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(voz) REVELACIÓN

en J. R. VILLAR (dir.), Diccionario teológico del Concilio Vaticano II, Eunsa,


Pamplona 2015, pp. 892-917.

Desde las fases preparatorias, el Concilio observó la necesidad de tratar el tema de la


Escritura junto con algunas cuestiones dogmáticas referentes a la revelación. Después
de una larga elaboración, que ocupó prácticamente todo el periodo conciliar, vio la luz
la constitución dogmática “Dei Verbum”, que tuvo hasta cinco redacciones diferentes.
Este largo itinerario es signo de la importancia que tenía para el Concilio el tema de la
revelación, así como también de las dificultades que hubo para que viera la luz este
destacable documento, promulgado el 18 de noviembre de 1965, pocas semanas antes
de que fuera concluido el Concilio.

El Concilio dedicó el primer capítulo de esta Constitución a exponer la naturaleza de la


revelación. Resulta significativo que quisiera ocuparse de la revelación misma, de su
naturaleza, porque anteriores textos magisteriales se habían interesado sobre todo por
el contenido de la revelación. Aquí expondremos la naturaleza de la revelación,
teniendo presente sobre todo este primer capítulo de “Dei Verbum”, aunque
aludiremos también a otros documentos conciliares que ocasionalmente se ocuparon
de la revelación. En un segundo momento, presentaremos las principales
profundizaciones y desarrollos de la doctrina conciliar.

La doctrina sobre la revelación divina que presenta el Vaticano II, como se indica en el
mismo proemio, “sigue las huellas” de lo dicho por el Concilio de Trento (Sesión IV:
Decreto sobre los libros sagrados; DH 1501-1505) y el Vaticano I (Const. Dogm. “Dei
Filius”; DH 3000-3045), como se indica en el mismo proemio. Su pensamiento, se debe
pues, ver en continuidad con el magisterio de estos concilios, si bien tanto el tono
positivo con que expone la doctrina, así como los términos con los que presenta la
revelación divina, son nuevos. Como comentó Karl Barth, lo que el Concilio Vaticano II
hizo fue “partir de la línea trazada por los dos concilios anteriores para continuarla”. Se
podría decir que el Vaticano II relee la enseñanza de los anteriores concilios en un
contexto sereno, alejado de toda polémica, con tono propositivo y con una perspectiva
más amplia.

1.- LA NATURALEZA DE LA REVELACIÓN

a) La revelación como un acontecimiento

Una característica destacable de la doctrina conciliar sobre la revelación es que viene


presentada como un acontecimiento. Antes que una “locutio” o instrucción de Dios
(Vaticano I), la revelación es un acontecimiento de diálogo en la historia por el que el
Dios Trino se revela a sí mismo invitando a los hombres a responder libremente y, de
esta manera, introducirlos en su propia vida.

Si nos fijamos en la terminología usada, advertimos que en el n. 6 de “Dei Verbum” se


explicita el término “revelación” con otros dos términos muy significativos:
“manifestar” y “comunicar”. Son términos que tienen a Dios como sujeto y como
objeto. De esta manera se pone de relieve que la revelación es, al mismo tiempo, auto-
manifestación y auto-comunicación de Dios. Otras palabras con las que se explica la
revelación ayudan a destacar su carácter personal como “hablar” (DV 2 y 4),
“conversar” (DV 2), “llamar” (DV 3), “instruir” (DV 3) y “testimoniar”(DV 3).

Con claridad se dice en DV 2 que el objeto de la revelación es Dios mismo y el misterio


de su voluntad. Dios es no sólo el origen, sino también el contenido de la revelación. La
revelación es auto-revelación, auto-comunicación personal y real de Dios en su
misterio íntimo. La revelación es un acto por el que Dios ha querido comunicar, no unas
verdades concretas, sino a sí mismo a los hombres. “Quiso Dios revelarse a Sí mismo”,
dice el texto conciliar. Ya el Concilio Vaticano I había señalado con acierto que Dios se
da a conocer a sí mismo, personalizando de esta manera la noción de revelación. “Dei
Verbum”, por su parte, destaca con más claridad el carácter personal de la revelación al
poner a Dios como sujeto y también como contenido. Antes que dar a conocer algo, es
Dios mismo quien se revela.

Ambos concilios vaticanos añaden también que, en la revelación, Dios manifiesta su


designio de salvación. “Dei Verbum” usa la expresión “misterio de su voluntad”
(“sacramentum suae voluntatis”), en lugar del término “decreto”, utilizado en el
Vaticano I. El término “sacramentum” es la traducción del vocablo “mysterion”, que
aparece en San Pablo para referirse al designio de salvación presente desde siempre en
la mente de Dios y que ha sido realizado en Cristo. El término “misterio” no sólo es más
bíblico, sino que también supone un cambio de perspectiva. La palabra “decreto” tiene
un sentido descendente, al expresar los designios de la voluntad de Dios; la palabra
“misterio” tiene sentido ascendente, orienta hacia el origen, hacia lo que los hombres
podemos conocer de Dios.

Otro aspecto importante es que este Dios que se revela sigue siendo un Dios
misterioso. La revelación acontece en el misterio. Al usar categorías y términos
personalistas, “Dei Verbum” evita usar el término “misterio” en plural, acentuando que
el misterio es Dios mismo (así en DV 2, 15, 17, 24). Ahora bien, siendo Dios un “Dios
oculto”, que trasciende siempre nuestra naturaleza creada, su revelación lleva consigo
aceptar “bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana” (n. 6, citando
a Vaticano I). “Dei Verbum” recurre a la terminología del primer Concilio Vaticano para
expresar la idea de que la revelación va siempre unida al misterio.
Con estos términos, el Concilio quiere superar la concepción teórico-doctrinal de la
revelación desarrollada por la neoescolástica y presente en los manuales de la época,
que entendía la revelación sobre todo como doctrina sobrenatural y misteriosa. El largo
itinerario de redacción de “Dei Verbum” refleja este cambio de concepción. El primer
esquema que se presentó en el aula llevaba el significativo título “De fontibus
revelationis” redactado por la Comisión teológica preparatoria, presidida por el
cardenal A. Ottaviani y con el profesor S. Tromp como secretario. En este texto la
revelación aparece como una “locutio Dei attestantis” externa y pública por la que se
comunican “los misterios de la salvación y las verdades conexas”. Desde el comienzo de
la discusión de este texto se puso de relieve la insatisfacción de los padres con el
esquema propuesto, pues mantenía el estilo docente escolástico, mostrándose ajeno a
las preocupaciones pastorales y carecía del estilo dialógico que pretendía el Concilio.
Finalmente, fue rechazado por la mayoría de padres conciliares, y acabó siendo
retirado por el Papa en noviembre de 1962. Aunque en el siguiente esquema, titulado
“De divina revelatione” (textus prior) se presentaba ya la revelación en términos
personales, seguía sin gustar. El cambio significativo se produjo a partir del tercer
esquema conocido como “textus emendatus”. En el mismo se introducía ya un capítulo
sobre la revelación en sí misma que, en lo que se refiere a la naturaleza de la
revelación, es muy semejante al que fue finalmente aprobado. Esta parte fue discutida
del 30 de septiembre al 2 de octubre de 1964. Las intervenciones de los padres
mostraban en general su aprobación, aunque proponían aclarar algunos puntos o
cambios en expresiones concretas. Los siguientes esquemas introducirán ya pocas
variantes, manteniendo la consideración de la naturaleza de la revelación como
autocomunicación de Dios.

b) La revelación, obra de toda la Trinidad

La revelación nace de un acto soberano de Dios, que en su libertad y amor, ha querido


salir de su silencio y desvelar su misterio a los hombres: “quiso Dios con su bondad y
sabiduría” (DV 2). Estamos ante un acto de gracia, ante un don del amor impredecible
de Dios. El Concilio puso la bondad en primer lugar –a diferencia del texto de Vaticano
I- para subrayar que es un acto que procede del amor de Dios. Se contempla la
revelación primordialmente en el horizonte del amor. La revelación es una expresión
“ad extra” del amor divino y su fin es edificar una comunión de vida en el amor.

Esta comunicación que se realiza por medio de la revelación es obra de toda la


Trinidad. El Dios que se revela no es un ser abstracto sino el Dios Trinitario. Si el
Concilio Vaticano I acentuaba el carácter teocéntrico de la revelación, el segundo
concilio Vaticano tiene particularmente presente el aspecto trinitario. La revelación es
entendida como una serie de intervenciones de las tres divinas personas, un sucederse
de encuentros personales de Dios Padre con la humanidad, por medio de la vida
terrena del Hijo y a través de la presencia del Espíritu Santo. Cada una de las personas
obra según lo que es en el seno de la Trinidad. El Padre tiene la iniciativa; Él es quien
envía al Hijo como revelador de su designio de amor y es quien da testimonio a favor
del Hijo y de su misión. El Hijo es la revelación suprema del Padre, la Palabra del Padre,
que cumple su voluntad y puede iniciar a los hombres en la vida de hijos. El Espíritu
Santo, en esta revelación, da poder y eficacia a la palabra, transformando el corazón
del hombre. Este mismo Espíritu ayuda a interiorizar la revelación, a aplicarla en la vida
y a actualizarla constantemente en la Iglesia.

Esta orientación trinitaria está presente desde las primeras líneas de la constitución
“Dei Verbum”, al recoger el texto 1 Jn 1, 2-3. El Dios vivo ha salido de su misterio y
gracias al signo de la humanidad de Cristo, hemos podido ver y escuchar al Verbo de la
vida, el cual nos abre a participar en la vida trinitaria. Con más claridad se expresa el
carácter trinitario de la revelación en el n. 2 de “Dei Verbum”: “por Cristo, la Palabra
hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y
participar de la naturaleza divina”. En este texto se presenta la intervención de cada
persona divina según su especificidad: el Padre origina el movimiento de la revelación
que, por medio de Cristo, nos abre hacia la comunión con Él en el Espíritu.

