LOS “SIGNOS”: EXPRESIÓN “SACRAMENTAL” DE LA REVELACIÓN
(S. Pié Ninot, La Teología Fundamental, 303-308) El carácter “sacramental” de la Revelación a través de los signos Los “signos”: testimonio de la acción innovadora de Dios por Jesucristo
D. LOS “SIGNOS”: EXPRESIÓN “SACRAMENTAL” DE LA REVELACIÓN
I. EL CARÁCTER “SACRAMENTAL” DE LA REVELACIÓN A TRAVÉS DE LOS
SIGNOS La Dei Verbum acentúa repetidas veces la coordinación entre la palabra y el hecho en el acontecimiento de la revelación, nombrando en primer lugar las obras (gesta/opera/facta/quae fecit), como en DV 2, 14, 17 y 19, o las palabras (verba/quae docuit/dixit), como en DV 4 y 14. Aparece así claramente lo que, al presentar la última redacción de la Dei Verbum, el relator conciliar subrayó como el “carácter sacramental de la Revelación, puesto que la significación plena de las obras no se comprende sino por las palabras, es decir, por la palabra de Dios, la cual es, a su vez, ella misma un acontecimiento histórico”. De ahí que ambas cosas, el suceso y la palabra interpretativa, pertenecen a la historia y, por tanto, la revelación de Dios en la historia no es ni una simple conexión de sucesos, ni un mero acontecer interpretativo, sino un entrelazamiento constitutivo de ambos que manifiesta así su carácter "sacramental” entendido de forma genérica. Tal caracterización encuentra su razón de ser en un conocido texto de san Agustín que dice así: “accede la palabra al elemento y se convierte en sacramento, cual palabra visible” [accedit verbum ad elementum et fit sacramentum, tamquam visibile verbum: In loann 80,3:PL 37:969]. Es este marco “sacramental” que puede ayudar a situar una nueva teología de los “signos” ya que parte de su doble y constitutivo valor de obras/palabras, cuyos dos aspectos se iluminan mutuamente y constituyen propiamente la revelación histórica. Ahora bien, para comprender mejor este “carácter sacramental” de la revelación conviene profundizar sobre qué tipo de forma de acción de Dios en la historia representa dentro de las diversas formas de la actuación divina.
1. Las formas básicas de la acción de Dios
Se pueden distinguir cuatro formas fundamentales, e irreductibles entre sí, de la acción de Dios que, a su vez, constituyen cuatro grados ascendentes de autorevelación de Dios. Dentro de esta clasificación debe tenerse en cuenta que la verdadera intención de todo el obrar de Dios sólo puede conocerse en la Revelación de Jesucristo y que es el núcleo y centro de esa acción de Dios, que se sitúa en el tercer grado. He aquí, pues, estas cuatro formas de la acción de Dios: a-la acción creadora directa de Dios (creatio ex nibilo); b-la acción creadora universal y permanente de Dios, creatural- mente mediatizada por las “causas segundas” para la conservación y gobierno del mundo, (creatio continua); c-la acción particular e innovadora de Dios a través de personas o agentes humanos: es el núcleo de la acción reveladora y salvífica de Dios en la historia en la cual estos agentes humanos son “causas instrumentales” al ser elevados por la fuerza del mismo Dios a realizar un efecto que rebasa sus propias capacidades. Tal tipo de acción de Dios, que se manifiesta a través de “signos” (palabras/obras), tiene su centro en Jesucristo y se prolonga en la “realidad sacramental” que es la Iglesia y en el testimonio vivo de los cristianos; d-la acción innovadora de Dios sin ninguna mediatización humana: donde se sitúa la resurrección y la plenitud de vida, ya que supera el ámbito espacio-temporal del mundo terreno y es inalcanzable; sólo en este cuarto grado, ya alcanzado y manifiesto en la Resurrección de Jesús, aparece con plena claridad quién es Dios. En efecto, en la resurrección y en el cumplimiento final del Reino de Dios la intención que ha guiado desde el inicio y a todos niveles la acción de Dios en el mundo llegará a su plenitud en virtud de la misma gracia y don de Dios.
