones de tierras linderas a los
rieles y las terminales. Pero las ventajas para quienes se aprestaban a estrechar los vínculos
con esta economía «en vías de desarrollo» no se agotaban en estas instancias: el ferrocarril
permitía la inversión de capitales —ya sea de forma directa o, de tratarse de un
emprendimiento estatal, a través del crédito—, generaba nuevos mercados para ubicar la
producción metalúrgica y el carbón, que además abarataba el flete del retorno con
productos agrícolas.
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Estado reservado
Durante este período, la expansión capitalista sentó las bases del desarrollo económico
que la Argentina registraría durante la etapa siguiente. No obstante, aún cuando la
confianza en el porvenir parecía crecer al ritmo del volumen de las exportaciones de lana,
empezaban a aparecer los efectos «imprevistos» de la dinámica del modelo. El flamante
Estado Nacional no sólo había procurado crear las bases y garantías jurídicas del progreso
atendiendo a la potencialidad económica de la región pampeana, sino que además ponía a
su servicio todos sus recursos para que esto fuese posible. Esto en la práctica implicaba un
alto costo operativo que permitiera sostener, entre otras cosas, la ampliación del aparato
burocrático, la realización de costosas obras públicas —puertos, ferrocarriles, edificios
públicos—, y el respaldo de «generosas» entidades financieras que se encargaban de
otorgar el crédito y subsidios necesarios para la modernización. Pero sus ingresos
dependían casi exclusivamente de las rentas fiscales obtenidas del comercio exterior, y
cómo sus gastos corrientes absorbían esto y mucho más, no dudaba a la hora de recurrir al
endeudamiento externo e interno. Este frágil equilibrio derivaba en circunstancias fatídicas
cuando alguna crisis en algún lejano país, provocaba una caída en los precios de nuestros
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El ciclo lanar
Junto con el vacuno criollo (sin mestizar), la cría de ovejas, que se había extendido
desde mediados de 1840 en los campos del norte bonaerense, era una de las actividades más
rentables.
Hasta 1880, la mitad de las exportaciones estaban compuestas por lana y cuero de
oveja, que se agregaron a los tradicionales productos derivados del vacuno (cuero, tasajo o
sebo). Ello supuso un gran aumento de los ingresos. Buena parte de estas entradas se
utilizaron para importar herramientas, equipamiento para el tendido del ferrocarril, y
también bienes de consumo y artículos de lujo desde Europa.
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Argentina experimentó a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y aún cuando gran parte
de los inmigrantes que entraban al país permanecían en él durante poco tiempo, el período
que media entre 1859 y 1880 arrojó un saldo favorable de poco más de 170 000. El
desarrollo mercantil y administrativo de la ciudad de Buenos Aires —y en menor medida
de otras ciudades como Rosario y Córdoba— favoreció la radicación de gran parte de estos
contingentes que se incorporaron al proceso de urbanización como mano de obra asalariada
o como artesanos. Aunque de modo más lento que en el ámbito rural, el impacto
inmigratorio urbano propiciaría profundas transformaciones culturales que alcanzarían su
pleno desarrollo durante la etapa siguiente.
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