El Dios trinitario, no sólo es el iniciador y meta de la revelación, sino que es también su


contenido. Lo que, en primer lugar, Dios revela es que es Padre. Lo hace a través del
Hijo, que es imagen visible del Invisible, icono y Palabra del Padre. Por medio del
Espíritu los hombres pueden entrar en este misterio. De esta manera, la
autocomunicación divina está orientada de una manera totalmente teocéntrica: su
origen, meta y contenido es Dios mismo.

c) La revelación como acontecimiento salvífico

El Concilio presenta la revelación como esencialmente unida a la salvación. La auto-


comunicación divina no es sólo cognitiva sino que supone también una donación de
gracia que trae la salvación; no sólo ofrece la verdad, sino también la vida (cf. Jn 14, 6).

Ya en el proemio se dice –recurriendo a una expresión de San Agustín- que se expone


la doctrina sobre la revelación, para que el mundo, con el anuncio de la salvación
“oyendo crea, y creyendo espere, y esperando ame” (DV 1). La revelación es para el
hombre y tiene como meta que el ser humano retorne a Dios. El misterio de la
voluntad de Dios es salvar al hombre. También la cita de 1 Jn en el Proemio de “Dei
Verbum” nos ayuda a comprender que la revelación acontece “para que viváis en
comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo
Jesucristo” (1, 3). No se puede disociar la manifestación con que Dios se nos descubre y
el don de la comunión que nos ofrece.

A lo largo del capítulo primero de “Dei Verbum” expone esta perspectiva de diversas
maneras. Al exponer la naturaleza de la revelación, en el n. 2 se dice explícitamente
que mediante ella podemos “llegar hasta el Padre”, con una terminología que evoca Ef
2, 18: “Por él podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu”. En el mismo texto
se recurre a la terminología de 2 Pe 1,4 para señalar que el fin de la revelación es
“participar de la naturaleza divina”. Más adelante, en el n. 6, se hablará también de
“participación de los bienes divinos”. La finalidad de la revelación es hacernos
partícipes de la vida trinitaria. La autocomunicación de Dios capacita a los hombres
para el trato con Dios, para la vida y la relación de comunión con Él. Si Dios habla con
los hombres es para “invitarlos y recibirlos en su compañía” (n. 2). Y, a propósito de la
revelación en Cristo, se dice que introduce en la “intimidad de Dios” (n. 4) y que por él,
los hombres son “liberados de las tinieblas del pecado y la muerte y resucitados a una
vida eterna” (n. 4), subrayando la llamada del hombre a una vida eterna.

La revelación divina no es simple comunicación de conocimientos para satisfacer la


curiosidad humana, sino el don de una vida, que introduce en el secreto de la vida
divina hasta el punto de hacer que el hombre sea semejante a Dios. Su finalidad no es
“informativa” sino “conformativa”, es decir, antes que transmisión de saberes es oferta
de vida. Dios se revela para hacer feliz al hombre. Por su parte el ser humano no es
puro destinatario pasivo de la revelación, sino interlocutor activo, que responde con la
fe a la revelación (DV 4), que es invitado a entrar en el diálogo y dejarse transformar
por él.

d) Un acontecimiento dialógico

Para exponer la naturaleza de la revelación, el Concilio recurre a categorías


personalistas: “En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17), movido de
amor, habla a los hombres como amigos (cf: Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf.
Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía” (n. 2). Se subraya así el elemento
dialógico y presencial de la revelación: Dios rompe su silencio y se dirige a los hombres,
buscando el encuentro con ellos (“habla”, “conversa”) invitándolos a la comunión con
Él. La revelación es un diálogo de amor, una confidencia de parte de Dios, que desea
establecer vínculos de amistad con el hombre. Es un encuentro divino-humano que
conduce a la comunión.

La revelación tiene un carácter esencialmente interpersonal: Dios se presenta como un


“tú”, como un ser personal que sale de su misterio y se comunica al hombre. El Dios de
la revelación no habla en tercera persona, sino que se dirige al ser humano como un tú.
Para ilustrarlo, la Constitución alude a la relación de Dios con Moisés (Ex 33,11) y de
Jesús con sus discípulos (Jn 15, 14-15). Algunos padres conciliares veían excesivo
afirmar que Dios se dirige a los hombres “como amigos”, teniendo en cuenta el
conjunto de la revelación bíblica y sugerían que se dijera “como hijos”. El Concilio
mantuvo el término “amigo”, apoyándose en los textos citados. La revelación es un
verdadero diálogo de amistad, una comunicación profunda mediante la cual Dios sale
al encuentro del hombre.
Esta concepción de la revelación está inspirada en la Enc. Ecclesiam Suam (n. 27), la
cual presenta la revelación como un diálogo de Dios con la humanidad. Vale la pena
recoger lo que dijo Pablo VI en este documento, que está en el trasfondo del texto
conciliar: “La revelación, es decir, la relación sobrenatural instaurada con la humanidad
por iniciativa de Dios mismo, puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo
de Dios se expresa en la Encarnación y, por lo tanto, en el Evangelio. El coloquio
paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original, ha
sido maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación
narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre
una admirable y múltiple conversación. Es en esta conversación de Cristo entre los
hombres donde Dios da a entender algo de Sí mismo, el misterio de su vida, unicísima
en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice, en definitiva, cómo quiere ser
conocido: El es Amor; y cómo quiere ser honrado y servido por nosotros: amor es
nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado
a él y de él se sacia el místico”.

La revelación procede del amor, se desarrolla en la amistad y persigue el amor (ex


abundantia caritatis… tamquam amicos… ut ad societatem secum). Al hablar más
adelante de los libros sagrados, el Concilio abunda en el mismo sentido: “En los libros
sagrados, el Padre que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos
para conversar con ellos” (DV 21).

Como la revelación acontece en un diálogo, esto supone que entra en juego la libertad
de quien la recibe. El verdadero encuentro depende tanto del grado de entrega de
quien se comunica como de la disponibilidad del receptor. La historia de la revelación
resulta, por ello, dramática: está tejida de llamadas e intervenciones de Dios y de
aceptaciones, pero también de rechazos por parte del hombre.

Por otra parte, en diversos textos conciliares y, particularmente, en “Gaudium et Spes”,


se describe al hombre como un ser dialógico, “oyente de la Palabra”, capaz de acoger la
Palabra y entrar en comunión con Dios. El hombre ha sido llamado a la comunión:
“Dios llamó y llama al hombre para que se adhiera a Él con toda su naturaleza, en la
perpetua comunión de la incorruptible vida divina” (GS 18). Esta vocación a la
comunión comienza con el mismo ser humano: “El hombre es invitado al diálogo con
Dios desde su nacimiento” (GS 19). Sin embargo, es el hombre quien, desde su libertad,
debe responder a esta voluntad de alianza: “Dios quiso dejar al hombre en manos de
su propia decisión, de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a
Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección” (GS 17).

e) Una historia hecha de obras y palabras

El acto revelador de Dios, su Palabra dirigida a los hombres, se realiza en la historia de


la humanidad. La revelación es un conjunto de acciones por las que se da conocer a los
hombres, una historia narrada por la palabra. Por primera vez un documento del
magisterio explica el modo concreto como se realiza la revelación divina, subrayando
su carácter histórico.

El concilio introduce en este punto dos términos técnicos: “economía” e “historia de la


salvación”. El término “economía” –que aparece en DV 2, 4, 14 y 15- se refiere, en el
lenguaje de los Padres de la Iglesia, a toda la obra de Dios. Hace referencia, en
particular, a la existencia de un plan o diseño unitario en la mente de Dios. El término
“historia de la salvación” –presente en DV 2- especifica que la revelación cristiana no
sólo ha sido realizada en la historia, sino que ella misma se constituye y desarrolla a
través de acontecimientos históricos. Este término, difundido a finales del siglo XIX en
ámbitos protestantes, responde a intuiciones patrísticas que habían sido olvidadas por
la teología de las escuelas. La renovación de los estudios bíblicos y patrísticos así como
el desarrollo de los estudios históricos condujo a que muchos padres del Concilio
pidieran esta consideración histórico-salvífica de la revelación. Dios se revela a los
hombres como su salvador interviniendo en la historia, salvándolos a través de la
historia, para introducirlos en una vida que, sin embargo, trasciende el tiempo.

Al concebir así la revelación se evita la interpretación reductiva que identifica


simplemente revelación (y Palabra de Dios) con Sagrada Escritura. La revelación es un
acontecimiento histórico-savífico dinámico. La Escritura es testimonio auténtico de esta
revelación, palabra de Dios en palabra humana. La Tradición, por su parte, transmite
íntegramente esta revelación (cf. DV 9).

Pues bien, la economía y la historia acontecen “por obras y palabras” (gestis


verbisque). Se trata de un binomio que ocupa un lugar importante en la Constitución
(DV 2, 7, 14, 17, 18 y alusiones en 7 y 8) y que fue incorporado, por influencia del
perito conciliar P. Smulders, al “textus emendatus” que se presentó a los padres
conciliares en 1964. Con estos precisos términos se expresan los medios por los cuales
Dios se manifiesta a la humanidad, es decir, la estructura básica de la revelación. Por
una parte, los acontecimientos de la historia, es decir, las intervenciones salvíficas de
Dios, las cuales están dispuestas según un plan (“economía”) y constituyen una historia
de salvación. Por otra parte, la palabra de Dios –el “dabar Yahvé”- que se dirige a través
de los diversos mediadores (Moisés, los profetas, el Hijo) y que interpreta los hechos y
la enseñanza concreta de los mismos.