2. Los “signos” de la Revelación: testimonio de la acción innovadora de Dios por
Jesucristo Los signos de la Revelación se sitúan en el tercero de los grados de la acción de Dios: es decir, entre la creación propiamente dicha, y la creación continuada o conservación y gobierno del mundo, y el último y cuarto grado de la acción de Dios que se realiza sin ninguna mediatización. En efecto, los “signos” de la Revelación son expresión de la acción particular e innovadora de Dios a través de agentes humanos, que es lo propio a lo que se refiere el tercer grado de la acción de Dios y es en este ámbito que deben ser discernidos. En este sentido se excluyen, pues, los posibles “signos” que podrían ser propios la segunda forma de acción de Dios, es decir, de la conservación y gobierno del mundo (creatio continua), aunque la aplicación de la definición de san Agustín sobre los “milagros” como algo “insólito” pueda favorecer cierta ambigüedad a quien pretenda entenderla, la margen de su origen, como una definición en sí o esencialista. Así pues, queda claro que al tratar de los signos de la Revelación siempre existe una referencia no tanto al signo en sí, sino a su función para el creyente. En efecto, ya en la misma historia de la reflexión teológica de la función de los signos en el proceso creyente, aún en la misma Apologética neo-escolástica, quedaba clara la ubicación de tal tarea al tratar del acto de creer, aunque la visión extrinsecista de tales signos provocó una concepción prácticamente constringente de su función que difícilmente salvaba la gratuidad y sobrenaturalidad de la fe. Es así como se interpretaron las afirmaciones del Vaticano I, aunque posteriormente se ha matizado tal hermenéutica gracias al mejor conocimiento de las Actas conciliares, tal como se ha descrito ya al tratar del proceso creyente en el capítulo anterior. En este sentido el Vaticano II en una breve referencia a esta cuestión ha sintetizado esta mejor hermenéutica del Vaticano I al afirmar que los milagros de Jesús eran realizados “para suscitar y comprobar la fe de los oyentes, no para ejercer coacción sobre ellos” [Dignitatis humanae, n” 11], donde cita Mt 9,28s.; Me 9,23s.; 6,5s. y la Encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI. Precisamente este último texto ofrece por primera vez una reflexión del magisterio sobre el respeto de la libertad en la economía de los signos. En efecto, al tratar del diálogo eclesial Pablo VI propone como prototipo el diálogo de la revelación, especialmente manifiesto en los milagros que eran propuestos con un gran respeto para la libertad humana, ya que “el diálogo de la salvación no obligó físicamente a ninguno a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual, si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió (Mt 11,21), les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo, adoptando incluso la medida (Mt 12,38ss.) y la fuerza probativa de los milagros (Mt 13,13ss.) a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento”. Dentro de este marco se puede recordar, además, como la nueva reflexión que la teología fundamental sobre los signos ha relanzado después del Vaticano II, tiene, sin duda, un punto de referencia decisivo en el libro paradigmático de R. Latourelle, Cristo y la Iglesia, signos de salvación (1971), que representa el primer estudio sistemático post- conciliar donde se quiere retomar la dimensión apologética de la teología fundamental a partir de una recuperación de esta disciplina en clave claramente teológica, complementaria, a su vez, de la dimensión dogmática que la Dei Verbum ayudó a privilegiar. Este libro comparado con un manual inmediatamente previo al Vaticano II y tan sólo distante entre los dos de seis años -precisamente los años conciliares- pone de manifiesto el cambio experimentado. Se trata del estudio del profesor del Instituto Católico de Paris, Guy de Broglie, sucesor y discípulo de P. Rousselot, titulado, Los signos de credibilidad de la Revelación cristiana, publicado en 1964. En efecto, G. de Broglie ofrece una síntesis de todo el esfuerzo de la Apologética neo-escolástica sobre los signos de la Revelación cristiana los cuales pueden ser de dos formas: a) fundamentales y comunes: como son la enseñanza salvífica e infalible de la Iglesia; la grandeza de la doctrina propuesta; los efectos de la gracia que comporta la forma sublime de la vida y la vía empírica de la Iglesia; b) prodigiosos: el milagro y la profecía, éstos tratados ampliamente. Obsérvese que, aunque parezca sorprendente, no aparece la persona de Jesucristo y que la Iglesia no se la considera tanto en sí misma sino en cuanto por sus efectos. El milagro y la profecía son los signos por excelencia y a ellos se les concede la primacía y por esto se tratan ampliamente. A pesar de todo, de Broglie realiza un gran esfuerzo para presentar el mensaje cristiano y la misma persona de Cristo como un valor para el hombre con una visión renovada del acto de fe. En cambio, el libro de R. Latourelle, sintetiza el nuevo enfoque posibilitado por el Vaticano II y la teología que lo acompañó y, por esto, presenta los signos de la Revelación como dos estrechamente unidos entre sí: a) Cristo, como plenitud de la Revelación, fuente de inteligibilidad de todo otro signos y fuente de discernimiento, y b) la Iglesia, como signo de la salvación permanente en la historia, como signo paradójico de unidad, santidad e historicidad, y como expresión de varios signos para el hombre contemporáneo: la santidad, el testimonio y el martirio. Tal enfoque parte del proceso de personalización y del cristocentrismo de la Revelación en el Vaticano II, así como de la comprensión sacramental de la Iglesia, por esto concluye este estudio proponiendo una fórmula unificada: “el signo total que es Cristo-en-la- Iglesia”. La evolución, pues, es clara, y por esto no es extraño que, a partir de aquí, el tema del signo en la teología fundamental esté encontrando nuevos enfoques especialmente en el su concentración en Cristo como “mediador y plenitud de la Revelación” (DV 4). Por esto el milagro como signo de la acción de Dios es reconducido al contexto global de la revelación como autocomunicación de Dios realizada por gestos y palabras (DV 2.14.17).