Entre obras y palabras, entre las acciones de la historia y las palabras de interpretación,
hay una mutua compenetración, como la que se da entre materia y forma. El Concilio
explica que están “intrínsecamente ligadas”. No son dos caminos de revelación, sino
una sola vía, realizada de manera conjunta. A diferencia de la mentalidad anterior, que
consideraba los hechos sólo en tanto que legitimación de la palabra, el Concilio
acentúa que palabras y acontecimientos forman el todo de la revelación.
Y, para subrayar el complemento mutuo de obras y palabras afirma dos cosas
fundamentales: las obras “manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las
palabras significan”, y las palabras “proclaman las obras y explican su misterio” (n. 2).
Los acontecimientos de la historia de salvación revelan el plan salvador de Dios y,
además, tienen la virtud de corroborar este plan, revelado en ellos mismos y declarado
en las palabras. Por su parte, las palabras explican el misterio de las obras, evitando el
peligro de una falsa interpretación de las mismas. La acción de Dios en la historia apela
al hombre, le llama y le solicita. Los acontecimientos tienen un sentido, que sobrepasa
lo que puede percibirse inmediatamente; responden a una intención de Dios, a un
plan. Las palabras interpretan ese llamamiento personal y el contenido misterioso del
mismo.

Este entrelazamiento de hechos y palabras, de historia e interpretación no es algo


exclusivo de la revelación. En toda realidad histórica se integran hechos y palabras.
Como explica J. Schmitz, “un simple hecho en sí, que se produce o se ha producido
alguna vez, no es todavía un suceso histórico, y una conexión objetiva y causal de
hechos no es todavía historia (…) El presupuesto para que un incidente se convierta en
suceso histórico es que se experimente “como algo”, como provisto de una
significación determinada; esto incluye, a su vez, que esté integrado, elaborado y
justificado en el lenguaje. Los simples hechos se convierten en sucesos históricos
mediante la interpretación, la propagación y la narración” (La revelación, Barcelona:
Herder, 1990, 135). Palabra y acontecimiento no son separables. Entre ambos existe
una unidad interna, una correlación intrínseca.

El arzobispo E. Florit, copresidente de la subcomisión “De divina revelatione”, habló


del “carácter sacramental” de la revelación (Cf. Acta Synodalia III/III, 134). Así como los
sacramentos, constituidos por medio de la acción y la palabra, representan la acción
salvífica de Dios como res sacramenti, así también, en sentido análogo, las palabras y
las obras, en su vinculación interna, transmiten el acontecer de la autocomunicación de
Dios y hacen que ésta llegue a ser históricamente un dato en el espacio y el tiempo.
Hay que tener en cuenta que el fundamento de la sacramentalidad es la encarnación:
en Jesucristo se hace visible la vida de Dios, Él es el gran sacramento de Dios; por esto
la revelación se realiza “por obras y palabras”.

Aquí también se conecta la revelación con la experiencia. Aunque la Constitución hace


pocas veces referencia a la experiencia personal, en DV 14 se explica cómo el pueblo de
Israel “experimentó”, “comprendió” y “difundió” el conocimiento de Dios. A través de
las acciones de Dios, cada persona y el pueblo entero comprenden y experimentan la
paternidad de Dios.

La “Dei Verbum” aplica al Antiguo y al Nuevo Testamento esta estructura general de la


revelación. Dios “se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como Dios vivo y
verdadero” (DV 14). En la Nueva Alianza, Cristo “se manifestó a sí mismo y a su Padre
mediante obras y palabras” (DV 17; cf. 4 y LG 5). Esta estructura distingue a la
revelación cristiana de cualquier otra forma de revelación de tipo gnóstico, filosófico o
mítico. En el Concilio la historia aparece como elemento constitutivo de la revelación.
La revelación se despliega en una historia. La comunicación de Dios se realiza mediante
unas intervenciones salvadoras en la historia, realizadas de acuerdo con un plan
coherente y sabio, e interpretadas por la palabra, que las reconoce como
acontecimientos reveladores.

Al incidir en la conexión mutua, el Concilio propone una concepción integral de la


revelación, que pretende evitar tanto las tesis “intelectualistas” que circunscriben la
revelación sólo a la palabra como el extremo opuesto, que considera la revelación sólo
como una serie de actos, negando todo valor a la palabra. No se pueden oponer las
palabras y los hechos, la revelación como conocimiento y la revelación como
acontecimiento, la doctrina y las acciones de Dios.

Por eso, el Concilio puede decir que existen unas verdades reveladas. Es un tema
tratado específicamente en el n. 6 de la Constitución. En referencia al Concilio Vaticano
I, se recuerda que la manifestación de Dios al hombre contiene “bienes divinos que
superan totalmente la inteligencia humana” y también verdades que en sí mismas no
son inaccesibles a la razón humana, pero que sería trabajoso ser alcanzadas por todos
los hombres “en la condición presente de la humanidad”. En otros lugares usa
expresiones como “depósito sagrado” (DV 10), “depósito de la fe” (DV 10), “tesoro de
la revelación” (DV 26) y “Evangelio” (DV 3, 7, 8, 17, 18). La insistencia en el carácter
personal e histórico de la revelación no debe llevarnos a olvidar su carácter, no menos
real, de doctrina. Ahora bien, las proposiciones de fe (“verdades reveladas”) se
comprenden siempre como expresiones del misterio y en relación con la historia.

f) Etapas de la historia de salvación

El texto conciliar describe en el n. 3 una serie de etapas sucesivas en las que se


desarrolla la revelación divina. Allí se destaca que la historia de salvación no comienza
únicamente con el Antiguo Testamento; sino que desde un principio se halla activa en
la historia de la humanidad, la cual es, desde su comienzo, historia de salvación o, más
exactamente, historia del amor divino que salva.

La tradición cristiana distinguió siempre diversos períodos en la historia religiosa de la


humanidad (edades, reinos, economías, dispensaciones, leyes, alianzas, etc.). El texto
conciliar sigue la clasificación más consolidada al distinguir tres épocas o modalidades
de la revelación: en la creación, en el origen de la humanidad y en la historia específica
de Israel desde el patriarca Abraham. Por otro lado, se trata no solo de etapas
cronológicas, sino de modalidades de revelación; cada una supone la anterior, pero no
la anula.
La primera etapa de la “historia salutis” es la creación. La naturaleza creada es ya una
manifestación de Dios. De una manera breve pero significativa, dice la Constitución
conciliar: “Dios, creando y conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1, 3), ofrece a
los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo (cf. Rom 1, 19-20)”. Es
destacable que al hablar mundo creado no lo hace en pasado, queriendo indicar con
ello que la relación de criatura a Creador es permanente. Se alude también a la
conservación del mundo, lo que se ha llamado también “creación continua”, por la que
Dios mantiene el mundo en su ser. Con estos términos, por otra parte, no se excluye
que se pueda pensar que Dios crea un mundo en evolución. Es preciso dejar constancia
de que el Concilio evitó aplicar el término “revelación” a la manifestación en el cosmos,
recurriendo a la expresión “testimonio perenne”.

Se especifica que la revelación en la creación acontece “por su Palabra”, por el Verbo.


Dios ha creado todo por medio del Verbo (Cf. Col 1, 15-17) y “sin Él nada ha sido
hecho” (Jn 1, 3). Cristo, en cuanto Palabra de Dios, entra por su naturaleza divina en la
dinámica de la revelación. Con esta referencia se da unidad a la historia de la salvación,
que aparece desde el inicio orientada a Cristo.

La palabra creadora es también “iluminadora”: al crear Dios produce su propio


testimonio. Por ser mediada por el Logos, la creación es también “palabra” en la que
Dios ofrece a los hombres testimonio permanente de sí mismo. En consecuencia, el
conocimiento de Dios a través de la creación es una posibilidad real ofrecida al
hombre. Sobre este punto, “Dei Verbum” reiterará en el n. 6 la doctrina del Concilio
Vaticano I: el hombre puede conocer ciertamente a Dios con la luz de la razón natural
por medio de las cosas creadas. Ahora bien, al tratar esta doctrina al final del primer
capítulo, queda enmarcada en el horizonte de la revelación personal de Dios.

También en la Const. Pastoral “Gaudium et Spes” se alude a la revelación de Dios en la


creación cuando se dice que “todos los creyentes de cualquier religión escucharon
siempre la voz de Dios en el lenguaje de las criaturas” (GS 36). La perspectiva es la
misma de DV 3: Dios se automanifiesta y comunica mediante la creación.

El Concilio Vaticano II recoge la doctrina del Vaticano I sobre las dos formas de
revelación, pero no las contempla como dualidad abstracta, sino articuladas en una
unidad concreta. Al poner la creación como primera etapa de la historia de salvación el
Concilio subraya la conexión de creación y salvación (“nueva creación”). Además, se
acentúa también el carácter cristológico de toda la revelación, tanto la que se realiza
en el cosmos como en la historia humana. Cristo, asociado ya a la creación, es también
el principio de la nueva humanidad redimida.

Además de esta “revelación cósmica” (Danielou) de Dios, existe una intervención


especial de Dios en la humanidad. Con el término “además” (insuper) el Concilio
pretende subrayar la distinción entre la manifestación en la creación y la revelación a la
humanidad, pero también la relación que existe entre ellas.

Desde el comienzo (ab initio) Dios se ha revelado a los hombres para concederles la
salvación “de arriba” (superanae; se quiso evitar el término “sobrenatural”) y la “vida
eterna”. No hay un momento de la historia humana carente del deseo de Dios de
automanifestarse a los hombres. En términos muy densos se describe la revelación de
Dios antes de Abraham. Se señala, en primer lugar, que Dios manifestó su vida divina
“a los primeros padres”, término escogido para evitar la discusión sobre los orígenes
biológicos de la humanidad. Con ellos tuvo una relación de especial amistad y
familiaridad, invitándolos a la comunión con Él. En un segundo momento se hace
referencia al pecado, aunque los términos usados ponen el acento en la salvación:
“después de su caída, los levantó a la esperanza de la salvación (cf. Gen 3, 15), con la
promesa de la redención”. El pecado no disuadió a Dios de perseguir su designio sobre
el hombre. El texto de “Dei Verbum” añade, por último, que “después”, Dios quiso
suscitar en todo hombre el deseo de salvación y quiso realizar la salvación por la
respuesta de las obras humanas. No se especifica más sobre el contenido ni el medio
de esta manifestación de Dios, que abarca a toda la humanidad. Sólo se señala la
voluntad salvífica de Dios (cf. 1 Tim 2, 4) y el medio necesario para alcanzar la
salvación, que es la perseverancia en las buenas obras. El Concilio no quiso determinar
nada sobre las condiciones objetivas y subjetivas para que se verifique la salvación. Se
limita a recordar, con apoyo en Rom 2, 6-7, que quienes buscan la salvación deben
perseverar en el bien. Algunos Padres conciliares, sobre todo de países de misión,
subrayaron que esta situación seguía siendo válida para todos los pueblos que hoy no
tenían vínculo con Abraham.

El propio texto conciliar distingue una tercera etapa. Con la vocación de Abraham
comienza propiamente la revelación en la historia de Israel. Aquí se estrecha el
horizonte universal de la fase anterior: Dios se dirige a un pueblo concreto, con quien
establece una alianza. DV 3 resume esta historia en tres momentos, que corresponden
a distintos mediadores humanos: Abraham, Moisés y los profetas. Abraham es el
momento de la elección del pueblo y la promesa. Moisés y los profetas son el tiempo
de la instrucción y formación del pueblo. El objeto de esta revelación se sintetiza en
dos afirmaciones: el conocimiento del único Dios vivo y verdadero, Padre providente y
justo Juez, y la espera del Salvador prometido.

De esta manera, la “economía” del antiguo testamento se pone en relación con la


novedad de Cristo: “de este modo fue preparando a través de los siglos el camino del
Evangelio” (DV 3). La idea de “preparar” tiene su base en el mismo nuevo testamento y
es común en la tradición teológica. Indica no sólo la continuidad entre el antiguo y el
nuevo testamento, sino también que la economía del antiguo testamento se encuentra
colocada dentro del proyecto revelador y salvífico que culmina en Cristo. Más adelante,
dirá la misma constitución que “el fin principal de la economía antigua era preparar la
venida de Cristo, redentor universal, y la de su reino mesiánico, anunciarla
proféticamente, representarla con diversas imágenes” (DV 15). Las intervenciones
salvadoras de Dios en la historia de Israel responden a una economía, a una disposición
y constituyen un progreso orgánico que conduce a Cristo. La historicidad de la
revelación está en íntima conexión con su carácter cristológico. Como un buen
pedagogo, Dios ha ido educando pacientemente la humanidad para conducirla a Cristo.

En la concreción del designio salvador de Dios desde un horizonte universal a un


horizonte particular, el Concilio ve una demostración de la pedagogía divina. En
diversos textos conciliares se alude en diversas ocasiones a la sabia “pedagogía divina”
(DV 15). La revelación tiene un carácter gradual, se realiza progresivamente. Dios va
instruyendo con paciencia a su pueblo, respetando sus ritmos de crecimiento. La
Constitución “Lumen Gentium” explica que Dios “eligió a Israel como pueblo suyo, hizo
una alianza con él y lo fue educando poco a poco (gradatim). Le fue revelando su
persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando” (LG 9). El diálogo de
Dios con el hombre es gradual y se realiza muchas veces de una manera lenta. En GS 58
se dice que “Dios, revelándose a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en
el Hijo encarnado, ha hablado según la cultura propia de las diversas épocas”. Las
grandes verdades sobre Dios y su pueblo, se expresan en la cultura del tiempo y se van
profundizando y purificando a lo largo de la revelación bíblica. La misma idea
encontramos en “Dei Verbum” cuando dice que Israel “fue comprendiendo cada vez
mejor” el obrar de Dios (DV 14).

Se trata de un acto de “admirable condescendencia” (DV 13) de Dios, que se adapta a


nuestro lenguaje, a nuestra cultura y a nuestra naturaleza. El mensaje salvífico de Dios
se encarna en categorías y palabras humanas para que pueda ser entendido por todos.
La idea de “condescendencia”, procedente de los Padres, y presente particularmente
de San Juan Crisóstomo, sirve para expresar que Dios se pone en lugar del hombre, se
rebaja a su nivel, para hacerse comprensible.

g) Jesucristo, mediador y plenitud de la revelación

El momento culminante de la autocomunicación de Dios en la historia de la humanidad


tiene lugar en Cristo. La Constitución conciliar, al hablar de la naturaleza de la
revelación, acentúa el carácter “cristiano” de la misma presentando a Jesucristo como
“mediador” y “plenitud” de la revelación (Cf. DV2). La palabra “mediador”, presente en
el nuevo testamento (especialmente en 1 Tim 2, 5) corresponde a Cristo por ser, a la
vez, un “hombre entre los hombres” y el “Verbo de vida”. Cristo es mediador porque es
el Verbo eterno del Padre, lleno de gracia y verdad, hecho carne, lo que le permite ser
camino que conduce al Padre, desvelando el misterio de Dios. Al ser la Palaba que
estaba junto a Dios (cf. Jn 1-2.14), Jesucristo puede revelar plenamente el misterio de
la vida trinitaria.
Con el término “plenitud”, por otra parte, se indica que la revelación culmina en Cristo
y, al mismo tiempo, se comprende y se interpreta desde Él. Jesucristo es el centro y
vértice de la revelación y, por ello, la medida de la manifestación de Dios a los
hombres. “Jesucristo —explica Fries— no sólo habla de Dios, sino que es el habla de
Dios. Por eso es la palabra última de Dios, porque en él Dios se ha expresado
definitivamente. En su persona Jesucristo es la última palabra y el acontecimiento
último de la revelación” (Teología Fundamental, Barcelona: Herder, 1987, 398). Con la
tradición patrística se puede decir que Jesucristo es el “verbo condensado” (Verbum
abbreviatum), que recoge en su unidad personal todos los “verbos” que profirieron los
profetas y que, al mismo tiempo, los desborda al darles cumplimiento. Jesucristo es
también plenitud de la revelación –explica R. Latourelle- porque es “el Dios que revela
y el Dios revelado, el autor y el objeto de la revelación, el que revela el misterio y el
misterio mismo en persona. Es en persona la verdad que anuncia y predica” (Teología
de la revelación, Salamanca: Sígueme, 1979, 362). Jesucristo es el mensajero y el
contenido del mensaje: el revelador que hay que creer y la verdad personal revelada en
la que hay que creer.

Frente al peligro de atomización en la consideración de la revelación, el Concilio


subraya la conexión de todo en Cristo, logrando lo que Barth llamaba “concentración
cristológica”. Jesucristo no sólo es el centro y la norma de toda revelación, sino que es
la Palabra, manifestación y rostro del Padre. La revelación no sólo se realiza per
Christum sino también in Christo.

La revelación no es un libro, sino una persona, Jesucristo, en quien resplandece la “Dei


Verbum”. El misterio del Evangelio es el misterio de Cristo. Hubo en el Concilio una
intervención en este sentido, que causó gran impresión en todos los padres conciliares.
Provenía del Arzobispo de Ouagadougou, Paul Zoungrana y se realizaba en nombre de
67 padres africanos. “La revelación divina –decía- es fundamentalmente Cristo,
prometido en el Antiguo Testamento, nacido en la plenitud de los tiempos y
transmitido por la Iglesia (…) Nada puede revelarse que sea mayor que Cristo y nada
puede revelarse que no esté contenido en Cristo”. Y concluía: “Las verdades que hay
que creer y los deberes que deben cumplirse deben ser considerados sobre todo en su
relación con una persona viva. Decid al mundo, Padres conciliares, que la divina
revelación es Cristo para que el mundo oyendo crea, creyendo espere y esperando
ame. Es necesario que el hermoso rostro de Cristo resplandezca mejor en la Iglesia. Así
renovaréis los prodigios de amor y de fidelidad con que brillaba la Iglesia primitiva”
(Acta Synodalia, III/III, 213).

El Concilio desarrolla una importante cristología en relación con la revelación,


contemplando a Jesucristo como clave para explicar el misterio de la autocomunicación
de Dios. Esta dimensión cristológica de la revelación es una de las grandes aportaciones
del Concilio. El número 4 de “Dei Verbum” comienza con la cita de Heb 1, 1-2,
reafirmando la idea de que Jesucristo es la plenitud y culminación de la manifestación
de Dios a los hombres. Todo lo anterior aparece como diverso y fragmentario, mientras
que la comunicación por el Hijo es total, definitiva y perfecta. En Él se realiza, de un
modo insuperable, el encuentro entre Dios y el hombre.

El lenguaje y perspectiva que adopta “Dei Verbum” en este n. 4 es joáneo en el sentido


de que invita a contemplar todo desde arriba hacia abajo. El proceso de revelación se
presenta como un proceso de misión: se dice que Dios “envió a su Hijo”; se califica a
Jesús como “hombre enviado” y se hace referencia después al envío del Espíritu Santo.
En el misterio de la comunicación divina, quien revela es Dios, el cual envía a su Hijo –el
mediador- y, junto al Hijo, al Espíritu Santo.

De Jesucristo se dice que “habla las palabras de Dios” y “realiza la obra de salvación
que el Padre le encomendó”. Jesucristo es la palabra personal del Padre, el que revela
el rostro del Dios invisible. El misterio de la encarnación se encuentra en el centro del
acontecimiento revelador. Por ser el Hijo enviado por el Padre, Cristo habla las palabras
de Dios. Nadie podría contar las cosas del Padre sino el que es su Palabra. Gracias a la
relación de intimidad con el Padre, puede “contar la intimidad de Dios” (n. 4). Por eso
dirá la constitución, inspirándose en el cuarto evangelio, que “quien ve a Jesús ve al
Padre” (n. 4; cf. Jn 14, 9). Jesucristo es el Verbo, imagen de Dios invisible, que lo
representa tal cual es; su ser remite contantemente al Padre, dándonos a conocer su
rostro. La Palabra eterna del Padre ha sido enviada a los hombres, ha habitado entre
ellos, para contarles los secretos de la vida íntima de Dios. El Verbo de Dios encarnado
habla las palabras de Dios. La humanidad de Cristo es la epifanía en la que resplandece
Dios. De esta manera, siendo cristocéntrica, la constitución “Dei Verbum” no es
cristomonista: Cristo no habla por su propia cuenta; su función es la de revelador del
Padre.

Junto con el aspecto revelador, “Dei Verbum” hace referencia inmediatamente al


aspecto redentor. Dios se revela –como hemos señalado- para comunicar su vida al
hombre. El revelador supremo es también el salvador, que consuma la obra redentora
cumpliendo la voluntad del Padre. El n. 4 sintetiza el plan salvífico en dos aspectos:
liberar a los hombres del pecado y la muerte (aspecto negativo) y resucitar a la vida
eterna (elemento positivo).

h) Jesucristo, signo de credibilidad de la revelación

Jesucristo lleva a plenitud la revelación “con toda su presencia y manifestación” (n. 4).
La perspectiva personalista del Concilio se refleja con claridad en esta afirmación. El
Concilio se refiere a la persona de Cristo recurriendo a términos de raigambre bíblica
como “presencia” (parusía, adventus) y “manifestación” (epifanía, manifestatio). Con
ellos expresa que es toda la realidad de Cristo la que se convierte en epifanía de Dios,
en revelación. Cristo entero es el gran Signo del Padre.
Ahora bien, Jesucristo realiza su función reveladora mediante todo lo que es: sus
acciones, gestos, actitudes y comportamientos. Estas realidades adquieren significado
a partir del acontecimiento global de la persona de Cristo. Serían incomprensibles, y
por tanto no elocuentes, no reveladoras, si se colocaran fuera de su persona. Como
explicó Latourelle, “las señales de la revelación no son exteriores a Cristo. Son Cristo
mismo en el resplandor de su poder, de su santidad, de su sabiduría. En él percibimos
la gloria del Hijo del Padre: del reflejo pasamos directamente a la fuente” (Teología de
la revelación, Salamanca: Sígueme, 1979, 368). Lo mismo que ha personalizado la
revelación, el Concilio personaliza también los signos, que adquieren sentido a partir
de la persona de Jesús. Se ha dado un paso de los signos, al Signo, de centrar la
atención en los signos de credibilidad (Vaticano I se refería a milagros y profecías: DH
3009), a mirar a Cristo mismo, como gran Signo. La irradiación de su potencia, sabiduría
y amor, es decir, de su gloria, atestiguan que Cristo es verdaderamente el Emmanuel,
que nos libera del pecado y resucita a la vida eterna.

Para especificar el modo en que se realiza la revelación en Cristo, la constitución habla,


en primer lugar, de “obras y palabras, signos y milagros”. Así como la revelación divina
acontece mediante obras y palabras, también la revelación en Cristo. Sus palabras son
esenciales para la revelación: la predicación del Reino, las parábolas y las palabras
sobre los misterios de salvación. Sus obras están unidas a las palabras: su vida oculta
en Nazaret, su iniciativa con los pecadores, sus comidas, las curaciones y los signos que
realiza.

Entre las obras se destacan los “signos” y “milagros”. No se trata de una redundancia,
porque, aunque los milagros siempre son signos, hay en los evangelios más señales
reveladoras (cercanía a los pecadores, praxis de comidas, expulsión de mercaderes,
entrada en Jerusalén, lavatorio de los pies, etc.). En este texto los milagros y las señales
se consideran insertos en un horizonte más amplio que abarca a toda la persona de
Jesús de Nazaret, a diferencia de la apologética precedente, que tendía a considerarlos
de modo aislado. Son contemplados sobre todo en su valor revelador.

Hay señales y acontecimientos fundamentales que deben ser destacados. Por ello dice
el Concilio que esta revelación acontece “sobre todo” con el misterio pascual (n. 4; cf.
SC 5) y que al consumar en la cruz la obra de redención, Jesucristo “completó su
revelación” (DH 11). En el n. 17 dice también “Dei Verbum” que Cristo “completó su
obra por la muerte, resurrección y gloriosa ascensión”. La entrega en la cruz y la
resurrección revelan el amor irrevocable del Dios trinitario al hombre, que culminan
con el envío del Espíritu Santo. En la humillación y sufrimiento de la cruz se revela el
poder del amor de Dios y su solidaridad con la humanidad. La resurrección es la
respuesta del Padre a la entrega de Cristo, que lo constituye como “Señor”. Es,
también, anticipo del sentido de la historia, de su final. El envío del Espíritu Santo no
tiene como objeto una nueva revelación, sino introducir en la verdad de Cristo,
llevando así todas las cosas a su cumplimiento. Se subraya, de esta manera, tanto la
unidad del misterio como la dimensión trinitaria de la revelación.

Las realidades de la vida de Cristo cumplen un doble papel. Por una parte las palabras y
acciones pertenecen a la economía de la revelación: en ellas resplandece la gloria del
Hijo, que “conduce a plenitud la revelación”. Por otra parte tienen un valor apologético,
porque ese resplandor del ser y obrar de Cristo confirma la revelación “con testimonio
divino” (DV 4) y manifiesta su credibilidad.

Notemos que el Concilio promueve un cambio en la consideración de los signos de


credibilidad. Los signos tradicionales –milagros y profecías- son tratados en referencia a
Cristo. Los milagros son situados entre las “obras y palabras” de Cristo. Las profecías no
son mencionadas expresamente, aunque las referencias a Cristo como cumplimiento se
comprenden en relación con el Antiguo Testamento. Este cambio de perspectiva se
refleja en la evolución de los esquemas de la constitución, que pasan de la
consideración de los milagros signos de credibilidad de la misión de Cristo a afirmar a
partir del tercer esquema (textus emendatus) la persona misma de Cristo como
verdadero signo único e irrepetible de la revelación.

i) Carácter definitivo de la revelación en Cristo

La calificación de Jesucristo como “mediador y plenitud” de la revelación invita a hacer


un doble movimiento. Primero, mirar hacia atrás, para contemplar a Cristo como punto
final de la revelación, bajo cuya luz alcanzan sentido los acontecimientos anteriores.
Segundo, invita a mirar hacia delante y advertir que, desde Cristo, estamos en una
nueva situación. La aparición de Jesucristo representa el eschaton final, el inicio de algo
nuevo.

El carácter definitivo de la revelación en Cristo se expresa en “Dei Verbum” 4 con los


verbos de raigambre bíblica “consumar” (consummare), “cumplir” (complere) y
“perfeccionar” (perficere). Jesús lleva hasta el final la revelación de Dios. Otros textos
conciliares hablan de “la plena manifestación” de Dios (GS 58), de Aquel “en quien se
consuma (consummatur) toda la revelación del Dios Altísimo” (DV 7; cf. LG 9).

La doctrina de que Jesús completa así y lleva hasta el final la revelación de Dios
(complendo perficit) no significa que Dios calle en adelante y que interrumpa desde en-
tonces su acción salvífica, su iluminación y su enseñanza. En el capítulo segundo dice
“Dei Verbum” que “Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con
la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio
resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la
verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3,
16)” (n. 8). Dios sigue “hablando” a los hombres precisamente en la transmisión viva
del acontecer de la revelación que en el acontecimiento de Cristo llegó a su perfección
dentro de la historia. “Y, así, la historia posterior no puede ya sobrepasar lo que
aconteció en Cristo, pero sí ha de intentar alcanzarlo paulatinamente, llevar la
humanidad al hombre que, como hombre procedente de Dios, es el hombre para todos
los otros, el espacio de toda existencia humana y el Adán definitivo” (J. RATZINGER,
“Kommentar zum I Kapitel Dei Verbum" en LThK (ZVK) II, 510).

La consumación escatológica de la revelación tendrá lugar con la “gloriosa


manifestación de Jesucristo nuestro Señor” (DV 4, en referencia a 1 Tim 6, 14; Tit 2,
13). Ella marcará el final de la historia. Comenzará cuando Jesús el Señor se manifieste
desde el cielo (2 Tes 1, 7; 1 Tes 3, 13), cuando, una vez destruido todo principado, toda
potestad y todo poder, entregue el reino a Dios Padre “para que Dios sea todo en
todos” (1 Cor 15, 28), cuando la gloria se manifieste también en los creyentes (1 Pe 5,
1), cuando toda la creación sea liberada de la esclavitud y de la caducidad para alcanzar
la libertad y la gloria de los hijos de Dios (Rom 8, 21), cuando la relación del hombre
con Dios llegue a su profundidad más íntima y a su elevación más alta en la
“contemplación cara a cara”, al conocer a Dios de la misma manera que él conoce a los
hombres (1 Cor 13, 12). En esta fase se mostrará con claridad el rostro de Dios. “Junto a
la expresada dimensión de cumplimiento de la revelación ocurrida en Jesucristo, y
junto a su pretensión de definitiva, que vincula la fe permanentemente a ese origen y
por él la orienta, se destaca el horizonte de futuro, que el Vaticano I no articuló: El que
ha venido es el que vendrá a su vez” (H. FRIES, Teología Fundamental, Barcelona:
Herder, 1987, 399).

En la Constitución “Lumen Gentium”, al describir la índole peregrina de la Iglesia, el


Concilio también se refirió a esta revelación al final de los tiempos: “todavía no hemos
aparecido con Cristo en la gloria (cf. Col 3,4), en la que seremos semejantes a Dios,
porque lo veremos tal como es (cf. 1 Jn 3,2). Por tanto, «mientras vivimos en este
cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor» (2 Co 5, 6). Y, aunque tenemos las
primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rm 8, 23) y deseamos estar con
Cristo (cf. Flp 1, 23)” (LG 48). De esta manera, el encuentro entre Dios y el hombre que
acontece por la revelación es preludio de una comunicación y encuentro definitivo.

Mientras tanto, dice “Dei Verbum”, “no hay que esperar otra revelación pública”. El
concilio usa el calificativo “pública” con el fin de no excluir la posibilidad de que Dios
pueda comunicar una revelación privada a alguien; pero, si aconteciera, esa revelación
no podría afectar a la salvación de todo el pueblo. La idea central es que con el
acontecimiento Cristo la revelación está completa. No es posible superar, corregir ni
mejorar la revelación dada en el hecho excepcional de que Dios se haga hombre. El
carácter único y excepcional de la encarnación del Verbo implica su definitividad: “bajo
el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”
(Hech 4, 12). En el capítulo segundo, al reflexionar sobre la transmisión de la
revelación, se volverá a tratar esta idea del carácter definitivo de la revelación en
Cristo, mostrando, a su vez, que no es incompatible con el desarrollo de todas sus
riquezas.
El Concilio no quiso retomar la afirmación tradicional de que la revelación se cerró con
la muerte de los apóstoles (Decreto Lamentabili DH 3421). Lo que propiamente
delimita el tiempo de la revelación pública es la “presencia y manifestación” de Cristo
entre los hombres. Es en Cristo en quien la revelación se ha consumado. Los apóstoles
y demás testigos recogieron y transmitieron esa revelación. Transmitir la revelación es
lo mismo que transmitir a Cristo (traditio Christi), palabra última.

j) La Iglesia entera, oyente y pregonera de la Palabra

Una intención profunda del Concilio fue subrayar el primado de Dios y su Palabra. En el
origen de la Iglesia y de nuestra salvación está el hecho de que Dios ha dialogado con la
humanidad. Es un tema presente tanto en el proemio como en el epílogo de la
Constitución sobre la revelación.

Esta constitución comienza subrayando la primacía de la Palabra de Dios sobre la


Iglesia, cuya actitud se describe de una doble manera: “escuchar con devoción”
(religiose audiens) y “proclamar con valentía” (fidenter proclamans). El “incipit” de la
Constitución “Dei Verbum” expresa con claridad la actitud con la que se sitúa la Iglesia
ante la Palabra de Dios. Desde las primeras líneas, el texto expresa acertadamente la
posición soberana de la palabra de Dios por encima de todo lo que diga y haga la
Iglesia.

La primera actitud es escuchar. La Iglesia es siempre y permanentemente oyente de la


Palabra. El gesto de entronizar el Evangelio durante las sesiones del Concilio quería
significar precisamente esta actitud de escucha. Para la Sagrada Escritura escuchar no
es sólo prestar oído atento, sino abrir el corazón (Hech 16,14), poner en práctica (Mt 7,
24s) y obedecer (Rom 1, 5; 10, 14ss; 16, 26). La segunda actitud es proclamar con
valentía (parresía). Precisamente porque la ha escuchado, puede proclamarla con
confianza. Los Apóstoles vieron y oyeron la Palabra, para después proclamarla. El orden
de sucesión de los términos es relevante. La actitud de escuchar expresa la existencia
de la Iglesia, que está abierta hacia Dios, y la actitud de proclamar expresa que la
Iglesia está vuelta hacia el mundo (Cf. J. RATZINGER, “Kommentar zum I Kapitel Dei
Verbum" en LThK (ZVK) II, 504). El destinatario de la revelación es el mundo. La
misionariedad es intrínseca a la revelación. “Lo que hemos visto os lo anunciamos” (1
Jn 1, 3): habiendo escuchado y creído en la Palabra, puede proclamarse. “Para la
comunión”: así se construye la comunión (koinonia) con Dios en que consiste la Iglesia.

Cuando, en el n. 10, el Concilio hable del Magisterio de la Iglesia, señalará la misma


actitud respecto de la Palabra de Dios: “la escucha devotamente, la custodia
celosamente, la explica fielmente”. Como todo el pueblo cristiano, recibe con fe y
piedad la palabra de Dios. Y subrayará el Concilio que el Magisterio “no está por
encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo
transmitido”.
En el capítulo segundo, el Concilio desarrollará el modo cómo la Iglesia transmite la
revelación, describiendo la relación entre Dios Trinidad y la Iglesia como un continuo
coloquio esponsal. La revelación es inseparable del proceso de tradición, de la Iglesia.
La Iglesia es continuamente interpelada por la Palabra de Dios. Dios “sigue
conversando” (DV 8) con la Iglesia: le habla en la Escritura, en la liturgia (cf. SC 7, 33) y
mediante los signos de los tiempos (GS 4, 44).

En el epílogo de “Dei Verbum” (n. 26) vuelve a aparecer la relación de la Iglesia con la
revelación. Allí se expresa un deseo y una esperanza. El deseo es que con la lectura y
estudio de los libros sagrados se difunda la Palabra de Dios (cf. 2 Tes 3, 1), de manera
que “el tesoro de la revelación encomendado a la Iglesia vaya llenando el corazón de
los hombres”. La esperanza es que sea impulsada la vida espiritual “con la redoblada
devoción a la palabra de Dios, que dura para siempre (Is 40, 8; 1 Pe 1, 23-25)”. En este
punto se realiza también una sugerente y fructífera comparación entre el cuerpo
eucarístico de Cristo, que edifica la Iglesia como cuerpo de Cristo y la Palabra de Dios,
que también es cuerpo de Cristo y la hace crecer. Son dos mesas de las que se alimenta
la Iglesia.

k) Revelación de Dios y misterio del hombre

En la revelación resplandece la verdad sobre Dios y sobre la salvación del hombre (cf.
DV 2); los decretos de la voluntad de Dios “que se refieren a la salvación de los
hombres” (DV 6). La revelación de Dios es, por ello, también revelación al ser humano
de su propio misterio.

En otros textos conciliares se pone de relieve la correlación entre la revelación y los


deseos y búsquedas del hombre. Resulta particularmente significativo el texto de GS
41. En él se presenta al ser humano como caminante, como ser a la búsqueda. El
hombre desea conocer, al menos confusamente, “el sentido de la vida, de su acción y
de su muerte”. Pues bien, “sólo es Dios (….) el que puede dar respuesta cabal a estas
preguntas y ello por medio de la revelación en su Hijo, que se hizo hombre”. El misterio
de Dios constituye “el fin último del hombre”. Por eso, cuando la Iglesia da a conocer al
hombre “la manifestación del misterio de Dios” que se la ha confiado, descubre al
hombre “el sentido de su propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del
ser humano”. La misma idea se refleja en el Decreto sobre la actividad misionera: “Al
manifestar a Cristo, la Iglesia revela a los hombres la auténtica verdad de su condición y
de su vocación íntegra” (AG 8). Así mismo, se dice en “Gaudium et Spes” que “la Iglesia
sabe muy bien que su mensaje conecta con los deseos más profundos del corazón
humano” (GS 21; cf. la misma convicción en GS 13 y 37). Por ello la revelación es luz
para comprender al ser humano y su vocación, tema central de “Gaudium et Spes”. A la
luz de la revelación “tanto la sublime vocación como la profunda miseria que los
hombres experimentan encuentra significado” (GS 13; cf. 22).
Sobre todo en Cristo el hombre se comprende a sí mismo y el significado de su
existencia. “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo encarnado (…) el cual manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la grandeza de su vocación” (GS 22). El misterio de Cristo es la revelación del
misterio de Dios y del hombre al mismo hombre. En Cristo, revelación y revelador del
Padre, el ser humano puede comprender los problemas del propio hombre, sobre su
origen y destino (GS 12), su pecado (GS 13), su dignidad (GS 14-17; DH 9; 12), el
significado de la muerte y el más allá (GS 18). De esta manera “el que sigue a Cristo,
hombre perfecto, también se hace él mismo más hombre” (GS 41).

2.- PROFUNDIZACIONES Y DESARROLLOS POSTERIORES

La doctrina del Concilio sobre la revelación no es una novedad absoluta. En muchos


puntos recoge elementos del magisterio precedente, si bien los sitúa en un contexto
nuevo, ofreciendo nuevas perspectivas. La Constitución “Dei Verbum” tiene una
indudable riqueza, pero no es, ni pretende ser, un documento perfecto. El capítulo
primero, de manera particular, quería ser una introducción a toda la doctrina posterior
y no se proyectó como un tratamiento completo de la revelación y la fe. No es extraño
que la teología posterior haya encontrado en estos textos ideas que ha desarrollado
con posterioridad, pero también que, en los años transcurridos desde que acabó el
Concilio, hayan aparecido muchas cuestiones nuevas.

a) La influencia de la doctrina conciliar

La concepción de la revelación desarrollada por el Concilio ha ejercido una profunda y


positiva influencia en la teología y también sobre la vida cristiana. Es unánime el
reconocimiento de que la doctrina conciliar ha marcado una orientación y ha señalado
una dirección decisiva. Ha sido también fuente de una renovación teológica y pastoral
que no era previsible con antelación. Gran parte de los temas tratados en el capítulo
primero de “Dei Verbum” han quedado incorporados a la reflexión teológica: el
carácter histórico de la revelación, la centralidad de Cristo, la dimensión trinitaria de la
revelación y la personalización de los signos de credibilidad resultan doctrina común
entre los teólogos. También el estilo de las declaraciones conciliares ha influido,
incentivando a abandonar un vocabulario demasiado conceptual y a adoptar un
lenguaje más bíblico y personalista, más accesible para el hombre actual.

“Dei Verbum” ha significado un progreso particularmente para la teología


fundamental, propiciando una renovación de esta materia. Al insistir en el carácter
personal, histórico y salvífico de la revelación, ha ayudado a superar conceptos
abstractos de la revelación establecidos “a priori”, presentaciones excesivamente
apologéticas de la misma y la concepción ahistórica de la revelación, como un cuerpo
de proposiciones comunicadas por Dios. Se ayuda también a superar la dicotomía entre
historia y doctrina, poniendo de relieve su relación interna.

Sin embargo, también es generalmente reconocido que es preciso seguir


profundizando en la riqueza del Concilio. La Constitución “Dei Verbum” es un
documento vivo y estimulante. A veces se ha valorado solamente como un documento
que habla de la Biblia, sin advertir que su intención y contenido son más amplios. Otras
veces se ha prestado atención sólo a las consecuencias prácticas de este documento,
olvidando las premisas. Ha sido leído también en discontinuidad con la doctrina
precedente (Vaticano I) o como un “texto de compromiso” entre tendencias
irreconciliables, lo cual destruye la unidad del texto conciliar impidiendo una recta
comprensión del mismo.

Por otra parte, la densa doctrina conciliar sobre la revelación ha recibido en el periodo
postconciliar diversos desarrollos y profundizaciones por parte del Magisterio de la
Iglesia. Recogida y profundizada en el Catecismo de la Iglesia (Parte I, Sección I, cap. 2:
Dios al encuentro del hombre), ha sido expuesta nuevamente por Juan Pablo II en la
Enc. Fides et Ratio (cap. 1: la revelación de la sabiduría de Dios). Sobre la revelación ha
reflexionado en profundidad también el Sínodo de los Obispos de 2008 sobre “La
Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia”. La Exhortación Postsinodal Verbum
Domini, de Benedicto XVI, en su primera parte (“El Dios que habla”) enriquece y
profundiza la doctrina conciliar.

b) Profundizaciones de la doctrina conciliar

La concepción de la revelación contenida en el Concilio ha sugerido diversos


desarrollos y profundizaciones. Apuntaremos algunos temas más importantes que han
sido desarrollados.

1. El carácter trinitario de la revelación. Uno de los temas presentes en “Dei Verbum”


que ha sido profundizado por la teología y el magisterio posteriores es el carácter
trinitario de la revelación. Por la revelación –se dice en Verbum Domini- “Dios se nos da
a conocer como misterio de amor infinito en el que el Padre expresa desde la eternidad
su Palabra en el Espíritu Santo” (n. 6).

Diversos teólogos han intentado explicar el papel de cada una de las personas divinas
en la revelación divina. Dios Padre es no sólo meta sino también el origen de la
revelación. Es un tema ausente de “Dei Verbum”. El Padre es origen y fuente de la que
brota la Palabra; es el revelador, que pronuncia su Palabra, nacida del Silencio. El Hijo
es la revelación, la Palabra partida del Padre, que no vuelve a Él vacía, sino que quiere
llevar consigo a toda la humanidad. El Espíritu Santo es quien hace patente y
permanente la Palabra. La revelación es el don que el Padre hace de su Hijo y del
Espíritu Santo para la vida de los hombres.
2.- Concepción dialogal de la revelación y la fe. El Concilio supuso el abandono de la
concepción instructiva de la revelación y abrió paso a una consideración personalista e
histórica. Invitó a la superación de una perspectiva meramente apologética, para dar
lugar a pensar la revelación teológicamente. Lejos de ser algo estático, la revelación es
un acontecimiento dinámico de autocomunicación divina.

La revelación tiene un carácter intrínsecamente dialogal. El Dios que en sí mismo es


diálogo, ha querido hacer partícipe al ser humano de ese diálogo, invitándole a
compartir su vida. La primacía la tiene su Palabra, que es interpelación, llamada y
vocación. Esta estructura dialogal es una realidad original y específica de la revelación
cristiana.

Aunque el Concilio no usó explícitamente la categoría personalista de “encuentro” para


referirse a la revelación, la descripción que hizo de la misma autoriza a entenderla de
esta manera. Pronto la teología y también el Magisterio recurrieron a la idea de
“encuentro” para explicar tanto la revelación como la fe. Mediante la revelación divina
–dirá el Catecismo de la Iglesia- “Dios viene al encuentro del hombre” (n. 26).

3.- Revelación e historia. También ha contribuido el Concilio a presentar con todo


realismo y fuerza el carácter histórico de la revelación, que había sido relegado a
segundo plano por la teología de los manuales. La historia, junto con la palabra, es
dimensión constitutiva de la revelación.

La reflexión teológica posterior ha acentuado la consideración de la historia como


“locus revelationis”. A ello ha contribuido también la teología del Círculo de Heidelberg
(Pannenberg) que presenta la historia como lugar original de la comprensión y
expresión de la revelación. Desde esta visión de la historia, se ha profundizado en las
diversas etapas de la revelación. El Catecismo de la Iglesia se ha detenido en su
exposición (nn. 54-64), subrayando la alianza con Noé (nn. 56-58), tema ausente de
“Dei Verbum”.

Sin embargo, el Concilio no articuló la relación entre revelación e historia. La


afirmación cristiana de que la verdad de Dios nos llega a través de la historia ha sido
desafiada por pensadores que, desde presupuestos distintos, sostienen la
imposibilidad de que la verdad se manifieste en la contingencia de la historia. Para
comprender esta realidad, la teología ha recurrido a diversas categorías –
especialmente a la de “universal concreto”- para explicar el hecho de que la revelación
“introduce en nuestra historia una verdad universal y última” (Enc. Fides et Ratio, 14).

4.- La persona de Jesucristo, centro de la revelación. Para muchos autores, la


contribución principal de “Dei Verbum” a la comprensión de la revelación ha sido su
cristocentrismo. Siguiendo de cerca los datos del nuevo testamento, la constitución
conciliar acentúa que Cristo es el centro de toda la historia reveladora, síntesis de todo
el misterio de Dios. La recuperación de Cristo como centro de la revelación ha
resultado muy fecunda para la teología y constituye un punto de no retorno en la
inteligencia de la misma.

Dos temas han sido desarrollados de un modo particular. El primero es la consideración


del misterio pascual como culmen de la revelación divina. Precisamente la cruz, el
silencio mortal del viernes santo es el lugar donde el Padre ha pronunciado su palabra
definitiva. Esta palabra manifiesta todo su sentido en la resurrección: la Pascua es
revelación plena de la potencia del amor de Dios Trinidad. El segundo tema es la
“cristología de la Palabra”, sugerida en la Ex. Ap. “Verbum Domini” 11-13, que
considera toda la revelación como obra de la Trinidad a través del Verbo. Esta Palabra
divina ha entrado en el tiempo, se ha convertido en un hombre, tiene una voz y un
rostro concreto que podemos contemplar.

5.- Jesucristo, signo de credibilidad de la revelación. Siguiendo el enfoque


personalizado de los signos de credibilidad recogido en el Concilio, la reflexión
teológica ha desarrollado la comprensión de Jesucristo como el gran signo de la
revelación, resituando todos los signos particulares en relación con Jesucristo. En
especial, los milagros y la resurrección, son comprendidos como signos que emanan
del centro de irradiación que es Cristo (Latourelle). En la globalidad de su persona
acontece la revelación del Padre. Así mismo se personaliza el signo de la Iglesia,
comprendida como signo-sacramento de Cristo en el mundo.

c) Desarrollos posteriores

Señalamos finalmente una serie de temas que han sido desarrollados posteriormente y
que han ido enriqueciendo la teología de la revelación. Responden, en parte a
problemas nuevos que han surgido después de la promulgación de “Dei Verbum”.

1.- La analogía de la Palabra de Dios. “Palabra de Dios” es una expresión cargada de


contenido y resonancias. Tiene un sentido amplio y rico, que debe mantenerse,
evitando la frecuente identificación de “palabra de Dios” y Sagrada Escritura. El Sínodo
de los Obispos sobre la Palabra de Dios (2008) reflexionó con acierto sobre esta
analogía, tema que ha sido finalmente asumido por el magisterio de la Iglesia (cf. Enc.
“Verbum Domini”, 7).

Lo que se quiere indicar al hablar de “analogía” está muy bien expresado en la


proposición tercera del Sínodo mencionado: “La expresión Palabra de Dios es
analógica. Se refiere sobre todo a la Palabra de Dios en Persona que es el hijo
Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, Verbo del Padre hecho
carne (cf. Juan 1, 14). La Palabra divina, ya presente en la creación del universo y en
modo especial del hombre, se ha revelado a lo largo de la historia de la salvación y es
atestiguada por escrito en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Esta Palabra de Dios
trasciende la Sagrada Escritura, aunque esta la contiene en modo muy singular. Bajo la
guía del Espíritu (cf. Juan 14, 26; 16, 12-15) la Iglesia la custodia y la conserva en su
Tradición viva (cf. DV 10) y la ofrece a la humanidad a través de la predicación, los
sacramentos y el testimonio de vida. Los Pastores, por lo tanto, deben educar al Pueblo
de Dios a acoger los diversos significados de la expresión Palabra de Dios”.

2.- Carácter eclesial de la revelación. El Concilio no articuló con amplitud la relación


entre la revelación y la Iglesia. La presentación que se hace en el capítulo primero de
“Dei Verbum” de la revelación y la fe tiene en cuenta sobre todo los aspectos
personales. Resulta significativo que en todo este capítulo no aparezca el término
“Iglesia”.

La teología y también el magisterio posteriores han puesto el acento en que Dios se


revela a un pueblo y que la revelación sólo puede recibirse, actualizarse e interpretarse
en la Iglesia. Revelación e Iglesia son dos realidades que se implican mutuamente.

El sujeto receptor de la revelación es la Iglesia en su totalidad. Ella es “creatura Verbi”,


fundada en la Palabra y crece en la medida en que se mantiene a la escucha de esta
Palabra reveladora. La Iglesia está al servicio de la revelación porque tiene como misión
transmitir la Palabra de vida, el Evangelio.

3.- La sacramentalidad de la revelación. Otro aspecto desarrollado por la teología ha


sido el carácter sacramental de la revelación. Dios se acerca al hombre por medio de
signos, que posibilitan su encuentro con nosotros. Esta estructura sacramental respeta
la trascendencia de Dios y también la libertad humana. Los signos acontecen en la
historia y reclaman una palabra que los explique, la cual pide ser acogida en la fe.

El gran sacramento de Dios es Jesús de Nazaret, en cuya humanidad se expresa el


misterio del Dios invisible. Este sacramento se prolonga y se hace presente en otros
sacramentos derivados, siendo el principal la Escritura Santa. A través de ella, puede el
hombre encontrarse con Cristo, que está presente en su Palabra, sobre todo cuando es
proclamada por la Iglesia en la liturgia.

De esta manera, la sacramentalidad se manifiesta como una categoría teológica


fundamental para expresar la economía de la revelación, que tiene su centro en Cristo
y para presentar una comprensión más unitaria de la revelación. El estudio del carácter
sacramental de la revelación se ha visto enriquecido con la comprensión del ser
humano como “homo symbolicus”, que se relaciona con la realidad mediante la
imagen, el símbolo y la metáfora.

4.- Revelación y experiencia humana. A pesar de su orientación personalista, “Dei


Verbum” trató poco el tema de la relación de la revelación con la experiencia humana.
El uso de este concepto por parte de la teología liberal (Schleiermacher) y el
modernismo (sobre todo A. Sabatier) suscitó los recelos de los teólogos católicos. Sin
embargo, una concepción más amplia y comprensiva de la experiencia ha permitido
desarrollar la relación entre experiencia y revelación.
En su origen la revelación es experiencia vivida por el pueblo de Dios, a través de los
diversos mediadores (Moisés, los profetas, los sabios), y tiene su culmen en Jesucristo.
La experiencia original y fundadora de Jesús es vivida por los discípulos y por la Iglesia
apostólica con la ayuda del Espíritu Santo. El creyente acoge por la fe esta revelación y,
con la ayuda de la gracia, “experimenta” (DV 8) los misterios que vive.

5.- Otro tema desarrollado ha sido la apertura del hombre a la Palabra de Dios. En la
consideración de este tema el Concilio se atuvo al esquema pregunta-respuesta,
presentando la revelación como respuesta a los más profundos interrogantes del
hombre. La teología posterior ha puesto de relieve que la estructura misma del ser del
hombre tiene carácter de pregunta, subrayando su apertura a la revelación divina.
Mientras algunos autores se han detenido en los dinamismos “a priori” que posibilitan
cualquier experiencia particular (K. Rahner), otros teólogos han profundizado en las
diversas experiencias humanas que hacen patente esta apertura (pregunta por el
sentido, conciencia de la propia insuficiencia, deseo de inmortalidad, apertura al bien,
la verdad y la belleza, etc).

Es significativo que el Catecismo de la Iglesia, antes de exponer la revelación y la fe, se


fije en sus presupuestos, presentando al hombre como un ser que “busca el sentido
último de su vida” (n. 26) y que experimenta en sí mismo un movimiento que le mueve
a buscar al Dios que se revela.

6.- La revelación como acontecimiento del lenguaje. El desarrollo de las diversas


ciencias del lenguaje ha ayudado a comprender lo que significa la revelación en cuanto
“palabra” que Dios dirige al hombre, teniendo en cuenta todas las diversas
dimensiones del lenguaje. La palabra humana no sólo informa sobre acontecimientos y
realidades (función cognoscitiva), sino que expresa y suscita sentimientos y actitudes
(función emotiva) así como invita a la acción (aspecto conativo o activo). La Palabra
divina cumple también estas funciones: es comunicación de sí mismo y de su voluntad,
suscita actitudes vitales y tiene una fuerza apelativa, convocando y llamando al ser
humano a vivir en su amistad. El estudio de los actos de habla ha puesto también de
relieve el aspecto performativo del lenguaje, que aparece de modo singular en el
lenguaje de la revelación y la fe, particularmente cuando es proclamado en la liturgia.

Otro tema en el que se ha profundizado es en la hermenéutica del lenguaje de la


revelación. Los principios de la hermenéutica contemporánea han ayudado a
comprender la revelación en relación íntima con la comunidad lingüística que la acoge
y, por ello, con un proceso de tradición. También se ha profundizado en el sentido de
las proposiciones de fe, comprendidas como acontecimientos del lenguaje y, por esto,
ligadas a la historia.

7.- Revelación y religiones. El desarrollo de la reflexión teológica sobre las religiones ha


conducido a profundizar en la relación entre la revelación cristiana y las religiones,
tema que no fue desarrollado en “Dei Verbum”, aunque se pueden encontrar
indicaciones preciosas sobre esta cuestión en otros documentos conciliares. En efecto,
el Concilio presentó las religiones de una manera positiva, descubriendo en ellas “cosas
verdaderas y buenas” (OT 16), “cosas preciosas religiosas y humanas” (GS 92),
“gérmenes de contemplación” (AG 18), “elementos de verdad y de gracia” (AG 9),
“semillas del Verbo” (AG 11; 15), “rayos de aquella verdad que ilumina a todos los
hombre” (NA 2). Pero no articuló una respuesta a la relación.

En este campo se han abierto numerosos interrogantes y problemas: ¿cómo se concilia


la universalidad salvífica del cristianismo y la particularidad de la revelación? ¿qué
relación existe entre la revelación cristiana y las religiones? ¿se puede decir que éstas
contienen elementos de revelación? ¿qué valor tienen sus libros sagrados? Se trata de
cuestiones que obligan a clarificar el concepto mismo de “revelación” así como el
significado de Cristo como plenitud.

8.- Actualidad de la revelación. La revelación divina no puede considerarse sólo como


un acontecimiento del pasado. La revelación es actualizada cuando es acogida por la fe,
de manera que cada hombre y cada generación escucha la Palabra de un modo nuevo.
Esta Palabra ilumina las situaciones históricas y sociales concretas en las que vive. Con
la ayuda del Espíritu Santo, la Iglesia “recuerda” (cf. Jn 14, 26) todo lo que Jesús ha
dicho y crece en la comprensión de la Palabra divina. Se trata de un tema sugerido por
el Concilio, especialmente en la presentación de la tradición desarrollada en el n. 8 de
“Dei Verbum”: Dios sigue hablando con su esposa, la cual camina a los largo de los
siglos hasta la plenitud de la verdad. Para subrayar la actualización de la revelación en
la Iglesia, algunos autores recurren a la expresión “revelación dependiente” (O’Collins),
que distinguen de la “revelación fundante” que acontece en Cristo y es transmitida por
los Apóstoles.

9.- La dimensión práctica de la revelación. La revelación y la fe tienen una dimensión


social y política. La acogida de Dios que se revela implica la revisión de la propia vida y,
por eso, la categoría de “conversión” tiene un carácter constitutivo en teología (J. B.
Metz). Esta conversión no puede quedar en un nivel individual e interior, sino que tiene
una dimensión social ya que el hombre sólo se humaniza en comunión con los demás
hombres. La revelación tiene también un nivel práctico-realizativo porque no se puede
comprender la verdad revelada sólo asimilando intelectualmente un conjunto de
doctrinas, sino en la acción y el compromiso de hacerla vida.

En definitiva, la reflexión conciliar sobre la revelación fue punto de llegada de una


teología que deseaba ser más bíblica y patrística. Transcurridos cincuenta años del
Concilio, “Dei Verbum” continúa manteniendo su riqueza y densidad, siendo punto de
referencia ineludible para cualquier reflexión sobre el acontecimiento de la revelación.
Bibliografía

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revelación divina, 2 vols., Madrid: Taurus, 1970, 183-367.

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GÓMEZ FERNÁNDEZ, R., Revelación divina y comunión trinitaria. La relación entre


Trinidad económica y Trinidad inmanente en la Constitución Dogmática Dei Verbum del
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FERRARI, P. L., La Dei Verbum, Brescia: Queriniana, 2005.

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SCHÖKEL, L. A. – ARTOLA, A. M. (dirs.), La palabra de Dios en la historia de los


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Francisco Conesa

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